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De naufragios

y reinos perdidos

Demetrio Charalambous

1
ÍNDICE

Los Árboles 4

El barco desaparecido 18

Zozobra en el sur 23

Un punto en el mapa: Desaguadero 31

Campanas en el lago 44

La moneda imposible 49

47º 30’ 63

La boleadora de oro 68

Incas en Neuquén 73

El secreto de los brujos 79

Cerros de Dios 88

¿Un César? 95

2
“Por trescientos años reinamos

y no murió ninguno de nosotros.

Y nunca nos dimos a conocer

ni tuvimos comercio con los hombres

porque no fuesen captivados

nuestros hermanos Ingas

con quienes vivimos en paz.

Pero he confiado mi corona

a manos de un servidor

para que le lleve al dezierto

xunto al mar, y la absconda

fasta que llegue aquel que herede

el reino, y ningún invasor

pondrá pie en estas playas

que mi corona deffiende.

Pero soy Juan de Quirós,

rey de la Arena del Zur

que esta sentencia se cumpla”.

Sus Magestades Argentinas

3
LOS ÁRBOLES

4
Hubo en las pampas una población olvidada, una población sin

fundador ni nombre conocido, perdida para la memoria del país.

Los indios la llamaron simplemente “Los Árboles”, porque de ella

sólo quedaron extensos frutales retoñando a través de los siglos,

pero las casas se las tragó la tierra. Ni una oscura tradición

perdura sobre sus habitantes, anónimos para siempre como

estatuas con el rostro borrado.

Desde nuestro vertiginoso siglo XXI, apenas podemos concebir la vida

de aquellos hombres huraños, aislados del mundo en esa época

de carretas y distancias infranqueables, que hoy evocamos como

una epopeya en cámara lenta.

Este es un esbozo apenas, un informe incompleto sobre el pueblo

perdido de Los Árboles. Nada invento, sólo pongo por escrito unos

pocos testimonios, todo cuanto se sabe al respecto.

Quien primero recogió la noticia fue Luis de la Cruz, en 1806; una

cautiva llamada Petronila Pérez le contó a su paso por la comarca

de Puelches, que los indios habían estado muchos días “en un

duraznal, que hay por donde se acaba el Chadileuvú, cuyo lugar

5
se acuerda se llama Diguacalel”. Aunque deformado, el nombre

permite identificar el sitio como Lihué Calel, precisamente donde

el río Salado o Chadileuvú se insume en vastas lagunas, la más

famosa de las cuales es Urre Lauquen.

Una cautiva proporcionó el primer informe sobre la Ciudad de los Árboles.

(Ángel Della Valle, La vuelta del malón)

Pocos años después -en 1810-, el coronel Pedro Andrés García

obtenía en las Salinas Grandes el informe más completo sobre la

ciudad desaparecida. Los indios le dijeron que lejos hacia el oeste

de donde ellos se encontraban, había una colina extendida por

6
algunas leguas, descripción que corresponde a las sierras de

Lihué Calel:

Pedro Andrés García de Sobrecasa

“En ella se ven –dice el Diario de García- muchos vestigios de ladrillos

y teja de alguna antigua población, pues toda ella está abastecida

de higueras, montes muy dilatados de duraznos, nogales,

manzanos y otras frutas, adonde concurren todos los indios de la

comarca y sobra para abastecer a todos. En aquellos montes

también se halla ganado alzado, que a favor de la espesura no ha

podido ser exterminado por los indios quienes logran lo que

pueden cazar en las aguadas, acechándolo cuando bajan a ellas.

No existe ni una oscura tradición entre estos indios que nos dé

7
indicios de la población que allí hubo y de cuándo y por qué razón

se destruyó.”

Algunos años después, durante la campaña de Rosas contra los

indios de 1833, la columna al mando del fraile Aldao y el coronel

Velazco tomó prisionero en una isla del Salado al cacique Barbón,

de noventa años de edad. Este declaró que “a tres días de camino

al sur de Menucó, había grandes montes de durazno, que él había

ido en busca de esa fruta, que era muy abundante y buena, que

allí mismo había lagunas de rica agua y campos de excelente

pasto, y que ignoraba quiénes fuesen los fundadores de aquellas

huertas.”

Sin conocimiento alguno de los testimonios anteriores, y habiendo

oído hablar a los indios de frutales europeos en su territorio, el

subdelegado de San Rafael, don Fabián Araya, encargó en 1859 a

una de sus partidas de campo llegar hasta Los Árboles, y

efectivamente fue informado de la existencia de esa antigua

población.

8
Mapa del doctor Sáez (1873), que localiza la Ciudad de Los Arboles al

oeste de Urre Lauquen

En 1873, el doctor Manuel Antonio Sáez trazó el único mapa que se

conoce con la ubicación de “Los Árboles o Diguacalol” (errata por

Diguacalel, nombre que él da en su texto, siguiendo a Cruz).

Comete una imprecisión geográfica al situar el lugar al oeste de

Urre Lauquen, cuando Lihué Calel se encuentra al este de dicha

laguna, recientemente explorada por el ejército de la

Confederación Argentina. Poco después de publicar Sáez su

mapa, Estanislao Zeballos aprovechó su participación en la

Campaña del Desierto para explorar las sierras de Lihué Calel.

Allí encontró “una plantación de duraznos, que en otro tiempo

9
formaban calles regulares. A la sazón había sido alterada la

regularidad por la caída de los viejos troncos y por el nacimiento

de otros en los alrededores; pero los indicios que veíamos

confirmaban suficientemente la intervención de la mano del

hombre en aquellas plantaciones."

Medio siglo más tarde, los montes de durazno aún seguían

produciendo fruta en abundancia, como observó el padre

Monticelli en 1930. Este religioso describe cómo todos se proveían

libremente de frutos, pues se trataba de árboles silvestres, sin

dueño.

Frutales silvestres

Yo no esperaba encontrar todavía frutales cuando visité Lihué Calel

en abril de 2011, pero felizmente me equivoqué. Apenas llegué

pregunté al guardaparque si conocía la existencia de durzneros u

otros frutales en el parque nacional, a lo cual respondió que un

incendio destruyó la mayoría hace algunos años, pero aún

subsisten unos pocos aislados, cuyas flores se ven en primavera

desde su puesto. Estábamos en otoño, así que no era fácil ubicar

los árboles, sin flores y sin fruto por la estación. Me indicó

vagamente la situación de uno, pero una vez en el campo no pude

10
ubicarlo. Por la tarde ascendimos el cerro de la Sociedad

Científica, y al bajar insistí con el guardaparque, quien esta vez

fue más concreto en sus indicaciones: a cien metros del empalme

de caminos, frente al caldén grande, existía un frutal, todavía

verde. Aún tuve que pincharme con los matorrales al internarme

unas decenas de metros entre caldenes y sombras de toro,

cuando por fin lo vi: era diferente a la vegetación xerófila

circundante, con hojas blandas y frescas al final de unos tallos

rojizos. No me pareció un duraznero, pero sabía que no era un

árbol autóctono. Se trataba de un árbol viejo, seco y quebrado, de

cuyas raíces y tronco surgían retoños con un vigor inusitado. Con

razón decía Zeballos que este bosque se perpetúa a lo largo de los

siglos, tenía la evidencia ante mis propios ojos.

Cogí una rama llena de hojas verdes, para identificar la especie. La

fotografié, y de regreso a casa procedí a buscar imágenes de

frutales en Internet: no debí buscar demasiado. El árbol era un

damasco, sin lugar a dudas. Las hojas eran idénticas, los tallos

rojizos permitían distinguirlo de otras especies. Y el damasco es

un árbol del Viejo Mundo, pariente del duraznero.

En primavera retornamos a Lihué Calel, y hallamos que el árbol de

damasco había fructificado, ofreciendo a la vista una provisión de

pequeños damascos verdes. Luego tuvimos la suerte de encontrar

a un guardaparques bien dispuesto, Miguel Angel Romero, quien

nos llevó personalmente a ver tres durazneros en el valle de

11
Namuncurá, imposibles de encontrar sin su ayuda. Uno de ellos

exhibía una abundancia loca de duraznos, verdes aún; otro

apenas empezaba a desarrollar sus frutos, y el tercero era más

pequeño, aún sin fructificar. Por fin teníamos ante la vista los

duraznos misteriosos del valle, ya convertidos en leyenda.

Frutos de damasco en Lihué Calel

Duraznos en Lihué Calel

12
Romero nos confirmó que éstos eran los sobrevivientes de un gran

incendio ocurrido en 2003, el cual quemó la mayoría de los

frutales, incluyendo los durazneros que poblaban aquella

“plazuela” descripta por Zeballos en plena sierra, la cual hoy

permanece como un manchón verde formado por matorrales,

sombras de toro y arbustos de caldén, pero ya sin duraznero

alguno.

También nos comentó que en el centro del parque nacional –en zona

declarada “intangible”- existe un viejo molino, al cual los

guardaparques llaman “el molino de las manzanas”, porque en

sus inmediaciones crecían árboles de manzano, hoy secos. Es

decir, que de los frutales descriptos por los viejos cronistas, aún

existen algunos durazneros y un árbol de damasco,

-descendientes de aquéllos-; y también algunos manzanos que

daban frutos hasta hace pocos años.

Ladrillos y tejas

Un autor de fines del siglo XIX, Félix San Martín, quiso descalificar el

misterio, proponiendo que los indios debieron coger semillas de

los huertos españoles, y plantar los frutales en el corazón de su

territorio. Bastante raro suena, unos indios pampas cavando

13
canteros y plantando frutales en calles regulares… sin querer

descalificarlos, diré que no cuadra a la idiosincrasia del nómade

el plantar y aguardar años a que el árbol crezca y dé fruto. Nunca

se vio tal cosa en las llanuras salvajes.

Pero además, un detalle crucial en los informes que hemos

transcripto derriba la hipótesis de San Martín: son los “vestigios

de ladrillo y teja” mencionados por los indios al coronel García en

1810. También Julio Argentino Roca recibió informes parecidos

de los indios puelches cuando preparaba su campaña del

desierto, que mencionaban restos de ladrillos en la zona de los

frutales. Estos elementos eran exclusivos de los cristianos, e

invalidan por completo la explicación propuesta por dicho autor.

A menos que los indios pampas también construyesen casas al

estilo europeo... pero no es el caso.

Todavía en 1878 estos vestigios eran eventualmente visibles, según

deja suponer el relato de Zeballos: “Algunos soldados que han

visitado el paraje pretenden haber visto piedra tallada, como de

pared; pero yo nada he encontrado superficialmente, y no fue

posible hacer excavaciones.”

No podemos estar seguros del lugar donde se encontraban las casas

desaparecidas, pero sí sabemos que la plantación principal de

frutales descripta por Zeballos y San Martín estaba en el valle de

Namuncurá. Dice este último:

14
“El más importante de los montes (de duraznos) está situado cerca de la

extremidad noreste de la cadena, en una profunda quebrada a la

cual se llega por una garganta sumamente angosta, al extremo

que en partes apenas puede ser franqueada por un caballo. El

monte está oculto en el corazón de la sierra: sólo se ve cuando se

está a cinco metros de él. Actualmente habrá unas cien plantas,

orientadas al largo de norte a sur. La fruta que aquellas dan es de

sabor exquisito.”

A fines del siglo XIX había pues unos cien durazneros silvestres,

retoños de una antigua plantación en ese pequeño valle. San

Martín redondea su impresión del lugar: “Es este paraje un edén

en miniatura”.

Hipótesis

Nunca se encontró documento alguno que mencionase una fundación

española en la región central de la pampa durante la colonia. La

así llamada Ciudad de los Árboles es el mayor enigma histórico y

geográfico de la época virreinal. Naturalmente, no han faltado

hipótesis para explicar la presencia de hombres blancos en ese

lugar. La más divulgada es la que atribuye al conquistador

Francisco de Villagra una heroica jornada desde Santiago de

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Chile a Lihué Calel, hipótesis sin fundamento alguno desarrollada

por el doctor Sáez, y seguida al pie de la letra por Estanislao

Zeballos.

Y decimos sin fundamento, pues Villagra salió con su gente de

Santiago en 1553, para explorar las nacientes de los ríos que se

decía desembocaban en el Atlántico. Entró a Mendoza, y llegó a

los ríos Atuel y Diamante, donde fue alcanzado “a matacaballo”

(según el historiador Mateo Martinic) por un emisario que le

notificó la muerte de Valdivia. Inmediatamente se volvió con toda

su gente, para disputar la gobernación de Chile. No existe indicio

alguno para suponer que se acercó a territorio pampeano, y una

jornada tan larga no le hubiese permitido volver pronto, como lo

hizo.

Es inverosímil que hubiese dejado abandonada a su gente de este

lado de la cordillera, y nunca más se acordase de ellos, cuando en

los años posteriores llegó a ser gobernador de Chile. ¿No hubiese

mandado una partida a buscarlos? No sólo no lo hizo, sino que

nunca mencionó haber dejado un contingente en Cuyo. Siendo

esto así, la hipótesis de Villagra y su gente debe rechazarse de

plano para explicar el poblamiento de Los Árboles.

Tampoco Hernandarias en 1604, ni Jerónimo Luis de Cabrera en

1621, dejaron gente rezagada en sus expediciones al sur. Ambos

volvieron a Buenos Aires y Córdoba, respectivamente, sin haber

16
fundado pueblo alguno en la pampa. En cuanto a los jesuitas, a

quienes algunos atribuyen las plantaciones, aún a fines del siglo

XVIII ningún misionero se había acercado por esos rumbos. Basta

leer a Falkner y Cardiel para comprender que sólo llegaron hasta

“el Volcán”, es decir, Tandil, y lo demás era territorio desconocido

para ellos.

Tales son, en resumen, las posibilidades que se han barajado para

explicar la presencia de hombres blancos en el corazón de la

pampa indígena, cuando incluso eran poco frecuentes las

carretas. Pero los habitantes de Los Árboles no necesitan haber

llegado por tierra hasta Lihué Calel; existe una vía fluvial que

permite acceder a esta región desde el Atlántico, navegando los

ríos Colorado y Curacó, cuando desbordan las grandes lagunas

donde éste nace. Y esta suposición viene apoyada por restos

navales, y el avistamiento de un barco varado en el río en tiempos

de la colonia…

17
EL BARCO DESAPARECIDO

18
Existe una leyenda que se cuenta en las márgenes del Salado, río

alejado del mar si los hay; es la leyenda -o mito, según lo llaman

algunos historiadores- de un ancla hallada en el lecho del río, un ancla

pesada perteneciente a un barco grande. Y la llamaron mito, porque no

podían creer que un barco de envergadura pudiese remontar el Curacó,

río de caudal exiguo o nulo, que a lo sumo puede navegarse con una

lancha durante las crecientes. Además, no existen noticias fidedignas

de haberse navegado el Salado en tiempos históricos, por lo cual el

ancla aparecía en un lugar incorrecto, y fue siendo relegada al desván

de las habladurías, antesala del olvido. Quise saber qué había de cierto,

y como suele ocurrirme, la “leyenda” no era tal, sino una verdad

olvidada. Encontré la referencia original en el mismo libro de Félix San

Martín, A través de la pampa, suficientemente poco leído como para

pasar inadvertido a todos:

19
"Conversando con un paisano de apellido Ferreira, que vive por el cerro

Azul -cuarenta leguas al oeste de Acha- nos dijo entre otras

cosas, que en los bañados del Salado, a quince leguas del cerro

mencionado, hay un ancla de hierro enterrada hasta la mitad.

Nos aseguró que él había atado en ella su caballo y que se

animaba a llevar al que quisiera verla. Este dato coincide con

otros datos dados por unos hermanos Nieto que dicen haberla

visto y observado.”

No cabe dudar de tal testimonio, pero ¿cómo llegó un ancla de esas

proporciones al corazón de la pampa? Nadie carga un ancla tan

pesada a través de los Andes para luego armar un barco y

descender un río desconocido; podemos descartar sin más esta

suposición. El barco tiene que haber entrado desde el Atlántico,

remontando el Colorado y el Curacó en una época anterior al

desvío de las aguas para los cultivos de Cuyo y San Luis, que le

restaron caudal al Salado.

Siglos atrás, un Salado intacto, con su caudal entero, podía desbordar

las grandes lagunas donde hoy se insume, con agua suficiente

como para inundar el Curacó, y convertirlo en un río navegable

para buques de mar. De hecho, existe un testimonio colonial

según el cual esta navegación fue llevada a cabo. Se encuentra en

la obra del padre Falkner, Descripción de la Patagonia:

20
“En cierto año de este siglo un navío español naufragó en la bahía

Anegada de la boca del río; la tripulación se salvó en uno de los

botes, y navegando por el mismo río llegó a Mendoza. Más o

menos por el año 1734 aún se podían distinguir los mástiles y

parte del casco; como que lo vieron los españoles que por aquel

tiempo hicieron una expedición tierra adentro con el mariscal de

campo don Juan de San Martín, y de boca de éstos lo supe yo.”

Hay que tener cuidado con este párrafo. Falkner afirma haber hablado

con soldados que vieron el barco naufragado en el lecho del río;

no cabe dudar de tal afirmación, pues era un hombre honesto. En

cambio, todo lo demás son suposiciones: cuándo y dónde

naufragó, a dónde se dirigieron sus tripulantes, esto no lo podía

saber Falkner, ni los soldados de Juan de San Martín. En mi

opinión, sólo puede rescatarse de este párrafo el avistamiento de

un barco semienterrado en el lecho del río Salado por los

soldados del maestre de campo Juan de San Martín, en un año

cercano a 1734, lo cual no implica abrir juicio sobre cuándo se

produjo la varadura, que puede haber sido muy anterior a esa

fecha. El ancla famosa del Salado tal vez perteneció a dicho

barco, que el paso del tiempo y las crecidas del río fueron

desguazando y pudriendo.

21
¿Tendrá el misterioso barco del Salado relación con los habitantes de

Los Árboles? ¿y porqué no? Examinando la historia de los

naufragios en las costas patagónicas, encontré uno ignorado por

la historiografía argentina. Un naufragio que, se dice, dejó a unos

españoles perdidos cuando aún el país no tenía nombre…

22
ZOZOBRA EN EL SUR

23
Uno de los primeros naufragios ocurridos en la Patagonia ha pasado

desapercibido para la mayoría de los historiadores argentinos: es

el de un navío de la armada del Obispo de Plasencia, a fines de

1539 o principios de 1540. Gandía y otros mencionan el

naufragio de la nave capitana en el estrecho de Magallanes, al

mando de fray Francisco de Rivera, pero generalmente omiten el

de otra nave que ocurrió antes de arribar al estrecho, y del cual el

historiador chileno Ricardo Latcham da suficientes testimonios.

[1]

Esta nave, comandada por el capitán Pedro de Quirós, naufragó con

toda probabilidad entre el río Colorado y el Negro, pudiéndose

salvar toda la gente que llevaba, así como el ganado y los

bastimentos, que fueron desembarcados en tierra firme. Según

testimonios dados por los indígenas a los españoles de Chile, los

náufragos se internaron tierra adentro, y poblaron entre dos

brazos que forma un río.

Los autores de dichos testimonios eran puelches que vieron

personalmente a los náufragos. Así, hallándose en Chile en 1557,

en casa de Alonso de Escobar -encomendero de Villarrica-, Juan

24
de Espinosa conoció a un indio puelche, el cual afirmó al dueño

de casa que “siendo él muchachón, había pasado la cordillera

hacia el mar del norte, y había llegado a un rrio grande a la ribera

del cual estaban poblados españoles y entre ellos havían dos

frayles de la horden de San Francisco… y que tenían los

españoles dos capitanes que se llamavan Juan de Quirós y Pedro

de Quirós.”

Es posible que ambos capitanes fuesen hermanos, aunque no

podemos asegurarlo. El nombre Quirós, mencionado por los

indios, aparece relacionado con el naufragio ocurrido en la costa

patagónica. En efecto, fray Reginaldo de Lizárraga refiere que

Juan de Espinosa conversó en Lima con un marino de la armada

del Obispo de Plasencia, llegado a Perú con el único barco que

consiguió pasar el estrecho al mando de Alonso de Camargo. Y

este marino, de nombre Juan Henríquez, confirmó a Espinosa

que “hera verdad que dos navíos del Obispo de Plasencia se

habían quedado en la boca de un río antes de llegar al estrecho, y

todos los españoles que en ellos benían, y que él hera soldado del

capitán Pedro de Quirós”.

Con lo cual queda confirmado que un navío de dicha armada se

quedó en la boca de un río patagónico al norte del estrecho de

Magallanes, desembarcando allí todos sus pasajeros, y que al

mando de ellos estaba el capitán Pedro de Quirós.

25
En aquel tiempo, (fines de 1539 o principios de 1540) el territorio

argentino albergaba una sola población de españoles, a saber, la

primera Santa María de los Buenos Aires fundada por Pedro de

Mendoza. Apenas un año después, en 1541, fue despoblada y

quemada por los indios, quedando la Argentina entera sin

presencia de hombres blancos por más de una década. Los

hombres de Quirós habían quedado aislados en un país inmenso

y misterioso, del cual nada sabían.

Los testimonios concuerdan en que poblaron a orillas de un gran río,

y que lograron prosperar durante un período bastante largo. El

mismo Espinosa a quien ya hemos citado, declaró que “había

oydo en casa de Alonso de Escobar en Santiago de Chile, que

algunos de sus indios puelches referían que los españoles dichos

residían en medio de dos brazos que hacía un río, que traían

espadas de metal y perros bravos y tenían muchos hijos, y

obedecían a un español ya muy de días a quien llevaban en andas

y se llamava Juan de Quirós.”

No dejaron de intentar comunicarse con los españoles de Chile, pero

indios belicosos se lo impidieron, bloqueando los pasos andinos.

La cordillera se transformó en un gigantesco muro nevado que

mantuvo a los náufragos separados del resto de la cristiandad. En

la información ordenada por el gobernador de Tucumán Juan

Ramírez de Velazco en 1589, el indio Jofré declaró que había visto

a los españoles que venían en demanda de las ciudades pobladas

26
“y que los capitanes que trayan a esta gente, el uno se llamava

Juan y el otro Quirós”.

Cristóbal de Hernández también declaró que el capitán de los

españoles que venían en busca de Chile se llamaba Quirós y que

era “hombre muy viejo”. Hernández apoyó su declaración con el

testimonio de catorce indígenas, quienes afirmaron que “más allá

desta buena tierra que se dize Curaca, están una gente que dizen

son españoles, andan ya bestidos como yndios, con camisetas y

saraguel y que tenían unas espadas viejas de yerro sin bayna y

que tienen barbas largas y están rebueltos con los naturales y

casados con yndias de la tierra y que tienen hixos y las casas

muy grandes”.

Según informaron los indios a Hernández, cuando estos españoles

perdidos salieron en busca de los de Chile, “benian a pie, y que el

capitan de ellos se llamava Quiros y hera hombre muy biejo y que

llegaron a una provincia de mucha gente de yndios y que dichos

yndios les avian dado una batalla y en ella muertoles mucha

gente, y les hisieron bolver a la parte de donde avian salido.”

El capitán Peñaloza y Diego Pérez refirieron asimismo a Juan de

Espinosa “que habiendo ydo a la otra parte de la cordillera hazia

el mar del norte se habían tomado yndios que dezian por nueba

cierta que avian benido cristianos en demanda de los cristianos

de Chile, pero la muchedumbre de ynidos que se les avia opuesto

27
no los avia dejado pasar y que tubieron que bolberse dejando

señales de cruces en los arboles, y hasta una carta en una olla al

pie de un arbol que los que pasaron la cordillera hallaron

después.”

No pudieron pasar, como queda dicho, pues los inidos puelches

estaban aliados con los araucanos, y no podían permitir que este

contingente español cruzase los Andes y les ganara las espaldas.

Debieron volver, pues, a su lar, rosa cristiana en el desierto

aborigen.

En realidad, estos colonos perdidos no estaban totalmente solos.

Mucho más al sur habían quedado en las mismas condiciones los

náufragos de la nave capitana encallada en el estrecho de

Magallanes. La gente de Quirós no podía saber de este segundo

naufrangio, ocurrido después del suyo. Los náufragos del

estrecho, al mando del capitán Sebastián de Arguello, poblaron

en un lago cordillerano situado en el sur patagónico, entre

Argentina y Chile, según un testimonio recogido en la ciudad de

Concepción por el licenciado Julián Gutiérrez de Altamirano.

Ambas poblaciones, los Césares de la cordillera y los Césares de

la pampa, vivieron por décadas sin saber la una de la otra. La

Patagonia entera las separaba, cientos de leguas de desierto

inhóspito.

28
Andando el tiempo, sin embargo, otras ciudades españolas florecieron

en territorio argentino. La más próxima a Lihué Calel fue

Córdoba, fundada en 1573 (¡más de tres décadas después del

naufragio!). Los Césares (como ya los llamaban en otras partes del

imperio español) debieron enterarse por los indios, e intentaron

llegar a ella. Pero sus fuerzas estaban menguadas, y no lo

consiguieron.

El capitán Hernán Mexía de Miraval declaró en 1586 que según

referían los indios, aquellos españoles perdidos “venían con

exército formado en busca de cristianos de que tenían noticia,

dicen andan bestidos de pellejos, traen animales que tienen

orejas muy largas, muy grandes, en que cargan sus hatos y

comidas, y otros refieren que traen cruces en que adoran, dicen

traer espadas de fierro negro sin vainas, y que entienden son

casta de españoles, y que habían probado de salir a aquella parte

donde al presente está poblada la cibdad de Córdova, que es lo

postrero de dicha gobernación hacia el estrecho, y por la guerra

de los naturales y falta de bastimentos y haver topado grandes

lagunas de agua que deben ser bahias o puertos de mar no han

proseguido su camino dejando puestas por señal cruces en la

última parte donde habían llegado, y que también probaron de

pasar a Chile, por las espaldas del estado de Arauco, y por la

guerra de los naturales se bolvieron a sus estancias y propios

asientos”.

29
Esta es una epopeya jamás contada, la de aquellos pioneros cuyo

destino fue permanecer aislados de por vida, sin posibilidad de

contacto alguno con el resto del mundo cristiano, de donde

habían surgido. Su existencia incógnita con el tiempo se convirtió

en leyenda… ¿Qué se hizo de ellos? ¿por cuánto tiempo

mantuvieron viva la fe cristiana en el país austral dominado por

los indios? Imposible saberlo con exactitud. Pero las viejas

crónicas y mapas nos pueden ayudar a formarnos una idea,

aunque sólo sea aproximada, de su cronología.

[1] En 1589, el Gobernador de Tucumán Juan Ramírez de Velazco, en una


carta enviada al rey de España, se refería en estos términos a la
armada del Obispo de Plasencia que zarpó hacia América medio siglo
antes:

“Por el estrecho de Magallanes dellos se perdieron tres navíos gruesos, en el


comedio que hay desde la boca del gran rrío de la plata hasta el
estrecho de magallanes (vale decir, en la costa patagónica, que es el
“comedio” entre los puntos extremos mencionados) de que se salvaron
más de mil hombres y algunas mugeres y ganados y asnos que
llevaban para poblar… dichos españoles, los quales viéndose faltos de
mugeres las tomaron y quitaron a los indios comarcanos a la costa do
se hallaban al tiempo que se perdieron sus naves y dellas han
procedido la generación de los dichos españoles que oy día están allí.”
Latcham, Ricardo. La leyenda de los Césares.

30
UN PUNTO EN EL MAPA: DESAGUADERO

31
En 1620 partió de Córdoba Jerónimo Luis de Cabrera, -nieto del

fundador de la ciudad- en busca de los Césares. Ese nombre se

aplicaba por igual a un ignoto reino indígena rico en oro (cuya

primera noticia supo en 1527 el capitán Francisco César), y a una

población de españoles perdidos cercana a él. Cabrera partió con

160 expedicionarios –entre los cuales se hallaban algunas

mujeres-, decenas de carretas tiradas por bueyes, y un gran arreo

de ganado mayor y menor. Puso rumbo al sur y llegó al “valle de

Cután” en Neuquén, tras cruzar los ríos Colorado y Negro, que

Hernandarias había bautizado como Turbio y Claro en 1604. En

un lugar cercano a Rucachoroi (Sánchez Labrador lo transcribe

como Rucachoroguen) se libró de una emboscada que le tenían

preparada los indios, y regresó a Córdoba tras nueve meses de

marcha, sin haber hallado a los anhelados Césares. Durante el

tiempo que duró la expedición, debió hacer frente a la hostilidad

casi constante de los indígenas, quienes provocaron un vasto

incendio en la pampa, el cual costó la vida a dieciséis integrantes

de la expedición, y provocó la pérdida de veinticinco carretas.

32
El punto de interés para nosotros es saber si pasó por Lihué Calel, y

si encontró algún vestigio de la Ciudad de los Árboles. Al primer

supuesto cabe dar una respuesta afirmativa: la relación de la

expedición hecha por el sargento Pedro Pérez [1]–ratificada por el

mismo Cabrera-, ofrece referencias geográficas que permiten

determinar el rumbo seguido al sur de Leuvucó, hasta unos

“cerrillos” identificables con las sierras de Lihué Calel. La

distancia en leguas consignada desde este punto hasta el río

Colorado es correcta, y las pocas leguas mediantes entre este río y

el Negro revelan que la expedición alcanzó este último entre

Chelforó y Chichinales, donde la separación entre ambos ríos es

menor.

Cabrera, por lo tanto, atravesó la región de Lihué Calel;[2] pero la

relación del sargento Pérez no menciona ninguna población en

ese lugar. Tal omisión me extrañó por algún tiempo, pero la

experiencia me ha enseñado que muchas relaciones históricas

suelen omitir información que luego se encuentra en otras

relaciones procedentes de la misma expedición. Este

precisamente parece ser el caso de la relación que nos ocupa.

En efecto, Ricardo Latcham refiere otra versión del viaje de Cabrera,

con detalles que no se encuentran en la relación del sargento

Pérez. El historiador chileno dice haber estudiado en la

Biblioteca Nacional de Chile una gran cantidad de documentación

inédita referida a las exploraciones españolas de la pampa y la

33
Patagonia durante los siglos XVI y XVII, pero lamentablemente no

menciona una relación específica. Leemos en su obra:

“En esta marcha, Cabrera encontró nuevos elementos que vinieron a

aumentar y hacer más fabulosa la leyenda de los Césares. Uno de

los indios que apresaron le dijo que al oriente del camino que

seguían había una Ciudad de los Árboles, que Cabrera consideró

ser la de los Césares, ya que estaba en la región donde esperaba

hallarla. Después de mucha persuasión el indio los llevó allá. La

tal Ciudad de los Árboles resultó ser una enorme extensión de

manzanares y arboledas de otros árboles frutales europeos, que

ya silvestres se habían propagado de una manera asombrosa.

Creyó Cabrera que se encontraba sobre la pista y algunos

fragmentos de ladrillos que encontró le convencieron más de la

proximidad de los anhelados Césares.”

Arboledas con frutas europeas, restos de ladrillos… nada de esto

figura en la relación del sargento Pérez suscripta por Cabrera. ¿A

quién creer? Latcham es considerado uno de los más

escrupulosos historiadores chilenos, no es precisamente el tipo de

escritor que inventa. Prosigue Latcham:

“Cabrera se alentó más con las noticias que le dio un cacique de

indios con quien parlamentó. Decía que más al sur, en uno de los

ríos había visto españoles que navegaban en barcos pequeños.”

34
Una vez más, nada de esto figura en la relación de Pérez, ni tampoco

en la muy sucinta de Juan de Puelles y Aguirre. Parece indudable

que Latcham dispuso de una fuente diferente, pero no sabemos

cuál. Un detalle, no obstante, permite confirmar que esta fuente

es verídica, pues en base a ella el historiador chileno escribe:

“Los indios prendieron fuego al alto pasto con que se cubría la Pampa

y quemaron su campamento, incluso las carretas, sus

bastimentos y la mayor parte de su ganado”.

Hemos visto que el incendio causante de la pérdida de carretas y

ganado fue referido en la relación suscripta por Pérez y Cabrera,

por lo tanto, la fuente consultada por Latcham demuestra un

conocimiento directo de lo ocurrido durante la expedición. Pero en

ausencia del texto original, no había forma de probar que Cabrera

hubiese visto los frutales y vestigios de ladrillo de la región

cercana a Lihué Calel. El mismo Latcham situaba el hallazgo en

el País de las Manzanas de Neuquén, pues creía erróneamente

que Cabrera avanzó pegado a la cordillera al sur del río Diamante.

Hacía falta encontrar un documento nuevo, que permitiese

dilucidar la cuestión: ¿Cabrera vio o no árboles europeos y

vestigios de una población antes de llegar al río Negro? Y si los

vio, como refiere Latcham ¿dónde estaban esos vestigios?

35
La solución que no me brindaban las relaciones escritas, me las vino a

proporcionar –cuándo no- un mapa antiguo, el cual tiene la virtud

de señalar la presencia de una población cristiana y al mismo

tiempo localizarla geográficamente. La Ciudad de los Árboles

siglos antes de lo supuesto, representada en un solo trazo

revelador, de una simpleza y parquedad desconcertante.

Mapa de Sanson D’Abeville, con el diseño del Desaguadero copiado de

Ovalle. 1656.

36
Tabula Geographica Regni Chile

En 1646, el padre jesuita Alonso de Ovalle publicó su “Relación

histórica del Reyno de Chile”, acompañada de un mapa

desplegable con la representación geográfica de esas tierras, por

entonces poco conocidas. La costa atlántica de la Patagonia está

muy mal dibujada, evidenciando el escaso conocimiento del padre

acerca de ella. En cambio, llama la atención por lo acertado su

diseño de los bañados del río Desaguadero (actualmente se

conserva este nombre sólo en su tramo superior, llamándose

Salado en el tramo medio, y el inferior, Chadileuvú), su división

primero en dos, luego en tres brazos, y las cuatro o cinco lagunas

donde se insume, correspondientes a las lagunas La Leona,

Dulce, Amarga y Urre Lauquen. Nada parecido puede verse en la

cartografía anterior de la zona, donde el Desaguadero se indica

errático, o ni siquiera existe.

¿De dónde sacó el padre Ovalle la información para dibujar fielmente la

hidrografía de esta región? Algunos piensan que por ser jesuita,

debió obtener informes de algún misionero que hubiese recorrido

la pampa. El caso es que no sólo no existe evidencia alguna de

37
una misión jesuita en el centro del territorio argentino durante el

siglo XVII, sino que incluso en el siglo siguiente los jesuitas

exploradores como Falkner, Cardiel, Strobel, Quiroga, y los

enciclopédicos Lozano, Charlevoix o Sanchez Labrador,

evidencian un desconocimiento completo de la zona, que señalan

como inexplorada, en algunos casos mediante el topónimo “leguas

silvestres”.

Otros sostienen que hasta la pampa llegaban carretas procedentes de

Villarrica, en el sur de Chile, camino a la segunda Buenos Aires,

recién fundada por Juan de Garay. Pero si esto fuera cierto, si de

veras hubiese existido un camino transitado entre esas dos

ciudades tan alejadas, Hernandarias y Cabrera no hubiesen

tenido más que seguirlo en sus expediciones al sur, cosa que no

ocurrió. Les hubiese bastado con llevar baqueanos que supiesen

la ruta, en lugar de lanzarse a explorar lo desconocido, como de

hecho hicieron. La realidad histórica demuestra que no existió tal

comunicación entre el Río de la Plata y el sur de Chile a fines del

siglo XVI.

Por la fecha del mapa, sospeché que Ovalle debía su conocimiento

hidrográfico a la expedición de Cabrera realizada dos décadas y

media antes. Consulté la biografía del jesuita en Wikipedia y…

bingo! Alonso de Ovalle estudió el seminario en Córdoba entre

1618 y 1626. Por lo tanto, cuando regresaron los expedicionarios

de Cabrera a “la docta” en 1621, el vivía allí. Resulta evidente que

38
un hombre tan curioso e instruido como Ovalle, e interesado por

la geografía del país, debe haber indagado a la gente de Cabrera

sobre las particularidades de las regiones que atravesaron, y

obtenido mapas o bocetos de ellas.

Los aciertos de Ovalle en lo referente a la hidrografía, contrastados

con sus errores en el diseño costero, denotan que su información

procede de una expedición terrestre; y la única llevada a cabo en

las décadas inmediatamente anteriores a su mapa fue la de

Gerónimo Luis de Cabrera, mencionada por cierto en el libro de

Ovalle.

Ahora viene lo bueno… porque junto a las lagunas del Desaguadero,

cuyo diseño exacto demuestra su exploración detenida, una de

las versiones impresas del mapa de Ovalle indica una población

cristiana mediante el símbolo correspondiente, y pone el nombre

“Desaguadero” al lado de ella. Nada más. Pero nada menos.

39
Detalle del mapa de Alonso de Ovalle, donde se señala una población

cristiana junto a los lagos del Desaguadero. 1646

Reflexionando sobre los signos parcos anotados por el cartógrafo, la

primera pregunta que viene a mi mente es ¿porqué el poblado se

designa con el mismo nombre del río? Por lo general, las

fundaciones españolas tenían nombres relacionados con el

santoral cristiano, o bien, eran homónimas de ciudades españolas

de donde eran oriundos los conquistadores. La denominación

“Desaguadero” no se ajusta a este patrón, lo cual hace pensar que

el nombre original de la población no era conocido por Ovalle.

Y esto parece lógico, puesto que los expedicionarios de Cabrera no

encontraron habitantes en ella, sino sólo sus huertos y vestigios

40
de edificaciones. Se trataba, pues, de una ciudad abandonada, y

los expedicionarios no tenían forma de conocer su nombre

original, por lo que se referirían a ella como “la población del

Desaguadero”, y luego, simplemente, “Desaguadero”. Esto

concuerda además con la escasa importancia concedida a ella en

el mapa, -ni siquiera figura en la mayoría de las ediciones- y su

omisión en la relación suscripta por Pérez y Cabrera.

Este no estaba interesado en la arqueología, sino en las riquezas de

los elusivos Césares, por lo cual no ha de haber concedido mayor

trascendencia al pueblo abandonado. Sólo servía como un hito,

una señal en su búsqueda de un reino próspero y vivo aún.

Cabrera fue, quizá, el último conquistador que anduvo por

nuestro territorio, y como tal, pudo omitir en su relación –que

mandó hacer a un sargento- detalles de carácter arqueológico o

geográfico, como la descripción de vestigios de una población, o el

descubrimiento del sistema de lagunas del Desaguadero, que

conocemos por otros canales.

Si ya en 1621 estaba abandonada, la fundación a orillas del

Desaguadero debió corresponder a las primeras épocas de la

Conquista, siendo una de las primeras del país. El mapa de

Ovalle señala la población cristiana exactamente en el mismo

punto donde más de dos siglos después, el doctor Sáez situó la

Ciudad de los Árboles. Evidentemente, se trata de la misma

población. No estaba en el País de las Manzanas del Neuquén,

41
como supuso Latcham, sino en el corazón de la pampa. Esto ya

es bastante significativo, porque mientras los frutales europeos

del Neuquén admiten un origen chileno, no es el caso de los

Árboles de la pampa. Chile quedaba lejos, como queda dicho, y no

hay evidencia alguna de expediciones trasandinas que hayan

poblado allí. Debe buscarse su origen en un grupo entrado por

el Atlántico, y ya hemos presentado evidencias de un contingente

español varado en la costa de la Patagonia, del cual se dice que

pobló a la vera de un gran río. Este río se supuso que era el

Negro, pero nada nos impide creer que fue el Desaguadero,

afluente del río Colorado y por lo tanto accesible desde al

Atlántico.

Contrariamente a otras conjeturas sobre la Ciudad de los Césares,

aquí existen restos tangibles –todavía hoy- bajo la forma de

árboles frutales retoñados de sus huertos; de ladrillos y tejas

encontrados por los indios; de un barco encallado visto en 1734

por los soldados de Juan de San Martín. Y todos estos vestigios

concuerdan con informes creíbles de la primera época de la

conquista referidos a españoles perdidos en la región, y mapas

antiguos que sitúan la ciudad en la misma área donde los restos

se encuentran.

El margen de error de estos mapas es de unos treinta kilómetros,

desde la orilla oeste del Desaguadero donde la localiza Ovalle,

pasando por las proximidades de Urre Lauquen según Sáez,

42
hasta la sierra de Lihué Calel, donde hoy subsisten los frutales.

Por supuesto, es posible que la población estuviese a orillas del

río, y hubiese sembrados y huertas apartados de ella, protegidos

por la sierra. Quizá “los dos brazos de un río” donde los indios

localizaban la ciudad fuesen los que forma el Desaguadero-

Chadileuvú, antes de insumirse en las lagunas tan bien

retratadas por el historiador jesuita.

[1] Relaciones de la jornada a los Césares, por Gerónimo Luis de


Cabrera. Estudio preliminar de Oscar R. Nocetti y Lucio B. Mir.
Ediciones Amerindia, año 2000.

[2] Nocetti y Mir se equivocan al escribir que el trayecto de Cabrera se


superpone con el de Hernandarias en unas salinas identificables
con el salitral Levalle. Pero Hernandarias en 1604 pasó “más de
sesenta leguas más avajo de la misma altura”, según la relación.
El cronista creía que las salinas continuaban interrumpidamente
“desde el este á oeste desde la cordillera á la mar del norte más de
cien leguas”, por ello pensó que atravesaban la misma salina
encontrada antaño por Hernandarias, unas sesenta leguas al este
del rumbo que ellos seguían.

Lo más probable es que Hernandarias, viniendo desde Buenos Aires,


haya atravesado las Salinas Grandes cercanas a Carhué, las
cuales se encuentran a unas cuarenta leguas en línea recta del
salitral Levalle, y casi en la misma “altura” o latitud.

43
CAMPANAS EN EL LAGO

44
El doctor Walter Cazenave, geógrafo e investigador pampeano, me hizo

llegar un informe con nuevas evidencias sobre la población

perdida de La Pampa. La primera procede del naturalista Alcide

D’Orbigny, quien reporta una carta enviada en 1828 por el

comandante Montero. Este militar venía persiguiendo a la banda

de Pincheira, conformada por indios y forajidos, quienes se

dedicaban a malonear los poblados cristianos. Partiendo desde

los fortines del sur bonaerense, Montero expresa haber bordeado

el Colorado durante ocho días, cortando luego hacia el norte

durante un día y medio hasta dar en un río “más ancho y

profundo”, desde cuyas orillas se veían montañas en el horizonte.

Un oficial que iba con Montero dijo a D’Orbigny que avanzaban

unas siete u ocho leguas por día –unos trescientos kilómetros en

total-, lo cual, suponiendo que hubiesen encontrado el Colorado

cerca de Bahía Blanca, los hubiese llevado hasta el actual valle de

Santa Nicolasa, desde donde se apartaron del río, rumbo hacia el

norte. Un día y medio de marcha, a esa velocidad, equivale a unas

45
doce leguas -sesenta kilómetros-, encontrándose entonces los

expedicionarios en las proximidades de Puelches.

El río ancho y profundo a cuya vera dieron alcance a los enemigos debió

ser el Chadileuvú, y las montañas visibles en el horizonte, las

sierras de Lihué Calel, distantes unos treinta kilómetros.

Los indios cruzaron el río, huyendo, y los militares los persiguieron

hasta la otra orilla, donde se libró una escaramuza con varias

bajas para los indios. Montero llegó ese mismo día hasta el

campamento indígena cercano y lo quemó, luego de liberar

algunas cautivas. Al otro día se replegó ante el contraataque de

los indios, y cruzó de nuevo el río para reunirse con el resto del

destacamento.

Escribe D’Orbigny: “La carta agregaba a esos detalles, que había

descubierto los vestigios de una casa con árboles frutales, que

son probablemente los restos de un antiguo establecimiento de la

frontera de Mendoza.”

La partida militar no parece haberse apartado mucho del río, lo cual

sugiere que Montero encontró la casa con frutales europeos en las

cercanías del Chadileuvú. Las sierras “se veían en el horizonte”, y

nada en su testimonio nos permite suponer que llegó hasta ellas.

En todo caso, ya no puede negarse que hubo un poblado europeo

en esta región.

46
“San Bernardo”

El segundo dato que debo al doctor Cazenave está contenido en un

artículo publicado por Luis F. Gallardo en el diario La Nación del

12 de mayo de 1968. Leemos allí:

“Si algo enseña el Huecuvú Mapu es que a muchas cosas no hay que

buscarles explicación. ¿Porqué en un islote de la Urre Lauquen

apareció una piedra en que se leía primorosamente labrado: “San

Bernardo”? ¿Porqué en los desbordes de la Dulce se encontró una

enorme ancla oxidada? ¿Porqué en la cumbre de un cerro de

Lihué Calel hay una gran piedra chata, cercada por una pirca, y

las tres personas que intentaron levantarla murieron?”

No sabemos qué fundamento tuvo Gallardo para afirmar que apareció

una piedra labrada con una inscripción en un islote de Urre

Lauquen. Pero antes de tacharla de habladuría, haríamos bien en

observar que su segunda afirmación, referida al ancla, está

respaldada por un testimonio serio, como vimos en la entrada

referida al “Barco Desaparecido”. Gallardo se muestra fidedigno. Y

47
si reflexionamos un poco, convendremos en que un islote en

medio de la laguna de Urre Lauquen sería un lugar ideal para

construir una capilla; y en efecto, el nombre labrado sugiere eso,

una piedra de iglesia, el resto de la cual se vino abajo por el paso

del tiempo, como ocurrió con tantas capillas desaparecidas de los

primeros siglos de la colonia.

Ninguna población española dejaba de tener al menos una iglesia,

donde la gente acudía a misa, además de capillas u oratorios en

ámbitos dramáticos como la cima de un monte o una pequeña

isla en un lago. Y población española hubo en el área donde

retoñaron los frutales, de eso ya no caben dudas: “muchos

vestigios de ladrillo y teja” describieron los indios al coronel

García en 1810; “una casa con árboles frutales” vio el

comandante Montero en 1828; “restos de ladrillos” mencionaron

los puelches a Julio Roca algunas décadas más tarde… tantos y

tan buenos testimonios deciden la cuestión a favor de la

existencia de la “Ciudad de los Árboles”.

Quién sabe si algún indio, después de abandonada la ciudad, no se

entretenía en tañir de vez en cuando la campana, que se oiría

leguas a la redonda…

48
LA MONEDA IMPOSIBLE

49
Algunos hallazgos trascienden los límites de la arqueología. Tal el caso

de la moneda hallada en La Pampa en 1970 a seis metros de

profundidad, durante la excavación de un pozo. Por la ausencia de

contexto histórico, por lo inextricable de la inscripción, no se puede

encuadrar dentro de una hipótesis coherente. Eso mismo hace atractiva

la investigación, y alimenta las leyendas que crecen prácticamente solas

en tales circunstancias.

Según la nota publicada por el desaparecido diario Primera Hora, de

General Pico, el anverso de la moneda ostentaba “un perfil femenino y

principesco tocado con una tiara donde asomaba una inscripción”,

junto con la inverosímil fecha de acuñación, en números arábigos:

1404. En el reverso, “una agresiva águila de heráldica enmarcada

circularmente con la leyenda: Tpnid Ahdtao Anoth escrita en caracteres

latinos aunque con palabras ajenas a cualquier idioma actual más o

menos conocido”. La nota se acompañaba con la foto del autor del

hallazgo, un niño de diez años por entonces, llamado Rubén Coronel.

Por desgracia, la moneda aparecía demasiado pequeña en dicha foto,

por lo cual las figuras impresas quedaban vedadas a mi curiosidad.

50
51
Esta nota me fascinó durante mucho tiempo. Busqué a Coronel en la

guía telefónica, sin éxito. Había demasiados Rubén Coronel, y ninguno

era el mío. Durante un viaje al sur, me desvié expresamente para

entrevistar a un hombre llamado así en Santa Rosa, y a otro –sin

teléfono- en General Acha. A estos dos últimos los ubiqué por el Padrón

Electoral. Su número de DNI indicaba la misma edad que tendría a la

sazón el muchacho de la nota. Recuerdo haber estacionado mi auto de

noche junto a una casa humilde de Santa Rosa, y espiado a sus

ocupantes en la oscuridad. De pronto vi entrar un hombre de unos

veintisiete años muy parecido al Rubén Coronel de la foto, pero quien yo

buscaba rondaba los 48. Podía ser su hijo, pensé. Al fin me decidí a

bajar del auto, y tocar a la puerta. Del otro lado abrió un hombre

moreno, de unos cuarenta y tantos años. Le expliqué mi propósito, y

tras un instante de desconfianza por la hora tardía, me invitó a pasar.

Era Rubén Coronel en persona, pero no sabía nada de la moneda.

-Lo que me extraña –me dijo una vez que entramos en confianza- es que

hace una semana me llamó alguien preguntando por esa moneda. Le

dije que yo no tenía nada que ver, pero el tipo no me creyó, y me volvió

a insistir con llamados para que se la venda.

La situación era equívoca, pues Coronel sospechaba que yo era el

autor de los llamados telefónicos; por otra parte, yo estudiaba su rostro

para ver en él rasgos del muchacho fotografiado en la nota del diario.

De hecho, tenía en mis manos la fotocopia del artículo, y mientras él

hablaba yo iba comparando su cara con la foto vieja… no, no era el

mismo. Los ojos y las cejas, sobre todo, eran distintos. Al mismo

52
tiempo, él se convenció de que yo no era el autor de los llamados, pues

a mí no me interesaba comprar la moneda, sólo verla y sacarle una foto.

Nos despedimos amigablemente, ya para entonces al hombre se le había

contagiado tanta curiosidad. Su última frase fue “a mí también me

gustaría ver esa moneda”.

Desde allí partí hacia General Acha en busca del otro Rubén Coronel.

Este era camionero, estaba por salir de viaje cuando lo alcancé;

respondió lacónicamente a mis preguntas desde la cabina y partió con

rumbo desconocido. No sabía nada del asunto, aunque tenía un aire de

familia con sus homónimos. Después de este fracaso, me olvidé de la

moneda por un tiempo bastante largo.

Pasaron los años sin novedad. Un buen día me contacté con Walter

Cazenave a raíz de un estudio cartográfico publicado por él sobre la

población del Desaguadero. El mundo es un pañuelo, según dicen, y ahí

vine a enterarme que este investigador fue quien publicó la nota sobre

la moneda en el diario Primera Hora. Sabía dónde trabajaba

actualmente Coronel, en la Asistencia Pública de Santa Rosa. Y así fue

como pude hablar telefónicamente con el elusivo autor del hallazgo

numismático. Me contó que había perdido la moneda años atrás,

durante una mudanza. No, no tenía foto alguna de ella. Maldije para

mis adentros, pero aún tuve ánimo para preguntarle algunos detalles

adicionales, y así me enteré que la moneda era de bronce. También dijo

que el águila tenía tres flechas en una garra, y una rama de laurel u

olivo en la otra. Hube de conformarme con esto, pero había perdido la

53
última oportunidad de analizar la caligrafía de la inscripción, y estudiar

las figuras grabadas. Cazenave me escribió algo así como “la moneda

completó el círculo de su destino, como en las ficciones borgeanas, y

volvió al olvido del cual había salido.” No quise contestarle…

Yo no me doy por vencido fácilmente. Donde otros tiran la toalla, sigo

manteniendo la fe en poder descubrir algo. Tiempo atrás había

googleado sin resultados la inscripción “Tpnid Ahdtao Anoth”. Luego mi

compañero de exploraciones patagónicas Gustavo Rubino Begner me

hizo notar que había aparecido una charla en alemán sobre la moneda,

en un foro de numismática. Un tal Alexander Herrmann pedía

identificarla transcribiendo sus inscripciones (Ahdtao Anoth Not Tpnid,

ponía), sin aportar foto alguna. Los expertos del foro le pidieron

expresamente una fotografía, pero él no les contestó. Su actitud era

ambigua, por no decir sospechosa. ¿El tal Herrmann tenía la moneda o

no? Tal vez la había comprado a Rubén Coronel, y ahora quería

cotizarla sin mostrar fotos, por temor a revelar un contrabando. O bien

no la tenía, y buscaba que alguien identificase la pieza, para saber

dónde comprar una similar. ¿Era él quien había asediado con llamados

telefónicos al Rubén Coronel equivocado? ¿o era ajeno a todo, y había

encontrado una moneda del mismo cuño en Europa?

No había forma de desanudar el enredo. Una vez más, se frustraba la

posibilidad de contemplar la moneda mítica, cuyas apariciones y

desapariciones eran completamente imprevisibles.

54
Pero todo llega… un año después del fiasco alemán, se me ocurrió

volver a googlear la inscripción, ya sin esperanza alguna. Y hete aquí,

una nueva entrada apareció, correspondiente al portal de ventas e-Bay.

Pulsé sobre ella, y el abismo del pasado se abrió para mí. ¡Ahí estaba la

moneda buscada por años, en dos fotos impecables de cara y

contracara!

Apenas podía creer en mi suerte. Se había abierto subasta para

venderla por 20 dólares de base más gastos de envío. El vendedor -un

tal Celluloid- la presenta como una ficha de juego (Gamming token) no

registrada en el catálogo de Fuld & Rulau. “Unusual”, pone. Ya lo creo.

“Una pieza enigmática digna de una investigación profunda”. “Este item

pertenece a un amplio grupo de fichas y contadores de juego, tanto

comunes como raras, algunas de ellas han circulado y otras no.”

55
Claro está, nada impide que una moneda sin curso legal sea usada

como ficha para jugar al póker o al BlackJack, pero ese no pudo ser su

propósito original. Las fichas y contadores de juego se hacen de

plástico, y en otros tiempos, de cobre o latón. Esta es una moneda de

bronce, muy bien acuñada. Su solo valor metálico es superior al de

cualquier ficha, y además, no expresa unidad o fracción alguna

conocida, por lo cual sería poco práctica para el juego. Mi impresión

personal es que no se ha fabricado con esta finalidad.

En algún momento se usó como adorno, pues presenta dos agujeros

practicados para pasar por ella una cadena. De nuevo, no es esta su

función primera; claramente fue concebida como una pieza

numismática.

Donde habitualmente se expresa el valor facial leemos “Not”, lo cual

significa sin valor, en inglés. Esta inscripción está puesta entre dos

puntos, y separada de la leyenda en lenguaje cifrado. Parece pues que

no ha tenido poder adquisitivo: estamos ante una moneda arquetípica,

plasmada en la realidad por un grabador idealista. Ahora viene lo

peliagudo, que es tratar de identificarla.

Por empezar, diré que no pudo ser acuñada en 1404. Las monedas

del siglo XV son muy diferentes a ésta. No tienen listel (este es el

reborde o filete que presentan las monedas modernas), y generalmente

presentan una doble orla o gráfila entre las cuales se inscribía la

leyenda, quedando un campo interior más pequeño para las figuras.

Nuestra moneda, por el contrario, presenta un listel bien marcado, y

una gráfila punteada junto a él, al estilo inaugurado por los Napoleones

56
de oro. La iconografía, la tipografía, el aspecto general de la moneda

tampoco parecen corresponder al siglo XV. A decir verdad, hay una

moneda a la cual ésta se parece mucho: el dólar. En sus distintas

versiones acuñadas durante el siglo XIX, muestra las mismas figuras

que nuestra moneda: una mujer de perfil (la Libertad) rodeada de trece

estrellas en el anverso, y un águila explayada sosteniendo tres flechas

en una garra -símbolo de la guerra- y una rama de olivo en la otra –

símbolo de la paz- en el reverso.

Yendo a un análisis más fino, diré que las primeras monedas de dólar

representaban a la Libertad con los cabellos sueltos; desde mediados

del siglo XIX, la Libertad se representa con el pelo recogido y sin el

busto, algunas veces con el gorro frigio –dólar Morgan, acuñado en

1878- y otras sin él –dólar Longcare de oro-, de manera más similar a

nuestra moneda.

57
Pero siempre se lee la palabra “Liberty” sobre la tiara o vincha,

según el caso. La ausencia de dicha palabra y del gorro frigio plantea la

duda de a quién representa la mujer grabada en la moneda anónima.

La inscripción sobre su tiara dice LIANT, lo cual puede significar algo

muy distinto.

En cuanto al águila del reverso, ya el medio dólar de 1811 la

representaba con un escudo de estilo francés sobre el pecho, igual que

nuestra moneda. Pero una vez más, hay una diferencia sutil: mientras

el dólar –en cualquier versión- dibuja trece barras alternativamente

claras y oscuras en el escudo, para simbolizar los trece estados

originales de la Unión, la moneda anónima muestra un escudo sin

barras verticales, lo cual significa que no representa a los Estados

Unidos de Norteamérica. Esa nación de hecho no existía el año indicado

en el exergo, luego las trece estrellas del anverso deben simbolizar otra

cosa. Es extraño, porque el misterioso grabador sigue claramente la

línea iconográfica norteamericana -incluso puede haber influido sobre

ella- pero no comparte sus ideales.

58
Aún quiero mostrar una relación más entre la banda flotando sobre el

águila en el dólar Gobrecht - en su segunda versión acuñada en 1866-

donde se inscribe la clásica leyenda “In God we trust”, y la banda

puesta en el mismo lugar, pero con la leyenda incomprensible IOA ON

AOT. A buen seguro, no significa lo mismo. Si la moneda no ensalza la

Libertad, ni a los Estados Unidos, tampoco parece alabar al mismo Dios

que el dólar.

Haciendo abstracción de las inscripciones, los signos impresos en

ambas caras reflejan una idiosincrasia apátrida. Me pregunto qué

puede significar la fecha 1404 en este contexto. El año de acuñación no

es, seguro. Podría ser una emisión conmemorativa, indicando 1404 el

año del acontecimiento conmemorado. He buscado en wikipedia los

sucesos históricos de ese año, y ninguno parece relacionado con la

iconografía de la moneda. Quizá se trate de un suceso no registrado en

la historia, como la fundación de una colonia ignota, aunque esto es

sólo una conjetura.

59
Del grabador no sabemos nada, pero ciertos indicios sugieren que

pudo ser masón. Digo esto porque el gran sello de los Estados Unidos –

donde aparecen por primera vez varias de las figuras alegóricas aquí

descriptas- fue creado por los destacados masones Benjamín Franklin y

Charles Thompson en 1782; y los grabadores de monedas del siglo XIX

continuaron esa tradición iconográfica. El grabador anónimo pudo

querer conmemorar alguna gesta significativa llevada a cabo por los

precursores de la masonería en 1404, sólo registrada en los anales de la

Orden. El lenguaje cifrado –en inglés o en latín- fue tal vez una

necesidad, para no revelar lo indebido a ojos profanos.

Cierro esta noticia numismática confesando mi perplejidad ante la

vía oscura tomada por la moneda para llegar hasta La Pampa. Cabe

imaginar a un visitante aristocrático de don Pedro Luro, cuya mansión

campestre -hoy convertida en centro turístico- congregaba a los

amantes de la caza mayor. Ciervos y jabalíes introducidos desde Europa

medraban en libertad, protegidos por los bosques de caldenes. Nuestro

visitante se alejó de la casa persiguiendo un ciervo, hasta llegar a la

Laguna del Potrillo Oscuro, distante unos diez kilómetros. Allí, al sacar

del bolsillo un cartucho para recargar su escopeta, se le cayó una

moneda. La llevaba como talismán, pues no tenía valor pecuniario.

Disparó al ciervo, pero erró el tiro. Ese no era su día de suerte.

Muchos años después, en ese mismo lugar, un niño llamado Rubén

Coronel encontró la moneda enterrada mientras se excavaba un pozo.

Las lluvias la habían llevado por algún desague natural hasta seis

60
metros de profundidad. Esta es la historia que imagino, la única

posible. Aunque no doy garantías de autenticidad, pues he aprendido

que sólo lo imposible tiene probabilidades de suceder.

Sea por una vía u otra, lo cierto es que el destino ha llevado esta

moneda clandestina, casi invisible, a la tierra de los Césares, los

hombres invisibles por excelencia. Dos historias ignoradas, ocultas bajo

las tinieblas más espesas de los siglos, se han juntado por la atracción

de los semejantes. Quién sabe, en el fondo sean la misma.

Posdata. Lo precedente se publicó bajo mi firma en Caldenia,

suplemento cultural del diario La Arena, de Santa Rosa. Poco después,

recibí un mensaje de Ariel Coronel -hermano de Rubén-, quien me envió

una foto inédita del descubridor con su moneda… blanco y negro, años

setenta, original. Aquí sí, se ve perfectamente la figura del águila

rodeada por la críptica y ya legendaria inscripción.

Este documento prueba que Rubén Coronel halló una moneda idéntica

a la puesta en venta en e-bay; la suya estaba intacta, sin ninguna

perforación. Una foto de colección…

61
62
47º 30'

63
En 1563 llegaron a Concepción dos hombres llamados Antonio de

Cobos y Pedro de Oviedo, este último carpintero. Declararon ante

el Teniente General del Reyno de Chile que provenían de una

ciudad fundada por náufragos al mando de Sebastián de

Arguello, en 1540. Contaron cómo tras encallar la nave en el

estrecho de Magallanes, bajó toda la gente, excepto trece que se

ahogaron. Los demás partieron tierra adentro, hasta encontrarse

con indios a orillas de un "lago largo" a 47º30' Sur. Allí los

hombres se casaron con las indias y fundaron siete pueblos.

Oviedo y Cobos vivieron por años en ese lugar hasta que en una

riña mataron a un soldado amigo de Arguello, por lo cual

debieron escapar hacia el norte. En el camino se encontraron con

unos incas, resto de una guarnición austral del imperio incaico,

quienes aparentemente al saber que su reino había caído en

manos de españoles, decidieron pasar la cordillera y vivir libres

en lo que hoy es territorio del Neuquén. Ellos les permitieron

pasar, y al fin llegaron a Chile.

Este es el único testimonio histórico donde son los mismos Césares

quienes ofrecen información sobre su ciudad. No hay motivo para

64
descalificarlo, porque en esa primera época, todavía no se había

formado la fábula que alimentó la imaginación de tantos

mitómanos dos siglos más tarde. Y los datos que dieron se

corroboran con las informaciones ofrecidas en Lima por otros

pasajeros de la misma armada del Obispo de Plasencia: que una

de las cuatro naves naufragó en el estrecho, y salieron a tierra

ilesos todo el pasaje, como 200 soldados y marineros, 13 mujeres

casadas, asnos, ovejas y carneros que llevaban. O sea que

estaban preparados para poblar, esa gente no se murió apenas

desembarcó. Otra nave había naufragado antes en la costa

patagónica, de esta salieron por el Colorado arriba y el Curacó

quienes poblaron en Lihué Calel.

A 47º30' hay precisamente un "lago largo" es el Pueyrredón-Posadas,

que del lado chileno se llama Cochrane. Los antiguos mapas

localizan allí a los "Cezares ou Argueles", por Sebastián de

Arguello, su jefe.

65
Mapa francés del siglo XVIII, que localiza a los Césares de Sebastián de

Arguello, a 47°30' de latitud.

66
Esta era una ciudad distinta, aunque contemporánea de la Ciudad de

los Arboles pampeana, fundada por Pedro y Juan de Quirós,

quienes venían en otro barco de la misma armada salida de

España en 1539. Ambos grupos, el de Arguello y el de los Quirós,

naufragaron a miles de kilómetros de distancia entre sí, por lo

cual no supieron más unos de otros. Según Cobos y Oviedo, los

hombres de Arguello, al internarse tierra adentro, dejaron

abandonadas diez piezas de artillería que no pudieron cargar.

Nunca se encontró resto alguno de esa población... a menos que

una historia publicada sin garantías de autenticidad por un

diario de Punta Arenas en 1929 se refiera a ella.

67
LA BOLEADORA DE ORO

68
Esta es una historia donde se mezclan la borrachera, la avaricia y la

fiebre. Su protagonista es el cacique Papón, sucesor de Casimiro

Biguá en el mando de los aónikenk. Durante sus últimos años, ya

perdido su mando y dispersada su gente, habitó en una pensión

de Punta Arenas. Vivía en la más absoluta pobreza, y con

frecuencia andaba borracho. Si hemos de dar crédito a la nota

publicada por el diario El Magallanes en sus ediciones del 22 de

febrero y 7 de marzo de 1929, su última posesión era una

boleadora dorada, que se suponía de bronce. La vendió a cambio

de tres pesos fuertes, con los cuales pudo comprarse ropa nueva,

incluyendo botas de potro, un sombrero y un pañuelo.

Una vez en posesión de la boleadora, grande fue la sorpresa del

comprador al comprobar que no era de bronce, como inicialmente

creía, sino de oro puro. Entusiasmado, asedió a Papón con

preguntas: ¿de dónde sacó el oro para hacer la boleadora? El

cacique contó entonces su historia, según el diario El Magallanes:

69
"Decía el señor R. (comprador de la boleadora) que Papón le había

contado detalladamente, con señas y con palabras, la existencia

de una ciudad aplastada por las lavas volcánicas de muy viejas

erupciones. Además, erupciones recientes cubrían por completo

los vestigios que hasta poco tiempo antes, mostraban vestigios

evidentes de una ciudad sepultada. En el sitio indicado como

planta de una ciudad, había el cacique Papón recogido el pedazo

de oro usado para fabricar la boleadora.

Esta es, a grandes rasgos, la historia que oímos al señor R.,

omitiendo de ella toda la fantasía contada por el Cacique, por no

tener valor histórico. Los gualichos, los brujos y duendes que vio

Papón por aquellos lugares, es pura fantasía, material de comedia

o de novelistas de bufete. Pero lo que no es fantasía ni material de

novelista, es el hecho comprobado de haber allá en la comarca

que señalaba Papón, un sitio que fue plantado con árboles

frutales, y que son muchos los que han recogido frutas

petrificadas."

Aquí se imponen algunos comentarios. Papón murió en 1887; según

el artículo, mencionó "erupciones recientes" que habían cubierto

por completo los vestigios de la ciudad, que hasta poco tiempo

antes eran visibles. En efecto, hay testimonios históricos de

erupciones volcánicas unos diez u once años antes del

fallecimiento del cacique: en 1876, lord Thomas Brassey y su

esposa fueron testigos de una lluvia de ceniza procedente de la

70
cordillera, mientras el yate Sunbeam surcaba el canal Messier en

las proximidades de bahía Liberta (48º 50’). Dos años después,

oficiales de la cañonera Omaha comprobaron actividad volcánica

en la misma zona.

Así pues, cabe pensar que Papón encontró la pepita de oro con la cual

fabricó la boleadora antes de 1876, cuando las ruinas de la

ciudad eran aún visibles. Años después volvió al lugar, y

comprobó que había sido tapada totalmente por las cenizas

volcánicas producidas por las recientes erupciones mencionadas

por Brassey y los oficiales de la cañonera Omaha.

El otro punto a considerar es la mención de árboles frutales en la

comarca señalada por Papón -no se dice cuál es-, y la existencia

de frutas petrificadas. Desde luego, la verdadera petrificación

demora millones de años; pero un proceso distinto y muy rápido

puede producirse en lagos y ríos ricos en carbonato de sodio,

gracias al cual cualquier objeto sumergido en ellos queda

recubierto con minerales. En todo caso, aquí nos interesan menos

los fósiles que los frutales vivos, cuya localización no nos

proporciona el autor del artículo.

El dr. Mateo Martinic, quien presentó esta nota en una ponencia on

line, supone que Papón confundió con una ciudad las

formaciones naturales de las Sierras de los Baguales, al sur del

lago Argentino... a mi entender, esta conjetura no tiene

71
fundamento alguno. Si empezamos a tergiversar lo que dijo

nuestro único testigo, no tendremos posibilidad de encontrar una

verdad cualquiera. Papón habló de una ciudad en ruinas, según

la nota de El Magallanes; y sólo sabemos de una población

antigua en su radio de acción, que abarcaba la actual provincia

argentina de Santa Cruz. La gente del cacique estaba poblada a

orillas de río Chico, cuyas nacientes quedan a escasos cincuenta

kilómetros del lago Posadas-Pueyrredón, donde Cobos y Oviedo

situaron la población de Arguello. Este lugar fue cubierto

indudablemente por las cenizas volcánicas en 1876 y 1878, por lo

cual concuerdan todas sus características con la descripción del

jefe aónikenk.

Sugestivamente, a orillas del lago Pueyrredón desemboca un Río Oro.

Y no se llama así por casualidad, un estudio mineralógico afirma

que en ese río hay un yacimiento polimetálico de oro y plata

sedimentarios, oro en pepitas fue encontrado ahí, por eso le

pusieron ese nombre al río. Ahora me pregunto... si los españoles

no poblaron precisamente en ese lugar porque los indios les

mostraron oro nativo, y vieron que podían extraerlo...

¿Habrá Papón encontrado la pepita con que fabricó su boleadora de oro

entre las ruinas de la Ciudad los Césares?

72
INCAS EN NEUQUÉN

73
"Este Obiedo y su camarada habiendo estado en aquella parte en el

año 1567, (errata por 1557) mataron a uno de los más queridos

soldados que tenía el capitán Arguello y se partieron y llegaron

con gran trabajo a la población de un Inga del Perú y sus gentes

que están poblados de esta parte de la cordillera de Chile, al cual

Inga le traían sus indios al hombro sobre una silla; sería de edad

de veintisiete años, con una señal de una borla sobre la frente y

nombraba Topa Inga; y esta población por donde se metieron

dicen que era prolongada por alguna por donde entraban y salían

desaguaderos.

La tierra era muy fértil, y por la parte más principal que los fueron

llevando caminaron dos días poco a poco y vieron multitud de

oficiales plateros con obras de vasijas de plata gruesas y sutiles y

algunas piedras azules y verdes toscas que las engastaban. La

gente era lucida y aguileña al fin de la del Perú sin mezcla de

otras. Dizen que les envidaban con plata y ellos se excusaron,

pidiendo solo de comer y el pasaje el cual se lo dieron y para el

camino veinte indios que los pusieron en lo alto de la cordillera en

derecho a la Villa Rica y entregados con rehenes a los pulchez

74
pasaron y vinieron a la ciudad de Concepción donde estuvieron

por huéspedes el maestre del campo Julián Gutiérrez de

Altamirano."

(Relación de Pedro de Obiedo, natural del condado de Nieva, y Antonio

de Cobos, carpintero de la ribera, personas que venían en los dos

navíos del Obispo de Plasencia. Memoria firmada de sus nombres

que dejaron al licenciado Julián Gutierrez de Altamirano, Teniente

General del Reyno de Chile. Año 1563.)

Los historiadores en general han hecho caso omiso de los informes

etnográficos contenidas en este documento. Sin embargo, la

presencia de incas en el sur argentino encuentra múltiples

confirmaciones. La primera la obtuvo el mismo licenciado

Altamirano, quien escoltando a unos recolectores de sal en la

cordillera de Villarrica, oyó de un indio puelche que había incas al

otro lado de la cordillera, y un poblado español más al sur.

Altamirano escribió una carta para los españoles de Arguello, y se

la dio al indio para que se la llevase.

Unos veinte años después se recogieron varios testimonios

concordantes de los puelches acerca de un reino de Curaca, a

unas 170 o 180 leguas al sur de Córdoba, donde vivían "indios

vestidos". El nombre Curaca significa "jefe" en quechua, y de

hecho, algunos de los indios puelches directamente identificaron

a sus habitantes con los Incas.

75
Como ejemplo he de citar la Relación del capitán español Cristóbal

Hernández, incluida en la información dispuesta por el

gobernador de Tucumán Ramírez de Velazco en 1587:

"Yendo este testigo en descubrimiento del dicho camino llegó a un

río que se dice Río Cuarto, que es en el término de la ciudad de

Córdoba... y en el dicho camino tomó indios e indias de la dicha

provincia de Talan... Juana, india de su servicio... y a un indio

que se llama Pelan... este testigo ha oído decir a los dichos indios

del trato y pulicía que tienen la gente de Talan y Curaca, entiende

que son indios de los yngas del Pirú que huyeron y se fueron de

allí, y que son indios que pelean con arco y flechas y ayllos, y que

hacen unas armas anchas como de hechura de espadas y blancas

que dan a entender que son de plata, y que el señor de Curaca se

llama Quilquilla en su lengua y que cuando sale fuera de la casa

sale mucha gente con él, y que trae una corona de oro en la

cabeza con una borla delante de ella...

"Y que tienen lanzas con que pelean y que tienen jarros de plata y oro

con que beben de hechura de cubiletes, y otras piezas de plata, y

que la labran entre ellos, y señalan de qué hechura son los

martillos y bigornias con que labran, y dijo que son redondos los

martillos, y amarillos, de la hechura de los con que labran los

indios del Piru, que es diferente herramienta que la que tienen los

76
plateros españoles."

El testimonio de Cristóbal Hernández es posterior en veinticuatro años

al de Cobos y Oviedo. En este tiempo, el jefe inca había cambiado,

ya no era más Topa Inga, presumiblemente muerto a la sazón.

Pero ¿cómo podían saber los puelches el nombre de la boleadora en

quechua, ayllu o ayllo? ¿O que el jefe inca llevaba una borla sobre

la frente, cosa que ninguna otra etnia indígena acostumbraba?

Además, el nombre del cacique de Curaca que dan, Quilquilla,

tiene etimología quechua. En ese idioma, Quilla es la luna. Y

Curaca significa a su vez jefe, o Cacique, en la lengua de los

incas. Está claro que no podemos descartar como una simple

fábula la presencia Inca en el sur argentino durante el siglo XVI,

cuando hay tan buenos testimonios y evidencias filológicas que la

avalan.

La leyenda del Lácar

“Un malvado Rey Inca dominaba estas tierras hace siglos, donde se

encontraba Kara Mahuida, que significa ciudad de la montaña. La gente

moría víctima de los caprichos del tirano, a quien no le faltaba talento

para inventar excusas que justificaran los sacrificios. Al ver tanta

77
maldad en la tierra, Dios mandó a su hijo disfrazado de mendigo, para

suplicar al Rey un alivio a su miseria. El Inca le negó su ayuda y lo

condenó a muerte, pero el hijo de Dios no se dejó apresar.

Se convirtió en río y atravesó la ciudad, ahogando al mismo hijo del

Rey Inca. Las Machís (mujeres sabias mapuches) intentaron calmar al

señor con sus hechizos, pero esto sólo aumentó la ira del Rey, quien las

mandó matar, destruyendo además sus elementos más sagrados, entre

ellos el árbol del Canelo. Este sacrilegio agotó la paciencia de Dios,

quien con lluvias interminables ahogó la ciudad sobre la que hoy se

encuentra el Lago Lácar (Lái Kara, en mapuche Ciudad Muerta).”

Tal la leyenda recogida por Berta Koessler. Es curioso que mencione

una ciudad inca, precisamente en la región donde Cobos y Oviedo

dijeron haber encontrado una extensa población incaica: al este de la

cordillera, frente a Villarrica. Esta leyenda –junto con las ya referidas

evidencias filológicas- viene a reforzar el relato de los dos Césares

prófugos, al cual los historiadores en general han dado poco crédito.

Quizás sea hora de empezar a tomarlo en serio…

78
EL SECRETO DE LOS BRUJOS

79
Cuenta la leyenda que en los fiordos y lagos del sur suele verse una

embarcación blanca, tripulada por brujos o espectros. Es el Caleuche,

capaz de hacerse invisible o navegar bajo el agua. Cuando alguien está

desesperado, se asoma al mar o a un gran lago, y espera que la nave lo

lleve en un viaje sin retorno. No se conoce el origen del mito, pero sí su

ámbito geográfico: es una parte esencial del folclore de Chiloé, la gran

isla austral con personalidad y mitología propia. En ningún otro lugar

de Sudamérica la brujería ha echado sus raíces como allí; sus pueblos

de palafitos han albergado –y quizás aún albergan- una sociedad

secreta, la Recta Provincia, contra la cual se instauró un proceso

judicial en 1880, conocido como “el Juicio a los Brujos de Chiloé”. La

sentencia dictaminó lo siguiente:

“Es una asociación secreta, compuesta en su mayoría de indígenas, y

que tiene por objeto castigar a los que hacen el mal, con arreglo a sus

leyes que nos son enteramente desconocidas, pero la pena común y

más general es la muerte. Para hacer efectivas las penas tienen sus

cabildos (como los nombran ellos) o corporaciones, y éstas nombran sus

80
jefes para tal o cual parte con el título de “reparadores”, debiendo existir

un rey de la “Recta Provincia” (con esto comprenden a todos los lugares

donde existen miembros de esta ilícita sociedad) que está a cargo de la

administración principal. Tienen además sus “curanderos” para aplicar

remedios a alguna persona enferma y cobrar sus derechos por la

curación. Esto es lo más inhumano y terrible de esta sociedad de

hechiceros, estafa, etcétera: se valen de venenos, que es la medicina

más común para castigar a los que se muestran rebeldes a obedecer o

pertenecer a la “brujería”, o para efectuar una venganza que cualquiera

solicita, con tal que le den alguna recompensa en dinero. Hacen creer

también a los ignorantes que quienes pertenecen a la sociedad pueden

transformarse en seres irracionales, que pueden hacer muchos males a

quienes se resisten a obedecer a sus jefes.”

Se trataba, pues, de una institución profundamente arraigada en la

sociedad chilota, a la manera del vudú haitiano. El recinto principal de

sus reuniones era la cueva de Quicaví, en el departamento de Ancud.

Sobre este tema se han escrito libros enteros y no abundaré en ello.

Sólo quiero enfocarme en el mito del Caleuche referido a esta sociedad

de brujos; es bastante raro que se les atribuya poseer un navío mágico.

En la Europa medieval las brujas no tenían una nave propia. Ni los

sacerdotes vudú (ya que hablamos de ellos) la tienen. En cambio, los

brujos de Chiloé parecen tener alguna vena pirata, pues el barco

fantasma es su principal particularidad. ¿Porqué? Ningún estudioso de

la brujería chilota lo ha explicado.

81
A menos que… el mito del barco secreto haya nacido de viajes

marítimos secretos. Si se rodeaban de sigilo las navegaciones a

determinado lugar, el mismo barco usado en esos viajes ganaría fama

de clandestino o invisible. Esta es mi hipótesis para el origen del mito. Y

tal vez exista algún apoyo documental para ella.

La entrada de García Belasco a los Césares

En los Monumenta Cartographica Indiana de Julio Guillén Tato existe

una carta de la Patagonia fechada en 1764, donde se reporta un viaje

inédito a los Césares. En efecto, el mapa muestra un río muy ancho o

canal que atraviesa desde el Pacífico al Atlántico, y sobre él la leyenda

“Camino y estero por donde entró Martín Belasco en busca de la

población de Arguello”. En el margen del mapa dice lo siguiente:

“Desde la Ysla de Chiloe fue a casar Martín García Belasco a espaldas

de Guaitica halló esta laguna muy manza y muy buenos pastos que es

bitam que se puede entrar 12 leguas más allá del quanto caminó Martín

Belasco el rio arriba en busca de la Ciudad de los Reyes y llegó hasta la

† cerca de la laguna donde dicen está poblado el sr. Obispo Arguello

que se perdió en el cabo del Purgatorio y caminó con sus familias 60

leguas al NE y se juntó con los naturales y se pobló en una Ysla y

laguna en 46 grados se entiende sin duda que está ahí. Faltóle el

bastimento y se volvió al desaguadero que sale a la otra mar tiene

muchas corrientes”

82
Hace notar el historiador Mateo Martinic: “Una noticia curiosa, amén de

novedosa, ciertamente. Según la mencionada investigadora, el derrotero

debió ser escrito en la segunda mitad del siglo XVII y copiado después

con algunas adiciones. En buenas cuentas, este interesante documento

da cuenta sumaria de una expedición de búsqueda de los Césares al

mando del capitán Martín García Belasco, que partió desde Chiloé,

desde lugar y fecha indeterminados, pero que debiera suponerse fue

desde Castro y hacia 1650-1670, esto es, cuando se hallaba en su

máximo vigor la fuerza de la leyenda, como se explica por las otras

expediciones antes mencionadas. García Belasco entró a tierra firme “a

las espaldas de Guaitica” o sea hacia 44º Sur, situación latitudinal

coincidente con el estuario de Palena, que enfrenta a las islas

Guaitecas, lo que sugiere que pudo ser el río remontado por el capitán,

se ignora hasta dónde. Hasta aquí la información aparece indubitable.

Más allá, es decir, a partir del supuesto cruce transcordillerano y la

travesía transcontinental subsiguiente, ya se está en el campo del

misterio. Una empresa semejante como la descripta habría llamado

ciertamente la atención de las autoridades hispanas tanto en Chile

como en el Río de la Plata, y de este modo, habría conseguido alguna

fama perdurable. Pero no hay de ella más constancia que la leyenda que

corre al pie del mapa que se ha mencionado, del manuscrito peruano.

La remota situación geográfica fronteriza austral de los aledaños de

Chiloé debió ser causa, así pensamos, de no pocas situaciones del

género sobre las que nada se sabe hasta el presente.”

83
Es decir, pueden haber existido otros viajes incógnitos a los Césares

desde Chiloé, de los cuales nada sabemos. Incluso algunos muy

anteriores al referido, pues Castro fue fundada en 1567, apenas cuatro

años después que Cobos y Oviedo llegasen a Concepción desde la

Ciudad de los Césares. A fines del siglo XVI, sus ocho mil habitantes

quedaron aislados del resto de Chile por la derrota de Curalaba, que

despobló todas las ciudades del sur. Nadie conoce todas las

navegaciones llevadas a cabo entonces, ni si algún capitán mantuvo

escondido su derrotero.

La ruta del Caleuche

¿Hubo una comunicación marítima entre los Brujos de Chiloé y los

Césares? ¿Y porqué no? Los indios conocían la ciudad perdida desde el

siglo XVI, y la Brujería estaba conformada en su mayoría por indios.

Ellos detentaban secretos que nunca revelaron a los españoles. Pueden

haber incorporado a su secta gente versada en la marinería, y tener su

propio barco, como dice la leyenda. Desde luego, no estoy en

condiciones de afirmarlo. Pero el viaje entre Chiloé y el lago Carreras-

Buenos Aires es posible, rodeando la península de Taitao hasta el golfo

de Penas, y navegando luego por el río Baker hasta el Bertrand,

antesala del gigantesco lago… no es juego de niños, claro. Es una

travesía heroica, digna de un barco encantado.

84
También se me ocurre otra idea: durante la colonia, Chiloé era el

primer lugar habitado viniendo desde el sur. Los Césares pueden haber

llegado hasta ahí, y fundado una sociedad secreta que andando el

tiempo se convirtió en la Recta Provincia. Una especie de colonia

disimulada entre la sociedad chilote, una avanzada camuflada. Sus

miembros solamente –Césares de incógnito o indios- conocían el camino

a la ciudad de la cordillera austral. Los viajes clandestinos hacia ella

atravesando una geografía marítima y fluvial imposible darían origen a

la leyenda del Caleuche.

85
CERROS DE DIOS

86
“Al caer el día dejamos la nieve a nuestra espalda, y bajando una

elevada colina, que había estado limitando nuestro horizonte todo el

día, llegamos a una amplia meseta ascendente, desde la cual vimos un

panorama mucho más alentador. Llanos quebrados se extendían al

Norte y al noreste, mientras que la Cordillera se alzaba como un muro

del lado occidental. Los indios llaman a esta altura “La Colina de Dios”,

y la tradición, según me la comunicó Casimiro, cuenta que desde este

sitio el Gran Espíritu dispersó a los animales que había creado en las

cavernas.”

(George Chatworth Musters, Vida entre los Patagones)

En este valioso informe del explorador inglés, no resulta claro a cuál

altura se refiere: si a la cordillera que “se alzaba como un muro” al

oeste, o a alguna elevación menor y más próxima. Esta última es la

interpretación que ofrece Federico Escalada, con base en los dichos de

Agustina Quilchamal:

“En épocas muy remotas los únicos habitantes de la Patagonia eran

los tachul, seres enanos. Pero un día la tierra comenzó a moverse, el

suelo se agrietó, sordos truenos retumbaron en el espacio y de las

profundidades surgieron nuevas montañas. La raza de los tachul se

87
extinguió totalmente, y quedó sepultada en las cercanías del cerro

Ashpech.

Tanto tronar y sacudir despertó al dios Seecho, que había estado

dormido toda una eternidad en el cráter del volcán de Pajel Kaike.

Esperó a que todo estuviera tranquilo y cuando se asomó vio una

enorme extensión de tierra cubierta de piedras sin ningún signo de

vida. Fue entonces que pensó en crear una nueva estirpe de seres, los

Aonikenk, hombres tan fuertes y aguerridos que pudieran sobrevivir en

aquellas soledades.

Por el término de muchas lunas, Seecho trabajó pacientemente en la

penumbra del cráter y decidió crear primero a todas las especies de

animales que hoy pueblan la tierra. Cuando dio por terminada esta

parte de su obra, los acompañó hasta que salieron a la luz y dejó que se

alejaran por el camino que más les gustara. (…)

Entonces sí volvió a su trabajo y una hermosa mañana cuando el sol

calentaba la tierra, creó al cacique KeIchan, primer hombre de la nueva

estirpe. Atado de una gruesa soga lo bajó con mucho cuidado por la

ladera del volcán hasta depositarlo sobre la tierra. Ahí desató sus

ligaduras y lo dejó libre. (…)

Seecho contemplaba a Kelchan y lo dejaba hacer pero pronto se dio

cuenta que no podía seguir viviendo tan solo; entonces creó una mujer

para que le hiciera compañía.

Tiempo después salieron del cráter otros hombres y mujeres que

también eligieron libremente el camino a seguir. Unos se internaron en

88
los bosques, otros dirigieron sus pasos a las montañas o hacia las

desiertas mesetas.

Y este fue el origen de los Aonikenk, hombres del sur.”

El cerro Ashpech se confunde hoy en la toponimia con el cráter

volcánico de Pajel Aike, el cual casi no se eleva sobre la planicie

circundante. Lo novedoso de este testimonio es la existencia de una

raza anterior a los aónikenk: se trataba de una raza de homúnculos

llamados tachull, cuya leyenda estuvo muy difundida entre los indios

patagónicos.

Muchos años antes de publicarse el libro de Escalada, el Atlas de Paz

Soldán de 1888 presentaba una versión diferente: la colina mencionada

por Musters no era una sola, sino dos elevaciones prominentes, los

“Cerros de Dios”. También su situación es ligeramente distinta, pues

mientras Pajel Aike se encuentra al este del lago Buenos Aires-Carreras,

los “Cos. de Dios” figuran al sur del lago.

89
Es difícil que Paz Soldán convirtiese la colina singular mencionada por

Musters en dos cerros gemelos, sin disponer de algún otro informe que

justifique ese cambio. Estas dos prominencias se encuentran en el área

montañosa descripta por el relato anónimo del capítulo anterior, justo

al norte del lago Cochrane-Pueyrredón, y al sur del Carreras-Buenos

Aires. El mito las relaciona con una raza desaparecida, anterior a los

aónikenk: una raza de la cual nada se sabe, ni siquiera si existió.

El explorador del lago

He detectado la segunda fuente a la cual debe su diseño el atlas de

1888: se trata del capitán Carlos María Moyano, uno de los mayores

exploradores de la Patagonia. En 1880, mientras buscaba un paso

fluvial hacia el Pacífico, Moyano descubrió un lago hasta entonces

desconocido para la geografía: “La impresión agradable que me causa

este lago y sus alrededores, será el recuerdo más grato que conservaré

de mi viaje, y en uso del derecho que tengo como primer descubridor, le

doy el nombre de “Lago Buenos Aires”. El mapa refleja la toponimia de

Moyano, y también señala los cercanos Pico Norte y el Pico Sur

descriptos por el explorador: “Entre estas montañas se destacan dos

picos, uno al Norte y otro al Sur, que parecen centinelas encargados de

guardar los misteriosos lagos.”

90
Carlos María Moyano

Poca duda cabe que el desplazamiento y la duplicación de la “Colina

de Dios” se deben asimismo a Moyano, cuyos croquis topográficos

copiaría Soldán. En efecto, el capitán de fragata y primer gobernador

del Territorio Nacional de Santa Cruz afirma haber seguido el mismo

camino que Musters, y comprobado numerosos errores geográficos en

sus descripciones:

“Desde que salí de las costas del Santa Cruz hasta el primer brazo del

Deseado, he seguido el camino que trajo el capitán Musters, y he podido

convencerme que este ilustre viajero, que nos ha dejado tan

interesantes noticias sobre las costumbres de los indios, descuidó algún

tanto la topografía de la extensa zona que recorrió, lo que se comprende

debido a la falta absoluta de instrumentos en que se encontraba,

91
viajando con una tribu supersticiosa que vería en ellos las peligrosas

armas de un brujo. Como se verá por la carta que acompaña a su

importante obra, faltan en ella muchos detalles topográficos; y en

general, la situación geográfica de los detalles más notables difiere

mucho de lo que he podido apreciar personalmente.”

Moyano corrigió en sus mapas los errores de Musters; y aunque en su

diario de viaje no menciona los “Cerros de Dios”, es evidente que obtuvo

datos nuevos de sus acompañantes indios, diferentes a los recogidos

por el explorador inglés. Lástima que no haya sido más explícito… todo

cuanto hay en su diario es el relato de un incidente extraño ocurrido en

la orilla sur del lago:

“Los dos indios baqueanos me contaron que cinco años antes, se

encontraban ellos con su tribu alojados en Pagie, donde hoy mismo

estamos, y que vieron desde allí sobre la costa sur del lago una gran

humareda. El humo es el telégrafo de la pampa y el indio rara vez lo

confunde con otro fenómeno meteorológico; es así que sin poderse

explicar la presencia de ningún ser humano que lo hubiese producido

en aquellos parajes donde razonablemente no podía encontrarse nadie,

fueron al lugar del incendio y encontraron los restos carbonizados de

un retazo de bosque, pero ni un indicio del que lo habría quemado. Uno

de los indios me señalaba a la distancia el punto preciso donde esto

había sucedido, diciéndome que el tiempo era claro y despejado y que

por consiguiente, el fuego “no venía de las nubes”.

92
Estos indios me han dicho siempre la verdad, aunque este relato se

preste a algunas dudas; lo consigno, sin embargo, para el caso que

pudiera tener su explicación en algún naufragio en las costas del

Pacífico o en otras causas que no me es dado imaginar.”

Los Antiguos

En la misma región donde Paz Soldán localiza los Cerros de Dios,

junto a la frontera con Chile, se encuentran la localidad y el río Los

Antiguos, los cuales toman su nombre del tehuelche i-keu-kenk, “mis

antepasados”. Este topónimo parece relacionarse con el mito de la

creación que venimos analizando, pues el Adán tehuelche –primer

antepasado de su raza- había nacido allí. Cabe imaginar al cacique

Kelchan bajando desde los Cerros de Dios con su humanidad recién

estrenada, en compañía de su mujer. Eran muy altos, pues el dios

Seecho se había cansado de los enanos tachull, y los había destruido.

Ahora que lo pienso, los dos cerros gemelos representaban tal vez un

hombre y una mujer. En todo caso, no conocemos su situación exacta,

pues el lago Chelenko (tal el nombre tehuelche del Buenos Aires-

Carreras) se extiende por ciento cincuenta kilómetros, y la información

dada por los indios a Moyano sobre el lugar de la Creación

probablemente sería “al sur del lago”, lo cual torna harto vaga su

localización, tomando en cuenta los diversos brazos y vueltas del gran

espejo de agua.

93
El topónimo tehuelche i keu kenk (traducido como Los Antiguos)

puede haberse referido originalmente a toda esa región, quedando luego

confinado al nombre de un río. Sobre esto ya no hay más a quién

preguntar, las voces del pasado se han llamado a silencio.

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¿UN CÉSAR?

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En el Museo Regional Valcheta se guardaba el esqueleto fragmentario

de un hombre alto, provisto de un ajuar funerario insólito. Fue

hallado bajo un abrigo rocoso en Paja Alta, treinta kilómetros al

sur de Valcheta. Hoy día fue entregado a una comunidad

indígena en virtud de una ley nacional, que dispone la prohibición

de exhibir cuerpos de aborígenes en los museos. La ley tiene

sentido, pero uno se pregunta si éste era un aborigen

propiamente dicho…

Yo alcancé a verlo en 1999, cuando todavía se encontraba expuesto en

su vitrina, pero en su momento no saqué fotos. Afortunadamente,

la actual directora del museo, Romina Rial, nos proporcionó

amablemente una foto muy clara, donde pueden leerse las

cartelas explicativas de las piezas que acompañaban al difunto en

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su viaje al más allá. Estas piezas son muy particulares, y hasta

donde yo sé, constituyen un caso único en los enterramientos

aborígenes de nuestro país. He aquí su ajuar

funerario:

-Un collar completo de cuentas de vidrio veneciano y bronce, que se

considera ser del siglo XVI.

-Un aro de bronce, que enhebra una decena de abalorios del mismo

material.

-En los dedos de una mano llevaba trece anillos de bronce.

-Un hacha de hierro con un mango de caña tacuara, originaria del norte

argentino. Había además una segunda tacuara, posiblemente

servía como mango de repuesto.

-Un par de lascas, y lo que parecen fibras negras de una pequeña bolsa

(no alcanza a leerse la cartela correspondiente).

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Si éste es el esqueleto de un indio, muy cosmopolita debió ser, pues no

sólo su ajuar es casi por completo español, sino que cuando

perdió el mango del hacha, lo reemplazó por caña tacuara traída

del norte argentino, o del Paraguay… y uno se pregunta porqué

no usó caña colihue de los cercanos bosques del sur, ésta

presenta la ventaja de ser maciza, ideal para el mango de un

hacha.

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Pero no, al hombre le gustaba lo exótico, para ser un leuvuche, o un

puelche, era un auténtico snob. No hay una sola pieza en su

ajuar propia de los indios patagónicos. Se supone que consiguió

el hacha de hierro, los anillos y el aro de bronce, así como el

collar veneciano, por intercambio con los españoles… y la caña

tacuara, vaya a saber de dónde. Durante la colonia, los indios del

sur no tenían contacto con guaraníes u otras etnias que pudiesen

proveerles cañas crecidas en los trópicos.

Así que la combinación de elementos presentes en este entierro es un

enigma. Si no fuera porque sus huesos fueron coloreados con

arcilla naranja, uno pensaría que es un español, liso y llano. Pero

los españoles no se hacían enterrar bajo abrigos rocosos, ni

llevaban consigo al más allá el “hacha del trueno”… la modalidad

del entierro es indígena. Pero el ajuar funerario no lo es. Parece

un español aindiado, un individuo entre dos mundos. Un César, a

quien sus andanzas hubiesen llevado hacia el Río Negro, y dejado

sus huesos en medio del desierto. Para un tal personaje, los trece

anillos hallados junto con su esqueleto pueden haber tenido un

significado particular. Tal vez representaban a las fundadoras de

la tribu o nación a la cual perteneció.

Sabemos que los náufragos de la Patagonia tomaron sus mujeres a

los tehuelches, y procrearon con ellas. Pocos años después, ya

ellos mismos vestían como indios, según las crónicas. Y sus

hijos… criados por madres indígenas, pronto perderían las

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costumbres, y hasta la lengua de los españoles. Pero un abismo

los separaba de las etnias vecinas, un abismo cultural. Debieron

perdurar como pueblo separado por mucho tiempo, incluso

después de abandonados la Ciudad de los Árboles y el poblado de

Argüello en un lago de la cordillera.

Estos Césares de segunda o tercera generación tal vez ya no tuviesen

interés en comunicarse con los españoles; se convertirían en aquellos

hombres inmortales que pintan las crónicas de la colonia, escondidos

del mundo en un paraje secreto. Aquí su rastro se borra para la

historia, y entra de lleno en la leyenda.

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