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Católicos en público

Por José María Gil Tamayo

MADRID, lunes, 11 octubre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos el análisis realizado por el sacerdote José María Gil
Tamayo, director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social, publicado por la
agencia Veritas sobre los desafíos del testimonio público de los católicos en la actual coyuntura española.

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Detrás de todo lo que está sucediendo en torno a las últimas iniciativas legales y políticas
sobre cuestiones relacionadas con el matrimonio, la familia, la defensa de la vida y la
enseñanza de la religión, está sin duda, entre otras causas, una falsa concepción, asentada
en el mundo político en general pero con especial incidencia en los gobernantes actuales,
sobre la naturaleza del hecho religioso católico, al que de hecho sólo se le concede carta de
ciudadanía en el foro privado, en el de la intimidad o de la conciencia, o todo lo más en el
espacio sagrado de los templos y de ocasionales actos de culto externos, que muchos sólo
entenderán como culturales o simplemente folklóricos y estéticos.

Fuera de ahí se considera extraña y sospechosa toda presencia pública de los católicos como
tales, cuando, por otra parte, si se mira a los números, es el colectivo mayoritario de
nuestro país, incluso si únicamente se atiende a los practicantes o «militantes».

Cualquier necesaria afirmación de las señas de identidad católica en el ámbito social, que no
se deja de reconocer y de ser querido por los propios católicos hoy en día como plural,
levanta sospechas, recelos y la hoy letal acusación de «fundamentalista». Esto ocurre
incluso de forma individual para con los católicos que, con todas los requisitos de
profesionalidad y méritos propios, ocupan cargos relevantes de servicio público y no por ello
renuncia a una explícita práctica cristiana, vivida con naturalidad.

Desde el laicismo muchos no entienden que la legítima autonomía del orden temporal,
querida también por los cristianos, no puede significar prescindir del recto orden moral y de
la naturaleza humana. Y es ahí donde es posible y necesaria la colaboración con otras
propuestas que tienen el mismo objetivo.

Pero nuestros políticos, por lo general, no están muy dispuestos a que los católicos tengan
una voz coherente con su fe en los asuntos públicos, en el diseño de la vida social y
cultural. Fe que, por otro lado, se quiera o no, está en las raíces más fecundas de la historia
y señas de identidad de nuestro pueblo y ha informado su caminar por la historia.

Pero con esta práctica, si no se ha conseguido la «muerte» de Dios, al menos casi se está
logrado no dejarle salir de casa, y si lo hace, que sea en silencio.

Así parece percibirse como efecto en la otra parte: en la actitud de muchos católicos que,
acomplejados ante estas inclemencias, prefieren las puertas adentro de una religión tan
privada y cómoda que no se atreven ni a imponérsela a sí mismos. Otros sólo han entendido
su desarrollo o crecimiento en la organización interna de la Iglesia.

Pero hoy, quizá más que nunca, es necesario para los cristianos, especialmente los laicos,
vivir, personal y asociadamente, con coherencia responsable y alegre, la fe en la calle, en la
vida social y política, en la familia y con los amigos, en la cultura y en el arte, en el trabajo
y en la diversión. Vivir una religiosidad profunda y a la vez comprometida por hacer un
mundo mejor y más justo; defender y proponer, especialmente en los temas más
cuestionados hoy, la verdadera dignidad del ser humano, que sólo se esclarece plenamente
a la luz de Jesucristo, el Verbo Encarnado. Se trata, en definitiva, de ser también católicos
en público, al aire libre.

ZS04101110

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