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Este libro se terminó de imprimir en el mes de mayo de 2010 en el taller gráfico Im-
presiones G y G, Udaondo 2646, Lanús Oeste, Provincia de Buenos Aires, República
Argentina. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser
reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea
eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo
por escrito del editor.
Índice general
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1
Las invasiones inglesas y el inicio de la crisis virreinal
Castelli y Burke. La primera invasión inglesa y la reconquista de Buenos Aires. La
militarización de la población y la segunda invasión. Los ingleses y la independencia de la
colonia. Saturnino Rodríguez Peña y Francisco Miranda. Belgrano y la consigna de «amo
viejo o ningún amo». Una nueva correlación de fuerzas militares en la capital virreinal . . . . . . . 5
1808: el principio del fin
Crisis de la monarquía española e invasión francesa. La misión Sassenay. El españolismo y el
virrey francés. La junta de Montevideo. La princesa Carlota entra en escena. El carlotismo
como vía de aproximación a la independencia. La prisión de Paroissien. Las políticas de
Inglaterra y Francia hacia las colonias hispanoamericanas. Un fin de año a toda orquesta:
la maduración de la crisis y los nuevos actores políticos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
1809 comenzó el 1 de enero
El motín del 1 de enero. Saavedra y los comandantes militares. El centro estatal colonial y
las instituciones secundarias: desdoblamientos en el poder español. La llegada del virrey
Cisneros y el intento de resistencia a su asunción del mando. El carlotismo. Las rebeliones
altoperuanas. Recrudecimiento de la represión. La lucha por la información y la
construcción política de la noticia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
Los últimos días de la dominación colonial en Buenos Aires
Los asesinatos de La Paz y su significado para los revolucionarios. Castelli defiende a
Paroissien y anticipa la fundamentación revolucionaria. La evolución de los grupos políticos.
La maduración de una subjetividad revolucionaria y la tendencia a confluir en un frente
antiespañol . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
La insurrección de Mayo
La fragua de la revolución: del 18 al 25 de mayo. La Primera Junta. Respuesta a Carlota. La
revolución y la violencia. La política inglesa y la máscara de Fernando VII. Continúa la lucha
por las noticias. La revolución de Mayo fue una revolución anticolonial . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125
La contrarrevolución española y la guerra anticolonial
La reacción colonialista. Liniers y la coordinación contrarrevolucionaria. La expulsión del
virrey y los oidores. El fusilamiento de Liniers. Mariano Moreno. Comienza la guerra por la
independencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153
1.– Los resultados alcanzados se encuentran en buena medida sintetizados en dos libros: Los resultados al-
canzados se encuentran en buena medida sintetizados en dos libros: Azcuy Ameghino, Eduardo. Historia de
Artigas y la independencia argentina. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 1993; y Azcuy Ameghino,
Eduardo. La otra historia. Economía, estado y sociedad en el Río de la Plata colonial. Buenos Aires: Imago
Mundi, 2002. Probablemente resulte apropiado señalar aquí que el itinerario intelectual transitado me llevó
de la Revolución de Mayo – el centro de interés que operó como punto de partida – al artiguismo, para poste-
riormente concluir que sólo iba a poder alcanzar una comprensión más acabada del proceso independentista
conociendo con mayor profundidad la sociedad colonial – especialmente en Buenos Aires y la Banda Orien-
tal – , en tanto fuente de las contradicciones y problemas que dieron razón de ser a las luchas revolucionarias
y cuna de los actores que las protagonizaron.
2.– La bibliografía vinculada con la Revolución de Mayo forma un cuerpo denso y multifacético, que sólo
hasta el sesquiscentenario contaba con alrededor de 1.800 títulos. Si bien con posterioridad al golpe de
estado de 1976 este nivel de producción decayó, en los últimos años ha ido recobrando vitalidad, reflejando
en general – a través de la selección de problemas y abordajes – los humores intelectuales dominantes en
la época, caracterizados por la influencia de la «globalización» y cierto descrédito que la actual relación de
fuerzas entre las grandes potencias y los pueblos ha procurado imponer respecto a las revoluciones y otras
formas de rebeldía de raíz popular y nacional. María Caffese y Carlos Lafuente. Mayo en la bibliografía.
Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1962.
2 Eduardo Azcuy Ameghino
gando acerca de una revolución – del proceso histórico que a partir de 1806 conduciría
a la destitución del virrey Cisneros en 1810, y al inicio de la guerra de liberación de los
pueblos y provincias del Plata.
Espero al respecto haber logrado referir no sólo cierta cantidad de hechos, observa-
ciones y conclusiones, sino, y especialmente, trasmitir el modo como fui percibiendo a
través de numerosos testimonios documentales la transformación de la cotidianeidad
de un segmento importante de la realidad colonial, de ordinaria en extraordinaria, al
cargarse de indicios, signos y señales de que se iba construyendo una situación revo-
lucionaria. Circunstancia que se replicó, bajo similares influencias, en otros virreinatos
y capitanías, en los que también se crearon eslabones débiles en la cadena colonialista,
los que sólo pudieron ser rotos donde, además, existieron actores políticos concientes
y relativamente organizados dispuestos a la tarea, en cuyo ejercicio terminaron de con-
vertirse en auténticos revolucionarios. Hombres que fueron, en distintas proporciones
y según los casos, tanto producto de la crisis del orden colonial como artífices de ella.
En este sentido, creo que uno de los resultados del trabajo realizado ha sido ratificar
la pertinencia de las críticas a las posturas que, como señalara entre otros Puiggrós,3
proponen un desarrollo unilateral de las influencias externas como factor decisivo de
la revolución, incurriendo en el error de dar por inexistentes o poco relevantes los de-
terminantes internos. Lo cual no significa disminuir en un ápice la convicción respecto
a que los sucesos de Mayo se inscribieron en un contexto mayor que los condicionó de
múltiples maneras, del cual formaron parte las revoluciones francesa, norteamericana
e industrial inglesa, la permanente resistencia indígena al conquistador, las disputas
intercolonialistas y, sobre todo, la invasión napoleónica a España con la consecuente
desestructuración relativa del sistema de poder global de sus clases dominantes, expre-
sadas hasta ese momento por la monarquía borbónica.
Sin una interacción permanente, como la que se produjo entre 1806 y 1810, entre
influencias de origen externo y aportes internos en tanto expresión de la comprensión
e iniciativas con que grupos de personas procuraron dar respuesta – a partir de sus
ideas, sentimientos y deseos – a los estímulos y posibilidades que brindaban aquéllas,
no habríamos tenido, al menos no en la fecha conocida, un pronunciamiento político
como el de Mayo. O sea que las oportunidades que brindó el contexto resultan fun-
damentales, al igual que la existencia de fuerzas internas capaces de aprovecharlas,
debiendo precisarse que este concepto no se agota en la identificación de uno o más
grupos de gente que se halla presente y actúa en el momento oportuno. Los actores
y fuerzas endógenas – en otras lecturas factores, causas o antecedentes de origen in-
terno – , claramente asociados a problemas y contradicciones de cuño local, no son un
elemento formal, estático, sino que constituyen una autoconstrucción dinámica al in-
terior del proceso histórico del que emergen y sobre el que reaccionan, que como tal
tiene una historia, la que hemos procurado reflejar hasta donde fue posible.
No hemos utilizado para ello el concepto de «partidos», precaviéndonos, acaso en
exceso, contra eventuales errores por anacronismo – dada la fuerte tentación de pro-
yectar imágenes y características modernas sobre un pasado donde sólo parcialmente
se sostienen – , prefiriendo identificar prioritariamente a estos actores como espacios
discursivos y de acción política creados por la acción social de grupos e individuos,
y a su vez generadores de grupos, en general muy plásticos en sus configuraciones;
de cuyas confluencias y antagonismos resultarían, entre otras consecuencias, el frente
3.– Puiggrós, Rodolfo. La época de Mariano Moreno. Buenos Aires: Sophos, 1960, p. 190.
Introducción 3
4.– Al resultar esa aristocracia local parte de los sectores explotadores del plustrabajo de las grandes ma-
yorías sociales, e integrar las estructuras secundarias del estado colonial – operando instituciones como el
cabildo – , sus objetivos se redujeron a reemplazar a la metrópoli, a cuya sombra habían debido permanecer
hasta entonces, como principal beneficiaria del sistema socioeconómico vigente. En consecuencia, primero
limitaron y finalmente frustraron el desarrollo de las corrientes políticas más radicales y democráticas pre-
sentes en el seno de la dirigencia patriota, derrotando las posturas de quienes las expresaron, como ocurriera
en los casos de Moreno y Castelli.
5.– Oficio del comandante Salazar, jefe del apostadero naval de Montevideo al secretario de estado español,
4 de junio de 1810. MD t. XI, p. 257.
4 Eduardo Azcuy Ameghino
naria – que se había ido constituyendo en la señal de inicio de una acción largamente
meditada por algunos, abrazada con poca antelación por otros, pero prevista, para bien
o para mal según de quien se tratara, por todos los actores políticos que jugaron sus
cartas en Mayo de 1810.
En relación con esto, la masacre de los revolucionarios paceños a comienzos de ese
mismo año estableció con claridad cuáles serían los riesgos de intentar destituir a los
representantes del poder metropolitano e instalar un gobierno independiente a nombre
del rey cautivo. Objetivo político que, como podrá observarse, permitió la confluencia
– vital para el desarrollo exitoso de la insurrección y su posterior extensión hacia el res-
to del virreinato – de un amplio frente, donde se reunieron desde los independentistas
más decididos (como Moreno, Castelli, Saavedra, Belgrano, Vieytes, Rodríguez Peña
y tantos otros), hasta los españoles que encontraron razonable sostener un gobierno
autónomo por no ser franceses, y/o para reafirmar su lealtad hacia Fernando VII, a
quien todos imaginaron como una referencia tan relevante como formal a los efectos
prácticos.
Muchas de las dudas y vacilaciones inherentes a esta heterogénea confluencia fue-
ron barridas por la reacción contrarrevolucionaria de los españolistas y el inicio de la
guerra libertadora, delimitando e impulsando el desarrollo del patriotismo americano,
entendido como una definición anticolonial y, consecuentemente, antiespañola. Y si
bien Inglaterra condicionó su apoyo a que no se produjera una declaración «prema-
tura» de independencia – que complicara su alianza antinapoleónica con España – , y
una parte de la dirigencia criolla prefirió continuar «fernandeando»6 para adaptarse a
la exigencia británica y eventualmente disponer de vías conciliatorias ante un posible
fortalecimiento de la metrópoli, fueron cada vez menos quienes dudaron sobre cuál era
el contenido de fondo del feroz enfrentamiento militar que estalló a poco de instalada
la Primera Junta.
Acompañando y enriqueciendo la exposición del relato histórico al que acabamos de
introducirnos, el libro incorpora un apéndice documental donde el lector podrá tomar
contacto directo con el discurso de protagonistas y observadores de los sucesos que,
jalonando la crisis orgánica del dominio colonial, condujeron al pronunciamiento de
Mayo. Dichas fuentes han sido seleccionadas, entre tantísimas que merecerían ser co-
nocidas por los argentinos de todos los tiempos, con el objeto de ampliar la percepción
de algunos de los que hemos considerado como hitos de la historia de la Revolución de
Mayo, así como de las tendencias, opiniones e iniciativas asociadas con algunos de sus
principales protagonistas, finalizando con una muestra del pensamiento de los dirigen-
tes que a mi juicio mejor encarnan la tradición radical, democrática y auténticamente
progresista emergente de nuestra gloriosa insurrección anticolonial.
Por último, deseo agradecer a Lucía Ortega y Agustina Pérez por su invalorable
colaboración en la preparación de la selección documental; a mis jóvenes colegas del
CIEA de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, que alentaron generosamente
el esfuerzo realizado para cumplir en tiempo y forma con el plan de la obra; y, muy en
especial, a Gabriela Martínez Dougnac, que leyó y discutió los originales, realizando
una valiosa contribución a la elaboración final del texto.
6.– «Sigamos con la máscara de Fernando VII, dicen algunos: las circunstancias no permiten otra cosa; ¡oh
circunstancias, cuándo dejaréis de ser pretexto de tantos males!». Monteagudo, Bernardo. Escritos políticos.
Rosso, Buenos Aires, s/f, p. 93.
Las invasiones inglesas y el inicio de la crisis virreinal
Preocupado por evitar cualquier novedad que perturbara la cotidianeidad del orden
colonial, en 1805 el virrey Sobremonte comisionó a un miembro de la real audiencia
para indagar sobre «el origen y autores de las noticias y especies extraordinarias que
se habían difundido en el público anunciando un gran trastorno y variación de nuestro
gobierno». En cumplimiento de estas diligencias, el oidor Bazo y Berri tomó diferentes
medidas, de las que informó remarcando que «siendo que cada día se aumentaba la
libertad y el desenfreno entre toda clase de gentes, y persuadido que en los cafés era
donde se daba más fomento a un desorden tan perjudicial, me propuse intimar a los
dueños de estas casas que por ningún caso consintiesen hablar en ellas sobre materias
tocantes al gobierno tanto de España como de América».1
No era la primera vez, y por cierto no sería la última, que las autoridades virreinales
percibían signos de desaprobación y disconformidad sobre su gestión, e incluso sobre
su propia razón de ser, circunstancias que se multiplicarían y agravarían bajo el influjo
de los sucesos extraordinarios que imprevistamente se avecinaban.
Mientras tanto, también por esos días de 1805, un abogado criollo llamado Juan
José Castelli se reunía en Buenos Aires con un personaje de apariencia extraña llama-
do Santiago Burke, que a la sazón era un agente del gobierno inglés enviado al Río de
la Plata para reunir informaciones útiles a la política de su país, ávido de expandirse
en los territorios controlados por España.2 Sin duda el punto en común del interés de
ambos personajes, y núcleo formal de sus conversaciones – de inevitable tono conspi-
rativo – , era la crítica al modo como la metrópoli gobernaba estas colonias y el deseo
de acabar con su dominio. El carácter de este discreto operador político fue confirma-
do por el vizconde Castlereagh en 1808, cuando en ocasión de una nueva misión de
Burke a Buenos Aires lo recomendaba al almirante Sidney Smith: «Debo hacerle notar
especialmente la necesidad de mantener en secreto la misión del mayor Burke y aun
su nombre. El ha sido empleado ya en obtener informes respecto del estado de Buenos
Aires».3
En ocasión del encarcelamiento del doctor Paroissien, enviado ese año desde Río
de Janeiro por Saturnino Rodríguez Peña con documentos y cartas que fueron consi-
derados por el gobierno colonial como sediciosos y perturbadores del orden público,
1.– Oficio del oidor Juan Bazo y Berri al marqués de Sobremonte, 18 de julio de 1805. Biblioteca de Mayo (de
aquí en más, BM). Colección de obras y documentos para la historia argentina, Senado de la Nación, Buenos
Aires, 1960-1974, 20 vol.; t. XI, p. 10.077.
2.– Roberts, Carlos. Las invasiones inglesas del Río de la Plata. Buenos Aires, 1938, p. 54.
3.– Mayo Documental (de aquí en más, MD), Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras,
Instituto de Historia Argentina «Dr. Emilio Ravignani»: Buenos Aires, 1961-1965; t. VI, p. 251.
6 Eduardo Azcuy Ameghino
Castelli fue uno de los destinatarios de esos materiales, razón por la cual fue interro-
gado, preguntándosele entre otros asuntos por el tal Burke («tu viejo amigo» lo llama
Saturnino), a lo cual respondió: «que aunque por el apellido no cae en cuenta del in-
dividuo que se le pregunta, por ciertas señas que en el acto ha recordado viene en
conocimiento que es el mismo que ahora como tres años viajó a estos puertos», y ha-
biendo luego transitado a Chile pasó por Mendoza donde conoció a su hermana, «con
cuyo motivo lo visitó de cortesía en la posada de los Tres Reyes donde se alojaba y reci-
bió la visita de vuelta del don Santiago, sin que haya tenido otro mayor conocimiento
de este sujeto».4
De esta manera queda planteado que antes de las invasiones inglesas la actividad
política de tinte opositor al gobierno español, incluyendo eventos como el protagoni-
zado por Castelli – futuro número dos de la Primera Junta – , aunque muy limitada no
era un ejercicio desconocido, ni para los precursores de la rebeldía americana, ni para
el poder encargado de reprimirla.5
Estas primeras escaramuzas y la sociedad de la que emergían ingresaron en un nue-
vo escenario, violentamente activado, a partir de que el 25 de junio de 1806 desembar-
caron sorpresivamente en las costas de Quilmes 1560 hombres al mando del general
irlandés Guillermo Beresford, los que luego de superar algunas resistencias menores
lograron ocupar la ciudad de Buenos Aires. Tan inesperada como esta invasión fue la
defección y el fracaso del centro estatal colonial (virrey, audiencia, alto clero, buro-
cracia, tropa regular) para ofrecer una respuesta relativamente eficaz a la agresión.
Atinando apenas a intentar poner a salvo los caudales reales, el virrey Sobremonte
abandonó la ciudad acompañado de un reducido contingente militar.
En estas circunstancias el ejército inglés se apoderó del gobierno, y logró sin mayo-
res esfuerzos que buena parte de los jefes militares y las demás instituciones coloniales
prestaran juramento de fidelidad a la corona británica, mientras las autoridades reli-
giosas – algunas sobreactuando los elogios – manifestaron su vocación de adaptarse
a la nueva dominación que, de esta forma, antes que removerlo, eligió apoyarse en
el aparato estatal español. Sin embargo, y como parte de las señales que anunciaban
un nuevo tiempo, «la aparente unanimidad de las adhesiones terminó por debilitar al
ocupante en un aspecto esencial: le hizo desechar por peligrosa cualquier tentativa
6.– Halperín Donghi, Tulio. De la revolución de independencia a la confederación rosista. Buenos Aires: Paidós,
1993, p. 23.
7.– Núñez, Ignacio. Noticias históricas de la República Argentina. Buenos Aires 1857. BM t. I, p. 228.
8.– Orden de Beresford, 7 de julio de 1806. En: Chaves. Julio C. Castelli. El adalid de Mayo. Leviatán, Buenos
Aires, 1957, p. 81.
9.– Halperín Donghi, Tulio. De la revolución de independencia. . . . Buenos Aires: Paidós, 1993, p. 24.
10.– Núñez, Ignacio. Noticias históricas. . . p. 233.
8 Eduardo Azcuy Ameghino
11.– Fiel exposición que hace Don Juan Martín de Pueyrredón de su conducta pública desde el año 1806
hasta el presente de 1809. BM t. XI, p. 10.385.
12.– Saguí, Francisco. Los últimos cuatro años de la dominación española en el antiguo virreinato del Río
de la Plata. Desde 26 de junio de 1806 hasta 25 de mayo de 1810. Memoria histórica familiar. Buenos Aires,
1874. BM t. I, p. 38.
13.– Refiriéndose a la lucha contra los ingleses, el cabildo ofició al gobierno español encomiando a los
«hombres desarmados que se presentaban con intrepidez en lo más vivo del combate, esperando a que la
muerte de sus hermanos les proporcionase armamento para sustituir su lugar». MD t. II, p. 94.
14.– Núñez, Ignacio. Noticias históricas de la República Argentina. Vol. I. n/d: Biblioteca Mayo, 1857, p. 229.
Las invasiones inglesas y el inicio de la crisis virreinal 9
del ámbito bonaerense. Así, por ejemplo, Beresford se comunicaba «con los principales
de Buenos Aires sobre asuntos que creía muy interesantes a ambas partes»,18 para
lo cual contó con la colaboración del peruano Aniceto Padilla y, especialmente, de
Saturnino Rodríguez Peña, entre quienes mantuvieron un perfil más alto resultando
públicamente expuestos.
En este contexto, el mismo Beresford, estimulado probablemente por su situación y
la lección de los hechos, comenzó a reconsiderar las ventajas que podía obtener su país
mediante una política de protección de la independencia de las colonias antes que por
la vía de la aventura militar, idea que comenzó a difundir – de buena o mala fe – entre
las relaciones a las que podía acceder.19 Al respecto se ha señalado que el jefe inglés
«principió sin temor por medios tortuosos o indirectos a sembrar las primeras ideas de
independencia, que en esa época sólo por unos pocos eran admitidas, y prosiguió en
su propaganda política aún en Luján donde estaba confinado».20
En otro testimonio se relata que Beresford conferenció largamente con Saturnino
Peña «sobre los trabajos que debían ejecutarse para que se hiciera independiente esta
sección de América. El señor Peña tuvo, después de eso, las conversaciones con su
hermano don Nicolás y don Hipólito Vieytes; estos tres señores convinieron en empezar
a reunir sus amigos: al efecto pusieron en el secreto al doctor Castelli, al señor don
Manuel Belgrano, y también a Antonio Luis Beruti».21
Sin perjuicio de que efectivamente estaban en la conversación, es decir informados
y opinando, existen elementos de juicio para presumir que si bien el giro político de
Beresford empalmó con las inclinaciones de algunos americanos que habían participa-
do en diferentes medidas de la ilusión de la ayuda inglesa, no resultaría tan fácil que
volvieran a confiar en las intenciones de quienes acababan de invadirlos a sangre y
fuego sin prestar ninguna atención a cualquier inquietud libertaria.22
Fuera de estas actividades y relaciones, una iniciativa como la que dinamizaba Sa-
turnino Peña, para tener alguna viabilidad debía lograr captar en su apoyo la voluntad
de actores de importancia, en particular aquéllos que sumaban el respeto ganado du-
rante la reconquista con una sólida inserción en la sociedad colonial bonaerense. Den-
18.– Declaración de Guillermo P. White en el proceso contra Álzaga y otros por intento de independencia, 5
de mayo de 1809. BM t. XII, p. 11.000.
19.– Analizando la evolución de las tendencias separatistas respecto a la metrópoli, el asesor del virreinato
Juan Almagro aseguraba que los ingleses habían dejado en el país «semillas ponzoñosas de independencia,
que fueron progresando y arraigándose con el peligrosísimo riesgo de ideas, principios y opiniones nuevas»;
véase Ruiz-Guiñazú, Enrique. El presidente Saavedra y el pueblo soberano de 1810. Buenos Aires: Estrada,
1960, p. 115.
20.– Saguí, Francisco. Los últimos cuatro años de la dominación española. . . BM t. I, p. 50.
21.– Martínez, Enrique. Observaciones hechas a la obra póstuma del señor Ignacio Núñez, véase Núñez,
Ignacio. Noticias históricas de la República Argentina. Vol. I. n/d: Biblioteca Mayo, 1857, p. 527.
22.– Francisco Miranda, referente e interlocutor epistolar de Saturnino Peña, en una carta del 18 de abril
de 1809 le manifestaba que su expedición a las costas venezolanas había sido muy diferente a la de los
ingleses en el Plata; remarcando «cuan diversos motivos obramos nosotros y que así las resultas fueron muy
diversas, o por mejor decir, un perfecto contraste con las otras». Este juicio es importante porque ayuda a
complejizar las características del accionar de los más tempranos independentistas, que si bien en diferentes
momentos y medidas se ilusionaron con la ayuda inglesa, en general tuvieron la suficiente firmeza en sus
convicciones como para concluir, como hace Miranda, que «el pueblo de Buenos Aires en su defensa y repulsa
del extranjero nos ha dado un bello y noble ejemplo». Concepto que amplía en otra nota, esta vez dirigida
al cabildo de Buenos Aires el 24 de julio de 1808, al mencionar que sus «amonestaciones anteriores a este
gobierno (inglés) en cuanto al impracticable proyecto de conquistar o subyugar nuestra América no sólo
fueron bien fundadas, sino que repeliendo V. S. con heroico esfuerzo tan odiosa tentativa. . . ». BM t. XI,
p. 10.711 y 10.712 (véase AD 3 en página 172).
Las invasiones inglesas y el inicio de la crisis virreinal 11
tro de este grupo selecto se encontraba el alcalde de primer voto Martín de Álzaga,23
un vasco enriquecido mediante el ejercicio del comercio que se fue convirtiendo en uno
de los personajes más relevantes de la historia que va de 1806 a 1810, toda vez que
tuvo una participación activa en la destitución de Sobremonte, se destacó en la lucha
contra los ingleses, fue involucrado en un intento de independencia luego del rechazo
de la segunda invasión, apoyó la instalación de la junta de gobierno de Montevideo
en 1808 y, juntista decidido, encabezó el alzamiento del 1 de enero de 1809 contra el
virrey Liniers. Por otra parte, si bien fue un empedernido españolista, mantuvo ciertas
relaciones con Mariano Moreno – candidato a secretario de la frustrada junta del 1 de
enero de 1809 – y otros criollos, las que se fueron enfriando con posterioridad a su
resistencia a otorgarles un papel mayor a los americanos en los planes de constitución
de un gobierno de origen local.
Existen varios relatos de los pasos que tuvo que dar, y personas que debió involu-
crar Peña, para armar la entrevista con Álzaga, a quien caracterizaba como «un sujeto
principal de esta ciudad que necesitamos vencer y tener de nuestro partido para poner
a esta capital en una independencia formal», ya que «sin su anuencia, expreso consen-
timiento y plena conformidad, porque lo aman, obedecen y respetan todos los vecinos
y estantes de este gran pueblo, nada haríamos en el proyecto».24
El alcalde finalmente consintió realizar el encuentro, pero tomó algunas precaucio-
nes, ocultando a un par de testigos en una habitación contigua, a uno de los cuales
habría advertido: «creo que estamos vendidos y entre una porción de traidores. Se me
ha dado denuncia sobre una trama urdida de independencia bajo el auxilio y seguri-
dades prometidas por los generales ingleses». El 7 de febrero, cuatro días después de
que la segunda expedición británica tomara Montevideo, Saturnino Peña se presentó
en casa del alcalde. Su argumentación enfatizó que no se podría resistir otra invasión,
y que por lo tanto «el único proyecto seguro y que debe abrazarse en las presentes
circunstancias para mejorar de suerte y evitar desgracias, es poner en independencia
esta ciudad desconociendo a su legítimo soberano, cosa fácil por tener adictos a la em-
presa varios sujetos, y con ponerse de acuerdo con los generales ingleses victoriosos en
Montevideo por medio de negociaciones conferidas por Beresford». Luego de escuchar
al visitante, Álzaga acordó un nuevo encuentro para el cual solicitó que se le ofrecieran
algunas seguridades respecto a lo conversado, de modo de comprobar la consistencia
de lo que se le estaba pidiendo y ofreciendo; reunión que no pudo llevarse a cabo
debido a las consecuencias de la fuga del comandante inglés.
Unos meses más tarde, el 9 de diciembre de 1807, el líder del cabildo en una carta
al rey informaba del «buen éxito que tuvieron mis propuestos designios por el descu-
brimiento de un sistema de independencia pretendida establecer por Beresford, según
las máximas que desarrolló, y que ya tenía sugeridas a corazones amantes de la nove-
dad. No era este un fuego entre cenizas muertas, se había encendido, el aire de ventajas
le había comunicado fomentos hasta el reino de Chile. Tan de veras las aprehendieron
don Saturnino Rodríguez Peña y don Aniceto Padilla que entre ambos se asociaron a
Beresford y Peña tomó a su cargo trastocar mi entereza».25
23.– Williams Álzaga, Enrique. Martín de Álzaga y el 25 de mayo de 1810. Revista Historia n.º 22, 1961.
24.– Sumaria información recibida sobre el esclarecimiento del proyecto por don Saturnino Peña de declarar
la independencia de estas provincias negando la obediencia a la España, con el auxilio de la Gran Bretaña, 9
de febrero de 1807. BM t. XI, p. 10.234.
25.– MD t. VI, p. 51.
12 Eduardo Azcuy Ameghino
26.– Autobiografía del general Don Manuel Belgrano, que comprende desde sus primeros años (1770) hasta
la revolución del 25 de mayo. BM t. II, p. 963.
27.– Chaves, Julio C. Castelli. El adalid de Mayo. . . p. 86.
28.– Debido a la ayuda prestada, tanto Padilla como Peña – a quienes se otorgó una compensación pecunia-
ria por parte de los ingleses – quedarían desde entonces en una situación compleja y difícil de caracterizar
respecto a distinguir el límite donde se tocan el actuar como patriotas americanos con el operar en calidad
de agentes de la política británica. En el caso de Saturnino Rodríguez Peña, que es el que nos interesa por su
participación en los sucesos rioplatenses posteriores, cabe agregar que también se acercó en algún momento
al gobierno portugués, mientras que Strangford lo volvió a habilitar en 1810 por los eventuales servicios que
pudiera prestar en la nueva coyuntura. Asimismo, siempre que pudo acompañó sus cartas y emisarios con
alguna cantidad de mercaderías para su comercio. Por otra parte, existen ejemplos de cómo en numerosas
oportunidades se distancia conceptualmente tanto de unos como de otros, proponiendo conclusiones políti-
cas autónomas de tinte americano y cumpliendo un rol destacado en la promoción del denominado proyecto
carlotista desde una perspectiva independentista. MD t. XI, p. 124 y 129.
29.– Escrito del fiscal del crimen Antonio Caspe, 15 de diciembre de 1808, BM t. XI, p. 10.099.
30.– Saguí, Francisco. Los últimos cuatro años de la dominación española. . . BM t. I, p. 45.
Las invasiones inglesas y el inicio de la crisis virreinal 13
exigido por la gravedad de las necesidades: «El general Liniers llamó todas las clases de
la sociedad a las armas y la capital se convirtió de improviso en un campamento gene-
ral. Los mostradores y los talleres, los bufetes y los colegios, los ociosos y los esclavos,
blancos y gente de color, todos correspondieron a este llamamiento, alistándose en los
diferentes cuerpos que se establecieron, distinguidos por provincias y uniformes».31
Esta militarización, que incluyó entre sus notas distintivas la ratificación de los je-
fes de los regimientos por la base de los mismos, no rebasó sin embargo las relaciones
sociopolíticas propias de la convivencia virreinal, de manera que generalmente los co-
mandantes resultaron emergentes – reconocidos por sus subordinados – de sectores
relativamente acomodados de la sociedad local, especialmente terratenientes y mer-
caderes. Otro rasgo de la militarización de la población que resultaría clave para los
sucesos por venir, fue la comprobación de «las diferencias profundas que en la sociedad
urbana dividían a peninsulares y americanos»,32 y su reproducción en el agrupamiento
de los regimientos, distinguidos por el origen regional de los integrantes de la tropa,
como por ejemplo Patricios,33 Arribeños, Pardos y Morenos en un caso, y Gallegos,
Vizcaínos, Andaluces y Catalanes en el otro.
En el plano específicamente político las cosas no se presentaban menos inquie-
tantes. A comienzos de febrero, apenas verificada la toma de Montevideo, se había
producido la destitución completa de Sobremonte, pasando Liniers a ejercer de hecho,
y por imposición sino plenamente popular, sin duda «desde abajo», el rol de virrey;
comenzando a rodearse de un grupo de partidarios entre los que se contaban varios
franceses, muchos de ellos tripulantes de embarcaciones fondeadas en el puerto que
habían tomado las armas para contribuir a la reconquista.
Esta participación gala, más el accionar inglés, la presencia de Portugal y el mero-
deo estadounidense en la región, contribuyeron a desarticular el provincianismo propio
de un rincón marginal del planeta, colocándolo en relación activa con el centro del es-
cenario internacional, donde ya se libraba el combate por el control de Europa entre
Napoleón y Gran Bretaña. De allí en más, la política rioplatense se desarrollaría con
un ojo siempre puesto en la marcha de estos conflictos, prestando especial atención al
modo como se expresaban e influían en las colonias hispanoamericanas.
La defección del virrey Sobremonte y la poco heroica actitud de los funcionarios
del centro estatal colonial, agudizaron una contradicción que ya se hallaba presente
entre los españoles europeos, en tanto unos ocupaban el núcleo del poder – en repre-
sentación de la corona – y otros contribuían al gobierno, al tiempo que se adecuaban
y conformaban, desde las instituciones secundarias, como el cabildo y el consulado,
donde también participaba la elite americana.
Como parte de la desestructuración relativa del poder virreinal, mal disimulada por
el mando conferido a Liniers, creció la influencia del ayuntamiento en el cual se ex-
presaba crecientemente un grupo de peninsulares cuyo referente principal era Álzaga,
quienes cumplieron un rol destacado en la preparación y ejecución de la defensa de
Buenos Aires, reforzando así su prestigio e influencia política. Si bien puede tratarse de
un juicio algo ampuloso, es necesario recordar con vista al análisis de sucesos posterio-
31.– Núñez, Ignacio. Noticias históricas de la República Argentina. . . . BM t. I, p. 271
32.– Halperín Donghi, Tulio. De la revolución de independencia a la confederación rosista. Buenos Aires: Paidós,
1993, p. 28.
33.– Una tan documentada como polémica aproximación al papel jugado por este regimiento, en: Harari,
Fabián. Hacendados en armas. El Cuerpo de Patricios, de las invasiones inglesas a la revolución (1806-1810).
Buenos Aires: Ediciones ryr, 2009.
14 Eduardo Azcuy Ameghino
res, que «en todos los puntos más delicados que ocurrieron en aquella época arriesgada,
los consejos del doctor Moreno reglaron generalmente la conducta del cabildo, y las
proclamas y otros documentos importantes que este produjo entonces, fueron dictadas
por aquél».34 Este dato resulta consistente con las características que mostraría Moreno
durante el ejercicio del poder, y permite delinear la trayectoria de un dirigente al que
en muchos casos se le ha retaceado – o directamente negado – el reconocimiento de
su actividad política previa a la designación en el gobierno revolucionario.
Junto a los grupos que respondían a Liniers y el cabildo, a pesar de los golpes reci-
bidos subsistía activo un sector de la burocracia estatal agrupado en torno al marqués
de Sobremonte, que con apoyo de la audiencia marcó sus diferencias con los peninsu-
lares afincados en el país, sosteniendo una postura crítica y seguramente cargada de
exageraciones en relación a los responsables y circunstancias de su desplazamiento.
Al respecto, la crónica de Núñez refiere que el sobremontismo no se ocupaba sólo de
censurar o murmurar, «sino también en divulgar motivos de desconfianza sobre todo
lo que pasaba. Después de haber sido tan infieles al honor de la nación, se empeñaban
en acreditar la mayor fidelidad a la corona del Rey, ponderando grandes temores sobre
ideas de independencia».35 En ese marco, cualquier opinión al estilo de las conocidas
de Álzaga sobre la ninguna ayuda recibida de la metrópoli, o de reivindicación del
papel jugado por los españoles afincados en América, tendía a ser leída por el grupo
recalcitrante en clave de búsquedas de independencia, acabando por contribuir invo-
luntariamente a la difusión de la consigna y las inquietudes inherentes a ella.
Mientras tanto, fracasado un intento español de recuperar Montevideo, los ingleses
iniciaban la segunda invasión de Buenos Aires, aprestándose, luego de derrotar a las
fuerzas de Liniers en las afueras de la ciudad, a ingresar en ella, donde con el alcalde
Alzaga a la cabeza se realizaban los últimos y febriles preparativos para la resistencia.
Llegado el momento de la confrontación, el esfuerzo y la fiereza puesta en el com-
bate por el pueblo de Buenos Aires logró forzar la rendición de una fuerza poderosa,
bien armada y organizada, que había preparado con tiempo, información y método su
estrategia militar para el asalto de la capital. El parte de batalla del general Whitelocke
es un excelente reflejo de lo referido: «Los regimientos 36 y 118 al mando del briga-
dier general Lumley moviéndose en el orden expresado tuvieron que sufrir muy desde
luego un fuego vivo y sostenido de fusilería desde los tejados y ventanas de las casas
cuyas puertas estaban cerradas tan fuertemente que casi era imposible el forzarlas. Las
calles estaban cortadas por fosos profundos en cuyo interior había cañones que llovían
metralla sobre las columnas que avanzaban (. . . ). El fuego a que las tropas estuvieron
expuestas fue violento en extremo. Metralla en las esquinas de todas las calles, fusile-
ría, granadas de mano, ladrillos y piedras, tiradas desde los tejados de las casas; cada
propietario con sus negros, defendiendo su habitación, cada una de las cuales era una
verdadera fortaleza, y quizá no sea ponderación decir, que no había en Buenos Aires
hombre que no estuviese empleado en su defensa».36
Al igual que el informe inglés, las crónicas locales resaltaron junto al sacrificio de las
tropas y la población, el valor y la incidencia de los esclavos en el resultado de la lucha,
los cuales «en número de más de 2.000 con un valor no esperado, atropellaron entre el
34.– Moreno, Manuel. Memorias de Mariano Moreno. Buenos Aires: Carlos Pérez Editor, 1968, p. 77.
35.– Núñez, Ignacio. Noticias históricas de la República Argentina. . . . BM t. I, p. 275.
36.– Parte del general Whitelocke sobre la acción de Buenos Aires, publicado en Londres el 13 de septiembre
de 1807. BM t. I, p. 174 y 176.
Las invasiones inglesas y el inicio de la crisis virreinal 15
fuego enemigo, únicamente con picas espadas y cuchillos, hasta llegar con ellos a las
manos, en términos que mucha parte de la victoria se debe a su valor y esfuerzo».37
Sin perjuicio de estas notas reivindicativas, su condición social servil ocultó en buena
medida el mérito de los negros de Buenos Aires, de los que apenas unas pocas decenas
fueron puestos en libertad como recompensa por sus servicios.
Finalizado el combate con la capitulación de las fuerzas británicas el día 7 de julio,
el comandante Whitelocke se comprometió a evacuar la plaza de Montevideo, para
donde se embarcó al día siguiente, haciendo entrega de dicha ciudad al gobernador
Elío a comienzos de septiembre de 1807.38
Son numerosos los documentos ingleses de la época en los que se exponen eva-
luaciones y balances sobre lo ocurrido con sus desastrosas incursiones militares. Más
allá de la utilidad que puedan haber tenido para los interesados directos, algunos de
estos textos resultan de interés para el análisis debido a que muchos de ellos fueron
conocidos en el Plata, constituyéndose de hecho en una referencia para el análisis po-
lítico local además de componer, críticamente examinados, una importante fuente de
información. Véanse un par de ejemplos. El primero de ellos alude a una conclusión
bastante reiterada cuando se trataba de explicar la derrota y redefinir la política de
penetración comercial en la región, consistente en argumentar que «los actos de injus-
ticia y agresión por nuestra parte, así como el haber perdido el pueblo de Buenos Aires
la esperanza de su independencia fueron las grandes causas que excitaron la súbita,
general y determinada hostilidad de todo el pueblo contra nosotros».39
El segundo es el testimonio de uno de los oficiales ingleses que permanecieron
detenidos en Buenos Aires luego de la retirada de la fuerza invasora, estadía que au-
nada a su dominio del idioma español le habría proporcionado «una ventaja especial
de pregunta-respuesta-reflexión consiguiente, sobre un pie de intimidad y, casi diría
confianza». Ejercicio en base al cual concluía que «el país está maduro y ansiando una
revolución, y está obstinadamente decidido a convertirse en una nación independien-
te»; indicando respecto al balance de la empresa militar de la que formó parte que
«se ha dicho repetidamente, por varias de las personas más inteligentes y respetables
en Buenos Aires, que si el general Beresford y el almirante, en su primera llegada y
antes de que se derramara ninguna sangre o se confiscara ninguna propiedad, hubiera
declarado a Sud América un estado independiente, ahora lo tendríamos como aliado,
sin que fuera testigo de los horrores presentes en las revoluciones. En verdad creo que
tales propuestas fueron hechas por los jefes del pueblo a nuestros comandantes».40 En
suma, los ingleses reafirmaban sus ambiciones mercantiles y expansionistas sobre los
territorios españoles, cobrando fuerza en esta dirección la tendencia a buscar formas
37.– Beruti, Juan Manuel. «Memorias curiosas». BM t. IV, p. 3.713 (véase AD 46 en página 301).
38.– La apresurada retirada de los ingleses obligó a que los mercaderes de esa nación que acompañaron
la expedición militar debieran liquidar una gran cantidad de mercancías, con el consiguiente desquicio del
comercio rioplatense al inundarse el mercado de efectos ingresados a muy bajo precio, en forma legal y de
contrabando, incrementando la corrupción gubernamental, creando y reduciendo fortunas de acuerdo con el
posicionamiento que hubieran alcanzado unos y otros; lo cual repercutiría también en los planos personal y
político de la vida de relación, donde algunos lazos mercantiles se formaron o reforzaron ante el malhumor
creciente de los operadores que permanecieron más ligados al monopolio comercial español. Ferns, H. S.
Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX. Solar-Hachette, Buenos Aires, 1968, p. 79.
39.– Extracto de una obra inglesa titulada «Razones adicionales para emancipar inmediatamente la América
Española. . . ». MD. t. I, p. 31.
40.– Memorial del capitán Parker Carrol presentado al Ministerio de Relaciones Exteriores. MD t. I, p. 142
(véase AD 2 en página 169).
16 Eduardo Azcuy Ameghino
que combinaran la imposición militar con otras iniciativas más «amistosas», aprove-
chando para ello las crecientes contradicciones que agitaban a la población colonial.
Mirado ahora el panorama posterior al rechazo de la segunda invasión desde una
perspectiva local, se destaca en primer lugar el durísimo golpe que había sufrido la ins-
titucionalidad colonial a instancias de una amplia movilización, calificada por actores y
observadores de la época como de tipo popular. Dicho de otra manera, una parte de la
población de Buenos Aires, con la elite mercantil-terrateniente a la cabeza, tanto la de
origen peninsular como la americana – trenzadas en una pugna relativamente sorda
por la acumulación de fuerzas sectoriales – , había cobrado una inédita confianza en sus
fuerzas y en su capacidad de incidencia en el escenario político, hasta entonces reser-
vado al quehacer de los funcionarios del centro estatal virreinal. Sin mengua del sesgo
proinglés del observador, y cierto exceso al anunciar la generalización del independen-
tismo, es probable que la valoración realizada oportunamente por Padilla identificara
correctamente lo esencial de las novedades con las que finalizaba 1807: «Con su éxito
el pueblo tomó un ascendiente hasta entonces desconocido; sus primeros pasos fueron
la destitución del virrey nombrado por la corte de Madrid, nombrando otro a voluntad,
sin que los magistrados osaran oponerse a esas disposiciones populares. El tribunal de
la audiencia real permaneció vacilante, y el conflicto de las autoridades, al destruir
todo sistema anterior, generalizó las ideas de libertad e independencia».41
Con este relativo vacío de poder como fondo, la crisis de las instituciones virreinales
potenció otros espacios de representación, autoridad y gobierno, como el correspon-
diente al cabildo de Buenos Aires, cuerpo municipal que ante la realidad del erario
exhausto tomó a su cargo parte de los gastos que ocasionaba el mantenimiento de las
tropas, lo cual unido a su rol de organizador de la defensa de la ciudad le proporcio-
naba «un ascendiente que supeditaba al gobierno, y acostumbrado a mezclarse en las
materias de él, contribuía mucho a desautorizarlo».42 Más teniendo en cuenta que Li-
niers, si bien sería confirmado como virrey interino, no llegaría a serlo en propiedad; y
que en pocos meses la invasión francesa a España colocaría su gestión bajo la sombra
de las sospechas y los cuestionamientos.
Más importante que el fortalecimiento del influjo del cabildo, y en el mismo ni-
vel de trascendencia futura que la apertura de la crisis orgánica del dominio colonial
español, la militarización de la población porteña generó una nueva fuente de poder
constituida por los regimientos creados para enfrentar al invasor,43 los cuales, prime-
ro ante el peligro de una tercera incursión, y luego dada la irrupción napoleónica en
la península, ya no se desarmarían – salvo trascendentes excepciones – , aumentando
progresivamente su capacidad de incidencia sobre la vida política colonial. Emergentes
de este conjunto, los jefes militares irían constituyendo una pequeña corporación, un
grupo con intereses «profesionales» comunes, que sólo se conmovería – agitado por la
contradicción entre españoles europeos y españoles americanos – cuando resultaran
forzados a elegir entre opciones políticas irremediablemente enfrentadas
Dentro de este conjunto los criollos eran los más numerosos, con la fuerza que ello
les confería, determinando un punto crítico – acotado a la capital – en la correlación de
fuerzas entre colonialistas y colonizados, variación que sin embargo no resultaría aún
41.– Oficio de M. A. Padilla al general sir Arthur Wellesley, 8 de abril de 1808. MD t. VI, p. 120.
42.– Presentación de la audiencia de Buenos Aires al gobierno español, 21 de enero de 1809. MD t. VII,
p. 190.
43.– Halperín Donghi, Tulio. Militarización revolucionaria en Buenos Aires, 1806-1815. En: El ocaso del orden
colonial en hispanoamericana. Sudamericana, Buenos Aires 1978 p. 130
Las invasiones inglesas y el inicio de la crisis virreinal 17
44.– Cornelio Saavedra, hijo del mercader y terrateniente Santiago Saavedra – integrante del gremio de
hacendados de Buenos Aires – , estaba casado en segundas nupcias con Saturnina Otálora, hija del gran
latifundista don Antonio Otálora, propietario de unas 60.000 hectáreas en el pago de Areco. Cabe agregar
que la otra hija de Otálora contrajo matrimonio con Bernardino Rivadavia. Azcuy Ameghino, Eduardo y
Martínez Dougnac, Gabriela. Tierra y ganado en la campaña de Buenos Aires según los censos de hacendados
de 1789. IIHES, Buenos Aires, 1989, p. 73.
45.– Citado en: Ruiz-Guiñazú, Enrique. El presidente Saavedra y el pueblo soberano de 1810. Buenos Aires:
Estrada, 1960, p. 70.
46.– La existencia de una tendencia de estas características tenía diversas manifestaciones, entre ellas la
circulación – en abril de 1807 – de «dos anónimos con firma los araucanos uno dirigido al cabildo de Buenos
Aires y otro a los habitantes de aquel país haciendo una odiosa pintura del gobierno español y excitando a
aquellos habitantes a levantar el estandarte de la libertad». MD t. VI, p. 81.
47.– Afirmación de la que daba fe Saturnino R. Peña, cuando en nota del 29 de julio de 1808 dirigida a
Padilla pedía: «haga usted entender a los ministros que las falsedades en que los americanos han hallado a
los ingleses los han reducido a un incontrastable estado de incredulidad, del cual para separarlos necesitamos
documentos irrefragables». MD t. II, p. 87.
48.– Así, un testigo de la época señala a «los primeros cuatro hombres que empezaron a trabajar en el cambio
político de estos países, como lo fueron don Manuel Belgrano, Don Juan José Castelli, Don Nicolás Rodríguez
Peña y Vieytes». BM t. I, p. 366.
18 Eduardo Azcuy Ameghino
que tal vez les permitiera, aprovechándose de circunstancias tan extraordinarias como
las invasiones inglesas – después de las cuales nada fue igual en el virreinato – , ser
capaces de transformar en realidad los objetivos cuya concreción imaginaban todavía
muy lejana, como conviniera Belgrano en su charla con Crawford.
De todas maneras, lo esencial del balance con vistas al futuro estaba hecho, los
americanos «últimamente en los ataques que tan gloriosamente han sostenido contra
los ingleses han visto reducidos a la práctica los medios que tenían sólo en la idea».49
En las postrimerías de un año que se recordaría por mucho tiempo, los miembros
de la audiencia de Buenos Aires, reunidos ahora junto a Liniers tras la desbandada
que les impusiera la remoción de Sobremonte, sacaban sus conclusiones sobre la si-
tuación en que había quedado el centro estatal colonial y las perspectivas políticas de
la futura gobernabilidad luego de la borrasca: «se deja inferir que el gobierno tendría
necesidad de tolerar muchas cosas antes de restablecer la tranquilidad y los ánimos
de sus habitantes, es fácil comprender que había de carecer de los medios oportunos
para conseguirlo no teniendo más fuerza que la que constituyeron los mismos vecinos
armados en cuerpos o tercios divididos por provincias entre los cuales no podían faltar
algunas desavenencias y rivalidad sin poder usar contra ellos el rigor de la ordenanza a
que desde el principio resistieron sujetarse, ni era posible reformar ciertos abusos que
en lo sucesivo se habían de hacer más graves».50 La opinión de los oidores, además de
sagaz, no podía ser más premonitoria.
49.– Oficio de Saturnino Rodríguez Peña al conde de Linhares, 14 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 234.
50.– Informe de la audiencia de Buenos Aires a la junta central. MD t. VII, p. 190.
1808: el principio del fin
1.– Proclama de Santiago de Liniers a los habitantes de Buenos Aires, 13 de febrero de 1808. MD t. I, p. 167.
20 Eduardo Azcuy Ameghino
acababa de ser reactivado mediante el envío del brigadier Curado, con la misión de
reclamar el dominio de la banda oriental del Plata.2
El 14 de mayo de 1808, haciendo mención a un oficio reservado del gobierno portu-
gués, el cabildo respondió a estas pretensiones en sintonía con su visión de la situación:
«por el se ve incitado con proposiciones seductivas y lisonjeras a separarse de una do-
minación que prefiere a cuantas ocupan el globo, y cuando por otra parte advierte en
su contexto un tropel de injurias las más atroces a la sagrada persona e inimitable con-
ducta de su rey y señor y del verdadero amigo y poderoso aliado el emperador de los
franceses».3
Ante una nueva comunicación del conde de Linhares a los capitulares de Buenos
Aires,4 insistiendo con la idea de colocar el virreinato bajo la protección de su país – en
base a que descontaba la sujeción de la monarquía borbónica a Francia – , el ayunta-
miento le reenvió la nota a Liniers, calificándola como un texto ofensivo y digno de
repugnancia por los «gravísimos ultrajes inferidos a las sagradas personas de nues-
tro augusto soberano y del emperador de los franceses, su aliado», por parte de «un
príncipe fugitivo, esclavo de las disposiciones del gabinete de Saint James».5
La perspectiva inglesa sobre estas iniciativas, y en particular en relación con el plan
de invasión que pergeñaban los portugueses con la excusa de lo que pudiera intentar
Francia en la región, fue expresada por el lord Strangford – embajador británico ante
la corte de Portugal – 6 en nota al ministro Canning, en la que señalaba que habían
intentado conseguir el apoyo del gobierno virreinal por vía del hermano de Liniers,
pero que la iniciativa había fracasado; al igual que el intento de lograr la adhesión del
cabildo de Buenos Aires, debido a «la excesiva indiscreción con la cual fueron condu-
cidas» las operaciones. En resumen, evaluaba que el plan «en su presente forma me
parece susceptible de grandes objeciones, pero hasta ahora me he guardado de hacer
aquellas observaciones que me sentiré obligado a manifestar cuando el asunto esté más
avanzado». De todos modos, trasparentando la naturaleza del país que representaba,
Strangford no dejó de instruir al comandante de la flota naval inglesa en Sudamérica,
sir Sidney Smith, acerca de que, si a pesar de todo, el intento lusitano se realizaba con
éxito, «sería absolutamente necesario de retener para Su Majestad la posesión de la
orilla sur del río de la Plata».7
Mientras en Sudamérica el tema continuaba siendo el peligro portugués, en España
los sucesos se precipitaban: el 18 de marzo de 1808 un motín promovido por los parti-
darios del príncipe Fernando acabó con el poder del «favorito» Godoy,8 al día siguiente
el rey Carlos IV abdicaba el trono en favor de su hijo que a partir de entonces sería
2.– García, Flavio A. «En torno a la misión del brigadier-mariscal Curado en 1808-1809». Boletín histórico
n.º 50, Estado Mayor del Ejército, Montevideo, 1951.
3.– Oficio del cabildo de Buenos Aires al ministro Sousa Coutinho. MD t. VI, p. 138.
4.– Rodrigo de Sousa Coutinho, conde de Linhares, era el principal ministro del príncipe regente Juan VI
– posteriormente rey – y artífice decisivo de la política portuguesa desde la instalación de la corte en Río de
Janeiro.
5.– MD t. VII, p. 178
6.– Sobre este personaje clave para la política sudamericana de la época, véase: Ruiz Guiñazú, Enrique. Lord
Strangford y la Revolución de Mayo. Bernabé y Cía, Buenos Aires, 1937.
7.– Oficio de lord Strangford a George Canning, 26 de julio de 1808. MD t. VI, p. 244.
8.– Manuel Godoy, primer ministro de Carlos IV, debía en buena medida su posición a los favores de la
reina María Luisa, y había acumulado una importante cuota de poder. A causa de su creciente influencia, un
sector de las clases dominantes españolas se agrupó en torno a Fernando, el príncipe heredero, y comenzó
a trabajar para provocar su caída, la que se produciría en virtud del motín que tuvo lugar en Aranjuez, una
localidad ubicada en las cercanías de Madrid.
1808: el principio del fin 21
Fernando VII, abriéndose un período de confusión y conflictos durante el cual las tro-
pas francesas continuaron reforzando su presencia en el país. En estas circunstancias,
aprovechando los procedimientos irregulares del traspaso de la corona y las tensiones
familiares que agitaban a los Borbones, Napoleón concibió el proyecto de desplazarlos
y colocar a un hermano como monarca de España.
Por su parte los roces crecientes que se registraban entre el pueblo español y las
tropas francesas, percibidas ya como invasoras, eclosionaron el 2 de mayo en Madrid
mediante un levantamiento que, aunque violentamente sofocado, significó de hecho el
comienzo de la guerra de liberación de España. Evento que no impidió la continuidad
de los planes napoleónicos, cuya concreción tuvo lugar en Bayona cuando, el día 6,
el emperador reunido con la familia real impuso que Fernando devolviera la corona a
su padre, quien a su vez debió cederla al emperador. Instalados Carlos y Fernando en
sendos castillos de Francia para pasar allí su dorado cautiverio, el trono fue entregado
a José Bonaparte, quien logró entrar en Madrid fugazmente ya que debió retirarse el
30 de julio a causa de la derrota francesa en Baylén, pudiendo retornar recién el 4 de
diciembre luego de la capitulación de Madrid.
Pero el dominio francés era inestable y precario, por todas partes de España se
multiplicaban las rebeliones y la formación de juntas de gobierno provinciales que
ejercían anárquica y autónomamente el poder en nombre del rey Fernando, hasta que
el 25 de setiembre se conformó la Junta Suprema Central;9 que desde diciembre instaló
su sede en Sevilla, agitada por el conflicto entre absolutistas y liberales, y obedecida a
medias por los poderes y caudillos locales.
En otro plano de la política, al promediar el año comenzaron a forjarse los acuer-
dos mediante los cuales se establecería la alianza de España y Gran Bretaña, reunidas
en virtud de su común enfrentamiento con el emperador de Francia. El 4 de julio el
rey Jorge III decretó el cese inmediato de las hostilidades contra España,10 el levanta-
miento del bloqueo de los puertos peninsulares – salvo los controlados por Francia – ,
y el libre ingreso de los navíos pertenecientes a España en los puertos de los dominios
ingleses, todo lo cual aparejaba el inicio de un cambio radical en las relaciones entre
los dos países. Sin tener noticias todavía de la concreción del acuerdo, el 28 de julio
Saturnino Rodríguez Peña escribía a Miranda anticipando el hecho y sus consecuencias
para los americanos: «no puedo pensar que la Inglaterra pierda de vista entrar en tra-
tado con la España, creyendo por ese medio lograr los intereses que necesita; y en este
caso abandonaría todas las demás consideraciones».11
Esta otra mirada sobre la caída de la monarquía borbónica y su significado, aparece
igualmente expresada por Francisco Miranda – en una carta dirigida a Peña en abril
de 1808 – al señalar que se encontraba al tanto de los intentos ingleses en el Río de
la Plata, acontecimientos que juzgó de «mucha magnitud para nuestra América y sus
habitantes; y así creo que no se descuidarán vuestras mercedes por allá a momento tan
9.– «Luego que la capital se vio libre de enemigos y la comunicación de las provincias fue restablecida, la
autoridad dividida en tantos puntos cuantas eran las juntas provinciales debía reunirse en un centro desde
donde obrase con toda la actividad y fuerzas necesarias. Tal fue el voto de la opinión pública, y tal el partido
que al instante adoptaron las provincias. Sus juntas respectivas nombraron diputados que concurriesen a
formar este centro de autoridad». Proclama de la Suprema Junta Gubernativa dirigida a la Nación española,
26 de octubre de 1808. MD t. IV, p.136.
10.– Robertson, William Spence. «La política inglesa en la América española». En: Historia de la Nación
Argentina. Desde los orígenes hasta su organización definitiva en 1862. Ed. por Academia Nacional de la
Historia. Vol. 5. Buenos Aires: El Ateneo, 1961, p. 105.
11.– MD t. II, p. 78.
22 Eduardo Azcuy Ameghino
España. Desde esta perspectiva, Fernando VII, aparentemente enfrentado a ese pasado
inmediato que se deseaba superar, se presentaba como la mejor opción dentro del
orden colonial. No lo creyó inmediatamente así Liniers, acaso teniendo en cuenta el
manifiesto dado a los españoles por el rey Carlos IV el 4 de mayo en Bayona, donde
se advertía que «los que os sugieren ideas contra la Francia están sedientos de vuestra
sangre y son enemigos de nuestra nación, o agentes de la Inglaterra».16 Por esta razón,
estando fijada la fecha del 12 de agosto para realizar la proclamación de Fernando VII,
el día 6 escribió al gobernador de Montevideo indicándole que «como se ha recibido un
impreso cuyo su contenido altera lo dispuesto, parece conveniente suspender por algún
tiempo aquella diligencia, lo que puede hacerse sin violencia bajo el pretexto de dar
lugar a ejecutarla con mayor decoro y lucimiento para que no den al público idea de la
verdadera causa de esta suspensión mientras que se reciben nuevas órdenes».17 Contra
esta opinión del virrey, Elío se negó a diferir la jura ratificando la fecha ya establecida.
El 9 de agosto llegó a Montevideo el marqués de Sassenay, emisario de Napoleón,
con la misión de informar sobre «la asamblea convocada en Bayona para establecer la
regeneración, y del buen éxito que se promete la España, cuyos pueblos piden con ardor
el soberano que les está prometido José Napoleón».18 Luego de rehusar la sugerencia
que le realizara Elío sobre regresar a Francia, el diplomático partió hacia Buenos Aires,
donde se reunió el 14 de agosto con Liniers,19 quien se hizo acompañar al efecto por
miembros de la audiencia y del cabildo, en general poco expertos en el idioma galo.
Con posterioridad a tomar conocimiento de la versión de Sassenay sobre lo acontecido
en la península y de revisar los documentos de que era portador, que por cierto no
convencieron a la mayoría de los españoles europeos, se resolvió adelantar la jura de
Fernando VII para el 21 de agosto, emitir una proclama informando a la población,
y que «se den al fuego todos los papeles sediciosos conducidos por el citado emisario
francés».20
A pesar de lo apurado de las circunstancias, Liniers se hizo la oportunidad de cenar
en privado con el marqués, al que impuso del inexistente margen de acción de que
disponía, dado el creciente sentimiento antifrancés que se extendía por las colonias.
Al día siguiente el emisario fue embarcado hacia Montevideo con el objetivo de que
regresará a Europa, lo cual fue frustrado por el gobernador de esa plaza, que ordenó
su arresto para meses más tarde remitirlo a España.
Tardíamente, el 23 de mayo de 1810, tras permanecer veintiún meses en prisión, el
marqués de Sassenay dio cuenta al gobierno francés del resultado de su misión en el
Plata, ratificando la mayor parte de los hechos expuestos, y agregando algunos juicios
e interpretaciones que pueden redondear la comprensión de lo ocurrido en Buenos
Aires. Especialmente su reunión privada con Liniers, sobre la que relata que éste «se
excuso, creo que sinceramente, de la manera que me había recibido, diciéndome que
su posición se lo exigía; que no tenía tropas regulares, que su autoridad no consistía
16.– MD t. I, p. 224.
17.– MD t. VI, p. 255.
18.– Instrucciones del ministro Champagny al marqués de Sassenay, 29 de mayo de 1808. MD t. I, p. 112
(véase AD 4 en página 173).
19.– Sin duda en la decisión del envío del emisario no sólo se tuvo en cuenta la nacionalidad de Liniers,
sino la manifiesta admiración del virrey respecto del emperador, a quien había escrito luego de cada una de
las invasiones inglesas, dándole cuenta del papel destacado jugado por él y demás franceses en el curso de
las acciones, resultando evidente en estas comunicaciones el deseo de compartir el común orgullo nacional,
obtener la aprobación de Napoleón y tal vez la fantasía de alguna recompensa.
20.– Acta de la reunión con el marqués de Sassenay, 14 de agosto de 1808. MD t. II, p. 133.
24 Eduardo Azcuy Ameghino
21.– Informe del marqués de Sassenay al gobierno francés. MD t. XI, p. 209 (véase AD 6 en página 175).
22.– Proclama de Liniers a los habitantes de Buenos Aires, 15 de agosto de 1808. MD t. II, p. 137 (véase AD
5 en página 174).
23.– MD t. VI, p. 257.
24.– Según el capitán de la goleta en que viajó desde España, Goyeneche habría recibido también, en para-
lelo, instrucciones de Murat para actuar favoreciendo los objetivos de Napoleón, acusación que a pesar de
permanecer en el tiempo nunca pudo comprobarse. MD t. VI, p. 374.
25.– La junta de Sevilla al brigadier Molina, 9 de agosto de 1808. MD t. II, p. 113.
1808: el principio del fin 25
Todavía encendidas las brasas de la lucha contra los ingleses, la suma de novedades
europeas, además de las que comenzaban a llegar desde el Brasil, iban transformando
al año 1808 en un hervidero político, donde se afirmaban y ejercitaban todos los actores
con aspiraciones de incidir en alguno de los desemboques posibles de una situación
que, según la visión general, se hacía políticamente cada vez más precaria debido a la
crisis y los cuestionamientos crecientes, desde posturas antagónicas, que recibía el pre-
sente sistema de poder y gobierno colonial. Desde un punto de observación quizás más
distanciado de las pasiones del día, el 23 de agosto un comerciante norteamericano es-
cribía desde Buenos Aires: «el pueblo de esta parte de las Américas está unánimemente
resuelto a mantener su fidelidad a la casa de Borbón, o bien ser libres e independientes.
Si tienen éxito en esta última pretensión, con toda seguridad se dará una revolución
importante en su sistema comercial».26
Como se anticipó, el paso en falso dado por Liniers con su fallida proclama del
día 21 produciría grandes e inmediatas repercusiones, como la refutación que apenas
conocida produjo el cabildo de Montevideo, anticipando los argumentos que guiarían
en adelante su accionar político: «¡La unión y conformidad de opiniones en punto tan
interesante a la pública felicidad! ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué ejemplo de nuestros
mayores es el que se cita esperando la suerte de la metrópoli para obedecer la auto-
ridad legítima que ocupe la monarquía? En la guerra de sucesión pretendían el trono
de España dos príncipes esclarecidos descendientes de un mismo trono real. ¿Cuáles
son los derechos de sangre con que puede pretender Bonaparte suplantar el legítimo
inmemorial derecho de la augusta estirpe de Borbón? Y tampoco estuvieron acéfalas
las Américas en la guerra de sucesión que se ejemplifica. . . Los franceses son nuestros
mortales enemigos desde el momento en que aprisionaron y despojaron del trono a
nuestro muy amado legítimo soberano Don Fernando VII. Los ingleses y portugueses
son nuestros aliados y amigos por enemigos de la Francia nuestra adversaria».27
Estampados el 24 de agosto los conceptos anteriores, ya el 7 de setiembre debían
ponerse en cuestión; las novedades exigían mantenerse al día con la información y
estar prestos a analizar, extraer conclusiones y proponer cursos de acción, ya fuera
práctica o retóricamente, ejercicio que se extendía a todos los participantes y obser-
vadores atentos de la coyuntura. Estamos haciendo referencia a la comunicación del
gobernador y cabildo de Montevideo dirigida a la audiencia y ayuntamiento de Buenos
Aires, dando cuenta del pedido del gobierno portugués para que «se le permita apo-
derarse de toda esta Banda Oriental del río de la Plata por vía de depósito con el fin
de guardarla y conservarla hasta la paz para nuestro amado rey y señor Don Fernan-
do». Al respecto, las consideraciones que agregan a continuación dan el tono de los
tiempos extraordinarios que se vivían: «de ninguna manera consentimos ni consentire-
mos ponernos bajo la protección de las armas y dominios portugueses. . . en el mismo
caso nos hallaremos en relación a los ingleses por la alianza ofensiva y defensiva que
tienen con Portugal, que de este accidente resultará una deformidad horrorosa de sis-
tema, pues habremos de estar en guerra con las mismas potencias que han abrazado
en Europa la defensa de la causa de nuestra metrópoli». Como ya era de rigor para la
dirigencia montevideana, su nota concluía haciendo trizas, por ahora conceptualmen-
te, con la maltratada institucionalidad colonial, al señalar que «el mando superior de
estas provincias se halla mal puesto en manos del Sr. Liniers, que debe renunciarlo o
26.– Carta de Guillermo White a Thomas Brewer, 23 de agosto de 1808. MD t. II, p. 183.
27.– El cabildo de Montevideo al cabildo de Buenos Aires, 24 de agosto de 1808. MD t. II, p. 193.
26 Eduardo Azcuy Ameghino
tituir una junta de gobierno «como en España», y de la nueva y profunda ruptura que
ello produjo en el resquebrajado centro estatal colonial, toda vez que – guste o no, y
a pesar de todo lo que ocurriría hasta la llegada de Cisneros – Liniers continuó repre-
sentando la expresión de la corona borbónica, y en su defecto, a la junta suprema, en
el Río de la Plata. De este modo se puede reconocer en la iniciativa montevideana un
carácter subversivo del orden virreinal; sin perjuicio y a pesar de que, desde otro punto
de vista también pertinente, pero secundario, Elío y los españolistas orientales fueron
parte de la más recalcitrante reacción colonialista.
Como era previsible, la respuesta del vapuleado centro estatal colonial no se hizo
esperar, y el 26 de setiembre la audiencia ordenó mediante una real provisión la diso-
lución de la junta de Montevideo, poniendo en evidencia la clave del asunto: «queda
suprimida por ser contraria a la constitución del gobierno establecido y opuesta a la
legislación de estos dominios».36
Tampoco los comandantes de la fuerza militar de Buenos Aires permanecieron aje-
nos al conflicto, señalando que la creación de una junta de gobierno a semejanza de
las de España «ha puesto aquel reino al borde del precipicio, pues ha cundido ya este
espíritu hasta el mismo pueblo de Buenos Aires, en donde parece que nació el proyecto
y explotó en Montevideo. Esta revolución del gobierno puede producir las consecuen-
cias más funestas, no sólo porque se desconoce la autoridad de los jefes, y se introduce
el espíritu de insubordinación, sino que además puede producir al cabo la indepen-
dencia».37 Otra personalidad que se pronunció contra el experimento oriental fue el
brigadier Goyeneche, quien desautorizando que se usara su nombre para justificar la
iniciativa, reafirmó la línea oficial del gobierno español para sus colonias americanas:
«en un país donde sus autoridades son fieles a su legítimo rey Fernando VII cuales-
quiera que convoca juntas y reuniones con carácter de jurisdicción es enemigo del rey
y del orden, y debe ser juzgado severamente por las leyes».38 Joaquín de Molina, el
otro comisionado de la junta de Sevilla activo en la región, pidió la disolución de la
junta de Montevideo, reprochándole a Elío que su permanencia conllevaba «un interés
en mantener la dislocación y el desorden con escándalo de todo el mundo, causar mal
ejemplo, y dar lugar a díscolos y hombres inicuos para que nos inquieten todos los días
con nuevos intentos».39
También dentro del abanico de críticas, y como síntesis de varios documentos simi-
lares destinados a fustigar con dureza a la junta, cabe citar una proclama oficial dirigida
al pueblo de Buenos Aires, de la cual más allá del acierto o veracidad de sus argumen-
tos importa retener el lenguaje, las ideas, los temas e imágenes que son puestos en
discusión, contribuyendo a que muchas personas se familiaricen con las novedades,
calienten sus oídos y naturalicen la posibilidad de ciertos procedimientos y soluciones
frente a los problemas planteados por la situación en Europa y en el Río de la Pla-
ta: «Cuál ha sido vuestro desconsuelo al ver que a la Audiencia no se obedece, que
consuman su crimen erigiendo una junta revolucionaria, profanan el nombre augusto
de Fernando VII para sustraerse a las legítimas autoridades, y sólo aspiran a una tan
quimérica como criminal independencia. La perspicacia de este superior gobierno no
los perderá de vista y tendrá ocupada toda su atención en tomar medidas para liber-
tar al continente de esta peste política».40 Cualquier semejanza con 1810 no será pura
coincidencia.
Con ser gravísimo para la institucionalidad colonial, el descontrol acotado a Monte-
video – y piloteado en última instancia por un realista fiel como Elío – podía no ser el
peor de los resultados de esta clase de atentados políticos, y así lo hizo notar la audien-
cia mediante un largo documento donde, tras rechazar los cargos que le endilgaban
la junta y el gobernador, llamó la atención sobre otras consecuencias del desacato a la
autoridad virreinal, condenando las iniciativas «perturbativas del orden y tranquilidad
de estas provincias, y dimanadas de las ideas de algunos hombres que fijándolas sobre
un solo punto de estos dominios no proveen las consecuencias y peligros a que los
deja expuestos una autoridad popular diseminada en cada uno de los pueblos sin un
preciso enlace entre sí y dependencia inmediata del superior gobierno establecido y
confirmado por Su Majestad».41
En una de las lecturas posibles, resulta válido afirmar que con la instalación de
la junta oriental quedaron plasmadas dos tendencias políticas en el seno de los que
podrían denominarse sectores españolistas, determinadas por cómo defender los dere-
chos del rey cautivo, a quien acaban de jurar vasallaje en ambas márgenes del Plata.
A efectos de ilustrar la hipótesis y los términos del debate mediante los que quedó
plasmado el mencionado clivaje, recurrimos a un documento firmado por Lucas Obes,
asesor de la junta de Montevideo, quien defendió la justicia de su creación – en cabildo
abierto por «personas de la primera distinción» – frente a las críticas dirigidas al gober-
nador Elío por Manuel Villota, ministro de la audiencia, centradas en que se actuó «por
medio de un tumulto», y no por el recurso de las representaciones a las autoridades
superiores, lo cual califica de ejemplo peligroso, sobre todo para «el que medita las
consecuencias y sabe las ideas que animan alguna parte del Perú».
La respuesta oriental a estas prevenciones fue que la cuestión prioritaria, el peligro
principal, era tener un virrey francés y sospechado respecto de su verdadera lealtad,
razón por la cual Montevideo había formado «una junta de gobierno a imitación de
la metrópoli», en nombre del rey y supeditada a la junta suprema de España. Y si los
pueblos del Perú imitaban esta iniciativa con iguales fines, ello sería algo ventajoso,
mientras que «si son siniestros los designios que hubiesen concebido» sus impulsores,
no desistirán porque la junta de Montevideo se disuelva.42 Otro de los argumentos
de Villota indicaba que «es un disparate el hacer aplicable a América el sistema que
en España adoptó la necesidad», a lo que Obes respondió advirtiendo que «mayor
disparate es que la América se quede con las manos cruzadas siendo fría espectadora
de las calamidades de la España», confiando en «franceses de corazón» el mando del
virreinato, al tiempo que otro francés oprime la metrópoli. Por otra parte, agregaba
filosamente, el ánimo del soberano «no ha sido, ni es, el de conservar los jefes, sino el
de conservar los dominios».
En suma, la justificación de lo actuado en Montevideo se sostiene en la valoración
negativa del papel de Liniers quien, entre los cargos que se le adjudicaban, con sus
cartas a Napoleón de 1806 y 1807 habría «movido la ambiciosa fantasía de Bonapar-
te», contribuyendo a acrecentar sus aspiraciones al control de las colonias españolas.
40.– Proclama oficial dirigida a los habitantes de Buenos Aires, 5 de octubre de 1808. MD t. III, p. 233.
41.– Dictamen de la audiencia de Buenos Aires, 15 de octubre de 1808. MD t. IV, p. 40.
42.– Lo que se le pierde de vista aquí a Obes es que los de «siniestros designios» podían encontrar el camino
a sus objetivos pavimentado, al menos en la cuestión de los métodos – y el acostumbramiento de parte de la
población a ellos – , por las experiencias previas protagonizadas por los vasallos «leales».
1808: el principio del fin 29
43.– Reflexiones del Dr. Lucas J. Obes en defensa de la junta de Montevideo, setiembre de 1808. MD t. II,
p. 235.
44.– La Plata, Chuquisaca y Charcas fueron tres nombres que recibió durante la época colonial la actual
ciudad boliviana de Sucre.
30 Eduardo Azcuy Ameghino
sensación que habían causado en los ánimos estas novedades, y el peligro que se corría
de no desvanecerlas. . . nada se adelantaba en persuadir al pueblo la certeza de estas
novedades, antes por el contrario era de suma importancia el que a lo menos las duda-
sen, pues lo primero daba margen a que formasen proyectos y resoluciones que no se
tomaban en dudas, y por lo segundo se conseguía ganar tiempo para tomar las medidas
oportunas a evitar mayores males».45 En este caso, que se multiplicaría en adelante en
diversos sitios del virreinato, la tematización de la prisión del rey conmovía a la ma-
yor parte de la sociedad, y se transformaba en un estímulo para escuchar propuestas,
analizar y discutir «el partido que debía tomar en situaciones tan avanzadas».46
De modo que el entrelazamiento entre malos ejemplos como el montevideano, ma-
las noticias y ánimos inquietos, iban minando las viejas estructuras materiales y men-
tales, alimentando lentamente la acumulación de factores disruptivos. Peligro que era
percibido desde el poder, como lo expresó a fines de 1808 el representante de la junta
de Sevilla en polémica con ideas evidentemente muy difundidas: «Cerrad los oídos a
discursos sediciosos, repeledlos con la fuerza de las verdades para venganza y confu-
sión de ellos mismos. Americanos. . . venerad al santuario de las leyes y obedeced a
los jefes y magistrados que os mantienen en paz y justicia y conservaos en unión con
vuestra madre la España».47
En este contexto, si por un instante alguien consideró la posibilidad de alinearse
con la España napoleónica, resultaba evidente que no existía ambiente para esa al-
ternativa, contra la cual formalmente fue creada la junta de Montevideo en acuerdo
con el gobernador Elío. Desde ese núcleo de poder, visceralmente enfrentado al fran-
cés Liniers y a quienes lo rodeaban, se resistió también el plan de «independencia, de
unirse a la Carlota y de darle la soberanía de esta colonia», iniciativa que se estimaba
que en circunstancias apuradas podría ser aceptada incluso por Liniers «y sus secuaces,
que es todo el bajo pueblo de Buenos Aires, todos los cuerpos que él ha creado, mil y
ochocientos oficiales que ha organizado eligiendo la escoria y arruinando el erario con
sueldos exorbitantes».48
Las críticas, ciertamente virulentas, se repartían en varias direcciones, recayendo
sobre el grupo de franceses que funcionaban integrados en dichas milicias, a los cua-
les se calificaba de «hermanos de aquellos que han asesinado a los nuestros»; sobre la
audiencia, que se manifestaba complaciente con Liniers y crítica de la junta montevi-
deana; sobre el brigadier Goyeneche – que apenas llegado hizo causa común con el
virrey – , de quien se sospechaba había recibido instrucciones de Murat y se presentó
en el Río de la Plata con otras provenientes de Sevilla, «dispuesto a hacer uso de las
que le conviniesen»; y sobre el brigadier Molina a quien se suponía ligado a Liniers.49
Esta percepción fue expresada con claridad en un oficio a la junta suprema – de cuya
instalación había llegado noticia durante el mes de noviembre – , donde se denunciaba,
45.– Acuerdo de la real audiencia de La Plata, 26 de octubre de 1808. MD t. VI, p. 360.
46.– Moreno, Gabriel René. Últimos días coloniales en el Alto Perú. Vol. 2. Santiago de Chile: n/d, 1901.
pp. X-XV.
47.– Proclama a los americanos, 16 de diciembre de 1808. MD t. V, p. 75.
48.– Oficio de Diego Ponce de León al conde de Floridablanca, 22 de diciembre de 1808. MD t. V, p. 84.
49.– Esto fue así hasta días después del 1 de enero de 1809, cuando Liniers le ordenó su salida de la capital,
de lo que Molina se quejó ante la junta central realizando diversas acusaciones contra el virrey, entre ellas
que «él se ha creado de la escoria del pueblo varios cuerpos de tropas cuyos soldados también del país,
siempre armados, son los sostenedores de su persona, intereses y voluntades, favoreciendo la desunión de
los veteranos, que se hallan casi en banderas y oficiales, y él en fin intentó desarmar con ignominia a los
cuerpos de milicias europeas». MD t. VII, p. 277.
1808: el principio del fin 31
para alarma de la elite metropolitana que gobernaba en nombre del rey, que la con-
ducta de todos los mencionados «autoriza la continuación del desorden, y todos los
diputados de las juntas y jefes que han llegado de España dan margen a persuadirnos
que cuanto hemos sabido de la gloriosa conmoción de nuestra patria es un sueño».50
No era sin embargo el de la conflictividad entre el virrey y los españolistas de Mon-
tevideo el único teatro político activo, había otros, con vasos comunicantes entre sí
no siempre perceptibles, en los cuales, además, jugaban su papel muchos de los acto-
res que, al hacerlo, iban adquiriendo y/o revalidando los títulos de revolucionarios y
pioneros de la lucha independentista.
Uno de los escenarios aludidos se asocia con Juan Martín de Pueyrredón, quien
había marchado a España comisionado por el cabildo de Buenos Aires con la misión
de informar sobre lo acontecido durante las dos invasiones inglesas y, sobre la base
de difundir el rol destacado que le había cabido al ayuntamiento, solicitar reconoci-
mientos y premios. Ilustrando el entorno en que se movía el enviado, el 25 de marzo
de 1808 recibió noticias de su tío, Diego Pueyrredón, quien le contaba sobre la caída
de Godoy, anunciando que se hallaban «en vísperas de disfrutar de las satisfacciones
que precisamente ofrecerán a esta capital la próxima llegada a ella de nuestro inven-
cible Emperador»,51 de lo que concluía que «ahora estoy persuadido serán atendidas
tus solicitudes».52 Anécdota que resulta consistente con lo que se sustenta en otro do-
cumento, respecto a que Juan Martín de Pueyrredón era «antiguo comensal del virrey
interino».53 Y también con un informe del agente inglés Burke del año 1809, quien
señala que en Buenos Aires «el partido francés se ha visto ciertamente muy disminuido
desde el reemplazo de Liniers, pero aún existe Pueyrredón; por sí mismo y por sus vin-
culaciones es querido y respetado en el país y está decididamente del lado de Francia,
aunque ahora pueda disimularlo. Es joven y ambicioso, su padre era francés y segura-
mente Napoleón le ha hecho promesas».54 Todos datos y especulaciones que no bastan
para asegurar una caracterización, pero que enriquecen sin duda la complejidad del
personaje.
Pueyrredón no era el único representante rioplatense que circulaba por la confusa
España de esos días. El cabildo de Montevideo, alardeando de haber dado origen a
la expedición reconquistadora de Buenos Aires, había enviado a José Mila de la Roca
y Nicolás de Herrera, quienes presentaron el 29 de junio en Bayona una Memoria
expresando los medios más conducentes para asegurar la adhesión y fidelidad de los
habitantes del Río de la Plata a la política napoleónica.55 Adaptándose, como puede
verse, con facilidad, a los cambios en la situación, y tomando nota de las posturas
que predominaban en su tierra de origen, Nicolás de Herrera – años después enemigo
acérrimo del artiguismo – participó meses más tarde de la redacción de otra Memoria
dirigida ahora a la junta Suprema, donde se analizaba el estado de Hispanoamérica,
que habría resistido todas las tentaciones, incluido «el ejemplo de la Pensilvania», y se
invocaba el disgusto que provocó «la fría indiferencia con que se han postergado sus
solicitudes».
50.– Oficio de Diego Ponce de León al conde de Floridablanca, 22 de diciembre de 1808. MD t. V, p. 86.
51.– MD t. I, p. 202. Bastardillas en el original.
52.– BM t. XI, p. 10.383.
53.– Oficio de Javier Elío a la junta suprema, 24 de diciembre de 1808. MD t. V, p. 99.
54.– BM t. XI, p. 10.226.
55.– MD t. II, p. 22.
32 Eduardo Azcuy Ameghino
60.– Conclusión similar a la que arribaba Miranda, quien el 7 de diciembre afirmó que «la lucha en Espa-
ña parece que está llegando a su fin. Nunca tuve dos opiniones acerca del resultado y me temo que mis
conjeturas sobre esto se cumplirán». MD t. V, p. 58.
61.– Memoria dirigida al rey de España formada por el extracto de la correspondencia recibida de Buenos
Aires y Montevideo, 1808. MD t. VI, p. 81.
62.– BM t. XI, p. 10.374.
63.– Oficio de Javier Elío a Tomás de Morlá, 23 de diciembre de 1808. MD t. V, p. 93.
64.– Como se verá más adelante, Pueyrredón regresó a Buenos Aires en 1809, a tiempo para participar,
casi clandestinamente, de las reuniones en donde se discutió la actitud a tomar ante la llegada del virrey
Cisneros, circunstancia en la que debería volver a escapar hacia el Brasil, donde se desempeñó como emisario
del grupo carlotista coordinado por Belgrano.
34 Eduardo Azcuy Ameghino
dentista durante las invasiones inglesas, cuyas cabezas más activas en la ocasión fue-
ron Saturnino Rodríguez Peña en Río de Janeiro y Manuel Belgrano en Buenos Aires.
Escaldados después de comprobar la mentira de la supuesta ayuda inglesa para avan-
zar hacia la separación de la metrópoli e instalar un gobierno propio, se propusieron
(con todas las dudas de instrumentación que el plan presentaba y sobre las cuales no
existe respuesta) utilizar la figura de la regencia de Carlota como cobertura para la
realización de los antiguos objetivos; como afirmara Nicolás de Vedia, para este grupo
«desde un principio el objeto primordial fue sacudir el yugo español y traer una testa
coronada». Lo cual no tardó mucho en ser descubierto por la princesa, quien fue cons-
ciente del uso político que algunos americanos hacían del carlotismo, como lo reveló su
secretario a mediados de 1809: «V. A. ha sacado justamente la idea que tienen aquellos
habitantes de querer valerse de su augusto nombre para realizar sus inicuos planes de
independencia».69
Arribadas a sus destinatarios las primeras comunicaciones de la princesa, rápida-
mente llegaron las respuestas, comenzando por las correspondientes a miembros de
las instituciones del centro estatal colonial, opuestas en general a la iniciativa, en tanto
rechazaban la intención de «coronar a la Sra. Infanta en estos dominios separándolos
de la metrópoli».70 El 13 de septiembre el cabildo de Buenos Aires se dirigió al go-
bierno español, manifestando que Carlota y el infante Don Pedro pretendían «tomar en
depósito las Américas para regirlas y gobernarlas, a que nos hemos negado todos con
el justo título de haber proclamado a Fernando y sujetándonos a la Suprema Junta».71
Por su parte el enviado de la junta de Galicia, Ruiz Huidobro, tampoco avaló las pre-
tensiones de Carlota, advirtiendo que su viaje al Río de la Plata no haría más que «dar
un pretexto a los descontentos para declararse en rebelión abierta».72
Y si hasta entonces se trataba de respuestas previsibles, provenientes de funciona-
rios cuya suerte se hallaba vinculada directamente con la metrópoli, como de españoles
que adivinaban la presencia de la larga mano portuguesa – y aun de la británica – , lo
novedoso era, como señala una crónica de la época, que «Peña, Vieytes y demás seño-
res reunidos empezaron los trabajos para que la princesa Carlota, como hija de S. M.
Carlos IV, se trasladase a Buenos Aires, y bajo su mando se separase esta sección de
América de España».73
Se verá a partir de aquí como comenzó a desenvolverse una situación paradojal, en
la cual los españolistas rioplatenses se iban transformando, desde el momento mismo
de la misión Sassenay, en los alborotadores y censores del gobierno virreinal – espe-
cialmente hasta el arribo de Cisneros – ; mientras que buena parte de los americanos,
incluidos los independentistas conocidos y los jefes militares, se constituían en sostén,
no en todos los casos formal, del orden y el derecho coloniales. Fenómeno que tendría
su expresión en las líneas argumentales que se comenzaron a poner respectivamente
en juego con gran vivacidad desde el pronunciamiento de la infanta.
69.– Carta de José Presas a la princesa Carlota Joaquina, 31 de octubre de 1809. MD t. X, p. 112.
70.– La real audiencia de Buenos Aires al gobierno español, 21 de enero de 1809. MD t. VII, p. 181.
71.– MD t. III, p. 60. Tres días antes, en otra representación a la junta suprema de Sevilla, el ayuntamiento
porteño realizó un repaso y balance de los sucesos que habían conmovido al Plata desde la invasión inglesa de
1806 hasta la jura de Fernando VII, incluyendo referencias a las acechanzas francesas, inglesas y portuguesas.
MD t. III, p. 34 (véase AD 7 en página 177).
72.– MD t. V, p. 13.
73.– Martínez, Enrique. Observaciones hechas a la obra póstuma del señor Ignacio Núñez, titulada «Noticias
históricas de la República Argentina». BM t. I, BM t. I, p. 529.
36 Eduardo Azcuy Ameghino
ganizado más antiguo y decidido de cuantos operaron entre 1806 y 1810, tanto que sus
dos referentes más destacados estarían llamados en su momento a ser los respectivos
números dos y tres de la primera junta, precedidos solamente por quien concentraba
el control de las armas llamadas a sustentar el nuevo poder. O sea que ese nosotros,
explicitado en 1808, da cuenta de la existencia de un conjunto de individuos que ya
había compartido el análisis político, había manifestado y discutido preferencias, es-
taba acumulando experiencia, y seguía la evolución de la situación aspirando a influir
en ella en una dirección bien definida. Acaso sin formar parte del grupo, Peña no deja-
ba de poseer importantes vasos comunicantes con él, empezando por los familiares, y
así aparece trabajando sino coordinadamente, al menos concurrentemente, con el plan
carlotista.
Fue en virtud de esta iniciativa que organizó el viaje de su amigo, el médico inglés
Diego Paroissien,79 a Buenos Aires con la finalidad de llevar documentos, realizar una
serie de contactos personales y activar la propuesta de la regencia. En las instrucciones
reservadas que le entregó a su emisario se menciona la conveniencia de contactarse con
Liniers y Álzaga – a quienes si no se logra ganarlos, se los deberá dejar de lado – , tam-
bién con el «desgraciado» Sobremonte, además de dirigirse a sus amigos, en especial
a los que lleva cartas; trabajar sobre los frailes americanos,80 sobre los comandantes y
oficiales de los cuerpos («para que abracen el partido que se proponga especialmente
no dependiendo de la Europa»), y sobre los jefes y oficiales de los tribunales y oficinas.
También se le indica que en ocho días debería concluir las conversaciones y contactos
previstos, de modo de poder formar un juicio fundado sobre el ánimo y la disposición
que advierta con respecto «a declararse por tal o tal gobierno», para lo cual no debe de-
jar dudas de que se podrá obtener la protección de Inglaterra y aun de otras potencias.
Por último, Peña lo instruye para que «anime a todos mis dignos amigos y compatriotas
a que luego se decidan y declaren el partido que han preferido. . . que sola la ciudad
de Buenos Aires que se declare independiente hallará con la mayor franqueza cuantos
auxilios pueda necesitar».81
Mientras Paroissien se preparaba para embarcarse, la princesa Carlota, formal be-
neficiaria de la misión en cuestión, le escribió una nota al virrey Liniers, fechada el 1
de noviembre de 1808, denunciando que se había enterado que en la fragata inglesa
Mary «va un individuo llamado Paroissien, cirujano de profesión, y de nación inglés,
que habla regularmente el dialecto español, y que este mismo lleva cartas para varios
individuos de esa capital, llenas de principios revolucionarios y subversivos del presente
orden monárquico; tendientes al establecimiento de una imaginaria y soñada repúbli-
79.– Diego Paroissien nació en Londres en 1783, donde se graduó de médico. Fue amigo de Francisco Mi-
randa e integró la Logia Lautaro. En 1812 de alistó como médico en el Ejército del Norte. Se hizo ciudadano
de las Provincias Unidas y en 1816 se incorporó al Ejército de los Andes. Posteriormente marchó con San
Martín al Perú, donde fue ministro y cofundador de la Orden del Sol. Falleció en 1827 ostentando el grado
de general. Piccirilli, Ricardo; Romay, Francisco; Gianello, Leoncio. Diccionario histórico argentino. Buenos
Aires, 1954.
80.– Es interesante la valoración de Peña sobre el clero rioplatense: «Los frailes que tienen un incomparable
ascendiente, máxime sobre el bajo pueblo, sufren un yugo pesadísimo que les han impuesto los españoles
europeos. Los franciscanos patricios, que son al menos las tres cuartas partes, están incomodísimos con una
injusta alternativa, que los obligan a guardar con los europeos en todos los oficios y empleos honrosos de
la orden. Los mercedarios con la existencia en Madrid de un general a quien deben ocurrir para todos sus
ascensos, gracias y demás; de suerte que con hacer ver a todos estos la independencia que tendrán de la
Europa se prestarán infaliblemente a predicar, si es necesario, lo justo y conveniente de este negocio; a estos
es fácil introducírseles con el pretexto de religión; imitemos en algo a los europeos». BM t. XI, p. 10.257.
81.– Instrucciones reservadas a mister Paroissien. BM t. XI, p. 10.256 (véase AD 10 en página 187).
38 Eduardo Azcuy Ameghino
ca, la que tiempos hace está proyectada por una porción de hombres miserables y de
pérfidas intenciones».82
Sin sospechar nada, el 16 de noviembre el emisario le escribió a Peña desde Monte-
video anunciando que a la brevedad partiría hacia Buenos Aires. No logró sin embargo
hacerlo, ya que el día 21 el gobernador Elío lo hizo detener y le confiscó los papeles
que conducía desde Río de Janeiro, con cuyo reconocimiento y lectura se puso en evi-
dencia «el plan trazado por el pérfido Saturnino Peña para la independencia de estas
Américas segregándolas de la corona real de los reyes de Castilla. . . sin duda las car-
tas que aparecen cerradas para diferentes sujetos de la capital son dirigidas al mismo
punible objeto de dislocar la dominación española de estos vastos dominios».83
En el auto de prisión de Paroissien, se lo sindica como el «encargado del traidor
Saturnino Peña para circular y entregar las cartas convocatorias e instrucciones a los
sujetos de dicha capital que debían cooperar y activar el detestable plan de desmontar
de la corona de Castilla la piedra preciosa de este ilustre, generoso, fiel e invicto conti-
nente, fomentando la independencia con la fingida promesa de garantirla la serenísima
señora infanta doña Carlota al auspicio del almirante Sir Sidney Smith».84
Cabe señalar que Elio se adelantó a Liniers, debido al aviso recibido de un tripulante
del barco que transportó al médico inglés – previamente aleccionado por la princesa,
que al efecto le entregó una misiva con la denuncia – , lo que frustró el detectivesco
plan sugerido por Carlota,85 dado que cuando días después el sumario llegó a manos
del virrey, todos los involucrados se hallaban sobre aviso, y las cartas abiertas habían
perdido definitivamente su aspecto original. Además, según la declaración de un tes-
tigo, es probable que el emisario haya llegado a destruir alguno de los papeles más
comprometedores. Sin perjuicio de esto, en el interrogatorio al que se lo sometió – por
formar parte de un «plan atroz de independencia» – habría admitido que de acuerdo
con las instrucciones recibidas debía contribuir a «persuadir a todos los habitantes lo
útil y conveniente que les era en la actual constitución de España ocupada por las ar-
mas francesas y presos sus soberanos, poner de regente de estas Américas a la señora
Princesa», negocio que debía activar «con todos los amigos» de Peña, «bajo la dirección
e instrucciones de su hermano Nicolás».86
Entre los documentos confiscados había algunos sobre los que vale la pena dete-
nerse: 1) Carta a Sir Sidney Smith presentando a Juan José Castelli: «mi particular
amigo el Dr. Castelli es uno de los principales ingenios que podrían dar honor a cual-
quiera de las ciudades de Europa; espero que lo trate con su genial franqueza pues
el mismo es acreedor a toda consideración». 2) Dos similares presentando a Félix de
Casamayor, ministro factor de Real Hacienda de Buenos Aires; y a Martín de Alzaga,
«uno de aquellos señalados sujetos por su educación y nobles sentimientos, le juzgo
digno de la amistad de V.» Estas tres notas, que los destinatarios debían incluir en su
eventual correspondencia con el almirante Smith, activo sostenedor de la causa carlo-
82.– Carlota Joaquina de Borbón a Santiago de Liniers, 1 de noviembre de 1808. BM t. XI, p. 10.095 (véase
AD 11 en página 188).
83.– Auto del gobernador de Montevideo, 21 de noviembre de 1808. BM t. XI, p. 10.259.
84.– MD t. IV, p. 240.
85.– En la nota a Liniers, la princesa había propuesto que se leyeran las cartas con cuidado, se volvieran
a cerrar sin que quedaran huellas y se le devolvieran a Paroissien, quien debía quedar libre de cumplir su
misión, de modo de pescar infraganti a los respectivos destinatarios y supuestos cómplices de la maniobra
política en curso.
86.– Declaración prestada por Diego Paroissien, 22 de noviembre de 1808. MD t. IV, p. 242.
1808: el principio del fin 39
de modo que cuando se le preguntó puntualmente sobre las cartas, y en general sobre
la correspondencia con Saturnino Rodríguez Peña, su hermano Nicolás respondió que
sólo trataban de asuntos de familia, y que otras las perdió o no las encontraba; por otra
parte, afirmó no saber quiénes eran «los amigos» a que aludía Saturnino.
Castelli, incriminado por las cartas confiscadas que venían a su nombre, el 20 de
diciembre aseguró respecto a Saturnino que «no sabe que tenga correspondencia con
sujeto alguno, y que menos la tiene ni ha tenido con el declarante. . . », «ni de este
individuo ni de otro alguno ha recibido carta, papel, ni recado sobre asuntos públicos
o políticos»; agregando a continuación que «no era de creer que por entonces ni en
ningún caso hubiese proyecto efectivo (sino fuese de algunos insensatos y ociosos) en
perjuicio del sistema de gobierno nacional y del señor don Fernando VII a cuyos in-
tereses y derechos, como a los de la nación, es naturalmente adicto».92 De manera que
luego de haber escrito y firmado en conjunto el 20 de setiembre – ¡un par de meses
antes! – una extensa representación a Carlota con vistas a instalar un gobierno inde-
pendiente de la metrópoli, resultó que se trataba de personas que no se involucraban
en asuntos políticos. . .
Las declaraciones son geniales. Rodríguez Peña argumenta «que si su hermano ha-
bía pensado en variedad de gobierno o que este se estableciese en la clase de indepen-
diente, además de delincuente lo consideraba loco». Vieytes asegura que Peña «tiene
los mejores sentimientos a favor de la dependencia a los monarcas y que detesta de
corazón todo rumor revolucionario». Y de nuevo Nicolás, tal vez alcanzando la cima de
la desfachatez, al ser interrogado sobre sus relaciones con Castelli da fe de que no lo
trataba con frecuencia, y que sólo lo «ve de tarde en tarde con motivo de que cuando
viene de su chácara deja su caballo en la casa jabonería que corre a cargo del dicho
Vieytes».93
Resulta curioso que estos documentos no hayan tenido mayor difusión en la histo-
riografía que abordó el estudio de la insurrección de Mayo,94 dado que se trata, cabe
reiterarlo, de materiales de fuerte valor probatorio del accionar represivo del estado colo-
nial y de la presencia de un grupo de revolucionarios que sufrían y resistían las presiones
a las que eran sometidos en virtud de sus actividades conspirativas, en este caso en el
curso de 1808. Estas evidencias revisten una gran importancia, debido a que debilitan
las líneas argumentales que apuntan a negar o relativizar la existencia y actividades de
un núcleo sedicioso en forma previa a 1810, y aportan elementos de juicio de peso a uno
de los debates centrales asociados a la recordación del bicentenario del comienzo de la
lucha contra el colonialismo español.
Por otra parte, la consistencia de las referidas fuentes que muestran en acción al
grupo de interlocutores porteños de Saturnino, incluso cuando mienten descarada-
mente para eludir a sus fiscales virreinales, sirve para controlar, y ratificar, lo afirmado
por Saavedra: «Es verdad que Peña, Vieytes y otros querían de antemano hacer la revolución, esto es desde
el 1 de enero de 1809». BM t. II, p. 1.097.
92.– Declaración del doctor Juan José Castelli. BM t. XI, p. 10.288.
93.– Confesión del alférez de blandengues Nicolás Rodríguez Peña. BM t. XI, p. 10.289.
94.– Así, por ejemplo, Levene no menciona el punto, salvo para indicar que «a través de las declaraciones de
Nicolás Rodríguez Peña parece desprenderse que sus relaciones con Saturnino no eran del todo cordiales».
Por otro lado, tampoco informa sobre la Memoria enviada a Carlota por el grupo de Castelli, ni de la corres-
pondencia directa que sostiene Belgrano con la infanta, recargando unilateralmente el «carlotismo» sobre la
figura e iniciativas de Saturnino Peña. Levene, Ricardo. Intentos de independencia en el virreinato del Rio
de la Plata (1781-1809). En: Historia de la Nación Argentina. . . vol. 5, p. 393.
1808: el principio del fin 41
por otros testimonios,95 respecto a que a éstos «el incidente de la prisión de Peña no los
desanimó, pues continuaron teniendo sus reuniones secretas, con las que aumentaba
el número de iniciados en el pensamiento. Recuerdo entre otros de los primeros a los
señores Paso, Darragueira, capitán de patricios Chiclana, doctor Tagle, más otros nom-
bres particulares. En la parte militar, Saavedra, Rodríguez – jefe de los húsares – , el
coronel Terrada, el señor don Ignacio Álvarez, el señor don Antonio Viamonte, Marcos
Balcarce y muchos más».96
Mientras Castelli y sus amigos enfrentaban el trance ocasionado por la prisión de
Paroissien, Liniers en poder de todo lo actuado contra el reo, le ordenó el 3 de diciem-
bre a Elío que lo mantuviera custodiado a su disposición, y que si desembarcaba en
Montevideo «el coronel Santiago Florencio Burke» lo pusiera también inmediatamente
bajo arresto. El gobernador manifestó su conformidad, pero en su opinión – como se
desprendía de las cartas de Peña – Burke iría directamente a Buenos Aires, «donde se
trataba de realizar el plan, y aun quizá se halle ya en ella de incógnito como por el
espíritu de aquellas se deja inferir; pudiendo sobre esto sacarse, con cautela, alguna
noticia del doctor Don Juan José Castelli que le conoce y tiene amistad con él según
Peña explica».97
Si bien están presentados los hechos derivados de la denuncia de la princesa, lo
que no ha quedado claro son las razones de su proceder al denunciar a Paroissien.
Este interrogante, y una primera respuesta, aparecen tratados en un informe del fiscal
del crimen de la audiencia de Buenos Aires, donde se sintetiza la comprensión del po-
der virreinal respecto del plan de Peña, según se podía ver en los papeles incautados al
prisionero: «Según el contexto de dichas cartas y circular que acompaña su autor, ma-
nifiesta que por las ocurrencias ha sido necesario variar algún tanto el plan, indicando
consiste la variación en conducir a la señora infanta a estos dominios, nombrándola
regente de ellos; el antiguo plan era la independencia, en el día es el mismo con refe-
rencia a la metrópoli, eligiéndose la persona de su alteza para que gobierne, haciendo
supuesto que dicha señora está en el plan igualmente que el almirante inglés señor
Smith que auxiliará la empresa».
En estas circunstancias coexistía la evidencia de que Carlota había denunciado el
plan de Peña – lo cual iba en una dirección – , con el hecho de que pocos dudaban
de las ambiciones de la princesa, razón por la cual el problema estaba en debate, es
decir ¿cómo jugaba realmente Carlota?, porque, o Peña había inventado todo, o según
especula el fiscal «por miras políticas se vio obligada la señora infanta a prestarse a
semejante designio».98
Agregando una nota de complejidad a la hipotética situación, el delegado de la
junta de Galicia – Joaquín Molina – en nota a la junta suprema del 27 de enero de 1809
manifestó las dificultades en que se encontraba para explicar la conducta de Carlota,
ya que «aunque se hace inconcebible el modo con que procede a delatar la comisión de
Paroissien cuando en ella se favorecía el proyecto de reconocerla por soberana de estas
95.– Con esta observación se aluden los problemas que pueden presentar – en algunos casos – los relatos
históricos que, aunque generalmente de un valor insoslayable para el investigador, provienen de testigos de
los hechos cuyas visiones exageran los lógicos sesgos tendenciosos de su discurso, o incluyen inexactitudes
en virtud del mucho tiempo que podría haber transcurrido entre las vivencias y la escritura que las recoge y
reconstruye.
96.– Martínez, Enrique. Observaciones hechas a la obra póstuma del señor. . . BM t. I, p. 537.
97.– Oficio de Javier Elío al virrey, 7 de diciembre de 1808. MD t. V, p. 59.
98.– BM t. XI, p. 10.100.
42 Eduardo Azcuy Ameghino
Dicho respaldo, así como la táctica de la princesa hacia fines de 1808, aparecen
bien reflejados en una nota de Smith al gobierno peninsular, en la cual sobre el fondo
general de la acefalía borbónica, se enfatizaban «las críticas circunstancias en que se
halla el gobierno de Buenos Aires por falta de armonía entre los dos jefes principales
el virrey Liniers y el gobernador Elío». De modo que, frente a «la necesidad de paz que
hay entre ellos para obrar en la defensa de esos dominios», Carlota sería la indicada,
«como buena española para reunir los espíritus y ánimos en un punto central, que es la
conservación de la monarquía española y la adhesión de las colonias. . . conservando
la sucesión de las formas establecidas por las leyes», para lo cual «una autoridad su-
perior a la del virrey como una regencia sería el medio más eficaz para poner fin a las
discordias».104
En este diseño político, Saturnino Peña y los carlotistas con los que se hallaba vin-
culado en Buenos Aires aparecían claramente como piezas sacrificables (ya que aunque
sumaban al objetivo principal no apuntaban en la misma dirección) frente a la impor-
tancia de afinar las relaciones con figuras como Liniers y Elío, impresionando al mismo
tiempo a la junta suprema con una muestra práctica de fidelidad a la metrópoli. En
suma, la explicación gruesa sería que Paroissien fue denunciado por favorecer a un
grupo revolucionario independentista que trabajaba infiltrado dentro del proyecto car-
lotista; y la más probable es que – sin que se ignoraran sus verdaderas intenciones – de
todas maneras haya sido entregado para mejorar la posición negociadora de la prince-
sa, dando garantías de que su regencia se mantendría dentro del esquema de dominio
metropolitano. Hoy se diría, «nada personal».105 Lo que entendido por las partes, al fin
todos políticos en funciones, explicaría cierta continuidad de las relaciones del grupo
de Castelli-Belgrano con Carlota y la persistencia, al menos por unos meses más, de su
apoyo al plan de la regencia.
De todos modos, este proyecto recibiría un golpe durísimo cuando el gobierno bri-
tánico desautorizase explícitamente toda gestión a favor de Carlota, desaprobando las
acciones que venía conduciendo el almirante Smith e induciendo al príncipe regen-
te de Portugal a seguir la misma conducta. La importancia de esta definición para el
desarrollo del carlotismo, y sobre todo para comprender mejor la política inglesa ha-
cia las colonias del Plata, es insoslayable. Cabe remarcar que desde el comienzo las
dos principales autoridades británicas en la región, el jefe de la flota y el embajador,
mantuvieron posturas encontradas al respecto. Ésta es la razón por la cual la propia
interesada se dirigió en octubre de 1808 al regente de Inglaterra, afirmando que si esa
nación estaba dispuesta sinceramente a cooperar para mantener la unidad del impe-
rio español, ella era la mejor carta entre las escasas disponibles. En este camino daba
cuenta de la aludida contradicción, procurando desestabilizar a una de las partes: «de-
bo decir a V. M. que hay que seguir con las ideas de vuestro secretario de estado Lord
Castlereagh, y no las máximas equivocadas de Lord Strangford, quien ha permitido el
uso de su nombre para cimentar y sostener un plan de independencia, y para separar
las colonias de América de la madre patria, lo cual me obliga a demandar de V. M.
que mande decir a Lord Strangford que se abstenga en absoluto de inmiscuirse en los
asuntos pertenecientes a España. No existen dos sistemas tan contrarios, y el último
104.– Oficio de sir Sidney Smith al gobierno español, 5 de diciembre de 1808. MD t. V, p. 54.
105.– Si bien el almirante oportunamente disimuló la relación, la misma está probada por el testimonio del
embajador inglés cuando menciona: «Sir Sidney Smith, de quien Peña es muy conocido». Lord Strangford al
marqués de Wellesley, 12 de marzo de 1810. MD t. XI, p. 124.
44 Eduardo Azcuy Ameghino
tan perjudicial a los derechos de mi augusta casa y familia. De este modo se podría
realizar el plan de Sir Sidney Smith tendiente a defender la monarquía española y sus
colonias».106
A la espera del efecto de sus presiones sobre el gobierno inglés, el 20 de noviem-
bre Carlota recibió la excelente noticia de que el príncipe regente de Portugal había
accedido finalmente a su petición «prestando, como por ésta doy y presto mi real con-
sentimiento para que cuando V. A. R. fuera llamada de un modo formal y auténtico,
pueda emprender su viaje a los territorios de los dominios de S.M católica».107 Cuatro
días después, enterado Strangford del suceso, al que accediera por boca de Smith, se
dirigió al ministro Sousa Coutinho solicitándole que ratificara o rectificara el consenti-
miento dado por Juan VI al viaje de la princesa a los dominios españoles, recordándole
que el almirante Smith no poseía autorización del gobierno británico para apoyar di-
cha empresa, de manera que de confirmarse el mencionado consentimiento se vería
obligado a realizar una declaración expresa desligando a su gobierno y oponiéndose a
la iniciativa.108
Como era previsible, el 28 de noviembre el conde de Linhares le respondió a Strang-
ford «que el príncipe regente jamás se propuso, ni propondrá, obrar contra los españo-
les de América meridional sin ir de acuerdo con S. M. B. y con el gobierno español en
Europa», y que en realidad lo que se había considerado era «si sería conveniente a los
intereses de las tres potencias evitar una revolución o movimiento revolucionario de
que aquellas provincias del Río de la Plata se juzgan amenazadas», según las noveda-
des que llegaban desde ellas; en cuyo caso Portugal se reservaba el derecho a intervenir
en su gobierno, circunstancia en la cual el proyecto de regencia se podría considerar
como una opción interesante «para atajar el mal». El 15 de diciembre Smith le escribía
a Carlota, quien había recibido la mala nueva directamente de su marido,109 acusando
el freno impuesto al proyecto, aunque señalando que «lo que ha sido diferido no está
perdido».
Ahora bien, expuesta la situación del carlotismo a fines de 1808, resultan llamati-
vas en los testimonios que lo evocan las reiteradas alusiones asociadas con un posible
trastorno del orden colonial: «un plan de independencia, y para separar las colonias
de América de la madre patria» (Carlota), «evitar una revolución o movimiento revo-
lucionario» (Sousa Coutinho), «no se ha cesado de promover partidos para constituirse
en gobierno republicano» (Belgrano y sus compañeros). Y lo mismo ocurre en otros
documentos del período, como por ejemplo el producido por Felipe Contucci, uno de
los varios agente portugueses en el Plata,110 donde alertaba sobre que la corona de
106.– Oficio de Carlota Joaquina al regente de Inglaterra. MD t. III, p.186.
107.– Carta del príncipe regente Juan VI a la princesa Carlota, 20 de noviembre de 1808. MD t. IV, p. 221.
108.– MD t. IV, p. 255. La actitud de Strangford, que se correspondía en líneas generales con las todavía
imprecisas orientaciones del gobierno británico, sería finalmente ratificada por éste, dado que se encuadraba
en la que finalmente sería la línea oficial para la región durante varios años.
109.– Carta del príncipe regente Juan VI a la princesa Carlota, 28 de noviembre de 1808. MD t. IV, p. 272.
110.– El caso de Contucci es curioso, ya que a diferencia de otros agentes, no sólo reporta y se subordina en
última instancia a las directivas del ministro Sousa Coutinho, sino que se trata de un personaje que en más
de una oportunidad muestra poseer una opinión propia sobre los problemas en que se involucra y, a tono
con ello, cierta flexibilidad en el cumplimiento de sus funciones y libertad para proponer él mismo cursos de
acción. Se trata de un activo comerciante que posee también sólidos vínculos con la elite virreinal, para la
cual secundariamente parece haber cumplido también encargos, como lo reconoce explícitamente el virrey
Liniers cuando al autorizar la introducción de sus mercaderías en Buenos Aires menciona «las interesantes
comisiones del real servicio que con la mayor exactitud y desinterés ha desempeñado y actualmente se halla».
Después de 1810, sin abandonar sus vínculos con el gobierno portugués, Contucci transformó su estancia
1808: el principio del fin 45
Alzaga fuera uno de los primeros corifeos?».114 Nuevamente, como ocurría en el caso
de la junta de Montevideo, el peligro y los riesgos que se estiraban con fines políticos
acababan recibiendo indirectamente un espaldarazo, en tanto más allá del significa-
do de las denuncias se popularizaba su existencia, naturalizando hasta cierto punto
la posibilidad de conductas políticas que hasta poco tiempo atrás hubieran resultado
impensables en el marco ideológico de la cotidianeidad colonial.
El perspicaz, aunque no siempre tan bien informado, lord Strangford brinda consi-
deraciones útiles sobre el problema que ventilamos, al volver a plantearlo en un oficio
a su gobierno indicando que «algunos prominentes y respetables habitantes de Bue-
nos Aires, abrigando o pretendiendo abrigar los más serios temores por la seguridad
de aquella colonia, a raíz de las interminables rencillas y discordias internas que pre-
valecen allí, y del espíritu republicano que se supone ha penetrado en una parte de
la población, han destacado una persona de apellido Contucci para proponer en su
nombre al gobierno de este país que el infante Don Pedro fuera enviado a las colonias
hispanas, provisto de plenos poderes e instrucciones de S. A. R. la princesa del Brasil,
para arreglar los desacuerdos que existen entre las autoridades locales e impedir la pro-
pagación de los principios revolucionarios».115 Más adelante en su prolongado reporte,
el embajador realizó otras observaciones vinculadas directamente con los actores po-
líticos bonaerenses y los riesgos para la estabilidad colonial, señalando en particular
que «el grito de republicanismo y revolución fue lanzado en gran parte por aquellos
que tenían en vista exclusivamente sus propios designios»; es decir como un estímulo
para acelerar la ejecución del proyecto de regencia carlotista o eventualmente de al-
gún intento portugués, razón por la cual le rogaba al gobierno de Londres abstenerse
«de cualquier paso que pudiera proporcionar a la parte mal dispuesta de los colonos
españoles un pretexto para la insurrección abierta». Evidentemente no se refería a los
promotores criollos del proyecto carlotista – que podrían formar parte de «aquellos
que tenían en vista sus propios designios» – sino a los españoles «mal dispuestos», que
en Buenos Aires se preparaban para desplazar al virrey y remplazarlo por una junta
elegida entre los mismos rebeldes.
Recapitulando por un momento las estrategias hacia la región promovidas por las
potencias que entonces luchaban por el dominio de buena parte de Europa, cabe re-
marcar que la política inglesa en el Río de la Plata anterior a julio de 1808, cuando
se sentaron las bases de la alianza antinapoleónica, se basó en el deseo de arrebatar a
España sus colonias y/o obtener ventajas comerciales y geopolíticas a sus expensas. Se-
cundariamente, y como parte de esta línea general, existieron algunas propuestas que
incorporaron la posibilidad de apoyar la independencia de las posesiones americanas,
como un recurso alternativo a la acción de conquista militar en la búsqueda de una vía
menos costosa de penetración comercial. Todo lo cual quedó claramente expresado en
las dos invasiones ensayadas en 1806 y 1807.
Durante este período la monarquía borbónica se había comportado como una ínti-
ma aliada de Napoleón, y por ende enemiga de Inglaterra y Portugal, cuya corte había
emigrado hacia sus dominios del Brasil bajo la protección y la tutela británica. Pero
luego de la invasión francesa a España se produjo un vuelco fundamental de escena-
rio, pasando ésta a ser aliada de Inglaterra y Portugal. Después de un breve período
de confusión y ajuste a la nueva situación, la política inglesa en el Río de la Plata se
adecuó a la prioridad que determinaba la lucha de vida o muerte con Bonaparte por el
dominio de Europa, constituida en la viga maestra de su relación con el resto del mun-
do. A partir de entonces la tradicional vocación colonialista del capitalismo británico,
que continuó expresándose en la búsqueda de acrecentar su influencia internacional,
conquistar mercados y ganar territorios, debió acompasarse – y eventualmente subor-
dinarse – al fortalecimiento del eje antinapoleónico y al mantenimiento de una relación
medianamente razonable con sus diferentes aliados.
El 5 de octubre de 1808 Canning explicaba esta política exterior definida por la co-
rona británica: «Su Majestad ha manifestado repetidas veces del modo más solemne su
determinación, en tanto concierna a S. M., de mantener la integridad e independencia
de la monarquía española. Pero no debe entenderse como que se involucra a S. M. en
el caso desdichado del fracaso de la causa de España en Europa, o en el caso aún más
improbable de un compromiso entre España y Francia, ya sea de prestar su asistencia
para conservar las colonias a España subyugada, o de abstenerse, si se le solicita, de
reconocer o aun ayudar su independencia». O sea que el primer deseo inglés era que
España triunfe, en línea con su objetivo principal de derrotar a Napoleón. Pero si fi-
nalmente Bonaparte se impusiera, Inglaterra pretendía que «se den a tiempo los pasos
para asegurar la acogida en las colonias de todo el que pueda escapar de la garra del
usurpador, y la renovación en América del nombre, fortuna y grandeza de la monar-
quía española. . . objetivo cuya practicabilidad se ha evidenciado con tanto éxito en la
migración de la familia real portuguesa».116
Fue en virtud de estas orientaciones que ante las ya expuestas intromisiones car-
lotistas del almirante Sidney Smith, las autoridades británicas le ordenaron a fines de
1808 que «para evitar toda posible mala interpretación entre los dos estados es esen-
cial que no se permita que exista ningún malentendido, y esto es que Su Majestad
no autorizó ninguna interferencia de parte de ningún oficial suyo con respecto a los
derechos de sucesión a la monarquía española, o al ejercicio de los poderes de la re-
gencia».117 Tan clara como esta instrucción, fue la comprensión que mostró Smith de
la reconvención, al establecer su postura: «No era por supuesto mi intención favore-
cer, o dar la impresión de que favorezco, a cualquiera de los partidos en pugna allí;
yo reconozco necesariamente y mantengo una comunicación amistosa con todas las
personas con autoridad que dicen actuar bajo la de su Majestad Católica, el aliado de
Gran Bretaña, y contra el poder de Francia. Esta línea de conducta nos ha mantenido
bien con todos los partidos».118 Poco cabe agregar a este comentario, que como se verá
más adelante coincide absolutamente con la política británica frente a la Revolución de
Mayo y las guerras emancipadoras. Al respecto, resultan sumamente ilustrativas, y no
sólo sobre la política exterior inglesa, las conclusiones que Francisco Miranda extrae
luego de una reunión con un alto funcionario británico el 26 de enero de 1809: «De
esta importante conferencia hemos sacado el saber como piensa este gobierno en el
día hacia nuestra América, a saber: 1º Que en cuanto los españoles propusieron una
alianza contra la Francia, en aquel punto nos abandonaron y sacrificaron a su interés
sin el menor remordimiento. 2º Que en cuanto han percibido que nosotros deseamos
ser independientes de los franceses, ya afectan indiferencia para vendernos su amistad
116.– Carta de George Canning sobre la política de Gran Bretaña, 5 de octubre de 1808. MD t. III, p. 240.
117.– Oficio de lord Castlereagh a sir Sidney Smith, octubre de 1808. MD t. VI, p. 306.
118.– Informe de Sidney Smith al secretario del almirantazgo, 24 de febrero de 1809. MD t. VIII, p. 30.
48 Eduardo Azcuy Ameghino
o protección lo más caro que sea posible».119 En línea con las directivas recibidas, y
dando muestra de ellas, Strangford comunicó a su gobierno que había sido enfático en
asegurar «en nombre y por orden de la corte que S. M. no quiere favorecer ningún pro-
yecto que pueda ser perjudicial a la independencia, a la integridad o a la tranquilidad
de las colonias españolas».
La perspectiva con que los Bonaparte enfocaron su actitud e iniciativas hacia las
colonias hispanas fue menos unívoca y homogénea que la definida por los británicos,
notándose un mayor peso del ensayo-error en la búsqueda de la orientación más apro-
piada a sus intereses, lo cual seguramente devenía de la inseguridad en relación a la
real capacidad de influencia de Francia y de la España afrancesada en las colonias, ta-
rea especialmente dificultada por el dominio inglés de los mares. La resultante fue una
combinación ecléctica de dos conceptos contradictorios, en virtud de la cual el ban-
do napoleónico procuró – como primera opción – poner bajo su dominio las colonias,
estrategia de la que formarían parte iniciativas como la misión Sassenay destinada a
obtener la subordinación del virreinato del Plata a la nueva dinastía reinante; y como
segunda alternativa, ante la dificultad de concretar exitosamente operaciones como la
anterior, para cortar cualquier tipo de apoyo criollo a la resistencia española se propuso
apoyar la independencia hispanoamericana.
La orientación inicial fue bien retratada en diciembre de 1808 por el ministro de
relaciones exteriores de Francia, cuando analizando los primeros informes sobre la si-
tuación en las colonias, concluía que «nos hacen creer que ellas se inclinan a seguir
la suerte de la Madre Patria. Si así fuese, cada victoria ganada en España sería otra
ganada en las colonias».120 Esta perspectiva, rápidamente rechazada por la gran mayo-
ría de los españoles radicados en América, se adaptaba mejor a la búsqueda de apoyo
entre los virreyes, audiencias y demás funcionarios de los centros estatales, y resultaba
consistente con declaraciones como la que oportunamente produjera Liniers invitando
a aguardar el desenlace de la lucha en la metrópoli, para eventualmente adaptarse a la
situación vigente luego de que se impusiera alguno de los bandos en pugna.
En la medida en que se fueron frustrando las expectativas bonapartistas en el éxito
de esta política, pasaron a primer plano las iniciativas destinadas a impulsar la inde-
pendencia de las colonias,121 alejándolas del conflicto metropolitano y eventualmente
ganando simpatías entre sus habitantes, las que podrían jugar a favor de Francia en
la disputa político comercial posterior a la emancipación de aquellos territorios. Esta
posición, que no cancelaba necesariamente la primera alternativa, fue puntualmente
expresada por los responsables de la política exterior francesa: «El emperador nunca
se opondrá a la independencia de las naciones continentales de América; esta indepen-
dencia pertenece al orden necesario de los acontecimientos». Afirmación taxativa que
sin embargo se formulaba dejando abierta la opción que Napoleón habría elegido de
serle posible, al recordar a los americanos que debían escoger si «quieren seguir unidos
a la metrópoli o si desean elevarse a una exaltada y noble independencia, siempre que
no formen ninguna conexión con Inglaterra».122 Por cierto el enunciado final es la cla-
ve, al igual que en sentido inverso para los ingleses, de las aspiraciones de la política
119.– Informe sobre una conferencia con sir A. Wellesley, 26 de enero de 1809. MD t. VII, p. 266.
120.– Oficio del ministro Champagny al embajador en España, 9 de diciembre de 1808. MD t. V, p. 63.
121.– Belgrano, Mario. «La era napoleónica y las colonias americanas». En: Historia de la Nación Argenti-
na. . . , vol. 5, p. 75.
122.– Exposición del ministro Montalivet ante el cuerpo legislativo, 13 de diciembre de 1809. MD t. X, p. 204.
1808: el principio del fin 49
francesa hacia las colonias y demás sitios donde se ventilaba la disputa entre las dos
potencias.
Sin mengua de que Francia poseía una naturaleza colonialista no muy diferente de
la británica, debe reconocerse que las directivas que José Napoleón preparó en 1809
para su comisionado principal en Baltimore – Mr. Desmoland – y los demás agentes
que pasaron a Hispanoamérica, ponían al desnudo muchas de las injusticias e iniqui-
dades del sistema de dominio que pesaba sobre esos territorios. De este modo, las
instrucciones que debían ponerse en práctica para estimular la sublevación de las colo-
nias hispanas contra la metrópoli, apuntaban a llamar la atención sobre «los caudales
que permanecerán y girarán en las Américas suspendiendo las crecidas remesas que
continuamente se remiten a España, el aumento que tendrá su comercio con la liber-
tad de sus puertos para todas las naciones extranjeras, las ventajas que resultarán a la
nación de la libre agricultura, sembrando todo lo que hasta el día está prohibido, como
es la cultura del azafrán, lino, cáñamo, el hacer aceite, las viñas, etc. El beneficio que
sacarán del establecimiento de fábricas de toda especie. . . la abolición del estanco de
tabaco, pólvora, etc. y del papel sellado».
Este forzado alegato anticolonial se articulaba con discursos puntuales dirigidos a
los diferentes sectores sociales de la población, haciéndoles notar por ejemplo a los
criollos «la oposición que les tienen los europeos, el vil trato que les dan y el desprecio
con que los tratan. . . las injusticias que experimentan diariamente en sus solicitudes a
empleos los cuales se proveen por sus virreyes y gobernadores a aquellos que presen-
tan más empeños o dineros, dejando al meritorio abandonado». Y de la misma manera
a los indios, a quienes se debían recordar «las crueldades que los españoles usaron en
sus conquistas y las injusticias e infamias que cometieron contra sus legítimos sobera-
nos, destronándolos, quitándoles la vida y esclavizándolos». Remarcamos por último la
alusión de Bonaparte a «la diferencia que hay entre los Estados Unidos y las Américas
españolas; la satisfacción de que gozan estos americanos, sus progresos en el comercio,
agricultura y navegación, y el gusto con que viven libres del yugo europeo».123
Bajo estas y otras influencias externas, se iba aproximando la finalización de 1808,
un año en el cual se consolidaron tanto la crisis del dominio colonial como los nuevos
actores políticos surgidos al calor de las invasiones inglesas. Por entonces, el gobierno
peninsular elaboró un informe en el que, bajo la forma de un estado de la situación
política, revelaba como percibía la dirigencia metropolitana los sucesos que agitaban
la región. Allí se concluía que de los datos recibidos desde Buenos Aires y Montevi-
deo «se desprenden varios proyectos que deben llamar toda la atención de V. M. por
dirigirse todos a separar de la metrópoli aquellas ricas provincias», mencionándose en
primer lugar el intento de la infanta Carlota de apoderarse de ellas y conservarlas en
depósito para cuando volviera a España Fernando VII.124 Iniciativa que se suponía ar-
ticulada, o con posibilidades de hacerlo, con las ambiciones de la corte del Brasil, a
123.– Instrucciones a los agentes de Napoleón en las colonias españolas. Villanueva, Carlos. Historia y diplo-
macia. Napoleón y la independencia de América. París, 1911, pp. 242-245. MD t. X, p. 256 (véase AD 26 en
página 217).
124.– Al respecto, causó honda impresión el presunto intento de Carlota de poner bajo sus órdenes la fragata
española Prueba, que realizaba una escala en Río de Janeiro llevando a bordo al enviado de la junta de
Galicia, Ruiz Huidobro. La intención de la princesa habría sido tener la nave disponible para su traslado al
Plata, plan que resultó frustrado por la negativa del capitán y de Huidobro, que se dieron a la mar a pesar de
la amenaza de que serían cañoneados por las baterías de tierra a la salida de la bahía; todo lo cual produjo
un cierto revuelo en el que también se vieron involucrados el gobierno de Portugal y los jefes ingleses.
50 Eduardo Azcuy Ameghino
ta, para finalizar procurando atemorizar a los rebeldes: «bien se saben detalles de tan
atroz atentado, quienes los autores, los agentes e infames agitadores que con todos los
medios pretenden desquiciar el gobierno americano».134
En suma, a meses de la irrupción napoleónica en España, y en virtud de una su-
cesión de hechos que se han parcialmente reseñado,135 lenta pero inexorablemente
se iban acumulando los factores políticos, militares, ideológicos, institucionales y del
contexto internacional que alimentarían la dinámica histórica en gestación.
3.– Memorial del cabildo de Buenos Aires, 15 de octubre de 1808. MD t. VI, p. 330.
4.– El asesor de la junta de Montevideo al comisionado ante la junta central, 25 de octubre de 1808. MD t.
IV, p. 130.
5.– MD t. V, p. 88.
1809 comenzó el 1 de enero 55
capital varios buques con géneros a casas inglesas, habiendo contratado con una fusi-
les para su proyectada independencia. Esta es ya una colonia extranjera por haber más
número de ellos que españoles».6 Dejando de lado las exageraciones y chicanas, resulta
evidente que el control y direccionamiento del comercio era una de las cuestiones que
ponía en carne viva la sensibilidad de los activos rivales de Liniers.
Presentadas las líneas que sin descuidar las cuestiones crematísticas hacían del fun-
damentalismo antifrancés su bandera de combate, existieron dentro del mismo cauce
político algunos matices argumentales, que contribuyen a enriquecer la percepción del
conflicto y del momento, al poner en foco los que podrían considerarse los problemas
de fondo del orden colonial: «No se permita a francés ninguno poner los pies en la
España, o por lo menos aquí en estas Américas. En ellas los europeos españoles son
secretamente odiados en razón de conquista, como sabe el señor Mata Linares; y en
esta virtud a estos impíos e incrédulos de la Francia les cuesta muy poco el persuadir
y el alucinar. El Sr. Liniers actual virrey interino de Buenos Aires es francés, no sé si
habrá dado motivo de sospecha, pero hay cosas que lo parecen. Hablemos claro, S.E.,
un extranjero, y más francés en esta América, si es tolerable en un gobierno de poca
consecuencia no debe tener el mando de las armas de todo un virreinato. Es cosa pe-
ligrosísima. No desconfío, vuelvo a decir, del Sr. Liniers, que sin duda antes ha dado
pruebas de fidelidad; pero desconfío sí de las críticas circunstancias del día».7
Más filoso, o más desconfiado que el informante anterior, el autor de otra comu-
nicación al gobierno español dice que no debe juzgarse al gobierno de Buenos Aires
«ni por las proclamas posteriores al 15 de agosto, ni por sus cartas particulares, pues
es patriota por necesidad, y dejará de serlo cuando le convenga; y que esto no se ha
de entender sólo del virrey Liniers, hombre débil e irresoluto, sino del ayuntamiento o
más bien de su jefe Alzaga, que con sus secuaces es el verdadero enemigo de nuestros
reyes».8 Con este testimonio se recupera una de las dimensiones siempre presentes,
más como insinuación o sospecha que como cosa probada, en relación con el alcalde y
referente principal de la defensa de Buenos Aires, como bien se expresa en los dichos de
un conocedor del submundo de los grupos políticos y las conspiraciones por entonces
en curso: «He sabido en conversación que el resultado de las juntas nocturnas tenidas
en casa de Álzaga es el de quedar independientes caso que la España experimentase
suerte contraria, para lo cual están resueltos de pedir la protección de la Gran Bretaña
para que sostenga la nueva república».9
Añadido a todas las motivaciones y ofensas anteriores, el argumento más inme-
diato de la rebelión capitular que se estaba por producir fue que Liniers acababa de
casar a su hija con un extranjero – y además francés – ,10 lo cual se hallaba prohibi-
do según las leyes españolas para sus colonias, debido a que se estimaba que alguna
combinación derivada de esa clase de matrimonio podía poner en riesgo la subordi-
nación a la metrópoli; por lo que existía un espacio legal para declarar, como hicieron
sus detractores, que el cargo de virrey habría quedado vacante. Curiosamente, para
6.– Escrito anónimo relativo a la actuación de James Burke en Buenos Aires, 1809. BM t. XI, p. 10.201.
7.– Oficio de fray Blas Cabello Mayoral a la junta suprema, 23 de diciembre de 1808. MD t. V, p. 96.
8.– Informe al gobierno español sin mención del autor, posiblemente de fines de 1808. MD t. V, p. 115.
La autoridad peninsular que glosa este informe agrega, tal vez reduciendo la amplitud del problema, que
las quejas contra Alzaga y el ayuntamiento de Buenos Aires «no parecen fundadas atendida la respuesta
patriótica y leal del ayuntamiento a las proclamas de la Infanta».
9.– José Presas al almirante Sidney Smith, 21 de septiembre de 1808. BM t. XI, p. 10.093.
10.– Groussac, Paul. Santiago de Liniers, conde de Buenos Aires. Buenos Aires, 1907, p. 276.
56 Eduardo Azcuy Ameghino
11.– Sidney Smith al secretario del almirantazgo, 24 de febrero de 1809. MD t. VIII, p. 31.
12.– Piccirilli, Ricardo. Rivadavia y su tiempo. Peuser, Buenos Aires, 1943, tomo primero, p. 130.
13.– Acta de la reunión de Ayuntamiento y Real Audiencia, 1 de enero de 1809. MD t. VII, p. 99.
14.– En un informe de la audiencia posterior al motín se remarca que «eran continuas las delaciones y avisos
que se daban al gobierno de las prevenciones que se tomaban para trastornarlo; y como las providencias que
podían adoptarse en circunstancias tales no podían ser de rigor, esto mismo los animaba y predisponía para
que fuesen adelante en sus intenciones».
1809 comenzó el 1 de enero 57
resolvió, y era ya tiempo porque cuando el señor Saavedra llegó con su regimiento al
fuerte, acababa el virrey de declinar el mando, como se lo pedían».15
Sostenido pues Liniers por el apoyo de los principales cuerpos militares, a los que
había convocado para indagar sobre sus inclinaciones, y ante el hecho de una correla-
ción de fuerzas desfavorable que desanimó a los insurrectos, el motín fue derrotado, sin
haber alcanzado a concitar fuertes apoyos fuera del núcleo de españoles europeos que
lo promovió y del círculo de sus vínculos e influencias. A media tarde el gobierno tuvo
la situación relativamente controlada, desatando a partir de allí una rigurosa represión
sobre los principales cabecillas de la conjura, en virtud de la cual fueron apresados y
embarcados inmediatamente hacia Patagones los reos Álzaga, Villanueva, Santa Colo-
ma, Reynals y Neyra Arellano. El 2 de enero, con el motín sofocado, Liniers dictó un
bando señalando que «unos pocos infelices dirigidos por algunos espíritus inquietos y
revoltosos quisieron establecer la confusión y el desorden para trastornar los sagrados
principios de nuestra constitución monárquica, queriendo erigir una junta subversiva
y enteramente opuesta a la autoridad soberana de nuestro muy amado rey y señor
don Fernando VII, cuyo fatal resultado pudo haber traído, si lo hubiesen conseguido,
la ruina de esta ciudad y tal vez la de toda la América del Sur por el influjo del mal
ejemplo».16
El día 4 en una proclama a los habitantes de Buenos Aires el virrey advertía que
«el seguir con poca reflexión las opiniones ajenas y dejarse alucinar por ideas de no-
vedades forzosamente nos encamina a nuestra ruina».17 Como parte del clima político
catalizado por la asonada, el 5 de enero – en un nuevo capítulo de uno de los clásicos
de las persecuciones políticas porteñas – Liniers ordenó investigar la «punible» conduc-
ta de Pedro José Marco, dueño de una «casa café» (cerrada luego del motín)18 donde
por largo tiempo, y a pesar de las advertencias recibidas, se continuaban promoviendo
«públicamente y con el mayor escándalo especies seductivas y conversaciones dirigi-
das a trastornar el buen orden y alterar la tranquilidad de este pacífico y obediente
vecindario. . . en mucha parte han contribuido aquellas sediciosas conversaciones a los
proyectos de insurrección recientemente intentados».19 En la misma dirección repre-
siva, a fines de enero el gobierno cargó contra la orden de los franciscanos, en razón
de que entre los religiosos de ese convento y los de la Recoleta «se forman corrillos
donde se discurre y habla con alguna libertad contra el superior gobierno y contra sus
disposiciones», lo cual además de «lo escandaloso que debe ser con respecto a unos
religiosos que por su profesión deben dar ejemplo de subordinación, acatamiento y
respeto a las autoridades legítimamente constituidas, es inductivo a unas fatales con-
secuencias, como que el público oye con respeto las producciones de unos religiosos
que se lo merecen por su estado».20
Dada la heterogeneidad de las fuerzas que habían confluido a sofocar el motín, en
varias ocasiones el radio de la represión se extendió bastante más allá de lo que al me-
nos formalmente podía ordenar el centro estatal, aunque en buena medida lo consin-
tió; movimiento del que fueron protagonistas en especial los regimientos americanos,
15.– Martínez, Enrique. Observaciones hechas a la obra póstuma del señor. . . BM t. I, p. 528.
16.– Anónimo. Apuntes sobre la revolución de 1809 en Buenos Aires. BM t. V, p. 4.194.
17.– Proclama del virrey Santiago Liniers, 4 de enero de 1809. MD t. VII, p. 114.
18.– Recién el 21 de agosto, por orden de Cisneros, fue reabierto el café de Marco, que a pesar de las
admoniciones oficiales seguiría siendo un lugar de reunión y debate político.
19.– BM t. XI, p. 10.425.
20.– BM t. XI, p. 10.475.
58 Eduardo Azcuy Ameghino
y más en general parte de la población que solía asociarse con la plebe o el bajo pueblo,
que identificando en los españoles europeos a sus orgullosos opresores, encontraban
la oportunidad de vengar de alguna manera los agravios acumulados. Por esta razón
además de las prisiones, admoniciones y destierros, hubo confiscaciones tumultuarias
y todo tipo de agresiones y burlas hacia quienes se visualizaba como los vencidos el 1
de enero, circunstancia públicamente sancionada por la orden dada para desarmar los
tres batallones formados por peninsulares que habían favorecido la sublevación.
Según relata un testigo, los «europeos han sufrido muchos insultos de los patri-
cios. . . además de insultarlos los saqueaban. . . le dieron el soplo al virrey que Villa-
nueva tenía mucho dinero enterrado, al momento fue una partida con picos y azadas,
le cavaron la casa y le sacaron 300 mil pesos en oro y plata».21 De acuerdo con otra
crónica de cuño hispano, luego de la detención de los cabecillas del grupo de Álzaga
«el virrey redobló las patrullas de patricios, mulatos y negros, empezó a desarmar a
todos los españoles, los valerosos cuerpos de catalanes, vizcaínos y gallegos quedaron
disueltos, sus banderas fueron quitadas y toda casa en donde habitaba algún europeo
era despojada de cualesquiera arma que se encontrase en ella».22 Como era lógico, al
calor de estos sucesos se fue agudizando y haciendo cada vez más visible la división
entre los europeos y los naturales del país, al igual que «el abatimiento de aquellos y
el intolerable engreimiento de estos, que teniendo las armas insultan a todo hombre
de España y publican que en lo sucesivo no se permitirá a los europeos el ascendiente
que hasta aquí han gozado». Y no sólo eso, sino que además de haberse favorecido con
el reparto del dinero confiscado a algunos españoles acaudalados, las tropas vencedo-
ras habrían aprendido «una lección: de que habiendo bayonetas y europeos ricos no
debían las tropas pasar necesidades; así se explican los patricios públicamente».23
Entre los varios testimonios disponibles, algunos extienden su visión hasta ofrecer,
además de la reseña de los hechos, distintas observaciones sobre las novedades que
inevitablemente, y hasta cierto punto, éstos iban acarreando en el plano social, donde
los efectos disruptivos de las luchas políticas abrían espacios de participación hasta hacía
poco desconocidos en el Buenos Aires colonial. Éste podría ser el caso de la carta que un
comerciante de la capital dirigió a la junta de Sevilla, implorando su auxilio en virtud
de «los vejámenes y ultrajes que estamos padeciendo los tres batallones de voluntarios
de Cataluña, Vizcaya y Galicia, tanto del superior gobierno como de los hijos de la
patria, con los a ellos agregados y de toda clase de indios, pardos, mulatos, morenos,
y aun de nuestros propios esclavos, sufriendo los mayores oprobios que a hombre se le
puedan decir deseando por instantes talar nuestras vidas y hacerse dueños de todos los
intereses que se hallen de todos los europeos. . . desde el día primero del año estamos
con los brazos atados, dispersos, presos algunos, sin banderas, ni armas, desarmados
con ignominia».24
Descontado el sesgo partidista y las exageraciones presentes en este tipo de fuentes,
no cabe duda que reflejan lo esencial del momento, captado en un plano más anecdóti-
co de expresión por un expediente obrado en Montevideo, por el cual se supo que «han
estado presos dos muchachos uno como de 10 a 11 años y el otro como de 11 a 12
21.– Carta escrita por un vecino de Buenos Aires a otro de Asunción del Paraguay sobre los sucesos de 1809.
BM IV, p. 3.140 (véase AD 15 en página 194).
22.– Oficio sobre la situación bajo el gobierno de Liniers y los sucesos del 1 de enero de 1809. MD t. VII,
p. 53.
23.– MD t. VII, p. 56 y 57.
24.– Carta de Don Pedro Baliño de Laya, 21 de enero de 1809. BM t. XI, p. 10.623.
1809 comenzó el 1 de enero 59
por haber ido cantando por la calle que los catalanes, gallegos y vizcaínos defendían
la religión, y que los patricios y arribeños al señor Napoleón»; y también que en las
noches posteriores al 1 de enero «preguntaban las patrullas que estaban apostadas en
las cuatro cuadras de la plaza, quién vive, cuando veían algún bulto, y si les respondían
España los hacían retroceder para atrás, y si decían patricios o arribeños, los dejaban
pasar».25
Mientras sus críticos elaboraban estos relatos, con fecha 21 de enero la audiencia
de Buenos Aires produjo un voluminoso informe dirigido al gobierno metropolitano
reseñando los hechos que, desde las invasiones inglesas hasta el motín encabezado por
Álzaga, fueron jalonando la crisis del estado y del dominio colonial.26 En este escrito
se insistía en remarcar lo que se hallaba en términos políticos en disputa, concentrado
en que los integrantes del ayuntamiento querían la deposición de Liniers «a pretexto
de ser francés y para conseguirlo les parecía el medio más oportuno el establecimiento
de juntas gubernativas a imitación de las de España. . . que de realizarse era la segura
ruina de estas provincias, su trastorno general, y concluiría en la desunión e indepen-
dencia de ellas a la metrópoli; no obstante como obraba la prevención del vulgo en
favor de la novedad y las perniciosas ideas de algunos que aspiraban por este medio
indirecto a aquel reprobado intento, contribuyeron no poco a que se atreviese a poner
en ejecución el establecimiento de la junta de Montevideo y que los de aquí pretendie-
sen lo mismo».27 Por estas razones, mostrando la coincidencia estratégica de quienes
representaban el centro estatal (como era posible hacerlo a la altura de enero de 1809),
el balance que la audiencia realizó de la gestión de Liniers en la emergencia del motín
– sin dejar de considerar aconsejable su reemplazo por otro funcionario menos cues-
tionado – fue positivo, y reconocido como un aporte decisivo para la conservación del
virreinato. Más precisamente, el tribunal consideró el «grave mal que iba a entenderse
en estas colonias, si los motores de la revolución salen con su intento», por lo que no
dudó en reconocer que «el espíritu y constancia del virrey ha salvado nuevamente estas
provincias del caos del horror y confusión, y tal vez de su separación para siempre de
la metrópoli».28
Como es sabido, los actores en conflicto excedían al núcleo estatal y al grupo que
en la oportunidad controlaba formas secundarias del poder como el cabildo; lo cual
permitió que la crítica coyuntura de comienzos de 1809 fuera retratada con toda cru-
deza desde otras perspectivas: «Nuestra situación es lamentable, ni el gobernante ni
el gobernado tienen a que apoyarse – pues saben bien el estado de la metrópoli – y
la autoridad se ve ajada y vilipendiada, causando ejemplos perniciosos que pueden
trascender, con grave perjuicio de la tranquilidad y seguridad de estos dominios, y lo
peor es con menoscabo de los justos derechos de la familia reinante, pues que las ideas
populares se propagan más de lo que debieran».29 Argumentación característica de las
líneas partidarias de la regencia carlotista que, como se ha visto en los documentos
emanados de la pluma de Belgrano y sus compañeros, usaron sistemáticamente la he-
rramienta del alarmismo político – fundado en un énfasis superlativo en factores de
30.– Documentos relativos a los antecedentes de la independencia de la República Argentina. Facultad de Filo-
sofía y Letras, Buenos Aires, 1912, p. 46 (véase AD 16 en página 195).
31.– Oficio de Manuel Álvarez a Juan de Llano, 16 de febrero de 1809. MD t. VIII, p. 18.
32.– Saguí, Francisco. Los últimos cuatro años de la dominación española. . . BM t. I, p. 123.
33.– Moreno, Manuel. Memorias de Mariano Moreno. . . p. 123.
1809 comenzó el 1 de enero 61
las diferencias radicales que distinguió el push del 1 de enero del alzamiento de 1810
consistió en las diferentes amplitudes de los frentes políticos conformados en una y
otra oportunidad, fenómeno indisociable de las características de los grupos dirigentes
que los conducían: «los europeos vamos a pasarla mal, y como los yerros deben confe-
sarse creo que la oposición que estas tropas hicieron el día 1 fue porque no había hijos
del país mezclados que pudiesen mejorar de fortuna, y que ahora es a la inversa. . . ».34
El sectarismo al que aludimos fue producto más de las limitaciones ideológicas inhe-
rentes al sector de acaudalados europeos, al que pertenecía el núcleo de los conjurados,
que del error de cálculo político, y tuvo su punto más crítico precisamente en la ausen-
cia de un trabajo dirigido a ganar, o al menos neutralizar, a los comandantes militares
no comprometidos con la asonada, en especial los americanos. Tarea por otra parte
condenada casi con seguridad al fracaso, por la solidez – real e imaginada – de los
vínculos de aquellos jefes con Liniers y su entorno, del que hasta cierto punto, unos
más y otros menos, formaban parte.
Se ha dicho política sectaria aunque no absolutamente, lo cual con ser del todo
insuficiente para aspirar con fundamento al éxito del intento destituyente, deja espacio
para una problematización tan marginal como significativa a los efectos del futuro de
la revolución anticolonial. Se trata de un punto conocido: la presencia de dos criollos
como candidatos a secretarios de la junta propuesta el día primero – uno de ellos
Mariano Moreno – , cuya consideración se potencia a la luz del análisis que a fines de
enero de 1809 realizó la audiencia, de cuyas resultas concluía que desde las invasiones
inglesas hasta el momento, las gestiones del cuerpo capitular «no eran otra cosa que
las influencias que recibían de ciertos abogados y asesores que tal vez se dirigían a
otro objeto sin que pudiesen comprenderlo los individuos del cabildo que acaso con
la mejor intención se dejaban arrastrar a objetos muy diferentes sin premeditación».35
Cabe recordar, agregando algún elemento de juicio más a la reflexión que suscitan estas
afirmaciones, que Moreno era uno de los abogados a los que aluden los oidores, que
Larrea y Matheu se contaban entre los españoles que simpatizaron con la asonada, y
que Saavedra afirmó taxativamente que lo ocurrido el 1 de enero «fue origen de los
desabrimientos y azares del señor Moreno y otros contra mí»,36 lo cual no le impidió
reconocer – testimonio especialmente valioso por provenir del principal represor del
movimiento – que «el fin y objeto de estos conatos e ideas no era otro que hacer a la
América independiente de la España europea, y constituirla en estado».37
Un denso memorial dirigido al virrey, firmado el 24 de febrero por Álzaga y los
demás ediles deportados – surgido de la pluma de alguno de esos abogados anatemi-
zados por la audiencia – , refleja como continuó siendo ventilado argumentalmente el
conflicto, al asentarse el reclamo de que habían sido imputados por quienes «militan
sin necesidad y viven de las erogaciones que han aniquilado al erario cuando podrían
ocupar sus brazos en las artes y hacer que progresara la industria, [que] han divulgado
por el reino que las siniestras ideas eran pregonar la independencia y sacudir la dul-
císima dominación de nuestros monarcas». Para refutar esta acusación, el documento
de los capitulares recuerda que en su oportunidad Álzaga había denunciado «el plan
34.– Carta de Ramón de Pazos a Francisco Juanicó, 26 de mayo de 1810. BM. t. V, p. 4.301 (véase AD 40 en
página 273).
35.– MD t. VII, p. 191.
36.– BM t. II, p. 1.117.
37.– Instrucciones de Saavedra para su juicio de residencia en 1814. Revista Historia n.º 18. Buenos Aires,
1960.
62 Eduardo Azcuy Ameghino
38.– Memorial de los capitulares presos en Río Negro, 24 de febrero de 1809. BM t. XI, p. 10.514. Nótese
la caracterización del virrey francés como potencial referente de un posible intento separatista, que hasta
cierto punto se procuraría llevar adelante más tarde en ocasión de la llegada de Cisneros.
39.– BM t. XI, p. 10.522.
40.– El «Proceso seguido contra Martín de Alzaga, Felipe Sentenach y José Ezquiaga, acusados de haber
intentado independizar el Río de la Plata del dominio del monarca español», fue transcripto en el tomo XII
de la Biblioteca de Mayo, pp. 10.905-11.446, hallándose su original en AGN IX 23-4-1.
1809 comenzó el 1 de enero 63
sabía bien que la América no necesitaba de ella para nada». Sentenach: «si tenemos la
fortuna de conseguir felizmente la reconquista hemos de establecer una mesa redon-
da en que todos seamos iguales y no haya alguno superior a los demás. . . y que se
entenderían con el cabildo para ver quien había de mandar aquí».
Otros argumentos que habrían desarrollado oportunamente los inculpados soste-
nían que era necesario no ceñir las miras a la sola acción de la reconquista, sino en
pensar que «esta América era mejor que toda la Europa y no necesitaba de ella para
nada, antes bien ellos sí son los que necesitan de nosotros y no nos hacen caso para
nada teniéndonos en el mayor abandono, y sin pensar en otra cosa que en sacarnos
el jugo. . . que era preciso sacudir un yugo tan pesado, e igualmente prender después
que se consiguiese la reconquista al señor virrey Sobremonte». Por su parte un testigo
relataba haberles escuchado decir que ellos trabajaban por la reconquista de la capital,
«y la promovían con los gastos que se les originaban, y que el rey no había mandado
ningunos auxilios ni contribuido a su socorro. . . que debían ellos formar una república
y sustraerse del dominio de su majestad».
También se consideró como una prueba del delito supuestamente cometido, el tex-
to de una nota de Beresford a Auchmuty – fechada el 6 de febrero de 1807 en Luján –
donde se decía que era más difícil progresar militarmente que «por convenio. Y de que
sea así hay muchas esperanzas. Un cierto personaje grande parece estar muy deseoso
de ponerse él mismo al lado derecho de la cuestión. Cuando le digo a usted que no
es L.S. no podrá usted dudar quien quiero decir». Sobre esta base, en ocasión de ser
llamado a testimoniar el comerciante norteamericano Guillermo White, refirió que «ha-
biendo sido estrechado por el gobernador de Montevideo para que expresase quien era
el personaje grande que estaba muy deseoso de ponerse al lado seguro de la cuestión,
contestó que estaba al alcance de cualquiera que se hallase informado del carácter pú-
blico de las personas o vecinos de esta capital en la fecha de la expresada carta, que el
personaje de que en ella se trata sin nombrarlo era don Martín de Álzaga». Luego de
un largo diligenciamiento que incluyó a 87 testigos, los fiscales entregaron sus conclu-
siones para que el consejo de guerra de oficiales tomara la resolución final, señalando
que los deponentes habían obrado con falsedad y que en consecuencia se aconsejaba
que los acusados quedaran libres de todo cargo, lo cual fue finalmente sancionado el
24 de julio de 1810. En suma, Álzaga vivió en calidad de imputado por el crimen de
independencia los días de mayo y la imposición de la junta, de la que paradójicamente
formaban parte algunos de sus compañeros de ruta durante 1808 y 1809.
Culpable o no, y ciertamente los testigos por la acusación resultan por demás sospe-
chosos de estar saldando viejas disputas personales con los acusados, debe remarcarse
la significación de estas actuaciones, declaraciones y polémicas, con la independencia
como fondo del debate, en una ciudad convulsionada por los sucesos del 1 de enero, que
mantenía viva la experiencia y las enseñanzas de la lucha contra los ingleses, se halla-
ba signada por la conspiración de los revolucionarios carlotistas, y mantenía a buena
parte del pueblo deliberando en los cuarteles.
En este sentido, y sin necesidad de dar crédito a las presuntas intenciones separa-
tistas de Álzaga, algunas ideas emergentes del sumario, que como se ha visto fueron
reiteradas antes y después de la asonada capitular, resultaron soportes fundamentales
de la construcción de un pensamiento autonómico, toda vez que una porción de espa-
ñoles, y obviamente muchos criollos, habían llegado tempranamente a la conclusión
de que poco se podía esperar de la metrópoli – una España que ingresaba exhausta y
64 Eduardo Azcuy Ameghino
decadente al siglo XIX – , más que la reiteración de su voluntad de dominio sobre sus
dependencias americanas.
A pesar de que con frecuencia se ha limitado el alcance de lo ocurrido el 1 de enero
de 1809, planteando por ejemplo que el motín «no excede de un pleito doméstico a
base de rivalidades y presunciones»,41 según la interpretación aquí propuesta este su-
ceso – que se extendió a lo largo de un día de los que más tarde se suelen reconocer
como extraordinarios – revistió una importancia difícil de exagerar. Por múltiples razo-
nes, comenzando por la trascendencia intrínseca de lo ocurrido: una revuelta de un
sector de la población de una colonia, más precisamente de buena parte de su elite so-
cioeconómica, que por medios ilegales atentó contra la institución virreinal apoyando
sus exigencias en la fuerza de las armas. Evento que renovaba en la capital los efectos
disruptivos políticos, organizativos, ideológicos y militares que se habían comenzado
a sentir con la creación de la junta de Montevideo, a los cuales se les agregarían más
tarde – transitando por el camino ensayado en estos dos casos – nuevas y más serias
rebeliones.
El 1 de enero jugó su carta principal uno de los tres actores políticos principales
que habían surgido y/o se habían consolidado como tales en el curso de las invasio-
nes inglesas, el alzaguismo o agrupación de los españoles europeos que, descreyendo
del futuro de la metrópoli, anticiparon su total pérdida a manos francesas, con la in-
tención y, como diría Saavedra, «la idea de formar otra España americana en la que
ellos y los muchos que esperaban emigrasen de la Europa, continuarían mandando y
dominando».42
El segundo protagonista que siguió de cerca el conflicto del centro estatal con el
bando de los cabildantes, fue el cada vez más activo grupo encabezado por Castelli y
Belgrano, que pese a los contratiempos que debió afrontar por la principesca delación
de Paroissien, continuaba fogoneando la salida carlotista. El conocimiento anticipado
de lo que ocurrió el 1 de enero, les dio la posibilidad y el tiempo de analizar los pro y
los contras de un suceso de esa clase, su utilidad como vía de aproximación a los ob-
jetivos perseguidos, y el modo como podía afectar su propio proyecto y accionar. Muy
probablemente el resultado de sus reflexiones no fue definitivo ni taxativo, y parece
razonable darle crédito al relato evocativo que años después, en 1826, se publicara en
la Gaceta Mercantil: «Los sucesos en la península. . . abrieron los ojos sobre sus dere-
chos a los americanos, excitaron a los españoles a imitar a sus hermanos de Europa,
y a ponerse en guardia contra la política del héroe de la Francia, cuyos emisarios se
insinuaban entre los americanos con las dulces caricias de la libertad. Todas estas cau-
sas produjeron un movimiento el día 1 del año 9 en que estuvieron de acuerdo los
primeros padres de la patria, porque creyeron con justicia que dado el primer paso, se
salvaba el escándalo y la independencia comenzaba en el suelo americano. Entonces,
como dijo Castelli, se ganaba perdiendo, y se ganaba si se ganaba, porque debiendo
dar el resultado la fuerza que consistía en las milicias urbanas, si se formaba la junta
y no era puramente americana, por la influencia que le dio su existencia, se haría que
acabase y comenzaría el gobierno independiente y del país; y si las milicias se oponían
41.– Ruiz-Guiñazú, Enrique. El presidente Saavedra y el pueblo soberano de 1810. Buenos Aires: Estrada,
1960, p. 72.
42.– BM t. II, p. 1.041.
1809 comenzó el 1 de enero 65
te repicarían en sus cabezas las ideas y debates – uno de cuyos sustratos provenía de
los sectores populares que funcionaban desde 1806 como sus subordinados – que los
venían inclinando hacia posturas críticas del papel de la mayoría de los españoles y de
las mezquinas actitudes metropolitanas, madurando en algunos de ellos las definicio-
nes anticoloniales, facilitadas en el día por la invasión napoleónica y la perspectiva de
una España francesa.
Respecto al papel de la base del «pueblo», uno de los temas más controvertidos den-
tro de la literatura asociada con la Revolución de Mayo, es útil recordar que desde las
invasiones inglesas y durante todo el mandato de Liniers creció la presencia, el papel,
y – en cierta forma y medida – la influencia de «todo el pueblo bajo de Buenos Aires»
y de «todos los cuerpos que Liniers ha creado: 1800 oficiales que ha formado eligiendo
la escoria».44 Asimismo, como se trasluce en el tono de las palabras anteriores, desde
la irrupción napoleónica en la península, se consolidó y agudizó una dialéctica por la
cual el españolismo denunciaba y rechazaba este ascenso del pueblo bajo y milicia, adi-
vinando correctamente en él, o a través de él, una expresión de poder que les resultaba
crecientemente ajena y de difícil manejo. La contrapartida de este desprecio fue la conti-
nuidad de la construcción de ese conjunto emergente de la base popular de la ciudad
y su campaña, en la que jugaron un gran papel el estímulo de su propia experiencia,
el desarrollo de nuevos niveles de autoconciencia y autovaloración, y el rol de la elite
criolla que los conducía, dinamizaba y en última instancia controlaba políticamente.45
Proceso en el cual sus actores se realimentan de los hechos que protagonizan – algunos
de tal envergadura como contribuir a decidir la suerte de la colonia el 1 de enero de
1809 – , y que es eficazmente potenciado por el accionar de quienes iban consideran-
do (contribuyendo a formarlo como tal actor) al pueblo bajo y milicia crecientemente
como su enemigo, de manera directa, o indirectamente en tanto se lo percibía como
tropa de maniobra o fuerza de soporte de los blancos políticos a los que golpeaban,
claramente el principal de ellos, Liniers.
Esta es una de las razones por las cuales la visión de los sucesos surgida de los
vencidos el 1 de enero fue lapidaria respecto del rol de las milicias urbanas y sus jefes,
entregando descripciones que, a pesar de su extrema parcialidad, aportan importantes
elementos de juicio sobre la dinámica práctica y cotidiana del desarrollo político de la
situación. Así, por ejemplo: «Hasta el 1 de enero esos mismos comandantes que deci-
dieron las controversias a fuerza de bayonetas detestaban a los oidores y rentados y
mandones sobremontistas; pero desde entonces ya se hicieron aliados para consolidar
un sistema atestado de contradicciones. Satisfechos de ese ridículo triunfo se apodera-
ron tanto de Liniers que a manos llenas les franqueaba ascensos sin motivo, y muchos
favores con interés».46 De esta forma, explican los cronistas del bando españolista, «co-
mo el cabildo había pedido varias veces que la tropa se quitase porque el erario no
podía sufrir tantos gastos, y a estos comandantes se les acababa la mamada del sueldo
44.– Diego Ponce de León al conde de Floridablanca, 10 de febrero de 1809. MD t. VIII, p. 11.
45.– En las milicias que se conformaron para enfrentar las invasiones inglesas «se establecieron nuevos
vínculos entre los oficiales – muchos de los cuales fueron después parte del grupo revolucionario – y los
plebeyos que las integraban. La utilización de las redes administrativas, particularmente la influencia de los
alcaldes de barrio en las distintas zonas urbanas, fue también fundamental para impulsar la intervención del
bajo pueblo. Después de esa activación inicial “desde arriba” muchos plebeyos porteños empezaron a tomar
parte de las disputas facciosas que se convirtieron en un aspecto central de la nueva política porteña». Di
Meglio, Gabriel. ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la revolución de mayo
y el rosismo. Prometeo, Buenos Aires, 2006, p. 310.
46.– Conde de Lucar. Relación que remitió a un grande de España. BM t. V, p. 4.271.
1809 comenzó el 1 de enero 67
47.– Carta escrita por un vecino de Buenos Aires a otro de Asunción del Paraguay sobre los sucesos de 1809.
BM t. IV, p. 3.140.
48.– BM t. IV, p. 3.141.
49.– Oficio sin firma sobre la situación bajo el gobierno de Liniers y los sucesos del 1 de enero de 1809. MD
t. VII, p. 57.
50.– Moreno, Manuel. Memorias de Mariano Moreno. Buenos Aires: Carlos Pérez Editor, 1968, p. 124.
51.– MD t. VII, p. 58.
68 Eduardo Azcuy Ameghino
52.– En general la orientación del grupo, y en especial de Belgrano, en cuanto al diseño institucional que
creían más adecuado, fue de tipo monárquico, pero a la burguesa y alejado de los absolutismos todavía
en boga. Monarquismo que era entendido como parte de un régimen político consistente con «un cambio
americano de independencia y libertad, operado con el objeto de crear un gobierno argentino o patriota,
libre y constitucional, como Inglaterra y como todos los gobiernos derivados de la soberanía del pueblo».
Alberdi, Juan Bautista. Grandes y pequeños hombres del Plata. Plus Ultra, Buenos Aires, 1974, p. 51.
53.– Presentación de la real audiencia de Buenos Aires al gobierno español, 21 de enero de 1809. MD t. VII,
p. 191.
1809 comenzó el 1 de enero 69
54.– Azcuy Ameghino, Eduardo. La otra historia. Economía, estado y sociedad en el Río de la Plata colonial.
Buenos Aires: Imago Mundi, 2002.
55.– Para una ampliación de estos conceptos, véase: Azcuy Ameghino, Eduardo. Hacendados, poder y es-
tado virreinal. En: C. Birocco, G. Gresores, G. Martínez Dougnac y otros. Poder terrateniente, relaciones de
producción y orden colonial. García Cambeiro Editor, Buenos Aires, 1996.
70 Eduardo Azcuy Ameghino
56.– Habría que añadir aquí la condición de europeos o americanos como un signo de diferenciación al interior de
la elite virreinal. A los efectos del análisis del proceso político que condujo a la revolución corresponde señalar
que esta contradicción, inherente al carácter colonial de Hispanoamérica, tuvo un peso relativamente menor
en la cúpula del sector, donde predominaban los grandes mercaderes, que en sus segundas y terceras líneas,
en las cuales se destacaba la presencia de comerciantes y terratenientes de origen criollo. Estas fracciones,
a diferencia del núcleo más poderoso – muy comprometido con la economía metropolitana – , tendieron a
transitar hacia posturas políticas que finalmente resultarían consistentes con la instalación de un gobierno
autónomo del poder español. A la hora de las definiciones, la mayoría de la elite de origen peninsular, no
toda, se enfrentaría a la revolución, sostenida y hegemonizada a su vez por la elite criolla, sin mengua del
grupo – visible entre los capitulares que operaron en mayo de 1810 – que persistió en su adhesión al poder
colonial.
57.– MD t. VIII, p. 229.
1809 comenzó el 1 de enero 71
go consistente con numerosos indicios que, sino bajo el aspecto señalado, también
anunciaban por otras vías y con diferentes modalidades, el avance de la licuación de
la autoridad del gobierno colonial, tal como informaba uno de sus comisionados a la
junta suprema de Sevilla: «por experiencia propia e informes que he recibido hallé en
todo el distrito desde Buenos Aires hasta Santiago de Chile por las postas, estancias y
pueblecitos, derramadas especies de una seducción maligna contra el bien de la patria,
contra las potestades y contra la armonía y fraternidad de los vasallos de V. M. para la
desunión de los de uno y otro continente, y lo que es más, especies sacrílegas contra
la propia persona de V. M. y contra el irrevocable natural derecho de su soberanía.
Todo ello producido por europeos y americanos transmigrantes de unos sitios a otros
dedicados a divulgar como ciertos los desastres irreparables de la península».63
Mediante testimonios de esta clase es posible percibir, casi se podría decir sentir,
como se iba construyendo la realidad de una situación prerrevolucionaria, donde co-
existían los hechos – en este punto las noticias de España – que definían el contexto
estructural, con la acción social de los americanos y españoles que, transformados en
actores políticos, se hallaban «dedicados a divulgar» una versión específica del asunto,
funcional con la aproximación de un desenlace imaginado y, ratificando la relación que
suele existir entre ambos términos, también deseado. Elementos objetivos y subjetivos
que en su contradictoria interacción iban tallando un itinerario posible para la trama
histórica, donde en muchos casos tanto importaba el modo en que se interpretaba y
explicaba el contenido de las situaciones y el rol de los diferentes personajes, como
el acierto y conformidad con la realidad que pudieran tener dichas valoraciones; toda
vez que aún el posible error contribuía igualmente a cargar de sentidos el curso de los
hechos, influyendo por ende sobre ellos.
Consideraciones válidas para el análisis de informes como el que – a comienzos
de abril de 1809 – recibía Liniers desde Río de Janeiro, por letra de un agente por-
tugués: «Los sucesos del día 1 de enero han sido mirados con general satisfacción.
Mil circunstancias se han reunido de hacer creer a Alzaga autor de una revolución
proyectada desde tiempos muy atrasados. Aquí no se duda que siempre mantuvo co-
rrespondencias ilícitas, que fue cómplice en la fuga de Beresford, y que su plan fue de
fomentar desórdenes para venderse necesario en la anarquía. El solo tendrá el secreto
de sus operaciones, pero ninguno duda que le corresponde perfectamente el nombre
de Robespierre, que en otra época le aplicó el pueblo».64 Cabe recordar, buscando una
explicación a la mencionada «satisfacción», que durante 1808 la propaganda carlotista
– incluida la de los conspiradores de Buenos Aires – y el discurso emergente de la corte
lusitana, habían afirmado una de sus notas distintivas en el peligro que provendría de
la actividad del «partido republicano», «democrático» o, como lo denominó el almiran-
te Smith, «partido independiente con propósitos independentistas»,65 lo cual en cierta
forma se habría visto demostrado por el conato de instalar una junta por vía revolu-
cionaria. Seguramente en virtud del panorama que pintaban los informantes de todas
las tendencias y matices de opinión, que asiduamente oficiaban a la junta suprema de
España, ésta halló oportuno, el 9 de mayo de 1809, dirigirse a los cabildos de Buenos
Aires y Montevideo recurriendo a una de las pocas armas – apenas un artilugio ideo-
lógico apoyado en ficciones jurídicas – en que entonces podía apoyar sus pretensiones
carle al conde de Linhares que «los sujetos a quien sería útil escribir, son: el Dr. Manuel
Belgrano Pérez, el Dr. Castelli, el Dr. Vieytes, el Dr. Nicolás Peña y el Dr. Antonio Beruti.
Los tres primeros merecen mucho por sus talentos, los últimos por sus relaciones, y
todos por las familias de que son oriundos».71
Más allá de las intenciones de estos hombres, hacia enero de 1809 las máximas
autoridades a ambas orillas del Plata rechazaban explícitamente la perspectiva política
carlotista. Esta postura se expresaba sin mengua de las diferencias que separaban a
Liniers y Elío, de sus diferentes relaciones con los americanos, y del cordial vínculo
formal que mantenían con la princesa y con el almirante Smith, conocido promotor
de la regencia. En esta virtud, el virrey le escribía a Carlota manifestando sus quejas
por varios incidentes «poco decorosos a la alta dignidad del rey mi amo», de los cuales
la hacía responsable, de manera que «debo rogar a V. A. R. se sirva proporcionar la
satisfacción que exijo en nombre de la junta central soberana para reparar los ultrajes
recibidos hasta aquí y que no se repitan en lo sucesivo». Por su parte desde Montevi-
deo, el gobernador Elío informaba al gobierno metropolitano que los respetos debidos
a la infanta de Castilla le «impedían el desechar y no contestar sus cartas. . . desde las
primeras letras comprendí en esta Sra. ideas de ambición con respecto de estos países
y me precaví en lo posible».72 Claro que el clima político estaba absolutamente enra-
recido, y los cruces que Liniers sostenía con Carlota – aun cuando bien se cuidaba de
no romper la relación – ,73 empalidecían frente a las repercusiones del 1 de enero y las
embestidas del sector de españoles, que denunciaban que «ya no se trata del primer
pensamiento sobre pertenecer al inicuo Napoleón, se trata de independencia, de unirse
a la Carlota y de darle la soberanía de esta colonia, en fin de cualquier cosa que pueda
ser la tabla del naufragio que amenaza al señor Liniers y sus secuaces».74
En este contexto, a fines de febrero el almirante Smith decidió que se daban las
condiciones para reactivar la misión del coronel Burke, que había quedado demorada
por los sucesos políticos de Buenos Aires. Al referirse a este antiguo agente, señala-
ba que su nombre «era bien conocido y ya usado por personas facciosas como punto
de unión, como principios directamente opuestos a los que tendría que perseguir ba-
jo sus instrucciones y las mías, pero que nadie estaba dispuesto a darnos el crédito
por una prescindencia total, y dejarlos actuar enteramente por sí mismos ha desenga-
ñado a muchos». Nótese la importancia del testimonio, que reconoce explícitamente
la voluntad autónoma de independencia de los «amigos» americanos de Burke, y cómo
– frente a ellos – no les convenía a los ingleses llevar hasta un extremo increíble sus
argumentos de prescindencia política, manteniendo en lo posible la relación sin coli-
sionar con las prioridades estratégicas de Gran Bretaña. Para ello, continuaba Smith,
la intención era que «Burke pueda llegar a una explicación franca con aquellos con los
que sea conveniente tener dicho trato directo y asegurar la adhesión de las colonias al
sistema antifrancés que han adoptado en la actualidad, aun cuando los esfuerzos de la
71.– MD t. VII, p. 270. Días después Contucci volvía a insistir: «el jueves tengo intención de pasar a Buenos
Aires y mañana de ir a ver a V. E. para recibir sus órdenes y la carta para el Dr. Manuel Belgrano Pérez,
Dr. Castelli, Vieytes, Nicolás Peña y Antonio Beruti, si fuera del agrado de V. E. remitirla». Nota de Felipe
Contucci al conde de Linhares, 24 de febrero de 1809. MD t. VIII, p. 38.
72.– Oficio de Liniers a la princesa Carlota, 30 de enero de 1809. MD t. VII, p. 287. Oficio de Elío a la junta
central, 6 de febrero de 1809. MD t. VII, p. 309.
73.– Tal vez por eso uno de los agentes de Carlota afirmaba todavía en junio de 1809: «Puede ser muy bien
que cuantas conjeturas hacemos en contra de dicho virrey sean infundadas, y que se descubra por V. A. R.».
MD t. IX p. 52.
74.– Carta de Diego Ponce de León al conde de Floridablanca, 10 de febrero de 1809. MD t. VIII, p. 11.
1809 comenzó el 1 de enero 75
embarcó siendo «acompañado por algunas de las principales personas del lugar, viejos
amigos de la independencia, que me protestaban su firme y solidaria amistad, quienes
comentaron que si Liniers ordenaba mi partida en forma tan inmediata era porque
tenía miedo de mi permanencia».81
Para pulsar el clima político reinante, resulta ilustrativa la caracterización que hacía
un observador afín a los peninsulares vinculados con el cabildo sobre la actividad de
Burke, que por lo visto era conocida bastante más allá de la sede virreinal: «el objeto
de su comisión era. . . hacer entender que habiendo en Buenos Aires dos partidos, uno
de Fernando VII y otro de independencia, sostendría y protegería ésta por más análo-
ga a las circunstancias».82 Nótese que se iba diluyendo la asimilación – que se había
producido durante los meses anteriores – entre el concepto de partido independiente
y lo que un poco difusamente venimos denominando alzaguismo, creándose las con-
diciones para una mejor visualización de los conspiradores americanos, ya claramente
perfilados en una de las últimas, y exageradamente carlotistas, observaciones que rea-
lizara Burke sobre la política rioplatense: «A los habitantes de este país es evidente que
les disgusta el poder de la junta de Sevilla pero al mismo tiempo también es cierto que,
mientras exista España, no intentarán sacudir el yugo. . . Todos dirigen sus miradas
hacia la princesa de Brasil».83
Esta sería una de las expresiones finales de apoyo a la regencia por parte del sector
inglés que la prohijó. Agotada la paciencia portuguesa ante las maniobras del almirante
Smith, don Juan VI reclamó y obtuvo el relevo del militar, que se efectivizó a mediados
de 1809,84 para beneplácito de lord Strangford que poco tiempo después solicitó a
su gobierno la partida de Burke, «empleado en este continente al servicio de S. M.,
que se ha hecho demasiado molesto en esta corte por su celosa participación en los
proyectos de la princesa del Brasil, y por algunas actitudes que el príncipe regente ha
considerado como personal y explícitamente ofensivas a él. La conducta de Burke ha
sido igualmente desagradable al gobierno de las colonias españolas».85 De esta manera
se unificaba la voz del poder británico en la región, reforzándose el predicamento de su
embajador. Simultáneamente se asestaba un duro golpe a las pretensiones de Carlota
que, privada del apoyo – material y simbólico – del almirante, tampoco contaría con un
sostén efectivo en la corte de Portugal, obligada a permanecer alineada a los dictados
de la alianza antinapoleónica que la reunía con Inglaterra y España, cuya junta central
manifestaba terminantemente – en sus instrucciones al recién electo virrey Cisneros –
que en el caso en que la princesa se presentara en el Río de la Plata, «es la decidida
el emperador de los franceses». Y tiempo después agregaba que «todo era francés en torno a Liniers, y
los peluqueros, sastres y zapateros franceses que yo había conocido antes en ese carácter, eran ahora sus
ayudantes de campo, coroneles, mayores, etc.». BM t. XI, p. 10.225.
81.– Oficio secreto de Burke a lord Castlereagh, 5 de junio de 1809. MD t. IX, p. 58. En su informe Burke se
refirió a «la dispersa y revoltosa política de los sudamericanos, que buscan al mismo tiempo encontrar un jefe
y su independencia de la madre patria», caso contrario, «las consecuencias, me temo, serán una universal
anarquía».
82.– Carta sin remitente sobre la conducta de Liniers y otras novedades. MD t. VII, p. 78.
83.– BM t. XI, p. 10.226.
84.– Al respecto lord Palmerston le comunicó – por un oficio fechado el 27 de febrero – que «en consecuencia
de una carta que S. M. ha recibido de S. A. R. el príncipe regente de Portugal, dando a entender a S. M. que
V. E. con su conducta se ha vuelto personalmente desagradable a S. A. R. es el deseo de S. M. que tomemos
las medidas necesarias para relevar a V. E. de inmediato del comando de la escuadra de S. M. en el Brasil».
MD t. VIII, p. 55.
85.– Oficio a George Canning, 16 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 252.
1809 comenzó el 1 de enero 77
86.– Oficio de la junta suprema central al virrey de Buenos Aires, 10 de junio de 1809. MD t. IX, p. 66.
87.– Oficio de Possidonio da Costa a la princesa Carlota, 12 de mayo de 1809. MD t. VIII, p. 273.
88.– BM t. XI, p. 10.123.
89.– Carta de Felipe Contucci a la princesa Carlota, 24 de mayo de 1809. MD t. VIII, p. 302.
90.– Del modo en que aparecen formuladas las apreciaciones de Contucci, también incluyen el error de
suponer a Smith y a Burke poco imbuidos en el proyecto de la regencia, o de asociarlos mecánicamente con
la postura oficial inglesa, definida con posterioridad a buena parte del accionar carlotista del almirante.
78 Eduardo Azcuy Ameghino
91.– No hay otra explicación para la taxativa certeza de Saturnino Rodríguez Peña sobre «la diabólica intriga
con que intentaron arruinarme Sir Sidney Smith y un doctor Presas», salvo que se comparta la candidez de
suponer a Carlota ajena a lo que aparece como su propia decisión; o todavía más improbable, pensar que
Peña suponía a la princesa lo suficientemente negada como para no darse cuenta del uso político al que se
pretendía someterla. Oficio a Francisco Miranda, 28 de agosto de 1809. MD, t. IX, p. 294.
92.– Oficio de Contucci a la infanta Carlota, 16 de junio de 1809. MD t. IX, p. 78.
93.– MD t. IX, p. 77.
94.– Seguramente la elección tuvo en cuenta los mismos criterios que, sin conocer todavía el nombramiento
de Cisneros, recomendaba en junio de 1809 un observador español desde el Río de la Plata: «Hoy no con-
viene que ningún criollo pase a América con destino porque naturalmente aspiran a la independencia y las
circunstancias son críticas». MD t. VII, p. 23.
1809 comenzó el 1 de enero 79
95.– MD t. VIII, p. 72
96.– Instrucción de la junta central para el nuevo virrey de las provincias del Río de la Plata, 24 de marzo de
1809. MD t. VIII, p. 151.
97.– Adición a la instrucción comunicada al nuevo virrey, 3 de abril de 1809. MD t. VIII, p. 169.
80 Eduardo Azcuy Ameghino
98.– Si bien parecían argumentaciones ya superadas, en los últimos años (y seguramente a tono con el
mundo en el que vivimos) han recuperado visibilidad los planteos que desde una perspectiva hispanista – que
acaba siendo una justificación del colonialismo – critican a quienes «intentan demostrar que los hombres de
Mayo pretendieron, ya entonces, forjar una nueva Nación, independiente de la corona española». Sierra,
Vicente D. Filiación ideológica de la revolución de Mayo. Buenos Aires: Universidad del Salvador, 1960, p. 5.
99.– Oficio de la junta central al virrey Cisneros, 9 de mayo de 1809. MD t. VIII, p. 260.
100.– En algunas líneas de la historiografía europea reciente se polemiza expresamente, con más voluntad
que fundamentos, con la conclusión que proponemos, señalando que en tiempos del virreinato sólo «en al-
gunos medios peninsulares, mal informados de las cosas de América, se tiende a considerar a las Indias como
colonias o, por lo menos, como reinos subordinados». Guerra, François Xavier. Modernidad e independencias.
Madrid: Mapfre, 1992, p. 134.
101.– Oficio de la junta central a los cabildos de Buenos Aires y Montevideo, 9 de mayo de 1809. MD t. VIII,
p. 266.
102.– Oficio de Felipe Contucci a la princesa Carlota, 16 de junio de 1809. MD t. IX, p. 78.
103.– Oficio de Cisneros a Martín de Garay, 5 de julio de 1809. MD t. IX, p.134.
104.– La junta que ahora se disolvía había contado con la participación de dos asesores, un secretario, el
cabildo como representación de la ciudad, tres militares, dos sacerdotes y cinco ricos comerciantes particu-
lares.
1809 comenzó el 1 de enero 81
110.– Citado en: Etchepareborda, Roberto. Qué fue el carlotismo. Buenos Aires: Plus Ultra, 1972, p. 159.
111.– Marfany, Roberto. Vísperas de Mayo. Theoria, Buenos Aires, 1960, p. 73.
112.– Carta de Carlos Guezzi al conde de Linhares, 12 de julio de 1809. MD t. IX, p. 143.
113.– Carta de William Dunn a Alexander Cunningham, 15 de julio de 1809. MD t. IX, p. 144.
1809 comenzó el 1 de enero 83
El testimonio brindado por los capitulares se iniciaba con lamentos por «las escan-
dalosas ocurrencias y noticias fatales que se adquieren día a día sobre la disposición en
que están los ánimos en orden del recibimiento del nuevo jefe»,114 comenzando por la
reunión o junta que había tenido lugar la noche del 11 de julio en la casa de Saave-
dra, con la presencia de algunos de los comandantes militares, entre ellos Pueyrredón,
Ortiz de Ocampo y Martín Rodríguez, y la ausencia de otros por «no ser adictos» a las
ideas de los nombrados. De estas deliberaciones según afirmaba el cabildo resultó «el
plan favorito y más válido que es el de pedir junta al ingreso del señor Cisneros, la cual
tienen ya compuesta de los mismos comandantes facciosos. . . y que su primera acción
será la de sostener en el mando al señor Liniers y dirigidas las posteriores a realizar la
absoluta independencia de estos dominios».115
En estos conceptos no sólo se hallaba una visión de los hechos en curso, sino la
prueba de cómo iba virando el posicionamiento de los actores políticos respecto al esce-
nario de principios del año, toda vez que los que entonces habían sido sindicados como
independentistas para no ser franceses, eran ahora los que caracterizaban el accionar
autónomo de civiles y militares americanos como apuntado a la «absoluta independen-
cia». Cambios que se trasuntan en las actas del 25 de julio, donde se transcriben los
halagos que Cisneros prodigaba al cuerpo municipal: «Fórmense maquinaciones por los
malvados, agítese la discordia en derramar su veneno que todo lo zozobrará en la feliz
unión del Cabildo de Buenos Aires con su virrey. Por descontado seguiré constantemen-
te el cuerdo parecer de vuecelencia de no aventurar el decoro de mi autoridad pasando
a esa en el actual estado de convulsión. Yo esperaré aquí los resultados y los continuos
avisos de vuecelencia que serán la única norma de todas mis operaciones de que iré
avisando». Entonados por las zalamerías, los capitulares manifestaron al virrey que la
comisión – integrada por Saavedra, Martín Rodríguez y otros – que iba a marchar para
disuadirlo de que baje a la capital había suspendido su viaje debido a que rechazaban
la orden dada para que Liniers pasara inmediatamente a la Banda Oriental. Decisión
vinculada con los conciliábulos que se registraron la noche anterior en el cuartel de
Patricios, en los que para escándalo del cabildo – e indicio de cómo estaban las cosas –
había participado Pueyrredón, «que se halla arrestado, y quien de notoriedad ha tra-
bajado para alucinar y seducir al pueblo imbuyéndole ideas contrarias a la soberanía
y a la dependencia de este continente con la metrópoli», para quien se solicitaba una
custodia segura y su inmediata remisión al cuartel de veteranos.116 Pedido que queda-
ría en expresión de deseos, pues como parte de la actividad de los descontentos, que
«no han cesado de celebrar sus juntas y propalar especies sediciosas», la noche de ese
día se produjo un «suceso escandaloso» en el regimiento de Patricios, cuando librada la
orden para efectivizar la detención de Pueyrredón, se presentaron en dicho cuartel sus
parientes implorando el auxilio de las milicias, «y el comandante de ellas don Cornelio
Saavedra y un oficial de voluntarios don Domingo French gritaron que no permitirían
fuese trasladado, para lo cual se pusieron las tropas sobre las armas y habiendo pasado
Saavedra a la real fortaleza se constituyó en garante de la persona de Pueyrredón, y
las resultas han sido que en la madrugada de este día se ha fugado Pueyrredón».117
114.– Acuerdos del extinguido cabildo de Buenos Aires (en adelante ACBA). Archivo General de la Nación,
Buenos Aires, 1927, serie IV, tomo III, años 1808 y 1809, p. 523 (véase AD 18 en página 199).
115.– BM t. XI, p. 10.396.
116.– ACBA serie IV, tomo III, p. 537.
117.– ACBA serie IV, tomo III, p. 538.
84 Eduardo Azcuy Ameghino
118.– Si bien Liniers hacía pasar la resolución de la situación por la venida de Cisneros a Buenos Aires,
no hay que perder de vista que al enviar a Nieto en lugar de Elío, a quien correspondía el cargo, Cisneros
enviaba una fuerte señal de conciliación, en especial a los comandantes militares. Al respecto es ilustrativo un
testimonio que sintetiza la situación al 16 de julio: «el nuevo virrey no había sido admitido en Buenos Aires.
Se dijo que su decisión de introducir al general Elío en esa ciudad como inspector de las tropas, un cargo que
la suprema junta de España le confirió, lo había hecho especialmente odioso a los habitantes, y que a menos
que fuera convencido de ceder en este punto parecía haber poca probabilidad de que fuera reconocido como
virrey». MD t. IX, p. 254.
119.– BM t. XI, p. 10.689.
120.– En un informe de Contucci a la princesa Carlota se afirmaba que Liniers «instado por el virrey y
ordenado al mismo tiempo que también fueran todos los jefes de los cuerpos militares, a pesar de las gestiones
que hicieron algunos, se trasladó a la Colonia, e igualmente los preinsinuados jefes. Llegado Liniers y habidas
largas conferencias el virrey disipó todos sus temores, afianzándose además en las demostraciones de todos
los comandantes».
121.– La gestión por la cual no se cumplió la orden del gobierno español para su remisión a la metrópoli fue
la siguiente: el día 29 de julio, ya en Buenos Aires, Cisneros le ordenó a Liniers su marcha a la península,
éste respondió el mismo día solicitando se le permitiera jubilarse en Mendoza a 300 leguas de la capital.
El 30 de julio el virrey reconoció que sus razones eran poderosas pero no suficientes y le reiteró que se
embarcara cuando estuviera en condiciones. El 2 de agosto Liniers insistía para que se revocase la decisión.
El día 11 los fiscales de la audiencia, a quienes Cisneros derivó el asunto, dictaminaron que se podía acceder
a la solicitud de Liniers. El 14 el virrey lo autorizó a marchar a Mendoza. Se cumplía de esta manera la
demanda que seguramente había planteado Liniers para evitar que la entrega del mando derivara en un
1809 comenzó el 1 de enero 85
conflicto incontrolable, toda vez que su mayor temor era, una vez en la península, sucumbir víctima de la
ira española.
122.– Oficio de Elío a Martín de Garay, 24 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 287.
123.– BM t. V, p. 4.249.
124.– BM t. V, p. 4.272.
125.– BM t. V, p. 4.250.
126.– Oficio del marqués de Casa Irujo al conde de Linhares, 25 de marzo de 1810. MD t. XI, p. 147.
127.– Memoria del marqués de Casa Irujo al conde de Linhares, 10 de abril de 1810. MD t. XI, p. 165.
86 Eduardo Azcuy Ameghino
señor Cisneros tal vez nos hubiese librado de algunas pestes pero llegó a su gobierno
en circunstancias que ni sabía si lo recibirían o no. Todos le ofrecían seguridad, pero lo
cierto es que los prepotentes buenas ganas tuvieron de conservar al francés, para que
no les cortase el sistema. Mas como así echaban a perder su causa demasiado, recibie-
ron al nuevo virrey el cual está cercado de las mismas tropas que al principio hubieron
de no recibirlo».128
Allanados pues precariamente los principales obstáculos políticos,129 luego de un
mes de su arribo al Plata, el 29 de julio de 1809 Cisneros pudo al fin entrar en Buenos
Aires. Las palabras que utilizan las crónicas para describir la recepción son «respeto»
y «frialdad», con la excepción de los españoles que hicieron bastante bulla, festejan-
do tanto como procurando impresionar al virrey durante su bienvenida. Esfuerzo que
no pudo disimular las variadas muestras de rebeldía, agitación y desorden que, entre
otros indicadores, se podían medir a través de la multiplicación de pasquines y panfle-
tos anónimos de las más diversas procedencias y objetos que circulaban por la ciudad.
En uno de ellos, tras denunciar a «algunos espíritus ligeros e inconsiderados que forjan
planes absurdos e incombinables de independencia demócrata. . . y alguno que en su
vil ánimo abrigue el traidor intento de someterse a José Napoleón», un desconocido
propagandista de la solución carlotista remataba su manifiesto afirmando, en explícita
oposición al orden impuesto por la metrópoli, que «la fidelidad y el espíritu de justicia
que anima a Buenos Aires lo eleva a concebir y trazar el vasto edificio de un nuevo
Imperio Español Americano, que iguale cuando no exceda en poder al europeo».130
Durante el mes agosto otro papel sin autoría conocida, firmado por «La Razón y La
Experiencia», le fue dirigido a Elío, cuestionando la reciente reconstitución del orden
colonial, y manifestando la necesidad de la separación de la metrópoli, ya que «no se
duda que aun el señor Cisneros, virrey nuevo de Buenos Aires, viene sólo con el nom-
bre de español y toda la sustancia de francés, alucinando al inglés lo mismo que a la
América».131 Un nuevo anónimo hacía referencia a que América debía elegir un go-
bierno propio, advirtiendo que «si los mismos jefes actuales no promueven y cooperan
a esto por medio de una junta central serán responsables de la sangre que derramare
el populacho promoviéndolo y haciéndolo ellos todo lo conducente a la felicidad de las
Américas; y también serán responsables de toda la indignación que contra ellos mis-
mos se concibiere; porque las Américas primero dejarán de ser, que dejar de aspirar a
gobernarse por sí mismas, puesto que ya debemos dar por muerto al señor don Fernando
exista o no exista».132
Escrito en polémica con un pasquín favorable a la regencia de Carlota, el cuarto
documento que mencionaremos – fechado el 14 de setiembre – después de exaltar las
rebeliones de Chuquisaca y La Paz, proclamaba: «Si la América puede pelear a favor
de extraños, es regular que conozca que le es mejor pelear por sí, que es decir para
el bienestar del pueblo. Objeto por el cual aun los reyes deben perder las coronas. . . A
los mismos españoles, sean pobres o ricos, grandes o chicos, virreyes o no virreyes,
no hay que creer nada sino la seguridad de las pobres Américas. La seguridad de las
vidas, y la libertad de la patria, más vale que esté en nuestras manos, y no en las de
ellos. Muchos afrancesados y aportuguesados tenemos, no nos dejemos deslumbrar de
ellos. A lo tuyo, tú; no hay que olvidar esta máxima, que otro que no sea patriota no
es capaz ni de pensar en favor de la patria, a quien Dios la salve, Amén. Estas ver-
dades son importantes para hacerlas saber a todos, y aunque fuera por medio de los
párrocos, que las predicarán todos los domingos, para que no hubiesen engaños. La
falta de avisos y correspondencia franca, siendo ya amigos los ingleses, es otra prueba
de la pérdida total de España». Evidentemente la situación política del virreinato era
crítica, y el tono de algunos de los discursos, aun ocultos sus autores en el anonimato
como en este ejemplo, desbordaba de conceptos transgresores de todo orden y legalidad
coloniales. Complejo en su redacción por la coexistencia de ideas y consignas que poco
habitualmente hasta entonces aparecían reunidas – lo que anticipa notas ideológicas
que sí estarían presentes con fuerza en la junta del 25 – , el documento al atacar fron-
talmente a la princesa descarta una filiación carlotista, pero también hace blanco, e
indiferenciado, en los españoles; de manera que la orientación de este escrito se puede
asociar a individuos americanos de pensamiento radicalizado y de difícil identificación,
o muy posiblemente a agentes napoleónicos, que en ese caso no vacilaron en criticar a
«el francés» y a «los afrancesados» para hacer más creíbles sus insinuaciones. Como fue-
re, vaya si el terreno virreinal se continuaba abonando para la emergencia de grandes
cambios políticos.
Tomando nota, entre tantas adversidades,133 de todas estas manifestaciones, en
una de sus primeras expresiones públicas, Cisneros reflejó con claridad la situación
rioplatense con la que se enfrentaba, incluido el deterioro institucional del aparato
de gobierno colonial: «No puede presentarse cuadro más lastimoso que el de vuestra
constitución política a mi llegada a estas provincias».134 Dentro de la diversidad de
problemas planteados, la cuestión que reclamó prioritariamente su atención fue la re-
solución de la causa obrada en virtud de los sucesos del 1 de enero, para lo cual se
encontraba frente al problema, y la contradicción, de reconocer a los que fueron lea-
les al centro estatal – mayoritariamente americanos y militares – que ahora le tocaba
presidir; pero sin cargar las tintas contra los desleales, españoles como él, que lo vi-
vaban por las calles. Típica situación donde los mejores intentos suelen acabar por no
conformar demasiado a ninguna de las partes. De todos modos los matices contaban, y
el virrey fue más crítico con los rebeldes de Buenos Aires – protagonistas de un suceso
«escandaloso» – que con los operadores de la junta de Montevideo.
Puntualmente, sobre el motín del 1 de enero Cisneros sustentó su resolución en un
conjunto de consideraciones, que hizo públicas el 22 de setiembre mediante una Pro-
clama a los habitantes de Buenos Aires,135 las que en síntesis fueron las siguientes: 1)
133.– A poco de instalarse en Buenos Aires – el 19 de agosto de 1809 – Cisneros envío un completo informe
a la junta suprema de España e Indias, dando cuenta de las incidencias ocurridas a su llegada al Río de la
Plata, las dificultades que debió enfrentar para lograr tomar posesión del cargo, el complejo estado político
y militar del virreinato, y las causas abiertas originadas por diversos sucesos subversivos del orden colonial.
BM t. XI, p. 10.681 (véase AD 17 en página 196).
134.– BM t. XI, p. 10.573.
135.– Proclama de Cisneros a los habitantes de Buenos Aires, 22 de septiembre de 1809. MD t. X, p. 44.
88 Eduardo Azcuy Ameghino
Dicha conmoción fue causa de funestas agitaciones que le siguieron, tuvo una maligna
influencia y generó fuertes resentimientos personales, pues «rota la unión fue preciso
sufrir las contradicciones, partidos, desconfianzas y desolación, con que gime la tierra
en la efervescencia de nuestras pasiones». 2) «Una conmoción popular nunca puede ser
excusable», de manera que a pesar de las buenas intenciones que puedan haber tenido
sus autores, nada justificaba el desconocimiento de un virrey que representaba al sobe-
rano, único capacitado para juzgarlo y relevarlo. 3) El hecho ameritaba «un ejemplar
castigo cuya memoria conservase la execración con que se debe mirar todo tumulto»,
aunque había que tener en cuenta la calidad y lealtad de los vecinos que participaron.
4) A pesar de que se sembraban incertidumbres sobre sus reales objetivos, la energía
con que los cuerpos militares voluntarios sostuvieron la autoridad legal «fue servicio
recomendable que llena uno de los primeros objetos de la milicia». 5) La necesidad de
reconstruir la unidad y concordia perdidas, encuentra un obstáculo insuperable en la
continuación del «complicado e interminable proceso que se estaba formando».136
Sobre esta base, Cisneros decidió poner término a la causa, para lo cual certificó
que los comandantes militares habían obrado bien, y que los sucesos del motín en
nada habían disminuido el alto concepto que merecían los capitulares, concluyendo
con la absolución y el perdón de todos los implicados. La intención del virrey era
clara, aunque pecaba de cierta ingenuidad – es verdad que forzada por falta de mejores
alternativas – al desear que «con la total extinción de la causa se extingan igualmente
todos los odios, resentimientos y acciones que se derivaban de ella».137 Más realista
fue su decisión de rehabilitar a los cuerpos hispanos que habían sido disueltos, lo cual
sin embargo se iría llevando a cabo de modo lento y parcial. Cerrado el caso, Alzaga y
los demás responsables del motín regresaron a Buenos Aires el 8 de octubre de 1809
ante los vítores de sus partidarios.
Como se desprende de lo expuesto, si bien el dictamen virreinal reivindicó el accio-
nar de los jefes militares que sostuvieron a Liniers, acabó igualándolos con los rebeldes,
y condenando el asunto al silencio perpetuo. Demasiado poco para conformar a un gru-
po de influencia creciente sobre el cual debía fijarse cada vez más la atención, tanto
por el rol que había comenzado a desempeñar en 1807, como por el aún más decisivo
que todavía no se revelaba. Al respecto, es oportuno recordar que el poder estatal se
sustenta en última instancia en el poder militar, y que la autoridad del centro estatal
colonial dependía esencialmente de los cuerpos militares creados en ocasión de las
invasiones inglesas, y perpetuados en virtud de la creciente debilidad metropolitana.
Cisneros estaba conciente de ello, porque era una realidad que golpeaba sus ojos, pero
además porque así lo había advertido la junta suprema de España: «el virrey mientras
no tenga suficientes fuerzas veteranas debe usar la mayor condescendencia, porque
son los vecinos los que han de defender aquellas posesiones».138
De esta manera, la continuidad de la estructura militar heredada se constituyó en
un mal necesario, lo cual no pasaba inadvertido para los jefes de los cuerpos, quienes
lo destacaron en un documento dirigido al rey,139 sin fecha precisa pero ubicable en
el segundo semestre de 1809: «Si los comandantes cumplimos nuestros deberes y nos
hicimos dignos del soberano aprecio en el sentir de este gobierno, es cierto que se guar-
136.– BM t. XI 10571.
137.– MD t. X, p. 45.
138.– Instrucciones al virrey de Buenos Aires, junio de 1809. MD t. IX, p. 49.
139.– BM t. XI, p.10581.
1809 comenzó el 1 de enero 89
140.– Se refieren aquí a los arquitectos políticos de la junta de Montevideo y del intento de junta del 1 de
enero en Buenos Aires.
141.– En torno a este punto puede resultar inspirador recordar que Mariano Moreno, que ya había leído
a Rousseau, simpatizaba con los revolucionarios franceses, y había condenado en su tesis universitaria la
explotación de los indios altoperuanos, estuvo vinculado hasta comienzos de 1809 – en principio «profe-
sionalmente», como abogado – con algún integrante del grupo de españoles europeos denunciado con tal
virulencia por los comandantes militares, habiendo sido propuesto como secretario de la proyectada junta
del 1 de enero.
142.– Monteagudo se refirió a estos sucesos, señalando que con su rebelión el pueblo de Charcas abrió «una
brecha al muro colosal de los tiranos». Monteagudo, Bernardo. Escritos políticos. Buenos Aires: Rosso, n/d,
p. 135.
90 Eduardo Azcuy Ameghino
junta suprema de España – que era «de absoluta necesidad confesar que no hay otros
hombres que los nuestros sobre que apoye hoy la soberanía su permanencia y respeto».
Conclusión que, se puede afirmar con certeza, era compartida, con gusto o disgusto,
por todos los actores del momento. Por otra parte, los argumentos de los comandan-
tes no eran demasiado diferentes de los que habitualmente venía exponiendo el grupo
carlotista – remarcando los peligros de la anarquía – para crear opinión favorable a la
regencia de la princesa, sólo que en este caso el juicio favorable que se buscaba era el
de la metrópoli respecto a ellos mismos.
Sabedores de que en las condiciones en que se hallaba la capital el poder brotaba
en última instancia de sus fusiles, venían escuchando, y seguirían haciéndolo, prácti-
camente todas las ideas y propuestas de acción – salvo las que asociaban con Elío y
Alzaga – , como ocurriera cuando se planteó el rechazo a Cisneros, o la adhesión al
partido de Carlota, cuando Saavedra especificó, sin dejar lugar a dudas, cuál era su
posicionamiento político: «en todo este cúmulo de cosas yo ni sonaba ni tronaba; oía,
sabía y callaba».143 Luchar por su lugar de poder, evitar que crezca el de sus rivales
directos, mantener acotado al virrey Cisneros y permanecer con la mente abierta a
las posibilidades que pudieran presentarse, parece ser la orientación predominante en-
tre los comandantes, en un contexto donde prevalecía la impresión de que finalmente
España sucumbiría frente a Napoleón.
Los reclamos de los jefes militares no pasaban inadvertidos para Cisneros que, de-
biendo amoldarse a que ellos eran quienes en última instancia sostenían su gobierno,
hizo lo posible por conformarlos. Sobre este problema, de derivaciones tan imprevisi-
bles como inmediatas, escribió a la junta suprema – con fecha 3 de mayo de 1810 –
haciéndose eco del reclamo de los comandantes: «uno de los principales disgustos que
existen en este pueblo, especialmente entre la oficialidad y tropa, es el celo con que
advierten las distinciones que ha merecido a S. M. el pueblo de Montevideo y el poco
mérito con que se ha mirado el sobresaliente que ellos consideran y es efectivo de ha-
berse mantenido sumisos a las autoridades constituidas y haberlas sostenido. Este fuego
que justamente arde en sus imaginaciones tiene siempre preparados los ánimos a tomar
un partido contrario en cualquier apuro del gobierno si S. M. como tengo expuesto no los
lisonjea dándoles las gracias por sus buenos procederes».144 O sea que Cisneros leía el
discurso militar y trataba de actuar a tono con lo que de él se derivaba, pero no poseía
los recursos, ni en la metrópoli quedaba margen, o no se lo utilizaba si lo hubiera, para
satisfacer el reclamo. Por las razones que fueran, esta inacción se transformaría en un
hecho de gran influencia en el desarrollo de los sucesos.
Junto a la resolución de la crisis política de las instituciones virreinales y la conso-
lidación de sus relaciones con la fuerza armada que sostenía su poder, Cisneros debió
avocarse a otras cuestiones de parecida importancia y urgencia, entre las cuales se
contó la consecución de recursos pecuniarios en una época tan crítica para la hacien-
da pública. Una de las pocas alternativas que estuvo disponible para su consideración,
aunque extremadamente conflictiva, era lograr un aumento de los ingresos en concepto
de gravámenes al comercio ultramarino, combatiendo al mismo tiempo el tradicional-
mente extendido tráfico de contrabando. Jugaba a su favor el antecedente de que una
vez conocida la alianza entre España y Gran Bretaña, los mercaderes ingleses lograron
algunos avances en su tráfico rioplatense, incluida cierta permisividad – bien recom-
143.– Instrucción que dio Don Cornelio Saavedra a su apoderado. . . BM t. II, p. 1.103.
144.– MD t. X, p. 328.
1809 comenzó el 1 de enero 91
pensada, según sus críticos – por parte de Liniers.145 Refiriéndose a esta situación, y a
sus limitaciones, el mando naval inglés señaló que la presencia de sus connacionales
«es tolerada por el virrey, e incluso ha sido alentada hasta donde su autoridad podía
prescindir de las rigurosas leyes coloniales españolas».146
Con este antecedente y aquellas urgencias, Cisneros puso en debate la posibilidad
de formalizar el comercio directo con Inglaterra, en principio temporariamente, sabien-
do que no hacía más que continuar abriendo la caja de Pandora, dado que la medida
estimulaba añejos conflictos y resentimientos, conduciendo inevitablemente a una co-
lisión de intereses entre los negociantes hispanos – agentes del monopolio mercantil
metropolitano – y los comerciantes y terratenientes que controlaban la producción lo-
cal de cueros y otros rubros agropecuarios de exportación, a los que se sumaban algu-
nos actores mercantiles asociados con otras rutas comerciales y/o más entrenados en
el intercambio legal e ilegal con los traficantes ingleses. Como parte de las vistas que se
dieron a los distintos interesados en el asunto, se produjeron diversas intervenciones a
favor y en contra de la medida, entre las que se destacaron las opiniones del apoderado
del consulado de Cádiz y la de Mariano Moreno, que a solicitud del apoderado del gre-
mio de hacendados – y ya distanciado del grupo de Alzaga – escribió la representación
de éstos a favor de la apertura del comercio.
Uno de los observadores más atentos del diligenciamiento del asunto, el mercader
inglés Alexander Mckinnon,147 refiere que pese a hallarse pronta la promulgación de la
apertura del tráfico, la medida se demoraba por la presión de los grandes comerciantes
peninsulares, los que habían realizado una colecta para inducir al virrey a mantener los
puertos cerrados, lo que el gobierno había estimado como un aporte insuficiente; en-
contrándose además «advertido de que los criollos requieren un trato delicado en este
momento, cuando insurrecciones tan serias siguen ganando terreno en el interior, en
La Paz, Chuquisaca y Cochabamba, y además ellos se exasperarían grandemente con-
tra los viejos españoles, a quienes consideran como sus opresores, si se rehusara abrir
el comercio».148 Como en los otros problemas críticos que intentó resolver, también
en este asunto el virrey actuó forzado por las circunstancias, y en estas condiciones
decidió habilitar el comercio con los ingleses y abrir los puertos rioplatenses a partir
del 6 de noviembre de 1809, perjudicando más allá de sus deseos más íntimos a los
antiguos mercaderes locales, muchos de ellos representantes o asociados de compañías
radicadas en la metrópoli, que juzgaron que en virtud de la medida tomada «resulta la
145.– Al respecto, aportando elementos para complejizar el estudio del tema, relata Belgrano en sus Memo-
rias que – no sin temor – se reunió con el virrey Liniers para inducirlo a «que llevase a ejecución la idea que
ya tenía de franquear el comercio a los ingleses en la costa del río de la Plata, así para debilitar a Montevi-
deo, como para proporcionar fondos para el sostén de las tropas, y atraer a las provincias del Perú». En el
momento que Belgrano elevaba una memoria formal para fundamentar la medida, «con que yo veía se iba a
dar el primer golpe a la autoridad española», llegó la noticia del arribo de Cisneros y el plan se frustró. BM
t. II, p. 963.
146.– Informe de Sidney Smith al secretario del almirantazgo, 24 de febrero de 1809. MD t. VIII, p. 31.
147.– El 2 de noviembre, en las vísperas de la apertura comercial, Mackinnon escribió al gobierno británico
adjuntando la copia de «un memorial en nombre de unos veinte mil terratenientes y cultivadores de este
país presentado al virrey» para rebatir los argumentos del agente del consulado de Cádiz. Afirma Mackinnon
que el documento – la representación escrita por Moreno – «aunque muy verboso ha producido una honda
impresión».
148.– Alexander Mckinnon a George Canning, 29 de setiembre de 1809. MD t. X, p. 51.
92 Eduardo Azcuy Ameghino
total ruina del comercio español, y el que por esta causa se vienen despatriando de la
ciudad los europeos, huyendo de la mayor ruina».149
La contracara de estos lamentos fue la satisfacción que mostraron los negocian-
tes ingleses ante la apertura – por primera vez – del tráfico directo, por el cual Gran
Bretaña aceleraba la marcha hacia transformarse en la nueva metrópoli comercial del
Plata,150 sin perjuicio de que se reiteraran las quejas por la magnitud de los aranceles
aplicados a sus productos. Por otra parte, como se indicó en una nota fechada el 10
de diciembre, los mercaderes no perdían de vista que sólo «las urgencias forzaron al
gobierno a buscar una renta mediante el comercio directo, no un comercio libre como
es llamado muy impropiamente, con Gran Bretaña».151 Como queda dicho, estas nove-
dades mercantiles se inscribieron en la dinámica del conflicto político en curso, siendo
utilizadas en función de las conveniencias e intereses de los diferentes sectores.
A mediados de 1809, los disturbios y la crisis institucional que conmovían al vi-
rreinato registraron un nuevo capítulo en el norte altoperuano, donde se produjeron
los sucesos de Chuquisaca (actual Sucre) y La Paz, que sacudieron las estructuras lo-
cales del poder colonial, transformándose además en una referencia insoslayable para
el conjunto de los actores políticos rioplatenses, que en adelante los tendrían muy en
cuenta en la elaboración de sus análisis y en la determinación de tácticas y estrate-
gias. En este sentido puede afirmarse que, como consecuencia del modo en que los
representantes del colonialismo enfrentaron dichas revueltas – en especial la rebelión
paceña – , se terminarían de quemar las naves de todos los hombres que persistieron
en mantener sus trabajos a favor de la separación de la metrópoli. Cualquiera fuese el
argumento (defender al rey, para no ser franceses, por o en contra de la regencia de
Carlota, etc.) que se utilizara para justificar ese tipo de acción, irían quedado claras las
reglas finales del juego y el costo en términos represivos que fatalmente acarrearía dicha
conducta, a todas luces subversiva.
En la ciudad de los tres nombres – La Plata, Charcas y Chuquisaca – , desde co-
mienzos de mayo se había agudizado un conflicto que enfrentaba al arzobispo Moxo
y el presidente de la audiencia García Pizarro, con los demás integrantes del tribunal,
que contaban con el apoyo del claustro de doctores de la Universidad de Charcas y
de los integrantes del cabildo. La causa principal, recortada sobre un fondo de riva-
lidades personales, consistía en la conducta sospechosa de los primeros, a quienes se
acusó de hallarse en connivencia con la corte del Brasil y de haber comprometido su
apoyo a las pretensiones de Carlota, cuya proclamación como regente por parte de
los supuestos complotados se creía inminente.152 Las noticias conteniendo esta ver-
sión de la situación se propagaron entre parte de la población, que fue convocada a
defender los derechos del rey cautivo Fernando VII, produciéndose un gran alboroto a
cuya organización contribuyeron, entre otros agitadores, los hermanos Jaime y Manuel
Zudáñez.153
149.– Carta de Pedro Baliño de Laya a Su Majestad, 10 de noviembre de 1809. Documentos relativos a los
antecedentes de la independencia de la República Argentina. . . p. 425 (véase AD 19 en página 201).
150.– Halperín Donghi, Tulio. Guerra y finanzas en los orígenes del estado argentino (1791-1850). Editorial
de Belgrano, Buenos Aires, 1982, p. 76.
151.– Alexander Mckinnon a George Canning, 10 de diciembre de 1809. MD t. X, p. 184.
152.– Moreno, Gabriel René. Últimos días coloniales en el Alto Perú. Vol. 2. Santiago de Chile: n/d, 1901,
p. 12.
153.– Manuel Zudañez murió en prisión en 1810, mientras que su hermano Jaime, que en 1816 sería con-
gresal en Tucumán, luego de pasar varios meses encarcelado se dirigió a Chile donde fue autor de un «cate-
cismo», en el cual afirmaba que «el gobierno republicano, el democrático en que manda el pueblo por medio
1809 comenzó el 1 de enero 93
En estas circunstancias, los miembros del tribunal exigieron a su titular que se ale-
jara por unos meses de la ciudad «como único medio de aquietar al pueblo», pero la
respuesta fue el envío de soldados con la finalidad de detener a los oidores; reacción
ante la cual se movilizó «tal multitud de gente gritando traición, traición, favor al rey y
a la patria, que en menos de una hora había más de seis mil hombres juntos, empeña-
dos sin poderlos contener en quitar la cabeza al presidente».154 El conflicto culminó el
25 de mayo de 1809 con la deposición del presidente, que fue detenido y acusado de
alta traición, recayendo el gobierno en la audiencia y el mando de las armas en Juan
Antonio Álvarez de Arenales; destacándose la participación en estos sucesos de Ber-
nardo de Monteagudo, quien – según lo denunciara Pedro Vicente Cañete – había sido
el responsable de «unas insolentes seductivas proclamas escritas de su mano aunque
sin firma». Frente a este desafío al orden institucional colonial, el virrey Cisneros envió
una fuerza de alrededor de 1.000 hombres, compuesta por integrantes de los cuerpos
de Dragones, Andaluces, Montañeses, Artillería de la Unión y Patricios. Amedrenta-
do por esta demostración, el gobierno de la audiencia se dio por disuelto y acató el
mando virreinal, a pesar de lo cual el mariscal Vicente Nieto – a cargo de la represión
del movimiento – aplicó penas de prisión y destierro para varios de los involucrados,
continuando la persecución de los dirigentes que lograron evadirse hasta bien entrado
1810. Aunque parecía quedar la sensación de que el motín ocurrido en Charcas no
difería demasiado de ejemplos como el montevideano, o el de la propia España,155 las
resultas fueron en este caso más adversas para sus promotores.
Mediante razones parecidas a las que se esgrimieron en Chuquisaca para justificar
el desacato a las autoridades constituidas, sus impulsores fundamentaron la insurrec-
ción producida en la ciudad de La Paz el 16 de julio de 1809: «si este pueblo reunido
con todas las jerarquías que le forman pidió a voces la deposición de sus autoridades
fue porque le eran sospechosos y caminaban de acuerdo con otros jefes de este reino
para realizar sus miras infames y ambiciosas».156 Con estos argumentos, invocando
el nombre del rey Fernando y denostando a Carlota, los revolucionarios paceños to-
maron el cuartel de veteranos, arrestaron a sus principales oficiales, y depusieron al
gobernador Dávila, al obispo Ortega y a otras autoridades, que fueron remplazadas
por hombres adictos al movimiento; convocaron a un cabildo abierto e impulsaron la
formación de un nuevo gobierno, que se plasmó bajo la forma de una «junta tuitiva»
presidida por Pedro Domingo Murillo.157
Más allá del discurso formal del movimiento, como nunca hasta entonces se expuso
públicamente por parte del sector más radical de los rebeldes, que el objetivo buscado
era independizarse de España, tanto de la francesa como de la borbónica. Atentado del
cual tomaron debido registro los voceros del colonialismo al puntualizar, el 27 de julio,
que «aún no ha salido a luz el nuevo plan de gobierno que ofrecieron el día 20, pero sí
de sus representantes o diputados que elige, es el único que conserva la dignidad y majestad del pueblo».
Ruiz-Guiñazú, Enrique. El presidente Saavedra y el pueblo soberano de 1810. Buenos Aires: Estrada, 1960,
p. 159.
154.– Memorial sobre las causas que han ocasionado la conmoción de Chuquisaca, 1809. MD t. VII, p. 10.
155.– Así se expresaron por ejemplo, Miguel López y Jaime Sudañez, quienes en notas a Elío relataron lo
ocurrido en Chuquisaca como un episodio equiparable con la actitud montevideana frente a Liniers, solici-
tándole que intercediera con Cisneros a favor de los inculpados, para lo cual suponían – o afectaban creer –
que con el nuevo virrey se había acabado el despotismo y se aseguraría la tranquilidad de las provincias. MD
t. IX, p. 228.
156.– Oficio de la junta de La Paz al intendente de Potosí. MD t. VII, p. 17.
157.– La revolución de La Paz en 1809. Documentos históricos. Buenos Aires, 1897, p. 27.
94 Eduardo Azcuy Ameghino
anda con libertad una proclama, que no deja duda de las ideas de estos rebeldes, por
más que las disfracen con aquella incesante voz de viva Fernando VII».158 Dicho tex-
to,159 uno de los más bellos emanados de la lucha por la independencia sudamericana,
señalaba inequívocamente que «hemos visto con indiferencia por más de tres siglos so-
metida nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto. . . Ya
es tiempo, en fin, de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias,
adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía».160
Anoticiado del estallido revolucionario, el virrey del Perú, recelando de la posible
extensión del movimiento hacia su jurisdicción, ordenó al brigadier Goyeneche que
aprontara una importante fuerza militar y marchara a reprimirlo, aun cuando ello im-
plicara ingresar intempestivamente en la jurisdicción del Río de la Plata. La celeridad
de sus movimientos le permitió adelantarse a las tropas de Nieto, que cumpliendo ins-
trucciones de Cisneros también se dirigía a sofocar la rebelión. Ante su proximidad la
junta se disolvió, delegando el mando en Murillo, quien tras algunos combates fue de-
rrotado y apresado, al igual que varios de los líderes revolucionarios. Posteriormente,
y a lo largo de cuatro meses, el sanguinario Goyeneche llevó adelante procesos contra
un gran número de implicados en la rebelión, política represiva firmemente impulsada
por Cisneros, quien «olvidándose muy pronto del espíritu de conciliación que pocos
meses antes había desplegado con éxito en la capital, como si mirase tal vez en los
desgraciados pacenses una distinta raza de hombres de los del 1 de enero, o quizás
considerando que no debía despreciar la buena ocasión que se le presentaba de aterrar
con terribles castigos a los americanos (no es temeridad si pensamos que muy en par-
ticular a los Patricios de la capital), le ordenó que procediese contra los reos pronta y
militarmente aplicándoles todo el rigor de la ley».161
Bajo el estímulo de tan poderoso aval se concluyeron los sumarios realizados a to-
dos los acusados, dictándose la primera sentencia el día 26 de enero. Por ella fueron
condenados «a pena de horca y garrote» diez de los impulsores y líderes de la insu-
rrección; uno solo de los cuales, el presbítero José Antonio Medina, obtuvo por su
condición de sacerdote una postergación de la ejecución.162 Otros cuatro revoluciona-
rios fueron condenados a «pena de horca, arrastrados hasta el patíbulo en un zurrón con
una bestia de albarda y confiscados sus bienes»; y el resto de los sentenciados, hasta el
número de 86, recibieron, entre otras, alguna de las siguientes penas: «al presidio de
las islas Filipinas por diez años y confiscados sus bienes», «a Malvinas», «al socavón de
Potosí con extrañamiento perpetuo de la provincia», azotes y trabajo forzado en obras
públicas con grilletes puestos.163
158.– Memorias históricas de la revolución política del día 16 de julio de 1809 en la ciudad de La Paz. BM
IV, p. 3.165.
159.– Pinto, Manuel M. La revolución de la intendencia de La Paz en el virreynato del Río de la Plata con la
ocurrencia de Chuquisaca (1800-1810). Buenos Aires: n/d, 1909, p. CXLV (véase AD 22 en página 207).
160.– Sobre la autoría del manifiesto, las memorias históricas citadas señalan que «en vano atribuyen este
papel a un ciudadano del Cuzco. Este es hecho por uno de los individuos de la Junta tuitiva». De todos
modos, las características del extraordinario escrito que por entonces circuló bajo el título de «Apología de
los hechos de La Paz y nuevo sistema de gobierno que se ha instaurado con motivo de las ocurrencias del 16
de julio de 1809, por un ciudadano del Cuzco», indican una fuerte semejanza de los contenidos políticos e
ideológicos de ambos documentos. BM t. IV, p. 3.182 (véase AD 21 en página 204).
161.– Saguí, Francisco. Los últimos cuatro años de la dominación española. . . BM t. I, p. 111.
162.– Medina, sindicado como el autor material de la proclama de La Paz, fue indultado mediante el último
papel que – bajo amenaza de los revolucionarios de Mayo – firmó Cisneros en condición de virrey.
163.– Memorias históricas de la revolución política del día 16 de julio de 1809 en la ciudad de La Paz. BM
IV, p. 3.195.
1809 comenzó el 1 de enero 95
164.– Aranzaes, Nicanor. Diccionario Histórico y Biográfico de La Paz. La Paz: n/d, 1915.
165.– Manifiesto dado por José M. Goyeneche a la ciudad de La Paz, 29 de enero de 1810. MD t. XI, p. 75
(véase AD 24 en página 210).
166.– Carta de fray Francisco Chambo a la princesa Carlota. MD t. X, p. 50.
167.– Carta de Francisco Suárez a la princesa Carlota, 16 de noviembre de 1809. MD t. X, p. 139. Según el
tenor de algunas de sus opiniones, Suárez parecería estar muy interesado en el ingreso de tropas portuguesas,
como único recurso eficaz para frenar las revueltas altoperuanas: «el mal es entonces irremediable, como
lo será muy en breve si una fuerza superior armada que ocupe estas posesiones no contiene tan grande
revolución».
96 Eduardo Azcuy Ameghino
más «la oposición sistemática que se ha procurado conservar en las Américas entre los
habitantes de ellas y los europeos, siempre propendiendo al fin de prorrumpir en una
independencia».168
Aportando asimismo a la caracterización del momento inmediatamente posterior
al sofocamiento de las rebeliones altoperuanas, el informe de uno de los jefes militares
que participó de la represión en calidad de segundo de Goyeneche,169 expresó con cla-
ridad la decodificación política que realizaban los agentes del centro estatal en relación
al modo en que se fue deteriorando el dominio colonial, especialmente después de la
invasión francesa a la metrópoli. Así: «Las funestas noticias que desde el congreso de
Bayona se recibían en América del estado de nuestra península iban alterando nota-
blemente el orden y la tranquilidad pública, al paso que abrían un campo a algunos
espíritus díscolos para formar a la sombra de la debilidad en que suponían al gobierno,
planes y combinaciones sediciosas: las discordias de Montevideo con la creación de su
junta provincial, y los movimientos de Buenos Aires de primero de este año, acalora-
ron más los ánimos, y les precipitaron hasta el extremo de creerse capaces de poner
en planta y realizar un sistema de independencia en el Perú».170 Nuevamente en este
caso, a través del documento se refleja la creencia, generalizada a partir de septiembre
de 1808, de que en el virreinato se iba instalando una actitud suspensa y reflexiva, a
través de la cual todos los grupos e individuos – incluidas las autoridades – con deseos
y capacidad de actuación se mantenían atentos al cambiante cuadro de situación para,
en virtud de sus resultados, resolver los diferentes cursos de acción inherentes a sus
objetivos e intereses.
Como parte de esta dinámica, las conclusiones que iban sacando los americanos
respecto a la conducta del centro estatal colonial frente a los diferentes motines y
revueltas no resultaban alentadoras. La junta de Montevideo había acabado finalmente
sin mayores reprobaciones del gobierno español y, aunque mandada disolver una vez
relevado Liniers, sus integrantes fueron reconocidos a nombre del monarca por su celo
patriótico, lo que no podía ser sino atribuible al hecho que el presidente y la mayoría
de los vocales eran europeos; al igual que los conjurados del primero de enero y los
oidores de la audiencia de Chuquisaca, a quienes – a pesar de haber encabezado la
conmoción – se consideró suficientemente castigados con arrestarlos y formarles un
proceso, en tanto que «los innovadores de La Paz por el contrario eran todos criollos.
No fue preciso más para caracterizarlos de traidores y resolver su exterminio con una
expedición mandada desde Buenos Aires por Cisneros».171
Mientras el virrey continuaba lidiando con las tres labores que se habían presentado
como máxima prioridad de su gestión – recomponer la situación política trastornada
luego de la asonada del 1 de enero, fortalecer la caja virreinal para poder afrontar
los gastos más urgentes para el funcionamiento del centro estatal colonial y reprimir
las rebeliones altoperuanas – , no ignoraba que a los demás problemas que debería en-
168.– Oficio de Joaquín Molina, 1 de octubre de 1809. MD t. X, p. 58.
169.– En un estudio de las características del que se expone, seriar y reiterar testimonios alrededor de los
sucesos que se consideran relevantes, es una de las formas más consistentes de mostrar cómo eran percibidos
los hechos por sus protagonistas y testigos, sus preferencias y tendencias, las actitudes e iniciativas arropadas
por estos condicionantes, y la trama histórica que se iba construyendo como resultado del repertorio de
acciones y reacciones emergentes de las prácticas políticas, ideológicas y organizativas puestas en juego por
el conjunto de los actores.
170.– Informe del coronel Juan Ramírez, 15 de noviembre de 1809. MD t. X, p. 135 (véase AD 23 en página
207).
171.– Moreno, Manuel. Memorias de Mariano Moreno. Buenos Aires: Carlos Pérez Editor, 1968, p. 126.
1809 comenzó el 1 de enero 97
frentar «se agregaba la muy delicada y muy temible circunstancia de que la princesa
Carlota desde su ingreso al Janeiro con la casa de Braganza no cesaba de invitarlos a
que se sustrajesen del dominio español».172 En esta dirección, retrotrayendo el análisis
al instante de su arribo a efectos de reencontrar a los agentes del proyecto carlotista,
cabe reflexionar sobre los efectos inmediatos de la llegada de un nuevo virrey al Plata,
tras la complicada experiencia de Liniers. Superado el intento de resistir su asunción
motorizado por integrantes del grupo de Belgrano-Vieytes y una parte de los coman-
dantes militares, se puede aceptar que la presencia de Cisneros, sustentada en un título
legal emitido por la junta central, con un relativo apoyo de los españoles y al menos
la curiosa expectativa de la mayoría de los americanos, parecía anunciar un período
de gobierno signado – sobre todo en los planos más superficiales de la realidad – por
una mayor calma, y cierta recuperación del respeto y la obediencia a la autoridad.173
Y aunque dicha situación no sería duradera vale sin embargo tomar nota de la pintura
del momento, que fue percibida y tenida en cuenta por todos los actores políticos que
venían ejercitándose en el escenario rioplatense. Uno de ellos, el coronel Fornaguera
– quien había estado en prisión por su adhesión al motín del 1 de enero – , ilustra la
explicación propuesta al señalar que «fue declarado inocente en un corto intervalo de
serenidad que se disfrutó con motivo de la llegada del nuevo virrey. Después de este
corto intervalo volvieron los malos a desplegar y manifestar su sistema de independen-
cia».174
También los partidarios americanos de la separación de la metrópoli bajo la regen-
cia de Carlota, al igual que los agentes de la princesa – incluidos los que reportaban
al gobierno portugués – , tomaron nota de la nueva situación que podía abrirse si se
confirmaba el ingreso a Buenos Aires del virrey recién llegado a Montevideo. El 17 de
julio de 1809, Belgrano escribió a Carlota afirmando que no reconocía a la junta cen-
tral sino a ella, y que temía que Cisneros dejara impunes a los amotinados de enero,
plantificando aquí «el desorden que reina en la península». Agregaba en su nota que
pronto podría darle una idea de la situación de sus partidarios, ya que «ahora todo está
en suspenso, y tal vez mis ideas anticipadas caerían en el error».175 Todavía adherido
a un análisis anterior, o enfatizando el hecho de que aún consideraba a la situación
como de desenlace imprevisible, el día 18 Contucci afirmaba que nunca se había tra-
bajado con tanta eficacia por la causa de la regencia («tal era la fermentación – dice –
que creíamos había llegado el momento feliz» de proclamar a Carlota) como desde que
se supo de la llegada del virrey a Montevideo. Percepción que no dejaba de captar el
espíritu de la breve coyuntura que se extendió desde las primeras noticias del arribo de
Cisneros, hasta su instalación en la capital: alrededor de un mes de incertidumbre basa-
da en el desorden de una situación – incluida la todavía ignorada postura de Liniers –
donde muchos oídos estuvieron receptivos a los más variados análisis y propuestas.
En el contexto descrito aparecen como de suma importancia para la interpretación
del proceso que conduciría a Mayo, e incluso para la marcha posterior del gobierno re-
volucionario, las razones que se le informan a Carlota como causales del paréntesis que
172.– Saguí, Francisco. Los últimos cuatro años de la dominación española. . . BM t. I, p. 115.
173.– Algo de este concepto se trasunta en una declaración de Víctor García de Zúñiga sobre un texto pro-
carlotista que había hecho copiar, al señalar que «lo conservó en su poder hasta la venida del señor virrey
actual que viendo cesar el conflicto de opiniones diversas y encontradas que reinaban anteriormente, les
rompió con otros papeles relativos a las disensiones de Montevideo». BM t. XI, p. 10.151.
174.– AGN IX 10-8-5. Extracto de méritos y servicios del coronel Fornaguera, 25 de mayo de 1811.
175.– Fernández, Ariosto. Manuel Belgrano y la princesa Carlota. Revista Historia n.º 5, 1956, p. 41.
98 Eduardo Azcuy Ameghino
les imponía a sus heterogéneos partidarios la instalación del nuevo virrey, que acababa
de entrar en la capital entre vivas y aclamaciones de una parte de la población: «Este
es hoy el estado actual de esta ciudad, que todavía cree que la España vive, y que sería
ponerla en compromiso si se diesen motivos a Napoleón para afianzarse en su trono,
cuales serían de hacer alguna innovación que persuadiese a nuestros nacionales que
les estábamos desunidos», razón por la cual la estrategia a desarrollar de allí en más se
dirigiría a «reconocer a V. A. R. por regenta de estos dominios luego que la España sea
subyugada».176 Esta afirmación implica, lisa y llanamente, que – muchos meses antes
de que pudiera concretarlo – uno de los grupos de americanos más activos por lograr
la separación de la metrópoli, como producto de su análisis político de la coyuntura
concluía (y ajustaba las acciones encaminadas a continuar creando opinión pública
favorable a su proyecto) definiendo al momento de la confirmación de la pérdida de
España como la hora elegida para su realización. Lo que entonces significaba proclamar
a Carlota; y que a la luz de los sucesos de 1810, mutaría en la opción superior de
una junta autónoma de gobierno, de la que formarían parte dos de los miembros más
conspicuos del grupo.
En la misma carta que remitía a Carlota – con copia al ministro Linhares – , Contucci
llamó la atención respecto a que la falta de comunicaciones desde Río de Janeiro «hace
desconfiar a mis instituyentes que están en situación de alarmarse de todo», siendo que
sus temores se aumentan «con los procedimientos del nuevo virrey, y muy particular-
mente con la protección a los europeos y aun a aquéllos que el día 1 de enero trataron
de desorganizar el gobierno». Asimismo, dando cuenta de que los mencionados rece-
los no resultaban incompatibles con mantener la iniciativa política, comunicaba que
«sus instituyentes» enviaban como comisionado ante la princesa a don Juan Martín de
Pueyrredón, quien «por las persecuciones más injustas va a buscar el amparo y patro-
cinio de V. A. R. Este sujeto benemérito de la patria es uno de los que han trabajado en
esta crisis con el mayor anhelo por conseguir que V. A. R. fuese proclamada», lo que
habría estado a punto de realizarse, aunque al fin primó la decisión de recibir al nuevo
mandatario, en la que tuvo influencia decisiva la actitud de Liniers «deseoso de que
nada se notara en su contra».177
También el 9 de agosto, Belgrano despachó una extensa nota a Carlota con la finali-
dad de estimular su decisión de trasladarse al Plata y «hacerse reconocer como regenta
de estos dominios», con lo cual se pondría fin a «la usurpación de sus derechos» por
parte de la junta central, a la que de hecho descalificaba como gobierno legítimo de Es-
paña; del que por otra parte dependía Cisneros. Lo cual muestra que, al menos dentro
de los grupos revolucionarios, no se esperó al 22 de mayo para cuestionar su derecho
a gobernar el virreinato. Del mismo modo aseveraba que si Inglaterra y Portugal se
oponían al proyecto, era porque sólo atendían a sus intereses, por lo que en ese caso
«diremos que siguen las ideas de Bonaparte de acabar con la real familia de Borbón».
Hacía bien Belgrano, al finalizar su misiva, en reconocer que «mi espíritu se exalta y
conozco que me conduce y hace expresar acaso traspasando los límites que me son
permitidos», puesto que agotando sus argumentos para decidir a la princesa a tomar
en forma pronta y enérgica una resolución, le proponía: «válgase V. A. R. de las ar-
mas que le presta su sexo, recuerde a su digno esposo el amor filial. . . convénzale de
la necesidad que hay de apersonarse en estos dominios, y aproveche esos momentos,
176.– Carta de Felipe Contucci a la princesa Carlota, 9 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 202.
177.– MD t. IX, p. 206.
1809 comenzó el 1 de enero 99
aun si es necesario, para trasladarse a ellos, sin tropas ni séquito, si es que no repele
las acechanzas de la intriga o de la pusilanimidad. Deje V. A. R. que todos los cargos
que puedan hacer los ingleses recaigan en su Real Persona, ninguno puede ser justo. . .
No es ésta una fanfarronada, nosotros creemos que en V. A. R. está nuestra libertad,
propiedad y seguridad, y es una consecuencia natural que la sostengamos. . . ».178 El
13 de agosto Belgrano se dirigió nuevamente a la infanta de España, haciéndole saber
que el gobierno había intimado a Contucci a abandonar Buenos Aires, debido a que
«hablar de los justos derechos de V. A. R. es un crimen para este nuevo virrey», a lo que
agregaba una noticia sobre el progreso de los desórdenes en las provincias interiores
y de la sublevación de La Paz, por todo lo cual insistía en urgir la decisión de Carlota
activar el proyecto de regencia.179
En conocimiento de las novedades, Saturnino Peña informó desde Brasil a Miranda
sobre la situación que se había creado, y como ella interfería en los planes políticos
en curso: «La imprevista llegada del nuevo virrey de Buenos Aires ha suspendido el
progreso de tan bien meditados proyectos». Igualmente, en la misiva hacía referencia
a un problema sin saldar entre los revolucionarios porteños – el que, vale destacarlo,
ilustra la autonomía intelectual con la que se manejaban – , que por distintas razones lo
tocaba de cerca: «lo peor de todo es que los del Río de la Plata han conocido el espíritu
de Smith, y este conocimiento perjudica a los ingleses, pues no quieren persuadirse
que él obraba sin instrucciones de esa Corte».180 Nótese que se estaba aludiendo a los
recelos y el resentimiento que provocó la denuncia que mantenía todavía en la cárcel
a Paroissien,181 y a que efectivamente en Buenos Aires no descifraban las diferencias
entre el almirante carlotista y la política oficial inglesa modulada por lord Strangford,
que de todos modos era decididamente opuesta a las pretensiones de la princesa.
El 18 de setiembre los conceptos se mantenían sin mayores variaciones: «Muy gran-
de es el partido que tiene acá la señora princesa, ya no hay persona que desconozca
sus derechos y la desee, menos el gobierno y sus secretarios, los cuales sólo quieren se-
guir la suerte de la metrópoli y asaltan descaradamente a todos los que defienden esta
justa causa».182 Sin perjuicio de la exageración presente en juicios como el anterior, la
agitación política carlotista se mantenía activa, como lo demuestra la mención de «un
papel extraordinario que ha circulado en Buenos Aires y parece la producción de algún
partido de allí para poner a la Sra. Infanta doña Carlota a la cabeza de una regencia»,
material que a juicio del embajador español en Río de Janeiro, podía deberse a «los
resentimientos contra la España con que emigró la corte de Portugal, la diversidad de
ideas y planes a que dio lugar el estado de la península al principio de este año, y las
impresiones poco correctas que en aquella época, y alguna posterior, se han dado sobre
los derechos de la princesa del Brasil».183
Debajo de la superficie cada vez más delgada del intento por dotar de alguna nor-
malidad a la situación política rioplatense, la fuerza de los hechos, inevitables para
178.– Carta de Manuel Belgrano a la princesa Carlota, 9 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 210.
179.– Carta de Manuel Belgrano a la princesa Carlota, 13 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 229.
180.– Oficio de Saturnino Peña a Francisco Miranda, 29 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 295.
181.– Cabe remarcar que en el discurso de Peña se halla implícito el contenido de una correspondencia – la
más íntima y por ende destinada a su destrucción una vez leída – que hubiera enriquecido los conocimientos
sobre el accionar del grupo de revolucionarios carlotistas.
182.– Oficio de Contucci al conde de Linhares. MD t. X, p. 31. En un escrito posterior agrega que «el virrey
ha jurado gritando que hará degollar en medio de la plaza al primero que hable de esa Señorita».
183.– El marqués de Casa Irujo a Martín Garay, 25 de setiembre de 1809. MD t. X, p. 47.
100 Eduardo Azcuy Ameghino
un virrey que hubiera preferido ignorarlos, seguía con su labor de zapa. El 4 de no-
viembre corrió por la ciudad la noticia de la detención de Martín de Alzaga, no por
su participación el 1 de enero – ya indultada – , sino por la causa «por independencia»
que se le había seguido en paralelo, por su presunta actividad separatista durante las
invasiones inglesas. No era la única nueva de ese día, ya que «como se teme una re-
volución, hoy mismo se ha mandado que venga la guarnición de Montevideo, y que
pasen allá las tropas de negros y mulatos de ésta, pero éstos han dicho que no salían
de la capital».184 El 16 de noviembre se halló «en la calle» un extenso pasquín anóni-
mo, que dio motivo a un sumario y a la investigación sobre sus autores y difusores.
En sus conceptos centrales el texto afirmaba: «No ignora Buenos Aires que entre sus
moradores hay algunos espíritus ligeros e inconsiderados que forjan planes absurdos
e incombinables de independencia demócrata, pero el número de estos fanáticos es
muy corto y desautorizado. Acaso pudiese haber también alguno que en su vil ánimo
abrigase el traidor intento de someterse a José Napoleón y a su detestable dinastía;
mas si por desgracia de estos pueblos esta oscura, criminal y abominable idea llegara a
tener prosélitos, ríos de sangre humana inundarían la América». Tras tan contundente
amenaza, se advertía – elevando el contenido subversivo de la argumentación – que
«un sistema de gobierno colonial sin metrópoli y sin soberano efectivo a quien ocurrir
como centro de unidad es un absurdo que choca en toda razón de sana política y una
verdadera anarquía, que expondría las Américas a ser divididas en tantos reinos como
virreyes», por lo cual la única idea viable era «concebir y trazar el vasto edificio de un
nuevo imperio español americano que iguale cuando no exceda en poder al europeo»,
cuyo «centro de unidad» debía ser. . . Carlota.185
Como puede observarse, se halla aquí resumido el discurso del carlotismo desde
mediados de 1808, aun cuando la alusión crítica (si se tratara, como da toda la impre-
sión, de un panfleto salido de la pluma de Belgrano u otro propagandista del mismo
palo) a la «independencia demócrata» comenzaba a perder sino significado, prioridad,
entre los miembros del grupo referenciado en Castelli, los que a pesar de sus incli-
naciones a la monarquía constitucional, ya se hallaban en la búsqueda de un arco de
alianzas más a tono con los fenómenos de diferenciación y recomposición política que
tenían lugar hacia fines de 1809. Se iría produciendo de este modo un debilitamiento
relativo de la militancia en el proyecto carlotista, en la medida que se percibía el de-
caimiento de esta alternativa como estrategia de construcción de poder. Lo cual puede
ser leído a través del análisis del siguiente párrafo de una nota dirigida al ministro
portugués: «Hubo un tiempo en que el partido favorable a los intereses de S. A. R. la
princesa nuestra señora era el más numeroso, no por reflexión o por amor a la antigua
y venerable constitución española, sino por un conjunto feliz de situaciones que ha-
cían coincidir los intereses de S. A. R. con los intereses y pasiones de los particulares,
entonces violentamente agitadas».186
Se advierte en este texto el enfriamiento que había producido en el grupo de cons-
piradores americanos toda la saga del asunto Peña-Paroissien, influencia que junto a
«las intrigas del nuevo virrey, de Ruiz Huidobro y las desgracias de la península des-
barataron completamente este partido». Llegado a este punto, y como ilustración de
la manera en que percibía el tiempo por venir, Contucci concluye afirmando que «si se
187.– Como colofón a esta clarividente percepción, y estrechado por la situación a replegarse sobre su
carácter de agente portugués, Contucci finaliza su informe al gobierno lusitano indicando que la regencia de
Carlota «para que no sea desairada debe apoyarse sobre una fuerza respetable y pronta a actuar en caso de
negativa».
188.– MD t. VII, p. 19.
189.– Ejemplificando con el caso de Moreno y Alzaga, otros historiadores han llamado la atención acerca de
que a comienzos de 1809 «todavía los partidos no estaban bien delimitados y ambos incluían a personas y
sectores que muy pronto asumieron actitudes diferentes». Lewin, Boleslao. Mariano Moreno. Su ideología y
su pasión. Libera, Buenos Aires, 1971, p. 159.
102 Eduardo Azcuy Ameghino
190.– MD t. X, p. 128.
1809 comenzó el 1 de enero 103
cer más autoridad que la que sea obra de sus manos».191 Formulación que anticipaba
con precisión, aunque críticamente, la disyuntiva política que se instalaría en plenitud
apenas tres meses después.
A pesar de los buenos modales para con los vecinos de Buenos Aires y de su pre-
sunto afán por calmar los conflictos y contemporizar – a que lo obligaba la falta de una
tropa española que respondiera incondicionalmente a los dictados del colonialismo –
, no se le escapaba a Cisneros la persistencia de las expresiones de descontento y del
trabajo de desgaste practicado por los diferentes enemigos de España, que de una u
otra forma conspiraban a favor de la separación de la metrópoli.
Una buena muestra de como se llevaban adelante estas maquinaciones e intrigas,
especialmente las asociadas con la actividad política del grupo independentista carlo-
tista, es el reconocimiento que hace Saturnino Peña respecto a que «siendo el indicado
asunto tan ofensivo de los derechos del soberano, y conociendo hasta donde podía llegar
la persecución de sus autores, tratan éstos con la mayor cautela estos negocios, y exigen
a sus cómplices los más obligantes seguros de guardar un inviolable secreto». Y para
hacer más gráfica la explicación del modo en que Castelli y los suyos debían manejarse
virtualmente en la clandestinidad – cosa que pocas personas conocían mejor que Pe-
ña – , agregaba que incluso en caso de que «un despreciable charlatán tenga intrepidez
demasiada para declamar contra la independencia y sus autores, aunque estén presen-
tes cincuenta hombres sabios y elocuentes de la facción impugnada, no se atreven a
contradecirlo; pero siendo innegable que estos sujetos para tan arduas empresas toman
regularmente providencias y medidas llenas de juicio y de precaución, debe temerse
que cuando manifiesten sus intenciones sea ya para dar el golpe y que lo acertarán».192
Poco tiempo habrá tardado Cisneros en informarse y comprobar que no se hallaba fren-
te a cuestiones anecdóticas o marginales – de trascendencia menor – , sino ante signos
de niveles preocupantes de oposición al poder de la junta suprema y sus representantes
en la colonia; tanto que apenas llegado a Montevideo y enterados de ello los fiscales de
la audiencia, se apresuraron a advertirle sobre los procesos de Alzaga y Paroissien, de
la marcha de la causa criminal «a que dio mérito la conmoción ocurrida en esta capital
el día 1 de enero del corriente año», y de la que versaba «sobre haberse tratado de
poner en independencia del rey nuestro señor y de la España esta capital o provincia
por los individuos que hasta ahora resultan acusados».193 Así lo recibieron.
En estas circunstancias, habiendo dado ya las órdenes necesarias para el aniquila-
miento de la rebelión altoperuana, el virrey creyó llegada la oportunidad de redoblar
la represión en la propia capital, para lo cual el 25 de noviembre de 1809 decretó la
creación de un juzgado de vigilancia, destinado a evitar que se siguiera «propagando
cierta clase de hombres malignos y perjudiciales afectos a ideas subversivas»,194 el que
fue puesto a cargo de Antonio Caspe, «activo y celoso» fiscal del crimen de la real
audiencia. Dos días más tarde Cisneros giró una circular a todos los gobernadores in-
tendentes, instándolos a extremar la vigilancia y represión sobre todas las actividades
que pudieran considerarse como desestabilizadoras o destituyentes: «Los repetidos avi-
sos con que me hallo de los anónimos y papeles sediciosos que de esta capital se han
dirigido a algunas ciudades de esas provincias, y de ellas a ésta, para conmover e infla-
191.– Oficio de Gregorio Funes a la princesa Carlota, 15 de febrero de 1810. MD t. XI, p. 94.
192.– Saturnino Rodríguez Peña al conde de Linhares, 14 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 236.
193.– Oficio de los jueces fiscales al virrey Cisneros, 20 de julio de 1809. BM t. XI, p. 10.563.
194.– Oficio de Cisneros al gobierno español, 25 de noviembre de 1809. MD t. X, p. 149.
104 Eduardo Azcuy Ameghino
mar los ánimos en diversos sistemas perjudiciales a la causa del rey, y conservación del
orden público, y la propensión que advierto de propagar y fomentar frecuentemente
especies malignas, que no pueden tener otro objeto que el de acalorar las rivalidades y
establecer la desconfianza del gobierno, me han obligado a tomar varias providencias
para contener los desórdenes que causan ideas tan perniciosas, siendo entre ellas la
de prevenir a vuestra señoría evite muy particularmente la propagación de especies o
papeles seductivos, persiguiendo no sólo a los que promuevan o sostengan las máximas
detestables del partido francés, y cualquier otro sistema contrario a la conservación de
estos dominios en unión y dependencia de la metrópoli, bajo la amable dominación de
nuestro augusto soberano, sino también a los que para llegar a tan perversos fines espar-
cen falsas y funestas noticias del estado de la nación, inspiran desconfianza del gobierno
supremo, y de este superior, intentan alterar su forma y constitución con depresión de
las autoridades legítimas, y en fin a todos los que directa o indirectamente atacan la
seguridad del estado y del orden público por alguno de los medios que sugiere una
artificiosa malicia».195
El 3 de enero de 1810 Cisneros rememoraba que la multiplicación de «especies se-
diciosas contra el gobierno de que públicamente se hablaba en los cafés y tertulias»
lo había puesto en la precisión de establecer un juzgado de vigilancia, mediante cuya
actividad fue posible descubrir al autor de «varios anónimos seductivos y diabólicos»
que se esparcían en la ciudad y se remitían a las del interior, quien había resultado ser
el maestro de escuela don Francisco Javier Argerich, delatado por uno de sus discípu-
los, sin perjuicio de lo cual debido a que hubo un aviso anterior logró fugar al Brasil,
«que es el asilo de todos nuestros reos que logran escaparse».196 Resulta evidente que
el virrey percibía, al igual que quienes dos siglos después repasamos los documentos
de aquella época, que se multiplicaban las actividades que podían interpretarse como
dirigidas a variar el tipo de gobierno – vía regencia o juntismo – , mientras que cada
vez más anónimos, pasquines y otras expresiones de propaganda política circulaban
entre un número creciente de personas, y en los más diversos rincones del virreinato.
Combatiendo algunas de estas manifestaciones, en noviembre el centro estatal refor-
zó su celo represivo, en este caso contra los que difundían o promovían el proyecto
carlotista. Lo que fue referido por uno de sus partidarios, dando como muestras «la
orden librada para la prisión de Carlos Guezzi, la sorpresa que se hizo en mis papeles y
el acontecimiento que acaba de verificarse ayer día en la prisión e incomunicación en
que se halla un individuo como reo de estado por el solo hecho de haberse encontrado
copiado de su letra un papel titulado Buenos Aires a sus jefes y magistrados», procedi-
miento que luego continuó con la detención del individuo que se presentó al virrey
exponiendo que era el dueño del escrito en cuestión.197
El celo del mandatario no se limitó sólo a las cuestiones propias de una coerción
de tipo policial, sino que, por ejemplo, dado que «aquí se calientan algún tanto las
cabezas con acercase el 1 de enero», el gobierno dispuso que se desplegaran algunas
tropas, ordenando que realizaran a la vista del público sus ejercicios por la mañana
195.– BM t. XVIII, p. 15.964. Los objetivos y funcionamiento del juzgado de vigilancia fueron también
detallados en la «Circular a los alcaldes de 1º y 2º voto intruyéndoles sobre la comisión confiada al fiscal de
la audiencia». MD t. XVIII, p. 15.966 (véase AD 20 en página 203).
196.– Carta del virrey de Buenos Aires a Martín de Garay, 3 de enero de 1810. MD t. X, p. 327.
197.– El detenido por el delito de tenencia del papel no era otro que Victorio García de Zúñiga, hijo del
coronel don Juan Francisco, gran terrateniente de la Banda Oriental y uno de los vecinos más ricos del
virreinato.
1809 comenzó el 1 de enero 105
y por la tarde, de manera que el testigo que refiere el hecho concluye indicando que
«creo y espero pasará este día ominoso en bastante tranquilidad».198 Los afanes re-
presivos de los funcionarios españoles tampoco se constriñeron al espacio virreinal,
ya que incluso en Brasil el embajador peninsular Casa Irujo – en sintonía con Cisne-
ros – redobló la vigilancia sobre «algunos espíritus inquietos, revoltosos y perturbado-
res que. . . fomentaban reiteradas aunque clandestinas tentativas para revolucionarizar
el país y establecer un gobierno republicano». Esta persecución tenía como destina-
tarios entre otros a Saturnino Rodríguez Peña, Juan Martín de Pueyrredón, Francisco
Argerich y Carlos Guezzi,199 que se hallaban allí refugiados, a los que hacía alusión
el funcionario calificándolos como «varios que tienen sus juntas revolucionarias y si-
guen una correspondencia bastante activa con algunos asociados en el Río de la Plata».
Por las razones mencionadas, y para «destruir el foco de revolución y anarquía que se
va formando»,200 solicitaba al renuente gobierno portugués la inmediata detención de
todos los sospechosos.201
Otro punto que quedó claramente explicitado en los fundamentos del avance re-
presivo fue la existencia de una dimensión de la lucha política, cuya importancia crecía
día a día, que vamos a definir como la lucha por la noticia; especialmente por las nove-
dades en torno a la situación en España, objeto de la avidez de una incipiente opinión
pública,202 que después de siglos de haber permanecido muy acotada debido a los lími-
tes impuestos por el colonialismo, comenzaba a relevarse como un factor de creciente
influencia política. En este sentido, esparcir informaciones asociadas a las derrotas a
manos de Napoleón y al progresivo deterioro de la resistencia hispana y de su go-
bierno central – delito que había convertido tempranamente en reo a Pueyrredón – se
transformaba en un acto de extrema peligrosidad para el orden virreinal. Razón por la
cual se fue criminalizando el manejo de la información, cada vez más asociada con la
determinación del momento que – una vez llegada la nueva de que España estaba per-
dida – esperaban los actores políticos para tratar de imponer sus diferentes objetivos
y estrategias. Se trata en este caso de la noticia definitiva, la que daría por iniciada la
parte final de la carrera por la instalación de otro gobierno y otros gobernantes; lo que
ocurriría ni por casualidad, ni por sorpresa, sino porque así estaba previsto, circunstancia
al alcance de cualquier observador atento de la época. Por ejemplo un comerciante
inglés, opinando en diciembre de 1809: «Si el usurpador tuviera éxito en conquistar la
península, lo que mucho me temo, no tengo dudas en ese caso que estos habitantes y
también el gobierno considerarán totalmente disuelto su vínculo con la madre patria,
y que actuarán con independencia. . . ».203
La lucha por la noticia – o a través de ella – , un proceso que duró casi dos años, no
tuvo, sin embargo, inicialmente como centro la determinación de la caída de España,
198.– Carta a Carlos José Guezzi con información sobre la situación en Buenos Aires, 11 de diciembre de
1809. MD t. X, p. 201.
199.– Guezzi era un agente e informal diplomático al servicio del gobierno portugués, amigo de Martín de
Alzaga y con numerosas relaciones en Buenos Aires, razón por la cual sería designado como primer emisario
de la corte lusitana ante la junta de Mayo.
200.– Oficio del marqués de Casa Irujo al conde de Linhares, 25 de marzo de 1810. MD t. XI, p. 146.
201.– Esta cuestión se transformó en otro punto de fricción entre el embajador español y las autoridades
portuguesas, que con diversas excusas resistieron los reclamos, aduciendo insuficiencia de pruebas e imper-
fecciones en los tratados vigentes entre las dos naciones.
202.– Sobre el contenido y la evolución del concepto de opinión pública, véase: Goldman, Noemí. Lenguaje
y revolución. Conceptos políticos claves en el Río de la Plata, 1780-1850. Prometeo, Buenos Aires 2008, p. 99.
203.– Oficio de Alexander Mackinnon al gobierno inglés, 10 de diciembre de 1809. MD t. X, p. 185.
106 Eduardo Azcuy Ameghino
afirmaba que «no faltan algunos pocos díscolos que extendiendo noticias falsas y se-
ductivas pretenden mantener la discordia y fomentar el espíritu de partido, tal vez con
ideas más depravadas cuyo fondo de malicia no penetran los incautos». Para combatir
estos procedimientos la orden establecía: 1) Cualquier individuo que fuere delatado
ante la comisión de vigilancia, de haber producido noticias falsas, fijado, extendido,
leído o retenido anónimos, o papeles relativos a variar la forma de gobierno, o que
sean injuriosos a éste y demás autoridades constituidas será inmediatamente extraña-
do de estos dominios. 2) Uno de los arbitrios de que ha hecho uso la malicia de los
genios revoltosos ha sido el de hacer correr la voz en el vulgo anunciando una conmo-
ción que debe verificarse el primero del año venidero. . . tomaré todas las precauciones
y providencias que me parezcan conducentes y necesarias para que el público se ase-
gure de que ninguno se atreverá a turbar su tranquilidad en manera alguna o sufrirá
el castigo correspondiente militarmente y de un modo ejemplar, y que sirva de es-
carmiento. 3) Reitera la orden para que todas las autoridades celen y hagan cumplir
los bandos públicos «sobre el uso de armas prohibidas, reuniones de gentes y demás
providencias».210
Cabe agregar que estas medidas fueron acompañadas de la deportación de varios
portugueses, sindicados por sus opiniones sospechosas o adversas al gobierno virreinal,
al igual que algunos franceses y americanos tenidos por simpatizantes de Napoleón,
mientras que se advirtió a unos ingleses para que se abstuvieran de «sus indiscretas
conversaciones».
1.– Analizando la evolución del que denomina «partido de la independencia», Saturnino Peña confirma que
«muchos hombres de juicio, que por convencimiento, por conexiones, o por otros motivos semejantes, eran
antes partidarios de la independencia», con la prisión del rey de España y la llegada de la princesa Carlota
al Brasil decidieron adherir a su partido mediante el proyecto de regencia. MD t. IX, p. 237.
2.– Carta de Saturnino Rodríguez Peña a Aniceto Padilla. MD t. VII, p. 285
3.– Presas, José. Memorias secretas de la princesa del Brasil. BM t. I, p. 825.
4.– Instrucción que dio Don Cornelio Saavedra a su apoderado. . . BM t. II, p. 1.104.
5.– Tanto la continuidad del proyecto, como el acotamiento de sus operadores, se reflejan en un testimonio
fechado en diciembre de 1809: «A pesar de que los portugueses y su gobierno son detestados aquí, es
Los últimos días de la dominación colonial en Buenos Aires 111
asombroso las artimañas que emplean varias personas aparentemente emisarios del Brasil para conseguir
partidarios a las pretensiones hereditarias de un alto personaje en esa región. Lamento decir que se cree que
un oficial británico de alto rango ha parecido en alguna medida patrocinar tales pretensiones; por lo tanto
pienso que fue buena política hacer entender claramente al virrey que S. M. se considera comprometida a
sostener la monarquía española en todas partes». Oficio de Alexander Mackinnon a George Canning. MD t.
X, p. 185.
6.– Diversos documentos refieren el nuevo y destacado rol que cumplió la juventud porteña durante los días
de mayo, parte de ella agrupada bajo el nombre de «chisperos», por considerárselos el vehículo más eficaz
para propagar el incendio revolucionario. También fueron mencionados como los «manolos», acaudillados
por Domingo French.
7.– Martínez, Enrique. Observaciones hechas a la obra póstuma del señor. . . BM t. I, p. 529.
112 Eduardo Azcuy Ameghino
8.– Documentos relativos a los antecedentes de la independencia de la República Argentina. . . pp. 445-467. BM
t. XI, p. 10.729.
9.– El argumento de Matheu para incorporarse a la primera junta no discrepó demasiado de las razones por
las cuales había simpatizado con el alzaguismo: «Declaradas las Américas parte integral de la monarquía
¿qué derecho tenían tres hombres desconocidos por la gran parte libre para gobernarla desde un peñasco?,
y si la España toda se viese libre, la América tenía igual parte en todo por tener más gente y diez veces más
territorio». Matheu, Domingo. Autobiografía. BM t. III. p. 2.383.
Los últimos días de la dominación colonial en Buenos Aires 113
10.– Por ejemplo: Gandía, Enrique de. Orígenes desconocidos del 25 de Mayo de 1810. Ed. OCESA, Buenos
Aires, 1960. Williams Álzaga, Enrique. Martín de Álzaga y el 25 de mayo de 1810. Revista Historia n.º 22,
1961.
11.– Aquí el concepto «abajo» está referido – y limitado – centralmente a la elite mercantil terrateniente y
su círculo más inmediato, y debe entenderse en relación con el centro estatal colonial, es decir con el poder
de la metrópoli.
12.– «Martín de Alzaga, con su numeroso partido, desplegó todas sus fuerzas trabajando con la plebe y todas
las clases y en todos los pueblos. Concertose un plan casi general de revolución a fin de formar una junta
suprema en la capital y otras subalternas en las capitales de provincias: rompió este en Buenos Aires en la
mañana del 1 de enero de 1809, empezando por ocupar la Plaza Mayor y sus avenidas con los tercios de
Catalanes, Gallegos, Vizcaínos, etc. . . ». Reverente súplica al ex rey Carlos IV pidiéndole a su hijo adoptivo
el infante don Francisco de Paula para coronarle en las provincias del Río de la Plata. Por los vasallos del
mismo, don Manuel Belgrano y don Bernardino Rivadavia, 1815. En: Martín de Alzaga. Cartas (1806-1807).
Emece, Buenos Aires, 1972, p. 71.
114 Eduardo Azcuy Ameghino
delito que haber nacido en unas tierras que la naturaleza enriqueció con opulencia».13
Años después, mediante un artículo de la Gaceta que en una de sus lecturas posibles
admite ser considerado como un ajuste de cuentas con su pasada relación con Álzaga,
Moreno describió críticamente la actitud de la mayoría de las corrientes españolistas:
«En todos los pueblos de esta América que han tratado de hacer uso de sus legítimos
derechos se ha desplegado una tenaz y torpe oposición en la mayor parte de los es-
pañoles europeos. Sin considerar la justicia de la causa, ni los intereses de su propia
convivencia, atacan la opinión y conducta de los hijos del país con una imprudencia
hija de un verdadero despecho».14
Mientras se hallaba en curso el que hemos caracterizado como un complejo, contra-
dictorio y en parte inasible proceso de maduración de la subjetividad de los diferentes
grupos y personalidades que venían actuando en el escenario rioplatense (que más allá
de la conciencia que tuvieran de ello los estaba preparando para responder con eficacia
a los desafíos por venir), un hecho, una noticia inesperada, conmocionó la políticamen-
te alborotada cotidianeidad colonial. En marzo de 1810 se conoció en Buenos Aires la
feroz represión que había acabado con el asesinato de Murillo y otros ocho líderes de la
rebelión de La Paz: «semejantes actos de barbarie hicieron odiosa la autoridad de Cis-
neros y no tardaron en convertir en desprecio la frialdad de los habitantes con respecto
a un jefe sin apoyo».15
Nada volvería ya a ser igual. Las reglas del juego, para quienes decidieran con-
tinuarlo, habían quedado nítidamente escritas con sangre americana. España y sus
representantes locales no abandonarían el dominio de sus colonias en tanto les quedaran
fuerzas para sostenerlo. Todas comprobaciones que instalaron una cuenta regresiva,
tan real como imprevisible, hacia el desenlace de la crisis orgánica del centro esta-
tal virreinal en que se encarnaba el poder metropolitano. El clima de la coyuntura, el
cambio cualitativo en las actitudes, y los primeros arrestos específicamente criollos de
quebrar el poder virreinal en Buenos Aires, se presentan abigarrados en el testimonio
brindado por un testigo de los sucesos: «La sangre que hizo derramar en el desgracia-
do pueblo de La Paz, en vez de bálsamo vino a convertirse en un exasperante, en un
activo y terrible veneno. Tan cierto es que ya desde entonces principió a manifestarse
a las claras una irritación general entre los americanos. Entonces fue que, y desde ese
tiempo, comenzaron a predisponerse de un modo general también y muy decidido a
sacudir el yugo español. Lo hubieran hecho en esa misma ocasión, pero una circunstan-
cia los detuvo. Un imponente número de jóvenes de la capital (a la cabeza de ellos se
hallaban Domingo French y Antonio Luis Beruti) que después formaron el regimiento
de la Estrella, estaban ya resueltos; y lo hubiesen llevado a efecto si no hubiese sido
por la prudencia del primer comandante de patricios, Saavedra, quien al hablársele de
este cambio político contestaba siempre que aún no era tiempo. No podía alcanzarse
de este jefe cuando lo sería en su concepto».16
Por otra parte, aunque se trataba de una región relativamente distante de la capital,
el Alto Perú resultaba un lugar de referencia insoslayable en el Río de la Plata, cuyos
13.– Moreno, Mariano. Disertación sobre el servicio personal de los indios en general y sobre el particular
de yanaconas y mitayos (1802). Selección de escritos. Concejo Deliberante, Buenos Aires, 1962.
14.– Moreno, Mariano. «Con motivo del movimiento revolucionario de Chile». Escritos políticos y económicos.
OCESA, Buenos Aires, 1961, p. 215.
15.– Moreno, Manuel. Memorias de Mariano Moreno. Buenos Aires: Carlos Pérez Editor, 1968, p. 128.
16.– Saguí, Francisco. Los últimos cuatro años de la dominación española. . . BM t. I, p. 116 (véase AD 35 en
página 260).
Los últimos días de la dominación colonial en Buenos Aires 115
17.– Finot, Enrique. Nueva historia de Bolivia. Gisbert & Cía, La Paz, 1964, p. 141. Cutolo, Vicente O. Argen-
tinos graduados en Chuquisaca. Ed. Elche, Buenos Aires, 1963.
18.– Al respecto se ha señalado también que «los revolucionarios de Chuquisaca y La Paz estaban en contacto
con los patriotas de Buenos Aires», no sólo por correspondencia sino también probablemente a través de los
viajes al norte de Chiclana y Moldes, ambos declarados partidarios de la independencia. Puiggrós, Rodolfo.
La época de Mariano Moreno. Buenos Aires: Sophos, 1960, p. 160.
19.– «Hay muchos hijos que viviendo en la misma casa con sus padres españoles, no les ven ni los hablan,
y les dicen frecuentemente que darían la vida por sacarse la sangre española que circula en sus venas».
Oficio de José Salazar al secretario de Estado y Marina. Archivo Artigas. Comisión Nacional Archivo Artigas.
Montevideo, 1953-2006, tomos I al XXXVI, t. III, p. 374.
20.– «Ensayo sobre la Revolución del Río de la Plata desde el 25 de mayo de 1809». Mártir o Libre n.º 9, 25
de mayo de 1812 (véase AD 25 en página 214).
21.– Guido, Tomás. Reseña histórica. 25 de mayo de 1810. BM t. V, p. 4.311 (véase AD 33 en página 250).
116 Eduardo Azcuy Ameghino
abogado defensor. . . Juan José Castelli.22 Se trata sin duda de un documento extraor-
dinario, en el cual, además de traslucirse la sustancia político ideológica del principal
grupo revolucionario rioplatense, se anticipan muchos de los fundamentos que estarían
llamados, un par de meses después, a transformarse en doctrina revolucionaria.
La base del argumento expuesto consistió en establecer una diferencia, lo más ta-
jante posible, entre la «conducta anterior» de Saturnino Rodríguez Peña y su postura
«actual», planteando que en un caso se trataba de una «independencia criminal» y en
el otro de la resistencia a «depender de una dinastía francesa». De modo que como
en «el plan del día» Peña no opina lo que «opinaba en otra época», lo que ocurrió fue
que los funcionarios que diligenciaron las actuaciones represivas, dejándose llevar por
sus ideas preconcebidas, confundieron el posterior sistema con el anterior, respecto
al cual Paroissien no tendría nada que ver. O sea que se podría aceptar hablar de un
crimen cuando en la «primera época», en virtud del «antiguo plan», se trabajaba por
«la independencia de América de la dominación española»; pero en la época presente
de lo que se trataba era del «plan moderno» de preservar los territorios hispanos de
la dominación francesa. Claro que para esto, Castelli debe explicar lo inexplicable, es
decir que Peña no quiere decir lo que dice cuando afirma que «su reciente opinión es
poco variada de la anterior»; para lo cual justifica bizarramente que «él cuidó poco
de expresar con propiedad el concepto, mezclando y uniendo entre sí las ideas de la
independencia genérica y de independencia específica».
En esta dirección la defensa estableció con precisión ambos sentidos de la voz inde-
pendencia, siendo que en la «genérica» (de la cual, como se ve, Castelli era experto) se
«trabajaba por la independencia de América de la dominación española. . . independencia
de América de la corona de Castilla. . . independencia de la dominación española de
Castilla por medio de una forma democrática, aristocrática u otra republicana popular
que subvierta el orden y régimen de la constitución fundamental del reino. . . desmembrar
la América de la corona de Castilla estando ésta libre de ocupación extraña y los reyes
legítimos en posesión efectiva del trono. . . independencia republicana revolucionaria»,
etc. En tanto que el «sentido específico» del concepto de independencia, como denomi-
na a la estrategia carlotista, apuntaba a la independencia de la España napoleónica y a
una regencia de la princesa que mantuviera la dinastía borbónica. Esto es, «no adherir
a la España sucumbente, que no se formen proyectos o sistemas nuevos», reconocer a
la misma monarquía y casa reinante, y por cautiverio del rey aclamar una regencia de
la más próxima heredera libre. De esta manera los fundamentos político-legales que
sustentan la línea que plantea Castelli el 14 de marzo de 1810 son muy similares a los
que se expondrán el 25 de mayo, con la diferencia de que entonces se preferirá, da-
da una valoración de la coyuntura más favorable para el accionar revolucionario, una
junta local antes que a Carlota.
Siendo esto lo esencial que entrega el documento aludido,23 resultan igualmente
de gran interés otras afirmaciones presentes en él, en especial las que colocan el plan
de Peña y sus derivaciones organizativas en paridad con lo que, con carácter de legal,
necesario y razonable, se venía realizando en la metrópoli por parte de la resistencia
hispana: «Todo lo demás que se reconoce en el plan del Dr. Peña refiriéndose a mejoras
de gobierno, leyes, constituciones, cortes, etc., son pormenores que aun cuando por
22.– Memorial de Diego Paroissien, que también firma su defensor Juan José Castelli. MD t. XI, p. 10.343.
(AD, 28)
23.– BM t. XI, p. 10.353.
Los últimos días de la dominación colonial en Buenos Aires 117
27.– Proclama del rey José a los americanos españoles, 22 de marzo de 1810. MD t. XI, p. 144.
28.– Según la descripción de Casa Irujo, «Antonini es milanés de nación, y establecido hace muchos años
como relojero en Buenos Aires. Astuto, insinuante y con más instrucción que podría esperarse regularmente
en un hombre de su profesión, supo ganar la voluntad de Liniers, que durante la reconquista y defensa de
Buenos Aires le empleó como comisario general de provisiones. Hace dos años le envió el mismo Liniers a
Filadelfia con mucho dinero y la facultad para contratar por unos 10.000 fusiles».
29.– Memoria del marqués de Casa Irujo, 10 de abril de 1810. MD t. XI, p. 165.
30.– Al respecto cabe apuntar que las dos caras de la diplomacia francesa hacia las colonias, si bien tenían
conceptualmente sentido y en cierta medida pueden haber cumplido con los objetivos para los cuales se
diseñaron, expresaban de fondo la debilidad y las limitaciones napoleónicas – navales y comerciales en
primer lugar – para incidir en los dominios hispanoamericanos.
31.– Carta de lord Strangford a Canning, 16 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 252.
32.– Carta de lord Strangford a Canning, 10 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 217.
Los últimos días de la dominación colonial en Buenos Aires 119
dad de explayarse sobre importantes cuestiones, tal como las percibía inmediatamente
antes de recibir las noticias de los sucesos de mayo en Buenos Aires. Como tal, el docu-
mento que registró este intercambio de ideas,33 tiene la virtud de indicar cuáles eran
entonces las inquietudes e interrogantes del gabinete británico en relación con su es-
trategia en la región, mientras que las respuestas del diplomático entregan el marco
conceptual – y también el nivel de información, las preferencias y los prejuicios – con
el que abordaría los inminentes cambios que se gestaban en el virreinato. Dejando el
abordaje del texto a la consideración del lector,34 cabe hacer referencia a algunas cues-
tiones relevantes para este estudio, entre ellas la manera como Strangford caracteriza
al sector que asocia con «el enemigo», en tanto lo percibe asociado o asociable con los
intereses de Bonaparte: «existe un conjunto de hombres que con gusto nos arrastrarían
al mismo precipicio junto con la madre patria, movidos por principios y sentimientos
de interés privado y por las sórdidas ventajas derivadas del monopolio y la opresión».
Retrata de este modo al que denomina «partido francés», coincidente en primer lu-
gar y a grandes rasgos con los operadores y funcionarios del centro estatal colonial,
«personas que deben su subsistencia a los empleos en que han sido colocados».
Al respecto, y yendo más allá del testimonio del embajador, interesa remarcar que
no sólo en él, sino que en casi todas las perspectivas políticas que se iban definiendo
en torno a la crisis virreinal, resultaba creciente – más allá del discurso oficial que ob-
viamente lo negaba – la inclinación a establecer una cierta asimilación entre Francia y
España, sustentada en la creencia en el triunfo final de Napoleón. Circunstancia influ-
yente a la hora de la revolución y la guerra, ya que en ambos bandos se confundirán
partidarios y enemigos de uno y otro país. Liniers enfrenta a los rebeldes americanos,
¿cómo francés o como español? De hecho pudo hacerlo en ambas calidades. Matheu tal
vez aceptó integrar la junta por su carácter de antifrancés, compartiendo responsabili-
dades con Belgrano, Moreno y Castelli, decididamente antiespañoles. Pero lo fascinante
de la situación es que, de uno y otro lado, no sería preciso realizar mayores aclaracio-
nes por fuera del discurso formal que – dada la estructura de la situación y las tácticas
políticas en juego – se debía repetir; y no lo sería al menos mientras para unos no se
decidiera definitivamente la situación en España, y para otros no se arrojara la máscara
del rey cautivo. O en todo caso, hasta que el puro efecto de la realidad no vaciara de
contenido el complejo de dudas, confusión, oportunismo y oportunidad que sustentaba
esas y otras situaciones ambivalentes. Entre tanto, sin mayores pérdidas de tiempo en
cultivar los ruidos emergentes de las mencionadas inconsistencias, se irían alistando
los ejércitos y haciéndose la historia.
Por cierto que no sólo los funcionarios gubernamentales podían jurar obediencia a
otra dinastía – como lo habían hecho respecto al trono inglés en 1806 – ; tampoco se le
escapaba a Strangford «recordar que Bonaparte ni ha descuidado, ni ahora descuidará,
diseminar por la América española el recelo y el odio al nombre y la nación inglesa, y
que últimamente nos ha puesto enfrente el seductor presente de independencia, con la
única condición de absoluta separación de Inglaterra». En este marco, recordando las
sospechas que todavía pesaban sobre Liniers, señalaba que «los procederes del virrey
Cisneros no son menos alarmantes. Mientras él persigue a las personas que supone
están interesadas en la princesa del Brasil, mantiene una amistad ininterrumpida con
33.– Informe de Lord Strangford a Su Majestad Británica, respondiendo una consulta sobre la situación en
Sudamérica. MD t. X, p. 289.
34.– Véase AD 27 en página 219.
120 Eduardo Azcuy Ameghino
los jefes del partido independiente, tales como Álzaga, Villanueva y el resto. Combínese
este hecho con la situación de que la independencia ha sido verdaderamente ofrecida
a las colonias por Bonaparte y el resultado será obvio».35
Esta es una opinión bastante curiosa,36 ya que – más allá de la asimilación Fran-
cia / España referida anteriormente – no parecen existir mayores indicios de un Álzaga
afrancesado, aunque sí estuvo a la orden del día el probable independentismo (en prin-
cipio por no ser franceses) sustentado por algunos peninsulares en América, postura
que dadas las circunstancias tampoco resulta imaginable como especialmente opuesta
al vínculo comercial y político con los ingleses, sus aliados en la lucha contra Fran-
cia. Por otra parte, durante el gobierno de Cisneros y debido a sus presuntas posturas
separatistas en ocasión de las invasiones inglesas, Álzaga se encontraba bajo proce-
so criminal. Y sin embargo, no es sólo Strangford quien opina de ese modo, sino que
Pueyrredón, que se hallaba exiliado en Brasil, le atribuye a Álzaga la responsabilidad
por la persecución de la que era objeto,37 y afirma que este «es el jefe de los que opinan
por la unión con la metrópoli hecha francesa».38
Otra de las consideraciones remarcables del informe del embajador inglés son sus
juicios, especialmente duros, sobre Carlota y sus aliados ingleses: «Hubo un tiempo en
que este partido pudo haber sido numeroso y respetable. Pero el carácter pérfido de la
princesa, el doble juego tan torpemente realizado por el almirante Smith y las desgra-
ciadas intrigas del infame coronel Burke han hecho detestable el nombre de S. A. R.
en Buenos Aires. A su consejo se debió la cruel persecución que se levantó contra sus
propios amigos y a quienes ella traicionó en violación de todo principio de buena fe y
honor». Finalmente, respondiendo a la pregunta de quiénes son los partidarios de Gran
Bretaña, plantea que las «colonias españolas saben que de Inglaterra pueden esperar
toda ventaja que pueda ser conferida por un aliado generoso, y en esta expectación
toda la nación es partidaria de Inglaterra, con la excepción de los monopolistas y las
personas adheridas únicamente a los beneficios de su empleo. Se les asegura que las
primeras medidas que se tomarán bajo protección inglesa serán la abolición de este
35.– Valen para esta caracterización, algo desactualizada o desajustada, las observaciones que se han pro-
puesto respecto a la evolución y alistamiento de los diversos actores políticos en las vísperas de mayo de
1810.
36.– Es posible que en este punto, Strangford poseyera una visión sesgada en virtud de que varios de sus
informantes pertenecían o se hallaban asociados a alguno de los sectores impulsores del carlotismo, que
habían hecho del «peligro» independentista republicano uno de los espantajos destinados a fundamentar
la necesidad de un nuevo orden presidido por la princesa, al estilo – en el caso del grupo porteño – de
una monarquía constitucional. A lo que podría sumársele el peso del conflicto creciente entre españoles y
americanos, que tendía a enfrentar los proyectos de dichos cuños, aunque tuvieran puntos en común en
cuanto a su diseño y perspectivas (independentistas).
37.– El planteo resulta razonable, ya que las cartas que oportunamente le enviara Pueyrredón al cabildo
denunciando el caos español y el avance triunfal de Napoleón, fueron la causa de que se lo procesara por
considerarse dichas posturas subversivas del orden virreinal. Circunstancia que también podría explicar cier-
to resentimiento personal de Pueyrredón hacia Álzaga.
38.– Oficio al conde de Linhares, 28 de diciembre de 1809. MD t. X, p. 240. Acota Pueyrredón que «la
existencia de esta facción es anterior a la revolución, y conserva la misma cabeza, los mismos miembros y
sigue la misma marcha que es la de la desorganización y de la anarquía». Recordando que Pueyrredón había
marchado a Río como representante de los carlotistas de Buenos Aires, cabe reiterar que el grupo de Castelli-
Belgrano había construido un discurso que, si bien resultaba de uso general, lo destinaba especialmente
para sus intercambios con Carlota y la corte portuguesa, a quienes consideraban con acierto como muy
preocupados por el mantenimiento del orden y la subordinación de los pueblos a sus mandantes naturales,
razón por la cual creían estimularlos mediante la alusión reiterada a las diferentes expresiones que iba
asumiendo el movimiento juntista en el virreinato. Así, de algún modo su consigna fue durante bastante
tiempo, Carlota o caos.
Los últimos días de la dominación colonial en Buenos Aires 121
sistema destructivo, y el romper las cadenas de que está cargado su comercio». Y seña-
lando, aquí sí, sin cortapisas, sus preferencias, agrega: «Esta es independencia racional,
esto es distinto de los sueños de los republicanos visionarios, esta es la independencia
que debieran tener y por la que Inglaterra debería trabajar».
Es notable, por último, como al reportar a su gobierno Strangford ya pensaba los
problemas y la estrategia inglesa muy asociados con las consecuencias de un triunfo
francés en España, de manera que sus expresiones tienden a resaltar, en general, el
papel que los españoles y americanos cumplirían en la conducción de un eventual
proyecto de reconstruir y superar a España en América. Por cierto, estas alternativas
dependerían de que la alianza con el gobierno hispano dejara de constituir la prioridad
principal del estado británico, debido al hipotético cese de la resistencia a la invasión
napoleónica en la península. Caso contrario la orientación era muy clara: respeto a la
integridad e independencia de la monarquía borbónica, colonias incluidas, sin dejar de
obtener por ello todas las ventajas que fueran posibles para los intereses económicos y
geopolíticos ingleses en la región.
Con una visión afilada de las políticas francesa e inglesa, Francisco Miranda agregó
un valioso aporte al análisis de la coyuntura abierta a comienzos de 1810: «La España
está ya enteramente evacuada por las tropas inglesas y todas sus provincias – con la
excepción de tres o cuatro – absolutamente subyugadas o voluntariamente sometidas
al nuevo rey Don Joseph Bonaparte. . . Estos graves e importantes resultados, que hace
algunos meses no eran más que conjeturas probables, son en el día hechos muy exac-
tos, y así es necesario apresurarse en llevar a debido efecto el plan que me decía Ud.
estaba ya acordado para la independencia de esas provincias del argentino». Asimismo,
denotando una mirada global sobre la lucha en Hispanoamérica, Miranda instruía que
había que tener en cuenta también el ofrecimiento de independencia realizado por
Napoleón, «para que aprovechando con destreza esta favorable coyuntura obtengamos
al fin nuestros deseos». Por otro lado recomendaba estar atentos a la actitud de Gran
Bretaña, dueña de los mares, expresando su creencia de que la caída de España hacía
probable que «las miras de este gobierno nos sean tan favorables como hasta aquí nos
han sido vacilantes y contradictorias».39 Notables los conceptos, y más relevante aun el
hecho de que este tipo de análisis formaba parte de un bagaje político ideológico no muy
alejado del que acuñaban y ejercitaban dirigentes como Castelli, Belgrano, Vieytes, los
Peña y tantos más, que al igual que el caraqueño se ilusionaban con la posibilidad de
«aprovechar con destreza» la oportunidad favorable que se esperaba en breve.
Dándole otra vuelta a la perspectiva británica, en abril de 1810 el marqués de
Casa Irujo trasmitió al gobierno metropolitano su inquietud respecto al contenido de
una larga nota sobre la situación en las colonias españolas – editada en el periódico
inglés The Edimburgh Review – , donde se aludía, entre otros juicios problemáticos, a
«la facilidad con que puede hacerse una mudanza en el gobierno de la América»; y a la
cada vez más reiterada opinión de que si la expedición inglesa de 1806, «en lugar de
haber entrado en proyectos de conquista se hubiera limitado a hacer a sus habitantes
independientes habría tenido otro éxito». Pero lo que más alteró al embajador español
fue constatar que se atribuían – en su opinión falsamente – «a los fieles habitantes de
aquel virreinato las mejores disposiciones para sacudir el yugo pesado de la metrópoli».
Por lo cual, sin dejar de encomiar la alianza hispano-inglesa, no resistió agregar estas
sugerentes palabras, que sin duda eran patrimonio de todos los observadores más o
39.– Oficio de Francisco Miranda a Felipe Contucci, 17 de enero de 1810. MD t. XI, p. 58.
122 Eduardo Azcuy Ameghino
menos atentos de la situación colonial: «No debe dudarse un solo instante de la buena
fe de la Gran Bretaña. . . pero también conviene no dormirnos en una ciega confianza y
prepararnos con tiempo por si llegase el caso que ni espero, ni Dios lo permita, de que
la península fuese subyugada».40
Resulta de igual origen inglés otra de las fuentes que, de acuerdo con las noticias
que recibía de sus informantes rioplatenses, retrató la situación vigente a comienzos
de 1810, llamando en especial la atención sobre un problema que vale la pena recon-
siderar: «Lo que parece muy raro es que los nativos de la vieja España son los que
más desean establecer aquí un gobierno independiente, mientras que los criollos son
leales al rey de España».41 Observación razonable, aunque en vías de transformarse en
anacrónica, que reiteraba en primer lugar la paradoja que desde 1806 fue desquician-
do un orden virreinal que resultaba sostenido fundamentalmente por quienes serían a
la postre sus verdugos. Indudablemente, el mejor momento del independentismo es-
pañolista en Buenos Aires – hasta donde este fenómeno existió como tal – ya había
pasado luego de la represión al movimiento del 1 de enero y la relativa disgregación
del grupo que la motorizó. Por eso es posible que los corresponsales de la revista se
hayan guiado por una observación parcial de la situación, basada antes en los dichos
escuchados – reflejos en el pensamiento de sucesos anteriores – que en la indagación
de los procesos no tan subterráneos en curso; toda vez que se multiplicaban las dificul-
tades para «hacer la España en América» y que, al contrario, lo que se presentía como
más factible era que los criollos acabarían separándose de la metrópoli bajo sus propios
términos y condiciones, es decir estableciendo su prelación por sobre los europeos.
O sea que el retrato propuesto por la publicación inglesa ya se hallaba bastante
distorsionando durante los primeros meses de 1810, siendo que el grupo de españoles
que podían llegar a reafirmar aquel independentismo que se les atribuía, se había aco-
tado a quienes se mostraran dispuestos a compartir – posiblemente en minoría – con
los americanos un gobierno local autónomo. Es verdad que otro sector permanecía en
una posición intermedia, dispuesto a remover al virrey y formar un gobierno local – lo
que podría explicar el juicio que comentamos – , pero sin dejar de prestar obediencia a la
metrópoli, tal cual lo plantearía uno de sus integrantes al postular, en el cabildo del 22
de mayo, un «gobierno provisorio dependiente de la legítima representación que haya
en la península de la soberanía» de Fernando VII.42
De todos modos, frente a un posible papel preponderante de los criollos, la mayor
parte de los europeos tendería a inclinarse por cerrar filas con el centro estatal y apostar
a una mejoría en la situación metropolitana. Como ilustración de este enunciado se
puede recordar la actitud del coronel español Fornaguera – que había estado ocho
meses preso por participar del motín de Álzaga – , quien dio testimonio de haberse
reunido con Cisneros a efectos de proponerle los medios que creía adecuados para
«atajar y contrarrestar al partido insurgente y conservar en Buenos Aires la unión y
su obediencia a la madre España», actitud compartida por muchos peninsulares que
habían, al igual que él, participado de la movida contra Liniers, e incluso por muchos
otros que permanecieron relativamente neutrales o directamente al margen. Por otro
lado, dando en esto sí razón al corresponsal de The Monthly Magazine, la respuesta de
Cisneros a las propuestas de Fornaguera mostraba cuan errado estaba en el análisis
40.– Oficio del marqués de Casa Irujo a Francisco de Saavedra, 14 de abril de 1810. MD t. XI, p. 177.
41.– The Monthly Magazine, abril de 1810. MD t. XI, p. 156.
42.– ACBA serie IV, tomo IV, p. 126.
Los últimos días de la dominación colonial en Buenos Aires 123
43.– Oficio del coronel José Fornaguera al consejo de regencia, 25 de mayo de 1811. BM t. V, p. 4.234 (véase
AD 37 en página 267).
44.– ACBA serie IV, tomo IV, p. 91.
45.– Y también la reiteración de noticias fehacientes pero extremadamente negativas para la perspectiva
española, como el reciente e importantísimo triunfo francés en Gerona.
46.– BM t. XVIII, p. 16.053.
47.– Citado en: Etchepareborda, Roberto. Qué fue el carlotismo. Buenos Aires: Plus Ultra, 1972, p. 213
La insurrección de Mayo
1.– Sin saber que ya se habían precipitado los sucesos, un observador sagaz como el embajador inglés
concluía que «las informaciones que continuamente recibo de las colonias españolas coinciden en demostrar
que el fracaso de la causa española en Europa será la señal de un esfuerzo general por parte de esas colonias
para separarse de la madre patria y establecer un gobierno independiente, bajo la protección y garantía de
una de las potencias beligerantes». Nota de lord Strangford al marqués de Wellesley, ministro del Foreign
Office, 10 de junio de 1810; véase Ruiz-Guiñazú, Enrique. El presidente Saavedra y el pueblo soberano de
1810. Buenos Aires: Estrada, 1960, p. 589.
2.– El virrey de Buenos Aires a los leales y generosos pueblos del virreinato. BM t. XVIII, p. 16.059.
126 Eduardo Azcuy Ameghino
decisión en la capital se procuraría sumar a las provincias, no así a los virreinatos, tal
como lo plantearía Moreno en sus artículos de la Gaceta acerca de la convocatoria del
congreso.3
La iniciativa del virrey y su círculo de colaboradores se iba a sostener, en coordi-
nación con el ayuntamiento, hasta que fuera quebrada por los revolucionarios; lo que
significa que entre el 18 de mayo y la mañana del 25, aún a la defensiva frente a las
iniciativas destituyentes, Cisneros y los españolistas lograron operar – cada vez con
mayores dificultades – dentro de sus previsiones tácticas, procurando evitar o amorti-
guar, lo que fuera posible, las intenciones de los rebeldes americanos. El último acto
de dicha resistencia sería el armado de la junta del 24, donde se manifestó la presencia
de las tres fuerzas principales que se habían venido expresando en el escenario políti-
co virreinal desde las invasiones inglesas – bajo la forma que presentaban al momento
de los hechos – ;4 dos de las cuales se unirían, pese a sus diferencias, para imponer su
hegemonía sobre la tercera, a la que sin embargo ya no le pudieron desconocer su
personalidad y representación.
Mientras el gobierno, el españolismo, los opositores americanos y las mayorías has-
ta entonces silenciosas de la población, según el caso, se enteraban, asimilaban, ana-
lizaban, debatían y diseñaban los pasos a seguir, tuvo lugar un hecho de tanta tras-
cendencia como las noticias que acababa de reconocer Cisneros: la adhesión plena al
movimiento insurreccional del comandante de patricios Cornelio Saavedra,5 como re-
sultado de un complejo proceso político. A través de sus diversas instancias es factible
comprobar una vez más la persistencia de la actividad de los revolucionarios y el pa-
pel decisivo de los hombres en armas, cuyo apoyo aparecía estrechamente asociado a
la decisión de Saavedra, con quien se habían mantenido prolongadas diferencias de
opinión sobre cuándo sería el tiempo más oportuno para desconocer la autoridad de
los gobernantes coloniales.6 Esta contradicción fue expresamente reconocida por Saa-
vedra, quien haciendo en 1811 un balance del proceso revolucionario, sin dejar de
incluirse «entre los principales promotores o autores del sistema presente de nuestra
libertad», atestiguó sin cortapisa que otros habían querido hacer la revolución con bas-
tante anterioridad, pero que él se opuso «porque no lo consideraba tiempo oportuno».7
3.– Moreno, Mariano. Sobre la misión del Congreso. Convocado en virtud de la resolución plesbicitaria del
25 de Mayo. Escritos políticos y económicos. . . p. 238 y ss., (véase AD 59 en página 331).
4.– La evolución de estos grupos, y en un sentido más amplio el de los cauces o corrientes de los que
resultan emergentes, es uno de los problemas más interesantes que quedan planteados para la agenda de
investigación del proceso político entre mediados de 1808 y mayo de 1810, sobre el cual hemos propuesto
algunas hipótesis que retomaremos enseguida.
5.– Según el relato de Cisneros a su llegada a las Canarias – adonde fue expulsado por la junta – , la lealtad de
las tropas y de Saavedra fue quebrada por «la intriga oculta de algunos facciosos que logró al fin seducirlas,
para que cambiando enteramente las anteriores ideas, coadyuvasen a poner en práctica sus corrompidas
máximas y subversivos designios». En: Mata de López, Sara y Pérez Sáez, Vicente. Un documento interesante.
La expulsión del virrey Cisneros de Buenos Aires en junio de 1810. Revista Andes n.º 15, UNSa, Salta, 2004.
6.– «Los primeros hombres que concibieron el pensamiento de cambiar los destinos de estos países convi-
nieron en que era indispensable la concurrencia de Saavedra, no tanto por lo que importaba la persona de
Saavedra como por lo que importaba el regimiento, en el cual sin duda ejercía una influencia superior a la
de los demás jefes y oficiales. Más de treinta días se perdieron en diligenciar su disposición a entrar en el
movimiento, y más de una vez se propuso por el coronel don Martín Rodríguez que se ejecutase el movimien-
to sin esperar a Saavedra. El se decidió al fin cuando llegó la noticia de que los franceses habían ocupado
a Sevilla, suponiendo por ello perdida toda la España». Núñez, Ignacio. Noticias históricas de la República
Argentina. . . BM t. I, p. 344.
7.– Carta de Cornelio Saavedra a Juan José Viamonte, 20 de noviembre de 1811. BM t. II, p. 1.097.
La insurrección de Mayo 127
En tanto los americanos daban el paso final para controlar lo esencial del poder de
fuego concentrado en la capital, el día 19 Liniers – que había vuelto a verse amenazado
por las presiones para su remisión a la metrópoli – 8 escribió a Cisneros, sin conocer
todavía las recién informadas malas nuevas: «Excuso en extenderme en reflexiones
sobre el estado de esa capital que V. E. conoce tan bien como yo, en la cual hay un
plan formado y organizado de insurrección que no espera más que las primeras noticias
desgraciadas de la Península. Si en otra crítica circunstancia le decía a V. E. con toda
verdad y el desembarazo que nada había que temer de la lealtad de este pueblo, en el
día le digo que positivamente reinan las ideas de independencia. . . ».9 Cabe acotar que
Liniers mentía hasta cierto punto con respecto al pasado – ya que la lealtad anunciada
tuvo su lapso de incertidumbre mientras Pueyrredón y otros jefes se reunían a decidir
la actitud a tomar – , y decía la verdad sobre el presente, cuando la decisión estaba
tomada y sólo esperaba la oportunidad (que acababa de arribar) de su ejecución. En
una segunda nota, de igual fecha pero enviada mediante otro emisario, Liniers insistió
ante Cisneros sobre la conveniencia de que no se lo remitera a España, señalándole
– con fino instinto político – que «si tenemos noticias desgraciadas de la Península y se
verifica una conmoción popular» no existía disponible otro jefe apto más que él para
conducir la represión, salvo Nieto que «por sus achaques no es capaz de soportar las
fatigas de la guerra», y Goyeneche «cuya influencia no sería tal vez igual a la mía». De
este modo anticipaba su postulación como la persona indicada para «reunir defensores
del derecho de nuestro amado Fernando contra el partido de la independencia y de la
anarquía».10
Luego de un par de días plenos de agitación, reuniones y debates, que involucra-
ron a todos los actores políticos madurados durante los cuatro años anteriores,11 con
el agregado ahora de un nuevo y más numeroso contingente de hombres que ante
el estímulo de la situación se preparaban para tomar compromisos hasta hacía poco
impensados, «amanecieron el lunes 21 en la plaza Mayor, bastante porción de encapo-
tados con cintas blancas al sombrero y casacas, en señal de unión entre americanos y
europeos, y el retrato de nuestro amado monarca en el cintillo del sombrero, de que
vestían a todo el que pasaba por allí. Comandábalos French, el del correo, y Beruti el
8.– Al respecto Liniers, dando otra muestra del estado desesperante de la situación política que afrontaba el
gobierno virreinal, le indicaba a Cisneros que «existen bastantes gentes que me estiman lo suficiente para
impedir mi embarco a fuerza armada», pero que él, sin embargo, prefería manejar el asunto en privado y
con prudencia, debido a que consideraba que la circunstancia mencionada «podría ser uno de los muchos
pretextos de que se valen los malévolos para empezar a chocar contra la autoridad». Sin duda Liniers, que
recordaba las maniobras que en su momento habían llevado adelante Belgrano y otros revolucionarios para
que no cediera el mando, sabía bien de qué estaba hablando.
9.– Núñez, Ignacio. Noticias históricas de la República Argentina. . . BM t. I, p. 371.
10.– Núñez, Ignacio. Noticias históricas de la República Argentina. . . BM t. I, p. 372.
11.– «Belgrano, Nicolás Rodríguez Peña, Agustín Donado, Paso, Manuel Alberti, Vieytes, Darragueira, Chi-
clana, Irigoyen y Castelli, teniendo por agentes activos a French, Beruti, Viamonte, Guido y otros jóvenes
entusiastas. . . ponían en contacto a los patriotas, hablaban a los jefes de los cuerpos, hacían circular las no-
ticias, y preparaban los elementos para cuando llegase el momento de obrar. Reuníanse unas veces en la
fábrica de Vieytes, o en la quinta de Orma, pero más frecuentemente en la de Rodríguez Peña». Mitre, Bar-
tolomé. Historia de Belgrano y de la independencia argentina. Suelo Argentino, Buenos Aires, 1950, p. 114.
«Las líneas se tienden. Las reuniones se multiplican. En lo de Rodríguez Peña, en lo de Darragueira, en la
quinta de Orma. . . ». Bagú, Sergio. La plaza pública. En: Mayo. Su filosofía, sus hechos, sus hombres. Concejo
Deliberante, Buenos Aires, 1961, p. 360.
128 Eduardo Azcuy Ameghino
de cajas. Eran seiscientos hombres, bajo el título de legión infernal: en efecto todos
estaban bien armados y era mozada de resolución».12
Ese mismo día, temprano por la mañana se reunieron los cabildantes – la mitad
de los cuales pertenecían a la elite criolla – , siendo avisados por el alcalde de primer
voto y el síndico procurador de que «algunos de los comandantes de los cuerpos y
varios individuos particulares» les manifestaron que el pueblo «sabedor de los funestos
acaecimientos de la península vacila sobre su situación y sobre la suerte futura», y
que en esta situación existe el riesgo de que pueda «zozobrar en un conjunto de ideas
difíciles de combinar, y que si no se llegan a fijar cuanto antes pueden causar la más
lastimosa fermentación». Tras de algunas discusiones, y de consultar con el virrey y sus
asesores, los capitulares consideraron la posibilidad de convocar un cabildo abierto o
congreso general, decisión que fue acelerada por la súbita presencia de «un número
considerable de gentes delante de las casas capitulares»,13 que exigían a viva voz la
inmediata convocatoria de dicha asamblea.
Parte de la actividad de los sectores movilizados, que utilizaban la plaza como base
de las operaciones que iban siendo necesarias para acelerar el trámite de los objetivos
del día, fue retratada del siguiente modo: «French, Beruti (oficial de las cajas) y un
Arzac que no es nada, fueron a la plaza como representantes del pueblo y repartie-
ron retratos de Fernando VII y unas cintas blancas que la tropa traía en el sombrero
y otros atadas en los ojales de la casaca, que decían significaba la unión de europeos
y patricios, pero yo a ningún europeo la he visto, y ayer ya había una cinta roja en-
cima que me dicen que significa guerra, y la blanca paz para que se escoja».14 Otro
observador agrega que cuando se comenzaron a repartir las mencionadas cintas entre
los adherentes al movimiento, «ninguno les decía nada motivado a que ellos tenían la
fuerza, y para dar este golpe habían tenido muchas juntas secretas en una casa donde
se juntaban y trataban el plan para ello».15
En estas circunstancias se resolvió, con autorización de Cisneros, que para «evitar
los desastres de una convulsión popular» se citara por medio de esquelas a «la parte
principal y más sana» del vecindario a fin de que «se oyese al pueblo y tomasen pro-
videncias». Acompañando la convocatoria, para la cual el ayuntamiento se reservaba
la potestad de seleccionar a los invitados,16 se decidió apostar partidas militares des-
tinadas a precaver cualquier tumulto o conmoción que pudiera producirse, así como a
garantizar que sólo ingresasen a la reunión las personas poseedoras de la debida invi-
tación. Si bien no era la opción que hubiera preferido, toda vez que su intención había
sido una reunión acotada a las instituciones estatales ligadas al continuismo metropo-
litano, Cisneros no renunció a plantear su línea para el cabildo abierto bajo la forma
de principios políticos a los que habría que ceñir las deliberaciones y resoluciones, as-
salvándose ésta; e independiente siendo del todo subyugada». Esta fórmula no fue
aprobada, siendo remplazada por otra más sucinta acompañada de la propuesta de
que el voto fuera secreto, por la cual se debería establecer «si la autoridad soberana
ha caducado en la península o se halla en incierto»; la que tampoco logró imponerse,
conviniéndose además que la votación debía ser pública. Finalmente, se acordó que el
pronunciamiento sería en torno a «si se ha de subrogar otra autoridad a la superior
que obtiene el excelentísimo señor virrey dependiente de la soberana que se ejerza
legítimamente a nombre del señor don Fernando séptimo, y en quién», procediéndose
a la fundamentación y expresión de los votos. Una vez finalizada la tarea, y siendo
pasada la medianoche, a pesar de que una parte de los concurrentes pidió que se hiciese
inmediatamente, se determinó que el escrutinio definitivo de los votos se realizaría al
día siguiente. Sin perjuicio de ello, quedaba claro que por la decisión mayoritaria de
los presentes Cisneros había cesado en sus funciones de virrey.
Si bien son conocidos los debates que precedieron el pronunciamiento, su análisis
se enriquece mediante la consideración de otras dimensiones del desarrollo del congre-
so, como por ejemplo la que se desprende del relato de un militar español que procuró
atraer votos a favor de la postura continuista, y que luego del esfuerzo fallido, concluía
que «de nada sirvió, porque el asunto no dependía ya de los votos sino de la fuerza, y
el fuego había tomado demasiado incremento para sofocarlo, por manera que Cisne-
ros fue depuesto».21 El cabildo abierto del 22 fue un hecho político en torno al cual
se tensaron las fuerzas e iniciativas de todas las fracciones en pugna. Poco fue casual
allí. Las cuatrocientas cincuenta invitaciones que se cursaron eran parte de la táctica
de una de las facciones; la ausencia a las deliberaciones de casi doscientos congresa-
les en buena medida respondió a la intensidad con que los partidarios de un gobierno
independiente de la metrópoli presionaron y operaron sobre el temor de muchos indi-
viduos, que seguramente habrían acompañado con su voto la perspectiva hispana en
alguna de sus variantes.22 Asimismo es probable que se hayan logrado filtrar algunos
congresales que según los criterios capitulares difícilmente calificaran para el evento:
«se citaron con esquelas quinientos vecinos, y por temor de las violencias que espe-
raban sólo concurrieron doscientos, y entre ellos muchos pulperos, muchos hijos de
familia, talabarteros, hombres ignorados. . . Se les obligó a votar en público y al que
votaba a favor del jefe, se le escupía, se le mofaba, hasta el extremo de haber insultado
al obispo, y gritándole chivato al prefecto de los betlemitas».23
Redondeando la imagen, se ha indicado que durante la reunión del congreso Bel-
grano «era el encargado de hacer la señal con un pañuelo blanco en el caso que se
tratase de violentar la asamblea», mientras que un grupo de «patriotas armados esta-
ban pendientes del movimiento de su brazo y prontos a trasmitir la señal a los que
ocupaban la plaza, las calles y las escaleras de la casa consistorial».24 En este senti-
do, no sólo lo ocurrido el 22, sino el desarrollo de los hechos que se sucedieron hasta
la noche del 25, estuvo fuertemente condicionado por lo que a la postre resultaría el
rasgo decisivo de la coyuntura, bien retratado por una de las varias crónicas que la
registran: «una parte crecida de patricios estuvieron armados de pistolas y puñales de-
bajo de sus vestidos los cuales sostenían se depusiese al virrey, y aunque no hubieran
21.– Oficio del coronel José Fornaguera al consejo de regencia, 25 de mayo de 1811. BM t. V, p. 4.234.
22.– Canter, Juan. Las sociedades secretas y literarias. En: Historia de la Nación Argentina. . . vol. 5, primera
sección, p. 222.
23.– Diario anónimo de los sucesos desarrollados en Buenos Aires. BM t. IV, p. 3.238.
24.– Mitre, Bartolomé. Historia de Belgrano y de la independencia argentina. . . p. 119.
La insurrección de Mayo 131
sido suficientes votos por este principio, hubieran seguido el grito en consecución de sus
depravadas ideas».25 De todos modos una mayoría de 92 sufragios había establecido
que debía subrogarse el mando del virrey en el ayuntamiento de Buenos Aires hasta
que se formara la junta o corporación que de allí en más gobernaría, reservándose a
los capitulares la tarea de su nombramiento; este fue el voto encabezado por Saavedra,
quien agregó que «no quede duda de que el pueblo es el que confiere la autoridad o
mando». Formulación que difiere en un punto del parecer de Castelli, quien manifestó
que «la elección de los vocales de la corporación se haga por el pueblo junto en cabildo
general sin demora», esto es que el nuevo gobierno fuera elegido directamente, sin la
intermediación del cabildo.26
La importancia de los votantes ausentes se multiplica ante la significativa cantidad
de votos (66) que se expresaron a favor de la continuidad del virrey, o de los que con-
validando su separación proponían la entrega del poder al cabildo (otros 66),27 al que
conferían amplia libertad de acción para disponer sobre la nueva forma y composición
del gobierno. De manera que también a la hora de votar se delinearon los tres grupos
principales – algunos con fuerte matices en su seno – que protagonizaban la pugna po-
lítica en torno a cuál sería el desenlace de la crisis del dominio colonial: el agrupado
en torno al funcionamiento de las instituciones del centro estatal y decidido partida-
rio de la continuidad de los vínculos con España; el que encontraba conveniente el
traspaso del mando del virrey al ayuntamiento, o su continuidad reformada mediante
la incorporación de sus propios representantes a un gobierno que se concebía como
dependiente del que existiese en la península a nombre de Fernando VII; y el que im-
pulsaba la cesantía de Cisneros y su remplazo por una junta de gobierno que, aunque
se nombraba conservadora de los derechos del rey cautivo, se desvinculaba efectiva-
mente de la obediencia a cualquier clase de gobierno que pudiera subsistir en España.
Que las cosas habían traspasado ciertos límites quedó evidenciado en el acta del cabil-
do del 23 de mayo, donde se sostiene que a pesar de haberse fijado carteles citando
a los vocales del congreso del día anterior para que concurriesen a firmar el acta, «no
convenía por las circunstancias que han sobrevenido el que se hiciese nueva reunión
de concurrentes».28
Una vez efectuado el conteo definitivo y analizado el contenido de los votos resul-
tó, «a pluralidad con exceso», que Cisneros debía cesar en el mando, el que recaería
provisoriamente en el ayuntamiento, «hasta la erección de una junta que ha de formar
el mismo cabildo en la manera que estime conveniente», la cual ejercería la autoridad
«dependiente siempre de la que legítimamente gobierne a nombre del Sr. Fernando
VII».29 Sobre esta base, y en virtud de una lectura facciosa de los resultados electora-
les, los capitulares «acordaron que sin embargo de haber a pluralidad de votos cesado
en el mando el Exmo Señor Virrey, no sea separado absolutamente, sino que se le
nombren acompañados, con quienes haya de gobernar hasta que convocada la junta
25.– Diario de varios sucesos, 21 al 28 de mayo de 1810. BM t. IV, p. 3.209 (véase AD 42 en página 275).
26.– Los cabildantes actuantes durante la semana de mayo fueron: Juan José Lezica, Martín Gregorio Yañiz,
Manuel Mansilla, Manuel de Ocampo, Juan de Llano, Jaime Nadal y Guarda, Andrés Domínguez, Tomás
Manuel de Anchorena, Santiago Gutiérrez y el sindico Julián de Leyva. La mitad eran europeos y la mitad
americanos, aunque «europeos por sus opiniones».
27.– Corbellini, Enrique. La revolución de Mayo. Lajouane, Buenos Aires, 1950, t. II, p. 73.
28.– ACBA serie IV, tomo IV, acta del 23 de mayo. Los encomillados sin referencia de fuente corresponden,
según se indique, a las actas del cabildo de los días 23, 24 o 25 de mayo.
29.– BM t. XVIII, p. 16.092.
132 Eduardo Azcuy Ameghino
general del virreinato resuelva lo que juzgue conveniente».30 Que esta propuesta no se
ajustaba exactamente a lo discutido el 22, se descubre con claridad en la sugerencia
que – una vez notificado y conforme con lo resuelto por el cabildo – realiza Cisneros
al aseverar «que juzgaba por muy conveniente el que se tratase el asunto con los co-
mandantes de los cuerpos de esta guarnición, respecto a que la resolución del Exmo
cabildo no parecía en todo conforme con los deseos del pueblo manifestados por mayo-
ría de votos». Recibida esta comunicación, el ayuntamiento citó inmediatamente a los
comandantes militares, los que al ser consultados «significaron que lo que ansiaba el
pueblo era el que se hiciese pública la cesación en el mando del virrey y reasunción de
él en el cabildo», por lo que con acuerdo de Cisneros se dictó un bando dando cuenta
de que así se había procedido.
Al día siguiente, 24 de mayo, el ayuntamiento procedió a instrumentar el mandato
que atribuyó a la votación del día 22,31 proponiendo la formación de una junta de
gobierno de cinco integrantes, para lo cual mandaron «que continúe en el mando el
Exmo Sr. Virrey Don Baltasar Hidalgo de Cisneros asociado de los señores el Dr. Juan
Nepomuceno Sola – cura rector de la parroquia de Nuestra Señora de Monserrat de
esta ciudad – , el Dr. Don Juan José Castelli – abogado de esta real audiencia pretorial –
, Don Cornelio Saavedra – comandante del cuerpo de patricios – y Don José Santos
Inchaurregui – de este vecindario y comercio – , cuya corporación o junta ha de presidir
el referido Sr. Exmo Virrey con voto en ella». Acto seguido, tras ratificar que el poder
judicial se concentraría exclusivamente en la real audiencia, y de establecer una serie
de normas a las que debería ajustarse el funcionamiento de la junta, se convocó a los
elegidos para que efectuaran «sin pérdida de momentos» la jura de los nuevos cargos.32
Pero el cabildo transitaba por un suelo resbaladizo, especialmente al pretender que
el virrey no fuese «absolutamente separado del mando», por lo que concientes de ello y
recelando de que el pueblo pudiera rechazar la presencia de Cisneros en la junta, los ca-
pitulares volvieron a convocar a los comandantes militares, a quienes se les hizo saber
que se contaba con su ayuda para «llevar a efecto las resoluciones que habían tomado
en tan críticas como extraordinarias circunstancias». Con la presencia, entre otros, de
Saavedra, Terrada, Ortiz de Ocampo y Martín Rodríguez, dichos jefes «después de al-
gunas discusiones. . . contestes expusieron que aquel arbitrio era desde luego el único
que podía adoptarse en las actuales circunstancias como el más propio a conciliar los
extremos que debían constituir nuestra seguridad y defensa, que no dudaban sería de
la aceptación del pueblo, ofrecieron contribuir de su parte a que quedase plantificado,
y se retiraron reiterando las mismas ofertas». Según consta en el acta capitular del
día 24, se procedió con gran celeridad a ejecutar la jura de la nueva junta; acto que,
30.– En la que sería una de las pocas alusiones al problema realizada en tiempo real (que para sus críticos
historiográficos representó una muestra de temor o pusilanimidad, y desde nuestra perspectiva significa
una lúcida comprensión de la circunstancia política), luego de finalizada la sesión del 22 de mayo el doctor
Moreno, instalado en la lógica de la dura disputa por el poder que estaba en curso, habría señalado: «Estoy
caviloso y muy inquieto. . . tenía mis sospechas de que el cabildo podía traicionarnos y ahora le digo a usted
que estamos traicionados. Acabo de saberlo y, si no nos prevenimos, los godos nos van a ahorcar antes de
poco. . . ». Bagú, Sergio. La plaza pública. . . p. 363.
31.– Un ejemplo de cómo determinado sentido común puede constituirse en un obstáculo epistemológico
que desdibuje el filo y el contenido de los hechos históricos, se manifiesta en el juicio respecto a que – al
procesar los votos del 22 – el cabildo actuó con «prudencia», y formó un «gobierno o junta de coalición»,
cuyo «único» defecto habría sido mantener la investidura del virrey como presidente y comandante de armas.
Corbellini, Enrique. La revolución de Mayo. . . p. 158.
32.– ACBA serie IV, tomo IV, acta del 24 de mayo.
La insurrección de Mayo 133
además de los miembros del cabildo, contó con la presencia en primer plano de los
principales representantes del estado colonial: oidores de la real audiencia, contadores
mayores, ministro de real hacienda, obispo, dignidades y prebendados, jefes y coman-
dantes de los cuerpos.33 Ante ellos comparecieron el presidente y los vocales electos de
la junta gubernativa provisoria, «que hincados de rodillas y poniendo la mano derecha
sobre los Santos Evangelios juraron desempeñar legalmente sus respectivos cargos».
Posteriormente luego de una breve alocución de Cisneros, los integrantes de la jun-
ta se dirigieron a la real fortaleza «entre un numerosísimo concurso, con repiques de
campanas y salva de artillería».
Es imaginable la vivencia extraordinaria, desenfrenada y seguramente cautivante
que experimentaron entonces muchos americanos que durante años habían alimenta-
do la ilusión de un gobierno propio e independiente de la metrópoli; es perceptible
también la fuerza de los hechos que los arrastraban al festejo y al acomodamiento a la
nueva situación – propiciada por el resultado del 22 y pergeñada por el cabildo – , en
la cual dos de los referentes principales de la sedición separatista pasaban a compartir
el gobierno del virreinato. Se comprende por otra parte que Saavedra, Castelli y algún
otro dirigente quedaran momentáneamente absorbidos por la dinámica alocada de los
sucesos. Y sin embargo, a las veintiuna y treinta horas del mismo 24 de mayo – cuya
noche, escenario de febriles reuniones,34 fue sin duda la más larga del coloniaje – 35 am-
bos vocales, reunidos con el resto de la junta, anunciaban la disconformidad del pueblo
33.– La situación de doble poder, sobre la base de la pérdida o el debilitamiento extremo de la tradicional
preeminencia del centro estatal y el potenciamiento de la elite local, se torna evidente en la escenografía
descripta. Sin embargo no basta para explicar las claves políticas del momento, ya que tanto la burocracia
dependiente de la metrópoli como los sectores acomodados hispanoamericanos – tal como los representaba
entonces el cabildo – que adherían a la formula virrey + cabildo, quedan encerrados por una misma opción
estratégica, aunque rebalanceando sus respectivas cuotas de poder e influencia. Por esta razón resulta ne-
cesario notar que es en realidad en el tercer grupo activo – que con Castelli y Saavedra había quedado en
minoría en el nuevo gobierno – donde se revela en plenitud la presencia de una hegemonía radicalmente
diferente, y por ende auténtico poder alternativo, al bloque que no desea romper sus lazos con la metrópoli.
Esta segunda modulación de la oposición al centro estatal encabezado por Cisneros – también referenciada
en fracciones de la elite, en particular de origen americano – es sin duda la encarnación más consistente
de un efectivo doble poder que desde las calles y los cuarteles impuso finalmente una junta revolucionaria
independiente de la metrópoli.
34.– Ante la maniobra del cabildo, «los ciudadanos acuden en tropel a los cuarteles de Patricios, punto de
reunión y de tribuna de aquel tiempo y discurren en permanencia sobre la situación». Unos piden desbaratar
la maniobra directamente por las armas, Moreno, Chiclana, Irigoyen y otros impulsan que al día siguiente se
eleve una representación al cabildo con las exigencias del pueblo, lo mismo se acuerda en casa de Rodríguez
Peña y otros sitios de reunión de los antiguos y nuevos revolucionarios. Echeverría, Esteban. Antecedentes y
primeros pasos de la Revolución de Mayo. En: Mayo. Su filosofía, sus hechos, sus hombres. . . p. 503.
35.– Afirmación autorizada por el cúmulo de decisiones que se tuvieron que tomar e iniciativas que desarro-
llar durante las 72 horas que se extendieron desde la finalización del cabildo abierto del 22 hasta los festejos
de la noche del 25. Uno de los escenarios de máxima tensión, inherente al hecho de que allí se definía en
última instancia el destino de la rebelión contra las autoridades coloniales, se concentró alrededor de los
cuerpos militares porteños, donde a pesar que los comandantes asintieron en general a la nueva junta con
Cisneros, las tropas – especialmente los Patricios – estimuladas por los discursos de improvisados agitado-
res políticos que circulaban de cuartel en cuartel (como Chiclana, Beruti, Moreno y French, entre varios),
exigieron su anulación. Por otra parte, grupos armados integrados esencialmente por jóvenes («multitud de
pueblo») pasaron la noche del 24 en vela y amanecieron en una fonda de la plaza, capitaneados por French,
Beruti, Arzac, Dupuy, Grela y otros. Mientras tanto en las casas de Peña, Vieytes y tantos otros lugares de
reunión se deliberaba, discutía y negociaba la mejor representación que se le podía dar al amplio frente opo-
sitor a la maniobra del cabildo, confluencia de numerosos y heterogéneos actores políticos que se unieron al
amanecer del 25 en torno a la decisión de imponer, por la fuerza si era necesario, una junta independiente
que expresara a todas las corrientes y personalidades («un considerable número de personas de todas clases y
condiciones») que habían sumado sus voluntades en pos de un cambio que acabaría resultando fundacional.
134 Eduardo Azcuy Ameghino
36.– «Cuando lo supieron los amigos de la libertad, se reunieron en casa de Peña, y de allí salieron diferentes
comisiones, al cuartel de patricios y otras. . . Hasta las dos de la mañana duraron los trabajos, y se resolvió
que al amanecer, el pequeño pueblo, a quien se dio el título de manolos, se presentase en la plaza y pidiera
la anulación de los hecho: así se ejecutó». Martínez, Enrique. Observaciones hechas a la obra póstuma del
señor. . . BM t. I, p. 530.
37.– Informe del oficial español Francisco de Orduña, 18 de agosto de 1810. BM t. V, p. 4.326 (véase AD 46
en página 301).
38.– ACBA serie IV, tomo IV, acta del 25 de mayo.
39.– Cabe anotar que la existencia y contenido de este intercambio de notas, superpuesto con el recrudeci-
miento de las protestas callejeras, enriquece y complejiza la trama revolucionaria correspondiente a los días
24 y 25 de mayo, al revelar que, hasta cierto punto, se desarrollaban en paralelo dos escenarios: uno don-
de Saavedra y Castelli, los principales referentes de las milicias y del grupo independentista más antiguo y
activo, iban operando iniciativas y medidas que se tomaban en el segundo, donde aparecían reunidos – ana-
lizando, deliberando y resolviendo lo que se debe hacer – una cantidad de hombres emergentes de todos
los actores políticos comprometidos con la instalación de un gobierno americano e independiente de la me-
trópoli. Conjunto en el que eran reconocidos como líderes del movimiento, lo que se refleja en la propuesta
de nombres para integrar la Primera Junta, pero que en el punto culminante de la acción se manifestó con
autonomía y los sobrepujó, yendo más allá de la propuesta de reformar la junta del 24, remplazándola por
la que emergía de la voluntad directa del «pueblo».
La insurrección de Mayo 135
40.– En la misma acta capitular del día 25 de mayo, y a continuación del registro de la petición popular
respecto a la nueva junta que se proponía, los cabildantes anotaron la respuesta de la junta presidida por
Cisneros al pedido de que éste se apartara de su nuevo cargo, en la cual se informaba que ya lo había hecho,
y se solicitaba «que se pase a la elección de vocal que subrogue» al virrey; con lo cual quedaba habilitaba
la continuidad, remozado, del gobierno designado el día 24. Nótese que este pedido, firmado también por
Saavedra y Castelli, se superpone en el tiempo – con una diferencia de horas tan pequeña que podría resultar
irrelevante – con la petición del pueblo, donde se proporciona el listado de la futura junta. Y de hecho son
dos propuestas diferentes, aunque concurrentes. Lo cual no hace más que reflejar la multiplicidad de actores
e iniciativas que, con una orientación común, se sumaban en la construcción de la trama revolucionaria.
136 Eduardo Azcuy Ameghino
y Don Mariano Moreno.41 Asimismo, los voceros del movimiento revolucionario exi-
gieron que apenas establecida la junta debería publicarse en el término de quince días
una expedición de quinientos hombres para las provincias interiores, costeada con la ren-
ta del virrey, oidores, contadores y otros funcionarios reales, remarcando que «esta era
la voluntad decidida del pueblo, y que con nada se conformaría que saliese de esta
propuesta, debiéndose temer en caso contrario resultados muy fatales».
Impresionados por tamaña advertencia, pero todavía creyendo disponer de un mar-
gen de maniobra que ya no existía, los capitulares «después de algunas discusiones con
dichos individuos les significaron que para proceder con mejor acuerdo represente el
pueblo aquello mismo por escrito sin causar el alboroto escandaloso que se notaba».
Así se ejecutó, y luego de unas horas de espera, se presentó un documento donde se
reafirmaba la anterior petición:42 «a consecuencia de un escrito que presentaron al ca-
bildo, forjado por ellos y firmado por los jefes y varios oficiales urbanos, todos naturales
de acá y por otros individuos de baja esfera, armados todos, pidiendo a la voz y con
amenazas la deposición del presidente y vocales de la junta, y que se reemplazasen con
los que ellos nombraban, así hubo de hacerlo el ayuntamiento y se publicó el día 25 la
nueva Junta muy a su gusto, y con dolor de los sensatos y más honrados vecinos».43
Las cosas no fueron sin embargo tan inmediatas, ya que el cabildo, resistiendo aún la
imposición revolucionaria, solicitó que se congregase al pueblo en la plaza para que ra-
tificara sus demandas, a lo cual prestaron conformidad los organizadores políticos del
evento y junto a la gente que los seguía se marcharon a cumplir con la nueva exigencia
capitular. Eran esas las horas en que personajes como el padre comendador de la Mer-
ced, fray Aparicio, era visto, como señala un testigo, «predicando en los corredores del
cabildo la Libertad y la Independencia, y correr los cuarteles a caballo, con pistolas al
cinto, animando y sublevando las tropas».44
Una vez reunido cierto número de personas en la plaza, los cabildantes salieron
al balcón, y juzgando escasa la concurrencia, el síndico procurador preguntó: ¿dónde
está el pueblo? A lo cual se oyeron voces – no identificadas en el acta capitular – que
respondieron, «que si hasta entonces se había procedido con prudencia para que la
ciudad no experimentase desastres, sería ya preciso echar mano de los medios de vio-
lencia; que las gentes por ser hora inoportuna se habían retirado a sus casas, que se
tocase la campana del cabildo y que el pueblo se congregaría en aquel lugar, y que si
41.– Contra lo que sugieren las líneas historiográficas menos afines con el pensamiento y la acción que llevó
adelante, Moreno no era un desconocido cuando fue elegido para integrar la junta: había estado vinculado al
accionar político del cabildo desde la invasión inglesa de 1806, en especial con el grupo liderado por Alzaga;
siendo candidato a secretario en la junta que se pretendió imponer el 1 de enero de 1809. Posteriormente
tomó a su cargo la representación de los hacendados – un sector tradicionalmente opuesto al encarnado por
los comerciantes monopolistas españoles – , destinada a influir en la resolución de Cisneros sobre el comercio
directo con los ingleses. Conocedor de las actividades del grupo de Castelli-Belgrano, al ser un decidido re-
publicano de formación roussouniana no compartió el monarquismo inherente al proyecto carlotista, aunque
sí su objetivo final: la independencia de la colonia, de la que eran en común acérrimos partidarios. Antes
de su nombramiento en la junta de Mayo, en virtud de su movida e intensa trayectoria política, durante las
sesiones del cabildo abierto del día 22 fue propuesto como consejero político del nuevo gobierno que debía
asumir provisoriamente el cabildo.
42.– Petición del pueblo elevada al cabildo. BM t. XVIII, p. 16.103.
43.– Informe del oficial español Francisco de Orduña, de agosto de 1810. BM t. V, p. 4.326.
44.– Citado en: Levene, Ricardo. El 25 de mayo. Historia de la Nación Argentina. . . vol. 5, segunda sección,
p. 49. Las órdenes religiosas se dividieron en su adhesión, los dominicos y mercedarios apoyaron a la junta,
mientras que los betlemitas y franciscanos lo hicieron por el partido español.
La insurrección de Mayo 137
por falta de badajo no se hacía uso de la campana,45 mandarían ellos tocar generala
y que se abriesen los cuarteles, en cuyo caso sufriría la ciudad lo que hasta entonces
se había procurado evitar».46 El relato capitular consigna que en dichas circunstancias,
«conminados de esta suerte y con el fin de evitar la menor efusión de sangre», se puso
a consideración de los manifestantes la petición que estos suscribieran, la que fue ra-
tificada a viva voz. Inmediatamente, reunido el ayuntamiento trató sobre la situación
crítica en que se hallaba, «precisado a ceder a la violencia, y con una precipitación sin
término, por evitar los tristes efectos de una conmoción declarada, y las funestas con-
secuencias que asoman, tanto por lo que acaba de oírse, como por el hecho notorio de
haber sido arrancados hoy públicamente los bandos que se fijaron relativos a la elec-
ción e instalación de la primera junta, y en vista de todo acordaron que sin perdida de
instantes se establezca nueva junta». Dicho con palabras de un testigo perteneciente al
que comenzaba a definirse como el bando realista: «Ya se declaró la independencia a
favor de ellos, pues nosotros ya no componemos nada por haberlo hecho ellos todo por
la fuerza de las armas y procurar tener a su partido a los europeos y esto no lo han de
conseguir en muchos años, y tal vez puede que les cueste caro este atropellamiento a
todos los que han nombrado para componer la Junta. Son tupamaros».47
Ante la evidencia que ofrecen documentos como el citado, y dadas las característi-
cas relevantes de la trama histórica que conduce a la imposición revolucionaria de la
Primera Junta, se comprenden las razones por las cuales el 25 de mayo no se produjo
un enfrentamiento violento, armado y sangriento. Y en especial las causas por las que
los partidarios del régimen colonial no acudieron a la fuerza en su defensa, lo cual no
se debió por cierto a que tuvieran temor a combatir, sino a la certeza de que – en ese
momento y en Buenos Aires – serían durísimamente derrotados.48 De manera que si el
pronunciamiento resultó inicialmente incruento, ello se explica por la crisis profunda
del centro estatal en la capital del virreinato – que se había convertido en el eslabón
más débil de la cadena colonial rioplatense – , incluidas las peripecias que fueron crean-
do una correlación de fuerzas militares desfavorable a los defensores de la supremacía
española, quienes tuvieron perfectamente presente la principal limitación que les había
impedido resistir con eficacia la instalación del nuevo gobierno: «Desde la deposición
del Marqués de Sobremonte sólo han pensado los jefes que se han subseguido en des-
truir la milicia veterana, y levantar cuerpos urbanos que han sido el origen de los males
que sufrimos y sufriremos mientras no se tengan media docena de buenos militares y
dos o tres sujetos de política y mando».49
Desde el bando opuesto las explicaciones eran similares, como lo ejemplificó Mar-
tín Rodríguez el 20 de mayo al exclamar (considerando las pocas posibilidades que
45.– Sobre el significado del toque de campana, cabe señalar que ya el 1 de enero de 1809 «se principió a
tocar a arrebato con la campana del cabildo, medio conocido ya y usado en 14 de agosto de 1806 y 6 de
febrero de 1807 para conmover al pueblo». Informe de la audiencia del 21 de enero de 1809. MD t. VII,
p. 195.
46.– Véase la «Alocución ante el cabildo» realizada por Antonio Luis Beruti. En: Mayo. Su filosofía, sus hechos,
sus hombres. . . p. 275.
47.– AGN X 2-3-9. Carta sin firma dirigida a José Ignacio Gorostiaga y José Antonio Chavarría, 26 de mayo
de 1810. BM t. V, p. 4287.
48.– Su opción táctica los llevó a ejercer una oposición cautelosa, procurando ganar tiempo, dilatar y atem-
perar las decisiones de la junta, mientras se conducían hacia el interior del virreinato las noticias de la caída
de la capital en poder de los rebeldes, y se organizaba la contrarrevolución española que encontraría fuertes
puntos de apoyo en las provincias del centro y norte, Paraguay y Banda Oriental.
49.– Carta de Mateo Magariños a Juan de Zea, 11 de junio de 1810. MD t. XI, p. 307.
138 Eduardo Azcuy Ameghino
otorgaba a que Cisneros lograra retener su cargo) «qué podría hacer este pobre hom-
bre que no contaba con más fuerza que el regimiento Fijo y Dragones que estaban en
esqueleto; y que mientras tanto teníamos sobre las armas cinco mil hombres».50 Por su
parte, el embajador inglés también se refirió al tema al explicar a la Foreign Office lo
que ya aparecía como un rasgo llamativo de lo ocurrido el día 25: «Su Señoría estará
sorprendida considerando la animosidad violenta y rencorosa que existe entre los es-
pañoles europeos y el pueblo de Buenos Aires, que esta revolución se haya efectuado
de un modo tan pacífico. Pero esta circunstancia es explicable fácilmente por el he-
cho de que el ejército está enteramente en favor del nuevo gobierno y comandado por
sus principales miembros, en consecuencia toda resistencia de parte de los españoles
hubiese sido inútil e insuficiente».51
Y aun así, la violencia sobrevoló el escenario y actuó como una amenazante presencia
discursiva de extrema eficacia práctica,52 como lo reconoce otro testigo, al enfatizar
que tras el anuncio de la junta presidida por Cisneros «el descontento que se fermentó
entre los criollos patricios había llegado a un punto serio durante el 24 de mayo. . . estas
son consecuencias naturales inseparables de las vicisitudes de un violento cambio de
gobierno; en todos los cambios populares debe haber una considerable agitación en
proporción a la diversidad de opiniones y de intereses afectados y el temperamento
de las partes, para allanar este turbulento espíritu y satisfacer la expectativa de los
mejores criollos otra junta ha sido nombrada».53
Queda pues despejado un interrogante que podría, de no aclararse, contribuir a
oscurecer la profundidad de un pronunciamiento político por el cual los americanos
recuperaron el poder de decisión sobre su destino después de tres siglos de colonialis-
mo. En este sentido la instalación de la Primera Junta fue el acto inicial de un proceso
en el cual no sería precisamente sangre lo que se habría de economizar, toda vez que
el pronunciamiento del día 25 y la prolongada guerra anticolonial que le siguió deben
considerarse como dos expresiones de una misma y única empresa libertadora,54 a par-
tir de la cual el ser patriota cobraría «un nuevo significado» para los americanos, por
el cual «en adelante significará ser antiespañol».55
A los pocos días de instalada la junta, quien fuera auditor y asesor general del vi-
rreinato – Juan de Almagro – , siguiendo instrucciones de la princesa Carlota se reunió
con Saavedra y Belgrano, miembros del nuevo gobierno que con diferentes niveles de
participación en la iniciativa habían sido partidarios de la regencia, para recordarles
dicho compromiso en una hora que podía suponerse como muy propicia para concre-
tar el proyecto. Con relativa sorpresa – dado que era un buen conocedor de la política
local – el intermediario recibió como respuesta que siendo Buenos Aires sólo un punto
entre las provincias que componían el virreinato, no podía tomar por sí solo ninguna
resolución al respecto, pero dado que se convocaría un congreso general de diputados
de los pueblos del distrito «para tratar y resolver la forma de gobierno más conveniente
50.– AGN VII 6-7-12. Memoria autobiográfica de Martín Rodríguez (véase AD 34 en página 258).
51.– Memorial de lord Strangford al marqués de Wellesley, 20 de junio de 1810. MD t. XII, p. 24.
52.– Un buen ejemplo de este concepto se expresa en la citada alocución de Antonio Beruti ante el cabildo
(véase AD 41 en página 274).
53.– Alejandro Mackinnon al secretario de estado de Gran Bretaña, 1 de junio de 1810. BM t. XVIII, p. 16.165.
54.– «Ni la revolución ni la guerra han osado decir su nombre; sin embargo, una y otra se instalan en el Río
de la Plata, y no lo abandonarán antes de haberlo transformado profundamente». Halperín Donghi, Tulio.
Revolución y guerra. . . p. 167
55.– Goldman, Noemí. Historia y lenguaje. Los discursos de la revolución de Mayo. Buenos Aires: CEAL, 1992,
p. 34.
La insurrección de Mayo 139
cual debe establecerse, llegado el caso de la total pérdida de España; podía ser conve-
niente que V. A. nombrase o hiciese venir una persona respetable, que en calidad de
enviado suyo representase, sostuviese y esforzase en el congreso general los derechos
de V. A. R.»;56 respuesta similar a la que recibiría el día 18 de julio el agente portugués
Carlos Guezzi.57
El tono de estas contestaciones no hacía más que confirmar, desde la perspecti-
va de los americanos, que la situación política había cambiado sustancialmente desde
el momento en que el carlotismo se había presentado ante los revolucionarios como
una estrategia de aproximación a un gobierno independiente presidido por la princesa,
hasta la actualidad en que se produjeron las entrevistas mencionadas, cuando dicho
gobierno ya existía, bastándole como suficiente cobertura la invocación de los dere-
chos de rey cautivo; conceptos que de alguna manera le fueron trasmitidos a Almagro,
quien no pudo ocultar su estado de ánimo al escucharlos: «Estos fueron los precisos
términos de la respuesta que tuve la mortificación de escuchar de estos sujetos, que a
las urgentísimas observaciones que no pude contenerme de hacerles sobre ella, sólo se
dignaron satisfacer con decirme que se había perdido el mejor tiempo».58
Recogiendo el estado del ambiente político – y seguramente alguna información
que le facilitaba su fortuna – el gran terrateniente Julián Gregorio Espinosa afirmaba
el 16 de junio de 1810 refiriéndose a las miras de la nueva junta: «Generalmente opi-
nan por la independencia, contando que nuestra señora doña Carlota se estará quieta
porque dicen que no tiene con que moverse y creyendo que los ingleses protegerán la
intención», lo cual no impediría, según Espinosa, que en caso de extrema necesidad se
volviera a recurrir a la figura de la princesa.59 En tanto, sabiéndose relegada en Buenos
Aires, la infanta ofreció tomar el mando del virreinato instalándose en Montevideo, re-
afirmando sus derechos en la línea sucesoria, aunque reconociendo al mismo tiempo
al consejo de regencia; iniciativa que contó con el apoyo de Juan VI, y al servicio de
la cual la princesa ofreció sus joyas al embajador español para contribuir a la defensa
de la capital oriental,60 siendo también responsable de proveer la que sería la primera
imprenta montevideana.61
Estos intentos de Carlota fueron críticamente retratados por Strangford, al sostener
que a las únicas personas a las que el proyecto les podía resultar aceptable eran «la
princesa del Brasil misma, guiada por un espíritu de ambición que no reconoce límites;
el gobierno portugués que oculta bajo el nombre de la princesa sus propios designios de
anexar parte del territorio español al Brasil, y de hacer eventualmente que un príncipe
56.– Citado en: Ruiz-Guiñazú, Enrique. El presidente Saavedra y el pueblo soberano de 1810. Buenos Aires:
Estrada, 1960, p. 112.
57.– Informe presentado por Carlos Guezzi. MD t. XII, p. 194.
58.– Juan de Almagro a la princesa Carlota, 23 de junio de 1810. MD t. XII, p. 71.
59.– MD t. XI, p. 326.
60.– Actitud que mereció un comentario irónico de Moreno en la Gaceta del 18 de octubre: «la causa de
Montevideo debe tener una terminación muy funesta y muy pronta si no puede contar con otros auxilios que
con el valor de algunas sortijas y zarcillos». Moreno, Mariano. A propósito de dos cartas. Escritos políticos y
económicos. . . p. 221.
61.– Justificando la necesidad del bando español de contar con dicha imprenta, el secretario de Carlota
hacía mención al papel que cumplía la Gaceta y otros impresos revolucionarios, remarcando que «desde el
momento en que los disidentes de Buenos Aires se apoderaron del mando y establecieron su junta suprema
decretaron también la libertad de imprenta, por cuyo medio no sólo propagaron las ideas que creyeron más
propias para realizar su sistema. . . entonces fue necesario hacer frente a este género de guerra tan terrible
algunas veces como la que puede hacerse con las armas». Presas, José. Memorias secretas de la princesa del
Brasil. . . BM t. I, p. 844.
140 Eduardo Azcuy Ameghino
de la casa de Braganza reine sobre Hispanoamérica; y los españoles europeos que tie-
nen empleos públicos en Montevideo o en cualquier otra parte y que están convencidos
que el antiguo sistema de gobierno con todos sus abusos y corrupción sería renovado
si la princesa llegara a ser designada regente de ese país».62 Agregaba además el em-
bajador que la nueva iniciativa carlotista estaba operada por el gobierno portugués,
que había despachado varios agentes con ese fin, entre ellos los conocidos Contucci y
Guezzi.
Finalizamos el seguimiento del carlotismo, señalando que en octubre de 1810, lue-
go de analizar los impresos que anunciaban los primeros actos de la junta, la princesa
– que en 1808 ya había denunciado a los revolucionarios que pretendían utilizarla po-
líticamente – emitió el que sería su definitivo juicio de valor sobre el nuevo gobierno:
«He leído todos los papeles: hay bonitas cosas en ellos, y siempre denotan un espíritu
de partido, con buena capa; pero que mis débiles conocimientos, la cosa bien medi-
tada, lleva otras vistas y muy siniestras; y el tiempo las descubrirá. Digo esto no por
lo que en esto se dice de mí, sino porque tu verás que bajo de esta buena capa han de
querer hacer independientes».63
A lo largo de este libro se ha enfatizado la importancia que tuvo, desde mediados
de 1808, el desarrollo de la lucha política entre los partidarios del régimen colonial
español y sus diversos opositores a través de la utilización de la información y las no-
ticias, en particular las que daban cuenta de las vicisitudes de la invasión napoleónica
a la metrópoli. Este nivel específico de los enfrentamientos tenía sin duda una base
sólida, ya que si bien en el plano de «los hechos» de esa España en disputa se sucedían
acontecimientos legítimamente considerables como expresiones de una determinada
realidad objetiva, se acumulaban una gran cantidad – mayor a la habitual o normal –
de factores distorsivos de percepciones, significados y valoraciones, entre los que se
pueden mencionar: las características e inclinaciones de las fuentes informativas – his-
panas, francesas u otras – , la distancia que imponía navegaciones que solían superar
los sesenta días, las informaciones parciales y esporádicas, los sesgos emergentes de la
subjetividad de los marinos y comerciantes que oficiaban de emisarios, y la orientación
política de los variados diarios y revistas extranjeras que arribaban. Factores que po-
tenciaron especialmente en Buenos Aires (dadas las condiciones político-militares allí
imperantes) el margen importante de libertad de acción que todas las partes en con-
flicto estuvieron en condiciones de aprovechar frente a las inconsistencias formales que
presentaban aquellas realidades de origen. Las que en virtud de la voluntad de los ac-
tores, y también de las improntas derivadas de sus diferentes estructuras situacionales,
se transformaban en insumos para la elaboración de la novedad destinada a fortalecer
e impulsar a unos u otros según sus contenidos y talante.
En este sentido, fue el despliegue combinado de subjetividades y de acción colectiva
lo que determinó que la «pérdida de España» antes que un hecho fuera una anticipatoria
construcción ideológica, que así como se transformó en una referencia política decisi-
va para los revolucionarios – que esperaban ansiosamente alguna novedad que pudiera
encajar consistentemente en el concepto elegido para llevar a la práctica la acción sedi-
ciosa – , para los guardianes del orden representó la imagen de lo que no debía ocurrir
/ informarse a riesgo de que se precipitara en la capital la ruptura del ya maltrecho
estado colonial.
62.– Oficio de lord Strangford al marqués de Wellesley, 23 de julio de 1810. MD t. XII, p. 230.
63.– Presas, José. Memorias secretas de la princesa del Brasil. BM t. I, p. 843.
La insurrección de Mayo 141
El peso tremendo que fue cobrando esta noticia, hecha símbolo y referencia, se
constata cada vez con mayor frecuencia a medida que se acerca el desenlace de mayo,
siendo un factor influyente no sólo para los americanos rebeldes, sino también para los
partidarios de la metrópoli, como se ejemplificó el 25 de abril de 1810 en el cabildo de
Buenos Aires, al imaginarse dramáticamente los capitulares «el momento en que sepa-
mos» de alguna victoria decisiva de los ejércitos franceses, ocasión que – afirmaban –
aprovecharían los descontentos para «causar el desorden y cimentar su suerte con la
ruina de los pueblos».64 Observando el paisaje político en perspectiva, el embajador
inglés aseguraba estar «perfectamente convencido de que la primera noticia de la sub-
yugación completa de España será seguida por el estallido instantáneo de una conmoción
popular en todas esas provincias. Ni siquiera concibo que para que ese efecto se produz-
ca (en Buenos Aires por lo menos) se requiera algo más que una narración plausible y
circunstancial de desastres en España; de manera que hay amplios motivos para temer
que la tranquilidad de esa provincia (y como consecuencia de todo el Perú) esté a la
merced de cualquier persona ociosa que deseara difundir rumores desfavorables sobre
el estado de las cosas en España».65 Cautivo de esta dinámica como el resto de los ac-
tores, los acontecimientos lo obligaron a Cisneros a anticiparse a la inevitable difusión
de las novedades traídas por la Juan Paris entre el pueblo de Buenos Aires, atempe-
rándolas (reconstruyéndolas) hasta donde la prudencia se lo aconsejó, sin poder evitar
con ello las consecuencias ya expuestas.
El cambio de gobierno, que había marcado el punto máximo de la eficacia del uso
político de las noticias, no acalló sin embargo este frente de disputas entre españoles y
americanos, como lo mostraría el hecho de que en base a las novedades allegadas por
el bergantín Nuevo Filipino, el 2 de junio en Montevideo se decidió desconocer a la
junta y jurar formalmente obediencia al consejo de regencia, destacándose la ilustrati-
va expresión de uno de los líderes de la reacción: «cuántos males y desgracias hubiera
excusado a estas provincias y a la humanidad el arribo de este buque u otro 15 días
antes».66 Poco después, el embajador español en Brasil lanzó una proclama a los ha-
bitantes de la América hispana en la que denunciaba la utilización que se hacía de las
nuevas recibidas desde España, señalando que «se exageran los actos de confusión y de
desorden, y porque una columna penetra hasta las cercanías de Cádiz quiera darse la
España por perdida».67 Conceptos reforzados por el comandante Nieto al indicar que
«las melancólicas y tristes noticias de la península son igualmente sino falsas muy exa-
geradas». Este uso de la información fue reiterado por Casa Irujo en otro documento,
al afirmar que «el partido de la independencia que por sus deseos había anticipado y
estaba preparado para cuando llegasen noticias de esta naturaleza, alborotó al pueblo
haciéndole creer que ya no existía políticamente la metrópoli». Por otra parte, el mis-
mo embajador exhibió en plenitud la mecánica de la manipulación de las novedades al
reconocer, mostrando ahora la otra cara del procedimiento, que «anticipando yo que
cualquiera noticia que pudiera aparecer nuestra causa como desesperada produciría
los desgraciados efectos que han resultado de las que recibieron por Gibraltar, tenía
un cuidado especial en informar al caballero Cisneros de todas las favorables que nos
llegaban por aquí». 68
Claro que las malas nuevas no lo eran todo, dado que no fueron ellas sino los
hombres comprometidos con una causa, en uso de su voluntad, por su cuenta y riesgo,
quienes depusieron al virrey e instalaron una junta independiente. ¡Pero cómo colaboró
disponer de la mala noticia esperada como disparador de la acción! Ambas afirmacio-
nes se hallan presentes en los análisis del representante inglés en la región: «No hay
que suponer que la llegada de las noticias de España fue la única causa que apresuró
los últimos acontecimientos en Buenos Aires», ya que en ellos influyeron numerosos
factores, entre los cuales menciona las consecuencias de la actividad de los partidarios
del proyecto carlotista y las actitudes violentas del ministro español Irujo con respecto
a los revolucionarios exilados en Brasil, cuyo mensaje tuvo «un efecto no pequeño de
perturbar e inflamar las mentes de sus conciudadanos y de disponerlos a apresurar la
ejecución de esos proyectos revolucionarios a los que sus pensamientos se habían incli-
nado durante tanto tiempo y tan seriamente».69 Casualmente al día siguiente de estas
expresiones, el mencionado Casa Irujo explicaba al gobierno metropolitano que en vez
de impresos en sus comunicaciones con Buenos Aires utilizaba cartas manuscritas, y las
enviaba por diferentes conductos, pues «es claro que teniendo los conspiradores el ma-
yor interés en que no penetren las noticias favorables de España, y sí uno muy grande
en hacer creer a las provincias interiores que la península estaba perdida, redoblaría su
vigilancia para impedir su circulación, si pudiesen saber de antemano su existencia».70
Aunque unilateral, porque disimula el rumor revolucionario y la construcción ge-
nial de «la pérdida de España», tal vez la respuesta a una proclama del virrey del Perú,
que realiza en noviembre de 1810 Mariano Moreno, sea la mejor síntesis del tema:
«soportar unas mentiras tan groseras y que se proponen como único fundamento para
dirigir a su arbitrio la opinión de todos los pueblos; este es el sistema que desde hace
mucho han adoptado los mandones y que para oprobio nuestro han ejercido impune-
mente. Desde que empezó la guerra de Francia empezaron igualmente los triunfos de
España, que al mes de celebrarse se convertían en derrotas y esclavitud de los pueblos.
Unas veces moría José, otras quedaba prisionero, otras se le desertaban regimientos;
ya presentaban a Napoleón derrotado en Alemania, loco en París, fugitivo en Bayo-
na; y estas groseras invenciones no podían ser contradichas porque la nota de traidor
perseguía al que no se prestara a ellas ciegamente».71
La historia que reconoce un hito fundamental en la instalación de la junta de go-
bierno el día 25 de mayo, tal como ha sido concebida y presentada en este texto, es
la historia de una revolución anticolonial, más exactamente de su fragua e inicio formal.
Desde esta perspectiva asignamos al pronunciamiento de 1810 un contenido esencial-
mente independentista, concentrado en el derrocamiento del virrey y la imposición de
un nuevo poder radicalmente ajeno a los intereses de los sectores dominantes en la
metrópoli española, encarnados en la monarquía borbónica y los gobiernos que la su-
cedieron. Asimismo, resulta evidente que la oportunidad de ejecutar la sedición se halló
estrechamente vinculada con las derrotas hispanas a manos de Napoleón y a la posibili-
68.– Oficio del marqués de Casa Irujo al marqués de las Hormazas, 16 de junio de 1810. MD t. XI, p. 328
(véase AD 49 en página 313).
69.– Memorial de Strangford al marqués de Wellesley, 20 de junio de 1810. MD t. XII, p. 24 (véase AD 54 en
página 319).
70.– El marqués de Casa Irujo al secretario de estado, 27 de junio de 1810. MD t. XII, p. 88.
71.– Moreno, Mariano. Escritos políticos y económicos. . . p. 227.
La insurrección de Mayo 143
dad de organizar una junta autónoma y representativa de la soberanía del rey cautivo,
existiendo la presunción generalizada de que la ausencia de Fernando VII se extendería
por un muy prolongado período de tiempo; tanto que ese solo hecho otorgaba cierto
carácter de ficción política e ideológica a dicha operación.
Es conocido, especialmente a través de sus actos, el pensamiento de dirigentes co-
mo Castelli, Belgrano, Moreno, Vieytes, Peña, Pueyrredón, Beruti, French, Chiclana y
en general del núcleo de hombres que militó primero construyendo las vías de apro-
ximación, y luego coordinando las acciones que condujeron al triunfo revolucionario
en la capital virreinal. Pero, cabe preguntarse e indagar, cuál fue la percepción que
tuvieron otros observadores y/o actores de los sucesos de mayo sobre su contenido
y orientación. Al respecto los testimonios son numerosos y variados, presentándose a
continuación una serie de ejemplos de la conclusión más generalizada, similar a la que
hizo saltar las lágrimas del fiscal Villota durante los debates del cabildo del 22, al com-
prender que buena parte del pueblo de Buenos Aires procuraba «romper los lazos que
lo unían a la nación española».
«Las miras del expresado gobierno de Buenos Aires no son otras que las de cons-
tituir este virreinato independiente de la metrópoli».72
«Las noticias de España sirvieron de pretexto a un corto número de hombres para
poner en ejercicio un plan de independencia que tenían meditado y conferido
mucho tiempo hace».73
«Los síntomas de la insubordinación e independencia que los insurgentes tenían
fermentado en secreto mucho tiempo antes del memorable día 1 de enero de
1809».74
«Todas estas comunidades tendrán un deseo común: conservarse libres de todo
dominio extranjero. Esta opinión se funda. . . en mi íntimo conocimiento de los
sentimientos de los pueblos tanto de esta ciudad como de Montevideo. Estos
están todos animados de un deseo, el de una independencia absoluta, ya sea con
Fernando VII como su monarca, o con un gobierno formado por y entre ellos».75
«Ya los perturbadores se han quitado la máscara y abiertamente caminan a la
independencia de estos dominios del Rey».76
«El fin y objeto de estos conatos e ideas no era otro que hacer a la América
independiente de la España europea y constituirla en estado».77
«Yo creo firmemente, según los conocimientos que me asisten de que la citada
nueva autoridad, formada bajo el velo de la mejor defensa de los derechos de
nuestro desgraciado monarca Don Fernando VII, y que la conservación de estos
dominios no tiene otras miras que las de un plan de independencia que hace
tiempo tiene proyectado la iniquidad de los perversos».78
72.– Carta de Joaquín de Soria al marqués de Casa Irujo, 19 de julio de 1810. MD t. XII, p. 209.
73.– Diario de los acontecimientos desarrollados en Buenos Aires, 21 de mayo - 6 de junio 1810. BM t. IV,
p. 3.235.
74.– Oficio del coronel José Fornaguera al consejo de regencia, 25 de mayo de 1811. BM t. V, p. 4.233.
75.– Carta de un inglés residente en Buenos Aires dirigida al «Editor del Courier», 10 de junio de 1810. MD
t. XI, p. 299.
76.– Oficio del comandante José M. Salazar al gobierno español, 12 de junio de 1810. MD t. XI, p. 311.
77.– Instrucción que dio Don Cornelio Saavedra a su apoderado. . . BM t. II, p. 1.100.
78.– Carta de Joaquín de Soria al marqués de Casa Irujo, 8 de junio de 1810. MD t. XI, p. 273.
144 Eduardo Azcuy Ameghino
«La tumultuaria junta de Buenos Aires bajo el velo de defender los augustos
derechos de nuestro soberano y sus legítimos sucesores, no aspiraba sino a la
independencia de estas provincias, pues no hablan de otra cosa, y lo manifiestan
con no haber querido reconocer la regencia soberana de España e Indias».79
«Ya no puede dudarse de los infames planes de la junta de la capital, por más
que hasta ahora sus vocales hayan querido disfrazarlos con la hipócrita máscara
del nombre de nuestro augusto soberano Don Fernando VII, porque sobre los
demás atentados que han ejecutado, el día 2 comenzaron a salir las tropas de la
expedición compuesta de 1200 hombres que marcha contra Córdoba, sólo porque
en ella no la han querido reconocer, y han jurado la regencia soberana».80
«Esta obra fue iniciada descaradamente para la independencia, sirviendo el infe-
liz monarca de testaferro y para engaños».81
«Se advertían las señales en la junta y tropas que seguían su causa de abandonar
la de la nación y dirigirse separadamente a un sistema de independencia bajo
apariencias y simulaciones difíciles de conciliar con sus obras».82
Reforzando las imágenes anteriores, un testimonio más reposado pero no menos
reaccionario, reseñó el punto de vista de los círculos españolistas de Montevideo frente
a la instalación y primeros pasos de la Junta: «En Buenos Aires la mayor parte del
vecindario y las personas más acomodadas son amantes de nuestro soberano, pero hay
otros pocos de los que llaman criollos de humilde principio, y que de mucho tiempo a
esta parte se les ha notado inquietos,83 y con deseos de fomentar una revolución para
hacer su fortuna diciendo de independencia, y de que debe llegar el tiempo de salir de
una esclavitud de 300 años». En cuanto a la percepción de la metodología empleada
para hacer efectivo el nuevo gobierno, se afirmaba que la junta se impuso «intimidando
al ayuntamiento con amenazas, habiendo puesto sobre las armas el cuerpo de patricios,
y estando a las puertas el licenciado Chiclana capitán del mismo cuerpo con la espada
en la mano amenazando para que los capitulares concluyeran la elección como se les
proponía porque de no los degollarían, y que en efecto ellos asustados y medrosos
cedieron a la fuerza». Finalmente, el informante relata algunas ocurrencias asociadas
con la misión del secretario Juan José Paso, enviado por la junta a Montevideo para
lograr la adhesión de la elite oriental, señalando en particular que éste «no ha omitido
medios de catequizar», y que cuando hizo uso de la palabra en el cabildo oriental para
obtener la aprobación a la junta, «principió su arenga ponderando lo intolerable de un
yugo de tantos años con la sujeción a los españoles y con otras expresiones que daban
a comprender la intención de que se adoptase la independencia».84
79.– Oficio de José Salazar a Gabriel de Ciscar, 1 de agosto de 1810. MD t. XII, p. 288.
80.– Oficio de José Salazar al marqués de Casa Irujo, 7 de julio de 1810. MD t. XII, p. 148.
81.– Oficio de Possidonio da Costa al conde de Linhares, 24 de julio de 1810. Archivo General de la Nación.
Política lusitana en el Río de la Plata (1810-1811). Buenos Aires, 1963, t. II, p. 41.
82.– Oficio de Cisneros al capitán general de las Islas Canarias, 30 de agosto de 1810. En: Mata de López,
Sara y Pérez Sáez, Vicente. Un documento interesante. . .
83.– Esta «inquietud», ampliando el concepto con el testimonio de uno de los referentes de la reacción
españolista, tiene que ver también con que «en todo el virreinato existe un grande deseo de independencia
singularmente entre los jóvenes al que los ha conducido muy fielmente el trato con extranjeros y la lectura de
unos libros, y así es que en el estado eclesiástico tanto secular como regular es en donde más fuertemente se
manifiestan las ideas de la libertad». Oficio del comandante del apostadero naval de Montevideo al secretario
de estado español, 4 de junio de 1810. MD t. XI, p. 257.
84.– Carta de Juan de Zea y Villarroel a Nicolás de Sierra, 21 de junio de 1810. MD t. XII, pp. 35-38.
La insurrección de Mayo 145
Está planteado pues lo que se dijo, lo que se calló, y lo que entendieron la mayoría
de los observadores que prestaron testimonio sobre la caída del poder colonialista en
Buenos Aires: «el pueblo de esta ciudad está perfectamente al tanto de los reveses de
España y convencido que su fin está decidido. Los patricios y criollos ansiosos de liber-
tarse del estado de opresión y exclusión de cualquier puesto de honor y provecho, que
tan injustamente se les impide participar a causa de las intrigas y ser suplantados por
personas venidas de España, hallándose excluidos de tratos comerciales con Europa,
han tenido varias reuniones secretas desde hace dos semanas atrás y han llegado a la
resolución de que estando la madre patria perdida, el superior gobierno de la España
monárquica ha sido disuelto en Sevilla, de modo que la nueva organización fue un
acto compulsivo del pueblo, desconociendo las autoridades nombradas por la junta de
Cádiz como inexistente en este hemisferio».85 Por eso, más allá de las declaraciones de
la junta, y en general de lo que podría llamarse el lenguaje formal o discurso oficial
– donde se llevó por delante el nombre del monarca cautivo – , la realidad, en particular
la que tenían en cuenta todos los hombres que cumplían alguna clase de rol dinamiza-
dor de la situación política, se dibujaba con trazos inequívocos: «Para que usted forme
un juicio prudente del espíritu que anima a los defensores de las nuevas disposiciones
ha de saber que en los convites particulares los brindis son “A que en esta misma copa
bebamos la sangre de los opuestos sarracenos”. Y sus canciones: No queremos reina
puta / no queremos rey cabrón / ni queremos nos gobierne / esa infame y vil nación /
Al arma alarma americanos / sacudid esa opresión / antes morir que ser esclavos / de
esa infame y vil nación».86
Nótese que si bien el planteo lógico y el fundamento retórico de lo ocurrido reposa-
ba sobre la construcción política de la pérdida de España y el deseo de no ser franceses,
la cotidianeidad revelaba otro enemigo en acto: «Públicamente se preguntaba en la calle:
¿qué es vuestra merced? y en respondiendo español se le maltrataba, que la junta no
tenía toda la autoridad pues estaba precisada a respetar a los perturbadores, casi todos
del cuerpo de patricios».87
En suma, actitudes y sucedidos propios de un período de quiebra de un poder y
ascenso de otro, donde se reactualizaba el conflicto fundacional entre conquistado-
res y conquistados,88 expresado – con excepciones hacia ambos lados – mediante la
oposición entre españoles (no entre franceses) y americanos: «El sábado a la noche
mandaron llamar al oidor Caspe al fuerte como por la Junta (todo falso) y al volver a
su casa le salen al encuentro los antedichos – los encapotados que actuaron el día 25 –
y descargaron sobre él palos, sablazos, puñaladas y patadas, de cuyas resultas está muy
malo en la cama, la causa que le ha hecho sufrir este castigo nocturno fue la oposición
a todo lo obrado»; a lo cual debería agregarse que Caspe había sido puesto a cargo por
Cisneros del juzgado de vigilancia creado para la represión de los opositores al poder
85.– Carta del comerciante inglés Alejandro Mackinnon al secretario de estado de Gran Bretaña, 1 de junio
de 1810. BM t. XVIII, p. 16.164.
86.– Oficio anónimo que informa sobre varios asuntos, 13 de junio de 1810. MD t. XI, p. 314 (véase AD 50
en página 315).
87.– Carta de José Salazar a Gabriel de Ciscar, 23 de junio de 1810. MD t. XII, p. 78.
88.– Belgrano sostuvo que a las ínfulas de los españoles que se creían señores de América y a las pretensiones
de la junta de Sevilla, «los americanos las miraban entonces con poco menos estupor que los indios en
los principios de sus horrorosas carnicerías tituladas conquistas». Autobiografía del general Don Manuel
Belgrano. . . BM t. II, p. 967 (véase AD 30 en página 241).
146 Eduardo Azcuy Ameghino
peninsular.89 Todo lo cual resultaba consistente con el hecho de que el núcleo duro del
gobierno, reforzado entre otros afluentes por el radicalismo de Moreno y la firmeza
autonómica de la masa militarizada que sostenía a Saavedra, estaba compuesto por
antiguos militantes de la lucha por lograr la independencia del dominio colonial; que
con este objetivo habían explorado las posibilidades de que los ingleses colaboraran
en la empresa, habían procurado luego un gobierno independiente bajo la capa de la
princesa Carlota, después intentado resistir a Cisneros, y ahora activaban una junta que
sería «fernandista» el tiempo que, a su juicio, fuera necesario para lograr conseguir y
alinear la adhesión de la mayoría de la población virreinal con los apoyos que creían
imprescindibles para apuntalar en el plano internacional al nuevo gobierno.90
Las menciones críticas que se han reseñado respecto al uso que habría hecho el
poder revolucionario de la «máscara» o «velo» de Fernando VII, si bien reflejan una
realidad ostensible, aluden a un problema ya clásico en la historiografía de la emanci-
pación de las colonias hispanas, asociado en general con hipótesis que sustentan que
la revolución se hizo contra Francia, o que la denominada máscara no existió como tal,
constituyendo la reivindicación de Fernando una consigna legítima del movimiento au-
tonomista de los pueblos de Indias. Hallándose expuestas las vías, el camino específico
y original, por el cual se llegó a la insurrección, y los contenidos discursivos que arro-
paron la decisión, emergentes y determinados por los rasgos de la realidad a partir de
la cual se desplegaron, cabe detenerse y examinar las referidas interpretaciones.
La «máscara» de Fernando expresó, en primer lugar, las modalidades políticas y
formas ideológicas que adoptó el cuestionamiento de la subordinación a España, la
fundamentación de lo realizado, y el argumento que rompía con la metrópoli real mien-
tras mantenía un vínculo retórico con la ideal, representada por el rey preso. Un hecho
objetivo – dicho cautiverio – se transformó en la base argumental de los americanos
para reclamar el derecho a la libertad original por ausencia de una de las partes del
pacto social. En este sentido no se trataría de una fachada o velo, sino del aspecto que
asumió la realidad de independizarse de España – de la metrópoli, del dominio colo-
nialista – aprovechando la ausencia del monarca. Así, en principio, la situación en la
que se operaba no exigía mostrar, y menos agitar, cartas tales como los 300 años de
sometimiento que denunciaba la proclama de la revolución de La Paz, ni ciertos «ex-
cesos» de Moreno. El modo de defender los derechos formales de un rey que se creía
desaparecido para siempre – o «rey fantasma» como lo llamaban los hermanos Peña en
1809 – 91 fue transformarse en independientes en su nombre.
89.– Oficio anónimo que informa sobre varios asuntos. MD t. XI, p. 313. Cabe consignar que en otra fuente
referida al mismo suceso se especifica que los encapotados actuaron «protegidos por una gran patrulla de
tropa».
90.– El enunciado propuesto debe entenderse válido hasta fines de 1810 o comienzos de 1811, cuando
tras la derrota política de la línea morenista, y la posterior caída de Castelli, se puede dar por cerrado el
primer ciclo democrático de la revolución rioplatense. Al respecto, fundamentando esta caracterización, en
una obra anterior hemos expuesto como en el marco de la unidad antiespañola se expresó una corriente
política (heterogénea y relativamente inorgánica) que no se contentó con reemplazar a España en la cúspide
del sistema colonial, sino que procuró acompañar la guerra libertadora con reformas profundas en la vieja
convivencia económica, social y política. Denominada democrática por sus posturas críticas frente al conti-
nuismo de diversas manifestaciones del antiguo régimen, esta tendencia, tras su descabezamiento en Buenos
Aires, reapareció en la Banda Oriental expresada por el artiguismo. Azcuy Ameghino, Eduardo. Artigas en la
historia argentina. Corregidor, Buenos Aires, 1986, p. 9.
91.– Oficio de Saturnino Rodríguez Peña al conde de Linhares, 14 de agosto de 1809. MD t. IX, p. 235.
La insurrección de Mayo 147
Mucha gente marchó con ese bagaje mental a la revolución, y buena parte se fue
radicalizando luego bajo el influjo del contacto con las posturas más avanzadas ideo-
lógicamente en la crítica del entero sistema colonial, y de la sangrienta guerra que
oponían los factores de la metrópoli, imponiendo altos costos a una población que ne-
cesariamente los iba a facturar en términos de desprestigio de la contrarrevolución,
y de una cada vez más difícil disociación entre la España que les impedía ser libres
y el rey que, sin perjuicio de su cautiverio, se correspondía con esa España opresora.
Derivaciones racionales y sensibles de las que sólo quedarían exentos, además de los
colonialistas y auténticos realistas, quienes asumiendo la perspectiva del conflicto de
liberales y absolutistas que atravesaba la guerra de liberación española, le abrieran
una ingenua cuota de crédito a Fernando respecto a que pudiera adherir a la primera
opción. Junto a la porción de la población que iba procesando y asimilando los cam-
bios sin cuestionar la figura del monarca, se encontraban los revolucionarios antico-
loniales, antiespañoles, que valoraban las ventajas que beneficiaban a sus operaciones
cuando se adaptaban a las modalidades y condiciones que imponían el contexto y las
circunstancias. Moreno y Castelli son ejemplos de dirigentes que utilizaron la imagen
de Fernando como herramienta revolucionaria, confundiendo por momentos a algunos
enemigos, acumulando fuerzas independentistas, y trabajando entre los sectores que
con diferentes fundamentos y certezas mantenían una lealtad ideal al rey preso.
Sobre esta base, y como un agregado a las razones expuestas, una de las cartas
principales con que se contaba para afirmar el gobierno independiente era el apoyo
inglés,92 potencia que imponía con toda claridad y dureza sus pretensiones, determi-
nadas por la prioridad de mantener unido el frente de lucha contra Napoleón – del cual
España resultaba una pieza vital – y, de momento secundariamente, por sus irrenuncia-
bles miras expansionistas. Para una mejor comprensión de la política británica frente a
la revolución, se revisan a continuación tres documentos emanados del representante
inglés para Sudamérica entre el 10 y el 20 de junio de 1810.
En el primero de ellos, redactado con anterioridad a su conocimiento de lo ocurri-
do el 25 de mayo en Buenos Aires, Strangford declaraba: «Me sería difícil creer que
serviría los intereses de Su Majestad si le quitara a esa gente toda esperanza en cuanto
a la cooperación futura de Inglaterra; y por otro lado, es igualmente evidente que en el
estado actual de los acontecimientos en España europea sería impolítico y poco apro-
piado darles demasiado aliento. Por lo tanto me he limitado a seguridades generales,
que no pierdo oportunidad de reiterar, de que en el supuesto de que el gobierno de
S. M. se inclinara a apoyar la causa de la independencia (cosa que, sin embargo, no
estoy autorizado a afirmar), sólo dos cosas podrían ocurrir que impedirían a Inglaterra
presentarse como eficaz amigo y protector de las colonias españolas: a saber, un intento
prematuro de esas colonias de declararse independientes, antes de que se decida la suerte
de la madre patria; o que se preste cualquier clase de atención a las propuestas que
pudieran emanar ya sea de Francia o de otras potencias bajo su control». Asimismo el
lord sostenía haber reiterado una y otra vez esta declaración, que había «tenido opor-
tunidad últimamente de que se la ponga en conocimiento de todos los partidarios de
la independencia en Buenos Aires, por intermedio de una persona que pertenece a ese
92.– «Sólo resta que el gobierno británico a quien debe la nación española tantas pruebas de su adhesión a la
causa general de esta, proteja la conducta de Buenos Aires, remueva los proyectos de hostilidad que quieran
empeñarse en su ofensa, y le auxilie con los medios que necesita para hacerse respetar y sostener su alianza
con Inglaterra». La junta de Buenos Aires al canciller británico lord Wellesley, 1 de junio de 1810. MD t. XI,
p. 242.
148 Eduardo Azcuy Ameghino
partido», ya que consideraba fundamental advertir que «el más mínimo acto de precipi-
tación o imprudencia por parte de los hispanoamericanos podría ocasionarles la pérdida
de todo derecho a la futura protección y apoyo de la Gran Bretaña».93
Una vez en conocimiento de la insurrección de Buenos Aires y de los primeros do-
cumentos emanados del nuevo gobierno, el 16 de junio el embajador inglés escribió a
la junta en respuesta al oficio en que ésta le anunciaba su instalación.94 En dicho texto
ponderó «la moderación con la que se han conducido en una empresa tan ardua», y
«los sentimientos de lealtad y afecto que habéis manifestado por vuestro soberano. Por
esta conducta tened a bien aceptar mis más sinceras felicitaciones». O sea el primer
punto de las condiciones impuestas por los ingleses para poder manejarse con las auto-
ridades americanas sin dar motivos formales – no ya reales – de queja al consejo de
regencia metropolitano, aprovechando también la oportunidad para «recomendar a V.
E. el evitar toda relación, aun la más trivial, con los franceses y sus emisarios porque,
en mi opinión, nuestras cortes aliadas son extremadamente recelosas en este aspecto».
En síntesis, quedaba nuevamente planteada la que venía siendo, e iba a ser durante un
largo período, la postura estratégica inglesa: «vuestras excelencias pueden descansar
con repetida confianza que no seréis molestados en ninguna forma en tanto la conduc-
ta de vuestra capital esté siempre en conformidad a las declaraciones que habéis hecho y
adhiera a la autoridad de Fernando VII y sus legítimos sucesores».95
Cuatro días después de emitir esta respuesta, el representante británico brindó un
extenso informe a su gobierno sobre la revolución acontecida en Buenos Aires, agre-
gando algunas observaciones de gran valor para la comprensión del movimiento de
Mayo. En particular Strangford relató su entrevista con el enviado de la junta – Matías
de Irigoyen – 96 quien le expuso «los puntos de vista del nuevo gobierno», indicando
que «su único objeto era valerse de la actual cesación de toda sombra de autoridad
legal en España para emancipar a las colonias de la tiranía de la madre patria», aunque
por el momento no se proponían proclamar la independencia, un sistema que se «adop-
taría sólo como una alternativa para escapar del mayor de todos los males, el retorno
al antiguo orden de cosas».97 El emisario expresó luego la esperanza de la junta de
que Gran Bretaña no apoyaría la autoridad en Hispanoamérica ni de la regencia, ni de
la princesa Carlota, «declarando que antes de someterse a esas pretensiones las colo-
nias españolas estarían prontas a comprometerse con una verdadera hostilidad con las
potencias combinadas de Inglaterra, España y Portugal, confiando para el éxito en la
justicia de su causa y en la ayuda que sólo entonces se estimarían autorizados a solicitar
de otras potencias». Mensaje conciso e inquietante, seguramente pensado para lograr
93.– Nota de Lord Strangford al marqués de Wellesley, ministro del Foreign Office, 10 de junio de 1810;
véase Ruiz-Guiñazú, Enrique. El presidente Saavedra y el pueblo soberano de 1810. Buenos Aires: Estrada,
1960, p. 592.
94.– La junta provisional gubernativa a lord Strangford, 28 de mayo de 1810. Archivo General de la Nación.
Correspondencia de lord Strangford. Kraft, Buenos Aires, 1941, p. 11.
95.– Carta de lord Strangford a la junta de gobierno de la capital del Río de la Plata, 16 de junio de 1810.
Archivo General de la Nación. Correspondencia de lord Strangford. . . p. 14.
96.– Ante la noticia del envío de Irigoyen en calidad de representante de la junta de Buenos Aires ante el
embajador Strangford, tanto Carlota como el marqués de Casa Irujo operaron para hacerlo detener, con el
resultado que el embajador español trasmite a la princesa: «mis temores se han realizado. Irigoyen oficial
desertor y vasallo de S. M. Católica ha sido puesto en libertad y a la disposición del ministro británico!!!
Para proceder así habría sido mejor que no se le hubiese arrestado. ¡Qué triunfo tan completo para los
revolucionarios del nuevo mundo!» MD t. XII, p. 105.
97.– Memorial de lord Strangford al marqués de Wellesley, 20 de junio de 1810. MD t. XII, p. 25.
La insurrección de Mayo 149
98.– Esta orientación de la política británica no se circunscribía al Río de la Plata sino que fue común a toda
Hispanoamérica, como quedó demostrado durante la conferencia que sostuvieron el 8 de agosto de 1810
los comisionados de Venezuela (Simón Bolívar y López Méndez) y el marqués de Wellesley, cuando el re-
presentante inglés – después de explicar las circunstancias que se oponían a una comunicación formal entre
los gobiernos de Gran Bretaña y Venezuela – , reconoció con satisfacción que tanto los actos públicos como
las declaraciones de principios de los revolucionarios, permitían que la comunicación con los comisionados
fuera «no sólo compatible con las relaciones que existen entre S. M. y la regencia de España, sino muy de
desear para el objeto de conservar los derechos del monarca legítimo de España». MD t. XII, p. 328.
99.– Memorial de lord Strangford al marqués de Wellesley, 20 de junio de 1810. MD t. XII, p. 28.
100.– Oficio del marqués de Casa Irujo al marqués de las Hormazas, 16 de junio de 1810. MD t. XI, p. 329.
101.– Oficio del marqués de Casa Irujo al consejo de regencia, 5 de agosto de 1810. MD t. XII, p. 303.
150 Eduardo Azcuy Ameghino
que el rey que nunca regresaría, volviera. Sobre la coexistencia de estos y otros matices
diferenciales en el seno de quienes apoyaron la destitución del virrey y la instalación
de la junta, detalle del que tomaron debida nota sus enemigos, versaba en parte una
comunicación del embajador Casa Irujo, donde al identificar a los líderes revoluciona-
rios, los caracterizaba como «espíritus ardientes e inquietos, algunos deslumbrados por
teorías seductoras, aunque constantemente reprobadas por la experiencia»; mientras
que la fracción de quienes acompañaban y de alguna manera sostenían el movimien-
to serían «otros estimulados por la esperanza de elevar sus fortunas sobre la ruina de
las de los demás». Pero, sobre todo, lo que remarcó el funcionario colonial fue que se
hallaba «firmemente persuadido, se ha sorprendido con falsas impresiones a muchos
hombres de buena fe, y creo que algunos de los mismos que componen el supues-
to nuevo gobierno se hallan en este caso».102 Lo cual puede considerarse, al menos
parcialmente, como una confirmación de los heterogéneos posicionamientos frente al
escenario político abierto el 25 de mayo. En esta dirección, comprendiendo que para
algunos sectores de la dirigencia actuar a nombre del rey cautivo era algo más que
una opción táctica, a fines de junio Casa Irujo anunciaba al gobierno de la metrópoli
que había «hecho uso de un lenguaje muy moderado hacia los autores e instrumentos
de esta revolución, con el fin de facilitarles una retirada, la que es claro han querido
reservarse, por el tenor y circunspección de algunas partes de su conducta».103
El otro gran observador españolista de los sucesos rioplatenses, el comandante na-
val de Montevideo, atestiguaba por esos días que «la junta no se atreve o cree no
convenirle declararse abiertamente por el partido de la independencia y en contra de
la legitimidad de la regencia, y quiere dejar una puerta abierta para ambos partidos;
sus deseos son abiertamente por la independencia pero temen terriblemente el que
adoptarán los ingleses. . . Así se nota en las Gacetas de Buenos Aires una multitud de
palabras vacías, como rey, trono, supremo gobierno de la nación, insignificantes para el
que no reconoce la soberana regencia pero aún estas alucinan a los incautos y poco refle-
xivos, como es la multitud que cree que la junta no falta la obediencia al rey solo porque
en sus escritos respeta mucho su nombre, como si pudiera amar y obedecer a un jefe el
que no obedece a su legítimo subdelegado como por voto unánime de la nación lo es
nuestro antiguo soberano la regencia de España e Indias».104 Bien, hasta aquí las voces
de los observadores y adversarios de la revolución.
Cabe preguntarse pues cuál fue la opinión respecto al actuar a nombre de Fernando
de quienes la guiaron en sus primeros y decisivos pasos a lo largo de 1810. En gene-
ral se considera a Moreno como uno de los más decididos partidarios de esta postura,
quien escribió: «El misterio de Fernando es una circunstancia de las más importantes
para llevarla siempre por delante, tanto en la boca como en los papeles públicos y de-
cretos, porque es un ayudante a nuestra causa el más soberbio; porque aun cuando
nuestras obras y conducta desmientan esta apariencia en muchas provincias, nos es
muy del caso para con las extranjeras. . . que podremos hacerles dudar cuál de ambos
partidos es el verdadero realista».105 La fundamentación de la táctica era, a la luz del
contexto político, ideológico e internacional, efectivamente consistente, subrayando
Moreno su utilidad en los contactos diplomáticos «con el gabinete inglés y portugués,
102.– Oficio del marqués de Casa Irujo, 20 de junio de 1810. MD t. XII, p. 19.
103.– Oficio del marqués de Casa Irujo al secretario de estado, 27 de junio de 1810. MD t. XII, p. 89.
104.– Carta de José M. Salazar al secretario de marina de España, 30 de junio de 1810. MD t. XII, p. 104.
105.– Moreno, Mariano. Plan revolucionario de operaciones. Plus Ultra, Buenos Aires, 1965, p. 41.
La insurrección de Mayo 151
para que como aliados de España y enemigos de Francia, vean que llevamos por delante
el nombre de Fernando y el odio a Napoleón, para que, junto con otras relaciones que
debemos entablar con esos gabinetes, no se nos niegue los auxilios que necesitemos sa-
car de sus estados por nuestro dinero, como armas, municiones, etc., y a lo menos que,
suspendiendo el juicio mantengan una neutralidad. . . Y viendo que todos aborrecemos
a Napoleón y confesamos a Fernando, careciendo precisamente de conocimientos interio-
res en la materia, resulta que no pueden perjudicarnos sus juicios, respirando todos un
mismo lenguaje, y hasta podrán dudar por algún tiempo cuál sea el partido realista».
Como puede observarse, para hombres como Castelli, Belgrano, Moreno y el grupo de
los dirigentes más radicales de la insurrección, el misterio, el manto, la capa o la más-
cara del monarca que veía transcurrir plácidamente sus días en un castillo de Francia,
no eran sino «una ficción de estrategia política exigida por las circunstancias».106 Y así
lo declaró con toda nitidez Moreno: «no diré que estas tramas no puedan descubrirse,
pero poco cuidado debe dársele a la Patria si se le franquea tiempo para ir realizando
sus miras, y estorbando que la España pueda remitir algunas tropas en la infancia de
nuestro establecimiento».107
Es verdad que hay historiadores que negaron la autenticidad del Plan de Operacio-
nes,108 y otros que consideraron inmoral usar el nombre del rey en vano,109 y que por
ende – como quienes juzgaron en 1811 a Castelli por hablar de independencia en el
Alto Perú – restringieron la autoría y el radio de acción de las tácticas revolucionarias
al «desenfreno» del «impío» Moreno. Pero hete aquí que la utilización de la máscara de
Fernando VII fue una política acordada en pleno por la Primera Junta, y en particular
por su presidente, el brigadier Saavedra. Al igual que el secretario de guerra, éste sabía
que «la corte de Inglaterra no se considera obligada por ninguna convención a sostener
una parte de la monarquía española contra la otra, por razón de alguna diferencia de
opinión que pueda subsistir entre ellas sobre la forma de gobierno en que deben ser
reglados sus respectivos sistemas, a condición que reconozcan su soberano legítimo y
se opongan a la tiranía y usurpación de la Francia». Más precisamente, aseguraba Saa-
vedra, «las cortes extranjeras y muy particularmente la de Inglaterra nada exige más
que el que llevemos adelante el nombre de Fernando y el odio de Napoleón. En estos
dos ejes consiste el que no sea nuestra enemiga declarada (. . . ). Luego, si nosotros no
reconociéramos a Fernando tendría la Inglaterra derecho, o se consideraría obligada a
sostener a nuestros contrarios que lo reconocen, y nos declararía la guerra, del mismo
modo que si no detestásemos a Napoleón; y ¿qué fuerzas tiene el pobre virreinato de
106.– Echeverría, Esteban. Antecedentes y primeros pasos de la Revolución de Mayo. En: Mayo. Su filosofía,
sus hechos, sus hombres. . . p. 505. Agrega Echeverría que «la prudencia y la política aconsejaban, pues,
correr el período más crítico de la revolución al amparo de aquella ficción, extender sus conquistas, realizar
reformas, preparar al país y organizar los elementos para aniquilar de un golpe cualquiera tentativa de
contra-revolución que apareciese».
107.– Moreno, Mariano. Plan revolucionario de operaciones. . . p. 55.
108.– Además del hecho de que si no lo escribió lo aplicó en prácticamente toda su extensión, la autoría
moreniana del Plan de Operaciones fue sólidamente establecida, entre otros por: Ruiz-Guiñazú, Enrique.
Epifanía de la libertad. Documentos secretos de la Revolución de Mayo. Nova, Buenos Aires, 1952, p. 181 y ss.
Puiggrós, Rodolfo. La época de Mariano Moreno. Buenos Aires: Sophos, 1960, p. 289 y ss.
109.– Sin perjuicio de especificar que los revolucionarios juraron a Fernando convencidos de que nunca
retornaría al trono – y que si eventualmente eso sucedía se vería en su momento – , es notable que quienes
realizan estas afirmaciones, cargadas de pacatería y moralina de cuño hispanista, luego aceptan sin mayores
restricciones las campañas militares patriotas destinadas a acabar con el poder de dicho rey en América.
¿Tan profundas eran las diferencias entre Moreno y San Martín?
152 Eduardo Azcuy Ameghino
Buenos Aires para resistir este poder en los primeros pasos de su infancia?».110 En vir-
tud de estas consideraciones, el jefe de los Patricios – que no formaba parte del ala más
progresista de la junta, aunque sí de la más independentista – ,111 coincidió con Moreno
en criticar a quienes, sin prestar suficiente atención a estas «poderosas consideracio-
nes», reclamaban «se grite al botón independencia, independencia. ¿Qué se pierde en
que de palabra y por escrito digamos, Fernando, Fernando, y con las obras allanemos los
caminos al Congreso, único tribunal competente que debe y puede establecer, y decidir
el sistema o forma de gobierno que se estime por conveniente, en que convengan los
diputados que lo han de componer?».112
Es sabido que dicho congreso, sobre el que Moreno escribió varios extraordina-
rios artículos en la Gaceta – además de traducir y adaptar la constitución de Estados
Unidos – ,113 no se realizó. La potencia en ascenso, cuyo apoyo se esperaba, había si-
do enfática al indicarles a los americanos que podían hacer lo que quisieran (mien-
tras no perjudicaran los intereses británicos), pero que debían hacerlo en nombre del
rey de España. Ante esta imposición, aceptada con gusto por buena parte de la elite
mercantil-terrateniente porteña, resultaba evidente que todo aquel que de alguna ma-
nera la resistiera, o se aflojara la «máscara», quedaría irremisiblemente enfrentado con
la estrategia inglesa.
La derrota de la corriente radical y democrática de la revolución ocurrida entre di-
ciembre de 1810 y los primeros meses de 1811, producto de un complejo y enrevesado
proceso de luchas políticas e ideológicas en el seno de la dirigencia de Mayo, resultaría
inseparable del hecho de que una vez cumplido el cometido que le habían asignado,
empezaba a develarse el «misterio de Fernando»; emergiendo así – prematuramente
para muchos – la explicitación del independentismo. Por razones parecidas, la frustra-
ción del congreso al que se había convocado al tiempo de la deposición de Cisneros,
se replicaría tres años después cuando un nuevo intento asambleario culminó con la
expulsión de los diputados artiguistas, que postulaban como primer punto de sus Ins-
trucciones la declaración inmediata de la independencia;114 debiendo esperarse hasta
julio de 1816 para concretar el objetivo largamente postergado.
1.– Como en casi todos los sucesos ocurridos desde 1806 que han sido aludidos en este texto, la referencia a
españoles y americanos no excluye la presencia – en ocasiones especialmente relevante – de unos formando
parte de las filas de los otros en ambas direcciones, lo cual puntualmente constituye un interesante problema
de investigación que, en general, excede los objetivos de este trabajo.
2.– Uriburu, Dámaso de. Memorias 1794-1857. BM t. I, p. 635.
3.– MD t. XI, p. 250.
154 Eduardo Azcuy Ameghino
tirano, de quien por este medio se constituyen unos verdaderos agentes». Sintetizando
la suma de pronunciamientos reaccionarios que apuntaron contra la junta, el bando de
Nieto ponía muy en claro los términos del enfrentamiento, que a partir de allí, y más
que nunca, se constituiría para el colonialismo en una guerra a muerte: «Habrá parti-
dos, guerras civiles, y levantada la cruel cuchilla antipatriótica, correrá mucha sangre
y se mataran unos a otros los padres, hijos, parientes y amigos. Lo habéis visto en los
desgraciados sucesos de La Paz y de la celebrada Quito y lo veréis en Buenos Aires».8
Cuando apenas había pasado un mes del 25 de mayo, ya Córdoba, Salta, el Alto Pe-
rú, Paraguay, Banda Oriental y casi todo el resto de las provincias del virreinato habían
sido puestas en pie de guerra por los jefes españolistas, a cuya cabeza, designado por
el virrey del Perú, se hallaba el brigadier de los reales ejércitos José Manuel Goyeneche
– el feroz represor de La Paz en 1809 – ;9 todos reunidos bajo la voz de orden de la
absoluta inobediencia a las nuevas autoridades, a cuya destrucción se dirigirían todos
los esfuerzos de los seguidores del poder metropolitano. Circunstancias que deben ser
tenidas muy en cuenta a los efectos de explicar y valorar el sentido, la oportunidad
y la actividad – incluidos los errores cometidos – de las expediciones militares que se
despacharon hacia el interior, destinadas a enfrentar una contrarrevolución que había
sido prevista desde un principio por los promotores de la instalación de la junta.10
El movimiento de oposición tuvo también un fuerte anclaje en la propia capital,
donde al trabajo de zapa del españolismo desembozado – encabezado por el virrey y
la audiencia depuestos y el cabildo en funciones – , se sumó el de la quinta columna
españolista tal como lo describe José María Romero, hijo del riquísimo mercader pe-
ninsular Tomás Antonio Romero. Este cronista, que opinaba que en la asamblea del
22 se «votó al gusto de la chusma» y que la junta del 24 fracasó porque «no acomodó
a los incendiarios», atestigua que «mi plan es hacer una guerra sorda al gobierno. . .
continuando con mi plan de discordia entre los facciosos»; para lo cual reconoce ha-
ber fomentado «la enemistad de Saavedra con Larrea y Moreno; la separación de este
sanguinario secretario y el ingreso de los diputados forasteros al gobierno. . . ».11
Otro de los escenarios que desde el primer momento reveló su importancia para el
combate que se avecinaba fue la Banda Oriental, y en particular la ciudad y puerto de
Montevideo. A su cabildo se dirigió la junta el 2 de junio, planteándole que «la unidad
de los pueblos en sus miras puede únicamente salvarlos de los peligros que amena-
zan de cerca, y nada se aventura en esperar las resultas de un congreso en que todos
deben tener parte, y donde debe fijarse la verdadera dirección que conviene a estas
provincias».12 Para entonces, arrastrada por la fuerza de los hechos – y todavía golpea-
da por las malas noticias difundidas oportunamente por Cisneros – la elite uruguaya
tendía a unirse con Buenos Aires bajo ciertas condiciones, pero un suceso inesperado
cambió por completo el panorama al arribar el navío Nuevo Filipino, portador de in-
8.– Bando de Vicente Nieto emitido en la ciudad de Chuquisaca, 23 de junio de 1810. MD t. XII, p. 66.
9.– Goyeneche comandó las tropas colonialistas en sus triunfos de Huaqui, Sipe Sipe y Cochabamba. Retirado
en 1813 a España, cuando Fernando regresó al trono lo nombró teniente general, obteniendo posteriormente
la dignidad de «Grande de España». Diccionario Histórico Argentino. Ed. Históricas Argentinas, Buenos Aires,
1954, t. IV, p. 199.
10.– Cabe recordar que en el pedimento popular del día 25 ya se indicaba «la precisa cualidad de que
establecida la junta debería publicarse por el término de quince días una expedición de quinientos hombres
para las provincias interiores». ACBA Serie IV, tomo IV, p. 165.
11.– Romero, José María. Memoria para servir a la historia de la revolución de Buenos Aires el año 1810.
BM t. V, p. 4.252 (véase AD 31 en página 245).
12.– Oficio de la junta de Buenos Aires al cabildo de Montevideo. MD t. XI, p. 248.
156 Eduardo Azcuy Ameghino
formaciones más favorables sobre la situación europea y de una proclama del consejo
de regencia que tonificó los ánimos del sector españolista.
La nueva situación fue remarcada por el comandante de las fuerzas navales his-
panas, quien ponderando la gran oposición que se iba consolidando en el interior del
virreinato, opinaba que era «difícil pronosticar el éxito que tendrán los emisarios diri-
gidos a dichos parajes por la usurpadora junta de Buenos Aires ni el partido que ésta
tomará luego que sepa que la regencia soberana de la nación ha sido solemnemente
reconocida por esta ciudad y que circulen todos los papeles y proclamas que ha traí-
do el Nuevo Filipino».13 Mientras tanto, el 8 de junio la junta escribía al comandante
Salazar procurando neutralizar momentáneamente la oposición montevideana y ganar
tiempo: «¿Se reconoció en esa plaza el consejo de regencia? Buenos Aires no lo ha des-
conocido; y quizá el voto de sus representantes será este mismo cuando en el congreso
deba darse; Montevideo por un celo que en sí es laudable anticipó el suyo, y este será
seguramente el de su diputado, pero entretanto se verifica la reunión deben unirse los
dos pueblos».14
Poniendo en evidencia la sorda lucha política que se libraba en Buenos Aires, el
9 de junio el ayuntamiento de esa ciudad, contrariando al gobierno, felicitaba a sus
pares montevideanos por «la prudente resolución adoptada y el solemne y público re-
gocijo con que celebró la augusta instalación del Supremo Consejo de Regencia de
España e Indias a nombre de nuestro suspirado monarca».15 Ante la gravedad de la
situación, la junta decidió el viaje de Juan José Paso a Montevideo a efectos de im-
pulsar la unión con la capital, tarea que éste cumplió logrando captar la voluntad de
muchos americanos, lo cual no fue empero suficiente para impedir que, en la decisiva
reunión del cabildo abierto realizada el 15 de junio, se impusiera la fracción españolis-
ta; que trató con dureza al enviado – cuyo meduloso discurso fue hostigado con gritos
y gestos de desaprobación – , destacándose la vehemente y eficaz participación del co-
mandante Salazar, quien arrastró a la mayoría de los asambleístas utilizando el poder
de convicción que le ofrecía el control de las armas orientales. Este jefe, en un relato
de los acontecimientos realizado unos días después, reconocería que muchos buenos
habitantes estaban abatidos y sin valor para oponerse, razón por la cual «en sus visitas
secretas había ganado el comisionado a todos los abogados, o por mejor decir los había
confirmado en su opinión, porque todos siendo hijos del país tienen la de la indepen-
dencia».16 El núcleo del debate perdido por los revolucionarios había girado en torno
al reconocimiento o no del consejo de regencia, lo cual se asociaba directamente con la
razón de ser de la junta revolucionaria.17 Y las consecuencias de este suceso serían gra-
ves y prolongadas, dando lugar a dos sitios de Montevideo, una incursión portuguesa
y la continuidad de la presencia del colonialismo español en el Plata hasta su derrota
13.– Oficio del comandante del apostadero naval de Montevideo al secretario de estado español, 4 de junio
de 1810. MD t. XI, p. 255.
14.– Oficio de la junta de Buenos Aires al comandante Salazar. MD t. XI, p. 275.
15.– Oficio del ayuntamiento de Buenos Aires al cabildo de Montevideo. MD t. XI, p. 279.
16.– Carta de José M. Salazar a Gabriel de Ciscar, 23 de junio de 1810. MD t. XII, p. 73.
17.– El punto acababa de ser explicitado el 28 de mayo en una carta de la junta al marqués de Casa Irujo:
«La junta central suprema instalada por sufragio de los estados de Europa y reconocida por los de América
fue disuelta en un modo tumultuario, subrogándose por la misma, sin legítimo poder y sin sufragio de estos
pueblos, la junta de regencia que por ningún título podría exigir el homenaje que se debe al Sr. Don Fernando
VII». MD t. XI, p. 232.
La contrarrevolución española y la guerra anticolonial 157
18.– Una ampliación de este punto, incluido el desarrollo del artiguismo y la invasión del colonialismo portu-
gués en 1816, véase Azcuy Ameghino, Eduardo. Historia de Artigas y la independencia argentina. Montevideo:
Ediciones de la Banda Oriental, 1993.
19.– MD t. XII, p. 87.
20.– Lo cual no termina de disipar la ambigüedad de sus sentimientos más íntimos, toda vez que – como
ya se ha analizado – Napoleón podía ser asociado con el independentismo, pero también con la España
hasta entonces triunfante del rey José y la elite afrancesada de la península, autoridades a las cuales podía
acabar reportando todo aquel que eventualmente, como había hecho Liniers en 1808, pudiera acomodarse
al cambio de dinastía gobernante que se hallaba en curso.
21.– Oficio de un agente español sobre la situación en Buenos Aires, 23 de junio de 1810. MD t. XII, p. 69.
22.– Oficio del comandante del apostadero naval de Montevideo al gobierno español, 12 de junio de 1810.
MD t. XI, p. 311.
23.– Carta anónima a Santiago de Liniers, sin fecha, datada en Buenos Aires. BM t. XVIII, p. 16.642.
24.– Carta de Santiago de Liniers a Martín de Sarratea, 14 de julio de 1810. BM t. XVIII, p. 16.645.
158 Eduardo Azcuy Ameghino
25.– «No es necesario hablar de la Junta y de sus principios. Moreno es el Robespierre del momento». Informe
de Carlos Guezzi, setiembre-diciembre de 1810. En: Moreno, Mariano. Selección de escritos. . . p. 310.
26.– Carta de Mariano Moreno a Feliciano Chiclana, 17 de agosto de 1810. BM t. XVIII, p. 16.623.
27.– Moreno, Manuel. Memorias de Mariano Moreno. Buenos Aires: Carlos Pérez Editor, 1968, p. 163.
28.– Para afirmar el poder revolucionario resultaba imprescindible barrer del gobierno a los funcionarios,
representantes y simpatizantes del coloniaje en toda la extensión del virreinato. Para ello, Moreno exigía:
«Que empiecen los naturales a sentir las ventajas del nuevo sistema, que entren a servir los empleos hombres
amantes de la libertad, y enemigos irreconciliables de los tiranos, que se fomente en todos los pueblos el
odio de la esclavitud». Carta de Mariano Moreno a Feliciano Chiclana, 15 de noviembre de 1810. BM t. XVIII,
p. 16.625.
29.– Núñez, Ignacio. Noticias históricas de la República Argentina. Vol. I. n/d: Biblioteca Mayo, 1857, p. 388.
30.– En estas circunstancias seguramente alcanzó el máximo vuelo revolucionario la figura del secretario de
guerra de la junta: «Moreno que escribía a Castelli, representante de la junta en el ejército que marchaba
al Alto Perú: ¡Gritad viva el rey! ¡Y cortad la cabeza a los que siguen su causa! Danton de la revolución
americana, conocía los ásperos e intransitables caminos por donde se lleva a la libertad a los pueblos escla-
vos; sabía arrojar como una granada esas grandes medidas revolucionarias que la moral condena y la razón
desaprueba, pero que salvan una revolución». Sarmiento, Domingo Faustino. El 25 de Mayo. En: Mayo. Su
filosofía, sus hechos, sus hombres. . . p. 920.
La contrarrevolución española y la guerra anticolonial 159
de la Gaceta, donde especificó los cargos acumulados contra los cabildantes, entre ellos
haber «reconocido secretamente al consejo de regencia contra las intenciones del pue-
blo, contra las disposiciones del gobierno y con violación de los sagrados derechos que
resisten aquel reconocimiento; dirigir al cabildo de Montevideo un oficio denigrativo a
los patriotas, y en que se animaba la división que nos ha producido tantos males; con-
servar relaciones ocultas dirigidas a nuestro descrédito y al trastorno de nuestra grande
obra».37 El 17 de octubre con la presencia de la junta, que realizó las correspondientes
designaciones, se tomó juramento a los nuevos capitulares, en su mayoría integrantes
de los sectores económicamente acomodados, aunque en este caso pertenecientes a la
fracción más comprometida con los cambios en curso.38
En una nota a Chiclana, Moreno se refirió a este decisivo capítulo de la lucha revo-
lucionaria en Buenos Aires, destacando tanto el hecho como su inscripción en la guerra
sin cuartel que se desplegaba a lo largo y ancho del virreinato: «El cabildo había re-
conocido secretamente la regencia y conservaba relaciones con los pueblos divididos.
Todo el ha sido desterrado en una noche. Los godos residentes en el Paraguay se han
armado todos y nos hacen una guerra a sangre y fuego, son nuestros enemigos irre-
conciliables y es necesario velar mucho sobre ellos; hoy han salido 200 hombres de
refuerzo al ejército de Belgrano».39 Al igual que el secretario de la junta, también su
presidente se dirigió al mismo interlocutor enfatizando «lo ocurrido en el cabildo, o
más bien con los capitulares antiguos, su crimen es mayor sin duda que el de los man-
dones de Córdoba».40
Como puede observarse, todavía era el tiempo en que todas las heterogéneas ten-
dencias que habían confluido en la destitución del virrey y la instalación de un go-
bierno independiente del poder español marchaban unidas, y las posturas democráti-
cas radicales encontraban espacio político para coexistir conflictivamente con las más
continuistas o conservadoras, subordinándose sus diferencias al éxito de la lucha anti-
colonial.41
En diciembre de 1810, la mayoría de las voluntades políticas del frente patriota
juzgarían inconveniente reunir el congreso constitutivo por el cual Moreno tanto había
bregado, acomodándose a las imposiciones inglesas y tomando la decisión de persistir
obrando a nombre de Fernando VII, aún pasado el momento en que esta actitud había
permitido, entendida como recurso táctico, expandir y consolidar el movimiento re-
volucionario. Derrotado el morenismo, resultado político que se terminaría de definir
con la posterior detención de Castelli, y sin mengua de los aportes de hombres como
Monteagudo, San Martín y tantos otros, habría que esperar sin embargo hasta abril
37.– Moreno, Mariano. Sobre la destitución de los individuos del cabildo. Escritos políticos y económi-
cos. . . p. 224.
38.– ACBA serie IV, tomo IV, p. 247. Los elegidos por la junta para ejercer los cargos capitulares fueron:
Domingo Igarzabal, Atanasio Gutiérrez, Manuel Aguirre, Francisco Ramos Mejía, Ildefonso Passo, Eugenio
Balvastro, Juan Pedro Aguirre, Pedro Capdevila, Martín Grandoli, Juan Francisco Segui y Miguel Villegas.
39.– Mariano Moreno a Feliciano Chiclana, agosto 1810. BM t. XVIII, p. 16.624.
40.– Carta de Saavedra a Chiclana, 27 de octubre de 1810. Ruiz-Guiñazú, Enrique. El presidente Saavedra y
el pueblo soberano de 1810. Buenos Aires: Estrada, 1960, p. 574.
41.– En el apéndice documental, bajo la numeración 56 a 65, se presenta una muestra de textos representa-
tivos del pensamiento de los principales dirigentes enrolados en la corriente política más radical, progresista
y democrática de la revolución; quienes procuraron reunir el prioritario objetivo de la lucha anticolonial con
una reforma profunda de aspectos centrales del orden socioeconómico instaurado y sostenido por más de
dos siglos por la metrópoli española. Sobre esta caracterización, véase Azcuy Ameghino, Eduardo. Historia
de Artigas y de la independencia argentina. . . , cap. 1. «La Revolución de Mayo».
La contrarrevolución española y la guerra anticolonial 161
de 1813, para que un nuevo líder surgido de la lucha emancipadora oriental volviera a
establecer – con todas las letras – en el escenario político rioplatense que el objetivo
de tantos esfuerzos y sacrificios no era, ni había sido otro, que «la declaración de la
independencia absoluta de estas colonias».
Índice del apéndice documental
D OCUMENTO 1
Respuesta del virrey marqués de Sobremonte al oficio del cabildo de Buenos
Aires en el cual se le informaba que había sido removido del cargo que ejercía.
Pontezuelas, 20 de agosto de 1806 (véase p. 169).
D OCUMENTO 2
Memorial del capitán Parker Carrol al gobierno inglés presentando una semblan-
za del estado político de Buenos Aires luego de las invasiones de 1806 y 1807.
16 de enero de 1808 (véase p. 169).
D OCUMENTO 3
Carta de Francisco de Miranda a Saturnino Rodríguez Peña señalando las diferen-
cias entre las invasiones inglesas al Río de la Plata y la acción que él comandara
en Venezuela. Londres, 18 de abril de 1808 (véase p. 172).
D OCUMENTO 4
Instrucciones del ministro francés Champagny al marqués de Sassenay para el
cumplimiento de su misión en calidad de enviado napoleónico al Río de la Plata.
Bayona, 29 de mayo de 1808 (véase p. 173).
D OCUMENTO 5
Proclama del virrey Liniers dictada luego de la entrevista con el marqués de Sas-
senay y de haber recibido las comunicaciones de los acontecimientos de Madrid
y Bayona. Buenos Aires, 15 de agosto de 1807 (véase p. 174).
D OCUMENTO 6
Oficio original del Marqués de Sassenay al gobierno francés dando cuenta de su
misión al Río de la Plata. Sevilla, 23 de mayo de 1810 (véase p. 175).
D OCUMENTO 7
Representación del cabildo de Buenos Aires a la Junta Suprema de Sevilla, re-
latando el rechazo de las invasiones inglesas y la llegada del enviado francés
Sassenay. Buenos Aires, 10 de septiembre de 1808 (véase p. 177).
D OCUMENTO 8
Carta del gobernador y cabildo de Montevideo a la audiencia y cabildo de Bue-
nos Aires, manifestando sus sospechas sobre la fidelidad del virrey Santiago de
Liniers. Montevideo, 7 de septiembre de 1808 (véase p. 180).
D OCUMENTO 9
Memoria enviada por Juan J. Castelli, Antonio Beruti, Hipólito Vieytes, Nicolás
Rodríguez Peña y Manuel Belgrano a la infanta Carlota. Buenos Aires, 20 de
septiembre de 1808 (véase p. 182).
164 Eduardo Azcuy Ameghino
D OCUMENTO 10
Instrucciones reservadas redactadas por Saturnino Rodríguez Peña para el desem-
peño de la misión política de Diego Paroissien en la capital virreinal. Río de Ja-
neiro, 2 de noviembre de 1808 (véase p. 187).
D OCUMENTO 11
Carta de la Infanta al virrey Liniers, dándole aviso del viaje de Paroissien al Plata
y denunciándolo por ser parte de un plan subversivo del orden colonial. Río de
Janeiro, 1 de noviembre de 1808 (véase p. 188).
D OCUMENTO 12
Carta de Saturnino Rodríguez Peña a Francisco Miranda, informándole sobre la
situación de los partidarios de la revolución en Río de Janeiro y Buenos Aires.
Río de Janeiro, 24 de enero de 1809 (véase p. 189).
D OCUMENTO 13
Fragmento de un informe enviado por la audiencia de Buenos Aires al gobierno
español luego del motín del 1 de enero de 1809. Buenos Aires, 21 de enero de
1809 (véase p. 191).
D OCUMENTO 14
Carta escrita por un vecino de Buenos Aires a otro de Asunción del Paraguay
relatando los sucesos del 1 de enero de 1809 en Buenos Aires y sus consecuencias
inmediatas. Buenos Aires, 19 de enero de 1809 (véase p. 193).
D OCUMENTO 15
Carta del virrey Liniers al administrador principal de correos ordenándole revisar
toda la correspondencia de carácter sospechoso. Buenos Aires, 5 de enero de
1809 (véase p. 194).
D OCUMENTO 16
Proclama sediciosa de Buenos Aires, anónima y de carácter radical, asimilable al
discurso emergente de los agentes franceses, donde se anuncia la pronta libertad
de América 1809 (véase p. 195).
D OCUMENTO 17
Carta del virrey Cisneros a la Junta suprema de España e Indias informando
acerca de las dificultades que debió enfrentar para lograr tomar posesión del
cargo. Buenos Aires, 19 de agosto de 1809 (véase p. 196).
D OCUMENTO 18
Acta del cabildo de Buenos Aires referida a que los comandantes militares y otros
particulares rehusaban el recibimiento del nuevo virrey. Buenos Aires, 13 de julio
de 1809 (véase p. 199).
D OCUMENTO 19
Carta de Don Pedro Baliño de Laya a Su Majestad señalando la crisis del dominio
colonial, el peligro de perderse en que se hallan las posesiones españolas. Buenos
Aires, 10 de noviembre de 1809 (véase p. 201).
D OCUMENTO 20
Circular del gobierno virreinal dirigida a los alcaldes de 1º y 2º voto sobre la
creación de un juzgado de vigilancia destinado a la represión de las actividades
sediciosas. Buenos Aires, 25 de noviembre de 1809 (véase p. 203).
D OCUMENTO 21
Apología de los hechos de La Paz y nuevo sistema de gobierno que se ha instau-
Índice del apéndice documental 165
rado con motivo de las ocurrencias del 16 de julio de 1809, por un ciudadano del
Cuzco (véase p. 204).
D OCUMENTO 22
Texto de una proclama emergente del movimiento revolucionario de La Paz de
julio de 1809, cuya autoría fue atribuida a uno de los principales protagonistas
de la insurrección (véase p. 207).
D OCUMENTO 23
Informe del coronel Juan Ramírez, segundo comandante general del ejército de
operaciones del Perú, a la Junta Suprema, sobre los movimientos revolucionarios
de Chuquisaca y La Paz del año 1809 (véase p. 207).
D OCUMENTO 24 Manifiesto de José Manuel de Goyeneche, jefe de la represión a la
rebelión de La Paz, justificando los castigos impuestos, con inclusión de las sen-
tencias aplicadas. La PazLa Paz, 29 de enero de 1810 (véase p. 210).
D OCUMENTO 25
Artículo de Bernardo de Monteagudo titulado «Ensayo sobre la Revolución del
Río de la Plata desde el 25 de mayo de 1809», publicado en 1812, remarcando la
importancia de las rebeliones altoperuanas (véase p. 214).
D OCUMENTO 26
Instrucciones dadas por José Napoleón a su comisionado en Baltimore y a los
demás agentes que pasaron a las colonias españolas para sublevarlas contra la
metrópoli e impulsar su independencia. 1809-1810 (véase p. 217).
D OCUMENTO 27
Oficio de lord Strangford a Su Majestad Británica respondiendo una consulta
sobre la situación política en las colonias españolas de Sudamérica y al progreso
de la crisis virreinal. Río de Janeiro, 1810 (véase p. 219).
D OCUMENTO 28
Memorial de Diego Paroissien, redactado por su defensor, Juan José Castelli, en el
que se anticipa buena parte de los argumentos revolucionarios expuestos durante
la semana de Mayo. 14 de marzo de 1810 (véase p. 223).
D OCUMENTO 29
Fragmento de la autobiografía de Cornelio Saavedra, comandante del regimiento
de Patricios y presidente de la junta revolucionaria, con su visión de la insurrec-
ción del 25 de mayo de 1810 (véase p. 229).
D OCUMENTO 30
Fragmento de la autobiografía de Manuel Belgrano conteniendo un relato analí-
tico de lo acontecido entre las invasiones inglesas y la revolución de Mayo (véase
p. 241).
D OCUMENTO 31
Fragmento de la «Memoria para servir a la historia de la revolución de Buenos Ai-
res el año 1810», escrita por José María Romero; hijo del gran mercader colonial
Tomás Antonio Romero (véase p. 245).
D OCUMENTO 32
«Rasgo histórico de la revolución del 25 de Mayo», artículo publicado en La Ga-
ceta Mercantil, del 25 de mayo de 1826, recordando y analizando los hechos que
condujeron a la instalación de la Primera Junta (véase p. 248).
166 Eduardo Azcuy Ameghino
D OCUMENTO 33
Reseña histórica de lo ocurrido desde comienzos de 1809 hasta el 25 de mayo de
1810, redactada por el brigadier general Tomás Guido (véase p. 250).
D OCUMENTO 34
Memoria del general Martín Rodríguez sobre los sucesos que desembocaron en
el cabildo abierto del 22 de mayo de 1810 (véase p. 258).
D OCUMENTO 35
Memoria Histórica escrita por Francisco Saguí titulada «Los últimos cuatro años
de la dominación española en el virreinato del Río de la Plata desde 26 de junio
de 1806 hasta 25 de mayo de 1810» (véase p. 260).
D OCUMENTO 36
Diario de un testigo acerca de la Revolución de Buenos Aires acaecida el 21 de
mayo de 1810, que concluyó el 25 del propio en los términos que se dirá, fecha
hasta que alcanza esta Memoria (véase p. 266).
D OCUMENTO 37
Fragmento de un oficio del coronel José Fornaguera al Consejo de Regencia,
refiriéndose críticamente al proceso revolucionario desarrollado en Buenos Aires.
Cádiz, 25 de mayo de 1811 (véase p. 267).
D OCUMENTO 38
Dos cartas sin firma dirigida a José Ignacio Gorostiaga y José Antonio Chavarría
conteniendo noticias de los sucesos ocurridos en Buenos Aires del 20 al 25 de
mayo de 1810 (véase p. 268).
D OCUMENTO 39
Carta del padre maestro fray Gregorio Torres en la que expone los acontecimien-
tos de la semana de Mayo. Buenos Aires, 24-28 de mayo de 1810 (véase p. 271).
D OCUMENTO 40
Carta de Don Ramón Manuel de Pazos a su amigo don Francisco Juanicó, rela-
tando los sucesos que culminaron con la imposición de una junta de gobierno
revolucionaria el 25 de mayo (véase p. 273).
D OCUMENTO 41
Alocución revolucionaria de Antonio Beruti, dirigida a los miembros del cabildo
el 25 de mayo de 1810 anunciando que el pueblo ha reasumido la autoridad y
exige la inmediata renuncia del virrey Cisneros (véase p. 274).
D OCUMENTO 42
Diario de varios sucesos acaecidos entre el 13 y el 28 de mayo de 1810, de cuyas
resultas fue depuesto el virrey y remplazado por una junta de gobierno indepen-
diente del poder español (véase p. 275).
D OCUMENTO 43
Carta del virrey de Buenos Aires, Baltasar Hidalgo de Cisneros, al Consejo de Re-
gencia, en que da cuenta del proceso revolucionario que condujo a su deposición
y posterior instalación de la Junta Provisional (véase p. 277).
D OCUMENTO 44
Informe elaborado por los oidores de la real audiencia de Buenos Aires con un
pormenorizado relato del proceso que acabó con el poder del colonialismo espa-
ñol en la capital del virreinato del Río de la Plata (véase p. 285).
Índice del apéndice documental 167
D OCUMENTO 45
Oficio del comandante del apostadero naval de Montevideo afirmando que la
Junta de Buenos Aires aspira a la independencia y que no ha reconocido al Con-
sejo de Regencia. 19 de julio de 1810 (véase p. 300).
D OCUMENTO 46
Informe de Francisco de Orduña al gobierno español relatando la instalación de
una junta revolucionaria y las primeras medidas tomadas por el nuevo gobierno.
Buenos Aires, 18 de agosto de 1810 (véase p. 301).
D OCUMENTO 47
Fragmento de las «Memorias curiosas» escritas por Juan Manuel Beruti, donde se
exponen los principales sucesos acontecidos durante el año 1810 hasta el fusila-
miento de Santiago de Liniers (véase p. 303).
D OCUMENTO 48
Diario anónimo de los acontecimientos desarrollados en Buenos Aires incluyendo
referencias a la organización de la contrarrevolución colonialista. Buenos Aires,
29 de mayo de 1810 (véase p. 310).
D OCUMENTO 49
Oficio del embajador español ante la corte portuguesa analizando las circunstan-
cias que dieron origen a la revolución que se había producido en Buenos Aires.
Río de Janeiro, a 16 de junio de 1810 (véase p. 313).
D OCUMENTO 50
Oficio anónimo que informa sobre la organización de las fuerzas contrarrevolu-
cionarias, el castigo al oidor Caspe y el espíritu independentista que reina en la
capital. Buenos Aires, 13 de junio de 1810 (véase p. 315).
D OCUMENTO 51
Escrito anónimo donde se exponen aspectos de la visión de los contrarrevolucio-
narios sobre la Junta de Buenos Aires, así como su odio, esfuerzos y esperanzas
de desalojarla del poder. 15 de junio de 1810 (véase p. 316).
D OCUMENTO 52
Carta de Francisco de Paula Sanz al virrey del Perú realizando diversas conside-
raciones sobre la manera más apropiada de derrotar al gobierno revolucionario
de Buenos Aires. Potosí, 17 de junio de 1810 (véase p. 317).
D OCUMENTO 53
Oficio de Santiago Liniers a José María Salazar, imponiéndole de las acciones que
deberá ejecutar dirigidos a derrotar la insurrección de Buenos Aires. Córdoba, 25
de junio de 1810 (véase p. 318).
D OCUMENTO 54
Memorial de Lord Strangford al marqués de Wellesley, en que informa de los
sucesos revolucionarios de Buenos Aires y las primeras medidas tomadas por la
Junta. Río de Janeiro, 20 de junio de 1810 (véase p. 319).
D OCUMENTO 55
Oficio del almirante M. de Courcy a J. W. Crocker, con noticias de Buenos Ai-
res, donde los americanos desean la independencia bajo la protección de Gran
Bretaña. Río de Janeiro, 17 de julio de 1810 (véase p. 325).
168 Eduardo Azcuy Ameghino
D OCUMENTO 56
Artículo titulado «Sobre la libertad de escribir», publicado por Mariano Moreno
en la Gaceta de Buenos Aires del 21 de junio de 1810 (véase p. 326).
D OCUMENTO 57
«Prólogo a la traducción del Contrato Social» de Rousseau, realizado como parte
de la lucha ideológica y cultural contra las viejas ideas escolásticas y absolutistas
que definían el clima intelectual colonial (véase p. 328).
D OCUMENTO 58
Fragmentos de un artículo de Mariano Moreno titulado «A propósito de la con-
ducta del capitán Elliot», donde se expone la necesidad de no olvidar la natura-
leza agresiva del colonialismo inglés (véase p. 330).
D OCUMENTO 59
«Sobre la misión del Congreso. Convocado en virtud de la resolución plebiscitaria
del 25 de Mayo», escrito de Moreno fundamentando la justicia de la independen-
cia y la necesidad de organizar el país (véase p. 331).
D OCUMENTO 60
Texto de la «Supresión de los honores del presidente» de la junta, redactada por
Moreno, hito insoslayable en el proceso de ruptura del frente político que había
impulsado hasta entonces la lucha anticolonial (véase p. 349).
D OCUMENTO 61
Proclama dirigida por el representante de la junta provisional gubernativa del
Río de la Plata, Juan José Castelli, a los indios altoperuanos, refutando los argu-
mentos reaccionarios del virrey del Perú (véase p. 352).
D OCUMENTO 62
Orden expedida por Juan José Castelli a los gobernadores intendentes donde se
manifiesta la necesidad de tomar rápidas y profundas medidas para reformar los
abusos que se cometían contra los indios (véase p. 354).
D OCUMENTO 63
Artículos escritos por Belgrano en el Correo de Comercio durante 1810, enfati-
zando la necesidad de proteger las industrias americanas concebidas como uno
de los pilares del desarrollo económico del país (véase p. 355).
D OCUMENTO 64
Pasaje del «Plan Revolucionario de Operaciones» en el que Mariano Moreno pro-
pone la confiscación de las minas altoperuanas y su estatización para ponerlas al
servicio del desarrollo de la nueva patria (véase p. 356).
D OCUMENTO 65
Fragmentos de textos de Belgrano y Vieytes, planteando la necesidad de impulsar
un acceso más democrático y equitativo a la propiedad de la tierra, ocupada hasta
entonces en grandes extensiones (véase p. 356).
Apéndice documental 169
Documento 1
Documento 2
16 de enero de 1808
Puede parecer un poco como presunción que un militar como yo, me dirija a V. E.
para emitir opiniones sobre asuntos que no son enteramente militares, aunque por cier-
to relacionados con y que dependen del éxito de las armas. Parecería que un soldado
no debiera atreverse a intervenir en las relaciones políticas del mundo, y que aunque
es de su incumbencia conquistar, el gobierno de lo conquistado es ajeno a los fines de
su educación y profesión. El amor a la patria está, sin embargo, fuertemente arraigado
en el corazón de todo británico, y no hay ninguna clase más fervientemente apegada
a sus intereses que su ejército. Perteneciendo a esa clase, confío que puedo pretender
que me sea permitida la expresión de ideas resultantes de la observación y la expe-
riencia en un país, cuya situación política relativa parece haber sido poco comprendida
por nosotros, o si fue comprendida al menos no muy tenida en cuenta. Me refiero al
continente de Sud América.
170 Eduardo Azcuy Ameghino
Como estuve en España tiempo atrás y como hablo el idioma de ese país, la cir-
cunstancia de haber sido dejado en Buenos Aires por el teniente general Whitelocke
como rehén, me proporcionó una ventaja especial de pregunta-respuesta-reflexión con-
siguiente, sobre un pie de intimidad, y casi diría confianza, con la mayoría de la gente
prominente de la ciudad; sus opiniones sobre delicados puntos políticos no me eran
ocultados, y de ellos deduzco cuáles eran los sentimientos de la mayoría de la pobla-
ción de ese vasto país, con respecto a los objetos de esta presentación. Las conclusiones
que extraje de ellos es probable que puedan ser falsas, pero son impresiones que nada,
a no ser la convicción absoluta de su falacia, puede borrar de mi mente.
En primer lugar, pues, me permito asegurar que a los sudamericanos, un pueblo
bravo y altanero y también fanático en una religión que por la forma como es tratada
ahora por el clero en ese país no admite dentro de su seno ni una sombra de tolerancia,
ningún incentivo de riqueza o ventajas comerciales podría inducirlos a someterse a una
doctrina protestante. El triste resultado del valiente logro del general Beresford dice
más que cualquier discurso que pudiera utilizar sobre este punto. Estoy convencido
que si su fuerza hubiera sido mucho más considerable, no hubiera podido someter y
retener ese país, y que a menos que lo declarara una nación independiente, los continuos
disturbios y descontento con que se hubiera encontrado de parte de una población de
entusiastas, hubiera conducido al mismo resultado.
Que los sudamericanos sean esclavos de la tiranía hispana se debe a la propia di-
visión, rivalidad y recelo intestinos, que hace que una clase tema que otra predomine
y hace que todos se reúnan alrededor de un despotismo del cual ninguna mano amiga
puede arrancarlos.
Que Sud América no tardará en ser una nación independiente de España, es en mi
mente un axioma evidente. Si el gobierno de Inglaterra piensa que la alianza de un
estado que emerge de estas cadenas tiene importancia para los intereses comerciales
de nuestro país, ahora es la oportunidad dorada.
Por Inglaterra y sólo por Inglaterra podría Sud América emerger ahora. Si se des-
perdicia la oportunidad actual, el enemigo inveterado de nuestras costas y del mundo,
no perderá tiempo ni oportunidad para sacar ventaja de aquello que hemos dejado
detrás de nosotros, y se esforzará, por todos los medios a su alcance, para alejar a los
sudamericanos de los habitantes de Gran Bretaña.
El hecho que el portador a España de la noticia de nuestra derrota en ese país
(el señor Perichon, un francés y edecán del general Liniers, también francés) llevara
al mismo tiempo un despacho para Bonaparte, del mismo tenor, habla demasiado a
las claras a este respecto; el genio y fortuna de éste (a la segunda de los cuales él es
tan inclinado a apelar) hacen más que probable que esté completamente preparado a
sacar ventaja de las sensaciones de irritabilidad que los sudamericanos sienten hacia
su madre patria, y se dé perfecta cuenta de la incalculable ventaja que le representa
nuestra exclusión de cualquier participación en el comercio con ellos.
En breve, estoy convencido que el país está maduro y ansiando una revolución,
y está obstinadamente decidido a convertirse en una nación independiente. También
estoy persuadido que los ingleses, con una fuerza adecuada y una reserva de armas y
oficiales para organizar los recursos físicos de una región tan populosa, pueden antici-
par un suceso que de todos modos tendrá lugar, y que entonces, arrojaría el peso y la
ventaja en el platillo del enemigo, una ventaja que nosotros tenemos ahora en nuestro
poder para convertirla a nuestro beneficio.
Apéndice documental 171
No pretendo ser un entusiasta a este respecto; tengo plena conciencia que hay mu-
chos obstáculos que superar, y que se requerirá mucho tacto y quizá tiempo para curar
las heridas que nuestras últimas aventuras en esa región han infligido. Los corazones
de la gente deben ser ganados; y las leyes deben promulgarse por otros medios que no
sean las bayonetas. Deben convencerse que no venimos a saquearlos y destruirlos, sino
a convertirlos en una nación independiente y a establecer un intercambio comercial de
beneficio mutuo y recíproco, que nuestros motivos son honrados y nuestros recursos
adecuados para lograr el fin propuesto.
Se me ha dicho repetidamente, por varias de las personas más inteligentes y respe-
tables en Buenos Aires, que si el general Beresford y el almirante, en su primera llegada
y antes que se derramara ninguna sangre o se confiscara ninguna propiedad, hubiera
declarado a Sud América un estado independiente, ahora lo tendríamos como aliado,
sin que fuera testigo de los horrores presentes en las revoluciones. En verdad creo que
tales propuestas fueron hechas por los jefes del pueblo a nuestros comandantes, pero
como ellos no se sentían autorizados para actuar si no era como conquistadores, la
reconquista fue planeada por Pueyrredón, Liniers y los cabecillas del país. El resultado
pudo haberse esperado y previsto.
El convertir a Sud América en una nación independiente es un logro que hay que
desear del modo más ardiente. Los sudamericanos durante muchos años han dirigido
sus miradas a Inglaterra, como la única potencia en Europa que podía actuar, y a pesar
de las heridas infligidas en los espíritus de la gente, con nuestras llamadas operaciones
en Sud América, estoy convencido que si pudiéramos persuadirlos de la sinceridad de
nuestras promesas, ellos abrazarían con prontitud y entusiasmo la oferta de Inglaterra
(respaldada por una fuerza tal que gravitara sobre sus temores, tanto como sobre sus
esperanzas) de emanciparlos de su actual estado de sujeción, para convertirse en el
aliado más fiel y dependiente de Inglaterra. Juzgo innecesaria, así como sería volumi-
nosa, la enumeración de las ventajas políticas y comerciales a ser deseadas por Gran
Bretaña del logro de un objetivo tal y de la adición de ese aliado. Es posible que sin
más efusión de sangre inglesa y sudamericana, el sentido de esa nación pueda prevale-
cer sobre todo obstáculo opuesto por sus gobernantes a nuestro éxito en esta empresa
tan honorable y brillante; pero si sucediera que el recuerdo de días y hechos anteriores
llevara a un espíritu de resistencia, no hay ningún oficial británico, que sirviera y sobre-
viviera en el último negocio calamitoso, que no sepa, y estuviera contento de probarlo
al mundo, que Montevideo y Buenos Aires pueden ser tomadas con facilidad por las
armas británicas. Es probable que fuera necesario un bombardeo o un ataque, pero la
victoria debe ser inevitablemente nuestra; de nuestra conducta posterior a la posesión,
entraré a hablar ahora.
Que Montevideo puede y debe ser retenida, como pertenencia permanente de Gran
Bretaña, no hay lugar a dudas. Son incontables las razones que pueden aducirse a
este respecto. Un intento de retener a Buenos Aires por derecho de conquista y no por
medio de una medida conciliatoria nacional, resulta en mi opinión un plan quijotesco.
Los gastos para retener la ciudad de Buenos Aires, para no decir nada del riesgo, no
se verían compensados por ninguna ventaja comercial que pudiéramos derivar de un
país cuya población fuera enemiga nuestra. Como adversarios, encontrarían seducciones
para llevar a nuestras tropas a desertar, lo que hasta ahora ha resultado muy tentador el
ofrecimiento de riquezas, ocio y poder entregarse a las pasiones ralearía nuestras filas
día a día, mientras la fisonomía del país presenta obstáculos insuperables para recobrar
172 Eduardo Azcuy Ameghino
a esos traidores. Como amigos ellos mismos aumentarían nuestras tropas, su población
se mezclaría en nuestra filas, y organizadas por oficiales británicos, emularían a las
tropas británica en bravura y buena conducta.
El ofrecimiento de independencia y libertad garantizada por una fuerza demasiado
formidable como para desembarazarse de ella y un equipo marítimo adecuado a todo
fin, sería irresistible a los espíritus de la gente que ya está ansiando el impulso que
deseamos que ellos reciban de nosotros.
De lo que he dicho, se verá que, como soy enemigo a todo intento de parte de In-
glaterra de retener Sud América como conquista, del mismo modo soy partidario de
la idea de una expedición a esas costas sobre principios distintos. He observado antes,
que Montevideo y Buenos Aires pueden ser llevadas por la fuerza. Si las proclamas
no surtieran efecto, cuando la posesión de Montevideo como punto de reunión haya
sido obtenida, para efectuar lo cual se requeriría un ejército de 10.000 hombres, incon-
tables manifestantes, que expresaran las intenciones del gobierno británico, debieran
distribuirse invitándolos a convertirse en una nación verdaderamente independiente,
descartando tales cosas como una estrecha política egoísta e intenciones mercenarias,
y proponiendo los preliminares que puedan juzgarse que concuerden con un pueblo
bravo y de espíritu elevado, abierto a la generosidad, pero invencible por la fuerza o la
compulsión.
Las llaves de la ciudad conquistada, en el caso que nos viéramos obligados a recurrir
a las armas, debieran ser devueltas a los magistrados civiles y enarbolarse el estandarte
del reino libre e independiente de México. Creo que todos se agruparían alrededor de él
y por su intermedio nos aseguraríamos un aliado donde hasta ahora hemos encontrado
un enemigo.
Lo que antecede son pensamientos dispersos, consignados en el papel durante mi
travesía desde Buenos Aires. Mis hábitos de vida como soldado no son de composición,
aunque con frecuencia sí de reflexión. Si las ideas que he expresado no son las de una
cabeza calculada para la profundidad del razonamiento o la distribución lógica, son
las efusiones de un corazón siempre vivo para los intereses del rey, reverenciado por
todos, y de un país respetado aún por sus enemigos.
Me sentiría feliz de dar la última gota de mi sangre en la empresa que recomendé.
Si eso sucediera, mi caída en una causa tan gloriosa sería felicísima, y si fracasara
(pues quién puede responder del éxito de cualquier empresa sublime), yo me habría
sacrificado a una opinión a la que nunca renunciaré, si no es con mi último aliento, a
saber: Que Sud América puede ser una nación libre e independiente, y una aliada muy
benéfica para Gran Bretaña, y que está ahora en el poder de la generosidad y bravura
británicas, darle esa libertad y asegurarle esa independencia.
Pero en tanto existiera una posibilidad de realizar el objetivo de nuestra expedición
con medidas conciliadoras y mediadoras, el cañón y la bayoneta listos para actuar de-
bieran detenerse y recurrir a ellos sólo como el último medio de lograr el fin propuesto.
Documento 3
Muy señor mío: En esta capital he visto al paisano y amigo don Manuel Padilla, de
quien he sabido muy por menor las ocurrencias en el Río de la Plata desde el arribo
de los ingleses. Estos acontecimientos son de mucha magnitud para nuestra América,
y sus habitantes; y así creo que no se descuidarán vuestras mercedes por allá a mo-
mento tan crítico, en preparar y combinar cuanto sea conveniente y necesario para la
emancipación absoluta de la patria, que es lo que nos conviene, y sin lo cual toda fatiga
es vana. Esta idea es general aquí en el día, y se cree que muy pronto nos dará este
gobierno los auxilios necesarios para el logro de tan magnifica como útil y necesaria
empresa: mayormente después que los últimos eventos de Madrid y Aranjuez han he-
cho ver al mundo entero, que la decrépita España ni puede sostenerse a sí misma, ni
mucho menos gobernar al continente colombiano dos veces más extenso que toda la
Europa, y con doble población que aquella misma.
Padilla dirá a Usted lo que por aquí pasa desde su arribo y así mismo de las ocu-
rrencias que hubieron lugar bajo mi mando en las costas de Caracas o Tierra Firme,
casi al mismo tiempo que Beresford y Popham aparecieron delante de Buenos Aires:
juntamente remite proclamaciones y algunos documentos que manifestarán a vuestras
mercedes con cuán diversos motivos obramos nosotros, y que así las resultas (aunque
frustradas en la parte principal por las fuerzas marítimas, que rehusando la coopera-
ción nos forzaron a retirar) fueron muy diversas, o por mejor decir un perfecto con-
traste con las otras.
Aprovechen vuestras mercedes pues estos hechos y noticias, para que moviéndose
uniformemente, con prudencia, resolución y constancia, lleguemos con seguridad al
fin deseado. Jamás se ventiló sobre la tierra causa mas sacrosanta, justa, y necesaria
al género humano, que la que por deber y derechos estamos nosotros obligados a
defender. El pueblo de Buenos Aires en su defensa, y repulsa del extranjero nos ha
dado un bello y noble ejemplo, sígale pues Colombia, y digan sus hijos todos a una:
patriae infelici fidelis (Fiel a la patria infeliz).
Documento 4
que él ha visto y oído en Bayona, y se producirá como el eco de los españoles que se
felicitan de un trastorno obrado pacíficamente que promete a su patria el remedio de
tantos abusos y males de que se lamentaba tanto tiempo ha. Hablará de la asamblea
convocada en Bayona para establecer la regeneración, y del buen éxito que se promete
la España, cuyos pueblos piden con ardor el soberano que les está prometido José
Napoleón rey de Nápoles y de Sicilia. Mr. de Sassenay hará conocer a la América la
gloria de que la Francia está rodeada, y la influencia del genio poderoso que la dirige
con un dominio que hace ley en Europa.
Recogerá todas las noticias que pueda acerca del estado de la América española, y
particularmente del virreinato de Buenos Aires. Dará una atención particular al efecto
que produzcan las noticias del feliz trastorno de la España. Si le es posible procurará
iguales informes del Perú y Chile, y con arreglo a lo importante de las noticias que
debe conducir a Europa, procurará aligerar su viaje, y se deja a su discreción el fijar la
salida.
Documento 5
Documento 6
las noticias que yo llevaba produjeran un levantamiento. Le advertí que mi misión era
entregar los despachos al virrey, que no me podía eximir de hacerlo y que le rogaba
me proporcionara los medios para poder trasladarme, a lo que consintió y partí de
Montevideo el 11 de agosto escoltado por un oficial.
Llegué al día siguiente por la tarde a la Colonia del Santo Sacramento, distante 44
leguas de Montevideo, me embarqué inmediatamente, y al día siguiente por la mañana
llegué a Buenos Aires. El virrey por razones de prudencia y para evitar toda apariencia
de connivencia con el gobierno francés no me recibió solo, e hizo venir para la apertura
de los despachos a los miembros de la Junta superior, y en su presencia fueron leídos.
Cuando tomaron conocimiento se me contestó que no querían en absoluto otro rey
que Fernando VII. Varios miembros eran de opinión que se tomaran medidas violentas
contra mí y que se me apresara, pero al fin la decisión que prevaleció fue la de hacer-
me embarcar inmediatamente para Montevideo, a donde me enviarían la contestación
oficial y donde me procurarían lo más pronto posible un barco para volver a Europa,
junto con los oficiales de la embarcación que me había traído, y que yo debía darles mi
palabra de honor de no decir nada de los acontecimientos que habían sido la causa de
mi misión.
Antes de embarcarme, tuve sin embargo ocasión de ver particularmente al Sr. Li-
niers; se excusó (creo que sinceramente) de la manera que me había recibido, dicién-
dome que su posición se lo exigía; que no tenía tropas regulares, que su autoridad
no consistía más que en la opinión, y que la consideración que se tenía con él desa-
parecería en el momento que se descartara lo que parecía la voz general. Lo que me
convenció aún más de este aserto fue la dependencia en la que vi que él estaba del
Cabildo o cuerpo municipal para conseguir dinero para pagar a sus tropas. Me aseguró
que él no pedía nada mejor que ver cambiar un gobierno que no había sido agradecido
con él por los servicios que él le había prestado, después que lo habían dejado de virrey
interinamente en vez de confirmarlo en propiedad, pero que había que proceder con
prudencia y esperar que las circunstancias le permitiesen pronunciarse, que hasta en-
tonces él contemporizará. Que me procuraría los medios para volverme de inmediato
a fin de poder dar cuenta de su situación y lograr que se le enviara cualquier ayuda
en hombres y armas de que él carecía, y que entonces él podría tener éxito en lo que
deseaba. Que su interés y la alta estima que él tenía por el emperador lo unían de
antemano a la nueva dinastía con la cual su suerte sería sellada, en vez del estado de
incertidumbre en el que él vivía.
Estoy persuadido entonces que si él hubiera tenido los medios o quizás más audacia,
como en la guerra de sucesión el curso de los acontecimientos habría tomado otro
rumbo. La proclama que hizo después de mi llegada, en la que exhortaba al pueblo a la
tranquilidad y a esperar como en la guerra de sucesión el curso de los acontecimientos
prueba de una manera irrevocable que sus intenciones eran de servir al emperador,
pero que ha sido impedido por las circunstancias.
Pasé toda la noche con él y al día siguiente por la mañana, 14 de agosto, me em-
barqué para Montevideo donde no llegué sino el 19 por la tarde. Una goleta llegada de
Cádiz después de 50 días acababa de fondear y traía junto con la noticia de la guerra
entre España y Francia, la orden de arrestar a todos los franceses. Fui en consecuencia
llevado al fuerte, solo e incomunicado en una especie de calabozo donde he quedado
abrumado con todas las amarguras posibles (. . . ).
Apéndice documental 177
Documento 7
vieron excesos de lealtad y de amor hacia su sagrada persona, si es que en esto cabe
exceso. El anciano, el joven, el parvulillo, el sexo débil, el rico, el pobre, las clases
todas se felicitaban con plácemes y enhorabuenas. Por las calles y plazas gritaban a
una haber llegado la época de su dicha y felicidad. Olvidaron por entonces los riesgos
y los peligros, y no ocurría a su idea sino la imagen de Fernando VII. Se puede afirmar
sin exageración que jamás subió al trono de las Españas príncipe alguno con iguales
aclamaciones del pueblo de Buenos Aires.
Pero cuando se disponía para la más solemne jura, y aun antes de publicarse el
bando de estilo, corrió un impreso que contenía las protestas de Carlos IV, el nom-
bramiento que éste hizo de lugarteniente en el sanguinario Murat, la infame carta de
Napoleón a Fernando, la resolución del Supremo Consejo de Castilla dando por nula
la renuncia y admitiendo aquel nombramiento. No dejó de contristar los ánimos a pri-
mera vista, mas al fin se graduó por un papel sedicioso, se dio al desprecio, y no se
suspendió cosa alguna de lo que estaba dispuesto, a pesar de otras noticias que ponían
por cierta la existencia de Fernando en Bayona, la emigración de toda la familia real, y
la ocupación de plazas y castillos por los franceses.
En estas circunstancias se presentó Mr. de Sassenay en calidad de enviado por Napo-
león desde Bayona con pliegos e impresos sueltos cuyo contenido resulta del adjunto
testimonio n.º 2. Grande era la confusión, mayor el conflicto, cuando estaba de por
medio ese Napoleón, monstruo de la ambición, de la tiranía y del despotismo, cuando
ignorábamos la suerte de la metrópoli, cuando dos ministros, el de Guerra y Hacienda,
aseguraban nada menos que con copia de una Real Provisión del Supremo Consejo
de Castilla, las protestas, renuncias, y abdicación de la corona, estrechándonos aún en
carta reservada el ministro Azanza a prestar obediencia a Murat, y a resignarnos en las
deliberaciones de Napoleón; cuando el inglés no perdía de vista nuestras costas; cuan-
do su aliado el portugués intentaba seducirnos, y nos conminaba con una dura y cruel
guerra, y cuando por último nos encontrábamos sin tropas, sin armas, y aún sin dinero.
Pero era excesivamente mayor la lealtad de Buenos Aires y su amor a Fernando. Había
protestado, aun antes de proclamarlo, derramar hasta la ultima gota de sangre en su
obsequio, y era forzoso ratificar esta protesta. Por lo tanto menospreciando amenazas,
peligros, y el poder de Napoleón, afianzada solamente en los esfuerzos de su lealtad,
determinó jurar a Fernando VII sin pérdida de instantes, anticipando al 21 de agosto la
solemne proclamación que tenía acordadas para el 30, sin detenerse por entonces en
preparativos, ni contraerse más que reconocer y jurar a su nuevo soberano.
En efecto el indicado día 21 celebró la augusta ceremonia siempre con extraordi-
naria magnificencia, y entre demostraciones las más patéticas de un pueblo inflamado.
Esa Suprema Junta, depósito del honor y de la justicia, sabrá regular el mérito de esta
acción, y conocerá por ella, el honrado carácter y noble entusiasmo de los habitantes
de Buenos Aires.
No habían éstos dado un cabal desahogo al contento, y alegría de sus corazones;
seguían en sus regocijos públicos cuando el 23 arribó a este puerto el brigadier don
José Manuel de Goyeneche con pliegos de esa Suprema Junta. Corrió inmediatamente
el pueblo a saber de la suerte de nuestra metrópoli. Apenas oyó de boca del ilustre
emisario que la nación toda había proclamado a Fernando; que se armaba en masa para
redimir a su rey, vengar sus ultrajes, y contener la osadía del pérfido Napoleón; y que V.
A. S. había tomado las riendas del gobierno a nombre del monarca, salió como fuera de
sí, y soltó los diques al júbilo y alborozo. No dudaba ya ver su rey restituido al trono que
Apéndice documental 179
le quiso usurpar la más vil de las perfidias; y esta consideración anegaba sus pechos de
un gozo extraordinario. Todos al momento, aún los ministros del santuario, mezclados
con la ínfima plebe, vistieron la escarapela nacional, y clamaban sin cesar, que aquel
era el día de sus glorias, de sus triunfos, y de su libertad. No puede este Ayuntamiento
traer a la memoria, sin enternecerse, las singulares y raras acciones que presenció la
tarde del 23 de agosto, ni le es fácil aún el bosquejarlas. El brigadier comisario, que por
sus relevantes prendas, por su instrucción y talentos, por su fidelidad y patriotismo, y
por el esforzado empeño en cumplir los asuntos de su comisión, se ha hecho admirar
de todos; y que por haber merecido la alta confianza de V. A. S., debe ser el conducto
de la verdad, hará la justicia este pueblo, y dirá los transportes que sintió su alma cada
paso, abismado en lo mismo que veía y observaba.
En lo demás se lisonjea esta ciudad de haber anticipado su obediencia al mandato,
y ejecutado las sabias resoluciones de esa Suprema Junta antes de saberlas. Tiene la
gloria de haber uniformado sus votos con los de la nación. Juró no reconocer a otro
que a Fernando por su legítimo soberano. Protestó por la sangre de tantas víctimas
sacrificadas en su reconquista y defensa, no sujetarse a la dominación del tirano y
pérfido Napoleón. Jura y protesta, una y mil veces esto mismo. Y si el amable Fernando
se puede jactar que reina y reinaba en los corazones de estos sus fieles vasallos, el
infame Napoleón puede olvidar las esperanzas que haya quizá concebido de seducirlos
y subyugarlos; y debe estar persuadido que en los habitantes de Buenos Aires no se
ha apagado la energía, ardimiento, y valor con que en los años de 1658, 1698, y 1720
burlaron los designios del general Timoteo de Osmat, conocido por el Caballero de la
Fontaine, los de monsieur de Points, y los del capitán Esteban Moreau, reclamándolos
con muerte del primero y último, y huida vergonzosa del segundo.
Si son estos los votos de la capital de las provincias del Río de la Plata, lo son igual-
mente de subordinarse en todo a las determinaciones de esa Suprema Junta. Reconoce
en V. A. S. el lleno de autoridad que ejerce a nombre del mejor de los monarcas, y le
tributa este debido homenaje como a redentora de la nación, guía de nuestras ope-
raciones, centro del honor y de la lealtad. El documento n.º 5 es el comprobante de
su obediencia, y la circular n.º 6, de los medios que por su parte ha adoptado para
avivar los mismos sentimientos en las ciudades y provincias de la América del Sur. Es-
pera que a su ejemplo se prestarán a todo, por no ser posible miren con tibieza los
ultrajes inferidos su rey y la nación, y las infamias del mayor monstruo que abortó la
naturaleza.
En cuanto a socorros es preciso exponer que esta ciudad ha sufrido notable deca-
dencia en todos sus ramos, y gravísimas quiebras desde el año de 1804. Con la pérdida
de las fragatas que dio mérito al rompimiento con Inglaterra, tocaron muchas familias
casi su total ruina. El general Beresford en 1806 ocasionó pérdidas considerables, y
desde esa época hasta la presente, se ha sacrificado el vecindario de Buenos Aires por
salvar la patria, y defender los derechos del monarca. Abandonó sus talleres y negocios
por hacerse militar, se uniformó a su costa, franqueó donativos cuantiosos, y crecidos
suplementos al erario, fue saqueado por el ejército de Whitelocke en los varios puntos
de que se apoderó, padecieron los edificios, los caudales, y aún las personas. Hoy se
encuentran exhaustos de fondos, y de recursos, y casi agobiado con el pesar de graví-
simas contribuciones impuestas sobre las casas, y en toda clase de alimentos con el fin
de sufragar a los indispensables gastos de nuestra conservación y defensa. Sin embargo
a una ligera insinuación se ha prestado a donativos graciosos, y diariamente ocurren
180 Eduardo Azcuy Ameghino
estos nobles y generosos habitantes, emulándose unos a otros por contribuir al auxilio
de la metrópoli. La voz de la religión, del rey y de la patria es de mucho imperio para
un vecindario católico lleno de honor y de lealtad. Siente no ofrecer su vida al sacrificio
en tan justa y santa guerra, pero trata de suplirlo con su generosidad extendiéndose
aun a demostraciones que no alcanzan sus fuerzas extenuadas. Se han colectado ya
algunas autoridades, y serán remitidas luego que llegue la fragata Flora, o antes si se
proporciona ocasión cierta y segura.
Documento 8
cubierto estos territorios limítrofes de sus dominios, conciliase igualmente los intereses
de su persona y familia. Luego que el gobernador don Xavier Elío regresó a esta plaza,
convocó a su habitación los capitulares que pudieron más pronto hallarse, habiendo
comparecido los abajo subscriptos don Pascual Parodi alcalde de 1º voto, don Pedro
Francisco de Berro alcalde de 2º voto, don Manuel de Ortega alférez real, y don Ma-
nuel Gutiérrez fiel ejecutor, nos introdujo en su gabinete, donde expresándonos que
en calidad de presidente del Cabildo nos había convocado allí a junta extraordinaria,
hizo puntual relación palabra por palabra de todo lo antedicho, y pidió que sobre ello
conferenciásemos para formar la resolución conveniente, de cuya conferencia resultó
por unánime parecer, que los recelos del Serenísimo señor príncipe regente de Portugal
eran legítimos; que no lo eran tanto sus derechos de más inmediato parentesco para
optar a la sucesión de España en defecto de nuestro muy amado rey y señor don Fe-
mando, pero que la seguridad de sus fronteras le daba justo título a garantirse contra
las asechanzas de alguna oculta sedición; que en precaución de estos recelos era de
presumir adoptase el príncipe portugués miras hostiles contra estos territorios, respec-
to a que de ninguna manera consentimos ni consentiremos ponernos bajo la protección
de sus armas y dominio. Que de consiguiente tenemos necesidad de prepararnos a sos-
tener una guerra ruinosa contra una nación a quien considerábamos aliada en virtud
de la guerra declarada ayer por nosotros al común enemigo Napoleón y sus secuaces;
que en el mismo caso nos hallaremos respecto a los ingleses por la alianza ofensiva
y defensiva que tienen con Portugal; que de este accidente resultarán rotas todas las
relaciones de comunicación en nuestra metrópoli y una deformidad horrorosa de siste-
ma pues habremos de estar en guerra con las mismas potencias que han abrazado en
Europa la defensa de su causa. Que este desconcierto nace del empeño que se advierte
en querer sostener su mando el Sr. don Santiago Liniers debiendo haberlo renunciado
por el sólo hecho de ser francés, y hacer más alarde de serlo que vasallo de nues-
tro monarca; que a ello debió obligarle el paso delincuente de haber dado parte a un
príncipe extranjero, antes que a nuestra Corte de los sucesos y circunstancias de estas
provincias, cooperando tal vez con esta acción a que el jefe de los franceses concibie-
se el depravado designio de destronar a nuestro soberano contando con la posesión
de América; que Mr. Giequel, y Mr. de Perichon encargados de estos partes, lo fueron
también de dar informes de palabra cuyos contenidos se ignoran; que por la última
barca tuvo cartas de Perichon el Sr. Liniers, dándole noticia de haber sido llamado a
presencia del emperador de los franceses, y esperanzas de ser socorrido por medios
indirectos con armas y municiones, en circunstancias de no poder ignorar Perichon los
planes que ya había comenzado a descubrir Napoleón según lo indicaban los papeles
que la misma barca condujo. Que poco después llegó un emisario francés conduciendo
pliegos de Napoleón para el Sr. Liniers quien abrió, entre otros pliegos en la primera
Junta diminuta celebrada al intento, un pliego del ministro de Estado francés donde
le manifestaba los inicuos planes de su amo, la abolición de la dinastía de Borbón, la
inauguración de José Bonaparte en el trono de España, haciéndole responsable de la
inobediencia a las providencias que se le comunicaban. Que éstas no puede concebir-
se se proveyesen en Francia sin el allanamiento anterior del Sr. Liniers, ni menos que
sin contarse con su prestación a las voluntades del tirano se remitiesen pliegos por su
conducta a todos los jefes de la América; que para las juntas celebradas en esa capital
en negocio de tanto bulto, jamás se ha contado con el Sr. obispo consejero nato de S.
M. ni con el Sr. subinspector cabo subalterno del virrey. Que en virtud de los referidos
182 Eduardo Azcuy Ameghino
Documento 9
Serenísima señora: Cuando los habitantes, y en especial los naturales de este suelo
miraban rayar la aurora de su felicidad, consolándose de la pena causada por la triste
constitución de la metrópoli, en el manifiesto de V. A. R. y del Serenísimo señor infante
don Pedro Carlos, que se dirigió al gobierno de estas provincias, se quedan sorprendi-
dos, hoy, a vista de un resultado de esta parte, bien ajeno de los títulos legítimos en
que ha podido V. A. R. fundar su pretensión al respecto de los altos derechos de la au-
gusta casa que los deriva, y de los intereses unidos de ésta y el país. No sería de desear
que otra suerte más halagüeña brindase la entrada al gobierno de estas provincias, si
Apéndice documental 183
en el fondo, no era tan ventajosa para los habitantes, como los que preparaba la mano
benéfica de V. A. R. en circunstancias tan apuradas; pero a pesar de los altos títulos con
que ha debido recomendarse esta preferencia, se ha decidido la repulsa de V. A. R. con
pretextos demasiado débiles, por motivos realmente intrigantes y con miras ocultas
dirigidas a la preponderancia y opresión que les ha hecho la suerte bajo un gobierno
abusivo. Éste es el asunto de la presente información por tranquilizar los ánimos de los
verdaderos amantes de la felicidad pública, y por imponer a V. A. R. de cuanto puede
conducir a tocar el término en la ejecución de sus altos designios.
Si V. A. R. ha manifestado que en el estado de cautividad y coacción en que se
hallan sus Augustos padres, e inmediatos sucesores al trono de España e Indias, las
abdicaciones y cesiones del trono en la soberanía de Francia son nulos, insubsisten-
tes y de ningún momento por el derecho que en el orden gradual de la constitución
y el interés que le compete tan legítimamente en la conservación del todo o parte de
aquellos dominios hasta las resultas de la paz general de Europa; ni puede entrarse
en discusión de los títulos de dominación, porque no se trata del concurso de distintos
derechos a ella, ni ha podido ser un motivo justo y legítimo de no poner estos domi-
nios en la administración, depósito, guarda y tuición de V. A. R. y del Serenismo señor
infante don Pedro la fidelidad jurada al señor don Fernando VII como rey de España e
Indias, y el acto de reconocimiento a la Junta Suprema de Sevilla; porque así como ésta
no ha podido imponer en estos reinos por otro concepto que el de la unidad de ideas
con relación al motivo y fin de conservar los estados en la dependencia del legítimo
soberano, y de los que deban y puedan suceder por la constitución del reino. Tampo-
co debió excusarse el gobierno a reconocer en V. A. R., desde luego, su derecho, con
tanta más razón, cuanto que sobre dirigirse por igual motivo y fin que ha reconocido
en la Junta de Sevilla, une V. A. R. el recomendable título de los derechos que dan a
los individuos de la Augusta Casa de Borbón, la constitución fundamental del reino, y
por ellos el interés más próximo en conservar bajo su administración y depósito una
dominación que si fuese dilacerada en otras manos que las del soberano propio, o de
la Regencia por él, sería de funestas consecuencias a los vasallos. No son los generosos
esfuerzos de Sevilla estimulados a la lealtad, fidelidad y amor a los Augustos monarcas
de España y su real familia, y sostenidos del tumulto de las pasiones nobles con que
dignamente se han pintado contra la suerte de una dominación invasora, los que pue-
den legitimar la arrogación de los derechos inmanentes de la corona, para constituir
la nación en defensa de la agresión, en expulsión del usurpador y en restauración del
soberano a su trono. Estos títulos tan comunes, como indelebles a los hombres desde el
momento que se deciden a la sociedad política, sólo pueden servir a prevenir los efec-
tos desgraciados de una inercia o apatía civil, que arraigase la usurpación y honestase
los actos viciosos con que se preparase su consolidación. Ellos, tanto como prueban la
importancia de su adecuación al objeto, y dan testimonio del más exaltado entusiasmo,
así son de necesidad absoluta en España donde falta el soberano, no hay constituida
por él la Regencia del reino, se carece de persona instituida en la dinastía, y urge la
patria a salvarla del peligro. Más en ocasión en que V. A. R. y el señor infante don
Pedro, derivando unos derechos incontrastables que hacen lugar a los más próximos
de la real familia que exista o pueda existir en independencia y libertad de deducirlos
o renunciarlos, se proporcionan a la manutenencia o posesión interina de estos reinos,
para administrarlos, defenderlos, y conservarlos, hasta las resultas de España, bajo las
mismas leyes, que es decir, con las mismas obligaciones inherentes al trono. No es com-
184 Eduardo Azcuy Ameghino
tenga la bondad de aceptarla, y servirse de ella como mejor pueda cumplir a sus altas
e importantes miras en beneficio de estos países.
Documento 10
Después de visitar a mi hermano don Nicolás y tratar prolijamente sobre todos los
asuntos que le he confiado, acordará con él sobre el modo y medios que deben emplear-
se a fin de introducirse y de mover decisivamente a los Linieres y a Álzaga a abrazar
el gran plano del que lleva copias y del que va suficientemente instruido, para darles
todas las noticias que puedan exigirle. En cualquier estado que tenga el antecedente
importante negocio debe dirigirse a mis amigos, y particularmente a aquellos a quie-
nes ha entregado mis cartas y conferirá con ellos, ya con respecto a la disposición de
aquellos dos principales, ya con total separación de ellos, los arbitrios de que en cual-
quiera circunstancia podrían valerse para hacer prevalecer sus derechos contra el corto
número de interesados; advirtiendo siempre que por ningún motivo queremos causar
revoluciones, ni cosas semejantes, sino hacer que se tomen medidas tan prudentes que
evitando todo desorden se consiga el fin.
Acérquese al desgraciado virrey marqués de Sobremonte, consuélelo del mejor mo-
do posible, dele mis expresiones y a toda su familia, y vea si consigue obligarle a que
declare sus sentimientos y a que coopere con sus instrucciones y parientes al estable-
cimiento del meditado nuevo gobierno. Todo esto debe ser antes consultado con mi
hermano Nicolás y a todos debo inflamar con las ideas de heroísmo, alta fortuna próxi-
ma, e insoportable yugo que sin duda deben esperar de los españoles si por imposible
se restituyesen a su anterior estado.
Siempre que se estrechare con cualquier sujeto sin excepción de mis hermanos y
amigos, manifieste un carácter sostenido del mayor poder, y haga entender con aire
orgulloso que el plan se ha de realizar a pesar de alguna pequeña oposición que pueda
haber, que nuestro partido hoy es dominante en sumo grado, pero que siendo otras
materias de las más sagradas, no debe por ningún motivo revelar el secreto que se le
ha confiado, pero no pasará mucho tiempo que lo sepan. Y con la más fina política haga
entender que la amistad y otros motivos particulares lo impelen a desear que tales y
tales sujetos se pongan en disposición, pues aunque todo esto es evidente es precisa
la política para darle valor a los ojos de los ignorantes, que son los más, con quienes
debe tratar. Los frailes que tienen un incomparable ascendiente, máxime sobre el bajo
pueblo, sufren un yugo pesadísimo que les han impuesto los españoles europeos. Los
franciscanos patricios, que son al menos las tres cuartas partes, están incomodadísimos
con una injusta alternativa que los obligan a guardar con los europeos en todos los
oficios y empleos honrosos de la orden. Los mercedarios con la asistencia en Madrid de
un general a quien deben ocurrir para todos los ascensos, gracias y demás, de suerte
que con hacer ver a todos éstos la independencia que tendrán de la Europa, se prestarán
188 Eduardo Azcuy Ameghino
Documento 11
los ministros de esa Real Audiencia y ante el escribano de gobierno, llevando de todo
el correspondiente auto. Y resultando las expresadas cartas tales, cuales se me han
denunciado, tomarás copia autentica por el mismo escribano, y no por otra persona
alguna. Y al instante poniéndoles otro carpete (?) y sobre escrito de letra desconocida,
los harás pasar a sus respectivos títulos con una persona de toda tu satisfacción, que
a las ocho o nueve de la noche pase a las casas de los dueños, y en nombre de dicho
inglés Paroissien, entregue a la puerta a algún criado las indicadas cartas, seguido
este hombre si es posible del escribano u otra persona autorizada que yendo a cierta
distancia, observen si en realidad son entregadas las cartas y una vez que las sean, y
sus respectivos dueños dentro el término de doce horas no las han puesto en tu poder,
o en poder de alguno de los tribunales, procederás contra ellos con todo el rigor que
en tales casos previenen las leyes, sin respetar fueros, privilegios, cargos, y exenciones,
ni puede valerle el ser miembro de algún tribunal para no ser separado y tratado como
un infidente al rey y a la patria.
Si apareciesen dichas cartas todos cuantos concurran contigo a la indagación del
caso, se deben mantener en la casa de su habitación sin comunicación alguna, para
asegurar la más perfecta reserva que tanto importa en tales materias, hasta que que-
den asegurados los delincuentes, y en tal caso, y no de otra suerte, manifestarás esta
mi carta, que te será entregada por el español don Julián de Miguel, que pasa a ésa em-
barcado en la misma fragata que el referido inglés Paroissien, y de quien puedes valerte
para cualquier diligencia de este asunto. Yo espero que en esta ocasión cumplirás mis
deseos y que para ello no omitirás la más mínima diligencia, para dejar exactamente
desempeñadas las funciones de tu ministerio.
Documento 12
En ocasión tan urgente con ésta no debo detenerme en referir que hallándome sin
carta alguna de Ud. desde antes de la llegada del embajador Lord Strangford, no tengo
duda hoy que toda nuestra correspondencia es interceptada, y aún puedo asegurar sin
temeridad quien es el autor de ésta intriga. En esta virtud, y supuesto que V. por mis
antecedentes estará instruido de todo lo ocurrido en esta nueva Corte, y aún en el Río
de la Plata, me ceñiré a lo más interesante; pues mañana sale el transporte Seraps, y
no puedo absolutamente decir la mitad de lo que debo y deseo.
Ya he dicho a V. que solamente la preponderancia del partido de los sarracenos en
el Río de la Plata, y más que ésta el justo temor de causar una guerra civil, y con ella
la horrorosa idea de los males que la acompañan, nos decidió a implorar el auxilio
de Inglaterra como medio el más eficaz y propio para realizar la gran obra de nuestra
felicidad y sin que costare la irreparable pérdida de un solo hombre. Pero como ya en
el día estamos convencidos que éstos heroicos sentimientos han sido desatendidos por
esa nación, y que así mismo ha manifestado el fondo de su interés particular en el mo-
mento en que por una engañada política creyó por medio de la alianza con la España
percibir el gran lucro del comercio de las Américas; en cuya comprobación hemos visto
190 Eduardo Azcuy Ameghino
en esta Corte grupos de intrigantes, que por nuestra fortuna se han complicado, y se
despedazan con furiosa rabia, y en contracción cada uno se destruye sobre quien nos
ha de gobernar. Debiendo advertir a V. que los tales grupos son siempre capitaneados o
acaudillados por alguno de los ingleses que se hallen en ésta con alguna representación
política o militar, hemos determinado pues obrar por nosotros mismos y no someter-
nos. Y puedo lisonjearme que de estos bajos y perjudiciales procedimientos, y que por
muy poco no han causado la ruina de muchos de nuestros amigos y aun la mía, ha
resultado la gloriosa satisfacción de que reflexionando nuestros compatriotas sobre sus
verdaderos derechos e intereses se hayan reunido, acordado, y resuelto, con presencia
de sus ventajas locales, poder y riquezas, sostener y declarar su independencia absoluta
sin la menor relación ni abatimiento a otra potencia. A este efecto está establecida ya
una correspondencia con el Perú, y tomadas las más serias providencias, de cuyo por
menor no puedo instruir a V. por falta de tiempo, pero ofrezco aprovechar la primera
oportunidad mientras y sin sujeción a reglas pondré en su noticia tres muy importantes
negocios.
Hacemos a V. todo el honor que podemos y confesamos no poderle dar el que de-
bemos; creemos en V. un deber, y el más eficaz medio para el logro del próximo bien
de nuestra patria y alivio de la humanidad, el que V. sin pérdida de un solo instante se
traslada este continente, donde siendo su persona de la mayor consideración, y no du-
dando que influirá lo que no se puede explicar, tendrá sin duda todos los auxilios que
para aquel fin se necesitan y los que la generosidad y obligación de nuestros compa-
triotas le ofrece, y en cuya comprobación tiene su lugar el segundo importante asunto
que ofrecí antes comunicar a V.
Hace tres meses que llegó a ésta don Felipe Contucci en calidad de representante
de una poderosa Junta de americanos celebrada secretamente en Buenos Aires, los que
así por las instrucciones reservadas que dieron al caballero Contucci, como por cuatro
oficios que dirigieron por él mismo al príncipe regente, a la princesa del Brasil e in-
fanta de España doña Carlota Joaquina, al infante de España don Pedro Carlos, y al
ministro de los Negocios Extranjeros, y los que a nombre de todos subscribieron cinco
de nuestros principales amigos, sabemos que con efecto habían sido alucinados y aun
seducidos cuasi todos los habitantes del Río de la Plata, y lo que es peor la mayor y
mejor parte de nuestros principales amigos; en consecuencia de lo que procedieron a
despachar su representante a fin de obtener entre los males de opresión, de que se
creían amenazados, el mejor partido posible. Por ello es que solicitaban que la princesa
se dignase mandar a su primo, el dicho infante don Pedro, para que gobernando aque-
llas provincias a nombre, y con la autoridad de la princesa Doña Carlota, se pusiesen
aquellos países en el estado de quietud y buen orden por que tanto anhelaban. Es pre-
ciso suponer que desde la llegada a ésta del príncipe regente de Portugal no han cesado
las intrigas un sólo momento, siendo unas públicas y otras muy reservadas. El ministro
de los Negocios Extranjeros don Rodrigo de Souza Coutinho mandó luego un brigadier
a Montevideo con instrucciones de que no dispensase fatiga ni arbitrio a fin de unir
aquellas provincias a las del príncipe su amo. Pero tuvimos la fortuna de que él hace
mano del portugués más estúpido y vano que se halla en este continente, y ésta fue la
causa de ser absolutamente mal sucedido en la comisión. Pero en el ínterin (no sé por
qué medio aunque se habla con poco respeto sobre este particular) el contralmirante
Sir Sydney Smith contrajo una estrechísima amistad con la princesa doña Carlota, y se
propuso establecerla y asegurarla en un nuevo imperio, esto es en las Américas. Todo
Apéndice documental 191
esto empezó con las noticias de los alborotos de Aranjuez y Madrid, lo que es coinci-
dencia de los papeles que acompañó, pues es preciso suponer que habiéndose dirigido
todos ellos a las capitales de los virreinatos, es presumible se hayan acompañado de
otros infinitos de verdadera intriga. Sobre todo el resultado ha sido y era el que nos
temíamos; que sorprendidos nuestros compatriotas de una parte por los decantados
derechos, y recelando de la otra algún formidable ataque de los portugueses e ingleses
insinuados, quienes con expresiones ambiguas afianzaban proposiciones quiméricas; y
jugando con más falacia que ingenio de todas éstas bajezas, lograban de algún modo
triunfar de la buena fe y candor de los crédulos americanos. Así se ha ejecutado con-
migo, pues a pesar de mi prevención, se ha abusado vilmente de mis confianzas, y han
hecho de ellas el uso que llevo dicho y que hoy tanto nos cuesta el enmendar.
Por ultimo está determinado que nuestro incomparable Contucci regrese a Buenos
Aires antes de ocho días, evacuadas precipitadamente muchas comisiones que le fueron
confiadas por aquel Superior Gobierno, y cuasi abandonados los negocios comerciales
de su ejercicio; y que reuniendo en el instante de su arribo a aquella capital todos los
amigos, los haga entender el error en que habían sido envueltos los gravísimos males
que se seguirían si hubieran obligado a sus compatriotas a seguir el sistema de tiranía,
que ha descubierto querían introducirlos bajo diversísimos pretextos. Que ni los ingle-
ses ni los portugueses tienen una fuerza bastante para sujetarlos, ni pueden, aunque
apuren sus recursos, hallar un arbitrio que pueda contrarrestar los facilísimos y heroi-
cos que tienen los nuestros en el momento, que se conduzcan por nobles sentimientos
de libertad y de la común felicidad. Hemos acordado igualmente que se tomen las pro-
videncias necesarias para sostener la guerra contra el Brasil, pues no dudamos que el
príncipe regente la declare así que le conste la de nuestra independencia; sin embargo
esperamos triunfar, y triunfar sin derramar sangre que es lo más.
Pues si se verifica la dicha declaración de guerra nos serían muy útiles para remitir
a las ciudades interiores algunos millares de buenos fusiles, carabinas, sables y pistolas
que se pagarían generosamente si llegaren con la brevedad que se desean. Y serían más
dignas de nuestra estimación si llegaren con todas sus fornituras. Esta insinuación para
quien está tan bien instruido como V. en éstas materias me parece más que suficiente
para que en su virtud, dicte todas las providencias y condiciones que sean necesarias
para al logro y más pronta remisión de tan importantes auxilios.
Me veo en la precisión de concluir ésta reiterando mi oferta de aprovechar con
anticipación la primera siguiente oportunidad. Hoy llegó un buque de Liverpool con
41 días de viaje. Nos da las noticias que esperábamos como V. de la derrota de los
sarracenos en el ejército de Castaños. Es muy interesante comunicar estas noticias sin
pérdida de tiempo al Río de la Plata. Las cartas particulares aseguran que a ésta fecha
está Bonaparte en Madrid.
Tenga V. la bondad de mostrar ésta a nuestro amigo Padilla, a quien escribiré muy
corto, porque el tiempo apura, y me llaman otros cuidados. Contucci lleva la carta de
V. para el Cabildo de Buenos Aires y siendo la primera oportunidad regular que se
presenta, esperamos tenga él más alto lugar e influjo.
Documento 13
Supone este tribunal que el virrey habrá dado cuenta sucesivamente a vuestra ma-
jestad de esta triste serie de sucesos. Y que asimismo habrá recibido los informes que
en diversas épocas, según las ocasiones, ha dirigido el tribunal sobre algunos de ellos. Y
por lo mismo se reducirá en el presente a practicarlo de tres puntos que por su gravedad
considera dignos de su real atención, y en que son urgentísimas para la conservación y
tranquilidad de estos estados, prontas y eficaces providencias que espera de la rectitud
y justificación de vuestra majestad (. . . ).
Documento 14
Carta escrita por un vecino de Buenos Aires a otro de Asunción del Paraguay
donde se ofrece un relato de los sucesos ocurridos el 1 de enero de 1809 en
Buenos Aires y sus consecuencias inmediatas.
El día 1 de este año se vistió de luto esta ciudad. A los defensores de la patria se les
dio el pago. A las doce y media del día empezaron a tocar a rebato en el Cabildo los ca-
talanes, porque les pareció que oprimían al Cabildo. Salieron éstos tocando la generala
por las calles, de cuyas resultas se juntaron sobre trescientos hombres armados de los
tres batallones, catalanes, vizcaínos y gallegos. Éstos fueron a buscar artillería en el nú-
mero de treinta a cuarenta hombres, se detuvieron en la Ranchería. Mientras esto, les
avisaron a los artilleros en el cuartel, que les iban a sacar la artillería; inmediatamente
sacaron dos cañones a la puerta, cargados de metralla hasta la boca, mirando las dos
calles por donde ellos venían, de suerte que tuvieron que retirarse otra vez a la plaza.
El obispo, con engaño (según dicen los que han estado en la plaza) llevó al Cabildo
al Fuerte, y éste habiéndole dicho al virrey que el pueblo pedía que se hiciese Junta y
que a él no lo querían, y de no hacerlo así correría mucha sangre, cedió el mando y a
todo lo que le dijeron. Después de haberse concluido supieron los comandantes de los
otros cuerpos de la dejación del mando. Para esto estaban ya los Patricios en el Fuerte
con su comandante Saavedra, los negros y pardos, los montañeses y los arribeños que
durmieron en el Fuerte. Cuando salieron los Patricios a la plaza ya estaban estos otros
formados con la artillería apuntando al Cabildo, de cuyas resultas, los catalanes, viz-
caínos y gallegos, que eran de la parte del Cabildo, se retiraron dejando la plaza libre.
Entonces los comandantes de los otros cuerpos ya citados y también los andaluces que
eran del partido de Liniers fueron al Fuerte, y como ya el Cabildo había pedido varias
veces que toda la tropa se quitase porque el erario no podía sufrir tantos gastos, y a
estos comandantes se les acababa la mamada de sueldo, dejando el mando el virrey y
formándose la Junta, dichos señores ultrajaron al Cabildo diciéndoles que eran unos
pícaros y unos traidores, y le dijeron al virrey que por ningún principio permitirían
que dejase el bastón, que el pueblo lo aclamaba, y así, que saliese a la plaza y vería lo
contrario (como en efecto salió a las dos de la tarde que le gritó la tropa muchos vivas
porque creyeron que les iban a pagar los cinco meses que les debían), de suerte que
el Cabildo quedó todo en el Fuerte, y el lunes a la una de la noche los embarcaron y
el jueves se hicieron a la vela llevando víveres para tres meses. Nadie sabe el destino
que llevan. Unos dicen que van desterrados a Malvinas y otros a Patagones. Los que
embarcaron son, el alcalde de primer voto don Martín de Álzaga, el regidor decano
don Juan Antonio Santa Coloma, el alférez real y comandante de los catalanes don
194 Eduardo Azcuy Ameghino
Olaguer Reynals, el síndico procurador don Esteban Villanueva, y el fiel ejecutor don
Francisco de Neyra, son los cinco embarcados, de suerte que el pueblo está en una
gran consternación, han desarmado a los tres batallones europeos, y les han quitado
las banderas. Por todas las casas han entrado partidas numerosas a quitarles las armas
a todos los españoles, y para quitarle el arma a uno iban cincuenta o sesenta hombres,
pusieron centinelas avanzados y retenes de doce y catorce hombres en los alrededores
de la plaza y cuarteles. En la plaza había nueve piezas de artillería con las punterías
dirigidas al Cabildo y bocacalles, toda la recova llena de fusilería, y todas las azoteas
del contorno de la plaza. De noche no se veían más que soldados y lo mismo de día.
Las patrullas son de una compañía y algunas de dos compañías enteras, y con todo
esto han estado con un miedo muy grande porque les parecía que los avanzaban a
cada momento. A los ocho días quitaron la artillería de la plaza y no dejaron más que
cincuenta hombres de los fusileros (que hasta ahora existen en la recova). Los pobres
europeos han sufrido muchos insultos de los Patricios, y de resultas de esto han habido
muchas desgracias, además de insultarlos los saqueaban. Pero según las providencias
que han tomado y las penas rigurosas, está ya todo muy sosegado. A todos los que
estuvieron el día del levantamiento en la plaza (que éste es el nombre que le dan)
con armas, los pusieron presos. A éstos les tomaron declaraciones que decían que el
Cabildo les sedujo a que se levantasen, y lo que todos dicen es que ellos asistieron por
la generala y las campanadas del Cabildo; que ellos asistieron sin saber nada, veían el
murmullo de la plaza y gritaban lo que oían, esto es lo que han declarado. De balde
han calumniado al Cabildo y le han levantado mil especies. El virrey les ha dado un
grado más a todos los que asistieron a la plaza en su defensa, ha hecho dos brigadieres,
coroneles a patadas, los capitanes y tenientes son tantos que no hay perro ni gato que
no tenga charreteras; y al contrario, los han degradado a todos los que no asistieron a
defenderlo. Le dieron soplo al virrey que Villanueva tenía mucho dinero enterrado, al
momento fue una partida con picos y azadas, le cavaron la casa y le sacaron trescientos
mil pesos en oro y plata. A otro más fueron a cavarle la casa por soplo que dieron y
no encontraron nada. No tienen dinero para pagar a las tropas y quieren tenerlas que
cada día aumentan más y el dinero va disminuyendo.
El contar todo como pasó, no tiene fin. . .
Documento 15
Documento 16
Americanos: El día 1 de enero estuvimos para ser sacrificados por el orgullo y am-
bición de cuatro infelices europeos que a nuestros ojos se han formado del polvo de la
nada. Estos hombres sin talentos y sin más principios que los que se adquieren detrás
de un mostrador en veinte o treinta años de un continuo ejercicio de comprar y vender
al menudo, se atrevieron a querer darnos leyes. Su bárbara impolítica tenía decretado
hacernos aun más infelices de lo que hemos sido en trescientos años de continua escla-
vitud. Y las tropas seducidas y pagadas por estos tiranos gritaron en la plaza, mueran
los Patricios.
Americanos: no hay ya pretexto que excusar nuestra apatía. Si sufrimos más largo
tiempo las vejaciones que nos destruyen, se dirá con razón que nuestra cobardía las
merece. Nuestros descendientes nos llenarán de imprecaciones amargas, cuando mor-
diendo el freno de la esclavitud que habrán heredado, se acordaren del momento en
que para ser libres no era menester sino el querer serlo. Bajo cualquier aspecto que
sea mirada nuestra dependencia de la España, se verá que todos nuestros deberes nos
obligan a terminarla. Debemos hacerlo por gratitud a nuestros mayores que no prodi-
garon su sangre y sus sudores para que el teatro de su gloria se convirtiese en el de
nuestra miserable esclavitud. Nos debemos a nosotros mismos por la obligación indis-
pensable de conservar los derechos naturales recibidos de nuestro creador, derechos
preciosos que no somos de enajenar y que bajo el pretexto que se busque no pueden
sernos quitados sin injusticia. ¿El hombre puede renunciar a su razón, o puede acaso
serle arrancada por la fuerza? ¿La libertad personal no es el primero, el más sagrado
196 Eduardo Azcuy Ameghino
de sus derechos? Pues el libre uso de ella es la herencia inestimable que debemos dejar
a nuestra posteridad!
Seria una blasfemia imaginar que el Supremo Bienhechor de los hombres haya
permitido el descubrimiento del nuevo mundo para que un corto número de pícaros
imbéciles fuesen siempre dueños de nuestro comercio, nuestra industria, nuestros bie-
nes y nuestras personas, sacrificándolo todo a su ambición y orgullo; y en fin para que
tuviesen el placer atroz de despojar a millones de hombres, que no les han dado el
menor motivo de queja, de los derechos esenciales recibidos de su mano divina. Sí no-
bles Americanos, descubramos de nuevo la América para todos nuestros hermanos los
habitantes del globo, de donde la ingratitud, la injusticia y la avaricia más insensata
los ha desterrado. La recompensa no será menor para nosotros que para ellos.
El valor con que las colonias inglesas de América han combatido por la libertad
de que ahora gozan gloriosamente, cubre de vergüenza nuestra indolencia. Nosotros
les hemos cedido la palma con que han coronado al Nuevo Mundo de una Soberanía
independiente. La misma España y la Francia se empeñaron en sostenerlos. El valor de
aquellos valientes americanos acusa nuestra insensibilidad. Ellos y la Inglaterra pro-
tegerán la justísima causa de nuestro honor provocado con ultrajes que han durado
trescientos años.
Nos hallamos en el más feliz momento, acojámosle con todos los sentimientos de
la más expresiva gratitud. Y por pocos esfuerzos que hagamos la santa libertad, don
precioso del cielo, acompañada de todas las virtudes y seguida de la prosperidad, co-
menzará su reinado en esta gran parte de la tierra, y la tiranía será inmediatamente
exterminada. Este glorioso triunfo será completo y poco o nada costará a la humani-
dad. ¡Compatriotas: abramos nuestros ojos! La España está perdida, su principal apoyo
son las riquezas que nosotros les damos, y es tiempo de que les sean rehusadas, para
que sirvan a nuestra prosperidad y defensa. Los europeos sensatos que habitan con no-
sotros aplaudirán nuestra obra, y serán dignos de nuestro aprecio y protección. Pero a
esa turba de polizones inciviles y groseros que con su comercio avaro aniquilan el fértil
suelo que les hace felices, que nos odia, llenan de baldones, abaten y deprimen, hagá-
mosles conocer y respetar nuestros derechos, y que ocupen en los lugares que habitan
aquella clase que por su naturaleza les pertenezca.
Documento 17
Carta del virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros al señor don Martín Garay (Jun-
ta Suprema de España e Indias) informando acerca de las incidencias ocurri-
das a su llegada al Río de la Plata, las dificultades que debió enfrentar para
lograr tomar posesión del cargo, el complejo estado político y militar del Vi-
rreinato, y las causas originadas por diversos sucesos subversivos del orden
colonial.
contrarios para la travesía de diez leguas de Río a esta ciudad, impidieron la comuni-
cación con ella por cinco días, al cabo de los cuales se regresaron las diputaciones, y
participé a mi antecesor todo lo actuado, y que envidiaba al mismo tiempo al mariscal
de campo y gobernador propietario de Montevideo don Vicente Nieto, para que ínterin
yo permanecía en aquella banda, se encargase del mando de lo militar y político, de
cuyo modo quedando ya relevado de la responsabilidad que le impidió hasta entonces
el pasar a conferenciar conmigo lo verificase. Me contestó de oficio desentendiéndose
de aquella materia, y por confidencial y recado urbano de un ayudante, negándose
absolutamente a dar un paso que lo consideraba indecoroso, y de motivo para que
sospechasen de su conducta, siguiéronse a esto varios anónimos y cartas de diferentes
sujetos, y aun del Cabildo persuadiéndome a que no verificase mi ida sin que saliere
antes Liniers, fundándose siempre, en que sospechaba que con los comandantes de los
cuerpos urbanos y partido de sus tropas tuviese premeditado alguna maldad. La Real
Audiencia y el ilustrísimo obispo me manifestaban lo contrario, al mismo tiempo que
mandé orden al general Nieto para que así los jefes de los cuerpos veteranos, como el
de los urbanos, pasasen sin demora a la Colonia, produjo la decisión de pasar Liniers
también a ella, como lo verificó en el día 26 con los jefes anteriormente dichos, a quie-
nes hechas las prevenciones oportunas para la debida sumisión, quietud y disciplina
de sus cuerpos que recibieron y aseguraron con la mayor complacencia, me pareció
conveniente para evitar las desconfianzas que los malévolos habían infundido en esta
ciudad, mandarlos regresar a ella con el objeto principal de que tuviesen sus tropas
listas para la formación a mi llegada, y evitar cualquier desorden. Entré después en
discusión con mi antecesor, deduciendo de las varias conferencias que tuvimos, el di-
ferente concepto con que había prevenido, pues que sus alegatos y razones con que en
muchas materias arbitrariamente había obrado, las fundaba todas en la seguridad de
la dignidad del empleo que representaba siempre en la idea, en mi concepto errada,
que el acaecimiento del día 1 del año no había tenido por objeto como yo creo, el se-
pararlo del mando por la desconfianza que les inspiraban sus procedimientos, y sí para
proporcionarse mejor la independencia. Asegurado por estos medios de la obediencia
de la tropa, la del pueblo que ansiaba mi llegada, bien persuadido a que la resistencia
de Liniers había sido originada, no de la trama que le suponían y sí de las persua-
siones y cartas de los mal intencionados, que infundiéndome a mí aquellos recelos lo
hacían con él, suponiéndole que mi llamada era con el objeto de prenderlo y ultrajar
su persona, resolví mi paso a esta ciudad a la que habiendo llegado el 29 a las dos
de la tarde fui recibido por las tropas y el pueblo con las mayores demostraciones de
júbilo, que continuaron por la noche y la siguiente con iluminación general, músicas y
concurrencia a mi palacio de todo género de personas y sexos, asegurando a vuestra
excelencia que hasta este momento, habiendo desaparecido las hablillas y rumores que
inquietaban los ánimos, no veo más que subordinación y respeto.
A los dos días con mi permiso regresó a esta ciudad mi antecesor a quien habiéndole
noticiado la real orden para pasar a esos dominios en la fragata Prueba, me contestó
(negativamente, por lo que) no me quedaba otro partido que el de usar la fuerza, que
además de conceptuarla violenta con un general de sus anteriores méritos, y aunque
su manejo ha sido desarreglado, dando en él pruebas convincentes de ineptitud para
un mando de esta naturaleza, le creo indemne de la infidencia que se le sospechaba,
y que con este mismo conocimiento han recibido con gusto su relevo hasta sus más
favorecidos. Siendo la mayor parte de éstos de la fuerza armada, podrían quizá variar
198 Eduardo Azcuy Ameghino
de concepto al verlo atropellado. Sin embargo consulté a la Real Audiencia como quien
tiene fundados conocimientos de todas las ocurrencias de su gobierno, y resolví en su
consecuencia (suspender su viaje a España).
Al señor ministro de la guerra dirijo el estado de las tropas veteranas y urbanas
que actualmente están sobre las armas en esta capital y en la plaza de Montevideo, y
cuyo número no considero podrá sostenerse con los crecidos sueldos que le señaló mi
antecesor y que disfrutan porción de oficiales agregados a dichos cuerpos y agraciados
por el mismo, los cuales así como otra infinidad de gastos, en el día superfluos, trato
de cortar, para lo que estoy recolectando las noticias necesarias pero considerando
siempre preciso el sostener, por ahora, la tropa que sea posible, tanto para conservar la
quietud de pueblo en quien recelo puedan haber introducido algún influjo los emisarios
de nuestros vecinos, a quien por los antecedentes ocurridos parece debemos mirar con
precaución, procurará conciliar ambas necesidades.
Aunque el corto tiempo que ha mediado desde mi llegada y las infinitas atenciones
que me cercan no me han permitido enterarme a fondo en la causa que se estaba for-
mando por la conmoción del día 1 de año, infiero por las noticias que hasta ahora tengo
adquiridas que su origen no fue otro por parte del pueblo que el de deponer al virrey de
cuya conducta sospechaban, y por parte de la tropa, de sostener la autoridad de aquél,
de cuya forma considero que habiendo sido el proceder de unos y de otros bajo loables
deseos, será el medio muy conducente a tranquilizar los ánimos, el de cortar dicha cau-
sa imponiendo silencio, pero como en ella han inculcado otra que siendo cierta podría
ser de la mayor gravedad tratándose del punto de independencia, me es preciso antes
de proceder a la primera parte el asegurarme y dividir la segunda para continuarla
hasta justo escarmiento de los culpados. Ello es señor excelentísimo que la confusión,
la rivalidad, envidia y venganza, ha reinado en estas gentes en términos de poner estas
provincias en el riesgo eminente que se hallaba en su total ruina, si se hubiese demo-
rado mi llegada, no quedándome duda que el primer fomento de esas desavenencias
fueron las suscitadas entre Liniers y Elío, trascendentales a ambos pueblos y avivadas
continuamente por las provincias ambos jefes, a que ocurriendo el suceso del día 1 de
año acabaron con el de completar los dos partidos en que ya se hallaba esta ciudad,
entre el pueblo europeo con su Cabildo y el virrey, Audiencia, obispos y tropas urbanas
que sostuvieron el primero. Y aunque esta rivalidad la veo muy impresionada en los
espíritus de todos ellos, me lisonjeo poder conseguir la reconciliación, unión debida y
necesaria y cuyo principal objeto es el que ha ocupado y ocupa toda mi atención desde
mi llegada a esta ciudad, aunque no dejo de conocer que esta grande obra pide tiempo
y pulso muy meditado para manejarla.
Aunque el número de extranjeros que hay en los cuerpos de tropas es bastante
crecido, el de franceses sólo llega a unos cuarenta, y como otros tantos en Montevideo,
los cuales se irán remitiendo a esa metrópoli, según se vayan presentando las ocasiones
por no considerar seguro el exponer a un solo buque con todos ellos. Y por lo que hace
a los de las demás naciones, que pasarán de cuatrocientos, me iré también deshaciendo
de ellos según se presenten las proporciones que aquí son en el día muy raras por el
poco número de buques nuestros que vienen teniendo por más seguro tenerlos aquí
que el de licenciándolos, se internen en las provincias.
Luego que tomé posesión en la Colonia y supe se hallaba en esta ciudad don Juan
Martín Pueyrredón, remití al general Nieto para que lo pusiese en seguro arresto in-
comunicado, como así me dio parte se había verificado, y a los dos días me lo repitió
Apéndice documental 199
de haberse fugado del cuartel de uno de los cuerpos urbanos en que tenía su prisión
y a cuyo oficial encargado se está procesando, habiendo despachado inmediatamente
circular a todas las provincias para que le aprehendan a cualquiera que llegase, aunque
me recelo y es de creer que se haya dirigido a Janeiro. El inglés Diego Paroissien se ha-
lla en seguro arresto en Montevideo de donde se trasladará a esta plaza para continuar
y concluirle su causa.
En este día he recibido el correo de Perú en que por las cartas de la Real Audiencia
de Charcas continuaba en sosiego dicha ciudad, aunque siempre mejorando los prepa-
rativos militares que había adoptado tanto para mantener el sosiego de ella como por
las nuevas ocurrencias de La Paz. Y aunque de esta ciudad no he recibido parte alguno
oficial, cartas particulares manifiestan continuaban la inquietud de ánimos efecto de la
primera efervescencia, sin embargo de esto según las contestaciones y efectos que ha
causado en las provincias más inmediatas a esta capital la noticia de mi nombramiento
y toma de posesión, me persuado produzca los mismos efectos en aquéllas.
Últimamente se han suscitado algunas desavenencias en los cuerpos de tropas urba-
nas de esta capital en que repugna altamente el nombramiento para inspector de ellas
en el brigadier don Javier Elío, por lo que he juzgado conveniente, para no exaltar
más los ánimos y evitar cualquier fracaso cuyo mal ejemplo sería en el día mucho más
pernicioso en el crítico estado en que se hallan las provincias interiores, en resumir en
mí la inspección de dichas tropas como así lo manifiesto por el Ministerio de la Guerra,
ínterin su majestad se digne resolver conceptuando de absoluta necesidad el que se
mande pasar a esos reinos a dicho Elío como uno de los principales medios que debe
influir a sosegar a ambos pueblos y sus vecindarios.
Documento 18
Acta del Cabildo de Buenos Aires donde se informa sobre varias juntas noctur-
nas y otros preparativos que se anunciaron en orden a que los comandantes
militares y otros particulares rehusaban el recibimiento del nuevo virrey.
Dichos señores conferenciaron sobre las escandalosas ocurrencias que han sobre-
venido desde que marcharon las diputaciones a la Colonia del Sacramento y noticias
fatales que se adquieren de día a día sobre la disposición en que están los ánimos en
orden del recibimiento del nuevo jefe. Reducidas a que en la noche del once hubo
Junta en la casa del comandante de Patricios don Cornelio de Saavedra, compuesta de
éste, don Juan Martín de Pueyrredón, del comandante de la Unión don Gerardo Esteve
y Llach, del de Montañeses don Pedro Andrés García, del de Arribeños don Francisco
Ortiz de Ocampo, y el del segundo escuadrón de húsares don Lucas Vivas. Que el doce
habiendo promediado los de este congreso se reconciliaron el referido Pueyrredón y
don Martín Rodríguez, comandante del primer escuadrón de húsares, comieron juntos
y por la noche se verificó la reunión de todos en casa del primero, a que no asistieron el
comandante de Andaluces don José Merelo, y el de Cazadores de Carlos IV don Lucas
Fernández, por haberse excusado éste a título de enfermo, y aquél por presumirse no
se le hubiese citado por no ser adicto a sus ideas. Que don Cornelio Saavedra había
hablado al capitán de granaderos de Pardos Agustín Sosa para que concurriese a sus
sesiones nocturnas, trabajó en evadirse, mas estrechado manifestó lo trataría con su
200 Eduardo Azcuy Ameghino
todos y sufrirían la muerte antes que consentir viniese el señor Elío a encargarse de la
inspección, ni con otro motivo.
Que las últimas noticias recibidas en este momento persuaden ser decidida la opo-
sición al recibimiento del señor Cisneros y a la obediencia de cuanto ha dispuesto la
Suprema Junta Central. Y los señores comprendiendo que todo lo expuesto, por los
aparatos que se ven, reiteración de juntas que se hacen, pasquines que se esparcen, y
cuanto se ha podido averiguar de cierto y verosímil, que el ánimo de los parciales del
señor Liniers no es otro que sostener a éste a toda costa y no admitir a su sucesor. Y que
de realizarse este plano era consiguiente al descorrer el velo de la simulada oposición a
los soberanos mandatos de la Suprema Junta, y manifestar ya a las claras luces el único
y verdadero objeto que la motivaba: que éste, dado un paso tal, no podía ya ser otro
que evadirse de la dominación española y aspirar a la independencia total de estos do-
minios. Que para realizar un proyecto de esta naturaleza, era de temer fuesen víctimas
de sus autores cuantos conducidos de su propio honor, y de los sentimientos de lealtad
y vasallaje se opusiesen a su logro; y últimamente que era llegado el caso de que el
Cabildo y sus individuos lo sacrificasen todo por sostener los derechos de la soberanía
y la indisoluble unión de estos dominios con la metrópoli; acordaron hacer solemne
juramento como lo hicieron, de oponerse constantemente a las subversivas ideas de
aquéllos, y sufrir cuanto hay de penoso y aun la muerte misma antes de consentir en
tal inicuo proyecto. Y a fin de no exponer a una tropelía la seguridad de los pocos
individuos capitulares que han quedado en ésta, y evitar que privados de su libertad
sean ineficaces los esfuerzos de su lealtad, en los críticos momentos que se recelan, y
en que ha de necesitarse más de su presencia, determinaron que los avisos y noticias
que se hayan de comunicar a la diputación, se dirijan por sólo el secretario sin indicar
orden ni instrucción alguna para el efecto, encargando a éste el fletamento de botes o
canoas, igualmente que el proporcionar sujetos de conocida lealtad, sigilo y valor para
arrostrar cualquier peligro, que estén prontos para el momento en que sea necesario
instruir a la diputación de cualquier rompimiento o suceso remarcable para que lo par-
ticipe al excelentísimo señor. Y con el mismo fin y para quitar todo motivo de sospecha,
dispusieron no concurrir a celebrar sus actas en esta sala capitular sino emplazarse en
determinados puntos de día y de noche para comunicarse recíprocamente las ocurren-
cias y proveer con concepto a ellas lo más conveniente; haciendo especial prevención
al señor don Juan Bautista Castro para que desempeñe con la mayor eficacia según
los datos y noticias que se adquieran, como lo ha hecho hasta hoy, la comisión verbal
que se le dio de consultar los puntos y materias del día con el doctor Julián de Leiva,
profesor de conocimientos, pureza, y probidad, dando cuenta como lo ha verificado
hoy.
Documento 19
Carta de don Pedro Baliño de Laya a Su Majestad señalando la crisis del domi-
nio colonial, el peligro de perderse en que se hallan las posesiones españolas de
América del Sur, y los perjuicios que causará la apertura del comercio recien-
temente autorizada por las dificultades del erario, lo cual estima que causará
la ruina de los mercaderes españoles y de muchas artesanías locales.
que los usurpadores nos acarrean. Así lo siento y así lo creo y así lo esperamos de la
alta consideración de vuestra majestad.
Vuestra majestad tiene presente que los vecinos de Buenos Aires rechazaron al ejér-
cito lúcido y bien disciplinado del inglés en número de 12 a 14 mil hombres, y que al
mismo tiempo se restauró Montevideo sin ningún costo a aquel vecindario. Claro está,
pues también lo está que si antes venció a fuertes guerreros, ahora se apoderarán de
ella unos pobres marineros (Dios nuestro Señor quiera salga falsa mi profecía) porque
los astutos ingleses en el mismo momento que se dio el comercio libre despacharon
dos bergantines de guerra, el uno a Londres y el otro al cabo, y al crucero para que los
barcos que salgan de la India vengan en derechura a ésta, por confesión de los mismos
hablo, lo cierto es que salieron. Y qué número de buques que no se presentarán a nues-
tra vista bien provista de gente con hacienda, con familia y cuanto arte tengan a la vista
está en las compras que hacen de fincas y quintas, pues ya uno tiene el comercio de
vender pasto y otros dicen mandaron venir sus familias mientras ellos van paladean-
do al pueblo y embaucándonos con su baratura y la libertad que gozan y el aplauso
que se llevan de aquellas infelices familias que se dejan seducir, de las cuales recibi-
mos los mayores oprobios, y también que no es posible sufrir, como el decirnos, no
querían gobierno nuevo, ahí lo tienen, ahórquense, compren cordeles, no querían ser
europeos, ahora seremos todos americanos republicanos, etcétera, etcétera, ahí tienen
los europeos la felicidad que aguardaban de España, ya no hay España, ya se acabó,
ya abrimos los ojos y todos vamos a ser felices: Oh santo Dios, y que esto ha de sufrir
el carácter de un verdadero español, si lo ha de sufrir, porque aunque el nuevo virrey
ofreció armas de nuevo a los tres cuerpos europeos, no lo ha verificado y cuando quiera
hacerlo apenas hallará quien reciba cien fusiles, y sufrirá cuantos males le vengan, con
el mayor dolor de su corazón verá la nueva leche que han mamado los jóvenes, el poco
aprecio de la religión santa. Tantos y tantos males que mi corta capacidad no alcanza
a comprenderlos, ni menos a explicarlos, por ser el más inútil vasallo de vuestra ma-
jestad, pero el más fiel, el más constante, primero morir que faltar a la fidelidad de mi
soberano. Y así, muy poderoso señor, suplico a vuestra sacra real majestad se digne a
dispensar mi atrevimiento en haberme dirigido directamente con estas pobres letras a
vuestra majestad que sólo depende de la sangre de un verdadero español que si posible
me fuera el remedio de tantos males mil vidas hubiera dado por vuestra majestad. Y
así, señor soberano, la necesidad de esta provincia son cuatro a seis mil fusiles, dos o
tres mil soldados, que a pretexto de apaciguar el Perú, no sospechará nuestro aliado,
el cual por otra parte nos quita la vida con una calentura lenta. Puntuales órdenes,
justicia recta y pronta cosa que cause terror, de este modo están gobernados con una
caña tacuara los hijos de la patria después que habían limpiado alguna polilla que hay
de unos y otros, como suele acontecer en otras partes. De este modo asegura vues-
tra majestad estos dominios, mientras ruego a Dios todopoderoso y a María santísima
reina de los ángeles y señora nuestra, prospere la importantísima vida y persona real
de vuestra majestad con muchos aumentos de gloria, la gracia necesaria y el ser señor
de nuevos reinos y señoríos como la cristiandad lo ha menester.
Documento 20
Documento 21
de conocer sus derechos como de poseerlos; en una época por último en que se repu-
taba al americano por un hombre servil por carácter, esclavo por naturaleza, y sin más
libertad que la de gemir sin clamar, ni más derechos que el de renunciar los suyos, ha
desmentido el pueblo noble y valeroso de La Paz unas preocupaciones que servían de
base a la tiranía y de salvaguardia al despotismo. El ha hecho ver que la heroicidad y
el patriotismo son unas virtudes que el americano oculta por sagacidad para desple-
garlas oportunamente. El ha hecho ver que los pueblos de la América del Sur conocen
también sus derechos defraudados, y que si no los han reclamado hasta el presente,
no ha sido por falta de ilustración, sino por exceso de fidelidad. Él ha hecho ver que
los americanos son hombres libres y de un carácter magnánimo, que bajo de un ex-
terior humilde ocultan un alma elevada, que conocen sus derechos imprescriptibles, y
también la usurpación que han tolerado y tratan ya de restaurar.
Éstas son en compendio las verdades que ha demostrado La Paz con motivo de los
sucesos del 16 de julio, día memorable, en que aspirando a salvar del naufragio los
derechos de la patria, ya que los de la metrópoli se hallan tan amenazados, resolvió
deponer aquellos magistrados que con el abuso de su autoridad preparaban ya el to-
tal exterminio de unos países cuya dominación ha sido siempre tan anhelada de las
ambiciosas naciones de Europa, y puso en planta una reforma que se consideraba tan
inverificable como la república de Platón o la educación de Rousseau.
Los políticos de mejor pulso discurren con perplejidad cuando intentan elevar los
fundamentos de un nuevo sistema de gobierno, y de precaver al mismo tiempo los obs-
táculos que oponen ordinariamente el fanatismo ayudado de los intereses particulares.
La conducta de La Paz, sobre este punto, servirá en todo tiempo de ejemplo a los polí-
ticos, y de emulación a los filósofos; pues en medio de una explosión imprevista, supo
hacer un cálculo prudente de sus necesidades para remediarlas, y de sus intereses para
conservarlos. La extracción de dinero que multiplica las urgencias de una población,
en razón inversa del numerario que de ella se extrae, se prohibió inmediatamente con
arreglo al artículo 1 de las peticiones del pueblo, a fin de remediar por este medio los
efectos desoladores de una causa, cuyo funesto influjo acabará de sentirse en breve
y reducirá las Américas a una miseria sin límites, si todos los pueblos no imitan la
interesante política de La Paz. El desprecio y los ultrajes, que han sido aquí el único
patrimonio del infeliz indio, y que en las actuales circunstancias podrían producir efec-
tos bien funestos a nuestra felicidad, han encontrado en fin sus límites morales en la
política y humanidad de un pueblo, que dividiendo con esa miserable porción de gé-
nero humano los empleos públicos y las ventajas de ciudadanos, ha olvidado al mismo
tiempo las pesadas cargas que agobiaban su cerviz y aumentaban su natural miseria,
cerrando de este modo la puerta a los peligros más temibles en estos países.
Así es como La Paz ha remediado sus necesidades y evitado los peligros que podrían
amenazarla, sin entrar por ahora en el análisis de muchas otras providencias que ha
tomado sobre uno y otro punto, a fin de examinar más despacio el celo con que ha
sostenido, mejor diré, con que ha restaurado, sus derechos e intereses. Así como todo
hombre apenas advierte su existencia, debe consagrarla a la sociedad de que es miem-
bro, la sociedad se halla igualmente comprometida a empeñar su protección a favor
suyo; de suerte que entre el ciudadano y la sociedad sus necesidades prescriben sus
deberes, y su constitución sus atenciones. Del mismo modo si la sociedad eleva sobre
el trono a algunos de sus individuos, depositando en él la plenitud del poder, autori-
zándolo con la magistratura del orden supremo, jamás debe olvidar que la soberanía
206 Eduardo Azcuy Ameghino
aumenta sus relaciones con la sociedad sin disminuir sus prerrogativas, multiplica sus
deberes con los demás ciudadanos sin dejar él de serlo; lo precisa a sostener los dere-
chos de los otros hombres sin abandonar los suyos, lo obliga por último a cuidar de la
observancia de las leyes sin dejar él por esto de ser el primer vasallo de ellas. Bajo esta
inteligencia se sujetan los imperios a un sólo hombre rindiéndole un homenaje, que si
algunas veces se confunde con la idolatría, casi siempre se equivoca con la ridiculez.
Pero en fin, sea de esto lo que fuere, ¿podrán acaso los hombres sujetarse a un sólo
individuo sin quedar éste sujeto a los fines de su misma autoridad? Mejor diré, ¿po-
drá la sociedad consentir esta elevación de un tirano que olvidase sus obligaciones, y
jamás perdiese de vista sus caprichos? De ningún modo, pues desde el momento que
un soberano observase esta conducta perdería el derecho de serlo. Porque a la verdad
un soberano que sólo se acuerda de sus vasallos para dejar caer sobre ellos el peso
de las contribuciones y tributos, y que sólo les hace sentir su poder para oprimirlos,
su elevación para abatirlos, su fuerza para tiranizarlos y su autoridad para hacerlos
desgraciados, ¿es acaso digno de ceñir la diadema y empuñar el cetro?
¿Pero adónde voy con un discurso en que cabalmente se trata de la conducta que
han observado los reyes de España de tres siglos a esta parte, con los infelices habi-
tantes del nuevo mundo? ¡Ah! Quién creyera que mi imaginación acalorada hubiese
reducido hasta tal punto mi razón, que sin temer el juicio terrible del tribunal de los
fanáticos, me avanzase a cometer el sacrilegio de descubrir la verdad en medio de estos
pueblos que preparan ya la época de su libertad. Pero todo esto era menester para de-
mostrar que la causa de La Paz, es la más justa; pues su objeto no es otro que recuperar
unos derechos que ni el tiempo puede prescribir, ni el hombre renunciar, ni todos los
soberanos juntos usurpar.
En efecto: si por una sanción anterior a toda ley, goza el hombre de esos sagrados
derechos de libertad, propiedad y seguridad, ¿podrá ningún tirano, apoyado en el cetro
que empuña, despojar a los habitantes de ninguna región, bajo el pretexto de conquista,
de unos derechos que la naturaleza reclama y de cuya usurpación se resiente la justicia
y estremece la razón? No por cierto. Digan lo que quieran algunos falsos políticos y
serviles juristas, que razonan sin convencer y declaman sin probar. Pero dejemos ya la
discusión de una materia, cuya consideración ha hecho gemir tanto a la humanidad en
esta parte del globo, y aliviemos la imaginación del peso de unas ideas tan amargas,
recordando el heroísmo de La Paz, que ha sabido romper los primeros eslabones de
una cadena que arrastramos, y preparar con su ejemplo un fermento general, que lejos
de corromper la masa de la América, la purifica, porque emigrando de nuestro suelo la
esclavitud y la miseria, disfrutemos en la posteridad de la opulencia y la libertad, que
la misma naturaleza nos ofrece en estos países.
Ea pues, amados americanos, imitad el heroísmo de La Paz, y seréis felices. Jurad
una unión reciproca y no temáis a los desoladores monstruos de la Europa. Acordaos
ya de vuestra patria. Sed americanos, sed fieles a vuestro suelo, y esforzad vuestra voz,
hasta el presente abatida, para clamar a presencia del orbe entero.
Viva La Paz.
Viva Cochabamba.
Viva la América.
Viva la libertad.
Apéndice documental 207
Documento 22
«Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra
patria; hemos visto con indiferencia por más de tres siglos sometida nuestra primitiva
libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto, que degradándonos de la
especie humana nos ha reputado por salvajes y mirado como esclavos; hemos guardado
un silencio bastante parecido a la estupidez que se nos atribuye por el inculto español,
sufriendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido un presagio cierto
de humillación y ruina. Ya es tiempo, pues, de sacudir yugo tan funesto a nuestra
felicidad como favorable al orgullo nacional del español. Ya es tiempo de organizar
un sistema nuevo de gobierno, fundado en los intereses de nuestra patria altamente
deprimida por la bastarda política de Madrid.
»Ya es tiempo, en fin, de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas
colonias, adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía.
¡Valerosos habitantes de La Paz y de todo el imperio del Perú! Revelad vuestros pro-
yectos para la ejecución; aprovechaos de las circunstancias en que estamos, no miréis
con desdén la felicidad de nuestro suelo, ni perdáis jamás de vista la unión que debe
reinar entre todos, para ser en adelante tan felices como desgraciados fuimos hasta el
presente».
Documento 23
Informe del coronel Juan Ramírez, segundo comandante general del ejército
de operaciones del Perú, a don Martín Garay secretario de la Suprema Junta
Gubernativa, sobre los movimientos revolucionarios de Chuquisaca y La Paz
del año 1809.
Excelentísimo Señor:
La adjunta copia certificada numero primero instruirá a V. E. de la orden que en 8
de agosto ultimo me comunicó el Excelentísimo señor virrey del Perú, para que diri-
giéndome inmediatamente a la provincia de Puno, organizase con la celeridad posible
las fuerzas y tropa que indica a fin de contener y aun cortar en su origen la insurgencia
de las provincias de la Paz y Charcas en el distrito de Buenos Aires, pero confinantes
con el de Lima, y que por su situación contacto y relaciones políticas debían influir
sobremanera en la tranquilidad pública de este último.
Posteriormente y en fuerza de más graves acontecimientos, acordó Su Excelencia
encargar el mando general del ejército al señor brigadier y presidente del Cuzco don
José Manuel de Goyeneche, declarándome el de segundo suyo, como lo acredita la
copia número dos. Mas sin embargo me ha parecido muy propio y conveniente, instruir
a V. E. por mi parte de estos sucesos y su estado actual, a fin de que se sirva hacerlo
presente al superior ánimo de Su Majestad en su Suprema Junta Gubernativa, cuya
particular atención exigen en el día más que nunca estos establecimientos.
208 Eduardo Azcuy Ameghino
Las funestas noticias que desde el congreso de Bayona se recibían en América del
estado de nuestra Península, iban alterando notablemente el orden y la tranquilidad
publica, al paso que abrían un campo a algunos espíritus díscolos, para formar a la
sombra de la debilidad, en que suponían el gobierno, planes y combinaciones sedi-
ciosas. Las discordias de Montevideo, con la creación de su Junta Provincial, y los
movimientos de Buenos Aires de primero de este año, acaloraron más los ánimos, y
les precipitaron hasta el extremo de creerse capaces de poner en planta y realizar un
sistema de independencia en el Perú.
Sea que la Audiencia de Charcas o parte de sus ministros estuviese inaugurada en
estos misterios, o sea que por la efervescencia de sus competencias con el presidente
y arzobispo, no alcanzase el resultado de sus temerarios procedimientos, es preciso
confesar que ella fue la primera a dar impulso a esta máquina con la prisión del primero
y detención indecorosa y opresiva del segundo. Y que comprometida ya por estos pasos
en el público sensato, y ante las autoridades legitimas, no temió dar los últimos hasta
poner estos dominios en el borde del precipicio.
En efecto la prisión del teniente general y presidente don Ramón García Pizarro
se verificó en Charcas en la noche del 26 de mayo último por sus mismos oidores
y mucha plebe conmovida por ellos y sus satélites después de haber sorprendido y
arrollado las armas y su pequeña guarnición. Y el 16 de julio próximo se ejecutó en
La Paz igual atentado deponiendo la plebe las dos primeras autoridades, organizando
un nuevo cuerpo de tropas y oficiales, creando una Junta con el titulo de social y
tuitiva que hiciese valer los derechos del pueblo, y dejando para no correr el velo del
todo, la sombra de la autoridad real depositada en su Cabildo sujeto a los caprichos
de la misma Junta, y a los cañones y bayonetas sorprendidas por sus individuos y
dirigidas por su mano. Conocían los autores de esta novedad, a pesar del color de sus
imaginaciones, que les era forzoso darla al principio un colorido honesto, capaz de
enlazar a los incautos, entretener a ambos virreyes, y darles tiempo para adelantar la
seducción y los medios de fortificarse, y aun de obrar ofensivamente en caso necesario.
La idea de que el presidente de Charcas y Arzobispo, el intendente de La Paz y su
obispo, trataban de común acuerdo de entregar estas provincias a la señora infanta de
España y princesa del Brasil Doña Carlota Joaquina, les pareció la más oportuna; y bajo
de este especioso pretexto, a todas luces falso y destituido del apoyo, pero eficazmente
sostenido por la misma Audiencia, llevaron adelante La Paz y Charcas su revolución,
derramando proclamas y pasquines sediciosos por todas partes, tocando al arma contra
las autoridades y gobierno legítimo, inspirando un odio execrable a los europeos, y
prometiendo mil felicidades y goces imaginarios a cuantos se abrigasen a la sombra
del árbol de la libertad trasplantado de la Francia a la América. Sus inicuas ideas
encontraban una acogida favorable en muchos hombres perversos, sin probidad y sin
fortuna que acoge este país, y sorprendían y arredraban a los incautos y sencillos, al
paso que los juiciosos y fieles vasallos de Su Majestad lloraban en silencio la llaga
mortal que se iba abriendo al cuerpo del estado.
Tal era el de estas provincias, y especialmente el de La Paz a mi llegada la de Puno
confinante con ella. Y penetrado íntimamente de su situación y de la necesidad de des-
plegar toda la energía que me dictaban mi amor al rey y muchos años empleados en su
servicio, no perdí uno de tan preciosos momentos, y en el instante mismo di principio
a la disciplina y organización de los cuerpos de milicias de aquellas provincias, que
reunidos a los del Cuzco debían obrar en tan justa causa y restituir el orden y la tran-
Apéndice documental 209
debido a tan sagrado objeto, en cuyo obsequio no dudaré jamás un momento sacrificar
mi misma existencia.
Espero que V. E. se servirá hacerlo presente a Su Majestad para que en su vista y de
la representación documentada que con esta fecha dirijo por el Ministerio de Guerra
con la hoja de servicios e informes antecedentes del virrey, Real Acuerdo, y Cabildo de
Lima, se digne extender su generosa y benéfica mano hacia este su fiel servidor en el
grado y destino que sea de su superior agrado.
Documento 24
obtener. La Paz vio renacer su felicidad y sin desmentir en nada el alto concepto que
siempre la ceñirá de gloria y decorosos laureles, me recibió con los hermosos títulos de
Libertador, clamando por sus calles y plazas con inexplicable gozo, que había llegado
el día de su rescate. La hospitalidad y generoso acogimiento con que han mirado mis
tropas, y el obedecimiento que ha prestado a mis órdenes y consejos, son un auténtico
comprobante de la sanidad de sus principios, y del justo deseo que la animaba de sacu-
dir la coacción y someterse al restablecimiento de su antiguo lustre. Pero esto no podía
conseguirse sin que los criminales autores de la anarquía apareciesen víctimas de la
ley, para aclarar las diferencias que hay entre la inculpabilidad de un pueblo y ciudad
inocente de cuyos nombres se ha abusado, y la perversidad e irreligioso genio de los
que tan tenaz e injustamente, sin fe alguna, apoderados de la fuerza, cometían asesi-
natos, robos, saqueos y toda clase de exterminio. Preví la necesidad de un escarmiento,
que la América toda aguardaba en obsequio de su propia seguridad, y La Paz más que
pueblo alguno pedía con el mismo fin y el singular de su vindicación. Y no conformán-
dose con mis principios el presenciar lo que ni el rey mismo, procediendo en justicia
podía dispensar, expuse al digno virrey de estas provincias el excelentísimo señor don
Baltasar Hidalgo de Cisneros, la necesidad de los castigos, y que en su ordenación la
delegase a una comisión o persona de carácter, excepto a mí que me contentaba con
haber obtenido todo lo que hace feliz un gobierno, poniendo a disposición de los jueces
los reos, principales instrumentos de la sublevación. Este superior jefe antes de recibir
mi renuncia, se posee de los mismos justos principios, y usando de igual respetable
idioma que dictaba el señor virrey del Perú, manda y exige en repetidos oficios, que
se proceda al castigo para general escarmiento, lo que terminantemente me ratifica
sin exclusión alguna, en su oficio de 22 de noviembre anterior, facultándome a que
proceda militarmente con todo el rigor de las leyes, ejecutando las sentencias pronun-
ciadas contra los delincuentes en esta misma ciudad en que han cometido sus delitos,
como medio el más seguro para que sirva de escarmiento a los demás, y se conserve
la memoria de los justos castigos en el mismo paraje en que han sido perpetrados sus
crímenes. No obstante una orden tan terminante, creí justo consultar mis determina-
ciones con el distinguido y culto general don Vicente Nieto, presidente de la Plata1 ,
a cuyo conocido juicio fié todo el conocimiento que podía darse de la clase de reos,
origen de sus delitos y graduación que de ellos hacía para imposición de penas, como
aparece en oficio de 20 de diciembre. No se engañaron mis esperanzas en aguardar
la madura y sabia resolución de este general, cuya contestación del 28 del mismo re-
produce la orden del señor virrey de estas provincias de 22 de noviembre, declarando
que autorizada competentemente por S. E. proceda al pronto, ejecutivo y veloz escar-
miento en favor de la salud del pueblo que es la ley suprema. No me restaba más que
presentar los ojos de la América el fruto de una conducta rápida en sus movimientos,
pero reflexiva y consultada en última decisión por mi auditor de guerra el asesor de la
presidencia del Cuzco, don Predro López Segovia, y cinco letrados imparciales de co-
nocida probidad y responsables al Altísimo de sus consejos, que unidos a la convicción
de mi propia conciencia, convinieron con irrevocable firmeza que los reos sentenciados
a la pena capital, en los presentes y no en los ausentes, ejecutada, eran dignos de ella;
y si se llevase a debido efecto la literal aplicación de la ley, debían serlo igualmente
más de ochenta comprendidos en iguales crímenes. Mi corazón oyó la voz paternal de
nuestro amado rey el señor don Fernando, que desde su cautiverio pedía clemencia
1.– Sucre.
212 Eduardo Azcuy Ameghino
por estos deslumbrados reos, que graduados muy piadosamente de secundarios, pasan
con sus procesos a recibir el castigo necesario para la conclusión de una obra cuya
consumación queda de manifiesto en las personas de los ajusticiados, que invocaron
el nombre del pueblo sin su conocimiento y consentimiento, crearon cuerpos y digni-
dades, formando una constitución que atacaba directamente las regalías y bases de la
que sabiamente nos rige; esparcieron las ideas y medios de arrastrar al desorden a las
demás provincias, infundiendo falsas desconfianzas contra sus jefes de ambos estados,
sin una calificación que acreditase sus sospechas; dispusieron de los sagrados bienes
del rey, incendiando los unos y malgastando los otros en la creación de una fuerza mi-
litar dotada de sueldos, graduaciones y facultades dispensadas a las heces de la bajeza;
y últimamente apropiándose de los bienes de la honrada vecindad con decapitaciones
y amenazas de que no se vieron exentos los cuerpos religiosos y monasterios de virgen
que con la ciudad toda iban a ser incendiados, si las armas de mi mando no detienen
este curso de horrores, que aun a mi presencia los han querido sostener atacando las
tropas de S. M., muchos con sus consejos y el resto con el fuego de las armas y la de-
sesperación. Pocas veces se habrán visto hombres cuya codicia y sanguinario plan haya
sido menos compatible con la seguridad particular y del gobierno, habiendo sentado
la máxima de escribir de un modo y obrar de otro. Sobre este corto número de depra-
vados convictos y confesos que concluyen implorando en sus confesiones la piedad de
las leyes, ha recaído la necesaria pena de muerte. Juzguen los hombres de cualquier
parte del mundo si se interesan en la suerte de sus semejantes, de una ejecución que
reclamaba la justicia, la imperiosa ley de la necesidad y de la felicidad pública; y con-
vendrá que convenía y que la ciudad de La Paz ha vindicado su reputación y honor con
sólo el cumplimiento de las leyes que se ha administrado con visible pureza, dirigida a
la salvación de la patria y mejor servicio del rey.
SENTENCIA
En la causa criminal de alta traición, seguida en esta comandancia general del ejér-
cito auxiliar del Alto Perú, en virtud de comisión especial del excelentísimo señor don
Baltazar Hidalgo de Cisneros, virrey gobernador y capitán general de las provincias
del Río de la Plata, contra los autores y principales cómplices, que cometiendo los más
atroces, execrables y sacrílegos delitos se sublevaron en esta ciudad, formando con-
ventículos y juntas detestables en que acordaron sus planes, imputaron la más negra e
infame calumnia a las autoridades del reino, suponiéndolas infidentes para dar aparen-
te colorido a sus depravados intentos, asaltaron a fuerza abierta le noche del 16 de julio
al cuartel de veteranos, apoderándose de las armas, depusieron del gobierno al señor
gobernador intendente y al ilustrísimo señor obispo, removieron los subdelegados de
los partidos y a los demás empleados legítimamente constituidos, subrogando otros de
su facción aparentes para sus reprobados fines, erigieron nuevo gobierno con el título
de Junta Representativa de Tuición, y adoptaron el escandaloso plan de diez capítu-
los que atacaba las reglas de la soberanía, conspiraban destruir el legítimo gobierno
e iniciar la independencia, procedieron a incendiar en plaza pública los expedientes
calificativos de los créditos a favor del real fisco, condenando y extinguiendo estas pri-
vilegiadas deudas, recogieron por apremio todas las armas del vecindario, así blancas
como de fuego, organizaron una fuerza militar para oponer y resistir las tropas del
rey, nombraron con despotismo comandantes y demás oficiales por patentes que se
libraron, compeliendo al Cabildo para que se expidiese, fundieron cañones, construye-
ron lanzas y prepararon todos los pertrechos útiles de guerra, extrajeron y robaron lo
Apéndice documental 213
Documento 25
¡Qué tranquilos vivían los tiranos, y qué contentos los pueblos con su esclavitud
antes de esta época memorable! Parecía que nada era capaz de turbar la arbitraria po-
sesión de aquellos, ni menos despertar a éstos de su estúpido adormecimiento. ¿Quién
se atrevía en aquel tiempo a mirar las cadenas con desdén, sin hacerse reo de su enor-
me atentado contra la autoridad de la ignorancia? La fanática y embrutecida multitud
no sólo graduaba con su sacrílega quimera el más remoto designio de ser libre, sino que
respetaba la esclavitud como un don del cielo, y postrada en los templos del Eterno pe-
día con fervor la conservación de sus opresores, lloraba y se ponía pálida con la muerte
de un tirano, celebraba con cánticos de alabanza el nacimiento de un déspota, y en
fin entonaba himnos de alegría, siempre que se prolongaban los eslabones de su triste
servidumbre. Si alguno por desgracia rehusaba idolatrar el despotismo y se quejaba de
la opresión, en breve la mano del verdugo le presentaba en trofeo sobre el patíbulo, y
moría ignominiosamente por traidor al rey. A esta sola voz se estremecían los pueblos,
temblaban los hombres y se miraban unos a otros con horror, creyéndose todos cómpli-
ces en el figurado crimen del que acababa de espirar. En este deplorable estado parecía
imposible que empezase a declinar la tiranía, sin que antes se llenasen los sepulcros
de cadáveres, y se empapase en sangre el cetro de los opresores. Pero la experiencia
sorprendió a la razón, el tiempo obedeció al destino, dio un grito la naturaleza, y se
despertaron los que hacían en las tinieblas el ensayo de la muerte.
El día 25 de mayo de 1809 se presentó en el teatro de las venganzas el intrépido
pueblo de la Plata, y después de dar a todo el Perú la señal de alarma desenvainó la
espada, se vistió de cólera, y derribó al mandatario que le sojuzgaba, abriendo así la
primera brecha al muro colosal de los tiranos. Un corto número de hombres inicia-
dos en los augustos misterios de la patria, y resueltos a ser las primeras víctimas de
la preocupación, decretaron deponer al presidente Pizarro y frustrar por este medio
los ensayos de tiranía que preparaba el execrable Goyeneche, entablando un complot
insidioso con todos los jefes del Perú. El carácter impostor con que se presentó este
vil americano, y los pliegos que introdujo de la princesa del Brasil con el objeto de
disponer los pueblos a recibir un nuevo yugo, fueron el justo pretexto que tomaron
los apóstoles de la revolución para variar el antiguo régimen, tocando los dos grandes
resortes que inflaman a la multitud, es decir el amor a la novedad, y el odio a los que
han causado su opresión.
Alarmadas ya por este ejemplo todas las comarcas vecinas, y estimuladas a seguir-
lo por combinaciones ocultas, no tardó el virtuoso y perseguido pueblo de la Paz en
arrojar la máscara a los pies, formar una junta protectora de los derechos del pueblo, y
empezar a limar el cetro de bronce que empuñaban los déspotas con altanería. No hay
duda que los progresos hubieran sido rápidos si las demás provincias hubiesen iguala-
do sus esfuerzos, atropellando cada una por su parte las dificultades de la empresa, y
batiendo en detalle al despotismo. Mas sea por desgracia, o porque quizá aún no llegó
la época, permanecieron neutrales Cochabamba y Potosí, burlando la esperanza de los
que contaban con su unión. De aquí resultó que aisladas las primeras provincias a sus
Apéndice documental 215
para los espectadores de este suceso, y si el tirano no hubiese sido tan cruel, más bien
hubiera descargado el último golpe sobre la garganta de tantos infelices.
Todos veían pendiente sobre su cabeza el puñal exterminador de la arbitrariedad:
el indio había vuelto a vestir su antiguo luto, la LIBERTAD sollozaba inútilmente en las
tinieblas, el Perú quería esconderse en las entrañas de la tierra y no podía; en fin todo
había muerto para la esperanza, y nada existía sino para el dolor, cuando el pueblo de
Buenos Aires. . . Basta, no es preciso decir más para elogiarlo; declara la guerra al des-
potismo, y enarbola e1 25 de mayo de 1810 el terrible pabellón de la venganza. El virrey
Cisneros presencia con dolor los funerales de su autoridad, el gobierno se regenera, el
pueblo reasume su poder, se unen las bayonetas para libertar los oprimidos, marchan
las legiones al Perú, llegan, triunfan, se esconden los déspotas, huyen sus aliados, tro-
piezan con los cadalsos, y caen en el sepulcro. Yo los he visto expiar sus crímenes, y
me he acercado con placer a los patíbulos de Sanz, Nieto y Córdoba para observar los
efectos de la ira de la patria, y bendecirla por su triunfo. Ellos murieron para siempre,
y el último instante de su agonía fue el primero en que volvieron a la vida todos los
pueblos oprimidos. Por encima de sus cadáveres pasaron nuestras legiones, y con la
palma en una mano y el fusil en otra corrieron a buscar la victoria en las orillas de
Titicaca; y reunidas el 25 de mayo de 1811 sobre las magníficas y suntuosas ruinas de
Tiahuanaco, ensayaron su coraje en este día jurando a presencia de los pabellones de
la patria empaparlos en la sangre del pérfido Goyeneche, y levantar sobre sus cenizas
un augusto monumento a los mártires de la independencia.
Era tal la confianza que inspiraban los primeros sucesos de nuestras armas, que
nadie dudaba ya del triunfo, y parecía que la inconstancia de la suerte iba a someter
su imperio al orden sucesivo de nuestros deseos. Mas por uno de esos contrastes que
necesitan los pueblos para hacerse guerreros, venció el ejército agresor, y del primer
escalón de la LIBERTAD se precipitaron nuevamente en el abismo de la esclavitud
todas las comarcas del Perú. Los enemigos se embriagan de orgullo y de placer a vista
de nuestras desgracias, el corazón de la patria se entrega entonces a los conflictos del
dolor. Goyeneche describe con saña la ruta que debía seguir nuestro destino. Vigodet
cree tan segura nuestra ruina, que ya le parece inútil procurarla. Pero el tiempo burla
la esperanza de ambos, y por el resultado de sus medidas hemos visto la nulidad de sus
arbitrios. A pesar de su rabia la patria vive, y las decantadas fuerzas del monstruo de
Arequipa apenas han avanzado en el espacio de 11 meses 150 leguas, sin haber podido
subyugar en el auge de su triunfo los robustos brazos de Oropesa, ni aún acabar de
conquistar esos mismos pueblos que cedieron al impulso precario de la fuerza.
Tal es en compendio la historia de nuestra regeneración política desde el 25 de
mayo de 1809 hasta la época presente. Hoy hacen dos años que espiró el poder de los
tiranos, y arrancó este pueblo de las fauces de la muerte su propia existencia, y la de
todo el continente austral. En vano pronosticaron entonces los déspotas, que nuestro
gobierno vería confundidas sus exequias con las mismas aclamaciones que recibía de
los pueblos. El ha subsistido ya dos años en medio de las más crueles borrascas. ¿Y por
qué no llegará al tercer aniversario con la gloria de haber proclamado solemnemente
la majestad del pueblo? Sería un crimen el robar a nuestro corazón este placer tan
deseado, pero también será un escándalo ahorrar la sangre de nuestras venas, cuando
se trata de consolidar la independencia del Sud, y restituir a la América su ultrajada y
santa LIBERTAD.
Apéndice documental 217
Documento 26
1809-1810
El objeto que deberán por ahora proponerse estos comisionados no es otro que el
de manifestar a los criollos de América, y persuadirlos que S. M. I. R. no desea otra
cosa sino dar la libertad a un pueblo esclavo de tantos años, sin más recompensa por
tan alto beneficio que la amistad de los naturales y el comercio de los puertos en ambas
Américas.
Que para que sea libre e independiente de Europa ofrece su dicha Majestad todos
los auxilios que sean necesarios, quiere decir, tropa y pertrechos de guerra, sobre cuyos
puntos está ya de acuerdo con los Estados Unidos de América, que están prontos a
facilitárselos.
Cada comisionado o agente en jefe, como instruido del terreno en que se halle co-
locado y del carácter de sus habitantes, sabrá escoger sujetos capaces para encargarles
de los asuntos que convengan para persuadir al pueblo, y hacerle ver las ventajas que
le resultan de sacudir el yugo europeo.
Le hará ver los caudales que permanecerán y girarán en las Américas, suspendiendo
las crecidas remesas que continuamente se remiten a España, el aumento que tendrá su
comercio con la libertad de sus puertos para todas las naciones extranjeras, las ventajas
que resultarán a la Nación de la libre agricultura, sembrando todo lo que hasta el día
está prohibido por el gobierno español, como es la cultura del azafrán, lino, cáñamo, el
hacer aceite, las viñas, etc. El beneficio que sacarán del establecimiento de fábricas de
toda especie. La gran satisfacción y ventajas que sacarán otros pueblos de la abolición
del estanco de tabaco, pólvora, etc., y del papel sellado.
Para conseguir todo esto con facilidad, como el pueblo es por la mayor parte bár-
baro, deberán ante toda cosa los comisionados hacerse estimar de los gobernadores,
intendentes, subdelegados, de los curas párrocos y prelados religiosos. No excusarán
gastos ni medio alguno para lograr sus amistades, en particular con los eclesiásticos,
procurando que éstos en las confesiones persuadan y aconsejen a los penitentes que les
conviene un gobierno independiente, y que no deben perder una ocasión tan oportuna
como la que se les presente y facilita el emperador Napoleón, haciéndoles creer que es
enviado por la mano de Dios para castigar el orgullo y tiranía de los monarcas, que es
un pecado mortal, y que no admite perdón el resistirse a la voluntad divina.
Recordarán a éstos en todos los momentos la oposición que les tienen los europeos,
el vil trato que les dan y el desprecio con que los tratan.
Recordarán puntualmente a los indios las crueldades que los españoles usaron en
sus conquistas, y las injusticias e infamias que cometieron con sus legítimos soberanos,
destronándolos, quitándoles la vida y esclavizándolos.
Les pondrán a la vista las injusticias que experimentan diariamente en sus solicitu-
des a empleos, los cuales se proveen por sus virreyes y gobernadores en aquellos que
presentan más empeños o dineros dejando al meritorio abandonado.
218 Eduardo Azcuy Ameghino
Documento 27
mantiene entre las naciones, y que fuera bien sustentada por los generales Beresford y
Auchmuty, aún en circunstancias no calculadas para incitar la popularidad o el aplau-
so. Las colonias españolas saben que de Inglaterra pueden esperar toda la ventaja que
puede ser conferida por un aliado generoso, y en esta expectación toda la nación es
partidaria de Inglaterra, con la excepción de los monopolistas y personas adheridas
únicamente a los beneficios de su empleo. Se les asegura que las primeras medidas que
se tomarán bajo la protección inglesa serán la abolición de este sistema destructivo,
y el romper las cadenas con las que se está cargando su comercio. ¡Ésta es indepen-
dencia racional, esto es distinto de los sueños de los republicanos visionarios, ésta es
la independencia que debieran tener y por la que Inglaterra debiera trabajar con todo
su poder en la certidumbre que una participación igual de su beneficio será para ella
misma!
«¿Quiénes constituyen el partido francés?»
Aunque mucha gente afecta creer que Hispanoamérica no contiene ningún partido
francés, excepto esos monopolistas y otras personas que deben su subsistencia a los
empleos en que han sido colocados, no a causa de sus virtudes y talentos, sino de las
intrigas y secreta influencia que eran el resultado natural del sistema colonial, me sien-
to impelido a dar a Su Señoría una opinión muy distinta y declararle mi creencia que
casi todos los que tienen cargos públicos están favorablemente dispuestos a Francia,
aparte de aquellas personas que todavía conservan los sentimientos de devoción y al
mismo tiempo de temor a dicho país, sentimiento que fue tan asiduamente inspirado
por la vieja España durante los últimos años de su alianza con Francia. También hay
que recordar que Bonaparte ni ha descuidado ni ahora descuidará, diseminar por la
América española el recelo y el odio al nombre y la nación inglesa, y que últimamente
hasta nos ha puesto enfrente el seductor presente de independencia, con la única con-
dición de absoluta separación de Inglaterra. Hemos visto que en el momento mismo
cuando logró procurar la abdicación de la familia real de España, despachó barcos a
varios puertos de América, y hasta envió al Río de la Plata (donde probablemente juzgó
que era más necesario) un suministro de armas y municiones. Felizmente esta expedi-
ción fracasó. Es, sin embargo, más probable que otros planes de la misma naturaleza
estén todavía en gestación. La conducta del virrey Liniers ha planteado claramente la
cuestión de si los franceses tienen partidarios en Hispanoamérica o no. A este hombre,
aunque abiertamente reconocido por Francia como uno de los más firmes de sus adhe-
rentes, se le permite estar en el centro mismo de América, rodeado por sus partidarios
y agentes.
Los procederes del virrey Cisneros no son menos alarmantes. Su Señoría sabe bien
que mientras él persigue a las personas que se supone están interesadas en la princesa
del Brasil, mantiene una amistad ininterrumpida con los jefes del partido independien-
te, tales como Álzaga, Villanueva y el resto. Combínese este hecho con la circunstancia
de que la independencia ha sido verdaderamente ofrecida a nuestras colonias por Bo-
naparte, y el resultado será obvio.
Es también digno de notarse que los mismos agentes de Bonaparte son las personas
que afectan aprovechar toda oportunidad para declarar que Francia no tiene partida-
rios en Hispanoamérica. Estoy tan lejos de creerles, que mi convencimiento absoluto
es que todos sus designios son de ganar tiempo y adormecer tanto a América como a
Inglaterra en un estado de fatal seguridad. En verdad, es sobre la resistencia o negli-
gencia de Inglaterra que Bonaparte construye sus más doradas esperanzas, y su mejor
222 Eduardo Azcuy Ameghino
oportunidad de agregar las colonias españolas a su extenso imperio. Tres o cuatro mil
activos franceses, arrojados en cualquier punto de la América española, junto con la
ventaja de tener la primera y más temprana preocupación de las mentes de los nativos,
sería más que suficiente para asegurar un éxito permanente a los planes de Bonapar-
te. Inglaterra, entonces, enviaría en vano sus flotas y sus ejércitos, tendría que luchar
contra toda la masa de la nación, y estaría obligada a atacar como a un enemigo a ese
país que con oportuna vigilancia podría haberse asegurado como amigo.
«¿Quiénes son los partidarios del antiguo gobierno?»
Esta cuestión ya ha sido contestada bajo el encabezamiento precedente, en el cual
se muestra que los únicos amigos del antiguo gobierno son esas personas que carentes
de carácter o talento obtienen su subsistencia de la corte a la que sirven con la más
obsequiosa sumisión. Éstas son las personas que temen cualquier cambio que los pri-
varía de sus emolumentos. El resto de la nación piensa de otro modo. Sus sentimientos
tienden a un solo objeto, y nunca se puede repetir con demasiada frecuencia que aun-
que España recobrara su antigua dinastía y lograra reestablecer en Europa el maltrecho
sistema según el cual antiguamente actuaba, nunca podrá revivir en América ni algo
parecido a su primitivo poderío.
«Quiénes son los partidarios de la princesa del Brasil?»
Hubo un tiempo en que este partido pudo haber sido numeroso y respetable. Pero
el carácter pérfido de la princesa, el doble juego tan torpemente realizado por el almi-
rante Smith y las desgraciadas intrigas del infame coronel Burke, han hecho detestable
el nombre de Su Alteza Real en Buenos Aires. A su consejo se debió la cruel persecu-
ción que se levantó contra sus propios amigos a quienes ella traicionó en violación de
todo principio de buena fe y honor. Su partido hasta había encontrado adherentes en
el ínterin. Las cosas están ahora sin embargo totalmente cambiadas. Los sentimientos
particulares del Alto Perú y de México se sabe que son desfavorables a la princesa,
quizá aún más que en el virreinato de La Plata. Pero el derrumbe completo del partido
de la princesa se ha acelerado con la declaración de la Junta Central de España a His-
panoamérica, en la que ellos pasaron enteramente por alto los derechos de la princesa,
y ofrecieron el aliciente de la representación nacional y de una forma federativa de
gobierno.
«¿En qué medida y en qué caso sería necesario emplear la fuerza? ¿Y qué fuerza?»
Esta cuestión, en tanto involucra los intereses más importantes, requiere la mayor
atención. Hay un caso posible, no probable, en el que puede ser necesario utilizar la
fuerza. No será Inglaterra, sin embargo, quien esté llamada a actuar como agresor. Este
caso es, si las divisiones y disputas internas surgieran entre el partido independiente y
el partido que tiene los cargos desde España. Hay que considerar a la fuerza como el
mayor de los males, y como el que más hay que evitar. No es probable, sin embargo que
Inglaterra tenga que emplear la fuerza en esta ocasión, aunque el partido que respal-
da pueda ser empujado a recurrir a este resorte a fin de deshacerse de los adherentes
corruptos ya sea de Francia o del viejo gobierno. Parece que Inglaterra tendrá que
intervenir sólo con el propósito de dar protección a su aliado, y no como comprome-
tiéndose voluntariamente en agresiones hostiles. En el momento en que el gobernador
y autoridades locales en la Nueva España declaren su intención de seguir el destino de
la Madre patria, y que la Madre patria se vuelva francesa, es evidente que Inglaterra
tendrá el derecho de intervenir en cualquier forma para impedir la realización de sus
Apéndice documental 223
designios. Con respecto a la cantidad de fuerza, no puede haber duda que Inglaterra,
por su propia causa, preferirá asumir una actitud tan rectora como sea posible.
Documento 28
Excelentísimo señor:
Diego Paroissien, natural de la Inglaterra y vasallo del rey de la Gran Bretaña, preso
en el cuartel de la Ranchería, procesado y acusado por reo de estado, imputándole el
crimen de alta traición en complicidad del doctor don Saturnino Rodríguez Peña, re-
sidente en los dominios de Portugal, se presenta a vuestra excelencia en la forma que
haya lugar en derecho, y respondiendo a la acusación fiscal que se le ha comunicado en
los actos del proceso no integrado, dice: que en justicia se ha de servir la superioridad
de vuestra excelencia absolverle de toda culpa y cargo que se le forma, y de las penas
que se piden; dándole por quito y libre de ellas, y de la prisión que sufre con entregas
de sus haberes ocupados, para poderse retirar de estos dominios, con indemnización
de costas, daños y perjuicios ocasionados, o la reserva que compete a su derecho para
reclamarlos de quien, y por los medios que considere convenirle. Esta sentencia defi-
nitiva es conforme al mérito del proceso, sin embargo de los motivos alegados en la
acusación fiscal.
No tratamos ni debemos tratar de la conducta del doctor Peña antes de su emigra-
ción a dominios extraños. Sus opiniones por ridículas e inadecuadas que deban supo-
nerse con respecto al gobierno en su época, ni son ajustadas a las circunstancias del
día, ni son en propiedad de la dependencia del examen judicial de la presente época.
Paroissien no necesita para fijar los antecedentes del juicio de su conducta, ni acriminar
ni exculpar al doctor Peña: ha dicho que nada le constaba a lo cierto de sus anteriores
opiniones políticas, y descansa en la justicia de la ley que redime a los hombres que no
infringen sus leyes en el territorio en que debían y podían obligar.
La conducta más reciente del doctor Peña en razón de opiniones políticas, y en
la que puede suponerse cómplice a Paroissien, es de la que tratan los papeles que
escribió aquél para distintos sujetos en Buenos Aires y trajo éste, encargado de su
entrega, y si se quiere, de trabajar a la adhesión del sistema. Esos papeles contienen
no una independencia criminal, cuál sería la constitución democrática, o aristocrática
de la América española, de su gobierno legítimo, sino una constante adhesión a él,
y una positiva oposición a depender en primer lugar de la nueva dinastía francesa,
y en segundo de toda dominación europea, en las suposiciones dadas; fijando, por
conclusión, en el reconocimiento de la soberanía nacional la concentración del poder
gubernativo trasladado a la América española.
El doctor Peña habla de independencia; pero para quien sabe lo genérica que es
esta voz, y que tomándola él en sentido análogo, pero contra distinto del que pudo
haberlo aceptado antes de las novedades políticas de España, no significa otra cosa
224 Eduardo Azcuy Ameghino
2.– Se refiere a la carta circular de Saturnino Rodríguez Peña, datada en Río de Janeiro a 4 de octubre de
1808 (NCE).
Apéndice documental 225
trono de la familia de Borbón que está en posesión del de Castilla y sus incorporacio-
nes? ¿Será la destronación de la casa o dinastía legítima reinante, representada por
la posesión civilísima del señor don Fernando VII e introducción de una nueva fami-
lia? Nada de esto es lo que el doctor Peña propone como empresa nueva, movido de
manifiestas causas, dice, que le obligaron a abrazar el partido.
Esa circular, pues, en dos palabras, recomienda el mérito y derecho al trono espa-
ñol en América de la serenísima señora Doña Carlota Joaquina de Borbón, princesa
del Brasil, e infanta de España, no para reina, sino para regentear el reino; no para
exclusión del señor don Fernando VII y demás hermanos varones, sino por la imposi-
bilidad en que les considera de recobrar la libertad de que supone haberles privado,
juntamente con el reino, Bonaparte; no en unión con la corona de Portugal, sino por
reino separado, cuya constitución, gobierno, y leyes debería reglar la nación junta en
Cortes, estableciendo entonces la sucesión de la dinastía de una heredera legítima de
la reina doña Isabel. Pondera las ventajas que de ahí se seguirían, los inconvenientes
de introducir otra forma que la monárquica, especialmente en constituir nueva familia
reinante, y dar por sentado que es el único recurso que tiene la América, en la suposi-
ción de quedar España por las miras de Bonaparte, y privados de la libertad y trono los
reyes legítimos.
Tal es el plan que sugiere el doctor Peña, y así como es, induce tres consecuencias
necesarias que no las omitió expresar. Primera: excluye la adhesión a (?) sucumbente
de España. Segunda: detesta a todo otro partido que se pudiera proponer, a excepción
del que expone, calificándolos en general por imposibles, o criminosos y sanguinarios,
y nada durables, o en fin, indignos de los sacrificios y desvelos de un noble ciudadano
amante de la humanidad y de la patria. Tercera: que sostiene y reconoce la forma y
constituciones del gobierno de España, lo adopta para la América, y sólo indica la
reforma que deba hacerse para lo venidero en el sistema, sin desquiciar el trono, ni ex-
cluir de la legítima sucesión a quien compete. Cualquiera que se detenga un instante a
inspeccionar la circular del doctor Peña, reconocerá la distancia de su opinión anterior
de la moderna, y que ésta es su plan, y sistema, que trabajaba en propagar por medio
de los papeles recomendados a Paroissien. De esta comisión corresponde hacer examen
bajo el tercer punto.
No puede ser más franca y generosa la comportación de Paroissien, por un proceso
en que se descubre, desde los primeros actos, tan íntegro como ingenuo, sin disimulo,
sin afectación y sin superchería. De propósito prescindirá él, por ahora, del modo im-
propio como fue traído en el origen del procedimiento; pero no se le puede disputar,
que no encontrándosele los papeles a pesar del más diligente escrutinio, él declaró te-
nerlos, y los exhibió, sin reserva de alguno. En haber aceptado los pliegos del doctor
Peña, constándole del asunto, en no haberlos exhibido espontáneamente a su arribo a
Montevideo, en haber sacado copia de la circular en la navegación, y en haber dado
aviso anticipado desde aquel puerto a Buenos Aires de que pronto se trasladaría a ésta
y entregaría pliegos de importancia en manos de sus títulos; indica bastante el conato
cooperativo de Paroissien a la opinión del doctor Peña. Pero todo está por demás a
vista de sus declaraciones. Éste es el carácter de la sinceridad, verdad y llaneza. Ya está
complicado con el doctor Peña, pues que se decide a la comisión, la incoa y adopta la
opinión. ¿Por eso es Paroissien criminal?
El doctor Peña propone en su circular, no la independencia de la América española
de la dominación de Castilla, como se ha jurado siempre en los legítimos reyes y su-
Apéndice documental 227
cesores de aquella corona. La contraria opinión se dice y cree haber sido la del doctor
Peña anteriormente, y ni es esa opinión la que ahora promovió, ni ella la que adop-
tó Paroissien para cooperar su adopción. Tal es la demostración que se ha dado en el
examen de los tres puntos precedentes a éste en que se discute el juicio de los cargos
hechos a Paroissien por resultas de las opiniones del doctor Peña, en que se complicó,
y de que proceda la imputación. La independencia política de América de que habla
el plan moderno del doctor Peña, es en la suposición de hallarse España ocupada por
los franceses, los reyes legítimos cautivos en Francia, no haber esperanza de librar ni
la España ni la familia reinante, no constar de un gobierno nacional legítimo repre-
sentativo del soberano de España, y no deber la América adherir a la dependencia ni
de la España ocupada por los franceses, como éstos la pretendían, ni de otra potencia
extranjera, como era de temer que lo procurasen. En tal caso opina el doctor Peña que
los pueblos de la América española aclamen la casa reinante, que no es otra que la de
Borbón, en la rama que ha estado y en que está realmente. Que por la cautividad del
Rey y la incertidumbre del gobierno representativo del soberano de España e Indias,
proclamen la regencia de los reinos de una heredera inmediata por la constitución, y
la más próxima entre las personas reales libres de la familia reinante, que luego los
estados en cortes reglarían el gobierno a su perfección.
La forma del gobierno de España por todos sus dominios es positivamente monár-
quica, inalterable por la constitución del reino, según la cual hay familia llamada a la
sucesión hereditaria, y un soberano que ocupa legítimamente el trono y a quien ni se
le puede quitar, ni dejar de obedecer en lo que mande. Todo acto directa o indirecta-
mente contrario a la forma interna del gobierno a la constitución de la soberanía, y a
los derechos de la majestad, y de la familia reinante, es un crimen de alta calificación.
Pero si el doctor Peña en sus proposiciones no dice que se varíe la estructura interna o
forma de gobierno ni la constitución del estado, sino que se conserve en América (en
la hipótesis de que la Francia ocupa a España) la monarquía española, y en la suposi-
ción que él estimaba de no haber representante del soberano legítimo, se proclame la
regencia del gobierno en estos reinos en la persona real más próxima y libre de la real
familia reinante. Lejos de atacar la constitución del gobierno y los derechos del sobe-
rano legítimo, sostiene la naturaleza monárquica, excluye otra familia que la reinante
y otra dependencia que no sea la del gobierno propio de la nación, concentrándolo y
asilándolo a los dominios de América, libres de la ocupación bélica de los franceses y
de la dependencia en que llegase a quedar España.
La apelación de regencia no puede recaer en otro concepto que el de la naturaleza
propia del gobierno monárquico nacional de España; ni puede tener lugar con la ex-
clusiva del soberano legítimo, sino con el caso del impedimento formal o material de
gobernar por sí mismo, que importa tanto como considerarle en posesión del trono,
mas no en ejercicio de las funciones de la soberanía, por la captura de su sagrada
persona, y traslación violenta de ella a territorio del ocupador. Pero en el mero hecho
de inclinar expresamente el plan del doctor Peña a que se proclamara la regencia del
reino libre de América en la serenísima señora infanta de España, hermana del rey y
heredera legítima a falta de sus augustos hermanos varones que la prefieren, afirma
más el concepto de que su opinión era de dejar inalterables los derechos de la monar-
quía, y del soberano legítimo actual. Porque si supiese, o hubiese pretendido inspirar
la idea de caducidad de ellos, no propondría gobierno de regencia en persona de la
real familia reinante, sino que diría que se aclamase otra forma que la monarquía, u
228 Eduardo Azcuy Ameghino
otra dinastía que la que dimana desde la reina doña Isabel de Castilla en la rama de
Borbón.
La conservación del trono español en la augusta familia de Borbón, y la dependencia
de los dominios libres del reino de la soberanía del rey y señor don Fernando VII y sus
legítimos herederos, sucesores y descendientes es dogma político de la nación, sin que
toda ella pueda variar la forma y constitución del reino en nada, sino es por los mismos
principios y forma que se constituyó en estado soberano, reconocido y garantido por
los estados libres amigos y aliados, y de consiguiente sometido a la ley inviolable del
instituto social. Esto mismo supone el doctor Peña en su plan, y lo mismo se propuso
Paroissien persuadir en la comisión de su cargo con respecto a la América española.
Prueba que la nación así lo ha creído y sentido, y así lo quiere, es que se conspiró
a una revolución contra la usurpación y ocupación francesa; que separándose de la re-
gencia, o gobiernos que don Fernando VII dejó a su propartida en la capital del reino,
por haber quedado casada, mero jure et facto, constituyó el gobierno primeramente en
sus juntas, y después en la Suprema Central, sin tener para ello, ni la deliberación espe-
cial del rey tan necesaria, como uno de sus derechos mayestáticos en el primer orden,
ni la presunta de su voluntad, o la ley de la constitución, no habiendo, como no hay
pacto específico o tácito de reservación en la nación. Porque si nadie ha podido reputar
por delincuente a la nación entera, ni a los individuos que han abierto sus opiniones
políticas por propio concepto en las circunstancias más críticas del estado amenazado
de convulsiones mortíferas por todos lados, propendiendo a un gobierno representati-
vo de la soberanía en el modo más legítimo, y propicio, ¿Cómo se puede mostrar que
el plan del doctor Peña en esta parte es criminoso, y que Paroissien, cooperando a su
adopción en América, delinque?
¿Será porque en la fecha que el doctor Peña trazó su plan, había el gobierno de
la Junta Central Suprema en nombre del señor rey don Fernando VII? No. Porque
escribiendo el doctor Peña del Janeiro en la América meridional, por octubre, no podía
saber que en 25 de septiembre se había instalado la Junta Suprema Central, de cuyo
hecho no se recibieron noticias en Buenos Aires hasta enero del año siguiente. Verdad
es que estaba anunciada, y que podría el doctor Peña esperar a su instalación muy
en breve. Mas también es cierto que él pudo no esperarla tan breve como pudo ser, y
faltando tiempo para que de los reinos de América concurriesen diputados legítimos a
sufragar la constitución representativa, según se convocó. O que tal vez hubo de mirar
esa representación como de los reinos de España solamente.
¿Será porque aún en la fecha en que trazó el doctor Peña su plan representaba al
gobierno soberano de Indias la Junta Suprema que se formó en Sevilla? No. Porque
esa representación fue tan legítima como las de otras juntas que pretendieron ejercerla
en América, sin título, sin poder y sin autoridad. Los pueblos de América tenían el
mismo motivo y ocasión de necesidad para exigir una representación de la soberanía
embotada en la persona del rey, como la tuvo Sevilla que ni es más ni menos en los
derechos del pueblo, y de parte integrante del estado. Sobre todo era insuficiente para
los fines de la representación, no habiendo unidad y poder en las relaciones de los
pueblos del estado.
¿Será porque en la misma época había autoridades constituidas en América, y que
pudiendo ellas ejercer el poder del gobierno en sus respectivos distritos, era necesaria
la regencia del reino, al menos en éstos de América? No. Porque el poder de las auto-
ridades constituidas aquí es dimanado de la ley jurisdiccional y la política del reino, o
Apéndice documental 229
de la soberanía a que ellos deben el ser, y dependencia por cierto orden gradual. Y no
puede suceder que en ningún caso representan la misma soberanía, que es el apoyo con
que se las considera para deber obrar en mera ejecución subordinada y subalterna, y
no directivamente como el soberano, centro de la unidad, y suma de los poderes en que
se difunde por el estado. No es lo mismo obrar con el poder del soberano que represen-
tarlo. En España hay y hubo al momento de la usurpación francesa y la revolución que
en se halla, autoridades constituidas por el soberano, y no la representaron como tal
por la constitución, porque eso toca a quien la voluntad expresa o presunta confiere la
representación real del soberano para el ejercicio de los poderes altos mayestáticos que
son incomunicables, por el orden que se confiere la autoridad jurisdiccional y política
a los ministros.
Conforme la opinión del doctor Peña, al todo con la de los españoles más fervoro-
sos, a diferencia de la variación de sujeto para la regencia, parece que no se le debe
una nota, que sin injuria no puede atribuirse a la nación; porque sin entrar en los
deslindes odiosos, del mejor título con que haya de haberse debido discernir la repre-
sentación del soberano en las angustias de España, y concentrando el punto a la mera
opinión política, habrá de decirse que siendo probable al menos, que la serenísima se-
ñora infanta pudo aspirar a la regencia, sin pretender defraudar los derechos de sus
augustos hermanos imposibilitados su Majestad católica y su alteza real de gobernar, y
no habiendo declarado el rey don Fernando a quien discernía el gobierno en cuyo caso
podía ser más de presumir su soberana voluntad por la ley de la sucesión, que por la
representación en los vasallos. No es criminal la opinión del doctor Peña en proponer
la regencia de la serenísima señora infanta, cuando estimaba que la nación carecía de
representación del soberano en aquel conflicto.
Juzgando de las ideas de Paroissien por estas reflexiones, no puede serle cargo, ni
reconvención de que él pudiese estimar delincuente y criminal una opinión adicta a la
causa común de la nación en preservarse de las convulsiones a que quedaba expues-
ta, entre tantos sistemas como podía ser envuelta la suerte de América, puesto que él
estimaba que sosteniendo la opinión del plan del doctor Peña, seguía la causa de Espa-
ña, ayudaba a las miras de la Gran Bretaña, y ponía más firmes barreras a las intrigas
de la Francia; mayormente en un tiempo en que se vociferaba tanto el temor de una
infidencia, como lo muestra la serie de acaecimientos de Montevideo desde aquella
época.
Documento 29
de Méjico, Santa Fe de Bogotá, Caracas, Quito, Chile, Lima y todo el Alto Perú hasta
éste de Buenos Aires, cuyos oficios gratulatorios que me dirigieron, conservo aún en
mi poder.
La Corte de España recibió con frialdad esta interesante noticia. Ni ésta ni la de la
reconquista; acaso no estarían en conformidad con los planes del ministro don Manuel
de Godoy. A Liniers solamente se le ascendió a jefe de escuadra de la marina real y
confirió el Virreinato de estas provincias. Con los demás jefes se guardó un profundo
silencio. En una gaceta de aquel tiempo, se dijo haberse hecho coroneles del ejército a
todos los comandantes de los cuerpos que habían hecho la defensa, mas los despachos
jamás parecieron.
El cuerpo de Patricios con los demás continuó acuartelado, y hacía el servicio de
la guarnición. Pasado el peligro de la invasión, los europeos viendo la adhesión del
virrey Liniers a dichos cuerpos, y que éstos se habían hecho respetables en la guarni-
ción, temieron se minorase el predominio que en aquel tiempo tenían en Buenos Aires.
Solicitaron formalmente de aquel jefe su disolución, a pretexto de que sus individuos
hacían falta a la agricultura y a las artes, pues muchos habían abandonado sus ofi-
cios por ser soldados. Se ofrecían a hacer ellos el servicio de guarnición hasta tanto
la Corte de Madrid mandase las tropas que ellos habían pedido gratuitamente y sin
sueldo alguno, ahorrando así el crecido sueldo de catorce pesos que se nos daba en
aquella época. Éstos eran los verdaderos pretextos con que cubrían la verdadera causa
que les movía a pretender la disolución de nuestros cuerpos. Don Santiago Liniers re-
pulsó dicha solicitud y fue éste el origen de los desabrimientos y desavenencias que le
suscitaron y fomentaron ante el rey, apoyados de muchos capitulares de Buenos Aires.
Éste también fue el origen de los celos y rivalidades que asomaron entre Patricios y
europeos. Acostumbrados éstos a mirar a los hijos del país como a sus dependientes y
tratarlos con el aire de conquistadores, les era desagradable verlos con las armas en la
mano, y mucho más el que con ellas se hacían respetables por sus buenos servicios y
por su decisión a conservar el orden en la sociedad.
La solicitud de que viniesen tropas de España para la guarnición, quedó sin efec-
to, porque en aquel tiempo ya Napoleón principió hostilidades contra ella. El poder
de éste y sus empresas de apoderarse y dominarla les hizo temer que la España euro-
pea sería presa de aquel invasor; y con tiempo acordaron los medios de no perder su
predominio en esta parte. En una palabra, se propusieron la idea de formar otra Es-
paña americana, en la que ellos y los muchos que esperaban emigrasen de la Europa,
continuarían mandando y dominando. Con la prisión del rey Fernando en Bayona, las
provincias de España se dislocaron por la falta de gobierno legítimo en que habían que-
dado, y en muchas de ellas se erigieron juntas de gobierno, y todas ellas se titulaban
supremas de España e Indias. Esto mismo intentaron también hacer en Buenos Aires
los españoles que en aquel tiempo había, creyéndose sostenidos poderosamente con
los cuerpos armados de Gallegos, Vizcaínos y Catalanes que estaban a su devoción. Así
es que en el año 1808 ya se hicieron visibles y demasiado públicas las ideas de realizar
sus proyectos para el 1 de enero de 1809, deponiendo al virrey Liniers del mando y
erigiendo su Junta de gobierno compuesta de puros ellos, excepto los dos secretarios
que eran americanos. El fanático don Francisco Javier de Elío, que había sido mandado
por Liniers a recibirse de la plaza de Montevideo cuando la desalojaron los ingleses y
se hallaba aún de gobernador en ella, estaba de acuerdo con los de Buenos Aires, y el
finado don Martín de Álzaga, que era corifeo de esta empresa. Ya Elío había desconoci-
Apéndice documental 231
asonada, se despidieron los diputados. Fuera ya de la puerta del Fuerte, don Esteban
Villanueva, que era uno de los de la diputación, dijo a sus compañeros: «La elección
se ha aprobado, pero vamos adelante» y levantando la voz, fue el primero que gritó:
«Junta, Junta de gobierno queremos», y toda aquella turbamulta de muchachos y plebe
repitió lo mismo.
Al momento sonó la campana del Cabildo convocando al pueblo. Los tres cuerpos
de Gallegos, Vizcaínos y Catalanes, echaron tambores, tocando generala y formaron
en batalla al frente de las casas capitulares. La campana y los tambores juntaron a los
citados y otros curiosos, de manera que a poco tiempo los arcos altos y bajos estaban
llenos de gente. Las cuatro bocacalles de la plaza estaban guarnecidas de centinelas
de dichos cuerpos, que permitían la entrada a todo el que quería e impedían la salida.
El señor Liniers había quedado con nosotros que a la primera novedad de movimiento
sería la señal para nuestra salida de los cuarteles, al tiro de tres cañonazos en la for-
taleza. Esperábamos dicha señal y ésta no se hacía, porque creyó con mejor acuerdo
omitirla porque no se atribuyese a hostilidad contra el pueblo. Impaciente yo con esta
demora, recibo orden para que pasase con mi cuerpo a la fortaleza y entrase en ella
por la puerta del Socorro, porque los contrarios habían tomado las bocacalles y puesto
el Fuerte en incomunicación.
Dejando una respetable guarnición en mi cuartel, marché con la demás tropa a la
fortaleza, entré por la puerta del Socorro, y tomé los puntos convenientes para la segu-
ridad de ella, que realmente estaba indefensa. Entretanto, previne al comandante de
Arribeños, Ocampo, que tenía su cuartel en la Merced, ocupase con respetable fuerza
el parque de artillería y casa de mixtos que estaba frente a la iglesia de las Catalinas,
como realmente se verificó, tan oportunamente, que cuando el segundo comandante
de Gallegos don Jacobo Adrián Varela, fue con la compañía de granaderos a ocupar-
lo, ya no pudo conseguirlo, ni extraer una sola pieza de artillería que era de lo que
carecían los de la asonada. Los demás puntos de la guarnición estaban custodiados a
mi satisfacción, pues cabalmente me fue fácil hacerlo, porque en aquel día tocaba a mi
cuerpo el cuartel grande.
No agradó a los complotados haber ocupado yo con mi cuerpo la fortaleza. Don
Pascual Ruiz Huidobro, el brigadier Molina y los más de los oficiales de marina que
había en Buenos Aires, estaban también en el Fuerte. El señor de Lué, al toque de la
campana se presentó en el Cabildo, y viendo que ya el Fuerte estaba con respetable
guarnición, y la posición mía y de mis compañeros declarada, se ofreció a proponer
medios de conciliación. Se me llamó por dicho señor ante el virrey, y en tono suplicati-
vo pedía me retirase a mi cuartel, disolviese la reunión de tropa que en él tenía, porque
ya todo estaba con sólo esto concluido; que no comprometiese al pueblo, pues podía
envolverse en sangre; que S. E. (el señor Liniers) amaba mucho a dicho pueblo y no era
de presumir consintiese en la efusión de sangre que mi resistencia y la de mis compa-
ñeros podía ocasionar. Contesté a su ilustrísima que sus reconvenciones y respetable
mediación debían antes haberse dirigido al Cabildo y los jefes de los cuerpos que veían
formados en la plaza que a mí, puesto que su señoría no podía dudar que ellos eran los
que causaban aquella asonada; que la campana del Cabildo y la generala por las calles,
ellos eran los que los habían mandado tocar, convocando por este medio al pueblo y a
los incautos, para que secundasen sus premeditados designios de despojar del mando
al virrey y apoderarse de él, lo que realmente no sucedería. Que si no querían ver el
derramamiento de sangre a que con sus hechos provocaban, se retirasen primero que
Apéndice documental 233
yo a sus cuarteles, disolviesen las reuniones de tropa y de gente que tenían en ellos, en
la plaza y en las casas capitulares. Que no hacía hasta entonces yo más que obedecer al
capitán general de las armas, que había dispuesto viniese con mi cuerpo a la fortaleza.
«Oh! señor comandante – exclamó entonces el obispo – , por la sangre de Jesucristo,
ruego a usted no se pare en etiquetas; yo aseguro a usted que en retirándose Usted de
la fortaleza, todo está concluido.» «Ilustrísimo – le contesté sin demora – , si S. E. me lo
manda, así lo haré, pero han de aceptarme dos condiciones que propongo: 1º, que he
de salir no por la puerta del Socorro sino por la del Fuerte, y por la plaza, me he de diri-
gir al cuartel; 2º, que en él he de esperar órdenes de S. E., caso que las tropas formadas
en la plaza, no la dejen desembarazada y permanezcan en ella». Convino el señor de
Lué en todo, y marchó el señor obispo a noticiar esta ocurrencia a los cabildantes y
cuerpos armados.
En efecto, formado en columna y dadas las órdenes que creí convenientes para el
caso de que se me hiciese fuego al tránsito por la plaza, entré en ella. No hubo novedad
alguna, y en seguida me dirigí con la misma formación a los cuarteles de Montañeses,
Arribeños y artilleros de la Unión. E incorporados todos con ocho piezas de artillería
del tren volante que tenían, me dirigí a mi cuartel. Si el verme con sólo mi cuerpo en
el Fuerte no agradó a los complotados, ¿cuál sería su indignación al ver reunidos en
mi dicho cuartel los Montañeses, Arribeños, artilleros de la Unión y el pequeño cuerpo
de carabineros que mandaba el finado don Benito Rivadavia? Los húsares, Arribeños y
Pardos y Morenos, estaban también sobre las armas, en el Retiro los primeros y en la
plaza de Monserrat los segundos, mas todos de acuerdo conmigo.
Entre tanto, los Gallegos, Vizcaínos y Catalanes se conservaban en su formación
en la plaza contra lo prometido por el obispo. Y el Cabildo, sostenido por este apoyo,
continuaba en realizar sus proyectos de erigir una Junta de Gobierno Suprema de estas
provincias, a semejanza de las que se habían formado en Europa. Era preciso para esta
novedad, cubrirla con el manto de la voluntad general del pueblo. Se citaron al Cabildo
los más de los vecinos de él. Unos concurrieron y otros no. En fin, se convino en la idea
y se procedió al nombramiento de los señores que habían de componerla. Éste recayó
en puros españoles, a excepción de los secretarios doctor Mariano Moreno y don Julián
de Leyva que eran americanos. Se extendió en los libros capitulares dicha acta, y todo
el cuerpo capitular, con algunos vecinos más, se dirigió a la fortaleza e intimó al virrey
la cesación de su mando y el reconocimiento del nuevo que se había acordado.
La Real Audiencia de aquel tiempo, el Tribunal de Cuentas y el señor obispo, se
apersonaron también a la fortaleza y aconsejaron al virrey era forzoso se conformase
con la voluntad del pueblo, que no quería estar ya bajo su mando y había establecido
su nuevo gobierno. El señor Liniers, solo, entre tantos que lo hostigaban, al fin se
rindió y convino en abdicar el mando bajo ciertas calidades que propuso y le fueron
admitidas. Impuesto yo de esta ocurrencia, la hice saber a mis compañeros. Acordamos
marchar con precipitación a la plaza, resueltos a disolver con nuestras fuerzas aquel
atentado. Llamé a los Arribeños, Pardos y Morenos y a los húsares, que con sus jefes
a la cabeza, volaron a reunirse conmigo en la plaza. En cuanto entramos en ella a
paso redoblado, desplegaron las columnas en batalla y colocaron las ocho piezas de
artillería en los correspondientes lugares. En todo aquel día el cuerpo que se titulaba
de Andaluces estuvo encerrado en su cuartel o por indeciso, o porque estaba bloqueado
por los complotados. Cuando vio nuestra línea de batalla y lo respetable que era, salió
234 Eduardo Azcuy Ameghino
do en ésta. Contra Liniers fue que dirigieron lo más recio de sus baterías. No hubo
crimen que no le imputasen en España: dilapidación en la Real Hacienda, protección
escandalosa del contrabando (y eran ellos los que lo hacían y habían hecho siempre),
prodigalidad en los empleos y grados militares, sin olvidarse de lo interior de su vida
privada; fueron otros tantos capítulos de acusaciones que hacían ante su amigos y co-
rresponsales de Europa, para que éstos lo propalasen y generalizasen en ella. Como el
señor Liniers era francés de origen, y ya el emperador Napoleón hacía la guerra a la
España, cuanto tenía relación con algún francés era ya mirado con sospecha y recelo,
valiéndose de los europeos de ésta, de la cualidad de su origen; falsa e inicuamente le
imputaron comunicaciones e inteligencias con Napoleón. Como fieles y leales españo-
les, pedían a sus amigos de España lo hiciesen saber a la Corte, para que fuese relevado
del mando y aun de esta América. Se olvidaban estos ingratos que sólo el francés Li-
niers rehusó juramentarse ante Beresford cuando éste ocupó a Buenos Aires, cuando
todos los fieles y leales españoles, inclusos los jefes de graduación, se apresuraron a
prestar el juramento de no tomar las armas contra los ingleses, que exigía Beresford.
Que sólo el francés Liniers pasó a Montevideo a promover y solicitar tropas del rey para
hacer la reconquista de Buenos Aires, que era en aquel entonces posesión del rey su
amo. Finalmente, este oficial francés fue el que arrancó de los enemigos esta ciudad, y
después la defendió de ellos mismos. Olvidándose digo, de todos estos hechos positi-
vos, por la calidad de francés, le creían desleal y traidor al rey. Ello es, que a fuerza de
calumnias, consiguieron que la Junta de Sevilla (que también se titulaba Suprema de
España e Indias) nombrase para virrey de Buenos Aires a don Baltazar Hidalgo de Cis-
neros, teniente general de la real armada. A pesar de las ilegalidades, o propiamente
ilegitimidad, de que adolecía la tal Junta de Sevilla fue reconocida en Buenos Aires. El
mismo día que Cisneros salió de Sevilla para Cádiz, ella fue extinguida y disuelta por
los franceses que se apoderaron de dicha ciudad. Sin embargo el virrey nombrado por
ésta llegó a Montevideo.
Esta fue la época más halagüeña para nuestros contrarios y enemigos de Liniers.
Con la erguidez propia de su orgullo, se gloriaban de vernos ya abatidos y perseguidos
por el nuevo virrey, en castigo del crimen de haberles hecho rendir las armas el 1 de
enero de aquel año. Destierro, horcas, cuchillos, nos eran recetados por éstos, a cientos
y millares. Escribieron al virrey en Montevideo tan abultadas mentiras en contra nues-
tra, que apoyadas éstas por el gobernador Elío, hicieron entrar en recelo a Cisneros.
Se acercó éste a la plaza de la Colonia escoltado de 700 hombres que sacó de Mon-
tevideo. Aun en ella se insistía en persuadirle que Liniers, unido con nuestras fuerzas,
estaba decidido a no entregarle el mando. En prueba de esta aserción le sugirieron el
pensamiento de que mandase llamar a la Colonia a Liniers, para que allí le hiciese la
entrega y a nosotros los jefes de la guarnición con él, y se desengañaría con nuestra
desobediencia, de nuestras verdaderas intenciones. Así lo hizo Cisneros, y Liniers al
momento se presentaron en la Colonia. En seguida hicimos nosotros lo mismo sin la
más ligera repugnancia. Desengañado Cisneros de las siniestras imputaciones con que
pretendían alucinarlo, se decidió a devolver a Montevideo los 700 hombres que le ha-
bían dado y a trasladarse a Buenos Aires el 31 de julio de aquel año 1809, si el viento
le era favorable. El mismo día regresamos nosotros a la capital. ¡Cuánta fuese la indig-
nación de nuestros contrarios al vernos volver sin novedad, no es ponderable! Habían
consentido en el hervor de su irritación, que la llamada nuestra a la Colonia era para
desde aquel punto mandarnos presos a Montevideo, con destino a ser embarcados en
236 Eduardo Azcuy Ameghino
la fragata Prueba, que se hallaba en dicho puerto. Verificó su viaje el nuevo virrey y fue
recibido del mando sin oposición ni contradicción alguna. Uno de los primeros pasos
de éste fue pedir la causa que se seguía sobre el suceso del 1 de enero del año 1809.
El brigadier de artillería don Francisco Agustini y el capitán de navío don Juan de
Vargas eran los encargados de ella. La extraordinaria extensión que le habían dado ha-
cía casi inverificable su finalización en el estado de sumario, sin embargo, lo actuado
descubría la realidad de los hechos y a sus autores. En el empeño, Cisneros, de contem-
porizar con el Cabildo, que le había hecho varios regalos, y con las incesantes súplicas
de los comandantes que habían sido de los cuerpos desarmados, a fin de que se les
restituyesen en reparación del agravio de irritar a los que componíamos la guarnición
de la plaza, tentó varios arbitrios de conciliación. Desechados éstos por nosotros, que-
daron sin efecto aquellas medidas; nuestras respuestas en esta parte eran unísonas:
«La cuestión, señor – le decíamos – es muy sencilla: los españoles europeos intentaron
con fuerza armada, despojar del mando de estas provincias a quien lo obtenía legíti-
mamente, y en virtud de un real despacho, para apropiárselo o reasumirlo ellos, en
una Junta de Gobierno que ellos también a su arbitrio quisieron erigir. Nosotros nos
opusimos a este atentado e hicimos se conservase la forma de gobierno que había re-
conocido y estaba vigente en todo el continente americano. Si ellos hicieron bien en
querer realizar con fuerza armada aquel trastorno, nosotros en impedirlo, ¿nos hicimos
criminales y delincuentes? Si no lo somos, ellos son más pícaros y deben declararse ta-
les. En nuestro código sobran leyes, que con toda claridad, sirvan a V. E. de norte para
esta resolución, y V. E. está obligado a ejecutarlas y respetarlas».
Al fin sobre el influjo del Cabildo y de los europeos prevaleció nuestra justicia. Con
dictamen asesorado (no por don Juan de Almagro que era el asesor del Virreinato, sino
por un abogado particular que creo también de los complotados para el movimiento
del 1 de enero del año 1809) decidió que los europeos no habían cometido crimen
alguno en aquel acto, y que nosotros también habíamos hecho bien y llenado nuestro
deber en el mismo, mandando se les restituyesen las armas y continuasen en el servicio
de la guarnición juntamente con nosotros. Todo se hizo y verificó puntualmente.
Tan contradictoria resolución, lejos de haber atemperado el hervor de las pasio-
nes entre los contendores lo hizo subir al más alto grado. Con ella los europeos con
impudente descaro provocaban nuestra indignación. Tuvimos en realidad mucho en
que ejercitar el sufrimiento, esperando muy en breve se nos vendría a las manos la
oportunidad de reprimirlos y enfrenarlos. Nuestro honor, nuestra delicadeza fueron a
la verdad escandalosamente vulnerados. Los hijos de Buenos Aires, con estos hechos,
ya querían se realizase la separación del mando de Cisneros y se reasumiese por los
americanos. Se hicieron varias reuniones, se hablaba con calor de estos proyectos y se
quería atropellar por todo. Yo siempre fui opositor a estas ideas. Toda mi resolución o
dictamen era decirles: «Paisanos y señores, aún no es tiempo, sin extenderme a desme-
nuzar o analizar este concepto». Y cuando los veía más enardecidos en persuadirme
debía ya realizarse el sacudimiento que deseaban, volvía a contestarles: «no es tiempo,
dejen ustedes que las brevas maduren y entonces las comeremos». Algunos demasiado
exaltados llegaron a desconfiar de mí creyendo era partidario de Cisneros. Creció este
rumor entre los demás, mas yo no variaba de opinión.
Los franceses por aquella época activaban con fuerzas muy respetables la ocupa-
ción y conquista de la España. Las gacetas nos anunciaban batallas ganadas todos los
días por los españoles, mas ellas mismas confesaban que gradualmente las provincias
Apéndice documental 237
hallamos. En aquélla existía la España, aunque ya invadida por Napoleón; en ésta toda
ella, todas sus provincias y plazas están subyugadas por aquel conquistador, excepto
sólo Cádiz y la isla de León, como nos aseguran las gacetas que acaban de venir y
V. E., en su proclama de ayer. ¿Y qué señor? ¿Cádiz y la isla de León son España?
¿Este territorio inmenso, sus millones de habitantes, han de reconocer soberanía en los
comerciantes de Cádiz y en los pescadores de la isla de León? ¿Los derechos de la corona
de Castilla a que se incorporaron las Américas, han recaído en Cádiz y la isla de León,
que son parte de una de las provincias de Andalucía? No, señor; no queremos seguir
la suerte de la España, ni ser dominados por los franceses. Hemos resuelto reasumir
nuestros derechos y conservarnos por nosotros mismos. El que a V. E. dio autoridad
para mandarnos, ya no existe; de consiguiente tampoco V. E. la tiene ya, así es que no
cuente con las fuerzas de mi mando para sostenerse en ella.» Esto mismo sostuvieron
todos mis compañeros. Con este desengaño concluyó diciendo: «Pues, señores, se hará
el Cabildo abierto que se solicita». Y en efecto se hizo el 22 del mismo mayo.
Concurrieron todas las corporaciones eclesiásticas y civiles, un crecido número de
vecinos y un inmenso pueblo, don Pascual Ruiz Huidobro, y todos los comandantes
y jefes de los cuerpos de la guarnición. Las tropas estaban fijas en sus respectivos
cuarteles con el objeto de acudir donde la necesidad lo demandase. La plaza de la
Victoria estaba toda llena de gente y se adornaban ya con la divisa en el sombrero de
una cinta azul y otra blanca, con el primor que en todo aquel conjunto de pueblo, no se
vio el más ligero desorden. La cuestión sobre que debía votarse se fijó, a saber: Si don
Baltazar Hidalgo de Cisneros debía cesar o continuar con el mando de estas provincias en
las circunstancias de hallarse solamente libre del yugo francés Cádiz y la isla de León, y si
debía erigirse una Junta de Gobierno que reasumiese el mando supremo en ellas.
Los votos fueron públicos. Los oidores afirmaron debía continuar Cisneros en el
mando sin alteración ni modificación alguna. Los empleados por el rey se conformaron
los más con el voto de los oidores, algunos pocos opinaron debía asociarse con algunos
que fuesen de la confianza del pueblo. El señor obispo fue singularísimo en este voto,
dijo: «que no solamente no había por qué hacer novedad con el virrey, sino que aun
cuando no quedase parte alguna de la España que no estuviese subyugada, los españo-
les que se encontrasen en las Américas debían tomar y reasumir el mando de ellas, y
que éste sólo podría venir a manos de los hijos del país cuando ya no hubiese quedado
un solo español en él». Escandalizó al concurso tan desatinado dictamen. Los doctores
don Juan José Paso y don Juan José Castelli irritados de él y del aire con que el obispo
lo produjo, tomaron la palabra para rebatirlo. Así que empezaron a hablar les cortó el
discurso con decir: «A mí no se me ha llamado a este lugar para sostener disputas, sino
para que diga y manifieste libremente mi opinión, y lo he hecho en los términos que se
ha oído».
Los canónigos francamente opinaron por la cesación del virrey, que el Cabildo
reasumiese interinamente el mando que aquél obtenía, hasta tanto el mismo Cabil-
do nombrase la Junta que debía erigirse para el gobierno de estas provincias, para lo
que daban también facultad al mismo Cabildo. Don Pascual Ruiz Huidobro, jefe de es-
cuadra de la marina real, se conformó con estos votos, y la generalidad del numeroso
concurso se decidió por esto mismo. Verificada la regulación de los votos, en aquel mis-
mo acto, se declaró haber caducado la autoridad del virrey y quedar ésta reasumida en
el excelentísimo Cabildo.
Apéndice documental 239
Se me pidió una compañía para publicar por bando esta novedad, la del capitán de
granaderos de mi cuerpo, don Eustaquio Antonio Díaz Vélez, se presentó al momento
a las puertas de las casas capitulares. La noche se acercaba y el Cabildo permanecía
aún en la sala capitular a puerta cerrada, sin dar el bando por escrito para su publica-
ción. El pueblo reunido en la plaza y calles inmediatas, principió a entrar en sospechas
con esta demora. En precaución de resultas, don Manuel Belgrano y yo, nos entramos
a dicha sala capitular. Hicimos presente el desabrimiento del pueblo al ver que no se
anunciaba de un modo público la destitución del virrey y quedar reasumido el man-
do en dicho Cabildo. Entonces nos manifestaron que la demora era porque acababan
de acordar que, al mismo tiempo, se publicase la creación de la Junta de Gobierno
y los individuos que para ella habían sido nombrados. El mismo virrey Cisneros era
nombrado presidente de ella y los vocales europeos españoles, excepto el mismo don
Manuel Belgrano y yo, que también entrábamos en ella. Nos opusimos seriamente a
aquel proyecto; dijimos que antes de anochecer, convenía el pueblo se retirase a sus
casas, impuesto solamente, de que el virrey ya no mandaba y que el Cabildo quedaba
encargado de aquella autoridad; que el nombramiento de las personas de que se había
de componer aquella Junta de Gobierno debía diferirse para el día siguiente, advir-
tiéndoles no recayese dicho nombramiento en ninguno de los que veíamos electos en
aquel acto, porque no eran del agrado del pueblo, a quien era conveniente evitar to-
da ocasión de inquietud y desabrimiento porque podía traer resultados desagradables.
Obtemperaron los cabildantes a nuestras insinuaciones, quedó en efecto la elección
que acababan de hacer, y se publicó el bando en los términos que debía, con los que
todos quedaron satisfechos y tranquilos.
El 24 procedió el Cabildo al nombramiento de vocales de que se debía componer
la Junta de Gobierno de estas provincias y las que comprendían la dilatada extensión
del virreinato. El doctor don Juan Nepomuceno Sola, don José Santos Inchaurregui, el
doctor don Juan José Castelli y yo, fuimos los electos en aquel día; y para la presidencia
el mismo don Baltazar Hidalgo de Cisneros. Se recibió esta Junta el mismo día 24 a la
tarde. El 24 principió sus sesiones y nada se hizo en ellas que mereciese la atención.
Ese día volvió a aparecer, de un modo bastante público, el descontento del pueblo con
ella. No se quería que Cisneros fuera el presidente, ni por esta cualidad, el mando
de las armas; ni a los vocales Sola e Inchaurregui, por sus notorias adhesiones a los
españoles. Todo aquel día fue de debates en las diferentes reuniones que se hacían, y
particularmente en los cuarteles. Al fin el día 24 quedó también disuelta esta Junta, y
yo fui el que dijo a Cisneros que era necesario se quedase sin la presidencia, porque
el pueblo así lo quería; a lo que también él allanó sin dificultad. Reunido éste en la
plaza al día siguiente 25, procedió por sí al nombramiento de la Junta, que estaba
resuelto se estableciese en los acuerdos anteriores y recayó éste en las personas de don
Miguel de Azcuénaga, don Manuel Belgrano, el doctor Juan José Castelli, el doctor
don Manuel Alberti, don Juan Larrea, don Domingo Matheu y yo, que quisieron fuese
el presidente de ella y comandante de las armas. Con las más repetidas instancias,
solicité al tiempo del recibimiento se me excusase de aquel nuevo empleo, no sólo por
la falta de experiencia y de luces para desempeñarlo, sino también porque habiendo
tan públicamente dado la cara en la revolución de aquellos días, no quería se creyese
había tenido el particular interés de adquirir empleos y honores por aquel medio.
A pesar de mis reclamos no se hizo lugar a mi separación. El mismo Cisneros fue uno
de los que me persuadieron aceptase dicho cobramiento por dar gusto al pueblo. Tuve
240 Eduardo Azcuy Ameghino
3.– La historia de este memorable suceso, arranca su erigen de las anteriores: Que la América marchaba a
pasos largos a su emancipación, era una verdad constante, aunque muy oculta en los corazones de todos.
Las tentativas de Tupac-Amarú, de La Paz y de Charcas, que costaron no poca sangre, y fueron inmaturas,
acreditan esta idea. No creíamos se aproximaría tan pronto tan deseada época; mas los sucesos la trajeron a
las manos, y no quisimos dejarla pasar. Las dos invasiones inglesas nos pusieron las armas en la mano para
defendernos. Esto ocasionó se avivasen los celos y las rivalidades entre americanos y españoles, y esto nos
dio a conocer que los leones de Iberia devoraban corderos indefensos pero no hombres: esto finalmente fijó
el 1 de enero de 1809, la superioridad de las nuestras sobre las de aquéllos. La invasión de Napoleón a la
Apéndice documental 241
Lo que hizo la Primera Junta luego que principió sus trabajos, está detallado en las
gacetas de aquel tiempo. En los primeros meses de su gobierno reinó la armonía y con-
cordia entre nosotros. El bien general, llevar adelante la revolución, propagarla a todos
los pueblos y provincias, atraerlas por los medios de la persuasión y convencimiento,
era lo que llamaba y ocupaba las atenciones de sus individuos (. . . ).
Documento 30
España; la destitución del rey Fernando, sus abdicaciones en favor de su padre el rey Carlos IV, y las de éste
en la dinastía del mismo Napoleón: el reconocimiento que se hizo del nuevo rey José, hermano de aquél en
la misma Corte de Madrid, y obediencia que le tributaron los grandes y nobles del reino en la mayor parte;
la ocupación de casi toda la Península, excepto Cádiz y la isla de León: el abandono que experimentamos de
aquella Corte cuando se le pidieron auxilios de tropas y armas para repeler la segunda expedición inglesa,
y su insultante contestación de defiéndanse ustedes como puedan, etcétera, etcétera., ¿qué otro resultado
habían de tener que el de desenrollar y hacer salir a luz el germen de nuestra libertad e independencia?
Es indudable en mi opinión, que si se miran las cosas a buena luz, a la ambición de Napoleón y a la de los
ingleses, en querer ser señores de esta América, se debe atribuir la revolución del 25 de mayo de 1810. . . Si
no hubieran sido repetidas éstas, si hubieran triunfado de nosotros, si se hubieran hecho dueños de Buenos
Aires: ¿Qué sería de la causa de la patria, dónde estaría su libertad e independencia? Si el trastorno del trono
español, por las armas o por las intrigas de Napoleón que causaron también el desorden y desorganización
de todos los gobiernos de la citada Península, y rompió por consiguiente la carta de incorporación y pactos
de la América con la corona de Castilla; si esto y mucho más que omito por consultor la brevedad no hubiese
acaecido ni sucedido, ¿pudiera habérsenos venido a las manos otra oportunidad más análoga y lisonjera al
verificativo de nuestras ideas en punto a separarnos para siempre del dominio de España, y resumir nuestros
derechos? Es preciso confesar que no, y que fue forzoso y oportuno aprovechar la que nos presentaban
aquellos sucesos. Sí, a ellos es que debemos radicalmente atribuir el origen de nuestra revolución, y no a
algunos presumidos de sabios y doctores que en las reuniones de los cafés y sobre la carpeta, hablaban de
ella, mas no se decidieron hasta que nos vieron (hablo de mis compañeros y de mi mismo) con las armas
en la mano resueltos ya a verificarla. Haré justicia en esta parte, y doile a cada uno lo que es suyo, y así se
conservarán los derechos de todos.
242 Eduardo Azcuy Ameghino
idioma francés, y acaso otros motivos de civilidad, hicieron que el nominado Crawford
se dedicase a conversar conmigo con preferencia, y entrásemos a tratar de algunas ma-
terias que nos sirviera de entretenimiento, sin perder de vista adquirir conocimientos
del país, y muy particularmente respecto de su opinión del gobierno español.
Así es que después de haberse desengañado de que yo no era francés ni por elección,
ni otra causa, desplegó sus ideas acerca de nuestra independencia, acaso para formar
nuevas esperanzas de comunicación con estos países, ya que les habían sido fallidas las
de conquista. Le hice ver cuál era nuestro estado, que ciertamente nosotros queríamos
el amo viejo o ninguno; pero que nos faltaba mucho para aspirar a la empresa, y que
aunque ella se realizase bajo la protección de la Inglaterra, ésta nos abandonaría si se
ofrecía un partido ventajoso a Europa, y entonces vendríamos a caer bajo la espada
española, no habiendo una nación que no aspirase a su interés sin que le diese cuidado
de los males de las otras. Convino conmigo y manifestándole cuánto nos faltaba para
lograr nuestra independencia, difirió para un siglo su consecución.
¡Tales son en todo los cálculos de los hombres! Pasa un año, y he ahí que sin que
nosotros hubiésemos trabajado para ser independientes, Dios mismo nos presenta la
ocasión con los sucesos de 1808 en España y en Bayona. En efecto, avívanse enton-
ces las ideas de libertad e independencia en América, y los americanos empiezan por
primera vez a hablar con franqueza de sus derechos. En Buenos Aires se hacía la jura
de Fernando VII, y los mismos europeos aspiraban a sacudir el yugo de España por
no ser napoleonistas. ¿Quién creería que don Martín de Álzaga, después autor de una
conjuración fuera uno de los primeros corifeos?
Llegó en aquella sazón el desnaturalizado Goyeneche. Despertó Liniers, despertaron
los españoles y todos los jefes de las provincias. Se adormecieron los jefes americanos,
y nuevas cadenas se intentaron echarnos. Y aun cuando éstas no tenían todo el rigor del
antiguo despotismo, contenían y contuvieron los impulsos de muchos corazones que,
desprendidos de todo interés, ardían por la libertad e independencia de la América, y
no querían perder una ocasión que se les venía a las manos, cuando ni un vislumbre
habían visto que se las anunciase.
Entonces fue, que no viendo yo un asomo de que se pensara en constituirnos, y
sí, a los americanos prestando una obediencia injusta a unos hombres que por ningún
derecho debían mandarlos, traté de buscar los auspicios de la infanta Carlota, y de
formar un partido a su favor, oponiéndome a los tiros de los déspotas que celaban con
el mayor anhelo para no perder sus mandos; y lo que es más, para conservar la América
dependiente de la España, aunque Napoleón la dominara; pues a ellos les interesaba
poco o nada ya sea Borbón, Napoleón u otro cualquiera, si la América era colonia de
la España.
Solicité, pues, la venida de la infanta Carlota, y siguió mi correspondencia desde
1808 hasta 1809, sin que pudiese recabar cosa alguna. Entretanto mis pasos se celaron
y arrostré el peligro yendo a presentarme en persona al virrey Liniers y hablarle con
toda la franqueza que el convencimiento de la justicia que me asistía me daba. Y la
conferencia vino a proporcionarme el inducirlo a que llevase a ejecución la idea que ya
tenía de franquear el comercio a los ingleses en la costa del Río de la Plata, así para
debilitar a Montevideo, como para proporcionar fondos para el sostén de las tropas, y
atraer a las provincias del Perú por las ventajas que debía proporcionarles el tráfico.
Desgraciadamente cuando llegaba a sus manos una memoria que yo le remitía para
tan importante objeto, con que yo veía se iba a dar el primer golpe a la autoridad
Apéndice documental 243
española, arribó un ayudante del virrey nombrado, Cisneros, que había desembarcado
en Montevideo, y todo aquel plan varió. Entonces aspiré a inspirar la idea a Liniers
de que no debía entregar el mando por no ser autoridad legítima la que lo despojaba.
Los ánimos de los militares estaban adheridos a esta opinión. Mi objeto era que se
diese un paso de inobediencia al ilegítimo gobierno de España, que en medio de su
decadencia quería dominarnos. Conocí que Liniers no tenía espíritu ni reconocimiento
a los americanos que lo habían elevado y sostenido, y que ahora lo querían de mandón,
sin embargo de que había muchas pruebas de que abrigaba, o por opinión o por el
prurito de todo europeo, mantenernos en el abatimiento y esclavitud.
Cerrada esta puerta, aún no desesperé de la empresa de no admitir a Cisneros, y, sin
embargo de que la diferencia de opiniones y otros incidentes me habían desviado del
primer comandante de Patricios, don Cornelio Saavedra; resuelto a cualquier aconteci-
miento, bien que no temiendo de que me vendiese, tomé el partido de ir a entregarle
dos cartas que tenía para él de la infanta Carlota, las puse en sus manos y le hablé con
toda ingenuidad. Le hice ver que no podía presentársenos época más favorable para
adoptar el partido de nuestra redención y sacudir el injusto yugo que gravitaba sobre
nosotros. La contestación fue que lo pensaría y que le esperase por la noche siguiente
a oraciones en mi casa. Concebí ideas favorables a mi proyecto, por las disposiciones
que observé en él. Los momentos se hacían para mí siglos; llegó la hora y apareció en
mi casa don Juan Martín de Pueyrredón y me significó que iba a celebrarse una junta
de comandantes en la casa de éste, a las once de la noche, a la que yo precisamente
debía concurrir; que era preciso no contar sólo con la fuerza, sino con los pueblos, y
que allí se arbitrarían los medios.
Cuando oí hablar así y tratar de contar con los pueblos, mi corazón se ensanchó y
risueñas ideas de un proyecto favorable vinieron a mi imaginación; quedé sumamente
contento, sin embargo de que conocía la debilidad de los que iban a componer la junta,
la divergencia de intereses que había entre ellos, y particularmente la viveza de uno de
los comandantes europeos que debían asistir, sus comunicaciones con los mandones, y
la gran influencia que tenía en el corazón de Saavedra, y en los otros por el temor.4
A la hora prescrita vino el nominado Saavedra con el comandante don Martín Ro-
dríguez a buscarme para ir a la junta. Híceles mil reflexiones acerca de mi asistencia,
pero insistieron y fui en su compañía. Allí se me dio un asiento, y abierta la sesión por
Saavedra, manifestando el estado de la España, nuestra situación, y que debía empe-
zarse por no recibir a Cisneros, con un discurso bastante metódico y conveniente, salió
a la palestra uno de los comandantes europeos con infinitas ideas, a que siguió otro
con un papel que había trabajado, reducido a disuadir del pensamiento y contraído a
decir agravios contra la Audiencia por lo que les había ofendido con sus informes ante
la Junta Central. Los demás comandantes exigieron mi parecer. Traté la materia que
ella de suyo tenía, y nada se ocultaba a los asistentes, que después entrados en confe-
rencia, sólo trataban de su interés particular, y si alguna vez se decidían a emprender,
era por temor de que se sabría aquel congreso y los castigarían. Mas asegurándose mu-
tuamente el silencio, volvían a su indecisión, y no buscaban otros medios ni arbitrios
para conservar sus empleos.
¡Cuán desgraciada vi entonces esta situación! ¡Qué diferentes conceptos formé de
mis paisanos! No es posible, dije, que estos hombres trabajen por la libertad de país.
Y no hallando que quisieran reflexionar por un instante sobre el verdadero interés ge-
4.– Se refiere al coronel don Pedro Andrés García.
244 Eduardo Azcuy Ameghino
neral, me separé de allí desesperado de encontrar remedio, esperando ser una de las
víctimas por mi deseo de que formásemos una de las naciones del mundo. Pero la
providencia, que mira las buenas intenciones y las protege por medios que no están
al alcance de los hombres, por triviales y ridículos que parezcan, parece que borró de
todos hasta la idea de que yo hubiese sido uno de los concurrentes a la tal junta, y
ningún perjuicio se me siguió. Al contrario, a don Juan Martín de Pueyrredón lo bus-
caron, lo prendieron, y fue preciso valerse de todo artificio para salvarlo. En la noche
de su prisión ya muchos se lisonjeaban de que se alzaría la voz patria. Yo que había
conocido a todos los comandantes y su debilidad, creí que le dejarían abandonado a la
espada de los tiranos, como la hubiera sufrido, si manos intermedias no trabajasen por
su libertad. Le visité en el lugar en que se había ocultado y le proporcioné un bergantín
para su viaje al Janeiro, que sin cargamento ni papeles del gobierno de Buenos Aires
salió, y se le entregó la correspondencia de la infanta Carlota, comisionándole para
que hiciera presente nuestro estado y situación y cuanto convenía se trasladase a Bue-
nos Aires. Acaso miras políticas influyeron a que la infanta no lo atendiera, ni hiciera
aprecio de él, esto y observar que no había un camino de llevar mis ideas adelante, al
mismo tiempo, que la consideración de los pueblos y lo expuesto que estaba en Buenos
Aires después de la llegada de Cisneros, a quien se recibió con tanta bajeza por mis
paisanos, y luego intentaron quitar, contando siempre conmigo, me obligó a salir de
allí y pasar a la banda septentrional para ocuparme en mis trabajos literarios y hallar
consuelo a la aflicción que padecía mi espíritu con la esclavitud en que estábamos, y
no menos para quitarme de delante para que, olvidándome, no descargase un golpe
sobre mí.
Las cosas de España empeoraban y mis amigos buscaban de entrar en relación de
amistad con Cisneros. Éste se había explicado de algún modo, y, a no temer la horrenda
canalla de oidores que lo rodeaba, seguramente hubiera entrado por sí en nuestros in-
tereses, pues su prurito era tener con qué conservarse. Anheló éste a que se publicase
un periódico en Buenos Aires, y era tanta su ansia, que hasta quiso que se publica-
se el prospecto de un periódico que había salido a la luz en Sevilla, quitándole sólo
el nombre y poniéndole el de Buenos Aires. Sucedía esto a mi regreso de la banda
septentrional, y tuvimos este medio ya de reunirnos los amigos sin temor, habiéndole
hecho éstos entender a Cisneros que si teníamos alguna junta en mi casa, sería para
tratar de los asuntos concernientes al periódico. Nos dispensó toda protección e hice
el prospecto del Diario de Comercio que se publicaba en 1810, antes de nuestra revo-
lución. En él salieron mis papeles, que no era otra cosa más que una acusación contra
el gobierno español. Pero todo pasaba, y así creíamos ir abriendo los ojos a nuestros
paisanos. Tanto fue, que salió uno de mis papeles, titulado Origen de la grandeza y de-
cadencia de los imperios, en las vísperas de nuestra revolución, que así contentó a los
de nuestro partido como a Cisneros, y cada uno aplicaba el ascua a su sardina, pues
todo se atribuía a la unión y desunión de los pueblos. Éstas eran mis ocupaciones y
el desempeño de las obligaciones de mi empleo, cuando habiendo salido por algunos
días al campo, en el mes de mayo, me mandaron llamar mis amigos a Buenos Aires,
diciéndome que era llegado el caso de trabajar por la patria para adquirir la libertad
e independencia deseada. Volé a presentarme y hacer cuanto estuviera a mis alcances.
Había llegado la noticia de la entrada de los franceses en Andalucía y la disolución de
la Junta Central; éste era el caso que se había ofrecido a cooperar a nuestras miras el
comandante Saavedra.
Apéndice documental 245
Muchas y vivas fueron, entonces, nuestras diligencias para reunir y proceder a qui-
tar a las autoridades, que no sólo habían caducado con los sucesos de Bayona, sino que
ahora caducaban, puesto que aun nuestro reconocimiento a la Junta Central cesaba
con su disolución, reconocimiento el más inicuo y que había empezado con la venida
del malvado Goyeneche, enviado por la indecente y ridícula Junta de Sevilla. No es
mucho, pues, no hubiese un español que no creyese ser señor de América, y los ame-
ricanos los miraban entonces con poco menos estupor que los indios en los principios
de sus horrorosas carnicerías tituladas conquistas.
Se vencieron al fin todas las dificultades, que más presentaba el estado de mis pai-
sanos que otra cosa. Y aunque no siguió la cosa por el rumbo que me había propuesto,
apareció una Junta, de la que yo era vocal, sin saber cómo ni por dónde, en que no
tuve poco sentimiento. Era preciso corresponder a la confianza del pueblo, y todo me
contraje al desempeño de esta obligación, asegurando, como aseguro, a la faz del uni-
verso, que todas mis ideas cambiaron, y ni una sola concedía a un objeto particular,
por más que me interesase. El bien público estaba a todos instantes a mi vista.
No puedo pasar en silencio las lisonjeras esperanzas que me había hecho concebir
el pulso con que se manejó nuestra revolución, en que es preciso, hablando verdad,
hacer justicia a don Cornelio Saavedra. El congreso celebrado en nuestro estado para
discernir nuestra situación y tomar un partido en aquellas circunstancias, debe servir
enteramente de modelo a cuantos se celebren en todo el mundo. Allí presidió el orden;
una porción de hombres estaban preparados para la señal de un pañuelo blanco, atacar
a los que quisieran violentarnos. Otros muchos vinieron a ofrecérseme, acaso de los
más acérrimos contrarios, después, por intereses particulares; pero nada fue preciso
porque todo caminó con la mayor circunspección y decoro (. . . ).
Documento 31
Bien conoció Cisneros el valor de sus advertencias, pero los clamores del Cabildo,
las pérfidas seguridades de los comandantes y la credulidad del mariscal de campo don
Vicente Nieto (encargado interinamente del mando político y militar) le trastornaron,
de que se arrepintió pronto, pues al desembarcar en Buenos Aires la tarde del 29 de
julio entre las aclamaciones del pueblo, oyó pocas de la tropa y ninguna del cuerpo
de Patricios, sin que después le diese mejores pruebas. Es verdad que las primeras
impresiones no lo favorecían, pues el siguiente día de su entrada lo marcó con algunos
rasgos quijotescos de la Junta Central que pudo evitar obrando legalmente.
Si lo indujeron reservados conceptos no se alcanzan para su negativa a restablecer
los cuerpos europeos y organizar los dos veteranos. Para conformarse con la escanda-
losa negativa de los voluntarios a reconocer por inspector al brigadier don Francisco
Javier de Elío, para el mezquino uso de las amplísimas facultades con que vino revesti-
do, para dar tanto lugar a Saavedra y Castelli en las deliberaciones contra el parecer de
los sensatos, para confiar la pacificación de la provincia de Charcas al general Nieto, y
para encargar las instrucciones reservadas a parciales de aquella Audiencia, sometien-
do la causa de ambas majestades a la inmunidad de la toga. El resultado correspondió
a los temores, porque, lejos de reponer al presidente Pizarro que conocía los recursos
y circunstancias del país, el inexperto Nieto chocó con ellas, y abrió el Perú a los in-
surgentes en octubre de 1810, siendo víctima de su furor el 15 de diciembre en Potosí
con su mayor general don José de Córdoba y el benemérito gobernador intendente don
Francisco de Paula Sanz.
Aún los accidentes labran en el ánimo del pueblo, y el de Buenos Aires se había
alarmado mucho el 20 de agosto de 1809 que se presentó Cisneros a la revista gene-
ral con el uniforme completo del estado mayor de Godoy. El desgraciado influjo que
presidió este desliz, lo ofuscó después para no advertir el fomento de la revolución,
sobre que se le comunicaban oportunas noticias; y la mañana del 12 de mayo de 1810
le demostré la necesidad de deportar inmediatamente a Saavedra, Chiclana, los Pa-
so, los Vieytes, los Barcarce, Castelli, Juan Larrea, Guido, Viamonte, Nicolás Peña, el
doctor Moreno, el presbítero Sáenz, el canónigo Belgrano, el mercedario fray Manuel
Aparicio y el betlemita fray Juan Salcedo. Mas nada logré, porque alucinado por las
seguridades del primero y de su comensal el cirujano Rivero, que le arrancaron la débil
proclama del 18, perdió las ocasiones de sofocar el volcán. Y el día 20 se hallo sin fuer-
zas, y los fieles a la autoridad expuestos a los puñales de French, de Antonio Beruti,
sufriendo también el cruel desengaño de que el brigadier y comandante de ingenieros
don Bernardo Lecoq, enriquecido a costa del erario y dispensado de un severo juicio
por su conducta militar el año 1807, se agavillase con los facciosos; y que el general
Ruiz a quien acababa de distinguir con honrosas comisiones y recomendar altamente
al soberano, se manifestase descaradamente contrario; mereciendo luego al gobierno
intruso la asignación de 4.000 pesos anuales y ser nombrado su representante en Chile,
adonde no llegó por haber muerto en Mendoza.
La mañana del 22 se reunió la multitud en las casas consistoriales, sin excepción de
tribunales y empleados, mediante citación formal, de que me desentendí no obstante
la esquela de invitación. Se discutió y votó al gusto de la chusma; y la tarde del 23 un
solemne bando anunció que el Cabildo había subrogado al virrey. Como la mayor parte
de este cuerpo obraba de buena fe, supo combinar el 24 una junta de que era presidente
aquel jefe; pero no acomodando a los incendiarios Beruti, Chiclana, ingeniero Álvarez
y Juan Pedro Aguirre, fermentaron de nuevo con el auxilio de los Irigoyen, los Luca,
248 Eduardo Azcuy Ameghino
los Zamudio, los Aguirre, el escribano Rocha, Domingo Robledo y algunos frailes, y
formaron el 25 otra Junta, compuesta de Saavedra, Castelli, Belgrano, Azcuénaga,
Alberti, Larrea y Matheu, con Moreno y Paso por secretarios. Siendo de notar que,
excepto los procesados catalanes Matheu y Larrea, los demás vivían con decencia a
expensas del rey, e igualmente las casas de Irigoyen, Lasala y Luca donde se reunían
los revoltosos. Admiré también que al reconocimiento de la tal Junta el 26 y 27 se
presentase de ceremonia sir Roberto Ramsay, comandante de las fuerzas navales de S.
M. Británica, y que convoyase hasta la altura de Santa Catalina al buque que conducía
en clase de diputado a Londres al desertor de la marina española don Matías Irigoyen
(. . . ).
Documento 32
cuyos emisarios se insinuaban entre los americanos con las dulces caricias de libertad.
Todas estas causas produjeron un movimiento el día 1 del año 1809, en que estuvieron
de acuerdo los primeros padres de la patria, porque creyeron con justicia, que dado el
primer paso, se salvaba el escándalo y la independencia comenzaba en el suelo ame-
ricano. Entonces, como dijo Castelli, se ganaba perdiendo, y se ganaba si se ganaba,
porque debiendo dar el resultado la fuerza que consistía en las milicias urbanas, si se
formaba la Junta, y no era puramente americana, por la influencia que le dio la exis-
tencia, se haría que acabase y comenzaría el gobierno independiente y del país. Y si las
milicias se oponían y preponderaban, a la sombra de su poder podía trabajarse para
que sin máscara se elevase el gobierno patrio. Sucedió que, apoyado el Cabildo en los
cuerpos de españoles para pedir el nombramiento de una junta en fuerza de las cir-
cunstancias en que se hallaba la Madre patria, las milicias urbanas del país apoyaron
al virrey, y se sofocó el grito de la Municipalidad. En consecuencia fueron desarmados
los cuerpos de Gallegos, Vizcaínos, y Catalanes, y los Patricios, Arribeños, granaderos,
húsares, etcétera, quedaron siendo el apoyo de la autoridad. Sus jefes, oficiales y solda-
dos eran americanos, conocían su poder. Desde el momento los hombres pensadores se
resolvieron a hacer su influencia útil a la patria. Se reunían con este objeto en la jabo-
nería de los doctores Peña y Vieytes, y en otras casas particulares. Su número se había
aumentado, y ya eran comunes las ideas de libertad. Peña, Vieytes y Castelli, eran
acompañados de don Manuel Belgrano, don Feliciano Chiclana, don Manuel Alberti,
don Agustín Donado, don Francisco Paso, don Manuel Aguirre, don Miguel y Matías
Irigoyen, don Antonio Beruti, don Juan Madera, don Gregorio Gómez, don Atanacio
Gutiérrez, fray Manuel Torres, y don Ignacio Ignara. Ellos interesaban sus relaciones,
ellos empeñaban su amistad, y ellos traían a su seno a los jefes de las milicias urbanas.
Así se hallaron unidos a los cuerpos de Patricios, granaderos, húsares, y Arribeños, por
los oficiales Viamonte, Pereyra, Terrada, Cruz, Rodríguez, Bustos, Ocampos, Balcarce
y muchos otros subalternos, que estaban decididos por la patria aunque ignoraban los
medios con que habían de libertarla. En estas circunstancias llegó el 15 de mayo, y
muchos patriotas de antemano, aún no creían oportuno el dar el golpe a los tiranos.
Entonces, reunidos en casa del coronel de húsares don Martín Rodríguez, los señores
Peña, Vieytes, Belgrano, Viamonte, Pereyra, Castelli, Irigoyen, Terrada, Cruz, Bustos,
Ocampo, Beruti, Paso, Chiclana y Donado, mandaron llamar al coronel Saavedra que
se hallaba en la costa de San Isidro, para que al frente de su cuerpo sostuviese el mo-
vimiento que se había acordado contra los tiranos. El campo lo habían preparado una
carta que recibió de Cádiz don Atanasio Gutiérrez, en que se aseguraba la toma pró-
xima de las Andalucías por las tropas imperiales, y que corría ya por todas partes un
periódico inglés que aseguraba la disolución de la Junta Central, único ídolo que el
visir veneraba, y últimamente la proclama de esa Junta en que igualaba los derechos
de los americanos con los de los vasallos de Fernando en España. Ya ardía por todas
partes el deseo de no sucumbir con la Península unido al deseo de libertad, y bajo esta
influencia se decidieron los héroes de Mayo a cimentar el gobierno americano. Saa-
vedra, pronto a su llamado, se presentó con Viamonte y Pereyra, donde se hallaban
Castelli, Peña, Vieytes y otros de sus allegados. Allí se combinaron todas las medidas, y
en esto y disponer a los ciudadanos se entretuvo el tiempo hasta el 22, en que intimado
el Cabildo, predispuestos sus miembros de antemano, acordó con las demás autorida-
des la reunión de una Junta de los principales vecinos y de todas las autoridades para
el día siguiente 25 de mayo. En ella se presentaron los más distinguidos habitantes de
250 Eduardo Azcuy Ameghino
Documento 33
con palabra fácil e insinuante, rodeada de oficiales y soldados, increpoles por servir de
instrumentos de la tiranía contra un paisano, sin otro crimen que su entusiasmo por la
libertad de su patria. «¿Consentiréis – les dijo – que sea sacrificado vuestro compatriota
y amigo por la cruel injusticia de un gobernante? ¿Consentiréis que sea expulsado de su
país, tal vez para siempre, sin hacerle un cargo, sin oírle y sin juzgarle? ¡No, Patricios;
dejad que huya mi hermano, si no queréis haceros cómplices de una iniquidad que
amenguaría vuestra fama!». La tropa escuchaba silenciosa estas y otras razones. Los
oficiales se hablaban en secreto, fijando la vista llenos de admiración y de respeto
en aquella ilustre argentina. En sus semblantes traslucían fácilmente la impresión del
espíritu y su resolución tomada de libertar al prisionero. Dos horas después de esta
escena, evadíase el comandante Pueyrredón por una de las ventanas del cuartel, sin
ser detenido por ningún centinela. La amistad se encargó en seguida de ofrecerle un
refugio. Cúpole al señor Orma esta noble misión.
Los patriotas que acechaban todas las circunstancias que pudiesen favorecer sus
intentos, se apresuraron a sacar partido de estos incidentes. Las simpatías por la des-
gracia subían a punto de que se exagerasen las violencias del mandón español, y la
opinión de los naturales se predisponía gradualmente contra un orden de cosas que
empezaba a irritarles. Entre tanto el puñado de patriotas que habían tomado a su cargo
dirigir la revolución, reuníase frecuentemente en los parajes que llevo mencionados. Es
tiempo ya de indicar aquí los nombres de los más insignes de aquellos varones fuertes,
nombres para siempre venerables, que no escribe mi pluma jamás sin que mi memoria
se ilumine a la luz de su gloria y sus recuerdos, sin que mi corazón les tribute su ho-
menaje más puro de reconocimiento, de admiración y de afecto. Los principales son:
don Nicolás Rodríguez Peña, don Manuel Belgrano, don Juan José Paso, don Miguel
Irigoyen, don Francisco Paso, don Hipólito Vieytes, don Agustín Donado, don Antonio
Luis Beruti y otros argentinos de feliz recordación.
Se discutía en la reunión de estos ilustres patriotas la cuestión de oportunidad
de una revolución, cuando fui presentado y recomendado a ellos por el doctor don
José Darregueyra, su confidente íntimo y muy digno colaborador. Decíase a la sazón:
«Cuando el monarca español ha abdicado su corona y todos los derechos dinásticos
en la persona de un príncipe extranjero; cuando el territorio español se halla invadido
de tropas vencedoras, y cuando apenas la ciudad de Cádiz ha quedado para refugio
de los infortunados españoles, ¿deberemos permanecer sometidos a la voluntad de
un mandón irresponsable después de caducado el poder de que emanó su autoridad?
¿Permaneceremos a merced de la fortuna de la guerra, resignados a pasar de colonos
de España a colonos del imperio francés? ¿Nuestros derechos naturales y políticos no
nos autorizan a lo menos a imitar ni aun a la última de las provincias de España, que
en la conflagración común de la monarquía, se ha organizado separadamente? ¿Será
delito en nosotros practicar en resguardo de nuestros derechos, lo que se aplaudiría en
el último ángulo de España?. . . ».
No era posible vacilar sobre el partido señalado por los sucesos, sin estar privado
de sentido común. La hora ha sonado, dijeron todos, de tomar a nuestro cargo nues-
tro destino. La Providencia que rige los imperios, ha predispuesto los acontecimientos
de manera, que la separación del nuevo mundo venga a ser la obra de la generación
presente. ¿Nos faltará valor para obedecer a su voz y para lanzarnos al sacrificio que la
patria exige de nosotros? ¡Quién dudará de la resolución de aquellos hombres eminen-
254 Eduardo Azcuy Ameghino
tes! Su deber era arrostrar todos los peligros, allanar todos los obstáculos para llegar
al término deseado, y lo cumplieron con firmeza y denuedo.
En estas y otras reuniones semejantes la fe y el entusiasmo se mezclaban en todos
los discursos. Ninguno titubeaba. Contábanse a menudo y reconocían su importancia
para resistir a un golpe de una autoridad alarmada ya. Pero a la presencia de su patria
esclava se retemplaba el ánimo de todos, fiados en la excelencia de su causa y la coope-
ración de sus conciudadanos cuando llegase el momento de invocar su aprobación.
Adolescente aún apenas salido del colegio, sentía latir mi corazón de gozo al es-
cuchar por primera vez la expresión calurosa de los autores de la independencia y
libertad de mi país. Sentía ir borrándose de una en una las impresiones de la edu-
cación doméstica y escolar, amoldada a las prácticas de un dominio inveterado, y mi
imaginación fascinada con las gratas ilusiones de la primera edad, se transportaba llena
de esperanza a la república de Platón.
Mientras corrían así las cosas, flaqueaba y empalidecía la autoridad del virrey y
la de la Audiencia, a medida que se debilitaba la metrópoli con los reveses de su he-
roica lucha contra el conquistador francés. No obstante, los hábitos del coloniaje, la
influencia de los magistrados peninsulares, las poderosas relaciones mercantiles y po-
líticas con España, el gran número de empleados españoles, una extensa «población
del mismo origen, ciegamente orgullosa de su dominio tradicional», la veneración su-
persticiosa al monarca, la indiferencia o inercia inseparables en los naturales de una
servidumbre secular y, por último, dos cuerpos de línea del fijo y de dragones, levan-
taban una barrera al parecer insuperable para un círculo pequeño de hombres, que, si
bien animosos, apenas contaban con el apoyo de una parte de la fuerza armada. Sin
embargo entrábase en relaciones con los jefes, don Cornelio Saavedra, don Eustaquio
Díaz Vélez, hoy benemérito general de la república; el comandante don Esteban Rome-
ro, don Feliciano Chiclana, y otros de menos graduación. Catequizábanse individuos
de diversas clases. Consultábase secretamente algunos miembros del alto clero, cuyo
sufragio fue siempre propicio a nuestras libertades, y se procuraba el mayor número
de adictos para exigir por un movimiento imponente un cambio en la administración y
una junta de gobierno, por voto popular.
¿Impondríase por programa del cambio proyectado la declaración inmediata de la
independencia del territorio del virreinato? ¿Convendría desafiar las preocupaciones y
los intereses compactos, de una oposición fundada en la conciencia de los unos y en
la conveniencia de los otros? Por íntimo que fuese este deseo en los promotores de la
resolución, ninguno tuvo por sensatez la idea de una separación absoluta. Se convino
en aplazar un hecho que la vista menos perspicaz divisaba en el horizonte, y se acordó
promover la instalación de una junta que gobernase al virreinato a nombre de Fernando
VII. Los votos profundos de los autores de la revolución no quedaron cumplidos sino el
9 de Julio de 1816, con la solemne declaración de la independencia nacional.
Afortunadamente los talentos del doctor Castelli fueron llamados a consejo de vi-
rrey en distintas ocasiones, habiendo en ellas cautivádose su estima. Este jurisconsulto
consumado, patriota entusiasta, consiguió persuadirle de la necesidad de obtemperar
a la opinión creciente de la población entreteniendo su esperanza con la perspectiva
de un nuevo orden de cosas, que afianzaría los vínculos del virreinato con la metrópoli
española.
Un acto de energía del virrey hubiera podido frustrar por entonces toda y cualquiera
alteración. Le llegaban noticias frecuentes de los amaños empleados para conmover la
Apéndice documental 255
Leyva, tocándome presenciar el diálogo que muy luego se entabló entre los enviados y
el respetable anciano.
El procurador, saltando de su cama, acudió a los golpes dados a la ventana de su
habitación, y abriéndola oyó la notificación de la voluntad de los patriotas hecha en el
lenguaje de una intimación perentoria. La prudencia y circunspección del doctor Ley-
va, no podrían reconciliarse llanamente con la iniciativa a otro llamamiento del pueblo
para destruir lo que pocas horas antes se había sancionado con su beneplácito. Lucha-
ban en él notoriamente sus sentimientos patrióticos y la responsabilidad de sus deberes
oficiales. Negose a la solicitud. Vencido empero por reflexiones calorosas, ofreció en fin
que invitaría al Cabildo a convocar al pueblo una vez más.
Era ya la alta noche, cuando se tuvo la certeza de la citación a un nuevo Cabildo
popular, y la probabilidad de una nueva elección en la mañana siguiente, de acuerdo
con los intereses del pueblo. Pero, ¿quiénes serían los candidatos de la nueva junta?
¿Quiénes satisfarían las miras de aquellos hombres generosos, empeñados con recti-
tud de espíritu en fundar un gobierno ilustrado y patriota? Ninguno de los asociados
se prestaba a ocupar puestos públicos. El desinterés de los pudientes, llevado hasta la
prodigalidad de su fortuna, en servicio de la causa que abrazaron de corazón, se había
convertido en una religión común. Ninguno de ellos ambicionaba más que la ventu-
ra de la patria. En tal perplejidad redactaron varias listas, en que se leía uno a uno
nombres aceptables; pero nadie completaba el número previsto para integrar la Junta.
Ansiábase pues por salir de unas vacilaciones podrían ser funestas, si la elección recaía
en personas discordes con el fin de la revolución.
Se aproximaba el alba sin que aún se hubiese convenido sobre los elegibles. Hubo
un momento en que se desesperó de encontrarlos. ¡Gran zozobra y desconsuelo para
los congregados en ese gran complot de donde nació la libertad de la república! La si-
tuación cada vez presentaba un aspecto más siniestro. En estas circunstancias el señor
don Manuel Belgrano, mayor del regimiento de Patricios, que vestido de uniforme es-
cuchaba la discusión en la sala contigua, reclinado en un sofá, casi postrado por largas
vigilias, observando la indecisión de que sus amigos, se puso de pie y súbitamente y a
paso acelerado y con el rostro encendido por el fuego de su sangre generosa, entró en
la sala del club (el comedor de la casa del señor Peña) y lanzando una mirada altiva
en rededor de sí, y poniendo la mano derecha sobre la cruz de su espada dijo: «Juro,
a la patria y a mis compañeros, que si a las tres de la tarde del día inmediato el virrey
no hubiese sido derrocado, a fe de caballero, yo le derribaré con mis armas!».
Profunda sensación causó en los circunstantes, tan valiente y sincera resolución.
Las palabras del noble Belgrano fueron acogidas con fervoroso aplauso. Desde luego
volvieron todos a ocuparse de los candidatos, y cuando parecía agotada la esperanza
de poderse concertar, don Antonio Luis Beruti, pidió se le pasase papel y tintero, y
como inspirado de lo alto, trazó sin trepidar los nombres de los miembros que compu-
sieron la Primera Junta. En seguida, leyendo la lista por él confeccionada, se dirigió a
sus colegas diciéndoles: «He ahí, señores, los hombres de que necesitamos». La apro-
bación y el contento de los asociados no pudo ser más unánime. Todos demostraban
un grato asombro por el acierto de la elección propuesta por el señor Beruti. Era éste
un empleado antiguo y probo de la contaduría del tesoro, fogoso proclamador de los
principios liberales, y uno de los agentes más activos de la libertad de su país.
Aceptada la lista de este ciudadano, se mandó circular rápidamente entre los llama-
dos a cooperar para su triunfo. En la mañana del 25 de mayo la campana del Cabildo
Apéndice documental 257
y fundada la república. ¡Oh! Si esa santa unidad no hubiese sido turbada en los días
críticos por las arterias de la envidia, de la ambición y de la ignorancia.
Graben los argentinos en el corazón y en su memoria los preclaros nombres de los
autores y fundadores de la independencia de la patria, y pase su recuerdo imperecedero
de generación en generación, bajo las bendiciones de la república, y del respeto que
les tributa la historia.
Documento 34
Memoria del general Martín Rodríguez sobre los sucesos que desembocaron en
el Cabildo abierto del 22 de mayo de 1810.
A los nueve meses de estar Cisneros ocupando la silla del virreinato, creímos que
ya era tiempo de pensar en nosotros mismos. Ocupada la España por numerosísimos
ejércitos franceses, y en posesión de todas las plazas más fuertes de ella, creímos que
los españoles jamás podrían sacudirse de tan inmenso poder. Por consiguiente empe-
zamos a tratar muy secretamente sobre nuestra seguridad, a fin de no correr la suerte
de los españoles. Esto no podría hacerse sin que recayese el gobierno en nuestras ma-
nos. Y esto mismo hacía tanto más necesaria la deposición de Cisneros. Cisneros, que
empezó a sentir que se trataba de revolución, citó a todos los jefes veteranos y urbanos
a la fortaleza. Nos dijo que por los avisos que tenía, sabía que se trataba de hacer un
movimiento. Sobre esto nos habló como media hora.
Concluida su grande arenga, exigió de todos los jefes, que firmásemos un com-
promiso de sostener la autoridad hasta derramar la última gota de sangre. El coronel
Merlo, del fijo, tomó la palabra y dijo: «Excelentísimo señor: Yo y mi fuerza armada,
con la que debe en todo caso contar V. E., está pronta a sacrificarse en sostén de la
autoridad de V. E.». Entonces le contesté yo: «Eso se verá mañana». Sin duda Cisneros
no lo oyó, porque era muy sordo, pero sí los oidores que rodeaban, pues la conferen-
cia se tenía en plena Audiencia, se quedaron tan blancos como un papel. Exigiendo
de nuevo Cisneros que firmásemos el compromiso, torné yo la palabra y dije: «Señor,
no creo que es oportuno exigir nuestras firmas en este momento, y sí creo sería mejor
que eligiésemos otro lugar donde cada uno opinase con libertad, y que del resultado
se diese cuenta a V. E.». Esto no tuvo efecto, y la revolución se precipito muy en breve.
Don Juan Martín Pueyrredón fue el que dio el primer paso a este respecto, citando
sigilosamente a su casa a todos los jefes, así americanos como españoles. En la noche
nos reunimos todos en la casa de su habitación. Hizo presente Pueyrredón el motivo
de la reunión, esperando que todos se convenciesen de la necesidad de un cambio,
del cual resultase venir el gobierno a nuestras manos. Como debía esperarse hubo una
grande oposición por los jefes españoles, y muy particularmente por don Pedro Andrés
García, que era el que llevaba la voz. Este hombre ejercía una gran influencia sobre
don Cornelio Saavedra, quien no se separaba de la opinión de García. Toda la noche
estuvimos allí, hasta las 4 de la mañana, sin poder arribar a ninguna decisiva sobre el
asunto que nos ocupaba. A esa hora nos retiramos emplazados para volver a reunirse
en la noche de ese mismo día, que sucedió lo mismo que la primera, con sólo que
Saavedra nos prometió, bajo su palabra de honor, que cuando viniese la noticia de
la toma de Sevilla por los franceses, contasen con él, pues creía que entonces era el
momento más oportuno.
Apéndice documental 259
Efectivamente nos retiramos, y no pasaron quince días sin que la noticia llegase a
Buenos Aires de que los franceses se habían apoderado de Sevilla. Entonces fueron a
mi casa Vieytes, Rodríguez Peña, don Francisco Paso y don Agustín Donado, quienes
me instruyeron de esta noticia. Entonces les contesté: «Ustedes saben lo que Saave-
dra nos ha prometido, mandémosle llamar y exijámosle su cumplimiento». Se mandó
efectivamente a llamarlo. No se le encontró, porque se había ido a su chacra. Se hizo
llamar a Castelli y también se había ido al campo. Entonces les propuse que llamáse-
mos al ayudante mayor, don Juan José Viamonte, que por su empleo en el regimiento
de Patricios, y siendo instructor de los tres batallones, creía que podía tener mucho
ascendiente sobre ellos. Que se pusiese a la cabeza de ellos, y esa misma noche venía
Cisneros abajo. Vino Viamonte y le propusimos nuestra idea, pero él se negó diciendo
que no estando Saavedra nada se podía hacer; que si queríamos nos daría un mozo
para que fuese a la chacra en que estaba, con una carta nuestra mandándolo llamar.
En el acto se escribió a él y a Castelli. Este último vino a las 8 de la noche. Estuvimos
en casa reunidos hasta las 12 de la noche, esperando a Saavedra; pero no apareció. Se
retiraron todos quedando en volver al día siguiente.
Como a las 11 del día 20 de mayo mandamos un criado a casa de Saavedra para ver
si había venido. En ese mismo momento entraba por la puerta de la calle. Luego que
se incorporó a nosotros, se le hizo presente lo que nos había prometido hacía pocos
días, y se le instruyó de las noticias. Entonces él dijo que estaba pronto a cumplir lo
que había prometido; pero que era preciso buscar otro local donde nos reuniésemos
esa noche, que fuese una calle menos concurrida que en la que yo vivía (hoy calle de
Cangallo frente a la puerta del café de Catalanes). Entonces don Nicolás Rodríguez Peña
dijo que nos podíamos reunir en su casa, situada detrás del hospital de San Miguel.
Se acordó allí que citáramos a los que habían de concurrir a la Junta. Así se hizo, y
nos reunimos don Cornelio Saavedra, don Manuel Belgrano, don Francisco Antonio
Ocampo, don Florencio Terrada, don Juan José Viamonte, don Antonio Luis Beruti,
doctor don Feliciano Chiclana, doctor don Juan José Paso, su hermano don Francisco,
don Hipólito Vieytes, don Agustín Donado y yo.
Esa tarde no se permitió salir a ningún soldado después de la lista. Todos quedaron
encerrados en sus cuarteles y completamente municionados, ignorando todo el motivo
de esta novedad, como lo ignoraba también el pueblo. Empezamos pues, a tratar sobre
los primeros pasos que debían darse y se resolvió mandar una comisión a intimar a
Cisneros la cesación del mando. Resultó el nombramiento en el doctor Castelli y yo,
y para asegurarnos mejor, pedimos que el comandante de granaderos de infantería
Terrada, fuese con nosotros; pues su batallón estaba acuartelado en el Fuerte, y bajo los
balcones del mismo Cisneros, y como en él había muchos oficiales españoles, temíamos
que, al momento de la intimación, se asomase Cisneros a un balcón, llamase a los
granaderos y nos hiciese amarrar.
El comandante Terrada fue con nosotros, se puso a la cabeza de sus granaderos, y
nosotros subimos. Entramos a la sala de recibo y encontramos allí a Cisneros jugando a
los naipes con el brigadier Quintana, el fiscal Caspe y un tal Goicolea, edecán suyo. Nos
dirigimos a la mesa. Tomó la palabra Castelli, y dijo: «Excelentísimo señor: tenemos el
sentimiento de venir en comisión por el pueblo y el ejército, que están en armas, a
intimar a V. E. la cesación en el mando del virreinato». A la vez se levantaron todos al
oír tal afirmación. Cisneros se levantó lleno de fuego hacia Castelli, diciendo, qué atre-
vimiento era aquél; «que cómo se atropellaba la persona del rey que él representaba,
260 Eduardo Azcuy Ameghino
que era el más grande atentado que allí se podía cometer contra la autoridad». Castelli
le contestó «que no se acalorase, que la cosa no tenía remedio». Entonces tomé yo la
palabra, y le dije: «Señor: cinco minutos es el plazo que se nos ha dado para volver con
la contestación; vea V. E. lo que hace».
Entonces, Caspe lo llamó a su despacho, estuvieron un momento juntos, salieron,
y Cisneros más templado: «Señores, nos dijo, cuánto siento los grandes males que
van a ver sobre este pueblo de resultas de este paso. Bien pues, puesto que el pueblo
no me quiere, y el ejército me abandona, hagan ustedes lo que quieran». Entonces,
nos despedimos, y al dar la vuelta nos dice: «Y bien, señores, ¿qué es lo que ustedes
piensan respecto de mi persona y familia?» Castelli le contestó: «Señor: la persona de
V. E. y su familia están entre americanos, y esto debe tranquilizarlo».
Salimos de allí y nos dirigimos a la casa de la reunión, diciendo: «Señores, la cosa
es hecha: Cisneros ha cedido de plano, y dice que hagamos lo que queramos». Nos
empezamos a abrazar, a dar vivas, a tirar los sombreros por el aire. En el acto salieron
Beruti, Peña y Donado, con varios criados y canastas, a recolectar todos los dulces y
licores que hubiese en las confiterías. Se puso una gran mesa en casa de Rodríguez
Peña que duró tres días, cubriéndose de continuo para que entrara todo el mundo que
quisiese a refrescarse.
Esa misma noche fuimos a casa del señor Leyva, que era el primero de los abogados
y asesor de casi todos los virreyes – incluso Cisneros – Saavedra, Castelli, el doctor Pa-
so, Balcarce y yo. Le hicimos presente el paso que acabábamos de dar. El nos preguntó
dónde estaba Cisneros. Le dijimos que en el Fuerte. «Supongo – replicó – que estará
preso allí». Y diciéndole que no, nos dijo, que hacíamos muy mal, que el primer paso
que habíamos de dar, era asegurar la persona del virrey. Entonces le contesté yo, que
«qué pensaba que podía hacer ese pobre hombre, que no contaba con más fuerza que
con el regimiento fijo y dragones, que estaban en esqueleto»; y que mientras tanto te-
níamos sobre las armas cinco mil hombres. Leyva replicó: «Señores: ustedes saben los
años que hace que manejo a estos hombres, y ustedes no pueden figurarse el prestigio
que ejercen sobre los pueblos, y esa misma fuerza con que usted cuenta hoy, señor
coronel, puede ser que sea la misma que los amarrará mañana». Después de todo esto
nos retiramos.
Supimos al día siguiente, que luego que salimos nosotros, había entrado allí Cis-
neros con todos los oidores, y que trastornaron las resoluciones patrióticas de Leyva,
como se verá por su voto contra el movimiento en el Cabildo que tuvo lugar (. . . ).
[Nota: el manuscrito se interrumpe debido a la muerte del general Rodríguez]
Documento 35
Había así corrido más del primer tercio de 1810 cuando a mediados de mayo re-
cibiéronse las noticias oficiales de la regencia (sustituta de la Junta Central) instalada
en Cádiz. Comunicaba la pérdida de la batalla de Despeñaperros en Sierra Morena, y
Apéndice documental 261
que los franceses se extendían hasta la isla de León, sin quedarle más punto libre en la
Península sino ése y aquella ciudad.
Cisneros entonces, haciéndose por necesidad franco y liberal, en una proclama del
día 18, dio cuenta al pueblo de estas graves ocurrencias, acompañando reimpresos los
papeles recibidos. Al mismo tiempo, manifestaba su disposición de entregar el mando
a un cuerpo deliberante, compuesto de representantes de la capital y de las provincias,
los cuales podrían establecer un nuevo gobierno bajo la base de la dominación de
Fernando VII. La Paz y Charcas (¡qué contraste, y qué desengaño!) todavía cubiertas
de luto y humeante la sangre de sus víctimas porque habían querido eso mismo, estos
dos pueblos debían también concurrir con sus representantes según la disposición del
virrey.
En consecuencia de esto, varios comandantes y particulares se apersonaron el día
20 al alcalde de primer voto don Juan José Léxica, exigiéndole que el Cabildo acordase
una Junta, compuesta de los principales individuos de la capital. El 21 asintió a que ella
se celebrase al día siguiente a pesar de los planes que se hacían para permanecer en el
mando, planes que bien pronto había de echar abajo esa Junta por la efervescencia cada
vez en aumento contra su persona. Conjurábanse para esto las dos causas ya indicadas:
el disgusto de los españoles y la justa indignación de los americanos. Dispúsose pues,
una convocatoria por esquelas a cuatrocientos individuos de todas clases y condiciones,
lo más selecto del pueblo, concurriendo el día 22 más de una mitad de los invitados a
las galerías altas de las casas consistoriales. En ellas y a lo largo se había preparado el
local para la reunión.
Después de hecha la apertura por el secretario del Cabildo, leyendo de orden de
éste una exposición análoga al asunto, principiaron largas y prolijas discusiones. En
ellas se lanzaron algunas proposiciones verdaderamente avanzadas, y otras expresadas
de un modo y con ideas por cierto peregrinas. Se avanzó el abogado de la Audiencia
don Juan José Castelli a sostener, y dijo en alta voz: «La España ha caducado en su
poder para con estos países»; sosteniendo con autores y principios que el pueblo de
esta capital debía asumir el poder Majestas o los derechos de soberanía, y formar en
consecuencia un gobierno de su confianza que vigilase por su seguridad, ya que no lo
podía hacer la nación española por su afligente estado. El obispo Lué, en sostén del
principio de indivisibilidad manifestada por el virrey en su oficio de permisión para
realizar esta Junta, muy peregrinamente dijo y muy satisfecho que: «la existencia de
un solo español en la Península, libre de la dominación francesa constituía la nación!»
. . . proposición que Castelli clasificó de una enorme herejía política, extendiéndose con
afluencia para demostrar esta clasificación y en sostén de sus proposiciones.
El fiscal don Manuel Genaro Villota, sujeto de conocimientos y bastante capaz, to-
mando la palabra, concedía a Castelli la verdad de su proposición en cuanto a la so-
beranía, pero negole el principio de que el pueblo de Buenos Aires sólo tuviera ese
derecho, que no era él más que uno de los muchos del virreinato, de modo que so-
lamente después de oídos todos, y en vista de su conformidad, podría ser formado
ese gobierno legítimamente. Algo desconcertó a Castelli esta ajustada contestación; y
entonces uno de los concurrentes (don José Antonio Escalada) al ver su perplejidad.
incitó al doctor don Juan José Paso a que redarguyese al fiscal. Era aquel su auxiliar,
y conforme a su carácter de moderación, no había sido hasta allí más que mero es-
pectador. Efectivamente, aceptando la invitación, le contestó poco más o menos en los
términos siguientes: «Dice muy bien el señor fiscal, que debe ser consultada la voluntad
262 Eduardo Azcuy Ameghino
general de los demás pueblos del virreinato; pero piénsese bien que en el actual estado
de peligros a que por su situación local se ve expuesta esta capital, ni es prudente ni
conviene el retardo que importa el plan que propone. Buenos Aires necesita con mucha
urgencia ponerse a cubierto de los peligros que la amenazan, por el poder de la Francia
y el triste estado de la Península. Para ello, una de las primeras medidas, debe ser la
inmediata formación de una junta provisoria de gobierno a nombre del señor don Fer-
nando VII; y que ella proceda sin demora a invitar a los demás pueblos del virreinato
a que concurran por sus representantes a la formación del gobierno permanente».
El fiscal, en presencia de esta réplica, refutadas así sus doctrinas y sin poderla re-
batir sólidamente; conmovido y casi saltándosele las lágrimas, apostrofó al concurso,
lamentando con vehemencia: que el heroico pueblo de Buenos Aires olvidase tan luego
en esos momentos su constante amor a su infeliz soberano, y quisiese romper los lazos
que lo unían a la infortunada nación española, cuando todavía estaban recientes las
más gloriosas pruebas. En fin, después de llevada a lo sumo, y apurada la discusión,
se arribó a la resolución por una excesiva mayoría de que: debía cesar en el mando el
virrey y recaer en el Cabildo, con voto decisivo el síndico procurador; hasta la erección de
una Junta que habrá de formar este cuerpo en la manera que estime conveniente; que ella
ha de quedar encargada del mando hasta que congregados los diputados de las provincias
a quienes se ha de convocar, establezcan ellos la forma que corresponda de gobierno.
En uso de esta resolución el Cabildo al siguiente día 23 acordó que: «para conciliar
los respetos debidos a la autoridad del virrey, a la tranquilidad de las provincias, y a
su unión y relaciones con la capital, y no obstante la anterior resolución, que no se
separase del mando al virrey, sino que se le nombrasen acompañados con quienes haya
de gobernar hasta la reunión acordada de diputados». Acto continuo fue comunicada
esta resolución a Cisneros. Se encargó a una diputación de dos regidores que la pusie-
ran en sus manos, y que le manifestaran al mismo tiempo el fin que con ella se había
propuesto el Cabildo. Como el virrey se hallaba lleno de recelos, aunque miraba en ese
acuerdo si no una arbitrariedad, a lo menos un paso en extremo avanzado, no pudo
menos que contestar, allanándose a acatar la resolución. Sin embargo (y como si en
esto hubiera cifrado sus esperanzas, cuando era todo a la inversa) exigió que juzgaba
muy conveniente que antes se tratase el asunto con los comandantes, pues no parecía
ella (la resolución) conforme con los deseos del pueblo.
Recibida por el Cabildo esta contestación, inmediatamente dispuso que ante él com-
pareciesen los comandantes. Enterados que fueron de su determinación, unánimes le
contestaron: «que lo que el pueblo quería y por lo que ansiaba era por saber cuanto
antes y oficialmente la cesación en el mando del virrey, y que se declarase haber él
recaído en el excelentísimo Cabildo; seguros de que mientras así no se verificase no
se aquietaría el pueblo». Se despidieron pues, dando esta opinión tan terminante y
uniforme. De ahí fue que el Cabildo no tuvo más que acordar la cesación del virrey,
publicándolo por bando solemne; pero siempre en su mente con la idea de que no se
realizara, expidió órdenes prohibitivas para las salidas de las postas a las provincias.
Firme el Cabildo en su propósito de que no había de separar absolutamente del mando
al virrey, por los graves males que allá en su modo de ver preveía si así se verificase,
volvió a acordar el 24 su continuación como presidente de una Junta, compuesta del
doctor don Juan Nepomuceno de Sola, cura de Monserrat, de Castelli, de Saavedra y
de don José Santos Inchaurregui, español, vecino y del comercio de esta capital.
Apéndice documental 263
armas. Esta circunstancia causó en las tropas, y muy particularmente en las del cuerpo
de Patricios, que eran los que imponían entonces una excitación y una efervescencia
alarmantes. Era ella aún mayor y fomentada por los discursos patrióticos y entusiastas
del capitán de una de sus compañías, don Feliciano Antonio Chiclana, del doctor don
Mariano Moreno, don Juan Larrea (español), y de otros varios; a todo lo cual se agre-
gaban las ardorosas palabras de los fogosos Beruti y French. Tanto fue, que con sumo
trabajo y a fuerza de fuerzas, pudo conseguirse que se esperase al día para buscar el
remedio a esta agitación.
Llegó la mañana del 25, en que muy temprano se había reunido el Cabildo, ocu-
pándose de un oficio de la Junta que a las nueve y media de la noche anterior le había
remitido, haciéndole saber el estado de agitación que ya hemos mencionado. Le ma-
nifestaba que lo ponía en su conocimiento, no porque la deposición del mando de las
armas del presidente «puede ni debe ser (eran sus palabras), por muchas razones de
la mayor consideración»; sino para que se procediese a otra elección en sujetos de la
confianza del pueblo, supuesto creía que los actuales no la merecían. Hallábase el Ca-
bildo contestando a esta nota, y lo hacía no tan sólo en el sentido de no admitir la
renuncia, sino de hacer responsable a la Junta si no evitase las funestas consecuencias
con el poder de las armas. Habíase reunido una multitud de pueblo (como se dice en
el acta capitular) agregados a los individuos de la noche precedente, y que se habían
amanecido apostados en una fonda de la plaza, todos armados. Eran capitaneados por
French, Beruti, don Vicente Dupuy y algunos otros. Los envió la reunión en diputación
para que se apersonasen en la sala capitular, solicitando de ella previo permiso, y le
expusieran lo disgustado que se hallaba y la conmoción que agitaba al pueblo por la
permanencia de Cisneros como presidente de la Junta y con el mando de las armas;
que el Cabildo se había excedido de las facultades que le habían sido acordadas para
la erección de aquélla y su instalación; y que para evitar los desastres que se prepara-
ban, variase la resolución que había publicado por bando, cuyos carteles habían sido
arrancados de los parajes públicos.
Procuró el Cabildo lo mejor que pudo aquietar aquellos ánimos acalorados; rogando
a los diputados que así lo hicieran también con la gente que los seguía y que se hallaba
fuera de la sala. Díjoles que consideraba haber procedido a la creación e instalación
de la Junta conforme a las facultades que le había conferido el Congreso, fuera de
que creía haber hecho lo más adecuado a nuestra seguridad y conservación de estos
dominios. Además, que el pueblo debía estar cierto de que no le animaba otro deseo,
sino el mejor bien y felicidad de todos. Parecieron un tanto calmados los ánimos con
esta respuesta; pero creyendo el Cabildo que debía ya usarse de la fuerza para contener
a estos hombres, hizo comparecer a los jefes y comandantes. Éstos, tan lejos de apoyar
o convenir con sus intenciones, le contestaron sin vacilar y decididamente que, según
el estado de las ocurrencias y como se hallaban las cosas, ni ellos mismos contaban
poderse sostener, pues hasta se les tenía por sospechosos.
Según esto, y como si hubiese sucedido para corroborar lo que acababan de decir,
la misma gente que no había desamparado la plaza, sino más bien aumentándose, sos-
pechosa de la convocatoria hecha a los comandantes, y violenta ya por su tardanza, se
fue ella misma a la sala capitular. Encontrándola cerrada empezó a dar fuertes y repe-
tidos golpes a la puerta, clamando a gritos que quería saber lo que se trataba. Llegó
esto a tales términos, que fue preciso que el comandante don Martín Rodríguez saliese
a tranquilizarlos. Conociendo sin embargo el Cabildo que ya no le era posible, sin te-
Apéndice documental 265
meridad, luchar más tiempo por el sostenimiento del virrey, envió a éste en diputación,
a los regidores doctor don Tomás M. Anchorena y don Manuel Mansilla; para que le
hicieran conocer la necesidad de separarse enteramente del mando; y también de ha-
cerlo sin protestas, para no exasperar los ánimos más de lo que estaban. En fin, que el
Cabildo estaba pronto a franquearle cuantos documentos pudieran serle precisos por
estos sucesos.
Cuando el Cabildo estaba esperando en acuerdo abierto la contestación, suscítanse
nuevas y más graves ocurrencias. Los diputados de la reunión vuelven a apersonarse
en la sala y exponen que no tenían por bastante la separación de Cisneros; y pues
que todos los individuos de la Junta habían hecho su renuncia; el pueblo reasumien-
do la autoridad que confiriera al Cabildo, determinaba y era preciso por no querer ya
la existencia de aquélla, que se procediese a constituir otra nueva Junta. Proponían
y nombraban para presidente de ella al comandante general de armas, don Corne-
lio Saavedra, y para vocales a los señores Castelli, don Manuel Belgrano, don Miguel
Azcuénaga, don Manuel Alberti, don Domingo Matheu y don Juan Larrea (estos dos
últimos españoles), y para secretarios a don Juan José Paso y don Mariano Moreno,
con voto igual a los demás. Contestó el Cabildo que para proceder con mejor acier-
to y sin el escandaloso alboroto que se notaba, representase el pueblo eso mismo por
escrito. Retiráronse efectivamente para ejecutarlo, y en el ínterin recibió del virrey la
contestación que estaba esperando. Por ella se prestaba Cisneros a la total resignación
que era pedida.
Después de un largo intervalo, apareció la presentación popular firmada por un
considerable número de personas de todas clases y condiciones. Sucedió no obstante,
que al querer el Cabildo oír de boca del mismo pueblo la ratificación de su conteni-
do, para lo cual salió en cuerpo a las galerías altas, vio que no había reunidos sino
los mismos o poco más individuos que los que habían concurrido antes. Entonces el
síndico procurador, que era el alma de aquella corporación, tuvo valor bastante pa-
ra preguntar en alta voz: «¿Y dónde está el pueblo?», interpelación que fue contestada
con amenazas de violencia. Intimidados pues los del Cabildo, se retiraron a convenir
precipitadamente con cuanto se le pedía, aprovechando las horas antes que llegase la
noche.
Sucedió así, que todo quedó despachado y concluido en poco tiempo. Decretar,
juramentar, recibir e instalar la nueva Junta con los mismos individuos designados por
el pueblo, todo fue obra sucesiva y del instante, todo según los términos de la petición
popular, y bajo las mismas prescripciones que había determinado para la primera.
Concluyó así ese día, por siempre memorable, 25 de mayo de 1810. Día que admi-
rablemente vinieron los sucesos preparándole, para empezar en él por sacudir el duro
yugo del dominio que nos empequeñecía; y para desplegar nuestros labios con liber-
tad, para pensar y sentir con ella y por ella. Ése fue el día en que un corto número
de denodados patriotas, sin plan, sin combinación, sin acuerdo de los demás pueblos;
faltos de todo, si no es del ardiente entusiasmo que eléctricamente por todos se co-
municaba, hicieron que esta capital, y con ella enseguida todo el Virreinato del Río de
la Plata, llevase a cabo sin pensarlo tan importante e incruenta mudanza, y que diese
a la nación española el adiós perpetuo de su imprudente sistema colonial, despedida
que sin las malhadadas circunstancias de aquella nación, quizás hubiérase retardado
medio siglo. Y el sol de este día, el sol hermoso de mayo, en los quince años de dura,
tenaz y sangrienta guerra que la España sostuvo por recobrar la Libertad Esclava, fue
266 Eduardo Azcuy Ameghino
siempre y de año en año saludado y vitoreado por los valientes hijos de la capital de
Buenos Aires, única de sus antiguas colonias donde una vez arrollado, jamás pudo ya
ni un solo día desplegar la España su pendón de Castilla, ni reconquistar la enseña de
su acabada dominación!
Documento 36
Documento 37
Serenísimo señor: don José Fornaguera, natural del principado de Cataluña, coro-
nel graduado por su majestad del real cuerpo de artillería volante de Buenos Aires,
a vuestra alteza serenísima con todo respeto expone: Que después de los servicios
importantes que hizo a la patria en el año 1806, cuando los ingleses invadieron aque-
lla capital, y de lo mucho que contribuyó a la reconquista con sus continuas fatigas,
desvelos y sacrificios de su persona e intereses, aunque no consiguió por ello más re-
compensa que la satisfacción interior que logra todo buen vasallo que sirve de utilidad
a su patria, volvió a desplegar los mismos sentimientos de patriotismo y lealtad en la
conmoción de 1 de enero de 1809. En lugar del premio que merecían sus acciones,
sufrió vergonzosa y cruel prisión durante el espacio de ocho meses y veintidós días por
las intrigas, envidia y fines torcidos de los malévolos, que le miraron desde luego como
268 Eduardo Azcuy Ameghino
contrario a sus ideas y capaz de hacerles frente. Sin embargo, no se entibió su espíritu
patriótico, antes por el contrario se inflamó más, y más, y salió por tercera vez a la pa-
lestra en favor de la causa pública luego que se manifestaron los primeros síntomas de
la insubordinación e independencia que los insurgentes tenían fermentado en secreto
mucho tiempo antes del memorable día 1 de enero citado.
Para atajar en tiempo las fatales resultas que previó el exponente, y ahora lloramos,
se avistó con el virrey Cisneros y le propuso los medios más eficaces de sofocar la insu-
rrección y conservar ilesa la legítima dominación española en aquellos lejanos países,
ofreciéndose él mismo a ser el ejecutor del trabajo, pero seguro proyecto, que le pro-
ponía. Por desgracia despreció entonces el virrey tan oportuno como saludable aviso,
no obstante las protestas que le hizo de la certeza del peligro, y de la eficacia con que
le instó; y se ofreció a contenerlo, porque estaba en la creencia falsa de que aquellos
sujetos que urdían la conspiración eran los amantes del orden, y que los europeos por
el sentimiento que les había causado el comercio libre, eran los que no querían virrey.
Mas no tardó la experiencia en hacerle conocer su error, y la verdad de la inicua trama
premeditada cuando ya no tenía el fácil remedio que antes de quitarse la máscara; pues
el 19 de mayo de 1810 los mismos que según suponía habían sostenido poco antes la
autoridad, le intimaron que hiciera dimisión del virreinato diciéndole que lo pedía el
pueblo. Todavía no desistió el que representa de su empeño de mantener intacta la
autoridad de nuestro legítimo soberano. Buscó al síndico procurador de la ciudad, y de
acuerdo con él volvió a verse con el virrey a quien el escarmiento de lo sucedido había
hecho más cauto. Le instruyó de que la deposición decretada el día 19 a nombre del
pueblo se había sometido a la discusión de 500 vecinos a los que se habían repartido
esquelas para que comparecieran el 22 en las casas consistoriales a decidir el asunto
en congreso general, y le ofreció practicar las más activas diligencias, como en efecto
practicó, para que no fuera depuesto por convenir así a la tranquilidad y conservación
de aquella provincia, lo que consiguió atrayéndose a este partido la pluralidad de los
votos, aunque de nada sirvió, porque el asunto no dependía ya de los votos, sino de la
fuerza y el fuego había tomado demasiado incremento para sofocarlo, por manera que
Cisneros fue depuesto y establecida la Junta revolucionaria (. . . ).
Documento 38
Dos cartas sin firma dirigida a José Ignacio Gorostiaga y José Antonio Chava-
rría conteniendo noticias de los sucesos ocurridos en Buenos Aires del 20 al 25
de mayo de 1810.
Por el adjunto papel verán vuestras mercedes las novedades que han ocurrido en
ésta desde el 20 a la noche hasta el 26. Se enterará vuestra merced de él y después se lo
enseñará al amigo Chavarría y quedará entre vuestras mercedes dos sin nombrarme a
mí para nada pues para eso pongo el encabezamiento como de Córdoba. Esto advierto
a vuestras mercedes por temer la mudanza de gobierno y que pueden tener algunos
espías en ésa. Ya se declaró la independencia a favor de ellos, pues nosotros ya no
componemos nada por haberlo hecho ellos todo por la fuerza de las armas y procurar
tener a su partido a los europeos, y esto no lo han de conseguir en muchos años, y tal
Apéndice documental 269
vez puede que les cueste caro este atropellamiento a todos los que han nombrado para
componer la Junta. Son tupamaros.
Los buenos vecinos y algunos magistrados procuraban que el señor virrey quedase
de presidente y que nombrase cuatro sujetos para que lo acompañasen en caso de
haberse perdido la España como ellos dicen. Y que se diese parte a lo interior para que
aquellas ciudades nombrasen sus diputados para formar un gobierno sólido para que
en ningún tiempo, si acaso viniese el portugués o el inglés a querer tomar esto, fuese
rechazado, esto fue también el plan del Cabildo. Y para eso dejaban y nombraron al
señor virrey de presidente; pero no les acomodó, y deshicieron aquella nueva Junta y se
vio el Cabildo obligado a nombrar y crear otra Junta, la que es a gusto de ellos y no de
los vecinos honrados y los europeos. Y ahora cualquier enemigo que venga tomará esto
sin mayor resistencia por quedar en dos partidos, lo que no si hubiese quedado el señor
virrey de presidente y hacer lo que los buenos europeos decían, que se hubieran tomado
otras medidas, y ni los portugueses ni ingleses nos hubiesen tomado, pero ahora corre
riesgo y esto será en breve. En fin, el tiempo dará a conocer este atropellamiento tan
fuera de tiempo.
Noticia de Buenos Aires. Parece que a las 8 de la noche del día 20 del pasado fueron
los comandantes de las tropas al Fuerte y dijeron al señor virrey que entregase el bastón
y cesase del mando, y el señor virrey se les mantuvo fuerte y les dijo que a ellos no
entregaba el mando, que a quien le entregaría sería mañana al Cabildo, después de
hacer sus protestas, arregladas a las leyes del soberano. Para hacer esta intimación los
comandantes mandaron poner toda la tropa y oficiales en los cuarteles sobre las armas.
Muchos ignorábamos esta sorpresa tan repentina, cuando a esta misma hora sale de la
imprenta una proclama del señor virrey como despidiéndose, que según se dice se la
hicieron firmar.
Día 21 de mañana se comenzaron algunos Patricios a juntar en la plaza sabedores
y hablados de lo que iba a suceder, todos en corrillos muy alegres, y se apareció uno de
ellos repartiendo cintas blancas para divisa de la unión, y el infeliz retrato de Fernando
VII para que les sirviese de apoyo para sus intenciones, y ninguno les decía nada mo-
tivado a que ellos tenían la fuerza, y para dar este golpe habían tenido muchas juntas
secretas en una casa donde se juntaban y trataban el plan para ello. A eso de las 9 de la
mañana se juntó el Cabildo que como según se dice eran sabedores algunos de ellos de
la revolución. Tres sujetos de poco carácter de los que estaban en la plaza (que a propó-
sito los habían hablado según se dice) gritaron salga el procurador de la ciudad. Salió
a los balcones del Cabildo el procurador y le dijeron que les dijese categóricamente por
qué no entregaba el mando el señor virrey, y respondió el procurador que el Cabildo
estaba hecho cargo de poner remedio y que se retirasen a sus casas. Inmediatamente
determinó el Cabildo convocar a los vecinos a Junta para el otro día, y esta noche se
comenzaron a repartir las esquelas, y no ocurrió ninguna novedad en todo el día.
Día 22. A las 9 de la mañana era la hora señalada para la Junta. Asistió el padre
obispo, los prelados de las comunidades, algunos canónigos, algunos vecinos, bastantes
abogados, muchos militares del nuevo cuño, y comenzó el acta el señor obispo diciendo
que no había motivos para quitar el mando al señor virrey, y lo que decían de que
España estaba por toda en poder de los franceses era mentira. A esto salió Castelli
a responder al señor obispo, que era nombrado por los Patricios para su alegación,
270 Eduardo Azcuy Ameghino
diciendo que el mando del señor virrey debía de cesar en virtud de no existir en España
autoridad. A esto siguieron otros muchos con sus proposiciones, unos a favor del virrey
y otros en contra. Y como no podían hacer nada determinaron que fuese a votación
pública, y comenzaron los votos, lo que duró hasta las 12 de la noche. A eso de la
una del día gritaron unos oficiales de Patricios que estaban en la vereda ancha en un
corrillo: junta, junta hágase junta.
Día 23. Se juntó el Cabildo para la revisa de los votos y se encontró que el virrey
tenía menos. Y a eso de las dos de la tarde mandó el Cabildo dos diputados al señor
virrey para que entregase el mando en virtud de lo acordado. Y después de sus protestas
les entregó el bastón haciendo dimisión formal del mando con arreglo a las leyes. El
señor virrey dio orden a la guardia del Fuerte que cuando entrasen los diputados del
Cabildo les hiciesen los honores correspondientes, y a su salida que se les hiciesen de
capitán general. A la oración echó el bando el Cabildo avisando de cómo ya no existía
el mando en el señor virrey sino en el Cabildo. En el bando y después del bando todas
las demostraciones eran a favor de ellos por haber salido con la suya. Y no ocurrió nada
esa noche, más que al señor fiscal Villota le rompieron los vidrios de las ventanas.
Día 24. A las 9 de la mañana se encerró el Cabildo en la sala capitular para tratar
el nombramiento de los individuos que habían de componer la junta, y como vieron
que el señor virrey tenía 90 votos a su favor de los vecinos más honrados del pueblo
para que no le quitasen el mando o que quedase de presidente de la Junta, determinó
el Cabildo que el señor virrey quedase de presidente de la Junta con 4 individuos más
que eran el señor doctor Castelli por lo político, Saavedra por las armas, el doctor Sola
por la religión, Inchaurregui por el comercio. Y a las 3 de la tarde fueron los señores
diputados por el señor virrey para que viniese al Cabildo a recibirse, y llamaron a los
demás nombrados. A las 4 de la tarde bajaron del Cabildo los 5 nombrados después de
haberse recibido, y se fueron al Fuerte. Al entrar en el Fuerte hizo saludo la fortaleza,
en seguida echó bando el Cabildo haciendo presente al público del nombramiento de
la Junta. Muchos hombres de bien decían que estaba buena la elección, y más cuando
quedaba el señor virrey de presidente como era justo, pero los patricios se comenzaron
a incomodar y a meter cisma diciendo que al señor virrey no querían de presidente. En
seguida pasó el Cabildo pleno al Fuerte a dar la enhorabuena al señor virrey y demás
vocales. En toda la noche parece anduvieron muy alborotados los oficiales de Patricios
para deshacer la junta y que nombrasen a Saavedra de presidente.
Día 25. Volvió otra vez el Cabildo a juntarse y se encerraron en su sala capitular
para ver modo de poner remedio al desorden que se notaba por parte de los oficiales
de la tropa y otros de los mismos partidarios que fomentaban la discordia diciendo
que lo que habían hecho estaba mal hecho, y así que nombrasen otro presidente y
otros sujetos, viéndose al Cabildo hostigado y que no podían remediar nada por ser
el partido de los muchos que mandan las tropas. Determinó hacer nueva elección de
presidente y vocales y que fuesen a gusto de ellos para evitar todo desorden en el
pueblo y nombraron a los sujetos siguientes (. . . ).
Y el Cabildo echó bando a la oración avisando al público la nueva Junta y todos los
Patricios quedaron contentos por haber sido a su gusto los individuos que componen
la Junta. Todo ha sido en desorden entre ellos y todo lo han hecho por la fuerza y
con amenazas públicas ante el mismo Cabildo, y yo estoy viendo que esto todavía no
ha de parar en bien, y entre ellos mismos han de tener alboroto. Con la elección de
ayer estaban todos los magistrados contentos, y lo mismo mucha parte del pueblo y los
Apéndice documental 271
europeos, a pesar del atropellamiento hecho al señor virrey. Se les ha hecho presente
que las provincias del Perú tal vez no lleven a bien esto y que tal vez no obedecerán
a la Junta una vez que no preside el señor virrey, y no han querido hacer caso, sino
hacerlo todo a su arbitrio como si no necesitasen del Perú. El plan de ellos es según se
dice quitar la Audiencia, el Tribunal de cuentas y la renta de tabacos, y la entrada del
señor obispo, y con la renta del señor virrey y lo que se paga a todos los empleados
mantener las tropas para seguir su plan adelante. Dios guarde todo, y paciencia.
Documento 39
Carta del padre maestro fray Gregorio Torres en la que expone los aconteci-
mientos de la semana de Mayo.
tratando sobre tan grave negocio, andaba el resto del pueblo por las calles con tanta
serenidad como si estuvieran en un juego de toros.
Los puntos a que al fin se redujo la votación fueron dos: primero si la autoridad del
virrey había caducado; segundo en quién debía recaer ésta en el caso afirmativo. Del
número de vocales que he dicho asistieron cincuenta y seis solamente, opinaron que
no y que por las circunstancias se le pusieran dos allegados que podrían serlo Leyva
y el alcalde de primer voto. Este dictamen abrió nuestro obispo, y siguieron todos
los empleados y tal cual vecino. Los demás que sí y que interinamente en el Cabildo
hasta que se eligiere la Junta interina, aclarando unos más y otros menos esta segunda
parte, lo que ha sido mérito para que el Cabildo se creyese autorizado del pueblo para
nombrar la junta interina por sí, como lo ha hecho.
Ahora, que son las once de la mañana del 25 y acabo de escribir lo que precede, me
aseguran que el Cabildo se juntó a las 6 y hasta éste está conferenciando si admitirá
o no la renuncia que hicieron anoche los cinco individuos electos para componer la
Junta. Veremos lo que sale y continuaré.
Se ha admitido la renuncia del virrey, doctor Solá e Inchaurregui y han sido electos
don Cornelio Saavedra presidente y comandante general de las armas, vocales: doctor
Alberti, cura de San Nicolás, doctor Castelli, don Manuel Belgrano, don Miguel Az-
cuénaga, un tal Larrea y otro llamado Matheu, ambos europeos, que yo no conozco.
Secretarios Moreno y Paso.
Me aseguran unos que el motivo de la renuncia y variación ha provenido de haber
querido el señor Cisneros, puesto que ya no es virrey, disponer de las armas indepen-
dientemente de los demás vocales; y otros del descontento de las tropas por haberle
nombrado presidente.
Sea lo que fuere, la novedad o mudanza se ha hecho con la misma tranquilidad que
lo precedente. Cosa por la que debemos dar muchas gracias a Dios y pedirle que los
demás pueblos del virreinato que imiten a Buenos Aires en la novedad que ha hecho,
lo hagan igualmente en la paz y sosiego con que ha empezado y concluido un negocio
que ha costado tanta sangre a los de Europa.
Se dio principio a esta obra por abocarse el síndico procurador al virrey el 18 del
corriente por la noche a consecuencia de las noticias de España esparcidas en la ciudad
por medio de las gacetas inglesas y confirmadas por nuestros papeles públicos condu-
cidos por un barco inglés procedente de Gibraltar. Me aseguran que no dio este paso
de propio movimiento, sino estimulado de los comandantes. El suceso fue, después de
varias contestaciones, acordar el Cabildo abierto para examinar la opinión del pueblo.
Ya no puedo extenderme más ni me parece que he dejado cosa sustancial por decir.
Me he tomado este trabajo, que en otras circunstancias habría sido diversión, para
que vuestra paternidad se entere del verdadero modo con que se ha ejecutado esta
novedad. Acaso nuestro prior, que se halló en el Cabildo, le dirá algo de lo ocurrido allí
y otros que tienen más oportunidad que yo, pues sigo en el encierro a que me redujo
mi dolencia, le darán una relación más circunstanciada que supla lo que he omitido
por no extenderme demasiado.
P. D. Esta carta se empezó a escribir el 24 y se concluyó y quedó firmada el 25. La
he detenido, sin embargo, para mandarla por el alcance que sale hoy 28, con el fin
de informar a vuestra paternidad de las últimas ocurrencias, si había alguna digna de
comunicarse. Pero nada ha ocurrido, gracias a Dios sino el juramento de obedecer a la
Junta, que a ejemplo de las de Europa, han hecho hacer a todos los cuerpos. Ayer tarde
Apéndice documental 273
lo hicieron las tropas en la plaza donde me dicen que la gente no cabía de pie y que
hubieron muchos vítores, sombreros tirados al aire y mucho fuego graneado y salvas y
empavesamiento de los barcos ingleses con su correspondiente salva. Estos dicen que
han celebrado mucho esta novedad, y yo digo que no ha de ser por el bien que de ella
puede resultar a nuestro país, sino al de ellos. La Audiencia también hizo su juramento
bajo no sé qué protestas.
Documento 40
Carta de don Ramón Manuel de Pazos a su amigo don Francisco Juanicó, rela-
tando los sucesos que culminaron con la imposición de una Junta de Gobierno
revolucionaria el día 25 de mayo.
Las últimas noticias de España han producido un efecto terrible. Yo creí (y otros)
que para la continuación de la actual guerra en la Península no nos era más interesante
la parte Sur de España que la Norte, pero he visto lo contrario, pues cuando los enemi-
gos se han apoderado de ésta, justamente no se creyó la España perdida, y cuando han
ocupado aquélla, aunque con menos fuerza respecto de su extensión, se cree todo per-
dido y produjo los efectos que V. M. verá. El domingo fue una diputación del Cabildo
a manifestar al virrey que el pueblo estaba en fermentación y que habiendo cesado la
Junta Central y no reconociendo legítimo el nombramiento del Consejo de Regencia
que aquélla hizo a efecto del tumulto de Sevilla, debía S. E. renunciar el mando. En la
misma noche llamó S. E. los comandantes y todos le dijeron que no podían sostenerlo,
a pesar de haberlo ofrecido y aun jurado. El lunes por la mañana pasó el Cabildo de
oficio la misma nota al virrey pidiéndole permiso para celebrar un Cabildo abierto, la
que concedió diciendo que estaba pronto a abdicar con las protestas correspondientes,
lo que le aprobó el acuerdo. La tarde del lunes se convocó el pueblo por esquelas para
la mañana del siguiente día, y esta convocación se hizo de toda clase de sujetos, dejan-
do el mayor número de los pudientes y condecorados y llamando el mayor número de
los hijos del país, y entre ellos muchos hijos de familia inhabilitados de votar en estas
circunstancias. A pesar de esto y de que la votación se hizo pública contra la opinión
de muchos, el virrey tuvo un gran número de votos, pero venció la pluralidad en cosa
de 100 y más votos para que el virrey abdicase en el Cabildo y que éste nombrase el
gobierno que hallase conveniente. La mañana del miércoles se concluyó del todo es-
ta votación y el Cabildo nombró por virrey, al mismo asociado del alcalde de primer
voto y del síndico, para que los tres reunidos ejerciesen la misma autoridad que antes
él solo. Admitió el virrey, pero no se conformó el pueblo y la noche del miércoles se
procedió a elegir una junta provisional de que era presidente el virrey y vocales don
Cornelio Saavedra, doctor Castelli, doctor Solá y don José Santos Inchaurregui, cuya
Junta juré la tarde del miércoles en el Cabildo, y se anunció por bando con general
aplauso, habiendo merecido el virrey que en el acto del juramento en el Cabildo el
síndico le hubiere arengado en nombre del pueblo por su anterior gobierno y por las
felicidades que se prometía de su prudencia en el nuevo, manifestándose también un
plan de gobierno casi igual al que vuestra merced verá en el adjunto impreso. La no-
che del jueves, el doctor Chiclana se presentó al Cabildo diciendo que al pueblo no le
acomodaba que el virrey quedase bajo ningún aspecto, y habiéndole dicho el síndico
274 Eduardo Azcuy Ameghino
Documento 41
Señores: venimos en nombre del pueblo a retirar nuestra confianza de manos de us-
tedes; el pueblo cree que el Ayuntamiento ha faltado a sus deberes, y ha traicionado el
encargo que se hizo: ya no se contenta con que sea separado el virrey; bien informados
como estamos de que todos los miembros de la Junta han renunciado, el Cabildo ya no
tiene facultad para sustituirlos por otros, porque el pueblo ha reasumido la autoridad
que había transmitido, y es su voluntad que la Junta de Gobierno se componga de los
sujetos que él quiere nombrar, con la precisa indispensable condición, que el término
de quince días salga una expedición de quinientos hombres para las provincias interio-
res, a fin de que, separados los que la esclavizan, pueda el pueblo en cada una de ellas
votar libremente por los diputados que han de venir a resolver de la nueva forma de
gobierno que el país debe darse.
Y hago esta declaración, señores vocales, protestando de que si en el acto no se
acepta, pueden ustedes atenerse a los resultados fatales que se van a producir, porque
de aquí vamos a marchar todos a los cuarteles a traer a la plaza las tropas que están
reunidas en ellos, y que ya no podemos ni debemos contener en el límite del respec-
to que hubiéramos querido guardar al Cabildo. Señores del Cabildo: esto ya pasa de
juguete, no estamos en circunstancias de que ustedes se burlen de nosotros con sande-
ces. Si hasta ahora hemos procedido con prudencia ha sido para evitar desastres y la
efusión de sangre.
El pueblo, en cuyo nombre hablamos, está armado en los cuarteles, y una gran parte
del vecindario espera en otras partes la voz para venir aquí. ¿Quieren ustedes verlo?
Toquen la campana, y si es que no tienen el badajo nosotros tocaremos generala y verán
ustedes la cara de ese pueblo, cuya presencia echan de menos. ¡Sí o no! Pronto señores,
decirlo ahora mismo porque no estamos dispuestos a sufrir demoras y engaños; pero,
si volvemos con las armas en la mano, no respondemos de nada.
Documento 42
habiendo podido firmar todos a causa de la ocupación del Cabildo en acordar el bando
que se debía publicar y publicó en efecto.
En el día 22 se vieron porción de Patricios y otros con cintas blancas y el retrato de
Fernando VII. Y éstos mismos al siguiente día aparecieron también con un ramo de oliva
en el sombrero. Hubo quietud en todo el pueblo todos estos días sin que se observase
en él otra cosa que unidad y concordia en las ideas, habiéndose notado que una parte
crecida de Patricios estuvieron armados de pistolas y puñales debajo de sus vestidos, los
cuales sostenían que depusiese al virrey. Y aunque no hubiera sido suficientes votos por
este principio, a despecho hubieran seguido el grito en consecución de sus depravadas
ideas.
El 24 juntó el Cabildo en su sala capitular toda la mañana, acordó los vocales,
que debían componer la Junta Provisional gubernativa, que había de mandar hasta la
congregación de los diputados de las provincias interiores, pasando en seguida una
diputación al Fuerte, la cual dio noticias al señor virrey de ser él nombrado para presi-
dente de la misma Junta Provisional con los vocales doctor Sola, cura de la parroquia
de Monserrat, don Cornelio Saavedra, coronel de Patricios, el doctor don Juan José
Castelli, y el comerciante don José de los Santos Inchaurregui, quienes aceptaron sus
cargos. E instalada ya la Junta, se celebró con salva de artillería, repique general de
campanas, y otras demostraciones de júbilo. Con este motivo el señor virrey pasó al
Cabildo con los demás vocales a prestar el juramento y en seguida se restituyeron al
Fuerte donde fueron felicitados por el excelentísimo Cabildo, varios jefes y personas
del pueblo. A la tarde se echó el bando en que se comunicó al pueblo el nombramien-
to e instalación de esta junta gubernativa provisionalmente. Este día corrieron buenas
noticias de Europa, tales como haber sido batidos los franceses en Andalucía por va-
rios puntos y en el reino de León, en la ciudad de Astorga, por los gallegos, en ambas
partes con asombrosa ventaja por los españoles. Además se dijo que la Rusia se había
declarado en guerra contra la Francia, y que ya se hallaba un ejército ruso en la Polonia
francesa.
Hubo a la noche iluminación en el Cabildo y músicas por los cuarteles de tropas, to-
do en demostración de lo grato que fue el nombramiento e instalación de la requerida
Junta. Mas llegó el día 25 en que, por nuevo acuerdo del excelentísimo Ayuntamiento y
renuncia hecha por los vocales de la Junta, a consecuencia de estar alborotados los Pa-
tricios en el cuartel, y amenazas terribles que hicieron por la noche con otros accidentes
con que indicaban la nulidad de lo acordado últimamente, se acordó nueva y finalmen-
te se nombraron por vocales de la nueva Junta a los señores siguientes. . . (SIGUEN
LOS NOMBRES DE LOS INTEGRANTES DE LA JUNTA). Cuyos individuos aceptaron
y juraron el cargo, y en seguida ya de noche se publicó por bando su nombramiento,
habiendo procedido arengar al público el nuevo presidente Saavedra. En dicho día se
vio que en lugar de las cintas blancas del primer día y ramo de olivo del segundo, que
se pusieron los de la turba en el sombrero, gastaron cintas encarnadas. Los individuos
de la Junta anterior estuvieron este día en el Fuerte en compañía del virrey, sin duda
para tomar las providencias que ocurriesen, y ningunas salieron por la precipitación de
su muda.
El día 26 la nueva Junta despachó correos, y el día anterior abrió el del Perú dando
bando a cuanto ocurrió este día en el Fuerte. Y a la una y media salió de él para
sus casas con la respectiva escolta. A la tarde la Junta tomó juramento en Cabildo a
oidores, ministros generales de Hacienda y demás jefes y oficiales de la guarnición que
Apéndice documental 277
lo prestaron, y los fiscales de la Real Audiencia, con protesta, manifestando también los
ministros generales de Hacienda, que habiendo jurado el Cabildo excusaban ellos de
hacerlo por tener asiento en él. Y a la noche continuó todo con música e iluminaciones
por conclusión.
En la tarde del 27 se juntaron todas las tropas en la Plaza Mayor, denominada de la
Victoria, y estando presente la Junta prestaron juramento de fidelidad, cuya diligencia
se celebró con salvas de artillería y fusilería. Y retirada la tropa fue a la noche visitada
por la Junta en sus cuarteles en los cuales hubo iluminaciones y música.
El día 28 se publicó un bando para que todo estante y habitante entregase a la
Junta las armas que tuviese, ofreciendo premios al que denunciase ocultación de ellas,
y en seguida resultaran los sucesos que se publicaran.
Documento 43
22 de junio de 1810
Vuestra majestad sabe el peligroso estado en que hallé a Buenos Aires y a todo este
Virreinato cuando tomé las riendas del gobierno. Dos temibles partidos en la capital
con ocasión del suceso del día primero de enero del año pasado de 1810; un tumulto
popular en la ciudad de la Plata que invadió al presidente de aquella Real Audiencia
que lo depuso, que lo arrestó, y que atropelló los respectos de las leyes y de este Su-
perior Gobierno; una sedición todavía de mayor gravedad en la ciudad de La Paz que
atacó igualmente a la autoridad de su gobernador, que profanó la dignidad de su reve-
rendo obispo, que robó las acciones de la Real Hacienda, que terminó con la opresión
de las personas y saqueo de los bienes de su vecindario. Éstas eran las agitaciones en
que hallé casi convulso todo el distrito del Virreinato de Buenos Aires. Sin embargo la
prontitud de mis providencias con el auxilio de los buenos jefes subalternos, consiguió
la restitución del orden sofocando paulatinamente los resentimientos y personalidades
en esta capital que ya habían trascendido al orden público y propagádose a lo interior
de las provincias, apaciguando por medio del comisionado don Vicente Nieto y tropa
que llevó a su cargo el fermento de la ciudad de la Plata con la captura de los fac-
ciosos; y extinguiendo por medio del comisionado don José Manuel de Goyeneche y
tropas que trajo del Virreinato de Lima, el alboroto de La Paz con el pronto castigo de
los principales autores.
Ya había conseguido restablecer la quietud pública, aunque no desvanecer del todo
las murmuraciones, la censura del gobierno, las especies sediciosas, la diversidad de
opiniones sobre la suerte de España, los presentimientos de independencia siempre
lisonjeros al vulgo de los pueblos, y otros males políticos que habían originado en este
Virreinato, el estado de la España y los notables sucesos anteriores a mi mando. Pero
en este estado se presentó de repente una nueva tormenta que llenará de desconsuelo
el real ánimo de Vuestra majestad así como ha derramado la copa de amargura en el
mío y en todos los buenos vasallos que tiene vuestra majestad en estas distancias. La
278 Eduardo Azcuy Ameghino
seducción de unos y la debilidad de otros han sido su única causa, el pretexto ha sido
la supuesta pérdida de España, y el objeto la independencia.
Es el caso que llegaron a Montevideo dos buques ingleses procedentes de Gibraltar
con gacetas de su nación y también con diarios y proclamas impresas de Cádiz que
contenían la conspiración sucedida en Sevilla contra la Suprema Junta Central, la diso-
lución de ese gobierno y creación de Vuestro Supremo Consejo de Regencia, la entrada
de los franceses en las Andalucías hasta las costas de Cádiz. Y aunque el gobernador
de Montevideo en fuerza de mis especiales encargos me remitió con reserva las que
pudo recoger de uno de dichos buques, no fue posible evitar que circulasen muy luego
las gacetas inglesas que divulgaron los particulares. Los sediciosos secretos que desde
el mando de mi antecesor habían formado designios de substraer esta América de la
dominación española, que han ido ganando prosélitos, y que en cada noticia poco fa-
vorable de la suerte de nuestras armas en España han ido robusteciendo su partido,
aprovecharon esta coyuntura para desplegar sus proyectos, y en menos de dos días co-
nocí el fermento, la conmoción y la inquietud de los facciosos, sin que se me ocultasen
sus criminales intentos. En la estrechez de circunstancias tan urgentes y críticas, publi-
qué una proclama como el más prudente medio de consolar a los buenos, de calmar
la inquietud de los ilusos, de desengañar a los seducidos, y de quitar todo pretexto a
los malvados. Pero ella no produjo en los últimos el efecto deseado. La obra estaba
meditada y resuelta.
El día 20 de mayo del presente año se presentó en mi habitación el alcalde or-
dinario de primer voto don Juan José Lezica y me informó de la convulsión que se
notaba en parte del pueblo, y de las repetidas instancias con que este Cabildo había si-
do requerido por diversos sujetos para tratar sobre la incertidumbre de la suerte de las
Américas en el caso que ya se creía llegado de haberse perdido la España y caducado su
gobierno, añadiéndome que aunque el Cabildo había repulsado con la posible firmeza
unas tales pretensiones, le habían repuesto que de no verificarlo el Ayuntamiento lo
haría por si sólo el pueblo, llamándose pueblo la facción de inquietos. En vano opuse
las consideraciones de que las noticias no eran oficiales, de que aun cuando lo fue-
sen no era verdad que la España estuviese perdida; que teníamos muchas provincias
libres, que ya teníamos un gobierno Supremo de Regencia, y sobre todo los pueblos
de la América estaban seguros bajo del gobierno y protección de sus virreyes, quienes
cuando sucediese una absoluta desgracia, unirían sus autoridades con la representa-
ción de sus provincias para instalar un gobierno cual conviniese en las circunstancias.
En vano, digo, le ofrecí estas reflexiones, porque aunque el alcalde y el Cabildo esta-
ban persuadidos de ellos, me convencían con ingenuidad del incremento que ya había
tomado esta solicitud y del próximo riesgo de un tumulto. Para evitarlo, y dar lugar a
los recursos y expedientes de frustrarlo, convine con dicho alcalde en que una materia
tan ardua se tratase por lo menos en Junta General del vecindario sensato para saber el
sincero voto del pueblo. Y despedido así, llamé sin demora a todos los comandantes y
mayores de los cuerpos militares de esta guarnición. Congregados que fueron les hice
presente el peligroso estado del pueblo y el desarreglo de sus intempestivas preten-
siones. Les recordé las reiteradas protestas y juramentos con que me habían ofrecido
defender la autoridad y sostener el orden público, y los exhorté a poner en ejercicio
su fidelidad en servicio de Vuestra Majestad y de la patria. Pero tomando la voz don
Cornelio Saavedra, comandante del cuerpo urbano de Patricios, que habló por todos,
frustró mis esperanzas. Se explicó con tibieza: me manifestó su inclinación a la no-
Apéndice documental 279
vedad, y me hizo conocer perfectamente que si no eran los comandantes los autores
de semejante división y agitaciones, estaban por lo menos de conformidad y acuerdo
con los facciosos. Concluida así esta conferencia, debilitada mi autoridad sin el res-
peto de la fuerza, engreídas con ésta los sediciosos, no divisaba ya un recurso eficaz,
ni aun aparente, a desbaratar el ruinoso proyecto, y tuve que resignarme a esperar el
resultado del congreso del vecindario librando el éxito al voto de los buenos.
El día siguiente, 21 de mayo, me pasó el Cabildo un oficio con la circunstancia de
haberme exigido su diputación prontísima respuesta, sin darme más lugar que el muy
preciso para responder. Y habiéndole contestado procedió a la Junta General convocan-
do por esquelas a quinientos vecinos, de los cuales solamente asistieron doscientos por
las causas que abajo expresaré. El 22 fue el día destinado a la celebración de la Junta
y el día en que desplegó la malicia todo género de intrigas, prestigios y maquinaciones
para llevar al cabo tan depravados designios. Había yo ordenado que se apostase para
este acto una compañía en cada bocacalle de las de la plaza a fin de que no se permi-
tiese entrar en ella ni subir a las casas Capitulares persona alguna que no fuese de las
citadas. Pero la tropa y los oficiales eran del partido, hacían lo que sus comandantes les
prevenían secretamente y éstos les prevenían lo que les ordenaba la facción. Negaban
el paso a la plaza a los vecinos honrados y lo franqueaban a los de la confabulación. Te-
nían algunos oficiales copia de esquelas de convite sin nombre, y con ellas introducían
a las casas del Ayuntamiento a sujetos no citados por el Cabildo, o porque los conocían
de la parcialidad, o porque los ganaban con dinero. Así es que en una ciudad de mas de
tres mil vecinos de distinción y nombre solamente concurrieron doscientos, y de éstos
muchos pulperos, algunos artesanos, otros hijos de familia, y los más ignorantes y sin
las menores nociones para discutir un asunto de la mayor gravedad. Entretanto ya yo
estaba en un arresto honrado, porque mi guardia era de la tropa del mismo partido,
estaba prevenida de observar mis movimientos y aun tenía aseguradas las llaves de
las entradas principales del Real Fuerte. Todas estas maquinaciones, las amenazas de
muchos oficiales y soldados del cuerpo de Saavedra, un considerable número de incóg-
nitos que envueltos en sus capotes y armados de pistolas y sables paseaban en torno la
plaza, arredrando al vecindario que temiendo los insultos, la burla y aun la violencia,
rehusó asistir a pesar de la citación del Cabildo.
Se verificó la Junta en esta forma en las casas del Ayuntamiento, dando principio
por haber propuesto el síndico procurador de la ciudad, la cuestión de si se consi-
deraba haber caducado o no el Gobierno Supremo de España. Prestó su voto el muy
reverendo obispo de esta diócesis don Benito Lué, fiel servidor de Vuestra Majestad,
pero a pesar de su recta intención dio al expresarlo ocasión a la suspicacia del doctor
don Juan José Castelli, principal interesado en la novedad, para que al rebatirle varias
proposiciones viniese a fijar el punto que deseaba, cual era el de examinar si debía yo
cesar en el gobierno superior y reasumirlo el Cabildo. Siguió el general don Pascual
Ruiz Huidobro, que más atento a su ambición que al servicio de Vuestra Majestad, y
contando con que depuesto el legitimo Virrey recaería en el mando como oficial de
mayor graduación, dijo abiertamente que debía yo ser separado del Gobierno Superior
por haber caducado en España la representación soberana que me nombró, que debía
el Cabildo reasumirlo y depositarlo en otra persona de su confianza, y al concluir reci-
bió el débil aplauso de que le victoreasen y dijesen alabanzas tanto los partidarios que
asistían al congreso como las gentes que con estudio habían introducido a la plaza, la
cual esperaba la resolución y era avisada con ciertas señales que le daban los facciosos
280 Eduardo Azcuy Ameghino
desde la galería del Cabildo para que aclamase los votos favorables, así por intimidar
a los buenos españoles, como por imponer al Congreso con el nombre del pueblo que
daba a un pequeño grupo de gentes. Continuó la votación con todo este desorden: a
los que sufragaban en favor de la autoridad se les insultaba con descaro y escarnio, a
los que opinaban en contra, se les aplaudía no obstante los apercibimientos serios del
Cabildo. Se obligó a prestar los votos en público sin embargo de haber solicitado mu-
chos la votación secreta, por manera que observando los hombres de bien una formal
coacción, tomaron muchos el partido de retirarse ocultamente a sus casas sin emitir
sus votos. Permaneció la Junta por todo aquel día y la mayor parte de la noche, y en-
tretanto todo este gran pueblo absorto a vista de tan enormes excesos, temeroso de la
violencia y acobardado con los males que se pronosticara, no hacía más que murmurar
secretamente. Ocultos los vecinos en sus casas, contraídos los artesanos a sus talle-
res, lóbregas las calles, en nada se pensaba menos que en ingerirse e incorporarse a
tan inicuas pretensiones, especialmente cuando bajo el pretexto de fidelidad de patrio-
tismo y de entera unión entre americanos y europeos, se descubrían sin disimulo los
designios de independencia y de odio a todos los buenos vasallos de Vuestra Majestad.
Al otro día 23 de mayo me avisó el Cabildo el resultado de la votación del Congreso,
que por pluralidad de votos, había resuelto mi cesación y la reasunción del Gobierno
Superior en el mismo Ayuntamiento, que en desempeño de la confianza del pueblo,
lo depositara en una Junta compuesta de cuatro vocales, de la cual debía ser yo el
presidente con el mando de las armas, y con todos los honores y sueldo de mi empleo.
Pedí también tiempo para resolver atenta la gravedad de la materia y se me negó por
la diputación del Cabildo que me expuso la necesidad en que estaba de no retirarse
sin mi contestación e informar de ella al pueblo que la esperaba. No trepidé ya en
conformarme, ya porque no me quedaba otro partido contra la viva fuerza, y ya porque
mi separación anunciaba mil desgracias a este honrado vecindario, mil desórdenes a
las provincias interiores, y un manifiesto riesgo de anarquía, y tal vez enajenación, de
este Virreinato, al paso que mi intervención a la cabeza del gobierno, podría evitar
todos estos desastres. Así lo contesté en oficio, y en la tarde del día siguiente 24 fui
llamado y me presenté en la sala del Ayuntamiento, en donde me ha sido entregado el
bastón nuevamente por el Alcalde de primer voto, y se me recibió un nuevo juramento
en los términos de estilo con cuya ceremonia y con el juramento de los cuatro vocales
asociados que fueron don Cornelio Saavedra, comandante del cuerpo de Patricios, el
doctor José Sola, cura de una parroquia de esta capital, el doctor don Juan José Castelli
abogado, y don José Santos de Inchaurregui, se concluyó este acto, se publicó por
bando el nuevo gobierno, y me retiré con los vocales asociados a mi habitación en el
Real Fuerte.
En aquella misma noche, al celebrarse la primera sesión o acta de gobierno, se me
informó por algunos de los vocales, que alguna parte del pueblo no estaba satisfecha
con que yo obtuviese el mando de las armas; que pedían mi absoluta separación; y que
todavía permanecía en el peligro de conmoción, como que en el cuartel de Patricios gri-
taban descaradamente algunos oficiales y paisanos. Y esto era lo que llamaban pueblo,
cuando es absoluta y notoria verdad que la masa general del pueblo, inclusos todos los
empleados y tribunales de esta capital, rebosaban de alegría como si hubiesen salido
del más apurado conflicto, al verme otra vez a la frente del gobierno, manifestándose
este contento en la iluminación de la ciudad y en los cumplidos que recibí de todas
las corporaciones, magistrados y vecinos. Yo no consentí que el gobierno de las armas
Apéndice documental 281
bren diputados, para el Congreso General, que debe hacerse en esta capital con el fin
de establecer un gobierno supremo y representación de la soberanía de Vuestra Real
Persona mientras dure su detención en poder de los enemigos. A este intento me obli-
garon a circular un oficio en que, con arte y disimulo, exhorte solamente a los pueblos
a la tranquilidad y unión, dándoles a entender perfectamente mi situación compelida.
Ha dispuesto también la Junta mandar una expedición de mil hombres que se apres-
ta a salir a fines del presente mes para las provincias interiores del Virreinato, con el
pretexto de auxiliar la libertad de los pueblos para la elección de sus diputados, pero
con el verdadero objeto de imponerles terror y violentarlos a conformarse en todo con
sus designios. Y como las principales ciudades cabezas de provincia tienen en el día
alguna tropa de guarnición, es muy de temer el rompimiento de una guerra civil, o la
conmoción de todo el Virreinato.
En los días 26 y 27 de mayo exigió la nueva Junta un solemne y público juramento
de reconocimiento y obediencia a todos los tribunales, cuerpos, empleados y tropas, el
cual se verificó en la sala del Ayuntamiento, habiéndolo prestado, con las más serias
protestas el decano de la Real Audiencia, el alcalde ordinario de primer voto por el
Cabildo, y un contador de cuentas por el tribunal de éstas; y sin embargo de tan publica
resistencia, de las limitaciones y restricciones con que los magistrados y empleados
juraron en aquel acto, y de no haber asistido más pueblo en la plaza principal que la
tropa y un cortísimo número de plebe llevada de la curiosidad, la Junta ha pintado esta
función en sus papeles públicos como la más solemne y consagrada por la aclamación
del pueblo, según se deja ver en la Gaceta, debiendo notar de paso Vuestra Majestad
que también se ha publicado este periódico con el titulo de Gaceta de Buenos Aires, para
ir de este modo adquiriéndose la Junta o usurpando los derechos, o por lo menos el
aparato y exterioridades de Suprema.
Y efectivamente ella ha empezado las funciones de su gobierno, ejercitando actos
de verdadera soberanía que sólo son reservados a la Suprema Potestad de Vuestra Ma-
jestad. Retiró de su empleo al asesor general de este virreinato, don Juan de Almagro,
con mil pesos de sueldo. Ha librado a los comandantes de estos cuerpos voluntarios de
milicias urbanas despachos de coroneles de ejército, con tratamiento y sueldos de tales.
Dio a su presidente, don Cornelio Saavedra, el tratamiento de Excelencia, y ha hecho
a sus vocales la asignación de sueldos. Ha entablado el sistema de terrorismo para con
todos los hombres de bien que manifiesten adhesión al legitimo gobierno, que siente
en favor del Consejo de Regencia de Vuestra Majestad, que publican noticias favorables
de España, que opinan contra su ilegalidad, o que murmuran de sus providencias; y
el sistema de indulgencia con todos los sediciosos y partidarios de la independencia,
por eso es que a virtud de secretas denuncias, arresta por momentos a varios vecinos,
apercibe a otros, a otros destierra, como acaba de verificarlo con tres religiosos del con-
vento de San Francisco, y a muchos ha prohibido salir de esta capital a los pueblos de
su destino o residencia por temor de que influyan e informen la realidad de los sucesos;
al paso que los que en el Cabildo insultaron y vejaron al reverendo obispo, y a otros
vecinos honrados, han sido aplaudidos. Los que publican por las calles su libertad del
yugo de la España no son apercibidos. Los que han venido prófugos por cómplices de la
insurrección de la Plata, han sido bien recibidos, como el cirujano don Manuel Corcue-
ra. Los atentadores contra la seguridad personal del vecindario, permanecen impunes,
como acaba de suceder con una patrulla de 35 hombres armados, que a las 11 de la
noche del día 6 del presente mes buscaron al fiscal del crimen don Antonio Caspe a
Apéndice documental 283
de los derechos de las provincias interiores, sin cuyo consentimiento se han erigido en
gobernadores suyos seis particulares al auxilio de la fuerza de las armas, y otras mil
iniquidades que por lo menos han de producir necesariamente desórdenes, conmocio-
nes populares, trastornos, partidos, y dispendio de Vuestra Real Hacienda, con cuyas
consideraciones creo indispensable la necesidad en que se halla Vuestra Majestad de
remitir sin pérdida de momentos por lo menos dos mil hombres de tropa con buenos y
probados oficiales, que impongan el respeto y restablezcan la subordinación; pues con
esta providencia y con el desengaño de la corte de Londres, con cuya protección han
contado estos miserables e inexpertos faccionarios, se remediarán todos los males, y
quedarán asegurados estos dominios de Vuestra majestad, que de otra suerte peligran
y están próximamente expuestos o a ser la presa de la ambición, o a ser víctima de su
misma disolución.
PD/ Señor. En este momento que son las siete y media de la noche acaban de
llevarse a mi marido con engaño al fuerte, y de allí lo han embarcado ignorando su
destino, lo que pongo en noticia de Vuestra Majestad y por tanto firmo este parte. Inés
Gastambide de Cisneros.
Documento 44
Informe elaborado por los oidores de la Real Audiencia de Buenos Aires (Fran-
cisco Tomás de Ansotegui, Manuel de Velasco, Manuel José de Reyes, Manuel
Genaro Villota y Antonio Caspe y Rodríguez) a su arribo a las Islas Cana-
rias, donde marcharon desterrados por orden de la Primera Junta. En el texto
realizan un pormenorizado relato del proceso que acabó con el poder del colo-
nialismo español en la capital del Virreinato del Río de la Plata.
para llevar a efecto aquellos planes, haciendo extensivas sus proposiciones al Cabildo
de Buenos Aires por medio de las cartas e instrucciones que fueron aprehendidas y
remitidas en testimonio a Vuestra Majestad, y la última misión del inglés Paroissien al
Río de la Plata con el fin de promover la independencia, no ya por el medio que antes se
proponían, sino admitiendo y coronando aquellas provincias a la señora infanta doña
Carlota.
La necesidad en la que se veía el gobierno de hacer frente a los planes subversivos
que cada día se formaban con aquellos objetos, se complicaba y entorpecía con la
división que desgraciadamente se suscitó entre el virrey que era entonces don Santiago
Liniers y el gobernador de Montevideo don Francisco Javier Elío; la cual haciéndose
trascendental a uno y otro pueblo, vino al fin a producir las consecuencias que se han
motivado en Buenos Aires y ciudades interiores, siempre funestas a la autoridad del
rey, a la conservación del orden público, y a la unión entre europeos y Patricios que en
gran parte quedó disuelta de resultas de la conmoción de Buenos Aires en el día 1 de
enero de 1809, en que los primeros atacaron, y los segundos sostuvieron la autoridad
del virrey don Santiago Liniers, quedando éstos casi exclusivamente en posesión de
las armas, orgullosos con las resultas de su procedimiento, y esperanzados en que el
gobierno supremo no sólo aprobaría su conducta, sino que también le dispensaría los
premios a que se lisonjeaban ser acreedores por haber sostenido el sistema legal con la
conservación de las autoridades legítimas.
Aunque a la llegada del virrey actual don Baltazar Hidalgo de Cisneros manifes-
taron resentimiento los Patricios, tanto por la aprobación y gracias dispensadas a las
juntas, al gobernador y ciudad de Montevideo, como por el concepto que formaron
de haber sido desagradables al gobierno supremo sus servicios, equivocándolos con el
obsequio personal de don Santiago Liniers. Al fin las persuasiones y los medios polí-
ticos obtuvieron el lisonjero recibimiento de aquel digno jefe, a que se siguió después
la reconciliación de los dos pueblos, el restablecimiento gradual del orden público, y
una subordinación al menos aparente, que hacía suponer favorables consecuencias. El
gobierno se dedicó entonces a tranquilizar las provincias alteradas del Perú, como lo
había conseguido con las mismas tropas de Buenos Aires que se presentaron volunta-
rias a este servicio, y con las que remitió el virrey de Lima al mando del brigadier don
José Manuel de Goyeneche. Se establecieron juzgados de vigilancia para perseguir a
los que por medio de anónimos, proclamas, y opiniones revolucionarias seducían a los
pueblos de la independencia, único mal temible en aquellas provincias. Y se reclama-
ron por medio de nuestro ministro plenipotenciario en el Janeiro los reos, que dirigidos
a aquella corte, no han perdonado y perturbar la quietud del virreinato, promoviendo
bajo diversas formas su independencia del gobierno nacional.
Si estas reclamaciones no surtieron efecto alguno por los efugios del ministerio de
Portugal, no dejaron de producirlo la gestión y diligencia del juzgado de vigilancia que
con algunos destierros y penas correccionales lograron contener la facilidad con que
se avanzaban los proyectos subversivos, si bien que los jueces, que estaban encargados
de celar sobre tan interesante objeto, desconfiaban que en el caso de venir alguna no-
ticia desagradable de España pudiese ser suficiente aquel medio para contener un mal
que por desgracia se había radicado y extendido a las provincias según los repetidos
informes de los gobernadores intendentes del distrito.
La falta de buques de España hacía temer algún suceso de aquella clase, y da lugar
a que se extendiesen noticias, que aunque, más alarmaban los ánimos a la insurrec-
Apéndice documental 287
ción; mientras tanto que el gobierno se desvelaba en desvanecerlas, llega una fragata
inglesa de Gibraltar el 16 de mayo con la funesta noticia de haber ocupado las tropas
francesas la mayor parte de las Andalucías, haberse disuelto la suprema Junta Central,
y haberse establecido el nuevo supremo Consejo de Regencia. Estas noticias se abulta-
ron en tales términos, que fue preciso que el gobierno las comunicara como realmente
eran, expidiendo al mismo tiempo una proclama para calmar los ánimos y precaver
toda alteración y movimiento popular. Mas los facciosos, que hasta entonces no ha-
bían descubierto sus ocultas miras, prevalidos de la opinión que ellos mismos habían
hecho formar sobre la pérdida total de la Península y caducidad del gobierno supre-
mo, atrajeron a su partido a los comandantes y muchos oficiales de las tropas urbanas,
persuadiéndoles que no tenían ya castigo que temer del gobierno español que había
desatendido y menospreciado sus servicios, y que era la ocasión en que ellos mismos
podían recibir los premios de sus manos. Ya entonces no tuvieron reparo en dar la
cara a la insurrección, y presentándose al Cabildo lo estrecharon con instancia a que
promoviese por sí mismo la separación del virrey y establecimiento de un nuevo go-
bierno que dependiera de la voluntad del pueblo, bajo el concepto de que si así no lo
practicaba, ellos mismos estaban resueltos a verificarlo por la fuerza, y con el riesgo
de las desgracias que eran consiguientes. El alcalde de primer voto pasó a proponer al
virrey la dimisión del mando, informándole de lo expuesto, y añadiéndole también con
el síndico procurador que le parecía el medio más conveniente de salvar al pueblo de
la catástrofe que les amenazaba, el de que permitiese la colaboración de un Cabildo, a
que concurrieran los principales vecinos cabezas de familia, y personas de distinción,
por si la opinión general era suficiente a convencer a los revoltosos del partido que
debía adoptarse en circunstancias tan difíciles. El virrey convocó inmediatamente una
junta de los comandantes militares, que repetidamente la habían ofrecido con las más
formales protestas serían sus cuerpos el más firme apoyo de la autoridad del gobierno,
para que mientras permaneciese en la nación un gobierno supremo en representación
de nuestro augusto soberano el señor don Fernando VII, no se hiciese la menor nove-
dad que alterase el sistema de las leyes. Pero fue grande su sorpresa, cuando esperaba
encontrar en ellos los mismos sentimientos, la frialdad con que hablando por todos los
urbanos el comandante de Patricios don Cornelio Saavedra, le manifestó que ellos no
podían responder de la conducta de su tropa y oficiales, ni era fácil desimpresionar al
pueblo de las ideas que había concebido viéndose el virrey abandonado de las tropas,
convino en permitir el Cabildo o Junta que solicitaba la ciudad, bajo el concepto de
que sólo se tratase en ella de conservar aquellos dominios al señor don Fernando VII
en dependencia de la nación y en unión con las provincias libres que reconocían su
soberanía.
Se celebró efectivamente el día 22 la Junta permitida por el gobierno, notándose
en ella la falta de muchos vecinos europeos de distinción, y cabezas de familia, al paso
que era mucho mayor la concurrencia de los Patricios, y entre ellos un considerable
número de oficiales de este cuerpo e hijos de familia que aún no tenían la calidad de
vecinos. Sería muy difuso este informe, si hubiera de comprender la multitud de confe-
rencias particulares y especies subversivas, que precedieron a la votación. Basta decir
que el doctor Castelli orador destinado para alucinar a los concurrentes, puso empe-
ño en demostrar que desde que el señor infante don Antonio había salido de Madrid,
había caducado el gobierno soberano de España, que ahora con mayor razón debía
considerarse haber expirado con la disolución de la Junta Central; porque además de
288 Eduardo Azcuy Ameghino
haber sido acusada de infidencia por el pueblo de Sevilla, no tenía facultades para el
establecimiento del supremo gobierno de regencia; ya porque los poderes de sus vo-
cales eran personalísimos para el gobierno y no podían delegarse, y ya por la falta de
concurrencia de los diputados de América, en la elección y establecimiento de aquel
gobierno, deduciendo de aquí su ilegitimidad y la reversión de los derechos de la so-
beranía al pueblo de Buenos Aires y su libre ejercicio en la instalación de un nuevo
gobierno, principalmente no existiendo ya, como se suponía no existir la España, en
la denominación del señor don Fernando VII. El fiscal de lo civil se vio precisado a
rebatir los errores del doctor Castelli sosteniendo que en las circunstancias de apuro en
que se hizo el nombramiento de la regencia, sólo en la Junta Central podían reunirse
los votos de todas las provincias y la facultad para la elección, que cualquier defecto
que se pudiese anotar, lo subsanaba el reconocimiento posterior de los pueblos. Que el
de Buenos Aires no tenía por sí solo el derecho alguno a decidir sobre la legitimidad
del gobierno de regencia sino en unión con toda la representación nacional, y mucho
menos a elegirse un soberano, que sería lo mismo que romper la unidad de la nación
y establecer en ella tantas soberanías como pueblos; sostuvo así mismo que existía un
gobierno supremo y que existiría España mientras no la abandonasen sus hijos, y expu-
so finalmente que era muy doloroso que en la ocasión de su mayor amargura, tratase
Buenos Aires de afligirla con una novedad de esta clase, oscureciendo por una equivo-
cación de concepto las glorias que tenía adquirida. Las reflexiones del doctor Castelli
eran aplaudidas con vivas y palmadas del partido más numeroso, al paso que a las del
fiscal sólo correspondían las lágrimas de los buenos españoles, mas bastaron sin em-
bargo para que la proposición que se había fijado como objeto de la votación, cual fue:
si había o no caducado la soberanía de España, se sustituyese por la siguiente: si habrá
necesidad de subrogar el gobierno y la autoridad del virrey, y en su caso, por qué medio
y personas. Reducida a estos términos la votación, resultó que setenta individuos en la
generalidad europea, siguiendo el dictamen del oidor don Manuel José de Reyes y del
reverendo obispo que votaron los primeros, sostuviesen la continuación del mando del
virrey sin hacer novedad, allanándose a que tomase en el despacho dos asociados de
la confianza del pueblo, en el caso que la pluralidad se decidiese por la subrogación.
Y la mayoría de ciento cincuenta votos casi todos Patricios, siguiendo el del general
de marina don Pascual Ruiz Huidobro, opinaron que cesando en el mando el virrey, se
depositase en el Cabildo, para que éste a nombre del pueblo, nombrase a la persona o
personas que debían ejercerlo.
A consecuencia de esta división se declaró gobernador al Cabildo por bando del día
23, el cual estableció una Junta de Gobierno compuesta del virrey como presidente y,
comandante general de armas, del cura de Monserrat doctor Juan Nepomuceno So-
la, del abogado doctor Juan José Castelli, del comandante de Patricios don Cornelio
Saavedra, y del comerciante don José Santos Inchaurregui. Se concedió amnistía por
las opiniones, manifestadas en la Junta del 22; se dio una dirección fija a los negocios
según sus diversos ramos; y quedó reconocida esta Junta en la tarde del 24, después de
haber excitado nuevamente el virrey la fidelidad del pueblo en favor de los derechos
de nuestro Augusto Soberano, con dependencia del gobierno supremo de la nación, y
habiéndole dado las gracias el síndico procurador por su allanamiento a la voluntad
del pueblo para salvarla de los males que la amenazaban. Aunque el medio adoptado
no era conforme al sistema legal de Indias, quedó satisfecha la mayor y más sana par-
te del pueblo con un arbitrio que evitando mayores males y desastres, le libertaba de
Apéndice documental 289
que jurasen dos miembros bajo la protesta de hacerlo coactos por el mejor servicio del
rey y beneficio del aquel público, sin perjuicio de las prerrogativas del tribunal para
no prestar juramento a otra potestad que a la soberana, y bajo la precisa condición
de que el gobierno de Buenos Aires estuviere subordinado y dependiente del que hu-
biese reconocido la nación en representación del señor don Fernando VII, y caso estas
calidades interpretando el tribunal por la Junta a nombre del rey, expidió circulares
a las cuatro capitales de Montevideo, Córdoba, Salta y Paraguay, recomendándoles el
respeto y obediencia a la misma Junta con el fin de que no se dividiese el mando ni
cayeran en anarquía las provincias del virreinato.
Como los hombres en la vehemencia de sus pasiones rara vez disimulan sus ideas
y deseos, puesta la Junta en ejercicio del mando, tardó muy pocos días en abrogarse
facultades de un poder soberano, y en inspirar fundados recelos de las miras de inde-
pendencia que dirigen sus operaciones, y que desea radicar en las demás provincias. Se
apoderó de un situado de 400.000 pesos, único que por las circunstancias críticas del
Perú había venido en todo el año, y sin reservar parte alguna a las necesidades de la
nación, lo empleó en el pago de haberes atrasados de las tropas urbanas para atraerse
más su voluntad, y afianzar en ellas su apoyo. Trató de aumentar el número de su fuer-
za erigiendo en regimiento los anteriores batallones; concedió a sus comandantes el
grado y sueldo de coroneles del ejército; desarmó los cuerpos europeos del comercio;
señaló ocho mil pesos de sueldo al presidente, y tres mil a cada uno de los vocales de
la Junta. Jubiló con mil pesos al asesor general, y separó con todo su sueldo al secreta-
rio interino del Virreinato. Rebajó los derechos en la extracción de los frutos del país.
Abolió las reglas establecidas en los libramientos de caudales de la real hacienda. Y
manejándose en todo con la mayor arbitrariedad y despotismo, ha despreciado cuan-
tas reclamaciones le ha hecho el Tribunal de cuentas, negándose a tomar razón de sus
libranzas. A los pocos días de haberse instalado la Junta salió un emisario, el alférez de
navío don Martín Irigoyen, conducido por el comandante inglés de la corbeta Mutine,
con el objeto (según se dijo generalmente) de solicitar de la Inglaterra su protección
para sostener la independencia de aquellas provincias, y de proporcionar armamento
para el nuevo ejército que trataba de formar. No podemos responder con seguridad de
los fines ciertos de esta misión, pero que la Junta en sus contestaciones con el tribu-
nal le expuso para aquietar sus recelos que el citado emisario conducía pliegos para el
gobierno soberano de la nación. Pero tampoco es fácil comprender los fines que han
impulsado el secreto misterioso de esta misión, la falta de licencia del respectivo co-
mandante de marina, y el disgusto del comandante Duncan con el de la corbeta Mutine
luego que tuve la noticia de aquel procedimiento.
Debemos persuadirnos que el emisario Irigoyen conduce dobles pliegos para hacer
uso de ellos según las circunstancias en que consultase los enlaces políticos de alianza y
amistad de nación en nación con la Inglaterra. Porque de otra suerte, no es posible creer
que entablen correspondencia de subordinación y buena fe con el gobierno soberano,
unos hombres que abiertamente impugnan su legitimidad en los papeles públicos y que
tratan por este medio de subvertir y entorpecer la obediencia de los demás pueblos.
Acaso habrá llegado ya a manos de Vuestra Majestad una proclama dirigida a la ciudad
de Montevideo, y la circular, en que el nuevo gobierno de Buenos Aires avisa a todos los
pueblos del virreinato los motivos de su instalación. En estos papeles públicos vuelven
a repetirse iguales máximas a las que se manifiestan en la junta del 22 de mayo, se
arguye de ilegítimo vuestro supremo gobierno de regencia por no haber concurrido las
Apéndice documental 291
Américas al nombramiento, y por haberse hecho éste por la Junta Central acusada de
mala versación. Se convoca un congreso general de diputados de las ciudades y villas
del virreinato para el establecimiento de un gobierno como si Buenos Aires pudiera
manejarse por sí solo, prescindiendo de la subordinación y dependencia inmediata del
gobierno de la nación, y se trata de llevar estas ideas hasta las provincias más remotas
de la América para seducirlas e inclinarlas a los mismos planes, derramando por todas
ellas los principios más subversivos bajo la salvaguardia del sagrado nombre de nuestro
Augusto Soberano, de que se hace el más sacrílego abuso para alterar la quietud de sus
vasallos y poner en peligro sus derechos. Se promete, es verdad, reconocer el gobierno
soberano de la nación, pero se añade siempre legítimamente establecido, cuya calidad
destruye en su concepto la fuerza de la promesa, y vale tanto como negar la obediencia
a vuestro actual supremo gobierno cuya legitimidad impugnan y desconocen. Tanto ha
sido la libertad de hablar y escribir sobre este punto como el más firme apoyo de sus
procedimientos, que los fiscales en medio de la opresión y ruegos se vieron obligados
a representar a la Junta sobre este aviso perjudicial a la unidad del gobierno nacional,
y a pedir se prohibiese bajo severas penas la impresión y circulación de iguales papeles
haciendo en el particular las más solemnes protestas, sin embargo de las cuales no se
tomó providencia ni determinación alguna en el asunto.
Si la Junta ha sido poco cauta en el disimulo de sus ideas, lo han visto mucho menos
sus partidarios, en cuyo número están comprendidos la mayor parte de los Patricios de
Buenos Aires, y algunos pocos europeos de los implicados en la causa de la indepen-
dencia durante la invasión de los ingleses, o de los revolucionarios en la conmoción de
1 del año 1809. Divulgado entre ellos como imposible la convalecencia de la España de
los sucesos que la afligieron en enero del presente año, se felicitaban y daban parabie-
nes de haber llegado a tiempo de su libertad, y de la prosperidad de aquellas provincias
despreciaban como patrañas inventadas. Para alucinar los pueblos, las buenas noticias
que llegaban de la nación se lisonjeaban de que no serían admitidos los coroneles del
regimiento fijo y de dragones ni cualquier otro empleado que viniese nombrado por el
gobierno supremo, y al paso que persuadían la unión entre europeos y patriotas, no
tenían embarazo en propalar que era llegada la época de recompensar la injusticia con
que aquéllos los habían dominado obteniendo todos los empleos y extrayendo para
España sus riquezas en los 300 años que llevaban de esclavitud. Son infinitas señor
las especies escandalosas de esta clase que corrían en Buenos Aires a los pocos días de
haberse establecido la nueva Junta. Y aunque muchas deben despreciarse como vul-
garidades nacidas acaso de la rivalidad de los partidos, es sin embargo muy digna de
atención la libre uniformidad con que se hablaba de independencia, y de la protección
que se prometían de la Inglaterra. Los ministros de Vuestra Majestad, oprimidos con
frecuentes amenazas y llenos de desconsuelo, al ver que deprimida su autoridad no
podían refrenar esta libertad que degeneraba siempre en odio del gobierno español, ni
poner remedio a los males que eran consiguientes; meditaron muchas veces en acuer-
do y aun insinuaron a la Junta la dimisión de sus respectivas plazas, porque les parecía
indecoroso a su honor y fidelidad servirlas ante un gobierno que les era sospechoso,
y entre gentes que parecía haberse desnaturalizado de los sentimientos que animan a
todo buen español y vasallo del rey, en una época en que la nación debía esperar de
sus hijos la más estrecha unión que sirviese alivio a sus desgracias. Obraba también en
favor de la renuncia el conocimiento de que si la Junta de Buenos Aires conservaba el
tribunal de la Audiencia, era con el objeto de valerse de sus respetos y concepto público
292 Eduardo Azcuy Ameghino
en las provincias, obligándole con la fuerza de las gestiones que pudiesen convenirle
para consolidar su gobierno; pero que, afianzado éste, serían sacrificados sus minis-
tros, a la ambición de los abogados revoltosos que deseaban obtener sus plazas. Pero a
pesar de estas consideraciones, se decidieron por la continuación del servicio, teniendo
presente que si los ministros dejaban sus cargos, faltaría el más firme apoyo de la causa
del rey y al gobierno nacional, se precipitarían los planes que habían servido de impul-
so a la revolución, se declararían en favor de ella algunos más partidarios a quienes
contenía su respeto; y se llenarían de desconsuelo muchos buenos españoles y vecinos
honrados, que en medio de sus recelos mantenían vivas sus esperanzas, mientras te-
nían a la vista una verdadera representación, aunque abatida, de la Majestad real. Esta
misma era la opinión de muchas personas sensatas, aunque no faltaron algunos que
enardecidos en su fidelidad, nos excitasen a salir a la ciudad de Córdoba o Montevideo
donde con toda libertad pudiésemos contener la causa del rey. Pero este plan, además
de no ser posible por estar tomados todos los pasos, y aun interceptada la correspon-
dencia pública, ofrecía el gravísimo inconveniente de que no habiendo declarado la
Junta abiertamente su independencia y separación de la causa nacional, podría allanar
el paso a su precipicio, y dar a los europeos una alarma para la guerra civil que ya se
tenía entre los dos partidos, y que anunciada por la Junta había hecho responsable al
tribunal de la efusión de sangre y víctimas que resultasen, sólo porque suponía que el
partido de los europeos obraba en la confianza de ser sostenido y apoyado por la au-
toridad del tribunal. El sistema pues que adoptaron los ministros fue el de lisonjear la
fidelidad de la Junta, manifestarle su confianza en la defensa de los derechos del Rey,
persuadida a que el estado de las cosas de la nación, ofrecía ventajosos recursos para
salvarla de la tiranía del usurpador, inclinarla al reconocimiento del gobierno supremo
de regencia, esperando que aun cuando fueran inútiles todas las reflexiones sobre este
punto, servirían al menos para contener el curso rápido de sus ideas, para que si fuese
contrario al ejemplo de las demás ciudades y provincias, no sirviese de obstáculo a la
reforma de su conducta y procedimientos, el convencimiento de haber dado la cara a
tan bajo y horroroso crimen.
En efecto la ciudad de Córdoba, luego de que recibió la circular subversiva de la
Junta de Buenos Aires, y tuvo otras noticias sobre los fines de su establecimiento, se
decidió contra sus ideas, se negó a remitir diputados al congreso, y quemando (se-
gún se dijo) las demás circulares e impresos dirigidos a las provincias anteriores, puso
extraordinarios a Lima, Cuzco y Potosí para precaver anticipadamente el fuego de la
insurrección. El coronel don Santiago Alejo de Allende puso su regimiento sobre las ar-
mas para sostener la causa del rey, el gobierno de la nación y las autoridades legítimas
de Buenos Aires. De este mismo espíritu estaban animados el gobernador, el reverendo
obispo, los dos Cabildos, y el general Liniers, que a la sazón iba a salir de Córdoba para
España y abochornado de que los oficiales y comandantes que él mismo había creado,
sostuviesen los planes que injustamente se le habían atribuido en tiempos anteriores,
escribió a los comandantes afeándoles su conducta e inconsecuencia de principios, y
exhortándoles a la restitución del orden público, y reposición de la autoridad del virrey.
El efecto que produjeron en Buenos Aires las noticias de Córdoba, fue el de disponer
una expedición de mil hombres que marchase a los pueblos del interior con el objeto
(según se afirmaba públicamente y de ponerlos en libertad) de elegir diputados para
el congreso sin la opresión a que decían tenerlos reducidos sus gobernadores. Ya se
amenazaban sin reparo las cabezas del gobernador don Juan Gutiérrez de la Concha,
Apéndice documental 293
y del general Liniers entre sus mismas hechuras que habían solicitado de él no tomar
parte en el asunto y suspendiese su viaje a España, manteniéndose retirado en su ha-
cienda. Pero la ciudad de Córdoba, lejos de intimidarse con las amenazas, aumentaba
sus disposiciones de defensa y es de creer que no llegase el caso de salir la expedición
determinada para el 27 de junio, porque la Junta debía temer el partido opuesto que
había en Buenos Aires, no menos que las fuerzas que podían reunírsele de Montevi-
deo, donde se había armado la mayor parte de la marinería y el cuerpo de milicias
para defender la dependencia nacional.
Esta última ciudad estaba tratando sobre la elección de diputado para el congreso
cuando felizmente llegó una fragata de Cádiz con noticias y pliegos españoles que con-
firmaban la instalación de vuestro soberano gobierno de regencia anunciada ya por los
ingleses. El júbilo y el regocijo se apoderó de las gentes de aquel pueblo, y procedien-
do inmediatamente a reconocerlo y jurarlo con las mayores aclamaciones, ofrecieron
asimismo no haber novedad, y continuar su obediencia a las autoridades legítimas de-
pendientes de aquel gobierno, esperando que la capital de Buenos Aires practicaría la
misma con presencia de estas noticias. Pero el éxito ha sido tan diferente. Los fiscales
presentaron al tribunal la proclama de vuestra majestad que precede al real decreto
en que se convocan a las cortes de los diputados de la América, y la real provisión
del Supremo Consejo de España e Indias, publicada por bando en Cádiz, pidiendo que
a consecuencia de estos impresos españoles, de cuyo contenido no podía dudarse, se
pasase oficio a la Junta para que sin demora se procediese al reconocimiento y jura
del supremo gobierno de la regencia. La gaceta extraordinaria de 9 de junio instruirá
a Vuestra Majestad las contestaciones que mediaron entre el tribunal y la Junta sobre
este particular, entre tanto que pasamos a exponer ligeramente a Vuestra Majestad los
motivos que tuvo el tribunal para insistir en esta solicitud. Una gaceta inglesa y otros
papeles simples conducidos de Gibraltar habían servido de pretexto para trastornar
el gobierno de Buenos Aires, para preocupar a las gentes incautas en la falta de un
gobierno soberano, y para llevar el fuego de la subversión a las demás provincias. La
idea del congreso era muy seductora para los pueblos de América, y llevando el mal
ejemplo a otros mandos más interesantes, era de temer que imitado en ellos, se rom-
piese la unión nacional, se aumentasen los gastos en proporción del armamento de
fuerzas, y faltasen los auxilios para el socorro de los ejércitos que sostienen con gloria
la causa del rey y de la nación. Era de la mayor urgencia en estas circunstancias el
pronto desengaño de los pueblos, y no había otro medio más seguro de conseguirlo
que el reconocimiento inmediato del nuevo gobierno soberano. La Junta por otra parte
había ocupado los pliegos de oficio que habían venido para el virrey, y era de recelar
los hubiese ocultado éstos y cuantos viniesen relativos a la instalación de la regencia,
o para no malograr sus planes, o por consideración al club de los facciosos. Y última-
mente los europeos del partido opuesto excitados de su fidelidad, no menos que del
ejemplar de Montevideo, miraban con enfado la tibieza de Buenos Aires en un asunto
tan ventajoso para la nación, aumentaban por momento su recelo y desconfianza de
la Junta, y amenazaban en la demora una inquietud muy funesta en aquella capital.
Tales fueron los motivos que impulsaron al procedimiento del tribunal, que si por una
parte fue aplaudido y elogiado por los buenos españoles, sirvió por otra de estímulo a
los facciosos para aumentar el odio que ya habían concebido contra sus ministros. En
el mismo día que se dieron a luz las contestaciones, hubo ya conferencias acaloradas
entre los concurrentes al citado club, en las cuales se amenazaba la vida de los minis-
294 Eduardo Azcuy Ameghino
Plata, que hacía mucho tiempo se hallaba habitualmente enfermo en la Banda Oriental
del Río. Con esta perfidia lograron apoderarse de nuestras personas sin que nadie del
pueblo lo advirtiese. Y presentándose en el salón del Fuerte los vocales de la Junta don
Juan José Castelli y don Domingo Matheu, nos dijo el primero que nuestras vidas es-
taban en inminente riesgo, y que para salvarlas, había resuelto la Junta que en aquella
misma hora nos embarcaríamos para puerto español en un buque que al efecto tenía
preparado. Se empezaban a proponer algunas dificultades, cuando se presentaron dos
ayudantes amenazando con la urgencia del peligro. Y saliendo a la inmediata sala, nos
rodearon una porción de hombres embozados y oficiales Patricios, que metiéndonos
en dos coches nos condujeron entre dos filas de granaderos hasta el punto inmediato
del embarcadero, y después la balandra inglesa que estaba fondeada a tres leguas del
puerto, y dio a la vela en la madrugada del 23 sin habérsenos permitido dar la menor
disposición en nuestras casas, ni tomar un criado, ni proporcionarnos el menor auxi-
lio, salvo no fuera un corto y preciso equipaje para muy pocos días, que arrancaron
con engaño de nuestras casas todo con el fin según inferimos de no dar tiempo para
que noticioso de esta tropelía el pueblo de Montevideo o el comandante de marina
pudiera rescatarnos de las manos opresoras que al cabo de setenta y cuatro días nos ha
conducido a esta isla.
No es fácil señor calcular los perjuicios que deben haberse seguido al público de
este atrevido proyecto. El distrito ha quedado sin administración de justicia. Los reales
sellos, el libro de acuerdos, los documentos más interesantes y el archivo secreto aban-
donados; los pleitos vistos, sin sentencia; los juzgados de alzadas, bienes de difuntos, y
provincia sin jueces legítimos que la ejerzan; los expedientes de las fiscalías al arbitrio
de los facciosos, y alterado el orden público hasta el extremo de quedar aquel distrito
con el mayor trastorno y confusión. La meditación de estas consecuencias, y principal-
mente la utilidad que resultaría al servicio de Vuestra Majestad y el consuelo de sus
fieles vasallos de la presencia del virrey, y de los ministros reales en alguna parte de la
provincia de Buenos Aires para contener el fuego de la subversión, nos ha obligado a
practicar las más repetidas instancias con el capitán de la balandra para que nos con-
dujese a Montevideo, Maldonado, o cualquiera otro punto inmediato donde fuese más
pronto y fácil nuestro regreso. Pero el temor de perder su contrabando y las esperanzas
de realizar las introducciones que se le permitieron libres de derechos, han podido en
él más que nuestras súplicas, ofrecimientos y conminaciones. Su sistema ha sido el de
huir de toda costa, de los cruceros ingleses y de todo buque de su nación para ocultar
el robo que había hecho de nuestras personas. Su trato el más orgulloso y grosero y
cual sólo merecerían unos delincuentes presidiarios. La suma estrechez del buque, la
clase y falta casi absoluta de los víveres, la necesidad de dormir algunos sobre un duro
banco siempre vestidos y a veces mojados, y la falta de todo humano auxilio, han si-
do otros tantos padecimientos que ha mirado con indolencia este corsario destinado y
como elegido a mano para nuestra mortificación.
Así ha tratado la Junta de Buenos Aires al virrey más caracterizado y revestido de
las más amplias facultades por el gobierno de la nación, que sólo ha servido con ellos
para repetidos actos de benevolencia. Así ha vilipendiado a un tribunal cuyos miembros
se han desvelado en mantener aquella provincia en la amable dominación de Vuestra
Majestad de las más furiosas convulsiones, que en la época de la ocupación de los in-
gleses renunciaron sus empleos y vidas antes que prestar juramento de fidelidad al rey
de la Gran Bretaña y continuar el despacho a su nombre como lo hicieron otras corpo-
Apéndice documental 297
raciones. Que en los cuatro años que han corrido desde aquella época, han padecido en
medio de un pueblo armado los compromisos y aflicciones que jamás sufrieron otros
de su clase. Que precisados a tomar sobre sus hombros el mando del Virreinato en el
tiempo delicado que precedió a la segunda invasión, merecieron que Vuestra Majestad
se dignase darles gracias por el acierto de sus providencias, concediendo honores del
consejo al decano don Francisco Tomás Ansotegui, y al fiscal de lo civil don Manuel
Genaro de Villota, y empeñando su real palabra para el premio oportuno de los demás
que suscriben, en real cédula de 17 de enero de 1808, que hasta ahora no ha podido
tener efecto, y finalmente que por su moderación y rectitud de ideas en beneficio del
orden público, como el más interesante a la conservación de aquellos dominios, pue-
den lisonjearse de obtener el concepto público de todos los prelados, jefes y personas
sensatas del Virreinato.
Pero no son, señor, las personas de los ministros las que excitan el odio y vengan-
za de los facciosos. Sus miras se dirigen a sacudir toda obediencia y respeto de las
autoridades reales dependientes del gobierno español. Ellos quieren formárselas según
su opinión, y variarlas cuando quieran, haciéndolas depender de su arbitrio tumultuario.
Alucinan a los incautos en una simulada fidelidad al real nombre de Vuestra Majestad,
pero al mismo tiempo se apartan del verdadero vasallaje que consiste en mantener uni-
das bajo un solo gobierno todas las posesiones del rey, y no dejar perecer a la parte
principal de la monarquía por la falta de auxilios y división de las obras. Se avanzan
en sus planes subversivos porque viven persuadidos a que la España no convalecerá de
sus últimas desgracias, y que empleadas sus fuerzas en la expulsión de los franceses no
podrá destinar algunas a contener el torrente de males que ellos le preparan.
De otra suerte jamás se hubieran atrevido a cometer un atentado que no tenía
ejemplar en la América, y que debe haber llenado de escándalo sus provincias, sin que
pueda hacerlo disimulable la causal que manifestó la Junta como impulsión de su pro-
cedimiento, porque se intentaba libertar nuestras vidas del peligro que las amenazaba.
¿A qué fin nos separa a la distancia de dos mil leguas dejando nuestras manos para que
nada pudiesen obrar a favor de la causa del rey y de la nación? ¿No bastaba para preca-
ver aquel riesgo se diera traslación a la Colonia, Montevideo o Maldonado? ¿Ni cómo
podremos persuadirnos de buena intención de la Junta, cuando ella misma convoca a
la sala del Fuerte la pandilla de embozados para hacer más verosímil el riesgo, al paso
que toma las mayores precauciones para que el pueblo no advirtiese la tropelía que se
obraba con los ministros del rey? Si la Junta hubiese obrado con sanidad de principios,
habría consultado la conservación del tribunal en el distrito, cuando las vidas de sus
miembros estuviese expuesta en la capital a la agresión de los facciosos. Pero su objeto
de acuerdo con ellos ha sido el de alejar todo influjo que pudiese mantener la unidad
de la nación y destruir sus ambiciosos planes.
No podemos instruir a Vuestra Majestad por la precipitación de nuestra salida de las
resultas que haya producido la novedad de Buenos Aires en las provincias distantes,
ni aun podemos conjeturarlas en medio de la complicación que ofrecen sus últimos
acaecimientos. Felizmente tienen todos a su cabeza gobernadores llenos de previsión,
entereza y celo por la causa de Vuestra Majestad, pero los vemos en grande peligro
si las ideas de independencia de que están ya resentidas aquellas provincias logran
seducir y atraer las tropas que se enviaron al mando del presidente de Charcas don
Vicente Nieto. Este mal es hoy menos temible en La Paz, cuya guarnición es de tropas
de Lima, y donde están prontos los auxilios de aquel arreglado virreinato. Ignoramos
298 Eduardo Azcuy Ameghino
sin embargo hasta dónde podrán llegar los efectos del mal ejemplo, y el que pueden
haber producido las funestas noticias que se han comunicado de Buenos Aires sobre
el estado de la España, cuando advertidamente se ha omitido imprimir las buenas que
sucesivamente iban llegando.
La satisfacción de hablar a un gobierno sabio, enérgico, y que penetra el verdadero
origen de los males que sufrimos, nos llena de confianza para prometernos las más
prontas y eficaces providencias que aseguren el orden público, restituyan la tranquili-
dad de los buenos vasallos de Vuestra Majestad, y pongan a cubierto aquellos dominios
del cáncer que en ellos van formando los principios revolucionarios. En el día puede
ser fácil el remedio, porque el número de los sanos equilibra el partido de los que se
felicitan con las desgracias de la nación; pero si se da tiempo a que aquéllos se corrom-
pan o llenen de abatimiento a la admisión de extranjeros que francamente permite la
Junta, a que se aumenten las relaciones, y a que no se restituyan como es de esperar
los reos prófugos del Janeiro, es de temer que sólo pueda conseguirse el remedio con
una fuerza considerable, cuyo desprendimiento sea muy difícil a las atenciones de la
nación. Consideramos necesario el nombramiento de un virrey que se traslade inme-
diatamente a Montevideo. Pero será inútil su llegada si no lleva alguna fuerza que le
sostenga para que su suerte no sea igual a la de sus antecesores. Aunque ésta sea pe-
queña, siempre que venga acompañada de buenos oficiales, y con un repuesto de mil
y quinientos fusiles podrá imponer respeto a Buenos Aires y hacerse obedecer. Porque
además de la ilusión que allí causan las tropas de España, debe contar con casi todos
los europeos de aquella capital, con el corto número de soldados veteranos que hay en
ella, con el cuerpo de la marina real, y con las milicias de Montevideo y su campaña,
que en la mayor parte son también de gentes europeas. En el día existen en Buenos
Aires como unos tres mil y quinientos hombres de tropa casi toda urbana. La Junta
bien conoce que no puede contar con todos ellos, porque algunos están disgustados y
sometidos a la mayor fuerza, y otros, como son los que componen el cuerpo de castas,
son propensos a obtemperar al partido de los poderosos que los atraen con su dinero; y
por grandes que sean los esfuerzos para hacer reclutas, la experiencia de los años ante-
riores ha manifestado que no puede ser considerable su número en la escasa población
de aquella provincia. Si la Junta pues, se ve requerida por un virrey que sostenido por
la fuerza haga uso de los medios de moderación que dicta la política, es probable que
ceda a vista de los peligros de que se ve rodeada o que huyan los jefes de facción re-
celosos de su conciencia de mando franco al paso de la autoridad del virrey. Cuando
así no se verifique, podrá el jefe abrir comunicación con los gobiernos interiores, y de
acuerdo con ellos valerse de los arbitrios que presenten las circunstancias, y en todo
caso podrán contener la invasión de las tropas del Brasil, que ansioso de poseer la Ban-
da Oriental del Río de la Plata, no dejará de valerse de esta ocasión para hacer nuevas
tentativas en favor de los derechos de la señora infanta doña Carlota, bajo el pretexto
de que el Virreinato ha quedado sin cabeza ni representación legítima del gobierno de
Vuestra Majestad.
Es verosímil que el virrey de Lima, cuyos celo y vigilancia por la conservación de
aquellas provincias en la dominación de Vuestra Majestad es infatigable, haya ocurrido
con algunas fuerzas para preservar las provincias del Virreinato de Buenos Aires del
contagioso influjo de su capital, del mismo modo que ocurrió a pacificar y restituir el
orden de las provincias de La Paz y de Quito en el año próximo anterior. Mas la con-
fianza de sus disposiciones no debe excusar la remisión de alguna fuerza a Montevideo,
Apéndice documental 299
porque la excesiva distancia impide que las fuerzas de Lima se acerquen a Buenos Aires
sin causar unos costos que no puede sufrir aquel erario; y probablemente se limitarán
sus miras a mantener en quietud las cuatro provincias más delicadas de La Paz, Cocha-
bamba, Plata y Potosí, impidiendo la remisión de caudales a Buenos Aires, para que la
falta de socorros, unida a la contradicción que han encontrado sus ideas en Córdoba
y Montevideo obligue a la Junta al reconocimiento del nuevo gobierno de regencia y
restablecimiento del orden legal.
Puede suceder también que la misma Junta sorprendida con las noticias del actual
estado de la nación, o para dar tiempo a consolidar su gobierno y adquirirse relaciones
que la sostengan, haya acordado con los facciosos el reconocimiento de vuestro supre-
mo consejo de regencia. Pero aun en este caso faltaríamos a los deberes de nuestro
ministerio, si no inspirásemos a Vuestra Majestad una justa y racional desconfianza de
sus operaciones. La opresión en que se veía el tribunal, no le permitía entrar en una
formal justificación de las circunstancias que han precedido y acompañado esta gran-
de alteración. Sin embargo sabemos sus relaciones con los reos fugitivos convencidos
de infidencia. Hemos indagado sus miras y los medios de seducción de que se valen
para verificarlas. Hemos visto la alegría de sus semblantes y los regocijos con que pu-
blican su soñada felicidad. Hemos oídos sus agrias quejas del gobierno español, los
pronósticos de sus futuras ventajas, y sus particulares atrevidas insinuaciones. Hemos
presenciado sus resentimientos por los castigos de La Paz, su desafecto a las demostra-
ciones de la nación, su intimidad por los extranjeros más sospechosos, y el anhelo con
que se busca y estudia la Constitución de los Estados Unidos. Y todo nos hace recelar
con fundamentos que tocan ya en evidencia, que difícilmente desistirán de un pensa-
miento formado por algunos desde la invasión de los ingleses y adoptado en el día por
el deseo de todos los revolucionarios, mientras la energía de vuestro supremo gobierno
no oponga por medio del temor y la fuerza una barrera a sus planes y los restituya a
los deberes de verdadero vasallaje y fidelidad.
No debe llamar menos la atención de Vuestra Majestad el ataque a la autoridad de
tres virreyes consecutivos, de los cuales dos han sido depuestos por facciones popula-
res, y el abatimiento del tribunal en la separación de sus ministros. En Buenos Aires
ha tomado asiento fijo la revolución desde el año 1806; y nada expone más aquellos
dominios a su ruina, que el trastorno del orden público, de que se valen hombres per-
versos para extender y radicar sus ideas seduciendo a los incautos. Las Audiencias de
América han sido desde la conquista la más firme base para mantener la dominación
de Vuestra Majestad en aquellas importantes posesiones, y en el día su opinión y res-
peto influyen más que nunca en los pueblos para conservar la unidad y dependencia
de aquellas provincias del gobierno supremo español. Si se tolera el mal ejemplo que
ha sufrido la Audiencia de Buenos Aires abatida por una facción tumultuaria; si ésta,
deseosa de separar trabas que arriesguen o entorpezcan sus planes, se cree con derecho
para desprenderse de sus magistrados, consultando solamente su ambición y antojo,
bien pronto será seguido el ejemplo por las demás provincias, donde los que admi-
nistran justicia tienen siempre malquerientes, y los que siguen la buena causa varían
su opinión en favor de los sediciosos. La ilustración del gobierno de Vuestra Majestad
conoce bien las fatales consecuencias que deben resultar de este desorden, y penetra
asimismo hasta qué grado llegará el de los pueblos del Perú si al paso que las Reales
Audiencias sirven de modelo a la fidelidad y verdadero vasallaje de las personas sensa-
tas, son el objeto del desprecio, y maquinaciones inicuas de los facciosos. Por último la
300 Eduardo Azcuy Ameghino
Documento 45
fuerza que nuestro patriotismo. Así es preciso que V. E. vuele a nuestro socorro con
dinero, cueste lo que cueste, son precisos doscientos mil pesos para sostenernos hasta
que lleguen los auxilios de España; y es también necesario que nuestros aliados los
ingleses, que han ofrecido la integridad de las Américas, coadyuven con todas sus
fuerzas y con un estrecho bloqueo a la capital de Buenos Aires para que vuelva al orden
y debida obediencia al único y legítimo gobierno que rige bajo el augusto nombre del
señor don Fernando VII. De lo contrario señor Exmo., y sin auxilios prontos, corre gran
riesgo esta plaza y de consiguiente todas estas provincias, Chile, Perú, y hasta el Reino
de Lima. Y por necesidad el contagio se extenderá también al Reino del Brasil, sin
que fuese de admirar que algún partidario francés lograse alzarse con el mando de la
capital, respecto a que se han admitido en ella a cuantos han pasado de este puerto y
estaban desterrados, y que se admitirán a cuantos vengan del Norte de América, que
no dejarán de hacerlo luego que sepan el estado de estas cosas, así por todos respetos,
que miren corren gran riesgo estas desgraciadas provincias sino se adoptan medidas
fuertes y vigorosas.
Documento 46
Informe oficial del subinspector del real cuerpo de artillería de Buenos Aires
Francisco de Orduña al secretario de Estado y de despacho universal de la
Guerra de España e Indias, relatando las novedades acontecidas en Buenos
Aires que culminaron con la instalación de una Junta revolucionaria, y las
primeras medidas tomadas por el nuevo gobierno.
Las funestas y sensibles noticias traídas por un buque extranjero, de haber inundado
los enemigos las Andalucías, dio mérito para que experimentemos en esta capital desde
el 23 de mayo último, las extrañas novedades que en resumen apuntaré, por lo que
respecta o tenga conexión con el real cuerpo de mi comando acá. El 22 de dicho mayo
fui llamado por el señor virrey don Baltasar Hidalgo de Cisneros, y a virtud de una
precaución prudente en unas circunstancias apuradas, como eran las de tratarse de
su deposición por instancias del pueblo, según se dijo, me ordenó acuartelase toda la
tropa del cuerpo, y estuviese pronto el tren de prevención, compuesto de seis cañones
de a 4, y dos obuses de a 6, que se hallaba municionado y listo desde meses antes
dentro del mismo cuartel al cargo de capitán don José M. Caravaca, ayudante mayor
de este departamento de artillería. Quedó aquella orden cumplida la noche del citado
día. Las demás tropas, estuvieron también en sus cuarteles.
El siguiente día, recibí una esquela dirigida a mí por este excelentísimo Cabildo,
justicia y regimiento, llamándome para concurrir a una Junta general y Cabildo abier-
to, que debía celebrarse a las nueve de la mañana del 23. El capitán del cuerpo don
Francisco Javier Pizarro, tuvo igual esquela. Verificada la reunión de los individuos
llamados, cuyo número pasaría de trescientos entre los jefes, tribunales, prelados y
vecinos, siendo abogados mucha parte de éstos, se abrió el congreso, manifestándose
por el Cabildo, las causas de él, reducidas a las expresadas desgraciadas noticias de
España y novedades de la Junta Central, dándose como perdida la Península y que en
este concepto debía separarse al virrey del mando de estas provincias y establecer una
junta gubernativa en ellas.
302 Eduardo Azcuy Ameghino
La escena fue bien irregular y sin orden. Allí los abogados que eran en crecido nú-
mero, tenían puede decirse toda la voz, ayudados de otros miserables sujetos. Después
de largo rato trató de votarse, extendiendo en secreto cada individuo su parecer; pero
se varió aun esta circunstancia, con todo de ser puesta en orden, y a proposición de
un abogado que allí hacía mucho papel, hubo de leerse en alta voz cada voto. Se me
llamó para dar el mío, y consultando sólo a mi honor, el juramento que tengo prestado
al soberano y a mis obligaciones, lo extendí en los términos siguientes: «España no es
perdida, sépase el parecer de las provincias interiores del virreinato, y mientras, siga
mandando como hasta entonces el virrey».
Apenas se leyó en alto mi voto, me vi al momento insultado por uno de los aboga-
dos, tratándome públicamente de loco, porque no fui con las ideas del gran partido.
Otros jefes militares veteranos, y algunos prelados que siguieron mi dictamen, fueron
también insultados o criticados. Me retiré del congreso así que pude lograrlo, bajo
pretextos que aparenté; porque no podía sufrir más aquel desorden y porque conocí
las miras siniestras que llevaban la mayor parte de los concurrentes. De tal congreso
resultó depuesto de su mando el virrey y abrogadas al Cabildo sus autoridades. En con-
secuencia, éste declaró que ponía el superior gobierno que se le había dado, en manos
de una Junta que nombró, y por su presidente al mismo virrey.
La tarde del 24 se publicó por bando general, la instalación de la nueva Junta, con
gusto de los de sana intención, por ver que a lo menos quedaba la legítima autoridad
en el ex virrey, pero esta satisfacción duró poco. Aquella misma noche, reunidos los
facciosos, en el cuartel del cuerpo urbano de Patricios, convinieron y pusieron en eje-
cución, ayudados de lo ínfimo de la plebe alucinada, el deshacer la Junta publicada el
día anterior; y a consecuencia de un escrito que presentaron al Cabildo, forjado por
ellos y firmado por los jefes y varios oficiales urbanos, todos naturales de acá, y por
otros individuos de baja esfera, armados todos, pidiendo a la voz y con amenazas la
deposición del presidente y vocales de la Junta, y que se reemplazasen con los que
ellos nombraban. Así hubo de hacerlo el Cabildo, y se publicó el día 25 la nueva Junta
muy a su gusto, y con dolor de los sensatos y más honrados vecinos, compuesta del
comandante del cuerpo urbano de Patricios, presidente y comandante general de las
armas; y por vocales, dos abogados, un clérigo, el coronel del batallón de milicias y
dos negociantes transeúntes catalanes, con otros dos abogados por secretarios. Ningún
jefe veterano, oidor ni prelado les pareció al caso. La mayor y mejor parte del pueblo,
nada tuvo en el asunto. Desde dicho día 25 de mayo, somos regidos en esta capital por
la tal Junta, formada por abogados, frailes y otros intrigantes, hijos todos del país, y
enemigos declarados de los españoles europeos, y levantada sobre y por medio de las
bayonetas que tienen a su devoción.
El día siguiente, fuimos llamados don Francisco Pizarro y yo para reconocer y pres-
tar obediencia a la nueva Junta. Me pareció prudente efectuarlo, como lo hice, bajo la
condición que se titulaba a nombre del rey nuestro señor don Fernando VII. A pocos
días, sin la menor noticia mía, sacó dicho Pizarro, parece que por orden de la Junta,
el tren del cuartel del cuerpo y se llevó municionado al Fuerte, alojamiento de ella;
pero sin artilleros, y al cargo de los urbanos, dejando de este modo completamente
desarmada la poca tropa del cuerpo que aquí hay; supongo que por la circunstancia de
ser veterana, a cuya clase mira mal toda esta gente, porque es así establecida por la
Corte. Últimamente, embarcaron al virrey y a la Audiencia de noche, y por medio de la
Apéndice documental 303
más rigurosa sorpresa, ignorándose el destino que llevaron, conducidos por un buque
inglés.
El ignorar las ideas y disposiciones de la plaza de Montevideo al tiempo de la for-
mación de esta Junta, me impidió el negarme a su reconocimiento. Y cuando después
se supo la leal resistencia que dicha plaza hace al actual ilegítimo gobierno de esta
capital, solicité de su presidente se me permitiese pasar a ella, lo que se me negó y
así me veo forzadamente constituido a permanecer aquí, de donde intentó fugarse el
ayudante mayor para pasar allá; pero lo contuve con mis consideraciones, y por no
abandonar el archivo que tiene a su cargo, con la caja del cuerpo.
Recibidos días pasados de Montevideo los papeles y oficios de la instalación del
supremo Consejo de Regencia de España e Indias, al momento le prestaron allí reco-
nocimiento y juraron obediencia. La ciudad de Córdoba, distante de aquí 150 leguas,
invitó a Montevideo; pero no obstante haberse recibido ya en esta capital los mismos
papeles y oficios, en nada menos se trata que en practicar aquel debido acto. Al con-
trario, despachó esta Junta el 7 de julio próximo pasado, una expedición de más de
mil hombres de todos los cuerpos, con destino a internarse por las provincias interio-
res, empezando por Córdoba, adonde llegó ya, para a la fuerza hacerse reconocer esta
Junta. Va en dicha expedición el teniente del cuerpo de mi mando don Diego Solano,
nombrado y destinado por la misma Junta, y declarado por ella capitán efectivo de
artillería, con cuatro sargentos y treinta y seis cabos y artilleros de estas brigadas vete-
ranas, para el servicio de dos obuses de a 6, cuatro cañones de a 4 de batalla, y dos de
a 2 aligerados. Dos de los cuatro sargentos lo son nombrados y hechos por la Junta en
clase de supernumerarios por no haber vacantes, y antes eran cabos primeros.
De esto inferirá V. E. que a la fuerza y a la voluntariedad autorizada por ella, no
puedo contrarrestar; y así no me queda más arbitrio que sufrir, hasta que las circuns-
tancias muden de aspecto, como con ansia lo deseamos los buenos españoles; y a que
mi oposición, sólo servirá seguramente para confinarme, o retirarme de que no me
considero lejos, y para que a los individuos del cuerpo que aquí están a mis órdenes, se
les causase extorsiones y persecuciones; pues aun sin aquella circunstancia, no deja de
observársenos de cerca, y de tenerse tomados estrechamente los pasos en las salidas
de esta ciudad, bajo rigurosas penas; sin cuyos tropiezos, no estaríamos en ella hoy,
muchos de sus individuos (. . . ).
Ayer por Gaceta de aquí, anuncia la Junta, cortada toda comunicación con Monte-
video, y que no reconoce el supremo Consejo de Regencia; como no dudo lo sabrá V. E.
por otros conductos con más circunstancialidad. Todo lo referido lo noticio a V. E. en
cumplimiento de mis deberes, y este pliego habré de valerme para dirigirlo, de medios
y conductos extraordinarios, porque de nada sirve aquí ya el secreto del correo, res-
pecto a que se abren las correspondencias continuamente por esta Junta, cuyo motivo
me preverá quizá en lo sucesivo de repetir a V. E. iguales sucesivas noticias, a que no
dejará de darse mérito por este nuevo gobierno.
Documento 47
Fragmento de las Memorias curiosas escritas por Juan Manuel Beruti, donde
se exponen los principales sucesos acontecidos durante el año 1810 hasta el
fusilamiento de Santiago de Liniers, jefe de la contrarrevolución organizada
en Córdoba para acabar con la junta impuesta el 25 de mayo.
304 Eduardo Azcuy Ameghino
excelentísimo Cabildo de los sujetos que componen la Junta, pero para esto ya había
renunciado el presidente y demás vocales, por habérselo hecho presente el Cabildo la
noche antes diciéndoles renunciasen la elección para no exponer al pueblo a un tu-
multo, que estaba dispuesto a no admitirlos aunque fuera a rigor de la fuerza, pues
ellos anulaban la elección hecha por el Cabildo pues a éste no se le había dado facultad
por el pueblo para hacerlo sino únicamente para tomar el mando de la capitanía ge-
neral, y no para formar la Junta, pues ésta se había de hacer a la voluntad del pueblo.
Efectivamente, hoy mismo se hizo nueva elección por el pueblo, y resultó de presi-
dente nombrado a don Cornelio Saavedra y comandante general de armas, y vocales
al doctor don Juan José Castelli, al doctor don Manuel Belgrano, secretario del Real
Consulado, don Miguel Azcuénaga, comandante de milicias provinciales de infantería
doctor don Manuel Alberti, cura de la parroquia de San Nicolás don Domingo Matheu
y don Juan José Larrea. Comerciantes y secretarios de ella los doctores don Juan José
Paso y don Mariano Moreno. Cuyos sujetos fueron inmediatamente conocidos por el
excelentísimo Cabildo, los cuales juraron también en la sala capitular sus empleos, e
inmediatamente se hizo saber al público por bando. Se enarboló bandera en el Fuerte,
éste hizo salva, hubo repique general e iluminación en la ciudad. Luego que juraron
sus empleos los vocales de la Junta, salió al balcón del Cabildo el presidente Saavedra,
arengó al pueblo a la fidelidad, paz y armonía, y lo que remató gritó el pueblo viva la
Junta. El contento fue general con esta elección pues fue hecha a gusto del pueblo, y al
contrario la primera que causó el mayor disgusto, que expuso a la ciudad a perderse.
El día 26 de mayo de 1810 fueron todos los tribunales y autoridades eclesiásticas
civiles y militares al Cabildo, y juraron obediencia a la Junta, que se halla en la sala
capitular.
En día 27 de mayo todas las tropas de artillería, infantería y caballería formaron
un cuadro en la plaza, salió la Junta, el presidente los arengó, y juraron obediencia, y
luego hicieron una descarga de artillería y fusilería con lo cual se concluyó.
El día 30 de mayo se hizo una solemne función en la catedral y se cantó el Tedeum
en acción de gracias por la instalación de la Junta, la que asistió a ella con todos los
tribunales; y pontificó el señor obispo, y dijo el sermón el doctor don Diego de Zavaleta,
habiendo ocupado la Junta el lugar preeminente donde presidían los señores virreyes.
No es posible que mutación como la anterior se haya hecho en ninguna parte con
el mayor sosiego y orden, pues ni un solo rumor de alboroto hubo, pues todas las
medidas se tomaron con anticipación a efecto de obviar toda discordia, pues las tropas
estuvieron en sus cuarteles, y no salieron de ellos hasta estar todo concluido, y a la
plaza no asistió más pueblo que los convocados para el caso, teniendo éstos un cabeza
que en nombre de ellos, y de todo el pueblo, daba la cara públicamente y en su nombre
hablaba; cuyo sujeto era un oficial segundo de las reales cajas de esta capital, don
Antonio Luis Beruti. Verdaderamente la revolución se hizo con la mayor madurez y
arreglo que correspondía no habiendo corrido ni una sola gota de sangre, extraño en
toda conmoción popular, pues por lo general en tumultos de igual naturaleza no deja
de haber desgracias, por los bandos y partidos que trae mayormente cuando se trata
de voltear los gobiernos e instalar otros. Pero la cosa fue dirigida por hombres sabios, y
que esto se estaba coordinando algunos meses hacía. Y para conocerse los partidarios
se habían puesto una señal que era una cinta blanca que pendía de un ojal de la casaca,
señal de la unión que reinaba, y en el sombrero una escarapela encarnada y un ramo
Apéndice documental 307
de olivo por penacho, que lo uno era paz, y el otro sangre contra alguna oposición que
hubiera a favor del virrey.
Si el Cabildo del 1 de enero de 1809 hubiera coordinado la cosa como al presente, lo
hubiera conseguido, pero le faltó orden, arreglo y política, pues todo fue un desorden,
y propiamente una borrachera que los cegó, habiéndose expuesto a perderse, perder el
pueblo y las glorias que habían adquirido, en términos que si el virrey Liniers hubiera
sido hombre vengativo y no hubiera sido de un corazón tan bondadoso, habría a todos
los comprendidos en el alboroto puesto en un patíbulo inmediatamente, y arruinado
tantas familias de distinción que estaban comprendidas; y al contrario se contentó
solamente con expatriar medio Cabildo, poner presos a los complicados en el hecho, y
desarmar los cuerpos que sostenían el partido del Cabildo.
El día 8 de junio de 1810 fueron a la real fortaleza los oficiales naturales indios, que
hasta aquí habían servido agregados a los cuerpos de castas de pardos y morenos, y
recibiéndoles la Junta se les leyó a su presencia por el secretario la orden siguiente: La
Junta no ha podido mirar con indiferencia que los naturales hayan sido incorporados
al cuerpo de castas, excluyéndolos de los batallones españoles a que corresponden. Por
su clase, y por expresas declaratorias de su Majestad, en lo sucesivo no debe haber dife-
rencia entre el militar español y el militar indio: ambos son iguales, y siempre debieron
serlo, porque desde los principios del descubrimiento de estas Américas quisieron los
reyes católicos, que sus habitantes gozasen los mismos privilegios que los vasallos de
Castilla.
En esta virtud ha resuelto la Junta, a consecuencia de una representación de los
mismos naturales, que sus compañías pasen a integrar los regimientos segundo y ter-
cero bajo sus mismos oficiales, alternando éstos con los demás sin diferencia alguna,
y con igual opción a los ascensos, aplicándose las compañías por igual número a los
cuerpos a que se destinan.
El día 22 de junio de 1810 fueron llamados al Fuerte, por orden de la Junta, los
señores oidores de esta Real Audiencia don Francisco Tomás Anzoátegui, don Manuel
José de Reyes, y don Manuel de Velasco, y los fiscales don Manuel Villota de lo civil
y don Antonio Caspe y Rodríguez de lo criminal, como igualmente el excelentísimo
señor don Baltasar Hidalgo de Cisneros, cuyos individuos se juntaron en el salón real
de palacio, en la sala del real busto de su majestad en donde tomaban asiento con-
forme iban llegando, los cuales luego que estuvieron juntos recibieron al señor vocal
de la Junta doctor Castelli, que salió, y les manifestó de orden de dicha Junta, que
eran llamados para hacerles saber que inmediatamente iban a embarcarse por causas
reservadas que había para ello, con lo que se retiró. Inmediatamente se condujeron a
unos coches prevenidos y custodiados por más de quinientos hombres de tropa. Fueron
llevados al muelle y los embarcaron en una fragata inglesa, que estaba ya prevenida
para el efecto, cuya escena sucedió a las ocho de la noche. Para obviar alguna oposi-
ción se pusieron las tropas todas en sus cuarteles sobre las armas. Se echaron muchas
patrullas por las calles, se acordó desde el Fuerte al muelle la carrera de tropa, y en
las bocacalles inmediatas a la plaza centinelas. La Junta inmediatamente nombró un
apoderado a cada uno de los señores expatriados para que se hicieran cargo de sus bie-
nes y acciones, y cuidaran de sus familias. El barco donde fueron tenía un espléndido
rancho prevenido por anticipación de orden de la Junta, y se les dio dinero para en
caso de arribada. La causa y motivos que tuvo la Junta para esto, fue el saber de que
estaban tramando una conjuración contra el gobierno y que mandaban a las provincias
308 Eduardo Azcuy Ameghino
oficios a las demás provincias con crecido número de supuestos falsos, a fin de que
siguieran su partido y se unieran con ellos para resistirnos.
Inmediatamente se mandó por la Junta un ejército auxiliador de mil quinientos
hombres para socorrer a las provincias contra los gobernadores que querían oponerse
a la libertad de los pueblos, y particularmente contra este gobernador que se había ya
declarado su opresor y contrario a la Junta. Pero viendo el ningún fruto que había de
sacar contra unas fuerzas superiores, y que las pocas que él tenía eran forzadas, y que
no deseaban más que ver nuestras tropas para volverle la espalda, trata con sus demás
partidarios escapar fugando para lo interior del Perú, como lo hicieron cuatro o cinco
días antes de llegar nuestras tropas, llevando consigo sobre trescientos hombres arma-
dos de chuzas y pocos fusiles, nueve cañones, muchos caballos y mulas, y el situado
del comando de esta capital, que lo había detenido el gobernador con setecientos mil
pesos que traía, sin dejarlo venir a su destino.
Sabido esto por el comandante Ocampo, destacó trescientos hombres de sus mejo-
res tropas al mando de su mayor general don Antonio González Balcarce, para que los
siguiera y ver si los podía alcanzar y prenderlos, pues aunque su ejército se aminoraba
no importaba nada, por estar ya sobre Córdoba, y los únicos opositores haber fugado,
como el haber recibido de aquel Cabildo un diputado, que en nombre de la ciudad, pe-
día entrasen sin recelo alguno, como lo hicieron, habiendo sido recibidos con muchas
demostraciones de alegría.
Efectivamente Balcarce salió con su gente en alcance de 1os prófugos, y al cabo los
encontró divididos; y fue que su ayudante de campo don José María Urien, registrando
una noche las chozas del campo, encontró dentro de una a don Santiago Liniers y
al canónigo de la catedral de Córdoba don Tadeo Llanos, que seguía su partido, con
dos mozos y un criado que estaban en su compañía, a todos los cuales apresó. El
indicado Liniers estaba sin luz, pues era de noche, y cuando Urien le intimó la prisión,
aquél se puso al pecho una escopeta de dos tiros, que disparó, y dio casualidad de que
fallase la ceba, que sino lo hubiera muerto. El teniente don Domingo Alvariño apresó
al gobernador Concha, coronel don Santiago Allende, asesor don Victorino Rodríguez,
ministro Moreno, y otros varios oficiales que lo seguían. El señor obispo fue preso por
don Manuel Rojas a ocho leguas de distancia de donde fue aprehendido el general
Liniers. Toda la tropa que llevaba Liniers de armas se le desertó, se le incendiaron tres
carros de la pólvora, con cuyo motivo clavó cinco piezas de artillería de las once que
llevaba, y echó las municiones al agua, y con este motivo, quedaron solos, nuestra
gente sin oposición, y ellos presos.
En Córdoba se puso de gobernador a don Juan Martín Pueyrredón, que fue por la
ciudad recibido con muchas demostraciones de alegría, y de resultas de esto, como de
haberse logrado el allanamiento sin oposición de dicha ciudad, se anunció en esta capi-
tal con lo referido, y a mayor abundamiento, con una noche de iluminación general. El
28 de agosto de 1810 entró en esta capital un chasqui, que vino del paraje que llaman
De la esquina, distante de ésta como 100 leguas entre la jurisdicción de Córdoba y de
esta ciudad, cuyo chasqui lo mandó el señor doctor Castelli, vocal de esta Junta, que
hacía algunos días había salido, sin saberse para dónde, con un escribano, y acompa-
ñado de más de 50 húsares, que iban al mando de don Domingo French, coronel del
regimiento de infantería de América, el que trajo la infausta noticia, que fue para todo
el pueblo de un general sentimiento de que en dicho paraje fueron arcabuceados por
orden de la Junta, el excelentísimo señor don Santiago Liniers, caballero de la orden
310 Eduardo Azcuy Ameghino
Documento 48
Escribe a vuestra merced sin conocerle un amigo de la patria y fiel servidor del rey,
porque sabe que vuestra merced lo es. Las noticias de España sirvieron de pretexto a un
corto número de hombres para poner en ejercicio un plan de independencia que tenían
meditado y conferido muchos tiempos hace. Ganaron a los comandantes de los cuerpos
voluntarios predisponiendo su tropa para hacerles la forzosa. Amenazaron después al
Cabildo con terribles conminaciones para que prestase su nombre y representación.
Apéndice documental 311
Documento 49
Oficio del marqués de Casa Irujo – embajador español ante la corte portugue-
sa en el Brasil – al marqués de las Hormazas, analizando las circunstancias
que dieron origen a la revolución que se había producido en Buenos Aires, el
accionar del «partido de la independencia», y manifestando su rechazo a reco-
nocer a la Junta, cuya alusión a Fernando VII juzga como una capa o barniz
destinado a cubrir la emancipación de la colonia.
Los pliegos que envié a V. E. hace un mes por don José Matías Landaburu deben
haberle preparado hasta cierto punto para la desagradable noticia que siento tener
que comunicarle de una especie de revolución ocurrida últimamente en Buenos Aires,
cuyas consecuencias pueden ser tan funestas como importantes. Aquel país desde que
los ingleses estuvieron en él, puede considerarse como minado por diferentes partidos y
pasiones. La excesiva bondad y condescendencia de Liniers los fomentó probablemente
sin designio y el virrey Cisneros ha tenido, consideradas todas las circunstancias, un
mando tan penoso como difícil, y tanto más triste para él cuanto sin duda conocía
ciertos males de una desgraciada trascendencia sin tener los medios de atajarlos o
remediarlos.
Hacia el 17 del mes pasado llegó a Buenos Aires un barco ingles que llevó las noti-
cias de nuestros desastres en Andalucía, del Paso de la Sierra Morena por los franceses,
posesión de Sevilla, huida y disolución de la Junta Central, formación de la nueva
Regencia, etc. Es evidente que el virrey anticipando los funestos efectos de semejantes
noticias, había procurado impedir su circulación, pero ésta estaba ya tan extendida que
su tentativa era impracticable. Entonces se vio en la necesidad de hacer una especie
de proclama anunciando las mismas noticias, pero observando que aunque aquellos
sucesos nos habían sido contrarios, la nación poseía todavía muchos soldados, plazas
fuertes, ardimiento y resolución para defenderse.
314 Eduardo Azcuy Ameghino
El partido de la independencia, que por sus deseos había anticipado y estaba pre-
parado para cuando llegase noticias de esta naturaleza, alborotó el pueblo haciéndole
creer que ya no existía políticamente la metrópoli, que todo estaba perdido, que la
Regencia que había sucedido a la Junta disuelta tumultuariamente no podía tener au-
toridad legal sin el pleno conocimiento de los pueblos, y en una palabra que para evitar
la anarquía y conservar en su integridad la posesiones americanas y los derechos del
señor don Fernando VII, debían formar los naturales un gobierno a este efecto. Esta
opinión, preparada ya de antemano, se realizó con facilidad, y el virrey a vista del
pueblo y en consecuencia de las diputaciones y representaciones que recibió a este
fin de los diferentes cuerpos, inclusos los militares, se vio en la necesidad de hacer
su dimisión del virreinato en manos del Cabildo. Éste procedió a formar un gobierno
provisional a cuya cabeza habían puesto a Cisneros, pero por intrigas del partido do-
minante se renovaron los clamores, se hicieron representaciones por escrito a fin de
que se nombrasen otras personas para el gobierno provisorio, sin duda con el objeto
de excluir al caballero Cisneros. Se vio pues el Cabildo en la necesidad de ceder y de
hacer el nombramiento de otra Junta de Gobierno Provisional del Río de la Plata. Ésta
ha hecho varias proclamas, representando la España como perdida, la Regencia de ella
como ilegítima, reconociendo al señor don Fernando VII como su legítimo soberano, y
la regularidad a la sucesión del trono, con arreglo a nuestras leyes y finalmente con-
vocando diputados de las ciudades y villas del interior para formar un congreso en el
que se determinaría la especie de gobierno que habían de adoptar. Esta nueva Junta de
Gobierno me ha escrito acusando el recibo de ciertos pliegos que yo enviaba al virrey
y dándome parte de las importantes ocurrencias en Buenos Aires en los términos que
verá V. E. por la copia adjunta. No puedo enviar los documentos impresos porque no
teniendo más que un ejemplar me propongo enviarlos a V. E. por una ocasión directa
que creo se presentará muy pronto, reservándome informarle por aquel canal de lo
que vaya averiguando y de algunas otras circunstancias importantes que han llegado
ya a mis noticias. Parece que el nuevo gobierno ha despachado ya a Inglaterra tres
diputados por un bergantín de guerra inglés, y que iban en su compañía dos comer-
ciantes ingleses. El pliego de la citada Junta me lo ha traído también un bergantín
inglés llamado Pitt, el cual entiendo debe volver mañana para el Río de la Plata.
Por mi parte bien convencido de que el nombre de Fernando VII de que hace uso
aquel gobierno provisorio, sólo sirve de capa o de barniz para hacer menos odiosa la
emancipación de aquellas provincias. Y al ver se desentiende de la España y de su
gobierno actual, en quien debemos tener la mayor confianza, he creído de mi obli-
gación no reconocer la citada Junta de Buenos Aires para cosa alguna, y dejaré por
consecuencia sin respuesta la carta que me ha escrito y de que acompaña copia.
Como esta carta va por Inglaterra en el navío inglés el Bedford, y que por este gran
rodeo tardará mucho en llegar á manos de V. E., no entro en otras particularidades;
sólo sí diré que anticipando yo que cualquiera noticia que pudiera hacer aparecer nues-
tra causa como desesperada produciría los desgraciados efectos que han resultado de
las que recibieron por Gibraltar, tenía un cuidado especial en informar al caballero
Cisneros de todas las favorables que nos llegaban por aquí.
Cisneros no me ha escrito en esta ocasión ni una sola palabra. Su silencio me dice
bastante. Entiendo le han quitado su sueldo, dejándole una asignación de cinco mil
duros para su manutención. El nuevo gobierno había mudado ya a muchos empleados y
preparaba una expedición de quinientos hombres para enviar a lo interior, según decían
Apéndice documental 315
para conservar el orden y buena política en las elecciones; en realidad para forzar las
provincias a que siguiesen el ejemplo de la capital. De Montevideo no sabemos nada
de positivo. Elío hace allí mucha falta; se dice no obstante había llegado a Montevideo
cuando salió un buque que entró en este puerto antes de ayer, un bergantín de España
con tan buenas noticias que habían iluminado la ciudad, y que de resultas se había
suspendido la partida para Buenos Aires de cinco diputados que estaban nombrados
para ir a cumplimentar y reconocer la Junta.
También se dice que Liniers, que residía antes en Mendoza, había llegado a un
paraje llamado Los Arrecifes, a 40 leguas de Buenos Aires. Unos pensaban que había
admitido el mando militar que le había dado el nuevo gobierno de todas las tropas
del país, otros creen con bastante verosimilitud volvía a Buenos Aires para embarcarse
para España.
Documento 50
Lo que corre ahora es que el pueblo de Córdoba está con el disgusto que antes dije
a vuestra merced disponiendo su gente en orden de batalla, y que tienen ya sobre dos
mil hombres en movimiento esperando los quinientos de ésta, en vista de lo cual se
dice que esta superioridad ha determinado aumentar el número de la expedición hasta
mil hombres, temerosos tal vez que por su cortedad sean mirados con menosprecio, y
paguen vergonzosamente su arrojo. Se asegura que Liniers sigue inflamando los ánimos
de aquellos habitantes, con proclamas de las cuales algunas han venido aquí, pero
no ha sido posible conseguir una. Además que dicho Liniers ha expedido órdenes a
Nieto para que reuniendo todos aquellos veteranos que hay en aquellos pueblos de su
comando los mande a Córdoba para defensa de la causa presente. Aquí no dejamos
de estar con algún subsidio por la demasiada libertad con la que cometen mil excesos
aquellos mismos encapotados con cuya sola influencia se formó la Junta que ahora
gobierna. Vayan algunos hechos de estos libertinos. El sábado a la noche mandaron
llamar al oidor Caspe al fuerte como por la Junta (todo falso) y al volver a su casa le
salen al encuentro los antedichos y descargaron sobre él palos, sablazos, puñaladas y
patadas, de cuyas resultas está muy malo en la cama. La causa que le ha hecho sufrir
este castigo nocturno fue la oposición a todo lo obrado. Esto mismo sucede con otros
muchos a quienes persiguen por lo mismo. El domingo a la noche, a eso de las 10 y
media, se vio toda nuestra calle favorecida de los ya referidos, y a nombre de la Junta
se hacían cerrar unas puertas y abrir otras con excesivos golpes que acreditaban furor
y venganza. Considere V. cual será nuestro cuidado al imaginar nuestro próximo riesgo
si algún malandrín por equivocación nos ataca. Ayer se dio por bando la providencia
de la entrega de las armas del rey con término de 24 horas con pena de 25 $ de multa
y destierro a los inobedientes a tan justo precepto.
316 Eduardo Azcuy Ameghino
Para que V. forme un juicio prudente del espíritu que anima a los defensores de
estas nuevas disposiciones ha de saber que en los convites particulares, los brindes
son: «A que en esta misma copa bebamos sangre de los opuestos sarracenos», y sus
canciones:
Amigo, se dispone de una expedición de mil hombres para sujetar a los cordobeses
y salteños, y es tiempo de que en esa amaguen con otra para aquí para entorpecer la
que va a salir para arriba, a fin de que los cordobeses tengan tiempo de rehacerse de
armas y gente que la pueda rechazar porque están escasos de armas.
Documento 51
15 de junio de 1810
Documento 52
Carta de Francisco de Paula Sanz al virrey del Perú – José Fernando de Abas-
cal – , con noticias sobre la política de la Junta subversiva creada en la ca-
pital, y realizando diversas consideraciones sobre la manera más apropiada
de derrotarla militarmente con la participación de Liniers, Nieto y otros jefes
españolistas, incluyendo información sobre los preparativos en curso.
La adjunta copia del oficio que acabo de recibir por extraordinario del señor gober-
nador intendente de Córdoba impondrá a V. E. del nuevo acaecimiento subversivo en la
capital de Buenos Aires, contra la autoridad del Exmo. señor virrey de estas provincias
a consecuencia de las noticias de nuestra Península llegadas por una fragata inglesa en
53 días, según se me dice desde Gibraltar, singularmente de la extinción de la Junta
Central Suprema y creación del nuevo Supremo Gobierno de Regencia el 6 de febrero,
compuesto del Exmo. señor obispo de Orense, de los Exmos. señores don Francisco de
Saavedra, don Francisco Xavier Castaños, don Antonio Escaño, y don Miguel de Lar-
dizabal, como representante de las Américas. Como verá V. E. por la copia del aviso
al público impreso en Buenos Aires que acompaño, como igualmente de los demás pa-
peles que me ha remitido con el mismo extraordinario el Exmo. señor don Santiago
Liniers, venidos en dicha fragata de que ha hecho sacar precipitadamente copia por
diversas manos de confianza, un tanto de cada una para la más cumplida noticia de V.
E.
Como la comandancia general de armas de estas provincias se halla conferida al
señor presidente de Charcas don Vicente Nieto, le paso en esta misma hora igual avi-
so circunstanciado de todo para ver las órdenes que crea conveniente expedir en las
circunstancias de que dudo tengamos correo ordinario de la capital, cuando debiendo
haber llegado a Córdoba el día 1 de éste, el 3 aún no había aparecido allí. En cuya
virtud sólo debemos esperar las que aquel caballero intendente nos vaya comunicando
sobre el concepto que expresa del modo de pensar de sus fieles provincianos en favor
de la legítima autoridad del Exmo. señor virrey, sin reconocer jamás la Junta subversiva
creada en la capital, contando con que los jefes que nos hallamos en estas provincias
interiores nos mantendremos unidos a tan justa resolución, y procuraremos mantener
nuestras provincias constantes siempre por nuestro suspirado monarca, el señor don
Fernando VII, y por el Supremo Gobierno que subsiste en la Madre patria para mandar
en su real nombre.
Los auspicios de V. E. han de ser siempre nuestro asilo. No sé aún como pensará el
señor don Vicente Nieto; pero mi voto, aunque uno, será siempre el de que, verificada la
deposición del Exmo. señor virrey, nos pongamos todos bajo del mando de V. E., puesto
que ese superior gobierno lo tenía antes también extensivo hasta la propia provincia
de Córdoba.
Esta general subordinación a esa capital es la que en mi concepto puede sostener fiel
y constante a todo este continente; pues privado Buenos Aires de los envíos de dinero
de estas provincias, como lo he resuelto por mí, mandando regresar el situado que
despaché pocos días hace, no sé cómo podrá sostenerse sin someterse al fin, conociendo
el crimen que ha perpetrado, y el daño que se ha hecho.
318 Eduardo Azcuy Ameghino
Al señor presidente del Cuzco escribo pidiéndole el auxilio de algunas armas, pues
estamos escasísimos de ellas, y es lo que más necesitamos para todo evento. Por su
mano dirijo este extraordinario con este pliego para su inteligencia, pues ni tengo
tiempo para instruirle directamente de todo, ni el estado de mi salud, que tengo bien
quebrantada, en la actualidad, me lo permite.
V. E. dispense cualquier defecto en este oficio, pues la incomodidad con que quedo,
la displicencia consiguiente a este tal acaecimiento, y la precipitación con que me es-
fuerza dar estos avisos a los demás jefes a un mismo tiempo, me hacen casi no atinar
quizá con el orden ni expresiones debidas en los oficios.
Documento 53
Documento 54
existía más, ellos no podían seguir reconociendo su autoridad, y por lo tanto le pedían
que renunciara de inmediato. A esto el virrey replicó que estaba pronto a acceder a su
demanda, pero que no podía menos que declarar que sus procederes estaban señalados
por una extraordinaria precipitación y se basaban únicamente en noticias de sucesos
que, después de todo, podrían no ser realmente ciertas. Los argumentos del virrey, sin
embargo, no tenían validez, y fue obligado a renunciar a su autoridad en el Cabildo,
del que al instante fue designado presidente.
El veintidós último, este cuerpo, o más bien asamblea general de todas las autori-
dades constituidas congregadas por ella, llegaron a la resolución de formar una Junta
Provisional, previo al establecimiento en Buenos Aires de un congreso que estaría com-
puesto de los diputados de todas las provincias de Hispanoamérica. El virrey estaba
enteramente excluido de esta Junta, con gran desagrado de todos los españoles eu-
ropeos que, sin embargo, constituyen por lejos la parte menos poderosa o respetable
de la comunidad en Buenos Aires. Alrededor de trescientas personas fueron invitadas
a asistir con el fin de elegir la nueva Junta. De éstos, sólo ciento noventa estuvieron
presentes, de los cuales arriba de ciento treinta votaron por la entera desaparición del
poder del virrey (bajo cualquier nombre), y alrededor de cincuenta y cuatro estuvieron
en favor de que fuera reinstalado en su primitivo cargo. Una diputación del Cabildo
visitó, entonces, al virrey para anunciarle formalmente la terminación de su autoridad
y para recibir de sus manos el bastón de oficio.
La Junta Provisional se compone de siete miembros y dos secretarios. Saavedra, el
comandante en jefe de las fuerzas armadas, fue designado presidente. Su primer acto
fue renovar el voto de fidelidad a Femando VII y de adhesión a la causa de España,
siempre que una parte de ella permaneciera libre de la usurpación de Francia. Se pro-
clamó luego una amnistía general en favor de esas personas que habían dado un voto
contrario, acompañada de una declaración de que la alteración que se había efectuado
en el gobierno había tenido lugar sólo en consecuencia de que la Suprema Junta había
sido disuelta, (y con ella la autoridad del virrey a quien había designado) y de que la
Junta había asumido ilegalmente el derecho de delegar sus poderes a la regencia, sin
consultar la opinión del pueblo, y sobre todo sin ninguna referencia a la opinión de
una parte tan vasta del imperio español como sus colonias americanas.
De inmediato se despacharon invitaciones a las otras provincias, pidiéndoles que
enviaran diputados a Buenos Aires, con el propósito de establecer un congreso gene-
ral; y se decretó que los gastos de las personas del interior serían sufragados con las
asignaciones que el virrey recibía anteriormente como presidente de los directorios pa-
ra control y contrato de la venta de tabaco. Muchas otras resoluciones se publicaron
al mismo tiempo; las principales de las cuales, y aquellas más generalmente gratas al
pueblo, fueron una declaración de que la nueva Junta se despojaba de todo derecho
a intervenir en asuntos judiciales (que son dejados como antes a la Audiencia), que el
primer día de cada mes una declaración de los ingresos y gastos públicos sería impre-
sa y difundida, y que ni derecho ni imposición de ninguna clase sería recaudada del
público sin el consentimiento y aprobación del Cabildo. Tengo el honor de incluir a
ésta, para la información de Su Señoría, copias impresas de todos los documentos que
se han publicado en esta ocasión, tanto por el Cabildo como por la Junta. Su Seño-
ría advertirá entre ellos una copia de la renuncia del virrey, refrendada por su propia
firma.
Apéndice documental 321
Me dan a entender que una de las primeras reuniones de la Junta estuvo ocupada
con la discusión de su política futura para con Inglaterra y su Corte. Que se resolvió
adoptar medidas inmediatas para comprometer al primer país en su interés procedien-
do a abolir las restricciones que las leyes coloniales habían impuesto al comercio de los
establecimientos españoles, y con ello proporcionar a Inglaterra una anticipación de las
ventajas que podría obtener al respaldar el nuevo orden de cosas, y una prueba de que
Hispanoamérica deseaba menos separarse de la Madre patria, que del intolerable siste-
ma de opresión con el que constantemente ha actuado con sus colonias. No encuentro,
pues, que se haya decidido enviar agentes para tratar con el gobierno británico. Creo,
por el contrario, que se resolvió salvarlo por el momento del embarazo en que se su-
ponía estaría colocado por la continuación de sus compromisos con España, o porque
ya había reconocido la regencia que sucedió a la Junta en Cádiz. Sin embargo, me
fue escrita una carta (de la que una traducción se incluye aquí) explicando los puntos
de vista y principios del nuevo gobierno, y pidiéndome que los presentara bajo la luz
más favorable a mi Corte, y obtuviera de la del Brasil la continuación de sus actuales
sentimientos pacíficos para con los habitantes de Hispanoamérica. Se decidió también
que una persona confidencial sería designada para conferenciar conmigo acerca de los
acontecimientos recientes y acerca de las esperanzas abrigadas por la Junta con res-
pecto a la protección de Inglaterra. La actitud de esta persona será detallada en otra
parte de este despacho. Su Señoría probablemente estará sorprendido de que, conside-
rando la violenta y rencorosa animosidad que subsiste entre los españoles europeos y
el pueblo de Buenos Aires, esta revolución se haya realizado de un modo tan pacífico.
Pero esto se explica fácilmente por el hecho de que el ejército está enteramente a favor
del nuevo gobierno, y comandado por sus principales miembros, de modo que toda
resistencia de parte de los españoles europeos sería inútil e inefectiva.
No hay que suponer que la llegada de las noticias de España fue la única causa
que apresuró los últimos acontecimientos en Buenos Aires. Otras dos circunstancias
contribuyeron en un grado no común para acelerarlos. Los incesantes esfuerzos de los
agentes utilizados por la princesa del Brasil para vencer la antipatía con la que sus
pretensiones son recibidas en Buenos Aires; las sumas de dinero dadas abiertamente
con este propósito; y por sobre todas las cosas, el lenguaje indiscreto e intempestivo
usado por los amigos de Su Alteza Real, y sus amenazas de futuras represalias sobre
el partido popular, constituyeron la primera y principal de estas causas. La segunda
tuvo su origen en las actitudes violentas del ministro español en esta corte, quien hace
algún tiempo reclamó al gobierno portugués ciertos súbditos españoles que residen
ahora en Río de Janeiro, y que aseguró que están en correspondencia con los jefes
independientes en Buenos Aires. Este gobierno, muy propiamente rehusó entregar a las
personas en cuestión que estaban viviendo pacíficamente bajo su protección, y que no
habían cometido ninguna trasgresión contra las leyes del país. Esto produjo una serie
de cartas muy airadas de parte del ministro español; y en verdad su lenguaje sobre
el tema era tan violento y alarmante que algunas de estas personas, y entre otras dos
hermanos del nombre Pueyrredón, tomaron la resolución de escapar a Buenos Aires,
donde sus exposiciones del peligro al que habían estado expuestos, tuvo un efecto no
pequeño de perturbar e inflamar las mentes de sus conciudadanos y de disponerlos a
apresurar la ejecución de esos proyectos revolucionarios a los que sus pensamientos se
habían inclinado durante tanto tiempo y tan seriamente.
322 Eduardo Azcuy Ameghino
Su Majestad que traficaban en las colonias españolas habían estado expuestos durante
tanto tiempo.
Con respecto a las armas, expresé mi opinión que sería poco conveniente por va-
rios motivos al gobierno de Su Majestad entregar una provisión de esos artículos en
la actualidad, y de acuerdo a esto le recomendé que fueran compradas a comerciantes
particulares. Con esta respuesta me pareció que el gobierno de Su Majestad se ahorra-
ría el embarazo de un pedido al que posiblemente no le convendría acceder. En cuanto
a los temores abrigados de actitudes hostiles de parte de esta Corte, manifesté que
no existían motivos para ellos; y me comprometí que trataría seriamente de inducir al
príncipe regente a respetar la tranquilidad de sus vecinos españoles, en tanto siguieran
manteniendo su fidelidad a su legítimo soberano y se abstuvieran de toda medida que
pudiera incitar sospecha o alarma de parte de esta corte.
Apenas había terminado esta conversación cuando recibí una invitación para pre-
sentarme al príncipe regente en el palacio. Su Alteza Real ya había recibido noticias de
Buenos Aires, y por cierto no parecía estar en absoluto afectado o alarmado por ellas.
Me aseguró que su conducta para con los hispanoamericanos estaría guiada entera-
mente por la de Su Majestad, cuya política estaba decidido, en toda ocasión, a seguir
estricta y escrupulosamente.
El lenguaje del conde de Linhares (a quien vi después) fue completamente diferen-
te. Parecía regocijarse de que se presentara una ocasión de realizar todos sus primitivos
proyectos y de extender los territorios portugueses hasta la ribera norte del Río de la
Plata y al Paraguay. Habló mucho de la alarma que el príncipe regente había sentido
a raíz de las actitudes revolucionarias de las colonias españolas y de la decisión de Su
Alteza Real de aprovechar esta oportunidad de restablecer los antiguos límites de sus
dominios en esta parte del mundo, y expresó sus intenciones de dirigirme una nota so-
bre este terna, solicitándome exponer al gobierno de Su Majestad la absoluta y urgente
necesidad de interponer una barrera fuerte y natural entre los estados del Brasil y sus
vecinos democráticos. Por consiguiente, recibí de él, anoche, una nota de la que tengo
el honor de incluir en ésta una traducción.
Su Señoría probablemente no advierta que la idea de extender las fronteras brasi-
leñas hasta el Plata y el Paraguay ha sido, durante largo tiempo, un proyecto favorito
de la casa de Souza, y que el conde de Linhares en particular está en el más alto grado
ansioso de tratar de procurar su realización. Es a este principio que pido a Su Seño-
ría que atribuya las afirmaciones exageradas en la nota del conde de Linhares de los
temores sentidos por el príncipe regente a consecuencia de los últimos procederes del
gobierno de Buenos Aires. Puedo asegurarle a Su Señoría que esos temores de ningún
modo existen en la medida que se les atribuye, y estoy igualmente seguro que en el
momento no hay una causa justificada de alarma. Probablemente pasará largo tiempo
antes que Montevideo y los distritos dependientes de ella, e interpuestos entre el Río
de la Plata y la frontera brasileña, sean inducidos a cooperar en los procedimientos del
gobierno de Buenos Aires. Y por cierto será mucho antes que el gobierno arroje su fide-
lidad actual a Fernando VII y establezca un sistema de entera independencia, de modo
que no parece haber ninguna razón inmediata para temer la introducción de principios
revolucionarios en los territorios brasileños. Temo, sin embargo, que Su Señoría esté
expuesto a alguna falta de oportunidad de parte del caballero de Souza, quien sin duda
tratará por todos los medios posibles de inducir al gobierno de Su Majestad a secundar
un proyecto al que su hermano está tan apegado. Su Señoría mientras tanto puede
Apéndice documental 325
confiar en mis esfuerzos para impedir que esta corte de pasos de ninguna naturaleza
en este asunto, hasta que se me haga conocer la voluntad de Su Majestad.
Tan pronto como hube recibido del príncipe regente una renovada seguridad de las
intenciones pacíficas de Su Alteza Real para con el gobierno de Buenos Aires, procedí
a contestar la carta que había recibido de ese cuerpo. Tengo el honor de incluir una
traducción de mi respuesta, en la que confío que Su Señoría no verá ningún motivo
para desaprobarla. Se funda en los mismos principios que inspiraron mis comunicacio-
nes con el agente español. También creí necesario introducir en ella una manifestación
muy clara de mi opinión respecto al francés Liniers, tan inmerecidamente popular en
Buenos Aires. Esta carta se envió el dieciocho del corriente con un transporte destinado
al Río de la Plata.
No puedo concluir este despacho sin exponer a Su Señoría que con la partida de las
naves de Su Majestad Presidente y Bedford, la fuerza naval británica en esta costa está
reducida ahora a un navío de línea y una corbeta que está estacionada en el Río de la
Plata. Corresponderá al gobierno de Su Majestad decidir si estas costas parecen necesi-
tar protección y hasta dónde el descontento sentido y expresado por el príncipe regente
por el traslado de la escuadra debe tomarse en consideración. Pero me atrevo respe-
tuosamente a someter a Su Señoría, si, en las presentes circunstancias de las colonias
españolas, no sería conveniente hacer una demostración de fuerza naval en esta parte
del mundo. Y también desearía observar a Su Señoría que en la actualidad carezco en
absoluto de medios de comunicación ya sea con el gobierno de Su Majestad o con el
Río de la Plata, y que en un período tan preñado de acontecimientos importantes, los
inconvenientes más serios pueden surgir de la falta de esos medios; y en consideración
de estas circunstancias, agregado a la rareza de los arribos de paquebotes a este lugar,
me permito esperar que Su Señoría tendrá a bien hacer que una o dos goletas o cúteres
livianos sean enviados a esta estación, con el propósito de facilitar la correspondencia
oficial del ministro de Su Majestad.
Documento 55
Noticias de Buenos Aires del 29 de junio me llegaron hoy; y ya que se puede con-
siderar que más bien que recitar ningún hecho de verdadera importancia, detallan
bastante los sentimientos de los colonos españoles, me permito rogar a V. E. de elevar
la esencia de las mismas a los Lores Comisionados del Almirantazgo. A saber:
«Que la ciudad de Buenos Aires seguía conservando la tranquilidad, a pesar de los
distintos esfuerzos que se han hecho para interrumpirla». «Que sus habitantes ameri-
canos deseaban la independencia bajo la protección de Gran Bretaña, y que no había
nada que odiaran tanto como la interferencia brasileña». «Que por otra parte, los espa-
ñoles nativos estaban dispuestos a conservar los lazos con la Madre patria, aun cuando
cayera bajo la dominación de Francia, y que aunque hasta ahora han sido enemigos de
326 Eduardo Azcuy Ameghino
los brasileños, preferirían reconciliarse con ellos e invitar a la princesa a que se con-
virtiera en su soberana, antes que sus provincias se independizaran; ya que los viejos
españoles, con esto, caerían al mismo nivel que los nativos». «Que grandes artificios
se han usado para convencer a la población que Inglaterra favorece los reclamos de la
princesa del Brasil, cuyo deseo era ser proclamada regente de Hispano-américa». «Que
se han dado seguridades, por la Regencia en Cádiz, que los americanos nativos ya no
estarían más sujetos a la opresión de sus gobernadores; y sin embargo que el mismo
día que se dieron esas seguridades, se dirigió una carta al virrey Cisneros, (que fue
abierta por la Junta recientemente formada en Buenos Aires) y en ella se expresaba
profundo descontento por la apertura de los puertos del Río de la Plata al comercio
de extranjeros, y se da la orden de que de entonces en adelante se mantuvieran esos
puertos cerrados, mientras las Leyes de Indias iban a ser rigurosamente aplicadas».
«Que el mencionado virrey, como fue hallado convicto de un intento de recobrar su
perdida autoridad local (con lo que expuso a la provincia de Buenos Aires al riesgo de
sangre), el 22 de junio fue enviado (según se supone) a España, junto con 3 oidores y
2 fiscales, en un cúter arrendado llamado Dart». «Que Montevideo, que está habitado
principalmente por españoles nativos, había protestado, bajo el control del comandan-
te de marina, contra los sucesos de Buenos Aires». «Que la ciudad de Córdoba, donde
Liniers mantiene la principal influencia, durante un tiempo ha estado descontenta; pe-
ro que era demasiado débil como para resistir el ejemplo de su vecina Buenos Aires».
«Que algunos intentos para un cambio de gobierno, no bien definidos, se hicieron en
Chile».
Éstos son, señor, los encabezamientos de las noticias que llegaron recientemente de
Buenos Aires y debo mencionar, para satisfacción de Sus Señorías, que en el período
cuando el virrey Cisneros fue enviado en el cúter Dart, no había ningún navío de Su
Majestad en el fondeadero de esa ciudad, ya que el Misletoe que estaba situado allí
poco antes había seguido al Porcupine a Montevideo.
Me permito agregar que los comerciantes británicos en Buenos Aires a menudo me
observan la gran utilidad eventual de estacionar varios de los bergantines de guerra de
Su Majestad en Buenos Aires; lo que no estoy en condiciones de realizar, ya que en la
actualidad no hay ningún navío de este tipo bajo mis órdenes.
Documento 56
juguete y el ludibrio de los que han tenido interés en burlarse y de su sencilla simpli-
cidad. Horroroso cuadro, que ha hecho dudar a los filósofos, si había nacido sólo para
ser la presa del error y de la mentira, o si por una inversión de sus preciosas facultades
se hallaba inevitablemente sujeto a la degradación en que el embrutecimiento entra a
ocupar el lugar del raciocinio.
¡Levante el dedo el pueblo que no tenga que llorar hasta ahora un cúmulo de adop-
tados errores y preocupaciones ciegas, que viven con el resto de sus individuos; y que
exentas de la decrepitud de aquéllos, no se satisfacen con acompañar al hombre hasta
el sepulcro, sino que retroceden también hasta las generaciones nacientes para causar
en ellas igual cúmulo de males!
En vista de esto, pues, ¿no sería la obra más acepta a la humanidad, porque la
pondría a cubierto de la opresora esclavitud de sus preocupaciones, el dar ensanche
y libertad a los escritores públicos para que las atacasen a viva fuerza y sin compa-
sión alguna? Así debería ser, seguramente; pero la triste experiencia de los crueles
padecimientos que han sufrido cuantos han intentado combatirlas, nos arguye la casi
imposibilidad de ejecutarlo. Sócrates, Platón, Diágoras, Anaxágoras, Virgilio, Galileo,
Descartes, y otra porción de sabios que intentaron hacer de algún modo la felicidad de
sus compatriotas, iniciándolos en las luces y conocimientos útiles y descubriendo sus
errores, fueron víctimas del furor con que se persigue la verdad.
¿Será posible que se haya de desterrar del universo, un bien que haría sus mayo-
res delicias si se alentase y se supiese proteger? ¿Por qué no le ha de ser permitido
al hombre el combatir las preocupaciones populares que tanto influyen, no sólo en la
tranquilidad sino también en la felicidad de su existencia miserable? ¿Por qué se le
ha de poner una mordaza al que intenta combatirlas, y se ha de poner un entredicho
formidable al pensamiento, encadenándole de un modo que se equivoque con la des-
dicha suerte que arrastra el esclavo entre sus cadenas opresoras? Desengañémonos, al
fin, que los pueblos yacerán en el embrutecimiento más vergonzoso, si no se da una
absoluta franquicia y libertad, para hablar en todo asunto que no se oponga en modo
alguno a las verdades santas de nuestra augusta religión, y a las determinaciones del
gobierno, siempre dignas de nuestro mayor respeto. Los pueblos correrán de error en
error, y de preocupación en preocupación, y harán la desdicha de su existencia presente
y sucesiva. No se adelantarán las artes, ni los conocimientos útiles, porque no tenien-
do libertad de pensamiento, se seguirán respetando los absurdos que han consagrado
nuestros padres, y han autorizado el tiempo y la costumbre.
Seamos, una vez, menos partidarios de nuestras envejecidas opiniones tengamos
menos amor propio; dese acceso a la verdad y a la introducción de las luces y de la
ilustración, no se reprima la inocente libertad de pensar en asuntos del interés uni-
versal; no creamos que con ella se atacará jamás impunemente el mérito y la virtud,
porque hablando por el mismo su favor y teniendo siempre por árbitro imparcial al
pueblo, se reducirán a polvo los escritos de los que indignamente osasen atacarles. La
verdad, como la virtud, tienen en sí mismas su más incontestable apología; a fuerza
de discutirlas y ventilarlas aparecen en todo su esplendor y brillo; si se oponen restric-
ciones al discurso, vegetará el espíritu como la materia; el error, la mentira, la preocu-
pación, el fanatismo y el embrutecimiento, harán la divisa de los pueblos, y causarán
para siempre su abatimiento, su ruina y su miseria.
328 Eduardo Azcuy Ameghino
Documento 57
teriores del estado, y tanto más terribles, cuanto ejercen una guerra oculta, y logran
frecuentemente de sus rivales una venganza segura. Me lisonjeo de no haber mirado
con indiferencia una obligación tan sagrada, de que ningún ciudadano está exceptua-
do. Y en esta materia creo haber merecido más bien la censura de temerario, que las
de insensible o indiferente; pero el fruto de mis tareas es muy pequeño para que pue-
da llenar la grandeza de mis deseos; y siendo mis conocimientos muy inferiores a mi
celo, no he encontrado otro medio de satisfacer éste, que reimprimir aquellos libros de
política, que se han mirado siempre como el catecismo de los pueblos libres y que por
su rareza en estos países son acreedores a igual consideración que los pensamientos
nuevos y originales.
Entre varias obras que deben formar este precioso presente, que ofrezco a mis con-
ciudadanos, he dado el primer lugar al Contrato social, escrito por el ciudadano de
Ginebra Juan Jacobo Rousseau. Este hombre inmortal, que formó la admiración de
su siglo, y será el asombro de todas las edades, fue, quizá el primero que disipando
completamente las tinieblas con que el despotismo envolvía sus usurpaciones, puso en
clara luz los derechos de los pueblos, y enseñándoles el verdadero origen de sus obli-
gaciones, demostró las que correlativamente contraían los depositarios del gobierno.
Los tiranos habían procurado prevenir diestramente este golpe, atribuyendo un origen
divino a su autoridad; pero la impetuosa elocuencia de Rousseau, la profundidad de
sus discursos, la naturalidad de sus demostraciones, disiparon aquellos prestigios; y los
pueblos aprendieron a buscar en el pacto social la raíz y único origen de la obediencia,
no reconociendo a sus jefes como emisarios de la divinidad, mientras no mostrasen las
patentes del cielo en que se les destinaba para imperar entre sus semejantes; pero estas
patentes no se han manifestado hasta ahora, ni es posible combinarlas con los medios
que frecuentemente conducen al trono y a los gobiernos.
Es fácil calcular las proscripciones que fulminarían los tiranos contra una obra ca-
paz por sí sola de producir la ilustración de todos los pueblos; pero si sus esfuerzos
lograron substraerla a la vista de la muchedumbre, los hombres de letras formaron
de ella el primer libro de sus estudios; el triunfo de los talentos del autor no fue me-
nos glorioso por ser oculto y en secreto. Desde que apareció este precioso monumento
del ingenio, se corrigieron las ideas sobre los principios de los estados, y se generali-
zó un nuevo lenguaje entre los sabios, que, aunque expresado con misteriosa reserva,
causaba zozobra al despotismo y anunciaba su ruina.
El estudio de esta obra debe producir ventajosos resultados en toda clase de lec-
tores; en ella se descubre la más viva y fecunda imaginación; un espíritu flexible para
tomar todas formas, intrépido en todas sus ideas; un corazón endurecido en la libertad
republicana y excesivamente sensible; una memoria enriquecida de cuanto ofrece de
más reflexivo y extendido la lectura de los filósofos griegos y latinos; en fin, una fuerza
de pensamientos, una viveza de coloridos, una profundidad de moral, una riqueza de
expresiones, una abundancia, una rapidez de estilo, y sobre todo una misantropía que
se puede mirar en el autor como el muelle principal que hace jugar sus sentimientos
y sus ideas. Los que deseen ilustrarse encontrarán modelos para encender su imagina-
ción y rectificar su juicio; los que quieran contraerse al arreglo de nuestra sociedad,
hallarán analizados con sencillez sus verdaderos principios; el ciudadano conocerá lo
que debe al magistrado, quien aprenderá igualmente lo que puede exigirse de él. Todas
las clases, todas las edades, todas las condiciones participarán del gran beneficio que
trajo a la tierra este libro inmortal, que ha debido producir a su autor el justo título de
330 Eduardo Azcuy Ameghino
legislador de las naciones. Las que lo consulten y estudien no serán despojadas fácil-
mente de sus derechos; y el aprecio que nosotros le tributemos será la mejor medida
para conocer si nos hallamos en estado de recibir la libertad que tanto nos lisonjea.
Como el autor tuvo la desgracia de delirar en materias religiosas, suprimo el capí-
tulo y principales pasajes, donde ha tratado de ellas. He anticipado la publicación de la
mitad del libro, porque precisando la escasez de la imprenta a una lentitud irremedia-
ble, podrá instruirse el pueblo en los preceptos de la parte publicada, entretanto que
se trabaja la impresión de los que resta. ¡Feliz la patria, si sus hijos saben aprovecharse
de tan importantes lecciones!
Documento 58
venir sobre los hotetontes, a la sombra del comercio con que los holandeses iban a
provocarlos (. . . ).
Documento 59
tores; regenerado al orden público hasta donde alcanzan las facultades de un gobierno
provisorio, ha desaparecido de entre nosotros el estímulo principal con que agitadas
pasiones producen mil desastres al tiempo de constituirse los pueblos. La América pre-
senta un terreno limpio y bien preparado, donde producirá frutos prodigiosos la sana
doctrina que siembren diestramente sus legisladores; y no ofreció Esparta una disposi-
ción tan favorable, mientras ausente Licurgo buscaba en las austeras leyes de Creta y
en las sabias instituciones de Egipto los principios de la legislación sublime, que debía
formar la felicidad de su patria. Animo, pues, respetables individuos de nuestro con-
greso; dedicad vuestras meditaciones al conocimiento de nuestras necesidades; medid
por ellas la importancia de nuestras relaciones; comparad los vicios de nuestras insti-
tuciones con la sabiduría de aquellos reglamentos que formaron la gloria y esplendor
de los antiguos pueblos de la Grecia; que ninguna dificultad sea capaz de contener
la marcha majestuosa del honroso empeño que se os ha encomendado; recordad la
máxima memorable de Foción, que enseñaba a los atenienses pidiesen milagros a los
dioses, con la que se pondrían en estado de obrarlos ellos mismos; animaos del mismo
entusiasmo que guiaba los pasos de Licurgo, cuando la sacerdotisa de Delfos le predijo
que su república sería la mejor del universo; y trabajad con el consuelo de que las ben-
diciones sinceras de mil generaciones honrarán vuestra memoria, mientras mil pueblos
esclavos maldicen en secreto la existencia de los tiranos ante quienes doblan la rodilla.
Es justo que los pueblos esperen todo bueno de sus dignos representantes; pero
también es conveniente que aprendan por sí mismos lo que es debido a sus intereses
y derechos. Felizmente, se observa en nuestras gentes, que sacudido el antiguo ador-
mecimiento, manifiestan un espíritu noble, dispuesto para grandes cosas, y capaz de
cualesquier sacrificios que conduzcan a la consolidación del bien general. Todos dis-
curren ya sobre la felicidad pública, todos experimentan cierto presentimiento de que
van a alcanzarla prontamente; todos juran allanar con su sangre los embarazos que se
opongan a su consecución; pero quizá no todos conocen en qué consiste esta felicidad
general a que consagran sus votos y sacrificios; y desviados por preocupaciones funes-
tas de los verdaderos principios a que está vinculada la prosperidad de los estados,
corren el riesgo de muchos pueblos a quienes una cadena de la más pesada esclavitud
sorprendió en medio del placer con que celebraban el triunfo de su naciente libertad.
Algunos, transportados de alegría por ver la administración pública en manos de
patriotas, que en el antiguo sistema (así lo asegura el virrey de Lima en su proclama),
habrían vegetado en la oscuridad y abatimiento, cifran la felicidad general a la cir-
cunstancia de que los hijos del país obtengan los empleos de que eran antes excluidos
generalmente; y todos sus deseos quedan satisfechos cuando consideran que sus hijos
optarán algún día las plazas de primer rango. El principio de estas ideas es laudable;
pero ellas son muy mezquinas, y el estrecho círculo que las contiene podría alguna
vez ser tan peligroso al bien público como el mismo sistema de opresión a que se pro-
ponen. El país no sería menos infeliz por ser hijos suyos los que gobernasen mal; y
aunque debe ser máxima fundamental de toda nación no fiar el mando sino a los que
por razón de su origen unen el interés a la obligación de un buen desempeño, es nece-
sario recordar que Siracusa bendijo las virtudes y beneficencias del extranjero Gelón,
al paso que vertía imprecaciones contra las crueldades y tiranía del patricio Dionisio.
Otros, agradecidos a las tareas y buenas intenciones del presente gobierno, lo fijan por
último término de sus esperanzas y deseos. En nombrándoles la Junta, cierran los ojos
de su razón, y no admiten más impresiones que las del respeto con que la antigua Gre-
Apéndice documental 333
cia miraba en sus principios al Areópago. Nada es más lisonjero a los individuos que
gobiernan, nada puede estimularlos tanto a todo género de sacrificios y fatigas, como
el verse premiados con la confianza y estimación de sus conciudadanos; y si es lícito
al hombre afianzarse a sí mismo, protestamos ante el mundo entero que ni los peli-
gros, ni la prosperidad, ni las innumerables vicisitudes a que vivimos expuestos, serán
capaces de desviarnos de los principios de equidad y justicia que hemos adoptado por
regla de nuestra conducta. El bien general será siempre el único objeto de nuestros
desvelos, y la opinión pública el órgano por donde conozcamos el mérito de nuestros
procedimientos. Sin embargo, el pueblo no debe contentarse con que sus jefes obren
bien; él debe aspirar a que nunca puedan obrar mal; que sus pasiones tengan un dique
más firme que el de su propia virtud; y que delineando el camino de sus operaciones
por reglas que no esté en sus manos trastornar, se derive la bondad del gobierno, no de
las personas que lo ejercen, sino de una constitución firme, que obligue a los sucesores
a ser igualmente buenos que los primeros, sin que en ningún caso deje a éstos la li-
bertad de hacerse malos impunemente. Sila, Mario, Octavio Antonio, tuvieron grandes
talentos y muchas virtudes. Sin embargo, sus pretensiones y querellas despedazaron la
patria, que habría recibido de ellos importantes servicios si no se hubiesen relajado en
su tiempo las leyes y costumbres que formaron a Camilo y a Régulo.
Hay muchos que fijando sus miras en la justa emancipación de la América, a que
conduce la inevitable pérdida de España, no aspiran a otro bien que a ver rotos los
vínculos de una dependencia colonial, y creen completa nuestra felicidad, desde que
elevados estos países a la dignidad de estados, salgan de la degradante condición de
fundo usufructuario, a quien se pretende sacar toda la sustancia sin interés alguno en
su beneficio y fomento. Es muy glorioso a los habitantes de América verse inscriptos
en el rango de las naciones, y que no se describan sus posesiones como factorías de
los españoles europeos; pero quizá no se presenta situación más crítica para los pue-
blos, que el momento de su emancipación. Todas las pasiones conspiran enfurecidas a
sofocar en su cuna una obra a que sólo las virtudes pueden dar consistencia; y en una
carrera enteramente nueva cada paso es un precipicio para hombres que en trescientos
años no han disfrutado otro bien que la quieta molicie de su esclavitud, que aunque
pesada, había extinguido hasta el deseo de romper sus cadenas.
Resueltos a la magnánima empresa, que hemos empezado, nada debe retraernos
de su continuación; nuestra divisa debe ser la de un acérrimo republicano que decía:
malo periculosam leberdatem quam servitium quietum (prefiero una peligrosa libertad
que una esclavitud con paz), pero no reposemos sobre la seguridad de unos principios
que son muy débiles si no se fomentan con energía. Consideremos que los pueblos,
así como los hombres, desde que pierden la sombra de un curador poderosos que
los manejaba, recuperan ciertamente una alta dignidad, pero rodeada de peligros que
aumentan la propia inexperiencia; temblemos con la memoria de aquellos pueblos que
por el mal uso de su naciente libertad, no merecieron conservarla muchos instantes;
y sin equivocar las ocasiones de la nuestra con los medios legítimos de sostenerla, no
busquemos la felicidad general sino por aquellos caminos que la naturaleza misma ha
prefijado y cuyo desvío ha causado siempre los males y ruina de las naciones que los
desconocieron.
¿Por qué medios conseguirá el congreso la felicidad que nos hemos propuesto en su
convocación? La sublime ciencia que trata del bien de las naciones nos pinta feliz un
estado que por su constitución y poder es respetable a sus vecinos; donde rigen leyes
334 Eduardo Azcuy Ameghino
calculadas sobre los principios físicos y morales que deben influir en su establecimiento,
y que en la pureza de la administración interior asegura la observancia de las leyes,
no sólo por el respeto que se les debe, sino también por el equilibrio de los poderes
cargados de su ejecución. Ésta es la suma de cuantas reglas consagra la política a la
felicidad de los estados; pero ella más bien presenta el resultado de las útiles tareas,
a que nuestro congreso se prepara, que un camino claro y sencillo por donde pueda
conducirse.
Seremos respetables a las naciones extranjeras, no por riquezas, que excitarían su
codicia; no por la opulencia del territorio que provocaría su ambición; no por el número
de tropas, que muchos años no podrán igualar las de Europa; lo seremos solamente
cuando renazcan entre nosotros las virtudes de un pueblo, sobrio y laborioso; cuando
el amor a la patria sea una virtud común, y eleve nuestras almas a ese grado de energía
que atropella las dificultades y desprecia los peligros. La prosperidad de Esparta enseña
al mundo que un pequeño estado puede ser formidable por sus virtudes; y ese pueblo
reducido a un estrecho recinto del Peloponeso fue el terror de la Grecia, y formará
la admiración da todos los siglos. ¿Pero cuáles son las virtudes que deberán preferir
nuestros legisladores? ¿Por qué medios dispondrán los pueblos a mirar el más grande
interés, lo que siempre han mirado con indiferencia? ¿Quién nos inspirará ese espíritu
público, que no conocieron nuestros padres? ¿Cómo se hará amar el trabajo y la fatiga
a los que nos hemos criado en la molicie? ¿Quién dará a nuestras almas la energía y
firmeza necesarias para que el amor a la patria que felizmente ha empezado a rayar
entre nosotros, no sea una exhalación pasajera, incapaz de dejar huellas duraderas y
profundas, o como esas plantas que, por la poca preparación del terreno, mueren a los
pocos instantes de haber nacido?
Nuestros representantes van a tratar sobre la suerte de unos pueblos que desean
ser felices, pero que no podrán serlo hasta que un código de leyes sabias establez-
ca la honestidad de las costumbres, la seguridad de las personas, la conservación del
súbdito y los deberes del magistrado, las obligaciones del súbdito y los límites de la
obediencia. ¿Podrá llamarse nuestro código el de esas leyes de Indias dictadas para
neófitos y en que se vende por favor de la piedad lo que sin ofensa de la naturaleza
no puede negarse a ningún hombre? Un sistema de comercio fundado sobre la ruinosa
base del monopolio y en que la franqueza del giro y la comunicación de las naciones
se reputa un crimen que debe pagarse con la vida. Títulos enteros sobre procedencias,
ceremonias y autorización de los jueces; pero en que ni se encuentra el orden de los
juicios reducidos a las reglas invariables que deben fijar su forma, ni se explican aque-
llos primeros principios de razón, que son la base eterna de todo derecho, y de que
deben fluir las leyes por sí mismas, sin otras variaciones que las que las circunstancias
físicas y morales de cada país han hecho necesarias. Un espíritu afectado de protección
y piedad hacia los indios, explicado por reglamentos, que sólo sirven para descubrir las
crueles vejaciones que padecían, no menos que la hipocresía e impotencia de los reme-
dios que han dejado continuar los mismos males, a cuya reforma se dirigían; que los
indios no sean compelidos a servicios personales, que no sean castigados al capricho
de sus encomenderos, que no sean cargados sobre las espaldas; a este tenor son las so-
lemnes declaratorias, que de cédulas particulares pasaron a código de leyes, porque se
reunieron en cuatro volúmenes; y he aquí los decantados privilegios de los indios, que
con declararlos hombres, habrían gozado más extensamente, y cuyo despojo no pudo
ser reparado sino por actos que necesitaron vestir los soberanos respetos de la ley para
Apéndice documental 335
verá su libertad sin los peligrosos escollos de una desenfrenada licencia? Licurgo fue
el primero que, trabajando sobre las meditaciones de Minos, encontró en la división
de los poderes el único freno para contener al magistrado en sus deberes. El choque
de autoridades independientes debía producir un equilibrio en sus esfuerzos y pugnan-
do las pasiones de un usurpador, con el amor propio do otro, que veía desaparecer
su rango con la usurpación, la ley era el único árbitro de sus querellas, y sus mismos
vicios eran un garante tan firme de su observancia, como lo habrían sido sus virtu-
des. Desde entonces ha convencido la experiencia, que las formas absolutas incluyen
defectos gravísimos que no pueden repararse, sino por la mezcla y combinación de
todas ellas; y la Inglaterra, esa gran nación, modelo único que presentan los tiempos
modernos a los pueblos que desean ser libres, habría visto desaparecer la libertad que
le costó tantos arroyos de sangre, si el equilibrio de los poderes no hubiese contenido
a los reyes, sin dejar lugar a la licencia de los pueblos. Equilíbrense los poderes, y se
mantendrá la pureza, de la administración. ¿Pero cuál será el eje de este equilibrio?
¿Cuáles las barreras de la horrorosa anarquía, a que conduce el contraste violento de
dos autoridades que se empeñan en su recíproco exterminio? ¿Quién de nosotros ha
sondeado bastantemente el corazón humano para manejar con destreza las pasiones,
ponerlas en guerra unas con otras, paralizar su acción, y dejar el campo abierto para
que las virtudes operen libremente? He aquí un cúmulo de cuestiones espinosas, que es
necesario resolver, y en que el acierto producirá tantos bienes, cuantos desastres serán
consiguientes a los errores de la resolución. Para analizarlas prolijamente, sería preciso
escribir un cuerpo de política que abrazase todos los ramos de esta inmensa y delicada
ciencia.
Semejante obra requiere otros tiempos y otros talentos; y estoy muy distante de in-
currir en la ridícula manía de dirigir consejos a mis conciudadanos. Mi buena intención
debe escudarme contra los que acusen mi osadía; y mis discursos no llevan otro fin,
que excitar los de aquellos que poseen grandes conocimientos y a quienes su propia
moderación reduce a un silencio que en las presentes circunstancias pudiera sernos
pernicioso. Yo hablaré sobre todos los puntos que he propuesto, no guardaré orden
alguno en la colocación, para evitar la presunción, que alguno fundaría en el método
de que pretendía una obra sistémica; preferiré en cada gaceta la cuestión que primera-
mente se presente a mi memoria, y creeré completo el fruto de mi trabajo, cuando con
ocasión de mis indicaciones hayan discurrido los patriotas sobre todas ellas, y en los
conflictos de una convulsión imprevista, se recuerden con serenidad los remedios que
meditaron tranquilamente en el sosiego del gabinete o en la pacífica discusión de una
tertulia.
La disolución de la Junta Central (que si no fue legítima en su origen, revistió
al fin el carácter de soberana, por el posterior consentimiento que prestó la América
aunque sin libertad ni examen) restituyó a los pueblos la plenitud de los poderes, que
nadie sino ellos mismos podían ejercer, desde que el cautiverio del rey dejó acéfalo
el reino y sueltos los vínculos que lo constituían centro y cabeza del cuerpo social.
En esta dispersión no sólo cada pueblo reasumió la autoridad que de consuno habían
conferido al monarca, sino que cada hombre debió considerarse en el estado anterior
al pacto social de que derivan las obligaciones que ligan al rey con sus vasallos. No
pretendo con esto reducir los individuos de la monarquía a la vida errante que precedió
la formación de las sociedades. Los vínculos que unen el pueblo al rey son distintos de
los que unen a los hombres entre sí mismos. Un pueblo es pueblo antes de darse a un
Apéndice documental 337
rey; y de aquí es que aunque las relaciones sociales entre los pueblos y el rey quedasen
disueltas o suspensas por el cautiverio de nuestro monarca, los vínculos que unen a
un hombre con otro en sociedad quedaron subsistentes, porque no dependen de los
primeros; y los pueblos no debieron tratar de formarse pueblos, pues ya lo eran, sino
de elegir una cabeza que los rigiese, o regirse a sí mismos, según las diversas formas
con que puede constituirse íntegramente el cuerpo moral. Mi proposición se reduce a
que cada individuo debió tener en la constitución del nuevo poder supremo igual parte
a la que el derecho presume en la constitución primitiva del que había desaparecido.
El despotismo de muchos siglos tenía sofocados estos principios y no se hallaban
los pueblos de España en estado de conocerlos; así se vio que en el nacimiento de la
revolución no obraron otros agentes que la inminencia del peligro y el odio a una domi-
nación extranjera. Sin embargo, apenas pasó la confusión de los primeros momentos,
los hombres sabios salieron de la oscuridad en que los tiranos los tenían sepultados,
enseñaron a sus conciudadanos los derechos que habían empezado a defender por ins-
tinto; y las juntas provinciales se afirmaron por la ratificación de todos los pueblos de
su respectiva dependencia. Cada provincia se concentró en sí misma, y no aspirando a
dar a su soberanía mayores términos de los que el tiempo y la naturaleza habían dejado
a las relaciones interiores de los comprovincianos, resultaron tantas representaciones
supremas e independientes, cuantas juntas provinciales se habían erigido. Ninguna de
ellas solicitó dominar a las otras; ninguna creyó menguada su representación por no
haber concurrido el consentimiento de las demás; y todos pudieron haber continuado
legítimamente, sin unirse entre sí mismas. Es verdad que al poco tiempo resultó la Jun-
ta Central como representativa de todas, pero prescindiendo de las graves dudas que
ofrece la legitimidad de su instalación, ella fue obra del unánime consentimiento de las
demás juntas; alguna de ellas continuó sin tacha de crimen en su primitiva indepen-
dencia; y las que se asociaron, cedieron a la necesidad de concentrar sus fuerzas, para
resistir un enemigo poderoso que instaba con urgencia. Sin embargo, la necesidad no
es una obligación, y sin los peligros de la vecindad del enemigo, pudieron las juntas
sustituir por sí mismas en sus respectivas provincias la representación soberana que
con la ausencia del rey había desaparecido del reino.
Asustado el despotismo con la liberalidad y justicia de los primeros movimientos
de España, empezó a sembrar espesas sombras por medio de sus agentes; y la oculta
oposición a los imprescriptibles derechos que los pueblos empezaban a ejercer, empeñó
a los hombres patriotas a trabajar en su demostración y defensa. Un abogado dio a luz
en Cádiz una juiciosa manifestación de los derechos del hombre, y los habitantes de
España quedaron absortos al ver en letra de molde la doctrina nueva para ellos, de que
los hombres tenían derechos. Un sabio de Valencia describió con energía los principios
de justicia que afirmaban la instalación de las juntas; la de Sevilla publicó repetidos
manifiestos de su legitimidad, y si exceptuamos a Galicia, que solamente habló para
amenazar a la América con 15.000 hombres, por todos los pueblos de España pulularon
escritos llenos de ideas liberales, y en que se sostenían los derechos primitivos de los
pueblos, que por siglos enteros habían sido olvidados y desconocidos.
Fue una ventaja para la América, que la necesidad hubiese hecho adoptar en Es-
paña aquellos principios; pues al paso que empezaron a familiarizarse entre nosotros,
presentaron un contraste, capaz por sí sólo, de sacar a los americanos del letargo en
que yacían tantos años. Mientras se trataba de las provincias de España, los pueblos
podían todo, los hombres tenían derechos, y los jefes eran impunemente despedaza-
338 Eduardo Azcuy Ameghino
dos, si afectaban desconocerlos. Un tributo forzado a la decencia hizo decir que los
pueblos de América eran iguales a los de España. Sin embargo, apenas aquellos qui-
sieron pruebas reales de la igualdad que se les ofrecía, apenas quisieron ejecutar los
principios por donde los pueblos de España se conducían, el cadalso y todo género
de persecuciones se empeñaron en sofocar la injusta pretensión de los rebeldes. Y los
mismos magistrados que habían aplaudido los derechos de los pueblos, cuando necesi-
taban de la aprobación de alguna Junta de España para la continuación de sus empleos,
proscriben y persiguen a los que reclaman después en América esos mismos principios.
¿Qué magistrado hay en América que no haya tocado las palmas en celebridad de las
juntas de Cataluña o Sevilla? ¿Y quién de ellos no vierte imprecaciones contra la de
Buenos Aires, sin otro motivo que ser americanos los que la forman? Conducta es esta
más humillante para nosotros que la misma esclavitud en que hemos vivido. Valiera
más dejarnos vegetar en nuestra antigua oscuridad y abatimiento, que despertarnos
con el insoportable insulto de ofrecernos un don que nos es debido, y cuya reclama-
ción ha de ser después castigada con los últimos suplicios. Americanos: si restan aún
en vuestras almas sencillas de honor y de virtud, temblad en vista de la dura condición
que os espera; y jurad a los cielos morir como varones esforzados, antes que vivir una
vida infeliz y deshonrada, para perderla al fin, con afrenta, después de haber servido
de juguete y burla a la soberbia de nuestros enemigos.
La naturaleza se resiente con tamaña injusticia y exaltada mi imaginación con el
recuerdo de una injuria que tanto nos degrada, me desvío del camino que llevaba mi
discurso. He creído que el primer paso para entrar a las cuestiones que anteriormente
he propuesto, debe ser analizar el objeto de la convocatoria del congreso; pues discu-
rriendo entonces por los medios oportunos de conseguirlo, se descubren por sí mismas
las facultades con que se le debe considerar y las tareas a que principalmente debe
dedicarse. Como las necesidades de los pueblos y los derechos que han reasumido por
el estado político del reino son la verdadera medida de lo que deben y pueden sus
representantes, creí oportuno recordar la conducta de los pueblos de España en igual
situación a la nuestra. Sus pasos no serán la única guía de los nuestros, pues en lo que
no fueron rectos, recurriremos a aquellos principios eternos de razón y justicia, origen
puro y primitivo de todo derecho. Sin embargo, en todo lo que obraron con acierto,
creo una ventaja preferir su ejemplo a la sencilla proposición de un publicista, porque
a la fuerza del convencimiento se agregará la confusión de nuestros contrarios, cuan-
do se consideren empeñados en nuestro exterminio, sin otro delito que pretender lo
mismo que los pueblos de España obraron legítimamente.
Por un concepto vulgar, pero generalmente recibido, la convocatoria del congreso
no tuvo otro fin que reunir los votos de los pueblos para elegir un gobierno superior de
estas provincias que subrogase el del virrey y demás autoridades que habían caducado.
Buenos Aires no debió erigir por sí sola una autoridad, extensiva a pueblos que no
habían concurrido con su sufragio a su instalación. El inminente peligro de la demora
y la urgencia con que la naturaleza excita a los hombres a ejecutar, cada uno por
su parte, lo que debe ser obra simultánea de todos, legitimaron la formación de un
gobierno que ejerciese los derechos que improvisadamente habían devuelto al pueblo,
y que era preciso depositar prontamente, para precaver los horrores de la confusión
y la anarquía. Pero este pueblo, siempre grande, siempre generoso, siempre justo en
sus resoluciones, no quiso usurpar a la más pequeña aldea la parte que debía tener
en la erección del nuevo gobierno; no se prevalió del ascendiente que las relaciones
Apéndice documental 339
De aquí es, que, siempre que los pueblos han logrado manifestar su voluntad gene-
ral, han quedado en suspenso todos los poderes que antes los regían, y siendo todos
los hombres de una sociedad partes de esa voluntad, han quedado envueltos en ella
misma y empeñados a la observancia de lo que ella dispuso, por la confianza que ins-
pira haber concurrido cada uno a la disposición, y por el deber que impone a cada uno
lo que resolvieron todos unánimemente. Cuando Luis XVI reunió en Versalles la Asam-
blea Nacional, no fue con el objeto de establecer la sólida felicidad del reino, sino para
que la nación buscase por sí misma los remedios que los ministros no podían encontrar
para llenar el crecido déficit de aquel erario. Sin embargo, apenas se vieron juntos los
representantes, aunque perseguidos por los déspotas, que siempre escuchan con susto
la voz de los pueblos, dieron principio a sus augustas funciones con el juramento sa-
grado de no separarse jamás, mientras la constitución del reino y la regeneración del
orden público no quedasen completamente establecidas y afirmadas. El día 20 de junio
de 1789 fue el más glorioso para la Francia, y habría sido el principio de la felicidad
de toda la Europa, si un hombre ambicioso, agitado de tan vehementes pasiones, como
dotado de talentos extraordinarios, no hubiese hecho servir al engrandecimiento de
sus hermanos de sangre de un millón de hombres, derramada por el bien de su patria.
Aún los que confunden la soberanía con la persona del monarca deben convencerse
que la reunión de los pueblos no puede tener el pequeño objeto de nombrar gober-
nantes, sin el establecimiento de una constitución por donde se rijan. Recordemos que
la ausencia del rey y la desaparición del poder supremo, que ejercía sus veces, fue-
ron la ocasión próxima de la convocación de nuestro congreso; que el estado no puede
subsistir sin una representación igual a la que perdimos en la Junta Central; que no pu-
diendo establecerse esta representación sino por la transmisión de poderes que hagan
los electores, queda confirmado el concepto de suprema potestad que atribuye a nues-
tra asamblea, porque sin tenerla no podría conferirla a otro alguno; y que debiendo
considerarse el poder supremo que resulte de la elección no un representante del rey,
que no lo nombró, sino un representante de los pueblos, que por falta de su monarca
lo han colocado en el lugar que aquél ocupaba por derivación de los mismos pueblos,
debe recibir de los representantes que lo eligen la norma de su conducta, y respetar
en la nueva constitución que se le prefije el verdadero pacto social, en que únicamente
puede estribar la duración de los poderes que se le confíen.
Separado Fernando VII de su reino e imposibilitado de ejercer el supremo imperio
que es inherente a la corona, disuelta la Junta Central, a quien el reino había consti-
tuido para llenar la falta de su monarca; suspenso el reconocimiento del Consejo de
Regencia por no haber manifestado títulos legítimos de su inauguración, ¿quién es el
supremo jefe de estas provincias, el que vela sobre los demás, el que concentra las
relaciones fundamentales del pacto social, y el que ejecuta los altos derechos de la
soberanía del pueblo? El congreso debe nombrarlo. Si la elección recayese en el Con-
sejo de Regencia, entraría éste al pleno goce de las facultades que la Junta Central ha
ejercido; si recae en alguna persona de la real familia, sería un verdadero regente del
reino; si se prefiere el ejemplo que la España misma nos ha dado, no queriendo regen-
tes, sino una asociación de hombres patriotas con la denominación de Junta Central,
ella sería el supremo jefe de estas provincias y ejercerá sobre ellas, durante la ausencia
del rey, los derechos de sus personas con las extensiones o limitaciones que los pueblos
le prefijen en su institución. La autoridad del monarca retrovertió a los pueblos por el
cautiverio del rey; pueden, pues, aquellos modificarla, o sujetarla a la forma que más
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paso que desvía de la antigua rutina. Jamás hubo una sola preocupación popular que
no costase muchos mártires desvanecerla, y el fruto más frecuente de los que se pro-
ponen desengañar a los pueblos, es la gratitud y ternura de los hijos, de aquellos que
los sacrificaron. Los ciudadanos de Atenas decretaron estatuas a Phoción, después de
haberlo asesinado; hoy se nombra con veneración a Galileo en los lugares que lo vieron
encadenar tranquilamente; y nosotros mismos habríamos hecho guardia a los presos
del Perú, cuyos injustos padecimientos llorarían nuestros hijos, si una feliz revolución
no hubiese disuelto los eslabones de la gran cadena que el déspota concentraba en su
persona.
Entre cuantas preocupaciones han afligido y deshonrado la humanidad, son sin
duda alguna las más terribles, las que la adulación y vil lisonja han hecho nacer en
orden a las personas de los reyes. Convertidos en eslabones de dependencia los empleos
y bienes, cuya distribución pende de sus manos; comprados con los tesoros del estado
los elogios de infames panegiristas, llega a erigirse su voluntad en única regla de las
acciones; y trastornadas todas las ideas, se vincula la del honor a la exacta conformidad
del vasallo con los más injustos caprichos de su monarca. El interés individual armó
tantos defensores de sus violencias, cuantos son los partícipes de su dominación y
la costumbre de ver siempre castigando al que incurre en su enojo; y superior a los
demás, al que consigue agradarlo, produce insensiblemente la funesta preocupación
de temblar a la voz del rey en los mismos casos en que él debiera estremecerse a la
presencia de los pueblos.
Cuanto puede impresionar al espíritu humano ha servido para connaturalizar a los
hombres en tan humillantes errores. La religión misma ha sido profanada muchas veces
por ministros ambiciosos y venales, y la cátedra del Espíritu Santo ha sido prostituida
con lecciones que confirmaban la ceguedad de los pueblos y la impunidad de los ti-
ranos. ¡Cuántas veces hemos visto pervertir el sentido de aquel sagrado texto: dad al
César lo que es del César! El precepto es terminante, de no dar al César sino lo que es
del César. Sin embargo, los falsos doctores, empeñados en hacer a Dios autor y cóm-
plice del despotismo, han querido hacer dar al César la libertad que no es suya, sino
de la naturaleza; le han tributado el derecho de opresión, negando a los pueblos el
de su propia defensa; e imputando a su autoridad un origen divino, para que nadie se
atreviese a escudriñar los principios de su constitución, han querido que los caminos
de los reyes no sean investigables a los que deben transitarlos.
Los efectos de esta horrenda conspiración han sido bien palpables en el último
reinado. Los vicios más bajos, la corrupción más degradante, todo género de delitos
eran la suerte de los que rodeaban al monarca, y lo gobernaban a su arbitrio. Un
ministro corrompido, capaz de manchar él solo toda la tierra, llevaba las riendas del
gobierno; enemigo de las virtudes y talentos, cuya presencia debía serle insoportable,
no miraba en las distinciones y empleos, sino el premio de sus delitos, o la satisfacción
de sus cómplices; la duración de su valimiento apuró la paciencia de todos los vasa-
llos, no hubo uno solo que ignorase la depravación de la Corte o dejase de presentir la
próxima ruina del reino. Pero como el rey presidía a todos los crímenes era necesario
respetarlo; y aunque Godoy principió sus delitos por el deshonor de la misma familia
real que lo abrigaba, la estatua ambulante de Carlos IV los hacía superiores al discerni-
miento de los pueblos; y un cadalso ignominioso habría sido el destino del atrevido que
hubiese hablado de Carlos y sus ministros con menos respeto que de aquellos príncipes
raros que formaron la felicidad de su pueblo y las delicias del género humano. Se pre-
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sentaba en América un cochero, a quién tocó un empleo de primer rango, porque llegó
a tiempo con el billete de una cortesana; mil ciudadanos habían fletado una calesa en
los caminos, pero era necesario venerarlo, porque el rey le había dado aquel empleo; y
el día de San Carlos concurría al templo con los demás fieles, para justificar las preces
dirigidas al Eterno por la salud y larga vida de tan benéfico monarca. Ha sido preciso
indicar los funestos efectos de estas preocupaciones, para que oponiéndoles el juicio
sereno de la razón, obre ésta libremente, y sin los prestigios que tantas veces la han
alucinado.
La cuestión que voy a tratar es si el congreso compromete los deberes de nues-
tro vasallaje entrando al arreglo de una constitución correspondiente a la dignidad
y estado político de estas provincias. Lejos de nosotros los que en el nombre del rey
encontraban un fantasma terrible, ante quien los pueblos no formaban sino un grupo
de tímidos esclavos. Nos gloriamos de tener un rey cuyo cautiverio lloramos, por no
estar a nuestros alcances remediarlo; pero nos gloriamos mucho más de formar una
nación, sin la cual el Rey dejaría de serlo; y no creemos ofender a la persona de éste
cuando tratamos de sostener los derechos legítimos de aquella. Si el amor a nuestro
rey cautivo no produjese en los pueblos una visible propensión a inclinar la balanza en
favor suyo, no faltarían principios sublimes en la política que autorizasen al congreso
para una absoluta prescindencia de nuestro adorado Fernando. Las Américas nos se
ven unidas a los monarcas españoles por el pacto social, que únicamente puede sos-
tener la legitimidad y decoro de una dominación. Los pueblos de España consérvense
enhorabuena dependientes del rey cautivo, esperando su libertad y regreso. Ellos esta-
blecieron la monarquía, y envuelto el príncipe actual en la línea, que por expreso pacto
de la nación española debía reinar sobre ella, tiene derecho a reclamar la observancia
del contrato social en el momento de quedar expedito para cumplir por sí mismo la
parte que le compete. La América en ningún caso puede considerarse sujeta a aquella
obligación; ella no ha concurrido a la celebración del pacto social de que derivan los
monarcas españoles; los únicos títulos de la legitimidad de su imperio, la fuerza y la
violencia, son la única base de la conquista, que agregó estas regiones al trono español;
conquista que en trescientos años no ha podido borrar de la memoria de los hombres
las atrocidades y horrores con que fue ejecutada, y que no habiéndose ratificado jamás
por el consentimiento libre y unánime de estos pueblos, no ha añadido en su abono
título alguno al primitivo de la fuerza y violencia que la produjeron. Ahora, pues, la
fuerza no induce derecho, ni puede nacer de ella una legítima obligación que nos im-
pida resistirla, apenas podamos hacerlo impunemente; pues, como dice Juan Jacobo
Rousseau, «una vez que recupera el pueblo su libertad, por el mismo derecho que hubo
para despojarle de ella, o tiene razón para recobrarla, o no la había para quitársela».
Si se me opone la jura del rey, diré que ésta es una de las preocupaciones vergon-
zosas que debemos combatir. ¿Podrá ningún hombre sensato persuadirse que la coro-
nación de un príncipe en los términos que se ha publicado en América produzca en los
pueblos una obligación social? Un bando del gobierno reunía en las plazas públicas a
todos los empleados y principales vecinos; los primeros como agentes del nuevo señor
que debía continuarlos en sus empleos, los segundos por incentivo de la curiosidad o
por el temor de la multa con que sería castigada su falta; la muchedumbre concurría
agitada del mismo espíritu que la conduce a todo bullicio; el Alférez Real subía a un
tablado, juraba allí al nuevo monarca, y los muchachos gritaban: ¡viva el Rey!, ponien-
do toda su intención en el de la moneda, que se les arrojaba con abundancia, para
344 Eduardo Azcuy Ameghino
avivar la grita. Yo presencié la jura de Fernando VII, y en el atrio de Santo Domingo fue
necesario que los bastones de los ayudantes provocasen en los muchachos la algazara,
que las mismas monedas no excitaban. ¿Será éste un acto capaz de ligar a los pueblos
con vínculos eternos?
A más de esto, ¿quién autorizó al alférez real para otorgar un juramento que ligue
a dos millones de habitantes? Para que la comunidad quede obligada a los actos de
su representante, es necesario que éste haya sido elegido por todos, y con expresos
poderes para lo que ejecuta; aún la pluralidad de los sufragios no puede arrastrar a
la parte menor, mientras un pacto establecido por la unanimidad no legitime aquella
condición. Supongamos que cien mil habitantes forman nuestra población, que todos
convienen en una resolución de que disiente uno sólo; este individuo no puede ser obli-
gado a lo que los demás establecieron, mientras no haya consentido en una convención
anterior, de sujetarse a las disposiciones de la pluralidad. Así, pues, los agentes de la
jura carecieron de poderes y representación legítima para sujetarnos a una convención
en que nunca hemos consentido libremente, y en que ni aún se ha explorado nuestra
voluntad.
He indicado estos principios, porque ningún derecho de los pueblos debe ocultarse;
sin embargo, el extraordinario amor que todos profesamos a nuestro desgraciado mo-
narca, suple cualquier defecto legal en los títulos de su inauguración. Supongamos en
Fernando VII un príncipe en el pleno goce de sus derechos, y en nuestros pueblos una
nación con derecho a todas sus prerrogativas imprescriptibles; demos a cada uno de
estos extremos toda la representación, toda la dignidad que les corresponde, y mirando
a un lado a dos millones de hombres congregados en sociedad, y al otro un monarca
elevado al trono por aquéllos, obligado a trabajar en su felicidad, e impedido de eje-
cutarlo, por haberlo reducido a cadenas un usurpador; preguntemos si la felicidad de
la nación queda comprometida, porque trate de establecer una constitución, que no
tiene, y que su rey no puede darle. Esta pregunta debería dirigirse al mismo Fernando,
y su respuesta desmentiría seguramente a esos falsos ministros, que toman la voz del
rey para robar a los pueblos unos derechos que no pueden enajenar. ¿Podrá Fernan-
do dar constitución a sus pueblos desde el cautiverio en que gime? La España nos ha
enseñado que no; y ha resistido la renuncia del reino por la falta de libertad con que
fue otorgada. ¿Pretendería el rey que continuásemos en nuestra antigua constitución?
Le responderíamos, justamente, que no conocemos ninguna, y que las leyes arbitra-
rias dictadas por la codicia, para esclavos y colonos, no pueden reglar la suerte de
unos hombres que desean ser libres, y a los cuales ninguna potestad de la tierra puede
privar de aquel derecho. ¿Aspiraría el rey a que viviésemos en la misma miseria que
antes, y que continuásemos formando un grupo de hombres a quien un virrey puede
decir impunemente, que han sido destinados por la naturaleza a vegetar en la oscuridad
y abatimiento? El cuerpo de dos millones de hombres debería responderle: ¡Hombre
imprudente! ¿Qué descubres en tu persona que te haga superior a las nuestras? ¿Cuál
sería tu imperio, si no te lo hubiésemos dado nosotros? ¿Acaso hemos depositado en ti
nuestros poderes, para que los emplees en nuestra desgracia? Tenías obligación de for-
mar tu mismo nuestra felicidad, éste es el precio a que únicamente pusimos la corona
en tu cabeza; te la dejaste arrebatar por un acto de inexperiencia, capaz de hacer dudar
si estabas excluido del número de aquellos hombres a quienes parece haber criado la
naturaleza para dirigir a los otros; reducido a prisiones, e imposibilitado de despeñar
tus deberes, hemos tomado el ímprobo trabajo de ejecutar por nosotros mismos lo que
Apéndice documental 345
debieran haber hecho los que se llamaron nuestros reyes; si te opones a nuestro bien,
no mereces reinar sobre nosotros; y si quieres manifestarte acreedor a la elevada dig-
nidad que te hemos conferido, debes congratularte de verte colocado a la cabeza de
una nación libre, que en la firmeza de su arreglada constitución presenta una barrera
a la corrupción de tus hijos, para que no se precipiten a los desórdenes que con ruina
tuya y del reino deshonraron el gobierno de tus padres.
He aquí las justas reconvenciones que sufriría nuestro actual monarca, si resistiese
la constitución que el congreso nacional debe establecer; ellas son derivadas de las
obligaciones esenciales de la sociedad, nacidas inmediatamente del pacto social; y en
justo honor de un príncipe, que en los pocos instantes que permaneció en el trono no
descubrió otros deseos que los de la felicidad de su pueblo, debemos reconocer que
lejos de agraviarse por la sabia y prudente constitución de nuestro congreso, recibirá
el mayor placer por una obra que debe sacar a los pueblos del letargo en que yacían
enervados, y darles un vigor y energía que quite a los extranjeros toda esperanza de
repetir en América el degradante insulto que han sufrido en Europa nuestros hermanos,
de verse arrebatar vilmente su independencia.
Aunque estas reflexiones son muy sencillas, no faltarán muchos que se asusten con
su lectura. La ignorancia en algunos, y el destructor espíritu de partido en los más,
acusarán infidencia, traición, y como el más grave de todos los crímenes, que nuestros
pueblos examinen los derechos del rey y que se propongan reducir su autoridad a
límites que jamás pueda traspasar en nuestro daño; pero yo pregunto a estos fanáticos:
¿a qué fin se hallan convocadas en España unas Cortes que el rey no puede presidir?
¿No se ha propuesto por único objeto de su convocación el arreglo del reino y la pronta
formación de una constitución nueva, que tanto necesita? Y si la irresistible fuerza del
conquistador hubiese dejado provincias que fuesen representadas en aquel congreso,
¿podría el rey oponerse a sus resoluciones? Semejante duda sería un delito. El rey a su
regreso no podría resistir una constitución a que aún estando al frente de las Cortes,
debió siempre conformarse. Los pueblos, origen único de los poderes de los reyes,
pueden modificarlos, por la misma autoridad con que los establecieron al principio;
esto es lo que inspira la naturaleza, lo que prescriben todos los derechos, lo que enseña
la práctica de todas las naciones, lo que ha ejecutado antes la España misma, lo que se
preparaba a realizar en los momentos de la agonía política que entorpeció sus medidas,
y lo que deberemos hacer los pueblos de América, por el principio que tantas veces he
repetido, de que nuestros derechos no son inferiores a los de ningún otro pueblo del
mundo.
Nuestras provincias carecen de constitución, y nuestro vasallaje no recibe ofensa
alguna porque el congreso trate de elevar los pueblos que representa a aquel estado
político que el rey no podría negarles si estuviese presente. Pero, ¿podrá una parte de
América, por medio de sus legítimos representantes, establecer el sistema legal de que
carece y que necesita con tanta urgencia; o deberá esperar una nueva asamblea, en
que toda la América se dé leyes a sí misma, o convenga en aquella división de territo-
rio que la naturaleza misma ha preparado? Si consultamos los principios de la forma
monárquica que nos rige, parece preferible una asamblea general, que, reuniendo la
representación de todos los pueblos libres de la monarquía, conserven el carácter de
unidad, que por el cautiverio del monarca se presenta disuelto. El gobierno supremo
que estableciese aquel congreso subrogaría la persona del príncipe en todos los esta-
dos que había regido antes de su cautiverio, y si algún día lograba la libertad por la
346 Eduardo Azcuy Ameghino
cual suspiramos, una sencilla transmisión le restituiría el trono de sus mayores, con las
variaciones y reformas que los pueblos hubiesen establecido para precaver los funestos
resultados de un poder arbitrario. Éste sería el arbitrio que habrían elegido gustosos
todos los mandones, buscando en él no tanto la consolidación de un sistema cual con-
viene a la América en estas circunstancias, cuanto un pretexto para continuar en las
usurpaciones del mando al abrigo de las dificultades que debían oponerse a aquella
medida. El doctor Cañete incitaba a los virreyes a esta conspiración, que debía per-
petuarlos en el mando; y vimos que Cisneros, en su última proclama, adhiriendo a
las ideas de su consultor, ofrece no tomar resolución alguna acerca del estado político
de estas provincias, sin ponerse primeramente de acuerdo con los demás virreyes y
autoridades constituidas de la América.
No es del caso presente manifestar la ilegalidad y atentado de semejante sistema.
Los virreyes y demás magistrados no pudieron cometer mayor crimen que conspirar de
común acuerdo a decidir por sí solos la suerte de estas vastas regiones. Y aunque está
bien manifiesto que no los animaba otro espíritu que el deseo de partirse la herencia
de su señor, como los generales de Alejandro, la afectada conciliación de los virreinatos
de América les habría proporcionado todo el tiempo necesario para adormecer los pue-
blos y ligarlos con cadenas, que no pudiesen romper en el momento de imponerles el
nuevo yugo. ¿Quién aseguraría la buena fe de todos los virreyes para concurrir since-
ramente al establecimiento de una representación soberana que supiese la falta del rey
en estas regiones? ¿Ni cómo podría presumirse en ellos semejante disposición, cuan-
do la desmiente su conducta en orden a la instalación de nuestro gobierno? Es digno
de observarse que entre los innumerables jefes que de común acuerdo han levantado
el estandarte de la guerra civil para dar en tierra con la justa causa de América, no
hay uno solo que limite su oposición al modo, o a los vicios que pudiera descubrir en
nuestro sistema; todos lo atacan en sustancia, no quieren reconocer derechos algunos
en la América, y su empeño a nada menos se dirige que a reducirnos al mismo esta-
do de esclavitud en que gemíamos bajo la poderosa influencia del ángel tutelar de la
América. Semejante perfidia habría opuesto embarazos irresistibles a la formación de
una asamblea general, que, representando a la América entera, hubiese decidido su
suerte. Los Cabildos nunca podrían haber excitado la convocación, porque el destierro,
y todo género de castigos, habría sido el fruto de sus reclamaciones. Los pueblos, sin
proporción para combinar un movimiento unánime, situados a una distancia que im-
posibilita su comunicación, sin relaciones algunas que liguen sus intereses y derechos,
abatidos, ignorantes y acostumbrados a ser vil juguete de los que los han gobernado,
¿cómo habrían podido compeler a la convocación de Cortes a unos jefes que tenían
interés individual en que no se celebrasen? ¿Quién conciliaría nuestros movimientos
con los de México, cuando con aquel pueblo no tenemos más relaciones que con Rusia
o la Tartaria?
Nuestros mismos tiranos nos han desviado del camino sencillo que afectaban que-
rer ellos mismos; empeñados en separar a los pueblos de toda intervención sobre su
suerte, los han precisado a buscar en sí mismos lo que tal vez habrían recibido de las
manos que antes los habían encadenado. Pero no por ser parciales los movimientos
de los pueblos han sido menos legítimos que lo habría sido una conspiración general
de común acuerdo de todos ellos. Cuando entro yo en una asociación, no comunico
otros derechos que los que llevo por mí mismo; y Buenos Aires unida a Lima, en la
instalación de su nuevo sistema, no habría adquirido diferentes títulos de los que han
Apéndice documental 347
legitimado su obra por sí sola. La autoridad de los pueblos en la presente causa se deri-
va de la reasunción del pueblo supremo, que por el cautiverio del rey ha retrovertido al
origen de que el monarca lo derivaba, y el ejercicio de éste es susceptible de las nuevas
formas que libremente quieran dársele.
Ya en otra Gaceta, discurriendo sobre la instalación de las juntas de España, mani-
festé que, disueltos los vínculos que ligaban los pueblos con el monarca, cada provincia
era dueña de sí misma, por cuanto el pacto social no establecía relación entre ellas di-
rectamente, sino entre el rey y los pueblos. Si consideramos el diverso origen de la
asociación de los estados que formaban la monarquía española, no descubriremos un
solo título por donde deban continuar unidos, faltando el rey, que era el centro de su
anterior unidad. Las leyes de Indias declararon que la América era una parte o accesión
de la corona de Castilla, de la que jamás pudiera dividirse; yo no alcanzo los principios
legítimos de esta decisión; pero la rendición de Castilla al yugo de un usurpador, divi-
dió nuestras provincias de aquel reino; nuestros pueblos entraron felizmente al goce de
unos derechos que desde la conquista habían estado sofocados. Estos derechos se de-
rivan esencialmente de la calidad de pueblos, y cada uno tiene los suyos, enteramente
iguales y diferentes de los demás. No hay, pues, inconveniente en que reunidas aquellas
provincias, a quienes la antigüedad de íntimas relaciones ha hecho inseparables, traten
por sí solas de su constitución. Nada tendría de irregular, que todos lo pueblos de Amé-
rica concurriesen a ejecutar de común acuerdo la grande obra que nuestras provincias
meditan para sí mismas; pero esta concurrencia sería efecto de una convención, no un
derecho a que precisamente deban sujetarse, y yo creo impolítico y pernicioso, propen-
der a que semejante convención se realizase. ¿Quién podría concordar las voluntades
de hombres que habitan un continente, donde se fijaría el gran congreso, y cómo pro-
veería a las necesidades urgentes de pueblos de quienes no podría tener noticia, sino
después de tres meses?
Es una quimera pretender que todas las Américas españolas formen un solo estado.
¿Cómo podríamos entendernos con las Filipinas, de quienes apenas tenemos otras no-
ticias, que las que nos comunica una carta geográfica? ¿Cómo conciliaríamos nuestros
intereses con los del reino de México? Con nada menos se contentaría éste, que con te-
ner estas provincias en clase de colonias. Pero, ¿qué americano podrá hoy día reducirse
a tan dura clase? ¿Ni quién querrá la dominación de unos hombres que compran con
sus tesoros la condición de dominados de un soberano en esqueleto, desconocido de
los pueblos, hasta que él mismo se les ha anunciado, y que no presenta otros títulos ni
apoyo de su legitimidad que la fe ciega de los que le reconocen? Pueden, pues, las pro-
vincias obrar por sí solas su constitución y arreglo; deben hacerlo, porque la naturaliza
misma les ha prefijado esta conducta, en las producciones y límites de sus respectivos
territorios; y todo empeño que les desvíe de este camino es un lazo con que se pretende
paralizar el entusiasmo de los pueblos, hasta lograr ocasión de darles un nuevo señor.
Oigo hablar generalmente de un gobierno federativo, como el más conveniente a las
circunstancias y estado de nuestras provincias, pero temo que se ignore el verdadero
carácter de este gobierno, y que se pida sin discernimiento una cosa que se reputará in-
verificable después de conocida. No recurramos a los antiguos anfictiones de la Grecia,
para buscar un verdadero modelo del gobierno federativo; aunque entre los mismos
literatos ha reinado mucho tiempo la preocupación de encontrar en los anfictiones la
dieta o estado general de los doce pueblos que concurrían a celebrarlos con su sufragio,
las investigaciones literarias de un sabio francés, publicadas en París el año 1804, han
348 Eduardo Azcuy Ameghino
demostrado que el objeto de los anfictiones era puramente religioso, y que sus resolu-
ciones no dirigían tanto el estado político de los pueblos que lo formaban, cuanto el
arreglo y culto sagrado del templo de Delfos.
Los pueblos modernos son los únicos que nos han dado una exacta idea del go-
bierno federativo, y aun entre los salvajes de América se ha encontrado practicado en
términos que nunca conocieron los griegos. Oigamos a Mr. Jefferson, que en las ob-
servaciones sobre la Virginia, nos describe todas las partes de semejante asociación:
«Todos los pueblos del Norte de la América, dice este juicioso escritor, son cazadores, y
su subsistencia no se saca sino de la caza, la pesca, las producciones que la tierra da por
sí misma, el maíz que siembran y recogen las mujeres, y la cultura de algunas especies
de patatas; pero ellos no tienen ni agricultura regular, ni ganados, ni animales domés-
ticos de ninguna clase. Ellos, pues, no pueden tener sino aquel grado de sociabilidad y
de organización de gobierno compatibles con su sociedad; pero realmente lo tienen. Su
gobierno es una suerte de confederación patriarcal. Cada villa o familia tiene un jefe
distinguido con un título particular, y que comúnmente se llama sanchem. Las diversas
villas o familias que componen una tribu, tienen cada una su jefe. Estos jefes son, ge-
neralmente, hombres avanzados en edad, y distinguidos por su prudencia y talento en
los consejos. Los negocios que no conciernen sino a la villa o la familia se deciden por
el jefe y los principales de la villa y la familia; los que interesan a una familia entera,
como la distribución de empleos militares, y las querellas entre las diferentes villas y
familias, se deciden por asambleas o consejos formados de diferentes villas o aldeas;
en fin, los que conciernen a toda la nación, como la guerra, la paz, las alianzas con las
naciones vecinas, se determinan por un consejo nacional, compuesto de los jefes de las
tribus, acompañados de los principales guerreros, y de un cierto número de jefes de
villas, que van en clase de sus consejeros. Hay en cada villa una casa de consejo, donde
se juntan el jefe y los principales, cuando lo pide la ocasión. Cada tribu tiene también
un lugar en que los jefes de villa se reúnen para tratar sobre los negocios de la tribu;
y, en fin, en cada nación hay un punto de reunión, o consejo general, donde se juntan
los jefes de diferentes naciones con los principales guerreros, para tratar los negocios
generales de toda la nación. Cuando se propone una materia en el Consejo Nacional,
el jefe de cada tribu consulta aparte con los consejeros que él ha traído, después de lo
cual anuncia en el Consejo la opinión de su tribu, y como toda la influencia que las tri-
bus tienen entre sí se reduce a la persuasión, procuran, todas, por mutuas concesiones,
obtener la unanimidad».
He aquí un estado admirable, que reúne al gobierno patriarcal la forma de una
rigurosa federación. Ésta consiste esencialmente en la reunión de muchos pueblos o
provincias independientes unas de otras; pero sujetas al mismo tiempo a una dieta o
consejo general de todas ellas, que decide soberanamente sobre las materias de estado,
que tocan al cuerpo de nación. Los cantones suizos fueron regidos felizmente bajo esta
forma de gobierno, y era tanta la independencia de que gozaban entre sí, que unos
se gobernaban aristocráticamente, otros democráticamente, pero todos sujetos a las
alianzas, guerras, y demás convenciones que la dieta general celebrada en representa-
ción del cuerpo helvético. El gran principio de esta clase de gobierno se halla en que los
estados individuales, reteniendo la parte de soberanía que necesitan para sus negocios
internos, ceden a una autoridad suprema y nacional la parte de soberanía que llama-
remos eminente, para los negocios generales, en otros términos, para todos aquellos
puntos en que deben obrar como nación. De que resulta que, si en actos particulares,
Apéndice documental 349
Documento 60
Orden del día sobre la «Supresión de los honores del presidente» de la Junta,
redactada por Mariano Moreno y firmada por todos los miembros presentes
del gobierno; fue publicada en La Gaceta de Buenos Aires del 8 de diciembre
de 1810 y constituyó una referencia insoslayable en el proceso de ruptura del
frente político que había impulsado hasta entonces la lucha anticolonial.
En vano publicaría esta Junta principios liberales, que hagan apreciar a los pueblos
el inestimable don de su libertad, si permitiese la continuación de aquellos prestigios,
que por desgracias de la humanidad inventaron los tiranos, para sofocar los sentimien-
tos de la naturaleza. Privada la multitud de luces innecesarias, para dar su verdadero
valor a todas las cosas; reducida por la condición de sus tareas a no extender sus me-
diaciones más allá de sus primeras necesidades; acostumbrada a ver los magistrados y
jefes envueltos en un brillo que deslumbra a los demás y los separa de su inmediación,
confunde los inciensos y homenajes con la autoridad de los que los disfrutan, y jamás
se detiene en buscar al jefe por los títulos que los constituyen, sino por el boato y con-
decoraciones con que siempre lo ha visto distinguido. De aquí es que el usurpador, el
déspota, el asesino de su patria, arrastra por una calle pública la veneración y respecto
de un gentío inmenso, al paso que carga la execración de los filósofos y las maldiciones
de los buenos ciudadanos; y de aquí es que, a presencia de ese aparato exterior, precur-
sor seguro de castigos y de todo género de violencias, tiemblan los hombres oprimidos,
350 Eduardo Azcuy Ameghino
y se asustan de sí mismos, si alguna vez el exceso de opresión los había hecho pensar
en secreto algún remedio. ¡Infelices pueblos los que viven reducidos a una condición
tan humillante! Si el abatimiento de sus espíritus no sofocase todos los pensamientos
nobles y generosos, si el sufrimiento continuado de tantos males no hubiese extingui-
do hasta el deseo de libertarse de ellos, correrían a aquellos países felices, en que una
constitución justa y liberal da únicamente a las virtudes el respeto que los tiranos exi-
gen para los trapos y galones; abandonarían sus hogares, huirían de sus domicilios,
y dejando anegado a los déspotas en el fiero placer de haber asolado las provincias
con sus opresiones, vivirán bajo el dulce dogma de la igualdad, que raras veces posee
la tierra, porque raras veces lo merecen sus habitantes. ¿Qué comparación tiene un
gran pueblo de esclavos, que con su sangre compra victorias, que aumenten el lujo, las
carrozas, las escoltas de los que los dominan, con una ciudad de hombres libres, en
que el magistrado no se distingue de los demás, sino porque hace observar las leyes,
y termina las diferencias de sus conciudadanos? Todas las clases del estado se acercan
con confianza a los depositarios de la autoridad, porque en los actos sociales han alter-
nado francamente con todos ellos; el pobre explica sus acciones sin timidez, porque ha
conversado muchas veces familiarmente con el juez que le escucha; el magistrado no
muestra ceño en el tribunal a hombres que después podrían despreciarlo en la tertulia;
y sin embargo, no mengua el respeto de la magistratura, porque sus decisiones son
dictadas por la ley, sostenidas por la constitución y ejecutadas por la inflexible firmeza
de hombres justos e incorruptibles.
Se avergonzaría la Junta y se consideraría acreedora a la indignación de este gene-
roso pueblo, si desde los primeros momentos de su instalación hubiese desmentido una
sola vez los sublimes principios que ha proclamado. Es verdad que, consecuente al acta
de su erección, decretó al presidente, en orden de 28 de mayo, los mismos honores que
antes se habían dispensado a los virreyes; pero éste fue un sacrificio transitorio de sus
propios sentimientos, que consagró al bien general de este pueblo. La costumbre de ver
a los virreyes rodeados de escoltas y condecoraciones habría hecho desmerecer el con-
cepto de la nueva autoridad, si se presentaba desnuda de los mismos realces; quedaba
entre nosotros el virrey depuesto; quedaba una audiencia formada por los principios de
divinización de los déspotas; y el vulgo, que sólo se conduce por lo que ve, se resentiría
de que sus representantes no gozasen el aparato exterior de que habían disfrutado los
tiranos, y se apoderarían de su espíritu la perjudicial impresión de que los jefes popu-
lares no revestían el elevado carácter de los que venían de España. Esta consideración
precisó a la Junta a decretar honores al presidente, presentando al pueblo la misma
pompa del antiguo simulacro, hasta que repetidas lecciones lo dispusiesen a recibir sin
riesgo de equivocarse el precioso presente de su libertad. Se mortificó bastante la mo-
deración del presidente con aquella disposición, pero fue preciso ceder a la necesidad,
y la Junta ejecutó un arbitrio político que exigían las circunstancias, salvando al mismo
tiempo la pureza de sus intenciones con la declaratoria de que los demás vocales no
gozasen honores, tratamiento, ni otra clase de distinciones.
Un remedio tan peligroso a los derechos del pueblo, y tan contrario a las intencio-
nes de la Junta, no ha debido durar sino el tiempo muy preciso, para conseguir los
justos fines que se propusieron. Su continuación sería sumamente arriesgada, pues los
hombres sencillos creerían ver un virrey en la carroza escoltada, que siempre usaron
aquellos jefes; y los malignos nos imputarían miras ambiciosas, que jamás han abrigado
nuestros corazones. Tampoco podrían fructificar los principios liberales, que con tanta
Apéndice documental 351
sinceridad comunicamos, pues el común de los hombres tiene en los ojos la principal
guía de su razón, y no comprenderían la igualdad que les anunciamos, mientras nos
viesen rodeados de la misma pompa y aparato con que los antiguos déspotas esclavi-
zaron a sus súbditos.
La libertad de los pueblos no consiste en palabras, ni debe existir en los papeles
solamente. Cualquier déspota puede obligar a sus esclavos a que canten himnos a la
libertad; y este cántico maquinal es muy compatible con las cadenas y opresión de los
que lo entonan. Si deseamos que los pueblos sean libres, observemos religiosamente el
sagrado dogma de la igualdad. ¿Si me considero igual a mis conciudadanos, por qué
me he de presentar de un modo que les enseñe que son menos que yo? Mi superioridad
sólo existe en el acto de ejercer la magistratura, que se me ha confiado; en las demás
funciones de la sociedad soy un ciudadano, sin derecho a otras consideraciones que las
que merezca por mis virtudes.
No son éstos vanos temores, de que un gobierno moderado pueda alguna vez pres-
cindir. Por desgracia de la sociedad existen en todas partes hombres venales y bajos,
que no teniendo otros recursos para su fortuna que los de la vil adulación, tientan de
mil modos a los que mandan, lisonjear todas sus pasiones, y tratan de comprar su favor
a costa de los derechos y prerrogativas de los demás. Los hombres de bien no siempre
están dispuestos ni en ocasión de sostener una batalla en cada tentativa de los bribo-
nes; y así se enfría gradualmente el espíritu público, y se pierde el horror a la tiranía.
Permítasenos el justo desahogo de decir a la faz del mundo, que nuestros conciudada-
nos han depositado provisoriamente su autoridad en nueve hombres, a quienes jamás
trastornará la lisonja, y que juran por lo más sagrado que se venera sobre la tierra, no
haber dado entrada en sus corazones a un solo pensamiento de ambición o tiranía; pe-
ro ya hemos dicho otra vez, que el pueblo no debe contentarse con que seamos justos,
sino que debe tratar de que lo seamos forzosamente. Mañana se celebra el congreso,
y se acaba nuestra representación. Es pues un deber nuestro, disipar de tal modo las
preocupaciones favorables a la tiranía, que si por desgracia nos sucediesen hombres
de sentimientos menos puros que los nuestros, no encuentren en las costumbres de
los pueblos el menor apoyo para burlarse de sus derechos. En esta virtud ha acordado
la junta el siguiente reglamento, en cuya puntual e invariable observancia empeña su
palabra y el ejercicio de todo su poder:
1. El artículo 8 de la orden del día 28 de mayo de 1810, queda revocado y anulado
en todas sus partes.
2. Habrá desde este día absoluto, perfecta e idéntica igualdad entre el presidente y
demás vocales de la Junta, sin más diferencia que el orden numerario y gradual
de los asientos.
3. Solamente la Junta, reunida en actos de etiqueta y ceremonia, tendrá los honores
militares, escolta y tratamiento que están establecidos.
4. Ni el presidente, ni algún otro individuo de la Junta, en particular revestirán
carácter público, ni tendrán comitiva, escolta o aparato que los distinga de los
demás ciudadanos.
5. Todo decreto, oficio y orden de la Junta deberá ir firmado de ella, debiendo
concurrir cuatro firmas, cuando menos, con la del respectivo secretario.
352 Eduardo Azcuy Ameghino
Documento 61
y puedan gozar de los derechos originarios que les fueron usurpados por la
fuerza.
La proclama que con fecha el 26 de octubre del año anterior os ha dirigido vuestro
actual virrey, me pone en la necesidad de combatir sus principios antes que vuestra
sencillez sea víctima del engaño, y venga a decidir el error la suerte de vosotros, y
vuestros hijos (. . . ).
Vuestro virrey da a entender que la metrópoli aún dista mucho de su ruina; cuando
asegura sin temer la censura pública que el tirano de la Europa siente su debilidad a
vista de la constancia española, y trata de alcanzar con la seducción y el engaño, lo que
no ha podido conseguir con la fuerza. ¿Y os halláis tentados a creer esta falsedad? No
me persuado. Vosotros no podéis ignorar que la España gime mucho tiempo ha bajo
el yugo de un usurpador sagaz y poderoso, que después de haber aniquilado sus fuer-
zas, agotado sus arbitrios, y aislado sus recursos, se complace de verla postrada ante
el trono de su tiranía, oprimida por las fuertes cadenas que arrastra con oprobio. No
podéis ignorar que arrebatado por la perfidia del trono de sus mayores el señor don
Fernando VII suspira inútilmente por su libertad en un país extraño, y conjurado contra
él, sin la menor esperanza de redención. No podéis en fin ignorar que los mandatarios
de este antiguo gobierno metropolitano que han quedado entre vosotros, ven decidida
su suerte y desesperada su ambición si la América no une su destino al de la Península,
y si los pueblos no reciben ciegamente el yugo que quieran imponerles los partidarios
de sí mismo. Por esto es que para manteneros en un engaño favorable a sus miras os
anuncian victorias, os lisonjean con esperanzas, y entretienen vuestra curiosidad con
noticias combinadas en los gabinetes de intriga. Mas yo os anuncio con la sinceridad
que me inspira el amor que os profeso, como nacido en el mismo suelo que vosotros,
que ya la España tributa vasallaje a la raza exterminadora del emperador de los france-
ses, y que por consiguiente es tiempo de que penséis en vosotros mismos desconfiando
de las falsas y seductivas esperanzas con que creen asegurar vuestra servidumbre.
No es otro el espíritu del virrey del Perú cuando ofrece abriros el camino de la
instrucción, de los honores y empleos a que jamás os ha creído acreedores. ¿Pero de
cuándo acá le podíais preguntar; os considera dignos de tanta elevación? ¿No es verdad
que siempre habéis sido mirados como esclavos y tratados con el mayor ultraje sin más
derecho que la fuerza, ni más crimen que habitar en vuestra propia patria? ¿Habéis
gozado alguna vez esos empleos y honores que os ofrecen, y lo que es más aquellos
mismos bienes que vuestro propio suelo os concede y la naturaleza os dispensa con
absoluto dominio? ¿Y no es verdad que este nuevo ofrecimiento es un recurso del que
intenta haceros más infelices de lo que sois? La historia de vuestros mayores, y vuestra
propia experiencia, descubren el veneno y la hipocresía de ese reciente plan, que os
anuncian con aparato vuestros mismos tiranos. Bien sabéis que su lenguaje jamás ha
sido el de la verdad, y que sus labios nunca van de acuerdo con su corazón. Hoy os
lisonjean con promesas ventajosas y mañana desolarán vuestros hogares, consternarán
vuestras familias, y aumentarán los eslabones de la cadena que arrastran.
Observad sobre este particular el manejo de vuestros jefes; decidme si alguna vez
han cumplido las promesas que por una política artificiosa os hacen con tanta frecuen-
cia y nunca con efecto. Comparad esta conducta con la que observa la excelentísima
Junta de donde emana mi comisión, con la que yo mismo observo, y todos los demás
jefes que dependen de mí. Nosotros jamás dilatamos cumplir lo que una vez ofrecemos,
y por lo regular entre nuestras promesas y su cumplimiento es momentáneo el inter-
354 Eduardo Azcuy Ameghino
valo. Estad persuadidos de esto, y creed firmemente que lo que yo os aseguro tendrá
un efectivo cumplimiento, y jamás os arrepentiréis de confiar en mis promesas. Sabed
que el gobierno de donde procedo sólo aspira a restituir a los pueblos su libertad civil,
y que vosotros bajo su protección viviréis libres gozando en paz juntamente con noso-
tros esos derechos originarios que nos usurpó la fuerza. En una palabra, la Junta de la
capital os mirará siempre como a hermanos, y os considerará como a iguales. Éste es
todo su plan, y jamás discrepará de él mi conducta a pesar de cuanto para seduciros
publica la maldad de vuestros jefes.
Ilustrados ya del partido que os conviene, burlad la esperanza de los que intentan
perpetuar el engaño en vuestras comarcas, a fin de confirmar el plan de sus violencias;
y jamás dudéis que mi principal objeto es libertaros de su opresión, mejorar vuestra
suerte, adelantar vuestros recursos, desterrar lejos de vosotros la miseria, y haceros
felices en vuestra patria. Para conseguir este fin tengo el apoyo de todas las provincias
del Río de la Plata, y sobre todo de un numeroso ejército superior en virtudes y valor
a ese tropel de soldados mercenarios y cobardes con que intentan sofocar el clamor de
vuestros derechos.
Documento 62
Orden expedida por Juan José Castelli a los gobernadores intendentes y demás
autoridades altoperuanas donde se manifiesta la necesidad de tomar rápidas
y profundas medidas para reformar los abusos que se cometían contra los
indios, a quienes declara iguales a todas las demás clases en presencia de la
ley, reconociendo sus derechos a la representación política, la educación y la
propiedad de la tierra. La orden está fechada en el «Cuartel general del ejército
auxiliar y combinado, de la libertad, Tiahuanaco, 25 de mayo de 1811, y
segundo de la libertad de Sur América».
Los sentimientos manifestados por el gobierno superior de estas provincias desde
su instalación se han dirigido a uniformar la felicidad en todas las clases, dedicando
su preferente cuidado hacia aquella que se hallaba en estado de elegirla más ejecuti-
vamente. En este caso se consideran los naturales de este distrito que por tantos años
han sido mirados con abandono y negligencia, oprimidos y defraudados en sus dere-
chos y en cierto modo excluidos de la mísera condición de hombres que no se negaba
a otras clases rebajadas por la preocupación de su origen. Así es que después de haber
declarado el gobierno superior, con la justicia que reviste su carácter, que los indios son
y deben ser reputados con igual opción que los demás habitantes nacionales a todos
los cargos, empleos, destinos, honores y distinciones, por la igualdad de derechos de
ciudadanos, sin otra diferencia que la que presta el mérito y aptitud, no hay razón para
que no se promuevan los medios de hacerlos útiles, reformando los abusos introdu-
cidos en su perjuicio, y propendiendo a su educación, ilustración y prosperidad, con
la ventaja que presta su noble disposición a las virtudes y adelantamientos económi-
cos. En consecuencia ordeno que, siendo los indios iguales a todas las demás clases
en presencia de la ley, deberán los gobernadores intendentes con sus colegas y con
conocimiento de sus ayuntamientos y los subdelegados en sus respectivos distritos, del
mismo modo que los caciques, alcaldes y demás empleados, dedicarse con preferencia
a informar de las medidas inmediatas o provisionales que puedan adoptarse para re-
formar los abusos introducidos en perjuicio de los indios, aunque sean con el título de
Apéndice documental 355
culto divino, promoviendo su beneficio en todos los ramos y con particularidad sobre
repartimiento de tierras, establecimientos de escuelas en sus pueblos y excepción de
cargas o imposición indebidas, pudiendo libremente informarme todo ciudadano que
tenga conocimientos relativos a esta materia a fin de que impuesto del pormenor de
todos los abusos por las relaciones que me hicieren puedan proceder a su reforma. Úl-
timamente, declaro que todos los indios son acreedores a cualquier destino o empleo
de que se consideren capaces, del mismo modo que todo nacional idóneo, sea de la
clase y condición que fuese, siempre que sus virtudes y talentos los hagan dignos de la
consideración del gobierno. Y a fin de que llegue a noticia de todos, se publicará inme-
diatamente con las solemnidades de estilo, circulándose a todas las juntas provinciales
y subalternas, para que de acuerdo con los ayuntamientos celen su puntual y exacto
cumplimiento, comunicando a todos los subdelegados y jueces de su dependencia es-
tas mismas disposiciones, en inteligencia de que en el preciso término de tres meses
contados desde la fecha, deberán estar ya derogados todos los abusos perjudiciales a
los naturales y fundados todos los establecimientos necesarios para su educación, sin
que a pretexto alguno se dilate, impida o embarace el cumplimiento de estas dispo-
siciones. Y estando enterado por suficientes informes que tengo tomados de la mala
versación de los caciques por no ser electos con el conocimiento general y espontáneo
de sus respectivas comunidades y demás indios, aun sin traer a consideración otros
gravísimos inconvenientes que de aquí resultan, mando que en lo sucesivo todos los
caciques, sin exclusión de los propietarios o de sangre, no sean admitidos sin el previo
consentimiento de las comunidades, parcialidades o ayllus que deberán proceder a ele-
girlos con conocimiento de sus jueces territoriales por votación conforme a las reglas
generales que rigen en estos casos, para que beneficiada en estos términos se proceda
por el gobierno a su respectiva aprobación.
Documento 63
Si una nación navega por otra, o hace el monopolio de sus mercaderías, que viene
a ser lo mismo, la agricultura y las manufacturas de éstos serán restringidas o aniqui-
ladas, según el interés que encontrara en ello la primera; es decir que el trabajo del
pueblo y desde luego la población, los recursos del estado vendedor, estarán en las
manos del estado navegante.
Documento 64
Documento 65
Mientras el hombre no tenga en propiedad la posesión del campo que cultiva, mien-
tras no se halle asegurado que los frutos que le proporciona su sudor han de ser exclusi-
vamente suyos, y mientras no tenga la libertad de disponer de ellos y de sus facultades
a su arbitrio, sin que haya fuerza alguna que bajo ningún pretexto, ni aun bajo el espe-
cioso de bien público, le altere el goce y posesión de estos derechos, serán vanos, serán
infructuosos e inútiles todos cuantos esfuerzos se hagan para inclinarlos al trabajo
(. . . ). Distíngase aún más al labrador libertándolo enteramente de aquellas pensiones
que pudieran retraerlo de este ejercicio necesario. Déseles en propiedad aquella pe-
queña porción de tierra que se estime necesaria no sólo para su precisa subsistencia,
sino también para que pueda de algún modo adelantar su fortuna por medio de su
constante aplicación, (. . . ) sea esta propiedad sagrada, y esté a cubierto de las intere-
sadas miras del ambicioso que quiera echarse encima de estos preciosos patrimonios
(Hipólito Vieytes. Semanario de Agricultura, 1804).
Es necesario prevenir los inconvenientes de la falta de propiedad en las nuevas
poblaciones que se promovieren y de que tanto carecemos, así tendremos que las pro-
piedades serán más repartidas y que nuestros labradores saldrán del estado infeliz en
que yacen debido a la falta de propiedad de los terrenos que ocupan. . . El reparti-
miento, pues, subsiste a poco más o menos como en los tiempos primeros, porque aun
cuando hayan pasado las tierras a otras manos, éstas siempre han llevado el prurito de
ocuparlas en aquella extensión aunque nunca las hayan cultivado. . . Se podría obligar
a la venta de los terrenos que no se cultivan, al menos en una mitad, si en un tiempo
dado no se hacen plantaciones por los propietarios; y mucho más se les debería obligar
a los que tienen sus tierras enteramente desocupadas y están colinderas con nuestras
poblaciones de campaña, cuyos habitadores están rodeados de grandes propietarios
(Manuel Belgrano, Correo de Comercio, 1810).