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ENSAYO

DERECHOS HUMANOS Y POLÍTICA

PRESENTADO POR:

GONZALO ANDRÉS LAURA LAURA

AREQUIPA – PERÚ

2017
I. LA INTRODUCCIÓN

Los derechos fundamentales del hombre por su propia naturaleza y dignidad,

inherentes al mismo y trascienden a los espacios territoriales. La dignidad, la

libertad y las igualdades humanas deben ser garantizadas y consagradas por las

normas internacionales, para cada uno de los países y para el conjunto. No nacen

de una concesión de la sociedad política. Son invulnerables e inalienables, y no

pueden ser ignoradas, desconocidas ni avasalladas por ningún estado, institución,

persona o ente.

La protección internacional de los derechos humanos viene experimentando una

considerable expansión en las últimas décadas. Su dinámica, en constante

evolución, requiere un esfuerzo de evaluación permanente de modo que los

mecanismos de protección puedan seguir funcionando con eficacia. Dichos

mecanismos se han desarrollado como prontas respuestas a las múltiples

violaciones de los derechos humanos; de ahí su diversidad en cuanto a las bases y

efectos jurídicos, y a los beneficiarios y a los ámbitos de aplicación, con la

consecuente complejidad de operación y necesidad de coordinación. Dichos

mecanismos tienen, además, que adaptarse a las transformaciones del medio

social en el cual funcionan. Se impone, pues, en el examen de la materia, un

equilibrio entre la teoría y la práctica, entre la reflexión la acción los derechos

humanos y la política.
II. DERECHOS HUMANOS Y POLÍTICA

La noción de derechos humanos se corresponde con la afirmación de la dignidad


de la persona frente al Estado. El poder público debe ejercerse al servicio del ser
humano: no puede ser empleado lícitamente para ofender atributos inherentes a la
persona y debe ser vehículo para que ella pueda vivir en sociedad en condiciones
cónsonas con la misma dignidad que le es consustancial.

La sociedad contemporánea reconoce que todo ser humano, por el hecho de serlo,
tiene derechos frente al Estado, derechos que este, o bien tiene el deber de respetar
y garantizar o bien está llamado a organizar su acción a fin de satisfacer su plena
realización. Estos derechos, atributos de toda persona e inherentes a su dignidad,
que el Estado está en el deber de respetar, garantizar o satisfacer son los que hoy
conocemos como derechos humanos.

En esta noción general, que sirve como primera aproximación al tema, pueden
verse dos notas o extremos, cuyo examen un poco más detenido ayudará a precisar
el concepto. Una de las características resaltantes del mundo contemporáneo es el
reconocimiento de que todo ser humano, por el hecho de serlo, es titular de
derechos fundamentales que la sociedad no puede arrebatarle lícitamente. Estos
derechos no dependen de su reconocimiento por el Estado ni son concesiones
suyas; tampoco dependen de la nacionalidad de la persona ni de la cultura a la
cual pertenezca. Son derechos universales que corresponden a todo habitante de
la tierra. La expresión más notoria de esta gran conquista es el artículo 1 de la
Declaración Universal de Derechos Humanos: todos los seres humanos nacen
libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y
conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.

El fundamento de este aserto es controversial. Para las escuelas del derecho


natural, los derechos humanos son la consecuencia normal de que el orden jurídico
tenga su arraigo esencial en la naturaleza humana. Las bases de justicia natural
que emergen de dicha naturaleza deben ser expresadas en el derecho positivo, al
cual, por lo mismo, está vedado contradecir los imperativos del derecho natural.
Sin embargo, el iusnaturalismo no tiene la adhesión universal que caracteriza a
los derechos humanos, que otros justifican como el mero resultado de un proceso
histórico.

La verdad es que en el presente la discusión no tiene mayor relevancia en la


práctica. Para el iusnaturalismo la garantía universal de los derechos de la persona
es vista como una comprobación histórica de su teoría. Para quienes no adhieren
a esta doctrina, las escuelas del derecho natural no han sido más que algunos de
los estímulos ideológicos para un proceso histórico cuyo origen y desarrollo
dialéctico no se agota en las ideologías, aunque las abarca.

Lo cierto es que la historia universal lo ha sido más de la ignorancia que de


protección de los derechos de los seres humanos frente al ejercicio del poder. El
reconocimiento universal de los derechos humanos como inherentes a la persona
es un fenómeno más bien reciente. En efecto, aunque en las culturas griega y
romana es posible encontrar manifestaciones que reconocen derechos a la persona
más allá de toda ley y aunque el pensamiento cristiano, por su parte, expresa el
reconocimiento de la dignidad radical del ser humano, considerado como una
creación a la imagen y semejanza de Dios, y de la igualdad entre todos los
hombres, derivada de la unidad de filiación del mismo padre, la verdad es que
ninguna de estas ideas puede vincularse con las instituciones políticas o el derecho
de la antigüedad o de la baja edad media.

Dentro de la historia constitucional de occidente, fue en Inglaterra donde emergió


el primer documento significativo que establece limitaciones de naturaleza
jurídica al ejercicio del poder del Estado frente a sus súbditos: la Carta Magna de
1215, la cual junto con el Hábeas Corpus de 1679 y el Bill of Rights de 1689,
pueden considerarse como precursores de las modernas declaraciones de
derechos. Estos documentos, sin embargo, no se fundan en derechos inherentes a
la persona sino en conquistas de la sociedad. En lugar de proclamar derechos de
cada persona, se enuncian más bien derechos del pueblo. Más que el
reconocimiento de derechos intangibles de la persona frente al Estado, lo que
establecen son deberes para el gobierno.
Las primeras manifestaciones concretas de declaraciones de derechos
individuales, con fuerza legal, fundadas sobre el reconocimiento de derechos
inherentes al ser humano que el estado está en el deber de respetar y proteger, las
encontramos en las revoluciones de independencia norteamericana e
iberoamericana, así como en la revolución francesa. Por ejemplo, la Declaración
de Independencia del 4 de julio de 1776 afirma que todos los hombres han sido
creados iguales, que han sido dotados por el Creador de ciertos derechos innatos;
que entre esos derechos debe colocarse en primer lugar la vida, la libertad y la
búsqueda de la felicidad; y que para garantizar el goce de esos derechos han
establecido entre ellos gobiernos cuya autoridad emana del consentimiento de los
gobernados. En el mismo sentido la Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano del 26 de agosto de 1789, reconoce que los hombres nacen y
permanecen libres e iguales en derechos y que las distinciones sociales no pueden
estar fundadas sino en la utilidad común.

Es de esta forma que el tema de los derechos humanos, más específicamente el de


los derechos individuales y las libertades públicas, ingresó al derecho
constitucional. Se trata, en verdad, de un capítulo fundamental del derecho
constitucional, puesto que el reconocimiento de la intangibilidad de tales derechos
implica limitaciones al alcance de las competencias del poder público. Desde el
momento que se reconoce y garantiza en la constitución que hay derechos del ser
humano inherentes a su misma condición en consecuencia, anteriores y superiores
al poder del Estado, se está limitando el ejercicio de este, al cual le está vedado
afectar el goce pleno de aquellos derechos.

En el derecho constitucional, la manifestación original de las garantías a los


derechos humanos se centró en lo que hoy se califica como derechos civiles y
políticos, que por esa razón son conocidos como “la primera generación” de los
derechos humanos. Su objeto es la tutela de la libertad, la seguridad y la integridad
física y moral de la persona, así como de su derecho a participar en la vida pública.
Sin embargo, todavía en el campo del derecho constitucional, en el presente siglo
se produjeron importantes desarrollos sobre el contenido y la concepción de los
derechos humanos, al aparecer la noción de los derechos económicos, sociales y
culturales, que se refieren a la existencia de condiciones de vida y de acceso a los
bienes materiales y culturales en términos adecuados a la dignidad inherente a la
familia humana. Esta es la que se ha llamado “segunda generación” de los
derechos humanos.

La protección de los derechos humanos es su internacionalización. En efecto, si


bien su garantía supraestatal debe presentarse, racionalmente, como una
consecuencia natural de que los mismos sean inherentes a la persona y no una
concesión de la sociedad, la protección internacional tropezó con grandes
obstáculos de orden público y no se abrió plenamente sino después de largas
luchas y de la conmoción histórica que provocaron los crímenes de las eras nazi
y stalinista. Tradicionalmente, y aún algunos gobiernos de nuestros días, a la
protección internacional se opusieron consideraciones de soberanía, partiendo del
hecho de que las relaciones del poder público frente a sus súbditos están
reservadas al dominio interno del Estado. Las primeras manifestaciones tendientes
a establecer un sistema jurídico general de protección a los seres humanos no se
presentaron en lo que hoy se conoce, en sentido estricto, como el derecho
internacional de los derechos humanos, sino en el denominado derecho
internacional humanitario. Es el derecho de los conflictos armados, que persigue
contener los imperativos militares para preservar la vida, la dignidad y la salud de
las víctimas de la guerra, el cual contiene el germen de la salvaguardia
internacional de los derechos fundamentales. Este es el caso de la Convención de
La Haya de 1907 y su anexo, así como, más recientemente, el de las cuatro
convenciones de Ginebra de 1949 y sus protocolos de 1977. Lo que en definitiva
desencadenó la internacionalización de los derechos humanos fue la conmoción
histórica de la segunda guerra mundial y la creación de las Naciones Unidas. La
magnitud del genocidio puso en evidencia que el ejercicio del poder público
constituye una actividad peligrosa para la dignidad humana, de modo que su
control no debe dejarse a cargo, monopolísticamente, de las instituciones
domésticas, sino que deben constituirse instancias internacionales para su
protección. El preámbulo de la carta de las Naciones Unidas reafirma “la fe en los
derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona
humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres”. El artículo 56 de la
misma carta dispone que “todos los miembros se comprometen a tomar medidas,
conjunta o separadamente en cooperación con la Organización, para la realización
de los propósitos consignados en el artículo 55”, entre los cuales está “el respeto
universal de los derechos humanos y de las libertades fundamentales de todos”.
El 2 de mayo de 1948 fue adoptada la Declaración Americana de los Derechos y
Deberes del Hombre y el 10 de diciembre del mismo año la Asamblea General de
las Naciones Unidas proclamó la Declaración Universal de los Derechos
Humanos. Estas declaraciones, como todos los instrumentos de su género, son
actos solemnes por medio de los cuales quienes los emiten proclaman su apoyo a
principios de gran valor, juzgados como perdurables. Los efectos de las
declaraciones en general, y especialmente su carácter vinculante, no responden a
un enunciado único y dependen, entre otras cosas, de las circunstancias en que la
declaración se haya emitido y del valor que se haya reconocido al instrumento a
la hora de invocar los principios proclamados. Tanto la Declaración Universal
como la Americana han tenido gran autoridad. Sin embargo, aunque hay muy
buenos argumentos para considerar que han ganado fuerza obligatoria a través de
su reiterada aplicación, la verdad es que en su origen carecían de valor vinculante
desde el punto de vista jurídico. Una vez proclamadas las primeras declaraciones,
el camino para avanzar en el desarrollo de un régimen internacional de protección
imponía la adopción y puesta en vigor de tratados internacionales a través de los
cuales las partes se obligarán a respetar los derechos en ellos proclamados y que
establecieran, al mismo tiempo, medios internacionales para su tutela en caso de
incumplimiento. En el ámbito internacional, el desarrollo de los derechos
humanos ha conocido nuevos horizontes. Además de los mecanismos orientados
a establecer sistemas generales de protección, han aparecido otros destinados a
proteger ciertas categorías de personas mujeres, niños, trabajadores, refugiados,
discapacitados, etc.- o ciertas ofensas singularmente graves contra los derechos
humanos, como el genocidio, la discriminación racial, el apartheid, la tortura o la
trata de personas. Más aún, en el campo internacional se ha gestado lo que ya se
conoce como “tercera generación” de derechos humanos, que son los llamados
derechos colectivos de la humanidad entera, como el derecho al desarrollo, el
derecho a un medio ambiente sano y el derecho a la paz. Así, pues, cualquiera sea
el fundamento filosófico de la inherencia de los derechos humanos a la persona,
el reconocimiento de la misma por el poder y su plasmación en instrumentos
legales de protección en el ámbito doméstico y en el internacional, han sido el
producto de un sostenido desarrollo histórico, dentro del cual las ideas, el
sufrimiento de los pueblos, la movilización de la opinión pública y una
determinación universal de lucha por la dignidad humana, han ido forzando la
voluntad política necesaria para consolidar una gran conquista de la humanidad,
como lo es el reconocimiento universal de que toda persona tiene derechos por el
mero hecho de serlo.

2.1.GOBERNABILIDAD Y GOBERNANZA

Antonio Camou plantea una definición amplia de gobernabilidad rescatando


su carácter multidimensional y relacional. Así la gobernabilidad debe ser
entendida como “un estado de equilibrio dinámico entre el nivel de las
demandas societales y la capacidad del sistema político (estado/gobierno) para
responderlas de manera legítima y eficaz” (Camou 2001:36). Ello permite
superar una lectura dicotómica (gobernabilidad versus ingobernabilidad) y
analizar grados y niveles de gobernabilidad involucrando en la definición una
“serie de ‘acuerdos’ básicos entre las élites dirigentes en torno a tres ámbitos
principales el nivel de la cultura política el nivel de las reglas e instituciones
del juego político y acuerdos en torno al papel del Estado y sus políticas
públicas estratégicas”.

El énfasis en las élites comparte el criterio de la relevancia de los “actores


estratégicos”, admitido por la mayoría de los estudiosos del tema, y es
entendido por Camou como una condición necesaria, aunque no suficiente,
para lograr adecuados niveles de gobernabilidad. Retomaremos estos puntos
cuando esbocemos su idea de “paradigma de gobernabilidad”; por lo pronto
veamos cómo construye el objeto de estudio al que refiere la noción de
gobernabilidad, definida líneas arriba.

Camou arriba a esta definición después de una digresión acerca de las


similitudes y diferencias entre gobernabilidad (governability) y
gobernanza/gobernación (governance), formulando una hipótesis muy
sugerente para explicar por qué en el pensamiento latinoamericano se prestó
más atención a los temas de gobernabilidad que a los de gobernanza. Durante
mucho tiempo prevaleció una lectura diacrónica/histórica, y la cuestión del
Estado tuvo más importancia que los problemas referidos al ejercicio de
gobierno. Citando a Luis Aguilar Villanueva, “la ciencia política
latinoamericana ha estudiado prácticamente casi todo, ‘menos la manera como
el gobierno construye y desarrolla sus decisiones’”, o, como señaló Norbert
Lechner refiriéndose al pensamiento de la izquierda latinoamericana, se
privilegiaba la elaboración de una estrategia de poder y no se planteaba una
estrategia de orden. Sin embargo, en los últimos años la atención se ha dirigido
al “examen sobre la manera específica en que los gobiernos establecen sus
agendas, diseñan sus políticas, toman sus decisiones y evalúan sus impactos”,
es decir, hacia temas de gobernanza entendida, por Camou, como “la acción y
el efecto de gobernar y gobernarse”, mientras que la gobernabilidad indagaba
acerca de “cómo” se gobierna, prestando atención a la estabilidad política. Los
problemas no se derivaban sino de aspectos deficitarios o debilidades de las
instituciones de la democracia, aparte de los consabidos resabios autoritarios
que atentan contra el fortalecimiento de una cultura cívica o la debilidad de
las bases económicas y sociales de la democracia que impiden la plena
vigencia de derechos ciudadanos. Paulatinamente, el interés se desplazó,
complementariamente, hacia las acciones y los efectos de gobernar y se
produjo una correlativa ampliación del objeto de estudio al que se refería la
noción de gobernabilidad en cierta medida, este autor termina incluyendo los
temas de gobernanza en el concepto de gobernabilidad: es decir, incluye la
acción y el efecto de gobernar en el cómo se gobierna. Curiosamente,
considera que el vocablo gobernanza es “anticuado”. Bajo el criterio de
paradigmas de gobernabilidad, relaciona niveles de análisis cultura política,
instituciones y políticas públicas y campos de acción gubernamental campo
político, económico y social) que pueden tener una articulación adecuada si
se sustentan en “una serie de acuerdos básicos entre las élites dirigentes y una
mayoría significativa de la población” que adoptan un carácter institucional,
reduciendo la incertidumbre y proporcionando legitimidad a las acciones de
gobierno. La importancia de los acuerdos entre élites dirigentes y una mayoría
poblacional está vinculada al protagonismo de los denominados “actores
estratégicos” que analizaremos más adelante. Nos interesa resaltar que la
confluencia de niveles y campos y sus diversas intersecciones permiten
evaluar la consistencia o el déficit de cada relación y por esa vía analizar las
características que presenta la gobernabilidad democrática en cada caso
nacional y en relación a los aspectos que son considerados dimensiones clave:
legitimidad, representatividad y eficiencia/eficacia.

La legitimidad es una cualidad de la gobernabilidad; la estabilidad tiene que


ver con el estado de la gobernabilidad, y la eficacia/eficiencia es una propiedad
de la gobernabilidad. Así, cuando se aborda la relación entre gobernabilidad y
eficacia, “la gobernabilidad es pensada como una propiedad de los sistemas
políticos definida por su capacidad para alcanzar objetivos prefijados al menor
costo posible”. Cuando se trata de la relación entre gobernabilidad y
legitimidad la atención se refiere “al problema de la calidad de la acción
gubernamental”. Y cuando la relación se establece entre estabilidad y
gobernabilidad se apunta a “la previsible capacidad del sistema de durar en el
tiempo” puesto que un sistema es estable cuando tiene capacidad para
transformarse a través de su adaptación a los desafíos
que provienen de su entorno.

Camou sintetiza su lectura en la noción de paradigma de gobernabilidad pero


también se refiere al modelo de gobernabilidad (:38), aunque éste tendría que
ver con situaciones particulares (en determinada sociedad y en una etapa
precisa) que se expresan en una articulación específica de “respuestas
institucionalizadas” a los problemas de gobierno. En otros términos, los
sistemas políticos adoptan determinado modelo de gobernabilidad de acuerdo
con las exigencias de un entorno cambiante.

Al ingresar esta relación en una fase crítica, los sistemas están compelidos a
articular un nuevo modelo de gobernabilidad. Veamos desde una perspectiva
más elaborada la noción de modelo de gobernabilidad, trabajada por Joan
Prats. Este autor define la gobernabilidad como “un atributo de las sociedades
que se han estructurado sociopolíticamente de modo tal que todos los actores
estratégicos se interrelacionan para tomar decisiones de autoridad y resolver
sus conflictos conforme a un sistema de reglas y de procedimientos formales
e informales dentro del cual formulan sus expectativas y estrategias” (en IIG
2003:28). Es decir, la gobernabilidad es postulada como una cualidad de las
sociedades o sistemas sociales, “no de sus gobiernos” (Prats 2001:120); son
los sistema social los que son (y en determinada medida) gobernables cuando
se da esa estructuración sociopolítica mencionada líneas arriba. Para su
análisis relaciona tres elementos: a) actores estratégicos, b) reglas,
procedimientos o fórmulas, y c) conflictos entre actores estratégicos. Un
modelo de gobernabilidad se define por la composición de actores estratégicos
y sus prácticas, por el tipo de reglas e instituciones formales e informales y su
grado de prevalencia, y por el grado de conflicto susceptible de ser procesado
bajo las reglas y procedimientos en vigencia. Nos interesa poner de relieve el
vínculo entre actores, reglas y conflictos puesto que en las formulaciones
normativas se prescinde de la conflictividad o se la sustituye por déficit o
anomia, es decir, a partir de carencias.

Michel Coppedge (en Camou 2001) propone un acercamiento similar que es


mencionado por Prats e incluido por Camou en su compilación. Define la
gobernabilidad como “el grado en el cual el sistema político se
institucionaliza”, y la institucionalización, citando a Huntington, como “el
proceso por el cual las organizaciones y los procedimientos adquieren valor
y estabilidad” : A partir de interrogarse respecto a quiénes deben otorgar
validez a los procedimientos y organizaciones, apunta a los “llamados actores
estratégicos”, a aquéllos que son “capaces de socavar la gobernabilidad,
interfiriendo en la economía y en el orden público” mediante el uso de recursos
de poder. Identifica a los siguientes actores estratégicos “típicos en América
Latina”: el gobierno, el ejército, la burocracia y las empresas estatales
(Estado), las asociaciones empresariales los sindicatos de trabajadores,
organizaciones campesinas, la Iglesia y otros grupos de interés (sociedad) y
los partidos políticos. Estos actores se relacionan mediante determinados
procedimientos que Coppedge define como “fórmulas”; de esa manera
específica la definición de gobernabilidad como “el grado en que las
relaciones entre los actores estratégicos obedecen a unas fórmulas estables y
mutuamente aceptadas”. Es decir, presta atención a los actores estratégicos y
los recursos de poder que utilizan de la misma manera que Prats, quien define
a los actores estratégicos como “todo individuo, organización o grupo con
recursos de poder suficientes para impedir o perturbar el funcionamiento de
las reglas o procedimientos de toma de decisiones y de solución de conflictos
colectivos” (en IIG 2003:28). Por su parte, los actores estratégicos se definen
por las reglas y procedimientos formales e informales que configuran un
régimen político puesto que éstas/os determinan cómo se toman e
implementan las decisiones de autoridad al establecer un determinado tipo de
relaciones entre el poder político y las esferas económica y social. La
gobernabilidad, así, implica la conformación de una matriz institucional que
expresa la estabilidad equilibrio del sistema sociopolítico y que cuando es
incapaz de procesar el conflicto entre actores ingresa en una situación de crisis
que exige no solamente una modificación de reglas o procedimientos sino de
la propia matriz institucional. Por ello, para Prats, “el concepto de
gobernabilidad asume el conflicto entre actores como una dimensión
fundamental sin la que no sería posible interpretar la dinámica de las reglas,
procedimientos o fórmulas instituciones llamadas a asegurar la
gobernabilidad en un momento y un sistema sociopolítico dados”.

a. Finalmente, consideramos otra perspectiva más amplia, esbozada por


Fernando Calderón (en Camou 2001), para quien la noción de gobernabilidad
está referida “a la capacidad política de una sociedad y debe ser vista como
una construcción de la política”; la gobernabilidad democrática, por su parte,
se refiere “a la construcción de un orden institucional plural, conflictivo y
abierto” que implique “una capacidad mínima de gestión eficaz y eficiente y
de autoridad que tendría que tener el poder ejecutivo frente a los otros
poderes y la sociedad misma”. Y luego establece una sugerente relación entre
gobernabilidad, competitividad e integración social, es decir, entre estado,
mercado y sociedad civil, rescatando también la noción de actores estratégicos
en conflicto, con la diferencia de que el “conflicto supone una disputa entre
los distintos actores por la dirección cultural de la gobernabilidad, la
competitividad y la integración social”, “que se refuerzan entre ellos e
interactúan sinérgicamente en sentido positivo o negativo”. El aporte de
Calderón está referido a examinar de manera más precisa las relaciones entre
gobernabilidad pese a que está circunscrita a la política, al estado e inclusive
al poder ejecutivo, economía y sociedad antes que a ampliar la noción de
gobernabilidad al extremo de abarcar toda la complejidad de las relaciones
estado/sociedad. Además, la mención de la dirección cultural recupera la
noción gramsciana de acción hegemónica ausente de los análisis de
gobernabilidad centrados en los aspectos institucionales, que permite entender
los conflictos como disputa de poder entre actores que tienen proyecto o visión
de totalidad, es decir, proyecto nacional.

Desde otra perspectiva, Camou distingue dos tipos de niveles de análisis: uno
referido a los niveles jurisdiccionales o reales de gobierno, y otro referido a
los niveles analíticos de gobernabilidad. En el primer tipo se contempla los
ámbitos característicos del ejercicio gubernamental nacional, regional y
local); asimismo, diferentes sectores sociales o esferas de acción (economía,
sector industrial, educación superior, diversos actores estratégicos
empresarios, trabajadores, Fuerzas Armadas, alguna organización compleja
una universidad pública y, finalmente, la dimensión supranacional de la
gobernabilidad, sea regional o global. Sin duda, la primera delimitación, más
específicamente jurisdiccional y gubernamental, resulta apropiada para situar
el ámbito de un análisis; algo similar acontece con los sectores sociales o
esferas de acción como ámbitos recortados. Sin embargo, pierde pertinencia
cuando se refiere a los actores estratégicos como un “nivel jurisdiccional” de
gobierno. Algo similar acontece con la gobernabilidad regional supranacional
y global, que excede esos ámbitos jurisdiccionales. El segundo tipo se refiere
a los niveles analíticos de gobernabilidad y comprende de manera genérica el
sistema económico mercado, el sistema político administrativo incluido el
Estado y el sistema sociocultural sociedad civil. De estos sistemas, el sistema
político es desagregado a un nivel más concreto y, por esa vía, se acerca al
análisis planteado por Prats y Coppedge, puesto que considera tres sub niveles:
cultura política, instituciones y actores, entre los que distingue a las
autoridades estatales y gubernamentales y a los gobernados ciudadanía,
organizados colectivamente o de manera individual, y sus acciones demandas,
por parte de los ciudadanos, y políticas públicas, por parte del Estado y
gobierno. Esta precisión analítica permitiría situar los problemas de
gobernabilidad, ya sea en el nivel general del sistema político y sus relaciones
con el mercado y la sociedad civil, o, en todo caso, en algunos de los
componentes del sistema político, particularmente el Estado y el gobierno, e
inclusive de manera más específica en el poder ejecutivo, dejando en segundo
plano, como “variables contextuales o intervinientes”, los otros componentes
del sistema político y su relación con los sistemas económico y cultural

De esta manera, a pesar del intento de complejizar el análisis y contemplar


una mayor cantidad de variables que permitan encarar un examen correlativo
con la definición amplia de gobernabilidad, Camou concluye sugiriendo, al
igual que Coppedge, Prats y Calderón, un abordaje metodológico más
delimitado. Sin embargo, interesa rescatar otro aporte de Camou referido a las
“dimensiones analíticas del concepto de gobernabilidad”, que tienen que ver
con los aspectos que permiten “medir” la gobernabilidad: estabilidad,
legitimidad, eficacia y eficiencia.

2.2.RESPONSABILIDAD POLÍTICA DEL ESTADO

El nacimiento de la responsabilidad política del Estado se produce en el


contexto de la formación del régimen parlamentaria en Inglaterra. A
comienzos del siglo XVII, los componentes fundamentales de la Monarquía
Constitucional inglesa eran la Corona y el Parlamento. Aunque, luego de la
Revolución Gloriosa (1688), se había establecido que el Rey no tenía la
atribución de suspender ni dispensar las leyes aprobadas por el Parlamento, el
monarca conservaba la función efectiva de gobernar el reino.
En 1714, Jorge I fue coronado rey de Inglaterra. Pertenecía a la dinastía
Hannover y, a causa de su desinterés por las cuestiones concernientes a la
política inglesa, decidió no acudir a las reuniones de su Gabinete. Fue entonces
cuando Robert Walpole, uno de los ministros, asumió un papel preponderante.
Posteriormente, en 1724, Jorge II también de la dinastía Hannover accedió al
trono. Durante su reinado, la preminencia de Robert Walpole en el Gobierno
de Inglaterra se mantuvo. Esta situación fue el punto de partida de uno de los
elementos del régimen parlamentario inglés: la conducción del Gobierno a
cargo de un funcionario distinto del Jefe de Estado es así que en este contexto
empieza a construirse en Inglaterra la responsabilidad política.
.
Luis María Díez-Picazo (1996) explica que la «responsabilidad política
consiste en la imposición de sanciones, cuya naturaleza es puramente política,
a los gobernantes por el modo en que estos ejercen el poder político». Según
este autor esta responsabilidad puede ser de dos tipos: difusa e institucional.
La responsabilidad política difusa estriba «en el juicio negativo que los
ciudadanos pueden dar a la actuación de los gobernantes manifiesta, ante todo,
en un estado de la opinión pública»; y puede traducirse «en un determinado
comportamiento electoral: sancionar a la persona que se reputa políticamente
responsable no votándola en la siguiente elección». La responsabilidad
política institucional, por su parte, «consiste en la posibilidad de que un órgano
del Estado repruebe el modo en que otro órgano del Estado ejerce sus
funciones y provoque, en su caso, el cese o la dimisión de este último».

Respecto de la responsabilidad política institucional, Alessandro Pizzorusso


sostiene que este instituto, en la práctica, funciona más como un medio para
orientar la actividad futura del gobierno que como un recurso sancionador:
En rigor, sin embargo, el control parlamentario debería reconocer su
mecanismo principal en la relación de confianza con el Gobierno y en la
consiguiente responsabilidad política de este ante el Parlamento (cfr. G. U.
Rescigno, La responsabilitá política, 1967, Galizia, Studi sui raportifra
Parlamento e Governo, 1972). Ahora bien, aunque este instituto representa la
clave de bóveda del sistema parlamentario vigente en Italia, no es menos
cierto que, en la práctica, funciona más como un medio para orientar la
acción futura del Gobierno que como un recurso sancionador frente a este,
en el caso de que se considere que no se ha atenido a sus compromisos.

Y es que es de tal complejidad la actuación desarrollada por el Gobierno que


no resulta posible considerar aisladamente los comportamientos concretos de
este que, si pueden ser objeto de valoración negativa, no eliminan la realizada
de que la actitud de cada fuerza política respecto del Gobierno es fruto de
una apreciación de conjunto del «marco político» por contraste con el cual
los episodios singulares asumen muy rara vez un alcance decisivo
(Pizzorusso, 1984, pp. 196-197).
2.3.POLÍTICA, ANTI POLÍTICA

En los últimos años ha habido, no sólo en el país sino en el mundo entero, una
oleada de críticas a los partidos políticos que se ha convertido poco a poco en
una crítica hasta ahora irracional del sistema de partidos políticos. Digo
irracional porque dicha crítica no sugiere una alternativa que pudiera sustituir
al sistema de partidos sin caer en los mismos problemas que este tiene y sin
crear otros problemas todavía peores. Ominosamente, estas críticas abren la
puerta para la única alternativa a los sistemas de partidos en los cuales las
decisiones son tomadas por grupos mayoritarios de personas, llámense o no
partidos. Esta alternativa lógicamente es el sistema en el que las decisiones
son tomadas por una sola persona, la tiranía.

La historia está llena de ejemplos de casos en los que los que atacan el sistema
de partidos terminan prohibiéndolos para tomar control tiránico de la
sociedad. Lenin y los bolcheviques criticaban al sistema democrático de
partidos de la misma forma y con los mismos argumentos que se usan hoy día
con el mismo propósito. Eventualmente, cuando estuvieron en el poder, los
bolcheviques, consistentemente con su crítica de los partidos políticos, los
prohibieron enteramente…excepto el partido de ellos mismos. Mussolini y sus
fascistas hacían las mismas críticas y también actuaron en consecuencia:
prohibieron todos los partidos políticos menos el fascista. Lo mismo hizo
Hitler en Alemania.

No hay otra alternativa. O las decisiones se toman por mayorías, y esto


requiere organizaciones políticas (llamadas o no partidos), o se toman por un
tirano individual o un grupo tiránico que se impone sobre todos los demás al
prohibir que se organicen en partidos políticos.

La política es el arte de lograr una decisión partiendo de millones de opiniones


diferentes. La anti-política es el arte de sacar las decisiones sin tener que
consultar o tomar en cuenta estos miles de opiniones, lo cual sólo se puede
hacer tomando e imponiendo decisiones tiránicamente.
Mucha de la gente que critica la política y el sistema de partidos políticos cree
que el país debería de manejarse de esta forma: con un tirano que imponga su
orden en la sociedad. Está bien. Cada quien puede creer lo que quiera. Pero
también hay mucha gente que cree que la democracia se mejoraría si se
eliminara la política y los partidos políticos, sin darse cuenta de que al eliminar
estas se destruiría precisamente lo que ellos quieren destruir la democracia
misma.
Pero hay algo que debe rescatarse de la insatisfacción de la gente con el
sistema de los partidos políticos, y esto es que hay ciertas actividades que son
indispensables para el desarrollo del país que no deberían de estar en manos
de los partidos políticos, o por lo menos no totalmente en manos de ellos,
porque por naturaleza los partidos tienden a manejarlos mal. Entre estos temas
están la educación, la salud, y la cultura, que son mucho mejor manejados por
las comunidades locales que por los políticos.

En realidad, en los países más desarrollados, como los nórdicos y los


anglosajones, estos temas están altamente descentralizados, y no están
descentralizados a entidades políticas locales sino a instituciones comunales
locales, tales como las juntas de padres de familia en el caso de la educación,
y a juntas también locales en el caso de hospitales, centros de salud y centros
culturales. Esta descentralización a instituciones locales no políticas no
elimina el papel de los partidos políticos, que a través del ejecutivo y el
legislativo tienen que decidir ciertas políticas generales, coordinar los
esfuerzos locales, y proporcionar recursos provenientes de la recaudación
nacional de impuestos, pero pone el manejo de los recursos en manos de los
que tienen más interés en que se manejen y se auditen apropiadamente.
Descentralizar en esta manera es esencial para que nuestros esfuerzos por
elevar el valor agregado de nuestra producción y de generar una fuerte
cohesión social para resolver los problemas de violencia y pobreza puedan dar
los frutos necesarios.

Es crucial que la descentralización de estas tareas no se realice a instituciones


políticas como las alcaldías, en donde estarían sujetas a presiones políticas,
quizás peores que las existentes a nivel nacional. Estas tareas deben
descentralizarse a organizaciones cívicas con un fuerte interés en la calidad de
los servicios públicos entregados a la población.

La anti política es parte de la lección impartida por el pensamiento neoliberal


con una sustancia de individualismo y un esquema de valores centrados en la
superación exitista e individual, tan materialista como la del comunismo que
combatió. No ha logrado liquidar la capacidad organizativa y deliberante del
pueblo peruano, pero ha menguado sus formas que podíamos exhibir en la
década de 1980 desde las partes más pobres de la ciudad. Lo reafirmo luego
de experimentar que más de 18 000 ciudadanos de Lima, de todos sus distritos,
se reunieron para formular juntos en Plan Regional de Desarrollo Concertado
2012-2025, con mínimo apoyo mediático, por esfuerzo de la Municipalidad
de Lima Metropolitana. No es un acontecimiento, pero sí un ejemplo a
contracorriente de lo que es la política cotidiana donde solo aparecen
autoridades elegidas, la mayoría de ellas para posarse y hacer escándalo con
su vida cotidiana o con su gestión pública, según el caso.

2.4.PROBLEMAS DE INSTITUCIONALIDAD POLÍTICA EN EL PERÚ

El problema de institucionalidad tiene muchas aristas, pero no es algo que solo


afecta al Estado sino que es un problema que afecta a toda la sociedad en
general, afirmó el director ejecutivo de la Agencia de Promoción de la
Inversión Privada (ProInversión), Javier Illescas.

Indicó que tanto las iniciativas públicas o iniciativas privadas que recibe
ProInversión afronta los problemas fundamentales de falencias institucionales
que tiene el Perú, ya que en ambos casos se necesita la interacción
institucional.

"El problema no está en la naturaleza distinta de la iniciativa porque ambos se


enfrentan a los mismos problemas institucionales y cuando uno habla de
problema institucional no solo son los organismos sino también la interacción
entre los individuos, que es parte del aspecto institucional", explicó durante su
participación en el Foro Industrial, organizado por la Sociedad Nacional de
Industrias (SNI).

Manifestó que cuando un proyecto ingresa a ProInversión siempre se tiene que


discutir sus alcances con una contraparte que muchas veces "no contesta" al
pedido de una cita, lo que refleja un tipo de interacción defectuosa.

"Eso ocurre no solamente en el Estado, sino que es un tema casi cultural que
ocurre seguramente también en el sector privado y en la interacción público-
privada, entonces lo que uno nota que hay costos de transacción en la
interacción humana y en particular cuando se habla de proyectos complejos",
enfatizó.

En el caso de ProInversión, mencionó que sus funcionarios no solo deben


interactuar con los comités y el directorio sino también con stakeholders
públicos de acuerdo al sector al que corresponde el proyecto, eso es una
"interacción compleja".

"La cultura de cada institución son distintas y las capacidades humanas de


cada institución son distintas, eso magnifica el problema y es difícil resolver
esto", advirtió.

Consultado sobre la posibilidad de mantener a los funcionarios más eficientes


en el Estado como una alternativa de solución, respondió que en esos casos
aparece otro problema de costo – oportunidad, ya que muchas veces son
tentados por el sector privado por una mejor remuneración.

"ProInversión ha perdido en los últimos tres a cuatro meses dos funcionarios


de alto rango: un director y un jefe de proyecto porque les pagan más en el
sector privado. Entonces ese es otro aspecto institucional, ¿cómo uno
compensa la diferencia de oportunidades que tiene el funcionario respecto al
mercado?", refirió.
En ese sentido, precisó que la suma del tipo de interacción humana, el tipo de
retribución pecuniaria, las diferencias de capacidades, la dificultad de retener
y generar capacidades, todo eso genera el problema institucional del Perú.
"Esto hace las cosas más complicadas, no es un problema fácil de resolver y
hay que tener mucho arte de gestión y hay varios instrumentos de gestión que
pueden servir", aseveró.

2.5.IMPLICANCIAS

A pesar de la consolidación de la democracia en los países del Mercosur, se


observan carencias de políticas públicas en relación con los derechos
conocidos como de la libertad. Quizás un buen ejemplo podría ser la falta de
políticas efectivas de educación a los funcionarios encargados de hacer
cumplir la ley en la educación en derechos humanos, en el verdadero alcance
de la dignidad esencial e igual de todos los miembros de la familia humana.
La observación se hace evidente cuando se ve que las políticas públicas en
materia de seguridad ciudadana tienen un carácter esencialmente represivo y
no preventivo, alentándose las políticas de mano dura, gatillo fácil y otras en
un marco de impunidad.

Un enfoque democrático de la seguridad debe iniciarse por reconocer que se


trata, efectivamente, de un derecho. El derecho humano a la seguridad, además
de educación, exige políticas para impedir la delincuencia, políticas de castigo
a los violadores de derechos humanos. Más aún, la concepción misma del
derecho a la seguridad es reconocer que éste consiste en la certeza del goce de
los derechos humanos.

Los tratados referidos a derechos civiles y políticos suelen exigir a los Estados
la adopción de políticas públicas, ya sea para evitar violaciones, ya sea para
promocionarlos, ya sea para garantizarlos.

Así, la no discriminación en el disfrute de estos derechos, por ejemplo,


requiere de acciones afirmativas y no meras abstenciones. La Convención para
la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, para citar un
caso, consagra la obligación de establecer políticas públicas para luchar contra
la discriminación racial: «Los Estados Parte condenan la discriminación
racial, y se comprometen a seguir, por todos los medios apropiados y sin
dilaciones, una política encaminada a eliminar la discriminación racial en
todas sus formas» así como a «adoptar «medidas efectivas para revisar las
políticas gubernamentales nacionales y locales», etc.

Igualmente, la Convención contra la Tortura y otras Penas o Tratos Crueles,


Inhumanos o Degradantes, destinada a proteger el derecho civil a la integridad
física y psíquica, obliga a los Estados a tomar «medidas legislativas,
administrativas o judiciales o de otra índole para impedir los actos de tortura
[…]» (artículo 2); a velar «porque todos los actos de tortura constituyan delito
conforme a su legislación penal; a velar para que se incluyan una educación y
una información completas sobre la prohibición de la tortura en la formación
profesional del personal encargado de la aplicación de la ley, etc.

En el último Informe de Competitividad 2017-2018 presentado por el Foro


Económico Mundial (WEF), que evalúa los factores que fomentan la
productividad y el crecimiento de 137 países del mundo, nuestro país
retrocedió 5 posiciones (del 67.° al 72.°) respecto al anterior 2015-2016, pero
lo más preocupante es que de los 12 pilares del índice, el mayor retroceso se
ha presentado en institucionalidad (10 puestos, del 106.° al 116.°), este pilar,
el primero y uno de los más importantes del informe, es analizado en 21
variables, y en más de la mitad ocupamos los últimos puestos, entre ellos:
carga de regulación gubernamental (puesto 131.° entre 137.°), fiabilidad de
los servicios policiales (130.°), crimen organizado (12.9°), eficiencia del
marco legal en solución de controversias (129.°), confianza en los políticos
(126.°), costos del crimen y violencia (122°), comportamiento ético de las
empresas (121.°), desvío de fondos públicos (118.°), favoritismo en decisiones
de funcionarios del gobierno (114.°), derechos de propiedad (109.°),
independencia judicial (106.°), eficiencia del gasto público (104.°).

Tenemos innumerables problemas que demuestran una crisis de


institucionalidad, entre otros: Gobierno, reducida capacidad institucional para
disminuir la informalidad laboral y económica, carencia institucional de
gestión y recursos para mantener la ley y el orden, para brindar educación y
salud y proveer servicios básicos a los pobres; Congreso, falta de capacidad
que le impide equilibrar o coadyuvar acciones del gobierno; Partidos Políticos,
escasa credibilidad y bajos niveles de institucionalidad; Poder Judicial,
administración de justicia endeble, de muy baja calidad y falta de
transparencia.

Bajo este panorama el objetivo principal de las instituciones en la sociedad es


reducir la incertidumbre y establecer una estructura estable de la interacción
humana que garantice una gestión eficaz del Estado y represente el potencial
de crecimiento y desarrollo del país. Por falta de instituciones fuertes todos
los avances que se logren en materia económica o financiera se limitarán a
mejoras marginales, requerimos de instituciones fortalecidas que garanticen
la igualdad ante la ley, seguridad jurídica, respeto al derecho de propiedad y
control del crimen organizado y violencia. Debemos mejorar la calidad y
capacidad de nuestras instituciones y construir un entorno institucional sólido
y justo priorizando las reformas del Estado, con énfasis especial en la
recuperación de la capacidad del gobierno, organismos de gestión centrales,
sector público en gestión e innovación, legislativo, judicial, partidos políticos,
electoral, y en descentralización y participación

2.6.LOS PLANES DE DESARROLLO.

El objeto de toda política pública es la consagración del Estado de derecho, la


democracia y la extensión del goce de los derechos humanos civiles,
culturales, económicos, políticos y sociales. Deberían decidirse en forma
democrática e implementarse de igual manera.

El enfoque de los derechos humanos y la política significa asumir su


contrapartida, es decir, que tras el derecho hay una obligación correlativa. Por
lo mismo, es necesario contemplar los medios idóneos para exigir
responsabilidad por la violación de la obligación de satisfacción. Y la
satisfacción comprende tres obligaciones: no violarlos, promoverlos y
garantizarlos.

Lo que se pretende por derecho humanos y la política no se satisface por


caridad. La exigibilidad, más desarrollada en los derechos civiles y políticos,
es también posible respecto de los derechos sociales. Pero ciertamente no se
está hablando sólo de acciones judiciales. Hay otras vías de reclamación,
particularmente políticas parlamentarias, acusaciones constitucionales, por
ejemplo; administrativas evaluación pública del impacto de las políticas
públicas; cuasijudiciales ombudsman y similares; e internacionales, a través
de la denuncia internacional ante los sistemas convencional y especial de las
Naciones Unidas y ante los sistemas regionales. Se trata de un viejo principio
en el campo de los derechos humanos: todos los ciudadanos tienen el derecho
de comprobar la contribución pública y su uso; y «la sociedad tiene el derecho
de pedir cuenta de su administración a todo empleado público», nos enseñaron
los revolucionarios franceses hace más de doscientos años (artículos 14 y 15
de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, 26 de agosto
de 1789).

Toda política pública basada en derechos deberá considerar como hilos


conductores los principales valores que emanan de la Declaración Universal
y de todos los textos declarativos y convencionales posteriores:

El principio de la dignidad de todos los miembros de la familia humana,


que orienta todo el catálogo de derechos y es, además, un derecho en sí;
El principio de no discriminación, presente en todos los instrumentos de
derechos humanos, convencionales y declarativos;
El principio de la sociedad democrática, único espacio en que es posible
el goce los derechos humanos.
Para que el Estado pueda hacer una política pública democrática deberá partir
de las demandas de la sociedad civil, para lo cual debe desde luego aceptar,
pero además educar y promover, el «empoderamiento» de la sociedad civil.
«La forma elitista, secreta y tecnocrática en que se han realizado los procesos
de ajuste en América Latina no pueden ser reproducidos para el caso de la
reforma del sector social», dice el sociólogo peruano Felipe Portocarrero.

Lamentablemente, los cambios que ha producido el proceso de globalización


en curso han debilitado el rol del Estado. La globalización es conducida sin
reglas, salvo las que el mercado impone, y si bien política y jurídicamente el
Estado sigue siendo el responsable de la promoción y protección de los
derechos humanos, así como de cualquier violación, en los hechos se muestra
muy débil frente al mercado, especialmente el financiero. Por eso es que la
globalización no es democrática y para los demócratas resulta fundamental
reforzar el rol promotor del Estado.

Del mismo modo, el Estado debe evaluar permanentemente sus políticas


públicas y su forma de relacionarse con la sociedad, de modo de responder en
mejor forma a los intereses sociales. Los medidores más apropiados son los
que se utilizan para evaluar el respeto de los derechos humanos, bastante más
desarrollados respecto de los derechos civiles y políticos que los económicos
y sociales, sin perjuicio de los esfuerzos académicos por desarrollar
indicadores también para éstos.
III. LAS CONCLUSIONES

1. El tema de los derechos humanos domina progresivamente la relación de la


persona con el poder en todos los confines de la tierra. Su reconocimiento y
protección universales representa una revalorización ética y jurídica del ser
humano como poblador del planeta más que como poblador del Estado. Los
atributos de la dignidad de la persona humana, donde quiera que ella esté y
por el hecho mismo de serlo prevalecen no solo en el plano moral sino en el
legal, sobre el poder del Estado, cualquiera sea el origen de ese poder y la
organización del gobierno. Es esa la conquista histórica de estos tiempos.
2. La responsabilidad política es una institución que presenta dos variantes: la
responsabilidad política difusa y la responsabilidad política institucional. La
responsabilidad política institucional tal como explica Luís María Díez Picazo
consiste en la posibilidad de que un órgano del Estado repruebe el modo que
otro órgano del Estado ejerce sus funciones, y provoque, en su caso, el cese o
la dimisión de este último.
3. Según la Constitución peruana vigente, el mecanismo para hacer efectiva la
responsabilidad política son la censura y la cuestión de confianza. En la
Constitución peruana vigente están previstas dos modalidades de cuestión de
confianza: la cuestión de confianza voluntaria y la cuestión de confianza
necesaria. Según el ordenamiento constitucional vigente, el presidente de la
República no tiene responsabilidad política.
4. El presidente de la República sí tiene responsabilidad jurídica por los actos u
omisiones contrarios al ordenamiento jurídico en que incurra durante su
gestión. El Juicio Político no es un instrumento para hacer efectiva la
responsabilidad política de ningún funcionario.
5. La baja institucionalidad de los partidos políticos a nivel nacional y local es
preocupante ya que esto no permite que los partidos puedan cumplir de forma
efectiva con su rol en el proceso democrático. Esta situación es especialmente
preocupante a nivel local ya que la Ley de partidos políticos ha sido bastante
laxa en cuanto a los requisitos necesarios para poder postular a un cargo en
este nivel de gobierno.
6. La proliferación de organizaciones políticas con bajos niveles de
institucionalización a nivel local resulta un problema importante pues la
ausencia de partidos institucionalizados a este nivel resulta una traba
importante al correcto desarrollo del proceso de descentralización.
IV. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Cancado Trindade, Antonio Augusto, instituto interamericano de derechos
humanos, 21 de setiembre de 1994, Estudios básicos de derechos humanos, t.
I, LinkMéxico : UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2016
2. Camou, Antonio (Estudio preliminar y compilación) (2001). Los desafíos de
la Gobernabilidad. México: Flacso/IISUNAM/Plaza y Valdés.
3. IIG (Instituto Intrenacional de Gobernabilidad) (2004). El desarrollo posible,
las instituciones necesarias. La Paz: Plural/IIG.
4. Díez-Picazo, Luís María (1996). La criminalidad de los gobernantes.
Barcelona: Crítica, Grijalbo Mondadori.
5. Pizzorusso, Alessandro (1984). Lecciones de derecho constitucional. Tomo I.
Madrid:Centro de Estudios Constitucionales
6. Revista de Ciencia Política y Gobierno, 1(1), 2014, 5-7, PUCP.2017
7. http://www.derechoshumanos.unlp.edu.ar/assets/files/documentos/el-
concepto-de-derechos-humanos.pdf

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