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Victoria y derrota en el debate Chomsky-Foucault

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Alejandro Carpio

They were most correct, according to their god.

-Samuel Beckett, The Expelled

En 1971, la mente más poderosa de la segunda mitad del siglo XX debatió con un filósofo
importantísimo en televisión holandesa. Me refiero al debate Chomsky-Foucault sobre la
naturaleza humana. Se trata de un deleite inusual en el que dos pensadores de peso
completo debaten en vivo delante del público.

Se puede enmarcar el debate bajo distintas rúbricas: pensamiento anglosajón versus


pensamiento europeo continental, ciencia versus posestructuralismo, Estados Unidos
versus Francia, etc. No se puede negar, también es cierto, que un “entertainment factor”
acompaña el debate, sobre todo en la medida en que discípulos y admiradores de uno y
otro debaten, a su vez, para coronar al vencedor de la batalla. El intento de convencer a
alguien de que su filósofo favorito “perdió” no suele dar frutos.

¿En qué consiste ganar o perder un debate? Por lo general, los debates no tienen la
intención de que alguien “gane”. Se presentan ideas, se discute, se generan ideas nuevas
y ya. La medida en la que alguien “gana” un debate público, además, no siempre se
relaciona con la solidez de los planteamientos que blande. Por ejemplo, cuando se
presentaba en público, el fenecido Cristopher Hitchens solía zafarse de argumentar
seriamente recurriendo a sarcasmos, mediante los cuales enmascaraba desde falacias
hasta ineptitud. No obstante, su carisma y sentido del humor usualmente le ganaban el
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favor del público; esto, se comprenderá, no significa que “venciese” en el debate. Además,
de que alguna de las partes sea mejor orador no se concluye que su punto sea correcto.

Digamos que se gana o pierde el interés del público, en primer lugar. En segundo lugar,
con el paso del tiempo se puede ver cómo prevalecen los planteamientos de un debatiente
sobre los del otro. Ambas victorias pueden enfrentarse, como sucede en el caso del
enfrentamiento entre el citado Hitchens y su compatriota George Galloway en torno a la
invasión de Irak. El primero, mediante “wit and pleasantries”, humilló públicamente a
Galloway, de temperamento llano y colérico. El tiempo, sin embargo, le dio la razón a
Galloway, quien conjeturó que la invasión a Irak no traería el amanecer democrático que
vislumbraba Hitchens, sino una enorme dosis de destrucción. Tenemos aquí una
divergencia entre el aspecto performático (podríamos llamarlo así) y el lógico (a falta de
una mejor palabra) del acto de debatir. Tal divergencia nos obliga a plantearnos las
diferencias entre un debate en vivo (el que me incumbe aquí) y otro género de debate más
complejo (y menos “entretenido”): el escrito. Pero dejo eso para otro día.

Para entender el aspecto performático de la discusión de 1971, conviene consultar otros


debates de los pensadores en cuestión. El usuario de Internet puede dar con más debates
de Chomsky que de Foucault en parte porque este lo sobrevivió por, al menos, 30 años.

Ver a Chomsky debatir es, ante todo, entretenido. No quiero referirme por el momento a la
validez de sus planteamientos ni a la razón que lleven, sino al aspecto performático. Lo
entretenido depende de una ventaja que Chomsky lleva sobre buena parte de la población
del planeta: su memoria fotográfica, que le permite citar textos con fecha, número de
página y hasta (hay evidencia de esto) nota al calce. Chomsky parecería tener su cabeza
enchufada a una enorme base de datos, que consulta sin esfuerzo aparente. Se trata de
una habilidad extraordinaria que nos hace plantearnos si es siquiera justo organizar un
debate con este cerebro superdesarrollado. Sus detractores, de hecho, lo han acusado de
aterrorizar con datos a las personas con quienes rivaliza.

Refiero al lector a cuatro casos: los debates chomskianos con William F. Buckley, Frits
Bolkestein, Alan Dershowitz y Richard Perle. Son entretenidos no solo porque
presenciamos en ellos el desmoronamiento intelectual público de figuras de renombre
(tanto de la academia como de círculos de poder estadounidenses), sino por las
perforaciones que se abren en las máscaras que la inteligentzia del establishment se
construye. Los cuatro estallan ante la impotencia de “citar” como Chomsky, de manejar
datos, textos y números como si fuese un personaje sacado de la ficción o el cine.

Buckley, el padre del “intelectualismo conservador” estadounidense, una figura importante


de Yale que formó generaciones de políticos y académicos anticomunistas, suspende su
fabricadísima “persona” del intelectual distante, juguetón e irónico y, frustrado, llega a
amenazar a Chomsky con pegarle en la cara, cuando no puede contrarrestar la cascada
de datos con que el profesor de MIT lo humilla. Buckley prometió invitar a Chomsky a su
programa otra vez, cosa que nunca hizo. El caso de Bolkstein, un influyente político
holandés, es mucho más chistoso: Chomsky, muy judío y muy gringo, produce la sabida
cantidad enorme de referencias y citas, mientras que Bolkstein, luego de una serie de ad
hominems, de denunciar que Chomsky estaba intimidando y siendo un “bully” (sic), mira su

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reloj y se despide de repente diciendo que tiene que irse para Amsterdam y abandona el
debate. Las risotadas del público denotan el goce malandrín de ver a alguien rodar por el
suelo.

Richard Perle, el reconocido asesor político de las administraciones Reagan y Bush,


debatió con Chomsky en 1988. Acostumbrado, quizás, a la formalidad burocrática, se
limitó a guardar silencio o diferir la mayor parte de las veces y dejó que Chomsky barriera
el piso con él, para placer de la concurrencia. Aunque se trata de un intelectual
versadísimo en asuntos de política exterior, solo pudo lanzar frases cóncavas, de esas
que acompañan los discursos políticos, cosa que le ganó el desprecio del público. Menos
elegancia mostró Alan Dershowitz cuando le tocó enfrentarse a Chomsky en Harvard,
diecisiete años después. La discusión versó en torno a Israel. El reconocido profesor de
Derecho invirtió, lo que es lamentable, buena parte de su tiempo a ataques personalistas
destinados, como reseña John Ryan, al “character assasination” de su oponente. Mientras
Chomsky citaba textos, decisiones legales, resoluciones de la ONU, mapas, etc.,
Dershowitz se refería a “Planet Chomsky”, el único lugar en donde estas cosas, decía
sonriente, son reales. En todos estos casos, las preguntas del público (críticas algunas) se
dirigieron a Chomsky casi en su totalidad. Sus contrincantes, achicados, no provocan
interés en el público.

Hay dos tendencias en estos cuatro casos: la ira desordenada de los rivales de Chomsky y
la forma en que el debate, de una forma insólita (pero invariable) suele convertirse en una
entrevista. Cuando Chomsky termina de devastar a su antagonista, consigue que el
sentido de la actividad circule en torno a sus planteamientos (habiendo desacreditado pro
completos los opuestos). Dicha atención se manifiesta en los opositores y en el público. Se
pueden contabilizar las interacciones del público con unos y otros; para Chomsky
solamente quedan las preguntas, los contrargumentos, ataques y alabanzas del público.

La trampa que suele tender Chomsky es la siguiente: en su presentación de apertura


suele expresar lo que parecen ser opiniones ácidas mediante las cuales desacredita ya
sea los parámetros reales de la democracia estadounidense o las acciones de este país en
el exterior. Las expresiones suelen ser furibundas (esto es parte de la trampa) y no suelen
venir acompañadas, en este momento, de evidencia. El contrincante, entonces, intenta
girar la conversación hacia el tema del antiamericanismo o algo similar, sugiriendo que las
“expresiones furibundas” acusan animosidad y fabricación. En este punto, Chomsky (que
obviamente ha venido preparado) produce una ingente cantidad de evidencia y en
ocasiones explica que las “expresiones furibundas” no son suyas, sino que proceden de
algún político del establishment. De esta forma no solo prueba su punto, sino que se
desasocia (para el buen entendedor) de la acusación de antiamericanismo: quien dijo que
EU no promovía la democracia en Centroamérica no fue él, sino algún presidente o
embajador, por ejemplo. Los debatientes han perdido la oportunidad de presentar sus
ideas y evidencia porque han invertido el tiempo atacando lo que parecían ser grietas en
los argumentos chomskianos. Uno tras otro cae en esta ratonera.

Chomsky no le tiende tal trampa a Foucault, en parte porque reconoce que por fin tiene un
opositor de su altura. El francés no descenderá jamás a la vulgaridad de Buckley o
Dershowitz, pero cuesta trabajo entender quién vence en 1971 porque, como explica el
moderador del debate, ambos excavan “through a mountain working at opposite sides of
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the same mountain with different tools, without even knowing if they are working in each
other’s direction”. Por momentos parece, de hecho, que los deponentes ni se escuchan,
sino que presentan sus ideas partiendo de algún pie forzado que creen reconocer en el
otro. Con todo, invito al espectador de ojo avisado a ver la medida en que el debate, una
vez transcurre la mitad, empieza a girar exclusivamente alrededor de las ideas del
estadounidense.

Quizás convenga leer el debate, en vez de ver el video, para obviar la sorna que gesticula
Foucault y el entusiasmo que desborda Chomsky, ya que ambas cosas nublan la lógica del
enfrentamiento. ¿Cuántas veces se refiere el uno al otro? ¿Cuántas preguntas le lanza
uno otro? Foucault podría estar formulando preguntas con intenciones estrictamente
retóricas, ¿pero es ese el caso? Si lo es, entonces Chomsky se aprovecha de esto para
hacer que el debate se torne entrevista (lo cual lo corona, a mi ver); si no lo es (cosa que
creo más probable), equivale a una muy honesta y elegante toalla lanzada desde la
esquina francesa. El público, por su parte, parece seguir esta misma línea: tres acaloradas
preguntas a Chomsky y ninguna a Foucault.

A la larga, el aspecto performático no importa demasiado aquí. Divierte ver a Bolkstein y


Buckley perder la compostura, porque se trata de farsantes, pero en el debate holandés de
1971 dos mentes privilegiadas intentan medir fuerzas o, mejor dicho, entenderse. Una vez
tras otra intentan tocar suelo en común, pero sin resultado. El contexto trilingüe de debate
habrá entorpecido la comprensión menos que la mismísima constitución de las divergentes
posturas teóricas de los deponentes.

Este debate suele describirse como una indagación en torno a la “naturaleza humana”, con
Chomsky defendiendo la idea y Foucault negándola. Si ese es el caso, Chomsky ha
ganado antes de que empezara el debate. Pero la descripción es torpe: realmente, el
punto de Foucault ha sido que la noción (por momentos usan el término “creativity”)
históricamente se ha utilizado para excluir y privilegiar. Sobre este respecto, Chomsky
invita, con una pisca de paternalismo cientificista, a “look forward”. Al filósofo francés le
interesa menos la existencia y forma de la naturaleza humana que su noción. Dice: “In the
history of knowledge, the notion of human nature seems to me mainly to have played the
role of an epistemological indicator to designate certain types of discourse in relation to or
in opposition to theology or biology or history. I would find it difficult to see in this a scientific
concept”. A Chomsky le interesa la realidad física. Nos glosa el moderador: “Foucault [is]
especially interested in the way science or scientists function in a certain period, whereas
Mr. Chomsky is more interested in the so-called ‘what-questions’: why we possess
language; not just how language functions, but what’s the reason for our having language”.

El francés, sin embargo, sostiene al final que ambos se han comprendido perfectamente, lo
cual no es evidente si uno se deja llevar por la conversación que han mantenido hasta este
punto. En un momento, de hecho, ambos pensadores se dan cuenta de que hasta
esgrimen distintos sentidos del término “creativity”. En el imposible enfrentamiento entre un
anticuario y un taxónomo, los respectivos monólogos apenas se cruzan. Desde este punto
de vista, conviene contestar la pregunta de quién ganó el debate de la siguiente forma:
realmente ambos perdieron. Ninguno logró convencer al otro; ni siquiera comprenderlo.
Cuesta ver cuáles ideas prevalecen sobre otras con el paso del tiempo porque estas flotan
en categorías distintas. Chomsky siempre será más provocador y entretenido, pero en esta
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ocasión (por respeto, habrá sido) no recurrió a su estuche de monerías.

Casi cuando está por terminar la discusión, el moderador le pregunta a Foucault: “If you
were obliged to describe our actual society in pathological terms, which of its kinds of
madness would most impress you?”. Si quisiéramos describir, no la sociedad actual, sino
el mismísimo debate de 1971 (hermoso, profundo e inteligente) siguiendo la premisa de la
pregunta, la palabra “esquizofrenia” podría retumbar en la cabeza. Se trata de un texto
bifronte o de un paciente cuyos lóbulos cerebrales han resuelto no comunicarse. Como
metáfora de la comunicación, o de la naturaleza humana, concede el punto del padre del
absurdo: “Every word is like an unnecesary stain on silence and nothingness”.

[Aquí el video del programa completo]

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