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Código: 1088346581

Nombre: Camilo Serna

Parece ser que en el racionalismo hay tres supuestos que no se han establecido
sentenciosamente para responder a la pregunta que formula Carpio, a saber: “¿cómo es
posible que la razón por si sola conozca la realidad, incluso en su aspecto más
fundamental (su aspecto metafísico), y nada menos que a Dios mismo?”(p.171). Desde
esta formulación, se abren unas respuestas concretas para consolidar el sistema
cartesiano.

La primera de ellas, se aborda a partir de la relación que hay entre el sujeto cognoscente
y la realidad: el sujeto posee una facultad-la razón-, por la cual conoce la realidad. De
tal manera que si por la sola razón (excluyendo tanto la experiencia como los sentidos)
podemos conocer la realidad, debe haber, en efecto, una afinidad o proximidad con la
realidad que se conoce. Por ello, al igual que la razón, la realidad transborda los límites
que demarcan la supuesta realidad que nos presentan los sentidos. De modo que la
realidad puede ser entendida como una estructura inteligible, que supera las barreras del
mundo perceptible a los sentidos, y que fundamenta, da sentido y constituye la
verdadera realidad que debe buscar el sujeto cognoscente. Claro está, por medio de la
razón puesto que en esta facultad hay una afinidad con la realidad que se busca.

Ahora bien, si la estructura de la realidad es razonable, al igual que la realidad misma,


entonces, ¿cuál es propiamente esa estructura? Como se acaba de mencionar, esa
estructura supera la barrera de la experiencia y, por supuesto, no depende de ningún
modo de ella. La razón, por lo tanto, es una facultad innata en el hombre por la cual, al
no proveerse las ideas por la experiencia, se encuentra, más bien, ya dotadas de ellas
por naturaleza. Tales ideas se encuentran necesariamente inscritas en el alma y, como se
viene afirmando, no pueden ser producidas por la experiencia. Ejemplos de ello son:
Dios, figuras geométricas, el alma…etc.

Por último, si bien ya se ha aclarado que el único conocimiento real es el que se


encuentra inscrito en el alma o del cual nos dota la razón, ¿cómo saber que este
conocimiento no es igual de sesgado que el que nos provee la experiencia? Esta
problemática surge por el patrón rígido con el que Descartes venía desarrollando sus
investigaciones a través de la duda metódica; ello, consistía en llevar hasta las últimas
consecuencias sus razonamientos, consistía, en todo caso, de dudar absolutamente de
todo aquello que no se le presentase clara y distintamente a su espíritu. En
consecuencia, el filósofo llega, incluso, a dudar de aquello que no depende de la
experiencia ni de sus sentidos. Es lo que se conoce como el tercer nivel de duda en
Descartes: la duda hiperbólica.

La duda hiperbólica de la que se habla resulta, justamente, en el momento que Descartes


inserta al genio maligno. Para él, incluso conocimientos como las matemáticas, aunque
parezcan claros y distintos a la luz de la razón, pueden resultar erróneos. Si la actividad
de nuestra imaginación se reprodujera un genio maligno que hace que nosotros creamos
que los conocimientos que nos provee, por ejemplo, las matemáticas fuesen
verdaderos- cuando no lo son-, ¿cómo haríamos nosotros para confiar en la razón si
estamos expuestos a que un genio maligno nos engañe? Descartes, abandona esta tesis y
afirma que, al existir un Dios que es todo bondadoso, de ningún modo podemos ser
engañados nosotros por esta facultad privilegiada.

Entre estas ideas innatas, hay dos que son esenciales para el sistema cartesiano: la
causalidad y la substancia. El primero, es aquel por el cual Descartes demuestra la
existencia de Dios. Para el filósofo es imposible que de la nada surja algo; más bien, es
partidario de que algo surge de algo. De tal modo, que todas aquellas ideas de las
cuales nos encontramos provistos, deben tener un ser formal que las produzca. De ahí
que cuando se hable de la idea de Dios tengamos que pensar, consiguientemente, en un
ser formal que tenga tanta realidad o más realidad objetiva que esa idea; y por supuesto,
el hombre no la alcanza a tener, sino, más bien Dios.

Con respecto a la sustancia, para el racionalismo es el modo de ser primario: algo que
es, o es una cosa o una propiedad de esa cosa. La substancia, etimológicamente, es
aquello que está debajo. Y precisamente a partir de su etimología se explica que es la
substancia. La cosa como tal, puede tener accidentes, sin embargo los accidentes que
tenga no hacen que aquella cosa deje de ser lo que es. Por eso, se dice con razón, que la
sustancia es aquello que hace que la cosa sea lo que es, aquello que está debajo de los
accidentes, que sirve de sostén a esos accidentes; sin embargo, a diferencia de la
contingencia de los accidentes, la substancia no puede cambiar, es siempre necesaria e
inmutable.
En el caso de los hombres, por ejemplo, si bien, pueden crecer, pueden cambiar de
ideologías, de pensamientos, ello no hace que vayan a dejar de ser hombres; son solo
accidentes, algo que le puede suceder fortuitamente a un hombre. Ahora bien, ¿qué es
aquello que hace que el hombre sea hombre para Descartes? Aquel hombre que duda,
que afirma, que siente, que niega, que juzga e imagina; en todo caso, esa cosa es un
hombre porque piensa. Si en algún momento el hombre dejara de pensar, dejaría de ser
hombre. Solo en la imposibilidad del pensamiento, se anula la sustancia, se anula la
posibilidad de designar algo como hombre. He ahí lo que está debajo de los accidentes
del hombre, lo que, con todo, da sentido al hombre: su pensamiento- su cogito-.

A pesar de la convicción de Descartes al construir su sistema metafísico a partir de la


duda metódica, Carpio concluye que si un lugar ha de quedar a la metafísica es al de la
anarquía. Al parecer, la convicción de Descartes no logro convencer ni a los mismos
racionalistas, y, por supuesto, con mucha mayor razón a los empiristas. A la fecha de
Descartes, solo parecen haber para Carpio sistemas filosóficos diferentes, diferentes
disputas, pero no un único sistema filosófico.

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