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Karl Marx (1818-1883).

En el bicentenario de su nacimiento (XVII)


Salvador López Arnal Jenny Marx (1814-1881), una comunista entrañable en
la que habitó nuestro olvido

Salvador López Arnal


Rebelión

El estilo argumentativo de Marx en el Manifiesto Comunista sigue pendiente.


De nuevo Jenny Marx es la protagonista. El texto de hoy se ha publicado en
un volumen colectivo editado por May Sánchez Seseña, César Sánchez
Seseña y Luis Miguel Sánchez Seseña, Dígaselo con Marx. Les hablo de este
libro la semana que viene. El escrito sobre Jenny Marx (lleva mi firma):

Un Marx joven muy enamorado [1] escribía estos versos a su amada, unos
versos de los que él mismo, ya adulto, se distanciaría con ironía (y con
comprensión al mismo tiempo): "¡Mira!, un millar de volúmenes podría
llenar/ escribiendo solamente "Jenny" en cada línea./ Y aún ellas podrían
ocultar un mundo de pensamiento/ hazaña eterna e inmutable./ Dulces versos
que se anhelan dulces todavía/ todo el fulgor y todo el resplandor del éter,/
angustiada pena y dolor y gozo divino,/ toda la vida y todo mi conocimiento/
puedo leerlo en las estrellas rutilantes/ desde el Cétiro que retorna hacia mí/
hasta el ser del trueno de las olas salvajes./ Sinceramente escribiría como
refrán,/ para ser visto en los siglos venideros:/ AMOR ES JENNY, JENNY
ES NOMBRE DE AMOR".

Forman parte de un poema: "A Jenny". No es un poema imperecedero pero


transmite el sentimiento romántico del joven Marx. "Esto es, porque tan
dulcemente la amada nombra sonidos/ y su cadencia me dice tanto/ y tan
plena, tan sonora, resuena./ Como los vibrantes espíritus en la distancia/ como
el oro atado en su armonía/ como algo maravilloso, mágica existencia" son los
versos finales.

Muchos años después, Eleanor, Tussy Marx, narraba con estas palabras la
enfermedad de sus padres y su reencuentro en el umbral de sus vidas [2]:

Fue una época terrible [otoño de 1881]. Nuestra querida madre


estaba en la gran sala de enfrente. Moro [Karl Marx] en la
pequeña habitación de atrás. Y los dos, tan acostumbrados el uno
al otro, tan próximos entre sí, no podían siquiera estar junto en la
misma habitación. Nuestra buena y vieja Lenchen [3] […] y yo
tuvimos que cuidarles a ambos. Nunca olvidaré la mañana en
que se sintió suficientemente fuerte para ir a la habitación de
mamá. Cuando estuvieron juntos de nuevo eran dos jóvenes: ella
una muchacha joven y él un joven amante, ambos en el umbral
de la vida, no un viejo devastado por la enfermedad y una vieja
agonizante que se separaban el uno del otro para siempre.

Entre aquellos versos y este encuentro apasionado, toda una vida en común.
Con sus más y sus menos, como casi todas las vidas, y soportando Jenny más
de una "tontería-burrada" machista del autor -de letra endiablada por ella
descifrada- de El capital.

Se pretende recordar en esta breve nota, no hay espacio para más, algunos
momentos de esa vida desde el punto de vista de la esposa-compañera del
revolucionario de Tréveris. Como homenaje, para que no habite nunca más
nuestro olvido sobre ella (ni sobre la compañera Demuth).

En una carta a Joseph Weydemeyer [4], escrita desde Londres el 20 de mayo


de 1850, Jenny, que solía despedirse en sus cartas con un "Salut et fraternité,
su citoyenne et vagabonde", recordaba algunos episodios centrales de su vida
familiar:

Usted sabe que no nos hemos quedado con nada de todo ello;
viajé a Francfort para empeñar mi platería, lo último que nos
quedaba; en Colonia hice vender mis muebles, porque corría
peligro de ver embargada la ropa y todo lo demás. Al iniciarse la
infausta época de la contrarrevolución, mi marido viajó a París y
yo le seguí con mis tres hijos [Jenny, Laura, Edgar]. Apenas
aclimatado en París, fue expulsado, y a mí misma y a mis hijos
se nos negó una permanencia más prolongada. Volví a seguirle
allende el mar.

Un mes más tarde nació su cuarto hijo, Heinrich Guido, uno de los fallecidos.

Usted debería conocer Londres y las condiciones en que se vive


aquí, para saber qué significa tener tres hijos y el nacimiento de
un cuarto. Solamente en concepto de alquiler debíamos pagar 42
táleros mensuales. Estábamos en condiciones de solventar todo
ello con nuestro propio peculio. Pero nuestros pequeños recursos
se agotaron cuando apareció la Revue [5]. A pesar de lo
convenido, el dinero no llegaba, y cuando lo hizo fueron sólo
pequeñas sumas aisladas, de modo que caímos aquí en las
situaciones más terribles.

Jenny describía a continuación un día de su vida londinense en aquellos


primeros años cincuenta:
Le relataré solamente un día de esta vida, tal como fue, y usted
verá que acaso pocos refugiados hayan pasado por situaciones
similares. Puesto que las amas de leche son prohibitivas aquí,
decidí, a pesar de constantes y terribles dolores de pecho y
espalda, alimentar yo misma a mi hijo. Pero el pobre angelito
mamaba de mí tantas preocupaciones y disgustos silenciosos,
que se hallaba constantemente enfermo, padeciendo dolores día
y noche. Desde que ha llegado a este mundo jamás ha dormido
aún toda una noche, a lo sumo de dos a tres horas. Últimamente
se sumaron aún a ello violentos espasmos, de modo que el niño
fluctuaba constantemente entre la muerte y una vida mísera.

Presa de esos dolores, el niño mamaba con tal fuerza que el pecho de Jenny
quedó lastimado y agrietado; la sangre manaba a menudo dentro de su trémula
boca.

Así me hallaba yo sentada un día, cuando entró de repente


nuestra casera -a quien en el curso del invierno habíamos pagado
más de 250 táleros, y con quien habíamos convenido por
contrato que el dinero de fecha posterior le sería abonado no a
ella, sino a su propietario, quien le había trabado embargo con
anterioridad-, negó el contrato, exigió las 5 libras que aún le
adeudábamos, y puesto que no disponíamos de las mismas en el
acto (la carta de Naut llegó demasiado tarde), entraron dos
embargadores en la casa, trabaron embargo sobre todas mis
pequeñas pertenencias, las camas, la ropa, los vestidos, todo,
hasta la cuna de mi pobre niño, los mejores juguetes de las niñas,
quienes se hallaban arrasadas en ardientes lágrimas. Amenazaron
con llevárselo todo en un plazo de dos horas; yo yacía en el
suelo, con mis hijos ateridos de frío y mi pecho dolorido.
Schramm, nuestro amigo, acudió de prisa a la ciudad para
procurarnos auxilio. Ascendió a un cabriolé, cuyos caballos se
desbocaron; él saltó del coche, y nos lo trajeron sangrante a
nuestra casa, donde yo gemía con mis pobres niños temblorosos.

Al día siguiente tuvieron que abandonar la casa. El día era frío, lluvioso y
encapotado. Marx buscó una casa. Nadie les aceptaba cuando hablaba de los
cuatro niños de la pareja (dos de ellos fallecieron tiempo después).

Finalmente nos ayudó un amigo; pagamos, y yo vendí


rápidamente todas mis camas para pagar al boticario, al
panadero, al carnicero y al lechero, quienes habían comenzado a
temer a causa del escándalo del embargo, y que súbitamente se
abalanzaron sobre mí con sus cuentas. Las camas vendidas
fueron llevadas ante la puerta y cargadas en un carro, y ¿qué
sucedió entonces? Ya había pasado mucho tiempo después de la
caída del sol, y la ley inglesa prohíbe eso; apareció el casero con
agentes de policía, afirmando que también podrían haber objetos
suyos entre ellos, y que nosotros querríamos fugarnos a algún
país extranjero. En menos de 5 minutos había más de 2 ó 3
centenares de personas observando atentamente frente a nuestra
puerta, toda la chusma de Chelsea. Las camas volvieron, y se nos
dijo que sólo a la mañana siguiente, después de la salida del sol,
podrían serles entregadas al comprador; cuando de este modo,
mediante la venta de todas nuestras pertenencias, estuvimos en
condiciones de pagar hasta el último céntimo, me mudé con mis
pequeños amores a nuestras actuales pequeñas dos habitaciones
del Hotel Alemán, 1 Leicester Street, Leicester Square, donde
por 51/2 libras semanales, hallamos una acogida humanitaria.

En otras cartas, Jenny relata otros momentos similares de angustia,


desesperación y de mucho sufrimiento.

Unos veinte años después, apenas unos meses después de la primera edición
de El Capital, su amigo Ludwig Kugelmann les hizo llegar, como regalo de
Navidad, un busto de Zeus que había decorado anteriormente su salón. Tenía
un parecido con Marx; la intención del regalo de su admirador era evidente.
Desde Londres, el 24 de diciembre de 1867, Jenny le escribía agradeciéndole
el detalle y dando cuenta del contexto de elaboración de El Capital:

[…] También le agradezco yo de corazón su gran interés y sus


afanes incansables por el libro de Karl. Parece ser que los
alemanes prefieren con mucho expresar su aplauso a través del
silencio y la mudez total [...] Puede creerme usted, querido Sr.
Kugelmann, que con certeza rara vez he sido un libro escrito
bajo circunstancias más difíciles, y bien podría yo escribirle una
historia secreta, que descubriría las muchas, infinitamente
muchas penas silenciosas, y el miedo y los sufrimientos. Si los
obreros tuviesen una idea del sacrificio que ha sido necesario
para terminar esta obra, que ha sido escrita sólo para ellos y en
su interés, quizás si mostrarían ellos más interés. Los
lassalleanos parecen haber sido los más rápidos en acapararse
para si el libro, par traducirlo debidamente. Pero esto no daña.

Eso, sí, a continuación y con toda cortesía, le señalaba a su amigo y


benefactor:

Bueno, al final tengo yo que desplumar un pollito con usted.


¿Por qué se dirige usted a mi de manera tan formal, incluso con
"graciosa", a mí, un veterano tan viejo, una cabeza tan cubierta
de musgo en el movimiento, un compañero de ruta y de lucha tan
honrado? Me habría gustado tanto visitarle este verano a usted y
su querida esposa y a Fränzchen, de las cuales mi marido no
puede parar de decir tanta cosa amable y tanta cosa buena, me
habría gustado tanto volver a ver Alemania después de once
años.

El año pasado, proseguía, había estado muy achacosa, y había perdido


también, por desgracia le señalaba a su interlocutor, mucho de su "fe", de su
valor para la vida.

Muchas veces me ha resultado difícil mantenerme de pie. Pero


como mis muchachas [sus tres hijas: Jenny, Laura, Eleanor]
hicieron un largo viaje –estuvieron invitadas con los padres de
Lafargue [6] en Burdeos- no se pudo hacer al mismo tiempo mi
escapada, y ahora tengo, pues, la hermosa esperanza delante de
mí, para este año que viene. Karl le envía a su esposa y a usted
los más cordiales saludos, a los que se adhieren sinceramente las
muchachas, y yo le tiendo, a usted y a su querida esposa, desde
la distancia mi mano.

Jenny, siempre educada, siempre afable pero militante y feminista (en las
coordenadas culturales de aquellos años), y con entidad propia, escribía
finalmente: "Su Jenny Marx ni graciosa ni por la Gracia de Dios".

A Friedrich Engels, otro imprescindible, otro sostén familiar y colaborador


político, le escribía en mayo de 1850 tras la muerte de su hijo:

Querido señor Engels:

Su amistosa expresión de sentimientos con motivo del destino


que tan severamente nos ha golpeado con la pérdida de nuestro
querido pequeño, mi pobre y pequeño hijo que tanta pena nos ha
causado [Heinrich Guido (Föxchen)], me ha hecho mucho bien,
tanto más cuanto que durante los últimos días de dolor he debido
quejarme tan amargamente de nuestro amigo Schramm. Mi
marido y todos nosotros le hemos echado mucho de menos, y a
menudo hemos anhelado su presencia

Veinte años después, también desde Londres, alrededor del 17 de enero de


1870, escribía de nuevo a su "querido señor Engels":

Raras veces quizá ha venido un hamper so à propos [un envío


aquí, a tiempo] como el de ayer. La caja fue abierta y los
cincuenta esbeltos hombrecillos quedaron parados, en fila, en la
cocina, cuando llegaron el Dr. Allen y su ayudante, un joven
doctor escocés, para operar al pobre Moro, de manera que,
inmediatamente después de la operación, el Moro y sus dos
esculapios pudieron fortalecerse con el exquisito Braunenberger.
La historia esta vez fue, de nuevo, muy mala. Desde hace ocho
días habíamos empleado todos los medios; compresas, albahaca,
etc, etc, que muchas veces habían ayudado. Todo fue un vano. El
absceso crecía constantemente, los dolores se hicieron
intolerables y no se había producido ninguna abertura o
suturuación.

Fue necesario cortar finalmente. Fue entonces cuando Marx se decidió a dar el
paso inevitable... llamar a un médico.

Experimentó gran alivio después de la profunda incisión y,


aunque hoy a la mañana, no está libre de dolores, en general está
muchísimo mejor y espero que dentro de unos pocos días estará
curado.

Pero ahora debo revelar, en contra de él, un registro formal de


pecados. Desde que regresó de Alemania, sobre todo después de
la campaña de Hanóver, se sentía indispuesto, tosía
permanentemente y, en lugar de cuidarse, empezó a estudiar ruso
a toda costa [7]; salía poco, comía de modo irregular y sólo
mostró el carbunco debajo del brazo después que éste ya estaba
muy hinchado y endurecido. ¡Cuántas veces, mi querido señor
Engels, he deseado calladamente, desde hace años, que usted
estuviera aquí! Muchas cosas serían diferentes. Ahora espero que
esta última experiencia le sirva de escarmiento.

Por favor señor Engels, añadía Jenny, no haga ninguna alusión a esto en sus
cartas. En este momento Marx

se irrita con facilidad y se enojaría mucho conmigo. Pero, para


mi desahogo, necesitaba abrir mi corazón a usted porque me
siento impotente para cambiar en algo su modo de vida. Quizá se
pueda arreglar con Gumpert para que hable en serio con él,
cuando vuelva a Manchester. Es todavía el único médico en el
que deposita confianza. En nuestra casa reina ahora un desprecio
general hacia toda medicina y hacia todos los médicos; y, sin
embargo, sigue siendo un mal necesario.

Sin ellos, concluía razonablemente Jenny,, uno no se podría curar.


En su conocida "confesión" a su hija Laura, Marx respodió más de una
tontería. Esta por ejemplo: su virtud favorita en la mujer: la debilidad (que
acaso sea una mala traducción o tuviera entonces un significado muy distinto).
Pero acertó en muchas respuestas: el vicio que más excusa: la credulidad.
Color favorito: el rojo. Héroe favorito: Espartaco, Kepler... Y nombre
favorito: Laura, Jenny [8]. Se olvidó de Eleanor, de Tussy (otra mujer
entrañable, amiga de Friedrich y hermana suya sin que los dos llegaran a
saberlo, que merece nuestro recuerdo), pero hizo muy bien en elegir los dos
nombres que eligió.

Sin Jenny Marx, sin Jenny von Westphalen, nada hubiera sido posible. Nada.
Ni su gran obra, ni su militancia ni su Manifiesto ni su clásico inmortal ni sus
estudios… ni lo más esencial de su vida.

Jenny falleció el 2 de diciembre de 1881. La otra Jenny, Jennyschen, su hija


mayor, lo hacía el 11 de enero de 1883. El autor del Manifiesto comunista, el
amigo y camarada de Engels, nos dejó el 14 de marzo de 1883. Un año y tres
meses más tarde.

En otro de sus poemas juveniles, este de octubre-diciembre de 1836, Marx


tenía entonces 18 años, había escrito: "Por lo tanto, arriesguemos todo/ jamás
descansemos, jamás cansados,/ ni en el lúgubre silencio, yacer/ sin acción o
anhelo./ Ni en cavilante introspección,/ inclinado bajo una cadena de dolor,/
pues, la esperanza, el sueño y la acción/ insatisfechos en nosotros
permanecerían".

***

Notas

(1) Karl Marx, Poemas, Mataró (Barcelona), El Viejo Topo, 2000, p. 35.
Prólogo de Francisco Fernández Buey; traducción de Francisco Jaymes y
Marco Fonz.

(2) David McLellan, Karl Marx. Su vida y sus ideas, Barcelona, Editorial
Crítica, 1983, p. 515 (traducción de José Luis García Molina).

(3) Helene Demuth, la trabajadora, amiga, empleada y protectora de la


familia. Marx tuvo un hijo con ella que no tuvo el coraje de reconocer. Engels
permitió que llevara su nombre, Friedrich, para aparentar normalidad. Cabe
señalar la grandeza moral y vital de ambas mujeres, Helene y Jenny, que
convivieron juntas durante el embarazo.

(4) He usado las cartas de Jenny Marx que aparecen en David McLellan, Karl
Marx, edi cit, Mary Gabriel, Amor y Capital, Vilassar de Mar (Barcelona), El
Viejo Topo, 2014, un libro imprescindible en mi opinión, y las cartas de la
esposa de Marx que fueron traducidas para las OME, las obras de Marx y
Engels cuya traducción y edición coordinó Manuel Sacristán, y que nunca
fueron publicadas. Entre los traductores de las cartas, sin poder tener
seguridad de ello, José Mª Ripalda, León Mames, Pedro Scaron y Miguel
Candel.

(5) Neue Rheinische Zeitung. Politish-ökonomische Revue.

(6) Paul Lafargue, el autor de Elogio de la pereza, el esposo-compañero de


Laura, el verdadero Marx que se carteó con Darwin.

(7) Para comunicarse con los populistas rusos, para escribir a Vera Sassulich,
para entender mejor el campesinado y la comuna rusa.

(8) Véase David McLellan, edi cit, p. 525.

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