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Con más cautela y los ojos más abiertos, prosiguió el bagrecito su viaje al mar. En una corriente colmada
de luz de la mañana límpida, una vieja magra, todas arrugas, metida en las aguas hasta las rodillas,
pescaba con las manos, volteando las piedras.
El bagrecito se libró de las garras de la pescadora, pasando a toda velocidad. –¡la misma muerte!-, se
dijo, volviendo a mirar, en su carrera, a la huesuda anciana, y ésta le increpó con el puño en alto:
“Bagrecito bandido”.
Dentro del follaje de un árbol añoso, que cubría la mitad del riachuelo, cantaban un montón de pájaros.
El bagrecito, con las antenas de sus barbas, percibió las melodías de esos músicos y poetas de los
bosques, y se detuvo a escucharlos.
Después de una tormenta, que perturbó la selva y el riachuelo, oscureciéndolos, el viajero ingresó en un
inmenso claro lleno de sol; a través de las aguas ligeramente turbias distinguió un puente de madera,
por donde pasaban hombres y mujeres con paraguas.
Pensó: «Estoy en la ciudad que el riachuelo de las mil vueltas divide en dos partes, como me indicó el
abuelo».
«¡Ah, mucho cuidado!», se dijo luego ante numerosos muchachos que, desde las orillas, se afanaban en
coger con anzuelos y fisgas los peces, que, en apretadas manchas, se deslizaban por sobre la arena o
lamían las piedras, agitando las colas.
El bagrecito salvó el peligroso sector de la ciudad con bastante sigilo. En la ancha desembocadura del
riachuelo de las mil vueltas, tuvo miedo; las aguas del riachuelo desaparecían, encrespadas, en un río
quizá cien, doscientas veces más grande que su humilde riachuelito natal. Permaneció
indeciso un rato, luego se metió con coraje en las fauces del río.
Las aguas eran turbias y corrían impetuosas, peces gigantes, con los ojos encendidos, pasaban junto al
bagrecito, asustándolo. «No tengo otro camino que seguir adelante», se dijo resueltamente.
El río turbio, después de un curso por centenares de kilómetros de tupida selva, entregaba bruscamente
sus aguas a otro mucho más grande.
En las extensas curvas de ese río caudaloso hierven terribles remolinos que son prisiones no sólo para
las balsas y canoas que, para descuido de los bogas, entran en ellos, sino también para los propios
peces. Sin embargo, nuestro vivaz bagrecito los sorteaba manteniéndose firme a lo largo de las
corrientes que pasan bordeándolos.
Cerros de sal piedra marginan también, en ciertos trechos, este río bravo, Blancas montañas
resplandecientes, Al bagrecito se le ocurrió lamer una de esas minas durante una media hora, luego
reanudó su viaje con mayor impulso.
Un espantoso fragor que venía de aguas abajo, le aterrorizó sobremanera. Pero él juzgó que,
seguramente, procedía de los «malos pasos», debidos al impresionante salto del río sobre una montaña,
grave riesgo del cual le habló mucho el abuelo.
A medida que avanzaba, el estruendo era más pavoroso... ¡Los malos pasos a la vista!... Nuestro viajero
temerario se preparó para vencer el peligro... se sacudió el cuerpo, estiró las aletas y las barbitas, cerró
los ojos y se lanzó al torbellino rugiente.
Quince kilómetros de cascadas, peñas, aguas revueltas y espumantes, pedrones, torrentes, rocas... El
bagrecito iba a merced de la furia de las aguas, aquí, chocó contra una roca, pero reaccionó en seguida;
allá, un tremendo oleaje le varó sobre un pedrón, pero, con felicidad, otra ola le devolvió a las aguas.
Al término del infierno de los «malos pasos», el bagrecito, todo maltrecho, buscó refugio debajo de una
piedra y se quedó dormido un día y una noche.
Se consideraba ya baquiano. Además, habla crecido, su pecho era recio, sus barbas más largas, su color
blanco oscuro con reflejos metálicos, no podía ser de otro modo, ya que muchos soles y muchas lunas
alumbraron desde que salió de su riachuelito natal, ya que había cruzado tantos ríos, sobre todo, vencido
los terroríficos «malos pasos», los «malos pasos» en que mueren o encanecen muchos hombres.
Así, convencido de su fuerza y sabiduría, prosiguió el viaje. Sin embargo, no muy lejos, por poco
concluye sin pena ni gloria. A la altura de un pueblo cayó en la atarraya de un pescador, entre sábalos,
boquichicos, corvinas, palometas, lisas; empero, el hijo de un pescador, un alegre muchacho, lo cogió de
las barbas y le arrojó desde la canoa a las aguas, estimándolo sin
importancia en comparación con los otros pescados.
Cerrado rumor especial, que conmovía el río, llamó un caluroso anochecer la atención del viajero. Era
una mijanada, avalancha de peces en migración hacia arriba, para el desove. Todo el río vibraba con los
millones de peces en marcha. Algunos brincaban sobre las aguas, relampagueando como trozos de plata
en la oscuridad de la noche.
El bagrecito se arrimó a una orilla fuertemente, contra el lodo, hasta que pasó el último pez. En plena
jungla, el voluminoso río desaparecía en otro más voluminoso.
Así es el destino de los ríos: nacen, recorren kilómetros de kilómetros de la tierra, entregan sus aguas a
otros ríos, y éstos a otros, hasta que todo acaba en el mar.
El nuevo río, un coloso, se unía con otro igual, formando el Amazonas, el río más grande de la Tierra.
Nuestro bagrecito entró en ese prodigio de la naturaleza a las primeras luces del día, cuando los bosques
de las márgenes eran una sinfonía de cantos y gritos de animales salvajes. Allá, en el remoto riachuelito
natal, el abuelo le había hablado también mucho del Rey de los Ríos.
Por él tenía que llegar al mar, ya él no daba sus aguas a otro río... No se veía el fondo ni las orillas. Era,
pues, el río más grande del mundo.
«Debes tener mucho cuidado con los buques», le había advertido el abuelo.Y el bagrecito pasaba
distante de esos monstruos que circulaban por las aguas, con estrépito.
Una madrugada subió a la superficie para mirar el lucero del alba, digamos mejor para admirarlo, ya que
nuestro bagrecito era sensible a la belleza; el lucero del alba, casi sobre el río, parecía una victoria regia
de lágrimas, después de bañarse de su luz, el bagrecito se hundió en las aguas, produciendo un leve
ruido y leve oleaje.
Durante varias horas de una tarde lluviosa lo persiguió un pez de mayor tamaño que un hombre para
devorarlo. El pobre bagrecito corría a toda velocidad de sus fuerzas, corría, corría, de pronto columbró
un hueco en la orilla y se ocultó en él... de donde miraba a su terrible enemigo, que iba y venía y,
finalmente, desapareció.
Mucho tiempo viajó por el río más grande del planeta, pasando frente a puertos, pueblos, haciendas,
ciudades, hasta que una noche, con luna llena enorme, redonda, llegó a la desembocadura. El río era allí
extraordinariamente ancho y penetraba retumbando más de cien leguas al mar.
«¡El mar!», se dijo el bagrecito, profundamente emocionado..
«¡El mar!». Lo vio esa noche de luna llena como un transparente abismo verde.
El retorno a su riachuelito natal fue difícil. Se encontraba tan lejos. Ahora tenía que surcar los ríos, lo
cual exige mayor esfuerzo. Con su heroica voluntad dominaba el desaliento.
Vencía todos los peligros. Cruzó los «malos pasos» del río aprovechando una creciente, y, a veces, a
saltos por sobre las rocas y pedrones que no estabantapados por las aguas. En el riachuelo de las mil
vueltas salvó de morir, por suerte.
Un hombre, en la orilla pedregosa, encendía con su cigarro la mecha de un cartucho de dinamita, para
arrojarlo a una poza donde muchísimos peces, entre ellos nuestro viajero, embocaban en la superficie,
con ruidos característicos, las millares de comejenes que, anticipadamente, desparramó como cebo el
pescador.
¡No había escapatoria!.
Pero, ocurrió algo inesperado, el pescador, creyendo que el cartucho de dinamita iba a estallar en su
mano, lo soltó desesperadamente y a todo correr se internó en el bosque, las piedras saltaron hasta muy
arriba con la horrenda explosión. Algunos pájaros también cayeron muertos de los ramajes.
La alegría del viajero se dilató como el cielo cuando, al fin, entró en su riachuelito natal, cuando sintió
sus caricias. Besó con unción, las piedras de su cauce.
Llovía menudamente, los árboles de las riberas, sobre todo los almendros, estaban florecidos. Había luz
solar por entre la lluvia suave y dentro del riachuelo.
El bagrecito, loco de contento, nadaba en zigzags; de espaldas, de costado, se hundía hasta el fondo,
sacaba sus barbas de las aguas, moviéndolas en el aire. Sin embargo, en su pueblo ya no encontró a su
madre ni al abuelo.
Nadie lo conocía.
Todo era nuevo en el remanso del riachuelito, ensombrecido por las palmeras y otros árboles de las
márgenes.
Se dio cuenta, entonces, de que era anciano. En el fondo de la pozuela, con su voz ronca, solía decir,
contoneándose orgullosamente: «Yo conozco el mar. Cuando joven he viajado a él y he vuelto».
Los peces niños y jóvenes le miraban y escuchaban con admiración. Un bagrecito, de tanto oírlo, se le
acercó una noche de luna y le dijo:
- ¿Tú?
- Si, abuelo.