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La doctora Elisa Rivas de Hernández tenía una vida plena. Estaba casada con un
importante empresario, con dos hijos y el futuro asegurado. Ella era la mejor cirujana
de la ciudad.
Una fría mañana de junio escuchó que su hijo menor se quejaba. Cuando lo revisó,
notó que estaba muy mal y había que operarlo de urgencia. ¿Quién mejor que ella
para asistirlo?
Pasaron algunos días, hasta que un domingo que era el día de la madre abrió sus
ojos y en voz muy baja, dijo: mamá, no me duele nada, soy feliz y veo una luz
blanca. Escucho la voz de la abuela que me llama. Solo quiero ir a casa, estoy
cansado. La doctora haciendo un gran esfuerzo para no llorar, le dijo: Pronto nos
vamos a casa. El pequeño sonrió, la miró y le dijo: Te quiero mucho mamita.
Y murió.
Pasó el tiempo y sentía que ya no podía vivir más así. Su marido la maltrataba y
toda la casa le recordaba al niño. Sus juguetes, su cama, su lugar en la mesa, su
risa cantarina. Entonces no pudo más, dejó todo y se marchó sin mirar atrás por
temor a arrepentirse. Sabía que su otro hijo quedaba en buenas manos. No se llevó
nada, se fue con lo puesto.
Caminó sin rumbo, hasta que el cansancio la venció y cayó rendida al costado de
una calle. Ahí la encontró un camionero que la quiso ayudar. Ella le pidió que la
llevara lo más lejos posible. Como el camionero iba al norte, la dejó en un pequeño
pueblo de la puna jujeña.
Fueron pasando los años y a pesar de su tristeza estaba en paz. La cabaña donde
vivía era pobre, pero tenía una vista magnifica hacia los cerros multicolores, y a lo
lejos se sentía el cantar de un arroyo.
Una mañana fue diferente, se levantó con un vacío en el estómago que no podía
explicar. Estaba cuidando las vicuñas al costado de la calle, cuando un auto volcó
casi enfrente de ella. Sin dudarlo corrió al lugar del hecho donde había un hombre,
una mujer y una niña. No reparó en los adultos, sólo se ocupó de la menor que
estaba muy mal. La tomó en brazos y la llevó al hospital del pueblo donde había
quirófano pero no tenían medico. Entonces ordenó que prepararan todo porque iba a
operar a la pequeña, y así fue como le salvó la vida.
Unos días después, fue a visitarla y cuando averiguó que todo estaba bien, decidió
marcharse, pero un fuerte brazo la detuvo. Cuando giró, se encontró un hombre
igual a su marido de joven. Lo conoció al instante, era su hijo. Quedó petrificada, lo
escuchaba hablar lejos, él le preguntaba cómo era posible que una pastora fuera
una cirujana tan eficiente. Y ella salió corriendo.
Intentando olvidar todo, un domingo, fue a la plaza y encontró a su hijo con una foto
en la mano preguntando si la conocían. Todos se quedaron asombrados cuando ella
le arrancó la foto de las manos y le dijo: Esa mujer era yo, pero ya no existe, ahora
soy una pastora. El sorprendido, con lágrimas en sus ojos, le dijo: mamá, cuanto te
busqué, y mirá donde te encuentro, El la tomó de los hombros y se sentaron en un
banco de la plaza.
Entonces su hijo le contó que habían salido de vacaciones con su mujer y su hija,
cuando en el viaje reventó una cubierta justo frente a ella, que lo que había pasado
era un milagro, que no la quería volver a perder nuevamente. Entonces ella accede
a reconstruir su familia pero Elisa no quería dejar el lugar que le había dado tanto.
Su hijo le contó que también era médico, igual que ella, que la gran ciudad lo había
cansado. Así fue que compró una casa en el pueblo y la doctora arregló su cabaña
para convertirla en un bello lugar donde pasaba horas hablando y jugando con su
nieta. Después de tantos años, Elisa volvía a ser feliz. Como ahí había hospital pero
no médico, le propuso a su madre atenderlo juntos.
Y así fue. En las mañanas salía a pastar las vicuñas con su ropa típica del lugar y a
la tarde se ponía su guardapolvo de doctora para trabajar en el hospital.
El Perdido, 2015
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