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REPORTE DEL LIBRO EL PROCESO FRANZ KAFKA.

Capítulo I

El protagonista principal, José K, resulta detenido en la pensión donde se aloja,


acusado de un delito de naturaleza ignorada tanto para él, como para los
funcionarios de la justicia que le notifican la iniciación de su proceso.

Este hecho no altera la existencia habitual de K, que, pese a todo, puede seguir
acudiendo al Banco del que es apoderado, todos los días.

Al regresar a la pensión, concluida la jornada, conversa con la señora Grubach,


dueña del establecimiento, sobre los hechos ocurridos por la mañana. En realidad,
su interés se centra en saber si se encuentra en casa la srta. Bürstner, en cuya
habitación había estado la comisión investigadora. Más tarde va a verla para pedir
excusas por el desorden en que los funcionarios han dejado su cuarto, aunque su
intención es la de seducirla.

Capítulo II

A los pocos días, K recibe una llamada telefónica anunciándole que será sometido
el domingo —para no interrumpir su horario de trabajo— a un primer
interrogatorio. Decide asistir, anulando incluso la invitación a un paseo en yate que
para ese día le había hecho el director adjunto del Banco.

Se dirige a un suburbio pobre de la ciudad y, no sin esfuerzo, localiza finalmente la


dirección que busca. Una vez dentro se da cuenta de estar en una vivienda, llena
de gentes del más variado aspecto. Es invitado a entrar por “una joven de ojos
negros, que lavaba ropa blanca de niños”.

La rumorosa asamblea, integrada por personas vestidas en su mayoría de negro,


con largas levitas, está presidida por un hombre pequeño, sentado detrás de una
mesita. El juez de instrucción hace algunas preguntas, a las que José K responde
altaneramente, censurando los procedimientos judiciales y tratando de conquistar
así la aprobación de su extraño público.

Tras presenciar un incidente protagonizado por la lavandera y un hombre que la


abrazaba en un rincón de la sala, espectáculo que entretuvo a los presentes, K
decide abandonar el lugar, increpando a los funcionarios judiciales y
recriminándoles de nuevo su actitud.

Capítulo III

El domingo siguiente, sin haber sido convocado, el acusado se dirige de nuevo al


mismo lugar. En la sala, ahora completamente vacía, es recibido por la misma
mujer de la vez anterior. Ella y su marido, ujier del tribunal, viven gratuitamente en
la sala de sesiones, que deben dejar libre cuando actúa la justicia. Tras observar
los viejos y sucios libros, con algunas ilustraciones obscenas, que usan los
funcionarios públicos, José K dedica su atención a la mujer, que ha comenzado a
relatarle sus confidencias, y se siente atraído por ella. En ese momento, aparece
el estudiante de derecho que la había abrazado en la primera sesión, personaje al
que la mujer se prodigaba, pensando en la futura influencia que alcanzaría. El
joven la conduce por la fuerza al juez de instrucción, que solicitaba también sus
favores. Tanto ella como su marido toleran la situación, puesto que su
supervivencia depende de este asentimiento. Poco después, el ujier conduce a K
a la sala de espera, donde aguardan los acusados “como mendigos en la esquina
de una calle”. Finalmente, después de haber soportado en una de las oficinas un
ambiente pesado y enrarecido, que le causa no poco malestar, José K decide irse,
proponiéndose pasar mejor los domingos en adelante.

Capítulo IV

Aparece en este capítulo un nuevo personaje: la señorita Montag, que se traslada


a la pensión para compartir la habitación con la señorita Bürstner. Esta
circunstancia molesta a K, porque altera el plan de seducir a su vecina.

Capítulo V

Días después, ya a punto de salir del Banco, José K oye unos gemidos al pasar
junto a una habitación dedicada a los trastos inútiles. Intrigado, entra en ella y ve
con asombro que los dos inspectores que le habían detenido días antes están
siendo azotados por un verdugo. Al descubrir que el motivo es la queja presentada
por él mismo al juez acerca de los funcionarios, se compadece e intenta, sin éxito,
sobornar al verdugo para que interrumpa el castigo. Entonces piensa que la
justicia está corrompida y hay que luchar contra ella.

Al día siguiente, al marcharse de la oficina, decide inspeccionar de nuevo la


habitación, y es mayúscula su sorpresa al encontrar allí a los inspectores, ya
vestidos, y al verdugo, que se lamentan de su suerte, como el día anterior.

Esta escena pone muy bien de manifiesto el absurdo kafkiano y el ambiente de


pesadilla que domina la obra.

Capítulo VI

Hace su aparición en la historia el tío de K, que, enterado del proceso contra su


sobrino, viene a visitarlo con la intención de prestarle ayuda. Con ese fin, le
propone ir a ver al abogado Huld, antiguo condiscípulo suyo, profesional de
renombre y buen defensor de causas justas. Al llegar a su casa, son atendidos por
Leni, la enfermera que cuida al abogado, ya que éste se encuentra en cama,
aquejado de un problema cardíaco. Huld, enterado ya del proceso, decide asumir
la defensa del acusado. Mientras conversan, suena un ruido fuera de la
habitación. José K sale a ver qué lo ha producido y se encuentra con la enfermera,
que ha roto a propósito un tiesto para llamar su atención. Hablan del proceso,
intercambian confidencias y flirtean. Leni le entrega la llave de la casa para que
vaya a visitarla cuando quiera.

Capítulo VII

La ansiedad de K a causa del proceso se acentúa; la evolución del asunto es


sumamente lenta e imprevisible: a dos meses de su iniciación, ni siquiera se ha
presentado la primera demanda.

A medida que el protagonista se va sumergiendo en su misterioso proceso, va


perdiendo más y más interés por el trabajo del Banco. Un industrial que lo visita le
proporciona una nueva pista: ha oído hablar de su juicio a un pintor que está en
buenas relaciones con los jueces. Usa el seudónimo de Tintorelli. Le recomienda
conversar con él, pues podría indicarle el modo de aproximarse a los magistrados.

Picado por la curiosidad, José K resuelve hacer una visita al pintor. Se encamina a
un barrio aún más pobre que el del tribunal y, guiado por una niña de trece años,
algo jorobada y totalmente corrupta, localiza al hombre en un miserable y lóbrego
cuartucho. Tintorelli se gana la vida retratando a los jueces, y ello le brinda la
ocasión de intimar un poco con ellos. A las preguntas de K responde
presentándole tres posibles tipos de absolución: la real, la aparente, y la prórroga
ilimitada. Como las tres posibilidades ofrecen ventajas e inconvenientes casi
equivalentes, el protagonista no se decide finalmente por ninguna de ellas. Antes
de abandonar el cuarto, el pintor le ofrece algunos cuadros, llenos de polvo, que K
compra por cortesía.

Para evitar a José K el encuentro con las pilluelas que espían desde fuera,
Tintorelli le hace salir de la habitación por una puerta situada detrás de la cama,
que conduce a las sombrías oficinas de la justicia, instaladas en un granero. Esta
es una de las escenas más significativas de la novela:

“Abrió finalmente la puerta, inclinándose sobre la cama.

—No se preocupe, dijo, por subirse al colchón; no se puede pasar de otro modo.

K no necesitaba este estímulo para pasar sin ningún escrúpulo.

Ya había incluso puesto el pie en pleno centro de la colcha, cuando, mirando a


través de la puerta abierta, retrocedió con sobresalto:
—¿Qué es lo que hay ahí?, preguntó al pintor.

—¿De qué se extraña?, interrogó a su vez el otro, también sorprendido. Son las
oficinas de la justicia. ¿No sabía usted que aquí también había? Las hay en casi
todos los graneros, ¿por qué no iba a haberlas aquí? Mi propio taller forma parte
de sus locales, pero la justicia lo ha puesto a mi disposición.

K estaba menos asustado de haber encontrado en ese lugar los archivos de la


justicia que de constatar su ignorancia en todo lo referente al tribunal. Le parecía
que la regla de oro para un acusado debía ser la de estar siempre dispuesto a
todo, no dejarse jamás sorprender; no mirar nunca a la derecha cuando su juez se
encontraba a la izquierda, y era precisamente contra esta regla fundamental
contra la que él volvía una y otra vez a pecar.

Se extendía ante él un largo corredor, del que venía un aire comparado con el cual
el del taller parecía refrescante. A uno y otro lado se alineaban unos bancos, como
en la sala de espera del secretariado del que dependía el asunto de K. La
instalación de estas oficinas parecía estar reglamentada desde todos los puntos
de vista por minuciosas prescripciones. Por el momento, no había una gran
afluencia. Un hombre se mantenía sentado, o mejor, medio acostado sobre uno de
los bancos. Con el rostro oculto entre las manos y apoyado contra la madera,
tenía todo el aspecto de estar durmiendo. Otro estaba más adelante, en la
penumbra del extremo opuesto del corredor. K se decidió de nuevo a saltar sobre
la cama. El pintor le siguió, con los lienzos bajo ambos brazos. No tardaron en
encontrar un ujier —K sabía ya reconocerlos por el botón de oro que lucían en su
traje civil— y Tintorelli encargó a este hombre transportar los cuadros. K titubeó
antes de avanzar. Sostenía el pañuelo apretado contra la boca. Se encontraban ya
cerca de la salida cuando las pilluelas se precipitaron ante ellos. ¡Ni siquiera la
travesía por el granero había ahorrado este encuentro a K! Las niñas debían haber
visto que se abría la otra puerta del taller y habían dado un rodeo para llegar por
este lado.

—No puedo acompañarle más, gritó el pintor, riendo ante el asalto de las
chiquillas. Hasta la vista. No pierda demasiado tiempo reflexionando.

K no le dirigió una sola mirada. Una vez en la calle, hizo parar al primer coche que
pudo encontrar. Estaba ansioso por desembarazarse del ujier, cuyo botón de oro
le hacía daño a la vista. El servidor de la justicia aún quiso trepar al pescante, pero
K lo despidió inmediatamente. Ya hacía mucho que habían sonado las doce
cuando el coche se detuvo ante el Banco. K habría dejado de buena gana los
cuadros allí, pero le asaltó el temor de que una ocasión futura le obligara a mostrar
al pintor que los tenía. Así pues, los hizo subir a su despacho, y los encerró en el
cajón más bajo de la mesa, para ocultarlos al director adjunto”.

Capítulo VIII

Preocupado por la lentitud de su proceso, José K decide prescindir de los servicios


del abogado Huld. En el despacho de éste se encuentra con el comerciante Block,
procesado desde hace ya cinco años, quien le confía que tiene, además de Huld,
otros cuatro abogados trabajando en su problema. Block solía instalarse de vez en
cuando en casa del abogado, ocupando el cuarto de la criada, en la que Leni lo
encerraba mientras aguardaba que lo recibiera su defensor. Tenía también
relaciones con Leni, pues ésta amaba a todos los acusados.

Block estaba totalmente esclavizado; el abogado Huld lo trataba con desprecio:


siempre: “Block trabaja con mucho celo en su proceso (...) tiene maneras muy
villanas, además es sucio; pero desde el punto de vista procesal, es
verdaderamente impecable”.

Capítulo IX

En el penúltimo capítulo, José K debe acompañar a un cliente del Banco durante


su estancia en la ciudad. Le propone una visita a la catedral y quedan en
encontrarse allí. Mientras espera la llegada del cliente, K decide entrar a la iglesia
y sentarse. Percibe entonces la presencia de un sacerdote que se dirige hacia el
púlpito y, desde allí, le hace señas para que se acerque.

El sacerdote le comunica que conoce su proceso, dado que es el capellán de la


prisión. Comienzan a dialogar y el abate le hace entender que su proceso
terminará mal, pues se le considera culpable. Le recrimina por buscar demasiado
la ayuda de otros, y sobre todo la de las mujeres.

El sacerdote pasa a contarle luego la historia de un centinela que vigila la entrada


de la ley, y se entabla un diálogo entre ellos sobre la justicia y la ley, que no llega
a ninguna conclusión.

En el momento de irse, José K parece esperar otra cosa de su interlocutor. Solo,


no puede orientarse en la oscuridad del templo, pero el capellán parece
pertenecer también a la justicia, que no se interesa por el hombre como tal.

Capítulo X

Se describe en él la llegada de dos enviados de la justicia, cuya visita hace


presagiar el fin inminente del proceso. Sumisamente, K se deja conducir por los
dos insólitos funcionarios hasta una cantera en las afueras de la ciudad, y una vez
allí, totalmente vencido, no ofrece ninguna resistencia:

“Tras haber intercambiado algunas frases corteses para resolver la cuestión de las
precedencias —los señores parecían haber recibido en común su misión—, uno
de ellos se aproximó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y la camisa. K se
estremeció involuntariamente; el caballero le dio un golpecito de ánimo en la
espalda y después dobló cuidadosamente las ropas, como se hace con cosas que
se necesitarán más adelante, en un momento que no se puede prever. Para no
exponer a K inmóvil al frío del aire nocturno, le tomo del brazo y le hizo dar los
cien pasos, mientras el otro caballero buscaba en la cantera algún lugar
conveniente. Cuando lo encontró, el hombre hizo señas a su compañero de que
llevara hasta allí a K. Estaba muy cerca de la pared. Por allí había aún una piedra
desprendida. Los caballeros sentaron a K en el suelo, lo inclinaron sobre la piedra
y le recostaron en ella la cabeza. A pesar de todo el trabajo que se tomaban y de
toda la complacencia que por su parte aportaba K, la postura resultaba muy
forzada e inverosímil, así que uno de los caballeros rogó al otro que le confiara por
un momento el cuidado de colocar él solo a K. Sin embargo, las cosas no fueron
mejor. Acabaron por dejarle en una posición que ni siquiera era la más lograda de
las anteriores. Seguidamente, uno de los señores abrió su levita y de una vaina
que llevaba sujeta alrededor del chaleco por un cinturón, sacó un largo y delgado
cuchillo de carnicero, con dos cortes; lo sostuvo en el aire y comprobó los dos filos
a la luz. Entonces tuvieron lugar de nuevo los mismos cumplidos de poco antes.
Uno de los dos, alargando la mano por encima de K, tendió el cuchillo al otro; éste
se lo devolvió por el mismo procedimiento. Ahora K sabía muy bien que era su
deber tomar él mismo el instrumento, mientras pasaba de mano en mano sobre él,
y hundírselo en el cuerpo; pero no lo hizo. Al contrario, giró el cuello, aún libre, y
miró alrededor. No podía representar su papel hasta el final; no podía exonerar a
las autoridades de todo el trabajo. La responsabilidad de esta nueva culpa recaía
sobre el mismo que le había negado el resto de fuerzas que habría necesitado
para esto. Sus miradas cayeron sobre el último piso de la casa que había al borde
de la cantera. Como una luz que brota de repente, se abrieron los dos batientes de
una ventana allá arriba. Un hombre —tan delgado y tan débil a esa distancia y a
esa altura— se inclinó bruscamente fuera, lanzando los brazos hacia adelante.
¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un alma buena? ¿Alguien que se hacía partícipe de su
desgracia? ¿Alguno que quería ayudarle? ¿Era uno sólo? ¿Estaban allí todos?
¿Tenía todavía un recurso? ¿Existían objeciones no promovidas aún?
Ciertamente la lógica, por inquebrantable que sea, no resiste a un hombre que
quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez a quien no había visto jamás? ¿Dónde estaba
el alto tribunal al que nunca había llegado? K alzó las manos y abrió mucho los
dedos.
Pero uno de los caballeros acababa de sujetarlo por el cuello. El otro, le hundió el
cuchillo en el corazón y lo repitió hasta dos veces. Con los ojos moribundos, K vio
aún a los dos señores que, inclinados muy cerca de su rostro, observaban el
desenlace, mejilla contra mejilla.

—¡Como un perro!, dijo él. Y era como si el oprobio hubiera de sobrevivirle.”

III. VALORACIÓN LITERARIA

Kafka está considerado como uno de los mejores estilistas de lengua alemana. En
un estilo claro (bien que a veces, por la intención, opaco) busca dar expresión a su
mundo interior. Su lenguaje tiene algo de ambiguo, de dialéctico, de afirmación y
negación. En todo caso, su prosa es de una notable seriedad, puesto que en ella
no se trata de sentimientos, sino del fundamento de la existencia, siendo en esto
comparable a Kierkegaard y a Unamuno.

Sus escritos tienen el carácter general de parábolas, y describen, con imágenes y


visiones fantásticas y surrealistas, situaciones que quieren ser representativas de
las leyes internas de la existencia. Cada hecho singular aparece como cosa real y
lógica; el conjunto, en cambio, la atmósfera existencial, es totalmente irreal[2].

En esta novela, el autor sabe mantener el suspenso con respecto al desenlace


final del extraño proceso, un proceso que, por otra parte, podría continuarse
indefinidamente.

Los capítulos parecen piezas literarias sueltas y, en algunos casos, sin


continuidad, sobre todo consideradas en relación al último. Max Brod, amigo
personal de Kafka y editor de sus obras, señala al respecto que el mismo autor
consideraba El proceso como una obra inconclusa y que, antes del capítulo final,
debería haber expuesto otras fases del peculiar juicio. Incluso dejó los capítulos
sin numerar y fue Max Brod quien los dispuso en el orden que hoy presentan.

Por otra parte, Kafka, antes de morir, expresó por escrito la voluntad de que se
quemasen todos los manuscritos que dejaba. Quería, dice Brod, que su obra
estuviese “a la altura de sus preocupaciones religiosas”, y este objetivo no creía
haberlo logrado. Sin embargo, su amigo y albacea, convencido del valor literario
de la pluma de Kafka, decidió publicar sus escritos póstumos, y entre ellos esta
novela, que muchas veces produce la impresión de ser más bien una pieza teatral.

IV. VALORACIÓN DOCTRINAL

Lo absurdo y lo grotesco resultan rasgos dominantes de esta obra de Kafka, en la


que se destaca el anonimato y la impersonalidad de la justicia. Los personajes,
considerados aisladamente, parecen palpables y reales; pero vistos en el
conjunto, en la escena, no son más que fantasmas movidos por una mano
invisible. Es decir, que el hombre, más que individuo independiente y libre, es para
el autor como una pieza de un gran mecanismo —el mundo— indescifrable y
absurdo. Todo intento de orientarse en él, todo anhelo de vivir una existencia
ordenada y llena de sentido, está condenado al fracaso; pues tan pronto se ha
tomado una posición sobre la que operar, o es destruida por la posición contraria,
o produce un efecto distinto del esperado. Como, por otra parte, el hombre no
puede menos de proponerse una y otra vez la cuestión del sentido de su
existencia, al no hallarlo, se hunde en la desesperación; la angustia, la
enfermedad y la nada le acechan constantemente; la evasión es imposible. El
resultado de esta desesperación es un complejo de culpa que no es moral, sino
existencial. El hombre llega a convencerse de que ha quebrantado la ley y de que
está cumpliendo la condena; pero no sabe ni quién hizo la ley, ni quién le impuso
la condena: es víctima de un enigma, que es el que Kafka describe en los más
variados tonos, recurriendo a la paradoja, a lo grotesco, a lo tétrico, a lo
sarcástico, a lo humorístico.

La novela kafkiana es testimonio de una experiencia vital, cuya última


consecuencia es el nihilismo. La existencia, más que un misterio, es para él un
absurdo; tras lo vulgar y cotidiano está lo insólito y monstruoso; tras lo familiar y
obvio, lo extraño e impenetrable; y esto es lo que dirige, coacciona y atormenta al
hombre, procesándolo día a día[3].

Cabe también señalar, desde el punto de vista moral, la licenciosa conducta


sexual del protagonista principal.

En definitiva, la desesperanza que se sitúa como telón de fondo en esta novela


parece consecuencia de la inseguridad que procede de no haber encontrado
sentido a la existencia; de no haber llegado a vislumbrar la presencia
esperanzadora de Dios.

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