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NUEVA GUINEA

Esta selva es húmeda. Los mosquitos son inmensos y serían capaces, si los
amaestrasen, de hacer transfusiones de sangre completas. Llevo bastantes
años aquí, entre los Korowai, y no diré que soy uno de ellos, pero al menos
me toleran. Los encontré buscando una de las últimas tribus caníbales del
mundo, queriendo descifrar el por qué un ser humano es capaz de comerse
a un semejante. ¿Qué tipo de dieta puede hacerte ver apetecible a alguien
de tu propia especie?

El primer día, después de navegar durante horas por un río infestado de


cocodrilos, cuando mi canoa llegó a la orilla donde los korowai habitan, el
jefe me estaba esperando, desnudo, silencioso, impávido. Sabían de mi
llegada. Habían estado vigilándome desde las orillas, muchos kilómetros
antes. Ahora sé que dudaron entre darme caza, y supongo que cenarme
(reconozco que por aquel entonces yo debía parecer bastante apetecible
para ellos: una carne blanda, jugosa y con grasa), o dejarme llegar hasta
ellos para saber cuáles eran mis intenciones. Supongo que, de no haberles
convencido sobre éstas, igualmente habría acabado como plato principal de
su cena.

Cuando bajé de la canoa, medio mareado y exhausto, el jefe esperó a que


me acercase a él. Traté de mostrarme sumiso, respetuoso. Incliné mi cabeza
y le saludé con un “hola” tembloroso. Había estado estudiando su idioma en
la capital, con un nativo de la zona que me había ayudado a encontrarlos
pero que no quiso acompañarme; El jefe, WanWan, se sintió
desconcertado viendo a un extraño hablar en su propio idioma, pero
mantuvo su altivez. “Nadie es bienvenido aquí”, me dijo con una voz grave
que sonaba a la corteza milenaria de los árboles de aquella selva que
protegía a su pueblo desde el nacimiento del mundo.

Me quedé en silencio, sin mirarle a los ojos, la cabeza agachada, dócil. No


quería hacer ningún movimiento que pudiese interpretar como una
amenaza o una falta de respeto. Al cabo de unos minutos, que a mí me
parecieron siglos, puso delante de mis ojos un cráneo. Era un cráneo
humano, de eso estaba seguro, pero estaba recubierto de algo marronáceo,
seco. Me lo estaba ofreciendo. Levanté la vista y mis ojos se clavaron en los
suyos. En su mirada pude vislumbrar un océano de tiempo, de ancestrales
tradiciones que navegaban desde el principio de los siglos hasta hoy. Era
profunda como una cueva y susurrante como la selva. Pude percibir una
leve mueca en sus labios. Algo parecido a una sonrisa taimada, como de
jugador de póquer que se sabe con una mano ganadora. Movió la calavera
levemente ante mis ojos, de nuevo, y lo entendí. Quería que comiese de
aquello para aceptarme. Era la prueba para que no fuese la mía la que
mostraran al siguiente incauto que se atreviese a profanar sus tierras y su
intimidad. Alargué la mano y pellizqué aquello volviendo a mirar hacia el
suelo. Entre mis dedos noté una textura blanda, fibrosa, tibia. Me lo llevé a
la boca con asco y mastiqué. Apenas noté sabor alguno. Salivaba todo lo
posible para que mis papilas gustativas no tuviesen la oportunidad de
registrar aquello en mi cerebro. Lo tragué lo más rápido posible, tratando
de que no se me notaran demasiado las ganas de vomitar, la repulsión, que
todo mi cuerpo estaba sintiendo en aquellos momentos. Entonces noté la
mano del jefe sobre uno de mis hombros y “puedes erguirte. Se
bienvenido”, me dijo.

Cuando pude enderezar mi cuerpo vi que el jefe era algo más bajo que yo.
Su piel era oscura, curtida, áspera. Sus ojos, de un marrón oscuro, brillaban,
y mostraba, ahora sí, una amplia sonrisa mientras me miraba. Estaba
desnudo, como toda su tribu y parecía no notar los mosquitos que a mí me
estaban acribillando. Tal vez mi sangre era lo más sabroso que habían
podido succionar por allí en siglos. No en vano mi dieta no era rica en carne
humana; y los dulces, el café, los zumos, los refrescos, el coñac, las verduras
frescas… aportaban, probablemente, un gusto especial a aquel manjar rojo
que recorría mis venas y que ahora estaba siendo saboreado por la casi
totalidad de la población de mosquitos de la zona.

WanWan me condujo al poblado, a unos cuantos metros de la orilla del río.


Las cabañas, de madera y ramas, parecían más resistentes de lo que yo
habría imaginado. Allí había adultos, niños, mujeres, ancianos…, todos
desnudos, con sus pieles curtidas por el aire de la selva. Todos sonreían.
Parecían felices, aunque en mi interior no dejaba de pensar que, tal vez,
muchos de ellos, habían empezado a salivar al saber de mi llegada, y ahora
se sentirían decepcionados. Por suerte, parecían estar todos comiendo, no
quise saber qué.
Me acomodaron en una cabaña vacía, y aquí llevo cuatro años, conviviendo
con los korowai, comiendo lo mismo que comen ellos. Los acompaño en sus
partidas de caza intentando no estorbar. Observo. En la selva hay muchos
animales y muchos frutos. Apenas comemos carne humana; solo cuando
muere alguno de ellos. Al menos eso es lo que intuyo, porque no me han
explicado cómo lo hacen. Solo sé que, tras el duelo y los llantos por el
difunto, unos cuantos porteadores se lo llevan a la selva, a algún lugar
recóndito y, al cabo de algunas horas, vuelven con carne troceada, envuelta
en hojas, y la arrojan a las ascuas de la hoguera que se ha encendido en
mitad del poblado. Y hay fiesta, y carne. He aprendido a no saborear los
trozos que como, intentando mantenerlos lo menos posible en la boca. Sin
aderezo alguno, me atrevería a decir que todas las carnes son insípidas.
Esta, en concreto, y con una textura parecida al pollo. Todo lo que no sabe a
algo, sabe a pollo, dicen. En este caso es así

Esta mañana ha muerto Kili-Kili. Era joven, unos cuarenta años, de cuerpo
ágil y fornido. El jefe WanWan me va a permitir acompañar a los
porteadores para que pueda ver cuál es el ritual que siguen con los
difuntos, cómo los preparan. Me pregunto por qué me habrá concedido ese
privilegio. Cuando llegué aquí podría haber temido por mi vida en tales
circunstancias, pero he desechado el miedo hace bastante tiempo. El miedo
te nubla la mente, te agarrota el cuerpo.

Seis hombres fuertes cargan con el cadáver sobre unas andas de madera y
ramas. Penetran en la selva con paso firme, seguro. Los árboles apenas
dejan pasar algún rayo de sol, y a pesar de que aún es por la tarde, todo
permanece umbrío, húmedo. Después de todo el tiempo, ya apenas me
molestan los mosquitos. Como los Korowai conmigo, los tolero.

Tras una caminata de casi una hora la luz empieza a ser débil. Llegamos a
una zona profunda de la selva donde se alza una especie de empalizada de
ramas entrelazadas de casi un metro de alto. Detrás hay un tumulto extraño
que me es familiar, pero soy incapaz de distinguir qué es. Flota un olor
desagradable a descomposición en la zona. Rodeamos el muro y seguimos
andando unos cien metros más, hasta un gran claro de la selva. Allí hay
piedras de tamaño medio en el suelo, desperdigadas, sin un orden
aparente. Los porteadores depositan al muerto en el suelo y tres de ellos se
disponen a cavar un agujero, mientras los otros tres envuelven en ramas el
cuerpo de Kili-Kili. Al cabo de media hora depositan al difunto en el agujero
y vuelven a taparlo. No entiendo qué pasa con él, por qué razón su cuerpo
no servirá de cena. Cuando el hueco del suelo queda totalmente cubierto,
uno de los porteadores coloca una piedra, otra más, sobre el lugar, y nos
vamos, en silencio.

Volvemos a la empalizada. Dos de los seis chicos se dirigen a una puerta. No


me es permitido entrar con ellos. Yo los sigo con la mirada. Cuando entran
hay un gran revuelo dentro. Puedo distinguir gallinas cloquear
enloquecidas, como asustadas. Al cabo de quince minutos vuelven los
chicos y puedo echar un vistazo por la rendija de la puerta mientras salen:
efectivamente, puedo distinguir gallinas. Muchas. Allí mismo, los seis, se
disponen a pelar y trocear las cuatro gallinas muertas que han sacado de
dentro. Luego, envuelven los trozos en hojas secas, y volvemos al poblado
donde la hoguera ya está lista. Mientras todos cenan me acerco al jefe
WanWan y le pregunto, humildemente, por lo que he visto. Él, con la misma
sonrisa en la cara que dibujó el primer día en que me conoció, me
responde: “La carne humana sabe a pollo”. Y me pide que no desvele el
secreto que les mantiene a salvo de la curiosidad del hombre civilizado.

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