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Carmen Hernández

carmenhernandezm@gmail.com

La imagen como aventura interpretativa


Publicado en Cuadernos Edumedia. Fundación medios
audiovisuales al servicio de la educación, Caracas, Año 2, N° 6,
2004, pp.12-15.
“La imagen, más que la idea, pone a las muchedumbres en
movimiento”
Régis Debray
La palabra imagen deriva del latín “imago” que significa
“representación” o “retrato” y está asociada al verbo “imitar”.
Posteriormente, en el siglo XIV, se acuñó el término “imaginar” y
comenzó a ser común la idea de “imaginación”. En el siglo XIX
surgieron los calificativos populares de “imaginero” e
“imaginería”para definir la labor de hacer imágenes.
Continuaron las reinterpretaciones y en el siglo XX emergió el
término “imaginario” que refiere a un saber compartido de
manera comunitaria, como sucede con el concepto “comunidades
imaginadas” de Benedict Anderson o la definición de “modelos
imaginarios de identificación” de Régis Debray.
La imagen es una construcción mental que hacemos de la
realidad y en el campo de la percepción visual muchos teóricos
han reflexionado sobre sus cualidades ofreciéndonos diferentes
niveles según sus funciones: expresión, activación y descripción
que E. H. Gombrich sustituye por síntoma, señal y símbolo[1].
Podríamos pensar que las imágenes son las percepciones visuales
que registra nuestro sistema óptico, como una operación
mecánica, al igual que una cámara fotográfica, pero resulta
imposible reconocer imágenes sin ese previo aprendizaje que
posibilita organizar la experiencia a partir de un campo
referencial que a su vez, depende de un horizonte cultural muy
diverso. Pierre Francastel, estudioso del campo del arte aclara:
“Científicamente hablando, está establecido que es
absolutamente imposible registrar un acto de visión pura: toda
visión ocular, toda visión óptica es una visión diferencial, una
visión combinatoria. La naturaleza misma del ojo, con sus conos y
bastoncillos, implica una actividad que excluye la unidad; no hay
que olvidar que la retina es un fragmento del cerebro, es decir,
que toda percepción es una percepción activa, una percepción
ordenadora, y que, por consiguiente, en el nivel más bajo, todo
elemento es ya un elemento no distinguido, sino construido, y no
corresponde simplemente a un mecanismo de registro”
(Francastel, 2002: 7).
Al igual que las palabras, las imágenes no son neutras pues sus
significados se organizan en un sistema de valores dentro del
campo cultural. Es importante entonces reconocer esa primera
función sustitutiva que implica “estar en lugar de”, que conlleva
la representación. Posiblemente en aquellas primeras huellas
visuales humanas que se conservan en algunas pinturas
rupestres, se ponía en práctica esta condición de fijar una forma
de la naturaleza para preservarla y someterla al dominio el
grupo.

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En su libro Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en
Occidente, Régis Débray nos ofrece una amplia reflexión que nos
ayuda a comprender que en el conocimiento de lo visual debemos
incorporar la historia porque es la mirada la que construye los
significados de las percepciones visuales. Por ello, además de su
capacidad descriptiva, como signo que orienta sobre el espacio y
sus elementos, la imagen ha estado siempre ligada al universo
simbólico. Débray nos advierte que desde un comienzo la imagen
como arte estuvo asociada a la muerte, especialmente a los ritos
funerarios, pues se le atribuía la función mágica de preservar
ciertos rasgos simbólicos de lo real y asegurar la trascendencia
del orden terrenal. Este autor plantea que: “durante mucho
tiempo figurar y transfigurar han sido una misma cosa” (Debray,
1994: 24). Históricamente el sistema representacional ha
experimentado cambios tecnológicos y simbólicos. Según Débray:
“La evolución conjunta de las técnicas y de las creencias nos va a
conducir a señalar tres momentos de la historia de lo visible: la
mirada mágica, la mirada estética y, por último, la mirada
económica. La primera suscitó el ídolo; la segunda el arte; la
tercera lo visual” (Debray, 1994: 39).
La mirada económica corresponde a la era del nacimiento y auge
de las industrias visuales que se sustentan en la reproducción de
la imagen con la consecutiva pérdida del “aura”. Para Debray, el
inicio de la videosfera se ubica en 1968 cuando se establece el
uso de la televisión a color. No es casual que desde mediados del
siglo XX haya comenzado a sustituirse el término “artes
plásticas” por el correspondiente a “artes visuales”, debido a que
el propio campo del arte había expandido sus modos de
producción y se estaban introduciendo nuevos medios, como el
video y la fotografía, que comenzaron a ganar estatuto “artístico”
a pesar de su condición de reproducción mecánica.
Hay que reconocer que en los tiempos actuales han cambiado
notablemente los modos de producción, circulación y consumo
cultural porque además de las transformaciones tecnológicas, se
han distendido las fronteras territoriales o étnicas que
tradicionalmente marcaban diferencias entre las diversas
comunidades, permitiendo el cruce amplio de imágenes que
estimulan complejos procesos de hibridación. Las fronteras entre
cultura y comunicación se han tornado cada vez más difusas por
el gran peso que han adquirido las llamadas industrias culturales
y especialmente la televisión, que ha venido a sustituir el lugar
de la política en tanto escenario de construcción del espacio de lo
público. La imagen televisiva, como parte de la historia de la
mirada, distribuye posiciones en el campo social porque
privilegia unas representaciones por sobre otras, a veces
reiterando de manera sistemática determinados contenidos,
como la publicidad comercial con su afán por emplear al cuerpo
femenino joven, esbelto y voluptuoso para promover cualquier
producto. No debe extrañarnos entonces que Debray considere
que la mirada de la contemporaneidad haya signado un valor
económico a la imagen cuando justamente se aprecia una
tendencia creciente a valorar lo cultural desde esta perspectiva.
Por ejemplo, en Estados Unidos durante 1992, la industria

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audiovisual representaba el 6 % del producto interno bruto y
manejaba un porcentaje de empleo mayor que el correspondiente
a la policía y la industria minera. Según Rafael Roncagliolo: “La
transformación más obvia, y de mayores repercusiones sobre la
cultura, la política y las políticas tiene que ver, sin duda, con la
aparición de la televisión y el desarrollo de una industria cultural
de imágenes” (Roncagliolo, 1999: 68). Este autor plantea que
actualmente asistimos a una verdadera revolución cultural dada
por la interacción entre la mayor disponibilidad del tiempo libre y
consumo de bienes asociados al entretenimiento, la educación
como inversión permanente en un amplio espectro y los cambios
en los hábitos de consumo que cada vez se canalizan más hacia
los servicios de digitalización. Esta situación, que altera el
sistema de valores de lo cultural, va disminuyendo el interés por
las formas de orden material a favor de las tecnologías
audiovisuales y aunque esto puede contribuir a estimular una
mayor democratización de los bienes culturales, disminuyendo
así la fetichización del arte asociado al mercado, no es menos
cierto que el crecimiento sostenido de las industrias
comunicacionales favorece modelos hegemónicos. De ahí la
necesidad de ampliar el campo de estudio de la producción de
imágenes en todas sus modalidades, incluyendo la historia del
arte con sus esquemas iconográficos tradicionales y con sus
interrelaciones y flujos más novedosos, a fin de poder otorgarle
herramientas a todos los ciudadanos sobre la diversidad del
campo visual que constituye esa cotidianidad, comúnmente
llamada ahora viosfera. Las nuevas tecnologías de la
comunicación deben ser reconocidas como valores políticos y
económicos además de culturales, que podrían representar la
posibilidad de estimular la diversidad y pluralidad de intercambio
simbólico, a fin de contrarrestar aquellas tendencias
homogeneizantes derivadas de ciertos intereses de dominación
latentes en los procesos de globalización. Pero es posible
observar que existe una suerte de inhibición en asociar estas
industrias con intereses de orden público. Incluso en el campo
académico se dejan de lado estos estudios, como Néstor García
Canclini bien señala: “Los departamentos de comunicación, de
arte, de literatura, rara vez trabajan mancomunadamente en una
investigación o para averiguar qué es lo que necesitan saber los
especialistas en literatura acerca de la comunicación masiva, y, a
la inversa, cómo podrían hacerse con más densidad los estudios
comunicacionales si se contara con los instrumentos que los
críticos literarios han desarrollado para analizar textos” (García
Canclini, 1997: 45-46).
Hoy en día no puede estudiarse la imagen como un elemento
aislado del resto del universo simbólico, menos aún si es
producida con fines específicos, ya sean artísticos,
comunicacionales o políticos. La interpretación de cualquier
imagen debe reconocer las relaciones entre sus elementos
constitutivos que de alguna manera incorporan el “contexto” en
una trama intertextual. En la actualidad, al reconocer que toda
imagen es una representación, resulta infértil recurrir a la
antigua separación entre arte imitativo y arte imaginativo. Y

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aunque existan muchas obras de arte que nos confronten a
reproducciones fieles de la realidad, debemos recordar que:
“toda obra de arte consiste esencialmente no en un recorte de la
naturaleza, sino en un recorte de la conciencia perceptiva”
(Francastel, 2002: 11).
La interpretación de las imágenes debe considerar la
interrelación de los imaginarios contemporáneos con los del
pasado porque es la creación cultural de una mirada
contextualizada que informa tanto del presente como de un
mundo posible. Y aunque se nos advierta que la imagen
contemporánea está determinada por el signo del productivismo
de las sociedades capitalistas que privilegian valores de
intercambio económico, no podemos olvidar ese poder simbólico
y polisémico originario que nos continúa cautivando, aunque sea
en estado residual. La capacidad polivalente de las imágenes, que
imposibilita elaborar interpretaciones absolutas, se inscribe en la
condición de materializar también aquello que no es visible
porque, como ha expresado Rudolf Arnheim, estudioso de la
percepción visual: "...las imágenes desempeñan su papel por
debajo del nivel de la conciencia" (Arnheim, 1985: 113). Las
imágenes continuarán ejerciendo su enorme poder de seducción
en la medida en que la dimensión del subconsciente, con sus
signos no verbales, ocupe un lugar significativo en la vida de los
individuos.
Bibliografía:
 Arnheim, Rudolf (1985), El pensamiento visual, Ediciones
Piados Ibérica, Barcelona.
 Debray, Régis (1994): Vida y muerte de la imagen. Historia
de la mirada en Occidente, Editorial Paidós, Barcelona.
 Francastel, Pierre (2002): “Elementos y estructura del
lenguaje figurativo”, Image 1. Teoría francesa y francófona
del lenguaje visual y pictórico”, Criterios y Casa de las
Américas, La Habana, pp. 1-16.
 García Canclini, Néstor (1997): Cultura y comunicación:
entre lo global y lo local, Ediciones de Periodismo y
Comunicación, Universidad nacional de La Plata, Buenos
Aires.
 Gombrich, E. H. (1993): La imagen y el ojo, Alianza editorial,
Madrid.
 Roncagliolo, Rafael (1999): ”Las industrias culturales en la
viosfera latinoamericana”, en: Néstor García Canclini y
Carlos Juan Moneta (Coordinadores): Las industrias
culturales en la integración latinoamericana, Grijalbo,
México, pp. 65-85.
Notas
[1] E. H. Gombrich, en su libro La imagen y el ojo, reinterpreta
las divisiones del lenguaje propuestas por Karl Bühler para
reconocer un nivel expresivo como información de tono, un nivel
de activación como un acto comunicativo y un nivel de
descripción como un acto que activa valores simbólicos,
incluyendo el poder mnemónico. Cfr. Gombrich, 1993: 129.

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