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PROLOGO

Hay momentos en la vida de algunas personas que están destinados a cambiar la


vida de muchos. En ese « vuelco del destino » se pueden luego distinguir con
claridad un « antes » y un « después ». En el instante mismo en que ocurren esos
acontecimentos, el protagonista toma de pronto conciencia de que su vida ha
dejado casi de pertenecerle, de que está llamado a cumplir con un destino para el
que ha sido designado y que ya es ineluctable. Puede entonces abandonarse, con
terror y con felicidad a la vez, a las manos de la suerte.
Podríamos creer, en la apasionante lectura que nos aguarda, que ese destino se le
reveló a Guillermo Giacosa el día en que supo que viajaría a Africa y Europa,
abandonando una insólita vocación de avicultor por la de explorador de las
pasiones y las costumbres humanas, por la de constructor de utopías, y tejedor
de sueños. Yo creo firmemente que ese destino se le reveló a Guillermo por
intermedio de la mujer que lo liberó del temor al infierno con una simple frase
pronunciada con el tono de la evidencia ; la que, a su lado desde siempre, supo
despertarle la curiosidad infinita por los seres y las cosas, el respeto permanente
del otro y de sí mismo y, sobre todo, la alegría inacabable del vivir cotidiano.
Esa mujer se llamaba Amanda y era su madre.
Fue ella también quien jugaría un papel importante para que nuestro
protagonista diera desde niño tantos de los pasos que hicieron luego de él, a los
22 años, el « candidato ideal » para una beca de la Unesco.
Y fue allí, suspendido entre mar y cielo, en ese no-lugar y en ese « tiempo-
detendido » en el que nos embarca cada vuelo, pegado a la ventanilla triangular
del avión que lo llevaba hacia Monrovia, en que comenzaron para Guillermo las
angustias de la nostalgia. Y una nostalgia aún mayor por lo desconocido que ya
no habría de abandonarlo.
Las sorpresas serían muchas, los personajes que se cruzaron en su camino, tan
pintorescos como los de una novela, pero el verdadero descubrimiento, la
conmoción interior llegaron muy pronto, apenas pisada la otra orilla del
Atlántico. Fue allí en que, nos cuenta el autor, « abandonando el lastre de la
cotidianeidad y de las respuestas mecánicas, aparecía el desafío de elaborar
nuevas respuestas. Sobre el fondo implacable que es la necesidad de sobrevivir,
se dibujan alternativas inéditas, impensadas, estremecedoras, y no sólo se
dibujan, se plasman, se convierten en nuevas actitudes, en comportamientos que
aunque parezcan comenzar a aprenderse, siempre han estado ahí: larvados,
replegados, latentes. »
El flamante becario se paseará tanto por los vericuetos de una geografía insólita
a la que su ruta de experto en derechos humanos lo había convocado como por
los de la memoria, que traen a la luz, cuando menos se los esperan, a toda una
galería de personajes entrañables.
Así saltaremos de plantaciones de caucho en Liberia a los asépticos corredores
de la Unesco, de la magia de una noche romántica en un castillo encantado del
valle del Loira, a una España que se debatía aún en las eras del franquismo. Al
rigor ordenado de la Ginebra de aquellos días, se sucederán las mañanas gozosas
en Piazza Navona, que precedieron la partida hacia Filiates, aquel remoto
pueblito griego en la frontera con Albania, esa « antesala del infierno en la que
seguramente reinó Hades » donde lo esperaba un imposible contingente de
voluntarios de Naciones Unidas.
Obispos y campesinos, las vanguardias izquierdistas italianas, aristócratas
franceses nostálgicos de la Argelia recién perdida, funcionarios internacionales,
andaluzas insomnes, bailarinas coreanas se cruzarán en la ruta de aquél viaje en
el que tampoco faltó Julio, Cortázar naturalmente, una mañana cualquiera por
los corredores de la UNESCO y las calles de Paris.
El destino pareció ser esa ciudad. Más precisamente el N° 12 de la Avenida de
Versailles.
Pero otros eran los dados que habían sido echados.
En Rosario, en la Argentina, en su ciudad, los amigos de toda la vida, los
discípulos de su madre, muchos otros jóvenes, estaban, sin saberlo, aguardando
impacientemente su llegada. Juntos tenían que empezar una aventura solidaria
en la que « ayudando a los otros habían de construirse a sí mismos ».
Esa aventura duró 15 años. Marcó para siempre a aquellos que la vivieron.
Abrió puertas, derribó fronteras, indicó caminos. Nadie salió indemne. Aun hoy,
en nuestras convicciones, en nuestras prácticas políticas, intelectuales,
profesionales, en nuestra manera de acoger con las brazos abiertos a los amigos
de siempre, de reanudar instantáneamente el diálogo, que ninguna distancia
pudo nunca interrumpir, en la alegría de cada reencuentro y en la emoción de
cada despedida sabemos que fue ciertamente Guillermo el artífice que permitió
soñar y construir esa experiencia.
Vendrían luego la militancia política, la pavorosa época de la represión y de la
dictadura militar, los años de exilio, Madrid y un París reencontrado, en el que
se entretejieron otras historias, en el que empezó una nueva vida.
Cuenta Guillermo que, sin duda inspirada por Amanda - de mis maestras la más
querida- yo lo conminé un día a escribir un libro. Ese día llegó. Capítulo tras
capítulo se fue gestando ese libro, que está hoy entre mis manos. Mañana estará
en las de ustedes. Los invito al privilegio de compartir esta lectura.

Silvia Torelli de Costanzo


Marly le Roi, noviembre, 2004
INTRODUCCION

Silvia no es autoritaria, Silvia tiene autoridad. Silvia reclama lo justo y


contradecirla es enfrentarse a una empresa de demoliciones. Tiene un arsenal de
argumentos, esos que solo salen de un cerebro femenino evolucionado. Están
destinados a convencer pero aplastan, sobre todo a los hombres con sus dos
hemisferios cerebrales tan separados, tan viendo una parte del mundo y haciendo
como que la otra no existe. Tan pasajeros sin destino. Tan cazadores nosotros,
ufanándonos cuando atrapamos la presa y lamentándonos hasta el desamparo
cuando fracasamos en el intento. Tanto músculo frágil, tanto desamparo
buscando madre.
En fin conociendo a Silvia supe, cuando después de muchos años nos
reencontramos en Lima, que el: “Flaco cuando te vas a decidir para escribir tu
historia”, era una orden que bajaba del cielo. Mi tímido, aunque honestísimo ¿a
quién le importa?, fue triturado por los engranajes de la moledora de su cerebro
femenino. Concluyó con un “Amandita te hubiese dicho lo mismo” que
pulverizó mis resistencias. Citar a mi vieja, de quien Silvia fue alumna primero
y amiga después, era un golpe bajo o alto, no se, pero golpe al fin de cuentas y
me rendí.
Empezó así esta autobiografía, nombre rimbombante para quien no es Napoleón,
Einstein, Hesse o Evita y siente, además, que la vida es sólo un parpadeo. Mas
allá de mis objeciones escribir esto fue una experiencia emocional
absolutamente increíble. Gracias Silvia.
Descubrí que los recuerdos, archivados desprolijamente en mi consciente,
estaban ordenaditos en mi interior y que cada uno se había almacenado con la
emoción respectiva. Allí estaba el regusto a amor que sentí cuando a los seis
años una bronco pulmonía casi termina conmigo o el sentimiento de culpa
cuando planté una novia cerca del altar o el miedo cuando las bandas asesinas de
la policía argentina acababan con nuestros amigos y yo sentía tener una equis
gigante y luminosa en la espalda.
Cada recuerdo exigía su lugar. Algunos recibieron inmediata autorización para
salir, a otros les plantee batalla pero finalmente me ganaron. Ganaron –que
quede claro- contra mi voluntad y por ello esta es una autobiografía no
autorizada. Me fue impuesta en una lucha interior totalmente desigual. El ser
domesticado tratando de guardar la formas y el otro, ser abisal y desaforado,
gritando sentimientos, confesando culpas, exponiendo miedos, tratando, sin
ningún pudor estético o moral, de exhibirme desnudo como si allí estuviera la
gracia. No lo apruebo, pero en beneficio de la armonía que exige nuestra
coexistencia en el tiempo que nos queda por delante, debí darle su lugar.
Cada quien juzgará si fue una decisión acertada.

Guillermo Giacosa
Lima, 2003, 2004, 2005.
I
Si estos negros podridos no me sueltan las manos, les voy a tener que
romper la cara.
Sólo lo pensaba. Era imposible agredir a Lincoln y a Jefferson que me
sonreían constantemente. El paseo por Monrovia era en un suplicio.
Llevado de las manos por este par de ridículos con nombres ridículos,
me sentía escarnecido.
Al carajo con las diferencias culturales, a quién se le ocurre llevar a
pasear a otro hombre de la mano. Y uno de cada lado, ni siquiera me
puedo rascar.
Mientras tanto Jefferson: “ese es el hotel más moderno de la ciudad” y
Lincoln: “las cabras que están al lado son de una familia de parientes
del cocinero”. Y yo, si me vieran los muchachos de Rosario, “very
nice, very nice”. Todo era very nice con tal de que mis anfitriones me
dejaran de joder, por Dios que me suelten.
Sólo unos días antes de que Jefferson y Lincoln me pasearan como a
un minusválido por las calles de Monrovia, África era para mí sólo
una palabra con negros, tambores y alguna vaga referencia a la reina
de Saba y a Haile Selassie que solía sorprendernos por la televisión
paseando con sus leopardos y que en ese año de 1962 acababa de
anexar Eritrea a su reino de Etiopía.
Y fue con esa vagas nociones y alguna lectura de último momento
sobre Liberia, que abordé el Comet 4 de BOAC. Nunca antes había
estado en un avión y por ello me convertí, sin saberlo, en el pasajero
que me precedía en procura de asiento. Sus gestos se adueñaron de mí.
El horror del debut me transformó en otro. Copié todo hasta que la
azafata le señaló, al remedo en el que me había convertido, una
fantástica ventanilla suavemente triangular que, quince años después,
se reveló como el motivo de que esos aviones estallaran en el aire.
Pero ese no era tiempo de estallidos, era altamente improbable, por no
decir imposible, que ocurriera un accidente en un avión inglés en el
que un joven argentino, de Rosario para más seguridad, emprendía un
viaje hacia Monrovia becado por la UNESCO. El cruce inédito de
circunstancias tan aparentemente desvinculadas excluía, como
cualquier persona sensata puede comprender, toda posibilidad de
imprevistos fatales.
A estas tranquilizantes matemáticas mágicas se agregaban factores
que aumentaban la invulnerabilidad: nadie sale de una hepatitis
devastadora para morir luego en un avión británico. Nadie deja, a la
fuerza, un extraordinario trabajo de avicultor que cuida sus aves
evocando a Tagore o creyéndose un personaje de Hesse, para
desintegrarse en el espacio o perderse en el Atlántico. Nadie. Y menos
yo que luego debía seguir viaje a Europa, regresar a Argentina y
cumplir con un fantástico destino que aún no lograba explicarme pero
que, de todas maneras, iba a ser fantástico. Era cuestión de tiempo y
por el momento no tenía apuro.
Dakar, el Hotel N´Gor, 24 horas de espera para partir hacia Monrovia
y un balcón hacia el Atlántico me hicieron añicos. Asomarse desde la
orilla opuesta del océano es mucho más que asomarse desde la orilla
opuesta. Es estar en la orilla opuesta. Solo, sin tribu, sin códigos.
Absolutamente solo. Pensé en el tango “Sur, paredón y después...” era
yo, yo solo, contra el paredón y la incógnita del después que
comenzaba a morderme la mano.
Las embrolladas calles de Dakar, sus coloridas y desparpajadas gentes
y un pasmoso mercado, operaron una cura temporal. Una masa negra,
informe y ligeramente movediza, borró finalmente mi angustia
transformándola en curiosidad y luego en estupor cuando, gracias a la
diligente acción del carnicero, comprobé que se trataba de un modesto
trozo de carne sobre el que las moscas, cubriéndola en su totalidad,
transitaban zumbonas e indolentes y con el derecho que otorga ser
partes de un paisaje que nadie objeta. Ellas, disciplinadamente,
abandonaban su presa cada vez que algún inoportuno cliente
solicitaba adquirir parte del producto. Nadie ignoraba que bajo las
moscas estaba la carne. Marketing senegalés, pensé.
Sofocado por imágenes inéditas regresé al Hotel.
Antes que las moscas abandonaran mi mente comprobé que la
italianita, con tetas a lo Lollobrígida, que venía en el avión, también
seguía viaje a Monrovia. No podía ser casualidad. Alguien desde
algún lugar me estaba invitando a algo. Tenía que actuar.
Convaleciente de hepatitis no podía aflojar los nervios con un trago.
Solo le dije. “Vas a Monrovia”. Suficiente, se invitó a cenar. Puso sus
opulentos senos sobre la mesa y me cenó. Se comió quince días de mi
plata para el resto del viaje. Mientras ella comía yo intentaba hallar la
palabra italiana adecuada para luego poder contarle a mis amigos la
primera de una larga serie de aventuras que seguramente el África
había preparado para mí.
Y mientras yo pensaba, ella, ya de pie: “arrivedercci caro, ce
vediamo domani” (1), yo: arrivedercci, sólo arrivederci carajo, creo
que no era la palabra pues la enternecedora historia, que ya había
empezado a contarme a mí mismo, y que me ubicaba como audaz don
Juan en tierras desconocidas, permutó, instantáneamente, del don
Juan avasallante al noble joven Guillermo víctima de su propia
inocencia y bondad. Con una sublime facilidad para justificarme, de la
que me ha costado años y golpes desprenderme, acomodé la historia a
las imperiosas necesidades del ego.
Cuando a la mañana siguiente, próximos a descender en Monrovia, la
vi salir de la cabina del piloto tratando de arreglarse la blusa y el pelo,
comprendí que una cifra en dólares, más que una palabra, hubiese
funcionado a la perfección.
Las tetamentas italianas fueron oscurecidas por la selva y su inmensa
plantación de caucho donde miles de familias, clavando pequeños
cuencos bajo las heridas recién abiertas en los árboles, cumplían
monótonas jornadas de trabajo. Eso era la Firestone, también Liberia,
la república más antigua del Africa occidental y la tierra, entre otros,
de los kpelliés, bassas, gios, krus, grebos. Una ensalada gigantesca
que los americanos terminaron de aderezar en el siglo XIX con el
envío de los esclavos emancipados que se convirtieron, ellos y sus
descendientes, en los américo liberianos Y en el medio de la
propiedad de la cauchera el único aeropuerto de Monrovia para
aviones de fuselaje ancho. De allí a la sede de la conferencia de la
Federación Mundial de Asociaciones pro Naciones Unidas donde la
argentina Cristina de Aparicio, cuya mano se había movido detrás de
mi beca, me devolvió el placer tranquilizador, del que comencé a ser
consciente por primera vez en mi vida, del infinito valor que tiene
para cada ser humano poder usar los propios códigos, los de la
infancia, los del día a día. Sin ellos acecha el desamparo.
No me alojé, por justas razones económicas, en el hotel imponente de
la conferencia, sino en un modestísimo albergue en cuya planta baja
la juventud monroviana contorsionaba poseída por el rock and roll.
Del cielo de la música pasaba al infierno del insomnio pues la
batahola rockanrolera duraba hasta la extenuación de los danzantes
que solía producirse en vísperas del alba.

(1)
chau querido, nos vemos mañana.
Mi habitación situada sobre el bar improvisadamente bailable, era
un cubículo musical alumbrado por la luz intermitente que anunciaba
la existencia del hotel.
Hasta allí llegaron la primera mañana Jefferson y Lincoln, los dos
jóvenes liberianos responsables de mi bienestar. Todo hubiese sido
normal si no hubiese padecido el detalle de tener que pasearme por
toda Monrovia tomado de las manos de mis nuevos amigos.
Sepultado en mis prejuicios sentía a Freud bailotear en el transpirado
encuentro de esas manos que me conducían por la desoladora pobreza
de una ciudad donde alternaban lujosos edificios con chozas
miserables.
Las manos juntas frente a las cabras que pelaban el paisaje, las manos
apretadas frente al imponente palacio presidencial, las manos
angustiadas frente al cuartel del ejército.
Las manos hablándome en un inglés que apenas comprendía y de un
mundo cuyos límites, unas horas antes tan sólidos y seguros,
comenzaban a alejarse a una velocidad de pánico.
Como en Dakar, la textura de lo cotidiano me devolvió a un mi mismo
que cada vez era menos yo mismo y cada vez más alguien diferente a
aquel muchacho de 22 años que sólo 72 horas antes había abordado el
avión de la BOAC.
El viaje pensado y masticado poco tenía que ver con las sensaciones
que experimentaba. El entorno crudamente extraño, en lugar de
distraerme, me llevaba hacia adentro, el paisaje exterior, hecho de
imágenes, gestos, palabras, desconocidos hasta entonces, se
transformaba en un impulso que gestaba nuevos estados de mi
conciencia.
Abandonado el lastre de la cotidianeidad y de las respuestas
mecánicas, aparecía el desafío de elaborar nuevas respuestas.
Sobre el fondo implacable que es la necesidad de sobrevivir, se
dibujan alternativas inéditas, impensadas, estremecedoras.
Y no sólo se dibujan, se plasman, se convierten en nuevas actitudes,
en comportamientos que aunque parecen comenzar a aprenderse,
siempre han estado ahí: larvados, replegados, latentes.
Es como ocupar una habitación nueva en la propia casa. Una
habitación cuya puerta disimulada nos hacía pensar que no existía.
Descubrir una es saber que hay otra, y otra y otra.
La textura de lo cotidiano fue, en este caso, la alegría de Jefferson y
Lincoln que me tenían aprisionado con sus manos y que disfrutaban
del carapálida sudamericano asombrado y desamparado por tanta
novedad exterior y por tanto golpe interior.
Muchos años después, en mi enésimo asombro y mientras, también
de manos dadas, discutía con el Ministro de la Juventud y de los
Deportes de la República Popular de Benín, recordé aquel primer
contacto físico al estilo africano y sentí que los miedos perdidos eran
en realidad un hallazgo. Me dije, no perdiste, encontraste. Y reí
mucho, reí con un ministro que reía de otra cosa, porque en Porto
Novo, capital de Benín, podía discutir asuntos intrincadamente
burocráticas con las manos enlazadas a un ministro, mientras los
chillidos de los monos me recordaban que la vida es una sola y que
está hecha de la misma y corruptible materia.
Esa segunda noche Jefferson y Lincoln me dejaron solo. Caminé
hasta la extenuación por el barrio del hotel. Intenté comunicarme con
gente que me sonreía. Viví, en la agobiante noche monroviana, el
placer de observar, desde afuera, el monótono transcurrir de la vida
cotidiana.
Seis meses después, ya en Italia y siendo huésped del conde Umberto
Morra, leí los artículos que él había escrito sobre ese tiempo que
compartimos en Monrovia, y me enteré, con estupor, que el barrio que
había visitado era uno de los tantos sitios donde, anualmente, un
blanco servía de banquete en una vieja tradición antropofágica. Mi
respeto por las culturas ajenas no se hubiese podido desarrollar si, esa
noche, yo hubiese sido el elegido para cumplir las obligaciones del
ritual.
La Firestone, que a los hombres prefiere masticarlos a crédito, nos
invitó a un banquete no antropofágico que sirvió de preludio a una
visita guiada por la plantación en la que mi interés por los trabajadores
y no por el caucho encolerizó a los anfitriones.
“Por acá señor, por acá. Eso no tiene importancia.” “Eso” era el
cauchero que intentaba mostrarme su choza. La plantación de Liberia,
como la de los países asiáticos son producto de un robo histórico: el
de las semillas de caucho sustraídas al Brasil por marineros de su
majestad británica.
De la selva organizada de la Firestone, pasamos a la selva
aparentemente anárquica de las comunidades nativas.
Delgadísimo, desgarbado, blanco hasta hacer doler el ojo de los
negros, fui la fiesta de los niños de la aldea que me siguieron e
imitaron como si yo fuese un espectáculo montado especialmente para
que ellos mostraran su total desinhibición ante los descoloridos
visitantes.
La densidad de la atmósfera selvática es como una piel pegada a tu
propia piel. Su feracidad es casi indecente. No hay murmullo que
parezca ajeno a la gestación o a la muerte. No es la vida lo que se
percibe, es el hacer de la vida, la vida en sustancia y movimiento, la
vida procreándose y destruyéndose. Fascinación y espanto.
Ese aliento respirando sobre los contornos de la aldea me atrajo como
un imán hacia una senda por la que me perdí ajeno a todo lo que no
fuera el jadear obsceno de tierra, árboles, animales, aire, todo vivo,
todo presente, todo adherido a ti, todo latiendo, como si se tratara de
un vientre inmenso lanzando las primeras aguas de un parto.
Luego vino el grito, pero no el grito de la naturaleza instándome a
entrar en ese juego de vida y muerte, a fundir mi insignificante
memoria individual en la gran memoria de las especies, sino el grito
del guía que me devolvió a la realidad de la que provenía. “Usted es
un blanco”, me dijo”. Evidentemente que soy y seré un blanco, atiné
a responder con orgullo cartesiano. “No –insistió- usted es un blanco
para los animales de la selva, no por su color, por su olor”
Me enteré luego que por esas sendas los nativos marchan armados
pues los ataques no son imposibles, aunque sí poco frecuentes. Es
probable, me explicó, que esos animales teman a los negros, pero no a
los blancos sobre cuya capacidad destructiva no están enterados.
Ignoro si estos conceptos son exactos, pero sirvieron para moderar mis
desatinos emocionales.
Mi pasado siempre me ha parecido la historia de otra persona, para
contarla siento estar construyendo un personaje que me asombra por
sus salidas y me atemoriza por su total irresponsabilidad para cuidar
su vida. ¿Guillermo 22 años se sentía protegido por una fuerza
superior? Es verdad que hasta los ocho años veía colores en torno a
las personas y que a los 16 el grupo religioso de Lanza del Vasto le
auguró un futuro de predicador. Pero en realidad los colores
desaparecieron y el temor a ser como los que le auguraban tal destino,
lo condujo a ser escrupuloso en la administración de una
hipersensibilidad que lo tenía a mal traer. No halló mejor fórmula que
pensar que era un cuerpo con un alma posible y no un alma con un
cuerpo usado de instrumento.
Había pues que atender ese cuerpo y el primer paso se lo debo al
filósofo Vicente Fattone quien me recomendó leer a Hermann Hesse.
Aunque sus recomendaciones eran Demian y La Ruta Interior, el
primero en llegar a mis manos fue Siddartha. Y Siddartha me condujo
a depositar prolijamente en un cajón toda la imaginería católica que,
presidida por un enorme cuadro de San Luis Gonzaga, se había
adueñado de mis emociones religiosas. Siddartha, fantástico espíritu
santo de las santas ganas de vivir, borró del plumazo que estaba
esperando, el patético sentimiento de culpa inculcado por el
catolicismo. ¡Qué libertad! Que sentimiento espléndido era saber que
los impulsos del cuerpo no constituían un pecado o una ofensa a Dios.
Que juerga tremenda poder vivir sin la atroz sensación de estar
alterando el orden natural del universo. Mi madre había abonado el
terreno para que Hesse sembrara. “No te creas todo lo que los curas
dicen” era su sensata respuesta a las obsesiones que me inculcaron en
el único y aciago año que debí pasar por una escuela religiosa.
La idea del infierno se había transformado en un infierno interior,
cerrado, sin rendijas, pues no quería preocupar a mis padres.
Una noche en la cama con mi obsesión hecha entraña y sin que yo
hubiese mencionado el tema, mi madre se sentó junto a mi y
dijo: “Guillermito el infierno no existe, es un invento de los curas para
darle miedo a la gente”. Desde ese instante se apagaron las llamas
internas, el infierno desapareció para siempre de mi vida y el
sentimiento de culpa se redujo a los límites de su propia ridiculez.
Hesse luego haría el resto. Con cuanta superioridad solía mirar a mis
compañeros cuyas madres, seguramente aleccionadas por los curas, no
revelaban la verdad a sus hijos sobre los sucios trucos inventados para
hacerles la vida imposible.
De ese año de 1950, Año del Libertador General José de San Martín,
según rezaba en todo escrito, cuaderno o publicación, recuerdo la
única cachetada que recibí en mi vida y a cuyo autor busqué mucho
tiempo para regresársela, no con la palma de la mano sino con un
largo y elaborado discurso que hiciera que sus tripas se retorcieran
hasta el vómito.
El autor fue el Padre Sentol, un cura joven y neurótico que me vio
conversando mientras hacia fila para la confesión y sin anuncio previo
me descargó una soberbia bofetada.
Pasados más de cincuenta años aún puedo revivir las sensaciones del
instante. La humillación, la ira, el odio me fueron sembrados de
manera fulminante por ese torpe pajarraco enlutado.
Mi padre me había advertido que si algún cura me tocaba un solo pelo
me escapara de la escuela y lo fuera a buscar que él le iba a “romper la
cara”. La imagen de mi padre rompiéndole la cara me complacía, pero
la imagen ulterior de verlo preso por romperle la cara a un
representante de Dios me horrorizaba. Humillado y muerto de miedo
oculté prolijamente lo ocurrido y realicé, a los diez años mi primer
gran sacrificio para proteger la libertad de don Lorenzo Giacosa, mi
padre.
El año terminó sin otras cachetadas y nunca más volví a pisar, como
alumno al menos, un colegio religioso.
La bofetada africana fue distinta. No me humilló. Me abrumó, me
arrinconó en un espacio sin respuestas mecánicas. Me mostró la
dramática presencia del otro y me entregó algunas claves, que aún
sigo descifrando, sobre los laberintos de la comunicación humana.
Pero no es tiempo de jeroglíficos, en un par de horas parte el Boeing
707 de Air France. París y Ginebra, estoy seguro, deben estar
impacientes por verme llegar.

II

Paris fue sólo un hotel en el aeropuerto a la espera de la conexión


matutina. Luego Ginebra y los planes para conocer a fondo el sistema
de Naciones Unidas. Suiza después de Liberia era saltar de una
palmera en la selva a un témpano en el Ártico. Ahora todo era cortés y
helado. Nadie intentó pasearme de la mano. De vez en cuando,
gentilmente, me acercaban un trozo de hielo para que supiese que mi
existencia era percibida. Cuando esto no ocurría me sentía invisible.
Una tarde, ahogado por el síndrome de la invisibilidad, me senté sobre
el escritorio de Marie José Protáis, responsable de mi programa
ginebrino. Ella leía una novela y el hombre invisible repetía “no me
muevo de aquí hasta que me expliquen”. No recuerdo que quería que
me explicasen, creo que ni yo lo sabía, pero la invisibilidad daña el
cerebro y sobretodo al ego produciendo curiosos síntomas. Cuando
ella comprendió, mirando por sobre su novela, que yo no era una parte
del mobiliario importado de Argentina, me devolvió con palabras
heladamente afectuosas, parte de mi masa corporal. No toda, no
exageremos. Sólo lo estrictamente necesario para que yo pudiese
decirme a mí mismo “me hablan, luego existo”, y además sintiera que
podía ser percibido como una masa corporal por los funcionarios de
Naciones Unidas que sabían de mi existencia.
Esa humanidad disminuida se paseaba por los pasillos del Palacio de
Naciones, sede europea de la ONU, asistía a conferencias
incomprensibles de la Organización Mundial de la Salud, visitaba las
oficinas de la OIT, hablaba con funcionarios que sin dudar de mi
existencia, dudaban sobre si valía la pena perder el tiempo conmigo.
Quien dudaba, en realidad, era yo, pero las dudas son tan contagiosas
que terminaba pegándoselas a mis interlocutores. Me fue mejor con
las innumerables ONGS de Ginebra e inmejorable, al inicio, con mi
compañero de habitación en el Centro Massaryk.
Salomón Diakité, senegalés, comenzó por mostrarme las fotos de sus
29 hermanos. Pregunté si su padre se había casado varias veces y él,
con naturalidad me hizo saber que tenía seis esposas y que todas
vivían con él. Sin saber por qué pensé en mi tía Lily tan vilipendiada
y transformada en un silencioso y silenciado escándalo familiar
porque abandonó a mi tío por un hombre normal. Mi tío tenía úlceras
y despechado por el abandono, dejó el bufete de abogado y se fue a
vender tomates a Mar del Plata donde, descubierto por turistas
rosarinos, confesó con vergüenza que la ingrata era la única mujer en
su vida que le había provocado erecciones. Mi padre le frustró la
prometedora carrera de verdulero y lo trajo a vivir un tiempo con
nosotros. Todas las cenas confesaba envidiarnos mucho y que no se
mataba porque era un cobarde. No entendía por qué en mi familia no
había peleas. Nosotros no entendíamos porque él no entendía. Con mis
hermanos tampoco entendíamos que no debíamos hablarle del suicidio
y nos seducía inquirirle sobre qué métodos había elegido y cómo
pensaba llevarlo a cabo. Nunca se suicidó, tenía razón, era un cobarde.
Salomón Diakité tenía seis madres y ningún tío suicida. Cada noche,
sin importarle la hora, me despertaba para relatarme sus últimas
aventuras amorosas. Sin morbo, por el solo placer de sentirse
escuchado. Por hábito gregario quizá o quizá porque él también
temiera volverse invisible. Tengo sueño, dije una noche, no me jodas,
déjame dormir. Se ofendió mortalmente. Debo haber transgredido
alguna norma importantísima de su cultura porque a partir de ese
momento no volvió a hablarme nunca más. También me volví
invisible para Salomón. Antes de que esto ocurriera me había
explicado que le gustaban mucho las europeas, entre las cuales tenía
un éxito notable, pero que no había nada comparable a masturbarse
con una mosca. Más por la masturbación que por la mosca el tema me
capturó. Fingiendo desinterés apunte mentalmente cada uno de los
detalles de esta técnica senegalesa.
Capturas una mosca, le cortas un ala, aquí comencé a desanimarme, la
untas de aceite, demasiada tecnología pensé, y la colocas sobre el
glande. El insecto comienza a girar en redondo y según Salomón el
mundo se pierde en un orgasmo africano y alado. No me convenció,
además en Suiza no es fácil conseguir una mosca.
Ni un bello lago, ni los cisnes de ese lago, ni callecitas medievales son
suficientes a los 22 años. A mis 22 años, al menos, no lo eran. Los
ruidos necesarios para verificar la propia existencia están ausentes. A
las seis de la tarde, terminado el trabajo, el mundo quedaba desierto.
Ginebra era un paisaje postnuclear. Las oficinas eran cestos de basura
prolijamente repletos y yo un sobreviviente a la búsqueda de prójimos
que sonrieran o escucharan.
Cualquier conversación, por banal que fuera, me parecía un tesoro.
No encontrarla me obligaba a imaginar diálogos o inventar encuentros
por los que terminaron desfilando todos mis amigos y ex novias de
Rosario, cada uno de ellos se llevó palabras propias de un moribundo
que quiere dejar un buen recuerdo. Me reconcilié hasta con la vecina
de enfrente que nos denunciaba a la policía cuando jugábamos al
fútbol en la calle y con el lechero que me lanzó un latigazo cuando lo
increpé por maltratar a su caballo. Sin más enemigos a la vista que los
indiferentes ginebrinos, cualquiera que me prestara una hora de
atención real alcanzaría, en mi conciencia, el carácter de beato en
comunicaciones. Toda mi capacidad de rencor estaba dirigida a la
sociedad suiza que me era tan ajena y extraña como una aldea
liberiana.
La monotonía la rompió una invitación oficial del Director General de
la Organización Mundial para la Salud, en cuya conferencia anual
estaba participando como parte de mi programa de formación, para
asistir al cóctel de bienvenida a los delegados. Fui el octavo en llegar,
estaba ligeramente aterrado pues desconocía los rituales del protocolo
y estaba seguro que tarde o temprano iba a meter la pata. La metí
temprano pues era de noche y asistí con un traje verde clarito. Parecía
una aceituna desteñida en medio de solemnes señores de gris, azul
oscuro o negro. El embajador del Brasil me salvó de mi verde soledad
y me inició en los misterios de lo qué se hace y no se hace en ese tipo
de reuniones.
El último de mis cincuenta días en Ginebra Madame Piaget me invitó
a comer una “fondue” casera. Pensé que les gustaba más despedir que
recibir, defendiéndose, como si los intrusos pudiesen revelarles la
dimensión de su aburrimiento.
Esa noche descubrí lo que Madame Piaget había ocultado en todas
nuestras semanas de trabajo, ella no era un robot adherido a una
máquina de escribir, tampoco era fría, indiferente, o aburrida. Era,
como anfitriona, más eficiente que como secretaria. Cálida, afable,
entretenida. Un estado de ánimo para cada función, pensé. El cómo
lograrlo podría ser el tema de un best seller norteamericano. Casi un
manual de autoayuda. Hasta el segundo vaso de vino no estaba
dispuesto a hacer concesiones, luego brindé por la maravillosa
sociedad suiza donde cada uno tiene el estado de ánimo que
corresponde en el sitio que corresponde. De otro modo Guillermo Tell
no hubiera atravesado la manzana y se habría quedado sin hijo.
El alcohol contribuyó a la comprensión internacional, me volvió
visible y, en la euforia, hasta voluminoso.
Pude contarles mis atardeceres a caballo en la pampa húmeda, mi
pasión por la mitología griega, mi obsesión porque Tachero y su
familia abandonaran la Villa Miseria y curaran la tuberculosis, mi
trabajo en el hospital, mi, mi, mi... en fin creo que logré abrumarlos.
Les hice pagar, en esa noche de “fondue fromage”, el precio de 49
días de cortés indiferencia.
Regresé cargado con todas las medallas al reconocimiento personal,
yo era yo, que embromar, no cualquier becario de morondanga.
Ahora, estaba seguro, estarían lamentando haber perdido tantas horas
de conversación con alguien tan interesante.
Ya le contarían a Mr. Perera, ese singalés picado por la viruela que

vino de Sri Lanka para ser jefe de la oficina responsable de mi beca, la

ocasión perdida para ensanchar su horizonte cultural. Podía ver a

Madame Piaget diciéndole: “Guillermó c´est quelque chose...oh la

la”(1)

Si hubiese sido visible para Salomón le hubiese refregado por su negra


nariz, por su bigotito de pituco africano y por la foto de sus 29
hermanos y el recuerdo de sus seis mamás, todas y cada una de las
medallas obtenidas. Embriagado por el éxito dormí acariciando, con
fines de inventario, cada una de las partes del cuerpo recién
recuperado.
Ahora a Saint Dalmas de Tende, a los Alpes Marítimos franceses, a
podar un bosque y a seguir cosechando medallas.

(1) En traduciòn libre: “Guillermo es sorprendente”

III
Guillermo de la Argentina. Fue suficiente para que los dos suecos dejaran de
saludar mecánicamente y me escrutaran como si se tratara del último ejemplar
del demonio de Tasmania. ¿De la Argentina? Oui, de l´Argentine. Argentine.
Arkentina, pensé, como decía mi abuela italiana. Yes, I am coming from
Argentina, dije con un orgullo totalmente natural y justificado. Ah....
southamerica exclamaron los suecos y volvieron a mirarme procurando
distinguir el lugar exacto de la pluma ausente. ¿Tú eres de la clase alta? No, soy
de la clase media y cuando me iba a internar en una accidentada perorata en
franglish sobre la poderosa clase media argentina, presentaron a un turco que
correspondía exactamente a los estereotipos de los suecos que estaban
encantados de ver un turco que parecía un turco, no como ese argentino que
parecía un italiano del norte y hasta con un poco de esfuerzo podría ser sueco.
Algunas de las medallas adquiridas en Suiza perdieron brillo ante el
desconcierto escandinavo. Era cuestión de esperar, ya comprenderían que yo no
venía de cualquier país, venía del Granero del Mundo, del país que comía el
doble de carne de la que comen los americanos, del país en el que la tierra arada
huele a patria y es mejor que siga arando como decía una propaganda, del país
en el que podíamos pasar horas tomado mate sin que la economía se afectara,
del país que no se dejó engatusar por los ingleses y no entró en la Segunda
Guerra Mundial, del país de Martín Fierro y el asado con cuero, etc. Pensé
cuántas etcéteras tiene la Argentina. No sabía que todos los tenían. Cada uno es
un refugio, una salida, una coartada para tranquilizarse con los códigos propios y
descansar en el espíritu de la tribu.
Allí, en los Alpes franceses, el trabajo era podar árboles en un bosque. Éramos
veinte nacionalidades podando árboles, viviendo en una enorme cabaña de
madera, tomando vino caliente por las noches, cantando y contándonos historias.
Allí yo era yo, el turco era el turco y los suecos, a pesar de todos nosotros, eran
los suecos. Nadie era indiferente a las otras personas.
No la necesitaba pero el día que me atacó un enorme y sanguinario oso pude
haberme colgado otra medalla.
Era un domingo apacibilísimo y yo descansaba contra un terraplén de tierra
sobre el que estaba construida la cabaña veinte metros más arriba. Aunque
cegado por un fortísimo sol que me daba de frente, pude ver el animal que
estaba a poca distancia.
Grité: “un oso”. Grité por segunda vez en francés: un os, un os y nadie entendía
porque yo vociferaba tanto anunciando, un hueso, un hueso. Será un hueso real
o un hueso simbólico conjeturaron los suecos. Será un hueso otomano o un
hueso cristiano, se preocupó el turco. Supe en ese instante dramático que las
clases de francés y mi aplicación que me llevaba a ir al estadio de Rosario
Central repitiendo en los entretiempos, je suis, je ne suis pas, je ne suis pas
encore, je voudrais, j´ai voulu, no eran suficientes. Podía comprar una baguette,
pero no podía alertar ante un oso. Podía invitar a una cita amorosa, pero no
podía preservar mi vida. Podía usar formas verbales extravagantes, pero no
podía mencionar ese animal enorme cuyo aliento comenzaba a sentir en mi
nuca. Es verdad que los enfrentamientos con osos no estaban previstos en esa
beca de la UNESCO, pero debí ser más precavido. En un fugaz instante de
gloria me vi como el primer becario devorado por un oso. No estaba del todo
mal, pero no creo que mis padres lo aprobaran. Al fin y al cabo ellos habían
invertido casi más de lo que podían para que yo dejara una marca en el mundo y
no creo que esa fuera la marca que ellos esperaban.
El peligro vuelve vertiginosos los procesos mentales, es casi
imposible reconstruirlos. Ignoro cuanto tiempo pasó, sé, eso sí, que no tuve la
visión global que les adjudican a los moribundos. Recuerdo que cuando voltee
mi cabeza vi avanzar hacia mí, en lugar del oso de pesadillas, un pequeño perro
vagabundo, que, si bien tenía el color pardo de algunos osos y la misma
estructura en su cabeza, era, digamos, 40 veces más pequeño. Ignoro si fue una
metamorfosis instantánea, un ardid sueco para descubrir aborígenes encubiertos
o una jugarreta de mis sentidos, pero que el oso o su representación estuvieron
ante mí, eso, para mi cerebro, es absolutamente innegable
Cuando me preguntaron por qué me había puesto a gritar en medio de esa
bucólica mañana de descanso: un hueso, un hueso, la dificultad para mentir sin
que mis gestos me transformen en un muñeco desarticulado y cierto regodeo
masoquista, me condujeron a describir lo sucedido con pelos y detalles. Los
suecos se miraron entre ellos. El turco movió la cabeza de izquierda a derecha
aprobando en gestos turcos, los otros movieron la cabeza de arriba hacia abajo,
aprobando en gestos occidentales. No me quisieron menos por intentar
amedrentarlos con un hueso. La historia del oso regresó en diez idiomas por la
noche mientras la salamandra ponía luces de fuego, el vino caliente circulaba y
algunos ojos, más brillantes que de costumbre, anunciaban que esa sugerencia
de dormir temprano para trabajar bien quedaba definitivamente abolida. Ignoro
si mi historia del oso actualizó el sentimiento sobre la fragilidad de la vida, pero
lo cierto es que así ocurrió y un simple perro, anunciado como un hueso obró
como estímulo para iniciar el cultivo de una sana pereza.
Podar bosques era menos seductor que poder observar a los últimos nómadas de
Europa. Por esa región de los Alpes Marítimos franceses solía pasar un pequeño
pueblo en procura de aguas y pastos para sus ovejas. Vivían en carpas, recogían
leños y no entendían que hacían esos intrusos hablando cada uno su propia
lengua y podando árboles en un territorio que era propiedad de la memoria de
sus ancestros.
No supe o no recuerdo su nombre, no eran gitanos. A pesar de la extensión de la
pampa y las leyendas de los gauchos nunca había visto una población nómada
como ésta, jamás. Con el tiempo este pueblo sería para siempre como imaginaría
a los nómadas: Seres cuyo andar sin arraigos visibles es una bella y dramática
metáfora de la existencia. Los suecos me miraban como si yo mismo fuera
nómada. Creo que les extrañó que no me sumara al contingente de trashumantes.
El turco, fiel a su cultura, movió la cabeza de arriba abajo diciendo esto no
ocurre en Turquía. O al menos él no estaba enterado.
Llegó del último día, la última noche y con más vino caliente que de costumbre
brindaron y cantaron por Guillermo que se va a Paris. Y se fue creyendo que
retendría los rostros y los nombres que se han borrado definitivamente, que
recordaría canciones cuyas letras, salvo ese himno llamado Monsieur le
President, se mezclaron luego con otras canciones de otras despedidas que nunca
quiso que llegaran. Sólo queda la gran cabaña con su atmósfera de vino y fuego,
el oso jibarizado, el turco con sus gestos a contramano y los suecos a quienes los
años y la globalización les habrán enseñado la inutilidad de las ideas
preconcebidas.
Ahora, en el tren Marsella-París, tenía doce horas completas para que mi fértil
imaginario chapoteara a gusto en las fantasías que haría realidad tan pronto
desembarcara en la gran ciudad.

IV
La familia Domergue vivía en la banlieu parisina. “Hemos oído hablar
mucho de usted.” fueron sus palabras de bienvenida. “Yo también”
respondí mecánicamente. Es verdad, mis padres siempre hablaban de
mí y por lo que recuerdo lo hacían siempre en los mejores términos.
Los Domergue, de amabilidad superlativa, dejaron pasar mi “yo
también” y me instalaron entre las habitaciones del diligente Jean y la
atractiva Francoise, los hijos de la familia.
El primer domingo fuimos al bosque y allí, junto a 600 personas
devoramos ciervo y jabalí mientras todos proferían insultos terribles
contra el hexágono. Si bien la geometría fue uno de mis enemigos
más encarnizados durante el bachillerato, nunca llegué a experimentar
odio contra triángulos o cuadrados y mucho menos contra el
hexágono que era una de las figuras menos utilizadas por nuestro
detestable profesor de matemáticas. Esto, que parecía un mitin de
reprobados en geometría, se transformó de pronto en una
manifestación de fanáticos de la historia, entre bocado y bocado
comenzaron los viva Carlomagno, ¡que viva Carlomagno, que viva! y
en un instante el bosque se llenó de banderas con símbolos bellos y
extravagantes. Cantaron algo que no era La Marsellesa, volvieron a
insistir con Carlomagno y luego dijeron cosas terribles sobre la
traición de Charles De Gaulle y la infame entrega de Argelia.
Mi conocimiento del francés era demasiado débil para tanta pasión.
Hablaban de gente de pies negros, que los verdaderos héroes ¿eran?
¿tenían? los pies negros. Que desconcertante drama escuchar insultos
inspirados en la geometría, vivas a un rey muerto en el año 814 y la
exaltación de los pies negros. Pensé que en la selva liberiana todo era
más sencillo, por no hablar del silencio suizo o la camaradería en los
Alpes.
Cuando logré pescar el hilo del discurso pregunté atónito a Francoise
si hablaban en serio. “Mais oui, bien sur” me respondió casi
malhumorada. Traduje literalmente: Pero si, bien seguro. Es decir por
supuesto de supuestos. Era verdad, reclamaban el Imperio Franco de
Carlomagno y despotricaban porque Francia se había reducido al
hexágono europeo, a esa poca tierra en forma de hexágono que tenían
en Europa. Descubrí que los pies negros, había algunos entre nosotros
que por desgracia para mi curiosidad, estaban occidentalmente
calzados, eran los franceses oriundos de Argelia y que así se llamaban
por haber nacido en África. Pies negros, pero alma, cuerpo y cerebro
de blancos, no confundan. Sobre todo si estás en una reunión como
esa que había convocado la derecha nacionalista francesa para llamar
traidor a De Gaulle, vivar a Carlomagno y apoyar indirectamente a la
tenebrosa OAS (Organización del Ejército Secreto) que
descuajeringaba árabes en Argelia y colocaba bombas en Paris.
El doctor Domergue, físico nuclear, no era el más entusiasta al gritar
pero sí el más sólido al argumentar. Me dio una explicación de la que
sólo he retenido la leyenda sobre el pie de Carlomagno que sirvió para
establecer la medida de longitud que hoy llamamos pie y que su madre
Bertrada fue luego conocida como Berta la del Gran Pie. Entre los
pies de Carlomagno y su madre y los pies negros de Argelia tuve la
sensación de haber asistido a un gran congreso podológico al aire
libre.
Mi condición de huésped y mis dificultades con el francés
transformaron en estúpida sonrisa las objeciones que no salían de mi
boca. En todo caso di a entender que el ciervo y el jabalí habían
estado excelentes y que las banderas eran muy vistosas y ya me
enteraría yo más sobre ese señor Carlomagno que tan rápido había
pasado por mis lecciones de historia.
Gente tan simpática y hospitalaria no podía tener malas intenciones. Y
seguramente no las tenían, sólo querían restaurar, supongo que con
algunas modificaciones, un imperio que había comenzado a
derrumbarse en los siglos IX y X y mantener algunas colonias
agregadas posteriormente. Nada complicado. Pensé que a los
alemanes no les iba a hacer mucha gracia pero en fin allá ellos, no
sería yo quien les debilitara el ánimo para una empresa tan idealista.
Por lo que he leído en la prensa, 40 años después de ese picnic
gigante, presumo que no han tenido éxito.
¿Cómo, siendo un becario del sistema de Naciones Unidas, que había
obtenido el viaje por mi trabajo sobre Derechos Humanos, fui a parar
a una casa tan encantadoramente fascista? Lo ignoro. Quizá deseaban
que Francoise practicara español. En su momento me pareció
extravagante y divertido. Evoqué esa genial perogrullada de Saint
Exupery que, hablando de la guerra civil española, afirma que todas
las ideologías tienen las mismas emociones. Aún recuerdo con cariño
a Francoise, a Jean y, por supuesto, a Carlomagno con su histórico
pie incluido.

Arturo Despueoy, talentoso, irreverente y para colmo de bienes


uruguayo, fue mi guía oficial en la UNESCO. Hombre de la tribu de
enfrente era capaz de compartir códigos con bosquimanos,
esquimales o argentinos. Los treinta años de edad, no nos separaban,
por el contrario, encendían conversaciones en las que, como buen
fanático de la lucidez, Arturo pulverizaba con humor los
razonamientos provincianos que yo le arrimaba. Disfrutaba
generosamente con mi asombro, lo elevaba a la categoría de bautismo
y cada día solía premiarme con una nueva iniciación.
Compartimos teatros, cines, restaurantes, un fantástico club de jazz en
los Champs Elysées y una inolvidable mañana en la que me presentó a
un argentino al que saludó diciéndole en francés, buen día hombre
éxito; nada de éxito, le respondió, hombre a secas; este es Guillermo,
tu compatriota es nuestro becario; nos saludamos. Conversamos
animadamente, luego Au revoir, Arturo, au revoir, Guillermo,
nosotros, au revoir Julio.
- ¿Cómo no lo conocés a Julio?, me espetó asombrado y con un
acento rioplatense que hasta entonces no le había oído.
- No lo conozco, cuál es su apellido
- Cortazar
Me lamenté durante varias semanas no haber sido capaz de imaginar
que detrás y dentro de esa cara de niño inmenso estaba Julio Cortazar.
Nos volvimos a cruzar en ascensores y pasillos pero sin más tiempo
que el imprescindible para decir y escuchar palabras rutinarias y
descoloridas.
Años más tarde me pasaría algo similar con Julio Ramón Ribeyro a
quien siempre tuve por un disciplinado y burocrático secretario de la
representación del Perú ante la UNESCO.
Arturo vivía en un lujoso departamento en el XVI, el barrio más caro
de París, cuando llegamos para una cena largamente prometida por su
esposa, Arturo, acorde con la elegancia del sitio, lanzó un
refinadísimo “bonsoir” que resbaló por espejos y cristalería. La
respuesta de su cónyuge fue un rugido en el más duro castellano de
España, que bonsoir, ni bonsoir, aquí se habla español coño, buenas
tardes. Luego del saludo y la cena comprendí porque Arturo podía
inventar los pretextos más inverosímiles para retardar el regreso a
casa.

Arthur Gilles encarnaba el compromiso social con sueldo asegurado y


promesa de jubilación. Nacido en los Estados Unidos mezclaba
obsesiones morales calvinistas con pinceladas marxistas y dirigía un
comité no gubernamental de servicio voluntario por el cual la
UNESCO tenía especial debilidad. Era algo mayor que yo y aunque su
humor me desconcertaba, era el único que me ofrecía una posibilidad
de transformar en trabajo real la beca obtenida.
El fin de semana llegó antes que el trabajo y Arthur, sin imaginar que
estaba iniciando la dramática historia de un matrimonio que murió de
falso paludismo antes de realizarse, quiso que lo acompañara al Valle
del Loira. Y allí, en el Castillo de Chambord, durante un seductor
espectáculo de luz y sonido, me enamoré de una princesa encerrada
cuyos pesares sufríamos en el jardín desde donde podíamos observar
su ventana. La princesa era invisible, intangible, inalcanzable, sólo
una voz que reclamaba, pero Catherine estaba a mi lado y encarnó en
ella todo el embelesamiento producido por el espectáculo. Catherine
fue el Siglo XVIII, la princesa desprotegida, la música barroca en el
castillo y la mano esperada tras 15 mil kilómetros de viaje y tres
meses de soledades desconocidas, fue, en realidad, todo lo que había
estado esperando. A partir de esa noche no hubo más. Había llegado
al puerto, buscando ese puerto había dejado Rosario tres meses antes,
tres años antes, tres siglos antes, todo parecía que acababa de
comenzar.
El vino atizó la euforia, Rosario descendió a las tinieblas y, en la
noche en Vouvray, la casa de Catherine se convirtió en el punto
exacto que solían alcanzar mis fantasías cuando, antes de dormir,
construía las paredes del lugar deseado. Y ese era el lugar. La
convicción me duró hasta el día, dos años después, en el que le
anunciamos a Jeannine, su madre, la decisión de casarnos.
Pero faltaba mucho para ese momento. Aún ignoraba los sentimientos
de Catherine, aún faltaba regresar a Paris, intentar conocernos en un
espacio ajeno al Castillo de Chambord o la casa-sueño perfecto de
Vouvray.
Regresamos juntos. La proyección de mi ansiedad debe haber sido un
misil porque no fue necesario hablar demasiado, en una lengua en la
que jamás me había enamorado, para que Catherine comprendiera
cuán feliz podía ser con este prometedor becario. A los seis días
estaba instalado en su departamento de la Avenue de Versailles y
como todos, tuvimos nuestra primera noche.
Fue un domingo. Cenamos sopa de cebollas en Les Halles, el vientre
de Paris, entre camioneros en camiseta y aristócratas en smoking.
Bebimos una última cerveza en Saint Germain de Prés y luego a casa,
por Dios que bien sonaba ese “a casa”. Chez nous. Nuestra casa. Era
la primera vez que todo iba a ser distinto.
Y lo fue. Cuánto sol tuvo ese primer amanecer en el departamento,
mientras los parisinos caminaban bajo la lluvia.
La felicidad no logró tapar los excesos y esa mañana todos opinaron
en la UNESCO que si yo no estaba enfermo, seguramente estaba por
enfermarme.
Los días eran impecables. Recordé que cuando niño me resultaba
imposible imaginar que alguien pudiera ser feliz fuera del territorio
exacto de Zevallos 829, la casa de mi infancia. Las casas y las cuadras
anteriores y posteriores eran sólo pretextos para su existencia.
Ese mismo sentimiento regresó con cambio de domicilio. Ahora no
sólo era el segundo piso del 12 Avenue de Versailles, era un estado
nuevo que nada tenía que ver con los romances descoloridos de la
adolescencia pasada. Eufórico escribí una carta estúpida e imprudente
en la que califique de semivírgenes a las doncellas rosarinas con las
que había pasado largas horas refregándome en zaguanes o cines,
creyendo, con fatalismo musulmán, que así eran las cosas y que el
cielo no se toca.
Ana María, que esperaba enamorada mi retorno, leyó la carta y
empuñándola como una antorcha fue a pedir explicaciones a mis
padres que, siempre educados, tuvieron que hacer esfuerzos
mayúsculos para ocultar su jocosa perplejidad. “Ese no es el
Guillermito que conocemos, algo le está pasando” dijeron casi a coro,
para luego consolar a la agraviada con las palabras que ella esperaba
oír y que Amandita, mi madre, tenía maestría en administrar.
Amandita solía confesar una de sus debilidades diciendo que las cosas
que están mal, dejan de ser tan malas cuando es tu hijo quien las hace.
Me sentí culpable de provocar este dolor, pero el enamoramiento es
una fuerza centrífuga que todo lo traga y todo lo disuelve. El pasado
se vuelve opaco y el futuro se oculta tras ese estar viviendo como
quien galopa desbocado, anhelante, blandiendo el zorro, luego de una
larga cacería.
Las emociones que parecían serlo todo, me dejaban, gracias a la
paciencia de Catherine, espacio para aprender. Ella era etnóloga y a
sus 24 años, tenía una vitrina sobre Afganistán a su nombre en el
Museo del Hombre del Palais Chaillot. El mismo empeño puesto en
Kabul para averiguar secretos afganos, lo puso en atacar muchas de
mis aristas más primitivas. Esa mujer sí que sabía lidiar contra el
subdesarrollo. En ocasiones solía dejarme grogui con sus
observaciones aparentemente inocentes.
Esa noche, en la esquina del Café Deux Magots, en Saint Germain de
Prés, me tumbó. Yo inicié todo diciendo:
- Mira ese hombre.
- ¿Qué tiene?
- Tiene el pelo como una mujer
- ¿Y que tiene?
- Tiene aretes
- ¿Y........?
- Tiene las uñas pintadas
- ¿Y a ti que te importa?
Yo, el jovencito tolerante y difusor de los derechos humanos, acababa
de ser masacrado por la lógica sin retórica de esta princesa rescatada
de Chambord. Decir que enmudecí significaría decir que me quedé sin
habla, fue mucho más que eso, me quedé sin piso, sin reflejos,
hundido en una vergüenza cocinada en mi propio escándalo interior.
Hubiese querido que los días de la Avenue de Versailles no
terminaran nunca. El “haz esta noche perpetua” del bolero me mordía
los talones. El inventario cotidiano era abrumador. Sólo faltaba
tiempo. Catherine y París eran inagotables y sorprendentes.
Debía partir. Roma, Atenas y el norte de Grecia eran los destinos
previstos para el joven becario enamorado.

1
V

Roma y Grecia, era como entrar al viejo libro de historia al revés.


La primera mañana en la Pensione Martíni me despertó la camarera
con un anuncio dramático y preñado del acre sabor de los malos
augurios: “Bongiorno signore, la prima colazione.” (1)
La colazione, repetí mientras accedía a la vigilia, la colazione, salté
de la cama lúcido como animal en peligro: la colazione,.....la
colazione, un colacionado de Argentina. Un telegrama colacionado
(2) con noticias terribles. Grité al abrir la puerta “Dove esta la
colazione, dove”.(3) La camarera sorprendida ante hambre de tal
magnitud respondió con serenidad europea: “in la sua camera,
signore”(4) y en sus manos, en lugar del telegrama devastador que
unos instantes antes me había dejado sin familia, ni futuro en
Argentina, apareció una bandeja con humeante café y dos soberbias
tostadas. El acre sabor de los malos augurios se transformó, en esa
espléndida mañana romana, en el gusto delicioso, en el delicioso gusto
de tener 22 años para siempre.
Sorteada la adversidad, borré la muerte y fui eterno e
incontrolablemente feliz por el lapso de un desayuno.
Quise cumplir con el rito de enviar la primera carta de la nueva ciudad
a mis padres. Hice cola pacientemente ante una ventanilla y cuando
entregué la carta conteniendo la historia de la colazione, la historia
narrada ya no era la última
1. Buen día señor, el desayuno.
2. Tipo de telegrama utilizado en la Argentina para despedir a alguien de su empleo.
3. Dónde está el desayuno, dónde.
4. En su habitación señor
- ¿Qué hago con esto?
- Es una carta para la Argentina, dije con acento italiano.
- Esto es un banco, tiene que ir al correo, que pase el siguiente.
Nada me es tan frustrante como la imposibilidad de compartir, con el
corazón aún caliente, los desatinos de mi distracción. Escribir no era
lo mismo, pero era lo único. Y esa mañana, antes de ir al correo
agregué, en un bar de Piazza Navona, las últimas emociones.
Mis anfitriones italianos pertenecían a las vanguardias izquierdistas y
me invitaron a un casamiento donde los contrayentes, futuros
compañeros del lecho matrimonial pero irreconciliables adversarios
políticos en la calle, juraron fidelidad y amor portando cada uno el
diario de su propio partido bajo el brazo. El amor lo podía todo
menos cambiar lealtades o los matices ideológicos que caracterizaban
cada grupúsculo. Curiosamente en ese medio inusitadamente
circense, el folklórico era yo y me trataban con cariño indiferente, sin
prestar demasiada atención a mis opiniones que les parecían
estúpidamente humanistas. Esa izquierda iluminada lo sabía todo y
sus profecías, que no se han cumplido, eran el marco que me
concedían para que yo interpretara la realidad del mundo y la de
Argentina, en la que nunca habían estado pero que parecían conocer
mejor que yo. Sus certezas me irritaban. Si la realidad no coincidía
con lo que ellos pensaban la equivocada era la realidad.
Felizmente estaba el conde Umberto Morra, conocido como el Conde
Rojo, quien en Monrovia me había invitado especialmente a su casa
en la Toscana. Cortona era el destino y en su estación me esperó
Umberto con su chofer y los tres nos embarcamos en una Fiat
diminuto que, sin chofer, hubiese resultado mucho más confortable.
El conde tenía 40 años más que yo, era vicepresidente del Pen Club
que presidía Alberto Moravia y disfrutaba con la conversación y el
buen vino. Luego de cada almuerzo me acompañaba hasta mi
habitación y solemnemente me decía: “nos vemos a las cinco”. A esa
hora tomábamos el té en su biblioteca que estaba pintada como si
fuera el interior de un aduar y luego íbamos al jardín a gozar de los
cambiantes colores del paisaje toscano o salíamos a conocer la región.
Por la noche, después de cenar, nos refugiábamos en su estudio de la
planta alta y allí, rodeados de recuerdos increíbles, conversábamos y
escuchábamos fados portugueses cantados por Amalia Rodrigues.
Los recuerdos eran fotos y objetos, pero ninguno era común. Muchos
pertenecían al rey Víctor Manuel del cual el conde, según escuché
luego, era hijo putativo. Los otros pertenecían a la dinastía Romanov.
El conde padre había sido embajador en Rusia, antes del comunismo,
y allí había trabado una sólida amistad con Nicolás II y su familia.
Muchas fotos, con Umberto niño eran testigo de ello. No obstante el
conde era un hombre de izquierda y muchos lo llamaban el Conde
Rojo.
Catorce años después, en esa misma sala, junto a quien en ese
momento era mi mujer, me sentí quebrado por la emoción.
De paso por Roma una amiga nos invitó a descansar el fin de semana
en la Toscana:
- Conozco la Toscana, estuve en Cortona y en Terontola.
- Mi casa está en Cortona – dijo nuestra amiga.
- ¿No me digas que conoces al conde Morra?
- Es mi vecino – replicó.
Junto al inevitable “que chico es el mundo” la noticia se convirtió en
un argumento suficiente para abandonar Roma.
Instalados ya en Cortona fuimos a la casa del conde. Estaba en Roma,
llegaría por la noche.
Regresamos a la hora que nos indicaron y el conde, muy circunspecto,
nos invitó a pasar a la sala de los recuerdos.
Conversamos cortésmente, sin mayores efluvios, hasta que en un
momento Umberto preguntó dirigiéndose a mí:
- Quizá lo conozca, yo tengo un gran amigo en la Argentina.
En ese momento, sabiendo lo que iba suceder, comencé a transpirar y
a sentir todo lo que se puede sentir cuando uno deja de manejar sus
emociones.
- Se llama Guglielmo Giacosa – continuó el conde.
- Guglielmo sono io, Umberto, Guglielmo sono io- repetí con un
nudo en la garganta que desarticuló etiquetas y protocolos.
Nos abrazamos largamente ante el desconcierto de mi mujer y nuestra
amiga y ante la mirada inmóvil del rey Victor Manuel y del zar
Nicolás II. Luego, a mi súplica, volvimos a escuchar los fados de
Amalia Rodrigues y recordamos aquellos días en los que visitamos la
tumba de Santa Margarita y almorzamos en el palazzeto del conde
Passerini, en un mesa inmensa junto a la condesa y el condesito y en
la cual, el único plebeyo, era este becario venido de las pampas.
Los diez días laboralmente inútiles en Roma y la maravillosa estancia
en la campiña toscana se agotaron y el calor de agosto me atrapó en
una Atenas tropical e irrespirable.
El modesto hotel cercano a Plaza Omonia era un caldero. El clima
estrangulaba la curiosidad y el llamado de la recepción, cuando aún no
había abierto la maleta, convocaba los fantasmas:
- Le mando una chica
- ¿Cómo?
- Si le mando una chica
- No, gracias
- ¿Y un chico?
- ¿Qué?
- Un chico, si no quiere una chica querrá un chico
- No gracias estoy agotado y hace mucho calor.
No habían transcurrido cinco minutos y mientras yo trataba
desesperadamente de averiguar qué comportamientos de nuestro breve
encuentro habían inducido al recepcionista a ofrecerme un chico,
volvió a sonar el teléfono y la misma voz, esta vez muy alegre:
- Eh mister se decidió, una chica o un chico, precios razonables
- Gracias.
- ¿Le mando o no le mando?
- No, gracias,
- ¿Están aquí abajo, no quiere conocerlos?
- No, gracias estoy agotado y hace mucho calor.
- Pueden quedarse los dos.
- No gracias, carajooooo.
El carajo en do mayor irritado fue más convincente para él que para
mí. Cortó y no volvió a insistir, pero yo quedé con mi imaginación
trepando las paredes y una sensación inexplicable de haber perdido el
último tren del día. En los foros cotidianos sobre la sexualidad,
celebrados durante nuestra adolescencia, el trío amoroso era visto
como una demoníaca puerta de entrada a la mariconería.
Si lo hacés te volvés puto (1), sentenciaba Omar. Y citaba casos de
personas desconocidas para nosotros que habían terminado
abandonando la familia. Siempre te rozan y le podés agarrar el
gustito, reforzaba el gordo Delpino. Y ahí empezaba una larga
discusión sobre los efectos mariconizantes del roce. Según donde te
roce, decía atemorizado y atragantado el insignificante Mateo a quien
algunos asediaban teatralmente en la ducha por su decorativo culito de
manzana. Si te habrán rozado a vos Mateito, dale contá, te
convencieron, inquiría empírico el Mellizo. Luego la despedida “si
querés que te roce me avisás” o “cualquier cosa yo rozo a domicilio”
y al día siguiente el foro perpetuo volvía sobre ese y otros temas con
las vagas ideas de siempre y el imprescindible humor que nos alejaba
del caos. Ríes, ríes, pero algo queda. Yo lo supe en Atenas cuando no
pude evitar asomarme a la escalera, para espiar ese par de
sinvergüenzas que me había alterado la tarde y transformado la
primera noche en Grecia en un violento monólogo interior en el que,
al amanecer, aún no había un ganador.
Los sinvergüenzas se quedaron rondando Plaza Omonia y yo partí la
madrugada siguiente, con mis fantasmas a cuestas, hacia Filiates en la
frontera con Albania.
Durante las doce horas en un autobús desvencijado y cuyos asientos
parecían hechos para escarnecer el cuerpo y ahuyentar el pecado, debí
soportar al ciego del asiento delantero cantando letanías que,
atractivas al inicio, terminé odiando furiosamente a la quinta hora de
audición. Descubrí en ese trayecto que la sotana era la prenda ideal
para llevar una botella de vino en el bolsillo. Por lo menos así lo
hacían varios sacerdotes católicos ortodoxos a los que vi jugar a las
bochas en los poblados que atravesábamos y así lo hacía el cura de la
tercera fila a quien creí, en un momento, el cura oficial del autobús.
Descendí en Ioaninna donde se iniciaron complicadas gestiones
policiales para viajar a la peligrosa zona vecina al mundo comunista.
Nadie hablaba otra lengua que no fuera griego, no había otras letras
que no fueran griegas, había ingresado plenamente al mundo del
analfabetismo total.
- ¿Onoma matera?, exclamó el comisario mientras me entregaba
un formulario casi artesanal, cubierto de los caracteres con los
que solía amedrentarme la profesora de álgebra.
- Matera, matera, qué cosa matera, por Dios, matera...
- Gineca, gineca, acotó un policía desaliñado y sonriente.
- Gineca, gineca, ginecología, grité, mujer, el nombre de mi
mamá, Amanda, Amanda, repetí, y lo dibujé en el papel.
- ¿Onoma patera?
Liberado por el ejercicio anterior respondí riendo a los bigotes del
policía que seguía desaliñado y sonriente, ignorando al comisario que
comenzaba a aburrirse.
- Antropo, hombre, Lorenzo, y lo escribí.
La ficha se llenó con más datos obtenidos gracias al humor griego y la
sólida versación en lengua helénica obtenida por el joven becario
durante el trayecto Atenas – Ioaninna.
Horas después pernoctaba en el campamento de Naciones Unidas
destinado a mejorar las condiciones de vida de los refugiados
albaneses.
Filiates con cinco mil habitantes, además de los refugiados que
superaban esa cifra, no tenía absolutamente nada que ver con lo
previsto en mis fantasías. Era un lugar yermo, soso, con temperaturas
que a la siesta podían alcanzar los 50°C. Era imposible imaginar
ninfas o faunos, centauros o cíclopes en un sitio tan desolador.
Dionisos, Hermes o Afrodita hubiesen desertado de la mitología
griega si hubiesen conocido Filiates. Era la antesala del infierno.
Seguramente allí reinó Hades. Y si mi fantasía aún podía lidiar con el
ambiente, le era imposible hacerlo con el disciplinado contingente
anglosajón de voluntarios de Naciones Unidas, al que se habían
sumado cuatro alemanes y un irlandés salvador. Dios creó a los celtas
para auxiliar a los latinos.
Mucho tiempo después mi amigo McCall me reveló que Irlanda era
una bella y soleada isla en el Mediterráneo a la que los malos vientos
o alguna venganza divina transportaron hacia el norte.
Trabajábamos bajo un sol opresivo dando los últimos retoques a las
casas construidas para la población albanesa. Al quinto día la bella
enfermera sudafricana, viéndome blanco e inmóvil, me tomó la fiebre
y me dio una cifra sajona que yo traduje como 35° de los nuestros. Mi
cuerpo en ese horno era un témpano. Esa noche me diagnostiqué, con
la hipocondría heredada de mi padre, recaída de la hepatitis y recordé
que mi tía Leonor había muerto por esa causa.
Mi cuerpo no tenía sensibilidad, ni tampoco la tenían los alemanes
compañeros de habitación, para darse cuenta que estaban
compartiendo los últimos instantes de un témpano moribundo.
El témpano moribundo, aceptando fatalmente su condición, redactaba
cartas imaginarias, decía adiós a sus amigos, se condolía de sí mismo,
repatriaba el cadáver, lo recibía en Rosario, consolaba a los deudos,
despedía su propio cuerpo y declamaba una oración fúnebre que
destacaba las virtudes del extinto.
La incomprensible conversación en alemán que servía de fondo a esta
dramática partida, era una expresión de la indiferencia del mundo.
La imagen de mis viejos puso fin al delirio y con el mantra:
Nometengoquemorircarajo, nometengoquemorircarajo, repetido hasta
desaparecer en el sueño, terminé mi última noche en el mundo de los
vivos.
Despertar a la mañana siguiente, con la enfermera a los pies de mi
infame camastro de madera, me produjo la euforia propia de una
resurrección. Has estado insolado, me informó en el inglés más dulce
que jamás había oído.

Levanté la cabeza y, una vez más, repetí la única frase completa que
sabía en la lengua del país: “No hablo griego”.
Esperaba, como ya me había sucedido antes, que mi interlocutor
fuese incapaz de comprender que alguien no hablara su idioma y me
castigase con una larga perorata en la que mi falta de respuesta sería
un accidente sin importancia.
Esta vez fue distinto, Anastasio Collusi pronunció un: “Yo hablo
castellano”, que, luego de casi un mes sin escuchar una palabra en mi
idioma, sonó a himno nacional con símbolos patrios incluidos.
- Usted es español.....
- No – me replicó- soy argentino...
En realidad Anastasio era griego pero había pasado 25 años en la
Argentina y no hacía mucho había regresado con la secreta intención
de morir en su tierra.
La terapia de poder conversar fluidamente me devolvió tantas cosas
que, sin pensarlo, m repuse inmediatamente de la insolación y acepté
la invitación para pasar el fin de semana en su casa.
Anastasio vivía en la montaña, en un villorrio llamado Sideri, cuya
población no excedía los 300 habitantes. Para que pudiera llegar sin
tropiezos confió al farmacéutico la tarea de encaminarme y regresó de
inmediato para preparar los festejos a los que obliga la hospitalidad de
los campesinos.
El sábado por la mañana me puse en manos del farmacéutico que, en
un caos de sonidos ininteligibles, me hizo comprender que no podría
acompañarme y con un jeroglífico inaccesible escrito en alfabetagama
y dibujado por él, trató de suplir su indispensable compañía.
Solo, papel en mano, con una temperatura de 40°C y una insolación
como antecedente, me puse en marcha. No se trataba de un camino
convencional, eran senderos casi imperceptibles. Las referencias una
que otra casa y uno que otro árbol. Luego de perderme varias veces di
con un aguatero al que al decirle Sideri, respondió Sideri. Estaba
salvado.
Recorrimos juntos lo que restaba de camino intercambiando sonrisas
inútiles hasta que una fuente, en la que tres niñas vestidas de negro me
ofrecieron espontáneamente un cántaro de agua helada, anunció el
comienzo del villorrio.
Allí mismo me esperaba un grupo de niños que, riendo emocionados,
me condujo hasta la bodega del minúsculo poblado. En su interior,
formando un cuadrado y sentados contra la pared estaban los
notables, todos hombres por supuesto y en el exterior el resto del
pueblo, sin mujeres, naturalmente. Lo cierto fue que nadie quería
perderse el espectáculo y todos se habían dado cita para conocer esta
rara especie llegada de los confines de América del Sur, cuya
presencia, lo supe después, estaba destinada a devolverle la honra a un
hombre.
Anastasio me abrazó y tradujo diligentemente cada una de mis
palabras. Junto a los vecinos más importantes tomamos yerba mate,
que yo había tenido la precaución de llevar conmigo, y ouzo, la bebida
tradicional de los griegos. Luego que todo Sideri me vio y pudo
comprobar que anatómicamente en nada me diferenciaba de ellos y
que mis ropas eran relativamente normales, la multitud se dispersó, los
notables regresaron a sus hogares y Anastasio me condujo a su casa,
no sin antes ufanarse del magnífico local de la fábrica de aceite de
oliva en la que trabajaban dos obreros, claro que por turnos, pues
juntos no cabían.
Ya en su casa Anastasio me mostró a su mujer. “Esa que esta ahí, esa
es mi mujer”, dijo desinteresado, creo que un poco avergonzado y
dando por sentado que para mi la señora Collusi no era otra cosa que
un objeto más de la casa, un semoviente sin importancia. Se quejó,
eso sí, de lo mucho que había envejecido en los 25 años que él había
estado ausente. Es verdad que pocas veces recordó enviarle dinero,
pero, caramba, ese no era un motivo para que no lo esperara joven,
lozana y ansiosa como estaba en el momento en el que él,
prometiendo un pronto regreso, partía hacia la Argentina.
En ningún lugar que no fuera ese hubiese podido mantener con
Anastasio una conversación que excediese los tres minutos. Su
conducta, herencia de cuatrocientos cincuenta años bajo la dominación
del imperio otomano, era, para mis patrones sociales y para mi
dificultad de entonces de comprender el relativismo cultural, medieval
y aberrante
Los hombres de la casa, Anastasio, su hijo y yo cenamos en la mesa
principal, mientras la mujer y la nuera de mi anfitrión nos observaban
a prudente distancia y prestas a obedecer cualquier deseo de sus
propietarios.
Se me asignó para dormir la cama de la señora Collusi mientras ella,
sin decir esta boca es mía, se acostaba juiciosamente en el suelo. Mis
intentos de protesta se diluyeron en un contexto cultural tan sólido que
resultaba invulnerable a cualquier alteración.
Al día siguiente, luego del desayuno, me puse en marcha. La
despedida tuvo gusto a confesión.
Anastasio había tratado de explicar infructuosamente a sus
conciudadanos que la Argentina, país donde había vivido veinticinco
años, no era un país habitado por aborígenes oscuros y emplumados.
Nunca nadie le creyó.
Cuando supo de mi presencia en Filiates se puso inmediatamente en
marcha pues, ya viejo, podía ser ésta su última oportunidad para
recuperar el prestigio perdido por haber vivido tanto tiempo entre
salvajes.
Ignoro si mi presencia logró convencerlos. Hice lo que pude. Jamás
podré saber si fue suficiente.

La entrega de las casas fue una fiesta de discursos breves, bailes


interminables, copioso vino, ouzo a discreción y muchas emociones.
Al día siguiente partimos a visitar el puesto fronterizo con Albania en
un crucero marítimo que parecía un remedo del carnaval de Venecia.
La mitad del barco estaba ocupada por una orquesta, la otra mitad por
los marineros, los voluntarios de Naciones Unidas y por un obeso
obispo ortodoxo ataviado espléndidamente y absolutamente fascinado
por mis ridículas piernas que acarició cada vez que la marea humana
me arrastraba hasta sus manos regordetas y anilladas.
Grecia estaba llena de sorpresas, primero me ofrecen una chica, luego
un chico, después los dos juntos y ahora era el turno de un obispo.
Sobre el particular nuestro foro sexual adolescente nunca se había
expedido. Es verdad que una vez consideramos como tema secundario
la vida sexual de las monjas, pero nunca ascendimos al plano obispal.
Carecía, por lo tanto, de elementos de juicio. Pasé el resto del
viaje esquivando al prelado lo que, dadas su gordura y mi delgadez,
no resulto demasiado complicado.
Al mediodía estábamos en la línea de frontera ante seis valerosos y
hastiados soldados de su Majestad el rey Constantino II. El obispo se
olvidó de mí y de mis piernas para dirigirles una arenga y regalarles
un paquete de cigarrillos a cada uno. El acto-sainete a orillas del Egeo
en medio de un paisaje desértico, contaba con seis soldados, un
obispo, una orquesta, cuarenta voluntarios y un sol que, sin hacer
distinciones, nos achicharraba democráticamente a todos.
Luego de la ceremonia ascendimos a un monte para visitar la exacta
línea demarcatoria de la frontera lo que es, más o menos, como visitar
al hombre invisible transitoriamente mudo por haber sido operado de
la garganta.
Quiso la orquesta que el regreso fuera inolvidable. Bailamos mil veces
“Nunca en Domingo” sobre las aguas del Egeo, bebimos “resina” un
conmovedor vino de madera, terminamos con “ouzo” y descendimos
en las cercanías de Filiates convencidos de que sólo la buena voluntad
de Poseidón pudo mantener a flote ese dramático cascajo obispal y
bailable.
Los festejos culminaron con un viaje en camión a un valle en cuyo
centro, solitario, aparecía el Anfiteatro de Dodona, donde el Teatro
Real de Grecia representó, ante público venido de toda Europa, una
incomparable Medea de Eurípides.

De Filiates viajé a la pequeña ciudad provinciana de Levadia para otra


reunión de jóvenes pro Naciones Unidas.
Alojado en una casa de familia pregunté, señalando el monte frente al
balcón. ¿Onoma? Parnasus, dijo sin emoción una voz.
¡Parnaso! Carajo, el Monte Parnaso, miraba a mí alrededor
procurando el indispensable eco para una emoción tan legítima pero
nada, vino la señora y moviendo negativamente la cabeza repitió: Ne,
Parnasus. ¿Ne Parnasus?, pregunté al borde de las lágrimas. Neeee
Parnasus, repitió la dama volviendo a negar con su maldita cabeza
empañuelada y sonriendo maternalmente.
La operación de preguntas y respuestas se repitió dos veces más.
Cuando iba a iniciar la tercera ronda la señora se acomodó el pañuelo
y yo grité: es turca, es turca. Ohi turca, Parnasus, afirmó esta vez
orgullosa la dama. Volví a señalar el monte y filialmente pregunté
¿Onoma? Parnasus, dijo la señora. Me tranquilicé, era el Monte
Parnaso. En realidad luego supe, con justa indignación, que la cadena
montañosa se llamaba Parnaso y no el monte específico frente a la
casa de mis anfitriones.
La señora se retiro riendo y diciendo, mientras me miraba, turca, turca,
turca.
Dije turca, inspirado por alguna musa del monte, cuando comprendí
que su presunta negativa con la cabeza era un gesto de afirmación.
Desbloqueado recordé lo elemental, “ne” es sí y “ohi” es no. Y la
cabeza, como los turcos, la mueven al revés.
Para la señora de ahí en más yo siempre fui “turca turca”, calimera
turca turca, calimera señora. Ese era nuestro buenos días de cada
mañana. De ahí turca turca a la Conferencia, la señora a sus tareas.

Turca turca no perdía el tiempo y desde el inicio de la conferencia, a la


que asistía como delegado, concentró sus baterías en una pequeña y
adorable coreana con nombre de leyenda. Luego me enteré que casi
todos se llaman así. Hasta un presidente. Quien conquista un obispo
bien puede conquistar una coreana, se decía turca turca y no
recordaba haber jurado fidelidad a Catherine. Amor sí, a montones,
pero fidelidad no recordaba. La princesa rescatada de Chambord era
etnóloga e interpretaría este hecho, que seguramente le sería contado
por el mataobispos, como un rasgo cultural modificable con el tiempo.
Ya se ocuparía ella de eso, mientras tanto yo debía ocuparme de esta
bella representante de Tae-han Min-guk como ella misma me enseño a
decir para nombrar a su país. Not Corea del Sur, repeat: Tae-han Min-
guk. No sé que hubo entre nosotros, pasamos largas horas tomados de
la mano contándonos cosas inverosímiles, las suyas para mí, las mías,
seguramente, para ella. Nunca me permitió que le tocara la cabeza, era
budista, sólo las manos. Me consultaba todo lo que iba a hacer en la
Conferencia y a su manera, budista y coreana, hacía lo que yo le
sugería con una gracia y una feminidad que nunca más volví a
disfrutar en mi vida. La noche de la despedida bailó envuelta en bellos
atuendos de su tierra y yo quedé hechizado, prisionero del mensaje
raigal de hembra-madre, de hembra-principio, de hembra-origen que
transpiraba cada movimiento de esta pequeña criatura.
Después de Kim, sí, se llamaba como el presidente eterno de Corea
del Norte. Is not Corea del Norte, decía ella, repeat with me: Choson
Minchu-chui Inmin Konghwa-guk. Y los dos recitábamos, como si
fuera un poema de amor, el prosaico nombre del díscolo hermano
entregado al comunismo. Después de Kim, decía, me costó mucho no
sentir que las mujeres occidentales eran rudas, cuando no masculinas.

La Conferencia fue inaugurada en el Anfiteatro de Delfos y el segundo


día, mientras yo pensaba de qué tamaño sería el camión que pasaba
detrás de nosotros, pues hasta las mesas temblaban, Marie Jose
Protáis, mi ineficiente anfitriona en Ginebra, que presidía la
Conferencia, se levantó gritando: terremoto, nadie se mueva, es por
su seguridad y salió corriendo como alma que se lleva el diablo. La
calma regresó, Marie José también.

El primer día me saludo cordialmente en griego pues además del


whatisyourname, el howareyou y el aiamspikinglish, ignoraba
cualquier lengua que no fuera la suya. Era un tipo simpatiquísimo y
afectuoso, se llamaba Constantino, como el rey. Al segundo día me
fue a buscar a la casa y me acompañó a la conferencia, el tercer día me
cantó una canción, el cuarto día me invitó a la casa de su novia. Los
italianos opinaban que se había enamorado de mí. Yo sumé, chica,
chico, los dos juntos, obispo, Constantino, novia de Constantino, algo
va a pasar. No pasó nada y apareció Sultana que cada mañana dejaba
una inmensa canasta de frutas frente a mi asiento en la sala de
conferencias. Sultana me llevó a su casa, me presentó a sus padres,
todo en griego, me sentía un semoviente. Hablaban de mí, me
sonreían, me daban de comer, me dejaban solo con Sultana, yo
estiraba la mano y toda la familia aparecía como si hubiese tocado un
timbre. Mi brazo derecho estaba cosido a la familia de Sultana. Ellos
se movían cuando yo lo movía. Constantino no cedía, cuando no
estaba con Sultana, o con Kim, estaba con Constantino, quien siempre
preguntaba por Sultana sin que yo pudiese hacer otra cosa que asentir
con la cabeza. Entonces yo preguntaba por Melina, la novia de
Constantino. Y él preguntaba por Kim. Luego todo se reducía a
sonrisas, palmadas fraternas y parlamentos en griego que yo aprobaba
sin tener la menor idea de su contenido. Era como ser parte de una
película cuyo final se conoce. A la larga, a pesar de la confusión,
habría un final acorde a las normas establecidas, Constantino se
casaría con su novia, Sultana encontraría un novio y yo regresaría a
Rosario. Nunca podré explicarme qué ocurrió en Levadia. O mejor
dicho qué no ocurrió en Levadia. Yo era tímido y sexualmente, a pesar
de las lecciones de Catherine, un provinciano con prejuicios que se
sentía obligado a creer en la buena voluntad de todas las personas.
Tampoco estaba acostumbrado a tanto éxito amoroso. Nunca había
sido un paria, pero esta seguidilla griega con un obispo, una coreana,
una mujer exótica y un joven levadiense en menos de un mes me tenía
sobresaltado. ¿Qué señales estaría enviando para atraer personajes tan
dispares? ¿Vendrían luego una equilibrista, un clown y una abadesa?
Gracias al italiano Franco y a su mujer que compartían conmigo la
hospitalidad de la familia Ghizikis, todo lo que estaba aconteciendo
era objeto de comentarios satíricos que no permitían que yo tomara
demasiado en serio esta experiencia de acoso indefinido. Franco solía
presentarme como el don Juan de las pampas y advertía a todos que
debían cuidarse del joven sátiro sudamericano que, a pesar de su cara
inocente, era capaz de rendir aun a los más recalcitrantes obispos.

Constantino y su novia, junto a Sultana y un mequetrefe que, para


aumentar mi confusión, actuaba como su novio, me despidieron en la
estación de buses de Levadia con un afecto fresco, natural y emotivo.

En Atenas, lejos de las tentaciones de Plaza Omonia, nos dedicamos


con Franco y señora a visitar ruinas, museos y restaurantes. A separar
la Atenas clásica, de la Atenas herencia del imperio otomano. El final
fue un asombroso concierto en la Acrópolis con Herbert Von Karayan
y la Orquesta Sinfónica Real de Grecia, haciendo que Bach cubriera
con su música las ruinas más significativas de nuestra civilización.
Sentado en el suelo, apoyado en una piedra, mirando alternativamente
el cielo y el Partenón, sentí, mucho más de lo que pensé, que no era
yo quien estaba ahí. En realidad era sólo un destello de conciencia,
tan breve y fugaz como lo fueron los destellos de quienes en ese
mismo sitio, 2500 años antes y buscando las mismas respuestas que
seguimos buscando, dejaron una impronta que se continuaba en mí y
que se hacía evidente, en esa noche, mientras escuchaba a Bach y
sentía la oceánica embriaguez de estar vivo.

VI
Regresar es otra cosa. La sorpresa que todo lo subordina desaparece y
deja espacio para los verdaderos descubrimientos. Rehacer un camino,
como el que yo rehice junto a Catherine para llegar al 12 de la
Avenue de Versailles, fue como ver por primera vez, pero ahora con
ojos sosegados, los detalles que antes se devoraba la emoción. Todo
parecía en su lugar. Era como lo recordaba, pero mucho más hermoso.
Nunca había visto ese picaporte, ni aquel balcón y mucho menos ese
trozo de muro medieval incorporado a la construcción. Ahora todo
volvía a comenzar. Le pregunté a Catherine:
- ¿Tú crees que todo lo que vivimos no es sino un comienzo?
- ¿Has oído hablar de Heráclito?, inquirió pedagógica la princesa.
- En Argentina no hacemos otra cosa que hablar de Heráclito,
cuando no estamos hablando de fútbol estamos hablando de
Heráclito, respondí traicionado una vez más por el humor.
- Me lo figuraba, desde que te conocí supe que era así, dijo
fascinada de ver que mi tendencia al desvarío no había sido
quebrada por los embates amorosos del obispo ortodoxo.
- Verdad –juré- mi madre cuando llegaba a casa lo primero que
preguntaba era ¿de qué están hablando de fútbol o de Heráclito?
- ¿Y ustedes?
- Nosotros a coro, de fútbol Amandita, de fútbol.
- ¿Era verdad?
- No, pero ella odiaba perderse las conversaciones sobre
Heráclito.
Y reíamos, reíamos de todo, incluido el propio Heráclito, quien en la
versión que fuimos elaborando terminó siendo un viejo desmemoriado
que nunca encontraba el camino al río y siempre terminaba bañándose
en cualquier parte. De ahí su peregrina afirmación de que nadie se
baña dos veces en el mismo río. Con lo cual, concluíamos, se hacía
evidente que las posturas filosóficas eran producto de distracción,
error, casualidad o simple senilidad como en el caso de Heráclito. O
interpretación, acotaba sutil Catherine, alguien pudo escuchar al vejete
diciendo que no se podía bañar dos veces en el mismo río y elevó una
queja de carácter puramente higiénico a premisa filosófica.

Nos fuimos conociendo mientras explorábamos Paris. Finalizado el


trabajo, nos dábamos cita en una estación del Metro distinta cada día y
de allí partíamos en una tarea de rastrillaje minucioso, pero no
obsesivo. A veces nos bastaba una casa, una calle o la disposición de
un banco o un farol junto a un árbol, si luego aparecía un bar que nos
atraía podíamos terminar la noche allí conjeturando sobre lo visto y
construyendo en un juego dialéctico lo que no habíamos visto. Con el
tiempo confundo cada vez más lo que vi con lo que imaginé y vivo
saturado de paisajes sobre cuya existencia real no podría dar fe.
Tampoco estoy seguro sobre cuál es el instante en que uno realmente
incorpora definitivamente el objeto descubierto: si cuando le ve, si
cuando lo transforma, si cuando lo recuerda transformado. Sí he
comprobado que una vez transformado se sigue transformando
continuamente. ¿Qué parecido real tiene ese objeto dinámico en
nuestro interior con el objeto estático que lanzó el proceso?
Generalmente ninguno, basta regresar a los árboles y a los inmensos y
luminosos patios de nuestra niñez, para darse de narices con arbustos
y mezquinos rectángulos oscuros.
Pero ese no era aún tiempo para evaluar la cosecha. Y aunque el
sembrar y el recoger se suceden invariablemente, durante la juventud
ambos movimientos se transforman en uno solo que se devora a sí
mismo para alimentar la insaciable necesidad de respuestas.
Vivíamos y honrábamos el presente como si el pasado y el futuro no
estuvieran allí. Era nuestra pequeña apuesta por la eternidad. Valía la
pena, encajábamos como piezas de un rompecabezas.
Esa noche, en La Coupole, Catherine quiso conocer los detalles de mi
experiencia en Grecia. Las piezas de un rompecabezas no pueden
mentirse, a menos que quieran dejar de ser lo que son.
Dilaté el relato hasta que terminada la primera copa de Saint Emilion
me lancé al ruedo enarbolando historias y fantasías, con una libertad
que en Rosario, con Ana María, me hubiese costado soportar su
desconsolado llanto, y recibir un sillazo en la cabeza y una severa
condena social de parte de toda la ciudad, que en pocas horas estaría al
tanto de mis perversiones. Sería condenado sin duda y sin que nadie se
tomara el tiempo de pensarlo dos veces, a cadena perpetua por malas
intenciones.
Catherine parecía más interesada con mis reflexiones que con las
historias propiamente dichas. Asentía, sonreía, escuchaba como si
perder una sola palabra la privara de comprender el conjunto.
-¿Lograste ver al chico y a la chica que te ofrecieron en Atenas?,
interrumpió con más curiosidad que morbo.
- Espié, pero estaba tenso. Me temblaba todo el cuerpo, era un
cóctel de sobrexcitación y terror.
- ¿A qué tenías miedo?
- A mí mismo naturalmente.
- Es la sensación de estar frente a una puerta cerrada.
- Con el picaporte en la mano y sabiendo que la puedes abrir.
- Miedo edénico. La puerta es el árbol del bien y el mal, acotó
académica para luego cambiando el tono agregar risueña:
- ¿Y qué le pasó a mi Adancito pampeano?
Trate de traducir al francés una expresión argentina que reflejaba con
exactitud mis emociones, creo que no fue muy feliz mi traducción de
“Me cagué en las patas” (1) porque a Catherine se le atragantó el vino,
lo que se tenía bien merecido y la confesión debió ser
momentáneamente suspendida.
Desde que una tarde se cruzó con nosotros un señor con una sola
pierna y Catherine me dijo: voilá un unijambiste y yo de inmediato
desafiando la Real Academia Española inventé la palabra
unipiernista, no habíamos tenido otra sesión tan rica en logros
lingüísticos como esta de La Coupole.
En efecto, Grecia y mis confesiones quedaron suspendidas en
beneficio de un profundo intercambio cultural sobre esta escatológica
forma argentina de expresar el miedo. Luego de aclarar que las patas
eran las piernas y no las tartas que estaban sobre la mesa, llegamos a
la conclusión de que escatología y miedo tenían un matrimonio
bendecido por la fragilidad de los esfínteres y que mi expresión había
sido, una vez más, feliz y exacta.
(1) Patas en castellano por piernas. En francés “pate” es masa de pan

Después de mi madre Catherine era la mujer que más elogios me


había dispensado, en poco tiempo se había ganado un cómodo y
honroso segundo puesto.

- Nos quedamos en “chier dans son froc”, dijo intentando


vanamente traducir el más visual “me cagué en las patas”.
- Todo quedó ahí. Salí a cenar temblando de miedo y muriendo de
ganas de encontrar la pareja. No estaban o estaban trabajando
con alguien menos complicado que yo. Al regresar era otro el
recepcionista y por su trato imaginé que ya le habían hablado del
asceta de la habitación 29. Me encerré, tome un valium y dormí.
Eso fue todo.
- Eso no fue todo –dijo Catherine- todo es lo que no ocurrió en la
realidad pero pasó por tu cabeza. Eso fue todo.
- La verdad es que no hablé más de dos minutos en total con el
recepcionista, lo demás estuvo a cargo mío.
- Ahora la pregunta petit Adán: ¿hubieses querido que entrasen a
tu habitación sin aviso previo?
Quedé mudo, miré la mesa contigua como sintiéndome descubierto.
Debí recordar que estaba en París y con Catherine y que además era
una pieza del rompecabezas con responsabilidades ineludibles para
salvar el sentido del juego. Levanté mi copa de vino, pensé: que
rápido se acaba debo pedir otras dos, miré a través del cristal y allí,
agazapado tras la copa la fui bajando lentamente mientras decía, con
una sinceridad que me hizo correr un breve escalofrío por todo el
cuerpo:

- Por Dios que es exacto, claro, clarísimo, ahora lo veo, es


trasparente, hubiese querido que entrasen sin que mi voluntad
interviniera. De ese modo era una víctima y las víctimas no
tienen culpa.
Con la cartesiana princesa de Chambord era imposible quedarse en la
superficie. Acostumbrado a los reclamos de las novias adolescentes,
disfrutaba el placer poco usual de sentir un crecimiento compartido.
Sentía, además, que comenzaba a merecerlo.
Con la tercera copa de Saint Emilión, esta vez acompañado por lo que
los franceses llaman secamente un sándwich camembert, llegó
Constantino de Levadia. Así decidí llamarlo esa noche pues de esa
forma agregaba el encanto de sentir que teníamos entre nosotros, por
lo biensonante de su nombre, a un personaje de Stendhal.
- ¿Qué te desconcertó de la conducta de Constantino?, dijo más
sherlockholmiana que etnológica la princesa.
- Que me besara en la boca, respondí con ánimo lúdico.
- ¿Y te emocionó?
Esta mujer era imposible, jamás reaccionaba como la especie que yo
estaba habituado a tratar. Debía haber dicho ¡cómo!, ¡qué!,
¡imposible! Cosas así, cosas que evidenciaran que cualquier duda
sobre mi virilidad era inadmisible. Pero no, preguntó si me había
emocionado. Desde mi óptica aún provinciana tenía el carácter de una
abominable injuria.
- Catherine por Dios, no me besó ni en la frente.
- ¿Te estás lamentando?
- No. Nunca. Hasta que lo dije hace un instante jamás había
pensado una cosa así.
- ¿Y ahora que rompiste el tabú y lo dijiste, te lamentas?
Relato y diálogo habían transformado a Catherine en una interlocutora
aguda que mezclaba la supuesta sabiduría de Freud con la evidente
impiedad de Torquemada. La Coupole había dejado de ser el sitio
acogedor y estimulante, donde bebíamos Saint Emilion, para
transformarse en un inmenso laboratorio psicoanalítico, en el que se
me administraban moderadas dosis de cicuta.
¿Sería esa la manera francesa y civilizada de expresar los celos?
¿Me estaba castigando? Parecía no saber que ningún hombrecito de 22
años, que cree haber deslumbrado a su compañera con una seguidilla
de erecciones felices y un par de malabares sexuales de pacotilla,
puede aceptar que duden de sus inclinaciones. Yo no era una
excepción. Mi ventaja es que lo que pensaba era incapaz de decirlo y
ese silencio expresaba una madurez exterior, que no se compadecía de
mi agitada tormenta interior.

- No. ¿Cómo se te ocurre?, dije procurando mostrarme sereno.


- Pasó por mi cabeza.
- No, no lo lamento, dije algo más aliviado, quizá por el efecto
de la cicuta.
- ¿No pensaste que lo de Constantino podía ser una modalidad
cultural distinta?
- Eso pensé, pero Franco y señora, que eran mucho mayores que
yo, insistían tanto en que se había enamorado de mí, que
comencé a dudar.
- ¿Te asustaste?
- No porque tenía la sensación de estar de paso, todo lo que
pasaba allí, en realidad no pasaba. Era una realidad prestada. Eso
es lo que sentía y además…
- Además –dijo Catherine- allí no estaba el ojo de Dios para
castigarte.
- Es verdad, el ojo de Dios se quedó en Rosario. En Levadia no
había una sociedad que me juzgara, no había pasado, ni futuro,
no había familia, ni amigos. En cierto sentido estaba solo. Era
libre.
- ¿Te asustaba serlo?
- Creo que me cargaba de erotismo. Esa sensación de falta de
límites es realmente erotizante.
- De ahí el éxito, el erotismo es como un imán, se transmite y tú lo
transmitías.
- Nunca tuve ese imán en Rosario, confesé sin vergüenza
- El ojo de Dios neutraliza esos imanes, no gusta de la libertad. De
ti esperan que no pases el límite. De otro modo eres un ejemplo
terrible.
- ¿Cuándo regrese todo volverá a ser igual?, pregunté con tono
filial a la princesa de Chambord, Torquemada y Freud.
- Eso depende ti, respondió tiernamente, mientras me miraba con
la cabeza inclinada, ya despojada de títulos nobiliarios,
inquisitoriales y psicoanalíticos
Luego me acarició la cabeza, me beso ambas manos, golpeó contra el
mío su vaso de vino y logró que La Coupole volviera a ser La Coupole
y que los fantasmas, que minutos antes había refregado contra mi
nariz, se fuesen a pasear por Paris o se regresasen a Grecia.
Catherine ponía sobre la mesa mi mundo interior con la misma
facilidad con la que desplegaba un mantel. Ahí estaba yo, desnudo,
desamparado, mirándome en un espejo en el que nunca me había
visto. Tenía ojos de cartógrafa para los límites y sabía cuándo y cómo
poner fin a la tempestad.
También sabía premiarme. Catherine festejaba mis avances, yo,
mucho más elemental, trataba de sellar algo que creía una
reconciliación. Siempre resultaba una noche inolvidable.
Luego de la tormenta en La Coupole tomamos el último metro para
Place des Vosges. “Es deslumbrante, un París diferente”, decía la
princesa. Y luego, cuando comenzaba a relatar la historia, ambos
quedábamos atrapados como si el mundo sólo se hubiese reducido a
ese espacio y el tiempo sólo fuera el del relato: “era la plaza preferida
de los duelistas y el 12 de mayo de 1627 allí, ves, allí, bajo el número
21, donde vivía el cardenal de Richelieu, se batieron a duelo, para
desafiar la ordenanza real que los prohibía, el conde de Montmorency
y el marqués de Beuvron acompañados de sus segundos, uno murió,
otros huyeron a Inglaterra y el conde de Montmorency fue condenado
a muerte y decapitado. Y en el 11, allí donde están los geranios, vivía
Marian Delorme una famosa cortesana que según chismes de la época
solía visitar a Richelieu vestida de hombre, parece que el religioso
para que no se impresionara con el púrpura cardenalicio se ponía un
hábito de satén gris bordado de plata y oro y que le pagaba el
equivalente al precio de sesenta pistolas”. Y las historias y las
especulaciones continuaban hasta regresar al departamento donde
Catherine, según el rigor de la jornada, proponía o no un champagne
helado y yo afilaba uñas y fantasías para demostrarle que los
argumentos sexuales de su Adancito pampeano eran muchos, variados
e indiscutibles, sobre todo indiscutibles.
Esa noche en la que ya en La Coupole me habían decapitado como al
conde de Montomorency, me porté, como supuse lo haría el cardenal
de Richelieu cuando recibía a la irresistible Marian Delorme.
No pude ofrecerle a Catherine el equivalente a 60 pistolas, pero
supongo que mi excitación azuzada por tantas horas de purgatorio y
mi cara de felicidad por haber accedido al cielo, habrán sido
suficiente recompensa.

La mañana siguiente, sábado, desayunamos con Mozart como siempre


y con sol, como de vez en cuando. La princesa, ahora en su papel de
meteoróloga, supo que el tiempo era apropiado y preguntó, mientras
yo asociaba el olor del café con la música de Mozart:
- ¿Cómo era el obispo ortodoxo?
- Más gordo que Richelieu, con el pelo más largo, con una barba
enorme, sin la sotanita gris y con un bastón del que nunca se
separó, además sospecho que no hubiese recibido a Marian
Delorme en su habitación.
- ¿Qué te dijo?
- Algo en inglés sobre la Argentina, luego dijo que Onassis había
vivido en la Argentina y yo le respondí que Onassis se había
nacionalizado argentino. Luego de un silencio asiéndose a la
carnecita de mi fémur me pregunto si me gustaba María Callas.
- ¿Cómo te agarró el fémur?
- Como alguien que compra un hueso en la carnicería y lo agarra
para llevárselo. Para colmo yo estaba en shorts.
- ¿Qué pensaste?
- Nada, su mano regordeta y anillada sobre mi pierna blanca y
raquítica me parecía graciosa.
- ¿Cómo te liberaste?
- El calor era insoportable y le hice señas que quería asomarme a
la baranda. Simplemente me soltó.
- ¿Y te alejaste?
- Era casi imposible alejarse, el barco estaba atestado, seguí la
conversación lo más lejos posible del alcance de sus manos, por
desgracia un vaivén del barco le permitió posarla nuevamente
sobre mi pierna, esta vez ensayó la caricia. La enfermera
sudafricana que me había salvado de la insolación miraba
azorada la escena y no queriendo atenderme ahora por violación
obispal comenzó a gritarme, única forma de comunicación
posible ya que la orquesta sonaba con estridencia: come here,
Guillermo, come here. Zafé de la zona erótico-religiosa y me
senté bajo los pechos protectores de la Cruz Roja.
- ¿Fue todo?
- Hubo dos o tres roces más pero salí ileso y sin faltarle el respeto
a la iglesia de Oriente que ya bastante había tenido con la
Cruzada que mandó el Papa contra Constantinopla.
Hicimos compras para almorzar en casa. Era uno de esos días que uno
no quisiera que terminen. A menos que ocurra algo como pareció que
iba ocurrir hacía el mediodía cuando la salsa estaba lista, los escalopes
debían freírse y acabábamos de descorchar una prometedora botella de
Cote du Rhone.
. ¿Porqué nunca me preguntaste por Kim?, dije tomando la
delantera a lo que inevitablemente ocurriría.
- Grrrrrr, dijo riendo Catherine
- Te da rabia, afirmé haciendo una dolorosa regresión a mi
adolescencia y a los noviazgos superados.
Catherine se quedó inmóvil, debió decir “eres imbécil o te haces”,
pero sólo preguntó: ¿Por qué habría de darme rabia? Y me lapidó con
la sonrisa más tierna de su repertorio.
Era evidente que yo aún no había asimilado la batalla de La Coupole y
una parte de mí clamaba venganza. Y fue esa parte, esa estúpida parte
mía la que dijo:
- Lo que pasa es que estás celosa y no lo quieres admitir.
Por un instante desee con toda mi vida ser Catherine para poder
castigarme en el mismo nivel en el que me estaba comportando.
Como era imposible me quedé aterrado esperando su respuesta. Sabía
que sería demoledora, Torquemada y Freud volverían a asociarse y me
castigarían hasta dejarme sin aliento.
Y fue así, Catherine dijo con una expresión que no le conocía:
- Otra vez te equivocaste, esas copas son para vino blanco, mejor
saca las otras que están en el armario de arriba, busca
bien tú sabes cómo encontrarlas.
Es verdad que yo sabía como encontrarlas, pero había que hacer un
esfuerzo, las otras me quedaban más a mano. Estaban en el lugar
exacto en el que siempre habían estado en el armario de mi casa.
Sabía que no eran las adecuadas, sin embargo los atavismos de una
cultura no se diluyen con facilidad. Parecen desaparecer pero en
verdad están agazapados, cuando no disfrazados con el traje
vistoso, prendido sólo por alfileres, sin costuras, ni botones, de las
nuevas adquisiciones.
Mi idiota interno, el que había equivocado las copas, parecía
controlado pero no encontraba las palabras con las cuales rearmar la
relación. Sólo había que gritar: “SOY UN CRETINO”, pero para eso
se necesitaba la misma fuerza que para evitar cometer los errores
cometidos. Era evidente que mi razón, cuyo comportamiento era
impecable, estaba varios puntos por encima de mis turbulencias
emocionales. Me aconsejé: si piensas bien y obras mal quiere decir
que necesitas una mordaza.
Me senté a la mesa con la servilleta cubriéndome la boca,
Catherine, que nunca parecía sorprendida, me dijo:
- ¿No te gusta mi comida? Yo sé que a veces te cae mal pero al
final tu pancita y tu almita gauchescas todo lo digieren. No es
fácil acostumbrarse a los nuevos alimentos, si fuera por uno
seguiría tomando la teta.
Pero no dijo teta, dijo “nichon” que es teta en francés pero que a mí
me sonaba a sepultura y gracias a esa gloriosa teta francesa, con sabor
a cementerio, me pude sacar la mordaza, dejar al idiota emocional de
lado e internarme en uno de esos laberintos lingüísticos de los que
tanto gozábamos.
- No es serio llamarle “nichon” a la teta, dije con convicción.
- A mi me parece menos serio llamarle teta al nichón, replicó una
Catherine recuperada para el juego y el amor.
- Veamos aplicaciones prácticas: ¿cómo le llamas a una teta
enorme?
- Un gran nichon.
- Demasiado previsible, escucha y evalúa: una tetaza o un tetón o
en el colmo de la poesía: una tetonaza.
- Una teta grande puede ser masculino
- La teta tiene parte en la vida de los grandes hombres y puede ser
femenina, masculina o lo que se le dé la gana. En cambio un
“nichon” siempre será un nichon.
- Lamento comunicarte que “nichon” es masculino.
- Es decir que la teta francesa es una teta cautiva de un género.
¿Te parece justo que una teta no pueda definirse a sí misma?
Y Catherine rendida ante las evidencias o quizá pedagógica hasta el
límite bajó la cabeza aceptando la superioridad de la teta y, cambiando
bruscamente de tema dijo:
- He visto danzas coreanas y son bellísimas.
- Si, son muy estilizadas, contesté un poco desconcertado por la
brusca variación y desilusionado de verme apartado de un tema
tan variado como la teta.
- ¿Kim bailaba profesionalmente?, preguntó.
- Era parte del cuerpo de baile de su universidad y entrenaba tres
horas por día.
- Y además se ocupaba de temas de Naciones Unidas.
- Si, le preocupaba la situación de la mujer en Corea.
- Es más de lo que se puede pedir a una mujer oriental, ¿fue eso lo
que te atrajo de ella?
Guillermo no puedes ponerte idiota, me repetí antes de contestar, no
uses argumentos subdesarrollados, no te está peleando, sólo te quiere
conocer, ¡Guillermo!, ¡Guillermo!, idiota, cállate, pero era demasiado
tarde, y el argumento idiota dijo presente:
- No me atraía, sólo me llamaba la atención, me acerqué como
amigo, porque la veía muy sola, incluso creo que no sabía como
desempeñarse en la Conferencia.
- Me imaginé –dijo una Catherine aparentemente satisfecha- tú
siempre te has ocupado de viejitas y desamparados.
- Bueno, tampoco era un paria, acoté con el amor propio natural
de quien no anda recogiendo desperdicios.
- Pero si no hubiese sido por tu ayuda seguramente la pobre Kim
la hubiese pasado muy mal, a lo mejor hasta se le olvidaban los
pasos de baile, remarcó con esa cara de piedra dulce que me
desconcertaba.
- Catherine no juegues con el subdesarrollo, le dije en el único
arranque de inteligencia de las últimas 48 horas.
- Está bien, pero tú no me trates como a subdesarrollada. Di, vi
una coreana guapa, me gustó y me le acerqué. Es normal.
- Después del obispo hasta Golda Meir me hubiese parecido
guapa.
- Entendido. Necesitabas reafirmar tu masculinidad luego del
obispo y ante la presencia inquietante de Constantino.
- Nunca pensé eso.
- Es que uno no piensa me acosan un obispo y un levadiense,
tengo que conquistar una coreana. Simplemente actúa.
- Y según tú actué como conquistador.
- Eso creo.
- ¿Y tú que sientes?, dije en el segundo arranque de inteligencia.
- Siento que los hombres y las mujeres somos muy diferentes. La
biología nos condiciona. Ustedes andan obsesionados por poner
su semillita en cualquier parte, nosotras nos preocupamos por
crear condiciones adecuadas para el caso de que esa semillita
prospere.
- Entonces el amor es imposible, dije con un principio de angustia.
- El amor es otra cosa. No lo confundas con el enamoramiento, ni
con la distribución de semillitas.
- ¿Y nosotros en qué estamos?, pregunté mientras me imaginaba
sacudiendo el pene por campos recién arados.
- Nosotros estamos pasando de un enamoramiento de los sentidos
a una etapa de reconocimiento recíproco que, como te habrás
dado cuenta, no es nada fácil.
- Carajo con la francesa, exclamé mientras abrazaba a Catherine
como si quisiera cerciorarme que ese fantástico ser humano
todavía era parte de mi vida.
Nos quedamos así un largo rato, estáticos, inmóviles, como si
fuésemos un solo cuerpo y como si todo en nuestro derredor se
hubiese vuelto aterradoramente frágil. Luego, lentamente, guiados por
una fuerza que estaba más allá de nosotros, nos incorporamos y en
silencio, como si entre ambos estuviésemos llevando un objeto
extremadamente delicado, recorrimos el tramo que nos separaba del
dormitorio, allí, sin decir palabra, con gestos mínimos y delicados,
nos aplicamos para encontrar, en el lenguaje del cuerpo, aquellas
respuestas que jamás surgirían con el sólo ejercicio de la razón.

Sólo volvimos a hablar de Grecia para condimentar nuestros duelos


lingüísticos o para asignar nuevos e imaginarios papeles a quienes ya
habían ingresado como personajes a nuestra vida, así el obispo pasó a
ser mozo en La Coupole, clochard bajo los puentes del Sena y regenta
de un lupanar de la calle Saint Dennis, Kim abandono el baile para
dedicarse a la filatelia, Sultana se convirtió en una exitosa frutera y
Constantino en un agente de viajes que solía aparecer en televisión
aconsejando visitar el Monte Parnaso.
El rompecabezas había crecido pero sus piezas seguían encajando a la
perfección. Ahora debía enfrentar la prueba de la separación. Los días
se nos escapaban de entre las manos, apenas nos quedaba tiempo para
un viaje a Vouvray, una visita a Chambord, una noche en Les Halles,
en suma un maldito recorrido sentimental, planificado, en este caso,
por el idiota común que había nacido del miedo de separarnos.
La Iglesia nos salvó de este peregrinaje masoquista, efectivamente una
mañana, luego de haber decidido que ir a Notre Dame era más
importante que ir a trabajar, iniciamos un detallado recorrido por ese
incomparable monumento. Nuestro interés atrajo la atención de un
individuo llamado Marcus que, luego de relatarnos que Notre Dame
de Paris había sido consagrada al culto de la diosa Razón el 20
brumario del año II, en cristiano el 10 de noviembre de 1793 y que en
el lugar del altar se había erigido un montículo con los bustos de
Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Franklin, nos reveló, poniendo la
cara más esotérica que he visto en mi vida, que esta iglesia es un libro
jeroglífico cuya lectura está reservada a los iniciados. Para colmo fue
mi tocayo Guillaume de Paris, quien siendo un alto maestro de los
misterios, mandó construir la fachada de Notre Dame y allí se pueden
encontrar los caminos que conducen a la verdad.
Durante una semana buscamos toda la literatura existente sobre el
tema y regresamos cada día puntualmente a Notre Dame para
comprobar las fantásticas historias de Marcus. No teníamos intención
de hallar el camino hacia la verdad, pero nos fascinó descubrir en
Victor Hugo la afirmación de que “Notre Dame es un satisfactorio
resumen de toda la ciencia hermética”.
No logramos hacer ningún hallazgo pero si logramos que mis últimos
días en París transcurriesen sin que nuestras cabezas estuviesen
pendientes del almanaque. Aún estaba lejano el tiempo en el que un
falso paludismo se interpondría definitivamente entre nosotros.

A pesar de Notre Dame el día llegó. Esa tarde debía partir hacia
Barcelona abandonando una intensa vida de 40 días. Toda una vida.
Mi vida. En ese momento pensé que era la vida que siempre había
querido. Hicimos promesas y nos mantuvimos firmes y silenciosos
hasta el último llamado para embarcar. En el avión me ajusté el
cinturón de seguridad, comprobé la indiferencia de quienes me
rodeaban y silenciosamente, mientras oía la aceleración de las
turbinas, abrí el libro de Baudelaire que Catherine me había entregado
con su último abrazo y leí:
“No importa lo que ocurra, eres lo mejor que me ha pasado en mi
vida”.
VII
Lo mejor que le había pasado en la vida a Catherine llegó a Barcelona
con su libro de Baudelaire bajo el brazo y recibió el primer golpe de la
realidad cuando el grupo de recepción le dirigió palabras que le era
imposible comprender. ¡Carajo me olvidé el español!, No puede ser,
¿qué dicen? Y el grupo continuaba con su formal letanía jeroglífica en
la que algunas palabras eran reconocibles pero el resto inalcanzable.
Un minuto después el oscuro discurso de bienvenida se volvió
diáfano. El español volvió a ser español y el joven becario enamorado
comprendió que lo habían recibido en catalán y que esa era la forma
revolucionaria de protestar contra el imperialismo cultural del
castellano impuesto por Francisco Franco:
- Creí que me había olvidado el español, confesé justificando
mi espléndida cara de estúpido del primer contacto.
- Eso se llama castellano, debes decir castellano no español,
sobre todo en Cataluña. Aquí hablamos catalán aunque le pese
al miserable.
El miserable era naturalmente el Caudillo. No era necesario que me
explicaran el por qué, nieto yo mismo de Manuel Antelo, un sólido
español de Galicia, pertenecía a una familia anticlerical y
antimilitarista que detestaba a Franco con tanto entusiasmo como los
propios opositores españoles. Durante mi infancia escuché hablar de
Franco, Hitler y Mussolini como de demonios encarnados y, con la
frescura de la edad, los consideraba tales e imaginaba en ellos
deformaciones físicas que generalmente no solían coincidir con las
fotos que veía en los diarios. Luego de enterarme, gracias a una
instructiva película sobre el conde Drácula, que los vampiros no se
reflejan en el espejo, colegí que los rasgos demoníacos de estos
dictadores se volvían invisibles en las fotos y solía pasarme horas con
una lupa tratando en encontrar evidencias con las cuales sorprender a
mi familia y porqué no al mundo entero con un hallazgo que delatara
y desnudara a estos asesinos. Estaba convencido que si la gente
pudiera ver sus verdaderos rasgos todo volvería a ser como debía ser,
que no sabía exactamente como era, como tampoco lo sé en la
actualidad, pero que podría parecerse un poco a la forma como
vivíamos en mi casa, donde los gritos y las peleas estaban desterrados
y cada uno hacia lo que quería, incluso Albina, nuestra cocinera, o
especialmente ella que cocinaba según el humor con que se levantaba
y nos dirigía la palabra cuando se le daba la gana.
Gracias a Quevedo, Pío Baroja, Azorín, Valle Inclán y sobre todo a
Ortega y Gasset, España, esa España invertebrada, era parte de mi
vida, y ésta se sintió desgarrada cuando a los 17 años leí “La Forja de
un Rebelde” de Arturo Barea. Sus relatos de las terribles carnicerías
vividas durante la guerra civil y particularmente los mensajes de sus
transmisiones radiales en un Madrid sitiado por el fascismo me
enardecían y sólo lamentaba no haber podido luchar por la República.
Tan pronto mis anfitriones catalanes hubieron constatado mis
credenciales democráticas y tomado disimulado examen a mis
convicciones y lealtades, creció entre nosotros uno de esos afectos
imprevistos y tempestuosos que era imprescindible, estábamos en
España, carajo, celebrar constantemente con almuerzos y cenas
generosos en vinos y comidas.
- Mañana te esperamos a almorzar en casa.
- ¿A qué hora?
- A las cuatro hombre, a las cuatro.
Luego de cenar en Paris a las 6.30 de la tarde, almorzar a las cuatro
requería un proceso de adaptación que, debo admitir, no me costó más
que el asombro inicial. Me fascinaba prolongar la sobremesa hablando
pestes de Franco y descubrir que antes que nos hubiésemos levantado
del almuerzo comenzaban los preparativos para la cena a la que no
estaba invitado, pero a la que era convidado tan pronto me levantaba
con la intención de retirarme. Los argumentos eran variados y
contundentes:
“¿Dónde vas tío, no ves que en la calle débil y mal alimentado
como estás te pueden asaltar?”
“De aquí nadie sale hasta que se acabe el vino.”
“Una caridad hombre, ayuda a esta pobre gente a comer lo que
les sobra. ¿No ves que se pueden enfermar?”
“El que se marcha es franquista”
Sensible tanto a la buena comida como al espíritu gregario de los
españoles nunca pude repetir un “me tengo que ir”. El proceso de
alimentación, no sé de qué otra forma llamarlo, comenzaba a las
cuatro y terminaba, con suerte, a la medianoche. De ahí regresaba
caminando hasta mi pensión para intentar, por lo general
infructuosamente, que mi estómago no me torturara por los excesos
cometidos. No pocas veces la locuaz dueña de la pensión, a la que
bauticé como la Andaluza Insomne, me recibía por las madrugadas
con un
-Venga hombre que bueno que ha llegado, no se irá usted con
hambre a la cama, no va a decir luego que pasó hambre en Cataluña y
menos pasaría en Sevilla que esa es mi tierra, tiene que probar
este......
Y una vez era jamón, otra cantinpalo, otra alguna especialidad de
Andalucía o un queso desconocido o una berenjena en escabeche y
por supuesto un vaso de vino. O dos. Y luego era imposible no
conversar con esta andaluza encantadora, aunque ligeramente
franquista que insistía, totalmente convencida, que si no iba a Sevilla
es como si nunca hubiese estado en España. Y tras escuchar la
infaltable afirmación: “ya verá usted allí lo que es un buen gazpacho”,
me iba a la cama con las primeras luces del alba. Nunca antes y sólo
nuevamente en España después, llegué a sufrir el martirio de tener que
comer el tamaño de mi hambre multiplicado por tres, cinco, ocho,
dependiendo de los días y de la generosa voluntad de mis anfitriones.
En una ocasión me rescataron de una casa donde ya había cenado,
para llevarme a otra donde habían preparado una cena para mí. Esa
noche dormí sentado, luego de haber ingresado a la pensión casi
subrepticiamente aterrado por la posibilidad de que la Andaluza
Insomne me atacara con una paella o un bocadillo de jamón. Para
poder resistir los embates gastronómicos de España sólo tomaba una
taza de té digestivo por la mañana y no probaba alimentos hasta que se
iniciaba la cotidiana maratón gastronómica a las cuatro de la tarde.
La información de mi antifranquismo se había corrido discretamente
entre los miembros de la asociación pro Naciones Unidas que me
recibía y todos se disputaban el placer de poder hablar mal del
Caudillo de España por la Gracia de Dios con un extranjero.
La vida en Barcelona me dejaba poco tiempo para la nostalgia, a
menudo trataba de imaginar cómo reaccionaría Catherine, tan
ordenada y reservada, ante esta tempestad de afectos. Curiosamente
debo admitir que no he logrado recordar los nombres de mis
anfitriones. Recuerdo sí, las comidas, el ambiente y la amenazadora
presencia de la Andaluza Insomne atacándome con un plato siempre
rebosante, pero no los nombres y muy poco las caras.
Venía de un mundo de emociones controladas y donde cada palabra
podía ser largamente justificada por una disertación casi sin fisuras. El
mundo de ahora, ahogado en una dictadura perversa, privilegiaba los
sentidos, daba permiso a las emociones y se preocupaba más por la
forma en que algo se decía (siempre que no se tratase de Franco) que
por el contenido propiamente dicho.
Aquí podía dar rienda suelta al animal emotivo y afectuoso que había
en mí, pero no podía gozar de mi faceta lúdica que amaba jugar con
las palabras y crear mundos imaginarios.
Una noche, en el barrio gótico, descubrimos una exposición de Dalí.
Allí sentí casi como un dolor la ausencia de Catherine. Pensé que era
extraordinariamente parecida a Gala, la mujer que Dalí enamoró
cubriéndose de boñiga la cabeza y la cara. Su respuesta a esa ridícula
búsqueda de atención, se parecía mucho a las respuestas con las que
Catherine solía calmarme. Menos escatológico y menos audaz que
Dalí, sólo me cubría con mi desamparo. Catherine sabía oler el
desamparo masculino, lo intuyó aquella noche en Chambord y se
adelantaba con delicadeza cada vez que lo veía reaparecer. Poseía el
consistente instinto que las hembras han perfeccionado en miles de
años para servir de amparo y protección a la vida.
El juego exige que quien ampara satisfaga el ego de quien es
amparado y por ello deben cambiarse simbólicamente los roles. Esa es
la única razón por la cual las mujeres, incluida Catherine, permiten
que se las califique de sexo débil.

Dadas las condiciones políticas, las actividades de una asociación pro


Naciones Unidas no podían ser muy profusas y por lo tanto mi estada
en Barcelona fue un espléndido paseo turístico.

El tramo Barcelona–Madrid a bordo de un Super Constellation es una


experiencia que sigue produciendo ruido una hora después de bajar del
avión. Imposible conversar, imposible tener otro pensamiento que no
sea el de maldecir el ruido que se ha apoderado de todo y de todos. Sí,
por supuesto, se puede comer. En esa España franquista, que estaba
descubriendo, lo único que siempre se podía hacer, incluso en el
Super Constellation, era comer. Interpreté ligeramente que el comer
era para los españoles un sustituto de las libertades cercenadas pero
admito que era un error ya que muchos años después regresé a una
España abierta y democrática y todo había cambiado, menos la
voracidad para comer y el placer de compartir la mesa.
Recuerdo, de esa segunda etapa, haber visitado un viejo amigo
devenido ministro y en su imponente despacho, antes de saludarme,
me señaló con su dedo índice y exclamó:
- ¿Carne o pescado?
- Carne, respondí por decir algo.
- Entonces señorita –dijo a su secretaria- me reserva ya sabe
donde.
Luego, volviendo a las formas tradicionales de cortesía y como si
hubiese acabado de cumplir un deber ineludible, dijo:
- Ahora podemos hablar.

Madrid no era Barcelona. La presencia de Franco se olía como la de


una bestia arrastrando carroña. Muy pocos se permitían los excesos de
los catalanes. Aunque se bebiese y se riese el espíritu se había
replegado mientras los medios de comunicación loaban, con el tedioso
lenguaje de las honras fúnebres, los logros de la dictadura.

Me acostumbré a ver, en los sitios públicos, la mano de mis


anfitriones agitándose hacia abajo para moderar los ya moderados
comentarios que yo solía hacer. En privado no ahorraban críticas a la
dictadura aunque algunos manifestaran que las ideas de José Antonio
Primo de Rivera tenían una prensa, no española, que se había
ensañado contra ellas más de lo que lo merecían. No faltaban las
referencias al “genio nacional” y a “virtudes castizas” inspiradas en
Menéndez y Pelayo que, por ese tiempo de mi vida, me parecían
interesantes y nos llevaban a esotéricas conversaciones en las que
tratábamos de encontrar qué rasgos de ese “genio nacional” español
habían florecido en la cultura argentina. Más de una vez, buscando
esas raíces recité, bajo el oído atento de mis anfitriones, versos del
Martín Fierro, que, a menudo, eran interrumpidos con comentarios
tales como: “eso es del Corán”, “eso es las Sagradas Escrituras”, “eso
es de Confucio”. Muchos años después descubrí que las afirmaciones
eran ciertas y que José Hernández, el autor del Martín Fierro, era un
hombre muy versado que había puesto en boca de los gauchos,
debidamente adaptados, sentencias y proverbios que eran parte de la
cultura universal. No era ningún pecado, pero, en ese momento, me
irritaba muchísimo pues destruía todo el imaginario que yo había
construido sobre la cultura de las pampas argentinas. Construcción
disparatada por cierto, pero construcción al fin que, al derrumbarse,
agregaba a mi profunda sensación de desamparo cósmico, el aterrador
desamparo cultural que me convertía en una indefensa pluma al
viento.
Quince años después en una habitación de un hotel de Argel, mientras
intercambiábamos alcoholes de distintas procedencias para paliar el
aburrimiento de la conferencia de UNESCO a la que asistíamos, se
produjo, a partir de mi militancia en el peronismo, una conversación
que permitió a Rao, rígido hindú de la casta de los brahmanes,
entender que le quería decir yo cuando le explicaba, meses atrás, que
él, con su solidísima cultura hindú tenía una respuesta preparada para
cada situación, mientras que yo, oriundo de un país con tradiciones
muy superficiales, debía inventar, cada vez que me enfrentaba a una
nueva situación, una respuesta nueva. Y solía agregar, para evitar
comparaciones desventajosas entre las culturas hindú y argentina, que
si bien la cultura ofrece un marco tranquilizador, a la postre es un
obstáculo para la creatividad y para asumir los cambios que
acompañan los tiempos que corren.
La conversación en esa noche argelina la inició, whisky en mano y
dirigiéndose a mí, el irlandés McCall:
- ¿A quien quieres más a Perón o a tu papá?
- Los quiero igual, respondí con ánimo lúdico.
- A lo mejor a tu papá no lo quieres mucho, insistió McCall.
- Salvo que no me deja acostar con mi mamá, por lo demás no
tengo nada contra él, respondí siguiendo el juego que el
irlandés disfrutaba.
- ¡Entendí, ahora entendí!, gritó el hindú azorado, sin una gota
de alcohol en sus venas, con un triste pepino con yogur
flotando en su estómago y olvidando que ahora los que no
entendían eran los otros que nada sabían de nuestras diarias
conversaciones en París.
- Tú –continuó Rao señalándome- has dicho eso sobre tu
mamá con tanta naturalidad como si hablases del clima y yo
soy absolutamente incapaz siquiera de pensar algo así. No
puedo pensarlo. No puedo.
Su último “no puedo” merecía un glorioso carajo de cierre pero
tampoco podía eso. Su cultura tampoco se lo permitía. Ignoro si éste
“no puedo” de Rao, dicho con tanta vehemencia, era de aflicción o de
regocijo. Me inclino a creer, dada su condición de brahmán desde la
cual me vería casi como un “intocable”, que su expresión manifestaba
regocijo por haber interiorizado, hasta el punto del bloqueo, el tabú
del incesto.
Los brahmanes acapararon el servicio a los dioses y la transmisión de
las tradiciones sagradas desde épocas muy remotas, Rao demostró ser
un verdadero brahmán pues, con paciencia, terminó acaparando todo
el poder en el trabajo que compartíamos. Era comprensible que así
actuara, él había nacido de la boca de Purusha, el origen del universo,
y se debía considerar, aunque nunca lo dijo, como se consideran o se
consideraban todos los brahmanes: “dioses en forma humana”.
Imagino que si él había nacido de la boca de Purusha, yo, pobre
bárbaro pampeano con pensamientos incestuosos, debo haber nacido
de alguna otra parte que él, naturalmente, no podía ni siquiera pensar.

La estada en Madrid era mi última escala antes de regresar a la


Argentina y eso me ponía en un estado de ánimo que mezclaba la
ansiedad con la euforia. Aún ignoraba que había nacido por un sitio
innombrable de Purusha y por tanto mi autoestima seguía elevada.
También ignoraba que algunos años después, víctima de la
intolerancia y la inmensa estupidez de la extrema derecha argentina,
recalaría durante un año en Madrid, con una familia a cuestas, en
procura de un trabajo que nunca encontré.
Si en el Madrid de Franco todo me pareció sombrío, en el luminoso
Madrid democrático, cuya intensidad vital me sedujo, comprendí que
la fiesta no era para todos. Los “sudacas” que nos colamos por la
ventana, no estábamos invitados y sufrimos el martirio del desempleo
acompañado por un diálogo kafkiano convertido casi en letanía:
- Si quiere trabajar precisa un permiso.
- Me lo puede explicar de nuevo.
- Muy simple, para tener un trabajo en España hay que tener un
permiso y para obtenerlo hay que tener un trabajo.
- Es decir que...
- Nada hombre, nada. Así de claro.
Y era realmente así de claro. Se trataba de un NO redondo envuelto en
palabras. Algunos mascullaban el galimatías creyendo que tantos
años de subdesarrollo sudamericano no les permitía comprender un
pensamiento tan refinado. No había nada que comprender.
Simplemente no estábamos invitados a la fiesta.

No confundiré jamás a ningún pueblo con su burocracia. El pueblo


español es el que me rebajó el alquiler del departamento sólo porque
tenía un pariente en Chile, ni siquiera en Argentina, el que me
prestaba su carro para hacer las compras, el que una noche en una
taberna madrileña me dijo:
- Hombre que mañana te vienes a Ronda conmigo.
- Mi familia llega en una semana, no puedo moverme, repliqué.
- Que sí hombre, que te vienes a Ronda que mi mujer quiere
conocerte.
- Pero si a ti te conozco hace apenas una hora cómo ella
puede querer conocerme, decía yo invocando argumentos que
no hacían mella en la lógica andaluza de mi flamante amigo.
- Verás que sí hombre, yo la conozco a ella y estoy seguro que
ella quiere conocerte. No me discutas.
Rendido ante evidencias invulnerables a los razonamientos que yo
consideraba normales, entraba gozoso a su lógica y brindaba por su
hermosa mujer, ya que si ella quería conocerme sin saber que yo
existía, era normal que yo supiese de su belleza y hasta de su talento
para el gazpacho. Y hasta de esa casa tan guapa que tenéis, agregaba
estimulado por el vino y considerando que al fin y al cabo todos
tenemos algo de gitanos.

La hora de la partida se acercaba y no podía concentrarme en otra cosa


que no fuera el regreso. Dormir me era casi imposible y el día
señalado estaba absolutamente agotado por la tensión.
Todo pareció muy rápido pues no había habido, felizmente, tiempo
para inaugurar nuevos afectos.
Me depositaron en el aeropuerto de Barajas y libre de la obligación de
fingir interés en otra cosa que no fuera mi regreso, deambulé absorto
como si estuviera a la espera de una señal, hasta que una voz en los
altoparlantes informó:
Aerolíneas Argentinas anuncia la salida de su vuelo 829 con destino
final la ciudad de Buenos Aires. En ese exacto instante Europa
desapareció. Se borraron repentinamente un año de proyectos y ocho
meses de conmovedoras vivencias. Sólo quería volver. No quería
volver, quería estar ya. Descubrí que nada me importaba más que mi
pequeña tribu, en mi pequeño terruño. Estaba mucho más conmovido
que en el momento de la partida hacia la gran aventura africana y
europea. No había espacio para otras reflexiones. Ahogado por la
emoción abordé el avión rogando a Dios, con quien mi relación era
esporádica, poco consistente y contaminada por las dudas, que no se
distrajese ni un instante pues ese vuelo de regreso lo había estado
esperando aún mucho antes de que supiera que iba a viajar.

VIII

El buey solo bien se lame. Es lo primero que pensé una vez instalado
en el vuelo 0142 de Aerolíneas Argentinas. La relación entre lo que
estaba sucediendo y la monótona vida de los bueyes no es muy clara.
Nunca he sido de lamerme mucho. Más bien poco y en privado. De
vez en cuando algún dedo con resabios de dulce de leche u otro dedo
después de haberlo paseado por anatomías ajenas y deseadas.
Pecadillos menores y sin estatus para aparecer en circunstancias tan
dramáticas como las que estaba viviendo.
Ahora, colgadito del cielo, a diez mil metros de altura, encerrado en
una cáscara de lata pintada con los colores de mi país, sentía que
todo había transcurrido en un lapso brevísimo. El viaje que fue
preparado al calor de espléndidas fantasías y que durante ocho meses
trastornó mi precaria visión del mundo, era, en este instante, un
insignificante recuerdo subordinado a la ansiedad por el retorno.
Los afectos raigales regresaban descomedidamente voraces
reclamando su parte. Durante el asombro provocado por los
descubrimientos supieron replegarse cautelosamente, ahora,
aprovechando la fragilidad del momento, reaparecían demandando,
con apetito feroz, toda mi atención. Necesitaba abrazarme a la tribu,
sumergirme en los códigos con los cuales crecí y sentir que ahora mis
palabras y mis acciones podían salir a la superficie sin pasar por
crueles aduanas interiores o, en todo caso, sólo debería someterme a
los viejos controles con las que mi propia cultura me había
domesticado.
La tormenta interior se agitaba, todo parecía comenzar de nuevo. La
inevitable evocación de Heráclito me devolvió a las horas disfrutadas
con Catherine. Nuestro Heráclito personal, senil y desmemoriado,
fue un ´clic´ que ancló en la tempestad como legítimo representante de
los ocho meses durante los cuales exploré, con dolor y gozo, mis
propios límites.
El whisky ensanchó la ventana abierta por Heráclito y hubo un
instante de euforia que hubiese querido compartir con la azafata si
ésta, en vez de atiborrarnos de alimentos y de sonrisas prefabricadas
se ocupase del alma del pasajero que es la que suele estar en vilo
durante un vuelo y para la cual no son necesarios cinturones de
seguridad, pero sí oídos y atención. Es lo menos que se puede pedir a
diez mil metros de altura, mientras a novecientos kilómetros por hora
se regresa a ese sucedáneo del perfecto útero que es la patria.
- Señorita su atención por favor – imaginé que le decía.
- Si señor es toda suya.
- Siéntese a mi lado – mi imaginación se ponía audaz.
- Ya sé, no me diga, le alegra volver, pero le entristece partir.
- ¿Siempre es así? - mi imaginación reclamaba consuelo.
- Siempre que uno ha comprometido sus sentimientos.
- Todo es muy confuso ahora.
- Todo se pondrá en su lugar. En su país usted vivía, sin
saberlo, en libertad condicional, luego experimentó la
libertad no condicionada de ser un desconocido.
- ¿Y ahora temo volver a la libertad condicional?
- Lo teme y lo desea –dijo la azafata ideal.
- Lo deseo, quiero mucho a mi gente.
- El afecto también limita – respondió cada vez más audaz.
- Depende – mi imaginación recordaba a mi madre y a
Catherine cuyos afectos arrastraban como locomotoras.
- En todo caso no se preocupe, es posible que en un par de
meses olvide el viaje y vuelva a disfrutar de la libertad
condicional. Todos lo hacen, al fin y al cabo pretender más es
cosa de jóvenes.
El vehemente “jamás” que iba a lanzar se chocó con la azafata real
que me entregó, a cambio de todas las confesiones que no escuchó,
una bandeja con prosciuto italiano, bife argentino y pan español. No
era el consuelo que buscaba, pero acompañada por un tinto Don
Valentín, tampoco era un consuelo despreciable.

La comida y el vino hicieron lenta y entrañable la rebelión de


emociones y recuerdos. El estar regresando inmovilizó la razón y
liberó al niño y al adolescente. De la penumbra a la que habían sido
consignados, retornaron luminosos los inmensos patios de la calle
Zeballos y pude sentir, como he sentido ahora mientras escribo, una
indestructible continuidad entre el niño que descubría, el adolescente
agitado por la desmesura de sus sentimientos, el joven desgarrado y
ansioso que retornaba hacia su libertad condicional y, en este instante,
el adulto conmovido por haber resucitado, al escribir, emociones que,
hasta ayer, sólo lograba verbalizar racionalmente como si se tratara de
objetos inertes expuestos en el museo de una vida que fue.
No es así, en algún lugar del cerebro, aislado y temido, cubierto de
telarañas, hay un prolijo anticomputador sentimental que todo lo
conserva y que toma, desde su destierro, puntual revancha por
nuestros olvidos.
Si una región del cerebro conserva intacto el pasado mediato, es lícito
preguntarse si no habrá otra región, de más difícil acceso, que sea el
nexo que nos devuelva los hilos ausentes que alimentan nuestro total
desamparo cósmico.

Los recuerdos, como procesión o jauría, creaban un mundo


turbulento donde ángeles y demonios se disputaban el derecho a
acompañar mi viaje. Arrinconado en esa extraña vigilia escenas del
pasado regresaban para modificarse a la luz de una conciencia cada
vez más abierta y menos permisiva. Recordaba y descubría.

Creo que Federico, mi hermano mayor, necesitaba sorprenderme. Una


mañana, jugando en la cama, me dijo: “mirá como me clavo la tijera”.
Y se la clavó despiadadamente en el muslo de su pierna derecha. La
sangre, los gritos de Albina y la cara de éxtasis de Fede no han
desaparecido. Más tarde me sorprendió presentando sucesivamente 18
novias oficiales, con sus respectivas familias, a mis desconcertados
padres. Cuando pensamos que era una más, se casó. De tanto creer
que, fiel a Heráclito, su gusto era la novedad y el cambio, llegué tarde
al festejo matrimonial.

Mis prolijas rondas por el espacio mágico de la vieja casa me


deparaban sorpresas como aquella mañana en la que descubrí, en la
mesa de noche de mis padres, un pequeño paquete cuadrado envuelto
en papel de celofán. Intenté, sin rasgarlo, averiguar qué contenía. Mis
inexpertos deditos descubrieron algo blando, me pareció un aro de
jebe e inmediatamente deduje que no era una de las tantas pastillas
para dormir que tomaba mi padre y que, por el contrario, se parecía a
las argollas que nos daban en los parques de diversiones para ensartar
los cuellos de las botellas y ganarnos así un premio. Mi madre, que
nunca huía de una pregunta, me explicó que se trataba de una suerte
de medicina destinada a evitar las sorpresas. Al menos eso fue lo que
comprendí. Lo que no comprendí y tampoco pregunté era porqué
había que evitar las sorpresas y de qué modo se usaba esa medicina.
Para mí las sorpresas, en ese tiempo, eran Papa Noel, los Reyes
Magos, los regalos imprevistos y lo que podía ocurrir en los
fantásticos viajes a la Estancia donde vivir entre caballos y perros era
mi máxima felicidad. En cuanto a su uso, sólo tenía como referente
empírico, de algo que no se tomaba por la boca, a los supositorios
Parke Davis Largos para Infantes que era lo que leía en su envase cada
vez que me torturaban con uno. Pero eso no era un supositorio, era
blando, tenía un agujero al medio, era sí, un evita sorpresas, mi madre
nunca se equivocaba, pero cómo y por dónde las evitaba siguió siendo
mi obsesivo enigma de muchas noches.
Las futuras experiencias con el condón no me desconcertarían como
este primer contacto pero sustituirían las dudas por una inenarrable
vergüenza. Decenas de veces, ya adolescente, he ingresado a una
farmacia con los nervios empapándome las manos y decenas de veces
he salido con una aspirina en el bolsillo, en lugar del condón que había
ido a comprar.
El día que me animé y con una voz que no me pertenecía solicité el
objeto deseado, sin mirar la cruz que presidía ungüentos y medicinas,
el farmacéutico, un católico cascarrabias, me espetó indignado: “aquí
no vendemos esas porquerías”.
“Libertad condicional” diría la azafata ideal del vuelo 0142.

Cada noche, ya acostado, preguntaba a mi madre en el cuarto


contiguo: “¿me moriré?”, “no Guillermito dormí tranquilo”, “¿soñaré
pesadillas?”, “no Guillermito”.
Luego, indómito, acurrucado y con la almohada entre las piernas, me
sumergía en aventuras fantásticas en las que el niño temeroso de la
muerte desafiaba peligros desmesurados. El certificado de eternidad
que mi madre renovaba diariamente era una garantía que me convertía
en el dueño absoluto de mis noches.

El Gordo, mi vecino y amigo entrañable, era víctima de una opresión


atroz por parte de sus padres: cada vez que salía tenía que pedir
permiso, tenía horarios para regresar y hasta lo regañaban cuando traía
malas notas. Un absurdo. Llegué a creer que eso era la esclavitud y
varias veces lo insté a rebelarse. Me decía que sí, que claro que se
rebelaría, pero sus ocho años de edad siempre se dejaban avasallar
por la prepotencia del tamaño. Mis ocho años, en cambio, tenían toda
la vida a su disposición. Anunciaba a mis padres, por cortesía, lo que
iba a hacer. La palabra permiso no se conocía. Cuando en las heladas
mañanas de julio yo salía apenas abrigado mi madre exclamaba:
¡“Que maravilla Guillermito que no tengas frío, yo estoy helada y vos
tan campante”! Por supuesto que ante un comentario tan sensato y
luego de recibir la cachetada gélida del exterior regresaba y me
abrigaba adecuadamente.
Libertad condicional pero con privilegios excepcionales, le hice notar
a la ilusoria azafata del vuelo 0142.

Con las comidas no había problemas, nací y creo que moriré omnívoro
y ansioso por los alimentos, pero mi hermano Federico siempre
encontraba pelos en la sopa y recitaba su letanía de “me gusta, no me
gusta; quiero, no quiero”, y mi madre, tan natural, sin alterarse jamás:
“No querés comer Federiquito, no comás”. Y a la noche igual y al día
siguiente Federiquito, a quien sentaban enfrente de mí por consejo
médico, inspirado en mi voracidad terminaba comiéndose hasta las
uñas.
Pero Federiquito se vengaba sobre su hermano menor diciéndome que
por haber nacido último iba a ser el último en morirme y que en
consecuencia me iba a quedar solo en la bola del mundo y que iba a
ser el único boludo. El boludo lo repetía varias veces hasta que yo,
angustiado ante perspectiva tan nefasta, gritaba: “Mami no quiero ser
el único boludo”. Y mi madre, sin dramas, sin siquiera reprender al
terrorista que azuzaba mi angustia, me acariciaba, se reía y era más
que suficiente. Yo sabía que jamás podría reír si algo grave me fuese a
ocurrir. Alguien que cada noche me daba un salvoconducto para
seguir viviendo nunca permitiría que yo fuese el único boludo.
Mi preocupación era la soledad, no la boludez. Esta me era
indiferente. Por esa época era para mí, no para Federico, un concepto
referido exclusivamente al globo terráqueo. Mi hermano gozaba con la
inocente interpretación y con los pedidos de auxilio.
Mi voracidad alimenticia tomaba revancha por mí y, sin pensarlo, ni
siquiera imaginarlo, lo obligaba a comer aún lo que más detestaba.
Libertad condicionada para ambos por mutua dependencia, aseguró
la azafata.

Más allá de eso vivimos muchos años pendientes el uno del otro con
más complicidades que peleas.
Una tarde decidimos organizar una pequeña fogata en la terraza. No
era lo más aconsejable, pero uno no puede jugar a los pieles rojas sin
prender una fogata. El fuego consumió un enorme depósito de
muebles inútiles que teníamos al aire libre y de pura timidez, o quizá
para obligarnos a hablar de un milagro, no incendió el resto de la casa.
Cuando llegaron mis padres, Albina los esperaba en la puerta dichosa
de poder dar una noticia tan mala, era parte de su personalidad gozar
esos momentos. “Chicos que locos, miren si se quemaban, que bueno
que no pasó nada”, fue la intervención de mi madre a quien mi padre
secundó con un “deben tener más cuidado”.
Luego de un examen en el lugar de los hechos mi madre opinó, para
horror de Albina, que en realidad habíamos hecho una excelente
limpieza y que todo estaba ahora mucho mejor.
Por la noche el incendio ya era parte del folclore familiar y, a pesar de
Albina, lo mencionábamos con mucho humor y sin pizca de
preocupación.
Libertad condicional, pero sin miedo, sin cárcel y sin represores,
sentenció la azafata.

Para pintar una habitación parte de la cristalería de la familia, más


otros objetos valiosos, fueron colocados sobre una mesa con una pata
suelta. El peso afirmaba la pata y no había de que preocuparse.
Mientras mi madre nos buscaba para almorzar, Juan Carlos, mi
hermano menor, luchaba a brazo partido con la pata que, desde su
punto de vista, debía salir como salía siempre. Y salió. La cristalería
estalló sobre el patio. Se hizo un gran silencio y mi madre dijo:
“Vamos a almorzar, que se enfría, después recogemos todo.” La
libertad condicional sin miedo a las represalias y con protección
garantida es lo más cercano a una bendición.

María Luisa, nuestra vecinita de cinco años y cuyos mocos esparcidos


por todo el rostro eran parte de los comentarios familiares, fue el
primero de los caso de meningitis de una vasta epidemia que asoló
Rosario. Murió en menos de tres horas. Esa misma mañana, con
bolsitas de alcanfor colgando de nuestro cuello y mientras Albina
enfrentaba la desgracia refregando los patios con creolina, partimos a
la casa de mi abuela. De allí a la Estancia. El campo en pleno mes de
julio, en lugar de la escuela, era una bendición. Fue el invierno más
feliz de mi vida. Eran varias familias amigas. El aislamiento y la
necesidad de huir de la angustia que provocaba la epidemia, creó una
convivencia festiva donde los niños tenían todos los privilegios,
incluso el de salir a caballo a horas inusuales, vivir vestidos de
gauchos o jugar hasta que el sueño nos vencía. Lo único que no
podíamos hacer era quitarnos las bolsitas de alcanfor, pero no
importaba, eran ya parte de nuestra anatomía y estábamos más
convencidos que nuestros propios padres sobre su poder mágico para
exorcizar al perverso bichito de la meningitis. Esas vacaciones
regaladas por la catástrofe sólo duraron dos meses y durante ese
tiempo la sola idea de regresar a la ciudad me producía una angustia
incontrolable. En el campo era un pez en el río, en la ciudad un
pequeño animal de zoológico.

La meningitis de la vecina fue mi segundo contacto con la proximidad


de la muerte. En el primero fui figura estelar y actor exclusivo. Todo
comenzó una mañana en la casa campestre de mis tíos Lilia y Pepe
que no tenían hijos y manifestaban una especial debilidad por mí. Era
una fiesta pues mi tía Lilia fue la primera en tener licuadora de toda la
familia, una Turmix de acero reluciente que parecía una nave espacial
de la que surgían unos licuados de banana con leche que hubiesen
modificado, según mi punto de vista, el carácter destructivo del mismo
Hitler. No dudaba, quién podía resistirse a esos licuados de la tía
Lilia. Mi tío Pepe no sabía usar la licuadora pero conversaba conmigo,
que tenía cinco años, como si fuese un adulto. Disfrutaba
enormemente con mis ocurrencias pero nunca supe, para poder
envanecerme, de que ocurrencias se trataban. Esa mañana me contó
que se sentía muy mal pero que él sabía de un lugar “donde voy a
estar fenómeno, Guillermito, fenómeno, pero no quiero ir y por ahora
no voy a ir.”
Estos caprichos de los adultos me desconcertaban, había que tener un
poco de paciencia. Recuerdo con claridad que traté de hacerlo entrar
en razón: que por qué no iba, que no fuera sonso, que fuera, que la tía
Lilia iba a estar contenta, que yo la podía acompañar para que no se
sintiera sola y muchos otros argumentos que en mi cabecita sonaban
como categóricos e inapelables. El licuado de banana con leche y la
Turmix funcionando sólo para mí era un aliciente suplementario para
insistirle al tío Pepe sobre la necesidad de ir a ese lugar donde se iba a
sentir fenómeno. No sabía mi tío con quién se había metido, a esa
edad dejar una discusión por la mitad me parecía inconcebible. Era
como interrumpir un partido de fútbol o comer sin postre. ¿A quién se
le puede ocurrir una cosa así? El pobre tío Pepe me subestimó. Creyó
que podía decirme a mí lo que le ocultaba a los demás sin que yo me
diera cuenta. Nada de eso, me convertí en una pulga en la oreja hasta
que lo obligué a confesar y, por causa de esa confesión, recuerdo
exactamente todo y en particular cuando me dijo que el lugar en el que
se iba a sentir fenómeno…. “es el cementerio, Guillermito, el
cementerio, pero no me quiero morir.” Lo abracé y le prometí que no
se iba a morir. Si mi madre conjuraba todas las noches mi muerte, por
qué no podía conjurar yo, en ese luminoso mediodía y con licuados
aguardándome, la muerte del tío Pepe. Le prometí que no le diría
nada a la tía Lilia y recuperados nos fuimos almorzar esperando, creo
que yo más que él, las sorpresas que nos iba a deparar la Turmix ese
día.
Pero la jornada de licuados y confesiones aún no había terminado. En
realidad, a pesar de haber conducido casi hasta el cementerio a mi tío
Pepe y haber ingerido varios licuados, aún no había comenzado. Hacia
las cuatro de la tarde me atacaron unos feroces dolores en la espalda,
una hora después tenía cuarenta grados de fiebre, a las seis de la tarde
estaba de regreso en mi casa y a las siete el doctor Siquot había
diagnosticado bronco pulmonía. A las ocho comenzó el desfile de
abuelos y tíos frente a mi cama. Todos parecían muy abatidos pero en
ningún momento relacioné sus caras con mi enfermedad. Además
seguro que esa noche mi madre me extendería de nuevo el certificado
diario de inmortalidad. Era 1945, acababa de terminar la Segunda
Guerra Mundial y dos años atrás Alejandro Flemming, a quien le debo
la vida, había descubierto la penicilina. La inyección me la pusieron
en la pierna y creo que era una de las primeras experiencias, sino la
primera, del doctor Siquot con este antibiótico. No parecía muy
tranquilo y acompañó toda mi gozosa convalecencia como si hubiese
sido un familiar. Fue en realidad un tiempo de privilegios, más aún de
los que ya tenía. Mis deseos se satisfacían al instante: libros de
cuentos, revistas, figuritas, el aparato de radio al lado de la cama,
comidas especiales y una tarde, como coronación de tanta dedicación,
la tía Chocha, mi madrina, hizo venir un joyero con una muestra de
relojes para que yo eligiera el que más me gustara. Elegí un Lanco,
cuadrado y color marrón que fue el mejor reloj que tuve en mi vida.
Mis recuerdos de la bronco pulmonía son el dolor inicial, el traslado
y más tarde la gloria de comprobar que realmente era el centro del
universo. No tenía dudas, pero el reconocimiento permanente de los
otros era una fiesta de nunca acabar. Fue un tiempo maravilloso,
dentro de otro tiempo maravilloso.
Ahí, mi querida azafata ideal, mi libertad era la libertad de mi
imaginación. Todos vivían en función de mí, la libertad condicional
era la de ellos. Vivía en el centro de un mundo que me protegía pero
no me ahogaba. Que me amaba, pero no me exigía.

Si la bronco pulmonía fue una fiesta, la apendicitis de Federico fue un


drama. Cuando mi madre me contó que “a Fede hay que hacerle un
tajito arriba de la pierna y por eso se va ir unos días al Sanatorio”,
comencé un llanto silencioso que se agravaba cada vez que espiaba a
mi hermano por una rendija de la puerta. De tanto en tanto me hacía
de coraje y atravesaba la habitación simulando jugar. La cama de
Federico, hasta hace unos minutos territorio de juego, se transformó,
repentinamente, en una suerte de altar de sacrificios al que me
aterrorizaba acercarme y desde el cual mi hermano partiría hacia un
destino que no podía dibujar en mi mente. Ignoraba cómo estaba
gozando Federico por haberse transformado, ahora él, en el centro
absoluto del universo. La radio, las revistas, los libros, todos los
placeres de esta vida rodeándolo así lo atestiguaban. Tampoco
imaginaba que iba a sacar amplio partido de su operación exhibiendo,
a todos cuantos lo quisiesen ver, su terrible herida y su glorioso
apéndice en formol. Un trofeo de guerra como ese no era cualquier
cosa. Ya hubiera querido yo, centro natural del universo, poder lucir
un atributo de mis entrañas como el que Federico mostraba para
envidia de los chicos y, creo, no lo puedo confirmar, asco de los
adultos. Era como un amasijo de diez chicles masticados juntos y
cuidadosamente estirados. Una verdadera maravilla.

Hubo dolores que escaparon en su momento a mi sensibilidad. El de


Albina, por ejemplo, el día que murió Eva Perón. A las 8.25 de la
noche, del 26 de julio de 1952, la radio anunció “el paso a la
inmortalidad de María Eva Duarte de Perón”. Yo estaba junto a mi
padre, un furibundo antiperonista que, al escuchar la noticia, se
incorporó como si hubiese ganado la lotería y gritó, mientras corría
por toda la casa: “por fin murió la víbora”, “por fin murió la víbora”.
Mi madre sólo sonrió discretamente y siguió con sus ocupaciones.
Albina se encerró en su cuarto, donde una foto de Perón y Evita,
desafiaba las convicciones de sus empleadores. Los infaltables bifes a
la plancha quedaron a nuestro cargo mientras mi padre brindaba y
Albina, aislada y muda, iniciaba una de sus más prolongadas etapas
de rabia e indiferencia.
Veinte años después, bajo la enésima dictadura militar, el grupo
Montoneros juzgó y mató al General Aramburu, otrora uno de los
líderes en el derrocamiento de Perón y por lo tanto ídolo de mi padre.
El tono de las amenazas militares por la televisión fue tan dramático
que, uno de mis amigos, comentó: “mirá como se ponen cuando tocan
a uno de ellos”. Mi padre se indignó tanto por este comentario que, a
pesar de estar en su casa, se fue y no regresó hasta medianoche, con
tan mala suerte que la primera persona con la que se cruzó fue Albina.
“¿Se da cuenta que irrespetuosos son estos muchachos?”, le dijo
esperando recoger adhesiones a su indignación. La respuesta de
Albina fue lapidaria: “¿Se acuerda señor cuando murió Evita, a usted
tampoco le importaron mis sentimientos?” El cuchillo afilado
cuidadosamente durante veinte años finalmente había destripado al
autor de la ofensa.

De todos los recuerdos que brotaban durante el vuelo 0142 de


Aerolíneas Argentinas el que más se aferró al olvido fue el de aquella
noche, víspera de un partido matinal de fútbol, en la que con apenas
siete u ocho años decidí evitar que mi padre se matara.
Es el único cono de sombras de una infancia sin tormentos.
Mi padre acababa de tener algo que él llamaba “ataque al hígado” y
por cuarta vez en el mes había caído en la desesperación de sus
dolores. Mi tío Atilio, el médico de la familia, le había recetado una
ampollas de Spalmalgine que mi padre se aplicaba él solo luego de
pedirnos que le hirviéramos las jeringas. Esa noche, sin embargo, mi
madre le dijo, creyéndonos dormidos y con un tono autoritario que
jamás le había escuchado:
- Se acabaron las inyecciones, no te ponés una inyección más.
Esas palabras en boca de Amandita eran un terremoto.
- Me muero de dolor- replicó con voz afligida mi viejo.
- Te lo aguantás- dijo una Amandita severa e irreconocible.
- No puedo – adiviné que mi padre estaba llorando
- ¿Pero no te das cuenta que te estás matando?, el Spalmalgine
tiene morfina, te vas a volver un morfinómano.
- Bueno voy a hundir esta basura que soy- dijo mi padre usando
un lenguaje dramático heredado de mi abuela que solía
morirse una vez al mes.
- Si te vas cuando vuelvas ni yo ni los chicos vamos a estar
aquí- dijo Amandita dando por sentado que la amenaza
histriónica de mi viejo era el punto final de su verdadero
propósito.

Luego silencio y yo, el súper enclenque, listo para saltar de la cama e


impedir que mi padre se vaya. No pasó nada. El Spalmalgine fue
expulsado y los “ataques al hígado” se fueron espaciando hasta que
desaparecieron definitivamente. Conciente de mis responsabilidades
como testigo de la tragedia, a la mañana siguiente, para sorpresa de
mi madre que parecía fresca y calma como siempre, no fui a jugar al
fútbol. Solo un niño de mi edad que ame jugar a la pelota podrá
comprender la magnitud de mi sacrificio. Con mi madre he hablado de
todos los temas imaginables menos de esta noche oscura que fue una
tragedia para mí pero que jamás se evidenció en las amorosas
relaciones que durante cuarenta años más mantuvieron mis padres.

La tendencia melodramática de mi abuela se prolongó en mi padre.


Ella tenía su propia muerte como tema predilecto. Por eso el día que
anunció, en la gran tallarinada familiar de los domingos, que el año
próximo viajaría a Europa, todos sabíamos que se trataba de una
nueva estratagema para hablarnos de su pronto fallecimiento.
Mi tía Haydee, siempre oportuna, le replicó sin dilaciones:
- ¿Pero mamá, sabés lo caro que va a resultar pasear el ataúd
por toda Europa?
- Me conformo con regresar al Piemonte, a Cuneo, replicó feliz
por la mención del ataúd.
- Aún así mamá, va a salir carísimo.
Ahora la sonrisa de mi abuela era total. Paladeaba, junto con los
tallarines que había amasado por la mañana, el gusto de una nueva
victoria sobre la incredulidad familiar.
Como no podía ser de otro modo mi abuela finalmente cumplió su
palabra y murió. Con quince años de retraso, pero cumplió.
Este juego obligó a la familia a protegerse tras un oxigenante humor
negro que algunos despistados calificaban como sadismo.
El tema no se agotó con la muerte de mi abuela, mi padre recogió las
banderas y decidió que el próximo era él. Tanta era su convicción que
cada vez que alguien sin sensibilidad le respondía: “Vamos Don
Lorenzo, si usted nos va a enterrar a todos”, él se indignaba y
simulando indiferencia hacia el tema cambiaba de conversación.
Tampoco entendía muy bien cómo había gente que podía morirse
antes que él. Mirá –decía- se murió Fulano, ¿quién iba a decir que se
iba a morir antes que yo?”
Dos o tres veces, siendo niños, nos convocó alrededor de su cama
para despedirse. No guardo un mal recuerdo de esas despedidas pues
mi madre nos guiñaba el ojo y sabíamos que sólo se trataba de un
juego en el que él jugaba a morirse y nosotros, todos de un humor
inmejorable, a asistir a los prolegómenos de su muerte.
Las frases de mi madre, dichas en tono de susurro, se repetían cada
ocasión: “no le hagan caso, no tiene nada, quiere que le presten
atención, mañana va a estar bien”.
Más allá de lo heredado de nuestra abuela, su madre, había otros
justificativos para esta conducta. De joven había padecido tuberculosis
y cuando se casó, mi tío Atilio, el médico, sí, el mismo que le
recomendaba Spalmalgine, le dijo a mi madre con una solemnidad en
la que ese bondadoso y querido tío era maestro y con el tono
histriónico que los Giacosa se trajeron del Piemonte: “Quiero que
sepas, Amandita, que Lorenzo no va a vivir más allá de los treinta
años”. Así como le recomendó Spalmalgine es posible que esto mismo
se lo haya dicho a mi padre.
Murió a los 72 y la noche posterior a su entierro recuerdo haberle
dicho a mi madre: “Vieja no te podés quejar, te duró 42 años más de
lo previsto”. Nunca me quejo, respondió Amandita que realmente
nunca se quejaba y volvió a sumergirse en un interminable coloquio
lúdico amoroso con sus nietos.

Ni el viaje, ni mis recuerdos habían llegado a la mitad. El viaje, con


hoja de ruta y horarios, era más previsible que mis recuerdos que
llegaban desordenados y partían porque otro reclamaba su lugar.
Catherine no logró bloquear, más allá de la línea ecuatorial, los
amores adolescentes.

La calle España era una de las pocas que aún conservaba árboles en el
centro de Rosario. Por allí fuimos esa noche con Marisa, ella catorce
años, yo quince. Yo la había sometido, mientras bailábamos y podía
hacerlo sin que me viera la cara, a la formula ritual de la época, sin la
cual ninguna relación podía iniciarse:
- ¿Te querés arreglar conmigo?
- Sí.
Estábamos arreglados, era fantástico, Marisa era la más linda, un poco
bajita, pero la más linda. Pasé semanas reuniendo fuerzas para sacar
de mi interior ese “Te querés arreglar conmigo”. Lo tuve en la punta
de la lengua cien veces pero no había caso, no salía. Salió solo, sin
que me diera cuenta estaba diciendo “te querés arreglar conmigo” y
ella, sí, sólo sí. Tan simple y ya estábamos arreglados.
Y arreglados volvimos por la calle España y arreglados nos paramos
bajo un árbol y arreglados nos dimos un beso que desató en mí interior
un torrente de lava que desarregló todo el mundo construido hasta
entonces. Me arreglé con Marisa pero me desarreglé con el resto.
Había que empezar todo de nuevo en la condición de arreglado con
Marisa.
Me sentía Goldmundo, el héroe de Hermann Hesse que abandona el
convento y encuentra la verdad en el dolor y en el pecado. Ese beso
bajo lo árboles de la calle España tenía el sabor de todos los pecados
juntos de Goldmundo y la gloria de permitirme estrenar una vida
nueva. Si con Hesse ingresé a un universo de libertad, con Marisa
comencé a intuir los goces que me estaban reservados.
Esa noche incomparable terminé en casa de mi amigo Héctor
consultándole sobre el contenido moral de ese paso terrible que
acababa de dar. Me absolvió a condición que nunca engañara a Marisa
y la tratara con el mayor de los respetos.
El romance duró un año y acumulamos muchísimas horas de caricias
y deseos frustrados por una cultura de la represión que ambos
habíamos interiorizado con igual prolijidad.
Eso sí era libertad condicional disfrazada de libertad total. Nadie nos
vigilaba. Nosotros nos vigilábamos. El guardián estaba adentro. La
confianza que nuestros padres tenían en nosotros era un compromiso
adicional imposible de quebrar sin quebrase uno.

Héctor tenía mi edad pero era un moralista nato. Cuando fuimos a la


ciudad de Paraná para festejar el fin de nuestro bachillerato llegamos
los cuarenta compañeros gritando: “Pasarela Pasarela, Nacional a toda
vela”. Pasarela era el nombre del prestigioso prostíbulo local y
Nacional el nombre de nuestro colegio.
A toda vela pensábamos llegar a la Pasarela para dejar bien sentados
los pergaminos viriles de Rosario. La experiencia fue bochornosa, la
Pasarela envió tres prostitutas a nuestro alojamiento y, colegí, a pesar
de mi inexperiencia, que no eran las mejores. Pocos dientes y tetas
caídas eran el común denominador de estas ninfas que habían
habitado, antes de conocerlas, nuestros sueños y fantasías. Algunos
siguieron operando con la imaginación, otros, más materialistas,
sentimos que la realidad nos oprimía. No obstante se decidió lanzar
una colchoneta al suelo y allí los más audaces y soñadores
comenzaron la faena. Coqui, cuyo padre jamás le hubiese perdonado
este comportamiento y temeroso de que una enfermedad lo delatara,
se echó alcohol puro sobre el pene luego de su experiencia amatoria.
Su imagen, corriendo desnudo por los largos pasillos desiertos y
gritando como un marrano que está siendo degollado, me acompaña
desde entonces.
Unos quince de nosotros espantados por la realidad y liderados por
Héctor, que lanzó una arenga moral anticuada pero eficiente,
renunciamos a participar y nos fuimos a una fiesta con las niñas
“bien” de Paraná. El ómnibus regresó a buscarnos con los 25
fornicadores y las tres prostitutas a bordo. El enfrentamiento entre la
“virtud” y el “pecado” provocó una patética escena en la que un
compañero acaramelado con una prostituta se enfrentó a Héctor que
gritaba a voz en cuello: “que se bajen estas putas”. Las damas,
habituadas a estos tratos, prefirieron descender no sin antes despedir
cortésmente a los fornicadores con el apelativo de “amorcitos” y a
nosotros con el menos honroso de “pajeros”.
Este sí, querida azafata, es un caso patético de libertad condicional.
Dependía de cada uno tener o no sexo pero la decisión operaba más
en nuestro temor a la punición del grupo que en impulsos sexuales
auténticos. Optamos por hacer lo que realmente queríamos porque
parte del grupo así lo hizo. Una decisión individual hubiese sido casi
imposible. Los demás machos del grupo estaban evaluando, con una
obsesión inscripta en sus genes, nada menos que tu comportamiento
reproductor.

Después de Marisa, vinieron Ana María, Elvira, Nené y un gran


fracaso, la inconquistable Poupée, que era más baja aún que Marisa
pero tenía unos inmensos ojos azules. Simultáneamente amaba en
secreto a Doris Day lo que bastaría para probar todas las teorías sobre
la ceguera del amor. La imaginaba cantando “Tea for two”
exclusivamente para mí y sentándose en el borde de mi cama. No
tenía fantasías sexuales con ella, creo que nunca nadie pudo tener
fantasías sexuales con Doris Day. Sólo me fascinaba.
A los dieciocho años apareció Clide y ese fue mi primer romance a
caballo. Sentí que eclipsaba al mismísimo Goldmundo quien jamás
pudo ni siquiera imaginar un amor en la vastedad de la pampa.
A sesenta kilómetros de Rosario instalamos un criadero de aves en el
que yo encontré el pretexto perfecto para reanudar mi romance con las
soledades del campo. Era una vieja estancia que aún conservaba un
mirador para anticipar los posibles ataques de malones indígenas.
Pasaba allí la mitad de la semana y por las tardes visitaba a caballo la
población más cercana. Clide despachaba en un pequeña tienda y entre
qué hora es y qué lindo es tu caballo hicimos una amistad que la
picardía de cambiar el caballo por un sulky con capota1 me permitió
transformar las palabras accidentales en un delicioso idilio campestre.
- ¿Cómo no viniste a caballo?
- Preferí el sulky, tengo que llevar unos encargos.
- Ese es el sulky de la Estancia, de chiquita me moría porque me
invitaran a pasear.
- Ya no sos tan chiquita pero podemos dar un paseo.
Así de sencillo fue el inicio de este romance campestre que me costó
una pelea con mi socio que sostenía infantilmente “yo la vi primero”.
Y yo: “no hay que confiar en la vista, Jorge”. Y él: “andá a la mierda”.
En realidad yo pasaba mucho más tiempo que él en la Estancia y Clide
evaluó adecuadamente esta ventaja.
No es el sulky el medio de transporte ideal para materializar un
romance, tampoco es el peor. Su desventaja radica en la posibilidad
que tiene el caballo de interrumpir la más bella frase amorosa o el
beso más profundo, con un clamoroso pedo, como realmente ocurrió
más de una vez. Además en el sulky el anca del animal esta a poco
más de un metro de los sentidos humanos y como los caballos tienen
la ventaja de defecar trotando era normal que su verde e inodora
(gracias a Dios) boñiga, cargara de simbolismos escatológicos los
duelos amorosos a los que nos entregábamos.
Descubrimos que todo debía ser hecho en movimiento pues los
poblados pequeños tienen mil ojos y cualquier detención del vehículo
podía dañar, aún más, la reputación de mi silvestre enamorada.
Con el cierre del criadero de aves se clausuró el romance por la
dificultad para vernos y por la falta de sulky”.

1
Vehículo de dos ruedas tirado por un caballo muy común en las zonas rurales de Argentina
Aquí sí el control social operaba de manera siniestra. En las
comunidades donde todos se conocen cara a cara la seguridad
reemplaza la libertad y cada uno es esclavo del papel que se le ha
asignado.

Mientras estudiaba Ciencias Políticas y Diplomacia decidí seguir un


curso de Técnico Avicultor como forma de vincularme a la vida del
campo. Lo logré con mi primer criadero de aves y toqué el cielo
cuando me ofrecieron organizar el segundo a sólo a treinta kilómetros
de Rosario.
La experiencia duró sólo siete meses pero ni el inicio, ni el dramático
final, ni cada uno de los días transcurridos dejó de tener algo que ver
con el resto de mi vida. Hasta hoy sigo atando cabos tratando de
comprender cómo y por qué pasó lo que pasó.
El propietario me nombró socio industrial y su secreto deseo era
lograr que un hijo suyo, aparentemente abúlico y ajeno a toda
preocupación práctica, tuviera una experiencia real de trabajo.
José Luis tenía mi edad, era inteligente, cálido y transparente. No tenía
nada que ver con la descripción de su padre. En menos de tres días de
convivencia en un gélido galpón en medio del campo, nos
transformamos en los mejores amigos del mundo.
Yo había llegado a esa suerte de destierro feliz con Simonne de
Beauvoir, Hermann Hesse, Ranbindranath Tagore, Azorín, Pío Baroja,
Homero y no sé cuántos libros más.
José Luis se fue acercando a ellos con una curiosidad que se
transformó en pasión y desde el atardecer a medianoche, a la luz de un
farol de kerosene, leíamos, discutíamos, nos emocionábamos.
Simonne de Beauvoir nos pobló de angustias, Hesse nos devolvió la
esperanza, Homero atizó la imaginación, Tagore nos estimuló a gozar
por la primera gota de rocío, por la última luz del día y por la
oscuridad de la noche. Estábamos vivos y eufóricos.
Trabajábamos desde el amanecer sin descanso, hacíamos nuestra
comida y todo en nuestro derredor parecía impregnado por la magia
de esos sentimientos desbordados.
Convivíamos con Mireya, la perra, Ganzúa, la gata, Silja, la yegua y
Evelyne, la chancha. A cualquier sitio al que nos dirigiéramos juntos,
los animales, salvo la pobre Evelyne que estaba encerrada, venían con
nosotros. Si salíamos nos esperaban a la entrada del campo. Cuando
almorzábamos Silja nos miraba desde la ventana.
Volver a la ciudad era un martirio. En uno de esos regresos mi madre
me propuso presentarme a una beca para estudiar Educación de
Adultos en Puerto Rico. Respondí que me sentía demasiado feliz
como para abandonar esta aventura. Era mucho más que criar aves.
Amandita, respetuosa hasta el delirio de las decisiones de su hijos,
dio, muy a pesar suyo según lo supe mucho tiempo después, por
válidos mis argumentos y no volvió a mencionar el tema.
Cuando ingresábamos al séptimo mes José Luis, luego de una reunión
con su padre, me anunció que éste por razones que nunca comprendí,
había decidido cerrar el criadero.
El mundo no se me hizo añicos, simplemente desapareció. No estaba
preparado para un golpe así. Tardé mucho en recuperarme. La única
respuesta que consideré sensata por todo lo que ocurriría después me
la dio, ¿accidentalmente?, Arthur Koestler en uno de sus libros: “El
enemigo es la mano de Dios que te está guiando”. Aunque poco afecto
a las explicaciones mágicas esa afirmación de Koestler ayudó a que
me sostuviera.
Cuando llegué a mi casa después del drama habían transcurrido varios
días para dejar las cosas en orden. Sólo José Luis, su padre y yo
sabíamos lo que estaba pasando.
Le conté todo a mi madre. Esta, antes de decir nada me pidió que
llamara a Albina. “Albina, cuéntele su sueño, por favor”. Y Albina
relató con pelos y señales todo lo que había ocurrido en mi pequeño
paraíso perdido desde el momento en que me anunciaron su cierre.
El día posterior a la tragedia mi tía Nenina que me quería mucho pero
que jamás había preguntado específicamente por mí en los últimos
seis meses llamó a mi madre muy preocupada: “Amandita ¿qué pasa
con Guillermo, por qué está tan mal?”. “Nada que yo sepa”, respondió
con un inicio de angustia que no la abandonó hasta que yo llegué con
las noticias.
Dos días después mi madre, con una carta en la mano, me dice:
“Guillermito hay una beca para un sudamericano para estudiar el
sistema de Naciones Unidas, ¿te querés presentar?”
Terminé de almorzar y llamé a Chelita, mi queridísima prima y
compinche:
- Chela me voy en marzo del año que viene a Africa y Europa.
- ¿Te ganaste una beca?
- No, todavía no, pero la voy a ganar. Es seguro.
- ¿Tenés algún contacto especial?
- No, no conozco a nadie, pero la voy a ganar.
A partir de ese momento, sin una sombra de duda, comencé a estudiar
francés y me preparé para el viaje. Cuando, seis meses después, llegó
la carta que anunciaba el otorgamiento de la beca por parte de la
UNESCO, sólo tuve que cerrar las valijas y disponerme a partir.
Ese viaje, que ahora estaba concluyendo, cambiaría mi vida. Si el
anuncio de la beca que lo posibilitó hubiese llegado unos pocos días
antes, yo hubiese optado seguramente y por segunda vez, por
permanecer en mi pequeño paraíso.
Me complacía pensar, mientras elaboraba el duelo de la pérdida y
comenzaba a construir nuevas fantasías, que el enemigo había sido la
mano de Dios.

IX

“La tía Martha no pudo venir pero te manda un beso”, dijo mi madre
en medio del barullo y la algarabía con que veinte familiares y amigos
festejaban el reencuentro. El baño tribal era prodigioso. Una mirada,
un gesto, eran más que un discurso. Todos me encontraban más
gordo, más flaco, más pálido, más bronceado, más maduro, más viejo,
más juvenil. Todos me encontraban algo que tenía que ver con lo que
yo, como cualquier otro ser humano, significaba para cada uno de
ellos. Pensé, en medio de esa fiesta de los afectos improvisada en el
aeropuerto: “Para cada uno soy una persona distinta”. Me alegró que
fuera así porque así era y antes no lo sabía.
En Sunchales, la vieja estación de trenes de Rosario, el baño tribal se
repitió con amigos y desconocidos. Me comprometí con UNESCO a
gestar un movimiento de jóvenes pro Naciones Unidas y algunos de
los presentes eran parte de la incipiente organización. Mis cartas
circularon más de lo previsto y muchos ya estaban manos a la obra.
No imaginé, la mañana de mi arribo, que lo que allí comenzaba
marcaría, para bien y para mal, la vida de gran número de personas.
Trece años después de ese día iniciaríamos nuestra diáspora
enaltecidos por el recuerdo de horas de extraordinaria plenitud
humana y atosigados por la incapacidad de la sociedad argentina para
resolver, sin violencia y destrucción, los conflictos que la paralizaban.
Todo comenzó como un juego cuyas reglas fuimos aprendiendo de la
propia realidad. Ningún problema se resolvía como nosotros creíamos.
Las fórmulas importadas de Europa parecían destinadas a normar las
vicisitudes de un juego de salón y no a responder a las necesidades de
una sociedad dividida e injusta. Buscar respuestas en la realidad no
transporta al mejor de los mundos. Destruye ingenuidades y utopías y
puede conducir a la desesperanza.
Faltaba aún mucho tiempo para eso, ahora todos querían escuchar
sobre Europa y poner en práctica experiencias de trabajo social como
las relatadas en mis cartas. También querían, cuando sólo quedábamos
varones, saber si todas las francesas eran putas, si era verdad que los
latinos despertábamos pasiones sexuales incontrolables, si me había
acostado con una negra, si era cierto que las europeas no se depilan, si
el olor a sobaco de esas minas 2 era insoportable, si se bañaban todos
los días, si, como le había pasado a un NN que nunca era posible
identificar, te “la agarraban” delante del marido porque a éste le
gustaba mirar, si me la habían “agarrado” en la calle o en el metro, si
se veían parejas de maricones sueltas por ahí, si había tiendas porno, si
había streap- tease callejero, si las tetas de las italianas eran como las
de las películas, si, si, si, si, interminables, casi todos envueltos en
forma de afirmación que busca ser confirmada.
Catherine hubiese sucumbido ante tal avalancha de prejuicios. La
noche en Saint Germain de Pres, cuando me avergonzó por mi idiota
apreciación de un hombre con pelo largo, regresaba cada vez que
salían estos temas.
A ellos se agregaban otras convicciones no ligadas al sexo pero
igualmente insensatas: “Te acepto lo que quieras pero no jodas en
ningún lugar se come como en la Argentina”; “Las minas de este país

2
Mujer, muchacha
son las más lindas del mundo”; “Dónde vas a comer carne como acá”;
“En ninguna parte se vive como aquí”; “Los europeos son unos
degenerados”; “Europa está muerta”; “Somos el granero del mundo”
La distancia me había abierto los oídos y tuve la sensación de
escuchar estos argumentos por primera vez en mi vida. Me llevó
tiempo comprender que son los argumentos propios de la tribu. La
seguridad tribal se refuerza con estas afirmaciones que valorizan lo
autóctono y desvalorizan lo foráneo. Sucede, incluso, en sociedades
desarrolladas como la francesa donde el grupo de carlomagnistas
ponía a Francia en la cima del mundo, o en España donde me hablaron
del “genio de la raza” u otras irracionalidades que, magnificadas,
producen fenómenos tan trágicos como el nazismo. La idea de
superioridad racial, que carece de sustento científico, pareciera ser
parte de los comportamientos destinados a asegurar la supervivencia.
Afirmaciones en apariencia inocentes como “es una bendición haber
nacido en este país” o “como mi tierra no hay”, esconden el germen de
un peligroso y limitante localismo.
La defensa irracional de lo propio abarca todos los campos y muy
específicamente los más elementales como la alimentación.

- No vas a comparar la carne con otra comida – Afirmaba en


nombre de las grandes mayorías carnívoras un eventual
interlocutor.
- Vos te criaste comiendo carne, tu gusto y tu organismo están
habituados a la carne, por eso te parece lo mejor, quienes se
criaron comiendo arroz piensan del arroz lo mismo que vos
pensás de la carne.- le respondía con calma y tratando de que
mi gusto por el bife chorizo y el asado de tira no interfiriera en
mi razonamiento.
- Pero no es lo mismo, no vas a comparar las proteínas de la
carne con el arroz.- insistía mi interlocutor dispuesto a morir
por la patria.
- Más allá de las proteínas importa el valor que cada pueblo le
atribuye al alimento que consume, –insistí pedagógico.
- Pero la carne tiene un valor objetivo superior- clamó el
patriota.
- Sí, pero la carne produce enfermedades que el arroz no
produce. En todo puedes encontrar beneficios y desventajas.
- La carne es la carne, concluyó tautológico.
- Ahora me convenciste, en eso estoy de acuerdo, y si es así el
arroz es el arroz, luego para vos es buena la carne y para otros
el arroz, eso no hace que una cultura sea mejor que otra.
Diálogos rudimentarios como este se sucedían a diario con los más
jóvenes y con los menos abiertos y por supuesto, siempre que
comíamos juntos, pedían a gritos un plato de arroz para mí: “El señor
sólo come arroz, es un chino disfrazado”.
Para desgracia de mis argumentos llegó un becario de la India que,
transitoriamente, reforzó sus prejuicios. Era un joven abogado de un
metro 55 de estatura, color aceituna y dueño de una incomparable
simpatía. El primer día en casa de mis padres le ofrecimos un
espléndido plato de verduras mientras al resto de la familia nos
servían los infaltables bifes.
- ¿Cómo no hay bife para mí? – preguntó asombrado por tanta
descortesía.
- Pero tú eres hindú, tú no comes carne, las vacas son sagradas –
dije pausadamente.
- Sagradas son las vacas de la India, las de la Argentina son
riquísimas – replicó contundente y herético el pequeño
picapleitos oriental.

Otro becario anterior, que también se alojó en mi casa, provenía de Sri


Lanka, se llamaba Mahipala Banda Adikaram y él sí supo guardar sus
tradiciones vegetarianas. Era budista y solía envolverse en un manto
anaranjado para meditar. Todos los días a determinada hora se
encerraba en mi habitación para realizar sus ejercicios espirituales.
Nadie le importunaba y la familia se había habituado tanto a esta
rutina que cuando llegó uno de mis primos de visita no se le previno y
al minuto lo vimos salir azorado del cuarto de la meditación
informándonos, como si nosotros no lo supiéramos, que arriba de la
cama había un negro, envuelto en naranja, que ni siquiera lo miró y
que estaba rígido como una estatua. “¿Es loco el negro ese?”,
preguntó. “No, es budista”, respondimos casi a coro como si una
cosa excluyera la otra.

Pero Adikaram no era ni loco ni negro, era centradísimo, color


aceituna y solía contarnos historias maravillosas sobre el Monte Adán
de Sri Lanka que lleva ese nombre pues, según creen los musulmanes,
allí fueron a refugiarse Adán y Eva cuando Dios los expulsó del
Paraíso y allí están sepultados. “Adán era enorme –decía Adikaram-
mucho más grande que tú Guillermo, era un gigante de varios
metros”. Gozaba relatando estas leyendas y gozaba con las
interpretaciones inocentes, irónicas o perversas que hacían los
argentinos. También nos contaba sobre Rama, encarnación del dios
Visnú, que conquisto Sri Lanka para recuperar a Sita, su esposa y
sobre el Templo del Diente que, esta vez según los budistas, es
depositario de un diente de Buda.

Quien sí era negro, casi azul, era el becario de Tanzania. Originario


de Mwanza, puerto del lago Victoria, vivía en Dar es Salaam,
pertenecía a la etnia de los swahilís y hablaba esa lengua, además del
inglés. Todas las mañanas escuchábamos su “hujambo”3, “hujambo
Guillermo, hujambo Amanda, hujambo Albina”, nadie se salvaba de
su cariñoso hujambo. Cuando salía o entraba la familia decía
automáticamente hujambo. Luego al mediodía anunciaba: “Nataka
kula chakula”4 y se sumergía, gozoso, en los bifes o milanesas que se
le brindaban según la ocasión y nunca se levantaba de la mesa sin
decir un sonoro “asante sana”5 Era, políticamente, un apasionado
seguidor del gran líder nacionalista tanzano Julius Nyerere.
En Rosario era rarísimo ver un negro y mucho menos un negro
azulado como nuestro becario. Mi sobrina Guillermina luego de darle
un beso corrió al espejo para ver si se le había pegado el color. Las
jovencitas de la organización estaban muy alborotadas y cuando le
preguntaban si se podía enamorar de una blanca, él respondía:
“Mahaba ni Tongo”6

Con el hindú, el cingalés 7 y el tanzano penetramos en mundos


desconocidos.

3
buenos días
4
tengo hambre
5
buen provecho
6
uno nunca sabe
7
originario de Sri Lanka, antiguamente llamado Ceilán
Curiosamente comunicábamos más fácil con ellos, que pertenecían a
culturas que nos eran ajenas, que con los europeos que, en la década
de los sesenta, llegaban con un irritante y cuadriculado libreto de la
salvación que partía de la premisa no explícita, pero si muy idiota, de
que cada uno de nosotros era tan subdesarrollado como lo era nuestra
economía. Creo, exagerando, que les asombraba vernos comer y
comportarnos como ellos. Jerry, una guapa estadounidense del Cuerpo
de Paz creado por Kennedy y que trabajaba en Bolivia, pasó
accidentalmente por mi casa y viendo a mi familia dijo, para horror de
nuestros sentimientos antiimperialistas: “parece una familia
americana”. Salvo mi padre, que admiraba a los Estados Unidos, los
demás tardamos en reponernos de ese elogio.

Los visitantes venían por los programas de la organización creada a


partir de la beca de la UNESCO. Y todos ellos, más las experiencias
de trabajo con sectores marginales, sacudieron nuestra visión del
mundo, excluyeron prejuicios y descartaron respuestas ajenas a la
razón. Dejamos de ser “el mejor país del mundo”, para ser un país en
el mundo; nadie abandonó la carne, pero todos comprendieron que era
absurdo juzgar el valor de otro pueblo por su alimentación; el
prójimo, nacional o foráneo, obrero o universitario, indio, negro o
blanco, pasó a ser sentido como una extensión de nuestra propia
posibilidad humana.

Fue una experiencia privilegiada por la que tuvimos que padecer un


par de días en la cárcel, mucho miedo y años de destierro. Todo lo
vivido estalló en mi cara una noche de 1977 cuando mi querido amigo
Juan Calderón, ecuatoriano, novio de la vedette más linda del Moulin
Rouge y militante convencido de toda causa justa, me dijo en Paris, en
una fiesta que ofrecían unos artistas en un departamento todo pintado
de negro:
- Guille, dile a Ibrahim que quiero ir a pelear con ellos.
- ¿Al Medio Oriente?
- Sí – respondió con naturalidad impropia de un futuro mártir.
- Juan es la guerra, te van a matar, todavía eres un pibe.
- Hazlo ñañito o me llevas donde Ibrahim.
- No puedo, Juan, no puedo, estás loco………………….
A partir de ese “estás loco” comencé a llorar y no pude detener mi
llanto hasta la madrugada, seis horas después.
Ibrahim Souss, maravilloso concertista de piano, era el aterrado
representante de la OLP en Francia. Era un artista metido en la
obligación de hacer política y sin los reflejos apropiados para ese
oficio.

Una amiga libanesa de la UNESCO me había introducido al círculo


social de Ibrahim y solíamos compartir charlas de café en las que
obviábamos los temas políticos en favor de la salud mental del
hombre de la OLP que vivía en permanente stress.

Cuando Juan me dijo que quería ir al Medio Oriente a pelear junto a


los palestinos una barrera se rompió dentro de mí. La barrera había
sido cuidadosamente construida para no enfrentar los jóvenes
fantasmas de los muchos amigos asesinados por la policía, el ejército
y los fascistas de la AAA (Alianza Anticomunista Argentina).

Nuestro trabajo asistencialista mutó, por las lecciones de la realidad,


hacia un compromiso esencial: que los jóvenes y privilegiados
identificaran las causas del subdesarrollo.
Pasábamos los veranos en zonas pobres trabajando y viviendo con la
población local y el resto del año preparando esa tarea y difundiendo
nuestra experiencia. Algún militar sentenció: son guerrilleros sin
armas.
Fueron doce años intensos, felices y dramáticos. Descubrimos el país
real, desarrollamos reflejos solidarios, aprendimos a vivir
comunitariamente, exploramos nuestros límites personales,
derrumbamos prejuicios y estereotipos. Crecimos.
Logramos que muchos tomaran conciencia de su responsabilidad
social, pero no supimos ofrecer alternativas que evitaran que algunos
de ellos fueran atraídos por los grupos que proponían la violencia.

El llanto de esa noche en París fue acumulado lágrima a lágrima por


los amigos que pagaron con su vida la decisión de tomar las armas,
por los largos días donde todos teníamos el coraje de callar nuestro
miedo, por el espanto que me producía sentir que la realidad devoraba
cíclica e inexorablemente la fe de quienes creían poder modificarla.

Nuestra primera experiencia con la prisión comenzó con una


bienvenida. Esa mañana habían llegado a Rosario jóvenes de Buenos
Aires, Brasil y Alemania Federal. Venían de realizar experiencias de
trabajo social voluntario en el sur de Chile y de Argentina. Se alojaron
en mi casa, situada en un barrio obrero con vastos descampados en su
derredor y una Villa Miseria a cien metros. Los dejé al mediodía y a la
noche cuando regresaba:
- “¿Van a lo de Guillermo?” – nos gritó una voz autoritaria
mientras un hombre armado descendía del carro y nos apuntaba
con una ametralladora.
- “Guillermo soy yo”– dije en un tono de voz que parecía una
confesión de inocencia.
- “Lo agarramos jefe, lo agarramos” – volvió a rugir la voz que
pertenecía al cabo San Juan, célebre por su crueldad y más
tarde asesinado por un comando revolucionario.
- “¿Quien es Osvaldo?”, volvieron a gritar.
- “Soy yo”, respondió mi amigo.
Al tercero de nosotros no le preguntaron quién era, pero fue a dar,
también, al interior del Ford Falcon que identificaba a las bandas
homicidas de la policía argentina en esos tiempos de represión
desaforada.
Durante el viaje alternaron las amenazas de tortura con preguntas más
o menos sensatas a las que respondí con una tranquilidad de la que
aún hoy –transcurridos treinta y tantos años- me siento incapaz.
Tan pronto descendimos en el cuartel central de la policía, el
conductor del carro, aparentemente el más centrado y el de mayor
autoridad, me tomó del brazo y me arrojó violentamente contra la
pared, se acercó con aire intimidante y cuando ya, cara a cara, yo
esperaba el golpe demoledor, me susurró al oído:
- Hablá vos pibe que hablás bien, me parece que metimos la pata
de nuevo, no va a pasar nada – y volvió a lanzarme con igual
violencia hacia donde estaban mis compañeros.
En el oscuro pasillo del cuartel al cual fuimos conducidos, diez
jóvenes aguardaban aterrorizados. Eran los huéspedes de mi casa y
algunos compañeros de nuestra organización.
Explicar a los militares argentinos que condujeron el interrogatorio
que esos jóvenes representaban la alternativa no violenta era poco
menos que imposible. Su visión perversa y deformada de la realidad y
de los propósitos ajenos les hacía invulnerables a cualquier
explicación. Tenían la mente intacta de quienes han dividido el mundo
entre buenos y malos y creen honestamente haberse ubicado en el lado
correcto.
La doctrina de seguridad elaborada desde la paranoia del
Departamento de Estado de los Estados Unidos fue deglutida con
voracidad de asnos por estos insignificantes uniformados argentinos y,
por ello, cualquier razonamiento que excediera su esquema era un
sofisma para confundirlos.
Les era imposible comprender, por ejemplo, que en el peligrosísimo
casete en portugués que habían hallado en mi casa, la palabra
“comunicacao” significara comunicación y no comunismo. Por ser
una conferencia sobre las comunicaciones esta palabra se repetía
constantemente para horror y placer de los cazadores de brujas. Recién
quedaron satisfechos luego que un experto en lenguas, avalado por la
recalcitrante derecha católica, dio por válida nuestra versión.
No obstante, tres de nosotros fuimos llevados a una habitación donde
un cartel rezaba: “Si lo sabe, cante” en alusión a un programa de
televisión y anunciando que a partir de ese límite las palabras serían
arrancadas por los métodos que fueran necesarios.
Estábamos en la antesala de la temida cámara de torturas de la policía
de Rosario. Allí nos dejaron con un agente cuya consigna era la de
disparar si nos movíamos. Descubrí que en uno de mis bolsillos
llevaba una carta fechada en el presidio brasileño de Tiradentes.
Contenía denuncias contra las torturas que allí se practicaban. Estaba
escrita en un papel grueso y ordinario. Me la comí. Sin prisa, sin pausa
y sin apetito.
Lo que en ese cuarto experimenté, frente al policía gordo y felizmente
indiferente, fue un momento privilegiado. Sentí, junto a la angustia y
el miedo, un amor desmedido, purísimo, incomparable, por Silvia y
Osvaldo, los dos amigos entrañables con los que compartí esa patraña
intimidatoria. No he vuelto a tener, al menos con la intensidad de esa
noche, un sentimiento parecido. La proximidad de la tortura, que
había sido una posibilidad durante tanto tiempo, me sensibilizó a un
extremo tal que mi cuerpo se aligeró como si su densidad física
cediera paso a un huésped olvidado. Y ese huésped, que tomo el
control, era el responsable de esos sentimientos. Pensé en Tolstoi: “El
verdadero amor es el que se puede sentir por el enemigo”. Antes me
parecía una frase bellísima, en ese instante pensé que Tolstoi estaba
loco. Sin embargo el amor que sentía por Silvia y Osvaldo era
suficiente para derrumbar el mundo.
No hizo falta derrumbar nada, ni siquiera las paredes de ese albañal
nauseabundo, al mediodía siguiente salíamos libres y sin cargos. Pero
el horror no había terminado.
Los policías que se quedaron custodiando mi casa bebieron todo lo
que hallaron a mano y la mezcla hizo vomitar a estas naturalezas
sensibles. En su extrema delicadeza, quizá para no ensuciarme el
water o para no malograr mi modesto jardín, las bellas criaturas no
encontraron nada mejor que vomitar dentro de las valijas de mis
huéspedes y sobre mi ropa en el closet. Un conmovedor detalle de
buen gusto que retrata de cuerpo entero el exquisito nivel mental y
moral de quienes ejecutaban la represión en la Argentina durante la
década de los setenta.
Lo que no vomitaron se lo llevaron como justo “souvenir” de esa
noche inolvidable. Desvalijaron impúdicamente la casa.
Al día siguiente, desoyendo los consejos de mi abogado, me presenté
al jefe de asuntos políticos de la policía, que había tenido a su cargo el
operativo. Llevaba una lista de todo lo que faltaba.
- “¿Usted de quién sospecha?” – preguntó el canalla.
- “De nadie ¿De quién puedo sospechar? Usted es el único
policía que conozco y pensé que me podía orientar” – repliqué
poniendo mi mejor cara de idiota y consciente de que ambos
sabíamos exactamente de qué se trataba esta conversación.
- “Déjeme la lista, veré que puedo hacer”.
Por supuesto que no hizo nada. Felizmente, porque hacer algo, para
esa banda de psicópatas, era destruir o desaparecer a quienes los
acusaban.
El abogado que me aconsejó no realizar esta queja fue, a la larga,
menos cauto que yo. Cuatro años después la policía depositó su
cadáver en la puerta del departamento de su esposa, en un noveno
piso, desnudo y con los testículos atados al cuello.
La segunda prisión fue en Tartagal, provincia de Salta. Habíamos
instalado varios campamentos para trabajar con las poblaciones
indígenas del lugar. Mi misión era coordinar estas experiencias y
tratar con las autoridades locales. Cuando tenía tiempo libre cooperaba
con el equipo médico. El nuevo paisaje era la selva chaco salteña con
mosquitos y alimañas incluidos. Los jóvenes del campamento de
Tartagal colaboraban con una misión franciscana que se ocupaba de
los indios matacos. En nuestra ingenua apertura habíamos aceptado
dos sacerdotes católicos tercermundistas entre los participantes.
Estos, proselitistas por vocación, incorporaron misas al aire libre,
manipularon a gente más joven e inexperta que ellos y terminaron
alzando el campamento contra los franciscanos y contra la autoridad.
Abandonaron todo afirmando infantilmente lo que nadie ignoraba: que
los indios eran explotados, pero agregando que los franciscanos “eran
cómplices de esa explotación” y todo el rollo marxista cristiano de la
época.
Cuando llegué a Tartagal fui detenido y las autoridades me exigieron
sacar un comunicado desmintiendo a los sublevados.
Escribí, borré, volví a escribir, finalmente salió un comunicado muy
enrevesado que afirmaba que la explotación de los indios en la
Argentina tenía sus raíces en la propia historia del país y que
achacarles la culpa a los franciscanos y a las autoridades actuales era
un exceso. Luego fui puesto en libertad.
Los sublevados respondieron, en uno de los actos de idiotez más
refinado y mezquino que me tocó vivir, que “nuestros objetivos eran
crear conciencia entre los jóvenes sobre las causas de la miseria y el
hambre”. Delataron irresponsablemente nuestros propósitos pero
olvidaron agregar que nuestra única ideología era la Declaración
Universal de Derechos Humanos y que quienes conducíamos la
organización éramos contrarios al uso de la violencia. Fue una
canallada de dos mesiánicos profesionales de la manipulación y un par
de irresponsables más que, provenientes de la clase alta, habían
descubierto la miseria y la opresión y querían resolverla de inmediato.
Como si el mundo de los desposeídos hubiese estado esperando su
misión redentora. El mesianismo, alimentado por los profesionales de
la palabra iluminada, arrojó a miles de jóvenes idealistas y
bienintencionados a una muerte siniestra. Mientras esos jóvenes, la
mayoría sin ningún tipo de entrenamiento militar, luchaban contra
una policía y un ejército dispuestos a todo, los jefes observaban y
ahorraban. La mayor parte de esos muchachos murió atrozmente. De
los vinculados a nosotros no queda ninguno vivo. Ellos, que hoy son
un doloroso recuerdo, solían acusarnos de cobardes por no compartir
sus puntos de vista.
- “No hay condiciones para una guerra popular en un país donde
la gente come aún más de lo que puede digerir” – solíamos
argumentar.
- “Lo que pasa es que ustedes son unos cagones y se niegan a ver
la realidad”– respondían con la violenta e ingenua certeza de
los adolescentes.
- “No están dadas las condiciones objetivas” – decíamos usando
el lenguaje marxista que tanto les seducía.
- “¡Qué saben ustedes de condiciones objetivas!” - retrucaban
con la mente puesta en la última arenga del jefe de turno.
Infelizmente teníamos razón. Fueron cayendo uno a uno mientras la
sociedad argentina, aterrorizada, miraba hacia otro lado y fingía no
saber lo que estaba ocurriendo. Fue una masacre que devastó una
generación y creó las condiciones ideales para cultivar el
individualismo y la indiferencia que tan útiles serían para implantar,
sin ruido, un neoliberalismo fundamentalista e inhumano que gobierna
este principio de milenio.

Tampoco el trabajo con la comunidad era ajeno a los pesares. Entre


1966 y 1968 algunos de nosotros nos instalamos en una Villa Miseria
de pescadores a orillas del río Paraná. Durante los fines de semana y el
verano nos secundaban nutridos contingentes de voluntarios. Dos
años viviendo en un rancho de barro y trabajando intensamente, no
fueron argumento suficiente para evitar que las autoridades de la
ciudad, furiosas por nuestra negativa para hacer proselitismo electoral
a su favor en la Villa, tramasen expulsarnos.
Ese último viernes, como todos los viernes durante dos años, nos
reunimos con los integrantes de la Cooperativa. No parecía una noche
cualquiera. Su gente estaba mustia. Evitaba mirarnos. Tuiti,
inquebrantable compañero de trabajo y yo, sentíamos que la tensión
se había apoderado del espacio.
- “¿A ver muchachos de qué vamos a tratar hoy?” – dije por
decir algo que decía habitualmente pero que en esta ocasión
sentía como sonando en lugar inadecuado o fuera de tiempo.
- “Bueno” – respondió Mario Olivera, secretario de la
Cooperativa y amigo solidario que siempre nos había
demostrado un afecto incondicional
- “Hablá Mario, desembuchá,8¿qué pasa?, cuenten
- “Tuiti, Guillermito creo que se van a tener que ir” – cada una
de sus palabras era emotiva, angustiada, salía dibujada de su
boca como si alguien le apretase el pescuezo.
- “Si eso es bueno para ustedes no hay problema, nos vamos” –
argumentó Tuiti asido a una racionalidad que solía equilibrar
mis tormentas emotivas.
- “¿Pero digan por qué?” – agregué.
- “Las tierras Guillermito, las tierras” - dijo Mario con voz
apagada.
- “¿Les van a dar las tierras?” – pregunté exaltado.
- “Si ustedes se van sí”, eso piden.
- “Y claro que nos vamos, lo que la Cooperativa quería eran los
títulos sobre las tierras, ya los tienen, no se preocupen”.
- “Para nosotros es mejor así”– mintió Tuiti
- “Por supuesto, mucho mejor” – mentí yo
No era un final cualquiera, era cerrar un proyecto en el que habíamos
invertido dos años de nuestra vida y un gigantesco capital de
ilusiones. Era organizar una comunidad pobre para que por sus
propios medios, sin caridades ni lástimas ajenas, accediera a un nivel
de vida digno. Trabajamos en educación y salud, luchamos para
vencer las naturales resistencias al cambio de los pobladores,
quebramos nuestras espaldas para construir un centro de 400 metros
cuadrados hombro a hombro con la propia comunidad. En fin,
dejamos los pellejos de las manos y del alma en un proyecto que
ahora, por intereses políticos minúsculos, era enviado al basurero.
Nos fuimos recompensados por el afecto incondicional de la gente y
convencidos de que el engaño, esa vieja tradición con la que se ha
alimentado a generaciones de desposeídos, había logrado una nueva e

8
Di lo que tienen guardado
inevitable victoria. Fue así, nunca les entregaron los prometidos títulos
de propiedad sobre la tierra que habitaban.

Fueron dos años de privaciones materiales atenuadas por la seguridad


de saber que, a sólo cien kilómetros, estaban nuestros hogares con
agua caliente, buena comida y camas confortables. No intentamos
desclasarnos, sólo intentamos seguir siendo nosotros pero viviendo
con ellos y con ingresos como los de ellos. Es verdad que el nuestro
era un rancho sofisticado. Paja y barro por fuera; libros, afiches,
discos e interminables tertulias por dentro. Nos visitaban regularmente
y ambos, ellos y nosotros, descubrimos mundos que hasta entonces
ignorábamos.
Para reforzar la experiencia llegaron tres voluntarios británicos,
Alison, socióloga; Susan, enfermera y Nigel, trabajador social.
Alison, que pernoctaba en una casa de clase media fue un vendaval.
No sólo alteró el funcionamiento hormonal de su anfitrión y el sistema
nervioso de su anfitriona sino que promovió, con menos inocencia de
lo que presumí al principio, una primitiva competencia por acceder a
sus favores. “Take your time”, solía decir con su espléndida sonrisa
de ojos azules cuando pasábamos la línea imaginaria que ella había
trazado y que sólo ella sabía donde se encontraba. Era una frontera
móvil, dependía de su estado de ánimo o de su cálculo para evitar que
alguien abandonara la batalla por su conquista. Hábil, inteligente y de
prudentes hábitos liberales era, y no por su culpa, una prodigiosa
emisora de señales sexuales que, en una Argentina mojigata y
conservadora, ponía a los machos cabeza para abajo y alteraba los
ritos tradicionales de la conquista. Con esta joven de 24 años, nacida
en la Isle of Man, Escocia, solíamos pasearnos por despachos
ministeriales procurando apoyos al proyecto. Era inevitable que luego
de nuestra exposición, en la que Alison jugaba el papel de carnada
muda, el funcionario en cuestión preguntara, sin quitar la vista de los
exitosos pechos de la escocesa: “¿Usted hasta cuándo se queda,
señorita?”. Ahí la carnada pasaba a ser el centro de atención y llovían
las ofertas de apoyo. También invitaciones que eran postergadas para
el momento de festejar la obtención de la ayuda.
Susan, la enfermera, era rolliza, de un blanco transparente, depresiva y
totalmente ajena a los usos y costumbres locales. No le interesaban,
ella había venido a poner inyecciones y atender primeros auxilios. Lo
demás era su vida privada. Transportar hábitos británicos a una Villa
Miseria argentina no siempre da buenos resultados o por lo menos no
los dio en esta ocasión.
Vivía en la propia Villa y cada mañana salía completamente desnuda
para higienizarse en el patio de su rancho. El patio no era un patio,
hacía de patio. Susan no lo comprendía. Para ella estar dentro de su
propiedad la habilitaba para hacer lo que quisiera aunque lo que allí
hiciera pudiese ser visto libremente por todo el mundo. Niños, jóvenes
y adolescentes asistían, desde distintos sitios, al baño matinal de este
carnoso ejemplar anglosajón. Por las tardes la enfermera iba al bar,
bodega y almacén donde, a pesar de usar siempre faldas y de no usar
nunca prendas interiores, se sentaba con las piernas abiertas para
regocijo de la muchachada que hallaba, en esta treintañera venida del
frío, una inesperada inspiración para sus placeres manuales.
Manuel, un joven albañil apuesto e inteligente conquistó a la
enfermera, pero nunca logró que abandonara sus baños matutinos, ni
sus visitas al bar. Sus primitivos celos latinos no pudieron contra el
duro corazón de la anglosajona.
Nigel, el trabajador social, era demasiado inocente para los muchachos
de la Villa que lo trataban como si el inglesito fuese poco más que
una mascota.
Changa, empleado bancario por obligación y amigo incomparable por
vocación, llegaba todos lo fines de semana para ordenar las cuentas de
la cooperativa con el Pelado Mancini, rubicundo carpintero,
componedor de botes y por sobre todo una bestia fenomenal para todo
lo que no fuera su oficio. Era hombre de martillo, no de lapicero. De
clavos, no de números. Pero no había otro más honesto y despiadado y
la cooperativa lo eligió como tesorero. Pedirle algo demandaba horas
de esfuerzo verbal y mímico, sólo Changa había logrado domesticarlo,
pero ignorábamos las palabras mágicas que usaba para encender su
inteligencia y nunca pudimos acceder ni siquiera a los umbrales de sus
manifestaciones como ser racional. Por lo menos en el ejercicio de su
función. Creía que más que tesorero era guardián y que su misión era
evitar que la gente sacara plata. Se debatía en el esfuerzo de impedir
que los pocos dineros de la cooperativa fueran utilizados. Las razones,
por atendibles que fueran, siempre se detenían ante la imperiosa frente
colorada del Pelado Mancini y allí, lentamente, se iban disolviendo
mientras buscaban un resquicio para penetrar en ese extraño cerebro
poblado de tenazas, martillos, destornilladores y una autoimagen de
custodio de campo de concentración que no coincidía con sus buenos
sentimientos naturales.

Esgrimíamos el arma de la compasión y el respeto en una sociedad de


altruismos aislados y de conductas ajenas a la solidaridad. Cuando
decidimos que a través del quehacer político podríamos dar otro
vuelo a esta visión de las relaciones humanas, hallamos que en el
estricto campo de la política, que debiera ser el campo de la
preocupación por el bien general, se reproducían, agravadas, las
conductas egoístas y los comportamientos prepotentes. Los
enfrentamientos ciegos y la incapacidad para el diálogo eran el
amargo pan que debíamos consumir cada día. Estuvimos, literalmente,
desarmados en medio de un campo de batalla y con la voz
empequeñecida por el furor encendido e irracional de contendientes
que se consideraban dueños absolutos de la verdad y por lo tanto amos
de la vida y de la muerte de quienes no pensaban como ellos.

Me lastimó, como siempre, el olor acre y espeso de las flores que


comenzaban a marchitarse. En la gran mesa de la sala alternaban tazas
de café a medio consumir con armas de distintos tipos y calibres, los
cigarrillos aplastados por todo sitio revelaban el hastío de una larga
noche, la mirada provocativa de los guardaespaldas se había diluido
en la pastosa lenidad de su cansancio, las ofrendas florales contenían
los nombres de numerosos sindicatos argentinos.
Una, con letras cursivas, decía: “Isabel Perón”. El cadáver, situado en
el medio de ese teatro del espanto, tenía la cabeza vendada y sólo
podía verse la parte de su rostro que no había sido desfigurada por las
balas; la madre del muerto le miraba fijamente como quien intenta el
milagro de atrapar una señal, una sola señal, que indique que todo
eso, en realidad, no está ocurriendo.
Me acerqué al ataúd con el paso inseguro que nos impone el
inaccesible dolor de los otros. Mi mano quedó en el aire, mi beso en
mueca, la madre me abrazó con gestos descontrolados y gritó: “Sí, sí,
lo mataron, lo mataron, pero él antes hizo cagar a unos cuantos.”9

9
Mató unos cuantos
Se detuvo para cerciorarse si era yo, de quien su hijo con seguridad le
había hablado favorablemente, luego recorrió morosamente el
espectáculo a su alrededor y volvió a gritar, a modo de letanía, quizá
como último consuelo: “El antes hizo cagar unos cuantos, él antes
hizo cagar unos cuantos.”
Se olvidó de mí, regresó a la intimidad de su dolor. Me sentí
pavorosamente solo. Era poco menos que un náufrago en ese
escenario de seres convencidos de que todas las respuestas estaban en
los caños de sus armas. Allí la muerte era presencia y diálogo;
presente y futuro.
No fue difícil deducir del sinfín de murmullos poco disimulados y de
gestos inequívocos que el “El Negro”, ese sindicalista limpio, honesto,
siempre dispuesto a servir a sus compañeros, era, además, un
disciplinado y sanguinario militante de la intolerancia dispuesto a
matar y morir, como de hecho acababa de ocurrirle.
Tampoco fue difícil enterarse, al amparo de la aparente impunidad que
ofrecía el haber pagado con la vida de uno de los suyos el precio de lo
que ellos denominaban su lucha política, que “El Negro” había sido
ultimado por la facción opuesta del peronismo local liderada por
Jorge, quien a su vez había sido asesinado y arrojado al río por “El
Negro” y sus secuaces a inicios de esa misma semana. Ambos grupos
se habían logrado descabezar y en ese inusual amanecer, velando la
muerte del último caído, se pergeñaban las próximas revanchas.
Mi espanto me arrojó a los límites mismos de la esquizofrenia.
Jorge, por quien mi aprecio seguía vigente, había sido mi amigo
durante algunos años y sólo dejamos de vernos cuando su paso a la
clandestinidad política nos alejó física e ideológicamente. “El Negro”,
líder del sindicato de trabajadores de la televisión era, en aquellos
tiempos en los que buscábamos afanosamente el modelo de un hombre
nuevo, un ejemplo aparente de sindicalista honesto, justo, competente.
Ambos eran parte de mis afectos y estoy seguro que, depuestos los
fanatismos, se hubiesen llegado a entender cordial y fraternamente en
torno a una mesa de café. Creo, incluso, que hubiesen llegado a ser
grandes amigos.
La mañana del velorio mi razón no pudo impedir el colapso emocional
que me provocó descender a las entrañas de ambos crímenes. La
evidencia de los seres queridos asesinando y asesinándose desarticuló
mi bien montado sistema de defensas y justificaciones.
Entre brumas, a partir de ese momento mi mente comienza a bloquear
los registros, recuerdo haberle preguntado a alguien, a quien le
entregué las llaves de mi carro, si sabía conducir.
Fui sacado del velorio y llevado, a mi pedido, a las afueras de Rosario,
a cualquier sitio con campo y cielo abiertos.
Allí, con la dramática sensación de estar partiéndome lentamente por
la mitad, pude, acuclillado sobre la tierra, llorar desconsoladamente
por los muertos, por los vivos, por la cordura olvidada, por el siniestro
rumor de la violencia, por el esfuerzo estéril en un espacio cuyos
rumbos habían sido borrados.

Habíamos llegado a los límites. Cuáles eran y dónde estaban era


imposible precisar. ¿Qué nos arrastró? ¿Los amigos asesinados?, ¿Las
frecuentes amenazas de muerte? ¿La imposibilidad de que nuestra
débil voz fuese oída? ¿La dramática sensación de ser solo
espectadores de un torneo cuyos actores se asesinaban
sistemáticamente?
¿Era el miedo? Ese miedo, controlado y socialmente oculto, que nos
acompañó los últimos tres años con una fidelidad que hubiésemos
deseado no tuviera. Ese miedo que hacia saltar chispas de adrenalina
cada vez que un auto desconocido se detenía frente a nuestra casa o
que el teléfono sonaba a deshora. Ese miedo articulado a nuestra
existencia como una alerta funcionando sin descanso.
Recuerdo una mañana en la que, atravesando una plaza, sentí una
enorme envidia de una pareja de ancianos que tomaba sol. Con
cuántas ganas le hubiese cambiado mi miedo por sus años.
Que carga enorme además disfrazar cotidianamente el miedo para que
los otros crean que nada es tan grave como parece. Repetíamos la
enorme mentira “no te preocupes, no va a pasar nada”, mientras todo
pasaba y cada día había más sangre para recordar y menos espacio
para creer.
Alguien dijo una vez, con mucho humor, pero interpretando un
sentimiento que flotaba en el ambiente: “nos quieren amedrentar” y
luego agregó para que a nadie le quedara ninguna duda: “yo quiero
hacerles saber a esos señores que ya estoy amedrentado”.
Creo que todos lo estábamos y no sólo porque sintiéramos miedo,
sino, básicamente, porque no teníamos esperanza.
La falta de esperanza es un vacío con el peso de una montaña. Es un
ahogo cotidiano, un mirar sin ver, una presencia que está en otro sitio.
El mandato interno, atornillado en los genes, ordena sobrevivir. No es
una sugerencia, es una orden. La vida se organiza para que así ocurra
y salvo en el caso de los suicidas, así ocurre. La esperanza es su
señuelo, el miedo una de sus tantas estrategias.
Actúan de consuno. El uno sin la otra conduce inevitablemente a la
autodestrucción y ésta parece no corresponder al plan que la vida tiene
para sí misma.
Ignoro si esta vida es un chiste cósmico, un lusus naturae como
decían, pero estoy convencido que está impulsada por el imperativo
de sostenerse y multiplicarse.
Todo lo viviente es parte de ese impulso y los seres humanos que han
logrado verbalizarlo y encuadrarlo en un lenguaje que lo vuelve
comprensible, no pueden, no obstante, aislarse o liberarse de ese
determinismo.
La esperanza es parte del ardid urdido por la vida, agotada una
instancia se renueva en otra y luego en otra y aunque se vaya
empequeñeciendo suele tener siempre la misma capacidad de
convocar nuestros sentidos a favor de la prolongación de la existencia.
No es fácil saber en qué momento uno sustituye una ilusión por otra.
Una mañana cualquiera comenzamos a hablar del presente como si
fuera pasado, de las ideas –hasta ayer propias- como si fueran ajenas,
del lugar que amamos encarnizadamente como si sólo fuera un punto
de partida.
Hemos roto algo, algo se ha roto en nosotros y algo nuevo comienza a
perfilarse. Sin saber qué es, contiene el atractivo de la aventura y
sustituye, con incomparables ventajas, las tinieblas del miedo.
Algunos años después, un amigo uruguayo al que daba por muerto se
apareció por mi oficina en la UNESCO. Pasado el estupor, no es fácil
conversar con quienes vienen de la muerte, me contó que luego de
cinco años en las cárceles uruguayas, los militares de ese país,
cediendo a la presión internacional, le soltaron no sin antes darle una
nueva y soberbia paliza cuyas marcas aún conservaba.
- “Todos te creíamos muerto” – dije mientras constataba una y
otra vez que se trataba del viejo y querido amigo.
- “Mi familia pensó por un tiempo que estaba muerto”.
- “¿Cuándo llegaste a Paris?”
- “Hace tres días”.
- “¿Dónde estás alojado?”
- “En casa de unos compatriotas que apenas tienen para comer”,
me prestaron un rinconcito en el suelo.
- “¿Tenés posibilidades de trabajar?” – insistí tratando de ser
práctico.
- “Por ahora no tengo nada, ni trabajo, ni plata, solo un colchón
en el suelo”.
- “¿Y cómo te sentís?”
- “Feliz” – casi gritó mientras volvía a abrazarme- “soy el tipo
más feliz de la tierra”.
No hacía falta que explicara nada. Luego vinieron el vino y las
lágrimas para consagrar, una vez más, esa fe irracional por la vida y
esa dramática apuesta por la esperanza.
Dos seres absolutamente desamparados en un suburbio del universo,
sin más patrimonio que sus pequeñas y efímeras existencias,
compartían la euforia de haber postergado su regreso a la nada.

Pero aun faltaba mucho para que ese encuentro se produjese o para
que nuestras ilusiones fueran destripadas por la realidad, apenas era
1963 y a inicios del 64, si el Ejército Argentino lo permitía, yo debía
partir nuevamente a Paris donde, una Catherine convertida en leyenda,
sería confrontada con el ser de carne y hueso que la encarnaba.

- “Faltan diez dólares, esperá aquí Flaco que ya los traigo” –


dijo Changa cuya profesión real era la de resolver problemas
ajenos.
- “Tiene que ser antes de las tres” – ratificó, diligente, el
empleado de la agencia de viajes.
- “Ya lo dijiste diez veces, no insistas, somos menos boludos de
lo que parecemos” – le aclaré en el umbral de la
desesperación.

No era un viaje lo que perdía, eran diez meses de libertad. Si no


viajaba debía regresar al servicio militar obligatorio que, desde hacía
sesenta días, cumplía para espanto de mi sensibilidad y escándalo de
mi razón. Nunca había vivido nada tan parecido al infierno de la
estupidez como esos primeros días “al servicio de la Patria”. Nunca
había conocido personajes tan primitivos y aparentemente insensibles
como aquellos uniformados a cuyas órdenes me habían colocado las
leyes argentinas.
- “Acá está la guita” – exclamó triunfante Changa.
- “Y acá el pasaje”– replicó nuestro agente viajes, mientras nos
entregaba un inmenso boleto de barco Buenos Aires – Génova
– Buenos Aires a sólo 280 dólares.
- “Sos libre Flaco, rajá a Europa y dejate de joder” – dijo
Changa evadiendo la incomodidad del agradecimiento.

No podía creerlo, iba a ser el primer soldado raso argentino que se


ausentaba a Europa con permiso especial del Ministro de Guerra y con
ayuda moral y económica de Changa. Todo comenzó con un:
- “Parte para mi sargento ayudante” – dicho a los gritos
- “Diga soldado”.
- “Pido permiso para hablar con el sargento primero” –
continuaban mis gritos.
- “Concedido”.
- “Parte para mi sargento primero” – siempre gritando.
- “Pido permiso para hablar con el sargento principal”.
- “Concedido”.

Y así, gritando y gritando fui ascendiendo de uniformado en


uniformado, sin saltearme uno solo, hasta llegar al general Rozas,
Jefe del Segundo Cuerpo de Ejército con sede en Rosario. Ese día mis
superiores inmediatos estaban más aterrados que yo.
- “Soldado Giacosa su instrucción militar es deficiente”,
preséntese de civil.
- “Sí, mi sargento ayudante, de civil” – respondí.
- “Y no se presente como si fuera una reunión social”.
- “No mi sargento ayudante, no me presentaré como si fuera
una reunión social”.
- “Diga siempre mi general”.
- “Si mi sargento ayudante, diré siempre mi general”.
- “Cuádrese cuando entre e identifíquese. Vamos a practicarlo a
ver cómo lo va a hacer” – inquirió casi desesperado el
sargento ayudante.
- “Permiso mi general, soldado Giacosa, Clase 40……”
Pasaron varias horas antes que el soldado Giacosa diera pie con bola.
- “Civil, usted es un civil” – me gritó aturdido el sargento
ayudante como si eso constituyera un insulto descomunal.
- “Sí, mi sargento ayudante soy un civil” – dejé escapar
sabiendo que ya todas las cartas estaban en mis manos.
- “No tiene cura, vaya, que sea lo que Dios quiera”– dijo ese
tipo que escondía bajo el uniforme un alma casi candorosa.

Fui. Me presenté como si él no fuera un general ni yo un soldado. Me


invitó a sentarme, me ofreció un cigarrillo y conversamos como si
fuéramos civiles, es decir, civilizadamente. Sin gritos ridículos, ni
gestos ortopédicos.
- “Usted comprenderá que el Ejército no puede hacer
excepciones” – dijo el general
- “Comprendo general, pero era mi obligación transmitirle el
interés de la UNESCO para que yo participe en la conferencia
que le detallé”.
- “Veré que puedo hacer, no creo que haya antecedentes, no le
prometo nada”.

Cuando regresé al cuartel el sargento ayudante, lívido aún pues intuía


que el general lo iba a mandar preso por la deficiente instrucción del
soldado Giacosa, me esperaba con ansiedad de novia.
- “Parte para mi sargento ayudante” – grité aún vestido de civil.
- “Dejese de partes y de boludeces Giacosa, cuente, cuente,
¿qué pasó? ¿Le preguntó sobre su instrucción militar?”
- “No me preguntó nada de eso. Sólo se interesó por la
conferencia. Me pareció una persona macanuda” - dije
distendido y cómplice.
- “Vio que todos los milicos no son una mierda como usted
piensa” – dijo un sargento ayudante a quien mi suprema
ineptitud para la vida militar le había ablandado el alma. De
alguna forma me consideraba un minusválido.
- “Empezando por usted mi Sargento Ayudante. Si fuera civil
seguro que trabajaba con nosotros”.

No había sido fácil domesticar al sargento ayudante Giosa. Todo


comenzó luego de una severa jornada de instrucción individual, él
ordenando ridiculeces y yo tratando de interpretarlas, que agotó al
sargento ayudante y desequilibró mi frágil psiquis de ciudadano
deshabituado a los gritos y a las amenazas. Impulsado por una rabia
incontrolable y con torrentes de adrenalina zapateando por mis
entrañas, subí a la oficina de Giosa, golpee su puerta y sin darle
tiempo a reaccionar me senté frente a él. Mi ego en añicos exigía una
reparación y ese insignificante acto de heroísmo estaba destinado a
superar lo que, neuróticamente, comenzaba a sentir como una
humillación que me descalabraba.
- “¿Podemos hablar como seres humanos?” – dije ante un
estupefacto interlocutor cuya cara se había llenado de tics y
crispaciones.
- “No estoy acostumbrado a que me traten así. Si usted me
explica yo entiendo pero si me grita y me amenaza me
bloqueo” – seguí parloteando mientras el Sargento Ayudante
se reponía de su asombro inicial y decidía, magnánimamente,
no fusilarme, ni enviarme al calabozo con el que tanto me
amenazaba, sino escucharme y darme una explicación.
- “Vea Giacosa si en el Ejército contempláramos casos
individuales como el suyo no podríamos cumplir la misión
que nos corresponde. ¿Se imagina que uno debiera explicar o
discutir cada orden? ¿Se imagina una situación así en un
campo de batalla?”

Sus argumentos eran impecables, pero yo era demasiado joven y con


un ego de titán como para sentirme avergonzado. En el fondo creía
estarle haciendo un favor. Giosa no desaprovechó la oportunidad y
peroró en profundidad sobre el Ejército.
Me asombró saber que alguien podía amar el orden y la disciplina
como fines en sí mismos. Sus historias, en las que el respeto a la
jerarquía era el personaje central, expresaban veneración por la
verticalidad y la intransigencia. Su desinterés por todo aquello que no
fuera la estricta observancia de los códigos de conducta militar,
impregnaba sus palabras de destellos místicos.
Mis oídos, transformados en esponjas, excitaron la locuacidad del
sargento ayudante que, en medio de su éxtasis, concluyó contándome
que era soltero y que vivía sólo para el Ejército y para cuidar a su
madre enferma. Un tango. Un verdadero tango con uniforme.
- “Esta es mi vida”, exclamó, “el Ejército es mi vida”.
La fascinación había reemplazado a la rabia. Seguir el pensamiento
del suboficial me había conducido hacia la cara oculta de la luna.
Comprendí que en aquel lugar y en aquellas conductas que yo
consideraba las antípodas del bien, había también honestidad, entrega,
pasión y buena fe.
Aceptarnos recíprocamente fue un triunfo para ambos. Unos años
después supe que el sargento ayudante Giosa, que acostumbraba
comprar billetes de lotería asociado con sus soldados, les había hecho
prometer a éstos que si ganaban el premio donarían una parte al
trabajo social que nosotros realizábamos.
Nunca más lo he vuelto a ver pero guardo un recuerdo calidísimo de
ese aparentemente gélido devoto de los códigos militares.
Mi permiso salió. El Ejército Argentino autorizó al soldado raso
Giacosa viajar a Linz, Austria, para participar de una reunión de
UNESCO, etc, etc. Sin embargo cuando fui a la Policía Federal a
retirar mi pasaporte el encargado de turno me dijo:
- “Debe presentar una carta del Ministro de Guerra dirigida al
Jefe de Policía”.
Era como pedirme un autógrafo de Blancanieves o que Superman
aceptara darme clases de vuelo.
Desalentado fui al Ministerio de Guerra y le expliqué a un Capitán lo
que ocurría:
- “No te preocupés pibe, son unos boludos” – y él mismo
redactó y firmó una carta que una hora más tarde convencería
a los cuadriculados empleados de la Policía.
La pequeña odisea de mi permiso para salir del país fue publicada en
un libro que me hacía aparecer como el primer objetor de consciencia
de Sudamérica. Falso, nunca tuve el valor de negarme a hacer el
servicio militar, sólo gestioné una licencia que se prolongó hasta mi
baja, para cumplir con algo que el Ejército justificó como una misión
en Europa.
Nunca sabré que hilos se movieron para que una institución rígida
como el Ejército accediera a liberar a un soldado común y corriente
de una obligación que constituyó una religión nacional durante
muchos años. No creo que mi dramática nulidad como hombre de
armas haya influido. Me inclino a pensar que se trató de una
equivocación de las tantas que solía provocar el esotérico prestigio de
la UNESCO, que no es –como alguien dijo- una bailarina griega como
su nombre lo indica, sino una burocracia internacional como su
nombre lo oculta. Años más tarde presidía yo un comité de la
UNESCO y en esa condición viajé a Panamá. Fui recibido por un
carro en la escalerilla del avión y trasladado con dos custodios a un
lujoso hotel. Durante una semana se me cuidó como el alto dignatario
que no era. Mis guardaespaldas observaban todos mis movimientos y
me aconsejaban sobre cómo evitar ser raptado. Creyeron que era el
presidente de la UNESCO y como tal me atendieron a pesar de mis
súplicas. Nunca sabré si estaban seguros que UNESCO no era un país
de la polinesia.

Cambiar los “sí mi mayor, sí mi sargento, sí mi coronel” y otras


rutinas militares por un viejo transatlántico, infundía un estado de
ánimo similar al de Cenicienta antes de medianoche. Hasta que no
confundí las manos de los amigos con las manos de otras despedidas y
luego al viejo puerto de Buenos Aires con un punto de luz, no tuve la
certeza de que ese vetusto barco no se convertiría en una calabaza, sus
marineros en ratones y yo en el humilde recluta de los últimos meses.
Alta mar fue, en esos días sin calendario, un espacio para resucitar la
imaginación y recuperar el privilegio de la libertad.

El mar en lugar del ejército era un regalo que no estaba dispuesto a


desperdiciar. Devoré amaneceres, ocasos, libros y algunas
privilegiadas conversaciones con un joven poeta italiano cuya
inteligencia y madurez estimularon la capacidad de asomarme a mis
propias limitaciones. Teníamos la misma edad y no podía evitar
compararme con ese ser luminoso que cada día, mientras
observábamos las toninas que escoltaban el barco o simplemente
descansábamos de tanto descanso, me deslumbraba, sin quererlo y sin
saberlo, con sus intensas y dolidas reflexiones sobre el oficio de
existir.

En Lisboa, como en otras escalas, pudimos disponer del día entero en


la ciudad. Alguien pregunto durante el paseo “¿Dónde estará el
correo?”. Respondí: “en la otra cuadra doblando a la derecha hay una
plaza y al lado del bar está el correo”. Cuando encontramos el correo,
en el exacto lugar que había indicado, mi perplejidad no me permitió
convencer a mis ocasionales compañeros que era la primera vez en mi
vida que estaba en Lisboa. No fue un deja vu, fue sólo una frase
pronunciada como si otra persona hablase por mí, dicha, además, con
la profunda convicción de estar en lo cierto. Mi oficio de clarividente
se inició y finalizó en Lisboa y no dejó más huella que la de una
simple anécdota.

Entrar al Mediterráneo y luego regresar al Atlántico no era problema


mayor para una pasajera que pidió al capitán del barco que por favor
fuera primero a Barcelona y después a Lisboa porque ella estaba muy
apurada. Ni ella logró convencer al capitán para que se portase como
un caballero y cumpliese su deseo, ni el capitán logró convencer a la
pasajera que su pedido estaba contra la lógica, la economía y las
obligaciones elementales que tenía la empresa naviera para con sus
pasajeros. Ella se quitó con un “ya no quedan caballeros” y él disfrutó
contando la historia en la cálida cena de despedida que nos ofreció.

En Génova, Livio, mi joven maestro durante el viaje, desapareció


abrazado a una fragante e impecable mujer que, a la sombra de una
pamela elegantísima, reía y lloraba apretada contra el hijo que acababa
de regresar. Nunca más supe de él.

Esperé en el bar de la estación de trenes de Innsbruck la salida del sol.


Tras los cristales el invierno austriaco no parecía dispuesto a ofrecer
una tregua. Aguardar la aparición del sol en esa mañana era fruto de
mi ignorancia, si quería disfrutarlo debería quedarme allí los tres
meses que nos separaban de la primavera. Mis zapatos argentinos
ignoraban como comportarse ante la nieve, mis pies, también
argentinos, aturdidos por el frío, reclamaban, cada cien metros de
servicio, el consuelo de un sitio seco y abrigado. Ellos me conducían,
burlando mi agnosticismo y defendiendo mi economía, a la acogedora
protección gratuita de las iglesias, donde, arrodillado en los bancos,
podía secar las suelas de los zapatos con el potente calefactor que se
hallaba a mis espaldas y a la exacta altura de mis pies. Nunca mi
cuerpo, a partir de mis bases físicas, había experimentado gracia tan
divina. No diré que me fue devuelta la fe, pero si que me fue quitado
el frío y ese dato figura y figurará siempre en el débil activo que la
Iglesia Católica tiene en mi cosmovisión. Disfruté, en una de las tantas
iglesias a las que me arrojaba el frío, de una boda que concluyó con
valses en la misma puerta del templo. En esas calles del siglo XVI, la
música impregnaba paisaje y personas. Hasta mis pies, sordos por
decisión de la naturaleza, me regalaron una tregua para que ensayara
unos pasitos solitarios y terminara – ante la natural indiferencia de los
invitados al casamiento – abrazando a un árbol, único ser vivo en los
alrededores dispuesto a acoger, sin desconfianza, la euforia de un
soldado recuperado para la vida.
Luego vino el Salzburgo de Mozart y finalmente Linz donde tendría
lugar la conferencia de la UNESCO que me había liberado del yugo
militar.

Entre la nieve exterior y los papeles interiores, entre los ruidos de la


burocracia y la lucha de idealismos de distinto signo, yo, a quien la
realidad le había comenzado a demostrar que las cosas no eran
exactamente como se discutían en Europa o en los organismos
internacionales, terciaba ofreciendo alternativas que desafiaban la
concepción ombligocéntrica de europeos, americanos y comunistas.
Ya no era sólo el ego quien hablaba, dos años zamarreado por la
disonancia entre la teoría y la práctica me habían llevado a desconfiar
de soluciones concebidas bajo una óptica cultural ajena y paternalista.
Cuando la Conferencia me aburría, y eso ocurría bastante a menudo,
pensaba en el inminente regreso a París. No sabía aún lo peligroso que
resulta intentar revivir situaciones que el paso del tiempo ha
idealizado. Sin embargo lo intuía y temía que la Catherine de carne y
hueso, fuese distinta a la Catherine de los recuerdos y la melancolía.
Nuestra correspondencia había sido menos frecuente de lo que nos
habíamos prometido y abundaba más en reflexiones sobre la vida y
sobre lo compartido, que en protestas de amor. No hacíamos proyectos
en común. ¿No eran necesarios o simplemente temíamos provocar una
palabra del otro que lo descalabrara todo? Cada uno necesitaba la
relación a su manera y cada uno ignoraba, o yo lo ignoraba al menos,
de qué forma la precisaba ella. Muchas veces sentí que algunas
personas me eran imprescindibles, pero nunca me sentí imprescindible
para nadie. Con los años aprendí que es éste un sentimiento frecuente
en quienes poseen la capacidad de establecer vínculos no posesivos. O
no totalmente posesivos ya que la posesión es un ingrediente
inevitable de toda relación que comprometa algo más que una
emoción superficial. Está determinada por el imperativo de prolongar
la vida. Ser dos aseguró por millones de años la supervivencia de la
prole de la especie humana. Ya no es imprescindible, pero el mandato
interno sigue operando en nuestro cerebro como si el dormitorio de
nuestra casa fuera el desprotegido rincón de una cueva o nuestros
supermercados un peligroso territorio de caza.
Catherine no era una cromagnon, ni yo un neandertal y nuestra
relación no nos permitía actuar bajo el supuesto: “tú eres mía, yo soy
tuyo”. No lo mencionamos jamás en nuestra convivencia, menos
podría haber estado presente en nuestra correspondencia. Lo pensé
pero nunca lo hice palabra. Actué como creí que esperaban que
actuara y al hacerlo olí en mí el tufillo de una inquietante falta de
sinceridad.

Pero aún era tiempo de conferencia, reencuentros y noches en las que


el frío y la nieve nos apiñaban en los bares cercanos. Como era
costumbre cada uno había llevado su trago nacional y era obligación
rendir culto a las distintas patrias alcohólicas y reconocer sus méritos:
slivobitza, barak palinka, vodka, acquavit, cachaca, armagnac, pisco,
grappa, ouzo, eran nombres que desfilaban en una competencia con
más aclamaciones que razonamientos y con más entusiastas que
indiferentes. Mientras castigábamos nuestros hígados alejábamos
prejuicios que, seguramente, recuperaríamos a la mañana siguiente.
Muchos años después en Hungría he visto a soviéticos y a americanos
entonar juntos La Internacional y el Puente sobre el río Kwai,
abrazados a varias botellas de excelente vino Tokay y sólo horas antes
de batirse descomunal y canallescamente por uno de los miserables
asuntos que los separaban. Definitivamente el alcohol no es el mejor
camino para la comprensión internacional aunque, en algún momento,
cree esa ficción.
Pareciera que nos han amasado con prejuicios para hacer más
consistente esta destartalada humanidad hecha de temores,
susceptibilidades y desconfianzas. El prejuicio, como una fuerza
centrífuga, nos aglutina en torno a unas cuantas simplificaciones que
enarbolamos como valores, verdades o lealtades y de allí sólo nos
mueve el descalabro o la amnesia.
Esa “nada capaz de Dios” que según Pascal es el hombre, suele
comportarse como un lunático, náufrago de toda razón, cuando el
piso sobre el que está erguido, y que se hizo sólido menospreciando a
los que no pertenecían a su tribu, es sacudido por ideas, actitudes o
comportamientos que no le son familiares.
Las conferencias internacionales, que reúnen sin que se destripen a
personas de culturas e ideologías diversas, representan la avanzadilla
minúscula de una humanidad dispuesta siempre a almorzarse al que
es diferente y también, si existe la oportunidad, al igual que es más
débil. Acuerdos, tratados, protocolos, tienen un carácter simbólico y
anticipan el futuro que debería existir si antes no predomina el miedo
a la diferencia y todos terminamos cocinados en un holocausto
nuclear, o transformados en marionetas invertebradas por un ataque
químico o bacteriológico. O simplemente nos quedamos sin planeta,
porque en lugar del miedo a la diferencia o junto a él, predomina la
necesidad de reconocimiento que para la gran mayoría sólo otorga el
poder económico. Sobrevivir y ser reconocidos son las llaves maestras
que mueven la conducta humana. Aun los kamikazes, que han llenado
de estupor el primer año del siglo XXI, lo hacen buscando el
reconocimiento de su pueblo y de su dios y la supervivencia de su
propia tribu y con ella su visión del mundo.
En 1964 en Linz solíamos decir que el lugar más apartado de la Tierra
sólo quedaba a 24 horas de vuelo y que esa realidad constituía un
mandato imperativo para acercarnos culturalmente, tolerarnos y vivir
en paz. Con el tiempo el mundo continuó achicándose pero ello, al
contrario de lo que imaginábamos, atizó los prejuicios, exaltó los
nacionalismos y llevó a enfrentamientos que ninguno de los que allí
estábamos, enarbolando una visión irreal y romántica de la sociedad,
hubiésemos podido siquiera imaginar.

Mientras racionalmente me debatía por defender una nueva forma de


inserción de nuestro trabajo a favor de los marginados,
hormonalmente hervía en fantasías que anticipaban el reencuentro con
Catherine y que, más allá de la forma que adquiriera nuestra relación,
exigían revivir las horas en las que las que cuerpos e instintos nos
alojaban en la breve eternidad de prolongarnos el uno en el otro.

Antes de partir de Linz cometí un disparaté que me costó angustias,


kilos de mi magra figura y largas noches de insomnio: ofrecí la ciudad
de Rosario como sede de la próxima conferencia general. Nunca había
sido realizada en América Latina y todos aceptaron con euforia. Un
año más tarde comprendería esos extraños discursos sobre el valor del
silencio. Dos años más tarde, cuando finalmente la fecha llegó, deseé
que el sargento ayudante Giosa me hubiese
depositado en un calabozo a la hora que di mi primer paso para iniciar
el viaje. Mi emoción y mi boca me lanzaron, en menos de dos meses,
al ruedo de organizar una conferencia internacional para 200 personas
y a rearmar mi vida estructurando una familia con un pie en la
Argentina y el otro en Francia. El placer de satisfacer los arrebatos
debe ser el más efímero y peligroso de los placeres. Aparece como una
emoción intensa que, guiada por una idea obsesiva, nos somete a las
órdenes de torrentes químicos desenfrenados por el cuerpo, mientras,
con artificios, distrae la parte racional del cerebro. Cuando ésta
recupera el control y comprueba el estado en el que se encuentra la
casa, ordena a la angustia una limpieza general que suele parecerse a
un descenso a los infiernos. Allí estuve yo un largo tiempo con fiebres
propias de sitio tan caliente y con la brújula imantada en el centro de
un dolor desconocido. El itinerario hacia el desconcierto comenzó con
el regreso a París y con el desenfreno del reencuentro. La alegría es la
carnada ideal para quienes nos agitamos en un presente continuo. Allí
vamos, locos por abrevar y seguros de quedarnos para siempre. Así
ocurrió esa vez y aunque los “siempres” se vuelven efímeros, ocurrió
muchas veces más como si la memoria fuera un trasto inútil para esa
adicción prepotente.
Pero ahí estaba París por tercera vez. Mi tercer París. Igual pero
distinto. El placer de encontrar un sitio donde lo dejamos la última vez
es una constatación de que Perogrullo cumple una función en nuestras
vidas. Dejé la valija en la estación y salté al bar más cercano para
beber un vino, que no era un vino, era un rito que el cantinero, aun
ignorando su papel de oficiante, cumplió con la fidelidad que yo
esperaba. Mi tercera comunión con la ciudad cuyo espacio me obligó
a caer sobre el centro de mí mismo, parecía un nuevo punto de partida.
Ignoraba, como siempre, el destino. Sabía, como nunca, que era allí y
nada más que allí que quería estar. No para repetir lo vivido, sino para
vivir repetidamente la sensación del descubrimiento.

Del ritual del vino, descendí a esos teléfonos parisinos que conviven
promiscuamente con los baños de los bares, para anunciar, lleno de
ansiedad, mi llegada:
- “Bonjour, je suis a Paris” (1) – dije con un placer que me
permitió masticar cada palabra como si fuera a comerla.
- “Catherine n´est pas ici” (2) – respondió del otro lado una voz
masculina que parecía saber de mi llegada pero que evitó
todo tono de bienvenida.
- “Merci” (3) – dije y corté con el alma repentinamente
desinflada y la euforia destripada por el desconcierto.

El segundo vino tenía ya otro gusto. El sacerdote oficiante del rito


volvió a ser el cantinero y comprobé que su cara era gorda, roja y
desagradable. Además el bar, hace unos instantes capilla, se había
transformado en un tugurio de mala muerte. Rodó tenía razón: el
paisaje es un estado del alma. Pasé la tarde caminando.
Desconcertado. Con la indefinible, injusta y neurótica sensación de
haber sido abandonado. Me era imposible ser razonable. Era tan
sencillo pensar: “Catherine tuvo que salir”; “Catherine vuelve más
tarde”, etc. Pero no. Controlada por la emoción mi mente sólo lanzaba
hipótesis devastadoras, mientras la energía generada por la angustia
me llevaba a caminar incesante y precipitadamente como si estuviese
llegando tarde a una cita. No estaba en París, no estaba en ningún lado
que no fuera mi perturbado corazón. Llamar nuevamente me producía
espanto, me aterraba que me respondiera la misma voz. Voz canalla,
despreciable, injusta, indiferente. A las siete de la tarde,
empequeñecido y preparado para lo peor, volví a desafiar al maldito
auricular:
- “Bonjour, je…”
- “Guillermo hace tres horas que espero tu llamada” –
respondió la Catherine tierna y ecuánime de mis fantasías.

El alma se recompuso de inmediato. Paris volvió a ser espléndido y


aunque al júbilo le pesaban las ocho horas de tren y las seis horas de
caminata, estaba dispuesto a escalar la Torre Eiffel si por acaso a
Catherine se le ocurría poner a prueba mis sentimientos.

- “¿Podemos vernos?” – susurré ahogado en una repentina


inseguridad.
- “Seguro, ven pronto que te cuento, hay algunos problemas
esta noche…”

Nos abrazamos como viejos amigos. Ninguno de los dos sabía


exactamente cómo debía abrazar al otro. El temor al rechazo había
impregnado el ambiente y ambos, con cautela, esperábamos señales
que nos revelaran hacia dónde dirigir el próximo paso. Sentados
descorchamos un vino mientras, atropelladamente y en un frañol (1)
desaliñado tratábamos de que las palabras pusieran orden en nuestras
emociones. Lo logramos, lentamente fuimos desacelerándonos y en
media hora de medias palabras recreamos el entorno en el que vivimos
atrapados 16 meses antes. Sentí una dicha digna de figurar en un
catálogo de la felicidad y tuve la sensación de no haberme ido nunca.
Lo dije. Catherine confirmó que en las cosas de a dos los sentimientos
suelen reflejarse. “Yo siento que nunca te fuiste”, declaró suspendida
de una sonrisa secuestrada de un cuadro de Botticelli. Todo era mejor
de lo que había imaginado. Hablábamos de nuestra correspondencia
y de lo que cada uno hizo, como si habláramos de otras personas.
Nosotros, realmente nosotros, habíamos estado siempre allí. La
imagen que cada uno acuñó del otro era el sujeto exacto de nuestra
comunicación. La Catherine de carne y hueso no difería de la imagen
que me había acompañado. Las evidencias físicas de nuestra
separación eran las cartas, el boleto de avión, el pasaporte, los regalos
aún sin abrir. Lo otro, lo inmaterial, esa marea que nos comunicaba,
permanecía aparentemente intacta.
Y lo estaba, claro que lo estaba, pero no duraría mucho tiempo, sólo
las próximas 24 horas y luego de una primera noche inesperada e
insólita. El padre de Catherine, la maldita voz de mi primer llamado,
pasaba su segunda noche en París junto a unos amigos, albergado en
la casa de su hija. Partiría la mañana siguiente pero el escenario, con
público tan diverso, no era el apropiado para celebrar un reencuentro.
Decidimos que yo dormiría en el Citroen deux chevaux (1) de
Catherine estacionado a la vera de la todavía apacible ribera del Sena.
Provisto de frazadas y una almohada quité los asientos y me dispuse a
disfrutar de esa minúscula aventura y de la promesa de una mayor
para el día siguiente. No habían transcurrido dos horas cuando fui
despertado por un chapuzón primero y por sirenas y luces policiales
que llegaron de inmediato. La idílica orilla del río se transformó en un
pandemonio. Aterrado y en posición fetal respiraba
aceleradamente mientras me imaginaba cómplice del delincuente que
se había arrojado al agua o instigador del posible suicida. No sabía
bien de que se trataba pero si yo estaba ahí, en ese desgraciado
instante por culpa del desgraciado padre de Catherine, dueño de esa
desgraciada voz que pulverizó mi entusiasmo, alguna conexión se me
atribuiría. A ningún policía se le ocurrió mirar el interior del viejo
Citroen y en media hora, mientras yo seguía fabricando
explicaciones en francés, volvió la calma exterior. Sólo la exterior. Mi
sistema nervioso, castigado por tantas emociones, me mantuvo
despierto hasta el amanecer. Cuando Catherine llegó para anunciar
que ya no había moros en la costa, encontró un Guillermo exangüe y
dispuesto a dar su vida por una caricia, un baño y una taza de café.

Y fue allí, en ese baño, acostado dentro de esa bañera tibia y


perfumada, mientras la puerta entreabierta me permitía escuchar a
Mozart y ver el ir y venir de Catherine por la casa, que surgió la
inevitable idea que jamás antes me había planteado: “Me tengo que
casar con Catherine”. Sonaba tan lógico, tan natural, tenía los
contornos de ser la promesa exacta para una vida donde nuestra
química sería un estímulo constante para hallar ese plus de la
existencia que sólo aparecía cuando estábamos juntos. Claro que sí,
esta misma tarde se lo diría, no a la salida del baño, claro que no, eso
merecía una fiesta y ambos teníamos trabajo por delante. Sí señor,
estaba decidido. No pude pensar otra cosa durante el resto del día.
Ensayé fórmulas, busqué palabras, por momentos pensaba que debía
decírselo el español, al instante siguiente que lo ideal sería en francés
o porqué no en inglés un idioma neutro. Por un instante surgió la idea
del rechazo. Si me dice que no todo se va al diablo. Pero el ímpetu del
arrebato de la bañera continuaba intacto y el amniótico recuerdo del
agua continuaba haciendo de las suyas.
A las tres de la tarde le llamé por teléfono y luego de las amorosas
palabras que siempre nos prodigábamos dije con toda la escasa
solemnidad de que soy capaz:

- “Esta noche tengo algo importante que decirte”.


- “Bueno” – rió Catherine acostumbrada a mis disparates.

Eran las siete de la tarde. Llegamos casi en el mismo momento lo que


interpreté como un signo auspicioso. Nos paramos frente a la ventana
y tan pronto salió el: “¿Qué me tenías que decir?”, arremetí
como un toro miura y lancé, en un dudoso francés, el muy mal
meditado:
- “Me quiero casar contigo”
Me sonó a frase de compromiso, sin emoción, sin alma. Fue como
decir: quieres que prepare la comida o quieres un manta para
abrigarte.
Catherine permaneció en silencio, insistí:

- “¿Qué dices?”.
- “Je dit oui naturallement” (1) – respondió una Catherine sin
asombros y a quien la perspectiva de casarse conmigo le
parecía normal, casi inevitable.

Y ahí, como si hubiese estallado una bomba destinada a disolver


emociones y recuerdos, comenzó el antimilagro. El inexplicable
derrumbe de todo. La química se esfumó como por encanto. El
acogedor líquido amniótico de la bañera transmutó en hirientes
estalactitas heladas. La habitación se transformó en un sitio inhóspito
que era urgente abandonar. Quedé sin fuerzas, como si hasta ese
momento sólo me hubiese sostenido el poder de la decisión tomada.
Recibido el “sí” tan deseado el mundo se hizo trágicamente
incomprensible. Lo que me rodeaba parecía un borrador de mal gusto
del sitio que hace un instante rozaba la perfección. Catherine, aún
ajena a la borrasca, me mostraba sus dientes en una mueca
desconocida. ¿Qué hacíamos allí, dos desconocidos, decidiendo el
futuro? Asombrado por lo que acababa de hacer, en lugar de
acercarme, me senté, como si en esa posición pudiese conjurar la
corriente de lava que deformaba y petrificaba lo que hasta entonces
había sido la más espléndida promesa de vida a la que me había
asomado. Todo lo que había frente a una Catherine sosegada era un
despojo humano, sin voluntad, sin brújula.

- “Es normal” – dijo suavemente mientras acariciaba mi nuca.


- “¿Qué es normal?” – pregunté por decir algo.
- “Que te sientas así”.
- “¿Cómo ´así´?” – dije entrando en una de mis variantes
idiotas.
- “Así quiere decir asustado. Has asumido una responsabilidad
que, de momento, parece excederte”.
- “¿Sí?” – pregunté mientras recuperaba, gracias al masaje de
nuca, un punto de apoyo en el mundo exterior.
- “Sí, ya va a pasar” – afirmó Catherine con la misma voz que
empleaba mi madre para anunciarme el fin de un dolor, pero
sin darme el mínimo espacio para retirar la propuesta.
- “Sí, seguro que va a pasar, soy un boludo. Excusez- moi”. (1)
- “Tres boludo, tres, tres boludo” (2) – dijo Catherine
procurando modelar la plastilina en la que me había
convertido y evocando esta palabra cuya sonoridad le
apasionaba y cuyo significado nunca terminó de comprender.

En este caso el uso del ´boludo´, que solía dispararme a radiantes


meditaciones metafísico- testiculares, cayó en un vacío que debió
alarmar a la futura madre de mis hijos y abuela de mis nietos.
En las orillas del drama decidí quemar las naves:
- “Vamos a casarnos ahora mismo”- exclamé con la voz
compungida de quien propone visitar al médico una vez que
los remedios caseros han fracasado.
- “¿Ahora?, ¿Maintenant?” (1) - dijo Catherine tratando de
entender y más sorprendida por la prisa que por el tono
funerario en el que la propuesta fue formulada.
- “Sí, ahora, tiene que ser ahora” – insistí poseído por una
histeria premonitoria.
- “Pero son las siete de la tarde” – argumentó.
- “No importa, la hora no importa” – insistí decidido a
masacrarme por no haber sabido callar a tiempo.
- “Mais tout est fermée maintenant (2) y además mamá se va a
poner muy contenta si se lo contamos a ella primero que a
nadie”.
- Está bien – asentí aliviado sin saber que a partir de ese
instante todo lo que hiciéramos se convertiría en un recuerdo
que cada uno, por distintas razones, evitaría evocar.
Catherine propuso cenar, como terapia de shock para mi desolación,
en un restaurante ruso cuyo bortsch y cuyas balalaikas solían encender
mi ánimo y atizar mis hormonas. Todo tuvo gusto a desastre. No
podía, por más esfuerzos que hacía, sacar la cabeza del pantano. Ni el
buen vodka, ni el mejor vino, ni el coro del Ejército Rojo como
música de fondo, hicieron efecto. Me era imposible desalojar al
imbécil que se había apoderado de mí.

A la mañana siguiente, aún en estado de conmoción pero con la careta


mejor adaptada, acepté la propuesta de Catherine de ir a Vouvray para
anunciárselo personalmente a Jeannine, su madre. Mi voluntad,
pulverizada por el terror, había desaparecido. Si me hubiese propuesto
una expedición en camello a Mauritania también habría aceptado. El
vendaval interior era tan penoso que las voces exteriores llegaban
huecas y deformadas.
Por la noche desembarcamos en Vouvray y, por primera vez,
dormimos en un espléndido lecho nupcial que parecía anticipar el
futuro. El cuerpo, dueño de proyectos propios y con sus propios
objetivos, cooperaba activamente para que mi desazón no se
manifestara en indiferencia física. Años más tarde, en situaciones
semejantes, envidiaría esa juvenil capacidad de desdoblamiento que
tantas ansiedades, propias y ajenas, puede calmar. No fingía,
simplemente me internaba en un papel que silenciaba
momentáneamente las dudas.
Esa mañana, durante el desayuno, Jeannine se abalanzó sobre mí con
más abrazos y besos de los que yo podía imaginar en una juiciosa
dama francesa. “Je le savais deja, je le savais deja” (2) exclamaba
mientras me miraba con los ojos empapados y una sonrisa que no le
conocía, era como si acabase de resolverles un gran problema familiar.
Había desatado, sin quererlo, una locura colectiva, en la que yo sería
la primera víctima. Esa mañana en Vouvray fue de inusitados
preparativos prematrimoniales y se coronó con un almuerzo donde los
futuros esposos y la futura suegra descorcharon varios vinos chenin de
la región que hacia tiempo esperaban esta ocasión.
Por la tarde iniciamos la procesión por la familia. Primero la abuela
que me auscultó serenamente, luego, delante de ella, fui sometido a la
imprescindible ceremonia llamada “la prueba de los niños”. El
horrible experimento consistió en lanzarme una jauría de criaturas
para observar sus reacciones frente al desconocido que pretendía
ingresar en la familia. Si ellos te aceptan, se supone que eres buena
persona y serás un buen marido, si te rechazan, hay que desconfiar.
Los niños, que eran mi penúltima esperanza para que todo volviera a
ser bello y prometedor como antes de pronunciar el “me quiero casar
contigo”, parecían encantados de tener un tío nuevo y desgarbado que
venía de un país remoto y carnívoro. Los tuve trepados a mi cabeza
durante un par de horas lo que sirvió para convencer a la familia que
Catherine, finalmente, había hecho una valiosa adquisición.
Sufridas todas estas penurias regresamos a la casa campestre de
Vouvray donde, por primera vez, la incomprensible alegría de ambas
mujeres eclipsó felizmente la aguda sensibilidad que solían tener para
captar malestares ajenos. Y aunque dadas las circunstancias esto era
lo mejor que podía ocurrir, me sentí solo, desamparado y con una
enorme dificultad para elaborar respuestas racionales. Todo volvía
obsesivamente al “me quiero casar contigo” y las cuatro minúsculas
palabras se engullían cualquier intento para explorar una salida que no
condujese a la angustia. La idea del matrimonio había debilitado el
magnífico aparato racional de Catherine y mi único punto de apoyo se
había evaporado. Catherine amante transformada en Catherine futura
esposa y Guillermo amante transformado en Guillermo mártir,
desarmaban, sin quererlo, el prolijo rompecabezas resuelto juntos.
Cada pieza de ese juego estaba hecha a partir de una visión del otro
que disolvía las diferencias en una intención lúdica sin pasado, ni
futuro. El “hoy es todo lo que tenemos” de los días felices, se
convirtió en un “¿qué vamos a hacer mañana?”, y provocó un
atolladero de respuestas irresueltas que enrareció la comunicación.
Mis tempestades internas permanecían ocultas. El lento tsunami que
se gestaba estallaría, unos meses más tarde, en una localidad rural
cercana a Rosario. Mientras tanto el roer interior de las emociones
reprimidas era controlado por la obra sinérgica de sexo y valium. El
frenesí nocturno creaba la apariencia de una comunicación intensa.
Pero ya el “antes” y el “después” habían dejado de ser los instantes de
fiesta de nuestra relación. Ahora honrábamos el orgasmo y el sueño.
Me aproximaba, me alejaba, era uno con Catherine, luego la burbuja
reventaba y me volvía extraño, distante. Rozaba el cielo, estallaba
contra los adoquines del infierno, rebotaba de un sentimiento a otro,
el presente ardía, el futuro cegaba.
Aunque el sólo pensarlo resultara ridículo en una sociedad como la
francesa, mi ultima esperanza radicaba en una negativa tajante,
musulmana, con anatemas y amenazas, por parte del padre. Tenía cara
de pocos amigos y era el único de la familia que jamás se rindió al
arma de mi simpatía. De cejas espesas y unidas como las del hombre
lobo, era accionista de una gran compañía naviera y solía burlarse de
mi mal francés. Pero mi suerte estaba echada: el irresponsable
cejijunto aceptó. Sólo propuso una suerte de condición que su hija
querida y un semoviente llamado Guillermo aceptaron: debíamos
pasar seis meses en Argentina y seis en Francia, él se haría cargo de
todos los gastos. La estimulante promesa sirvió, ignoro la razón, para
incrementar mi angustia. Puesta a andar, la maquinaria matrimonial
era un monstruo con inercia propia: los primos de Catherine que
vivían en un fantástico chateaux medieval, lo ofrecieron para la fiesta
y nos reservaron una habitación, cuyo lecho tenía el tamaño de una
piscina olímpica, para la noche de bodas.
Luego de una breve conferencia íntima mis futuros suegros me
comunicaron que ellos invitaban, con todos los gastos pagos, a mis
padres para participar de la ceremonia y pasar unos días en familia.
El cerco se había cerrado definitivamente. La angustia tornó
claustrofobia. Acorralado y obligado a fingir sólo esperaba con
ansiedad treparme al barco que desde el puerto de Le Havre me
devolvería a la Argentina.
Pero antes regresamos a París en estado de ex amantes, actuales
novios, futuros esposos. Yo con nueva abuela, sobrinos rarísimos y
endemoniados, suegro cejijunto, suegra criadora de perros de carrera,
una bodeguita de vinos nada despreciable, la herencia de un mini
emporio naviero, la promesa de una vida seminómada y una
incalculable angustia que, pensaba, debería administrar por todo el
resto de mi existencia.
Pasada la euforia de los preparativos familiares Catherine reparó en el
objeto viviente que la acompañaba.

- “No te veo muy contento” – dijo

Haendel había escrito su Aleluya para ese momento, estoy seguro. Y


aunque no escuché el coro, saber que podría decir lo que sentía, me
produjo un alivio que precedió al largo discurso acumulado.
Eligiendo las palabras dije: “Son muchas cosas nuevas, tengo que
digerirlas” y me quedé callado como si eso tradujese los enormes
deseos que tenía de salir corriendo, de evaporarme o de que alguien
me revelara que todo había sido un sueño. Y agregué en el mayor acto
de amor jamás tenido para con Catherine: “No te preocupes”.
Para luego, reconfortado por mi exquisito masoquismo, tratar de
intentar la recuperación del tono lúdico de nuestras conversaciones.
No lo logré plenamente, pero fue suficiente como para tranquilizar a la
princesa de Chambord.
Con ocupaciones reales o inventadas logré que los últimos días
transcurrieran sin espacios para hacer más planes relacionados al ya
inevitable matrimonio. Necesitaba volver al “hoy es todo lo que
tenemos” para rehacer los lazos estragados por mi pavor ante la
formalización de las relaciones. Si no lograba irme con una ilusión
nunca volvería. Mis sentimientos, trasegados por fuerzas interiores
que no comprendía, debían volver a su lugar. Estaba seguro que era
posible. O casi posible. O estaba casi seguro, no sé. Sé que debía
intentarlo. El recuerdo de la euforia compartida no había desaparecido.
Sólo había desaparecido la euforia. ¿Cómo recuperar la emoción en un
sitio donde todo es distinto? La casa y los objetos habían perdido luz,
sabor la comida, emoción los reencuentros, sorpresas la conversación.
Vivíamos ahora en un simple departamento de la Avenue de
Versailles, y no como antes en el único sitio posible donde todo era
una fiesta y la vida un renovado rito iniciático para descubrir su
sentido.
Mis esfuerzos, los de Catherine y la voluntad de engañarse siempre
recurrente, hicieron el resto: crearon la trama mínima indispensable
para que la ficción siguiese su curso.
Y tanto lo siguió que el día en que me embarqué en Le Havre no
dudaba que cinco meses más tarde estaría, junto a mis padres, en
Vouvray, para celebrar una boda cuya sola mención me congelaba el
alma.

XI
Nadie notó, felizmente, que cuando abordé al barco que me llevaría de regreso a
la Argentina, tenía una enorme argolla rodeando mi cuello y un cable de quince
mil kilómetros que me traería de vuelta en poco tiempo.
Todos parecían indiferentes a este sujeto engrillado, desmoralizado, que se decía
debussolé10 en francés, porque su desorden era netamente francés y que para que
alguien lo entendiera en ese barco del Río de la Plata debiera haber confesado
que su cabeza nadaba en una nube de indescriptibles flatulencias.
Sólo sabía que me iba para volver y casarme, de eso no me cabía duda.
El mar, un director de cine y un cuidador de caballos de polo como compañeros
de camarote, más los códigos de la infancia que flotaban conmigo en ese
trasatlántico argentino, me permitieron aflojar los grilletes de la asfixia
matrimonial y volví a respirar como solía hacerlo antes de caer en mis
decisiones apresuradas. Casi parecía una persona normal, o esa era, al menos,
la impresión que me dejaba el espejo y las respuestas sin espanto que recibía de
la gente.
Simón, el director de cine, acababa de divorciarse y no tenía la mejor opinión
sobre el matrimonio, Clemente, el hombre de los caballos, sólo pensaba en
yeguas y para él en una mujer no era otra cosa que una yegua en dos patas.
No eran la mejor orientación para un desenamorado buscando la pista perdida,
pero serían mis compañeros de habitación durante veinte días y eran lo único
que tenía a mano.

10
Sin brújula
Simón a veces se compadecía y mirando el mar, como quien quiere ahogar sus
mentiras antes de que salgan, decía: parece una buena chica, es inteligente, te
quiere, creo que no te vas a arrepentir. Y antes de que fuera él quien se
arrepintiera, yo cambiaba de tema y todo quedaba en el mismo limbo en el que
venía flotando desde mucho antes de subir a bordo.
En realidad el barco era para mí como un útero gigante con vista al mar: flotaba,
me alimentaban todo el día, no tenía decisiones que tomar. No quería ir a
ningún lado: ni regresar a Europa, ni llegar a la Argentina. El útero, una vez
más, el lugar ideal, pero, como siempre, con un cronograma implacable.

Para Simón la televisión era un portento que podía cambiar la conducta de la


gente. Al menos eso era lo que él creía hasta que le conté mis jornadas
televisivas con los Di Fonzo en Buenos Aires. Tanto le impactó que cada vez
que alguien se incorporaba a nuestras charlas Simón repetía, ¿Cómo eran los
almuerzos en casa de los Di Fonzo Guillermo?
Y yo, que adoraba evocar esas jornadas de hombre aún libre, repetía:
En casa de los Di Fonzo el almuerzo dominguero era una institución hasta que
llegó la TV. El tío Gilberto, cabeza de la familia, decidió colocar el inmenso
aparato presidiendo la mesa y ahí comenzó el delirio. Nadie comprendió nunca
cabalmente que el televisor no era un comensal más. Brillaba, sonaba, a veces,
acaparaba la atención. Merecía una respuesta, era gente educada y si alguien les
hablaba, aunque fuera desde un aparato, ellos contestaban.
Ese domingo María Clara me invitó al almuerzo familiar.
La mesa sin Pampita -la abuela- era, según el tío Eduardo, como un agujero sin
bordes
-“Mamá estamos en la mesa, vení”, rugió el tío Gilberto, siempre frenético y
siempre usando una voz que parecía hecha para comunicaciones a larga
distancia. Sus amigos sostenían que era el primer hombre que había nacido con
megáfono incorporado, una envidiable joya de la tecnología argentina.
- “Estoy rezando el rosario”, replicó Pampita a quien no la intimidaban los
alaridos de su hijo y mucho menos que éste perteneciera al Partido Comunista.
- “Vení lo terminás mientras comés, dale que se enfrían los ravioles”. Raviol,
palabra dominguera como ninguna, interrumpió el soliloquio místico y nos trajo
a Pampita.
Apareció rosario en mano, nos saludo con esa sonrisa envuelta como para regalo
y, frente a los ravioles humeantes, intento concluir su última cuenta. Pampita no
contó con el televisor que acababan de encender y que lanzaba imágenes que
trastornaron a los Di Fonzo. Eran danzas folclóricas argentinas pero las
muchachas habían reemplazado las prendas tradicionales por faldas minúsculas
y provocativas. Cada giro dejaba a los Di Fonzo sin respiración, hasta que el tío
Gilberto bramó:
- “¿Dónde está el pudor de las paisanas argentinas?”
- “Eso, clamó al televisor Carmen, madre de María Clara, el pudor, dónde
está el pudor de nuestras paisanas”.
- “Ellas son modositas, opinó un tío de pocas opiniones”
- “Bestias, bestias, clamó la mesa al aparato”.
Mientras el tío Gilberto ya de pié lo amenazaba se escucho la voz de Pampita
que, siguiendo con el ritmo de las letanías de su rosario dijo:
- “unca nadie isto elulo de naisana gentina”
- “¿Cómo mamá?” , todos querían la opinión de Pampita
- “Digo”, -dijo hablando con normalidad y alejando el rosario como para
que no la oyera- “que nunca nadie hasta ahora había visto el culo de una
paisana argentina y perdonen pero si no termino mis rezos después no
puedo hacer la siesta”.
La opinión de Pampita cohesionó aún más la ira familiar que por consenso, para
el que fui consultado pues democracia es lo que sobraba en esa casa, decidió
suprimir esa obscenidad y seguir comiendo los ravioles.
Dónde se ha visto, carajo, paisanas de nuestra tierra mostrando el culo, fue la
conclusión final de ese improvisado simposio sobre folclore y pudor.

Mientras el barco entero se preparaba para los festejos del cruce de la línea
ecuatorial, los cincuenta años de Simón y los veinticuatro míos armaban y
desarmaban mundos en torno a la vida de pareja. Yo trataba de atrapar el
vínculo perdido con Catherine, contándole lo mejor de los mejores momentos.
Creía que el clic amoroso se había perdido como se pierden los objetos y que
como a éstos podría volver a encontrarlo. Estaba casi convencido que si hablaba
de ella como lo hacia cuando ella era indispensable, para que mi vida fuera mi
vida, podía recuperar el sentimiento extraviado. Si lo encontraba, todo volvería
a tener sentido y el viaje de regreso a Francia sería una fiesta y no un funeral
como anticipaban todos los pronósticos de mi meteorología interior.
El oído atento de Simón me empujaba a nuevas conclusiones que no siempre
eran felices. La confianza creciente entre nosotros me hizo menos prudente a mí
y más inquisitivo a Simón.
- ¿Por qué se me vino el mundo abajo cuando Catherine dijo sí?
- Porque lo tuyo era una fantasía y cuando las fantasías aterrizan se hacen
añicos.
- Una fantasía que resistió dos años de separación.
- Mientras no se confronte con la realidad el tiempo que dura una fantasía
no tiene importancia. Las fantasías religiosas nunca pueden ser
confrontadas con la realidad y duran eternamente.
- Lo que no entiendo –repliqué- es cómo una sola palabra, o cuatro, porque
Catherine dijo “Je dit oui, naturalement”, pudo borrar instantáneamente la
ilusión, el entusiasmo, todo, todo, hecho mierda porque a esa boluda se le
ocurrió decir “Je dit oui, naturalement”.
- Eh che ¿qué te pasa? –dijo un Simón asustado por mi principio de
histeria- es la primera vez que hablás así, ahora resulta que el ángel
comprensivo y tolerante se transformó en una boluda ¿qué mierda querías
que te dijera? ¿y si te decía no carajo, no quiero, sos un inmaduro, ibas a
reaccionar de la misma manera?
- Quería -dije, tratando de saber qué es lo que quería, pensando en voz alta-
quería que contestara como lo hubiera hecho mi mamá, que me explicara
que mi intención era estupenda, propia de un tipo excelente como yo, pero
que era apresurada, que había que pensarlo mejor, que había mucho
tiempo por delante. No sé qué mierda quería. Creo que cualquier
respuesta hubiese provocado una hecatombe pues la idea misma del
matrimonio significaba cancelar lo vivido hasta entonces. Fue como decir
hasta aquí llegamos, las cosas no van más como estaban. El matrimonio
no era un nuevo comienzo, era un punto final y lo que yo esperaba, creo,
es que Catherine dijera algo sensato, porque en esa pareja ella
representaba la sensatez. Debe haberme matado que primara en ella la
idea de institucionalizar la felicidad, porque ella y yo sabíamos que era
imposible. Pasamos horas haciendo el elogio del momento, de la
necesidad de atraparlo, vivirlo, desmenuzarlo y después, si te quedaban
ganas, usarlo de recuerdo.
- Guillermito escuchá bien, ¿sabés lo que vos querías? Vos querías que te
siguiera inflando el ego sin comprometerte, y ahí sí fue una boluda porque
no se dio cuenta que el último envión para inflarte te reventó”.
La lucidez de Simón hizo pasar el ocaso, fiesta cotidiana en medio del mar, a
segundo plano. Otra vez todo el mundo era sólo mi barullo interior. No obstante
lancé la frase personal más lúcida de todo el viaje:
- Sabés Simón que mi vieja nunca me exigió nada.
Simón, que era cineasta, que era buenísimo y que por nada del mundo me
hubiese querido joder, dijo:
- Después de una confesión así la cámara hace un paneo por cubierta,
incorpora el balanceo del mar y termina yéndose con este atardecer del
carajo. Luego - agregó como para que todo terminara como siempre
terminaban nuestras conversaciones- aparecés vos vomitando por la
borda.
Finalizada la sesión de terapia marina nos fuimos a cenar y a escuchar, como
cada día, las hazañas de nuestros compatriotas en tierras europeas. Los
comentarios eran tan edificantes como “no vas a comparar un bife argentino con
esas salsitas de los franchutes”; “no saben morfar11, no saben”, “qué van a saber,
comen carne una vez a las quinientas”; “no vas a comparar las pizzas argentinas
con las de los tanos”; “y las pastas che, las pastas argentinas son mejores, claro
tenemos mejor harina”;

11
comer
“como la Argentina no hay, que va a haber, no jodan”. Yo –ante tanta
profundidad de opiniones- no podía evitar el recuerdo de una propaganda
durante la Segunda Guerra Mundial que, luego de hacer alusión al horror en
Europa, decía, refiriéndose a la Argentina “tierra arada huele a patria y es mejor
que siga arando”. Simón callaba, sonreía e intercambiaba miradas cómplices
conmigo. Los dichos de la mesa solían luego mezclarse en nuestras
conversaciones con los pesares de mi promesa matrimonial y de vez en cuando,
si yo le daba un respiro, con algún recuerdo de mi paciente amigo.
- ¿Y qué pensás hacer ahora que la tenés más clara?, preguntó Simón
después de esa cena filosófica y seguramente sintiendo que mis desvaríos
eran más interesantes que las opiniones sobre lo maravillosa que era la
Argentina.
- Casarme
- ¿Casarte?
- Tengo que hacerlo, no sé si porque no me animo a volver atrás o porque
me quiero castigar, pero es lo que voy a hacer. Cuanto menos me quiero
casar, más dispuesto estoy a hacerlo. No entiendo, es como una
compulsión.
- Estás rayado, escribile una carta, explicale lo que te pasa, decile que
necesitás más tiempo, boludeces así, al final van a terminar jodiéndose los
dos, o no, a lo mejor le agarrás el gustito a eso de vivir seis meses en
Argentina y seis en Francia.
- Esa fue una imposición pre matrimonial del hijo de puta de mi suegro,
además Catherine, cuando estemos en Argentina va a vivir en Tierra del
Fuego, quiere estudiar los restos de la cultura ona.
- Con una mina así no te podés aburrir
- Nunca me aburrí con ella, o gozaba, o aprendía o sufría como un hijo de
puta, pero nunca tenía tiempo de aburrirme. O me tenía en el aire como un
barrilete o me pateaba por el piso como a una pelota. Y eso de volar o
arrastrarme dependía exclusivamente de mí, ella era siempre la misma.

Cómo hubiese querido contarle a Simón que Catherine me confesó un día


que tenía un amante o, mejor dicho, que yo era su amante y que su novio
de verdad, el firme, el fijo, el para toda la vida se llamaba Yves.
Pero para mi desgracia no fue Catherine, fue Mireille y ocurrió catorce
años después cuando, ya instalado en París, había desactivado los hábitos
provincianos y me proponía, como todo cuarentón, a revivir la
adolescencia. Oportunidades no faltaban.
- Esa mina te saludo, dijo Osvaldo en la cafetería de la UNESCO
- ¿Cuál, la morocha?
- Ese avión que está ahí, mirala te sonríe.
- ¿Nos conocemos?, dije acercándome a una de las sonrisas más seductoras
de todos los organismos internacionales reunidos.
- No pero podemos conocernos, respondió Mireille quien, desde ese
momento y casi por dos años, siguió sorprendiéndome con respuestas y
comentarios que crearon en mi una adicción irresistible.
Y nos conocimos. El primer acto fue una fiesta de anarquistas en la banlieu
parisina. Allí, mientras los abuelitos se reunían en torno a un acordeón, sus hijos
conversaban cerca de la parrilla, los nietos bailaban, las lesbianas se decían
piropos encendidos, los gays jugaban sus juegos y los niños corrían entre todos
como si fueran una cinta de transmisión entre las diversas posibilidades de la
fauna humana. No estaba asombrado de la diversidad, París ya me había
acostumbrado, estaba asombrado del respeto y del clima de fiesta.
Una de las dueñas de casa, era un condominio en forma de herradura con
jardines comunes, nos comentaba al ver la conducta de su hermana:
-En todas las fiestas se pone ligeramente lesbiana, el resto del tiempo vive
persiguiendo chicos.
- Es la edad, reflexionó Mireille, como si estuviera hablando del acné.
Pensé en los comentarios sombríos que habrían atravesado mi cabeza unos años
atrás y, sintiéndome extraordinariamente feliz, descubrí, igual que en Chambord
en 1962, que había estado esperando este momento toda la vida.
Pero Mireille no era Catherine y mi euforia era otra. No tenía que hacer nada
para conquistar a esta libanesa que parecía encantada de tenerme a su lado. Me
sentía una presa de lujo. Un rehén equivocado. Esta mujer, que arrancaba
suspiros en la UNESCO, estaba decididamente loca o había hecho una promesa.
Ni una cosa, ni la otra, Mireille disfrutaba viéndome disfrutar y sentía que ponía
tanta atención en ella que, en pocos días, nos convertimos en amantes, amigos,
cómplices. Nos contamos todo. Todo. Era inevitable que no hubiera secretos
pues su casa estaba sembrada de fotos de Yves, apuesto y atrevido francesito
que, por orden de aparición, era el novio de mi amante.
Mireille me contó a mí, su amante latinoamericano, la historia de sus padres
bombardeados diariamente en Beirut y la de su compañero francés con el mismo
encanto con el que Sherezade contaba sus cuentos al sultán.
Nunca supe si fue el encanto oriental o la calentura de mi segunda adolescencia,
pero nada, absolutamente nada que dijera Mireille, sonaba mal. Su francés
delicioso y sus interjecciones en árabe construían un mundo donde Yves y yo
encajábamos a la perfección. Parecía incluso que las cosas debían ser así. No
trataba de convencerme, sólo me hizo parte de una historia que acepté sin
chistar. No era resignación. Era observar la realidad desde otro ángulo. Todo
volvía a parecerme imprevisible y maravilloso.
Mi turno iba de lunes a jueves, el fin de semana, con viernes por la noche
incluido, pertenecía a Yves.
En esas andábamos cuando un martes a las siete de la tarde, día y hora que me
pertenecían, sonó el timbre.
- ¿Quién es? Pregunté apoltronado y en pantuflas como parte de ese hogar
de cuatro días y medio.
- Es Yves, respondió impasible la libanesa y agregó, no se qué tiene que
hacer aquí un martes. Todo esto dicho como si hablara de su último
resfrío o siguiera el hilo de un relato sin importancia que se iba
produciendo a medida que lo contaba.
- ¿Qué hago?, pregunté
- Nada, qué vas a hacer, quédate donde estás.
Luego de las presentaciones Mireille no dejó solos y se abocó a desarmar dos o
tres maletas donde Yves, el último fin de semana, había dejado olvidadas sus
raquetas de tenis.
- Te llamas Guillermo como Vilas, dijo relajado el novio de mi amante que,
hasta el presente, no había sido informado de mi presencia en su vida.
- Si, ¿qué tal Vilas, ganó bien el Roland Garros? Pregunté aprovechando
que mi compatriota acababa de ganar ese torneo.
- Tenis atómico, dijo Yves y luego me dio una serie de precisiones técnicas
que si bien me importaban un comino, me parecían ideales para evadir
otros temas.
Nunca imaginé que alguien pudiera demorar tanto en buscar una raqueta de
tenis. Pero Mireille era imprevisible para todo, hasta para buscar raquetas de
tenis en las maletas que cada fin de semana usaba para abandonarme e irse con
ese truhán, simpatiquísimo, corpulentísimo y, hasta ese momento, tolerantísimo.
Finalmente las raquetas aparecieron, nos despedimos con la cortesía y los
“encantado” de rigor y volvimos a lo nuestro, a lo de Mireille y mío digo, que
era un yo preguntar y ella asombrarme, encantarme, mostrarme la superficie del
planeta Marte en el que parecía haber estado viviendo hasta un instante antes de
que Yves llegara y se fuera:
- ¿Et maintenant que vais je faire?12 Dije usando la melodía de una
canción de Gilbert Becaud.
- Rien de rien13, contestó Mireille recordando a la Piaf
- ¿Qué te dijo?
- ¿Quién? Dijo Mireille como si no acabase de caer sobre nosotros un
meteorito.
- ¿Yves, quién más?
- Nada qué me va a decir
- Pero se dio cuenta
- ¿Cuenta de qué? Siguió la impasible libanesa divertidísima con mis
sustos de amante latinoamericano pescado in fraganti.
- De mí, de mí, dije tratando de explicar lo que no requería explicación
- Tonto no es, dijo Mireille mientras retiraba unos papeles de la mesa y
me hacía ver que era hora de cenar y que esa noche me tocaba cocinar a mí.
Aunque yo moría por seguir con el tema, Mireille, sin evitarlo, lo trataba como
si fuera algo más, algo tan importante como el almuerzo del mediodía o el
12
¿Y ahora que voy a hacer?
13
Nada de nada
espectáculo de flamenco que habíamos visto el día anterior. Nada alteraba a esta
libanesa a cuyos padres debía llamar cada día a Beirut para saber si seguían
vivos.
El viernes nos dijimos “chau, buen fin de semana” y yo, esa vez, audaz, agregué:
“saludos a Yves”. Merci dijo Mireille mientras hacía sus últimos aprestos para el
fin de semana con su novio y yo regresaba a mi departamento de soltero en la
Rue Laugier.
El lunes, a primera hora Mireille apareció radiante como nunca y bellísima
como siempre y me conminó a desayunar con ella.
- No imaginas lo que pasó el fin de semana
- No, ni idea, respondí sabiendo que con aquellas mujeres del primer
mundo mis cálculos nunca daban en el blanco.
- Estábamos cenando con un grupo de amigos –dijo Mireille con una
sonrisa capaz de detener el tiempo- cuando Yves comenzó a hacer sonar
su copa con el cuchillo y después de ponerse solemnemente de pié y toser
como quien va a decir algo muy importante, dijo: “quiero hacer un
anuncio: Mireille tiene un amante, es argentino, se llama Guillermo como
Vilas, es muy simpático y yo estoy muy contento porque así Mireille está
bien acompañada.”
- ¿Eso dijo?, no podía creerlo, le pedí que me lo contara de nuevo y de
nuevo y que lo jurara, y que me lo dijera despacito, casi deletreando, para
saber si yo no estaba escuchando lo que quería escuchar.
- No terminó ahí, estaba encantado con el tema y decía riéndose que tú te
levantaste de “su” sillón y lo saludaste como si lo conocieras de toda la
vida. “me hizo sentir como si estuviera en casa, es un encanto ese
argentino”.
- ¿Eso hice? Pregunté alelado conmigo mismo y sintiéndome más que feliz
de haber parecido tan civilizado.
- Ah, insistió la libanesa, y te agradece tus saludos y me encargo de darte
los buenos días.
- ¿Civilización o barbarie? Pensé recordando, no se bien por qué, un libro
de Sarmiento.

Todo eso hubiese querido contarle a Simón. Decirle que no era tan idiota como
parecía, pero por ese tiempo era tan evidentemente idiota como parecía y Simón
se quedó con mis quejas adolescentes, mis ayes de inmaduro y mi mirar el
mundo tratando de encontrar alguien que me explique de qué se trata.

La postal que envié desde las Canarias a Catherine decía: “Pienso en ti”, no
decía de qué modo, ni en medio de qué torturas, sólo decía la verdad. Desde Río
la segunda postal decía: “Te encantaría Guanabara”, nada de te quiero, te
recuerdo. Las postales eran como decir presente cuando pasan lista y después
estar en otra cosa. Atenuaban mi sentimiento de culpa.
El puerto de Buenos Aires, como París en verano, era una fiesta. ¡Y qué fiesta!
Mis viejos, mis amigos, yo, todos agitando brazos, vociferando sonidos
primitivos que pretendían ser palabras, haciendo gestos que me decían la tribu
esta con vos, que les decían yo estoy con la tribu. Útero, códigos, oasis, la paz
en el único lugar del mundo donde la vida merecía vivirse.

XII
Solía atravesar a menudo el Río de la Plata en el Vapor de la Carrera. El viaje
entre Buenos Aires y Montevideo era una fiesta. Un paréntesis a la realidad
agobiante que vivíamos entre el fin de la década del sesenta y el inicio de la
década del setenta. Partía por las noches de la capital argentina y llegaba a las
seis de la mañana al puerto de Montevideo. Nadie dormía, nadie quería perder
esa noche casi irreal. Para mí, era también un viaje por el tiempo. El Vapor de la
Carrera estaba cargado de historia, allí se habían palpitado desde los años 20 los
clásicos hípicos de Palermo y Maroñas. Allí las burguesías argentina y uruguaya
olvidaban diferencias, trenzaban alianzas y, mientras trataban de asegurarse que
el futuro fuera siempre así, con ellos jugando y el pueblo yugando14, barajaban
pronósticos de las carreras que se avecinaban. Siempre jugando, con caballos o
con seres humanos, a veces dueños de los resultados y siempre dueños de la
historia.
Eso pensaba mientras atravesábamos ese río que no es río, sino un mar de aguas
marrones y sentía nostalgias de un pasado que sólo conocía a través de la
literatura argentina. Era también como revivir el mundo de mis padres que, más
favorecidos por el dinero que sus hijos, solían escaparse a Montevideo o a Punta
del Este cuando les asomaban las ganas.
En este milenio el Vapor de la Carrera se ha convertido en un museo-mercado
inmovilizado en Buenos Aires, en las aguas del inmundo riachuelo de la Boca.
Allí intenté sentir nostalgias de aquellos viajes y nostalgias de las nostalgias que
me poseían cada vez que trepaba a ese barco. No fue posible. Sólo visité una
nave estática a la cual el óxido, bajo la pintura que brilla, le ha devorado hasta
los recuerdos.
En ese tiempo, con menos hechos para recordar, tenía más nostalgias. Ahora,
con tantos recuerdos, mi nostalgia parece haberse mudado para dejar espacio a
la curiosidad por el presente. En mí las nostalgias pesaban cuando aún mi futuro
personal me interesaba. Eran como un puente que me hacía sentir vivo y
continuando una propuesta que, aunque difusa, siempre tenía la forma de algo
que puede existir. Luego, los años, que según creía debían sumergirme en los

14
trabajando
recuerdos, me han liberado, no de ellos, pero sí de la ansiedad por repetir la
historia.
Fue en el regreso de uno de esos viajes, que el mundo, que ya se me había
venido varias veces encima sin lograr que reaccionara, comenzó a abrir los
entresijos para que intuyera los peligros del berenjenal por donde andaba
chapoteando sin más conciencia que mi entusiasmo y una buena fe que le sabía a
mermelada a los buitres que, a balazos y dentelladas, usaban la desorientación y
el afán de absoluto de los jóvenes para transformarlos, sin preparación alguna,
en soldados de una causa irrealizable. Escuchar a muchachos de veinte años
hablar de su propia muerte con una naturalidad que ni siquiera suelen usar los
ancianos era aterrador. Mi sentido común y los pliegues más primitivos de mi
cerebro se resistían a aceptarlo. Desconcierto, dolor, rabia y repugnancia eran
los pilares sobre los que me apoyaba para entender y responder a aquello que
excedía mi razón.
Tom que viajaba conmigo y que en materia de ver detrás de las apariencias era
casi tan estúpido como yo, dio la patada inicial:
- No fue casualidad –dijo como quien descubre la aguja en el pajar.
- Que mierda va a ser casualidad, respondí sin saber que iba a responder
eso. Luego vino un soliloquio al que Tom solía invitar con su silencio y
con una suerte de reverencia hacia quien jugaba a la inocencia con
apuestas más fuertes que la suya.
Habíamos ido a una de las tantas reuniones internacionales en las que el tema,
como siempre, era la solidaridad, la pobreza, la marginación, el trabajo social.
Nos hospedaron unas monjas encantadoras y vivarachas. Se vestían de azul y
nos atendían con un cuidado que nos hacía sentir que el mundo dependía de
nosotros. Terminada la primera jornada un grupo de desconocidos nos cambió
de alojamiento, con un estilo cortés pero imperativo, como si se tratara de una
cuestión de vida o muerte. Y se trataba, lo olí al instante, de una cuestión de vida
o muerte. Una hora después el local de las monjas era intervenido por la policía.
Dicen que Dan Mitrione, el jefe de la CIA en Montevideo, ya sabía de qué se
trataba. Los Tupamaros, guerrilleros lúdicos y cancheros hasta el hartazgo, le
ganaron de mano y nos mandaron a un sitio donde al día siguiente la reunión
concluyó sin sobresaltos. Nadie, que yo supiera, pertenecía a la guerrilla, sin
embargo ésta, en Uruguay, pretendía vincularse con todas aquellas personas a
las que consideraban posibles agentes de cambio. No sé si coparon la reunión, si
la organizaron o si pasaron de casualidad, sé que la paranoica policía uruguaya,
desde que fotografiaron a su presidente orinando, veía todo color tupamaro, y
por poco no nos sumamos a los desaparecidos de la época.
- Ves Tom, decía, estamos en el medio. En el puto medio. Para la guerrilla
somos fachos, para la policía somos comunistas y nosotros como boludos
hablando de Derechos Humanos como si fuera el tema más inocente del
mundo. En Rosario les presto el mimeógrafo a los troskos hijos de puta en
nombre de la libertad de expresión, el local a los marxistas en nombre de
la libertad de pensamiento. Estoy loco, Tom, estamos locos. Seguro que
terminamos todos en cana. Si el Viejo (Perón) no vuelve y pone orden nos
vamos todos a la mierda. ¡Que quilombo por Dios! Pucho, el
revolucionario ideal, preso por sacar a hacer turismo a los de las FAR
(Fuerzas Armadas Revolucionarias) en un auto robado. Sí, estaban
haciendo turismo, aunque no lo creas, conociendo Rosario. Venían a
planificar la lucha armada y de paso ventilaban el alma conociendo las
bellezas de la ciudad. Con pelotudos así cómo carajo podés cambiar algo.
Y ahora el boludo escribe desde la cárcel que nunca se sintió tan bien. Se
siente héroe y como ahí no puede decidir un carajo está feliz. Volvió al
útero. Irresponsabilidad absoluta. Cuando salga seguro que lo matan.
(desgraciadamente así ocurrió un par de años más tarde) Si la cárcel es la
felicidad, la muerte debe ser el paraíso. Y nosotros planificando
experiencias de trabajo social para que la gente sepa cómo es su país y
cuáles son sus responsabilidades. Lo averiguan después de haber vivido
en el limbo veinte años y se sienten tocados por el Espíritu Santo, quieren
hacer justicia con sus manos, se preguntan con cara de cojudos cómo la
historia los ignoró por tanto tiempo y ponen manos a la obra, hacen la más
fácil, matan o instan a matar a explotadores o represores como si todo se
redujera a eso. Desde el momento que toman conciencia ya la revolución
corre por su exclusiva cuenta, navegan como hipnotizados por los
extremos y los que no piensan igual son unos cagones y sus antiguos
amigos unos irresponsables. Van a terminar todos presos o muertos. Y
nosotros atrás haciendo cola para que la bronca recién estrenada de estos
termine arrastrándonos. Esto va a acabar mal, acordate lo que te digo. El
otro día vino Carlos M. a casa, hacía un montón de tiempo que no lo
veíamos, se corría la bola de que se había metido con los Montoneros.
¿Sabés qué nos dijo el hijo de puta: “Esta noche la policía viene a
buscarlos a ustedes. Lo se de buena fuente”. Estaba con Tuiti y Osvaldo
en la casa. No nos cabía un alfiler en el culo del susto. ¿Y qué hacemos?
Fue la pregunta. “Se vienen a Venado Tuerto15 conmigo. Yo los escondo
en casa, nadie va a sospechar y cuando todo pase regresan”.
- ¿Y ustedes qué hicieron?, Tom comenzaba a enterarse que el mundo no
era tan simple como solíamos presentarlo en nuestras charlas.
- Conversamos un rato a solas. Le dijimos a Carlos M. que nos esperara.
Los tres tuvimos la misma opinión: no nos vamos ni cagando a ningún
lado, si vienen que vengan, ya veremos qué hacemos. Carlos M. estaba
azorado, no podía entender que fuéramos tan boludos, tan irresponsables o
tan lúcidos. Vaya a saber qué pensaba ese fanático. Se dio por vencido y
se fue.

15
ciudad situada a 100 kms de Rosario
- Buen tipo el Carlos M. –dijo un Tom cuya cándida boludez era
incorregible.
- ¡Qué va ser buen tipo! Es un reverendo hijo de puta, ¿para qué te crees
que nos vino a buscar? Para hacernos montoneros a la fuerza, boludo, a
eso estaba jugando, a reclutar. Nos llevaba a Venado Tuerto, nos tenía un
mes escondidos y cuando la gente viera que habíamos desaparecido de
circulación, dejado el barrio y el laburo16 y nadie supiera más de nosotros,
se armaba la historia de que habíamos pasado a la clandestinidad. La
policía se enteraba en un santiamén y nos metía en la lista de montoneros
buscados. A partir de ese momento nuestro único recurso iban a ser ellos.
Quedábamos totalmente en sus manos. A su puta merced. Al principio
creímos que era honesto, que se estaba jugando por nosotros pero esa
noche, que fue una de las peores de mi vida, la policía no apareció, ni
tampoco a la siguiente, ni a la subsiguiente. Era evidente que se trataba de
una trampa.

Mucho tiempo después que eso ocurriera una mañana Carlos M. apareció en el
bar y me dijo: “Anoche tuvimos una reunión y decidimos que no vamos a
matarte”. ¿Quién mierda son ustedes para decidir sobre mi vida? Fue lo único
que atiné a decirle mientras él, oliendo la gloria de su destino, emprendía la
retirada arrastrando ese aire mezcla de guerrillero, compadrito y mafioso que
había perfeccionado desde que decidió ingresar a la historia por la puerta
grande. Cuando lo conocí, muchos años atrás, era gandhiano, creía que ningún
ser humano tenía derecho de destruir ninguna forma de vida y cosas por el
estilo. La militancia lo cambió. Antes gozaba con la no violencia, ahora,
diciéndole a sus amigos que tenía poder de vida y muerte sobre ellos. Ambos
principios los defendía con la misma insana pasión de los que no encuentran
sentido a nada que se aleje de las posturas absolutas.
No sólo los Montoneros habían sido ganados por la soberbia y el infantilismo de
izquierda. Los del ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo, de orientación
trotskista) aunque ideológicamente más sólidos, también tenían lo suyo. Una de
sus más prominentes guerrilleras, a la que años después conocí en París y a la
que todos rebautizamos casi espontáneamente como Pepita la Pistolera, nos
contaba alucinadas historias de aquellos seres casi míticos a los cuales el ejército
y la policía argentinas perseguían con obsesión. “Un día –relataba Pepita-
fuimos invitados a cenar a casa de unos amigos que ignoraban nuestra
militancia. No podíamos desairarlos, pero como esa noche teníamos planificada
una operación de secuestro fuimos con el auto que acabábamos de robar y lo
dejamos estacionado en la puerta de nuestros anfitriones”. “Estábamos
totalmente locos, nos había ganado un sentimiento de omnipotencia que no tenía
nada que ver con la realidad”, recuerda Pepita sin ningún tipo de nostalgia.

16
trabajo
“Otra día –sigue Pepita que nos tenía absolutamente embelesados con sus
relatos- salí con los capos máximos, incluido el gran Santucho17, teníamos que
robar un carro para la operación nocturna. Santucho decidió exhibir la técnica
ideal y cuando ya estaba a un paso de sorprendernos, apareció una vieja con
ruleros y una escoba y lo corrió a escobazos. ¿Sabés lo que fue ver nuestro líder
corrido a escobazos por una vecina cualquiera? Me acuerdo que le preguntamos
por qué no reaccionó y, descendiendo al plano de los mortales que parecía haber
abandonado hacía rato, dijo ¿Y qué querían que hiciera?” Al parecer ni Trotsky,
ni Mao enseñaron cómo enfrentar vecinas furiosas desfiguradas por los ruleros y
empuñando antirrevolucionarias y peligrosas escobas.
Pepita, que otrora dirigió la operación que terminó con primer rapto de
importancia en Argentina, repite una y otras vez en esa noche parisina:
“Estábamos locos, completamente locos”. “Yo me di cuenta –prosigue- cuando
luego de mil peripecias y de ser la última y única guerrillera del ERP que
quedaba con vida en Rosario, pude pasar con documentos falsos al Brasil. En
ese momento, con mis hijos en brazos, el alivio que sentí fue tan enorme que fue
como si un viento me hubiese despejado la mente. No sentí que salía de la
Argentina, sentí que pasaba de lo locura a la vida real”.
Pepita era menuda, muy bonita, graciosa, extremadamente simpática,
inteligente. No había ninguna relación entre lo que imaginábamos como los
audaces guerrilleros del ERP y esa figura que ahora vivía cómoda y
pacíficamente en Europa gracias a un pasaporte que le otorgaron los italianos y
que le permitía ostentar la misma nacionalidad del industrial que ella secuestró y
que fue noticia en todo el mundo18.
Así de desprolija era la revolución de los setenta en la Argentina. Ni las fuerzas
del cambio, ni las del orden establecido, estuvieron jamás a la altura de sus
responsabilidades. Los primeros por inmaduros, desordenados, improvisados, a
veces también por sus acciones estúpidas y, en la mayoría de los casos,
políticamente inoportunos, los segundos, habituados a la defensa de sus intereses
sin importarles el costo, dejaron todo en manos de una banda de fascistas
enfermos y criminales. La consiga era “Roben lo que quieran, hagan lo que
quieran, pero no dejen un revolucionario en pié”. Todo estaba permitido, hasta
el mismísimo Henry Kissinger, secretario de Estado de los Estados Unidos, le
había hecho un guiño al gobierno argentino instándolo a acelerar su conducta
homicida antes de que un cambio de administración en su país pudiese empañar
la carnicería.
El peronismo, que la gente más humilde sentía y vivía casi como una religión,
pretendía ser aprovechado por alucinados jóvenes de la clase media poseídos por
complejos mesiánicos y por dirigentes gremiales, en algunos casos admirables,
pero en su mayoría oscuros y venales. Todos, una y otra vez, eran devorados
por la coyuntura y por políticos sin imaginación. La indisposición para
17
jefe del ERP
18
se refiere al caso Sallustro
comprenderse era tan descomunal que parecíamos sumergidos en un universo
cuyos códigos se habían transformado en cifras crípticas que ya nadie lograba
interpretar.
Ese cataclismo se convirtió en muerte y exilio. Los más afortunados iniciamos
una diáspora involuntaria. Decirles a nuestros padres que habíamos decidido
partir provocaba en estos un júbilo que sólo podía explicarse por el olor a muerte
prematura que rodeaba a cada uno de los jóvenes que, con ideas o con armas,
combatía la dictadura o simplemente objetaba el orden vigente.
Mi madre no fue una excepción. Yo acababa de llegar de una reunión de
UNESCO en Argelia. Era uno de esos meses de enero en los que Rosario se
convierte en la antesala del infierno y mientras mi compañera, que era actriz, se
quedaba representando su obra de teatro, nosotros nos escapamos a una casita de
la familia a orillas del Paraná. Luego de la parrillada ritual, que supo a gloria
tras quince días a puro cordero y té de menta en Orán y Argel, mi madre, cuya
salud era motivo de la tranquilidad y la envidia de todos nosotros, tuvo una
extraña descompensación. Regresamos a la casa de mis padres, acompañados de
un primo médico y vivimos una noche cuyo recuerdo aún me angustia. Su
corazón había dado un aviso y no lograba estabilizarse. Al día siguiente fui a
hablar con su médico personal que de alguna manera, ahí lo supe, se había
transformado en su confidente:
- ¿Qué tiene exactamente la vieja doctor?
- Nada que usted no pueda curar, me respondió.
- Pero el médico es usted, ¿qué puedo hacer yo?
- Usted es el único culpable de lo que le pasa a Amandita.
- ¿Yo?
- Sí, usted.
- Pero si yo no paso dos días sin visitarlos o sin invitarlos a comer o a
pasarla en mi casa, jamás discutimos por nada – hubiese querido que el
doctor se hubiese equivocado de hermano, que me hubiese dicho Federico
o Juan Carlos son los culpables de lo que le pasa a su mamá, pero no, era
yo y eso era más de lo que podía soportar. Sin saber que lo que venía era
muchísimo más de lo que ya en ese momento no podía soportar.
- Doctor ¿usted me está hablando en serio?
- Guillermo su mamá, Amandita, recibe todos los días llamados anónimos
diciéndole que lo van a matar a usted.
- Nunca me dijo nada, repliqué espantado, no por las amenazas de muerte
ya que yo también las recibía a diario y que aún atormentado de miedo
trataba de procesar sin involucrar a nadie.
- Porque es Amandita, porque respeta su trabajo, su vocación, porque
respeta su vida. Usted la conoce mejor que yo, ya sabe porque lo hace.
Decir que me sentí abrumado es casi no decir nada. Abrumado por el amor y por
el espanto. Porque entre los llamados infames y el silencio de mi madre cabían
todas las posibilidades humanas. Desde las comportamientos violentos del
cerebro primitivo hasta el éxtasis del desprendimiento total. Desde la cobardía
feroz del que amenazaba por teléfono al inusual coraje de respetar tu integridad
como ser humano, incluso por sobre tu propia vida. Ya me decía la vieja cuando
niño, sin que yo entendiera mucho de qué se trataba: “tu vida es tuya
Guillermito, vos sos mi hijo pero no sos mío”. Creo que lo aprendí por ósmosis
y recién lo hice parte mía esa tarde con ese médico revelándome los misterios
del viejo código. Código que a fuerza de escucharlo se incorporó a mi vida
transformándome en un extraño individualista, que no permitía que nadie
decidiera nada por él, pero con comportamientos gregarios y preocupaciones
sociales. Si de niño no era propiedad de mi vieja, quién podía pretender tener
autoridad sobre el pequeño anarquista que comenzaba a gestarse. Muchos años
después, cuando la violencia política nos obligó a dejar el país, mi madre
resumió la vieja enseñanza. Una de sus cartas terminaba diciendo: “Te
extrañamos mucho, pero te queremos más”. Primero respetó mi integridad y mis
decisiones, luego, cuando el fantasma de la muerte desapareció, expresó sus
sentimientos sin dejar de ser fiel a lo que siempre había pensado.
Quizá la herencia que nos dejaron los viejos no fue la más apropiada para
enfrentar la vida. Nos prepararon, tal vez, pero no para usar armas
convencionales. En mí sembraron lo que yo he definido como “la patología del
regalo”. De niño nomás mis viejos me inocularon el virus. Cada vez que a
alguno de los crápulas de mis amiguitos se les ocurría tentarse con mis juguetes,
mi madre o mi padre, el que estuviera presente, destruía mi sistema de defensas
diciendo: “¿Por qué no se lo regalás, Guillermito?” Y Guillermito comenzó así
su desatinada carrera de regalador. Mi tía Carmen y mi madre, dos expertas en el
tema, se habían adiestrado recíprocamente en no hacer elogio de nada que fuera
de la otra porque ésta prestamente se lo regalaba. Un “ay que lindo” y ya tenías
el objeto en el bolsillo. La penúltima escala de mi primer viaje a Europa fue
Barcelona donde acababa de ocurrir una catástrofe que dejó a mucha gente sin
hogar. Dejé mi ropa. Mi madre dijo en Rosario, “seguro que con esto de
Barcelona Guillermito vuelve sin ropa” y Guillermito volvió sin ropa. En una
sociedad atragantada por el concepto de propiedad mi conducta era, por decir lo
menos, inapropiada. No es generosidad, es incompatibilidad con el exceso de
bienes. Una cierta incomodidad que nunca entendí muy bien pero que no logró
arrastrarme a un psicoanalista para resolverla porque poseo una habilidad
inusitada para justificar ante mi mismo cada uno de los huecos de mi
personalidad y porque nunca interfirió demasiado en mis proyectos de vida. Con
los años he comprendido que ese comportamiento, sin embargo, no es sólo un
hueco, es también un arma no convencional que, sin saberlo o quizá
premeditadamente, dejaron los viejos entre mis manos para enfrentar una
sociedad donde sólo la abundancia de bienes parece ser fuente de placer o
alegría. Casi digo plenitud. Pero la plenitud precisamente se encuentra en la otra
orilla. En no pertenecer a los objetos. En no ser como aquel reloj al que un día le
regalaron un señor llamado Julio Cortazar. Recuerdo los casinos de Curazao
donde seres vivos con aspecto humano, atosigados de tics nerviosos y cábalas
inexplicables, se prosternaban ante la mesa de la ruleta como quien espera
recibir una revelación. Hombres mayores que deberían estar arreglando sus
cuentas finales con la vida, sólo hacían cuentas de los números que se repetían o
de los que no había salido aún y repasaban, con una angustia que impregnaba el
ambiente, sus sucesivos estados financieros castigados por una rueda, algunos
números y una bola. El “no va más” del croupier se parecía a las advertencias de
la troyana Casandra que nadie escuchaba. Me parecía extraño que nadie
entendiera que el “no va más” se refería a la vida y no el juego.

Pero eso fue después. Ahora era 1965 y en agosto de ese año yo debía partir a
Europa, junto a mis padres, para casarme con todas las de la ley en la ciudad de
Tours, cerca de Vouvray, con una ex princesa de Chambord plebeyizada por el
arte de mis dudas. Ese matrimonio hubiese impedido parte de esta historia. Digo
hubiese pues allá por el mes de marzo fui atacado por unas extrañas fiebres.
Amanecía bien pero a mediodía ya estaba en 39° y en la tardecita en 41°. Dos
días con ese cuadro y al tercero una jornada enteramente normal. Luego la
historia volvía repetirse y las fiebres altísimas se alternaban con días apacibles
sin que ningún análisis diera indicios inteligibles sobre lo qué estaba ocurriendo
con mi cuerpo. Como había estado en África todos apuntaban al paludismo.
“Seguro que tiene malaria” decían con indisimulado orgullo mis amigos. Era
comprensible, no cualquiera en Argentina tenía un amigo con malaria. Pero fue
inútil, los análisis no revelaban nada porque no tenían nada que revelar. La mía
no era una enfermedad que se descubriera en los laboratorios. Ante el fracaso de
esas pruebas sólo restaba intentar ir un poco más allá. Eso fue lo que hizo uno de
los médicos que me atendía y cuyo nombre y rostro mi memoria ha guardado en
una caja de seguridad cuya clave desconozco.
Una tarde se sentó en mi cama y preguntó, a boca de jarro y con esa cara que no
recuerdo y con un descaro que yo había estado esperando largamente:
- ¿Cuáles son tus planes, Guillermo?
- ¿Mis planes? ¿Qué planes quiere que haga con esta fiebre?
- Digo tus planes para cuando te sanes, estas fiebres no son eternas.
- Me caso en agosto doctor, me caso en Francia.
- ¿Y te querés casar realmente?, preguntó sin darme tiempo para levantar la
guardia.
Un temblor de tierra me hubiese sorprendido menos pues en ese tiempo todos
daban por sobre entendido que yo me casaba porque me quería casar. A nadie,
salvo a ese inspirado médico, se le ocurriría preguntar algo tan personal y
aparentemente inoportuno como ¿Y te querés casar realmente? Era casi una
descortesía, una intromisión en mi vida privada. Pero la respuesta no consideró
estas variables. Brotó transparente, como si en pocas palabras se estuviese
resumiendo una historia:
- Nooooooooooo doctor, no me quiero casar. El no fue tan contundente que
hasta yo mismo logré convencerme. Se había estado amasando en los
oscuros circuitos del cerebro y sólo las fiebres y la debilidad le
permitieron salir. Estaba casi escandalizado conmigo mismo. Nunca me
había sentido tan desnudo, tan frágil, tan expuesto y a la vez tan libre.
- Eso es todo lo que te pasa, dijo el médico aparentemente ajeno al
vendaval que había desatado. Y agregó: escribile una carta y contale todo
lo que te pasa. No omitas nada. Se absolutamente sincero. Si lo hacés ya
mismo se acaban las fiebres. Te lo prometo.
Por supuesto que escribí esa carta. Fue el esfuerzo imprescindible por
despojarme de la fiebre y reapropiarme de mi vida. Fui sincero contando las
mismas debilidades que miles de hombres habrán invocado tantas veces para no
asumir un compromiso que determine sus vidas. La ligereza con la que le
propuse matrimonio aquella noche en la Avenue de Versailles, contrastaba con
la pesadez que sentía para detallar cada uno de los argumentos que escribía.
Todo me parecía tan vano, tan etéreo, tan grotesco. Sentía vergüenza y alegría.
Cada párrafo era una pequeña venganza hacia ella por no haberme hecho
reflexionar en el momento oportuno y un gran desgarro interior pues sentía que
todo lo que decía era cierto, pero no expresaba, de ningún modo, lo que
realmente pasaba en mí. Expresaba lo que quería pero al transformarlo en
palabras sentía que se volvía falso. Una verdad que desembocaba en un embuste,
un embuste que nacía de una verdad. No era eso realmente, no podía estarle
diciendo eso a una persona a cuyo lado había buceado mi propio interior con
armas de las que antes carecía. Cómo poner en palabras: la magia terminó,
cuando la magia compartida seguía en mí, aunque de otra forma. Cómo decir:
fue una etapa, como si fuese pasado, cuando en cada gesto esa etapa seguiría
siendo parte indesligable de mí. No, era evidente que las palabras, además de
insuficientes, eran traidoras. En el fondo sabía, con egoísmo masculino, que la
lucidez con la que Catherine había enriquecido mi vida, le permitiría
comprender lo que mis palabras no lograban decir.
Y así fue. A vuelta de correo me devolvió mi vida sin reproches. La devolución
llegó en un sobre vía aérea con una bella estampilla de 6 nuevos francos y las
palabras exactas para hacerme sentir el más inmaduro de los seres humanos.
Una vez más lograba desarmar mis argumentos sin golpes bajos, ni lamentos.
Racional hasta en la derrota lograba que mi liberación tuviera sabor a nada.
Cuarenta años más tarde volví a la Avenue de Versailles para confrontar mis
recuerdos y allí revivió un rastro del sabor a nada de mi liberación.
La autopista que ahora bordea el Sena creó un claro cortocircuito en mi memoria
y no pude reconstruir la noche que fui testigo de un suicidio, ni las mañanas con
una baguete bajo el brazo, ni esas interminables despedidas en la calle cuando
cada uno partía para su trabajo, ni esas madrugadas regresando de comer sopa de
cebollas en Les Halles. Pensé en un teatro vacío, en un estadio de fútbol sin
público ni jugadores con un único y atónito observador esperando que la vida
retorne.
Nada me fue devuelto, la memoria, en este caso, fue un silencioso y solemne
cementerio. El escenario era sólo una carcasa en la cual no podía ni
reconocerme ni conectar con mi emoción.
Solo, con sesenta y cuatro años, pisaba la tierra de alguno de mis recuerdos más
deslumbrantes y no sentía, ni siquiera, la necesidad de regresar al pasado. Sólo
una vaga curiosidad por saber qué había ocurrido realmente y por tratar de
descifrar algunas de las trampas que mi memoria, con seguridad, había urdido a
favor de mi equilibrio interior.
Ignoro si es una victoria o una derrota. Quizá no sea ni una cosa ni la otra,
ambas, en todo caso, son categorías inventadas para justificarnos, para darle a
nuestra existencia una dimensión de la que carece. Es posible que una lenta
apatía vaya debilitando las emociones de la memoria y los hechos, todos los
hechos casi sin distinciones, pasen a registrarse como las cifras monótonas y
casi idénticas de un calendario convencional. Los recuerdos, otrora cargados de
inusitada intensidad, comienzan a parecerse más a la realidad, no porque la
reflejen tal como fue, lo cual es imposible, sino porque se acomodan a su
verdadero tamaño. Lo que en otra etapa de nuestra vida fuimos agrandando y
embelleciendo, en la necesidad de hallar un sentido a la existencia, nos llevó a
ignorar cual era el límite exacto entre la realidad y la fantasía. Tal vez porque
ese sea el resquicio exacto en el que debemos ubicarnos para poder soñar. Libres
de esa exigencia, por falta de interés y de proyectos, los recuerdos vuelven a
ocupar el espacio real. Están allí sólo para ser recordados y no para justificar una
aventura, una pérdida, un lamento o una ilusión. Quizá la madurez, o esto que
llamamos madurez, no sea otra cosa que la capacidad de mirar la vida de frente,
sin necesidad de maquillar la supuesta belleza o el supuesto horror. Sin
necesidad de retornar al pasado pero también sin prisa para que el futuro nos
transforme en nada. Esa extraña aceptación del destino final y esa también
extraña y apacible sensación de que la vida es sólo un parpadeo que quizá ni
siquiera se registre en la memoria del cosmos, posee el regusto a un regalo
inesperado y hasta posiblemente inmerecido que hoy, tan cerca y tan lejos de
todo lo que ocurrió, me permite sonreír sin esperar absolutamente nada de lo que
vendrá y gozar sin ansiedad los movimientos convulsos de este estar en el
mundo.
Esta distancia para observar la otra orilla sin temor y seguir husmeando con
placer el buen olor de la vida es, quizá, lo que siempre estuve buscando.

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