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Esta selva es húmeda. Los mosquitos son inmensos y serían capaces, si los
amaestrasen, de hacer transfusiones de sangre completas. Llevo bastantes
años aquí, entre los Korowai, y no diré que soy uno de ellos, pero al menos
me toleran. Los encontré buscando una de las últimas tribus caníbales del
mundo, queriendo descifrar el por qué un ser humano es capaz de comerse
a un semejante. ¿Qué tipo de dieta puede hacerte ver apetecible a alguien
de tu propia especie?
Cuando pude enderezar mi cuerpo vi que el jefe era algo más bajo que yo.
Su piel era oscura, curtida, áspera. Sus ojos, de un marrón oscuro, brillaban,
y mostraba, ahora sí, una amplia sonrisa mientras me miraba. Estaba
desnudo, como toda su tribu y parecía no notar los mosquitos que a mí me
estaban acribillando. Tal vez mi sangre era lo más sabroso que habían
podido succionar por allí en siglos. No en vano mi dieta no era rica en carne
humana; y los dulces, el café, los zumos, los refrescos, el coñac, las verduras
frescas… aportaban, probablemente, un gusto especial a aquel manjar rojo
que recorría mis venas y que ahora estaba siendo saboreado por la casi
totalidad de la población de mosquitos de la zona.
Esta mañana ha muerto Kili-Kili. Era joven, unos cuarenta años, de cuerpo
ágil y fornido. El jefe WanWan me va a permitir acompañar a los
porteadores para que pueda ver cuál es el ritual que siguen con los
difuntos, cómo los preparan. Me pregunto por qué me habrá concedido ese
privilegio. Cuando llegué aquí podría haber temido por mi vida en tales
circunstancias, pero he desechado el miedo hace bastante tiempo. El miedo
te nubla la mente, te agarrota el cuerpo.
Seis hombres fuertes cargan con el cadáver sobre unas andas de madera y
ramas. Penetran en la selva con paso firme, seguro. Los árboles apenas
dejan pasar algún rayo de sol, y a pesar de que aún es por la tarde, todo
permanece umbrío, húmedo. Después de todo el tiempo, ya apenas me
molestan los mosquitos. Como los Korowai conmigo, los tolero.
Tras una caminata de casi una hora la luz empieza a ser débil. Llegamos a
una zona profunda de la selva donde se alza una especie de empalizada de
ramas entrelazadas de casi un metro de alto. Detrás hay un tumulto extraño
que me es familiar, pero soy incapaz de distinguir qué es. Flota un olor
desagradable a descomposición en la zona. Rodeamos el muro y seguimos
andando unos cien metros más, hasta un gran claro de la selva. Allí hay
piedras de tamaño medio en el suelo, desperdigadas, sin un orden
aparente. Los porteadores depositan al muerto en el suelo y tres de ellos se
disponen a cavar un agujero, mientras los otros tres envuelven en ramas el
cuerpo de Kili-Kili. Al cabo de media hora depositan al difunto en el agujero
y vuelven a taparlo. No entiendo qué pasa con él, por qué razón su cuerpo
no servirá de cena. Cuando el hueco del suelo queda totalmente cubierto,
uno de los porteadores coloca una piedra, otra más, sobre el lugar, y nos
vamos, en silencio.