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El canon del Nuevo Testamento

Cómo y cuándo se formó

Por Benjamin B. Warfield


Profesor del Seminario Teológico de Princeton

Traducido por Pedro L. Gómez


Editado por María Verónica Muñoz

Tesoro Bíblico
EDITORIAL

El canon del Nuevo Testamento: Cómo y cuándo se formó


Copyright de la traducción 2016 Editorial Tesoro Bíblico
Editorial Tesoro Bíblico, 1313 Commercial St., Bellingham, WA 98225
Versión en inglés: The Canon of the New Testament: How and when formed1

1
Warfield, B. B. (2016). El canon del Nuevo Testamento: Cómo y cuándo se formó. (M. Verónica Muñoz,
Ed., P. L. Gómez, Trans.). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.
Formación del canon del Nuevo Testamento

Para entender correctamente la llamada formación del canon del Nuevo Testamento, hemos de
comenzar grabando en nuestra mente un hecho que se hace muy evidente, y es que la idea de un
‘canon’, —o una ‘Biblia’, como decimos más comúnmente— es decir, una recopilación de libros
dados por Dios como regla autoritativa de fe y práctica, no es algo que surgiera de la iglesia
cristiana. Esta la heredó de la iglesia judía, junto con el propio canon veterotestamentario o
Escrituras judías. La iglesia no apareció por el desarrollo de una ley natural, sino que fue fundada.
Y los maestros a quienes Cristo dotó de autoridad y envió para fundar su iglesia, llevaban consigo
como posesión más valiosa, un cuerpo de divinas Escrituras, que impusieron a la iglesia como el
código de leyes. Nadie que lea el Nuevo Testamento necesitará prueba de esto, ya que cada página
de este libro presenta evidencias de que, desde el comienzo, tanto judíos como cristianos
reconocieron afectuosamente al Antiguo Testamento como ley. La iglesia cristiana no estuvo,
pues, nunca sin una ‘Biblia’ o un ‘canon’.
Los libros del Antiguo Testamento no eran los únicos que los apóstoles, fundadores de la
iglesia por directo nombramiento de Cristo, dieron a las iglesias primitivas como regla autoritativa
de fe y práctica. Los profetas del antiguo pacto no poseían más autoridad que los apóstoles, los
cuales se habían convertido en ministros competentes de un nuevo pacto porque, como defendió
uno de ellos, «si lo que perece tuvo gloria, mucho más glorioso será lo que permanece». Por
consiguiente no es solo que, en su propia opinión, el evangelio que proclamaban fuera una
revelación divina, sino que además lo predicaban «por el Espíritu Santo» (1 Pe 1:12); no
únicamente por su contenido, sino porque las palabras mismas con que se expresaban eran
enseñadas por ‘el Espíritu’ (1 Co 2:13). Sus mandamientos tenían, por tanto, la autoridad de Dios
(1 Ts 4:2), y sus escritos eran depositarios de tales mandamientos (2 Ts 2:15). «Si alguno no
obedece a lo que decimos por medio de esta carta —dice Pablo a una iglesia (2 Ts 3:14)—, a ése
señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence». A otro pone como prueba de verdadera
espiritualidad el hecho de reconocer que lo que les estaba escribiendo eran «mandamientos del
Señor» (1 Co 14:37). Inevitablemente, estos escritos que reclamaban su aceptación de un modo
tan fuerte y asombroso, fueron recibidos por las jóvenes congregaciones con una categoría igual a
la de la antigua ‘Biblia’, y dispuestos junto a los libros más antiguos como una parte más de la
única Ley de Dios. Tales escritos eran también leídos como las Escrituras en sus reuniones, una
práctica que los apóstoles ordenaban (1 Ts 5:27; Col 4:16; Ap 1:2). La concepción, pues, de las
primeras iglesias, era que las ‘Escrituras’ no eran un canon cerrado sino un cuerpo en desarrollo.
Así había sido desde el principio, a medida que los libros que lo formaban iban aumentando en
número desde Moisés hasta Malaquías; y asimismo tenía que seguir siendo mientras en las iglesias
continuara habiendo santos hombres de Dios que hablaran «siendo inspirados por el Espíritu
Santo».
Sostenemos que esta incorporación de los nuevos libros, dados a la iglesia bajo el sello de la
autoridad apostólica, al cuerpo de las Escrituras establecidas ya como tales, era inevitable. Es
también algo que se hace históricamente evidente desde el principio. Por ello el apóstol Pedro,
escribiendo en el año 68 d.C., habla de las numerosas cartas de Pablo no en oposición a las
Escrituras, sino contándolas entre ellas y en contraste con ‘las otras Escrituras’ (2 Pe 3:16), una
evidente alusión a los libros del Antiguo Testamento. De igual manera el apóstol Pablo combina,
como si fuera lo más natural del mundo, el libro de Deuteronomio y el Evangelio de Lucas bajo el
encabezamiento común de ‘Escritura’ (1 Ti 5:18): «Pues la Escritura dice: No pondrás bozal al
buey que trilla (Dt 25:4) y: Digno es el obrero de su salario» (Lc 10:7). En la literatura cristiana la
línea de este tipo de citas nunca se interrumpe. En el año 115 d.C., Policarpo unifica los Salmos y
Efesios de un modo muy parecido: «En los libros sagrados como se dice en estas Escrituras, “airaos
pero no pequéis” y “no se ponga el sol sobre vuestro enojo”». De igual manera, algunos años más
tarde, la llamada segunda carta de Clemente, añade después de citar a Isaías (2:4): «Y otra Escritura
dice, sin embargo, “no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”» citando a Mateo, un libro
que Bernabé (circa 97–106 d.C.) había ya mencionado como Escritura. Después de esto, las citas
de este tipo son comunes.
Lo que ahora conviene subrayar es que, evidentemente, estos hechos no demuestran que se
hubiera producido un reconocimiento progresivo de los libros neotestamentarios —que en un
principio se habrían considerado en un nivel inferior y ahora con ciertas reservas, como
Escrituras—, sino más bien que tales escritos se consideraron desde el comienzo mismo como
Escritura, y que fueron incorporados con esta consideración a las ya reconocidas. Los primeros
cristianos no formaron,, primeramente un ‘canon’ rival de ‘nuevos libros’ que llegaron de forma
gradual a considerarse también divinos y dotados de la misma autoridad que los ‘antiguos’, sino
que fueron recibiendo cada nuevo libro procedente del círculo apostólico como ‘Escritura’ junto
con los antiguos, y los fueron añadiendo uno por uno a la colección de libros antiguos como otras
Escrituras, hasta que, finalmente, estos libros así añadidos fueron tan numerosos como para
considerarse otra sección de las Escrituras.
El nombre más antiguo que se dio a esta nueva sección de la Escritura se formuló según el modelo
del que se utilizaba entonces para describir lo que hoy conocemos como ‘Antiguo Testamento».
A los libros veterotestamentarios se les conocía como ‘la Ley y los Profetas y los Salmos’, también
más brevemente como ‘la Ley y los Profetas’, o simplemente ‘la Ley’. Asimismo a esta Biblia
ampliada se la conocía como ‘la Ley y los Profetas, con los Evangelios y los Apóstoles’o más
brevemente como ‘La Ley y el Evangelio’2, mientras que a los nuevos libros por sí solos se les
llamaba ‘El Evangelio y los Apóstoles’, o simplemente ‘El Evangelio’. La primera mención
conocida de este nombre para la nueva Biblia, con todo lo que implica para su relación con la más
antigua y breve, se remonta a la época de Ignacio (115 d.C.), quien hace uso de él repetidamente.
En un pasaje nos da un indicio de las controversias que suscitaba la Biblia ampliada de los
cristianos entre los judaizantes4. «Cuando oí decir a algunos —escribe Ignacio—, “A no ser que lo
encuentre en los libros antiguos no creeré el Evangelio” cuando les dije, “Está escrito”, ellos
respondieron, “Esto hay que probarlo. Pero, para mí, Jesucristo es los libros antiguos; su cruz y su
muerte, y su resurrección y la fe que viene por Él, él es los libros antiguos y puros; por el cual
deseo ser justificado por medio de vuestras oraciones. Los sacerdotes son sin duda buenos, pero
mejor es el Sumo Sacerdote». Ignacio apela aquí al ‘Evangelio’ como Escritura, a lo cual los
judaizantes objetan, y reciben la respuesta que más adelante Agustín formula en la conocida frase
de que el Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo y el Antiguo Testamento está revelado en
el Nuevo. Lo que hemos de observar, no obstante, es que, para Ignacio, el Nuevo Testamento no
era un libro diferente del Antiguo, sino que juntos formaban el cuerpo de la Escritura; una
incorporación, por así decirlo, que había crecido sobre él.
Este es el testimonio de todos los testigos antiguos, incluso el de aquellos que se dirigen
distintivamente a la iglesia judeo cristiana. Por ejemplo, este curioso documento judeo cristiano
llamado, ‘Testamentos de los Doce Patriarcas’ nos dice, bajo la tapadera de una antigua profecía
post facto, que la «obra y palabra» de Pablo, esto quiere decir, el Libro de los Hechos y las
Epístolas de Pablo, «se escribirán en los libros sagrados», o sea que se incorporarán a la Biblia
existente, de modo que, incluso en el Talmud, en una escena que pretendía ridiculizar a un ‘obispo’
del siglo I, se le representa encontrando Gálatas «al hundirse más profundamente» en el mismo
‘Libro’ que contenía la Ley de Moisés. No podemos consignar aquí los detalles de este asunto.
Basta decir que basándonos en los datos que aportan los fragmentos de los escritos cristianos del
periodo antiguo que han llegado a nosotros, parece que a comienzos del siglo II, es decir desde el
final de la era apostólica, una colección —Ignacio, 2 Clemente— de ‘Nuevos Libros’ —Ignacio—
, llamada ‘Evangelio y Apóstoles’ —Ignacio, Marción—, ya formaba parte de los ‘Oráculos’ de
Dios—Policarpo, Papías, 2 Clemente—, o ‘Escrituras’ —1 Timoteo 2 Pedro, Bernabé, Policarpo,
2 Clemente—, ‘Libros Sagrados’ o ‘Biblia’ —Testamentos de los Doce Patriarcas —.
Contando únicamente con los datos que aportan estos fragmentos no podemos determinar de
manera concluyente el número de nuevos libros que formaban parte de este cuerpo, a principios
del siglo II. En la sección llamada ‘Evangelio’ estaban los escritos por ‘los apóstoles y sus
compañeros’ —Justino— que, fuera de toda duda razonable, eran los cuatro Evangelios que
tenemos ahora. La sección llamada ‘Los apóstoles’ contenía el Libro de los Hechos —Testamento
de los Doce Patriarcas— y las Epístolas de Pablo, Juan, Pedro y Santiago. Algunas evidencias
procedentes de varios sectores indican que esta colección de uso general contenía todos los libros
que hoy recibimos como canónicos, con las posibles excepciones de Judas, 2 y 3 Juan y Filemón.
Es más natural suponer que la ausencia de evidencia muy temprana en apoyo de estos breves
libritos se debe más a su tamaño insignificante que a su rechazo.
Hemos de tener en mente, no obstante, que la extensión de esta colección podría haber sido
distinta en localidades diferentes. La Biblia circulaba por medio de ejemplares manuscritos, que
se confeccionaban de manera lenta y trabajosa, y una copia incompleta, obtenida, digamos, en
Éfeso en el año 68 d.C., sería probablemente durante muchos años la Biblia de la iglesia a la que
fue entregada, y es muy posible que se utilizara como fuente para confeccionar otros ejemplares,
también incompletos, y sería, por ello, el medio de suministrar Biblias incompletas a todo un
distrito. Así, cuando indagamos en la historia del canon neotestamentario, hemos de hacernos
preguntas como las que siguen: (1) ¿Cuándo se completó el canon del Nuevo Testamento? (2)
¿Cuándo obtuvo alguna iglesia un canon completo? (3) ¿Cuándo obtuvo el canon completo, es
decir toda la Biblia, una aceptación y circulación universales? (4) ¿Cuáles fueron los criterios y
evidencias que llevaron a las iglesias con Biblias incompletas a aceptar los libros restantes cuando
les fueron presentados?
El canon del Nuevo Testamento quedó completo cuando los apóstoles entregaron a una iglesia
el último libro autoritativo, y esto sucedió hacia el año 98 d.C, con la redacción del libro de
Apocalipsis por parte de Juan. Sin embargo, el que la iglesia de Éfeso tuviera o no un canon
completo cuando recibió el Apocalipsis, dependería de si alguna epístola, como Judas por ejemplo,
todavía no había llegado con evidencias confirmatorias de su carácter apostólico. Esta cuestión
requiere una tarea de investigación histórica. Sin duda el canon completo no obtuvo una recepción
universal por parte de las iglesias hasta un periodo posterior. La iglesia latina del segundo y tercer
siglo no sabía muy bien qué hacer con la Epístola a los Hebreos. Es posible que, durante algunos
siglos, las iglesias sirias carecieran de las epístolas católicas más breves y del libro de Apocalipsis.
Pero desde el tiempo de Ireneo en adelante, la iglesia en general tenía todo el canon tal como lo
poseemos ahora. Y aunque puede que algún sector de la iglesia no estuviera todavía satisfecho
sobre la apostolicidad de algún libro o libros, o que más adelante albergara dudas sobre esta
cuestión —como sucedió por ejemplo con Apocalipsis—, en ningún caso las iglesias que se
demoraron en recibir las credenciales de alguno de los libros del canon del Nuevo Testamento,
aceptado por la iglesia en general, o que más adelante tuvieron dudas al respecto, fueron más que
una respetable minoría. Y en cada caso, el criterio para aceptar los libros o para disipar las dudas
que pudiera haber contra ellos, era la tradición histórica de apostolicidad.
Queda claro, no obstante, que no era exactamente la autoría apostólica lo que en opinión de las
primeras iglesias, hacía que un determinado libro formara parte del ‘canon’. Ciertamente, la autoría
apostólica, se confundió en la primera etapa con la canonicidad. En Occidente fueron las dudas
sobre la autoría apostólica de Hebreos, Santiago y Judas lo que, al parecer, explica la lentitud de
ciertas iglesias en incorporar estos libros en el ‘canon’. Pero desde el principio, las cosas no fueron
así. El principio de canonicidad no era la autoría apostólica, sino la imposición por parte de los
apóstoles de un determinado texto como ‘ley‘. De ahí que Tertuliano hable del ‘canon’ como
‘instrumentum’, y que se refiera al Antiguo y Nuevo Instrumento como nosotros lo haríamos al
Antiguo y Nuevo Testamento. Nadie puede negar que los apóstoles impusieran el Antiguo
Testamento a las congregaciones que fundaban como su ‘Instrumento’, ‘Ley’ o ‘Canon’. Y en este
proceso de asignación de nuevos libros a las mismas iglesias, por la misma autoridad apostólica,
los apóstoles no se limitaron a textos de su propia autoría. En 1 Timoteo 5:18 Pablo establece un
paralelismo entre el Evangelio de Lucas, cuyo autor no era el apóstol y el libro de Deuteronomio
como textos que son igualmente ‘Escritura’, en la primera cita existente de un libro del Nuevo
Testamento como Escritura. Sobre los Evangelios, que constituyeron la primera división de los
Nuevos Libros —de ‘el Evangelio y los apóstoles’— Justino nos dice que fueron «escritos por los
apóstoles y sus compañeros». La autoridad de los apóstoles, como fundadores de la iglesia por
nombramiento divino, se materializaba en los libros que éstos daban a la iglesia como ley, no solo
en aquellos que ellos mismos habían escrito.
En pocas palabras, como nosotros hoy, las primeras iglesias incorporaron a su Nuevo
Testamento todos aquellos libros que presentaban evidencias históricas de haberles sido
entregados por los apóstoles como código de Ley. Por nuestra parte, no hemos de confundir las
pruebas históricas de la lenta circulación y autenticación de estos libros en una iglesia ampliamente
extendida, con pruebas de lentitud en la ‘canonización’ de libros por la autoridad o criterios de la
propia iglesia.
Princeton, N. J.2

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Warfield, B. B. (2016). El canon del Nuevo Testamento: Cómo y cuándo se formó. (M. Verónica Muñoz,
Ed., P. L. Gómez, Trans.). Bellingham, WA: Editorial Tesoro Bíblico.

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