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Capítulo I
Este hecho no altera la existencia habitual de K, que, pese a todo, puede seguir
acudiendo al Banco del que es apoderado, todos los días.
Capítulo II
A los pocos días, K recibe una llamada telefónica anunciándole que será sometido
el domingo —para no interrumpir su horario de trabajo— a un primer
interrogatorio. Decide asistir, anulando incluso la invitación a un paseo en yate que
para ese día le había hecho el director adjunto del Banco.
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Días después, ya a punto de salir del Banco, José K oye unos gemidos al pasar
junto a una habitación dedicada a los trastos inútiles. Intrigado, entra en ella y ve
con asombro que los dos inspectores que le habían detenido días antes están
siendo azotados por un verdugo. Al descubrir que el motivo es la queja presentada
por él mismo al juez acerca de los funcionarios, se compadece e intenta, sin éxito,
sobornar al verdugo para que interrumpa el castigo. Entonces piensa que la
justicia está corrompida y hay que luchar contra ella.
Capítulo VI
Capítulo VII
Picado por la curiosidad, José K resuelve hacer una visita al pintor. Se encamina a
un barrio aún más pobre que el del tribunal y, guiado por una niña de trece años,
algo jorobada y totalmente corrupta, localiza al hombre en un miserable y lóbrego
cuartucho. Tintorelli se gana la vida retratando a los jueces, y ello le brinda la
ocasión de intimar un poco con ellos. A las preguntas de K responde
presentándole tres posibles tipos de absolución: la real, la aparente, y la prórroga
ilimitada. Como las tres posibilidades ofrecen ventajas e inconvenientes casi
equivalentes, el protagonista no se decide finalmente por ninguna de ellas. Antes
de abandonar el cuarto, el pintor le ofrece algunos cuadros, llenos de polvo, que K
compra por cortesía.
Para evitar a José K el encuentro con las pilluelas que espían desde fuera,
Tintorelli le hace salir de la habitación por una puerta situada detrás de la cama,
que conduce a las sombrías oficinas de la justicia, instaladas en un granero. Esta
es una de las escenas más significativas de la novela:
—No se preocupe, dijo, por subirse al colchón; no se puede pasar de otro modo.
—¿De qué se extraña?, interrogó a su vez el otro, también sorprendido. Son las
oficinas de la justicia. ¿No sabía usted que aquí también había? Las hay en casi
todos los graneros, ¿por qué no iba a haberlas aquí? Mi propio taller forma parte
de sus locales, pero la justicia lo ha puesto a mi disposición.
Se extendía ante él un largo corredor, del que venía un aire comparado con el cual
el del taller parecía refrescante. A uno y otro lado se alineaban unos bancos, como
en la sala de espera del secretariado del que dependía el asunto de K. La
instalación de estas oficinas parecía estar reglamentada desde todos los puntos
de vista por minuciosas prescripciones. Por el momento, no había una gran
afluencia. Un hombre se mantenía sentado, o mejor, medio acostado sobre uno de
los bancos. Con el rostro oculto entre las manos y apoyado contra la madera,
tenía todo el aspecto de estar durmiendo. Otro estaba más adelante, en la
penumbra del extremo opuesto del corredor. K se decidió de nuevo a saltar sobre
la cama. El pintor le siguió, con los lienzos bajo ambos brazos. No tardaron en
encontrar un ujier —K sabía ya reconocerlos por el botón de oro que lucían en su
traje civil— y Tintorelli encargó a este hombre transportar los cuadros. K titubeó
antes de avanzar. Sostenía el pañuelo apretado contra la boca. Se encontraban ya
cerca de la salida cuando las pilluelas se precipitaron ante ellos. ¡Ni siquiera la
travesía por el granero había ahorrado este encuentro a K! Las niñas debían haber
visto que se abría la otra puerta del taller y habían dado un rodeo para llegar por
este lado.
—No puedo acompañarle más, gritó el pintor, riendo ante el asalto de las
chiquillas. Hasta la vista. No pierda demasiado tiempo reflexionando.
K no le dirigió una sola mirada. Una vez en la calle, hizo parar al primer coche que
pudo encontrar. Estaba ansioso por desembarazarse del ujier, cuyo botón de oro
le hacía daño a la vista. El servidor de la justicia aún quiso trepar al pescante, pero
K lo despidió inmediatamente. Ya hacía mucho que habían sonado las doce
cuando el coche se detuvo ante el Banco. K habría dejado de buena gana los
cuadros allí, pero le asaltó el temor de que una ocasión futura le obligara a mostrar
al pintor que los tenía. Así pues, los hizo subir a su despacho, y los encerró en el
cajón más bajo de la mesa, para ocultarlos al director adjunto”.
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
“Tras haber intercambiado algunas frases corteses para resolver la cuestión de las
precedencias —los señores parecían haber recibido en común su misión—, uno
de ellos se aproximó a K y le quitó la chaqueta, el chaleco y la camisa. K se
estremeció involuntariamente; el caballero le dio un golpecito de ánimo en la
espalda y después dobló cuidadosamente las ropas, como se hace con cosas que
se necesitarán más adelante, en un momento que no se puede prever. Para no
exponer a K inmóvil al frío del aire nocturno, le tomo del brazo y le hizo dar los
cien pasos, mientras el otro caballero buscaba en la cantera algún lugar
conveniente. Cuando lo encontró, el hombre hizo señas a su compañero de que
llevara hasta allí a K. Estaba muy cerca de la pared. Por allí había aún una piedra
desprendida. Los caballeros sentaron a K en el suelo, lo inclinaron sobre la piedra
y le recostaron en ella la cabeza. A pesar de todo el trabajo que se tomaban y de
toda la complacencia que por su parte aportaba K, la postura resultaba muy
forzada e inverosímil, así que uno de los caballeros rogó al otro que le confiara por
un momento el cuidado de colocar él solo a K. Sin embargo, las cosas no fueron
mejor. Acabaron por dejarle en una posición que ni siquiera era la más lograda de
las anteriores. Seguidamente, uno de los señores abrió su levita y de una vaina
que llevaba sujeta alrededor del chaleco por un cinturón, sacó un largo y delgado
cuchillo de carnicero, con dos cortes; lo sostuvo en el aire y comprobó los dos filos
a la luz. Entonces tuvieron lugar de nuevo los mismos cumplidos de poco antes.
Uno de los dos, alargando la mano por encima de K, tendió el cuchillo al otro; éste
se lo devolvió por el mismo procedimiento. Ahora K sabía muy bien que era su
deber tomar él mismo el instrumento, mientras pasaba de mano en mano sobre él,
y hundírselo en el cuerpo; pero no lo hizo. Al contrario, giró el cuello, aún libre, y
miró alrededor. No podía representar su papel hasta el final; no podía exonerar a
las autoridades de todo el trabajo. La responsabilidad de esta nueva culpa recaía
sobre el mismo que le había negado el resto de fuerzas que habría necesitado
para esto. Sus miradas cayeron sobre el último piso de la casa que había al borde
de la cantera. Como una luz que brota de repente, se abrieron los dos batientes de
una ventana allá arriba. Un hombre —tan delgado y tan débil a esa distancia y a
esa altura— se inclinó bruscamente fuera, lanzando los brazos hacia adelante.
¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Un alma buena? ¿Alguien que se hacía partícipe de su
desgracia? ¿Alguno que quería ayudarle? ¿Era uno sólo? ¿Estaban allí todos?
¿Tenía todavía un recurso? ¿Existían objeciones no promovidas aún?
Ciertamente la lógica, por inquebrantable que sea, no resiste a un hombre que
quiere vivir. ¿Dónde estaba el juez a quien no había visto jamás? ¿Dónde estaba
el alto tribunal al que nunca había llegado? K alzó las manos y abrió mucho los
dedos.
Pero uno de los caballeros acababa de sujetarlo por el cuello. El otro, le hundió el
cuchillo en el corazón y lo repitió hasta dos veces. Con los ojos moribundos, K vio
aún a los dos señores que, inclinados muy cerca de su rostro, observaban el
desenlace, mejilla contra mejilla.
Kafka está considerado como uno de los mejores estilistas de lengua alemana. En
un estilo claro (bien que a veces, por la intención, opaco) busca dar expresión a su
mundo interior. Su lenguaje tiene algo de ambiguo, de dialéctico, de afirmación y
negación. En todo caso, su prosa es de una notable seriedad, puesto que en ella
no se trata de sentimientos, sino del fundamento de la existencia, siendo en esto
comparable a Kierkegaard y a Unamuno.
Por otra parte, Kafka, antes de morir, expresó por escrito la voluntad de que se
quemasen todos los manuscritos que dejaba. Quería, dice Brod, que su obra
estuviese “a la altura de sus preocupaciones religiosas”, y este objetivo no creía
haberlo logrado. Sin embargo, su amigo y albacea, convencido del valor literario
de la pluma de Kafka, decidió publicar sus escritos póstumos, y entre ellos esta
novela, que muchas veces produce la impresión de ser más bien una pieza teatral.