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Gustavo Bueno / La Etología como ciencia de la cultura / 1991
Introducción
§1. Sobre el postulado etologista de continuidad entre Natura y Cultura.
§2. Planteamiento del problema y análisis preliminar de la Idea de Continuidad.
Primera Parte. Discusión del discontinuismo y del continuismo
Cuestión primera: ¿En qué medida la Etología, que se ocupa, desde luego, en cuanto ciencia
natural, del análisis de los comportamientos «naturales» de los animales y del hombre, puede
penetrar también en el «mundo de las formas culturales» y,
por tanto, reclamar su condición de
ciencia cultural?
I. En el plano ontológico.
II. En el plano gnoseológico.
Cuestión segunda: ¿En qué medida el «mundo de las formas culturales» permanece
inanalizado por la Etología?
I. En el plano ontológico.
II. En el plano gnoseológico.
Segunda Parte. Un ensayo sobre los límites de la Etología como ciencia cultural, mantenidos entre el
discontinuismo y el continuismo tradicionales.
I. Propuesta de un «desplazamiento de fronteras» establecidas por los dualismos tradicionales.
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Gustavo Bueno / La Etología como ciencia de la cultura / 1991
Introducción
La
Etología es una ciencia reciente, acaso la última recién llegada a la «república de
las ciencias»; todavía en nuestros días, los finales del siglo XX, lucha, en competencia
darwiniana con otras disciplinas, por la
conquista de su status como institución
académica con derecho propio (denominación, financiación, cátedras, departamentos,
horarios en
los planes de estudio...) en muchas Universidades. Podemos tomar como
fecha simbólica de su reconocimiento universal y del inicio de su carrera «imperialista» el año 1973,
fecha en la que recibieron el Premio
Nobel los [4] tres etólogos sin duda más famosos de nuestro
siglo: K. von Frisch, K. Lorenz y N. Tinbergen. (Aproximadamente, un siglo antes, la Antropología,
como disciplina nueva, había iniciado su carrera «imperialista»: Edward B. Tylor fue el primer
catedrático de Antropología en Oxford, en 1884).
No fue, desde luego, esa fecha la del nacimiento de la Etología, que venía desde muy atrás; el propio
término «Etología» había sido utilizado, más o menos ocasionalmente, por algunos «naturalistas»,
como Fabre, y de un modo formal –como designación de un tipo característico de estudios– ya en
1911, por Oscar Heinroth, ornitólogo, a quien Lorenz reconoció como su maestro. El mismo Lorenz, en
1931, publicó su famoso artículo sobre los córvidos, bajo la bandera de la Etología: «Beiträge zur
Ethologie der sozialer Corviden» (Journal für Ornithologie,
1931). Sin duda, hay motivos muy definidos
para que la Etología se haya
elevado de este modo, en los años 70 de nuestro siglo y en Austria-
Alemania-Holanda; entre estos motivos, hay que contar, desde luego, el propio desarrollo científico de
la disciplina, por ejemplo, los asombrosos resultados de von Frisch sobre el lenguaje de las abejas,
hoy ya popularizados. Pero estos resultados, por si mismos, no lo explican todo: Mendel descubrió las
leyes de la herencia sin que por ello la Genética{1} fuese inmediatamente reconocida como la
disciplina fundamental; por el contrario, la Frenología, aunque sólo podía apoyarse en descubrimientos
ficticios, llegó a ser considerada el siglo pasado como la ciencia primera –como le ocurrió al
Psicoanálisis a raíz de la Primera Guerra Mundial–.
Parece innegable que los cursos de ascenso meteórico que han experimentado a partir del siglo XVIII
diversas ciencias particulares (intencionales o efectivas) que tienen que ver con el hombre –la
Economía Política, la Sociología, la Frenología, la Psicología, la Antropología o la Etología– están
determinados, no ya estrictamente por la importancia científica de los nuevos conocimientos,
sino
porque un contexto ideológico adecuado favorece, estimula y utiliza esos descubrimientos presuntos o
reales según su propia ley y les confiere su prestigio casi universal o universal. Un prestigio que suele
llevar asociada la idea de que la nueva disciplina –que recibe también un nuevo nombre– es la ciencia
fundamental, la ciencia clave a la cual habrá que reducir, en el límite, todas las demás. En todo caso,
la nueva disciplina tiene que disputar su terreno a las demás; más aún, sólo puede crecer
reivindicando para sí multitud de materias que venían siendo cultivadas por disciplinas ya establecidas
y, en este sentido, no
sólo tiene que distinguirse y emanciparse de ellas –de ahí el nuevo nombre–
sino que también intentará someterlas. Tal es el inicio de esto que hemos llamado «imperialismo» de
tantas disciplinas particulares nuevas y que es el principio activo de los ismos correspondientes
(sociologismo, economicismo, historicismo, psicologismo, antropologismo... o etologismo). Y sin que
sea siempre necesario asumir esta perspectiva imperialista universal, lo que sí es cierto es que la
entronización de un nuevo nombre de una disciplina no debe entenderse en
general como una
operación neutra destinada simplemente o bien a poner un rótulo nuevo a saberes ya poseídos o a
rotular nuevos conocimientos que pudieran acumularse pacíficamente a los preexistentes. Por un lado,
la novedad, en términos absolutos, es casi siempre muy discutible (¿acaso no hubo antes de Augusto
Comte quienes trataron cuestiones sociológicas?, ¿acaso no hubo economistas políticos antes de
Quesnay o de Adam Smith, o antropólogos antes de Tylor?).
Pero tampoco el nombre nuevo de una disciplina es solo un modo distinto de designar conocimientos
ya establecidos. Suponemos que lo que el nombre nuevo, cuando logra ser reconocido, implica
esencialmente es, no sólo el nombre de algo que hay que agregar acumulativamente al anterior, sino
también el nombre de algo que hay que
negar, es decir, una novedad crítica, una reorganización, de
alguna manera, del «sistema de las ciencias» previamente dado. Se diría que, dado un «sistema de
las ciencias» (ligado a una ideología determinada), no fuera mas viable introducir una ciencia nueva,
por mera acumulación, de lo que lo fuera introducir un nuevo planeta en el sistema solar, sin alterar el
conjunto. La nueva disciplina, como si fuera una forma viviente, ha de introducirse entre las otras
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obedeciendo a la ley implacable de la lucha darwiniana, y, antes aun, heracliteana, por la vida: omnia
secundum litem fiunt. La victoria, de larga duración,
o pírrica, en esta lucha, depende de una ideología
implícita; esta ideología, inducida y formulada por la propia disciplina ascendente, realimenta a la
propia ciencia.
Por ello, consideramos imposible mantener el esquema del «corte epistemológico» (corte con las
ideologías) que propugnó Bachelard y luego Althusser como condición para que se constituya una
nueva ciencia. Las ciencias no necesitan cortar con todas las ideologías
para constituirse como tales,
ni siquiera este corte sería concebible si es que algunas ideologías son inducidas por la propia
corriente en auge de la nueva disciplina; esto no significa que las ciencias se constituyan
estructuralmente por las ideologías de referencia, que sólo están a la base genéticamente. Es un
cierre categorial, realizado en el seno de una ideología dada, aquello que puede dar lugar en su
momento a un corte con ella. Pero, en todo caso, aunque la ideología no pueda explicar el proceso de
un cierre categorial, tampoco el proceso de un cierre categorial explica el auge, y menos aun el
imperialismo, de la disciplina ascendente. La Economía Política –un hierro de madera en el sistema
escolástico– tuvo que abrirse camino en conflicto con la moral, que pretendía poner límites a las leyes
del interés del capital; su auge
estaba en función de la nueva situación de los estados colonialistas; la
Sociología aparecía, no como un nuevo saber acumulado a los tradicionales, sino como un sustituto
de la Psicología y de la Teología,
y aún de la Historia (convertida en Dinámica social); la Historia,
como
disciplina académica, sólo podría abrirse camino en el siglo XIX en competencia con la Historia
de la Iglesia, pero también con la Sociología: sólo desde una óptica «gremial» puede llegar a creerse
que el reconocimiento que a la Historia se le fue otorgando paulatinamente estaba en función
exclusiva de una mayor «conciencia científica». Si la Historia fue organizándose en los planes de
estudio de la enseñanza primaria, secundaria o universitaria, como disciplina académica, no fue solo
en función de motivos científicos, sino en función de la dialéctica
ideológica de los Estados nacionales
frente a la Iglesia (o frente a la
Historia del Pueblo de Dios) y de los Estados nacionales entre sí, y,
ulteriormente, en función del proyecto ideológico de una [5] revolución universal que sería el principio
de la historia, o acaso su fin.
No es propósito mío, en estas páginas, el de ofrecer hipótesis sobre la génesis y progresión de este
vigoroso «torbellino etológico». Sin duda, habría que valorar las circunstancias en las cuales ese
torbellino –preparado por el darwinismo– ha comenzado a tomar
incremento; y entre estas
«circunstancias» habría que contar, no solo la situación de una Europa superviviente a la Segunda
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Guerra Mundial –«cuanto más conozco a los hombres más quiero a mi perro»–, sino también
a unos
europeos (austriacos, holandeses, ...) que habían desarrollado una profunda desconfianza por la
política soteriológica (en especial, por la política del humanismo comunista –poco dado a la Etología–
o nazi) y por la religión soteriológica (entendida como simple mitología),
regresando, con una
sensibilidad cósmica nueva, a las fuentes de un naturalismo cósmico, regeneración muchas veces del
panteísmo decimonónico que, con el nombre de ecologismo, parece recuperar en nuestros días
muchos motivos actuales de la antigua política de la amistad, como sustitutivo de la justicia, y aún de
la antigua religión (la Etología, como nueva Teología).
2. Ahora bien: entre los «cataclismos» que determinará el ascenso del nuevo nombre, Etología, en
tanto va ligado a ese torbellino victorioso del «etologismo», inducido y realimentado por el desarrollo
de la propia Etología científica, nos referiremos aquí al cataclismo de ese sistema de las ciencias cuya
hegemonía –sin perjuicio de una oposición continuada– se hizo notar en los ámbitos más diversos de
la «República de las Ciencias» durante prácticamente la primera mitad
del siglo XX: el sistema basado
en la distinción entre las Ciencias Naturales y las Ciencias Culturales,
[6] que se había gestado en
Alemania (Dilthey, Windelband, Rickert...);
en este sistema, la Psicología (por ejemplo, el
«estructuralismo» de Wundt) figuraba como ciencia natural. Todavía E. Cassirer, en 1945, y sobre la
base de las experiencias fracasadas de los Yerkes (en su intento de hacer hablar a un chimpancé),
podía sentar, como principio fundamental, que la «Cultura» es característica del Hombre: el Hombre
es
sin duda animal, pero «animal cultural». Los animales no humanos no hablan sino por metáfora, ni
tienen reglas de parentesco; acaso podría concederse que los animales tienen una cierta inteligencia
(Köhler); pero lo que caracteriza al Hombre es la Cultura, y por ello la Antropología, en tanto no se
reduce a Zoología, se definirá precisamente
como Antropología cultural, como ciencia de la cultura. La
Zoología, incluso la Etología, se ocupará del comportamiento animal, pero, al menos en sus principios,
en la medida en que este comportamiento, sea específico, sea genérico, pueda ser tratado como
instintivo, natural (sin
que este concepto de «natural» comprenda en principio la determinación de
«innato», aunque de no ser innato habrá de ser «naturalmente aprendido»).
La Etología estaba llamada a romper estas barreras, impuestas por el sistema heredado. Los etólogos
se encontraron muy pronto con comportamientos animales que no podían atribuirse a la herencia;
eran comportamientos aprendidos, inventados acaso por un individuo y transmitidos al grupo,
socializados, por una «herencia» similar, en cuanto a los mecanismos de transmisión, al parecer, a lo
que
en el hombre se llama tradición cultural. Además, este aprendizaje podía tener lugar no sólo con
respecto a patrones circunscritos a una conducta individual, corpórea (canto, acicalamiento), sino
también a patrones que tienen que ver con una conducta social o instrumental. Sabater Pi fue, y no
solamente en España, uno de los pioneros. Tras largos años de permanencia en Africa Occidental
Española se dió cuenta de que no se trataba solo de demostrar que los chimpancés tienen
«inteligencia animal», sino que lo que también tienen es una cultura, o mejor muchas culturas, dentro
de la misma especie, comparables enteramente a las de los pigmeos y otros pueblos estudiados por
los antropólogos; una cultura todo lo rudimentaria que se quiera, pero característica del grupo y no
menos adaptada a sus necesidades que la cultura de las diferentes sociedades historicas a las suyas.
Y en el momento en que la mirada etológica se extienda al material antropológico, al hombre como
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Concedido este hecho, ¿no nos veremos obligados, aun en contra de nuestra voluntad, a deslizarnos
por la pendiente etologista, acatando el sino del «imperialismo» etológico y, por tanto, la necesidad de
concebir a la Etología, no ya solo como una ciencia cultural, sino como «la Ciencia de la Cultura» –la
única ciencia de la cultura verdaderamente tal– en general? Mas aún: en la medida en la cual
la
Etología como institución es ella misma un «producto cultural», habría que conceder, que la propia
Etología forma parte de su propio campo, a la manera como el Tratado de Química, en la medida en
que pueda
resolverse en las moléculas que constituyen la tinta y el papel, también forma parte del
campo de la Química. Solo que aquí, no son las moléculas, sino las operaciones, o el conocimiento y
su organización lo que pasa a formar parte del campo; debería haber, por tanto, «categorías
etológicas» capaces de ser aplicadas al análisis de la propia Etología (por ejemplo, habría que aplicar
acaso a la Etología el concepto de «conocimientos interespecíficos» y la Etología sería la forma de
conocimiento que el Hombre tiene de las demás especies animales en la misma línea del
conocimiento o del control tecnológico que las aves puedan tener de los insectos de quienes
dependen para su alimentación). ¿Obligaría esto a concluir que la teoría de la ciencia etológica y, por
tanto, la teoría de la ciencia en general, es también un capítulo de la Etología? (Esta pregunta nos da
ocasión para recordad que Destutt de Tracy había defendido que la Ideología es una parte de la
Zoología). Sin
duda, y puesto que estas conclusiones parecen, al menos a primera vista, disparatadas,
será preciso volver sobre las premisas etologistas,
es decir, trazar los límites a la Etología misma; no a
los etólogos ni a
nadie, pues, ¿quien va a negar el derecho a nadie de saltar límites o fronteras? Pero
sólo si hay límites o fronteras estas pueden saltarse; sólo si hay disciplinas caben actividades
interdisciplinares. Por otra parte, el conocimiento de los límites es un ejercicio crítico. Sería ridículo
extender el método del análisis químico de las figuras geométricas escritas en la pizarra para
demostrar teoremas geométricos; ¿no será tan ridículo utilizar las categorías etológicas para llevar
adelante el análisis lógico de la Etología como ciencia?
§2. Planteamiento del problema y análisis preliminar de la Idea de Continuidad
1. El objetivo de este Ensayo no es otro sino el de trazar las coordenadas para un tratamiento
dialéctico de las posibilidades que la Etología tiene como ciencia de la cultura, así como
el tratamiento
de las posibilidades que la «Cultura», en general, tiene
de ser analizada por la Etología. O, dicho de
otro modo, las coordenadas para un tratamiento dialéctico de las relaciones que puedan establecerse
entre la Etología (como concepto gnoseológico de una disciplina) y la Cultura (como concepto
ontológico, susceptible de formar parte del campo de la Etología).
Debemos tener en cuenta que, aun en el supuesto de que la totalidad del «reino de las formas
culturales» pueda [7] considerarse dentro del campo de la Etología, ello no significaría que esa
totalidad ocupase la totalidad misma de este campo, puesto que, en cualquier caso, la Etología no
podría desentenderse de sus tareas tradicionales orientadas al análisis de los comportamientos
naturales
de los animales y del hombre. Las relaciones entre los conceptos de Naturaleza y de
Cultura, separados tradicionalmente según la misma línea
que separa los campos diversos
respectivos de las ciencias naturales y de las ciencias culturales, recibirá, sin duda, una iluminación
especial
en cuanto partícipes del campo común de una ciencia como la Etología.
Según lo dicho, la materia que nos hemos propuesto discutir podría descomponerse lógicamente en
estas dos cuestiones (cuyo tratamiento ocupará la primera parte de este Ensayo):
Cuestión primera: ¿en qué medida la Etología, que se ocupa, desde luego, de las conductas naturales
de los animales (y del hombre, en cuanto animal) –por tanto, que es una ciencia natural–, puede
penetrar también el reino de las formas culturales, y, por tanto, reclamar la condición de ciencia
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cultural?
Cuestión segunda: ¿en qué medida el mundo de las formas culturales permanece inanalizado, y es
inanalizable, por la Etología –a la manera como la Geometría lo es por la Química– y, por tanto, en
qué medida hay que rectificar la concepción de la Etología como la ciencia de la cultura?
Ahora bien, a fin de alcanzar el máximo relieve dialéctico en el tratamiento de estas cuestiones,
supondremos que cada una de ellas recibe su significado pleno cuando es formulada como una duda
a determinadas premisas (implícitas o explícitas) que parezcan mantenerse con una evidencia previa a
toda duda. En realidad, son estas premisas las que confieren interés y, por decirlo así, dramatismo, a
las cuestiones planteadas; al margen de tales premisas nuestras cuestiones podrán sonar como
simples preguntas retóricas, incluso podrían parecen insulsas, o artificiosas, o distorsionadas –a la
manera como le ocurriría al «Laoconte», retiradas las serpientes–. Si partimos del supuesto de que la
Etología es una ciencia cultural, supuesto del que sin duda parten, al menos implícitamente, muchos
etólogos, entonces nuestra cuestión primera puede verse como ociosa o retórica; sería algo así como
preguntar por qué los círculos son redondos. Pero, aun hablando
a etólogos convencidos, cuando la
pregunta dejará de ser ociosa será en
el momento en que demos beligerancia a una premisa implícita
que establezca: «la Etología es ciencia natural y no tiene nada que decir formalmente acerca del reino
de las formas culturales; hay una discontinuidad,
cortadura o ruptura total entre las ciencias que se
ocupan de los animales y la ciencia del hombre en cuanto ser cultural, espiritual». En
efecto, esta
premisa nos invita a reconocer las posiciones del adversario que no solo forman parte de nuestra
filogenia ideológica, sino que siguen actuando en los lugares mas insospechados, incluyendo aquí a
los propios etólogos. Reconocer las posiciones del adversario no equivale a compartirlas.
Precisamente la cuestión primera las pone en duda, en virtud de ciertos hechos alegados; y
apoyándonos en estos hechos cabe obtener, nos parece, una impugnación de la premisa originaria
que nos permita formular, como alternativa más radical suya, la premisa opuesta: «el reino de las
formas culturales es una parte integrante del campo de la Etología; hay una continuidad innegable
demostrada por la doctrina de la evolución entre los animales y
el hombre, que es una especie animal
entre otras, sin perjuicio de su irreductibilidad, como tal especie, análoga a la que corresponde
mutuamente a las otras especies». Esta sería la premisa que consideramos
como horizonte dialéctico
de nuestra segunda cuestión. Pero también a ella le opondremos hechos limitativos y obstativos, de
no menor significación.
En una Segunda Parte intentaremos ofrecer una respuesta sistemática a la pregunta general sobre la
relación entre Etología y Cultura, que nos obligará, a su vez, a regresar hasta una «Teoría de la
Etología» equidistante de la primera premisa considerada (la premisa discontinuista radical, la premisa
dualista) así como de la segunda premisa (la premisa continuista radical, la premisa univocista).
2. El discontinuismo (entre los contenidos naturales del campo de la Etología y los contenidos
culturales y, en particular, los de la cultura humana) y el continuismo (entre esos respectivos
contenidos) serán considerados como los dos límites extremos –tesis y antítesis– desde los cuales
suponemos planteadas nuestras dos cuestiones
principales. Estos límites no tienen, por tanto,
propiamente, un significado exento, independiente; ellos están vinculados dioscúricamente
(dialécticamente), porque sólo cuando uno de ellos se eclipsa, en virtud de las objeciones a que nos
conduce la duda inicial, comienza a brillar el otro. Parece obligado, según esto, antes de comenzar el
desarrollo dialéctico de cada una de las cuestiones planteadas, proponer algunas puntualizaciones
relativas a las ideas mismas de continuidad y discontinuidad que hemos tomado como marco de
nuestros planteamientos.
Desde luego, parece que cabe afirmar que las ideas de continuidad y de discontinuidad,
en el contexto
de los análisis en torno al alcance de la Etología y de la discusión sobre la legitimidad del etologismo,
desempeñan un papel pragmático evidente, el papel de postulados o peticiones de principio sobre las
condiciones objetivas que habrían de presuponerse para que las
respectivas posiciones alternativas
puedan considerarse bien fundadas. De este modo, «discontinuismo» será la expresión de esa
supuesta (o postulada) distancia entre Naturaleza y Cultura tal que haría irracional
el intento de
convertir a la Etología en una ciencia cultural; «continuismo», en cambio, podría entenderse
simplemente como el postulado de las mismas pretensiones «imperialistas» de la Etología, que
encuentra injustificado todo intento de poner barreras o cortaduras a su marcha continua y victoriosa
por el terreno de las formaciones culturales y, particularmente, por las regiones de la cultura humana,
de
la Antropología. Desde esta perspectiva, se comprende que un Congreso de etólogos tienda a
incluir, entre sus conclusiones, la tesis del continuismo, como postulado pragmático que tiene que ver
con el progreso
de su institución, a la manera como en las conclusiones de la Junta General de
accionistas de una Sociedad Anónima en expansión figurará siempre un acuerdo relativo al
continuismo en la política de ampliación del capital social. [8]
Pero este continuismo pragmático (subjetivo, gremial), cuando es racional, y no un mero voluntarismo,
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Ahora bien, la continuidad, entendida en el plano serial o estructural sigue siendo un concepto muy
confuso, si no se diferencian las múltiples acepciones que puede alcanzar y que, por otra parte, no
son acepciones fácilmente disociables, puesto que se entremezclan constantemente las unas con las
otras. La continuidad, en su sentido matemático más estricto se define como la propiedad de una
sucesión ordenada de múltiples (infinitos) elementos de ser coordinable con los números reales: este
es el concepto de continuo real, o de continuidad real (el continuo real tiene una propiedad importante,
la densidad, es decir, la posibilidad de intercalar siempre entre cada dos términos uno intermedio, ad
infinitum;
sin embargo, la densidad, no implica la continuidad –como Aristóteles parece haber
sostenido en su análisis de las magnitudes «continuas», espacio, tiempo y movimiento– y así el
conjunto de los números racionales es denso, pero no continuo, desde el momento en que en él se
definen cortaduras).
Podría objetársenos que la mera alusión a esta acepción matemática de la continuidad real es
impertinente en nuestro debate en torno al continuismo o discontinuismo de la evolución del orden
natural al cultural, puesto que la continuidad real en ningún caso
podría tener que ver con un proceso
biológico evolutivo, cuyos eslabones han de tener siempre un cardinal finito. Sin embargo, esto no es
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así enteramente. En primer lugar, porque la continuidad real afecta al espacio-tiempo en el que tiene
lugar el movimiento evolutivo; por lo que resultará que la continuidad real, sin perjuicio de su carácter
esencial o estructural, está asociada a la continuidad que hemos llamado
sustancial o causal (en tanto
ésta también se da en el mundo de los fenómenos espacio-temporales). En segundo lugar, porque la
«densidad», aunque no tiene posibilidad de ser aplicada puntualmente a los procesos evolutivos, sin
embargo se aplica de hecho de un modo regulativo, por ejemplo, cuando se dice que entre dos
cráneos dados, según un orden cronológico, de australopitecos, debe haber un cráneo o eslabón
intermedio. Es evidente que aunque aquí no puede aplicarse indefinidamente el principio, este
conserva un valor heurístico pragmático, pues incita a no dar por terminada la investigación. Pero, en
cualquier caso, la continuidad real y su densidad han de tener, además de su función heurística (o
genérica, en el espacio tiempo) un respaldo semántico específico en las sucesiones evolutivas. Y
como este respaldo es obviamente imposible, es evidente que el concepto de continuidad serial o
estructural, para ser aplicado a la evolución, deberá ser redefinido de otro modo que por el criterio de
la continuidad
real.
Teniendo en cuenta que la idea de evolución sólo se desarrolla propiamente en el marco de una
taxonomía en [9] la que se reconozcan especies, géneros, familias, ordenes, clases, &c. –la evolución
comenzó siendo «evolución de las especies», «origen de las especies a partir de las especies del
mismo género o de distintos géneros...»–, parece conveniente vincular la idea de continuidad de la
evolución a la idea de univocidad
(propia de los géneros porfirianos; «género» aquí incluye a familias,
órdenes, clases..., como géneros próximos, intermedios o supremos), así como la idea de
discontinuidad a la de equivocidad categorial. Continuismo equivaldrá a univocismo del género (o
familia, &c.) respecto de sus especies (por ejemplo, del género «Cultura» respecto de las especies
«cultura de los chimpancés» o «culturas humanas»).
Ahora bien, un género (mejor aún, una clase) puede ofrecérsenos, o bien con ordenación de sus
especies (en su caso, de sus elementos) o bien sin ordenación de sus elementos: hablaremos de
clases climacológicas (o de clases climacológicas de clases) y de clases llanas.
Una clase, o una
clase de clases (género, especie respecto de subespecies) climacológica puede ser ordenada según
criterios muy diversos, muchos de ellos coordinables con las sucesiones aritméticas de
los números
naturales (1, 2, 3, 4, ..., n), con la de los números pares
(2, 4, 6, 8, ..., 2n) o con cualquier otra
sucesión, sea una serie de Fibonacci, sea la sucesión An = 1/n2 (es decir: 1/4, 1/9, 1/16, ...).
Continuidad climacológica será ahora una continuidad esencial o estructural equivalente a la
regularidad o la gradualidad, a la coordinabilidad del proceso evolutivo con el criterio de gradación
tomado como canon. El principio natura non facit saltus
podrá considerarse como un postulado de
continuidad climacológica en virtud del cual rechazamos la posibilidad de una «casilla vacía» de la
escala graduada tomada como canon. El problema que se plantea en este punto es muy grave: es el
problema de la justificación del criterio o canon de ordenación elegido, pues si este canon es
convencional o meramente estipulativo, un proceso continuo serialmente desde el criterio K dejará de
serlo cuando nos acogemos a otro criterio K'.
En cualquier caso, procedemos como si, por ejemplo, el sistema periódico de los elementos químicos
ofreciese una gradación continua, precisamente según la gradualidad propia de los números
naturales, del 1 al 130, por ejemplo, si es que nos atenemos al número atómico Z (en cambio, si nos
referimos a los pesos atómicos, difícilmente podríamos hablar de continuidad-regularidad de la
sucesión de la tabla baroatómica que, sin embargo, sigue siendo ordenable climacológicamente: H =
1,00785; He = 4,003; Li = 6,940; Be = 9,02, ...). En cualquier caso, la continuidad-regularidad
climacológica de la tabla periódica es más bien de índole sistemática («sincrónica») que histórica-
evolutiva («diacrónica»), ya se tome el orden histórico en el plano del orden de descubrimiento de los
elementos químicos (en donde obviamente la ordenación histórica no se ajustó al orden sistemático:
no fue el hidrógeno el primer elemento descubierto, ni el segundo el helio, ni el tercero el litio, &c.), ya
se tome ese orden histórico en un plano más próximo a la teoría de la evolución, el plano de la
«evolución de los elementos» a partir del átomo de Hidrógeno; pues aunque los elementos químicos
de número atómico más alto presuponen los de número atómico más bajo, en virtud de la teoría de las
capas electrónicas –y ello podría inducir a pensar que en la Naturaleza los elementos tuvieran que
formarse necesariamente siguiendo el mismo orden continuo de la tabla periódica (¿cómo podría
formarse el Carbono «sin pasar antes» por el Berilio?)–, sin embargo esto no es así; puesto que no es
necesario que cada elemento deba formarse a partir del inmediatamente anterior (a la manera como
las capas de la corteza de un árbol han de añadirse necesariamente a las precedentes, y sería
absurdo que en el corte de un tronco de encina contásemos el anillo 75 sin pasar
por el 74). Los
elementos químicos pueden formarse por fusión de otros elementos; y así, podemos formar el
Nitrógeno («radionitrógeno», que hace el número 7 de la tabla periódica) «sin pasar» por el Carbono
(que hace el número 6), gracias a la reacción 10/5 B + 4/2 He – 13/7 N* + 1/0
n.
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Por último, cabe advertir que algunas acepciones, determinaciones o modulaciones, según las cuales
se utiliza a veces la idea de continuidad (y correspondientemente, la idea de discontinuidad) tienen
que ver precisamente con la univocidad de las clases llanas (o clases en las que no consta una
ordenación de sus términos), pero ahora en [10] el sentido de que la discontinuidad no implica
necesariamente equivocidad absoluta (o negación de la univocidad), sino su desplazamiento a otro
nivel de continuidad. Pues la continuidad y la discontinuidad son conceptos coordinados. Hablaríamos
de continuidad co-genérica (compatible con las discontinuidades específicas) y de continuidad
subgenérica. Comenzando por las clases de primer orden (aquellas cuyos elementos son individuos,
las especies de Porfirio-Linneo) cuando atendemos a las relaciones de cruzabilidad sexual fértil
(relaciones constitutivas del concepto de las llamadas «especies mendelianas»), entre individuos de
cada especie, podemos afirmar que la continuidad tiene mucho que ver con la conexividad de la
relación, y no solo con la universalidad
de la misma (una relación, definida dentro de una clase, puede
ser universal a todos sus términos, pero no conexa, es decir, aplicable a cada par, terna, &c.,
cualquiera de esos términos: todas las rectas de un plano reglado son paralelas a otras, pero no por
ellos dos rectas cualesquiera del plano han de ser paralelas entre si).
Más aún: cuando las relaciones son de equivalencia, y no conexas, estamos ante el principio de
constitución de clases disyuntas,
que introducen discontinuidades (disyunciones, cortaduras) entre los
elementos de la misma clase, sin perjuicio de su univocidad. También cabría hablar de
discontinuidades entre los subconjuntos estables –respecto de la operación cruce– dentro de una
misma especie, es decir, de la distinción de las razas de una especie polimorfa que, sin embargo,
pueden cruzarse de modo fértil. Según esto, las especies mendelianas pueden considerarse como
discontinuidades objetivas constituidas en el ámbito de clases de individuos, pero que no excluyen la
continuidad unívoca de esas especies en un nivel más amplio, a saber, el del sistema
de las especies
que forman un género (o el de los géneros que forman una familia, &c.). En efecto, así como el
desarrollo subgenérico de un género en sus especies (que comporta la reiteración de las notas
genéricas, pongamos por caso, la pentadactília de los vertebrados) dice continuidad esencial
(permanencia de la nota), así también el desarrollo
cogenérico de las especies tampoco rompe la
continuidad esencial del género, puesto que precisamente la desenvuelve o despliega. El desarrollo
del género «palanca» en sus tres «especies» no rompe la continuidad del género; cada especie,
aunque es irreductible a las otras, y aún sin necesidad de especies intermedias, se compone
sistemáticamente con las otras, como un caso combinatorio de los mismos componentes mecánicos
(puntos de apoyo, potencia, resistencia) que son los que mantienen la continuidad del género, por
encima de la disyunción
o cortadura de las especies. Según esto, la continuidad esencial, a nivel
genérico, entre las diversas especies de vertebrados y las especies del Genus Homo L. tampoco
queda comprometida por las disyunciones o discontinuidades mendelianas.
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Gustavo Bueno / La Etología como ciencia de la cultura / 1991
determinación o propiedad
definida como universal a un sistema de clases embotelladas (Gn É Gn-1 É
Gn-2 É ... É G0).
Consideraremos universal a una propiedad o determinación cuando ella vaya
asociada a una regla de distribución por todos los subconjuntos del
sistema (embotellados, en línea
directa o colateral). La distribución podrá tener lugar en un sentido descendente o deductivo (de Gi a
Gi-1i-1 a Gi) o en un sentido colateral o recursivo (de Gi a G'i).
La distribución universal será uniforme
cuando las determinaciones van reiterándose positivamente, sea de modo unívoco idempotente (para
el caso de las descendentes nos encontramos aquí con las distribuciones subgenéricas, presididas
por el dictum de omni: la determinación «mortal» de animal, o «mamífero» de vertebrado, se reitera a
todas las familias, géneros, especies; para el caso de la línea ascendente, nos encontramos con las
ampliaciones, como las propiedades formales que van pasando de los campos de números de N a Q,
&c.; para el caso de las recursiones, nos encontraremos con la recurrencia unívoca de la
determinación, a la manera como la velocidad de un móvil, en un tiempo ti, si es inercial, va
recurriendo unívocamente, idempotentemente, en los tiempos ti+1, ti+2,...); la distribución universal
será acumulativa o decumulativa,
cuando la determinación va propagándose de forma que los grados
anteriores se acumulan en los sucesivos (así, la velocidad, en el movimiento acelerado, va
acumulándose según una ley). Las distribuciones
acumulativas o decumulativas no son siempre
indefinidas; en general, llegan a límites en los que aparecen cortaduras o discontinuidades
estructurales.
Una de las formas de reduccionismo más frecuente es la que tiene lugar cuando se reducen los
distintos tipos de
distribución al tipo de distribución subgenérica (reiteración descendente, unívoca,
uniforme, según el dictum de omni); esta distribución subgenérica tiene su aplicación adecuada en
muchas taxonomías porfirianas o linneanas. En ellas, las supuestas determinaciones genéricas
desempeñan el papel de una base rígida, inmutable, que, de modo continuo, habrá que reiterar en
cada paso del desarrollo que acaso tendrá lugar mediante la adición de otras «plantas
sobreestructurales» asentadas sobre la base genérica; en estos casos habría discontinuidad en las
sobreestructuras, por ejemplo, en la composición ex abrupto de diferencias específicas al género,
discontinuidad yuxtapuesta a la continuidad basal.
Primera parte
Discusión del discontinuismo y del continuismo
Como hemos dicho en la Introducción, la pregunta general que venimos planteando –«¿cuales son las
posibilidades de la Etología en cuanto ciencia de la cultura?»– la descomponemos, a efectos de su
discusión dialéctica, en dos cuestiones, la primera de las cuales,
presuponiendo un horizonte
discontinuista radical (dualista) suscita la
necesidad de determinar los límites de ese dualismo («¿en
qué medida la
Etología penetra de hecho en el mundo de las formas culturales?»), mientras que la
segunda, partiendo de una alternativa radical a aquel horizonte, es decir, presuponiendo un horizonte
continuista, suscita, a su vez, la necesidad de establecer límites a ese continuismo («¿en qué medida
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Gustavo Bueno / La Etología como ciencia de la cultura / 1991
Cuestión primera
¿En qué medida la Etología, que se ocupa, desde luego, en cuanto ciencia natural, del análisis
de los comportamientos «naturales» de los animales y del hombre, puede penetrar
también en
el «mundo de las formas culturales» y, por tanto, reclamar su condición de ciencia cultural?
De acuerdo con el plan indicado comenzaremos (A) por una reconstrucción, lo más esquemática
posible, de aquellos presupuestos, tanto ontológicos como gnoseológicos, del discontinuismo (en su
forma dualista más radical) que confieren sentido a la cuestión arriba formulada, para pasar a
establecer a continuación (B), también de
modo esquemático, los límites del dualismo, y, con ellos, el
principio de una respuesta afirmativa a la cuestión propuesta.
Entre los diversos dualismos que encontramos en nuestra tradición occidental, relacionados
indudablemente con nuestro tema principal (por ejemplo, los dualismos cuerpo/espíritu, instinto/razón,
sentidos/conciencia, incluso mundo sensible/mundo inteligible, ser/valor o ser/deber ser) hemos
escogido, porque nos parece que se encuentran mas cercanos al modo como los etólogos y
antropólogos discuten hoy sobre estos asuntos, los dualismos animal/hombre y natura/cultura. Estos
dos dualismos difieren, en definición (en intensión) pero ni siquiera van referidos siempre a una misma
extensión (como si fueran pares de semicírculos opuestos de la misma circunferencia). En su forma
más extrema estos dualismos serán interpretados como dicotomías –como relación entre conjuntos
disyuntos, si es que, aunque sea por motivos puramente heurísticos, atribuimos a sus términos
(«animal», «hombre», «naturaleza», «cultura») el formato lógico de las clases–; en formas menos
extremadas, estos dualismos podrán interpretarse como si fueran oposiciones meramente contrarias
entre conjuntos que admiten intersección no vacía o, acaso, como si mantuviesen la relación propia de
los «conjuntos difusos» (en el sentido
de Zadeh), susceptibles, si no de intersección, sí al menos de
ordenación en una sucesión de sus miembros [12] en las que los límites borrosos del animal o de la
naturaleza, en sus grados más altos, aparezcan en las proximidades de los límites borrosos, en sus
grados más
bajos, de hombre o de cultura, respectivamente. En la segunda parte de este Ensayo
mostraremos cómo estos esquemas lógicos para formular la oposición entre Naturaleza y Cultura son
inadecuados, y analizaremos las
condiciones desde las cuales puede afirmarse que entre estos
conceptos no hay oposición de contrariedad ni de dicotomía, puesto que son «conceptos conjugados».
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Este «dogma de fe» –y, según los escolásticos, tesis cierta de la razón– tiene la máxima actualidad en
nuestros días con motivo de los debates en torno al aborto. Ideológicamente la tesis podría
interpretarse como un mito bienhechor al servicio de un postulado
individualista que reconoce a cada
individuo, nominatim, la condición de una personalidad irreducible a cualquier otra, puesto que cada
hombre es resultado de un acto especial de creación, y aunque este acto de creación se desencadene
casi por necesidad (una necesidad ocasional, es decir, con ocasión de la fecundación del óvulo: Santo
Tomás llega a decir, con espíritu amplio, que la creación se produce incluso en los casos en que la
fecundación tuviese lugar fuera del matrimonio), lo cierto es que nada menos que Dios Padre será
quien, para
ellos, está conociendo y «diseñando» al individuo humano más humilde, desconocido y
anónimo. Ahora bien: lo que importa aquí subrayar es que la discontinuidad entre el animal y el
hombre alcanza en la concepción escolástica-cristiana una de sus formas más radicalizadas, como
discontinuidad genética (puesto que sólo por un acto de creación se supone que cabe concebir la
aparición, no solo del hombre, en general, en la scala naturae, sino también la aparición de cada uno
de los
hombres en singular), pero también como discontinuidad estructural (puesto que la concepción
llevaba aparejada la negativa a reconocer lenguaje, capacidad tecnológica, razonamiento, &c. a los
animales no
humanos).
Porque la llamada vida corpórea (como si hubiera otras) se concebirá como un proceso mecánico,
como un automatismo físico, que no necesita del alma para ser explicado (la muerte del organismo,
por ejemplo, [13] no resultará ya de la separación del alma y
del cuerpo, por el contrario, en el hombre,
dotado de espíritu, la separación se produce cuando la «máquina organismo», por haberse
deteriorado, sea abandonada por el alma, «como se abandona a un traje gastado»). La línea fronteriza
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de la dicotomía animal/hombre habría que hacerla pasar, por tanto, no entre el animal y el hombre,
tomados globalmente, sino entre la animalidad misma (incluyendo la humana) y la espiritualidad
«exclusiva» del hombre, situada ya en un más allá del reino animal. Esto significará, por ejemplo, que
las «ciencias de la vida» –la Zoología, la Etología– podrán ponerse en una serie continua, y
se estará
preparado para reconocer la transición continua (el evolucionismo transformista, y no meramente
ideal) del organismo animal al organismo humano. Pero, al mismo tiempo, este continuismo no
eclipsará la dicotomía entre el animal y el hombre si es que el hombre se define por el espíritu, por la
conciencia, por el cogito (la aparición del hombre implicará un acto de creación o la emergencia de
una forma nueva, un «salto a la reflexión» en palabras de Theilard de Chardin).
Esta Idea de Cultura objetiva, como campo propio de un grupo de ciencias características (las
Kulturwissenschaften)
y como soporte, generalmente, de valores supremos («La cultura humana,
tomada en su conjunto, puede ser descrita como el proceso de la progresiva autoliberación del
hombre», dirá E. Cassirer al terminar su Antropología filosófica), alcanzaría una entronización pública
y universal en la época de Bismarck, de su Kulturkampf
(término acuñado, al parecer, por Virchow),
que incluía una lucha contra la Iglesia católica, y que paso a formar parte, como «alelo», si vale esta
expresión, de la idea de religión, y en ésa su forma de singular indefinido, del ideario de muchas
Constituciones políticas recientes, que mantienen el criterio del llamado «Estado de Cultura» (en
la
Constitución española de 1978, por ejemplo, se establece, en su Artículo 44, que «los poderes
públicos deberán asegurar a todos los ciudadanos el acceso a la cultura», sin que los redactores
creyeran necesario precisar a que cultura se refieren).
Ahora bien, lo verdaderamente significativo para nuestro asunto es que estos dos dualismos
dicotómicos que venimos considerando (Animal/Hombre; Naturaleza/Cultura), tendieron a
superponerse «biunívocamente», aun cuando en principio la idea de cultura objetiva se presentaba,
una y otra vez, como girando en torno a centros que tenían poco que ver con el hombre en general, y,
menos aún, con su subjetividad (un proceso que acaso sólo fue observado, parcialmente, a propósito
de lo que se llamó «la deshumanización del arte»). Cuando la superposición se produzca, las
dicotomías se reforzarán mutuamente, porque ahora la tradicional y metafísica distinción entre la
animalidad y la espiritualidad humana se subsumirá o, mejor, se reformulará como oposición entre la
naturaleza
(animal) y la cultura (humana). Probablemente es en la obra de Herder, Ideas para una
Filosofía de la Historia de la Humanidad
(1784), en donde la superposición de que venimos hablando
se realiza ya
de manera acabada y, por cierto, en la forma de un naturalismo sui generis
(organicista,
no mecanicista), preservado de cualquier tentación de angelismo trascendente, sin necesidad de
recaer en un reduccionismo zoológico. El espíritu humano se prefiguraría «biológicamente», como
diríamos hoy, en la propia disposición erguida del cuerpo humano (todavía Kant sostenía que el
hombre se irguió porque estaba dotado de razón, frente a Herder, que vio en la posición erecta, con la
liberación
consiguiente de las manos, la fuente de la racionalidad). Por la educación acumulativa se da
una «segunda génesis» del hombre que abarca toda la vida y que «partiendo del cultivo del agro,
podemos llamar cultura». La asociación de la idea moderna de cultura con el espíritu humano irá
consolidándose en la escuela hegeliana, en su oposición entre
Naturaleza y Espíritu, y llegará a
constituir uno de los fundamentos de
la filosofía romántica (a través del marxismo, la oposición
actuará, sobre todo, en la forma de la oposición entre Naturaleza e Historia). Todavía en 1945, E.
Cassirer edifica su Antropología filosófica sobre el dogma de la oposición entre Naturaleza (animal) y
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Cultura (humana), definiendo al hombre como animal cultural o como animal simbólico (idea que
continuará en la antropología materialista americana
de L. White).
La tradición escolástica (cuyo recuerdo acaso parezca, a algún lector ingenuo, fuera de lugar o
extemporaneamente [14] erudito en un debate actual sobre la ciencia; pero sólo si ese lector
desconoce que esa tradición escolástica sigue actuando en el presente, e incluso en el propio lector)
clasificaba el conjunto de las ciencias vigentes en la época en dos grandes grupos: ciencias
«humanas» (o naturales) –es decir, ciencias procedentes de premisas naturales al hombre (es decir,
humanas en sentido etiológico, aunque no necesariamente temático)– y ciencias «divinas» (o
sobrenaturales); las ciencias naturales se decían dimanar de principios que el entendimiento humano
lograba abstraer de los datos de los sentidos, y las ciencias sobrenaturales procedían de principios
ofrecidos a partir de la participación en la fe teologal, en la revelación (de ahí la distinción entre
«ciencias de abstracción» y «ciencias de participación»).
No parecerá muy aventurado sospechar que este dualismo escolástico, secularizado, sigue actuando
en los dualismos que,
referidos a las «ciencias filosóficas» establecía la escuela hegeliana entre la
Filosofía de la Naturaleza y la Filosofía del Espíritu, o los que, referidos a las «ciencias positivas»
constituidas a lo largo del siglo XIX, se irán formulando en la forma de una oposición entre las
Ciencias de la Naturaleza y las Ciencias del Espíritu o de la Cultura. Windelband, en su famoso
Discurso rectoral de Estrasburgo (1884),
ya había considerado inadecuada, desde una perspectiva
más ontológica que gnoseológica, la formulación del dualismo al modo de una oposición entre las
Ciencias de la Naturaleza y las Ciencias del Espíritu. Windelband se había propuesto, reconociendo el
fundamento extensional (denotativo) de la distinción, reconstruirla en un plano gnoseológico («lógico»,
decía el), y no en el plano metafísico en el cual se dibuja la oposición entre Naturaleza y Espíritu.
Método
Situación 1 Situación 2
Oposición naturalístico
metodológica Método
Situación 3 Situación 4
histórico
Rickert supone, desde luego, que la «oposición capital» será la que se establece entre los cuadros de
la diagonal principal, la oposición 1/4. En la situación 1 habrá que considerar las Ciencias Naturales,
sobre todo las físicomatemáticas (pues el adjetivo «naturales» las caracteriza tanto por el objeto como
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por el método). En la situación 4 habría que incluir a las ciencias histórico-culturales. Pero las
situaciones 2 y 3 corresponderían a «territorios intermedios»: o
bien a territorios que son «culturales
por su contenido y naturalísticos por su método» (situación 2; y aquí Rickert incluye precisamente a la
Psicología humana), o bien territorios que son «naturales por su contenido, pero históricos por su
método» (situación 3; en la que se incluye la Geología histórica). Habría que determinar el
lugar que
podría corresponder en esta tabla a la Etología, pues cabría estimar que debía incluirse en la situación
1, más que en la situación 4. En cualquier caso, Rickert considera tanto a las ciencias naturales, como
a las culturales, como ciencias reales (no ideales o formales, como
las Matemáticas). El fundamento
último de su distinción pretende Rickert asentarlo en su teoría de la «racionalización científica», según
la cual esta racionalidad habría de entenderse como una «simplificación
de la realidad», definida esta
realidad como un «continuo heterogéneo» (de dónde proceda, a su vez, esta concepción de la
realidad es difícil de determinar, y acaso se obtenga por negación de las formas a priori kantianas,
Espacio y Tiempo, que, a fin de cuentas, son continuos homogéneos, una negación que comporta una
aproximación al noumeno).
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Sería inapropiado pretender dar aquí una respuesta adecuada a la primera pregunta, puesto que esta
requiere un análisis pormenorizado de las modalidades del dualismo Animal/Hombre en las diferentes
culturas y tradiciones, y este análisis implica remover las cuestiones últimas de la Filosofía de la
Religión, al menos si adoptamos
las coordenadas de la Filosofía de la Religión expuestas en El animal
divino
(Pentalfa, Oviedo 1985). Me referiré únicamente, y de pasada, a una hipótesis sobre las
motivaciones ideológicas del dualismo Animal/Hombre en su versión moderna («cartesiana»), aquella
versión que fue formulada por primera vez, como hemos dicho, en la España del siglo XVI por un
médico de Medina del Campo que se llamaba Gómez Pereira. La hipótesis (a
la que me he referido en
alguna otra ocasión) se basa en relacionar la formulación del dualismo radical (animal-máquina /
hombre-espiritual) con las perspectivas del nuevo esclavismo abierto a la Cristiandad por el
Descubrimiento de América, tomando como «término medio del silogismo»
la equiparación de los
indios, o de los negros africanos, con los animales no humanos (no sólo Ginés de Sepúlveda, sino el
mismo Linneo, se veían inclinados a confundir a los indios caribes con animales irracionales o a los
pigmeos africanos con otras especies de primates). Si los animales son máquinas, no sienten ni sufren
cuando se les azota para obtener un rendimiento mayor de su trabajo, cuando se les encadena o
se
les transporta en condiciones «in-humanas»; por tanto, el trato de los esclavos-animales, por duro que
sea, en ningún caso podrá llamarse «inhumano». Si los negros africanos o los indios caribes no son
hombres,
su sufrimiento no sólo le será ajeno al humanista de la nueva época, aunque se guíe por el
lema de Terencio («hombre soy y nada de lo humano me es ajeno»), sino también a los propios
esclavos, porque ellos, en cuanto máquinas, sólo pueden sufrir en apariencia (como sólo en
apariencia hablaba el loro al que se refiere Gómez Pereira en su Antoniana Margarita).
Dicho de otro
modo: nuestra hipótesis quiere sugerir que el dualismo Animal/Hombre, en su versión moderna, toma
su motivación ideológica de un dualismo práctico introducido en el círculo mismo de los hombres, a
saber, el dualismo Esclavos/Señores, tal como fue expuesto por Aristóteles y reexpuesto por algunos
aristotélicos renacentistas.
Una contraprueba de que la idea de Cultura es transformación de la idea de la Gracia nos la puede
ofrecer la constatación de que los diversos esquemas que, una vez «entronizada» la idea de Cultura,
tuvieron que irse ensayando para tratar de entender las
relaciones (y especialmente las relaciones
genéticas) de este nuevo Reino con el «Reino de la Naturaleza», podemos tomarla de la observación
del asombroso paralelismo que las diversas posiciones teóricas de nuestra época sobre la relación
Naturaleza/Cultura mantienen con las posiciones que en la época del Cristianismo se defendieron al
tratar de explicar las relaciones entre Naturaleza/Gracia. Sería precisa una investigación detallada. En
líneas generales el paralelismo podría cifrarse en los siguientes puntos: la historia de la Teología de la
Gracia, en su conexión con la Naturaleza, es la historia de dos concepciones muy distintas que los
propios historiadores de la Teología suelen designar como naturalismo y como sobrenaturalismo (el
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El naturalismo moderado correspondería al llamado «semipelagianismo», tal como fue defendido por
el abad Casiano (Casiano negaba la necesidad de la Gracia para el primer movimiento hacia la fe; la
Gracia actuaría después de ese movimiento). No parecerá muy aventurado sugerir que el
pelagianismo teológico, corresponde, en Etología, al naturalismo y, más aun, a ese naturalismo que
tiende a subrayar el innatismo de los patrones culturales fundamentales del hombre: Konrad Lorenz
podría considerarse así como el Pelagio de la teoría de la Cultura. El semipelagianismo etológico
equivaldría a la teoría de una preprogramación cultural, pero epigenética, que se realimenta con las
mismas formas culturales que encuentra ya dadas: Eibl-Eibesfeldt podría considerarse como el abad
Casiano de la Teoría de
la Cultura: hay unos patrones innatos, pero es preciso también un aprendizaje
proporcionado por el propio medio cultural.
Ahora bien, el continuismo genético (en particular frente a todo tipo de dualismo ideológico) no implica
continuismo estructural, como hemos dicho. Pero, en todo caso, el mismo discontinuismo estructural,
al menos en la forma dualista que hemos tomado como referencia, puede decirse que es también
incompatible con el
estado actual de la investigación científica, sencillamente porque, por
lo menos,
los discontinuismos estructurales dualistas (Animal/Hombre, Naturaleza/Cultura) tendrían que ser
reconvertidos en la forma de discontinuismos estructurales no dualistas, en todo caso. Para resumir
algebraicamente nuestro argumento: desde el momento en que los términos A
y B de un dualismo
inicial (A/B) se resuelven en grados internos (a1/a2; a2/a3;...), (b1/b2; b2/b3;...) y se constata que la
distancia entre (ai/aj) o (bi/bj) es del mismo orden que la distancia entre (aj/bi),
el dualismo A/B podrá
se interpretado como una grosera formulación de segundo o tercer orden que ha de resolverse en una
serie de oposiciones de primer orden. Pero el desarrollo de la Paleontología ha avanzado
precisamente en esta dirección. Las dicotomías tradicionales [17] entre animales y hombres se han ido
borrando precisamente por este proceso de resolución
que acabamos de formular. «Homo» dejó ya
hace mucho tiempo de ser una especie y se convirtió en un género, con muy diversas especies (que
cubren los hallazgos de Cromagnon, Neanderthal, &c.); incluso, más tarde, los diversos restos de
australopitécidos (affariensis, robustus, gracilis) fueron agrupados en un Genus distinto del Genus
homo;
la barrera entre los antiguos géneros de la familia de los Póngidos (orangutanes, chimpancés,
gorilas) comienza a romperse y Groves propone,
en 1986, aún incluyendo a los Póngidos dentro de
una superfamilia denominada significativamente Hominoidea, romper el antiguo bloque de los
póngidos, reteniendo en él, como subfamilia Ponginae, tan solo prácticamente a los orangutanes
(Genus pongo), y transfiriendo a una subfamilia Homininae, a título de tribus, a la Tribu panini (con los
diversos géneros de chimpancé: Pan paniscus, &c.), a la Tribu gorillini (con el Genus gorilla), pero
conjuntamente con una Tribu hominini, que, comprende, como géneros, al Genus paranthropus, al
Genus australopithecus y al Genus homo (con sus diferentes especies).
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Y otro tanto ocurre con el dualismo Naturaleza/Cultura. También el desarrollo de la Etología, por un
lado, y
el de la Antropología cultural, por otro, obligan a resolver estos términos, por de pronto, en
escalones y grados muy diferenciados. Ya las
fasificaciones de los antropólogos, procedentes de
Morgan (culturas salvajes, culturas bárbaras, culturas civilizadas) o de otras escuelas antropológicas o
paleontológicas (culturas paleolíticas, neolíticas, &c.), obligaban a romper el «bloque» compacto de la
idea del Reino de la Cultura; por su lado, los descubrimientos de los etólogos (las culturas de los
bastones, o de las piedras, descritas por Sabater Pi en los chimpancés del Africa Occidental), obligan
también a romper la idea de una «cultura animal específica», puesto que las culturas o círculos
culturales no se superponen necesariamente a todos los individuos de una
especie, sino que se
cierran en poblaciones distintas dentro de una misma especie (por ejemplo, la de los macacos, y más
aún, grupos de macacos de la Isla Koshima). Y entre las formas culturales avanzadas, como puedan
serlo los nidos de hojas de un grupo de gorilas y las formas
culturales de una banda de pigmeos (sus
cabañas, hechas a veces con las
mismas hojas de plantas del género Sarcophrynium), no parecen
mediar diferencias mayores (sin negar que estas diferencias existan) que
las diferencias que puedan
mediar entre las formas culturales de un grupo de gorilas y las de un grupo de babuinos.
Con esto no pretendemos negar toda diferenciación en las ciencias, no hacemos una propuesta de
reducción de las ciencias al rasero del naturalismo fisicalista, tal como pudo intentarlo Winiarski en
Sociología. Precisamente la Etología, desde sus mismas pretensiones naturalistas, puede [18] servir
para demostrar cómo el dualismo gnoseológico está fuera de lugar, puesto que lo que parece
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necesario reconocer no es tanto que la Etología esté avanzando en el sentido de una conversión a las
configuraciones propias de la Mecánica, sino por el
contrario, que sus grandes descubrimientos tienen
lugar por la incorporación de configuraciones o conceptos característicos antaño de las «ciencias
humanas», sin que por esto les sea imputable la acusación de «antropomorfismo». Mientras que la
configuración «átomo de carbono» (con su núcleo, sus orbitales regidos por el principio de Pauli),
propia
de la Química física, carece de aplicabilidad en Sociología animal, a pesar de que los animales
son organismos construidos sobre el átomo de carbono, en cambio la configuración «familia» es
aplicada ampliamente por los etólogos, y otro tanto hay que decir de las configuraciones «lenguaje
doblemente articulado» o bien «conducta instrumental». No es, pues, la oposición entre lo nomotético
y lo idiográfico el criterio para
establecer una discontinuidad utilizable en una clasificación crítica de las
ciencias, pero no porque toda clasificación de las ciencias sea enteramente gratuita o infundada.
Nosotros hemos propuesto, como criterio de clasificación (criterio que no puede utilizarse de modo
exento, puesto que sólo recibe su significado de la teoría del cierre categorial), el que separa los
estados α-operatorios de las ciencias y sus estados β-operatorios. Estos estados β-operatorios
incluyen nexos apotéticos y, por consecuencia, el ejercicio de la interpretación hermeneútica. Todo
esto obliga a romper la unidad del bloque heredado «ciencias culturales humanas» para incluir en él,
por de pronto, a las ciencias etológicas (ver El Basilisco, 1ª época, n° 2, 1978, «En torno al concepto
de ciencias humanas»), y, sobre todo, nos preserva de la tendencia a entender la oposición entre
ciencias naturales y ciencias etológicas y humanas como una oposición, sin más, entre ciencias
tomadas
en bloque, desde el momento en que esta oposición lleva implícita la crítica dialéctica a la
misma posibilidad de las ciencias etológicas y humanas en alguno de sus estadios.
Cuestión segunda
¿En qué medida el «mundo de las formas culturales» permanece inanalizado por la Etología?
En el plano ontológico, el continuismo estructural (tanto entre los diversos géneros de primates no
humanos y los humanos, como entre las diferentes formas culturales no humanas y las formas
culturales humanas), tiende, aunque sólo sea por motivos pragmáticos (heurísticos) al gradualismo,
según hemos dicho. Pero no por mantenerse alejados del continuismo climacológico, los esquemas
continuistas han de
considerarse menos rigurosos.
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común, en el cual todas las especies aparecen subsumidas (reducción subgenérica). Sin embargo, la
reducción subgenérica (que ya no tiene que ser necesariamente climacológica) establece una forma
de continuismo que comporta de algún modo la neutralización o abstracción de las diferencias
específicas, reabsorbiéndolas en el tronco común.
A veces, tenemos que constatar semejanzas de comportamiento entre especies diversas y que no son
debidas (para decirlo en nuestra terminología) a rasgos subgenéricos que nos remiten a
«géneros
anteriores», sino que han de ser interpretados como rasgos postgenéricos («géneros posteriores»)
como puedan serlo las convergencias adaptativas de distintos tipos de aves estudiadas por von
Haartmann, que sin embargo nidifican en agujeros, o las convergencias de
alimoches y chimpancés
utilizando piedras para cascar huevos o nueces, respectivamente; otras veces, hay que constatar
divergencias entre especies del mismo género, o subespecies de la misma especie (la gaviota
tridáctila cuando nidifica en los bordes del acantilado, en relación con otras poblaciones de gaviotas).
Pero todas aquellas convergencias, como estas divergencias, son «variaciones» que componen un
sistema combinatorio, son determinaciones co-genéricas. Y no por mucho insistir (como insiste Yves
Christen en su conocido libro El hombre biocultural),
en la «originalidad del hombre» respecto de otras
especies animales, hemos de creer que hemos escapado del círculo co-genérico (en la medida en que
se siga hablando de la «Biología del espíritu» –siendo así que el
Espíritu se encuentra en el límite de
la vida–, el esquema continuista más radical sigue actuando, aunque sea en la forma de la co-
genericidad).
(b) Refiriéndonos al dualismo Natura/Cultura: acaso pueda afirmarse que el procedimiento de elección
más eficaz que el continuismo etológico tiene a mano, y el que utiliza de hecho (sin advertir
demasiado, según intentaré demostrar, las consecuencias de tal elección), es el regressus al concepto
de conducta o comportamiento
(animal), un concepto, por otra parte, no bien definido e interpretado de
modos muy diversos por las respectivas escuelas. Pero, en todo caso, un concepto que, cuando es
utilizado por los etólogos (que subrayan el componente biológico de la conducta, desde la perspectiva
de las especies zoológicas, determinándolo como adaptativo o no adaptativo), adquiere un vigor
suficiente como para reducir a sus leyes tanto lo que es llamado «natural» como lo que es llamado
«cultural»; reducción
que no equivale a la anulación de las diferencias, sino a una reconstrucción de
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El modelo de reconstrucción casi universalmente utilizado se basa en la distinción entre una conducta
innata («pre-programada» en el genoma y transmitida por herencia genética) y una conducta
aprendida
(cuyos patrones operativos se grabarían en el cerebro y se transmitirían por tradición). A
continuación, y mediante una redefinición enteramente gratuita y ad hoc de lo natural por lo innato, se
postula una coordinación biunívoca entre los términos del par
Natura/Cultura y los del par Conducta
innata/Conducta aprendida, agregando a lo sumo, como condición de ajuste, también ad hoc, las
connotaciones sociales que el término cultura suele tener entre los antropólogos, a saber, que el
aprendizaje de un individuo, para ser considerado como cultura, debe a su vez transmitirse a otros
individuos del grupo. De este modo, «Cultura», como cultura aprendida que (a diferencia del mero
aprendizaje individual, psicológico) se transmite socialmente, vendrá a designar al conjunto de
modificaciones ontogenéticas (por relación a los patrones filogenéticamente dados) derivadas de
cambios conductuales de un grupo social determinados por la
difusión de conductas innovadoras
originadas en algún individuo del grupo. J. J. Veá y I. C. Clemente resumen así, de un modo muy claro
y preciso, las características que definen, desde la perspectiva etológica, la cultura –tanto en las
sociedades humanas como en un grupo de primates–: «1. Hay procesos de innovación conductual
que modifican los repertorios de uno o varios individuos del grupo. Se trata, pues, de conductas
aprendidas. 2. Existe una difusión, por aprendizaje imitativo, de los nuevos patrones conductuales a
otros animales próximos. 3. Se produce una transmisión entre generaciones de los nuevos patrones
dentro del grupo, con lo que la innovación se estabiliza. 4. Estos procesos producen diferencias
intergrupales
del repertorio conductual. Dichas diferencias se mantienen por falta de
contacto entre los
diversos grupos. Por lo que cabe establecer una relación entre las diferencias de repertorio y la
situación geográfica del grupo» (Anuario de Psicología de la Universidad de Barcelona, 1988, 2, pág.
373).
Lo que importa subrayar es que el concepto de cultura, así reconstruido, se mantiene en el ámbito de
la [20] cultura subjetiva
(acaso conviniera decir «subjetual», para evitar las connotaciones mentalistas
o «intimistas» asociadas al término «subjetivo») –al que habremos de referirnos en la Segunda parte
de este Ensayo–, y que, en su
virtud, resulta estar dotado de una gran capacidad para desvanecer,
desde luego, la dicotomía animales/hombres. Pero también –y este es el punto principal, acaso muy
poco advertido (por no decir nada) por quienes reconstruyen de este modo el concepto de «cultura»–
para desvanecer la dicotomía Natura/Cultura, o, al menos, para atenuar su alcance relativo hasta el
punto más extremo. En efecto, desde el momento
en que lo innato y lo adquirido no rompe el concepto
de conducta biológica, la relevancia teórica de tal distinción ha de disminuir, particularmente en la
perspectiva evolucionista, que tiene siempre en cuenta las probabilidades de variación adaptativa, sea
por vía de mutación genética, sea por vía de cambio conductual que, de algún modo, habrá de
terminar haciéndose hereditaria y, en todo caso, actuando como si lo fuera, a través de mecanismos
peristáticos que desbordan, desde el punto de vista biológico, la dicotomía entre lo innato y lo
aprendido.
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citaríamos a Tinbergen, cuando subraya cómo la conducta se moldea en cada especie no en virtud de
unas pautas rígidas e inmutables, puesto que todo lo que está dado, de un modo innato, necesita de
un medio para desarrollarse («al igual que lo bastoncillos de los renacuajos, que sólo
funcionan
expuestos a la luz»); otras veces, la conducta pre-programada
es inmadura, y necesita una suerte de
moldeamiento por realimentación de las ejecuciones primerizas (como ocurre con el canto de los
pinzones,
estudiados por Thorpe), según las pautas ideales (Sollwerte); citaríamos a Sabater Pi,
cuando observa que los chimpancés nacidos cautivos no saben construir nidos, aunque sí
componentes «fragmentarios»
de esa conducta (sentarse sobre los montones de hojas, acercarlos a
su cuerpo,...); la conducta nidificadora (¿y quien se atrevería, en virtud de una mera definición
estipulativa, retirarle la calificación de «natural»?) sería adquirida por observación de la madre, con la
que los chimpancés pasan hasta cinco o seis años, con la posibilidad de observar
la conducta de
nidificación hasta dos mil veces; una situación de aprendizaje, pero – diríamos, por nuestra parte–, no
coyuntural o «contingente», sino peristática, una combinación de inprinting e imitación, sin excluir
ensayo y error, pero tan natural, biológicamente (pues incluso llega a ser condición de supervivencia),
como pueda serlo la conducta de lactancia.
Las discusiones de los etólogos en torno al alcance de la distinción entre la conducta innata y la
aprendida, en términos de
conducta natural y cultural, recuerdan asombrosamente a las discusiones
de los escolásticos del siglo XVI y XVII en torno a la distinción entre
movimientos naturales y
movimientos violentos (artificiales, no naturales, incluso contra natura).
La gravedad (definida como
tendencia de los cuerpos a moverse por la recta que los une al centro de la Tierra –y, tras Copérnico,
a otros astros–) se concebía como un movimiento natural (diríamos, innato,
grabado genéticamente en
cada cuerpo). Cuando el grave (tierra o agua) subía o se desviaba, el movimiento se consideraba
violento o artificial.
Lo natural aparecía aquí como la tendencia innata o inmanente del cuerpo, impresa
en él; en el animal es su tendencia innata a desplegar la conducta natural. Cuando esta conducta es
impulsada desde fuera, se nos aparecerá la conducta como violenta o cultural. Pero, a partir de
Newton, la cuestión se plantea de otro modo: lo innato (inmanente) es la
inercia, seguir el propio
impulso en línea recta; y entonces [21] la gravedad habría de ser considerada como violenta, en tanto
desvía el cuerpo de su tendencia inercial. Pero ocurre que el entorno del cuerpo es necesario al propio
cuerpo, puesto que el cuerpo no está aislado. Por
ello la gravedad habrá de declararse como con-
natural, y no artificial (el equivalente en Etología son las propiedades peristáticas: la conducta de
mamar es aprendida, sobre reflejos innatos de succión; pero siendo la madre un «entorno connatural»
a la cría, y por tanto, peristática, puede decirse que la conducta del mamar es natural, aunque tenga
que ser en parte aprendida).
El continuismo etológico tenderá, en resolución, a ensayar una y otra vez una concepción que cabría
calificar de «relativismo etológico», por el paralelismo que ella guarda con el «relativismo cultural» de
etnólogos y antropólogos. Mientras que la Etnología (o la Antropología) tiende, en virtud de sus
mismos presupuestos, a conferir a las diversas culturas (ahora en su sentido etnológico) la misma
consideración, como equivalente funcionalmente (al margen de toda tentación «eurocentrista», de
progresismo unilineal, &c.), también la Etología tendería a conferir a las «culturas naturales» (y, entre
ellas, las humanas), la misma consideración en cuanto a la equivalencia de su funcionalidad, en orden
a la adaptación de las poblaciones a su medio. Ni siquiera cabría afirmar, sin antropocentrismo, que la
«cultura lítica» de los chimpancés fuera inferior a la de los hombres del paleolítico superior, dada que
ambas son formas de adaptación plena al medio, y ello en el mismo sentido en el que los
«etnolingüistas» suelen afirmar que todos los lenguajes son perfectos; la mayor complejidad objetiva
de la cultura paleolítica humana tampoco representaría, por ello, un nivel biológicamente superior, sino
acaso, incluso, una mayor debilidad e inadaptación orgánica de un «mono mal nacido» que necesita,
por su misma debilidad, prótesis y aparatos ortopédicos.
En el plano gnoseológico, el continuismo (tanto si ensaya los esquemas unívocos del gradualismo,
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La alternativa continuista al dualismo, en la dirección del etologismo más o menos explícito, tiene
también sus propios límites, impuestos por la realidad misma, por la materia de la propia cultura, y sin
necesidad de hablar de un «Reino de la Cultura». Pues aunque nos parece evidente que la mirada
etológica tiene capacidad suficiente para extenderse por la totalidad de las regiones de este reino –
ningún rincón del reino permanece enteramente en la sombra de su cono de luz–, sin embargo, es
también un hecho que multitud de contenidos propios del mundo de la cultura, si no en la sombra, sí
permanecen en la penumbra de la luz etológica y se regulan por otras leyes que resultan ser
inasimilables por la legalidad etológica. Podríamos decir que la Etología se extiende por la totalidad
del Reino de la Cultura, pero sin agotar la integridad de sus contenidos, muchos de los cuales son
esenciales a la propia idea de Cultura: totus sed non totaliter.
Los límites ontológicos, sin embargo, de la Etología no habría que trazarlos por la línea que separa a
los animales y a los hombres –según el criterio del dualismo discontinuista–, porque, tal como lo
entendemos, el concepto de comportamiento es unívoco (co-genéricamente) por lo menos a los
vertebrados no humanos y a los hombres. No es, por tanto, volviendo al dualismo tradicional entre
animales y hombres (escolástico o cartesiano) –y ello sin perjuicio de que algo de estos dualismos
pueda ser reinterpretado y recuperado de otro modo– como podremos advertir los límites del
continuismo etologista; es, más bien, remitiéndonos al dualismo Naturaleza/Cultura, como se nos
dibujarán los límites del continuismo, al menos en la forma en que lo hemos expuesto.
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orgánicas y las cadenas de reacciones del medio que rodea al organismo; lo que constituye una
garantía contra el peligro de que nuestra construcción del concepto de cultura objetual fuese ad hoc,
como orientada a justificar los límites de referencia.
Una situación singularmente adecuada, por su ambigüedad, para medir el alcance y los límites de las
distinciones entre naturaleza y cultura, en sentido etológico, y de conducta y medio,
nos la ofrece la
consideración de los panales de las abejas. Un etólogo
hablará, sin duda, de «conducta panalizadora»
de las abejas. Esta conducta, en cuanto tal (¿innata preformada?, ¿innata epigenética, necesitada de
maduración?, ¿aprendida?, ¿peristática?), parece orientada
a construir prismas exagonales
terminados por una pirámide compuesta de
tres rombos iguales, de suerte que el sólido se logre con
la menor cantidad de material posible (al menos, este fue el problema que Remur planteó a König).
König obtuvo por cálculo, como medida de los ángulos de los rombos, 109°28' y 70°32' (sin conocer
las medidas empíricas que Moraldi, en 1712, había ya obtenido: 109°26' y 70°34'). Ahora bien: ¿que
etólogo se atrevería a decir hoy que la conducta de las abejas esta preprogramada (¿por quién?) para
obtener esos poliedros, y menos aún, que son las abejas las que, por aprendizaje, han logrado
incorporar
esos patrones culturales de conducta? Más probable es que la explicación de la estructura
de los prismas del panal haya que buscarla no en la conducta, sino por vía de resultancia mecánica de
conductas (y esta resultancia no es conductual, aunque pueda ser adaptativa en función de ulteriores
conductas). Stephen Hales, en 1727, había observado que tras comprimir cierta cantidad de guisantes
en un jarrillo se obtenían «unos dodecaedros francamente regulares»; en 1939, Erdwin B. Matzke, de
Columbia, comprimió perdigones de plomo y descubrió
que, si las esferas estaban dispuestas según
estructuras cúbicas compactas, se formaban rombododecaedros, y si al azar, cuerpos irregulares de
catorce caras (Buffon había sugerido que la forma exagonal de las celdillas podría resultar de la
presión uniforme de múltiples abejas trabajando al mismo tiempo y en todas direcciones, diríamos que
según todos los radios, esféricamente).
Luego la conducta panalizadora de las abejas, ni podría ser innata, es decir, estar preprogramada
(como programa de «construir celdas exagonales», puesto que estas resultan «sintéticamente» de
conductas orientadas según otras pautas), ni podrían
considerarse aprendidas (pues las abejas no
pretenden edificar celdas exagonales), es decir, sencillamente, no es posible hablar de una «conducta
subjetual panalizadora» en sentido etológico, de construcción de panales, puesto que esta conducta
no puede ser ni innata ni aprendida. Y, sin embargo, es una conducta cultural, puesto que, a partir de
movimientos del organismo (no meramente de secreciones o de procesos como los que dan lugar a la
concha del caracol), se resuelve en
la edificación de un panal, enteramente análogo, si no ya
homólogo, a los edificios de viviendas «en colmena» de otros insectos o de los hombres. Luego la
razón de llamar cultural a esa conducta de las abejas que se resuelve en la formación de panales
habrá que tomarla de la obra misma, del panal construido por el enjambre, y no de un supuesto
aprendizaje; no cabe disociar el panal resultante de la conducta de las
abejas, de sus movimientos,
puesto que estos movimientos carecen de sentido fuera de este resultado y se configuran por el. El
panal (salvo por estipulación lingüística arbitraria) no puede considerarse como un resultado inerte, no
cultural –frente a los movimientos aprendidos, «culturales»–, puesto que es una estructura (cultural o
natural, pero objetual) tan necesaria a la reproducción de los movimientos subjetuales
como las
cadenas de reacciones del medio acuoso son necesarias para que
tengan lugar las cadenas de
reacciones bioquímicas de la célula primitiva. Y así como no es la «longitud de onda» de la Biología,
sino de la Química, la que permite iluminar la estructura procesual del medio
del viviente, así tampoco
es la «longitud de onda» de la Etología, sino
la de la Física (y en su caso, la de otras ciencias de la
cultura), la que puede iluminar la estructuración de la cultura objetiva.
Las fronteras que se dibujan para la Etología, y ya en los niveles más bajos de la vida animal, entre la
conducta –y la conducta subjetiva– y el entorno –y la cultura objetual–, se profundizan
hasta hacerse
infranqueables en los niveles más complejos de la vida, y
particularmente de la vida humana (no ya,
por tanto, de la vida humana primitiva, sino de la vida «civilizada»). No es, por ejemplo, el tallar hachas
de piedra lo que diferencia definitivamente al hombre del chimpancé, sino por ejemplo, fabricar libros
(si tenemos en cuenta que un libro es un objeto cultural e histórico que carece de todo precedente,
analógico y homológico en el resto de la scala naturae).
No es por tanto la cultura objetiva humana, en
cuanto tal, aquello que permanece en exclusiva en la penumbra del foco etológico; pero es la cultura
humana aquélla que más se aleja del cono de luz proyectado por este foco.
Ahora bien, mientras que los etólogos reconocerán, desde luego, de buen grado –más aun: como una
evidencia trivial–, que las leyes de la conducta de los animales están «limitadas» o sometidas a
las
leyes fisicoquímicas que rigen el mundo entorno de la vida de esos animales (por lo tanto, ni siquiera
se plantearán la posibilidad de reducir
las leyes fisicoquímicas que gobiernan la atmósfera [23] del
animal a las leyes etológicas, considerando como un disparate el simple planteamiento de esta
cuestión), en cambio, parecen inclinarse a pensar que las leyes de la cultura objetiva (incluyendo a la
cultura intersubjetiva y a la material) no constituyen límite alguno, sino que estas leyes habrían de ser
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derivadas, desde luego, de las leyes etológicas (de las leyes de la «conducta subjetiva»).
Constatamos, de este modo, una inesperada presencia (residual, sin duda), del dualismo metafísico
entre Naturaleza/Cultura, que el etologismo parecía precisamente destinado a borrar. Pues, ¿por qué
el etólogo ha de detenerse ante las leyes físico químicas, como inasimilables, y en cambio trata de
reducir a su propia legalidad subjetual las leyes de la cultura objetiva? Se dirá que su proceder está
justificado porque mientras que las leyes físico químicas se supone que actúan ya con anterioridad a
la conducta y con independencia de ella, en cambio, las «leyes de la cultura objetiva» (si existen) no
son independientes de la cultura subjetiva, ni anteriores a ella, puesto que la cultura objetiva es
producto, a fin de cuentas, de la conducta subjetiva. Sin embargo esta justificación es insuficiente, en
tanto ella implica que se acepta la tesis de la reducibilidad de las leyes estructurales a las leyes
genéticas, es decir, que por el hecho de que un sistema dado proceda según una línea de
descendencia genética o histórica dada, ha de poder reducirse a la legalidad que gobierna esa línea
genética o histórica. Pero como esto no es así, podemos seguir sospechando que es el dualismo
metafísico (Natura/Cultura), aunque inadvertido, el que sigue inspirando
al etólogo la decisión de
«detenerse» ante las leyes naturales y no ante las leyes culturales (de la cultura objetiva). Ahora bien,
si un logos objetivo «atraviesa todas las tierras y los inmensos mares» –terrasque, tractusque maris,
coelunque profundum–,
es decir, si las leyes que gobiernan la sinfonía clásica no son menos objetivas,
como leyes de la «exacta fantasía», que las leyes que gobiernan el panal de las abejas, entonces no
hay razón para que el etólogo se detenga ante éstas y no ante aquéllas.
Segunda parte
Un ensayo sobre los límites de la Etología como ciencia cultural, mantenidos entre el
discontinuismo y el continuismo tradicionales
Los problemas que tenemos planteados en torno a las relaciones de la Etología y la Cultura han de
seguir discutiéndose tanto
en la perspectiva ontológica (en la que se dibuja el concepto de «Cultura»),
como desde la perspectiva gnoseológica (en la que se configura el concepto de «Etología»). Son dos
perspectivas que se exigen
mutuamente, como hemos dicho, casi dualmente, pero que no se
confunden,
porque sus relaciones recíprocas no son simétricas. Para circunscribirnos a lo esencial:
una ontología puede haberse desplegado al margen de toda teoría de la ciencia, es decir, con total
«inmunidad» (o inocencia) gnoseológica; pero esto no significa que no sea posible desarrollar una
ontología teniendo a la vista las categorías de las ciencias gnoseológicamente analizadas; una teoría
de la ciencia (general
o especial), en cambio, no puede constituirse con «inmunidad» (o inocencia)
ontológica, de modo meramente neutro o formal (lo que no quiere decir que sus implicaciones
ontológicas sean inmediatas, claras y
distintas, puesto que ni siquiera tendrían por qué ser unívocas).
La cultura de los primates (o la de los vertebrados, en general), la cultura de los homínidos, o la cultura
humana plena (civilizada, histórica), representan «figuras o círculos de la realidad»
cuyas relaciones
mutuas y con las realidades no culturales, al fijarse,
constituyen precisamente lo que llamamos una
ontología. La Etología, la
Antropología etnológica, la Historia, son «disciplinas científicas» diversas
que, sin duda, inciden cada una de ellas, y respectivamente, sobre cada una de las figuras de la
realidad enumeradas, pero sin circunscribirse a ellas; ni tampoco, recíprocamente, la totalidad de los
contenidos incluidos en esos «círculos de realidad» pueden considerarse
distribuidos en los campos
respectivos de esas disciplinas (contenidos tales como puedan serlo los lingüísticos, políticos o
religiosos, nos remiten a disciplinas especiales –la Lingüística, la Teoría política, las Ciencias de la
religión– que atraviesan los campos de la Etología, de la Antropología económica y de la Historia).
Esta maraña de relaciones ha de prevenirnos frente a cualquier propuesta excesivamente sencilla,
«clara y distinta» y, en particular, contra la pretensión de poder alcanzar algún resultado autónomo en
el plano gnoseológico sin «compromisos ontológicos», o bien, recelar ante una axiomática ontológica
establecida con independencia de las ciencias correspondientes y de la teoría de las mismas. Los
esquemas ontológicos que vamos a proponer han sido establecidos teniendo a la vista muchos
presupuestos gnoseológicos, pero no pretenden deducirse de ellos.
El continuismo, tal como ha sido presentado en la primera parte de este ensayo, parece haber
derribado los dualismos tradicionales, las dicotomías animal/hombre y naturaleza/cultura: los hombres
son animales, la cultura es también una categoría zoológica, y la Etología es una ciencia cultural.
Pero, según hemos intentado demostrar, el continuismo no es una alternativa que pueda ser aceptada
sin reservas frente a los dualismos. Los esquemas dualistas tienen también su fundamento, y lo que
desde el continuismo se habría podido demostrar es sobre todo que las líneas fronterizas tradicionales
son inadmisibles, pero sin que esto signifique que no existan otras, y tales
que las tradicionales
pudieran reinterpretarse como una representación distorsionada (en un medio ideológico metafísico o
mitológico) de las líneas estructurales de frontera más efectivas. Esto supuesto, nuestra tarea habrá
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La línea fronteriza que consideramos más significativa en el momento de analizar las relaciones entre
la Etología
y la cultura es la que separa (aunque sólo esencialmente, pero no existencialmente) la
cultura en su momento de cultura subjetiva (subjetual) y la cultura en su momento de cultura objetiva
(objetual). Esta distinción «atraviesa» no solo el dualismo animales/hombres, desde luego, sino
también el dualismo tradicional Naturaleza/Cultura, puesto que la cultura subjetiva no sólo afecta a
comportamientos zoológicos que, como hemos dicho, hay que considerar como comportamientos
naturales, desde el punto de vista biológico (aunque incluyan una proporción variable de aprendizaje),
sino también porque hay formaciones naturales, biológicas (hemos citado el panal de un enjambre de
abejas) que, sin embargo, habría que poner del lado de la
cultura objetiva, extrasomática. Nuestra
propuesta tiende a prescindir del concepto metafísico de «Naturaleza» y de su oposición global al
concepto de «Cultura», incluso en su redefinición en términos de «conducta heredada» y «conducta
aprendida», puesto que suponemos que esta redefinición de la oposición tradicional sólo alcanza su
relieve, en cuanto oposición primordial, como un reflejo de la oposición metafísica tradicional. Es, en
efecto, completamente arbitrario llamar «naturales» a los movimientos del corazón de un ave recién
nacida, o a su aleteo «espontaneo», y llamar «cultural» al movimiento maduro de sus alas, aunque
éste haya necesitado de un aprendizaje a cargo de sus progenitores. Por sí misma, la oposición, que
no se niega, entre cultura
innata y cultura aprendida, habría que considerarla, desde una perspectiva
biológica, como una oposición secundaria, cuyo «juego» tendrá lugar en otro terreno (el de la
Genética, por ejemplo), más restringido que el terreno propio de la Biología o el de la Zoología.
Además de estas dos determinaciones de la Idea de cultura (cultura subjetiva y cultura objetiva),
tendremos que considerar
la determinación de la cultura social (o intersubjetiva), en tanto que,
en
cierto modo, es intermedia entre las dos anteriores, y no tanto porque constituya una tercera
determinación, sino porque, según las perspectivas adoptadas, podría participar de ambas y, por
tanto, o bien considerarse como un desarrollo interno de la cultura subjetiva (en tanto se resuelve en
interacciones entre culturas subjetivas), o bien como un conjunto de estructuras asimilables a la
cultura objetiva (en la
medida en que esta se redefine como la cultura no-subjetiva, es decir, no
soportada en el sistema nervioso de los organismos dotados de conducta, sino exterior a los mismos,
extrasomática, aun cuando sus contenidos sigan siendo orgánicos, y no inorgánicos, como los que
son propios de la llamada «cultura material»; por cierto, como si hubiese alguna otra forma de cultura
que no lo fuese, sino inmaterial o espiritual).
(1) La cultura subjetiva (o subjetual) es la cultura que se supone inscrita en el sujeto animal, como
organismo dotado de movimientos «naturales» (por ejemplo, los de su peristaltismo espontáneo), que
consideran los fisiólogos; pero también el animal está dotado de unos movimientos que, sin dejar de
ser connaturales, son conductuales o comportamentales. No es nada fácil establecer una línea
divisoria entre movimientos del organismo no conductuales y movimientos conductuales, pues todos
ellos pueden tener un significado biológico-natural, es decir, no meramente físico (como sería el caso
del
movimiento de caída de un animal desde un avión, en el cual el animal se mueve por leyes
mecánicas y no biológicas). Hay también movimientos de los organismos que, sin ser físicos, y aunque
se den en función de estímulos exteriores, tampoco podrían llamarse conductuales, como los llamados
tropismos y muchos reflejos medulares. Se ha propuesto, como criterio de un movimiento conductual,
su carácter teleológico (así, Tolman); pero este criterio no parece por sí mismo operativo, y esto sin
necesidad de invocar las dificultades inherentes a las categorías de la
finalidad, sino sencillamente
atendiendo a la circunstancia de que estas categorías también se aplican a los movimientos orgánicos
no conductuales (E. S. Russell), incluso a situaciones mecánicas.
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demostrable). Es obvio que sólo podemos hablar de objetos apotéticos cuando suponemos a los
animales dotados de «teleceptores» (especialmente oído y vista); también el olfato, incluso las
sensaciones
táctiles memorizadas; por lo cual no podría aplicarse a todos los animales la categoría de
la conducta o del comportamiento (véase nuestro
artículo antes citado, «Sobre el concepto de ciencias
humanas»). Y si los objetos (apotéticos) constituyen el ámbito de la Psicología (y de la
Etología) habrá
que decir que los procesos psicológicos (o etológicos) toman comienzo en puntos situados «fuera» del
sujeto corpóreo, antes que
en el interior de su organismo; y esto equivale a invertir las relaciones
según las cuales son pensadas habitualmente la Psicología y la Física (o Fisiología), porque lo que
está «dentro» del sujeto (sus factores internos) será aquello que considera la Fisiología, mientras que
la Psicología-Etología habrán de comenzar dirigiendo su mirada a fenómenos que están «fuera» del
sujeto (a factores externos). Un individuo experimenta palpitaciones: en la medida en que ellas sean
puestas en conexión causal con perturbaciones de su sistema nervioso o bascular –alojadas en el
interior de su organismo–, estaremos moviéndonos en la jurisdicción de la Fisiología; en la medida en
[25] que tales palpitaciones sean puestas en conexión causal con determinadas
máscaras de aspecto
terrorífico, que se le muestran agitándose en su entorno, estaremos moviéndonos en la jurisdicción de
la Psicología o de la Etología.
Ahora bien, los movimientos conductuales se desarrollan según pautas que han de estar, de algún
modo, inscritas («programadas», se dice con la metáfora del ordenador) en su organismo. Esta
«inscripción» se supone que puede venir dada con el mismo equipo genético que controla los
movimientos fisiológicos no conductuales, por tanto, por vía hereditaria; pero también se admite que la
inscripción puede llevarse a cabo después de la formación del zigoto (aunque sea previamente a su
nacimiento), de suerte que esta inscripción pueda decirse que es aprendida, no heredada. (En todo
caso, no todas las inscripciones no heredadas habremos de considerarlas como aprendidas, según la
regla dicotómica, pues es preciso tener en cuenta, como hemos dicho, las inscripciones peristáticas,
por ejemplo, aquéllas que pueda recibir regularmente un embrión de mamífero placentario o de ave,
ya formado, del entorno del claustro materno en donde se gesta o se incuba). La conducta no
heredada (la aprendida, y acaso también la moldeada peristáticamente –y, a veces, como vemos por
el ejemplo gestante anterior, es casi una distinción de razón hablar de conducta aprendida «cultural» o
moldeada–) es la que denominamos cultura subjetiva (subjetual), sin duda sobre la base metafórica de
la agri-cultura o, en general, de las modificaciones que se inscriben en un
sujeto dado procedentes de
su exterioridad. Como hemos dicho anteriormente, el peligro de esta metáfora lo ponemos
principalmente en los efectos que ella puede tener en orden al establecimiento de una dicotomía
disparatada entre la conducta aprendida –de la cultura subjetiva– y la conducta heredada o moldeada
peristáticamente, saltando por encima de la continuidad biológica, estructural o funcional que, sin
perjuicio de la diferencia genética, mantienen, en la mayor parte de los casos, estos diversos tipos de
conducta.
Nos permitimos subrayar, por tanto, la circunstancia de que esta determinación de la Idea de cultura,
como cultura subjetiva,
corresponde precisamente a la acepción tradicional (la cultura animi);
acepción
en cuyo horizonte se mantuvo enteramente la célebre definición
que Edward B. Tylor propuso, al
comienzo de su obra fundacional, la Ciencia de la Cultura (en una fecha prácticamente coetánea a la
que el Kulturkampf
de Bismarck entronizaba la idea de la cultura en su acepción suprasubjetiva). En
efecto, Tylor define la cultura, «en sentido etnográfico amplio», como un todo complejo que incluye
conocimientos, creencias, arte (i.e., habilidades), y cualesquiera otros hábitos
y capacidades
adquiridas por el hombre en cuanto miembro de la sociedad. El concepto de cultura de Tylor es, por
tanto, el concepto de cultura subjetiva (en su especificación humana), pues subjetivos son los
hábitos
(aunque de ellos interesen sólo, al parecer, aquéllos que tienen una fuente social).
El concepto de conducta cultural utilizado por los etólogos puede, por tanto, considerarse como una
extensión a los animales del concepto tradicional que los humanistas y luego los antropólogos
mantenían circunscrito al hombre, pero conservando su carácter subjetivo, inherente al concepto de
hábito, si bien acentuando la estructura orgánica (corpórea) de estos hábitos, que ya no serán
«hábitos del alma» –es decir, de sus facultades superiores: entendimiento y voluntad–, sino, por
ejemplo, sistemas de reflejos condicionados (podría decirse: la cultura animi se concebirá, sin dejar de
ser subjetiva, como cultura corporis).
La cultura subjetiva es, pues, cultura somática, y en este sentido
acaso fuera conveniente hablar de cultura subjetual, dadas las connotaciones psicológicas y aún
espiritualistas del término «subjetivo». En cualquier caso, como concepto biológico, el concepto de
conducta cultural se construye, en muchas ocasiones, según un deliberado
plan orientado a subrayar
su subjetividad, pero en tanto ella tiene la misma estructura que la subjetualidad de la conducta
heredada.
El isomorfismo entre ambas subjetualidades se lleva a veces al extremo de llegar a atribuir
a la conducta cultural la misma estructura «corpuscular» que los genéticos atribuyen a la conducta
«natural», o heredada, así como también las mismas leyes formales (estadísticas, por ejemplo, la
«deriva genética») en su desarrollo. De este modo, si la conducta heredada se considera organizada a
partir de unidades subjetuales llamadas genes, la conducta aprendida se considerará organizada a
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(2) La cultura social es la cultura intersubjetiva (inter-somática), y la entenderemos, por tanto, como
una cultura que no es propiamente subjetual (en el sentido dicho), sencillamente porque las
pautas de
la misma no son propiamente conductuales (subjetuales). Sin duda, estas figuras interindividuales
resultan de conductas individuales
y pueden analizarse en términos de tales conductas (que sean
partes formales suyas), pero ellas no son ya conductuales (del mismo modo que un ensamblaje de
poliedros regulares tampoco es un poliedro regular). En
todo caso, no tiene sentido, salvo por un
postulado de duplicación enteramente metafísico (como el que inducía a aquel aldeano a pensar que
las patas de los caballos al galope se movían porque en cada una de sus
pezuñas había otro caballito
galopando), atribuir a cada sujeto memes conductuales que prefigurarán las figuras de la cultura
intersubjetiva.
Pero estas figuras intersubjetivas deben considerarse, desde luego, como configuraciones culturales,
con el mismo
motivo que llamamos culturales a las conductas aprendidas; pues si cultural, y aun
artificiosa, es, desde luego, la configuración de parada
de un batallón, con independencia de que esta
configuración deba formarse a partir de conductas aprendidas (sin que estas conductas contengan
una reproducción homeomérica de la figura global: el soldado acaso no conoce siquiera la
configuración resultante), ¿por qué no es legítimo [26] también llamar cultural a la disposición de una
banda de babuinos en orden jerárquico de marcha, o a un enjambre de abejas (no ya
al panal)
trabajando? Estas configuraciones sociales son a veces artificiales, a veces son naturales; pero en
ambos casos pueden considerarse culturales, pues son morfologías supraorgánicas (no son del
género de la morfología de una célula o de un bazo) y, a la vez, isomorfas entre sí en estructura y
función. Y tan natural es la banda de
babuinos, aunque sea superorgánica, como natural es la
conducta de vuelo de un ave, aunque sea aprendida (cultural). Y no sería razón alegar que la
conducta, aun aprendida, no tiene solución de continuidad con la vida, mientras que la configuración
de una banda de babuinos ya no es viviente por sí misma; pues, en todo caso, sería gratuito exigir a
la
idea de cultura la nota de «viviente», en sentido sustancial, en lugar de subrayar su contenido
estructural o esencial; en cuyo caso, habría que considerar como característica de la Idea de cultura
precisamente la nota de lo que, sin ser sustancialmente viviente (orgánico), por su origen, llega a ser
molde de la propia vida (la propia conducta aprendida sería cultural, en cuanto aprendida, es decir,
moldeada desde el exterior del organismo –a diferencia de la conducta heredada– más que en cuanto
conducta del viviente). Y esto sin tener en cuenta los casos en los cuales las configuraciones
supraindividuales y supraorgánicas son tan próximas al organismo que casi podrían considerarse
estas configuraciones como organismos entre cuyas partes, sin perjuicio de su disposición discreta,
siguen circulando fluidos o feromonas similares a los que circulan entre las células de un organismo
individual (el enjambre de abejas es biológicamente antes un soma o cuerpo cuasiorgánico, viviente,
cuya unidad es más próxima que ninguna otra, a la unidad que liga a las células de cada abeja, que a
una unidad social o política).
(3) En cuanto a la cultura objetiva (extrasubjetiva, extrasomática, «material»), sólo diremos que
constituye, desde la perspectiva de muchas disciplinas, el «sentido fuerte» o el primer analogado del
término Cultura («son los restos de vajillas o de alcantarillado lo que queda de una sociedad, más que
sus ideales o sus sentimientos...», dice Glyn Daniel, desde la Arqueología prehistórica). Ahora, la
cultura de un pueblo o de un grupo y, sólo a su través, la de un individuo, es tanto, junto con la cultura
intersubjetiva, como el conjunto de utensilios, indumentos, edificios, herramientas, cultivos,
modificación de la corteza terrestre, &c., que forman parte del «mundo artificial» en el que viven los
organismos de los cuales están formados los pueblos. Tampoco la cultura objetiva es sustancialmente
(orgánicamente) una entidad viviente. En general, es inorgánica, inerte,
por más que algunas
formaciones muy próximas a esta cultura extrasomática puedan estar constituidas por materiales
vivientes, como la tela-araña, la copa-cráneo o el garrote de hueso. Sin duda, la cultura extrasomática
dice relación genética a los organismos individuales.
Pero esta relación genética tampoco es propiamente una relación orgánica, sino conductual
(operatoria): en la configuración
de las formas materiales de la cultura, deben haber intervenido
operaciones de animales (operaciones tales como «rasgar», «ensamblar», &c.), y esto excluye de la
cultura extrasomática, o hace problemático considerar como formas culturales, a muchas formas
inertes,
«segregadas» por organismos por vía no operatoria (la concha del caracol, incluso la tela de
araña, en el supuesto de que no pudiera probarse su génesis operatoria). En cualquier caso, la
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relación genética
de las formas culturales a los sujetos vivientes, no agota las virtualidades de esas
formas, cuya estructura desborda ampliamente su génesis operatoria y llega a alcanzar una función
ella misma generadora o
moldeadora de ulteriores operaciones del sujeto viviente: «no fue el hombre
quien hizo el fuego, sino el fuego al hombre», decía, vigorosamente, Engels. Ahora bien, una cosa es
reconocer la legitimidad propia (aunque sólo fuera por estipulación) que cada una de estas tres
determinaciones del término «cultura» reclama –cultura en su sentido conductual, cultura en su
sentido social, cultura en su sentido material– y otra cosa es considerar resuelta la cuestión en torno a
la Idea de Cultura. Si estas tres determinaciones son sencillamente independientes, ¿no quedaría
automáticamente rota la unidad de la Idea de Cultura, no sería preciso concluir que el término
«Cultura» es equívoco? La unidad de la Idea de Cultura depende, por tanto, de la unidad que quepa
establecer entre sus tres determinaciones. Esta unidad,
aun defendiendo la unidad de la idea de
Cultura, podrá entenderse como externa a alguna de las tres determinaciones (lo que equivaldría a un
reduccionismo que defienda que el sentido fuerte, interno o propio de la
Idea de Cultura hay que
ponerlo en alguna de sus determinaciones, siendo externos, o derivados por «denominación
extrínseca», los restantes sentidos), o bien podrá entenderse como interna a estas tres
determinaciones (lo que exigirá un tipo de conexión sui generis capaz de dar cuenta de esta unidad).
Por ello, cuando la reconstrucción quiere alcanzar sus posibilidades lógicas más altas, habrá de
acudirse a un postulado de
homonimia entre las formas de la cultura subjetual y las diversas formas de
la cultura social y objetiva; homonimia que llevará a una duplicación de esas formas culturales en el
ámbito de la subjetualidad, enteramente paralela a la duplicación del mundo de la que Aristóteles
acusó a los platónicos cuando pretendían dar cuenta de las formas del mundo real a partir de un
mundo de las ideas homonímico al primero (Metafísica,
990b). Ahora, las ideas serán los memes,
cuando la reducción etologista
se lleve a cabo dentro de una metodología atomista-corpuscularista. La
cultura objetiva (social, material), de un grupo, se descompondrá, según
el esquema del mosaico, en
un conjunto de rasgos, a cada uno de los cuales se pondrá en correspondencia con un meme: de este
modo, la cultura objetiva, la cultura del grupo, podrá, a su vez, reconstruirse en términos atomistas-
nominalistas, como «acervo cultural del grupo», como la suma lógica de todos los memes inscritos en
cada uno de los individuos del grupo, con vistas a preparar un tratamiento probabilístico de la
dinámica del cambio cultural, que incluye la propuesta de un concepto paralelo al de deriva genética,
el de «deriva memica»{4}.
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Se comprende que este modelo, aunque no sea más que por su elegancia formal (y sin negar que
tenga una esfera de aplicación,
por limitada que ella sea), deba ser propuesto como referencia ideal. A
nuestro juicio, su función gnoseológica es más bien la de un contramodelo, dado su carácter utópico,
puesto que es imposible, de hecho, aplicarlo en concreto a ninguna región de la realidad cultural (del
mismo modo que es imposible construir el modelo leibniciano de la Característica Universal, en tanto
ella supone la construcción previa de
un diccionario de conceptos simples); el modelo homonímico
podría guiar, quizás, alguna investigación de dinámica comparada de cambios en torno a un conjunto
convencional de rasgos culturales definidos en dos o
más sociedades convenientemente elegidas.
Pero desde el punto de vista de la comprensión filosófica del asunto que nos ocupa (la unidad de la
Idea de Cultura), el modelo debe considerarse muy superficial. Ni siquiera tiene capacidad para pasar
de las figuras de la cultura subjetiva a las figuras de la cultura intersubjetiva, es decir, de la cultura de
un grupo, puesto que la cultura de un grupo no puede resolverse como una suma lógica o como un
producto lógico de formas de la cultura individual; además, estas sumas o productos serían
idempotentes y, por tanto, carecerían de capacidad lógica para alcanzar figuras supraindividuales –
salvo que se postule la hipótesis duplicativa–.
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Por nuestra parte, reconocemos ampliamente los fundamentos del reduccionismo objetivista de la Idea
de Cultura. Las configuraciones registradas en la cultura objetiva –en la partitura de una sinfonía, en
las líneas de un libro, mediante el cual, un colegio sacerdotal se hace capaz de reproducir secuencias
ceremoniales con intervalos de decenios– no están inscritas en un archivo memico (en un programa
cognitivo o en montaje nervioso): la partitura o el libro, por si mismos, son mudos, desde luego, pero
sin partituras o libros no es posible que la sinfonía suene o que el texto sea leído. Los diferentes
estímulos objetivos van desencadenando los actos de la «conducta de tocar cada instrumento» o de la
«conducta de leer», cuyos actos sólo están programados, no en la mente o en el cerebro, sino
precisamente en la partitura o el libro, es decir, en secuencias de marcas de la realidad exterior,
engranadas, desde luego, con los aparatos perceptuales y motores del sujeto, de la misma manera –
repetiremos el símil– a como las secuencias químicas del medio hídrico han de estar engranadas a las
estructuras bioquímicas de la célula primitiva.
Otro tanto ocurre pues con las secuencias de estímulos exteriores que van a su vez produciendo o
descubriéndose en función de las mismas «acciones en cadena» de la conducta subjetiva,
estimuladas, a su vez, por esas acciones, y esto ya en conductas biológicas llamadas innatas o, al
menos, dudosamente «culturales». Podemos tomar de Tinbergen un ejemplo excelente cuando
describe las secuencias de la «avispa cavadora» en busca de alimento (las abejas son su alimento
preferido): la avispa vuela de planta en planta; cuando percibe visualmente, hasta a diez centímetros,
a la abeja (o a una araña, &c.), se detiene; aún no ha reconocido a su presa como abeja;
la avispa
revolotea y se lanza, de pronto, si logra captar el olor de la abeja; si el objeto percibido visualmente no
desprende olor, la avispa revolotea unos segundos y se aleja; un objeto que simula la abeja
y haya
sido frotado con ella para adquirir su olor, desencadenará también el salto de la avispa; ahora ya no es
el olfato, es el tacto –al
tocar la avispa a la abeja–, el que desencadenará el mecanismo de clavarle el
aguijón (si la simulación, aunque tenga olor a abeja no es semejante a su tacto, tampoco habrá
aguijón, &c.). Podríamos concluir, en suma, que las secuencias objetivas proporcionadas por las
configuraciones exteriores (naturales o culturales) están intercaladas en las secuencias de los actos
constitutivos de una conducta natural, de
la misma manera como las secuencias de reacciones
fisicoquímicas del medio han de estar «intercaladas» con las secuencias de reacciones bioquímicas
del organismo viviente. No cabe hipostasiar las configuraciones culturales objetivas, pero tampoco las
secuencias culturales subjetivas. Mantenemos, desde luego, muchas reservas ante el reduccionismo
objetivista de la cultura, por lo que tiene de hipostatización metafísica de las estructuras o secuencias
impersonales que, sin perjuicio de desbordar ampliamente el ámbito conductual y aun social, sin
embargo no tiene capacidad organizadora por sí mismo, cuando
se considera al margen de las
conductas subjetivas y de los dispositivos intersubjetivos.
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preculturales
o trasculturales. Es así como los diversos patrones de la conducta cultural han de
implantarse, a su vez (en armonía o en conflicto), en una conducta genética, y como las diversas
configuraciones de la cultura
objetiva han de considerarse implantadas, a su vez, en legalidades
objetivas trasculturales, según ordenes deterministas físicos o topológicos (a la manera como la
«figura cultural» consistente en una serie de figuras repetidas que se producen al desplegarse una tira
de papel plegado, al que se le han practicado ciertos cortes –según actos de una «conducta de cortar»
subjetiva– está inmersa en una legalidad topológica, objetiva, metacultural, que no depende ya tanto
de la cultura cuando de la «geometría» del papel).
Concluimos: más relevantes (para la Etología) que la frontera tradicional establecida entre Naturaleza
y Cultura parecen ser las líneas divisorias que separan la cultura subjetiva de la cultura objetiva (social
y material). Y esto debido a que la Etología (según el análisis de la misma que esbozaremos en la
Sección II siguiente) adoptaría la perspectiva de la conducta, por lo que sus límites no habría que
ponerlos (ni ella tampoco los encontrará) del lado de la conducta, ya sea ésta la de una avispa
cavadora, ya sea la del chimpancé
Lana, ya sea la del Presidente de Guatemala. Los límites
aparecerán en el momento en que las configuraciones dadas en la cultura social y en la
objetiva
alcancen un punto crítico tal que permitan una inversión de la perspectiva de análisis. Comenzaríamos
a aproximarnos a este punto crítico cuando la plasticidad (no solo la complejidad, que puede ser tan
elevada como la de un enjambre de abejas) de las configuraciones culturales, sociales y materiales
sea tal que, dentro de una misma especie mendeliana, puedan comenzar a constituirse poblaciones
reguladas por diversas configuraciones sociales y materiales, sin perjuicio de mantener su vinculación
genética y todo lo que ella implica. Cuando esto ocurra, la perspectiva de la cultura objetiva, social y
material, y, en su momento, histórica, comenzará a ser más importante en la determinación del curso
de las realidades dadas que la perspectiva de la
cultura subjetiva (que es la predominante cuando la
cultura es meramente instrumental, casi como una «prolongación del sujeto»). No se trata, por tanto,
de afirmar que la cultura subjetiva quede anulada, puesto que ésta ha de estar siempre presente. Pero
mientras esta conducta es prácticamente universal a la especie, aunque sea aprendida, ello significará
que el sistema de estímulos sociales y materiales puede
darse como una constante, por lo cual, lo que
habrá que explicar será, ante todo, la formación, variación y extinción de las figuras de la cultura
subjetiva, injertadas siempre en las formas de la conducta innata; y cuando las culturas sociales y
materiales sean variables dentro de la misma especie, habrá que acudir a las leyes de formación,
constitución, cambio y destrucción de esas culturas objetivas (leyes que
se mantienen a una escala
distinta de la individual) para dar cuenta de
la realidad.
Mientras que la explicación de por qué un elefante, atravesando un desierto, se refresca con arena
(«conducta de ablución sustitutoria») no me obliga a regresar a coordenadas distintas de aquellas en
las que se hayan puesto los factores que explican, para toda
la especie, el desencadenamiento de
conductas naturales de ablución con
agua (por consiguiente no pondré en ninguna cultura social-
objetiva estas razones, sino, a lo sumo, en alguna contingencia), en cambio, la explicación de por qué
el musulmán que, atravesando el desierto sin agua, practica con arena una ablución ceremonial, no
puede recurrir ya a
los factores dados en la conducta subjetiva específica, sino que habría
de recurrir
a la cultura objetiva, en este caso al Corán: aquí están los factores desencadenantes de la conducta
(sin que ello implique
afirmar que la totalidad de la cultura objetiva haya de concebirse como
un
«programa de actos conductuales»). Y esto nos lleva de inmediato a preguntar por la relación entre los
momentos en que se producen esos puntos críticos que obligan a la inversión de la perspectiva
subjetiva por la objetiva y los momentos en que reconocemos la aparición de una línea fronteriza entre
animales y hombres. A nuestro parecer, la inversión no tiene por qué producirse paralelamente con los
momentos de la especiación biológica de los homínidos que llamamos «hombres»; las primeras
especies del Genus Homo pueden considerarse situadas en la anterioridad de ese punto crítico; éste
se produce más tarde, y según
diversos grados. Sólo por su forma pueden hacernos sonreír hoy, y a
veces escandalizarnos, formulaciones de viejos escritores como la siguiente: «Así es como
imperceptiblemente pasamos del hombre al mono por transiciones sucesivas. No se nos objete su
diferencia moral e intelectual, pues ¿qué distancia tan grande media entre la inteligencia del Hotentote
Bosjesman o salvaje y la del orangután? Por cierto que mucha mayor es la diferencia entre un
Descartes, un Homero, y el alelado
Hotentote, que entre el orangután y este último»{6}.
La idea central es ésta: que cuando utilizamos el concepto «hombre» –por ejemplo, en su relación de
oposición a «animal»–,
estamos, en realidad, «arrastrando», entre otros, dos momentos muy distintos,
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pero dialécticamente implicados, a saber: «hombre» como «animal cultural» (tal como lo consideran,
por ejemplo, los etólogos, pero también los etnólogos y antropólogos) y «hombre» como «persona»
(tal como lo considera, por ejemplo, la «Declaración de los Derechos del
Hombre», pero también
muchas ideologías filosóficas y religiosas). No se trata, por nuestra parte, de constatar simplemente
esta duplicidad de
«acepciones», a efectos de no confundir los contextos lingüísticos respectivos en
los cuales puedan funcionar por separado tales acepciones
(pongamos por caso, el «contexto
lingüístico de la Zoología o la Etnología» y el «contexto lingüístico de la Etica, de la Moral o del
Derecho, o de la Filosofía del Espíritu»). Se trata de reconocer también
que ambas acepciones no son
separables cuanto a la cosa, ni permiten interpretar el término «Hombre» como un simple caso de
término equívoco,
sino que, por el contrario, ambas acepciones, por opuestas que ellas sean, son
también momentos de un mismo proceso dialéctico en virtud del cual habría que decir que el Hombre,
en cuanto «persona humana», implica
al Hombre, aunque sea por modo de negación, del Hombre en
cuanto animal
cultural.
No se trata pues de presentar al hombre, globalmente tomado (en cuanto opuesto a animal), como
una mera especie co-genérica dada dentro del orden de los primates (acaso de-generada, como un
«mono mal nacido»), ni tampoco como un «Reino nuevo» que se ha elevado, en virtud de una cultura
superior, al eter de los valores supremos, a lo eterno. Aquí damos por descontado que es pura
metafísica ver en el hombre, en razón de los contenidos precisos de su cultura (de sus culturas), bien
sea a la más abyecta degradación de la naturaleza (la cultura como un simple aparato ortopédico del
mono mal nacido, de Alsberg o Klages, &c.), bien sea como la culminación o perfección del entero
mundo natural (la «dignidad del hombre» como «dominador de la
naturaleza», continuador de la obra
divina de la Creación, o incluso Dios mismo). Una banda de hombres equipados con armas
«culturales» elementales puede ser mucho más fuerte y eficaz que una manada de fieras
«equipada»
con sus «armas» naturales; pero, ¿en virtud de qué fundamentos (no mitológicos) nos atreveríamos a
decir que los hombres que han construido las catedrales barrocas en las que flota la nueva música del
órgano son más creadores o dominadores de la Naturaleza, más excelsos o se han «autoliberado» en
un grado más alto que las abejas que
han construido un panal? Porque un panal no es menos
«maravilloso» (tampoco más) que una catedral barroca. Los hombres, sin duda, en función del
desarrollo de su cultura objetiva (social y material) y de los procesos de anamórfosis que este
desarrollo comporta, han comenzado a
girar en torno a «centros nuevos» respecto de aquéllos en
torno a los cuales giran otras especies animales, a ser gobernados por leyes irreducibles a las leyes
etológicas; pero no por ello estaríamos autorizados a ver en la Antropología (que se ocupa de esas
«leyes») la puerta que nos abre el acceso a los umbrales de un reino de la libertad,
de la belleza o de
la bondad, que pudiéramos considerar, por lo menos, como el atractor último de nuestra especie.
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No se trata de exponer aquí ejemplos de lo que pudieran ser esos atributos transculturales del hombre
que, en ningún caso, habría que entender como atributos absolutos (dado que sólo resultan de la
confrontación de determinaciones culturales concretas dadas históricamente); tan sólo nos referiremos
a una de las determinaciones en la que, simultáneamente, advertimos una mayor intensidad de poder
de un contenido formal –resultante del drenaje de cualquier contenido cultural concreto, según la
regla: omnis determinatio est negatio–
y el poder crítico de ese contenido para conducirnos al
horizonte personal en cuanto tal, a saber, el imperativo ético que nos propone la preservación de la
vida corpórea de los hombres en general –más allá o «sin distinción alguna de raza, color, sexo,
idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición
económica, nacimiento o cualquier otra condición...» (nos permitimos advertir que esta consabida
fórmula jurídica realiza precisamente
esa trituración y negación de las determinaciones culturales a las
que nos venimos refiriendo)–, y ello sin perjuicio de que este imperativo ético pueda entrar en conflicto
frontal con otros imperativos morales.
II. El campo gnoseológico de la Etología, entre el continuismo y el discontinuismo
La Etología, en la sección precedente, se nos ha presentado como ciencia cultural, como ciencia de la
cultura subjetiva. Ahora bien, la cultura subjetiva es indisociable de la cultura intersubjetiva (social) y
de la cultura extrasubjetiva (cultura material), lo que quiere decir que también la Etología ha de tomar
contacto con la cultura social y con la cultura material de los animales
(incluído el hombre) que
estudia. Sin embargo esto no autorizaría a concluir que la Etología deba ser considerada como la
Ciencia de la Cultura, en general, puesto que hay ciencias culturales y sociales –tales como la
Sociología, la Antropología, la Lingüística y las Ciencias Humanas– que se mantienen fuera de la
perspectiva etológica, aunque incluyan materiales etológicos o psicológicos característicos. Hemos
sugerido, como criterio para establecer la distinción entre la Etología y las otras «ciencias culturales»,
no ya propiamente la distinción entre una Etología animal y una Etología humana (haciendo coincidir
la línea fronteriza gnoseológica con una línea fronteriza ontológica que delimitase a los animales de
los hombres) –pues la Etología humana es Etología co-genérica de la Etología del Pan paniscus, o de
la Etología del Homo habilis (si fuera posible reconstruirla)–, sino la distinción entre una Etología que
mantiene la perspectiva de la cultura subjetiva y las otras ciencias que caracterizaríamos por mantener
la perspectiva
de la cultura social o material (de hecho estas ciencias son principalmente la
Antropología etnológica –cuyo campo propio tampoco sería coextensivo con el hombre, sino con las
sociedades humanas culturalmente diferenciadas en clases distributivas– y las ciencias humanas tales
como la Lingüística, la Historia Política, &c.). Hablaríamos así, no ya de una disociación de la cultura
subjetiva y objetiva como campos de ciencias diferentes, sino de una inversión
en el conjunto
heterogéneo de las formas culturales –casi de una dualidad, en el sentido geométrico, que comporta
una reversividad de perspectivas–, de la perspectiva subjetiva y en la perspectiva objetiva (la inversión
antropológica), o bien de la inversión de lo objetual en subjetual (inversión etológica).
Ahora bien, este criterio así formulado es muy impreciso y aproximativo, es decir, no está elaborado
gnoseológicamente.
Pues supuestas las implicaciones entre los tres momentos de la idea de cultura
que hemos establecido, como momentos conjugados, el problema gnoseológico que se nos plantea es
el de encontrar las razones por las cuales la «inversión etológica», es decir, la adopción de la
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perspectiva
de la cultura subjetiva (incluso para referirse a las otras dos capas de la cultura) puede
constituir el principio de una ciencia diferente de
aquéllas a las que daría lugar la «inversión
antropológica».
Otra cosa es que el análisis de la conducta humana, en tanto depende de variables ambientales –
apotéticas–, que determinan conductas aprendidas, dependientes en su concatenación general de los
planes tecnológicos del adiestrador –es decir, en tanto la conducta no está organizada objetivamente
según el criterio de la supervivencia de la especie–, sea más superficial; para este punto es necesario
consultar
el artículo de Juan Bautista Fuentes Ortega, «Un caso ejemplar de historia interna en
Psicología» (El Basilisco, 2ª época, n° 8, 1991, principalmente página 37; ver también su ponencia al
IV Congreso de Teoría y Metodología de las Ciencias, Gijón 1988). Desde esta perspectiva cabría
decir que si la metodología de Skinner es más psicológica que etológica, ello se debería precisamente
a aquella desconexión, que implica, a su vez, un tratamiento de los individuos en cuanto tales (por
cuanto hemos «puesto entre paréntesis», como fondo constante abstraible, las conductas innatas,
naturales, y por tanto específicas); según esto la Psicología se diferencia de la Etología precisamente
por su orientación hacia el individuo (no ya propiamente el
individuo «enclasado» den una especie), a
su moldeamiento en cuanto tal, y cuando la metodología de Skinner es acusada por muchos etólogos
de practicar experiencias de laboratorio de dudosa validez ecológica, habrá que precisar que esta
acusación, como objeción, es injusta y puede
considerarse como una mera forma «dramática»
(realimentada acaso por motivos de ética animal) de constatar la enorme diferencia de perspectivas.
Pues la metodología de Skinner no tiene por qué pretender «validez ecológica» (es decir, validez para
los individuos de una especie o grupo en conexión con su medio natural), sino validez para el
moldeamiento de la conducta individual, que sólo puede conseguirse en el
laboratorio (y suponemos
que es una simple metáfora –o una utopía, la de Walden Dos– concebir al mundo o a la sociedad
como un gigantesco laboratorio o una inmensa caja de Skinner: el mundo no es una
jaula de Skinner
por la sencilla razón de que no podemos ni entrar ni salir de él).
Los métodos de Skinner son, en este sentido, antinaturales (no son meramente métodos que puedan
acumularse a los métodos etológicos), y no porque ellos puedan llevarse adelante al margen de toda
conducta natural, sino porque combinan los mecanismos «naturales» a fin de obtener efectos
paradójicos (que están en función de fines técnicos del experimentador), pero solo en apariencia;
como cuando el ingeniero aeronáutico combina los mecanismos «naturales» para obtener la paradoja
de un avión que sube contra natura, contra la
ley de la gravedad; y, en la realidad, es sólo algo distinto
de los efectos que se atienen a la norma común. No entramos aquí en la cuestión
de si, en
consecuencia, la metodología de Skinner es, más que una ciencia, una tecnología que no pretende
tanto estudiar los principios por los cuales se rige la realidad natural («conocer los fundamentos
naturales de la conducta»), cuanto controlarla, y controlarla, por tanto, en función de principios
necesariamente ideológicos, inscritos en
un círculo cultural históricamente determinado.
El análisis de las consecuencias derivadas de la desconexión nos permitirá medir mejor el alcance de
la conexión (de la cultura subjetiva con la conducta «natural»). Anudar la conducta cultural con la
conducta natural, alinearlas, equivale a integrar aquélla en ésta. Pero «conducta natural» es tanto
como conducta específica, si lo natural se define principalmente por lo hereditario, y
lo hereditario es
aquello que está registrado en el acervo génico de una especie mendeliana. Según esto, «anudar» la
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conducta cultural a la conducta natural sería tanto, en principio, como aproximarnos a la conducta de
los sujetos culturales en la medida en que son elementos de una especie mendeliana, sin que esta
condición determine, por sí misma, el compromiso de interpretar cada conducta, natural o cultural,
como adaptativa originariamente, según la teleología de la especie (más bien habría que decir que es
porque estas conductas, en general, no siempre, han llegado a ser adaptativas, por lo que han pasado
a ser conductas de la especie o de las subespecies correspondientes). Si el horizonte de la
Etología
es el que le estamos asignando –el análisis de la conducta natural y cultural de los individuos, en tanto
son miembros de una especie mendeliana o de un «conjunto social estable» respecto de la operación
cruce en esa especie–, y si, además, tenemos en cuenta que la conducta es una determinación
interna de los organismos, es decir, algo intrínsecamente viviente (no como ocurre con la cultura
objetiva y, en parte, con la social, por mucho que algunos hablen de «Biología del Espíritu»),
podremos concluir que la Etología es una ciencia genuinamente biológica o, si se quiere, zoológica.
Ahora bien, la Etología, como ciencia biológica, instaura a su vez una subcategoría que no puede
reducirse a aquélla en la que se mantiene la Biología orgánica (morfológica o molecular). Podríamos
comparar la situación con la que media entre la Aritmética y la Geometría, que los antiguos
consideraban como «géneros incomunicables», sin perjuicio de ser divisiones inmediatas de la
«ciencia de la cantidad». En efecto, mientras que la Biología molecular se ocupa de las relaciones
paratéticas entre las partes del organismo –relación de partes entre las cuales «no hay solución de
continuidad»–, o
del organismo y su medio (milieu, como lugar del organismo, o «primera superficie
envolvente»), la Biología etológica se ocupa de relaciones entre el organismo (o partes suyas) con
otros organismos u objetos (o eventualmente partes del propio organismo), respecto de los cuales
mantiene «soluciones de continuidad» (por ejemplo, las relaciones
entre la pata del perro y su costado
en un movimiento de «rascado»), lo
que implica que a estas relaciones, descritas negativamente como
relaciones entre términos con «solución de continuidad», han de corresponderles, como relaciones
positivas, las relaciones apotéticas.
Si nos aventurásemos a buscar un «principio de cierre» capaz de dar cuenta de la unidad global del
proyecto etológico, acaso hubiera que ensayar, entre otros, el siguiente: «en la medida en que puedan
tratarse las conductas como orientadas a construir (a reproducir o a determinar) la existencia de los
organismos individuales dentro de su especie mendeliana, hablaremos de conductas etológicas, en
tanto constituyen el principio organizador de la Etología como ciencia nomotética». La expresión
«conducta etológica» no sería redundante por cuanto señalaría el sentido fuerte de la conducta de
elección de la Etología (frente a conductas anómalas, singulares, &c.). Una conducta etológica es la
que toma como unidad, no ya a los genes (en el sentido, por ejemplo, del «gen egoísta»), sino a los
individuos orgánicos, pero en la medida en que estos se dan como elementos de una especie
mendeliana. Las conductas de alimentación, la conducta sexual, las conductas de agresión..., cumplen
obviamente, y de modo casi inmediato, este concepto de conducta etológica. En general, las
conductas enumeradas en los «etogramas» satisfacen también este «principio etológico».
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Desde el principio etológico podemos medir bastante bien el alcance de la inversión etológica,
respecto de las perspectivas sociales y objetuales: ella equivaldría al
método de someter a toda
conducta (animal o humana) y a toda formación cultural, al principio etológico (por tanto, a dejar
«desdibujadas» –otros dirán: en la caja negra– las líneas de las configuraciones culturales, sociales y
materiales; por vía de ilustración: se investigará la «fuerza libidinosa» que mueve a un poeta a escribir
un poema erótico, pero permanecerá «fuera de foco» la «fuerza del consonante» –que supone la
cultura objetiva– que mueve al poeta a rimar décimas en lugar de rimar sonetos).
¿Cómo tiene lugar la inversión antropológica (o sociológica, o de las ciencias humanas), para que
desde el punto de vista de la cultura objetiva, social o material, se haga posible la instalación de unas
perspectivas gnoseológicas capaces, a su vez, de desdibujar o neutralizar (no negar) la perspectiva
etológica? Nuestra idea central se basa en la efectividad de ciertas legalidades objetivas entre
configuraciones sociales y materiales que, aunque genéticamente procedan casi siempre de
conductas etológicas o psicológicas, sin embargo, estructuralmente, se emancipan de su génesis, en
el sentido de que se mantienen en un nivel en el cual, o bien hay refluencias genéricas (posteriores), o
bien hay determinaciones transgenéricas, o ambas cosas a la vez. Esto ocurre ya en las conductas
naturales o cuasinaturales (tipo panal de celdillas exagonales, del que hemos hablado en la sección
anterior), y también puede ocurrir en las conductas culturales, sin necesidad de que sean humanas.
Aunque, en general, la inversión tendrá lugar en las culturas humanas, pero no necesariamente en el
principio mismo de las más primarias especies mendelianas del genero Homo, sino más tardíamente.
Es la cristalización de estas múltiples sociedades y culturas humanas, sobre la base de una común
conducta natural preprogramada, aquello que determinaría la configuración de estructuras sociales y
culturales que ya no permiten un análisis reductivo etológico; y no porque las leyes etológicas queden
en suspenso, sino porque la cristalización de esas configuraciones hace aparecer otro tipo
de
unidades dadas a escala no individual (y no por ello específica, puesto que tampoco se extienden
necesariamente por toda la especie), a cuya conservación habría que referir el análisis. El «principio
antropológico» (el de la antropología etnológica) podría formularse de este modo: sustituyendo en el
«principio etológico», individuo (especie)
por sociedad (cultura). Con esto, muchas de las leyes
etológicas quedan
abolidas, no en virtud de otras leyes superiores, sino precisamente porque se
neutralizan las unas por las otras o se sustituyen unas por otras, en el momento de su aplicación. El
célebre análisis de Lorenz sobre los efectos mortíferos de las armas automáticas, podría reanalizarse
desde este punto de vista: la conducta agresiva interespecífica es una conducta social, por tanto,
forman parte de la misma herencia biológica conductual (es decir, no son dos conductas) el acto de
agresión y la respuesta de apaciguamiento del agredido, que detiene la conducta agresora; con las
armas de fuego, la respuesta de apaciguamiento no llega al agresor. Luego, aun concediendo que
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pudiese llamarse «agresión» a la conducta inicial de quien arroja un misil intercontinental (y no, por
ejemplo, una conducta «industrial» o «técnica»), habría que decir que esa conducta, iniciada como
agresiva, se ha desintegrado, como tal conducta agresiva, en su configuración natural –como se
desintegra un brazo desgajado del tronco–, precisamente
al no recibir la respuesta de
apaciguamiento; lo que no significa que aquí no pueda hablarse de otro tipo de conducta («conducta
de pulsar botones», &c.).
Dicho de otro modo, no es el principio etológico el que está presidiendo el desarrollo de una guerra
moderna; no son los individuos, dotados de un equipo hereditario, como miembros de la especie (o la
especie, a través de los individuos), los que actúan, sino
los individuos como dotados de un equipo
transmitido por tradición, miembros de una sociedad y según unas normas culturales enfrentadas a
otras sociedades y culturas y, en algunos casos, a la propia especie. Por tanto, sólamente cuando
haya transcurrido el intervalo de tiempo suficiente para que unas tradiciones sociales y culturales
hayan podido cristalizar, hasta el punto de que ellas comiencen, no a abolir, como decimos, pero sí a
incorporar a una escala distinta de la de los cuerpos
individuales, las leyes etológicas que regían estos
cuerpos, comenzará a
entrar en la penumbra del principio etológico, como principio explicativo. Los
individuos seguirán desarrollando conductas, pero tales
que sus leyes etológicas, y sobre todo, las de
la cultura subjetiva, se
encontrarán aplicadas sólo a través de un contexto de leyes sociales y
culturales (que con frecuencia contemplan la destrucción de los mismos cuerpos, o al menos la
abolición de conductas naturales de los congéneres, como se ve claramente con los patrones
culturales de ascetismo alimenticio o sexual). Podríamos hablar de praxis para referirnos a estas
«conductas» individuales que están mediadas por las legalidades sociológicas y culturológicas
objetivas. Diríamos, por tanto, que los individuos humanos, en cuanto miembros de una cultura, y no
de otra, de una sociedad, y no de otra, despliegan una praxis, y no sólo una conducta (que también
seguirán desarrollando, y muchas veces en
conflicto con su praxis, es decir, en el fondo, con la
conducta de otros hombres).
El proceso que designamos como «inversión antropológica» es más complejo y sutil: supone la
subordinación –no ya la cancelación– de las propias leyes etológicas genéricas (o al menos, de
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algunas de ellas, lo que implicará la gran probabilidad de una distorsión más o menos acusada de las
restantes), dadas a un cierto nivel del desarrollo del género plotiniano, a las nuevas configuraciones
determinantes; y este proceso sólo será inteligible, si nos acogemos a los modos unívocos
distributivos de las leyes universales de las que hemos hablado en la Introducción de este ensayo,
cuando tratamos la distribución de estas leyes como un proceso estructuralmente discontinuo. Si los
«etogramas» antropológicos que Linneo proponía en su
Sistema naturae nos hacen siempre sonreír
(«el homo asiaticus
tiene color amarillo, se guía por costumbres, y se toca con un sombrero
cónico»),
es porque –si hacemos uso de las coordenadas propuestas– pone
en serie continua, no ya
meramente determinaciones naturales, conductuales y culturales subjetivas, sino también
determinaciones biológicas no conductuales («amarillo»), determinaciones conductuales culturales
(«se guía por costumbres») y determinaciones de la cultura material («sombreros cónicos»), cuando
damos por supuesto que estas determinaciones están incorporadas a categorías diferentes e
irreductibles (la sonrisa es del mismo género de la que nos produce la consideración de un artesano
que escoge baldosas exagonales de mármol, «porque con el mármol se cubre enteramente el
pavimento», como si hubiese continuidad entre el ser de mármol de la baldosa y el ser exagonal, y
como si la razón por la cual se cubre enteramente el pavimento no fuera precisamente la
exagonalidad).
No es posible tratar aquí con el detenimiento necesario esta cuestión, que es la cuestión central de la
teoría de la ciencia etológica, tal como se plantea desde la doctrina del cierre categorial; nos
aventuraremos tan sólo a sugerir un esbozo de las materias que su enunciado encierra, con el
propósito, más que nada, de mostrar las virtualidades de la teoría del cierre categorial para suscitar
problemas gnoseológicos no reconocidos o para replantear problemas de primer orden comúnmente
tratados.
Tomando las coordenadas propias de la teoría del cierre categorial, no diremos que la Etología tiene
un objeto formal (acaso, la conducta animal), sino un campo (categoría o subcategoría) constituido por
una multiplicidad de términos enclasados en conjuntos diversos (en nuestro caso, por de pronto, las
diversas especies zoológicas; pero, el campo de la Etología no podría reducirse a la clase
de «las
conductas»; deberán figurar también clases de objetos inorgánicos, por ejemplo, además de una
repartición de la clase de las conductas en diversas subclases). El campo de una ciencia es
susceptible
de proyectarse sobre los tres ejes siguientes: un eje sintáctico, un eje semántico y un eje
pragmático.
(1) El análisis del campo de la Etología desde el punto de vista del eje sintáctico nos invitaría a
determinar los siguientes componentes:
A. Los términos (simples o compuestos, primitivos o derivados, sin que los primitivos tengan
necesariamente que ser simples). Como términos podrían tomarse los sujetos corpóreos dotados de
conducta, términos enclasados principalmente en especies mendelianas y en subconjuntos estables
de estas especies (las especies mendelianas serían a la Etología lo que los elementos químicos a la
Química clásica). Ahora bien, aunque el campo de la Etología esté constituido por sujetos
conductuales, es evidente que la Etología sólo puede desenvolverse teniendo en cuenta otros
términos no conductuales (vivientes vegetales, hongos, seres inorgánicos), al margen de los cuales los
sujetos conductuales no podrían subsistir. Al conjunto de estos objetos, junto con los del campo, lo
llamamos espacio etológico. El espacio etológico tiene un radio menor que el espacio antropológico, si
tenemos en cuenta que éste abarca la omnitudo rerum,
mientras que aquél es sólo la suma lógica de
todos los espacios de cada
especie conductual, sin que pueda incluirse aquí a la especie humana, en
la medida en que en ella se interrumpan o neutralicen las leyes etológicas (queremos decir, por
ejemplo, que consideramos muy difícil dar algún sentido a la «conducta» humana ante una galaxia no
perceptible; sin que esto quiera decir que no pueda hablarse de conducta
ante los símbolos del calculo
que demuestran la existencia de esta galaxia).
a. Relaciones circulares (relaciones apotéticas entre sujetos de una misma especie etológica).
b. Relaciones angulares (las que tienen lugar entre sujetos de especies distintas).
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(2). El análisis de la Etología desde un eje semántico nos invitará a distinguir en ella estos tres planos:
B. Un plano fenomenológico, que aquí está prácticamente identificado con la estructura emic del
Umwelt
de cada sujeto conductual y de sus operaciones (sin perjuicio de que también pueda serlo
etic). Un ejemplo muy claro de fenómeno etológico tipo nos lo proporciona el «búho» que
supuestamente es percibido por el depredador de una mariposa Caligo, cuando esta abre sus alas
para defenderse de el.
C. Un plano esencial, en el que tendrían lugar los cierres categoriales. Este plano esencial se situaría
por algunos muy próximo al fenomenológico (la Etología concebida como una ciencia descriptiva emic
de conductas); según otros –y dado que el punto de vista emic se mantiene aquí en el orden
fenoménico–, el plano esencial habría que situarlo muy próximo al plano fisicalista (es interesante
recordar que fue von Üeskull quien propuso, antes que Watson, sustituir conceptos tales como «ver»
por «fotoreacción» en el análisis de la conducta. Desde el punto de vista de la teoría del cierre
categorial el problema central sería éste: ¿cómo podrá la Etología mantenerse, como ciencia de la
conducta, tras la neutralización de las operaciones con las cuales, sin embargo, se constituyen los
mismos fenómenos etológicos?
Dispondríamos de dos alternativas (sin contar con la posibilidad de
decidirnos a reconocer a la Etología como ciencia α-operatoria): la que buscase el regressus hacia
clases o factores esenciales que se mantienen en lugares previos a las operaciones (la Etología
cognitiva podría citarse como ejemplo), y la que buscase un progressus hacia claves esenciales de la
conducta que suponen la mediación de las mismas operaciones y las envuelven (podría citarse aquí a
la teoría de juegos; pero también a las concepciones biologistas que adoptasen, de un
modo u otro, un
principio etológico similar al que hemos sugerido en la
sección anterior: «las operaciones de los
sujetos conductuales se supondrán orientadas a construir organismos»).
(3) Por lo que se refiere al eje pragmático, las cuestiones que se suscitan son muy abundantes y
difíciles.
A. El análisis de los autologismos del etólogo nos pone delante de un análisis de la propia definición
de la identidad del etólogo en cuanto sujeto que construye en el espacio etológico. ¿Debe definirse
como un sujeto de la especie humana? Su praxis científica,
¿qué supuestos conductuales tiene?, ¿es
conducta exploratoria?, ¿es agresiva? Cuando el etólogo que mira a través del agujero de la jaula ve
al ojo del chimpancé mirándole a él, ¿no está definiéndose como un primate antes que como un
científico? O bien, por el contrario, la praxis etológica, ¿no está más allá de la conducta? (la praxis de
Lorenz, comportándose como un ánade, ¿lo convierte etológicamente en ánade?).
B. El análisis de los dialogismos desarrolla más las cuestiones autológicas. El diálogo entre dos
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etólogos, ¿no debe considerarse en el mismo orden que el diálogo con los sujetos conductuales que el
etólogo considera?
C. El análisis de las normas nos lleva a los problemas de la ética y deontología etológica. La defensa
de una ética con los animales, en un sentido conservacionista, ¿no tiene mucho que ver (al margen de
sus componentes «ecologistas») con una norma profesional destinada a preservar el campo de su
estudio? El principio etológico del que hemos hablado, ¿no podría considerarse como un principio
pragmático? En cualquier caso, ¿no debe prevalecer la ética antropocéntrica? Los problemas que se
suscitan por las relaciones entre la Etología y la Teología están implicados en el conjunto de estas
cuestiones pragmático-normativas.
No nos referimos al continuismo sustancial, causal o genético, que damos por descontado, sino al
continuismo estructural. ¿Hay continuismo o discontinuismo, subgenético o genérico? Si nos
mantenemos consecuentes con las ideas defendidas en las secciones anteriores, tendríamos que
reconocer que habría que hablar de discontinuismo estructural, no sólo cogenérico (entre la Etología
humana
y la Etología de los primates) –discontinuismo que, sin embargo, se mantiene en el ámbito de
la propia Etología–, sino también subgenérico; y
este discontinuismo alcanzaría hasta el punto de
obligarnos a salir fuera de los límites de la Etología para situarnos en la perspectiva de la
Antropología, de la Sociología, de la Lingüística, de la Historia Política. [37] En efecto, si renunciamos
a la utilización de los formatos porfirianos –que nos llevarían a postular un continuismo en la
distribución unívoca, descendente, a los géneros subalternos o a las especies, de ciertas
determinaciones etológicas universales al género global (por abstractas que ellas fueran)–, y si nos
resolvemos a utilizar el formato de los géneros plotinianos, entonces la procedencia de un mismo
género ya no implicará la persistencia de las determinaciones genéricas unívocas, aun cuando éstas
sean universales, salvo que estas determinaciones las hiciéramos progresar «en caída libre» (respecto
de los géneros subalternos y las especies). Pues así como la gravitación de los cuerpos terrestres
afecta a todos los cuerpos
de nuestro entorno y explica inmediatamente la caída de los mismos hacia
el centro, pero no explica por sí sola los movimientos del ave o del avión (ni siquiera la trayectoria y el
ritmo de un hombre o de un gato que desciende por una escalera), así tampoco las leyes etológicas,
aunque afectan a todos los animales, incluidos los humanos, no explican las configuraciones de la
cultura social y objetiva que describen la Antropología, la Historia política, &c.
En efecto, si el desarrollo de los géneros lo llevamos a cabo según los géneros plotinianos, el tronco
común no ha de significar tanto una base estructuralmente continua, invariable, cuando un principio de
variación y combinación de determinaciones dadas con otras nuevas, muchas veces a raíz de la
desestructuración y anamórfosis consiguiente hecha posible por la variación y anulación, en su caso,
de los valores de esas determinaciones universales. Así como la ley de la gravitación terrestre, al
margen de la caída libre, sigue afectando a todos los cuerpos del entorno de la Tierra, pero de suerte
tal que puede
dar lugar a situaciones de desgravitación o de ascenso de aves o de aviones (lo que
nos permite afirmar que, sin ser negada, la ley de la gravitación no es una «ley de planta unívoca» a la
que deban subordinarse todas las demás, desde el momento en que es ella misma la que se nos
muestra muchas veces «subordinada» o insertada como una más entre otras líneas de construcción),
así también las leyes etológicas de
la cultura subjetiva (y aún de la conducta natural) no se mantienen
unívocamente «en caída libre», sino que ellas varían sus proporciones, y
aun se interrumpen (como se
interrumpe la conducta agresiva con las armas automáticas, según el análisis del ejemplo de Lorentz
que hemos antes expuesto), pero sin dejar de ser universales, al insertarse en otras líneas
constitutivas de configuraciones sociales, culturales, &c., capaces de modificar por anamórfosis la
propia conducta natural
y cultural. Habría que hablar, por tanto, de discontinuismo estructural.
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Y esto nos ofrece la posibilidad de comprender cómo la profundidad que corresponde al análisis
etológico, cuando se aplica a
esas configuraciones culturales o sociales de carácter objetivo, es
mucho mayor cuando se procede con el postulado discontinuista que cuando
se procede con el
postulado del continuismo basal. Ante todo, porque el
análisis etológico recupera ahora la condición
de una suerte de «análisis embriológico» de las culturas objetivas, un análisis que no solo tiene la
mayor importancia teórica (para entender la génesis de tales configuraciones, aunque no sea
suficiente para entender su estructura), sino también polémica (en la crítica de las concepciones
creacionistas, emergentistas, &c., de la cultura). Pero, sobre todo,
porque el análisis etológico resulta
ser imprescindible no sólo para llegar a determinar las tecnologías (praxis, poiesis) de
desestructuración y transformación de ciertas secuencias conductuales, que han de ser insertadas en
planos de otro orden, sino también para establecer límites a esos proyectos. Las leyes genéricas
podrán variarse, y aun interrumpirse, pero también pueden presentarse de forma que cualquier
proyecto que no las tenga en cuenta, y de un modo unívoco,
sea imposible. Así como es imposible dar
a un edificio altura indefinida, puesto que su límite está determinado por el eventual colapso
gravitatorio que su crecimiento comportaría, así tampoco es posible llevar de cualquier modo la praxis
política, económica, &c.,
de la manipulación etológica, sin dar lugar a un inesperado, para algunos,
colapso etológico.
Notas
{**} «Algunos [pitagóricos y estoicos], al mirar estos signos, y llevados de estos ejemplos, dirán que las
abejas son parte de la mente divina y emanación del Eter; y que un Dios atraviesa todas las tierras y
los inmensos mares
y el cielo profundo; y que de él los animales, los hombres y la raza de
las fieras
sacan para si, naciendo, el soplo de la vida.»
{1} Eugene Garfield ha demostrado (vid. su artículo «Citation Indexing for Studying Science», en
Nature,
n° 227, 1970, págs. 669-671) que, de hecho, Mendel fue citado entre 1865 y 1900 (año de su
«redescubrimiento simultáneo» por Correns, Tschermak y De Vries) por lo menos cuatro veces (una
de ellas en la Enciclopedia Británica,
a propósito de un artículo sobre hibridación; y Darwin, en 1876
cita un
artículo de Hoffman que a su vez citaba a Mendel); pero precisamente por ello cabe concluir
que «el horno no estaba para bollos».
{2} Manuel Barbado Viejo O.P., «¿Cuando se une el alma al cuerpo?», en Revista de Filosofía, CSIC,
Madrid, enero-marzo 1943, n° 4, pág. 7-60.
{3} Vid. el clarificador artículo de Tomás R. Fernández Rodríguez, «Conducta y Evolución» (en Anuario
de Psicología,
Universidad de Barcelona 1988, 2, págs. 104, 115), en el que se expone un cuadro muy
completo y crítico de estas posiciones y de sus implicaciones gnoseológicas.
{4} El profesor J. Mosterín formaliza estos conceptos en expresiones como las siguientes (M
son los
memes; x los individuos o sujetos conductuales):
Acervo del grupo G en el tiempo t: (G,t), U xEG M(x,t).
Cultura unánime del Grupo G en t:
(G,t), A xEG M (x,t) (en un grupo social heterogéneo la intersección
es
la clase ø, puesto que nunca todos los individuos del grupo compartirán
los mismos memes).
Probabilidad P en el grupo G, en t, del meme m: PG (m,t) = |{xEG} mCM (x,t)}|/|G|, como cociente del
número de individuos que poseen m por la cardinalidad de G.
{6} Escribía a principios del siglo pasado el médico francés Julián José Virey en su Historia natural del
género humano (citamos por la 2ª edición española, por Antonio Bergnes de las Casas, Barcelona
1840, tomo 2, pág. 283).
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