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Reminiscencias del profesor Sigmund Freud.

Por Max Graf.

Traducción de Pablo Peusner. 1

El artículo de Freud “Personajes Psicopáticos en el Escenario” que hago ahora público por
primera vez, fue escrito en 1904. Cuatro años antes, Freud había publicado “La Interpretación de los
sueños” en el que sentaba las bases para su nueva técnica psicoanalítica. Descendió abruptamente
en las profundidades oscuras de lo “inconsciente”. Por primera vez, transitó solo entre los afectos,
estímulos psicológicos de tipo afectivo e impulsos eróticos. En un espectro de fenómenos en el que
hasta ese momento el hombre había visto sólo arbitrariedades, oscuridad y caos, Freud descubrió
leyes y una estructura bien equilibrada. Las imágenes de los sueños no eran una puesta en escena
arbitraria de la imaginación —la que una vez que las luces estuvieran apagadas, comenzaba a soñar
sin inhibición—. Por lo contrario, estas imágenes se desarrollaban de acuerdo a leyes definidas;
tenían un significado que podía ser establecido definitivamente a través de una técnica científica.
Acheronta movebo, “He de mover el mundo subterráneo”, escribió el entusiasta investigador con
orgullo y conocimiento en el tema. Eligió esta frase como epígrafe de su libro. Y se movió hacia el
mundo subterráneo —con mano segura, sin miedo ni preconceptos de resultados dolorosos. Los
mecanismos de este mundo subterráneo fueron descriptos y explicados científicamente.
Desde el principio, Freud aplicó su método de investigación del inconsciente a diversos
campos de la actividad psíquica. Primero estudió el chiste; poco después se interesó por los
productos de la imaginación artística y luego por la religión, los mitos, el desarrollo de la
civilización humana, el microcosmos y el macrocosmos, el mundo y el hombre. Todo constituía
para Freud una unidad. En todas partes detectó una organización regular de lo inconsciente y lo
consciente, de la inhibición y la represión, de los afectos y su influencia desde el interior, <en todas
partes detectó> la transformación de los instintos y pasiones en síntomas e imágenes, y el
fundamental poder de los impulsos eróticos en la vida humana. La imaginería del sueño, del mito y
los símbolos de la religión estaban interrelacionados. Según Freud las ceremonias del servicio
divino tenían el mismo contenido que los actos obsesivos de los neuróticos y el aparente sin sentido
de los no tan extraños actos de la persona sana. Había sentido y significado en todo. El inconsciente
del hombre se desarrolló y funcionó exactamente de igual manera que el inconsciente en el curso
del desarrollo de la humanidad en su totalidad. <el inconsciente> Fue una parte del pasado
empujado hacia las profundidades por los nuevos dioses, <parte del pasado> que a través de los
movimientos de la superficie de la tierra, a través de terremotos y erupciones volcánicas, trató de
liberarse.
Freud estaba particularmente interesado en los aportes que del tema de la tragedia pudieran
obtenerse para la investigación psicoanalítica. Su punto de partida en la investigación del psiquismo
fue Edipo. Freud consideró a la conducta del griego Edipo como típica de las funciones del
inconsciente. Analizó el amor hacia la madre y el odio hacia el padre, y los consideró los impulsos
primarios en el desarrollo sexual de la humanidad. En “La Interpretación de los Sueños” pasó del
análisis de “Edipo” al del “Hamlet” de Shakespeare. Aquí encontró las mismas motivaciones
psicológicas que había encontrado en la tragedia de Sófocles. También aquí el amor hacia la madre
y el odio hacia el padre (el complejo de Edipo) se transformaron en una forma complicada de
neurosis a través de inhibiciones psicológicas modernas y resistencias. No quedaba más que un solo
paso para hacer de la interpretación de los caracteres individuales en el Drama, la investigación
psicoanalítica del Drama y la Tragedia. El profundo artículo acerca de los caracteres
psicopatológicos en el escenario está lógicamente conectado con los estudios y las ideas que Freud
amplió en “La Interpretación de los Sueños”.
Conocí a Freud el mismo año en que publicó “La Interpretación de los sueños” (1900) —en
otras palabras, en el año más importante y decisivo de su vida—. Por esos tiempos, Freud había
estado tratando a una dama que yo conocía 2. Esta dama me contaba, después de las sesiones, acerca
de su método diferente basado en preguntas y respuestas. En base a sus informes de estas
entrevistas, me puse al tanto de este nuevo modo de observar al fenómeno psicológico, del
desentramado artístico de la tela del inconsciente y de la técnica del análisis de los sueños. Tales
nuevas ideas, las que me influenciaron excitando mis pensamientos, despertaron mi interés en el
nuevo investigador. Lo quise conocer personalmente. Fui invitado a visitarlo en su consultorio.
Freud tenía entonces cuarenta y cuatro años. El muy oscuro cabello de su cabeza y su barba
habían comenzado a mostrar algunas canas. Lo que más me llamó la atención de este hombre fue su
expresión. Sus bellos ojos eran serios y parecían mirar desde lo más profundo. Inicialmente algo
había en esa mirada que no me causaba confianza, más tarde comenzó a mostrar un dejo de
amargura. Su mente mostraba algo artístico; era la mente de un hombre de imaginación. No
recuerdo en este momento qué conversamos en nuestro primer encuentro. Fue un encuentro
amigable y simple, como siempre. Supongo que mi interés por sus teorías fue la razón de haber sido
invitado nuevamente, y pronto me encontré en el círculo de sus primeros alumnos, aunque yo no
fuera médico sino escritor, un crítico musical.
Las teorías de Freud comenzaron a despertar las primeras oposiciones severas. La ciencia
oficial del momento, no quería saber nada con Freud. El líder de los médicos vieneses era Wagner-
Jauregg3, un profesor de la Universidad, un hombre que debido a su formación y a su manera de
pensar no podía comprender las ideas de Freud. Para Wagner-Jauregg el sufrimiento psicológico
significaba solamente sufrimiento físico, algo que se podía tratar con medio físicos. Freud, por otro
lado, intentó hallar una manera de tratar los estados neuróticos a través del enfoque psicológico. Le
enseñó al paciente a analizar su propia vida psicológica y a unir los hilos <de pensamiento>
confusos. Wagner-Jauregg buscó mejorar las funciones del cuerpo para mejorar al paciente.
Conocí personalmente a esta gran hombre que “jugaba en contra” de Freud. Venía de una
familia de campesinos, tenía espaldas anchas, era lento, pesado, fuerte y algo taciturno. Cuando
examinaba a sus pacientes, era frecuentemente grosero y poco prudente. Sin embargo también lo
aprendí a conocer como un hombre cálido, aunque él ocultara esta faceta bajo un exterior rudo. Es
difícil imaginar un contraste mayor que el que había entre Freud y Wagner-Jauregg. Freud era una
persona espiritual de gran imaginación; él veía en el psiquismo del hombre enfermo las mismas
fuerzas que funcionaban en la persona sana —no solamente a nivel del alma, sino también fuerzas
físicas y mecanismos psicológicos—. Wagner-Jauregg era un médico para quien el cuerpo y lo
corporal ocupaban el lugar más importante, mientras que lo psicológico no era más que una
expresión de lo corporal. En base a este punto de vista Wagner-Jauregg descubrió el tratamiento de
la parálisis general causada por la malaria, uno de los más creativos descubrimientos de la historia
de la medicina. Trató a los pacientes con parálisis general con fiebre producida artificialmente y
logró curar así la mente enferma. Freud no quería saber nada de ningún tratamiento físico para una
enfermedad psicológica. Cuando circuló la opinión de que la relación íntima entre cuerpo y alma
permitirían teóricamente creer que las enfermedades mentales podrían ser curadas con
medicamentos, es decir a través de un enfoque corporal, Freud afirmó que era posible teóricamente
pero no en la práctica —que no había manera de enfocar el psiquismo a través del cuerpo— que se
debería enfocar al psiquismo sólo psicológicamente.
De esta manera se enfrentaban las posiciones de Freud y Wagner-Jauregg, cada uno con su
postura, produciendo grandes obras. Más tarde Wagner-Jauregg reconoció que las ideas de Freud
tenían algo valioso. En el momento en que conocí a Freud, los dos eran rivales, y Freud tuvo que
esperar otros veinte años —tenía entonces sesenta y cuatro años y era famoso en el mundo— para
ser presentado como profesor de la Universidad de Viena, en la que Wagner-Jauregg era el hombre
más importante.
Los neurólogos eran enemigos de Freud. La Sociedad Vienesa se reía de él. En aquellos días
cuando alguien mencionaba el nombre de Freud en una reunión, todos comenzaban a reírse como si
se hubiera contado un chiste. Freud era un tipo raro que había escrito un libro sobre los sueños en el
que se imaginaba como un interpretador de los mismos. Es más, era el hombre que veía sexo en
todas las cosas. Se consideraba de mal gusto mencionar el nombre de Freud en presencia de las
damas. Se solían ruborizar cuando se mencionaba su nombre. Aquéllos menos sensibles, hablaban
de Freud con una sonrisa, como si estuvieran contando un chiste grosero. Freud era consciente de
esta oposición en gran parte del mundo. Se trataba de una parte de la realidad psicológica tal como
él la veía. Se manifestaban así las mismas fuerzas que impulsaban a tantos estímulos psicológicos
hacia lo inconsciente; y por eso ahora se levantaban contra cualquier intento de destaparlas.
Con convicción y certeza, Freud siguió su propio camino. Trabajaba de la mañana hasta la
noche; daba sus conferencias en la Universidad; se sentaba en su escritorio y escribía sus libros, y
dejaba que sus pacientes le contaran historias. Él fumaba sus cigarros y escuchaba sus asociaciones
libres, sus sueños y fantasías. La vida psicológica inconsciente se le presentó como un pequeño
misterio, tal como se le presenta un bosque oscuro a un buen cazador; conocía cada rincón y cada
lugar. El monto de energía espiritual que necesitaba para la escucha diaria de las historias de sus
pacientes y para la interpretación de sus tensiones psicológicas fue inmenso.
La vida familiar de Freud y los encuentros con sus amigos le brindaron el descanso
necesario. Los domingos a la tarde solía ir a la casa de B’nai B’rith4, donde jugaba con sus
amistades al juego de cartas vienés llamado Tarock. Allí, en las reuniones de B’nai B’rith Freud
presentó sus primeras conferencias acerca de la interpretación de los sueños. Aunque a veces se
dirigía a expertos o neófitos, Freud era un brillante orador. Las palabras surgían de él rápidamente,
naturalmente y con claridad. En los asuntos más difíciles hablaba del mismo modo en que escribía,
con la imaginación de un artista, utilizando comparaciones tomadas de los más variados campos del
conocimiento. Sus charlas cobraban vida con citas de los clásicos, especialmente del Fausto de
Goethe. Freud estaba particularmente interesado en contar episodios de sus viajes. Pasaba
regularmente sus veranos en Altaussee, en medio de los Alpes. Su ocupación favorita durante esos
veranos consistía en buscar hongos en los bosques.
Gradualmente, Freud reunió en torno a sí un círculo de interesados e inspirados discípulos.
Un día me sorprendió al anunciarme que le gustaría realizar una reunión semanal en su casa; quería
que estuviesen allí no sólo un número importante de sus discípulos, sino también algunas
personalidades de otros campos del saber intelectual. Me mencionó a Hermann Bahr, el escritor
líder de los artistas modernos de Viena, los que tenían gran interés por todas las nuevas tendencias
intelectuales. Freud quería que sus teorías fueran discutidas desde todos los posibles enfoques. Me
preguntó si yo estaría interesado en el emprendimiento. Por eso, fui por varios años un miembro de
este grupo de amigos que se reunía cada miércoles en su casa. La mayoría de este grupo estaba
compuesta naturalmente por médicos familiarizados con la nueva psicología de Freud. Había
algunos pocos escritores, yo que era un crítico musical y Leher, el músico-esteta de la Academia de
Música del Estado Vienés. Yo asumí la tarea de investigar la psicología de los grandes músicos y el
proceso de composición musical, utilizando el psicoanálisis.
Nos reuníamos en el consultorio de Freud cada miércoles en la noche. Freud se sentaba en
la cabecera de una larga mesa, escuchando, tomando parte en la discusión, fumando su cigarro y
acompañando cada palabra de una mirada seria y analítica. A su derecha se sentaba Alfred Adler,
hombre que hablaba con convicción a causa de su equilibrio, seguridad y sobriedad. A la izquierda
de Freud se sentaba Wilhelm Stekel, el hombre sobre el que Freud más tarde publicó una crítica
muy dura, pero que en aquel momento era activo y rico en ideas. De los médicos de este círculo,
conocí a Paul Federn, uno de sus más leales discípulos, quien representa exitosamente las
tendencias ortodoxas de la escuela de Freud.
Las reuniones seguían un ritual definido. Primero, uno de los miembros presentaba un
trabajo escrito. Luego, se servían café negro y tortas; había cigarros y cigarrillos en la mesa, los que
se consumían en grandes cantidades. Luego de un cuarto de hora de conversación social, se iniciaba
la discusión. La última y decisiva palabra era siempre la de Freud. Había en ese cuarto una
atmósfera que sugería la fundación de una religión. Freud mismo era ese nuevo profeta que había
logrado que los métodos que luego prevalecieron en la investigación psicológica parezcan
superficiales. Los discípulos de Freud —todos inspirados y convencidos— eran sus apóstoles. A
pesar del hecho de un gran contraste entre las personalidades que conformaban ese círculo de
discípulos, en el período temprano de la investigación freudiana todos ellos estaban unidos a partir
del respeto y su inspiración hacia Freud.
En aquellas reuniones de los miércoles, yo presenté informes acerca del proceso psicológico
en la composición musical de Beethoven y Richard Wagner. Es sorprendente hasta qué punto la
nueva psicología de Freud se mostraba útil en el análisis de un trabajo artístico y creativo. Los
mecanismos de los sueños y aquellos de las fantasías artísticas eran similares; el inconsciente y la
consciencia funcionaban juntos de acuerdo con las leyes formuladas por Freud; el juego y
contrajuego de afectos, inhibiciones, transformaciones, todo, se volvía inteligible. Un día le acerqué
a Freud un intento de análisis de “El Holandés Errante” de Richard Wagner; en dicha obra la
imaginería poética de Wagner estaba conectada con sus impresiones infantiles. Freud me dijo que
no me devolvería este trabajo (el primero de este estilo); lo publicó en sus Escritos de Psicología
Aplicada (Viena, por Deuticke). En otro libro, titulado “El taller interno del músico” (publicado por
Ferdinand Enke en Stuttgart), hice uso de las teorías freudianas para la interpretación del trabajo
creativo musical.
He comparado las reuniones en la casa de Freud con la fundación de una religión. Sin
embargo, después del primer período de ensueños y fe incuestionable del grupo original de
apóstoles, llegó el momento de fundar la iglesia. Freud comenzó a organizarla con gran energía. Fue
serio y estricto en las exigencias que le presentó a sus discípulos; no permitió desviaciones de su
ortodoxa enseñanza. Subjetivamente, Freud tenía razón: acerca de aquello para lo cual había
trabajado con tanta energía y continuidad —y que todavía tenía que ser defendido contra la
oposición del mundo— no podía dudar, permitirse debilidades ni ornamentos sin gusto. Aunque era
de buen corazón y muy considerado en su vida privada, Freud fue muy duro y no tuvo reparos en la
presentación de sus ideas. Cuando se le cuestionó su ciencia, rompió con sus más íntimos y
confiables amigos. Si lo consideramos como el fundador de una religión podemos imaginarlo como
un Moisés lleno de ira e inconmovible ante los ruegos, un Moisés como el de Miguel Ángel que
parece vivo aunque sea de piedra —basta verlo en la iglesia de San Pedro en Vincoli, Roma—.
Luego de un viaje por Italia, Freud nunca se cansó de hablarnos sobre esta estatua; la memoria de la
cual quedó en su último libro.
Mientras tanto, las teorías de Freud se esparcían aún más alrededor del mundo. Era un
verdadero agente de movilización, no sólo en la ciencia sino también en la literatura, en los
problemas religiosos, en la mitología. En todo lugar había que lidiar con ataques, animosidades y
rechazos de la interpretación sexual de los afectos, con resistencias contra esta teoría la que
luchaba por develar lo que estaba pobremente reprimido. Por otra parte aparecieron nuevos
adherentes, nuevos discípulos, nuevos apóstoles. Un día Freud trajo a nuestro círculo a un médico
alto, apuesto, que venía de Suiza. Le habló con gran calidez, se trataba del Profesor Jung de Zürich.
En otra ocasión presentó a un caballero de Budapest: el Doctor Ferenczi. Las ramas de la iglesia
freudiana se fundaron en todas partes del mundo. Estados Unidos mostró un particular y gran
interés por esta nueva psicología, y fue un gran honor la invitación que Freud recibió de la
Universidad de Toronto5 para dictar allí una serie de conferencias. Cuando Freud volvió a Viena,
presentó en uno de nuestros encuentros de los miércoles, una descripción muy vívida de Estados
Unidos y de sus experiencias en el Nuevo Mundo.
El círculo original de los apóstoles vieneses comenzó a perder significado para Freud,
particularmente porque su más talentoso alumno se alejó para tomar su propio camino; Alfred
Adler, quien en una serie de excelentes conferencias, lenta y firmemente defendió el siguiente punto
de vista: Freud había creado una nueva técnica, el producto de un verdadero genio; esta técnica
constituía una nueva herramienta para el trabajo de investigación, <herramienta> que todo médico
debería utilizar en sus investigaciones independientes. Él comparó la técnica freudiana de
exploración del inconsciente con la técnica de los grandes artistas, técnica cuyos alumnos luego
tomaron y adaptaron a sus determinadas personalidades. Rafael utilizó la técnica de Perugino, pero
no lo copió.
Freud no escuchaba. Él insistía en que sólo había una teoría y afirmaba que si alguien seguía
a Adler y abandonaba la base sexual de la vida psíquica, no era freudiano. En pocas palabras, Freud
—en tanto cabeza de una iglesia— hizo desaparecer a Adler; lo expulsó de la iglesia oficial. En el
lapso de pocos años, viví todo el desarrollo de la historia de una iglesia, desde los primeros
sermones a un pequeño grupo de apóstoles hasta la lucha entre Arius y Atanasius.
Yo no me sentía capaz de decidirme a tomar parte en la lucha entre los grupos de Freud y
Adler. Admiraba el genio de Freud. Amaba su simplicidad humana, la ausencia de vanidad en su
personalidad científica. Más aún, un contacto personal se había desarrollado entre mi familia y la
suya, generando que su calidez humana me resultara particularmente valiosa. En ocasión de alguna
de sus visitas la conversación giró en torno a la cuestión Judía. Freud estaba orgulloso de pertenecer
al pueblo Judío, el que había otorgado la Biblia al mundo. Cuando mi hijo nació6, yo me preguntaba
si no debía sustraerlo del odio antisemita reinante, que en ese momento difundía en Viena un
hombre muy popular, el Dr. Luger. No estaba seguro de que no fuese preferible que mi hijo fuera
educado en la fe cristiana. Freud me aconsejó no hacerlo. “Si usted no deja que su hijo sea educado
como un judío, dijo, lo privará de esas fuentes de energía que no pueden ser reemplazadas por
nada. Él tendrá que luchar como judío y usted debería desarrollar en él toda la energía de la que
tendrá necesidad en esta lucha. No lo prive de este beneficio”.
Cuando Gustav Mahler llegó a convertirse en director de la Ópera Vienesa, Freud fue un
admirador de la energía y de la grandeza de este hombre. Freud tenía gran sensibilidad artística
aunque, a su pesar, carecía de oído musical. Era más bien la energía personal y espiritual de Gustav
Mahler lo que él admiraba.
Freud tenía un papel entusiasta en todos los acontecimientos familiares de mi casa; esto, a
pesar de que yo era un hombre joven y Freud era ya de edad avanzada y sus cabellos
maravillosamente negros comenzaban a encanecer. En ocasión del tercer cumpleaños de mi hijo 7,
Freud le trajo de regalo un caballo de balanceo8 que por sí mismo llevó hasta arriba por los cuatro
tramos de escalera que conducían a mi casa. Freud sabía cómo convivir con la gente; era una
persona de sentimientos sociales. Su regla fundamental consistía en atender siempre, al menos, a un
paciente sin compensación económica. Era su manera de hacer un bien social.
Era una de las personas más cultas que haya conocido. Conocía los escritos más importantes
de los poetas. Las pinturas de los grandes artistas que había estudiado en los museos e iglesias de
Italia y Holanda. A pesar de su propensión artística y su naturaleza romántica en la investigación de
lo inconsciente, era el típico ejemplo de un científico exacto. Sus análisis del inconsciente eran
racionales. El hacer consciente lo inconsciente, el método que había diseñado, la transformación de
los afectos, todo era llevado a cabo a través del razonamiento y bajo un control racional. Freud no
quería nada metafísico. No tenía ningún sentimiento hacia la filosofía. Me sorprendía
frecuentemente el modo en que rechazaba de manera tan dura todo tipo de metafísica. Era un
positivista cien por cien. Se mostraba muy sorprendido cuando yo le señalaba pasajes de la
Antropología de Kant y de los escritos de Leibniz en los que se discutía el inconsciente. Hablando
estrictamente, Leibniz era el descubridor de las presentaciones del inconsciente.
Freud tenía un interés particular por la historia de los pueblos y las culturas antiguas. En su
consultorio había una vitrina atestada de objetos egipcios y griegos, algunos de los cuales había
comprado y otros recibido como regalo. Él mismo había celebrado este interés con las excavaciones
de su propia psiquis. Su profesión era excavar el pasado de la psique de sus pacientes. Él echaba luz
sobre muchas cosas cuando estudiaba psicoanalíticamente a los seres humanos, antiguas cosas que
habían permanecido sin ser descubiertas y escondidas en las capas más profundas de la psiquis.
Encontraba los mismos símbolos representados en los escarabajos egipcios o en un falo de bronce,
lo que para su sistema interpretador de símbolos eróticos tenía un gran interés.
Una de las características más salientes de la personalidad de Freud era su gusto por los
chistes. Le gustaba animar sus relatos y conferencias, con chistes y anécdotas. Valoraba
particularmente la jerga del humor judío. Éste le resultaba interesante no sólo por lo incisivo del
dialecto, sino también por la fortaleza interna y la sabiduría de la vida que portaba. Como se sabe,
siguiendo el camino que abrió deduciendo el sentido del aparente sin-sentido imaginario de los
sueños, Freud dedicó un libro al análisis de las relaciones del inconsciente con el chiste.
No había campo del espíritu humano y de la historia que Freud no enfocara con la mirada
interesada del investigador. No había nada que él no enriqueciera con su nuevo método de
consideración. Había nacido para ser descubridor e investigador, y su imaginación era la de un
artista. El mejor discípulo de Freud no puede ser comparado con su imaginación creativa y su real
genio. Adler poseía claridad, equilibrio, y un sentido psicoanalítico muy fino; continuó su camino
con pequeños pasos, siempre evaluando. Permanecía en la superficie de la tierra. A diferencia de
Freud, él nunca se dejó elevar por la imaginación, ni tampoco escarbó profundamente en los
intestinos de la tierra. Pero yo no podía ni quería someterme a lo que Freud decía que “había que
hacer” o “no había que hacer” —por lo que me confrontaba con él— y no me quedaba nada más por
hacer que alejarme de su círculo.
Por supuesto que expresé mi admiración por Freud más tarde en un artículo con ocasión de
su septuagésimo9 cumpleaños. En ese artículo, mientras los destructores de la cultura alemana en
Berlín quemaban muchos libros importantes entre los que se encontraban los escritos de Freud,
intenté mostrar cómo las ideas de Freud se conectaban no sólo con aquéllas de Leibniz, sino
también con las de los románticos alemanes, cuyos médicos y escritores comenzaron con el
sonambulismo y la hipnosis. Muy naturalmente, una casa tan importante como la construida por
Freud tenía grandes cimientos.
En aquel momento tuve la oportunidad de hablar una vez más con Freud, y lo encontré
desconfiado, angustiado y enojado. Sus enseñanzas se habían esparcido mundialmente; habían
devenido componentes importantes en la investigación de la psicología moderna en todo el mundo.
“Consciente”, “Inconsciente”, “Represión”, “Inhibición”, habían pasado a ser términos de uso
corriente. Incluso algunas películas articulaban su basura con las ideas de Freud, y un día se pudo
leer en el periódico que una compañía cinematográfica norteamericana intentó contratar los
servicios de Freud; tan grande llegó a ser su gloria que quisieron tener la valiosa publicidad de su
presencia en Hollywood. Se le ofreció una gran suma de dinero que Freud rechazó. Cuánto había
cambiado el mundo desde aquellos días en que un pequeño grupo de alumnos se reunía en la casa
de Freud todos los miércoles en la noche. El mundo científico y espiritual le pertenecía a Freud.
Sólo Albert Einstein ejerció una influencia similar como científico.
Como recuerdo de aquellos días en que tuve el honor de acompañar al gran scholar en parte
de su camino, conservo el manuscrito que ahora ofrezco; Freud me lo dio y ahora lo presento a un
mundo para el que las ideas de Freud han pasado a formar parte del aire que respiramos. El
manuscrito original presenta cuatro páginas de gran tamaño escritas de puño y letra por Freud, que
celebran la energía, decisión y libertad artística. Evidentemente, el manuscrito fue escrito de un
tirón. Los pensamientos fluían libremente de su pluma y a pesar de su contenido y desarrollo, no
presenta signos de tensión ni correcciones. El artículo está escrito con el mismo estilo en el que
Freud hablaba: fluido, vivaz, manifestando el goce de la improvisación y de la expresión de ideas
independientes y entusiastas.
Ya que Freud no retomó este tema, el artículo resulta de particular importancia.
Muchas veces me he detenido asombrado en un museo arqueológico de Atenas para
preguntarme cómo es posible que un fragmento de mármol de una estatua griega pudiera reflejar la
total grandeza de un artista griego. De la misma manera, también se puede ver revelado en este
artículo, obviamente resumido —que sin duda representa no más que un primer borrador— toda la
grandeza de Freud.
1
[“Reminiscences of Professor Sigmund Freud”. “The Psychoanalytic Quarterly” .XI. 1942. pp. 465 – 476. Versión inglesa
de Gregory Zilborg. El texto fue escrito para presentar la primera versión del texto de Freud “Personajes Psicopáticos en el
Escenario” en la misma revista. Posteriormente se publicó una versión francesa en la revista “Tel Quel”, 88, de 1981,
páginas 52 – 101. Mi traducción se realizó a partir de la versión inglesa].
2
[Probablemente Olga König, actriz de teatro, esposa de Max Graf y madre del pequeño Herbert (Hans)].
3
Julius Wagner-Jauregg (1857-1940). Creador de la malarioterapia, que permitía curar la parálisis general, motivo por el
que obtuvo el Premio Nobel de Medicina en 1927].
4
[Célebre y antigua institución judía que promueve el intercambio social y cultural de los miembros de la comunidad.
También organiza y realiza eventos con fines filantrópicos. Aún hoy existe].
5
[La refencia a la Universidad de Toronto se trata, obviamente, de un lapsus de memoria. La Universidad en cuestión es sin
duda la Clark University a la que Freud fue invitado con ocasión del vigésimo aniversario, en 1909].
6
[En abril de 1903. Se trata de Herbert, el Hans del historial freudiano].
7
[En abril de 1906].
8
[Las itálicas son mías].
9
[Otro lapsus. Freud tenía ochenta años cuando Hitler ordenó quemar sus libros].

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