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James Valender
El Colegio de México
Las obras teatrales de Concha Méndez que corresponden al periodo del exilio
abarcan los años 1938-1945. En cierta forma representan una continuación natural de la
trayectoria dramática iniciada por ella en los años anteriores a la Guerra Civil. Dicha
trayectoria venía caracterizada por la creación, por un lado, de un teatro psicológico, de
corte vanguardista, representado por su drama El personaje presentido (1931), y, por
otro, por un teatro infantil, de factura más tradicional, encarnado en obras como El
ángel cartero (1931), El pez engañado (1933), Ha corrido una estrella (1934) y El
carbón y la rosa (1935). El teatro de exilio de la autora se alimenta de ambas corrientes;
aunque, dicho esto, hay que reconocer que la amarga experiencia de la guerra y del
exilio sí dejó su huella (y difícilmente podía ser de otra manera) en las obras escritas por
Concha Méndez a partir de 1936.
Y digo a partir del año 1936 porque Concha Méndez fue, en efecto, uno de los
numerosos intelectuales republicanos que padecieron la experiencia del exilio mucho
antes de que la Guerra Civil se terminara en abril de 1939. Con el fin de salvar de los
peligros de la guerra a su hija Paloma, quien contaba entonces con apenas un año y
medio, hacia finales de 1936 o principios de 1937 Concha Méndez abandonó España
para refugiarse primero en Inglaterra y luego en Bélgica. Durante todo este tiempo no
dejó de escribir poesía: poemas meditativos o exaltados, en los que aludía a sus
primeras experiencias como refugiada a la vez que reiteraba su firme adhesión a la
causa republicana. En el verano de 1938, persuadida por su marido Manuel Altolaguirre,
volvió a España, concretamente a Barcelona. Ahí permaneció hasta la caída de Cataluña
hacia finales de enero de 1939, fecha en que retomó su vida de exiliada, refugiándose
esta vez en París. Es decir, para Concha Méndez la Guerra Civil representó un periodo
en que dos estancias en España (más o menos, de julio a diciembre de 1936 —410→
y de junio de 1938 a enero de 1939) se alternaron con una experiencia bastante larga de
obligada residencia fuera de su país.
Exiliada en La Habana, Cuba, donde pasaría los cuatro primeros años de su nueva
vida americana (1939-1943), Concha Méndez escribió dos piezas, otra vez en verso: la
segunda parte de El solitario (1941) y La caña y el azúcar (1942), una comedia infantil
identificada por su autora como «alegoría antillana». Cabe señalar que, al publicarse la
segunda parte de El solitario, el texto que antes se anunciara como prólogo, «El
nacimiento», ahora se identifica como la primera parte de la trilogía. Todo parece
indicar que la tercera y última parte de El solitario también la empezó a redactar en La
Habana; sin embargo, no la dio por terminada sino hasta agosto de 1945, cuando ya
llevaba más de dos años viviendo en la ciudad de México. Con la terminación de El
solitario, Concha Méndez parece haber dado por cerrada también su carrera como
dramaturga; en adelante se dedicaría casi exclusivamente a la poesía, aunque,
retomando una vieja aspiración suya, también incursionaría un par de veces en el campo
del cine.
En lo que sigue, y con el propósito de destacar mejor la forma en que la autora fue
profundizando en el tema que quiso dramatizar, empezaré por comentar cada una de las
tres partes separadamente.
Aunque la obra termina dejando constancia del triunfo de la soledad sobre el amor,
creo que sería un error ver en El solitario una reivindicación a ultranza de una vida
entregada a la soledad. Aquí no estaría de más recordar la preferencia de la propia
Concha Méndez por el término «tríptico» —414→ para definir su obra. Más que
trazar la evolución de una problemática humana hasta su resolución final, las tres partes
de la trilogía retratan un mismo problema visto desde tres ángulos distintos... Y lo
retratan como insoluble: el hombre nace para el amor, pero también para la soledad, y
puesto que ninguna de estas dos formas de vida le satisface enteramente (el amor le
quita su libertad, la soledad lo sume en la irrealidad de una vida más soñada que vivida),
su existencia se debate trágica e inútilmente entre uno y otro extremo. Más que ofrecer
una solución al conflicto, lo que la autora ha querido hacer, al escribir su obra, ha sido
presentar el dilema en sí, es decir, recrear la tensión que puede darse entre dos caminos
de acción opuestos, representativos a su vez de dos éticas encontradas. En este sentido
conviene tener muy en cuenta la nota que escribió Concha Méndez para acompañar la
publicación de la tercera parte de la obra:
(III, 31)
Si bien la autora empieza por resumir la acción de su obra como una especie de
«suicidio» del ser, de un ser que se sumerge en la soledad como quien se entrega a la
muerte, la nota finalmente resulta mucho más equilibrada: lo que importa a fin de
cuentas (parece decirnos) es el amor, esa luz que fluctúa entre los atractivos de la vida
compartida y la llamada de la soledad. Fluctuación dolorosa y constante, que se resume
muy bien hacia el final del tercer momento de la obra, cuando el protagonista exclama:
(III, 41)
—415→
Por otra parte, conviene destacar la valoración muy diferente que en las dos piezas
se le da a la soledad. Si bien para la protagonista de El personaje presentido la soledad
no es más que un vacío espiritual («¡Nueva York! ¡¡Nueva York!!», musita Sonia en
sueños. «Ya estoy en Nueva York. Y en Nueva York, como en todas partes, el mismo
vacío del alma..., el mismo desasosiego en el corazón..., la misma soledad... ¡La misma
angustiosa soledad!...»)430, para El Solitario dicho estado representa una fuente de fuerza
espiritual inconfundible: «Ampárame», le pide a La Soledad, «que eres / —416→ mi
amor permanente. / Todo lo he dejado / por pertenecerte. / Eres tú mi mundo, / mi
sueño, mi amada» (III, 43).
Cernuda parece proponer aquí, como propondría años más tarde Albert Camus, la
reconciliación de dos términos aparentemente contrapuestos: «solitario» y «solidario».
Todo parece indicar que una preocupación parecida también acompañaba a Concha
Méndez a la hora de escribir su tríptico. En «Historia de un teatro», la conferencia sobre
su obra que escribió en La Habana en 1942, Concha Méndez se ocupó, entre muchos
otros temas, del deber del escritor en el momento tan difícil que todos vivían entonces;
un momento en que toda huella de vida civilizada parecía a punto de desaparecer a raíz
de una sangrienta guerra mundial sin antecedentes en la historia de la humanidad. Frente
a esta angustiante situación, la autora no dudó en recomendar el retraimiento, pero un
retraimiento entendido no como simple evasión del mundo, sino al contrario, como una
determinación de cultivar en soledad los valores espirituales que habían de inspirar y
estructurar la sociedad del futuro:
(p. 18)
El solitario habría sido uno de los primeros resultados del encastillamiento que
aquí anuncia la dramaturga. El propósito de la obra: indagar en las pasiones humanas
que dan pie a los grandes conflictos humanos; indagar en ellas para así evitar, en lo
posible, que los mismos conflictos se vuelvan a dar. Lo cual se traducía a su vez (puesto
que era el caso que más —418→ de cerca le llegaba) en una especie de diagnóstico
del alma del pueblo español. Es decir, cabe ver en El solitario no sólo una alegoría
sobre el amor y la soledad, sino también una reflexión sobre el problema nacional.
Es, por cierto, en este contexto en donde hay que entender, según creo, el carácter
netamente «tradicional» que reviste la configuración literaria y teatral de la pieza. En el
prólogo que escribió para la segunda parte de la trilogía, además de resaltar el
«tremendo sentido del tiempo» que permea el texto, María Zambrano también insistió
en colocar la obra «bajo la sombra y amparo de la más firme tradición de nuestro
Teatro»; lo cual, como luego agregó, significaba, antes que nada, el ejemplo de
Calderón de la Barca (II, 15). Zambrano mencionó el auto sacramental El gran teatro
del mundo, que sería, sin duda, uno de los antecedentes más evidentes de la forma
alegórica que adopta la pieza de Concha Méndez; pero también cabría invocar La vida
es sueño, y más precisamente la figura de Segismundo, cuyo famoso soliloquio sobre el
sentido fantasmal de la vida, emitido desde la soledad de una torre, encuentra más de un
eco en las décimas que recita El Farero desde la soledad de su faro.
Si bien esta raigambre barroca le presta a la obra de Concha Méndez una gravedad
clásica que sorprende, sobre todo a quien previamente haya disfrutado del delicioso
desparpajo vanguardista de El personaje presentido, hay que entender que dicho tono
es, de nuevo, fruto de las circunstancias en que la pieza fue escrita. Todo parece indicar
que, al encontrarse desterrada, aislada por lo tanto del contacto directo con su sociedad,
la —419→ autora buscó orientación e inspiración espirituales en los valores
encarnados en la tradición literaria y artística de su país; experiencia que habría
compartido, por cierto, con muchos de sus colegas del exilio. Para explicar la tragedia
que todos acababan de sufrir, no había recurso mejor (pensaba Concha Méndez) que
acudir a la literatura española de los Siglos de Oro, y sobre todo a su teatro. En otro
fragmento de su «Historia de un teatro», la dramaturga escribió lo siguiente:
(p. 15)
www.lluisvives.com/servlet/SirveObras/litEx/.../p0000011.htm