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Materia: Pensamiento Argentino y Latinoamericano

Cátedra: Palti

Teórico: N° 3– 3 de Abril de 2012.

Tema: Repaso de las teorías naturales e históricas de los siglos XVII, XVIII y XIX. Oposición entre
visiones finalistas y estructurales. La escuela francesa de la Historia Intelectual. El estudio de la sintaxis
de los discursos históricos. Estructuralismo vs. Fenomenología. Posestructuralismo: las críticas de Derrida
al estructuralismo. Rosanvallon: la política y lo político. La indecibilidad de los conceptos políticos.
Antinomias. La Historia de las Ideas en América Latina: Zea y Hale.

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Profesor: Vamos a empezar con preguntas. ¿Hay algo que quieran repasar de lo visto hasta acá?

Estudiante: Cuando usted dice que la crítica que hay que hacerle tanto a Skinner como a Koselleck es que
tienen que introducir algo de afuera para explicar el cambio conceptual, no entiendo muy bien eso.

Profesor: ¿Qué quiere decir que tiene que venir algo de afuera para explicar el cambio conceptual? Todas
estas escuelas tienden a pensar los sistemas discursivos como sistemas cerrados, como estructuras
lógicamente articuladas e integradas, que no tienen ningún principio de transformación interna. Porque, si
no, esto sería para ellos caer en un concepto decimonónico, propio de las filosofías de la historia del siglo
XIX: que los sistemas tienen un impulso inherente de autodesarrollo. Ese era el concepto evolucionista y
organicista.

Hagamos un breve repaso de lo que son las teorías evolucionistas. Hasta el siglo XVIII, todavía no existía
la Biología. La Biología es un invento del siglo XIX. En el siglo XVII y XVIII, lo que existía era la Historia
Natural. La Historia Natural carece de lo que podemos llamar un concepto propio de la vida. Se va a
descartar en ese entonces la idea aristotélica de la generación espontánea (la vieja tradición antigua de que
los seres surgen de la nada) y se va a pensar la maduración del embrión como un mero proceso de
crecimiento de rasgos que ya estaban contenidos en el mismo embrión. De hecho, en los siglos XVII y
XVIII se van a perfeccionar los microscopios y se van a descubrir espermatozoides: algunos van a creer ver
ya en los espermatozoides ojos, caras, etc. Querían ver perfectamente diseñado al hombre maduro en el
embrión. ¿Por qué se pensaba así? Porque esa era la único forma de pensar la reproducción sistemática de

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las especles en la naturaleza. Si a lo largo de su crecimiento el embrión atravesara por diversas fases, si se
produjeran mutaciones, ¿cómo se podría explicar que de las vacas nacen vacas y no sapos, si no apelando a
la idea de pa existencia de una tutela providencial que estuviese presidiendo ese desarrollo? La única forma
de eliminar la idea de Dios -de intervención divina- era eliminando la idea de cambio. Entonces era
simplemente un proceso de crecimiento de lo que ya estaba presente originalmente en el embrión. Si
surgieran cosas nuevas, esas cosas nuevas tendrían que estar presididas y ordenadas por alguna potencia
superior externa. Esa es la base de donde surge toda la taxonomía de Linneo. El saber natural de los siglos
XVII y XVIII surge recluyendo a la idea de Dios al momento original del surgimiento del mundo. Todas las
especies y todo lo que existe fueron creados de una vez y para siempre. Y, a partir de entonces, el mundo
gira y se ordena por sí mismo. Es la idea del Dios sabático de Leibniz. El universo es como un gran reloj.
Una vez que Dios lo puso en marca, ese mecanismo puede funcionar sólo sin ninguna ayuda desde fuera.
Hay que recluir a Dios al momento inicial de la creación para poder entender luego cómo funciona el
universo por sí mismo.

El siglo XIX va a ser el que introduce la idea de vida y de historia, y hay una gran mutación del saber
occidental. Esto tiene que ver con lo que Koselleck denominaba “Sattelzeit”; pero el concepto de
“Sattelzeit” de Koselleck es confuso, porque él mete en una misma bolsa Ilustración y Romanticismo,
cuando habla de 1750 y 1850. Él confunde las ideas de progreso de la Ilustración con las ideas de evolución
del siglo XIX. Las ideas de historia y de vida tienen que ver con un cambio que también se da en la
Biología: nacen las primeras teorías propiamente biológicas. Ahora se va a descubrir que el embrión a lo
largo de su desarrollo va a atravesar por distintas fases. Sufre mutaciones el embrión: de una sustancia
originalmente informe surgen las diversas especies. Ahora, ¿cómo se explica la sistematicidad de ese
proceso de desarrollo evolutivo? Tampoco el siglo XIX va a poder prescindir completamente de un
elemento de preformación; solamente va a trasladar los elementos de preformación a los principios
formativos de esas formas. Lo que va a estar contenido en el embrión ya no es el ser adulto, sino los
principios que ordenan ese desarrollo evolutivo. Son ciertas fuerzas invisibles que no sólo ordenan ese
desarrollo sino también acompañan un pulso inherente a la transformación en los seres vivíos. Lo que
distingue a los organismos vivos de los seres inanimados es esta fuerza, es esta capacidad de autogestación,
autogeneración y autodesarrollo. Una piedra no cambia por sí misma; pero un ser vivo, sí. Eso es lo que
surge con el siglo XIX: se traslada el plano de la preformación hacia las fuerzas motoras.

Entonces, en el siglo XIX, se descarta el concepto evolucionista. En 1896 o 1898, August Weismann
postula la teoría de la radical discontinuidad entre soma y germen. Las transformaciones que sufren los
individuos adultos no se transmiten a la descendencia. Por ejemplo, si yo tengo un accidente y pierdo una
pierna, mis hijos van a seguir naciendo con dos piernas. Esto va a descartar la teoría de la heredabilidad de

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los caracteres adquiridos y también se va a dejar de lado la teoría de Darwin acerca de cómo se producen las
mutaciones de las especies. Esto haría imposible que los cambios de las especies se hubieran producido por
una acumulación de pequeñas transformaciones graduales. Es ahí que se produce el redescubrimiento de
Mendel, un cura del siglo XVII que había hecho experimentos con habichuelas. Se entiende ahora que un
ojo no se puede formar de a poco: o existe o no existe. Un ojo es algo absolutamente complejo: no se puede
formar primero es iris y después la pupila. O se forma o no se forma. Se pasa a la teoría de que los cambios
de las especies se producen por cambios que se dan súbita, azarosa y globalmente. Los cambios son siempre
totales, no graduales. De repente, se pasa a una nueva forma; y, si muestra ser adaptativa, se preserva o, si
no, desaparece. La selección se da a posteriori, pero no incide en el proceso genético mismo.

¿Qué es lo que se produce a fines del XIX y comienzos del XX? Un cambio general del saber occidental,
que se da en todos los campos: no sólo en la Biología sino también en la Física. En la Física, con el paso de
la física de los campos a la física de los elementos, a la teoría electromagnética, etc. Y estos cambios se dan
también en el campo de las Ciencias Humanas: la Filosofía, la Historia, etc. El gran cambio en el siglo XIX
es que se va a desprender la idea de estructura y finalidad. En el concepto evolucionista, hay un fin inscripto
en el propio germen que tiende por sí mismo a desarrollarse. Este es un concepto teleológico. Para entender
un proceso evolutivo tenemos que saber cuál es el fin al cual está orientado todo ese desarrollo, cuáles son
esos principios y cuáles son las líneas directrices que ordenan ese desarrollo. Entonces se produce una
dicotomía: se separan estructuras y finalidades. Las estructuras pasan a ser sistemas cerrados y
autocontenidos de relaciones, que sólo tienden a su propio autorreproducción. Las estructuras no tienen un
principio inherente de cambio, sólo tienden a preservar su propio equilibro o su homeostasis. Si los sistemas
son cerrados, esto quiere decir que el cambio debe venirles de afuera: se necesita un agente que introduzca
algo nuevo desde fuera de esos sistemas. Aquí está la idea de formas: la forma simbólica de las que habla
Cassirer. Las sociedades articulan formas, estructuras, totalidades. Estas formas y estructuras de las
sociedades no tienden a evolucionas, sino a reproducirse tal cual como son. Tienen una lógica y sólo
reproducen esa lógica. Los cambios se produces, pero se producen, como postulan las teorías neodarwinistas
en la Biología, súbitamente, globalmente y azarosamente, y por la intervención de un agente externo.

Esa es la idea de sujeto, que cambió en este siglo. Cuando se habla de que por detrás del cambio están los
sujetos, cuando se habla de que el sujeto construye la historia, esta afirmación está ocultando que ese sujeto
del que se habla cambió mucho. Responder ese es el trabajo de la Historia intelectual. Heidegger, en
Caminos del bosque, tiene un capítulo llamado “La era de la representación del mundo”. Allí dice que la
Modernidad, que aparece con la figura de Descartes, relaciona el subiectum con el hypokeimenon de los
griegos. El subiectum (sub-iectum: lo que yace debajo) es aquello que permanece por debajo de las
transformaciones que se le imponen. Por ejemplo, el sujeto mesa es esta mesa, más allá de que yo la pinte o

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la decore o lo que fuere. El sujeto es aquello de lo cual se predican esos cambios, pero en sí mismo, en tanto
que sujeto, permanece inmodificado. Para la Ilustración, la idea preformista –los animálculos:
espermatozoides ya formados- se deja de lado en la Modernidad. El sujeto pasa a ser, como diría Hegel, el
principio de sus propias transformaciones, aquello que tiene esa capacidad de convertirse en otra cosa
permaneciendo el mismo. No es una sustancia que se mantiene siempre igual, sino que es una fuerza
formativa el sujeto. A fines del siglo XIX y comienzos del XX, el “sujeto” pasa a designar eso que viene
desde afuera de las estructuras a introducir una radical novedad. Se parte de la idea de que la historia es
cambio, como decía Bergson; pero ese cambio no se puede explicar desde el interior de los propios
sistemas, porque estos sólo tienden a reproducirse a sí mismos. Tiene que venir, entonces, un agente
externo. Ese agente externo se va a denominar de distintas formas. Se va a invertir ahora le concepto de
sujeto respecto de la Ilustración. En el siglo XVI, XVII y XVIII, era aquello que permanecía siempre igual a
sí mismo por debajo de los cambios. Ahora, todo lo contrario: es aquello que viene a producir
modificaciones radicales.

Esta oposición entre estructura y fines, estructuralismo y fenomenología, va a ser la que subyace bajo todo
el siglo XX y donde se inscriben el pensamiento de un Skinner, Koselleck, etc. Cuando piensan los sistemas
conceptuales, lo piensan en términos de estructuras, formas que sólo tienden a su propia autorreprodución y
que no tienen un principio inherente de cambio –esto sería volver a una idea evolucionista. Esto los obliga
necesariamente a buscar la fuente de cambio por fuera de estos sistemas. Es acá donde aparecen diversas
figuras: “el sujeto”, “la naturaleza”, etc.

Esta espíteme es lo que entra en crisis ya en el tercer cuarto del siglo XX. Esta espíteme tensionada entre
estructuralismo y fenomenología, entre formas y fines. La filosofía de los últimos treinta años va a intentar
superar esta antinomia, sin volver a un concepto evolucionista, sino apartándose más de él. Esto es lo que
vamos a ver en el resto de nuestra clase: cómo entra en crisis ese régimen moderno. Esto nos va a obligar a
problematizar estas teorías que venimos analizando, que todavía se hayan demasiado inscriptas en estas
matrices finiseculares. En esto es importante la tradición francesa que vamos a analizar.

Empecemos a ver la tradición francesa y luego retomamos lo que estaba diciendo, para ilustrar mejor este
proceso de problematización.

Todo lo que hablé hasta acá (la idea de lenguaje de Saussure, la idea del lenguaje como forma y no como
sustancia) forma parte todavía de esto que les decía; sólo que, a diferencia de los alemanes y de los
británicos, que enfatizan la acción intencional del sujeto, la tradición francesa va a acentuar más el otro
polo, que es el aspecto estructural, sistémico.

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Estudiante: ¿El contenido semántico?

Profesor: No, sería la sintaxis, la gramática de los discursos: esta tercera dimensión que no estaba en la
vieja Historia de Ideas. Los franceses van a pensar la Historia Intelectual como conjunto de formas, de
estructuras. El lenguaje es una forma, un dispositivo, un mecanismo para producir enunciados. Se trasciende
el plano semántico, pero acá ya no en dirección a la pragmática de los discursos, como en Inglaterra, sino en
dirección a las estructuras subyacentes a esos enunciados, las reglas de formaciones de enunciados. Un
lenguaje se lo entiende como un conjunto de reglas para producir enunciados y no como un conjunto de
enunciados. Si entendemos el liberalismo o el republicanismo o lo que sea como lenguajes y no sistemas de
ideas, esto permite entender por qué a lo largo de la historia pensadores liberales dijeron cosas muy distintas
y contradictorias entre sí. Es propio de cualquier lenguaje. En el español se pueden decir cosas opuestas en
perfecto español. Un lenguaje política entendido como un lenguaje y no como sistema de ideas, permite
entender esto; porque lo que identifica una estructura de discurso no es lo que se dice sino la forma de
producir esos enunciados. Por eso, desde una misma matriz conceptual, se pueden decir cosas muy distintas
y contradictorias y seguir siendo liberal. No tiene sentido decir “ah, no, este no es liberal, porque no dijo lo
que se suponía que tenía que decir un liberal”; porque no es a ese nivel donde está lo que identifica el ser
liberal o no. Perfectamente dos personas pudieron decir cosas contradictorias, y eso no quiere decir que no
obedezcan a ciertas matrices discursivas comunes a los dos. E inversamente: dos tipos que dijeron
exactamente lo mismo, sin embargo lo que están diciendo tiene un sentido distinto, porque las matrices por
las cuales fueron procesados esos enunciados ya se transformaron, aunque a nivel de los contenidos sean los
mismos. Para entender lo que están diciendo, no basta con entender sólo lo que están diciendo, sino que hay
que reconstruir el aparato argumentativo que subyace a esos enunciados. Porque a nivel de los contenidos en
el pensamiento político no hay muchas cosas distintas que decir, es muy por eso común las convergencias a
este nivel. Por ejemplo, en el siglo XIX las opciones no eran muchas: uno podía estar a favor o en contra del
sufragio universal. Y, claro, había muchos que estaban a favor y muchos, en contra. Entonces, si los
clasificamos entre los que estaban a favor y los que estaban en contra, por ahí encontraremos coincidencias
entre pensadores en realidad muy distintos entre sí. Pero no es allí que podemos encontrar sus divergencias.
Si nos quedamos con el contenido de lo que dijeron, todavía no llegamos a comprender la estructura de sus
pensamientos respectivos, aquello que los identifica. Si nos conformamos con clasificar las ideas a partir
simplemente de esa grilla básica, liberales - conservadores, todavía no entendemos nada de la historia del
pensamiento. Para entender la historia del pensamiento, hay que trascender el nivel de los enunciados y
reconstruir los aparatos argumentativos, las formas de los discursos, las gramáticas de los discursos. Ese
sería el aporte de la escuela francesa.

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Con su impronta estructuralista, esta escuela francesa viene a problematizar el problema del cambio: las
estructuras, efectivamente, no tienen un principio inherente de cambio. El gran desafío que se plantea, una
vez que introducimos esta otra dimensión de las formas o la gramática del discurso, es, para decirlo con un
ejemplo: ¿cómo puedo decir yo algo en perfecto español que obedezca las reglas de construcción de
enunciados propias del idioma y que me obligue, sin embargo, a transformar esas mismas reglas según las
cuales esos enunciados fueron construidos? Yo puedo decir algo que no tiene sentido en español. Pero,
¿cómo un discurso puede rebelarse contra sus propias condiciones de posibilidad? Es eso lo que el
estructuralismo no puede nunca explicar.

El cuestionamiento del estructuralismo pasa, básicamente, por mostrar que la fenomenología esconde
todavía un vestigio metafísico, que es, en realidad, característico de toda la filosofía occidental. La idea de
que exista un sujeto o un agente por fuera de las estructuras, en última instancia, no es más que un resabio
metafísico; una visión secularizada de Dios. Lo que existe son estructuras y sistemas. No hay sujeto por
fuera de ellos. Necesariamente todo sujeto y todo agente se construyen en el interior de un sistema o
estructura dada. No hay sujetos que vengan desde ningún lugar; no existe punto alquimédico alguno que
permita desde afuera transformar los sistemas. Pero esto hace así muy difícil, o llanamente imposible,
pensar el cambio.

El otro punto que cuestiona el estructuralismo es lo que Heidegger ya llamaba “la metafísica de la
presencia”, que también lo hemos visto en el caso de Koselleck, en el neokantismo, la fenomenología, etc.
Es la idea de que exista una presencia inmediata del sentido. La idea de vivencia remite a eso. Habíamos
visto la crítica de la razón histórica en Dilthey, basado en la idea de que en la naturaleza, como decía Kant,
todo conocimiento es mediado, pero no así en la historia. El objeto de la historia está inmediatamente
presente, porque es inmanente al propio sujeto, no es un objeto que le es externo. Esto porque son sus
propias vivencias y experiencias, las que se les presentan inmediatamente al sujeto. Tiene que ver esto con
el switch gestáltico: los sentidos son inmediatos al sujeto. La Gestalt es un buen ejemplo de lo que decía
sobre esta era de la forma, lo que se produce a fines del XIX. Apareen súbitamente totalidades: ahora veo un
pato, ahora un conejo. Así como para las teorías neodarwinistas, un pato en la realidad surge de golpe,
también para la gestalt las articulaciones de sentido surgen de golpe. Esas estructuras de sentido que formas
totalidades integradas y articuladas se dan súbita y globalmente. Y se nos presentan inmediatamente a la
conciencia: no son el resultado de una reflexión, sino que son justamente la condición de posibilidad de toda
reflexión, de todo orden discursivo, de todo sistema racional. Yo tengo que dar sentido al mundo para
después poder construir un saber de ese mundo; pero primero tengo que saber qué es eso de lo que estoy
hablando. Esa es la institución primitiva de sentidos de la realidad. Esa institución primitiva sería el plano

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del Ego transcendental del que habla Husserl. El sujeto es aquel que se identifica con ese momento
primitivo y articulación de sentidos globales del mundo.

Ese sujeto de la fenomenología es al que viene a cuestionar el estructuralismo: no hay nadie que venga
desde afuera a instituir un nuevo terreno desde el cual operar. Todo saber existe en el interior de algún orden
de discurso ya dado. Por lo tanto, tenemos que pensar que sólo tendería a reproducir el sistema de saberes
existente en el interior de ese régimen. Puede introducir novedades a nivel de los contenidos, pero no de la
forma. Yo puedo venir a decir algo de otra forma distinta; pero, para decirlo de esa forma distinta,
presupongo ciertas reglas de construcción de esos enunciados. Ese es el gran desafío que plantea el
estructuralismo dentro de la fenomenología: descartar la idea de un sujeto asociado a su vez a la idea de una
presencia inmediata de sentido, que no esté mediada por un orden de saber, por un lenguaje. Si está
necesariamente mediada por las estructuras del saber, sólo tienden a reproducir esos saberes existentes.

Estudiante: ¿Se quedan ahí? ¿No pueden explicar el cambio?

Profesor: No, es lo que le pasa al Foucault de Las palabras y las cosas. Él presupone que cambian: de
repente aparece una nueva forma de saber. Ahora, ¿cómo se produjo ese cambio? No hay forma de
explicarlo. Explicarlo sería volver a una idea evolucionista: volver a que lo que existía antes explica lo que
va a existir después. Entonces ya no sería radicalmente nuevo el cambio.

Estudiante: (Inaudible).

Profesor: El caso de Lacan es más complicado, porque es una figura temprana, de los años ’50, que
después va a ser apropiada por el estructuralismo. Pero él nunca se va a identificar completamente con el
estructuralismo en los ’60. Tiene más que ver con la introducción de Husserl en Francia, que va a ser en
gran medida por obra de Merleau-Ponty. Heidegger llega y se difunde a partir de los neohusserleanos
franceses.

Estudiante: (Inaudible).

Profesor: Estamos tratando de historizar ciertos conceptos que se usan laxamente. Cuando hablamos de
“sujeto”, etc., ¿qué se entendía en cada época por tales cosas? En los años ’60 y ’70, va a haber una
redefinición general de qué es lo que esta gente ya está hablando cuando habla de “sujeto”, de “cambio”, de
“historia”, de “vida”, etc.

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Estudiante: Me da la impresión de que el cambio siempre es un forastero.

Profesor: En el siglo XX, el cambio sólo se podía pensar el cambio en términos de la presencia de un
agente trascendente a las estructuras o a los sistemas. Las estructuras no podrían explicar por sí mismas
como cambian. Por ejemplo, los campos electromagnéticos son sistemas de relaciones, conjuntos de
elementos que se configuran globalmente; pero ellos no se transforman a sí mismos, si no viene alguien a
introducir un nuevo elemento que obligue a los otros a reconfigurarse entre sí. Se piensan los sistemas en
sentido de estructuras integradas y cerradas. Necesariamente la idea de cambio va a remitir a la idea de un
agente externo que viene a introducir a estos sistemas alguna novedad.

Estudiante: ¿Cuál puede ser esa instancia que introduce esa novedad?

Profesor: Es eso lo que siempre queda vago e indefinido. Siempre se patea afuera la cuestión. Cuando
Koselleck tiene que explicar el cambio en la historia conceptual, apela a la historia social; porque la historia
social aparentemente sí tendría un principio de cambio. Claro, cuando los historiadores analizan la historia
social, ven que tampoco ella podría comprenderse a sí misma; entonces tendrían que apelar a la naturaleza o
a algo externo a la historia social, y asi sucesivamente. Siempre se postula la existencia de algo más allá que
nunca se define. Ahí es donde entra Blumenberg. Lo que existe no es verdaderamente un agente externo, lo
que va a existir es la necesidad de postular siempre algún agente para poder explicar el cambio. Y eso
cambia todo. De lo que se trata de pensar ahora no es cuál es ese supuesto agente que viene a cambiar todo,
sino de dónde nace esa necesidad de postular la existencia de ese agente, qué es lo que obliga al
pensamiento a postular permanentemente la existencia de esos entes trascendentes, que son los que
explicarían en última instancia el cambio, la historia, la temporalidad de los sistemas. Sin esos agentes
externos, no sería posible concebir la historia.

Estudiante: Sin identificarlo.

Profesor: No, nunca se va a poder especificar, porque, en realidad, no existen como tales. Lo que existe es
siempre el postulado de su existencia. Es eso el gran aporte del estructuralismo: mostrar cómo eso es un
vestigio metafísico. El sujeto, la naturaleza y la historia social en Koselleck no son nada más que resultados
de las necesidades de las propias teorías para explicar un cambio que deben postular, pero que nunca llegan
a explicar por sí mismas cómo se produce. Así le ponen un nombre a ese agente del cambio, sin nunca poder
definirlo. Blumenberg desnuda la naturaleza retórica de ese postulado, y entonces nos obliga a repensar
todo: a entender ahora, no a ese agente o a ese sujeto, sino al propio postulado de la existencia de ese agente.

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Esto es lo que hace en Francia el deconstruccionismo. Acá pasamos del estructuralismo al
posestructuralismo. Volvemos a la pregunta original de cómo está entrando en crisis en los ’60 y los ’70
todo ese sistema de saber tensionado entre la antinomia de estructura y fines, estructuralismo y
fenomenología, sistemas autointegrados y agentes trascendentales. Derrida, en La voz y el fenómeno, va a
partir del propio principio estructuralista de que el lenguaje no es nada más que un sistema de relaciones
inmanentes, por lo cual nosotros podemos definir un concepto mediante otro concepto, que a su vez para
definirlo requiere de otro concepto, y así al infinito. Esto lo que plantea es lo que Baudelaire llamaba el
vértigo de la hipérbole: el deslizamiento permanente en la cadena de los significantes sin nunca lograr
articular un sentido. Esto es lo que muestra Derrida: el estructuralismo reacciona contra la fenomenología,
pero la tiene incorporada dentro de sí. Estructuralismo y fenomenología no son más que dos caras de una
misma moneda. Para que una estructura logre quebrar ese deslizamiento permanente y se articule en el
sentido, que esta cadena de significantes cobre algún significado, es necesario de la existencia de un
significado trascendental; es decir, que haya un punto de esa cadena que se quiebre y remita inmediatamente
al objeto. Alguno de esos significantes de esa cadena debe ocupar el lugar de un significado trascendental,
que es el que remite inmediatamente a un objeto y que permite quebrar ese sistema cerrado de relaciones y
poder decir algo de la realidad, que eso cobre un sentido; y que toda la cadena, entonces, se articule como
un sistema de relaciones lógico y racional. En cada momento, el que va a ocupar ese lugar va a ser distinto.
Lo que distingue cada orden de discurso, cada sistema de pensamiento, es cuáles son esos elementos que
actúan como significados trascendentales, articuladores de sentidos a partir de los cuales toda esa cadena se
estructura. De lo que se trata es de identificar cuáles son esos núcleos conceptuales a partir de los cuales se
articula cada orden de discurso. Pero el punto fundamental para el deconstruccionismo es: la institución de
cada uno de esos significantes como un significado trascendental es siempre necesariamente arbitraria y
contingente: puede ser uno como puede ser otro. No hay ningún punto donde venga naturalmente a alojarse
una verdad. El que ocupa ese lugar de la verdad siempre va cambiando históricamente. Y, de alguna forma,
es necesario postular un punto a partir del cual ya no se puede pensar porque es el presupuesto de todo
saber. Esto tiene un carácter axiomático. “Esto es así, porque es así”, y a partir de ahí podemos empezar a
pensar. Actúan como premisas impensadas dentro de un orden de discurso. Para poder pensar ese conjunto
de supuestos, deberíamos trasladarnos a otro orden de saber que haga visible aquello que en el precedente
funciona como punto ciego. Pero todo sistema se sostiene a partir de algunos puntos ciegos de los cuales no
se puede pensar más allá; porque, si nos ponemos a pensar eso, de nuevo caemos en este vértigo de la
hipérbole. En suma. el estructuralismo para poder estructurarse como estructura tiene que quebrar su propio
presupuesto, que es el pensar el lenguaje como un sistema puramente inmanente de relaciones. Hay un
punto donde ese sistema inmanente se quiebra, y es el núcleo a partir del cual esa estructura cobra sentido.
Hay aquí siempre, en fin, un vestigio trascendente en última instancia, que es fundamental. Detrás del

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estructuralismo subyacería también una matriz metafísica, para Derrida. Es esa la empresa
deconstruccionista. El deconstruccionismo busca confrontar todo orden del discurso con la radical
contingencia de los fundamentos de su saber: desnudar la naturaleza contingente de aquellos que
constituyen sus presupuestos impensados.

Estudiante: (Inaudible)

Profesor: Acá no se refiere a un sentido común exactamente. A lo que se está refiriendo es a cómo se
articulan los saberes en general. Pero remite a las estructuras mismas, y no a los sujetos. Los sujetos son
sólo portadores de esos saberes. Los que imponen esa necesidad de un momento institutivo de saber
primitivo que tiene una naturaleza axiomática son las propias estructuras de los discursos, no son los sujetos.
Los sujetos sólo vienen a ser portadores de esos saberes y de esos presupuestos que ellos simplemente
aceptan como dados. Comparten esos presupuestos en la medida que están formados en el interior de ese
sistema de saber.

Todo esto es más bien una introducción filosófica al punto que nos interesa. El punto que nos interesa es
qué es un lenguaje político. La naturaleza propiamente política de los lenguajes tiene que ver con este
aspecto que se nos descubre ahora. ¿Cómo vamos más allá de esta antinomia entre estructura y sujeto para
ver qué es lo que lleva a postular esa misma antinomia? Acá entra Rosanvallon, que, en realidad, retoma una
distinción que ya originalmente aparece en Carl Schmitt, pero que difunde más recientemente Claude
Lefort, entre la política y lo político. La política sería una instancia más, junto con otras instancias –como lo
económico, lo social, etc. Lo político, por el contrario, remite al plano más primitivo de cómo se articulan, o
eventualmente se rearticulan, esas distintas instancias entre sí. Ese es el plano propiamente político. En Carl
Schmitt, tiene que ver con lo que él llamaba “acto de soberanía”. Es un plano más primitivo que tiene que
ver con estos momentos institutivos originarios. El acto de soberanía de Carl Schmitt remite a esos actos
institutivos originarios. Es la indecisión en el estado de excepción, según la definición de Schmitt. Ahí
donde se vuelve indecidible es donde entra el sujeto, el que tiene que decidir; porque, si el sistema decide
por mí, yo no estoy decidiendo. Solamente aparece verdaderamente el sujeto ahí donde ese sistema de
relaciones se quiebra, y se necesita establecer un postulado a partir del cual eso funcione. Para él, todos los
conceptos políticos tienen ese carácter dicisionista. Por ejemplo, el concepto de nación. Veamos esto con un
ejemplo particular:

Tomemos el caso de los catalanes en España. ¿Cómo definimos la nación? Los catalanes, ¿son una nación
o son parte de la nación española? La pregunta es quién decide eso. Si nosotros dejamos que los catalanes
voten por sí mismos si quieren formar una nación independiente o ser parte de la nación española, en
realidad, el resultado de la votación no tendría ningún sentido; porque, aun cuando ellos decidieran seguir

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siendo parte de la nación española, el punto fundamental es que nosotros ya de antemano les reconocimos el
derecho de decidir por sí. Estamos, de hecho, reconociendo que son una nación, aunque quieran ser parte de
la nación española. Lo que importa es esa decisión primitiva. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con la cuestión
relativa a cómo está constituida una sociedad, si por individuos o por grupos. Eso no lo puede decidir
ninguna elección, ningún congreso; porque todo congreso o toda elección presuponen ya una decisión de
quiénes van a estar ya representados en ese congreso. Todas las decisiones políticas fundamentales tienen
ese carácter político axiomático; son resultados de decisiones crudas que no responden a ninguna lógica o
racionalidad, pero que son a su vez las que permiten hacer después elecciones, debates, congresos, etc. Pero
esa instancia primitiva, lo que él llama “acto de soberanía”, es la instancia propiamente política, la instancia
de lo político. Esto tiene que ver con la radical indecidibilidad o indefinibilidad de los conceptos políticos.
Lo que hace de un concepto que sea un concepto propiamente político, es que sirven de índice, nos remiten
a este plano último de indecidibilidad, que es donde se alojan las decisiones propiamente políticas. Todo
orden político institucional se funda sobre la base de esos actos de soberanía, que son los actos propiamente
políticos, donde se quiebra toda racionalidad y norma. La soberanía es lo que yace por fuera de la norma, las
formas y las estructuras.

Hay una discusión que lanzó recientemente Terence Ball en un artículo que publicó en Constributions, en
el Journal, la revista de la Sociedad de Historia de Conceptos, donde cuestiona esta teoría de la radical
indecibilidad de los conceptos políticos. ¿Qué es lo que dice? Que si así fuera, que los conceptos políticos
fueran indefinibles, entonces no sería posible el diálogo y la discusión. Cada uno diría que la democracia es
tal o cual cosa, y ahí se acabó la discusión: Yo lo entiendo de una forma; ustedes, de otra. No habría debates
posibles. Cada uno pensaría como quisiera: no sería posible la idea misma de comunidad. Esto nos
devolvería al solipsismo. Es necesario que haya una verdad si no no sería posible debatir. ¿Para qué discutir,
si no? Debe haber algún sentido en torno al cual todos podamos converger y eventualmente acordar
racionalmente. Si no, el consenso sólo se alcanzaría cuando uno impone su propia verdad al otro, con lo que
no saldrímos del estado de naturaleza hobbessiando, no hay todavía política. Es decir, la política es
indisociable de alguna idea de verdad en torno a la cual todos podamos converger racionalmente. Hasta que
no aparece eso, no hay comunidad.

Un Rosanvallon lo que respondería a eso es: “Inversamente”: si existiera una forma de cómo definir los
conceptos políticos fundamentales –como “libertad”, “justicia”, “democracia”-, entonces tampoco tendría
sentido el debate; bastaría con encargarles a los expertos que dictaminen cuál es ese concepto verdadero de
democracia o de lo que fuera. De alguna forma, podemos decir que lo que define la naturaleza política de
los conceptos propiamente políticos es esta simultánea necesidad e imposibilidad de una verdad. Es
necesario que haya una verdad para que haya debate; pero, si hubiera una verdad, ya no sería tampoco

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necesario el debate. Es esta la aporía última sobre la que se funda la idea misma de la política: su simultánea
necesidad e imposibilidad de definirse. Es necesario que tengan una definición, pero, al mismo tiempo, esa
definición inevitablemente siempre se nos escapa. Eso es lo que vuelve un concepto un concepto político.

Rosanvallon se propone pasar de lo que él llama “una historia conceptual de lo político”, se propone pasar
del plano de los modelos, de los sistemas de pensamiento, a una historia de los problemas. Los conceptos
políticos, si no se pueden definir, es porque no remiten a ningún conjunto de postulados, de valores, sino
que son básicamente índice de problemas. Para entender un concepto, de lo que se trata no es cómo se llenó
históricamente de sentido, sino cuál es el problema que subyace por debajo de ese concepto que obliga
permanentemente al pensamiento a llenarlo de sentido para poder definirlo. Trascender el plano de los
postulados para ver cuál es la aporética que subyace y da lugar al permanente choque de opiniones.

Él va a identificar cuatro núcleos aporéticos principales, que serían los que delimitan este campo de lo
político. Yo estoy reconstruyendo un poco lo que dice Rosanvallon en ese texto que tienen ustedes de la
bibliografía. No quiero entrar en honduras acá. Él no es del todo consecuente. Yo estoy tratando de ordenar
un poco sus ideas, porque él oscila muchas veces allí. Tal como él las plantea, vuelve en ocasiones a una
visión más tradicional de la historia del pensamiento. De hecho, él dice que no tenemos que hacer una
historia de los modelos sino de los problemas; y, después de escribir eso, saca un libro que se llama El
modelo político francés. Ya en el título se está traicionando. Bueno, pero, dejemos de lado eso y vayamos al
núcleo interesante de Rosanvallon, más allá de sus inconsecuencias.

El primero sería el carácter equívoco del sujeto de la soberanía. Dice: “El pueblo va a ser un amo
indisociablemente imperioso e inaprensible.” Es decir, ¿Cómo podemos delimitar al sujeto de la soberanía?
Para tomar nuevamente el caso de los catalanes, ¿cómo un pueblo se puede identificar? ¿Quién es el
portador de los derechos soberanos? Es necesario encontrar un sujeto de la imputación soberana. La
democracia dice “el pueblo es soberano”. Bueno, ¿cuál es ese pueblo que es soberano? Hay que definirlo de
alguna forma. El problema está en quién puede definir cuál es ese pueblo en condiciones post-tradicionales,
donde no haya un soberano trascendente que delimite eso, que no sea el propio pueblo. O sea, el pueblo va a
pasar a ser el sujeto y el objeto de su propia tarea de discernimiento. Esto se ve en la aporía de toda
constitución, que comienza diciendo “nosotros, el pueblo o los representantes del pueblo,…”. O sea, para
poder constituirse un congreso constituyente, tiene que invocar la preexistencia de aquello que
supuestamente ellos mismos vienen a constituir y del cual toman su legitimidad.

La segunda aporía sería la indeterminabilidad de la sede de la soberanía. Esto se liga a la doble naturaleza
del soberano moderno. Una vez que desaparece la idea de un soberano trascendente, se va a dar la paradoja
de que el mismo que es sujeto es soberano, y viceversa. ¿Cómo puede ser que el ciudadano sea sujeto y

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soberano al mismo tiempo? Para ser soberano, de alguna forma tiene que despojarse de sus derechos
soberanos y someterse a la ley que él mismo instituyó, por lo cual deja de ser automáticamente soberano. Si
los ciudadanos mantuvieran el derecho de impugnar soberanamente cualquier orden institucional, es
imposible que exista ninguna ley. Si yo soy el creador de la ley, soy soberano y puedo obedecerla o no
obedecerla, entonces no hay ley posible.

Estudiante: En relación de los teóricos de la democracia deliberativa, dirían que un debate público donde
se puedan intercambiar argumentos válidos siempre es revisable según el criterio mayoritario.

Profesor: El problema de estas teorías neocontractualistas es que uno abre espacio al despliegue de la
racionalidad en un plano y enseguida la problemática vuelve a surgir en otro plano. Para que sea posible una
racionalidad discursiva, en términos de Habermas o de quien quieran, es necesario, a su vez, instituir ciertas
formas y procedimientos. Acá aparece otra dicotomía: entre justicia sustantiva y justicia procedimental.
Pero los procedimientos mismos no tendrían que ser ellos mismos objetos de discusión porque son el
presupuesto de todo debate racional. Acá entra la teoría de Carl Schmitt. Schmitt habla de la “radical
irreformabilidad de toda constitución”. Las constituciones pueden establecer un principio de revisión
constitucional. Pero, de esta forma, pretenden crear la paradoja de un poder constituyente constituido: la
propia constitución indicaría a ese poder constituyente según qué normas y procedimientos puede revisarse
esa constitución. Ahora, ¿qué pasa con aquellos que impugnan esa misma constitución y no están de
acuerdo tampoco con esas normas procedimientales?

Estudiante: Quedará fuera del debate público.

Profesor: Ese es el punto. La instancia propiamente política empieza justamente donde termina ese debate
público, esa racionalidad, donde se determina cuáles son esas normas y procedimientos a partir de las cuales
ese debate público puede funcionar.

El punto es que toda teoría contractualista nuevamente tiene un vestigio metafísico: tiene que identificar
ciertas normas y procedimientos que son contingentes, es decir, políticamente articulados, como los únicos
racionales, naturales, etc. Y, cuando Rawls y compañía dicen que queda fuera debate racional, lo que
quieren decir en última instancia es que queda fuera de la naturaleza humana o de la racionalidad humana, y
lo colocan por fuera del universo de lo humano o de lo lógica o racionalmente aceptable. De esta forma
ocultan la naturaleza últimamente política de la atribución de racionalidad o naturalidad de esos discursos.
Tiene que velar la naturaleza contingente de esa atribución. La teoría discursiva de Habermas identifica una
racionalidad que es trascendente a los sujetos. Para él, necesariamente todo el que escapa a la racionalidad
discursiva cae en contradicción performativa.

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Estudiante: (Inaudible).

Profesor: Toda definición de cuál es ese bien común se da siempre al interior de un orden de discurso.
Pero eso no alcanza a explicar cómo se instituyen esas mismas reglas según las cuales se va a poder definir
después cuál es ese bien común. Esos modos de definir el bien común cambian históricamente, no son
Eliminado:
naturales. El gran antagonista de Schmitt fue Hans Kelsen, con quien tuvo una gran polémica. Hans Kelsen
es el que formula la teoría pura del derecho, según la cual el derecho es un sistema lógico y racional. Claro,
una vez que se instituye un sistema jurídico, se integra como una estructura lógica, y dentro de ese discurso
es posible establecer una normatividad, una racionalidad, valores, etc. Pero lo que desnuda Carl Schmitt es
cómo ese sistema jurídico es contingente, históricamente articulado y que es sólo una de las formas posibles
de concebir el orden jurídico: no hay una racionalidad natural que lo sostenga sino una cierta axiomática de
base que varía de lugar en lugar, de época en época.

Estudiante: Pero, de última, ocurrirá como ocurrió con binoculares de la primera clase. Cuando empiezan
a presentar algún tipo de dificultad, revelan su carácter contingente y se vuelven objeto de estudio.

Profesor: Ese es el punto: es en esos momentos que se plantea la pregunta de cómo trascender las
estructuras de sentido y desnudar el momento primitivo de su articulación. El problema es que ese momento
es siempre necesariamente traumático, porque todo orden de discurso para funcionar tiene que velar la
naturaleza contingente de su fundamento. Cuando se desnuda esa contingencia, se destruye ese sistema.
Ningún argentino se iría a matar en una guerra con un boliviano, si fuera plenamente consciente que
Argentina se delimitó de Bolivia simplemente por los azares de las batallas de las Guerras de
Independencia, por una contingencia histórica; porque Belgrano perdió con los enviados del Perú una de
esas batallas, y por eso la frontera se estableció en Jujuy y no más arriba o más abajo. Hay que suponer, al
contrario, que, más allá de esa contingencia de la batalla, hay valores, principios o algo que nos identifica a
los argentinos y nos distingue de los bolivianos, y que eventualmente justificaría que vayamos a matarlos o
dejarnos morir en una guerra con ellos. Todo sentido funciona en la medida que logra ocluir la naturaleza
contingente de sus propios fundamentos. Cuando emerge eso, el discurso entra en crisis.

Estudiante: La constitución sería una especie de Dios light.

Profesor: Bueno, eso es lo que hace el siglo XIX: pone en el lugar de Dios otros remedos seculares de
Dios: la libertad, la democracia, la historia, el sujeto. Estos no son nada más que nombres que vienen a dar
sentido a un mundo que, tras la muerte de Dios, parecía haber perdido todo sentido. En el siglo XVII, que es
con lo que vamos a empezar la parte histórica, es la gran crisis en Occidente, donde nace el mundo

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moderno. Ahí se plantea por primera vez qué sentido tiene la vida y el mundo, una vez privados de la mano
de Dios. Si no existe Dios, estamos reducidos a una vida completamente animal. Esa crisis del XVII se va a
resolver en el XIX, cuando en lugar de Dios se van a poner otras figuras que van a servir de articuladores de
sentido sobre los cuales formar una coexistencia colectiva; porque, sin ese sentido, no tenemos comunidad.
Si pensamos que no existe un valor trascendente que oriente y haga posible la convivencia, no es posible
pensar una comunidad. Ese es el gran desafío del deconstruccionismo: cuando se revela la naturaleza
contingente de esas atribuciones de valor, ¿qué nos queda? La gran pregunta del pensamiento político de
hoy nos vuelve de algún modo al siglo XVII: ¿cómo poder seguir creyendo en esas atribuciones ilusorias de
valor, una vez que han revelado su carácter ilusorio y contingente, y, por lo tanto, no podemos ya creer en
ellas, y, sin embargo, aun entonces tampoco podemos prescindir de ellas si pretendemos mantener una vida
comunal?

Estudiante: ¿Ese agujero puede cubrirlo la técnica hoy?

Profesor: El tema es eso, que la técnica fue uno de esos grandes nombres que funcionó en la modernidad
como articuladores de sentido. El gran desafío que se plantea hoy el pensamiento, que tiene que ver con uno
de mis libros, pero no tanto que ver con esa materia… el libro es Verdades y saberes del marxismo. Pero el
gran problema que se plantea hoy sería qué estructura de pensamiento puede surgir, cómo se puede pensar
hoy la política, cuando todas las estructuras de sentido que nos acompañaron hasta ahora y habían servido
como articuladores de sentido de comunidad hoy han revelado este carácter contingente. Los valores según
los cuales orientamos nuestra vida colectiva ya no pueden aparecer como emanación de Dios, pero tampoco
pueden aparecer como naturales, verdaderos o racionales. ¿Cómo podemos seguir creyendo, una vez que
sabemos que son nada más que procedimientos retóricos, convencionales, y, en última instancia, arbitrarios?

Terminemos con las aporías de Rosanvallon. El último fue la indeterminibilidad de la sede de la


soberanía. El concepto de ciudadano, todavía al comienzo del siglo XIX, era bastante absurdo; la idea de
soberanía popular es bastante absurda. Nosotros las seguimos aceptando, porque desde chiquitos la
escuchamos. Pero, que yo soy soberano y súbdito, no era fácil de entender, y por buenos motivos. La idea de
que el sujeto es soberano sólo se puede mantener, paradójicamente, en la medida en que se deja de lado el
principio de soberanía del sujeto, que el sujeto renuncia a sus derechos soberanos. Si no, es imposible
instituir ningún orden. Pero, una vez que renunció a su soberanía, deja de ser soberano, con lo que tampoco
se va a poder instituir ningún orden; porque ese orden se va a fundar ahora sobre una soberanía ya
inexistente. Es decir, la idea de un orden institucional, republicano y legítimo presupone el ejercicio
permanente de ese mismo derecho soberano que es el que haría imposible al mismo tiempo cualquier tipo de
orden.

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Estudiante: Entonces todo queda en un orden simbólico.

Profesor: Ese es el descubrimiento que vamos a ver del siglo XVII: la naturaleza simbólica del poder. Ese
es el tema de la Unidad III. Después vamos a ver un poco cómo nace eso de lo político: por qué el siglo
XVII es importante para conocer su origen.

La tercera aporía es la incertidumbre relativa de los fundamentos de la soberanía, que explica el doble
nacimiento de la política moderna. El ordenamiento institucional ahora va a fundar su legitimidad en la
voluntad de los sujetos, pero sólo va a tomar su sentido en la medida en que inscribe esa voluntad en un
horizonte racional. La modernidad nunca va a poder desprenderse completamente de la problemática
tradicional de la justicia. En el antiguo régimen, lo que funda el sistema político no es la idea de libertad o
de la soberanía de la voluntad, sino la idea de justicia: existe un orden trascendente instituido por Dios
independiente de los hombres. Asesinar es malo por más que los hombres piensen lo contrario. Para un
hombre del siglo XIV o XV, pensar que los sujetos pueden determinar por sí mismos soberanamente cuáles
son los valores, sería absurdo; sería como pensar que una sociedad de caníbales es legítima simplemente
porque esa es la voluntad de sus miembros. Hay principios eternos de justicia que ninguna voluntad puede
torcer. Una comunidad política es legítima sólo en la medida en que se adecua esa ley natural, a esos
principios universales de justicia. La modernidad va a instituir la soberanía de la voluntad, pero nunca va a
poder desprenderse completamente de la idea de que existe un fundamento objetivo, que tiene que ver con la
idea de derecho natural. Nosotros hablamos de soberanía de la voluntad, pero es mentira. Ninguno de
nosotros estaría dispuesto a aceptar como legítima una ley que discrimina a un sector de la sociedad, aun
cuando se haga un plebiscito y el 90% de la población esté de acuerdo. Nosotros pensamos que hay
derechos humanos que ninguna ley puede violar, aun cuando los sujetos estén a favor de eso. Después cada
uno piensa particularmente cuáles son esos derechos humanos; pero, en principio, nadie está dispuesto a
aceptar como legítima cualquier cosa que vote la gente. Hay ciertos valores o principios universales que
pensamos que son independientes de la voluntad, más allá que para algunos será el derecho al aborto, para
otros, lo que sea. El problema del aborto es un buen ejemplo. Si yo digo que abortar es asesinar un ser
humano, yo no puedo estar a favor de eso, aunque la gente lo vote. Yo no puedo endosar un asesinato. Por
supuesto, cada uno tiene distintos conceptos sobre cuáles son eses derechos humanos; pero todos pensamos
que hay ciertos principios que son objetivos e independientes de la voluntad; son, en última instancia, los
fundamentos últimos de la comunidad, los valores más fundamentales.

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Estudiante: Pero, ¿eso no es, al mismo tiempo, contingente? Digamos, ¿cuál es la moral básica?

Profesor. Ese es exactamente el punto. La pregunta que hace surgir esto es… Nosotros decimos que hay
ciertos valores que el pueblo no puede contradecir. Ahora, ¿quién que no sea el propio pueblo puede
dictaminar cuáles son esos valores que habría que imponérselos al propio pueblo aun en contra de su
voluntad? ¿Quién puede arrogarse esa atribución?

El punto fundamental es que la antinomia entre soberanía de la voluntad y soberanía de la razón no se trata
sólo un problema de opciones, porque una reenvía a otra. La soberanía de la voluntad es también ella misma
postulada como un derecho humano.

Estudiante: Es una necesidad racional de participación discursiva también.

Profesor: Bueno, yo tengo que presuponer que yo soy soberano y que eso es un derecho natural al cual yo
mismo incluso no puedo renunciar. La soberanía es lo que me identifica como sujeto, y yo no puedo
renunciar a esta sin dejar de ser sujeto. De ahí viene la famosa frase siempre tan mal entendida de Rousseau:
si es necesario, hay que obligar al pueblo a ser libre. Porque yo no puedo renunciar a mi propia soberanía.
Se da así la paradoja de que, en el momento mismo en que se instituye la soberanía del sujeto, se le impone
un límite que él mismo no puede transgredir, con lo que deja de ser propiamente soberano. La propia idea de
la soberanía de la voluntad ya tiene inscripta en su interior la idea de que existe una racionalidad que se
impone a esa misma voluntad y que, por un lado la contradice, pero, al mismo tiempo, la funda, porque sólo
puedo ser soberano en la medida que presupongo esa racionalidad que hace posible, justamente, que yo
pueda ser soberano. Hay una contradicción y a la vez una indisociabilidad entre soberanía de la razón y
soberanía de la voluntad. Es eso lo que plantea el problema de los modelos. Aun Rosanvallon cae en la idea
de que ambos principios remiten a dos modelos distintos, dos opciones posibles: la de los que están a favor
de la soberanía de la voluntad y la de los que están a favor de la soberanía de la razón. En verdad, el
verdadero problema político fundamental es entender cómo se instituye el terreno de disputa entre esas dos
alternativas. Trascender el plano de la antinomia y ver hasta qué punto lo que hace posible esa antinomia es
el hecho de que ambos modelos parten de una aporía originaria que los vincula indisociablemente, que nos
muestra que ambos son contradictorios pero a la vez inseparables, junto no pueden existir, pero desprendido
uno del otro no lograrían articularse.

Esto nos lleva a otro aspecto, que los conceptos políticos tienen siempre el carácter de nociones límites.
No en el sentido de ser demasiado buenas para ser ciertas, algo así como un ideal inalcanzable – la
democracia ideal sería algo genial pero irrealizable en la práctica. Tomemos el caso de la soberanía. Esto lo

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vamos a ver más en detalle en la parte histórica. La idea de un soberano legítimo presupone que no hay
límites para ese soberano. Si yo le impongo algún límite al soberano, deja de ser soberano. Ello supondría
que existe un soberano por sobre el soberano que podría juzgarlo. Pero, por otro lado, la idea de un soberano
legítimo al mismo tiempo presupone la idea de que existen ciertos límites que ese soberano no puede
transgredir; porque, si no, se convierte en su opuesto, se convierte en un tirano. Si no hay ciertas normas que
él no puede transgredir deja de ser verdaderamente un soberano. Es decir, la idea de soberanía presupone y
excluye al mismo tiempo la ida de un límite. Es en este sentido que la idea de soberanía es una noción
límite. No porque sea demasiado buena para ser cierta; sino que, en el momento mismo en que se realizaría
se destruiría a sí misma, si yo fuera efectivamente soberano, carente de todo límite, ya me destruiría como
tal y me convertiría en mi opuesto, en un tirano. Es este carácter de nociones límite lo que le otorga una
naturaleza política a esos conceptos.

Y finalmente, la cuarta aporía señalada por Rosanvallon, la inasibilidad de los modos de actualización de
la soberanía. Es decir, cómo se puede expresar en el plano político institucional esa soberanía del sujeto; y
esto está ligado al problema de la paradoja de la representación. Quien definió la representación moderna
fue Emmanuel Sieyés, en la asamblea francesa de 1790, durante la Revolución. En el concepto tradicional
de representación, la comunidad estaba representada literalmente en la figura del monarca; es ahí donde se
hacía visible, presente la comunidad. Era él el articulador de la comunidad. Muerto el rey, emerge la
paradoja de la representación. ¿Qué quiere decir esto? Él (Sieyés) dice: la voluntad nacional -la voluntad de
la nación- no preexiste a su propia representación. ¿Por qué? Porque es sólo en los órganos representativos
que se constituye verdaderamente la voluntad nacional. La voluntad nacional presupone un sujeto colectivo
que es trascendente a los individuos. Es decir, lo que existe previamente a la representación es una
pluralidad de voluntades individuales. Lo que permite la reducción de esa pluralidad de voluntades
individuales a una única voluntad nacional es justamente el trabajo de la representación. Se da la paradoja,
entonces, que el espacio del trabajo de la representación se va a abrir en el punto mismo en que el vínculo
representativo se quiebra; porque hay que suponer que los representantes en algún momento se tienen que
apartar de la voluntad de sus mandantes para constituir la voluntad general, porque sino lo que seguimos
teniendo no es nada más que una pluralidad de voluntades individuales. Esta es la paradoja, entonces, de la
representación: que sólo se articula verdaderamente el trabajo de la representación en el momento en que el
vínculo representativo se quiebra.

Estas cuatro aporías serían para él las que abren el orden de los discursos a esta dimensión política negada.
Y esto produce una desustancialización de los conceptos; muestra que los conceptos políticos no refieren a
ningún objeto, a nada que pueda definirse. Si no pueden definirse, es porque no remiten a ningún objeto que
se pueda definir, sino que remiten a problemas. De lo que se trata, justamente, es de penetrar ese suelo

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aporético, que es el que abre los discursos a su dimensión propiamente política. Sólo existe política
verdaderamente, sólo manifiestan estos conceptos su naturaleza política, en el momento en que revelan esta
naturaleza aporética. La pregunta es por qué los conceptos como democracia, justicia, etc., han sido
históricamente tan debatidos. Pensar en estos términos, en términos de aporía, es lo único que permite darle
sentido a la historia del pensamiento político; porque si nosotros partimos de la base de que hay una
definición para estos conceptos, entonces tenemos que suponer que aquellos que disputaron en torno a esos
conceptos es simplemente porque no comprendieron esa definición correcta; que la historia no sería nada
más que una historia del error, una larga de sucesión de aproximaciones o alejamientos de esa verdadera
definición que supuestamente yo creo conocer. Sólo si penetramos esta naturaleza aporética de los
conceptos políticos, es que estos debates cobran un sentido sustantivo; descubrimos que si ciertos sujetos
debatieron en torno de ellos no es simplemente porque no entendieron bien lo que quería decir la
democracia, sino porque efectivamente el concepto de democracia es un concepto problemático, como todos
los conceptos políticos.

Estudiante: EEUU dice que tiene democracia, y Cuba también dice que tiene democracia. Y ambos son
atendibles.

Profesor: Cada uno puede creerle más a uno u otro, pero el problema es que el concepto mismo de
democracia, como todos los conceptos políticos, permite distintas definiciones, porque estos conceptos no
tienen ellos mismos una definición, sino que remiten a problemas. Para poder entender las distintas teorías
políticas, tenemos que volver a la lógica de la pregunta y la respuesta: ¿cuál es esa aporía, esos problemas
subyacentes, a los cuales dichas teorias tratan de dar sentido, de resolver en el plano del discurso, sin nunca
poder resolverlas verdaderamente? Porque lo que define una aporía es eso: es que no tiene solución posible,
porque los distintos componentes de la aporía se reenvían uno a otro. Entonces nosotros vamos a ver que,
una vez que se resuelva el último plano, necesariamente los problemas emergen en otro plano; como pasaba
con el giro lingüístico. Lo que no quiere decir que este movimiento sea ocioso, y que siempre
permanezcamos en el mismo lugar. Lo que sí muestra esto es la imposibilidad de un punto final de la
historia, donde finalmente hayamos descubierto cuál es el sentido de democracia, justicia, etc. Una historia
conceptual de lo político busca trazar justamente eso: la historia de las soluciones, y eventualmente cómo
esas soluciones revelan su precariedad, y dan luego lugar a nuevas configuraciones de sentido. Ese es el
objetivo de una historia conceptual de lo político, o una historia de los lenguajes políticos.

Vamos a dejar acá. Después hago un pequeño resumen de lo que vimos hasta acá y ya entramos más
específicamente en América Latina.

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(Receso)

Profesor: Vamos a resumir lo visto hasta acá. La pregunta original con la que empezamos esta parte
teórica era qué distinguía una Historia de Ideas de la Historia de los Lenguajes Políticos: por qué,
efectivamente, estamos en presencia de una verdadera revolución teórica, que no se trata simplemente de un
cambio de nombre. Que supone una redefinición crucial respecto del objeto de la historia intelectual y de los
modos de aproximación a ese objeto. También les había dicho que esto que yo les planteo en realidad no
está del todo claro, tampoco, incluso en los propios cultores de esta nueva historia intelectual. Como vimos,
de alguna forma esto que yo les estoy planteando surge cuando nosotros cruzamos los aportes respectivos de
estas tres escuelas; pero que al mismo tiempo este cruce supone, para hacerse posible, la revisión de algunos
de los postulados de cada una de ellas.

Yo les voy a sintetizar, entonces, hasta aquí, cómo podríamos definir el sentido de este cambio teórico y
qué es lo que surge del cruce este. En primer lugar, habíamos visto que los lenguajes políticos no son meros
conjuntos de ideas. Y de allí la comprobación de los historiadores de que los mismos siempre resisten
cualquier definición; porque su contenido no puede fijarse de un modo inequívoco. Y esto es así, no por una
deficiencia de los historiadores, sino simplemente porque un lenguaje político no se puede definir, porque
no consiste en ninguna serie de enunciados o postulados. No es al nivel de los contenidos de discurso que se
podría, entonces, definir un lenguaje político, sino de los modos de producirlo. Y esto tiene que ver también
con lo que les decía, que los lenguajes políticos, en última instancia, son indeterminados semánticamente,
porque éstos remiten a un segundo plano de realidad simbólica; no al plano de los contenidos sino de los
modos de producción de los contenidos. Suponen un giro hacia un nivel superior de simbolización.
Entonces, para hacer una historia de los lenguajes políticos, a diferencia de una historia de ideas, sería
necesario traspasar el plano textual, los contenidos de los discursos, qué dice un autor, y penetrar el
dispositivo argumentativo que subyace e identifica los modos o principios formales particulares de
articulación de esos enunciados. Esta sería la primera diferencia fundamental: pasar de los contenidos a los
modos de producción de los enunciados.

En segundo lugar, los lenguajes políticos, a diferencia de las ideas, no serían atributos propiamente
subjetivos, sino que son entidades objetivas. Es decir que articulan redes discursivas que hacen posible la
mutua confrontación de ideas. ¿Qué quiere decir que los lenguajes son objetivos, no subjetivos? Para tomar
un ejemplo, cuando nosotros decimos –para tomar el caso del s. XVII- que vivimos en un mundo
secularizado, no estamos diciendo que la gente dejó de pensar en la existencia de Dios. La mayoría de la
gente sigue pensando que Dios existe; es más, si hacemos una estadística probablemente la mayoría piense

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eso. Pero eso no viene al caso. Aunque todo el mundo, o el 99,9% de la gente siguiera creyendo en la
existencia de Dios, eso no contradiría en absoluto el hecho de que Dios ha muerto. ¿Qué quiere decir que
Dios ha muerto? Una anécdota: una vez Ferdinand Laplace, que era el astrónomo líder en Francia, el que
completa el sistema newtoniano a fines del siglo XVIII, lo cita Napoleón a la corte, y lo increpa. Le dice: en
su sistema, no hay lugar para Dios. Y Laplace le responde: esa es una hipótesis de la que puedo prescindir.
¿Qué quiere decir que Dios ha muerto? Que a partir de determinado momento, Dios había pasado a ser una
hipótesis de la que se podía prescindir; es decir, que nuestros sistemas políticos y sociales ya no funcionan
sobre la base del supuesto de la existencia de Dios. Y ese es un cambio objetivo independiente de la
creencia de los sujetos. Yo no puedo alterar eso a voluntad; tiene que ver con las condiciones en que
circulan públicamente los discursos. Yo no puedo producir una resacralización del mundo, así como sí
puedo cambiar mis ideas: yo puedo dejar de ser católico, y pasar a ser cristiano, judío, lo que fuera. La
secularización del mundo, la muerte de Dios es, en cambio, un fenómeno que se impone a los sujetos en
contra de su voluntad y en contra incluso de la conciencia de los sujetos. Los mismos sujetos no son
conscientes de cómo cambió el lenguaje político en los últimos 20 años, que cómo cambió la economía, la
sociedad o lo que fuera. Estamos hablando de cambios que son tan objetivos como los cambios sociales,
económicos, etc. Los discursos no son cosas que circulan entre las neuronas de los sujetos; sino en la propia
sociedad, son entidades tan reales y objetivas como otras dimensiones de la historia. Nuevamente, esta es
una diferencia fundamental, porque muchas veces se piensa a la historia intelectual como una cuestión que
tiene que ver con la conciencia o las ideas de los sujetos; no tiene nada que ver esto. En la historia de los
lenguajes políticos, estamos hablando de cambios y transformaciones que son objetivas, que están en la
realidad misma, y que los propios sujetos no controlan ni logran entender.

Ahora, esto tiene consecuencias historiográficas, cómo hacer una historia de los lenguajes políticos.
Normalmente, los historiadores de ideas, ¿qué hacen? Toman las ideas de un autor o de una corriente de
pensamiento y trazan cómo cambiaron las ideas de ese autor o de esa corriente a lo largo del tiempo. Para
hacer una historia de los lenguajes políticos, en realidad el procedimiento debe ser inverso. Nosotros
tendríamos que seccionar el debate político, atravesar las diferencias ideológicas, y reconstruir contextos de
debate; ver cómo se articulan en determinado momento los supuestos a partir de los cuales hacen posible la
propia confrontación de ideas. Es en la propia confrontación de ideas que se nos descubren cuáles son los
supuestos sobre cuyas bases ese debate está teniendo lugar en cada momento, y cómo esos supuestos se
fueron transformando a lo largo del tiempo.

Entonces, retomando estos dos primeros puntos, para hacer una Historia de los Lenguajes Políticos no
bastaría, entonces, con trascender la superficie de los discursos y acceder al aparato argumentativo que les
subyace, que era lo que habíamos visto en primer lugar, sino que para hacerlo debemos reconstruir

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contextos de debate. Es decir, lo que importa acá no es observar cómo cambiaron las ideas, sino cómo se
reconfiguró el sistema de sus posiciones relativas; los desplazamientos que se produjeron en las coordenadas
que determinan los modos de su articulación pública. Y esto sólo se puede descubrir en la contraposición
entre perspectivas antagónicas. Siguiendo la trayectoria de un pensamiento o un pensador en particular no se
puede descubrir eso.

El tercer punto es que la reconstrucción de los contextos de debate, sin embargo, no implica salirse del
plano de los discursos. Los lenguajes políticos, de hecho, trascienden la oposición entre texto y contexto en
que la Historia de Ideas se encontraba atrapada. Un lenguaje político sólo se convierte en tal en la medida en
que contiene dentro de sí sus propias condiciones de enunciación. De alguna forma, en contexto se
encuentra incorporado dentro de sí, porque forma parte de ese mismo contexto, forma parte constitutiva
suya. No existe un contexto por fuera del texto, y viceversa. Esto nos conduce, entonces, más allá,
nuevamente, del plano semántico del lenguaje -que era también el único concebible para la historia de ideas-
pero ya no hacia las formas de discursos, sino a la dimensión pragmática. Para descubrir en el propio texto
las huellas de sus condiciones de articulación, es necesario reconstruir los contextos pragmáticos de
enunciación: quién habla, a quién le habla, qué relaciones de poder se establecen en el interior del propio
discurso; es decir, cómo esas condiciones de enunciación del discurso se inscriben en su interior y pasan a
ser una dimensión constitutiva suya, y no sólo un marco externo, un escenario dentro del cual desplegarse.
Es éste, en última instancia, el objeto de la tradición retórica clásica.

Entonces, retomando estos tres puntos, para hacer una historia de los lenguajes políticos no sólo basta con
trascender la superficie textual de los discursos y acceder al aparato argumentativo que subyace a cada
forma de discursividad, buscando reconstruir contextos de debate. Para ello, entonces, es necesario recobrar
las huellas lingüísticas presentes en los propios discursos de sus contextos de enunciación.

Estos tres primeros puntos, entonces, se orientan a señalar las limitaciones de una Historia de Ideas
centrada exclusivamente en una de las dimensiones del lenguaje, que es la semántica. Y eso, como les decía,
es la suma de los aportes de cada una de las tres escuelas. Ahora, en la medida que combinamos estos
aportes respectivos lo que surge, que es el punto central para esta primera parte, es un nuevo concepto
respecto de la temporalidad de los lenguajes políticos: por qué cambian los conceptos políticos, cuál es la
fuente que historiza a los discursos. Y esto requiere, entonces, dos postulados más. En primer lugar, los
lenguajes políticos son entidades plenamente históricas, a diferencia de las ideas, las cuales, consideradas en
sí mismos, son intemporales. Por ejemplo, si nosotros seguimos pensando en términos de modelos o tipos
ideales, yo podría definir perfectamente, o supuestamente podría definir qué es ser un buen liberal,
establecer las cosas que debería decir un buen liberal, independientemente de que eso alguien lo haya dicho

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alguna vez o no. Si nadie fue coherente con ese supuesto modelo o tipo de idea liberal, el problema es del
autor, no del modelo; que ningún autor fue suficientemente coherente, consciente, etc., con el liberalismo, y
todos incorporaron en el modelo liberal elementos provenientes de otras matrices (conservadora, socialista,
o lo que fuera). Pero eso no afecta el modelo en sí mismo. El modelo se podría definir perfectamente a
priori. Para la Historia de Ideas que piensa en términos de modelo del pensamiento, la historia es una
circunstancia puramente externa a los discursos; no forma una dimensión plenamente constitutiva.

Que los lenguajes políticos son entidades plenamente históricas debe entenderse en dos sentidos. En
primer lugar, porque se basan en premisas contingentemente articuladas. Es decir que se sostienen sobre una
serie de supuestos, y esos discursos carecen de eficacia una vez que esos supuestos se quebraron. Para la
Historia de Ideas, uno puede ser liberal o republicano en cualquier momento. Desde el punto de vista de los
lenguajes políticos, en cambio, hablar de republicanismo clásico en el s. XIX o XX, como hacen muchos
autores desde que se puso de moda el republicanismo clásico, es completamente absurdo. Porque el
republicanismo clásico –la tradición que arranca con Maquiavelo supuestamente, etc.- se fundaba sobre una
serie de supuestos desprendido de los cuales nada tiene sentido. El pensamiento republicano clásico parte,
por empezar, del supuesto de que existe un Dios que creó el mundo, que es la fuente última de legitimidad,
que existe un orden natural establecido por Dios, y que las sociedades están organizadas jerárquicamente,
etc. Si le arrancáramos esos supuestos a partir de los cuales se articula ese discurso, lo reducimos a una serie
de afirmaciones banales, que las podemos encontrar, en efecto, en cualquier contexto y lugar. Las podemos
encontrar desde la Biblia hasta hoy, digamos. Pero el problema es justamente que, así observadas, como
meras ideas, éstas, efectivamente, no tienen historia, son motivos genéricos, abstractos, no hay nada que la
identifique en su singularidad. Lo que historiza a los discursos son las matrices subyacentes: sólo se puede
entender verdaderamente una afirmación en la medida en que reconstruimos ese conjunto de supuestos
históricos a partir de los cuales esos discursos fueron construidos. Desprendido de esos supuestos, pierden
su carácter histórico concreto; se convierten ideas que pueden aparecer y reaparecer en cualquier momento y
lugar.

Estudiante: Pero si yo sigo lo que usted está diciendo al pie de la letra, no podría hablar, por ejemplo, de
un período histórico, porque podría decir que eso es contingente y que está formado en base a ciertos
conceptos de hombres que vinieron después, y aplicar ese concepto al período histórico que estoy tratando
de delimitar sería un anacronismo.

Profesor: Bueno, acá son dos cosas. Son dos niveles. Yo no puedo atribuir un concepto de hombre del s.
XVIII al pensamiento de Maquiavelo, porque eso es un anacronismo. Incluso, como muestra Koselleck, no
le puedo atribuir un concepto de Historia a Maquiavelo, porque el concepto de Historia (c0n mayúsculas) no

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existía antes de 1750. Es un anacronismo hacerle decir a Maquiavelo algo que podría no haber dicho. Y yo
para entender el pensamiento de Maquiavelo tengo que poder entender qué podría haber dicho él o no.
Ahora, Koselleck tiene un artículo en polémica con su maestro Otto Brunner, donde sí plantea la idea de que
existen anacronismos productivos. Aún para analizar el pensamiento de Maquiavelo, nosotros tenemos que
partir de un concepto de historia, porque si nos quedáramos con los propios términos de los actores no
podríamos nunca escribir, entonces, una historia para periodos anteriores de 1750, porque en ese entonces
no existía el concepto mismo de historia. Ya el querer hacer una historia del pensamiento de Maquiavelo
supone un anacronismo, porque está haciéndose algo que el propio autor no podría haber hecho. Pero eso es
válido siempre que establezcamos una distinción de niveles. Una cosa es que nosotros usemos categorías y
conceptos para analizar el pensamiento de un autor que no correspondían a esa época, porque efectivamente,
sino, no podríamos escribir nada sobre ninguna época que no sea la presente –porque si estamos haciendo
historia del Antiguo Régimen, ya estamos usando una categoría que no era propia del Antiguo Régimen. Lo
contrario sería pensar, por ejemplo, que sólo se podría hacer una historia del cristianismo con conceptos
teológicos. Ahora, lo que mide el rendimiento de un marco teórico no es que no lo podamos aplicar sin
producir una forma de anacronismo, sino que el mismo nos permita ver por qué esos autores efectivamente
no podrían haber usado esos conceptos que nosotros usamos para estudiarlos. Una cosa es que nosotros se lo
apliquemos a ellos, pero otra cosa es pensar que esos conceptos podrían haber estado en esos mismos
autores. Esos marcos teóricos justamente nos tendrían que poder permitir comprender qué es lo que nos
separa de ellos, y que no nos termine haciendo confundir nuestras ideas con las de los propios autores que
estudiamos. El gran problema de la Historia de Ideas es cuando se confunden esos dos niveles: se identifican
las ideas del propio autor con las del objeto que se está analizando. La del historiador intelectual es más bien
todo lo contrario: busca medir esas distancias, establecer esas mediaciones.

Estudiante: Un trabajo de la historiografía, por ejemplo, es el caso del trabajo de Myers. ¿Eso es lo que
usted está diciendo que es el error en que se cae cuando se transpolariza este republicanismo clásico?

Profesor: Claro, una cosa es encontrar motivos republicanos; y otra cosa es hablar de un lenguaje
republicano. Nosotros podemos encontrar motivos republicanos ahora, o cuando sea, pero el problema es
ver cómo esos elementos que se toman, más allá de dónde provengan, se reconfiguran y resignifican para
articular un nuevo lenguaje político, el que ya está muy lejos del republicano clásico, porque está ya
funcionando sobre la base de otros supuestos muy distintos. Entonces, el problema es ese: cuando uno ve
que Alberdi dice lo mismo que dijo Maquiavelo, ¿termina diciendo “ah, Alberdi entonces era republicano
clásico”? No. Está diciendo lo mismo, pero esas afirmaciones ahora tienen otro sentido muy distinto al que
tenían en Maquiavelo. ¿Qué es lo que cambió? No es la afirmación; porque la afirmación, si uno la toma

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literalmente, puede seguir siendo la misma, una mera trasliteración. Pero lo que hay que reconstruir es cuál
es el discurso, la matriz en la cual esa afirmación está funcionando ahora.

Estudiante: Yo creo que la materia tiene alcances historiográficos importantes, pero todos los autores que
estamos viendo, y esta diferenciación que vos marcaste entre motivo republicano y lenguaje republicano,
como un ejemplo, invalida modelos analíticos importantes, que a mí a simple vista me parecerían válidos,
que implicarían, por ejemplo, la lectura de un concepto a lo largo de un determinado tiempo histórico. Por
ejemplo, si yo determino determinadas características actuales del concepto de democracia, ver, desde un
determinado momento histórico hasta hoy, cómo han respondido a esas características los distintos
postulados políticos que se han ofrecido.

Profesor: La democracia es un buen ejemplo de por qué no se puede hacer eso. Porque para hacer eso
tenés que violentar la historia. Cuando los griegos hablaban de democracia, el demos al que se referían era
el pueblo bajo. Era una parte de la sociedad. Ellos no podían concebir la idea de pueblo como totalidad. Esa
es una creación del siglo XIX. Ellos pensaban en términos de la teoría de las formas de gobierno. ¿Quiénes
debían gobernar: uno, varios, o muchos? Cuando piensan en términos de democracia, están pensando que es
el sector bajo de la población que debe gobernar al resto. Ellos parten de la base, obviamente, de que alguien
debe gobernar y alguien debe ser gobernado. Toda esta idea que tenemos nosotros: la democracia como el
gobierno de todos, donde todos gobernamos, eso era completamente extraño; entonces, si vos hablás de
democracia antigua y la pensás en nuestros términos, no entendés nada de lo que pensaban ellos.

Estudiante: En literatura, ¿podría ser un equivalente Pierre Menard?

Profesor: Sí, Borges está trabajando un poco con esa idea. Pierre Menard es el que vuelve a escribir el
Quijote, pero ya al escribirlo de nuevo pasa a ser otra cosa. El ejemplo que da él se aclara en sus lecciones
en Harvard. Dice: ¿por qué ya no es el mismo el Quijote escrito por Pierre Menard que el escrito por
Cervantes? Porque cuando Cervantes lo escribió, haber puesto a Don Quijote en la Mancha, era haberlo
puesto en el lugar más absurdo imaginable. Era como decir hoy, no sé, “Don Quijote de Avellaneda”, una
cosa así. Suena mal. Para nosotros, que Cervantes escribió el Quijote en la Mancha, no nos podemos
imaginar ese personaje en otro lugar que no sea en la Mancha. Lo que se pierde, justamente, era el sentido
provocador que tenía en su momento el poner a Quijote en un lugar como la Mancha donde no hay nada,
que es un desierto, el lugar menos pensable para cualquier acción caballeresca. Es esta idea, cómo una cosa
dicha exactamente igual, ya en otro contexto tiene otro sentido distinto. La Historia de Ideas justamente
pierde eso de vista. Si hacemos la historia de quiénes estaban a favor o estaban en contra de esas prácticas
universales, y sí, vamos a encontrar analogías a lo largo del tiempo. Pero eso todavía no nos dice nada.

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Resumiendo:

Para hacer una Historia de los Lenguajes, es necesario no sólo, como señalamos, traspasar la instancia
textual –es decir, el plano semántico- y acceder a los modos de producción, tratando de reconstruir
contextos de debate a través de la captación de las huellas lingüísticas presentes en los propios discursos y
sus condiciones de enunciación, sino que lo que habría que indagar son esos umbrales que determinan su
historicidad, una vez traspasados los cuales todo regreso a una situación precedente resulta ya imposible.
Es decir, recobrar un principio de reversibilidad temporal inmanente a la propia historia intelectual.

A la mitología de la prolepsis tendríamos, entonces, que añadir ahora una mitología inversa, una mitología
de la retrolepsis: pensar que se pueden proyectar ideas del pasado hacia el futuro, una vez que los supuestos
a partir de los cuales esas afirmaciones fueron construidas perdieron ya su eficacia. De lo que se trata es no
sólo no proyectar ideas presentes sobre el pasado, sino tampoco ver querer traerlas al presente, lo que
supone violentar la historia. Justamente, de lo que se trata es de ver cómo las ideas, desprendidas de su
contexto particular de enunciación, se vuelven incomprensibles. Se trata, en fin, de una forma de violencia
inversa a la mitología de la prolepsis; pero que, en última instancia, son complementarias.

Y finalmente, el segundo aspecto que hace de los lenguajes políticos formaciones históricas contingentes.
Como vimos, un lenguaje político es una formación histórica, porque sólo existe en un momento y un lugar
dado. No son ideas que pueden aparecer en cualquier momento y en cualquier lugar. Las ideas sí, pero los
lenguajes no; los lenguajes están históricamente determinados, en el sentido que sólo existen y pueden
existir en un momento y un lugar determinado. Son entidades plenamente históricas, en el sentido que son
localizables históricamente, a diferencia de las ideas que podrían aparecer o desaparecer en cualquier
momento.

Pero los lenguajes políticos son entidades históricas en un sentido aún mucho más fuerte que ese; en el
sentido de que, a diferencia de los sistemas de ideas, poseen un principio de incompletitud que son
constitutivas suyos. Es decir que a diferencia de los tipos ideales, no son nunca sistemas lógicamente
integrados y autoconsistentes, sino que en su centro se encuentra siempre un vacío dejado por la quiebra de
las antiguas cosmologías. Esto supone una inversión de la máxima de Koselleck. Cuando Koselleck dice
que los conceptos políticos no pueden definirse porque cambian históricamente, y entonces sería arbitrario
decidir, si tenemos varias definiciones de liberalismo, “esta es la verdadera y esta no”. Lo que tendríamos
que decir ahora es la inversa. No es que los conceptos no se puedan definir porque cambian históricamente,
sino al revés: cambian históricamente porque nunca pueden fijar su contenido semántico de un modo
determinado. Si ellos cambian a lo largo del tiempo, es justamente porque esos conceptos no tienen una
definición que se pueda fijar de una vez y para siempre. Y es eso lo que abre esos conceptos a la

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historicidad, al cambio. Y esto, como les decía, supone un principio de historicidad de los conceptos
completamente distinto. Según el pensamiento de un Koselleck, un Skinner, etc., según la idea de que los
sujetos son los que introducen el cambio, uno podría decir, entonces, que la historicidad es ella misma algo
contingente; es decir, no es una dimensión constitutiva de la historia intelectual. ¿En qué sentido? Los
conceptos políticos cambian todo el tiempo; pero uno, desde la perspectiva de un Koselleck o de un Skinner,
podría perfectamente imaginar que si nadie viniera en algún momento a jorobar, a molestar y a pretender
introducir sentidos nuevos en los usos existentes de los conceptos, estos perfectamente podrían mantenerse
indefinidamente. No hay nada en el interior de los propios discursos que nos permitiría entender, desde esta
perspectiva, por qué estos conceptos eventualmente entran en crisis y dan lugar a nuevas configuraciones de
sentido. La historicidad no es una dimensión constitutiva de la historia intelectual; es un accidente. Uno
podría decir “siempre ocurre”, pero, en teoría, podría perfectamente no ocurrir. Bueno, acá es al revés,
digamos: aún cuando nadie viniera a jorobar y pretender introducir nuevos sentidos en los conceptos dados,
estos serían siempre ya constitutivamente precarios. Si alguien viene a molestar e introducir nuevos
sentidos, es justamente porque esas formaciones discursivas esconden núcleos problemáticos que son los
que eventualmente se revelan y fuerzan a nuevas configuraciones de sentido. Lo cierto es que ningún
discurso entra en crisis simplemente porque alguien viene y dice otra cosa distinta; sólo entra en crisis en el
momento en que revela sus aporías internas, sus puntos ciegos. La historia no es simplemente la historia de
unos que vinieron en un momento a decir una cosa y otros en otro dijeron otra, y as+i sucesivamente; ahí no
hay todavía una historia, sólo una sucesión de modelos de pensamiento. Si hay historia, cambio en los
modos de pensar, es porque constantemente emergen esas instancias aporéticas inherentes a la politicidad de
los discursos, y que obliga y empuja permanentemente al pensamiento a llenar ese vacío simbólico con
nuevas configuraciones de sentido, una vez que las existentes revelan su precariedad.

Estudiante: No me queda claro cómo se articula el lenguaje político con las ideas, y si el lenguaje político
viene a servir a fin de ideas.

Profesor: Las ideas son un plano de los lenguajes; el problema es que un lenguaje no se agota en las ideas,
los contenidos, qué es lo que dicen los textos, qué es lo que afirman los autores. Si nos quedamos solamente
en ese plano y no vemos los otros planos, que es la performatividad de los lenguajes, los contextos de
discurso, las estructuras de lenguaje, etc., caemos en una visión ahistórica de la historia intelectual, donde
no se puede entender por qué cambian los discursos, salvo como un puro accidente histórico. La historia
intelectual no sería propiamente histórica en sí misma; no hay un principio de irreversibilidad que impone la
propia historia, las ideas pueden ir y venir. La historia, para la Historia de Ideas, sería como un bazar donde
uno puede entrar y agarrar lo que más le guste a voluntad. Hoy soy republicano, mañana me hago
liberal…es una cuestión simplemente de gustos.

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Estudiante: Entonces esto de historizar un concepto se tiene que estudiar a partir de la crisis que hay entre
dichos conceptos. Yo me pregunto lo siguiente, porque por ejemplo en México a principios del s. XIX
nosotros no sabíamos qué era un ciudadano. Todo parte del concepto de vecindad. Entonces, ¿qué es lo
interesante aquí: estudiar las diferencias entre ciudadano y vecino, o estudiar esas transformaciones que
hubo en las ideas de lo que era el concepto de vecino?

Profesor: Es ese doble movimiento: cómo el concepto de ciudadano moderno sólo se pudo articular sobre
la base del concepto tradicional del vecino, y al mismo tiempo ese mismo concepto, ahora que se inscribe en
una matriz discursiva distinta, se ve completamente resignificado. Pero es cierto que los sujetos del s. XIX
sólo podían pensar el ciudadano moderno a partir de esas matrices heredadas. Y eso es lo interesante: cómo,
pensando de manera tradicional, terminan, aún a pesar de ellos mismos, articulando conceptos que son
completamente extraños a ese lenguaje tradicional. Cómo es que se producen esas inflexiones es justamente
lo que buscamos acá: desarrollar un modelo teórico que nos permita entender ese tipo de cambios, que no se
agotan simplemente, como dice Skinner, porque vino un gran autor y empezó a definir las cosas de forma
distinta; sino que son infinitamente más complejas de entender. Y lo que estamos tratando de ver es por qué,
efectivamente, es mucho más complicado de entender esos cambios históricos a nivel de los discursos, y no
basta con rastrear cómo vino un autor y empezó a usar un concepto en forma distinta.

Estas, en breve síntesis, serían las diferencias fundamentales entre una Historia de los Lenguajes Políticos
y una Historia de las Ideas. Obviamente, todo esto que yo traté muy apretadamente de explicar ahora da para
un curso entero, o para varios cursos; pero lo que quisiera, al menos, es haberles transmitido por qué
efectivamente estamos en presencia de una verdadera revolución teórica, que nos permite –o nos obliga,
incluso- a ver no sólo la historia intelectual, sino la historia política en general de una manera
completamente distinta a cómo la ve tradicionalmente la Historia de Ideas o a la Historia de la Filosofía. Es
un modo completamente distinto de abordar, de interrogar la historia política. Y que esto va a tener
consecuencias fundamentales, también, en la lectura de los textos. Después de esto no podemos volver a leer
los textos como se leían antes; aunque muchas veces aún muchos de estos autores vuelven a caer en los
modelos más tradicionales de la Historia de Ideas, de pretender crear modelos de pensamiento y ponerse a
discutir hasta qué punto un cierto autor se acercó al modelo dado, o se alejó de él. De lo que se trata no es de
hacer eso; es hacer otra cosa ya completamente distinta, mucho más complicada de hacer pero al mismo
tiempo mucho más rica e interesante. Y sobre todo que sólo esta perspectiva le da un sentido a los debates
históricos. Volviendo a la problemática original: ¿cuál es el gran problema de la Historia de Ideas? Es su
apriorismo. Nosotros, antes ya de ir a los textos, sabemos más o menos lo que vamos a encontrar. Para la
Historia de Ideas de lo que se trata es simplemente de establecer hasta qué punto un autor se acercó o no al
modelo dado. Lo único que nos tiene que descubrir la historia, supuestamente, es simplemente si un autor

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acertó más o menos en plasmar el tipo ideal presupuesto. La investigación histórica no tiene nada que
decirnos que ya no sepamos de antemano, salvo dónde colocar cada pieza de las que analizamos dentro de
una grilla que está constituida de antemano.

Cuando pasamos al plano de los lenguajes políticos, obviamente uno parte de ciertos presupuestos, y es
necesario que sea así. Uno no puede escribir la historia sin partir de algunos presupuestos. Y eso es un poco
lo que hablábamos al comienzo del curso: todos partimos de ciertas bases. En última instancia, toda historia
es relativa porque supone ciertas premisas de las cuales parte el análisis. No podemos hacer una descripción
cruda de los hechos sin un marco que le dé sentido a esos hechos. Ahora, ¿cómo enfrentamos este peligro,
de que presuponemos marcos presentes pero sin destruir por eso el sentido mismo de la investigación
histórica; cómo abrir un espacio de trabajo en que el punto de llegada no se encuentre ya presupuesto en el
propio punto de partida? El giro a los lenguajes políticos nos permitiría eso: cuando pasamos al plano de las
ideas al de los lenguajes, podemos tener ciertas hipótesis más generales respecto de qué puede decir un autor
o no. de alguna forma, un historiador intelectual es como un arqueólogo. Cuando un arqueólogo descubre un
artefacto en un nicho dado, tiene que poder decir “este artefacto no puede estar ahí; si lo encontraron ahí es
porque hubo una contaminación, o alguien lo implantó, o se mezclaron las napas por algún fenómeno
natural, pero eso ahí no puede estar, porque no corresponde a ese universo cultural”. Nosotros tenemos que
poder concebir los discursos como artefactos culturales: este concepto, en este período no puede estar.
Eventualmente nos podemos equivocar: ha pasado en la arqueología que muchos dijeron “no, esto está mal”
y después descubrieron que era así y tuvieron que cambiar todas sus teorías. Bueno, eso nos puede pasar a
nosotros. Podemos eventualmente alterarlas, pero no podemos prescindir de alguna hipótesis. La diferencia
está en que nosotros, cuando pasamos el nivel de los lenguajes políticos, podemos determinar el margen de
aquello que no pudo haber dicho un cierto autor porque no entra dentro del universo de lo concebible por él,
pero no podemos por ello establecer ya de antemano qué es lo que hizo ese autor, cómo articuló
concretamente ese universo simbólico en un discurso determinado para dar sentido a su realidad. Qué es lo
que hicieron después los autores, que es el trabajo propio del texto, sólo se puede descubrir a partir de la
propia investigación histórica. Es eso, en fin, lo que abre un espacio de trabajo: aunque partimos de
presupuestos, igual eso no hace que nosotros ya podamos saber de antemano qué es lo que vamos a
encontrar en la historia. Porque lo que podemos encontrar es siempre infinitamente variable, indeterminado.

Vamos a tener que seguir con la parte latinoamericana la clase que viene; pero voy a empezar, aunque sea.
Lo que vamos a ver ahora y la clase que viene es cómo se aplica esto al caso más específico de América
Latina. Empecemos viendo sólo cómo nace la Historia de Ideas en América Latina Acá una figura
fundamental fue el mexicano Leopoldo Zea; él cumple el papel, en América Latina, de Lovejoy en Estados
Unidos, que permite delimitar la Historia de Ideas como un campo disciplinar particular, con un objeto y

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una metodología propia. El texto fundamental va a ser El positivismo en México, que es del año 1947. ¿Cuál
es la problemática específica que plantea Zea para el caso latinoamericano? Tiene que ver con la
especificidad del estudio de la historia intelectual en áreas marginales de la cultura occidental: lo que él
llama “culturas derivativas”; es decir, las zonas periféricas a nivel cultural. Si nosotros partimos de que
Alberdi, Sarmiento, lo único que hicieron fue copiar ideas de autores europeos, ¿qué sentido tiene estudiar
las ideas de estos autores? ¿Por qué no estudiamos los originales? ¿Para qué analizar las obras de autores
que son nada más que pobres copiadores de ideas que a ellos les llegaron de fuera? Esta es la gran pregunta
que se plantea. Esto tiene que ver con un desengaño que se produce en esos años. Durante todo el s. XIX,
siempre se supo que América Latina era marginal culturalmente respecto de Europa; pero existía todavía la
expectativa de que esa marginalidad latinoamericana tenía que ver con su juventud, con su inmadurez, etc.,
pero se esperaba que en algún momento el pensamiento latinoamericano ocupe un lugar propio en el
pensamiento universal, que era una cuestión de tiempo. Bueno, a partir de la Segunda Guerra, la posguerra,
etc., empieza a cambiar eso, aparecen términos como el Tercer Mundo, las teorías de la dependencia, etc.,
que antes no existían, y se empieza a descubrir que la marginalidad de América Latina es una condición
estructural y no circunstancial, que tiene que ver con cómo funciona el sistema capitalista mundial y cómo
funcionan los modos de producción cultural a nivel del mundo, que hace que América Latina esté
condenada a ser una región periférica en el mundo. Entonces, es ahí que se plantea esa pregunta: ¿qué
sentido, entonces, tiene el estudio de la historia intelectual en estas regiones periféricas, sabiendo de
antemano que lo que vamos a encontrar no significa ningún aporte a la historia universal del pensamiento?
Lo que dice Zea es que el hecho de que los positivistas mexicanos hubieran hecho un aporte o no a la
historia universal del pensamiento, en realidad tampoco importaría en absoluto, porque esos aportes los
podrían haber hecho pensadores de cualquier otra región. Lo que importa aquí más bien no son esos posibles
aportes suyos a la cultura occidental, sino más bien sus yerros: cómo se apartaron, justamente, de las
matrices europeas de pensamiento. En esas desviaciones respecto de los modelos son los que nos hablan,
dice, en un lenguaje orteguiano, de esta circunstancia México. Es decir, lo que importaría acá ya no son los
posibles aportes o no –que por otro lado, sabemos de antemano que no hubo ninguno-, lo que identifica
estos pensadores es justamente cómo se apartaron de esos modelos. Tenemos definido acá, entonces, el
esquema fundamental sobre el cual va a transitar toda la Historia de Ideas latinoamericana: de lo que se trata
de analizar, entonces, son no tanto los modelos europeos, sino cómo esos modelos en América Latina fueron
malinterpretados, básicamente, para el s. XIX, cómo el ideal tipo liberal se desvió de su matriz originaria
europea, y se contaminó acá, debido a las tradiciones centralistas hispanas, etc., con elementos provenientes
de tradiciones extrañas al liberalismo (conservadoras, centralistas, etc.). Zea también va a identificar cuál es
la unidad de análisis que dice que son los filosofemas. En estas unidades mínimas de sentido es donde se
pueden registrar estos cambios producidos por los traslados culturales; estas desviaciones, que son las

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equivalentes de las ideas unidad de Lovejoy. Como vemos, es interesante notar esta coincidencia, que
también en América Latina la institución de la Historia de Ideas como disciplina es contemporánea con lo
que estaba pasando en Estados Unidos en esos mismos años, y transita líneas similares. Dice:

Si se comparan los filosofemas utilizados por dos o más culturas diversas, se encuentra que estos
filosofemas que se presentan verbalmente como los mismos, tienen contenidos que cambian.

Como les decía, este es el esquema básico de interpretación: cómo cambian las ideas una vez que se
trasladan a un contexto extraño al originario. Zea fue muy criticado; hoy es casi mala palabra en México.
Pero esto tiene que ver con que -además de que políticamente él fue un ideólogo del PRI, etc.- su obra
coincide con el surgimiento, el auge del movimiento de lo mexicano, la búsqueda del ser nacional de lo
mexicano y lo latinoamericano, etc., y va a estar muy marcado por una historiografía nacionalista, patriota,
que después va a estar bastante en desuso, va a ser muy cuestionada por su excesivo ideologismo, digamos.
Pero el problema va a ser que esta crítica que se le hace a Zea, que tiene que ver más con los aspectos
sustantivos de la historia, los contenidos de la historia, hacen perder de vista estos aportes de Zea: hasta qué
punto la definición de un objeto particular para la Historia de Ideas en América Latina, es decir, cuál es el
sentido de estudiar la Historia de Ideas en regiones periféricas, fue el resultado de un esfuerzo intelectual.
¿Qué es lo que hizo que se perdiera de vista eso? Zea fue, de alguna forma, víctima de su propio éxito, si se
quiere. La idea de que los historiadores de ideas latinoamericanos tenemos que estudiar esto –cómo los
autores locales se desviaron de los modelos originarios- pasó a ser algo tan evidente, que se perdió de vista
que no era necesariamente así, que no es un objeto natural; que la definición de ese objeto fue el resultado
de un proyecto teórico intelectual, y que en la definición de ese proyecto a Zea le cupo un papel
fundamental. Lo que pasa es que hoy a nadie se le ocurre pensar, “¿qué otra cosa podemos estudiar nosotros
que no sea esa?”.

Estudiante: Acá Romero estaba en alguna sintonía. Cuando él habla del liberalismo conservador…

Profesor: Lo de Romero es un buen ejemplo de esta metodología de Zea; que ya en Romero no es tan
ideológico, nacionalista como Zea, pero lo que se pierde de vista que, aún estos historiadores que se apartan
y critican a Zea, son deudores de Zea en que siguen trabajando sobre las bases de las premisas
metodológicas que él mismo sentó, más allá de que ahora lo plantean desde una perspectiva de objetividad
historiográfica que a Zea se le perdía de vista a veces.

Fuera de Argentina, en toda América Latina y en México en particular, la crítica de esta historiografía
nacionalista -de la cual Zea sería uno de los representantes, pero no el único- dio lugar a lo que se llama en
los últimos años una historiografía de estudios revisionistas, al punto de que todos hoy en México se llaman

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revisionistas. Ya les digo, no tiene el sentido que nosotros le damos al revisionismo; básicamente, en
México y otros países de América Latina, revisionismo quiere decir una historiografía que se pretende más
objetiva, no tan cargada ideológicamente como era en los años 50.

Una figura fundamental, dentro de esta historiografía revisionista, una especie de padre del revisionismo
en México, es en realidad un norteamericano, Charles Hale, que escribió sobre el pensamiento mexicano del
s. XIX, y el texto más clásico de él es sobre Mora, que es uno de los historiadores que nosotros vamos a ver.
Básicamente lo que le va a cuestionar a Zea, y a esta historiografía más tradicional liberal –ahí liberal, en
México, tampoco es lo mismo que acá; acá “liberal” tal vez piensan en Alsogaray, ahí se identifica la
tradición liberal mexicana contra la tradición revolucionaria, habría una línea que arrancaría con los
revolucionarios de la independencia, del liberalismo del s. XIX, y Zapata, como que el liberalismo tiene un
sentido más bien progresista en México que conservador (igual esto cambió, pero en los años del PRI se
identificaba la tradición liberal mexicana con la nación mexicana misma)- lo que va a mostrar Hale para el
s. XIX es que en contra de lo que pensaban los historiadores más tradicionales, nacionalistas liberales
mexicanos, él señala cierta continuidad del liberalismo con la tradición colonial. Él lo que va a mostrar,
básicamente, es que es mentira que la revolución de independencia supuso un cambio al nivel de las ideas
en México y en América Latina; que, por el contrario, el liberalismo, en su intento reformista –y reformista
ahí quiere decir básicamente, en México, los ataques contra las instituciones eclesiásticas, etc.- en su intento
de modernización de México, en realidad lo que hace es reproducir la propia tradición colonial.
Básicamente, lo que ellos van a hacer es continuar la tradición borbónica. Los Borbones fueron los que
expulsaron a los jesuitas, etc. Y Hale va a extraer de ahí dos conclusiones fundamentales. Esto tiene que ver
con que él estudia en Francia, en tiempos donde empieza el revisionismo de la Revolución Francesa, con el
Bicentenario en 1989, donde los neotocquevilleanos, Furet, etc., van a criticar también la historiografía
revolucionaria francesa, y van a mostrar hasta qué punto los revolucionarios en Francia no hicieron más que
continuar los impulsos centralistas del Estado absolutista francés, que lejos de romper esa tradición
reforzaron las tendencias iniciadas por el propio absolutismo. Él traslada esto, y muestra que también los
liberales mexicanos y latinoamericanos lo único que hicieron fue reforzar esas tendencias centralistas
propias de la tradición absolutista hispana. Y lo que va a señalar, frente a esta historiografía liberal
tradicional que retrata la historia de México y de América Latina como una lucha épica entre liberales
progresistas y conservadores reaccionarios, que en realidad entre liberales y conservadores no había tanta
diferencia, como suele decirse. Y dice:

Por debajo del liberalismo y el conservadurismo político, hay en el pensamiento y la acción mexicana
puntos de comunicación más profundos…

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Que para él estarían dados en las comunes tendencias centralistas. Esas comunes tradiciones estarían
dadas, entonces, por la persistencia de ciertas matrices culturales más profundas que es lo que él llama el
ethos hispano. El liberalismo europeo, entonces, acá se contaminaría de esas tradiciones centralistas que
violentarían su modelo original, se desviarían de ese modelo. Pero, a diferencia de otros autores, él pone esa
lucha en un contexto más amplio, porque cuando él estaba en Europa se da cuenta que muchos de esos
problemas que debatimos nosotros acá también se discutían en Europa. Entonces, lo que hace Hale es
mostrar que en realidad estas tendencias centralistas no son exclusivas de América Latina. Lo que él hace es
descubrir, en realidad, no un único modelo liberal sino dos grandes modelos (acá lo sigue a Guido De
Ruggiero), dos grandes tipos ideales, que serían el modelo liberal anglosajón que estaría representado por
Locke, que es defensor de los derechos individuales, la descentralización política, etc., y un modelo liberal
francés roussoniano, que sería organicista, centralista, etc. Dice:

El conflicto interno entre estos dos tipos ideales puede discernirse en todas las naciones occidentales.

La diferencia va a ser que, mientras que en los países anglosajones –en particular en EEUU- ambos tipos
ideales habrían de conjugarse armoniosamente, para dar lugar a un régimen de representación democrática,
en los países latinos –se refiere a los países de la cuenca mediterránea de Europa y América Latina- se van a
enfrentar permanentemente, haciendo imposible cualquier sistema de gobierno democrático. Él está
escribiendo esto en la época que en América Latina había dictaduras en todos los países, etc. La gran
pregunta era acerca del por qué del fracaso de América Latina en instituir gobiernos, y él va a encontrar la
respuesta en esto de que el desarrollo político de América Latina va a estar presidido por un tipo ideal
liberal de tipo centralista, organicista, etc., opuesto al modelo anglosajón que es defensor de los derechos
individuales, las garantías personales, etc.

¿Cuál es la contribución de Hale? Que él, de alguna forma, desprovincializa la historia intelectual
latinoamericana. Se da cuenta de que muchos de los problemas que nosotros pensábamos como exclusivos
para América Latina, que muchos de esos debates eran los mismos que se daban en Europa; y le permite,
entonces, colocar esos debates en un contexto más amplio de dimensiones atlánticas.

Estudiante: Me llamó la tradición eso que decía de demarcar la tradición centralista, cómo calza muy bien
para explicar todo el proceso revolucionario de Mayo.

Profesor: Bueno, eso es lo que hace Hale. Él propone eso. Dice que acá el gran problema es que las elites
no fueron consecuentes liberales porque estaban impregnadas del ethos tradicionalista-centralista hispano, y
que uno de los grandes problemas de la elite latinoamericana es ese, que no lograron imponer los principios
liberales europeos en América Latina. Esa es la interpretación de Hale, que es la tradicional. Lo que aporta

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Hale a esto es que muestra que aparentemente, según dice él, ese no es un problema exclusivo de América
Latina, sino que tiene que ver con una lucha más general que se dio en todo el mundo entre dos grandes
modelos de liberalismo: un modelo anglosajón y un modelo mediterráneo ibérico latino, que incluiría a
Francia, Italia, España y América Latina. Como que habría dos grandes modelos, y América Latina entró en
el “modelo malo”, digamos.

En última instancia, el origen de este fracaso en instituir gobiernos democráticos, la explicación última
tendría que ver con un sustrato cultural poco propicio para las ideas liberales. Es éste el que explicaría la
inviabilidad del liberalismo y la democracia en América Latina. Dice:

Siguiendo con la cuestión de la continuidad –se refiere a la continuidad entre colonia y dependencia-
podemos encontrar en la era de Mora un modelo que nos ayuda a comprender la deriva reciente de la
política socioeconómica en el México que emerge de la revolución. Es, nuevamente, la inspiración de la
España del siglo XVIII que prevalece.

Es decir, América Latina estaría ceñida, aferrada a esta tradición organicista centralista hasta el día de hoy.
Ese bagaje cultural permanece como una determinante última que condiciona todo desarrollo político desde
el origen en el s. XVI hasta ahora, y que hace imposible, como les decía, cualquier articulación de un
gobierno democrático en la región.

Estudiante: ¿Esto se relaciona con estas ideas de Alberdi y Sarmiento, que decían que como acá no había
una cultura protestante ni hubo revolución industrial…?

Profesor: Sí, lo que dice Hale no es demasiado distinto a lo que decían los propios autores del s. XIX. Ya
los autores del s. XIX denunciaban la tradición hispana como un obstáculo para el triunfo de la modernidad,
la democracia, el liberalismo, etc. En esto vamos a ver las huellas de lo que se llama la Escuela Culturalista
iniciada por Richard Morse en EEUU. De hecho, Hale fue discípulo de Richard Morse en Columbia.

Vamos a dejar acá. La clase que viene terminamos con América Latina. Vamos a ver esto de Zea, Hale, y
lo de Schwarz y crítica a Schwarz.

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