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SELECCIÓN DE TEXTOS DE JOSEPH RATZINGER

1. Mi vida. Recuerdos (1927-1977), 4ª edición, Encuentro, Madrid 2005. 65-110.

EN EL SEMINARIO DE FRISINGA
… Gratitud y deseo de renacer, de trabajar en la Iglesia y para el mundo: eran éstos los sentimientos que
dominaban la atmósfera en aquella casa. A ello se unía un hambre de conocimiento que había ido creciendo en
los años de la escasez y de la desolación, en los que habíamos sido expuestos al Moloch del poder, al que eran
extraños la cultura y el espíritu. Como queda dicho, los libros eran una rareza en la Alemania destruida y
separada del resto del mundo. No obstante, se conservaba en el seminario, a pesar de los daños provocados por
los bombardeos, una buena biblioteca que estaba al menos en disposición de saciar nuestra hambre de aquel
momento. Los intereses eran múltiples. No nos queríamos limitar a la teología en un sentido estricto sino oír a
los contemporáneos. Devoramos las novelas de Gertrud von Le Fort, Elisabeth Langgásser y Ernst Wiechert;
Dostoievsky estaba entre los autores que todo el mundo leía, así como los grandes franceses: Claudel, Bernanos,
Mauriac. También eran seguidos con interés los nuevos desarrollos de las Ciencias Naturales. Se creía que con el
cambio dado por Planck, Heisenberg o Einstein, la ciencia estuviese de nuevo en el camino hacia Dios. La
orientación antirreligiosa, que había alcanzado su apogeo con Haeckel, se había quebrado y eso infundía nuevo
ánimo. El filósofo de Munich, Aloys Wenzel, que a su vez provenía de la física, escribió una obra de gran éxito,
la Filosofía de la libertad, en la que intentaba demostrar que la imagen determinista del mundo propia de la física
clásica, que no dejaba espacio alguno a Dios, había sido reemplazada por una imagen abierta del mundo en el
cual había lugar para lo nuevo, para lo que no puede ser previsto ni predeterminado desde el comienzo. En el
campo teológico y filosófico, Romano Guardini, Josef Pieper, Theodor Häcker y Peter Wust eran los autores
cuyas voces nos sonaban más cercanas.
Se reveló importante el hecho que como prefecto de la sala de estudio (no había habitaciones privadas) fuese
designado un teólogo que hacía poco había vuelto tras estar prisionero de los ingleses: Alfred Läpple quien
después ejerció como pedagogo en Salzburgo y que se hizo célebre como uno de los más fecundos escritores
religiosos de nuestro tiempo. Ya antes de la guerra había comenzado a trabajar en una tesis en teología sobre la
idea de conciencia en el cardenal Newman con Theodor Steinbüchel, que entonces enseñaba teología moral en
Munich; su presencia se reveló para nosotros particularmente estimulante gracias a la amplitud de sus
conocimientos de historia de la filosofía y a su gusto por el debate. Leí los dos tomos de la fun damentación
filosófica de la teología moral de Steinbüchel, que acababan de aparecer en nueva edición, y encontré en ellos
una excelente introducción al pensamiento de Heidegger y Jaspers, así como también a la filosofía de Nietzsche,
Klages y Bergson. Todavía más importante fue otra obra de Steinbüchel: Der Umbruch des Denkens («El cambio
radical del pensamiento»): al igual que en la física se podía constatar el abandono de la imagen mecanicista del
mundo y un cambio hacia una nueva apertura a lo ignoto y también a lo ignoto conocido -Dios-, así se podía
observar también en filosofía un retorno a la metafísica que desde Kant en ade lante se había considerado
inadecuada. Steinbüchel, que había iniciado su camino con estudios sobre Hegel y sobre el socialismo,
presentaba en el libro citado la evolución, debida en particular a Ferdinand Ebner, del personalismo que
también para él mismo se había convertido en un cambio en su camino cultural. El encuentro con el personalis-
mo, que después lo encontramos explicitado con gran fuerza persuasiva en el gran pensador judío Martin
Buber, fue un acontecimiento que marcó profundamente mi camino espiritual, aun cuando el personalismo, en
mi caso, se unió casi por sí mismo con el pensamiento de san Agustín que, en las «Confesiones», me salió al
encuentro en toda su apasionada y profunda humanidad. En cambio, tuve más bien dificultades en el acceso al
pensamiento de Tomás de Aquino, cuya lógica cristalina me parecía demasiado cerrada en sí misma, demasiado
impersonal y preconfeccionada. Pudo influir en ello también el hecho de que el filósofo de nuestra Escuela
Superior, Arnold Wilmsen, nos presentara un rígido tomismo neoescolástico que para mí estaba sencillamente
demasiado lejano de mis interrogantes personales. No obstante, Wilmsen era por sí mismo una persona
interesante que había trabajado como obrero en la cuenca del Ruhr. El deseo de conocimiento le había llevado a
ahorrar el dinero necesario para estudiar filosofía. De sus maestros de Munich le había impresionado
profundamente la nueva dirección fenomenológica, inspirada en Husserl, pero no le había satisfecho del todo.
Por eso, marchó a Roma y encontró en la filosofía tomista que nos enseñaba a nosotros lo que andaba buscando.
Nos impresionaban profundamente su entusiasmo y su profunda convicción, pero ahora no parecía ser alguien
que se planteara preguntas, sino alguien que defendía con pasión frente a cualquier interrogante lo que había
encontrado. Como jóvenes, nosotros éramos precisamente personas que planteaban preguntas. Resultó una
gran ayuda para nosotros el curso en cuatro semestres sobre historia de la filosofía de un profesor todavía
joven, Jacob Fellmaier, que logró transmitirnos una completa visión de conjunto sobre toda la indagación del
espíritu humano desde Sócrates y el círculo de los presocráticos hasta el presente, ofreciéndonos así unos
fundamentos de los que yo, todavía hoy, estoy agradecido […]

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ESTUDIOS DE TEOLOGÍA EN MUNICH
… Yo mostraba un encendido interés en los cursos impartidos por nuestros grandes profesores de la
Universidad. Además, el lugar en el que se impartían era muy especial. Dado que no había un aula
propiamente dicha, las clases se desarrollaban en el invernadero del jardín del palacio que nos recibió primero
con un calor asfixiante, reemplazado en invierno por el correspondiente frío helador. Pero tales
superficialidades no nos molestaban apenas. Para completar el cuadro debo recordar también que la facultad de
teología de Munich había sido suprimida en 1938 por los nazis, porque cardenal Faulhaber había negado su
consentimiento a un profesor que era conocido como partidario de Hitler y que nuestros dirigentes habían
nombrado para cubrir la cátedra de derecho canónico. El comunicado del ministerio nacionalsocialista declaró
en esa ocasión que frente a tal intromisión, que nada tenía que ver con la ciencia, la libertad de la investigación
científica ya no estaba garantizada: en tales circunstancias -continuaba el comunicado-, no había razón para que
la facultad de teología de Munich continuara existiendo. Así, hubo que fundar ex novo la facultad después de la
guerra. Con este objeto, hubo que recurrir al cuerpo docente de dos facultades -Breslau (en Silesia) y Braunberg
(en la Prusia Oriental)- que habían dejado de existir tras la ocupación polaca de las regiones al este de la línea
del Oder-Neisse y de la expulsión de la población alemana. De Breslau venían los profesores del Antiguo y
Nuevo Testamento (Stummer y Maier) y el de Historia de la Iglesia (Seppelt); de Braunsberg venían Egenter, un
sacerdote de Passau, docente de teología moral, y Gottlieb Söhngen, profesor de teología fundamental que, en
cuanto originario de Colonia, encarnaba del modo más feliz el típico temperamento renano. De Münster venía
Michael Schmaus, un sacerdote de la diócesis de Munich, que se había hecho famoso más allá de las fronteras
de Alemania gracias a la novedad de su manual de dogmática. Él se había alejado del esquema neoescolástico y
había realizado una vivaz presentación de la dogmática católica completamente inspirada en el espíritu del
movimiento litúrgico y en una nueva atención a los Padres y a la Escritura, que habían venido desarrollándose
en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Schmaus había traído de Münster a otros dos importantes
maestros: Josef Pascher, profesor de teología pastoral, que antes de la guerra había ya trabajado por un breve
período en la Facultad de Munich; y un joven profesor de derecho canónico, Klaus Mürsdorf, que propugnaba
con decisión una visión del derecho canónico como disciplina teológica, situándolo no al margen de la teología,
sino en su mismo centro, y que, por esto, se esforzaba en comprenderlo a partir de la Encarnación, como una
lógica consecuencia de la Encarnación del Verbo que, justamente por esto, se traducía también en la necesidad
de formas institucionales y jurídicas. Pascher había recorrido un interesante camino espiritual: había estudiado
en primer lugar matemáticas, dedicándose también al aprendizaje de las lenguas orientales; después se orientó
hacia la pedagogía y la filosofía de las religiones; había investigado la mística de Filón de Alejandría, para
llegar, pasando por la teología pastoral, a la liturgia, que en los años de Munich se convirtió en su verdadero
campo de trabajo. Como director del «Georgianum» era responsable de nuestra formación humana y sacerdotal:
interpretaba esta misión según el espíritu de la liturgia y lograba así dar una profunda impronta a nues tro
camino espiritual. Precisamente los tres distintos orígenes académicos de nuestros profesores contribuyeron a
alargar los horizontes culturales de nuestra Facultad, confiriéndole una riqueza interior que atraía a estudiantes
de toda Alemania. […]
... Junto a los exégetas, me dejaron mucha huella las figuras de Söhngen y Pascher. Inicialmente Söhngen
quería dedicarse enteramente a la filosofía y había comenzado su camino con una disertación sobre Kant.
Pertenecía a aquella dinámica corriente tomista que había hecho propias la pasión por la verdad y la resolución
de la pregunta sobre el fundamento y el fin de todo lo real del Aquinate, pero que se esforzaba conscientemente
de hacer esto en el ámbito del debate filosófico contemporáneo. Con su fenomenología, Husserl había reabierto
una brecha en la metafísica, brecha que ahora era ensanchada por otros, si bien con modalidades
completamente diferentes. Heidegger se interrogaba sobre el ser. Scheler sobre los valores, Nikolai Hatmann
intentaba desarrollar una metafísica en sentido rigurosamente aristotélico. Por una serie de circunstancias
externas, Söhngen se volvió después hacia la teología. Él, que había nacido de un matrimonio mixto y que,
precisamente por su origen, era particularmente sensible a la cuestión ecuménica, intervino en la disputa con
Karl Barth y Emil Brunner en Zurich. Pero se ocupó también con gran competencia de la teología de los
misterios, iniciada por el benedictino de María Laach, Odo Casel. Esta teología había nacido directamente del
movimiento litúrgico, pero volvía a proponer con nuevo vigor la cuestión fundamental de la relación entre
racionalidad y misterio, del lugar que ocupa en el cristianismo lo platónico y lo filosófico y, de manera todavía
más radical, de la cuestión de lo que es específicamente cristiano. Pero lo que mejor caracterizaba el método de
Söhngen era que él pensaba siempre a partir de las fuentes mismas comenzando por Aristóteles y Platón, pasan-
do por Clemente de Alejandría y Agustín hasta Anselmo y Buenaventura, Tomás, Lutero y la escuela teológica
de Tubinga del siglo pasado. También Pascal y Newman estaban entre sus autores preferidos. Lo que en él me
impresionaba era sobre todo que no se contentaba nunca con una suerte de positivismo teológico, como a veces
llegaba a advertir en otras disciplinas, sino que planteaba con gran rigor la cuestión de la verdad y, por eso,
también la cuestión de la actualidad de cuanto es creído.

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Pascher, el teólogo de la pastoral, que -como queda dicho- era también el director de nuestro «Georgianum»,
sabía frecuentemente llegar a nuestro corazón con sus vivísimas conferencias espirituales, en las que se dirigía a
nosotros de modo muy personal, gracias a su rica experiencia espiritual y sin esquemas previos. En su sistema
educativo todo se fundaba sobre la celebración cotidiana de la Santa Misa. Su esencia y su estructura nos la
presentó en un gran curso en el verano de 1948, cuyo contenido ya había sido publicado en el año 1947 en un
libro titulado Eucaristía. Hasta entonces yo me había situado con cierta reserva hacia el movimiento litúrgico. En
muchos de sus representantes me parecía percibir un racionalismo e historicismo unilaterales, una actitud
demasiado dirigida hacia la forma y la originalidad histórica, pero que dejaba traslucir una extraña frialdad
frente a los valores del sentimiento, que la Iglesia, en cambio, nos hacía experimentar como el lugar en que el
alma se siente en su hogar. Cierto, el Schott me era muy querido; más aún, insustituible. El acceso a la liturgia y
a su auténtica celebración, cuyo camino había allanado, era para mí la contribución indiscutiblemente positiva
del movimiento litúrgico. Pero me molestaba una cierta mezquindad de muchos de sus partidarios que lo único
que querían era dar valor a una forma. […] `

ORDENACIÓN SACERDOTAL - LABOR PASTORAL – DOCTORADO


… Después del examen final de los estudios teológicos, en el verano de 1950 me fue propuesto
inesperadamente un encargo que una vez más trajo consigo un cambio de dirección para toda mi vida. En la
facultad de teología era costumbre que cada año se propusiese un tema de concurso, cuyo argumento debía
elaborarse en el espacio de nueve meses y que había que firmar de forma anónima y presentar bajo un
seudónimo. Si un trabajo obtenía el premio (que consistía en una suma de dinero bastante modesta), era asi -
mismo automáticamente aceptado como disertación con la calificación de «summa cum laude»; al ganador se le
abrían así las puertas al doctorado. Cada año tocaba a un profesor distinto proponer el argumento, así que se
acababan por afrontar todas las disciplinas. En el mes de julio, Gottlieb Söhngen me hizo saber que aquel año le
había tocado a él decidir el tema y que esperaba de mí que me aventurase en aquel trabajo. Me sentí obligado y
esperaba con ansia el momento de conocer el tema a tratar. El tema elegido por el maestro fue: «Pueblo y casa de
Dios en la enseñanza sobre la Iglesia de san Agustín” Dado que en los años precedentes me había dedicado
asiduamente a la lectura de las obras de los Padres y había frecuentado también un seminario de Söhngen sobre
san Agustín, pude lanzarme a esta aventura.
Vino en mi ayuda también otra circunstancia. En el otoño de 1949, Alfred Lápple me había regalado la obra
quizá más significativa de Henri de Lubac, Catolicismo, en la magistral traducción de Hans Urs von Balthasar.
Este libro se convirtió para mí en una lectura clave de referencia. No sólo me transmitió una nueva y más
profunda relación con el pensamiento de los Padres, sino también una nueva y más profunda mirada sobre la
teología y sobre la fe en general. La fe era aquí una visión interior, actualizada gracias precisa mente a pensar
junto con los Padres. En aquel libro se percibía la tácita confrontación tanto con el liberalismo como con el
marxismo, la dramática lucha del catolicismo francés por abrir una nueva brecha a la fe en la vida cultural de
nuestro tiempo. De Lubac acompañaba al lector desde un modo individualista y estrechamente moralista de
creer, a través de una fe pensada y vivida social y comunitariamente en su misma esencia, hacia una fe que,
precisamente porque era por su propia naturaleza también esperanza, investía la totalidad de la historia y no se
limitaba a prometer al individuo su felicidad privada. Me sumergí en otras obras de Lubac y obtuve profundo
provecho sobre todo de la lectura de Corpus Mysticum - en el cual se me abría un nuevo modo de entender la
unidad de Iglesia y Eucaristía que iba más allá de la que ya había aprendido de Pascher, Schmaus y Söhngen.
Partiendo de esta perspectiva, pude adentrarme, como se me había pedido, en el diálogo con Agustín, que
desde hacía largo tiempo había intentado de múltiples maneras. […] Fue una gran alegría, sobre todo para mi
padre y para mi madre, cuando en julio de 1953 … obtuve el título de doctor en teología.

EL DRAMA DE LA LIBRE DOCENCIA Y LOS AÑOS DE FRISINGA


… Ahora lo primero que había que hacer era fijar el tema de la habilitación. Gottlieb Söhngen sostuvo que,
dado que mi tesis de doctorado había afrontado un argumento de patrística, debía ahora dedicarme a los
medievales. Puesto que yo había estudiado a san Agustín, le parecía natural que trabajase en Buenaventura, del
cual se había ocupado él muy profundamente. Y. desde el momento en que mi tesis había tratado un tema de
eclesiología, debía pensar ahora en el segundo gran núcleo temático de la teología funda mental: el concepto de
revelación. En aquel tiempo, la idea de historia de la salvación era de los debates inter nos en la teología
católica, que ahora contemplaba en una nueva perspectiva la idea de revelación, que en la neoes colástica se
había centrado demasiado en el ámbito intelectual: la revelación aparecía en este momento no ya simplemente
como la comunicación de algunas verdades a la razón, sino como el actuar histórico de Dios, en el cual la
verdad se revela gradualmente. Así, yo debía verificar si de alguna forma Buenaventura era un representante
del concepto de historia de la salvación y si este motivo -además de ser reconocible- se ponía en relación con la
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idea de revelación. Con gran alegría me puse diligentemente a trabajar. Pese a que yo tenía ya algunos
conocimientos sobre Buenaventura y había leído ya algunos de sus escritos más breves, en la consecución de mi
trabajo se me abrieron nuevos mundos. Cuando el Padre Schurr hizo las maletas y abandonó Frisinga en el
verano de 1954, yo había concluido la recopilación de los materiales y elaborado las ideas de fondo de mi
interpretación de cuanto había encontrado, pero todo el fatigoso trabajo de la del texto se presentaba ahora ante
mí. […]
… En aquel tiempo ninguno de nosotros podía imaginar qué nubarrones de tormenta se cernirían sobre mí.
Gottlieb Söhngen había leído el texto de la habilitación con entusiasmo, citándola muchas veces en clase. El pro -
fesor Schmaus, que era mi director, a causa de sus numerosas tareas, la tuvo que dejar aparcada un par de
meses. Por una secretaria suya supe que finalmente había comenzado a leerla en febrero. Por la Pascua de 1956,
Schmaus convocó en Königstein a los dogmáticos de lengua alemana, que continuaron reuniéndose a intervalos
regulares, constituyendo la asociación alemana de teólogos dogmáticos y fundamentales. También estuve
presente yo y tuve en esa ocasión la posibilidad de conocer personalmente a Karl Rahner. Se disponía a publicar
la nueva edición del Lexikon für Theologie und Kirche, fundado por el obispo Buchberger y, dado que yo había
escrito algunos artículos para la obra evangélica paralela Die Religion in Geschichte und Gegenwart, se interesó en
saber por mí los criterios editoriales adoptados. Gracias a aquella circunstancia establecimos una relación
verdaderamente cordial entre nosotros. En el curso del congreso de Königstein, Schmaus me llamó para una
breve entrevista en la que de manera francamente fría y sin emoción alguna me dijo que debía rechazar mi
trabajo de habilitación porque no respondía a los criterios de rigor científico requeridos para obras de aquel
género. Añadió que me haría saber los detalles después de la decisión del Consejo de Facultad. Era como si me
hubiese caído un rayo desde el cielo sereno. Todo un mundo amenazaba con desplomarse. ¿Qué les sucedería a
mis padres, que habían venido con tan buena intención a Frisinga a vivir conmigo, si ahora, a causa de este
fallo, debía dejar la enseñanza? Mis proyectos para el porvenir, todos orientados a la enseñanza de la teología,
habrían sido fallidos. Pensé quedarme en Frisinga como coadjutor en San Jorge, a cuyo cargo correspondía una
habitación, pero ésta no parecía una solución particularmente consoladora.
Por el momento sólo se podía esperar: con ánimo deprimido inicié el semestre estival. ¿Qué había sucedido?
Tan lejos como yo podía saber, eran tres los factores que habían operado. En el curso de mi trabajo de
investigación había constatado que en Munich los estudios sobre el Medievo, cuyo principal exponente era el
propio Schmaus, habían permanecido sustancialmente estancados en los tiempos de la preguerra y no habían
recibido de ningún modo las nuevas grandes perspectivas que se habían abierto entretanto, elaboradas sobre
todo en el ámbito francés. Con una dureza ciertamente poco habitual en un principiante, en mi texto se
criticaban aquellas posiciones ya superadas y para Schmaus esto debía de haber sido verdaderamente
demasiado, tanto más cuando no acababa de comprender cómo había podido yo afrontar un tema medieval sin
confiarme a su guía. Al final, el ejemplar de mi libro pasado a través de su revisión estaba lleno de notas al
margen, escritas en diversos colores, que ciertamente no dejaban lugar a dudas de su dureza. Por si fuera poco,
le acabaron de irritar la insuficiente calidad gráfica y los numerosos errores en las citas, que habían perma-
necido, pese a todos mis esfuerzos. Además, no estaba nada de acuerdo con el resultado de mi análisis. Yo había
constatado que en Buenaventura (así como tampoco en los teólogos del siglo XIII en general) no había
correspondencia alguna con nuestro concepto de revelación, que solíamos usar para definir el conjunto de los
contenidos revelados, tanto que también en el léxico se había introducido la costumbre de definir las Sagradas
Escrituras simplemente como la «revelación». En el lenguaje medieval, semejante identificación habría sido
impensable. «Revelación» es de hecho un concepto de acción: el término define el acto con que Dios se muestra,
no el resultado objetivizado de este acto. Y porque esto es así, del concepto de «revelación» toma siempre parte
el sujeto receptor: donde nadie percibe la revelación, allí no se ha producido precisamente ninguna revelación
porque allí nada se ha desvelado. La idea misma de revelación implica un alguien que entre en su posesión.
Estos conceptos, adquiridos gracias a mis estudios sobre Buenaventura, se convirtieron después en muy
importantes para mí, cuando en el curso del debate conciliar fueron afrontados los temas de la revelación, de las
Sagradas Escrituras y de la Tradición. Porque si las cosas fueran como las he descrito, entonces la revelación
precede a las Escrituras y se refleja en ellas, pero no es simplemente idéntica a ellas. Esto significa que la
revelación es siempre más grande que el solo escrito. De ello se deduce, en consecuencia, que no puede existir
un mero -Sola Scriptura- (solamente a través de la Escritura), que a la Escritura está ligado el sujeto que
comprende, la iglesia, y con ello está dado también el sentido esencial de la tradición. Pero, mientras tanto, se
trataba de mi tesis de habilitación a la libre docencia y Michael Schmaus, a quien probablemente le habían
llegado desde Frisinga rumores de voces irritadas sobre la lógica, no veía en estas tesis, en ningún caso, una fiel
interpretación del pensamiento de Buenaventura (cosa, por otra parte, de la que yo estoy todavía hoy
convencido), sino un peligroso modernismo que conduciría necesariamente hacia la subjetivización del
concepto de revelación.
La reunión del consejo de la facultad que se ocupó de mi tesis debió de ser más bien tempestuosa. A
diferencia de Söhngen, Schmaus contaba con amigos influyentes entre los docentes de la facultad pero el
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veredicto de condena fue en cualquier caso atenuado: el trabajo no fue rechazado, sino que me fue devuelto
para que lo corrigiera. […]
… Tuve así una idea para salvar mi trabajo. Aquello que había escrito sobre la teología de la historia de
Buenaventura estaba estrechamente ligado al conjunto del libro, pero poseía de algún modo su autonomía; se
podía separar sin grandes problemas del resto de la obra y estructurarlo como un todo en sí mismo. Con sus 200
páginas, un libro de este género era más breve de la media de las tesis de habilitación para la libre docencia pero
era, de cualquier modo, lo suficientemente extenso como para demostrar la capacidad de desarrollar
autónomamente una investigación teológica y esto era, en definitiva, el verdadero objeto de aquel tipo de
trabajo. Dado que, a pesar de las duras críticas a mi trabajo, esta parte había permanecido sin observaciones
negativas, no había ahora ninguna posibilidad de declararla a posteriori científicamente inaceptable. Gottlieb
Söhngen, al cual presenté mi plan, estuvo inmediatamente de acuerdo. Lamentablemente, mi agenda para las
vacaciones de verano estaba completamente llena de tareas; aun así, pude tener un par de semanas libres,
durante las cuales conseguí realizar las necesarias adaptaciones de reelaboración. Así me fue posible, ya en
octubre -con gran asombro del consejo de facultad-, presentar otra vez mi tesis en su nueva forma reducida. Se
volvieron a suceder semanas de inquieta espera. Finalmente, el día 11 de febrero de 1957 supe que mi tesis de
habilitación había sido aceptada: la lectura pública tendría lugar el 21 de febrero. En base a los reglamentos
entonces en vigor en Munich para el examen de habilitación a la libre docencia, esta lectura y el debate que a
ésta sucedía estaban ahora considerados como condiciones necesarias para obtener la libre docencia; aquello
significaba que todavía era posible -y esta vez en público fallar el objetivo, cosa que, de hecho, ya había ocurrido
dos veces tras el fin de la guerra. Así; me presenté aquel día no sin preocupación, desde el momento en que,
teniendo en cuenta mis numerosas tareas de enseñanza en Frisinga, me había quedado verdaderamente poco
tiempo libre para prepararme. El aula magna, que había sido elegida para la ocasión, estaba repleta de gente; en
el ambiente se respiraba una extraña tensión casi física. Después de mi lectura, correspondía al presentador y al
lector tomar la palabra. Pronto la discusión conmigo se convirtió en un apasionado debate entre ambos. Ellos se
volvían hacia el público presente como si estuvieran impartiendo una clase. Mientras, yo permanecía aparte, sin
ser interpelado nunca. La reunión del consejo en la que debía tomarse la decisión duró largo tiempo; cuando
acabó, el decano se dirigió al pasillo donde yo estaba esperando con mi hermano y algunos amigos y me
comunicó de una manera completamente informal que había superado el examen y que era apto para la
docencia. […]

2. El Dios de la fe y el Dios de los filósofos


Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen, Leutesdorf 2004. (Trad. Cast.: El Dios de la fe y el Dios de los
filósofos, Encuentro, Madrid 2006).
NUEVO PROLOGO A LA EDICION ALEMANA DE 2004
Desde que he pronunciado la lectio inauguralis en Bonn, ha transcurrido casi medio siglo; un tiempo en el
que la historia se ha desarrollado más rápidamente que nunca antes. Los dramáticos cambios en la sociedad, la
política, la economía y la cultura, han ido acompañados por profundas transformaciones en la filosofía y en la
teología. ¿Puede ser un texto de entonces todavía actual? Recién cuando leía nuevamente esta conferencia [...],
se me hizo plenamente consciente hasta qué punto, las preguntas planteadas entonces han continuado siendo
hasta hoy, por así decir, el hilo conductor de mi pensamiento. Ellas reaparecen –ciertamente, algo modificadas
e instrumentadas de otro modo por el correspondiente nuevo contexto– en mi Introducción al cristianismo (1968)
y especialmente en la conferencia que pronuncié en 1999 en la Sorbona bajo el título: “El cristianismo, ¿la
verdadera religión?” (publicada en mi libro: Fe, verdad y tolerancia, 2003).
Lo que continuará siendo hoy y mañana una tarea central del pensamiento teológico es en todo caso la doble
pregunta en torno de la cual giraban las reflexiones de la conferencia de Bonn. En primer lugar, [1] la cuestión
general acerca de la relación entre fe y razón: ¿qué suerte de racionalidad es la propia de la fe cristiana? ¿cómo
se integra ésta (la fe) en el todo de nuestra existencia? ¿es conciliable con los conocimientos fundamentales que
ha obtenido la razón moderna?¿responde al interrogar racional, y es trasmisible su “razón”? Este problema
fundamental se concreta [2] en el interior de la fe y de la teología, en la forma de la pregunta: ¿Fue legítima la
conexión realizada por la Iglesia naciente entre pensamiento griego y fe bíblica, de tal modo que dicha
vinculación pertenece a la “esencia del cristianismo” o fue un “terrible malentendido”, del cual deberíamos
finalmente liberarnos? Esta cuestión se ha transformado en un problema muy grave, en un tiempo en que el
cristianismo quiere salir decididamente del mundo occidental e incorporarse en otras culturas. Más allá de ello,
constituye un problema fundamental en el diálogo entre el cristianismo católico y ortodoxo por un lado, y el
pensamiento teológico procedente de la reforma (protestante), caracterizado desde el comienzo por la crítica a la
fusión entre metafísica y fe, entre pensamiento griego y tradición bíblica. Por tanto me parece que el intento de
describir los problemas fundamentales de la teología fundamental que me atreví a realizar entonces, al
comienzo de mi trabajo teológico, puede trasmitir también hoy impulsos al pensamiento teológico, para cumplir

5
en nuestro contexto nuestra obligación de dar razón a aquellos que preguntan acerca del Logos – de la razón –
de nuestra esperanza (1 Pe 3,15) [...].
Roma, 29 de junio de 2004, Joseph Cardenal Ratzinger

3. Naturaleza y misión de la teología, Agape, Buenos Aires 2007.


Capítulo I
SUPUESTOS Y FUNDAMENTOS DEL TRABAJO TEOLOGICO
FE, FILOSOFIA Y TEOLOGIA

1. La unidad de filosofía y teología en el cristianismo temprano


A primera vista, la pregunta acerca de la relación entre fe y filosofía parece ser muy abstracta. Para los cristianos
en la Iglesia naciente no lo era: ella posibilitó las primeras imágenes de Cristo; en efecto, el arte cristiano, en sus
comienzos tempranos, surgió de la pregunta por la filosofía verdadera. La filosofía dio a la fe su primera expresión
gráfica. Las más antiguas obras plásticas cristianas que conocemos se encuentran en los sarcófagos del siglo III; su
fórmula icónica comprende tres figuras: el pastor, el orante y el filósofo [1]. Este contexto es importante. Significa
que el arte cristiano tiene una de sus raíces en el dominio sobre la muerte. Las tres figuras responden al
cuestionamiento del ser humano por la muerte. El significado de las dos primeras figuras nos resulta claro sin más.
Aun cuando se deba ser cuidadoso con una interpretación cristológica y eclesiológica simplista de las figuras del
pastor y del orante, con todo es inequívoca la referencia a los fundamentos de la esperanza cristiana que reside en
ellas. Está el pastor que, también en medio de las sombras de la muerte, da la confianza que puede decir: "No temo
ningún mal" (Sal 23,4). Está la compañía de la oración, que sigue y protege al alma en su peregrinación. Pero, en este
contexto, ¿qué significa el filósofo? Su representación se corresponde con la imagen del cínico, el apóstol filosófico
itinerante. A él no le importan las teorías ilustradas: "Predica porque la muerte lo persigue" [2]. No busca hipótesis,
sino enfrentar cabalmente la vida subsistiendo a la muerte. Como se dijo, el filósofo cristiano está representado bajo
esta figura y, sin embargo, es distinto: en la mano lleva el Evangelio, del que aprende no palabras, sino hechos. Él es
el verdadero filósofo, porque sabe sobre el misterio de la muerte. Gerke resume la visión de lo cristiano, tal como se
representa en el arte más temprano, en la frase: "En el centro de las composiciones cristianas más antiguas no está el
mundo de la Biblia y de la historia sagrada, sino el filósofo como imagen original del homo christianus, a quien por
el Evangelio se le ha revelado el verdadero paraíso" [3].
La fusión de filosofía y cristianismo, que aquí se expresa gráficamente en la cuestión de la muerte como la
cuestión vital propia del hombre, pronto alcanza una densidad aún mayor: la figura del filósofo llega a ser ahora la
imagen de Cristo mismo. No se quiere representar cómo era la apariencia de Cristo, sino quién y qué era Él: el
perfecto filósofo. Como bellamente lo formula Gerke, Cristo aparece en la vestidura de quien lo ha llamado [4]. La
filosofía, la búsqueda del sentido de cara a la muerte, se presenta ahora como la pregunta por Cristo. En la
resurrección de Lázaro, El está como el filósofo que realmente responde en cuanto transforma la muerte y por ende
transforma la vida. Aquí se vuelve contemplación lo que ya desde los Apologistas era convicción. Ya en la primera
mitad del siglo II, el mártir Justino había caracterizado al cristianismo como la verdadera filosofía, y esto por dos
razones fundamentales: La tarea esencial del filósofo es la pregunta por Dios. La actitud del verdadero filósofo es la
vida según el Logos y con él. Puesto que ser cristiano significa vivir de acuerdo al Logos, los cristianos son los
verdaderos filósofos y el cristianismo la verdadera filosofía [5]. Con tales expresiones, que pueden sonar abstractas
para nosotros, se hacía visible lo que es ser cristiano, porque el filósofo itinerante pertenecía al medio vital de los
hombres. La experiencia del sinsentido, la falta de orientación con sus angustias ofrecía un mercado rentable, del
que se podía vivir. Como hoy también, hacía aparecer a falsificadores de la palabra, así como a quienes estaban
realmente afectados y ofrecían ayuda. En medio de todas las desilusiones y falsificaciones que había en este
contexto, el filósofo ofrecía el marco conceptual en el que se podía comprender de qué se trataba en el mensaje de
Cristo y de la resurrección. [...]

2. Una distinción que se convirtió en oposición


En su historia temprana el cristianismo se consideró a sí mismo como filosofía, es más, tal como hemos
escuchado, como la filosofía propiamente dicha. ¿Podríamos decir eso también hoy? ¿y si no podemos hacerlo, a
qué se debe? ¿Qué ha cambiado? ¿Cómo debemos determinar hoy entonces correctamente la relación entre ambos?
La identificación de cristianismo y filosofía se debía a un determinado concepto de filosofía que paulatinamente fue
criticado por los pensadores cristianos y fue definitivamente abandonado en el siglo XIII. La distinción entre ambos,
que ante todo es obra de Santo Tomás de Aquino, los delimita aproximadamente así: la filosofía es la búsqueda por
parte de la razón pura de una respuesta a las últimas cuestiones de la realidad. El conocimiento filosófico es sólo el
conocimiento que puede obtenerse en base a la razón misma y en cuanto tal, sin la enseñanza de la Revelación.
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Recibe su certeza sólo de la argumentación y sus expresiones valen lo que sus argumentos. Frente a eso, la teología
es la apropiación y comprensión de la revelación divina; es fe que busca entender. Por consiguiente no encuentra
sus contenidos por sí misma, sino que los recibe de la revelación, para luego comprenderlos en sus conexiones
internas y en su sentido. Con una terminología que precisamente recién comienza con Tomás, se distinguieron los
ámbitos diversos de la filosofía y la teología como el orden de lo natural y el de lo sobrenatural. Estas distinciones
alcanzaron toda su fuerza recién en la Edad Moderna, que las introdujo en su lectura de Tomás, dando así a éste
una interpretación que lo separa de la tradición anterior más fuertemente de lo que corresponde a partir de los
textos mismos [6].
Pero no necesitamos ocuparnos aquí de tales problemas históricos. En todo caso el hecho es que, desde la tardía
Edad Media, la filosofía se atribuye a la razón pura y la teología a la fe y que esta distinción de ambas caracteriza
hasta hoy la imagen tanto de la una como de la otra. Pero, una vez que se dio esta separación, surge inevitablemente
la pregunta si filosofía y teología pueden entrar aun, absolutamente, en una relación metódica mutua. En primer
lugar, eso se discute desde ambos lados con razones de peso. Como ejemplo de la oposición por parte de la filosofía
menciono solo los nombres de Heidegger y Jaspers. Para Heidegger la filosofía es, según su esencia, preguntar.
Quien piensa tener ya la respuesta, no puede filosofar más. La pregunta filosófica es teológicamente una necedad y,
consecuentemente, la filosofía cristiana una contradicción en sí misma: un “hierro de madera”. También Jaspers
opina que quien piensa encontrarse en posesión de la respuesta ha fracasado como filósofo: el movimiento abierto
del trascender se ha interrumpido en favor de una supuesta certeza definitiva [7]. De hecho, hay que decir que si al
filosofar le corresponde una razón totalmente neutral frente a la fe cristiana, y si a la filosofía no le está permitido
conocer nada que llegue al pensamiento como previamente dado proveniente de la fe, entonces el filosofar de un
creyente cristiano debe aparecer como un poco ficticio. Pero, las respuestas cristianas, ¿son realmente de tal tipo que
cierren el camino al pensamiento? Las respuestas sobre lo último, ¿no están acaso por su esencia siempre abiertas a
lo no dicho y a lo inefable? ¿No podría ser que recién tales respuestas dieran propiamente a las preguntas su
verdadera profundidad y dramatismo? ¿No podría ser que radicalizaran tanto el pensar como el preguntar y los
pusieran en camino, en lugar de bloquearlos? Jaspers mismo dijo una vez que el pensar que se separa de la gran
tradición cae en una formalidad que se va tornando vacía [8]. ¿No indica eso que el conocimiento de una gran
respuesta, como la que provee la fe, es más bien estímulo que obstáculo para un auténtico preguntar?
Deberemos volver sobre estas reflexiones. Pero ahora debemos considerar inversamente la negación de lo
filosófico por parte de la teología. La oposición a la filosofía como presunta corruptora de la teología es muy
antigua. Se la puede hallar con una fuerza muy grande en Tertuliano, pero también volvió a encenderse
periódicamente en la Edad Media alcanzando, por ejemplo una notable radicalidad en la obra tardía de San
Buenaventura [9]. Una nueva época de oposición a la filosofía en favor de la pura palabra de Dios comienza con
Martín Lutero. Su grito de batalla "sola scriptura" era no sólo una declaración de guerra contra la interpretación
clásica de la Escritura por parte de la tradición y el magisterio de la Iglesia; era también una declaración de guerra
contra la escolástica, el aristotelismo y el platonismo en la teología. Para él, la asunción de la filosofía en la teología
fue a la vez la destrucción del mensaje de la gracia, es decir, la destrucción del Evangelio mismo en su núcleo: la
filosofía es para él expresión del hombre que no sabe de la gracia y busca construir por sí mismo su sabiduría y su
justicia. La oposición entre justificación por las obras y por la gracia, que según Lutero representa la línea divisoria
entre Cristo y el anticristo, para él llega a ser precisamente idéntica con la oposición entre filosofía y un pensar a
partir de la palabra bíblica. Si esto es así, la filosofía es la directa ruina de la teología [10]. En nuestro siglo Karl Barth
ha dado nueva fuerza a esta protesta contra la filosofía en la teología con su objeción a la analogia entis, en la que vio
una invención del anticristo y el único, pero al mismo tiempo irremisible motivo para no volverse católico. En ese
contexto el término clave analogia entis es sencillamente la expresión de la opción ontológica de la teología católica,
de su síntesis entre el pensamiento del ser de la filosofía y el pensamiento de Dios del la Biblia. Contra esta
continuidad entre búsqueda filosófica de los últimos fundamentos y apropiación teológica de la fe bíblica, afirma la
discontinuidad radical: según él la fe devela como imágenes de ídolos todas las imágenes del Dios del pensar. No
vive de la correspondencia sino de la paradoja. Recibe al Dios totalmente otro, que no puede desarrollarse a partir
de nuestro pensamiento ni ser amenazado por él [11].
Así el camino parece estar cerrado por ambos lados: la filosofía se defiende contra la fe como algo previamente
dado al pensamiento; se siente obstaculizada por ello en su pureza y en la libertad de su pensar. La teología se
defiende contra lo previamente dado por el conocimiento filosófico y ve allí una amenaza para la pureza y novedad
de la fe. Pero en realidad no se puede mantener el pathos de tales negaciones. Sin presupuestos, ¿cómo sería siquiera
posible que el pensar filosófico se pusiera en movimiento? Desde Platón, la filosofía vivió siempre del diálogo
crítico con la gran tradición religiosa. Su propio rango permaneció siempre vinculado al de las tradiciones, a partir
de las cuales se ha esforzado por alcanzar la verdad. Donde ella interrumpe este diálogo, llega muy pronto a su
propio agotamiento como filosofía. Y viceversa, en la reflexión de la palabra de la revelación, la teología
sencillamente no puede evitar proceder de modo filosófico. En cuanto no es mera repetición ni simple recolección
de marginalidades históricas, sino que busca comprender en sentido propio, se introduce en el pensar filosófico.

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Efectivamente, ni Lutero ni Barth pudieron abandonar el pensar y la herencia filosóficos, y la historia de la teología
protestante está determinada por el intercambio con la filosofía no menos que la de la teología católica.
Sólo que aquí hay que constatar una diferencia cuyo análisis nos llevará al mismo tiempo al núcleo de nuestro
problema. El rechazo que se prolonga con múltiples variantes desde Lutero hasta Barth, si se lo observa más
precisamente, no se refiere a la filosofía como tal, sino a la metafísica en su forma fundada por Platón y Aristóteles.
En ese sentido, la actitud antimetafísica de Lutero permanece todavía fundamentalmente referida a la escolástica de
la tardía Edad Media que él conocía y tiene su límite en que mantiene su adhesión al dogma de la Iglesia antigua.
La ortodoxia protestante, que construyó su propia escolástica, con su fidelidad a las antiguas confesiones de fe,
amortiguó todavía más lo revolucionario en la posición de Lutero, que recién pudo manifestarse plenamente en la
segunda mitad de la Edad Moderna. En ella se manifiesta ahora el dogma mismo de la Iglesia antigua como
expresión por antonomasia de la helenización y ontologización de la fe. De hecho, tanto con la doctrina de la
Trinidad como con la confesión de Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre, el contenido ontológico de las
expresiones bíblicas se ubicó en el centro del pensar y creer cristianos. El reproche de helenización, que domina la
escena teológica desde el siglo XIX, ve allí una apostasía respecto de la pura fe salvífica de la Biblia. El motivo que
lleva en realidad a esa afirmación es el rechazo fundamental del pensar metafísico, al tiempo que se abren
ampliamente las puertas a los proyectos de filosofía de la historia. Bien puede decirse que el progresivo
desplazamiento de la metafísica por parte de la filosofía de la historia que se produjo después de Kant, está
esencialmente determinado por estos procesos en la teología, y que viceversa, el desarrollo filosófico así puesto en
marcha ha actuado luego a su vez poderosamente sobre las opciones teológicas [12]. En la situación filosófica así
surgida, la negación de la ontología o al menos la renuncia a ella, se manifiesta hoy para muchos como lo único
racional, incluso filosóficamente. Pero tampoco se puede permanecer en la renuncia a la ontología: En una mirada
más amplia, cae con ella el pensamiento mismo sobre Dios y en consecuencia, queda como única posibilidad
construir la fe como pura paradoja como lo hace Barth, al menos en principio. Con ello se pierde nuevamente el
acuerdo inicial con la razón. La fe que se convierte en paradoja no puede ya interpretar ni penetrar propiamente el
mundo cotidiano. Inversamente, en la pura contradicción no es posible vivir. En mi opinión, esto muestra
suficientemente que no se puede excluir de la cuestión filosófica la pregunta metafísica, degradándola a un vestigio
helenístico. Donde ya no se plantea la pregunta por el origen y el fin del todo, se abandona lo propio del mismo
preguntar filosófico. Si bien en el pasado y también hoy, la oposición a la filosofía en la teología quiere ser en gran
parte sólo oposición a la metafísica y no excluir absolutamente a la filosofía como tal, el teólogo es quien menos
puede separar a una de la otra. A su vez, un filósofo que realmente llega a lo fundamental no puede librarse nunca
del aguijón de la pregunta acerca de Dios, de la pregunta acerca del fundamento y fin del ser como tal.

3. Intento de una nueva relación


Con las reflexiones anteriores hemos aclarado en primer lugar, a grandes rasgos, la distinción entre filosofía y
teología. A la vez se vio que esta distinción en la historia de ambas disciplinas tomó cada vez más la forma de una
oposición. Pero también se hizo claro que la construcción de una oposición entre filosofía y teología las modificó a
ambas. Como consecuencia de este desarrollo la filosofía buscó cada vez más librarse de la ontología, es decir, de su
propia pregunta fundamental. En este proceso, la teología renuncia a los fundamentos primordiales que la hicieron
posible en su peculiar tensión entre revelación y razón. Frente a ello habíamos dicho que la filosofía como tal no
puede renunciar a la ontología y que la teología está no menos referida a ella. La exclusión de la ontología del
ámbito teológico no libera al pensamiento filosófico, sino que lo paraliza. La eliminación de la ontología en la
filosofía no purifica a la teología, sino que la deja sin fundamento. Ante la común oposición a la metafísica, que
parece convertirse a veces hoy en el único punto de unión entre filósofos y teólogos, hemos debido responder que
ambas necesitan esta dimensión del pensamiento y que en ella están indisolublemente ordenadas una a la otra.
Debemos ahora concretizar y hacer más preciso este primer diagnóstico general. Tras recorrer la aporía de la
oposición, debemos plantear positivamente esta pregunta: ¿En qué sentido la fe necesita de la filosofía? ¿De qué
manera está la filosofía abierta a la fe y dispuesta interiormente a un diálogo con el mensaje de la fe? Desearía
bosquejar brevemente tres niveles de una respuesta al respecto:
a) Un primer nivel de la relación entre el preguntar filosófico y el teológico ya lo encontramos en la mirada a las
tempranas imágenes de la fe: tanto la fe como la filosofía están orientadas a la cuestión fundamental que la muerte
plantea al hombre. La cuestión de la muerte no es sino la forma radical de la pregunta por el "cómo" del recto vivir.
Es la cuestión acerca de dónde viene y adónde va el hombre. Es la pregunta por el origen y el fin. En último
término, la muerte es la cuestión insuprimible, que se inserta como aguijón metafísico en el ser humano. El hombre
debe preguntarse cómo se explica este final. Pero por otro lado, es claro para todo el que medita sobre ello, que en
último término sólo puede responder fundadamente quien conoce por sí mismo el más allá de la muerte. Ahora, si
bien la fe sabe que tal respuesta le ha sido dada, exige a su vez un preguntar que impulse a la escucha y la reflexión.
Tal respuesta no frustra de ninguna manera el preguntar como piensa Jaspers. Por el contrario, el preguntar fracasa
cuando no hay expectativa alguna de respuesta. La fe alcanza una respuesta porque mantiene viva la pregunta.
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Solo puede recibir la respuesta como respuesta si es capaz de ubicarla en una relación comprensible con su
pregunta. Si la fe habla de la resurrección de los muertos, no se trata de una expresión más o menos abstrusa sobre
un lugar incontrolable futuro y un desconocido tiempo futuro, sino de comprender el ser del hombre en la totalidad
de la realidad. Con ello se plantea también la cuestión fundamental acerca de la justicia, que es inseparable de la
cuestión de la esperanza; se trata de la relación entre historia y ética, de la relación entre el obrar del hombre y lo
inalterable de la realidad. Se trata de cuestiones que adquieren una forma distinta en cada período histórico pero
que en su núcleo son permanentes y que sólo pueden avanzar a través del intercambio de pregunta y respuesta, de
pensar filosófico y teológico. Este diálogo del pensar humano con lo previamente dado en la fe será diverso según
sea conducido como un diálogo estrictamente filosófico o bien como diálogo propiamente teológico. Pero ambos
diálogos deben estar referidos uno al otro; en última instancia, ninguno de ellos puede prescindir del otro.
b) El segundo nivel de la relación ha sido también ya mencionado: la fe establece una afirmación filosófica, más
precisamente ontológica, cuando confiesa la existencia de Dios, y de un Dios que tiene poder sobre toda la realidad.
Un Dios sin poder es una contradicción en sí mismo. Si no puede obrar, si no puede hablar ni se le puede hablar, en
todo caso podrá considerárselo como una conclusión hipotética del pensamiento, pero que nada tiene que ver con
lo que la fe de los hombres entiende por "Dios". La afirmación de un Dios creador y salvador para todo el mundo
llega más allá de la correspondiente comunidad religiosa. No quiere ser un símbolo de lo inefable que se presenta
en una religión de una manera y en otra de otra, sino una afirmación sobre la realidad misma y en sí. Esta
manifestación de la noción de Dios como una apelación fundamental a la razón humana como tal se hace patente en
la crítica religiosa de los profetas de Israel y en la literatura bíblica sapiencial. Cuando allí se expresa una burla
mordaz a los ídolos fabricados por el hombre y se los contrapone al único Dios verdadero, se da el mismo
movimiento del espíritu que puede encontrarse en los presocráticos de la temprana ilustración griega. Cuando los
profetas ven en el Dios de Israel el origen creador de toda realidad, se trata claramente de una crítica de la religión
en miras a una correcta comprensión de la realidad. La fe de Israel sobrepasa aquí claramente los límites de la
religión de un pueblo; eleva una pretensión universal, cuya universalidad tiene que ver con su racionalidad. Sin
esta crítica profética de la religión, habría resultado impensable la universalidad del cristianismo. En ella se preparó,
al interior de Israel mismo, aquella síntesis de lo griego y lo bíblico por la que se esforzaron los Padres de la Iglesia.
Por eso, que el mensaje cristiano en el Evangelio de Juan esté centrado en los conceptos de Logos y Aletheia no puede
reducirse a una mera interpretación hebrea, en la que Logos sería sólo "palabra" en el sentido del hablar histórico de
Dios y Aletheia sólo seguridad y confianza. Inversamente, por la misma razón, tampoco puede reprocharse a Juan
una desviación de lo bíblico hacia lo helenístico: él se ubica en la clásica tradición sapiencial. Justamente puede
estudiarse en él la íntima correspondencia de la fe bíblica en Dios y la cristología bíblica con el preguntar filosófico,
tanto en su consecuencia como en su origen [13].
La alternativa de si el mundo debe ser comprendido a partir de un intelecto creador o de una combinación de
probabilidades dentro de lo en sí carente de sentido es también hoy la cuestión decisiva para nuestra comprensión
de la realidad, que no podemos eludir. Quien ante ello pretende reducir la fe a una paradoja o a un mero
simbolismo histórico, se equivoca en cuanto a la posición histórico-religiosa de la fe, por la cual lucharon tanto los
profetas como los Apóstoles. La universalidad de la fe supuesta en el mandato misionero, sólo tiene sentido y es
moralmente justificable si en ella efectivamente se supera el simbolismo de las religiones hacia una respuesta
común, en la que también se apela a la razón común a todos los hombres. Cuando se excluye esta dimensión común
ya no queda comunicación alguna de la humanidad que llegue a tocar lo definitivo. Por eso, a partir de la pregunta
por Dios la fe debe encarar la disputa filosófica. Si renuncia a la pretensión de racionalidad de sus expresiones
fundamentales, no se repliega en una creencia más pura, sino que traiciona un elemento fundamental de sí misma.
Y viceversa, la filosofía que quiere permanecer fiel a su cometido debe abrirse a la exigencia que la fe plantea a la
razón. La correlación entre filosofía y teología es irrenunciable también en este nivel.
c) Finalmente desearía hacer referencia al menos con un par de frases al tratamiento de esta cuestión en la teología
medieval. En Buenaventura encuentro dos respuestas principales a la pregunta de si es legítimo y por qué, intentar
una comprensión del mensaje bíblico con métodos del pensar filosófico. La primera respuesta se apoya en una frase
de 1 Pe 3,15, que en la Edad Media era el lugar clásico para la fundamentación de la teología sistemática: "Estad
siempre dispuestos a dar respuesta a todo aquel que os pida razón de vuestra esperanza " [14]. El texto griego es
aquí mucho más fuerte en su expresión que cualquier traducción. A quien pregunta por el logos de la esperanza, los
creyentes han de ofrecerle la apo-logía al respecto. El Logos debe serles tan propio que pueda transformarse en apo-
logía; a través de los cristianos la Palabra se transforma en respuesta al preguntar humano [*]. A primera vista esto
parece ser una fundamentación puramente apologética de la teología y de su búsqueda de razonabilidad de la fe: se
debe poder aclarar frente al otro por qué se cree. Eso ya no es poco. La fe no es puro decisionismo, que no diría
nada al otro. Ella quiere y puede justificarse. Quiere hacerse comprensible al otro. Aspira a ser un logos y, a partir de
allí, poder llegar a ser siempre apo-logía. Pero más profundamente, esta interpretación apologética de la teología es
misionera, y la concepción misionera pone de manifiesto la naturaleza interna de la fe: ella sólo puede ser misionera
si realmente supera todas las tradiciones y es una apelación a la razón, un dirigirse a la verdad misma. Debe ser
también misionera si el hombre está llamado a conocer la realidad y, en su respuesta a las cuestiones últimas, no ha
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de proceder de un modo meramente tradicional sino conforme a la verdad. Con la pretensión misionera, la fe
cristiana ha salido de la restante historia de las religiones; esta pretensión suya procede de su crítica filosófica de las
religiones y sólo se fundamenta a partir de allí. Que hoy lo misionero se vea amenazado de agotarse en sus fuentes
está relacionado con la pérdida de la filosofía que caracteriza la actual situación de la teología. [...]

UNA OBSERVACIÓN FINAL: GNOSIS, FILOSOFÍA Y TEOLOGÍA


Al final quisiera retornar una vez más al principio, a la idea de los primeros Padres, del cristianismo como
verdadera filosofía. Otto Michel ha señalado que los gnósticos evitaban el término "filosofía". Con la expresión
"gnosis" expresaban una pretensión superior. Una filosofía que permanece siempre como pregunta, esperando una
respuesta que ella sola no puede dar, era muy poco para ellos. Pretendían tener un conocimiento claro;
conocimiento que es poder con el que se puede dominar el mundo aquí y más allá de la muerte [17]. La gnosis se
convierte en negación de la filosofía, mientras que la fe defiende simultáneamente la grandeza y lo modesto de la
filosofía. ¿No acontece hoy algo muy semejante? Estamos cansados de la filosofía propiamente dicha, con su
incertidumbre final. No queremos filosofía sino gnosis, es decir, conocimiento exacto y comprobable. Hasta la
filosofía está cansada de sí misma. Ella también quiere ser finalmente semejante a las otras disciplinas académicas y
tener su mismo valor. Asimismo quiere ser "exacta". Pero paga la exactitud al precio de su grandeza, pues
precisamente así ya no puede plantear más sus preguntas que le son propias. Entonces ya no discurre más tampoco
ella sobre la totalidad, sino sobre lo particular. Pero el hombre no debe comenzar a callar sobre aquello de lo que no
podemos hablar pues entonces silenciaríamos lo propio de nuestro ser [18]. Donde la exactitud llega a ser un valor
tan absoluto que no puede preguntarse nada, más allá de la exacta "gnosis", el hombre se pierde a sí mismo, pues
entonces se le quitan sus preguntas más propias. Josef Pieper dijo una vez en una visión casi apocalíptica: "Podría
llegar a ocurrir que, al fin de la historia, la raíz de todas las cosas y la extrema amenaza de la existencia -y esto
significa: el objeto específico del filosofar- ya sólo fueran contempladas por los que creen" [19]. Con eso no quiso
describir la situación presente, a la que sin duda una expresión tal no sería aplicable. Pero, en la perspectiva de un
posible futuro pone ante nuestros ojos un aspecto del todo, que hoy nos vincula de un modo nuevo con los Padres:
la fe no amenaza a la filosofía, sino que la defiende contra la pretensión totalitaria de la gnosis. Defiende a la
filosofía pues necesita de ella. La necesita porque necesita del hombre que pregunta y busca; su obstáculo no es el
preguntar, sino el cerrarse, que ya no quiere preguntar y considera a la verdad como no alcanzable o no digna de
esfuerzo. La fe no destruye la filosofía, la defiende. Sólo cuando hace esto permanece fiel a sí misma.

NOTAS
[1] Cf. F. Gerke, "Christus in der spätantiken Plastik" (Mainz 3-1948) 5; cf.también F. van der Meer, "Die Ursprünge
christlicher Kunst" (Freiburg 1982) 51ss.
[2] Idem 6.
[3] Idem 7.
[4] Idem 8.
[5] Cf. O. Michel, ΦιλoσoΦία, en ThWNT IX 185; importantes referencias también en: H.U. von Balthasar,
"Philosophie, Christentum, Mönchtum", en: ídem, Sponsa Verbi (Einsiedeln 2-1971) 349-387.
[6] Cf. el resumen de los problemas históricos en: F. van Steenberghen, "Die Philosophie im 13. Jahrhundert"
(München/Paderborn 1977); E. Gilson, "Le Thomisme" (Paris 5-1945); A. Hayen, "Thomas von Aquin gestern und
heute" (Frankfurt 1953); el tratamiento sistemático de la cuestión en: E. Gilson, "Der Geist der mittelalterlichen
Philosophie" (Wien 1950).
[7] Cf. J. Pieper, "Verteidigungsrede für die Philosophie" (München 1966) 128; W.M. Neidl, "Christliche Philosophie
- eine Absurdität?" (Salzburg 1981).
[8] K. Jaspers / R. Bultmann, "Die Frage der Entmythologisierung" (München 1954) 12; Cf. J. Pieper, "Über die
Schwierigkeit heute zu glauben. Aufsätze und Reden" (München 1974) 302.
[9] Cf. J. Ratzinger, "Die Geschichstheologie des heiligen Bonaventura" (München/Zürich 1959) 140-161.
[10] Cf. B. Lohse, "Martin Luther. Eine Einführung in sein Leben und sein Werk" (München 1981) 166ss.
[11] Con respecto al pensamiento de K. Barth en la cuestión de la analogia entis hay que comparar ante todo con
H.U. von Balthasar, "Karl Barth" (Einsiedeln 4-1976).

10
[12] Cf. respecto a eso H. Thielicke, "Glauben und Denken in der Neuzeit" (Tübingen 1983); es también instructivo
K. Asendorf, "Luther und Hegel. Untersuchungen zur Grundlegung einer neuen systematischen Theologie"
(Wiesbaden 1982).
[13] Importantes aportes a estas cuestiones ofrece H. Gese, "Der Johannesprolog", en: ídem, "Zur biblischen
Theologie" (München 1977) 152-201.
[14] Bonaventura, Sent., Prooem. q 2 sed contra 1.
[*] Juego de palabras en alemán: Wort -palabra- se transforma en Ant-wort -respuesta o "palabra a"- (NT)
[15] Idem, qu 2 ad 6.
[16] Cf. p.ej., En in ps 104, 3 C Chr XL p. 1537
[17] Cf. respecto a eso O. Michel, ΦιλoσoΦία, en ThWNT IX 185 Nota 136.
[18] Juego con la conclusión de L. Wittgenstein, "Tractatus logico-philosophicus" (deutsch-englisch London/New
York 1961): "De lo que el hombre no puede hablar, debe callar". Sin duda que la indicación de Wittgenstein se
refiere a lo inefable (6.522) de la mejor tradición tanto filosófica y teológica como mística; Wittgenstein se coloca
también en la tradición de la Mística cuando designa las proposiciones de la filosofía como la escalera que hay que
desechar cuando "a través de ellas se las supera y se las deja atrás" (6.54). Pero justamente así también se rebate el
rechazo de la Metafísica y total desplazamiento a lo inefable, como parece exigir en 6.53: para que las proposiciones
puedan ser escalera para superar lo expresable por el lenguaje, ellas mismas deben ser puente hacia ello. Si no,
realmente sólo queda lo declarado al comienzo de 6.53: "El método correcto de la filosofía propiamente sería: No
decir nada, salvo lo que se puede decir, o sea, proposiciones de las ciencias naturales". El "propiamente sería" da a
conocer que tampoco para Wittgenstein es el método correcto.
[19] J. Pieper, "Über die Schwierigkeit heute zu glauben" (München 1974) 303.

NATURALEZA Y FORMA DE LA TEOLOGIA


SOBRE EL FUNDAMENTO ESPIRITUAL Y EL LUGAR ECLESIAL DE LA TEOLOGIA

... El tema es inmenso; aquí no puede darse ni siquiera algo aproximado a un tratamiento completo. Sólo
quisiera intentar entresacar algunos aspectos que lleven a una ulterior reflexión. Sin excluir la cuestión del
magisterio, querría tocarla más bien marginalmente, porque se la plantea de un modo deficiente si antes no se
aclara lo verdaderamente fundamental: la correlación esencial entre Iglesia y teología. Hay muchos caminos para
presentarla. En el desmoronamiento del modelo clásico liberal en la época entre ambas guerras mundiales y aún
más en la época de la lucha contra la Iglesia en el Tercer Reich, esa relación fue concebida de un modo nuevo por los
teólogos más destacados de la época y presentada por cada uno a su manera. Quizá el primero fue el entonces
Privatdozent Romano Guardini, para quien dos procesos de la historia del espíritu se habían convertido en
experiencia personal: El kantismo había destruido la fe de su infancia; su conversión significó la superación de Kant,
y la superación de Kant fue el nuevo comienzo del pensar en obediencia a una palabra proveniente de la alteridad
viviente y vinculante de la Iglesia [6]. Tras la primera guerra mundial fue el gran exégeta e historiador protestante
Erik Peterson, quien en disputa con Harnack y con Barth puso de manifiesto la insuficiencia de la dialéctica y su
seriedad sólo aparente, así como la insuficiencia del liberalismo, y así encontró el camino hacia el dogma y
finalmente hacia la Iglesia Católica [7]. [...]

1. El nuevo sujeto como presupuesto y fundamento de toda teología


Pero eso nos llevaría muy lejos. Por tanto desearía buscar un punto de partida que, a primera vista, parecería no
tener conexión con nuestro tema, pero que en realidad, según mi convicción, nos conduce al fundamento sin cuya
consideración no podemos entender nada de lo que estamos tratando. Me refiero a la palabra de la Carta a los
Gálatas, en la que Pablo describe lo distintivo cristiano a la vez como una radical experiencia personal y como
realidad objetiva: "Vivo, pero ya no yo, sino que Cristo vive en mí" (Gal 2,20). ... Pero la conversión, en el sentido
paulino es algo mucho más radical que una cierta revisión de las propias opiniones y actitudes. Es un proceso de
muerte. Expresado de otra manera: es un cambio de sujeto. El yo deja de ser un sujeto autónomo con consistencia
en sí mismo. Es arrancado de sí mismo e insertado en un nuevo sujeto. No es que el yo simplemente se destruya,
pero de hecho debe abandonarse a sí mismo para recuperarse después nuevamente en un yo mayor y junto con éste
...
"Fuisteis bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo. Ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre
libre, varón ni mujer, porque todos vosotros no sois más que uno sólo en Cristo Jesús. Y si pertenecéis a Cristo,
11
entonces sois descendencia de Abraham, herederos en virtud de la promesa" (Gal 3,26-29). Es importante observar
que Pablo no dice "son uno" sino que acentúa “un sujeto”. 1 Os habéis convertido en un nuevo, único sujeto con
Cristo y así - por la fusión del sujeto - estáis en el ámbito de la promesa [11] [*] ... Este segundo texto es importante,
porque esclarece el contenido objetivo que, en la primera fórmula, "vivo, pero ya no yo", si bien está subyacente, no
es tan nítidamente visible para el lector. Nadie puede realizar por sí mismo el cambio de sujeto del que aquí se trata.
Ello sería ilógico y contradictorio Permanecería entonces él mismo en la “obra”, en la insuperable incomunicación
del propio sujeto. El cambio de sujeto incluye una pasividad que Pablo, con razón, designa como muerte, como
participación en el acontecimiento de la Cruz. A uno sólo le puede sobrevenir desde afuera, desde otro. Puesto que
la conversión cristiana quiebra el límite entre el yo y el no-yo, ella sólo puede ser dada desde el no-yo y nunca
puede consumarse en la mera interioridad de la propia decisión. Tiene estructura sacramental. El "vivo, pero ya no
yo" no describe una experiencia mística privada, sino la esencia del Bautismo [12].
... En la transposición a la Iglesia se produce un cambio sorprendente, que se pasa por alto la mayor parte de las
veces. ... El nuevo sujeto es más bien "el Cristo" mismo, y la Iglesia no es otra cosa que el ámbito de esta nueva
unidad de sujeto, que entonces es mucho más que la mera interacción social. Se trata así del mismo singular
cristológico que en la Carta a los Gálatas, que también aquí se refiere al sacramento, esta vez a la Eucaristía, cuya
esencia Pablo describe dos capítulos antes en la atrevida sentencia: "Puesto que es un solo pan, por eso son los
muchos un Cuerpo" (10,17). "Un cuerpo": esto podemos traducirlo adecuadamente también, de acuerdo al
significado bíblico de soma, como "un sujeto" si percibimos la corporeidad y la historicidad de este sujeto. […]

2. Conversión, creer y pensar


... Ahora podemos decir: a la teología pertenece la fe y a la teología pertenece el pensar. La falta tanto de lo uno
como de lo otro la disolvería. Eso significa: la teología presupone un nuevo comienzo en el pensamiento, que no es
producto de nuestra propia reflexión sino que proviene del encuentro con una Palabra que siempre nos precede
[15]. Aceptar este nuevo comienzo es lo que llamamos "conversión". Porque no hay teología sin fe, no la hay sin
conversión. La conversión puede tener muchas formas. No siempre debe producirse en un acontecimiento puntual,
como en el caso de Agustín, Pascal, Newman o Guardini. Pero de alguna manera debe ser conscientemente
asumido este sí a este nuevo comienzo; debe consumarse el giro del yo al ya-no-yo. Salta a la vista que, sobre esta
base, la posibilidad de una teología creativa es tanto mayor, cuanto más la fe se convierte realmente en experiencia;
cuanto más la conversión obtiene evidencia interior en un doloroso proceso de transformación; cuanto más se la
reconoce como el camino imprescindible para avanzar hacia la verdad del propio ser. Por eso el camino a la fe se
puede orientar siempre con referencia a los convertidos; por eso son ellos quienes más nos ayudan a reconocer y
dar testimonio de la razón de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 Pe 3,15).
Por eso, la vinculación entre teología y santidad no es mera palabrería sentimental o pietista, sino consecuencia
lógica de la realidad misma y se verifica a lo largo de toda la historia. Atanasio sería impensable sin la nueva
experiencia de Cristo, del Padre del desierto, Antonio [16]; Agustín sin la pasión de su camino hacia la radicalidad
cristiana; Buenaventura y la teología franciscana del siglo XIII sin la prodigiosa actualización de la presencia de
Cristo en la figura de San Francisco de Asís; Tomás de Aquino sin la apertura de Domingo para el evangelio y la
evangelización; y así se podría continuar a través de toda la historia de la teología. La mera racionalidad no alcanza
para producir una gran teología cristiana: En el fondo, aún figuras tan destacadas como Ritschl, Jülicher, Harnack,
leídas a la distancia de generaciones posteriores, permanecen curiosamente vacías desde el punto de vista teológico.
A la inversa, una piedad temerosamente encerrada en sí misma no puede, por cierto, conducir a una expresión en la
que la fe reciba nueva evidencia y se convierta nuevamente en mensaje más allá de sus fronteras para los hombres
en busca de la verdad.

3. El carácter eclesial de la conversión y sus consecuencias para la teología


... En este punto interrumpo la marcha de mis reflexiones porque ya ha quedado claro lo decisivo: la Iglesia no
es para la teología una instancia ajena a la ciencia, sino el fundamento de su existencia y la condición de su
posibilidad. Y la Iglesia no es un principio abstracto, sino un sujeto viviente y un contenido concreto. Este sujeto es,
según su esencia, mayor que cada persona individual y que cada generación en particular. La fe siempre es
participación en un todo y precisamente entonces, acceso a la amplitud. Pero la Iglesia no es un ámbito espiritual
indeterminado en el que cada uno podría elegir lo suyo. Ella es concreta, en la palabra vinculante de la fe. Y es una
voz viviente que habla en los órganos de la fe [23].

4. Fe, anuncio y teología


1
La distinción está expresada en alemán a través de los términos “eins” (uno, numéricamente) y “Einer” (un sujeto).
12
... Con esto ya está tratada una parte de la cuestión antes planteada. Habíamos dicho: No es difícil aceptar
teóricamente el magisterio. Pero en cuanto se pasa a la práctica, se plantea un grave temor: ¿No se recorta así de
modo indebido la libertad de movimiento del pensar? ¿No surge así necesariamente una supervisión mezquina que
quita su aliento al gran pensar? ¿No hay que temer que la Iglesia, más allá del marco del anuncio, intervenga
también en el ámbito propiamente científico y así se exceda y se equivoque? Estas preguntas han de ser tomadas en
serio. Por eso es correcto buscar órdenes en la relación entre teología y magisterio, que aseguren su debido ámbito a
la responsabilidad propia de la teología. Pero siendo esto tan justificado, deben tenerse a la vista los límites de tales
modos de plantear la cuestión. En realidad se trabaja ya en una errónea construcción de la teología si se considera la
eclesialidad sólo como una atadura...
... Así se confirma aquí una vez más lo que ya antes vimos al reflexionar sobre la interrelación entre conversión,
fe y teología: los fecundos nuevos comienzos de la teología nunca brotan de una separación de la Iglesia, sino
siempre de una renovada adhesión a ella. El apartamiento de ella siempre empobreció e hizo superficial al pensar
teológico. El gran florecimiento de la teología entre ambas guerras mundiales, que hizo posible el Concilio Vaticano
II, atestigua cabalmente una vez más esta interrelación en nuestro siglo. Esto no debe conducir a una especie de
apoteosis del magisterio. El peligro de una supervisión estrecha y mezquina no es una fantasía. Lo muestra la
historia del conflicto modernista, aun cuando los juicios globales actualmente difundidos son unilaterales y no
pueden hacer justicia a la seriedad de la cuestión. Una abdicación del magisterio y de la disciplina doctrinal daría
tan poca respuesta a esta cuestión como la negación de los problemas.
... Quiero interrumpir en este punto, porque las preguntas concretas acerca de cómo implementar en la práctica
la salvaguarda de los diversos bienes jurídicos conduciría a problemas de aplicación que no han de ser discutidos
aquí. Pero cuando todos se dejan guiar por la conciencia y obran a partir del acto fundamental, común a todos, de la
conversión al Señor, no puede haber dificultades insolubles, aun cuando los conflictos nunca estarán del todo
ausentes. A la teología y a la Iglesia les irá tanto mejor cuanto más todas las partes piensen y actúen desde su
vinculación al Señor; cuanto más cada uno pueda decir como Pablo: yo, pero ya no yo...

5. Tentación y grandeza de la teología


Permítanme concluir con una pequeña vivencia, en la que estas cuestiones tomaron para mí forma visible. En
ocasión de una conferencia que tuve que dar en el sur de Italia, pude visitar la magnífica catedral románica de
Troia, una pequeña ciudad de Apulia. En ella me cautivó ante todo un relieve algo enigmático en el púlpito, del año
1158. Ya mucho antes, un amigo había despertado mi atención por él, porque, según su interpretación, se hallaría en
él una presentación alegórica de la teología que significaría una verdadera laus theologiae, una alabanza de la
teología en la Iglesia y para la Iglesia. Este relieve muestra tres animales, en cuya interrelación el artista quiso
presentar la situación de la Iglesia de su tiempo. En la parte inferior se ve un cordero, sobre el que se ha arrojado
vorazmente un poderoso león. Lo tiene firmemente atrapado con sus fuertes garras y con sus dientes. El cuerpo del
corderito ya está desgarrado. Se le ven los huesos y que algunas partes le han sido ya devoradas. Sólo la mirada
infinitamente triste del animal asegura al observador que el cordero medio mutilado todavía vive. Frente a la
impotencia del cordero, el león es expresión de fuerza brutal, a la que el cordero nada puede oponer más que su
angustia desvalida. Es claro que el cordero simboliza la Iglesia, o mejor, la fe de la Iglesia y en la Iglesia. Así nos
encontramos en la escultura con una especie de "informe sobre la situación de la fe", que parece ser sumamente
pesimista: la Iglesia como tal, la Iglesia de la fe, parece ya medio devorada por el león del poder, en cuyas garras
está apresada. En indefenso dolor sólo puede padecer su destino. Pero la escultura, que refleja con adecuado
realismo lo humanamente desesperante de la situación de la Iglesia, también es expresión de esperanza, que sabe de
la invencibilidad de la fe. Esta esperanza se expresa de un modo curioso: sobre el león se arroja un tercer animal, un
pequeño perro blanco. Desde el punto de vista de sus fuerzas, parece totalmente desproporcionado frente al león,
pero, no obstante, con dientes y uñas se arroja sobre el monstruo. Quizá él mismo se convierta en víctima del león,
pero su intervención obligará a la bestia a soltar al cordero.
Si bien el significado del cordero es claro, permanecen abiertas las preguntas: ¿Quién es el león? ¿Quién es el
pequeño perro blanco? No he podido consultar aún ninguna obra de historia del arte al respecto; tampoco sé de qué
fuentes obtuvo mi amigo antes mencionado su interpretación de la imagen, y por eso debo dejar abierta la cuestión
acerca de su correcta interpretación histórica. Puesto que la obra proviene de la época de los Hohenstaufen, sería
pensable ver representada allí, de alguna manera, la lucha entre el poder del emperador y la Iglesia. Pero
probablemente es más correcto entender el conjunto a partir del lenguaje simbólico clásico de la iconografía
cristiana [28]. En ella el león puede representar al demonio o - más concretamente - a la herejía, que desgarra la
carne de la Iglesia, la mutila y la devora. El perro blanco es símbolo de la fidelidad; es el perro del pastor, que
representa al pastor mismo: "El buen pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10,11). Sólo queda la pregunta: ¿Dónde se
encuentra la teología en esta dramática confrontación de los tres animales? En la opinión de mi amigo, el pequeño y
valiente perro, que salva a la fe del ataque del león, es imagen de la ciencia sagrada. Pero cuanto más lo pienso,

13
tanto más me parece que la escultura - aun cuando se puede interpretar en esta línea - más bien deja abierta esta
pregunta. La imagen no es simplemente una alabanza de la teología, sino un llamado, un examen de conciencia,
una pregunta abierta. Sólo el significado del cordero está claramente determinado. Pero los otros dos animales, el
león y el perro, ¿no representan las dos posibilidades de la teología, sus caminos opuestos? El león, ¿no representa
la tentación histórica de la teología de enseñorearse de la fe? ¿No simboliza aquella violentia rationis, aquella razón
autosuficiente y violenta, de la que un siglo después Buenaventura había de hablar como de una forma defectuosa
del pensar teológico? [29] Y el perro valiente representa entonces el camino opuesto, una teología que se sabe al
servicio de la fe y, por eso, asume sobre sí hacer el ridículo, señalando sus límites a la desmesura y la soberbia de la
mera razón. Pero si es así, ¡qué cuestionamiento es entonces el relieve del púlpito de Troia a los predicadores y
teólogos de todos los tiempos! Pone frente al espejo tanto al que habla como al que oye. Es un examen de conciencia
para pastores y para teólogos. Pues ambos pueden ser devoradores o guardianes. Y así, como una cuestión nunca
terminada, esta imagen nos interpela a todos [30].

NOTAS
[1] H. Schlier, "Die Verantwortung der Kirche für den theologischen Unterricht", en: ídem, "Der Geist und die
Kirche", dir. de V. Kubina y K. Lehmann (Freiburg 1980) 241-250, cita 241. Primera edición Wuppertal-Barmen 1935.
[2] Cf. al respecto el cuadro sinóptico biográfico sobre la vida de Schlier, l.c. 304. En 1935 Schlier devolvió la venia
legendi después de que no se autorizó un pedido de licencia en la escuela superior de la Iglesia (Kirchliche
Hochschule). Ya antes había sido rechazada también una designación en la Universidad de Halle y el
nombramiento de Schlier como profesor extraordinario en Marburg; ambos por su pertenencia a la “iglesia
confesante”. Como introducción al pensamiento teológico de Schlier puede servir A. Schneider, "Wort Gottes und
Kirche im theologischen Denken von H. Schlier" (Frankfurt 1981); una competente recensión al respecto de P. Kuhn,
en: Theologische Revue 82 (1986) 31-34. Digno de consideración también J. Juntila, "Corpus Christi Pneumaticum.
Heinrich Schlier in käsitys kirkosta" (Helsinki 1981); en finlandés con un resumen detallado en alemán.
[3] El estado actual de la discusión en la teología alemana se puede ver bien en la obra de conjunto dirigida por W.
Kern, "Die Theologie und das Lehramt" (Freiburg 1982). Especialmente importante y rica en contenido es la
equilibrada contribución de M. Seckler, "Kirchliches Lehramt und theologische Wissenschaft. Geschichtliche
Aspekte. Probleme und Lösungselemente (p. 17-62); cf. también M. Seckler, "Die schiefen Wände des Lehrhauses.
Katholizität als Herausforderung" (Freiburg 1988) 105-155; ídem, "Theologie als Glaubenswissenschaft", en: W. Kern
- H. Pottmeyer - M. Seckler, "Handbuch der Fundamentaltheologie" IV (Freiburg 1988) 180-241.
[4] Cf. la crítica al magisterio, aunque orientada de otra manera, de P. Eicher, "Von den Schwierigkeiten
bürgerlicher Theologie mit den katholischen Kirchenstrukturen", en: W. Kern, l.c. (ver nota 3) 116-151.
[5] R. Guardini, "Berichte über mein Leben. Autobiographische Aufzeichnungen" (Düsseldorf 1984), sobre el
teólogo moral de Bonn F. Tillmann: "Pero la actitud crítica era, como se vio en la línea de Bonn que después
apareció, fundamentalmente un liberalismo limitado por la obediencia al dogma" (p. 33).
[6] R. Guardini, l.c. 32ss, 68-72, 83-87. Cf. mi ensayo: "Von der Liturgie zur Christologie. Romano Guardinis
theologischer Grundansatz und seine Aussagekraft", en: J. Ratzinger, "Wege zur Wahrheit. Die bleibende
Bedeutung von Romano Guardini" (Düsseldorf 1985) 128-133; H. B. Gerl, "Romano Guardini" (Mainz 1985) 52-76.
[7] Los testimonios decisivos de este camino están reunidos en: E. Peterson, "Theologische Traktate" (München
1951). Sobre vida y obra de Peterson, el gran trabajo de B. Nichtweiß, "Erik Peterson. Neue Sicht auf Leben und
Werk" (Freiburg 1992).
[8] Cf. H. U. von Balthasar, "Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie" (Einsiedeln 4-1976).
[9] H. Schlier, l.c. (ver nota 1) 227.
[10] Del ámbito francés debería todavía añadirse alguien de la misma importancia, L. Bouyer. Cf. la fascinante
mirada retrospectiva sobre su vida y la amplia presentación de su visión de la teología en el libro originado en las
conversaciones con G. Daix: L. Bouyer, "Das Handwerk des Theologen" (Einsiedeln 1980).
[11] Sobre la interpretación de Gal 2,20: H. Schlier, "Der Brief an die Galater" (Göttingen 1962) 101-104; F. Mußner,
"Der Galaterbrief" (Freiburg 1974) 182-187. También valen ambos comentarios para los otros textos de la Carta a los
Gálatas aquí aludidos.
[12] H. Schlier, l.c. 102.
[13] H. Schlier, "Der Römerbrief" (Freiburg 1977) 207-210; E. Käsemann, "An die Römer" (Tübingen 1973) 171s.
[14] R. Bultmann, "Das Evangelium nach Johannes" (Göttingen 15-1957) 427; sobre lo aquí desarrollado sobre Juan
cf. el hermoso aporte de H. Schlier, "Der Heilige Geist als Interpret nach dem Johannesevangelium", en: "Der Geist
und die Kirche" (ver nota 1) 165-178.

14
[15] Lo destacó muy enfáticamente R. Guardini en su pequeño libro: "Das Bild von Jesus dem Christus im Neuen
Testament" (Herderbücherei 1962) 138-141.
[16] Ilumina mucho al respecto J. Roldanus, "Die Vita Antonii als Spiegel der Theologie des Athanasius", en: "Theol.
Phil. 58 (1983) 194-216.
[17] La vivencia de la conversión está descrita en: "Berichte über mein Leben" (ver nota 5) 71ss Guardini siempre
retorna a Mt 10,39, como lo mostró H. B. Gerl, l.c. (ver nota 6), p. 44s; lo expuso una vez más y de un modo
impresionante en su último libro: "Die Kirche des Herrn" (Würzburg 1965); la cita proviene de la p. 62 de este
último.
[18] "Die Kirche des Herrn", 63.
[19] Idem, 64.
[20] Cf. ídem, 67-70.
[21] H. Schlier, "Kurze Rechenschaft", reeditada en: "Der Geist und die Kirche" (ver nota 1) 270-289.
[22] Idem, 279.
[23] R. Guardini desarrolló minuciosamente el pensamiento de la Iglesia como sujeto de la teología en su lección
inaugural en Bonn: "Anselm von Canterbury und das Wesen der Theologie", en: "Auf dem Wege. Versuche" (Mainz
1923).
[24] Un brillante análisis de la civilización de la hipótesis ofrece R. Spaemann, "Die christliche Religion und das
Ende des modernen Bewußtseins", en: IKZ Communio 8 (1979) 251-270, esp. 264-268.
[25] Cf. "Berichte über mein Leben", l.c. 86 y passim.
[26] Así en 1936 en la disertación en la Jornada de los estudiantes renanos de teología: "Die kirchliche
Verantwortung des Theologiestudenten", en: "Der Geist und die Kirche", l.c. 225-240, cita 232. En las disputas de la
época posconciliar, Schlier volvió a tomar el pensamiento expresado primero aquí y lo desarrolló sistemáticamente
en su aporte: "Das bleibend Katholische. Ein Versuch über ein Prinzip des Katholischen" (1970), en: ídem, "Das
Ende der Zeit. Exegetische Aufsätze und Vorträge" III (Freiburg 1971) 297-320.
[27] Ver R. Pesch, "Das Markusevangelium" II (Freiburg 1977) 114, con referencia a G. Stählin, ThWNT VII, columna
351 (σκαvδαλov κτλ).
[28] Cf. J. Seibert, "Lexikon christlicher Kunst" (Freiburg 1980), art. Hund (149) y Löwe (207s).
[29] Bonaventura, Sent., Prooem. q 2 ad 6.
[30] Partiendo de una analogía similar, G. Biffi presentó ingeniosamente la interrelación de teología e Iglesia, "La
bella, la bestia e il cavaliere. Saggio di teologia inattuale" (Milano 1984).

4. ¿Verdad del cristianismo? El cristianismo, ¿la verdadera religión?


Conferencia en la Sorbona, París, 27 de noviembre de 1999 en Fe, Verdad y Tolerancia, Sígueme, Salamanca, 2005,
142-182.
Al final del segundo milenio, el cristianismo vive, en el terreno de su expansión original, Europa, una honda
crisis que resulta de su pretensión a la verdad. Esta crisis tiene una dimensión doble; primero, se plantea cada
vez más la cuestión de si es justo, en el fondo, aplicar la noción de verdad a la religión: en otros términos, si le es
dado al hombre conocer la verdad propiamente dicha sobre Dios y las cosas divinas.
El hombre contemporáneo se reconoce mejor en la parábola budista del elefante y los ciegos: un rey del norte
de la India reunió un día en un mismo lugar a todos los habitantes ciegos de la ciudad. Después hizo pasar ante
los asistentes a un elefante. Permitió que unos tocaran la cabeza, diciéndoles: esto es un elefante. Otros tocaron
la oreja o el colmillo, la trompa, la pata, el trasero, los pelos de la cola. Luego, el rey preguntó a cada quien:
¿cómo es un elefante?, y según la parte que habían tocado, contestaron: es como un cesto de mimbre, es como
un recipiente, es como la barra de un arado, es como un depósito, como un pilar, como un mortero, una
escoba... Entonces —continúa la parábola—, empezaron a pelear y a gritar "el elefante es así o asado" hasta que
se abalanzaron unos contra otros a puñetazos, para gran diversión del rey. La querella de las religiones se revela
a los hombres de hoy como la querella de estos hombres que nacieron ciegos. Tal parece, frente a los secretos de
lo divino, que somos como ciegos de nacimiento. Para el pensamiento contemporáneo, el cristianismo de
ninguna manera se halla en una postura más positiva que otras. Al contrario, con su pretensión de verdad,
parece particularmente ciego frente al límite de nuestro conocimiento de lo divino, y se distingue por un
fanatismo singularmente insensato, que toma irremediablemente la parte que la experiencia personal logró asir
por el todo.

15
Este escepticismo general ante la pretensión de verdad en materia religiosa se alimenta también de las
interrogantes de la ciencia moderna sobre los orígenes y el objeto de la esfera cristiana. Es como si la teoría de la
evolución hubiera rebasado la teoría de la creación y los conocimientos sobre el origen del hombre, la doctrina
del pecado original: la exégesis crítica hace relativa la figura de Jesús y duda de su conciencia de Hijo; el origen
de la Iglesia en Jesús parece incierto, etcétera. El "fin de la metafísica" propició que el fundamento filosófico del
cristianismo se volviera problemático, mientras que los modernos métodos históricos colocaron sus bases
históricas bajo una luz ambigua. Así, resultó fácil reducir los contenidos cristianos a un discurso simbólico, sin
atribuirles una verdad superior a la de los mitos de la historia de las religiones: se perciben como una forma de
experiencia religiosa que debe situarse con humildad al lado de otras. En tal sentido, todavía es posible, en
apariencia, seguir siendo cristiano; siguen usándose las expresiones del cristianismo, aunque su pretensión,
claro está, se ha transformado de pies a cabeza: la verdad que fue para el hombre una fuerza obligatoria y una
promesa confiable, es ahora una expresión cultural de la sensibilidad religiosa general, expresión que, nos dan a
entender, es el producto de los avatares de nuestro origen europeo.
A principios de este siglo, Ernst Troeltsch formuló filosófica y teológicamente este retiro interior del
cristianismo con relación a su pretensión universal original, que sólo podía fundarse sobre su pretensión de
verdad. Se convenció de que las culturas son insuperables y de que la religión está ligada a las culturas. El
cristianismo no es más que la parte del rostro de Dios que está vuelta hacia Europa. Las "particularidades
individuales de los círculos culturales y raciales" y "las particularidades de sus grandes formaciones religiosas
en conjunto" alcanzan el rango de una instancia última: "¿quién se atreve a comparar valores de forma decisiva?
Sólo Dios, que está en el origen de estas diferencias, puede hacerlo". El ciego de nacimiento sabe que no nació
para ser ciego; no dejará de interrogarse sobre el porqué de su ceguera y cómo librarse de ella.
Sólo en apariencia el hombre se resignó al veredicto de haber nacido ciego, la única realidad que en última
instancia cuenta en su vida. La titánica empresa de adueñarse del mundo, de extraer de nuestra vida y para ella
todo lo que sea posible, prueba —tanto como los destellos de un culto hecho de trance, de trasgresión y de
autodestrucción—, que el hombre no se satisface con este juicio. Si no sabe de dónde viene ni por qué existe, ¿no
es acaso en todo su ser una criatura fallida? Qué engañoso es ese adiós dizque definitivo a la verdad divina y a
la esencia de nuestro yo, y esa aparente satisfacción de no tener que ocuparse ya más de ello. El hombre no
puede resignarse a ser y permanecer en esencia ciego de nacimiento. El adiós a la verdad nunca es definitivo.
Así las cosas, debe replantearse la anacrónica pregunta de si es verdad el cristianismo, por superficial e
irresoluble que le parezca a muchos. ¿Cómo replantearla? Sin duda la teología cristiana deberá examinar
minuciosamente, sin miedo a exponerse, las diversas instancias que se elevaron contra la pretensión cristiana de
verdad en materia filosófica, en las ciencias naturales, en la historia natural. Pero también debe lograr una
visión que abarque el problema entero de la esencia del cristianismo, de su postura en la historia de las
religiones y de su lugar en la vida humana. Quisiera dar un paso en tal sentido, concentrándome en la pregunta
de cómo en sus orígenes el propio cristianismo percibió su pretensión en el cosmos de las religiones.
Hasta donde entiendo, ningún texto de la Antigüedad cristiana es tan esclarecedor al respecto como la
discusión de San Agustín con la filosofía religiosa del "más docto de los romanos", Marco Terencio Varrón (116-
27 a.C.). Varrón compartía la imagen estoica de Dios y del mundo. Definía a Dios como "animam motu ac
ratione mundum gubernantem" ("el alma que dirige el mundo por el movimiento y la razón"), en otras palabras,
como el alma del mundo que los griegos llamaron Cosmos: "hunc ipsum mundum esse deum". Al alma del
mundo, cierto, no se le rendía culto. No fue el objeto de una religio. En otros términos, verdad y religión,
conocimiento racional y orden cultual se ubican en dos planos totalmente diferentes. El orden cultual, el mundo
concreto de la religión, no pertenece al orden de la res, de la realidad como tal, sino al de las costumbres
(mores). Los dioses no crearon el Estado, el Estado estableció a los dioses cuya veneración es indispensable para
el orden del Estado y el buen comportamiento de los ciudadanos. La religión es, en esencia, un fenómeno
político. Varrón distingue tres tipos de "teología", entendiendo por teología la ratio quae de diis explicatur —la
comprensión y la explicación de lo divino, podría traducirse. Tales son la theologia mythica, la theologia civilis
y la theologia naturalis. Mediante cuatro definiciones aclara qué entiende por estas "teologías".
La primera definición se refiere a los tres teólogos ordenados bajo estas tres teologías: los teólogos de la
teología mítica son los poetas, porque compusieron cantos sobre los dioses y porque son también los poetas de
la divinidad. Los teólogos de la teología física (natural) son los filósofos, es decir los eruditos, los pensadores
que, más allá de las costumbres, se interrogan sobre la realidad, sobre la verdad; los teólogos de la teología civil
son los "pueblos", que no optaron por aliarse a los filósofos (a la verdad) sino a los poetas, a sus visiones
poéticas, a sus imágenes y figuras. La segunda definición concierne al lugar de la realidad donde se ubica cada
teología. La teología mítica se acomoda en el teatro que se inscribía por completo en un rango religioso, de
culto; de acuerdo con la opinión imperante, los espectáculos se instauraron en Roma por orden de los dioses. La
teología política se acomoda en la urbs, aunque el espacio de la teología natural es el cosmos. La tercera
definición se refiere al contenido de las tres teologías: la teología mítica abarca las fábulas que crean los poetas

16
acerca de los dioses; la teología del Estado, el culto; la teología natural responde la pregunta de quiénes son los
dioses.
Aquí vale la pena escuchar con más detenimiento: "si constan de fuego, como creyó Heráclito, si de números,
como creyó Pitágoras, si de átomos, como Epicuro, y otros desvaríos semejantes más acomodados para ser
oídos entre paredes, en las escuelas, que afuera en el trato humano y la conversación social" ("La Ciudad de
Dios", San Agustín, Libro VI). Aparece, con toda claridad, que esta teología natural es una desmitologización o,
mejor aún, una racionalidad que con su mirada crítica supera la apariencia mística que analiza mediante las
ciencias naturales. Culto y conocimiento se separan por completo. El culto sigue siendo necesario pues es
asunto de utilidad política; el conocimiento tiene un efecto destructor sobre la religión y no debe por ello
colocarse en la plaza pública. Finalmente queda la cuarta definición: ¿Qué tipo de realidad constituyen las
diversas teologías? Varrón responde: La teología natural se ocupa de la "naturaleza de los dioses" (que casi no
existen), las otras dos teologías tratan de divina instituta hominum —de las instituciones divinas de los
hombres.
Así, toda la diferencia se reduce a la que hay entre la física en su sentido antiguo y la religión cultural. "La
teología civil finalmente no tiene dios alguno, solamente la ‘religión’, la ‘teología natural’ no tiene religión, sino
solamente una divinidad". No, no puede tener religión alguna, porque no es posible dirigir religiosamente la
palabra a su dios: fuego, número, átomos. Así, religio (término que designa esencialmente el culto) y realidad, el
conocimiento racional de la realidad, se ubican como dos esferas separadas, una junto a la otra. La religio no
encuentra su justificación en la realidad de lo divino, sino de su función política. Es una institución que el
Estado necesita para existir. Sin duda, nos hallamos en este punto en una fase tardía de la religión, en la que el
candor del mundo religioso se resquebraja e inicia su descomposición.
Sin embargo, el vínculo esencial de la religión con la comunidad del Estado penetra aún más a fondo. El
culto es en última instancia un orden positivo y como tal no debe compararse con la cuestión de la verdad. En
una época en que la función política tenía todavía fuerzas suficientes para justificarse como tal, Varrón podía
seguir defendiendo el culto políticamente motivado, a partir de una concepción un tanto cruda de la
racionalidad y de la ausencia de la verdad, mientras que el neoplatonismo buscaría pronto otra salida a la crisis,
un medio en el que se basará más tarde el emperador Juliano en un esfuerzo por restablecer la religión romana
de Estado: lo que dicen los poetas son imágenes que no deben entenderse de forma física; son imágenes que sin
embargo dicen lo inefable para todos aquellos a quienes está vedado el camino real de la unión mística. Aunque
las imágenes como tales no son verdaderas, se justifican en ese momento como acercamientos de lo que por
fuerza debe permanecer por siempre inefable.
Pero nos hemos adelantado. En efecto, la postura neoplatónica por su parte es ya una reacción en contra de
la postura cristiana ante el tema de la fundación cristiana del culto y de la fe que está en su origen, de la
topografía de esta fe en la tipología de las religiones. Volvamos a Agustín. ¿Dónde sitúa al cristianismo en la
tríada de las religiones de Varrón? Sorprendentemente, sin dudarlo siquiera, le asigna al cristianismo su lugar
en el dominio de la teología física, en el dominio de la racionalidad filosófica. Esto lo coloca en perfecta
continuidad con los teólogos anteriores al cristianismo, los Apologistas del siglo II, e incluso, con Pablo y su
topografía de la realidad cristiana en el primer capítulo de la Epístola a los romanos: una topografía que, por su
lado, se basa en la teología veterotestamentaria de la sabiduría— y remonta, más allá de ésta, hasta los Salmos y
sus mofas de los dioses.
El cristianismo, en esta perspectiva, tiene sus precursores y su preparación interior en la racionalidad
filosófica y no en las religiones. El cristianismo, para Agustín y de acuerdo con la tradición bíblica, según él
normativa, no se funda en imágenes y presentimientos míticos, cuya justificación se halla al fin y al cabo en su
utilidad política, sino que, al contrario, tiende hacia la esfera divina que es capaz de advertir el análisis racional
de la realidad. En otras palabras, Agustín identifica el monoteísmo bíblico con las visiones filosóficas sobre el
fundamento del mundo, que se formaron, según diversas variaciones, en la filosofía antigua. Esto es lo que se
entiende cuando, desde el areópago de San Pablo, el cristianismo se presenta con la pretensión de ser la religio
vera. Significa: la fe cristiana no se basa en la poesía ni en la política, esas dos grandes fuentes de la religión; se
basa en el conocimiento. Venera a este Ser que se halla en el fundamento de todo lo que existe, el "Dios
verdadero".
En el cristianismo, la racionalidad se volvió religión y no su adversario. Por ende, porque el cristianismo se
entendió como la victoria de la desmitologización, la victoria del conocimiento y con ella la de la verdad, debía
por fuerza considerarse universal y llevarse a todos los pueblos: no como una religión específica que reprime a
otras, no como un imperialismo religioso, sino más bien como la verdad que vuelve superflua la apariencia. Y es
por ello justamente que en la amplia tolerancia de los politeísmos aparece necesariamente como intolerable, y
hasta como enemiga de la religión, como "ateísmo". No se limitó a la relatividad y a la convertibilidad de las
imágenes, de suerte que incomodó en especial la utilidad política de las religiones y puso en peligro los

17
fundamentos del Estado, en el que no quiso ser una religión entre otras, sino la victoria de la inteligencia sobre
el mundo de las religiones.
Por otra parte, se suma también a esta topografía de la esfera cristiana en el cosmos de la religión y de la
filosofía, la fuerza de penetración del cristianismo. Desde antes que se iniciara la misión cristiana, en los círculos
cultos de la Antigüedad se buscó, en la figura del "hombre temeroso de Dios", una alianza con la fe judaica. Ésta
se advertía como una figura religiosa del monoteísmo filosófico en correspondencia con las exigencias de la
razón a la vez que con la necesidad religiosa del hombre. La filosofía no podía responder a esta necesidad por sí
sola: no se reza a un dios que sólo se piensa. Sin embargo, cuando el dios que el pensamiento halló se deja
encontrar en el corazón de la religión como un dios que habla y actúa, el pensamiento y la fe se reconcilian. En
esta alianza con la sinagoga, quedaba sin embargo un fondo insatisfactorio: el no judío no era más que un socio,
no lograba una pertenencia completa.
Esta cadena la rompió la figura de Cristo en el cristianismo, según la interpretó Pablo. A partir de ahí, el
monoteísmo religioso del judaísmo se volvió universal y la unidad entre pensamiento y fe, la religio vera, se
volvió accesible a todos. Justino el filósofo, Justino mártir (+167) puede verse como una figura sintomática de
este acceso al cristianismo: estudió todas las filosofías y al final reconoció en el cristianismo la vera philosophia.
Al convertirse al cristianismo, no renegó, según su propia convicción, de la filosofía, sino que apenas entonces
se hizo en verdad filósofo.
La convicción de que el cristianismo es una filosofía, la filosofía perfecta, la que pudo penetrar hasta la
verdad, permaneció vigente tiempo después de la era patrística. Está presente en el siglo XIV en la teología
bizantina de Nicolás Cabasilas de una manera del todo normal. Cierto, no se entendía únicamente con ello la
filosofía como una disciplina académica de naturaleza meramente teórica, sino también y sobre todo, en el
plano práctico, como el arte de vivir y de morir justamente, un arte que, empero, sólo se logra a la luz de la
verdad. La unión de la racionalidad y de la fe, que se dio en el desarrollo de la misión cristiana y en la
edificación de la teología cristiana, trajo, claro está, correctivos decisivos en la imagen filosófica de Dios; de
éstos, dos en particular deben mencionarse.
El primero consiste en que el Dios en el que creen y que veneran los cristianos, a diferencia de los dioses
míticos y políticos, es verdaderamente natura Deus; en esto, satisface las exigencias de la racionalidad filosófica.
Pero a la vez, también es válido el otro aspecto: non tamen omnis natura est Deus: no toda naturaleza es Dios.
Dios es Dios por naturaleza, pero la naturaleza como tal no es Dios. Se produce una separación entre la
naturaleza universal y el ser que la funda, que le da origen. Sólo entonces la física y la metafísica se distinguen
claramente una de la otra. Sólo el Dios verdadero que podemos reconocer por el pensamiento en la naturaleza
es objeto de plegarias. Aunque es más que la naturaleza: la precede, ella es su criatura. A esta separación entre
la naturaleza y Dios se suma un segundo hallazgo, aún más importante: a Dios, a la naturaleza, al alma del
mundo, o cual fuere el nombre que se le daba, no se le podía rezar; establecimos que no era un "dios religioso".
Pero ahora, lo enunciaba ya la fe del Antiguo Testamento y más aún la del Nuevo Testamento, este dios que
precede a la naturaleza se volvió hacia los hombres.
Porque no es solamente naturaleza, no es un dios silencioso. Entró en la historia, vino al encuentro del
hombre, y por ello el hombre puede ahora encontrase con él. Puede vincularse con Dios porque Dios se vinculó
al hombre. Ambas dimensiones de la religión, la naturaleza en su reino eterno y la necesidad de salvación del
hombre en sufrimiento y en lucha, que estaban siempre separadas, están vinculadas. La racionalidad puede
volverse una religión, porque el Dios de la racionalidad entró a su vez en la religión. El elemento que reivindica
finalmente la fe, la palabra histórica de Dios ¿no es acaso el presupuesto para que la religión pueda volverse
ahora hacia el Dios filosófico, que no es un Dios meramente filosófico y que sin embargo no desdeña el
conocimiento filosófico sino que lo asume? Algo sorprendente se vuelve aquí manifiesto: los dos principios
fundamentales, contrarios en apariencia al cristianismo, el vínculo con la metafísica y el vínculo con la historia,
se condicionan y remiten uno al otro. Suman juntos la apología del cristianismo como religio vera.
Si en consecuencia vale decir que la victoria del cristianismo sobre las religiones paganas fue posible gracias
a su pretensión a la inteligibilidad, hay que añadir a esto un segundo motivo de igual importancia. Consiste,
para decirlo en términos muy generales, en la seriedad moral del cristianismo, característica que, por lo demás,
Pablo había también acercado a la racionalidad de la fe cristiana; lo que la ley busca en el fondo, las exigencias
esenciales, iluminadas por la fe cristiana, del Dios único en la vida del hombre, satisface las exigencias del
corazón humano, de cada hombre, de suerte que cuando se le presenta esta ley, la reconoce como el Bien.
Corresponde a lo que "por naturaleza es bueno" (Romanos 2: 14).
La alusión a la moral estoica, a su interpretación ética de la naturaleza, es aquí tan manifiesta como en otros
textos de Pablo, por ejemplo en la Epístola a los Filipenses. "Ocupad vuestro pensamiento en todo lo verdadero,
en todo lo honesto, en todo lo justo, en todo lo puro, en todo lo amable, en todo lo de buena fama; haciendo
todo aquello que merezca elogio" (Filipenses, 4: 8). Así la unidad fundamental (aunque crítica) con la
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racionalidad filosófica, presente en la noción de Dios, se confirma y se concreta entonces en la unidad, a su vez
crítica, con la moral filosófica. Al igual que en el dominio de la religión, el cristianismo rebasaba los límites de la
sabiduría de la filosofía de escuela porque precisamente el Dios pensado se dejaba encontrar como un Dios
vivo; así, hubo aquí también un más allá de la teoría ética en una praxis moral, vivida y concretada de manera
comunitaria, en la que la perspectiva filosófica se trascendía y se transportaba a la acción real, en particular en la
concentración de toda la moral bajo el doble mandamiento del amor de Dios y del prójimo.
El cristianismo, podríamos simplificar, convencía por el nexo entre la fe y la razón y por la orientación de la
acción hacia la caritas, el cuidado caritativo de los enfermos, de los pobres y de los débiles, por encima de todos
los límites de la condición. Que ésta fuese la fuerza el cristianismo sin duda se revela con toda claridad en la
manera cómo el emperador Juliano intentó restablecer el paganismo bajo una nueva forma. Él, Pontifex
maximus de la religión restablecida de los dioses antiguos, instituyó una jerarquía pagana de sacerdotes y
metropolitas, hasta entonces inexistente. Los sacerdotes debían ser ejemplos de moralidad; debían entregarse al
amor de Dios (la divinidad suprema por encima de los dioses) y del prójimo. Estaban obligados a actos de
caridad hacia los pobres, no podían leer las comedias licenciosas ni las novelas eróticas, y debían predicar los
días festivos a partir de un argumento filosófico para instruir y formar al pueblo. Al respecto, Teresio Bosi dice
con razón que el emperador no buscaba con esto restablecer el paganismo, sino cristianizarlo, mediante una
síntesis forzada en dirección del culto de los dioses entre la racionalidad y la religión.
Podemos decir, si miramos hacia atrás, que la fuerza que transformó al cristianismo en una religión mundial
consistió en su síntesis entre razón, fe y vida: esta síntesis precisamente halla en las palabras religio vera una
expresión abreviada. Se impone aún más la pregunta: ¿por qué esta síntesis no convence hoy? ¿Por qué la
racionalidad y el cristianismo se consideran, más aún, contradictorios y hasta excluyentes? ¿Qué cambió en la
racionalidad, qué cambió en el cristianismo para que así sea? Antaño, el neoplatonismo, Porfirio en especial,
opuso a la síntesis cristiana una interpretación distinta de la relación entre filosofía y religión, una
interpretación que se entendía como la refundación filosófica de la religión de los dioses. Sobre ella Juliano
edificó y fracasó.
Hoy sin embargo, esta otra manera de armonizar la religión y la racionalidad es la que parece imponerse
como la forma de religiosidad adaptada a la conciencia moderna. Porfirio formula así su primera idea
fundamental: latet omne verum —la verdad está oculta. Recordemos la parábola del elefante, que ilustra esta
idea donde coinciden budismo y neoplatonismo. Según ella, no hay certidumbre acerca de la verdad sobre Dios,
tan sólo opiniones. En la crisis de Roma en el siglo IV tardío, el senador Símaco —imagen refleja de Varrón y de
su teoría de la religión — regresó a la concepción neoplatónica hacia formulaciones sencillas y pragmáticas, que
se hallan en su discurso de 384 ante el emperador Valentiniano II, en defensa del paganismo y a favor del
restablecimiento de la diosa Victoria en el senado romano. Cito sólo la oración decisiva, ahora célebre: "Todos
veneran una misma cosa, pensamos una misma cosa, contemplamos las mismas estrellas, el cielo encima de
nosotros es único, nos envuelve un mismo mundo; poco importan las formas varias de la sabiduría mediante las
cuales cada quien busca su verdad. No es posible llegar por un solo camino a un misterio tan grande".
Exactamente esto nos dice hoy la racionalidad: no conocemos la verdad como tal; en imágenes diferentes
expresamos, a fin de cuentas, lo mismo. Un misterio tan grande, lo divino, no puede reducirse a una sola figura
que excluya a todas las demás, a un camino que serviría a todos. Son muchos los caminos, muchas las imágenes,
todas reflejan algo del todo y ninguna es por sí misma el todo. El ethos de la tolerancia es de quien reconoce en
cada uno una parte de la verdad, de quien no coloca el suyo por encima del otro y de quien se inserta
apaciblemente en la sinfonía polimorfa del eterno Inaccesible. Éste en efecto se disimula entre los velos de los
símbolos, aunque estos símbolos son, tal parece, nuestra única posibilidad de alcanzar de alguna forma lo
divino.
La pretensión del cristianismo de ser la religio vera ¿estaría rebasada por el progreso de la racionalidad? ¿Es
indispensable rebajar el nivel de su pretensión e insertarla en la visión neoplatónica o budista o hindú de la
verdad y del símbolo? ¿Conformarse, como lo propuso Troeltsch, con mostrar del rostro de Dios la parte que
mira hacia los europeos? ¿Debe darse inclusive un paso más que Troeltsch, que consideraba todavía al
cristianismo como la religión adaptada a Europa, tomando en cuenta que hoy en día la propia Europa duda de
que esté adaptada? Esta es hoy la pregunta verdadera que deben enfrentar la Iglesia y la teología.
Todas las crisis que observamos ahora dentro del cristianismo sólo radican de manera muy secundaria en
problemas institucionales. Los problemas de instituciones y de personas en la Iglesia se desprenden al cabo de
esta pregunta y de su peso inmenso. Nadie espera que esta provocación fundamental al término del segundo
milenio cristiano halle, ni de lejos, una respuesta definitiva en una conferencia. No puede hallar en lo absoluto
una re s p u e s t a meramente teórica, al igual que, como actitud última del hombre, la religión nunca es sólo
teoría. Requiere de esta combinación de conocimiento y de acción que fundó la fuerza de convicción del
cristianismo de los Padres. Esto de ninguna manera significa que se pueden esquivar las exigencias intelectuales

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del problema remitiendo a la necesidad de la praxis. Sólo procuraré, para terminar, abrir una perspectiva que
podría señalar la dirección. Vimos que la unidad racional, entre racionalidad y fe, a la que Tomás de Aquino le
dio al fin una forma sistemática, se desgarró menos por el desarrollo de la fe que por los nuevos progresos de la
racionalidad.
Como etapas de esta mutua separación, podríamos nombrar a Descartes, Spinoza, Kant. La nueva síntesis
unificadora que intentó Hegel no le devolvió a la fe su lugar filosófico, aunque intentó convertirla en razón y
abolirla como fe. A este absoluto del espíritu, Marx opuso la unicidad de la materia; la filosofía tuvo que ceñirse
por completo a la ciencia exacta. Sólo el conocimiento científico exacto siguió mereciendo el término de
conocimiento. La idea de lo divino quedó despedida. La profecía de Augusto Comte de que un día habría una
física del hombre y que las grandes preguntas hasta entonces a cargo de la metafísica deberían tratarse en
adelante tan "positivamente" como todo lo que es ya hoy ciencia positiva, tuvo en nuestro siglo XX, en la
ciencias humanas, una resonancia impresionante. La separación que operó el pensamiento cristiano entre física
y metafísica se deja cada día más al abandono. Todo debe volverse de nuevo "física". Cada vez más, la teoría de
la evolución se cristalizó como la vía para que desapareciera por siempre la metafísica, para que la "hipótesis de
Dios" (Laplace) se volviera superflua y se formulara una explicación del mundo estrictamente "científica".
Una teoría de la evolución que explique de manera conjunta la suma de todo lo real se convirtió en una
especie de "filosofía primera", que representa, digamos, el fundamento verdadero de la comprensión racional
del mundo. Cualquier intento por poner en juego otras causas que las que elabora esta teoría "positiva",
cualquier intento de "metafísica", es visto como una recaída por debajo de la razón, como una pérdida de nivel
ante la pretensión universal de la ciencia.
Por ello, la idea cristiana de Dios se considera a fuerza como no científica. A esta idea no corresponde más
ninguna theologia physica: sólo la theologia naturalis es, en esta visión, la doctrina de la evolución y ésta
precisamente no conoce a ningún Dios, ni Creador en el sentido del cristianismo (del judaísmo y del islam), ni
alma del mundo, ni dinamismo interior en el sentido de la Stoah. Eventualmente, el mundo entero podría
considerarse, en el sentido del budismo, como una apariencia, y la nada, como la verdadera realidad, y justificar
así las formas místicas de la religión que no están, al menos, en concurrencia directa con la razón.
¿Se ha dicho entonces la última palabra? ¿La razón y el cristianismo están separados de manera definitiva?
En cualquier caso, no hay camino que evite la discusión sobre el alcance de la doctrina de la evolución como
filosofía primera y sobre la exclusividad del método positivo como única forma de ciencia y racionalidad. Esta
discusión debe darse entre ambas partes con serenidad y en la disposición de escuchar, lo que hasta ahora
apenas se ha dado. Nadie puede cuestionar seriamente las pruebas científicas de los procesos microevolutivos.
Al respecto, R. Junker y S. Scherer dicen en su "manual crítico" (Kritisches Lehrbuch) sobre la evolución:
"Semejantes acontecimientos (los procesos microevolutivos) se conocen bien con base en los procesos naturales
de variación y de formación. Su examen mediante la biología de la evolución llevó a conocimientos
significativos sobre la capacidad genial de adaptación de los sistemas vivos".
Dicen en este sentido que la investigación de los orígenes puede calificarse con derecho como la disciplina
regia de la biología. La pregunta que formulará el creyente ante la razón moderna no se refiere a esto, sino a la
extensión de una philosophia universalis que pretende convertirse en una explicación general de lo real y tiende
a abolir cualquier otro nivel de pensamiento. En la doctrina misma de la evolución, el problema se señala en el
tránsito entre la micro y la macro evolución, tránsito del que Szamarthy y Maynard Smith, (Existe una versión
en castellano de su Handbook on Evolution. [Nota de la T.]) ambos partidarios convencidos de una teoría
globalizadora de la evolución, admiten: "No hay motivo teórico que permita pensar que las líneas evolutivas se
vuelven más complejas con el tiempo; no hay tampoco pruebas empíricas de que esto suceda".
La pregunta que debe formularse aquí va, a decir verdad, más a fondo: se trata de saber si la doctrina de la
evolución puede presentarse como una teoría universal de todo lo real, más allá de la cual ya no se permiten y
ni siquiera son necesarias preguntas ulteriores sobre el origen y la naturaleza de las cosas; o si estas preguntas
últimas no desbordan, en el fondo, el terreno de la investigación abierto a las ciencias naturales. Quisiera
plantear la pregunta de manera aún más concreta. ¿Acaso está dicho todo con el tipo de respuesta que
encontramos, por ejemplo, en Popper, así formulada: "La vida, tal y como la conocemos, consiste en ‘cuerpos’
físicos (mejor: en procesos y estructuras) que resuelven problemas. Es lo que las diversas especies ‘aprendieron’
de la selección natural, es decir por el método de reproducción más variación; un método que, por su parte, se
aprendió según este mismo método. Se trata de una regresión, aunque ¿no es infinita...?". No lo creo.
A fin de cuentas, se trata de una alternativa que ni las ciencias naturales ni la filosofía pueden sencillamente
resolver. El punto está en saber si la razón o lo racional se hallan o no en el comienzo de todas las cosas y en su
fundamento. El punto está en saber si lo real surgió de la base del azar y de la necesidad (o, con Popper, con
Butler, del "Luck and Cunning", "feliz casualidad y previsión"), y por ende de lo que no tiene razón; si, en otras
palabras, la razón es un producto periférico y accidental de lo irracional y si es finalmente tan insignificante en
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el océano de lo irracional, o si sigue siendo verdad lo que constituye la convicción fundamental de la fe cristiana
y de su filosofía: "In principio erat Verbum" —al comienzo de todas las cosas está la fuerza creadora de la razón.
La fe cristiana es, hoy como ayer, la opción para la prioridad de la razón y de lo racional. Esta pregunta
última, como se dijo, ya no puede resolverse con argumentos tomados de las ciencias naturales, y el mismo
pensamiento filosófico se encuentra aquí con sus límites. En este sentido, no se puede brindar una prueba
última de la opción cristiana fundamental. Pero ¿puede la razón, al fin, sin renegar de sí, renunciar a la
prioridad de lo racional sobre la irracional, a la existencia original del logos? El modelo hermenéutico que ofrece
Popper, que reaparece bajo diversas formas en otras presentaciones de la "filosofía primera", muestra que la
razón no puede evitar pensar lo irracional según su medida, es decir racionalmente (resolver problemas,
elaborar métodos), restableciendo así de manera implícita la cuestionada primacía de la razón. Por su opción en
favor de la primacía de la razón, el cristianismo sigue siendo aún hoy "racionalidad", y pienso que la
racionalidad que se deshace de esta opción implicaría, contrariamente a las apariencias, no una evolución sino
una involución de la racionalidad.
Vimos anteriormente que en la concepción de la Antigüedad cristiana, las nociones de naturaleza, hombre,
Dios, ethos y religión estaban indisolublemente imbricadas, y que esta imbricación le permitió al cristianismo
discernir la crisis de los dioses y la crisis de la antigua racionalidad. La orientación de la religión hacia una
visión racional de lo real como tal, el ethos como parte de esta visión, y su aplicación concreta bajo la primacía
del amor se asociaron. La primacía del logos y la primacía el amor se revelaron idénticas.
El logos no apareció sólo como razón matemática en la base de todas las cosas, sino como un amor
creador, al punto que se volvió compasión de la criatura. La dimensión cósmica de la religión que, en la
potencia del ser, venera al Creador, y su dimensión existencial, la cuestión de la redención, se compenetraron y
se volvieron un problema único. De hecho, una explicación de lo real que no puede fundar a su vez un ethos de
manera sensata y comprensiva, es necesariamente insuficiente.
Sin embargo, es un hecho que la teoría de la evolución, ahí donde se arriesga a ampliarse en una philosophia
universalis, intenta también fundar de nuevo el ethos sobre la base de la evolución. Pero este ethos de la
evolución, que ineluctablemente encuentra su noción clave en el modelo de la selección, y por ende en la lucha
por la supervivencia, en la victoria del más fuerte, en la adaptación lograda, ofrece pocos consuelos. Aun
cuando se procura embellecerlo de varias formas, sigue siendo al cabo un ethos cruel. El esfuerzo por destilar lo
racional a partir de una realidad en sí misma insensata, fracasa aquí a ojos vistas. Todo esto de poco sirve para
lo que necesitamos: una ética de la paz universal, del amor práctico al prójimo y de la necesaria superación del
bien individual. La tentativa por devolver, en esta crisis de la humanidad, un sentido comprensivo a la noción
de cristianismo como religio vera, debe apostar, por así decirlo, tanto por la ortopraxia como por la ortodoxia.
Su contenido deberá consistir, en lo más hondo, a decir verdad hoy como ayer, en que el amor y la razón
coinciden como pilares fundamentales propiamente dichos de lo real: la razón verdadera es el amor y el amor es
la razón verdadera. En su unidad, son el fundamento verdadero y el fin de todo lo real.

5. Pueblo y Casa de Dios en S. Agustín, párr. 3-4 (Prólogo).


El acento central de la tarea que se me había encomendado, se situaba claramente en la noción Pueblo de Dios
como nueva clave hermenéutica para la comprensión de la Iglesia en los Padres. La secreta esperanza de mi
maestro, a quien el libro de Koster había producido tanta impresión, era que se confirmaría la opinión del
dominico daría lugar a que una interpretación de los Padres debería ser revisada en materia de eclesiología. Me
aproximé a los textos con esta pregunta ... Pueblo de Dios no designa directamente a la Iglesia de Jesucristo,
sino al pueblo de Israel, a la primera fase de la historia de la salvación ... El paso decisivo fue para mí el contexto
entre Antiguo y Nuevo Testamento. Esta teología depende de la explicitación de la Escritura; el núcleo de la
exégesis de los Padres es la Concordia testamentorum... El conocimiento que la unidad de ambos testamentos
cristologica y prneumatológicamente trasmitida ... es la forma común fundamental de toda la teología de los
Padres. Me dio también la clave para una de las preguntas más discutidas de la interpretación de Agustín: la
cuestión acerca del significado de la Civitas Dei ... Mi resultado fue que ... los dos elementos fundamentales de
la visión de Agustín sobre la Iglesia son la relectura cristológica del AT y la vida sacramental con su centro en la
Eucaristía.

6. La teología de la historia de San Buenaventura, p. 2,2 (Prólogo).

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En contraposición a santo Tomás de Aquino, San Buenaventura. aprobó expresamente e hizo propia la exégesis
joaquinita (de Joaquín de Fiore) del Antiguo Testamento. Santo Tomás fue en este caso (y no sólo en éste) más
agustiniano que san Buenaventura. Frente a la crítica decidida y clara que el Aquinate dirigió al Abad calabrés,
la crítica de san Buenaventura parece limitarse a primera vista a aspectos meramente secundarios . La diferencia
que separa a san Buenaventura de Joaquín es, sin embargo, mayor de lo que parece a primera vista, y se
identifica en lo fundamental con la crítica tomista, pues también su crítica se concentra en un punto: el
cristocentrismo. El pensamiento de una “edad del Espíritu Santo” que en la opinión de Joaquín superaría la
centralidad de Cristo, no es aceptada como tal por san Buenaventura.

7. “Gratia praesupponit naturam”


... Hemos reconocido como la “naturaleza” del espíritu la propiedad de estar más allá de toda naturaleza, de
estar en la superación de sí mismo. Es esencial al espíritu no bastarse a sí mismo, llevar en sí la flecha que indica
más allá de sí mismo. La filosofía reciente reconoce cada vez con mayor claridad la esencia del espíritu como el
estar-remitido-más-allá-de-sí-mismo; ésta es su primera y más importante característica 2. Si esto es así, entonces
el Exi con que comienza la revelación en Abrahán, esa ley fundamental del Éxodo que culmina en el misterio
cristiano de la pascua y queda confirmado como la ley definitiva de la revelación, es también la ley fundamental
del espíritu, la respuesta plena y auténtica a la llamada que surge del interior de su naturaleza. Y entonces la
cruz no es la crucifixión del hombre en el sentido en que lo decía Nietzsche, sino su verdadera salvación, que le
libera de su engañosa autosuficiencia; engañosa porque en ella tan sólo puede perderse, perder la gran promesa
que hay en él, y todo ello en aras de su supuesta naturaleza. Entonces el paso de la pascua que supone la cruz,
esa ruptura de todas las seguridades terrenas y de sus falsas satisfacciones es la verdadera salvación del
hombre, la auténtica armonía cósmica, en la que Dios será “todo en todos” (1Cor 15, 28), en que toda la creación
es un canto a Dios y al cordero pascual inmolado (Ap 5).3

8. “Estructuras de lo cristiano”, Síntesis: La esencia del cristianismo, en: Introducción al cristianismo....

Resumiendo, diríamos que los seis principios que hemos esbozado anteriormente son como los pilares de la
existencia cristiana y simultáneamente las fórmulas de la esencia de lo cristiano, de la .esencia del cristianismo..
En ellos se explica lo que, casi sin comprenderlo, llamamos la exigencia cristiana de absoluto. Lo que con eso
queremos decir, lo explican los principios del uno, del para, de lo definitivo y del positivismo. En esas
afirmaciones fundamentales se ve claramente cómo la fe cristiana opone y tiene que oponer singularmente la
exigencia cristiana a la historia de las religiones, si quiere permanecer fiel a sí misma.
Todavía nos queda un problema por resolver ... En los seis principios anteriores hemos visto las partículas
elementales de lo cristiano. ¿No hay detrás de ellas un centro de lo cristiano, único y sencillo? Claro que lo hay.
Además podemos afirmar ahora, sin el peligro de caer en puro sentimentalismo, que los seis principios se
condensan en el principio del amor ... En verdad el principio del amor, si es verdadero, incluye la fe; sólo así
sigue siendo lo que era, ya que sin la fe, que para nosotros es expresión del último tener que recibir del hombre
y de la insuficiencia de su obra, el amor se convertiría en obra arbitraria ... Nuestras reflexiones nos llevan como
de la mano a las palabras con las que Pablo describe los pilares de lo cristiano: Ahora permanecen la fe, la
esperanza y la caridad, las tres; pero la mayor es la caridad (1 Cor 13,13).

9. “La hermenéutica bíblica de J. Ratzinger”, R. Voderholzer en: MThZ 5/2005, p. 400-414


La hermenéutica bíblica de Ratzinger se caracteriza por la audacia de una síntesis de fidelidad a la fe y exégesis
científica, de hermenéutica tradicional e interpretación bíblica crítica, que no se excluyen, sino que se
complementan en un sentido profundo. Se trata exactamente de la síntesis a la que ha apuntado el Concilio
Vaticano II en su Constitución Dei Verbum, y que muchos consideran irrealizable, por lo que juzgan también los

2
Cf., por ejemplo, H. Conrad-Martius, Das Sein, München 1957, 118-141, especialmente 133. Ver también el planteamiento fundamental
de la filosofía de Rahner en Hörer des Wortes, Manchen 1940.
3
E. Przywara en la obra citada, que deberá tenerse más en cuenta que hasta ahora (Alter und Neuer Bund), hace una exposición detallada
de la perfección de la analogia entis en la cruz. Cf. mi recensión en Word und Wahrheit 13 (1958) 220 s.
22
textos conciliares como un mal compromiso. “¿Es la Constitución sobre la Revelación un texto de compromiso?”
preguntaba ya J. Ratzinger en su comentario del año 1966. Con el hoy Papa, podría decirse: “El texto
proclamado solemnemente por el Papa en este día, lleva naturalmente las huellas de su accidentado proceso de
elaboración, es expresión de múltiples compromisos. Pero el compromiso fundamental que contiene, es más
que un compromiso, es una síntesis de gran significación: El texto une la fidelidad a la Tradición de la Iglesia
con el sí a la ciencia crítica y abre así, de un modo nuevo, el camino a la fe en el presente.”4

“Ratzinger se refiere allí a la afirmación de Josef Rupert Geiselmann acerca de la posibilidad de un discurso
también católico acerca de la suficiencia de la Escritura, y fundamenta su crítica al mismo con una presentación
positiva de la conexión entre Revelación, Tradición y Escritura. Ratzinger discute la afirmación de una
suficiencia de la Escritura en el marco de la teología católica con la siguiente observación: “¿Qué significa en
realidad suficiencia de la Escritura? Geiselmann, como teólogo católico, no puede evitar sostener los dogmas
católicos como tales, y ninguno de ellos puede obtenerse “sola scriptura”: ni los grandes dogmas de la Iglesia
antigua, de consenso secular, ni menos aún los nuevos de 1854 y 1950. ¿Qué sentido tiene entonces hablar de
suficiencia de la Escritura? ¿No se corre el riesgo de que ello se transforme en un peligroso autoengaño, con el
que nos engañaríamos en primer lugar a nosotros mismos, y luego a los otros (¡o precisamente no lograríamos
engañarlos!)? Decir por un lado, que la Escritura contiene toda verdad de la Revelación y por otro que el dogma
de 1950 es una verdad de la Revelación, implicaría un concepto tan amplio de suficiencia de la Revelación, que
la palabra suficiencia perdería todo significado serio”.
El problema puede resolverse solamente, según Ratzinger, si la cuestión se amplía incluyendo la relación entre
Revelación y Tradición. Sobre el trasfondo de un concepto de Tradición así obtenido, se pueden relacionar
luego adecuadamente las cuestiones referentes al “magisterio” y la “exégesis”. El punto de partida de todo
discurso adecuado sobre la Tradición es para Ratzinger la noción ya adquirida en su estudio sobre San
Buenaventura de la incongruencia de ambas dimensiones: “Revelación” y “Escritura”. La Revelación expresa
todo el hablar y obrar divino respecto del hombre. Ella designa la realidad, acerca de la cual la Escritura da
noticia, pero que ella misma no es. La Revelación supera a la Escritura en la misma medida en que la realidad
supera a la noticia de ella. Si se quiere aplicar la noción de “suficiencia” a uno de los aspectos debatidos dentro
del proceso de la Revelación, entonces, puede decirse en todo caso, según Ratzinger, que lo “suficiente” es la
realidad de Cristo.

4
J. Ratzinger, Einleitung, nota 34, 502f.
23

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