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En uno de sus libros tempranos, prolongado por López Aranguren, Adela Cortina
(Valencia, 1947) definía la ética como una suerte de reflexión filosófica sobre la
moral realmente vivida. Y así, si hablar de moral sería hablar del comportamiento
humano en cuanto caracterizarle como bueno o malo, tomando en consideración
los códigos o principios que lo orientan, la “ética” o “filosofía moral” supondría un
“segundo nivel reflexivo acerca de los juicios, códigos y acciones morales ya
existentes, a los que elevaría a consciencia y, en definitiva, clarificaría. En este
sentido, la ética sería algo así como una teoría filosófica de la acción humana.
Una teoría que no ignoraría el carácter contingente de su objeto.
Pero la ética sirve también, para Cortina, para “cambiar las tornas y tratar de
potenciar las actitudes que hagan posible un mundo distinto”. Nada menos. Es
obvio que las actitudes morales importan mucho. Tanto como lo que las hace
posibles. Pero llegar a sugerir, pongamos por caso, que los innumerables casos
de corrupción a que asistimos tienen su origen en desfallecimientos de la
voluntad moral sería casi un sarcasmo. ¿Puede prescindirse así de las
cuestiones estructurales? ¿Qué entiende la autora por un mundo distinto? ¿Cuál
sería su base material? Y, ¿de qué justicia hablamos al sugerir la conveniencia
de conjugar justicia y felicidad? ¿De la justicia completa o universal, de la
correctora o conmutativa o de la distributiva? Particularmente inquietante resulta,
por lo demás, la invocación de nuestra autora, siguiendo a Jeffrey Sachs, a la
compasión de ricos y poderosos a su voluntad de ser respetuosos y honestos
con los demás como “motor de cambio”.
Se diría que a la luz de esta obra no existen otros valores que los morales
“puros”. Y, sin embargo, no parece prudente -ni posible- prescindir de las razones
bien de anclaje remotamente religioso, debidamente depuradas, bien políticas,
sociales y económicas de connotación siempre fuertemente axiológica, a la hora
de habérselas con estas exigencias. Como tampoco parece conveniente ignorar
las causas reales de nuestros antagonismos constitutivos, ni menos aún de las
de esa variante especialmente dolorosa del mal moral que es el mal social, un
mal que no se reduce al estado de “humillación” al que tantos se ven hoy
condenados.
En la denuncia de las raíces morales de la actual crisis y de cuanto lo ha hecho
posible -en el plano ético, claro es-, así como en la defensa de los valores del
ciudadano activo y de una democracia “verdadera” esta obra alcanza, sin duda,
su momento culminante. Con un matiz: ¿por qué no más atención a la
responsabilidad legal? Algunos lectores no podrán menos de pensar que Cortina
ha trazado las líneas maestras de un intento -uno más, y van muchos- de
recomponer un alma moral a este mundo desalmado sin tocar sus fundamentos
materiales.