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INTELIGENCIA SOCIAL

SUMARIO
Prólogo El descubrimiento de una nueva ciencia
Primera parte Programados para conectar
Capítulo 1 La economía emocional
Capítulo 2 La receta del rapport
Capítulo 3 El wifi neuronal
Capítulo 4 El instinto del altruismo
Capítulo 5 La neuroanatomía de un beso
Capítulo 6 ¿Qué es la inteligencia social?
Segunda parte El vínculo roto
Capítulo 7 El tú y el ello
Capítulo 8 La tríada oscura
Capítulo 9 La ceguera mental
Tercera parte Educando la naturaleza
Capítulo 10 Los genes no son el destino
Capítulo 11 El fundamento seguro
Capítulo 12 El punto de ajuste de la felicidad
Cuarta parte Las variedades del amor
Capítulo 13 Las redes del apego
Capítulo 14 El deseo masculino y el deseo femenino
Capítulo 15 La biología de la compasión
Quinta parte Las relaciones sanas
Capítulo 16 El estrés es social
Capítulo 17 Los aliados biológicos
Capítulo 18 Una prescripción social

Sexta parte Consecuencias sociales


Capítulo 19 La zona de rendimiento óptimo
Capítulo 20 El correccional conectado
Capítulo 21 Del ello al nosotros
Epílogo Lo que realmente importa
Apéndice A Una nota sobre las vías superior e inferior
Apéndice B El cerebro social
Apéndice C Una revisión de la inteligencia social
Notas
Índice
Sobre el autor
RESUMEN

Programados para conectar con los demás


Retroceda unos cien mil años e imagine a una especie tan frágil como la nuestra
enfrentada a la inminente amenaza de ser devorada por criaturas enormes, salvajes y
hambrientas. Si a algo le podemos atribuir el hecho de haber sobrevivido a un escenario
tan adverso, es a la capacidad de nuestros ancestros para organizarse entre ellos. Si a
esto le sumamos la evidencia de que la evolución de nuestra especie responde
principalmente al desarrollo complejo de nuestros cerebros, no resulta descabellado
suponer que ese órgano gris y viscoso haya desarrollado todo tipo de medidas para
favorecer la comunicación con los otros y lograr la supervivencia de la especie. De
hecho, algunas observaciones científicas de los macacos han encontrado que los más
sociables son los que tienen más probabilidades de sobrevivir.
La capacidad de los homínidos para comunicar a los demás la presencia de un peligro y
transmitir ágilmente las señales de alarma sería, por lo tanto, una cuestión de vida o
muerte. Al parecer, la respuesta evolutiva a esta necesidad consistió en orientar la mente
humana para que estuviese en interacción continua e invisible con las mentes de los
otros. Miles de años antes de que surgiera el lenguaje verbal, el cerebro habría generado
una serie de mecanismos para facilitar la comunicación entre individuos y poder, entre
otras cosas, diversificar la vigilancia del grupo ante las amenazas latentes del entorno.
Una de las formas en que el proceso evolutivo logró este cometido consistió en permitir
que el cerebro de cada individuo leyera rápidamente las emociones de sus compañeros y
así, por ejemplo, cuando alguno experimentara temor, esta sensación se difundiera entre
todos y propiciara las consiguientes reacciones defensivas de ataque o de huida. En
efecto, los escáneres cerebrales han constatado que la amígdala sólo requiere entre dos y
tres centésimas de segundo para registrar las señales del miedo en el rostro de otra
persona.
Una herramienta muy recurrente en los estudios neurológicos de esta naturaleza consiste
en analizar el cerebro de las personas con deficiencias sociales para rastrear el origen de
las mismas. Por eso se han dedicado muchos esfuerzos al estudio de personas con
síndrome de Asperger, una variante del trastorno autista en la que el sujeto no tiene
capacidad de comprender lo que está pasando por la mente de otra persona y desvelar
sus intenciones o sentidos ocultos y, en consecuencia, es incapaz de detectar una ironía,
de comprender el humor o de percibir la malicia. Al comparar los cerebros normales
con los de estas personas, a quienes en esencia les ha sido negada la posibilidad de la
empatía, los científicos han identificado algunas diferencias que les permiten ubicar los
circuitos en los que se asientan las distintas formas de inteligencia social.
Hace pocos años, un neurocientífico italiano llamado Giacomo Rizzolatti descubrió la
existencia de lo que denominó “neuronas espejo”, que reproducen las acciones que
vemos en los demás y emiten un impulso de acción para que las imitemos. Estas
neuronas, que constituyen un claro legado de nuestra milenaria evolución y que
presentan disfuncionalidades en personas con síndrome de Asperger, nos permiten
entender lo que sucede en la mente de los demás sin tener que apelar a los
razonamientos conceptuales, sino mediante la simulación directa del sentimiento que
identifican en el otro. Y el que algunas de estas neuronas se ubiquen en el córtex
prefrontal, cerca de aquellas que controlan el lenguaje y el movimiento, explica nuestro
impulso natural a imitar las palabras y las acciones de los otros. En ese sentido, las
neuronas espejo constituyen una expresión neurológica de aquel adagio según el cual
“cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo”.
Como han corroborado infinidad de estudios neurológicos y de pruebas empíricas, las
emociones son contagiosas. En la interacción humana se produce un
continuo feedback intercerebral, en el que el output de uno es input del otro. Mientras
que los circuitos neuronales de una persona movilizan de forma inconsciente su
musculatura facial, haciendo que sus emociones se expresen en sus gestos, las neuronas
espejo de quien lo observa garantizan que, al advertir en su rostro determinada emoción,
pueda experimentarla en carne propia. Esto significa que no vivimos nuestras
emociones de forma aislada, sino que las personas con quienes nos relacionamos las
experimentan con nosotros. Y en la medida en que esta función cerebral nos permite
“sentir” al otro de forma literal, constituye la base neuronal de la empatía.
El afamado director de teatro Stanislavski sabía que los actores podían experimentar las
sensaciones que debían representar si rememoraban episodios emocionales propios o
ajenos. Esto ha sido constatado por los escáneres cerebrales que han identificado que la
reacción neuronal es casi idéntica cuando se experimentan los sentimientos propios o
los ajenos, es decir, que las conexiones sinápticas que se activan cuando se le pregunta a
una persona por las emociones de otro son las mismas que se activan cuando se le
pregunta por sus propias emociones.
Para los psicólogos, la empatía reúne tres elementos: reconocer los sentimientos del
otro, sentirlos uno mismo y responder de forma compasiva. Pues bien, la neurología
también ha logrado encontrar una explicación cerebral del tercer elemento, al observar
que el contagio emocional no se limita a la transmisión del sentimiento, sino que
prepara al cerebro para realizar una acción consecuente. Así, por ejemplo, ver a alguien
asustado no sólo transmite el miedo, sino que activa el impulso a la acción. Estos
estudios le han dado la razón a Mengzi, el sabio chino que tres siglos antes de Cristo
afirmó que “la mente del ser humano no puede soportar el sufrimiento de sus
semejantes”. Cuando vemos a otro en problemas se disparan en el cerebro circuitos
similares que generan una resonancia empática neuronal, la cual es el preludio de la
compasión que nos lleva, por ejemplo, a acudir de forma automática en ayuda de un
niño que grita. En otras palabras, “sentir con” predispone a “actuar por”.
Diversos experimentos realizados con roedores, con macacos y con bebés humanos han
puesto de relieve que, en efecto, las tres especies compartimos un impulso automático a
dirigir la atención hacia otro que sufre, a sentir de forma semejante y a intentar
ayudarle. Adicionalmente, los estudios con seres humanos han extendido esta
conclusión para afirmar que cuanto mayor sea la atención prestada, mayor la capacidad
de captar el estado interno de otro de forma clara, rápida y sutil. Igualmente, se ha
detectado que el ensimismamiento, en cualquiera de sus formas, dificulta el
establecimiento de la empatía e impide, en consecuencia, el surgimiento de la
compasión.
Esta última conclusión constituye una alerta evidente frente a los costes emocionales y
sociales de las nuevas formas de autismo social que se multiplican en el mundo
contemporáneo, donde las personas parecen desconectarse de quienes les rodean para
establecer contacto con una realidad virtual, bajo el influjo de sus iPods, sus teléfonos
móviles y otros artefactos. Ya en 1963, cuando la televisión comenzaba a difundirse en
todos los hogares, T. S. Elliot afirmó que aquella “permite que millones de personas se
rían simultáneamente del mismo chiste pero, a pesar de ello, sigan estando solos”.

Educando la naturaleza
Basta con observar a un grupo de niños para notar al instante que la conducta individual
de cada uno es diferente y que mientras algunos se muestran reservados y poco
comunicativos, otros parecen exploradores innatos y no tienen ningún problema en
enfrentarse a un grupo de desconocidos. Con los hallazgos de la ciencia contemporánea,
este tipo de diferencias se ha atribuido a las estructuras genéticas con que cada sujeto
viene equipado, arguyendo que las secuencias de ADN, que son inmodificables,
determinan nuestros hábitos y nuestras conductas.
Sin embargo, las cosas no parecen ser tan simples. El genetista John Crabbe realizó una
serie de experimentos con una cierta cepa de ratones, sometiéndolos a unos entornos
idénticos, para comprobar si, ante una misma situación, sus reacciones venían escritas
en su estructura genética y eran, por lo tanto, iguales. Crabbe encontró que no era así. El
comportamiento de los ratones no era predecible porque, a su juicio, lo que importa no
es tanto la estructura genética como la forma en que ésta se expresa. Y la expresión de
las secuencias de ADN se va modificando en función de las experiencias vividas. Es
decir, el niño tímido y asustadizo puede llegar a modificar su comportamiento si se
enfrenta a estímulos adecuados que lo muevan a ello.
El entorno en el que nos desenvolvemos tiene la capacidad de programar nuestros genes
y determinar su grado de activación, generando un proceso continuo de desarrollo y
complejidad de la estructura genética que recibe el nombre de epigénesis. Así como el
área de un rectángulo está dada por su altura y por su anchura, el carácter de un
individuo depende de su estructura genética y de su epigénesis.
Estas conclusiones adquieren una relevancia capital en lo que tiene que ver con la
formación de las personas. Si el cerebro se está modificando en función de las
experiencias que el sujeto afronta, el impacto de las relaciones parentales o de cualquier
relación educativa es innegable, sobre todo en los dos primeros años de vida, en los que
se da el 60 % del crecimiento del cerebro.
Los experimentos de Michael Meaney, de la Universidad de McGill en Montreal, con
conejillos de Indias han logrado encontrar una “ventana temporal” que se cierra dos
horas después del nacimiento, en la cual se dan unos procesos químicos cruciales para la
configuración del cerebro que determinarán la pauta química de sus neuronas para el
resto de sus días. Pero aún más asombrosa es la relación que han logrado establecer
estos estudios entre el tiempo que la madre dedica a lamer a cada cachorro durante estas
dos horas y el posterior desarrollo cerebral de ese ratón. Cuanto más estimulante sea la
madre, más confiada, valiente e ingeniosa será su cría. Por el contrario, si la madre ha
sido poco estimulante en sus lamidos iniciales, la cría presentará dificultades de
aprendizaje, mostrará menor control frente a las amenazas y puntuará más bajo en
pruebas de habilidad como la de encontrar la salida de un laberinto (algo semejante al
cociente intelectual de los ratones).
Si bien los estudios con seres humanos no son tan elocuentes, la analogía no deja de
plantearse. Nuestra ventana temporal parece hallarse principalmente en el córtex
prefrontal, que se encuentra en maduración hasta el comienzo de la edad adulta, y el
equivalente a los lamidos de la madre parece estar dado por la empatía, la sintonía y el
contacto con la madre y las personas más cercanas.
Milton Erickson, pionero en modificar las técnicas de hipnosis aplicadas a la
psicoterapia, contaba que durante su infancia en Nevada siempre intentaba llegar el
primero a la escuela en la época de invierno, pues así iba abriendo con sus botas un
sendero -al que deliberadamente daba una forma sinuosa- y luego contemplaba cómo el
siguiente niño invariablemente tomaba la ruta por él había abierta, al igual que hacían
los siguientes en una especie de instinto por seguir el camino de menor resistencia. Al
salir del colegio, la ruta caprichosa que él había dibujado por la mañana, formada por
curvas y giros absurdos, era una vía establecida: la que irremediablemente tomaba todo
el mundo.
Esta metáfora de Erickson para mostrar la forma en que nacen los hábitos ejemplifica
con gran claridad el modo en que se establecen los senderos neuronales en el cerebro.
Las primeras conexiones que se realizan entre circuitos neuronales, suscitadas por los
estímulos y retos que se le presentan al cerebro, van fortaleciéndose hasta convertirse en
rutas automáticas que serán pautas de procesamiento cerebral. Ante estímulos
semejantes, el cerebro ya tendrá definidas las vías de procesamiento.
Esta conclusión se vio confirmada por un experimento realizado con monos titís, en el
que algunas de las crías fueron sometidas a situaciones que les generaban temor: cuando
sólo contaban diecisiete semanas, se les separaba esporádicamente de sus madres para
llevarlos a una jaula en la que se encontrarían rodeados de monos desconocidos. Más
adelante, cuando los monos ya se habían destetado, se les llevaba de nuevo a una jaula
llena de extraños, pero esta vez acompañados de su madre. Así se vio que los pequeños
titís que habían sido sometidos previamente a situaciones de estrés se mostraban mucho
más curiosos y valientes en el nuevo entorno que aquellos que habían permanecido todo
el tiempo en el cálido regazo de sus madres.
En el proceso de epigénesis, la experiencia cotidiana va esculpiendo los senderos
neuronales, y de esta manera la vía superior puede conquistar a la inferior, haciendo que
un individuo supere sus orientaciones genéticas, como aquellas que le impiden
relacionarse con otros o que lo hacen extremadamente irascible.
Jerome Kagan, uno de los psicólogos evolutivos más acreditados de la actualidad, ha
estudiado durante décadas las pautas de comportamiento de algunos bebés, a quienes ha
seguido durante su evolución para analizar la continuidad de sus temperamentos. De
acuerdo con sus estudios, cuando los padres de niños que muestran una predisposición
genética hacia la timidez los alientan a relacionarse con otros a los que normalmente
evitarían, estos niños generalmente superan su timidez. Para que la vía superior
conquiste los impulsos de la vía inferior se requiere esfuerzo y ayuda, pero con los
estímulos adecuados, provenientes de los padres, de los maestros, de los psicólogos o
incluso de los jefes, una persona puede revertir sus tendencias naturales y lograr metas
que consideraría imposibles.
El rapport: una forma de sintonía social
Mientras un paciente habla tendido en un diván de cuero y su psicoanalista lo escucha desde una
butaca, los dedos de cada uno están conectados a unos pequeños cables que registran los sutiles
cambios en las respuestas de sudoración a lo largo de la sesión: así evaluó Carl Marci las
interacciones entre varios terapeutas de Boston y sus pacientes, obteniendo en cada caso un
vídeo de la sesión junto con un registro de dos líneas que oscilaban al ritmo en que emergían y
desaparecían las emociones en cada uno de los intervinientes. Cuando la sesión fluía, las líneas
describían un movimiento armónico, una suerte de danza coordinada que reflejaba la sintonía
fisiológica entre las dos personas. Cuando la desconexión era evidente, y había continuas
interrupciones, refutaciones o críticas entre los dos, las líneas semejaban el vuelo nervioso de
dos aves con rumbos desiguales.

Detrás de este ejercicio se esconde un avance maravilloso de la neurociencia: la capacidad de


preguntarse por el funcionamiento simultáneo de dos cerebros y poner de relieve la danza
neuronal en la que se hallan inmersos. Marci ha podido así trazar lo que ha llamado el
“logaritmo de la empatía”, basándose en las respuestas de sudoración de dos personas durante
una interacción para determinar la intensidad del rapport existente entre ellas.

Un ejemplo paradigmático de relación de rapport suele darse en la relación entre la madre y su


bebé y se manifiesta en el “maternés”: ese correlato adulto del habla infantil, compuesto de
frases cortas y balbuceos, mediante el cual la madre entra en sintonía con el niño adoptando un
tono amable, juguetón y con un ritmo regular.

Robert Rosenthal, psicólogo de origen alemán, ha definido tres elementos esenciales que
determinan una relación de rapport:

 Atención compartida, que se manifiesta en detalles como la postura física o la mirada a


los ojos. Si no se presta una atención completa al otro, la conexión es parcial y se pierden
detalles cruciales de tipo emocional.
 Sensación positiva, para entrar en sintonía con el otro: los mensajes no verbales priman
sobre aquello que se dice, porque el vínculo emocional tácito, que transita por la vía
inferior, es más directo e íntimo.
 Coordinación o sincronía, que se hace evidente cuando las respuestas espontáneas de las
partes están tan bien coordinadas como si estuvieran ejecutando una danza previamente
planificada.
Diferentes investigaciones realizadas en este campo han logrado determinar que cuando dos
amigos hablan, sus ritmos respiratorios tienden a equilibrarse, de manera que ambos comienzan
a inhalar al mismo tiempo, o bien uno inhala cuando el otro exhala. La expresión estética de esta
sincronía a nivel colectivo se ve claramente expresada en ejercicios como las coreografías o
como la ola en un estadio, en la que muchas personas coordinan sus movimientos. La atracción
natural hacia esta sincronía parece estar dada por la naturaleza, como demuestran infinidad de
procesos naturales en los que la oscilación de dos o más ritmos tiende a acoplarse.

En las relaciones humanas, cuanto mayor es la sincronía, más positivamente se siente y se


recuerda el encuentro. En este sentido, si bien algunos consultores recomiendan a las personas
imitar a sus interlocutores para establecer un buen rapport, otros estudios más profundos
sugieren que esta sincronía tiene que ser espontánea, pues en los casos en que un
experimentador imitaba de forma deliberada a un entrevistado, rara vez emergía la sincronía. La
imitación fingida, por tanto, no favorece el rapport.
El estrés es social
La influencia biológica de las relaciones sociales y sus efectos sobre la salud
de las personas están empezando a ser desvelados por la ciencia médica.
Diferentes estudios han logrado identificar el efecto de las interacciones
sociales sobre el organismo humano y la forma en que una relación conflictiva
puede, por ejemplo, alterar la presión sanguínea o la secreción de ciertas
hormonas, haciendo que las personas enfermen o se vuelvan mucho más
vulnerables a las enfermedades.

El estrés es uno de los estados emocionales con mayores efectos biológicos


sobre las personas. Esto se debe, según los hallazgos de la ciencia, a que en
situaciones de estrés la glándula adrenal libera cortisol, una hormona
necesaria para enfrentar las emergencias porque facilita la reacción del
organismo ante situaciones de riesgo. Sin embargo, cuando esta hormona
permanece demasiado tiempo en la sangre, sus efectos sobre el
funcionamiento del cerebro son bastante negativos. Por una parte, genera
disfunciones en el hipocampo, la región que coordina las tareas del
aprendizaje, y por lo tanto se producen temores infundados y exagerados ante
cuestiones menores. Por otra, el cortisol hace que la amígdala se torne
hiperreactiva, al tiempo que impide a la región prefrontal modular sus
respuestas para inhibir aquellos impulsos. El resultado general de este
desequilibrio químico es una actitud temerosa y la incapacidad para controlar
el pánico frente a situaciones que no constituyen una verdadera amenaza.

En esta misma línea, algunas investigaciones han sugerido una posible


relación causal entre la hipertensión y el trato recibido por parte de los
superiores. En cierto experimento en el que se estudió la presión sanguínea de
los trabajadores, se observó que quienes se hallaban bajo la supervisión de un
jefe al que temían mostraban tasas mucho más elevadas en este indicador. Por
otra parte, una investigación realizada en Suecia confirmó que las personas
que ocupan los escalafones inferiores en las organizaciones tienen una
tendencia cuatro veces mayor a sufrir enfermedades cardiovasculares que
aquellos otros que tienen menos jefes que soportar. Como se ha demostrado,
el solo hecho de mantener una conversación con un superior jerárquico,
independientemente del tipo de relación existente entre las dos personas,
provoca un aumento de la presión sanguínea del subordinado
significativamente superior al que se da cuando el interlocutor es un
compañero de trabajo. Ahora bien, cuando la interacción es con una persona
problemática, el aumento en la presión es mucho más alto.
De acuerdo con un metanálisis de doscientos ocho estudios que incluían a más
de seis mil personas, la peor forma de estrés es la que se produce cuando una
persona recibe las críticas ajenas y se siente impotente ante ellas. Los efectos
sobre el organismo de una situación de esta naturaleza han sido evidenciados
por un estudio en el que se midieron las tasas de cortisol de personas que
habían sido convocadas para una entrevista laboral: en el transcurso de la
misma, el entrevistador, aliado con los investigadores, se mostraba frío e
indiferente con ellos y llegaba, incluso, a criticarlos abiertamente.

El hecho de que las amenazas y los retos tengan un carácter público, en el


sentido de ser generados u observados por otras personas, hace que el estrés
experimentado sea mucho mayor. Por esto, en algunos ejercicios en los que se
sometía a los voluntarios a complicados ejercicios matemáticos, los
incrementos en la tasa de cortisol no eran tan elevados como en el caso de la
entrevista. Por esta misma razón, el cerebro reacciona de forma mucho más
intensa ante los eventos de agresión o maltrato protagonizados por un tercero
que ante los accidentes y calamidades de origen natural. Así pues, cuando los
daños pueden atribuirse a la maldad de otra persona, el trastorno emocional
permanente suele ser mucho más intenso y tener una mayor duración.

Con nuestra forma de relacionarnos con los otros no sólo podemos favorecer o
perjudicar nuestro estado emocional, sino también producir consecuencias de
índole biológica, pues la hostilidad del uno aumenta súbitamente la presión
sanguínea del otro, mientras que el afecto la disminuye. Otros estudios
científicos orientados por esta premisa han descubierto que las relaciones
estresantes aumentan la posibilidad de resfriarse y que la progresiva
complejidad del entorno social de una persona favorece su aprendizaje, al
aumentar el ritmo de creación de nuevas neuronas.

A la luz de todos estos hallazgos, surge un cuestionamiento esencial sobre la


eficacia del sistema de salud pública que rige en la mayoría de países
occidentales, donde a los enfermos se les interna en unos hospitales fríos e
impersonales: parece como si se diera por hecho que la mejor forma para
combatir el sufrimiento físico consiste en aparejarles un sufrimiento
emocional. Quizás sea hora de detenerse a analizar lo que sucede en un país
como India, y en lugar de escandalizarse por el hecho de que en los hospitales
no dan la comida a los pacientes, observar que estos últimos siempre llegan
acompañados de sus familiares, que no sólo se encargan de cocinarles allí
mismo, sino que duermen con ellos y les proporcionan un cuidado continuo y
cariñoso.
Zona de rendimiento óptimo
Es verdad que el agotamiento no permite pensar con claridad, que la tristeza limita los
pensamientos y que la eficacia cognitiva disminuye con la ansiedad; todo esto se debe al hecho
de que la excitación emocional impide el funcionamiento adecuado de los centros ejecutivos del
cerebro. La ansiedad y la ira, por un lado, y la tristeza por el otro, nos alejan de la zona de
rendimiento óptimo del cerebro. Por el contrario, cuando las emociones son silenciosas o sus
arrebatos se han sabido controlar, las redes neuronales pueden entrar en un “estado de máxima
armonía” en el que la mente desarrolla su mayor eficacia, rapidez y poder.

De ahí la importancia de un buen clima emocional en el entorno laboral, pues los efectos de las
perturbaciones ambientales en la productividad de los trabajadores son evidentes. Aunque una
dosis moderada de angustia suele ser esencial para despertar la motivación, ya que con esta se
generan cortisol y norepinefrina que impiden el aburrimiento, después de cierto punto la
angustia va propiciando una secreción descontrolada de estas mismas sustancias, que interfieren
en el desempeño de las funciones cognitivas del cerebro. Existe por tanto una relación entre el
nivel de estrés y el rendimiento mental que forma una U invertida.

El reto de profesores y de jefes es que las personas a su cargo alcancen y se mantengan en la


zona más alta de la U invertida, en la que el nivel de estrés no es tan alto como para generar una
ansiedad paralizante, pero tampoco tan bajo como para suscitar el aburrimiento. En el ámbito
laboral, esto exige la presencia de líderes socialmente inteligentes.

La clave de un liderazgo de esta naturaleza consiste en permanecer presente y conectado con las
demás personas. Una encuesta realizada entre dos millones de empleados de setecientas
empresas puso de relieve que la mayoría de ellos daban más importancia a tener un jefe
bondadoso que a recibir un salario elevado. Siendo tan contagiosas las emociones y tan alto el
influjo de los jefes sobre sus colaboradores, la actitud de los directivos es determinante a la hora
de lograr que una empresa funcione o no.

En gran medida, los jefes desempeñan una tarea afín a la de los padres de familia y les
corresponde alentar la seguridad de los suyos. Una serie de estudios realizados en numerosos
países de todas las latitudes para determinar los atributos que la gente considera propios de un
buen jefe han encontrado que los rasgos más recurrentes, como la empatía, la valentía, la
escucha y la responsabilidad se corresponden perfectamente con lo que la gente espera de un
buen padre.

Conclusión
El impacto de las relaciones sociales que usted establece diariamente es mucho mayor de lo que
posiblemente imagina. Gracias a los avances de la neurociencia, se ha podido comenzar a
rastrear la forma en que sus interacciones sociales tienen una repercusión directa en su vida, y
así como pueden conducir sus estados de ánimo sin que usted se percate de ello, asimismo han
ido labrando, con el paso de los años, su configuración neuronal, su temperamento, sus
habilidades y hasta su estado de salud.
Puede sonar extraño que sea así, pero resulta absurdo ignorar la importancia de las relaciones
sociales si tenemos en cuenta que nuestra posibilidad de sobrevivir como especie ha dependido
directamente de nuestra habilidad para comunicarnos con los otros y lograr una coordinación
grupal, en cuya ausencia hubiésemos sido devorados hace millones de años por otras especies
más ágiles o más voraces.

Como legado de esta evolución, cada uno de nosotros viene equipado con un “cerebro social”,
que no es un lóbulo o una región específica, sino un conjunto de circuitos presentes en todo el
cerebro que se encargan de orquestar nuestras interacciones sociales. En términos generales,
nuestro cerebro opera en dos vías complementarias, que evocan lo que solemos asociar con la
racionalidad y con la emocionalidad. La primera de ellas es la vía superior, cuyo centro
operativo se encuentra en la región prefrontal y nos permite tomar decisiones conscientes y
calculadas. La segunda, en cambio, conocida como la vía inferior, está relacionada con el
sistema límbico del cerebro y tiene su epicentro en la amígdala. Esta vía genera reacciones
instintivas ante los estímulos externos y nos permite tomar decisiones inmediatas e
inconscientes frente a las situaciones que vivimos.

Así como podemos cultivar nuestra inteligencia para resolver complejas ecuaciones
matemáticas, también podemos adiestrar nuestra inteligencia social, que transita por las dos vías
descritas, para ser conscientes del influjo que las relaciones sociales ejercen en nosotros y del
impacto que igualmente podemos causar en las emociones ajenas. Este tipo de inteligencia nos
permitirá canalizar positivamente estos estímulos y conectar con los demás de forma armónica y
saludable.

Conexiones emocionales
Entre los grandes descubrimientos que ha hecho la neurociencia en los últimos tiempos
está el hecho de que la gente está predispuesta a relacionarse entre sí. El cerebro humano
no es una masa aislada que, como las computadoras, opera independientemente del
exterior. Por el contrario, es innatamente [...]

Incapacidad para relacionarnos


Según el filósofo Martin Buber, existen dos tipos de relaciones personales:

1. “Yo-tú”: esta es la relación ideal. Nos comunicamos con alguien en


cuanto persona, abiertos a la relación y a una posible conexión
emocional íntima.

2. “Yo-eso”: nos relacionamos con las [...]


La base biológica de las relaciones emocionales
Durante el siglo XX, los expertos consideraban que los problemas
emocionales de los niños se debían a una mala historia familiar. Hoy en
día culpan a la genética. El carácter emocional de las personas depende
de la relación entre los genes y las interacciones sociales. Por otra parte,
este carácter social no fluye en una sola dirección. Los bebés amigables
obtienen más atención de sus padres, lo que activa ciertos caminos
neurales propios de la calma. En cambio, los padres se alejan de los
bebés irritables, lo que establece caminos neuronales en lo que la
ansiedad es un estado aceptable. [...]

Amores diferentes
Cuando amamos a alguien, se activan tres sistemas cerebrales
interrelacionados. Cada uno de estos tiene sus propias reglas y redes
neurales. Cada uno segrega hormonas diferentes:
1. Afecto: empezamos a formar lazos con nuestra madre desde que
somos bebés. Estos primeros lazos [...]

Hacer buenas conexiones


Todos sabemos lo que es el estrés. Lo que poca gente sabe es el efecto
que este tiene sobre nuestro cuerpo y sobre nuestra estructura social.
Los comentarios negativos son más estresantes cuando estamos en una
posición de subordinación y debemos aceptarlos. El estrés extremo
puede debilitar nuestro [...]
La importancia social de las conexiones emocionales
Cuando estamos molestos, abrumados o estresados, no pensamos con
la claridad de siempre. El miedo paraliza el pensa-miento racional. Sin
embargo, todos necesitamos de un cierto nivel de estrés para funcionar
bien. Nos aburrimos si los retos no están a la altura, y nos sentimos
abrumados si estos [...]
Primera parte Programados para conectar
Capítulo 1 La economía emocional

El autor nos explica mediante un ejemplo que cuando una persona arroja sus sentimientos
negativos a otra persona, activa en el receptor las mismas emociones, ya que estas son
contagiosas. También señala que, la economía emocional es el balance de ganancias y pérdidas
internas que se experimentan en una conversación.

Una de las desventajas del contagio emocional, es cuando nos encontramos en el momento
equivocado y con la persona equivocada, al igual que le sucedió al autor al convertirse en
víctima de la furia del guardia. En estas situaciones, el cerebro se pone en un estado de
hipervigilacia (debido a la sensación de peligro) activado por la amígdala (miedo es su principal
movilizador); dirigiendo nuestro pensamiento, nuestra atención y nuestra percepción hacia lo
que nos ha asustado.

Por último, la amígdala funciona como una especie de radar cerebral que hace que prestemos
atención a las cosas nuevas, de lo que tenemos algo que aprender, es como un sistema de
alerta de posibles peligros (amenazas) con el que cuenta el cerebro.

La vía inferior: El contagio central

Las dos vías del cerebro

El paciente X había perdido las conexiones nerviosas entre sus ojos y la corteza occipital, que
se encarga del procesamiento visual. Sus ojos podían registrar las señales, pero su cerebro era
incapaz de descifrarlas. En esencia, pues, este paciente era totalmente ciego y no podía
reconocer ninguna imagen que se le mostrara, aunque fueran simples círculos o cuadrados. Sin
embargo, cuando se le mostraron fotografías de personas enfadadas o alegres, sí pudo
reconocer las emociones expresadas.

La amígdala es una región del cerebro estrechamente ligada con la producción e identificación
de las emociones. Es ella la que desencadena los procesos cerebrales que nos permiten
reproducir en nuestro cuerpo las señales emocionales que percibimos, sin que seamos
conscientes de ello, pues las áreas verbales y las regiones que asociamos a la razón y a la
conciencia no se ven necesariamente involucradas en el proceso. Esto significa que aunque el
paciente X no podía “ver” las emociones en el rostro, sí podía llegar a sentirlas.

Esta base neurológica del contagio emocional opera para cualquier sentimiento e ilustra de
forma clara el funcionamiento de lo que los científicos han llamado la “vía inferior” del
cerebro. De acuerdo con esta teoría, el cerebro dispone de un conjunto de circuitos cerebrales
muy veloces que operan automáticamente sin la intervención de la conciencia, por los cuales
circula la mayor parte de lo que hacemos, particularmente en lo referido a nuestra vida
afectiva. La vía inferior procesa los sentimientos y genera impulsos a velocidad infinitesimal,
sacrificando la exactitud en beneficio de la rapidez.

Al mismo tiempo, el cerebro cuenta con una “vía superior”, que es la que asociamos a la
racionalidad, y que nos permite ser conscientes y controlar lo que ocurre en nuestra vida. Esta
serie de circuitos operan de forma mucho más lenta, deliberada y sistemática, sacrificando
velocidad en beneficio de la exactitud.

A la existencia independiente de estas dos vías se le atribuye el hecho de que muchas veces
caigamos en un determinado estado anímico sin conocer en absoluto la causa que lo generó.
Una música ambiental, un tono de voz o una determinada escena pueden moldear nuestras
emociones sin que tengamos conciencia alguna de ello. En un curioso experimento realizado
en la Universidad de Wurzburgo, numerosos grupos de personas escucharon el mismo
fragmento leído de un texto de Hume, con una variante casi imperceptible: para la mitad de
los grupos, la lectura provenía de una voz con un dejo de tristeza, mientras que la otra mitad
escuchó una voz que leía animada por una sutil alegría. A la salida, los dos grupos fueron
analizados y, en efecto, sus estados anímicos se orientaban hacia la tristeza o hacia la alegría
según el tono en que se les había leído el texto.

A los mecanismos imperceptibles de la vía inferior podemos atribuirles el hecho de que la


mera contemplación de un rostro feliz provoque en nosotros esa misma sensación, pues sin
siquiera notarlo tendemos a imitar el rostro observado y la propia realización del gesto tiene la
capacidad de suscitar en nosotros el sentimiento exhibido. De hecho, cuanto más exacta es la
imitación de la persona observada, más exacta es también la sensación de lo que esa persona
está sintiendo; algo que comprendió intuitivamente Edgar Allan Poe al afirmar lo siguiente:
“Cuando quiero saber lo bondadosa o malvada que es una persona, o qué es lo que está
pensando, reproduzco en mi rostro, lo más exactamente que puedo, su expresión, y luego
aguardo hasta ver cuáles son los pensamientos o sentimientos que aparecen en mi mente o en
mi corazón que equivalen o se corresponden con esa expresión”.

Paul Ekman, psicólogo estadounidense que ha estudiado a fondo las emociones, es un experto
en la detección de la mentira. Con un estoicismo científico que le permitía llegar a propiciarse
ligeras descargas eléctricas para ubicar los músculos más esquivos, Ekman pasó un año
aprendiendo a controlar voluntariamente cada uno de los aproximadamente doscientos
músculos del rostro. Tras esto, dibujó un detallado mapa de los diferentes sistemas musculares
que intervienen en los gestos para exhibir cada emoción, con sus múltiples matices y variantes.
Gracias a ello, al discernir las sutilezas faciales con que se manifiestan las emociones, cuenta
con una poderosa herramienta para identificar la emoción real que subyace bajo la máscara
con la que una persona pretende ocultar sus sentimientos. De acuerdo con Ekman, las palabras
pueden mentir, pero los rostros no, porque la decisión de mentir está controlada por la vía
superior, mientras que los músculos faciales son coordinados por la vía inferior. Por eso, el
rostro del mentiroso contradice sus palabras; cuando la vía superior encubre, la inferior revela.

Por su naturaleza impulsiva y su extremada rapidez, la vía inferior puede conducir a


comportamientos incorrectos y, de hecho, suele encontrarse en el origen de muchos
conflictos, desde las simples desavenencias sociales hasta los delitos más ominosos. La vía
superior permite el equilibrio, pues controla y frena los impulsos de la inferior y nos protege
así de los problemas que ésta puede causar. Como la corteza orbitofrontal modula el
funcionamiento de la amígdala, fuente de los impulsos pasionales, quienes tienen inhibidos
estos circuitos neuronales carecen de autocontrol y están a merced de sus arrebatos
emocionales. Esto explica que algunas personas no puedan dejar de imitar a los otros o de
cometer todo tipo de errores sociales sin llegar a percatarse de ello.

Al contrarrestar los impulsos emocionales y ofrecer mayores y más sutiles elementos para la
acción, la vía superior amplía y flexibiliza el repertorio establecido y fijo de respuestas de la vía
inferior. Así, su correcta intervención permite adecuar, modular y optimizar las respuestas
emocionales. La inteligencia social agrupa, pues, algunas competencias básicas de la vía
inferior, como aquellas que están asociadas a la empatía, junto con las habilidades más
complejas de la vía superior como es el control de los arrebatos emocionales.

Jonathan Cohen es pionero en una ciencia que estudia el transfondo neuronal de los procesos
racionales e irracionales de la toma de decisiones, conocida como la neuroeconomía. Ha
realizado escáneres cerebrales de personas que realizan un juego simulado de negociación y,
al analizar lo que ocurre en sus cerebros, ha encontrado que cuanto más intensa es la
reactividad de la vía inferior, menos racionales son las respuestas del jugador desde la
perspectiva económica. Por el contrario, cuanto más activa permanece la región prefrontal
(centro operativo de la vía superior), más equilibradas son las respuestas.

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