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Prejuicios

Los prejuicios no sólo están hechos de palabras, también de silencio.


Jorge Villasol
24/06/2016 - 07:00h

Elliott Erwitt, North Carolina, USA, 1950.

«A medida que la filosofía hace progresos, la estupidez redobla sus


esfuerzos por implantar el imperio de los prejuicios». (Chamfort)
Sin prejuicios no podríamos vivir. Son una forma de intentar acotar
nuestro mundo, de hacerlo más manejable. No tenemos ni tiempo ni
capacidad para conocer todos los detalles de todo lo que nos rodea, y
por eso ponemos límites, creamos categorías, construimos prejuicios.
Los prejuicios son juicios previos, generalmente negativos, que
empleamos para caracterizar a un grupo –y cada uno de sus
componentes– por su identidad étnica, nacional, cultural, ideológica,
sexual, etc. Son una mezcla de creencias (estereotipos), emociones
(miedo, envidia, etc.) y predisposición a la acción (a discriminar). Los
prejuicios suelen operar a nivel inconsciente, quizá por eso Nietzsche
decía que «todos los prejuicios proceden de los intestinos». Si a eso
añadimos que son casi siempre negativos es fácil entender por qué nos
cuesta tanto reconocer que tenemos algunos.
Pensadores conservadores como Edmund Burke, Joseph de Maistre o
Johann Gottfried von Herder han defendido la necesidad de los
prejuicios, en tanto herramientas necesarias para preservar una supuesta
pureza de la propia identidad cultural, nacional, etc., frente al Otro, al
que es diferente. Herder llegó a afirmar en su 'Filosofía de la Historia'
que «el hombre se ennoblece por medio de bellos prejuicios». Frente a
la razón abstracta de raíz ilustrada, los conservadores oponían las
creencias y los «bellos prejuicios» que se derivan de las tradiciones.
Para pensadores como Burke, el intento de justificar racionalmente
nuestras creencias más íntimas y necesarias podría conllevar su ruina.
Y supongo que ese sería el preludio de la destrucción de la sociedad
que las crea y mantiene.
Esa tradición del pensamiento conservador sigue viva en filósofos
actuales como Roger Scruton. En nuestras sociedades amordazadas por
lo políticamente correcto, una defensa del prejuicio no es una simple
provocación, es también una demostración de que se puede ser crítico
desde posiciones conservadoras. Toda una advertencia para quienes,
desde cierta progresía –y ahogados en su soberbia intelectual y cautivos
de prejuicios ideológicos–, creen detentar el monopolio del
pensamiento crítico.
La defensa del prejuicio surge como reacción contra la fe en la razón
del movimiento ilustrado, que concebía la historia como el lugar donde
se rompe progresivamente con la tradición y la costumbre por medio de
la reflexión crítica racional. El progreso de la humanidad depende en
gran medida de la demolición de los prejuicios. Por eso Voltaire, figura
medular de la Ilustración, dijo en su 'Poema sobre la Ley Natural' que
«los prejuicios son la razón de los tontos».
Me parece un tanto ingenuo creer que el pensamiento, por sí mismo,
puede acabar con los prejuicios. Grandes pensadores han llegado a
conclusiones absolutamente contradictorias respecto a la naturaleza y la
necesidad de los prejuicios. Esto sólo nos dice que la solución no es
fácil de encontrar (suponiendo que exista), lo cual no implica que
debamos abandonar la tarea de reflexionar sobre los prejuicios; al
contrario, debería servirnos como estímulo para intentar acabar con
aquellos que dificulten o impidan la convivencia.
La mayor parte de los prejuicios se construyen sobre la creencia
antiintelectualista de que «las cosas son más sencillas de lo que
creemos»; es el «no le des más vueltas, todos los X son iguales» (donde
esa «X» se puede sustituir por «los políticos», «las religiones», «los
murcianos» o lo que usted desee). Tras la indigencia (y la pereza)
intelectual de quien dice cosas así, se esconde además la soberbia del
que cree que los demás son idiotas por no darse cuenta de algo tan
sencillo como evidente. Pero los prejuicios también se ocultan tras el
silencio.
En su 'Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo', Rosa Sala
Rose cuenta una anécdota relacionada con los prejuicios. El 14 de
septiembre de 1939, apenas dos semanas después de que el Tercer
Reich comenzara su ataque a Polonia, el corresponsal de la NBC en
Alemania, William L. Shirer, mantuvo una conversación con su criada
alemana, asustada por la guerra:
– ¿Por qué los franceses nos están haciendo la guerra? –preguntó la
criada.
– ¿Por qué les están haciendo la guerra ustedes a los polacos? –
repliqué.
– Hum –dijo ella, con el rostro inexpresivo–. Pero los franceses son
seres humanos –repuso finalmente.
– Y quizá los polacos también lo sean –objeté.
– Hum –respondió ella, inexpresiva otra vez.
Decía al comienzo que sin prejuicios no podríamos vivir, pero muchos
de ellos dificultan o impiden convivir. ¿Qué hay tras ese «hum» de la
criada? ¿Qué creencias, emociones, prejuicios, se esconden tras ese
pensamiento inarticulado? Los prejuicios no sólo están hechos de
palabras, también de silencio. Debemos aprender a escuchar a los que
callan (incluidos nosotros mismos), aprender a escuchar los prejuicios
que se ocultan tras el silencio.

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