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La primera vez que leí sobre un naufragio fue cuando tenía trece años. Vivía en un
pueblecito de la costa, todas las tardes iba al puerto y me sentaba para ver las naves que
volvían de faenar. Fue a principios de siglo, quizá 1901 o 1902. Recuerdo que era una
historia de Jack London sobre un muchacho sin experiencia, como yo, que se enfrentaba
a una terrible tempestad. Era un cuento corto, de un par de páginas, pero me causó una
honda impresión y, por complicado que parezca, creo que aquel relato marcó el rumbo
que tomaría mi vida más tarde. No, no me convertí en un marinero, al menos en un
sentido estricto, pero es cierto que nunca me he separado del mar. Durante treinta años he conocido y recogido muchas historias
parecidas a las de London como corresponsal naval. Sin embargo, ninguna ha logrado cautivarme tanto como la de aquella revista,
cuando tenía trece años. Ninguna, salvo la del Crisantemo.
El Crisantemo, desaparecido en una tormenta, un oscuro misterio rodea su tragedia. Tan solo sobrevivieron cuatro marinos. Dos de
ellos ya han muerto. Otro se encuentra en paradero desconocido, se cree que en alguna isla de la Micronesia. El último, ya muy
viejo, vivía en una casa aislada en un promontorio de las costas de Escocia. He viajado mucho y navegado por todas las latitudes, y
de todos los lugares en los que he estado, creo que Escocia es sin duda el más bello y triste; sus acantilados, sus prados, sus infinitas
bahías recónditas e inaccesibles, esa bruma que cubre todo varias veces al año. Aunque son quizá sus gentes, cargadas de hombros y
de insondable mirada, las que parecen llevar consigo esa suerte de melancolía allá donde van. Se dice que el viejo nunca habló del
asunto. Lo cierto es que, una vez, yo estuve allí con él.
Aquella tarde, la tempestad azotaba los acantilados sobre los que se supendía la casa del viejo marino, solitaria en medio de ese
páramo baldío. El hombre estaba de espaldas, de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera, hacia el mar. Su voz llegaba hasta mí
distorsionada por el concierto celeste y, cada cierto tiempo, se producía un sonido que acallaba incluso la tormenta y el oleaje. Este
fenómeno era causado por las aguas que, a causa de su envite, se elevaban decenas de metros, de modo que, cuando caían, se
precipitaban con tal fuerza que la espuma chisporroteaba como pólvora que se prende. Un rugido que parecía propagarse por la
eternidad. Cuando así sucedía, el viejo callaba, pues no era posible escucharle. Aunque sospecho que había algo más.
Y lo cierto es que la gente tenía razón, porque nada de lo que me dijo fue acerca del naufragio del Crisantemo. Pero yo estuve allí,
con él, en medio de la tormenta, en la casa del acantilado, mientras el mar, abajo, se revolvía furioso. Vi su rostro crisparse, su
mirada de odio, pero también ese temor respetuoso que sentí yo por primera vez al leer acerca de un naufragio, el de aquella
historia cuando era niño. Quizá es que el viejo callara para tratar de distinguir las voces de sus compañeros, los que lograron subir al
bote pero cayeron al abismo en medio de la tempestad. Quizá sus únicas palabras al respecto las pronunciara en el momento en que
las aguas caían, cuando solo el mar podía escucharlas. Tal vez, el viejo vivía allí con la esperanza de que algún día el mar le contara
qué sucedió.
Al cabo de algunos años escuché que el viejo había desaparecido. La casa sigue allí, en el promontorio, y allí estará hasta que lo
quieran los elementos.
Martin y el extraterrestre
Cierta noche, Martin observó desde su ventana, una estela de luz que caía desde el cielo, la velocidad de la luz
aumentaba cada vez más y más por lo que Martin sentía miedo y al mismo tiempo curiosidad. La luz aterrizó en
un terreno abandonado a pocos metro de su casa, así es que se armó de valor y fue a investigar el origen de
aquella luz tan grande y luminosa.
Encontró un gran cráter en el lugar del choque y justamente en el centro había algo en forma de disco, que sin
duda era un platillo volador o una nave extraterrestre. La puerta de ésta comenzó a abrirse y el chico no tuvo
tiempo ni de correr, cuando de ella salió una criatura de lo más extraña. Era de un color jade oscuro con orejas
enormes que llegaban hasta el piso, media aproximadamente 60 centímetros y tenia la piel arrugada, Martin se
las arregló para reprimir un grito cuando la criatura comenzó a hablar.
– Hola, me llamo Stalisky, soy de un planeta muy lejano, mi nave se estropeo, por lo que no pude completar mi
viaje a Venus y caí en este planeta.
– Yo soy Martin – dijo el chico estrechándole la mano – ¿cómo es que sabes hablar nuestro idioma?
– Nuestra raza ha aprendido las culturas e idiomas de los 25 planetas habitables que hemos encontrado por el
espacio. Te agradecería mucho que me ayudaras a reparar mi nave, ya que nuestra tecnología para corregir
errores no funciona en el planeta tierra.
Martin aceptó encantado, por varias semanas fue hasta el lugar en donde estaba la nave a ayudar en la
reparación. Él y Stalisky se convirtieron en muy buenos amigos, y compartieron conocimientos mutuamente.
Martin aprendió que no se debe juzgar a nadie ni nada por su apariencia ni por su raza, sino que debemos
ayudar a todos en lo que podamos.
Cuando llegó la hora de partir, se despidieron con un abrazo y unas bellas palabras, Martin no pudo evitar que
las lagrimas corrieran por su rostro al mismo tiempo que la nave de Staisky tomaba altura y se alejaba cada vez
más de la tierra.
El reloj viejo
El beso de la noche