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FILOSOFÍA POLITICA I
Crítica de la Sociedad
Mijail Bakunin
Mijail Bakunin es una figura única entre las personalidades revolucionarias del
siglo XIX. Este hombre extraordinario combinó en su naturaleza el intrépido pensador
socio-filosófico con el hombre de acción, mezcla rara vez encontrada en un mismo
individuo. Siempre estaba preparado para utilizar cualquier oportunidad de remodelar
alguna esfera de la sociedad humana.
Sin embargo, su tendencia impetuosa y apasionada a la acción remitió algo tras la
derrota de la Comuna de París en 1871, y finalmente, tras el colapso de las rebeliones de
Polonia e Imola en 1874, se apartó completamente de la actividad política dos años antes
de morir. Su poderoso cuerpo estaba minado por las penurias que tan largo tiempo
padeciera.
Pero esta decisión no estaba solamente motivada por el ocaso progresivo y rápido
de sus facultades físicas. La visión política de Bakunin —que después se vería
confirmada tan a menudo por los acontecimientos— le convenció de que el nuevo
Imperio Alemán, tras la guerra franco-prusiana de 1870-71, había iniciado una época
histórica desastro-[20]sa para la evolución social de Europa, destinada a "paralizar
durante muchos años todas las aspiraciones revolucionarias en torno a un renacimiento de
la sociedad en el espíritu del Socialismo.
La razón de abandonar la lucha no fue la desilusión de un hombre ya mayor,
afligido por la enfermedad y sin fe en sus ideales, sino la certeza de que con el cambio de
condiciones provocado por la guerra Europa había entrado en un período que rompería
radicalmente con las tradiciones creadas por la gran Revolución Francesa de 1789, y que
se vería seguido por una nueva e intensa reacción. En este sentido, Bakunin previó el
futuro de Europa mucho más correctamente que la mayor parte de sus contemporáneos.
Se equivocó en la duración de esta nueva reacción, que conducía a la militarización de
toda Europa, pero captó su naturaleza mejor que nadie. Esto se observa muy
particularmente en su patética carta del 11 de noviembre de 1874, a su amigo Nikolai
Ogarev:
«En cuanto a mí, viejo amigo, esta vez he abandonado yo también, definitivamente,
cualquier actividad práctica y me he retirado de toda conexión con compromisos activos. En
primer lugar, porque el tiempo presente es decisivamente poco apropiado. El bismarckianismo,
con su militarismo, su regla policíaca y su monopolio financiero unificados en un sistema
característico del nuevo estatismo, está conquistando todo. Durante los diez o quince años
próximos es posible que este poderoso y científico desprecio hacia lo humano se mantenga
victorioso. No quiero decir que no pueda hacerse nada ahora, pero estas condiciones nuevas
exigen nuevos métodos y, principalmente, nueva sangre. Siento que ya no sirvo para las luchas
abiertas, y las he abandonado sin esperar a que un valiente Gil Blas me diga: «¡Plus d'homélies,
Monseigneur!» (¡No más sermones, Señor!)
[35]
PARTE I
FILOSOFÍA
Desarrollo del mundo material. El desarrollo gradual del mundo material, así
como de la vida orgánica animal [46] y de la inteligencia históricamente progresiva del
hombre —tanto individual como social— es perfectamente concebible. Constituye un
movimiento enteramente natural desde lo simple a lo complejo, desde lo inferior a lo
superior, desde lo bajo a lo alto; un movimiento conforme con nuestra experiencia
cotidiana y acorde también con nuestra lógica natural, con las leyes mismas de nuestra
mente, la cual, al haberse formado y desarrollado sólo con ayuda de esta misma
experiencia, no es sino su reproducción en la mente y en el cerebro, su pauta mediata.
El sistema de los idealistas. El sistema de los idealistas es prácticamente lo
opuesto. Constituye la completa inversión de toda la experiencia humana y de todo el
sentido común universal y general, que constituye la condición necesaria de cualquier
entendimiento entre los hombres, y que, elevándose desde la verdad simple y
unánimemente admitida de que dos por dos son cuatro hasta las especulaciones
científicas más sublimes y complicadas —sin admitir, además, nada que no haya sido
estrictamente confirmado por la experiencia o por la observación de los hechos y
fenómenos—, se transforma en la única base seria del conocimiento humano.
El camino de los metafísicos. El camino seguido por los caballeros de la escuela
metafísica es enteramente diferente. Y por metafísicos no sólo nos referimos a los
seguidores de la doctrina hegeliana, escasos en la actualidad, sino también a los
positivistas y a todos los partidarios actuales de la diosa ciencia; y, de la misma forma, a
todos aquellos que, procediendo por diversos medios, incluso por el estudio más arduo,
aunque necesariamente imperfecto del pasado y el presente, han levantado un ideal de
organización social donde quieren encasillar a toda costa, como en un lecho de Procrusto,
la vida de generaciones futuras; y a todos los que, en una palabra, no consideran el
pensamiento y la ciencia como manifestaciones necesarias de la vida natural y social,
sino que reducen nuestra pobre vida hasta el extremo de ser en ella sólo la manifestación
práctica de su propio pensamiento y de su propia e imperfecta ciencia.
[47]
El método del idealismo. En vez de perseguir el orden natural desde lo inferior a
lo superior, desde lo más bajo a lo más alto, desde lo relativamente simple a lo más
complejo; en vez de perseguir sabia, y racionalmente el movimiento progresivo y real
desde el mundo llamado inorgánico hasta el mundo orgánico, al reino vegetal, a
continuación al reino animal, y por último, al mundo específicamente humano; en vez de
seguir el movimiento desde la materia o la actividad química hasta la materia o la
actividad viviente, y desde la actividad viviente al ser pensante, los idealistas,
obsesionados, cegados y empujados por el divino fantasma que heredaron de la teología,
toman precisamente el camino opuesto.
Comienzan con Dios, presentado como una persona o como una sustancia o idea
divina, y el primer paso que dan es una terrible caída desde las sublimes alturas del ideal
eterno hasta la charca del mundo material; desde la perfección absoluta a la imperfección
absoluta; desde el pensamiento al ser, o más bien desde el Ser Supremo a la pura nulidad.
El Idealismo y el Misterio de la Divinidad. Cuándo, cómo o por qué el Ser
Divino, eterno, infinito, absolutamente perfecto (y probablemente aburrido de sí mismo)
decidió dar este desesperado salto mortal es algo que ningún idealista, ningún teólogo,
ningún metafísico ni ningún poeta ha sido capaz de explicar al laico ni de comprenderlo
él mismo. Todas las religiones, pasadas o presentes, y todos los sistemas de filosofía
trascendental giran alrededor de este misterio único e inicuo.
Los hombres sagrados, los legisladores inspirados por la divinidad, los profetas y
los mesías han buscado allí la vida, para descubrir únicamente el tormento y la muerte.
Como la antigua Esfinge, el misterio los devoró, porque eran incapaces de explicarlo.
Grandes filósofos, desde Heráclito y Platón hasta Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant,
Fichte, Schelling y Hegel, por no mencionar a los filósofos indios, han escrito ingentes
cantidades de volúmenes y han construido sistemas tan ingeniosos como sublimes donde
dicen de pasada muchas cosas grandes y bellas, y donde [48] descubren verdades
inmortales, pero dejan este misterio, objeto principal de sus investigaciones
trascendentales, tan insondable como antes.
Y si los gigantescos esfuerzos de los más prodigiosos genios conocidos por el
mundo, que a lo largo de treinta siglos por lo menos han emprendido uno tras otro esta
labor de Sísifo, sólo han conducido a hacer todavía más incomprensible este misterio,
¿cómo esperar que nos sea desvelado por las especulaciones faltas de inspiración de
algún discípulo pedante o de una metafísica artificialmente recalentada? Y todo esto
durante un tiempo en que todos los espíritus vivos y serios se han apartado de la ambigua
ciencia que apareció como efecto de un compromiso —sin duda explicable
históricamente— entre la sinrazón de la fe y la sensata razón científica.
Es evidente que este terrible misterio no puede explicarse, lo cual significa que es
absurdo, pues sólo lo absurdo rechaza la explicación. Es evidente que quien lo considere
esencial para su vida y felicidad debe renunciar a su razón y volver, si puede, a la fe
ingenua, ciega y tosca, repitiendo con Tertuliano y todos los sinceros creyentes las
palabras que resumen la quintaesencia misma de la teología: credo quia absurdum (creo
porque es absurdo). Entonces cesa toda discusión, y sólo permanece la triunfante
estupidez de la fe.
Las, contradicciones del idealismo. Los idealistas no tienen su fuerte en la
lógica, y podría decirse que la desprecian. Esta actitud les distingue de los metafísicos
pertenecientes a la escuela panteista y deísta y otorga a sus ideas el carácter del idealismo
práctico, que no extrae su inspiración tanto de un riguroso desarrollo del pensamiento
como de la experiencia —casi diría que de las emociones históricas, colectivas e
individuales— de la vida. Esto proporciona a su propaganda un aspecto de opulencia y
poder vital, pero sólo un aspecto; porque la vida misma se hace estéril cuando se ve
paralizada por una contradicción lógica.
Esta contradicción consiste en lo siguiente: quieren a Dios, y quieren a la
humanidad. Persisten en conectar ambos términos que, una vez separados, no pueden
vincularse sin una recíproca destrucción. Afirman al mismo tiempo: [49] «Dios y la
libertad del hombre», o «Dios y la dignidad, justicia, igualdad, fraternidad y bienestar de
los hombres», sin pagar tributo a la lógica fatal en virtud de la cual si Dios existe, todas
esas cosas están condenadas a la inexistencia. Porque si Dios es, es necesariamente el
Señor eterno, supremo y absoluto, y si existe un amo semejante, el hombre es un esclavo.
Ahora bien, si el hombre es un esclavo, ni la justicia, ni la igualdad, ni la fraternidad, ni la
prosperidad son posibles para él.
Ellos (los idealistas), desafiando la sensatez y toda la experiencia histórica,
pueden representar a su Dios como un ser animado por el más tierno amor hacia la
libertad humana; pero un señor, haga lo que fuere y por muy liberal que quiera parecer,
seguirá siendo siempre un señor, y su existencia implicará necesariamente la esclavitud
de todos cuantos están por debajo de él. En consecuencia, si Dios existiera, sólo podría
favorecer la libertad humana de un modo: dejando de existir.
Siendo un celoso amante de la libertad humana, y considerándola condición
necesaria para todo cuanto admiro y respeto en la humanidad, invierto el aforismo de
Voltaire y digo: «Si Dios existiera realmente, seria necesario abolirlo».
Los defensores contemporáneos del idealismo. Con excepción de los corazones
y espíritus grandes, pero extraviados, a quienes me he referido ya, ¿quienes son
actualmente los más tercos defensores del idealismo? En primer lugar, todas las casas
reinantes y sus cortesanos. En Francia fue Napoleón III y su esposa Madame Eugenie;
fueron también sus antiguos ministros, palaciegos y mariscales, desde Rouher y Bazaine
hasta Fleury y Pietri; los hombres y mujeres de este mundo imperial han hecho un buen
trabajo idealizando y salvando a Francia; periodistas y sabios, como los Cassagnacs, los
Girardins, los Duvernois, los Veuillots, los Leverriers, los Dumas; la falange negra de
jesuitas masculinos y femeninos*, sean cuales fueren sus vestiduras; toda la nobleza, así
como la alta y media burguesía de
[50]
Francia; los liberales doctrinarios y los liberales faltos de doctrina; los Guizots, los
Thierses, los Jules Favres, los Pelletans y los Jules Simons, todos ellos ásperos defensores
de la explotación burguesa. En Prusia, en Alemania, es Guillermo I, actual representante
del Señor Dios sobre la tierra; todos sus generales, sus funcionarios, los de Pomerania y
los otros; todo su ejército que, firme en su fe religiosa, acaba de conquistar Francia del
modo «ideal» que hemos llegado a conocer tan bien. En Rusia es el zar y su corte; los
Muravievs y los Bergs, todos los carniceros y piadosos convertidos de Polonia.
El idealismo es la bandera de la fuerza bruta. En resumen, por todas partes el
idealismo religioso o filosófico (pues lo uno es simplemente una interpretación más o
menos libre de lo otro) sirve hoy como bandera de la fuerza material brutal y sangrienta,
de la explotación material desvergonzada.
El materialismo es la bandera de la igualdad económica y de la justicia social.
Por el contrario, la bandera del materialismo teórico, la bandera roja de la igualdad
económica y la justicia social, es desplegada por el idealismo práctico de las masas
oprimidas y famélicas que intentan poner en práctica la más alta libertad y realizar el
derecho de cada individuo en la fraternidad de todos los hombres sobre la tierra.
Los verdaderos idealistas y materialistas. ¿Quiénes son los verdaderos
idealistas, —no los idealistas de la abstracción sino los de la vida, no los idealistas del
cielo sino los de la tierra— y quiénes son los materialistas?
Es evidente que la condición esencial del idealismo teórico o divino es el
sacrificio de la lógica y la razón humana, y la renuncia a la ciencia. Por otra parte, al
defender las doctrinas del idealismo nos vemos arrastrados al campo de los opresores y
explotadores de las masas. Son dos grandes razones que, según parece, debieran ser
suficientes para alejar del idealismo a cualquier gran espíritu y a todo gran corazón.
¿Cómo entender que nuestros ilustres idealistas contemporáneos, a quienes sin duda no
falta ni espíritu, ni corazón, ni buena voluntad, que han puesto sus vidas [51]
al servicio de la humanidad, persistan en estar entre los representantes de una doctrina ya
condenada y deshonrada?
Deben haber sido impulsados por motivos muy fuertes. Dichos motivos no
pueden corresponder a la lógica ni a la ciencia, porque la lógica y la ciencia han
pronunciado su veredicto contra la doctrina idealista. Y es razonable pensar que los
intereses personales no pueden contarse entre sus motivos, porque esas personas están
infinitamente por encima de los intereses particulares. Debe existir entonces un poderoso
motivo de orden moral. ¿Cuál? Sólo puede ser uno: estas gentes tan celebradas piensan,
sin duda, que las teorías o creencias idealistas son esenciales para la dignidad y la
grandeza moral del hombre, y que las teorías materialistas lo reducen al nivel de la bestia.
Pero, ¿y si fuese cierto lo contrario? Todo desarrollo implica la negación de su
punto de partida. Y puesto que el punto de partida es material, según la doctrina de la
escuela materialista, la negación debe ser necesariamente ideal. Comenzando por la
totalidad del mundo real, o por lo que se denomina abstractamente materia, el
materialismo llega lógicamente a la verdadera idealización, es decir, a la humanización, a
la plena y completa emancipación de la sociedad. Por otra parte, y por la misma razón, el
punto de partida de la escuela idealista es ideal y llega necesariamente a la
materialización de la sociedad, a la organización de un despotismo brutal y a una
explotación vil e inicua en las formas de la Iglesia y el Estado. El desarrollo histórico del
hombre con arreglo a la escuela materialista es una progresiva ascensión, mientras en el
sistema idealista no puede ser más que una continua caída.
Puntos de divergencia entre materialismo e idealismo. Sea cual fuere la
cuestión relativa al hombre que examinemos, siempre llegaremos a la misma
contradicción básica entre estas dos escuelas. El materialismo comienza por la
animalidad para llegar a establecer la humanidad; el idealismo comienza por la divinidad
para llegar a establecer la esclavitud, y condenar a las masas a una animalidad perpetua.
El materialismo niega el libre albedrío y termina en el [52] establecimiento de la
libertad. El idealismo, en nombre de la dignidad humana, proclama el libre albedrío y
descubre la autoridad sobre las ruinas de toda libertad. El materialismo rechaza el
principio de autoridad, concibiéndolo frontalmente como corolario de la animalidad y
creyendo, por el contrario, que el triunfo de la humanidad —considerado por el
materialismo como el objetivo principal y como el significado de la historia— sólo puede
realizarse a través de la libertad. En una palabra, al tratar cualquier cuestión, siempre
encontraréis al idealista sumido en el materialismo práctico, mientras que siempre veréis
al materialista persiguiendo y realizando las aspiraciones y pensamientos más ideales.
El idealismo es el déspota del pensamiento, lo mismo que la política es el déspota
de la voluntad. Sólo el socialismo y la ciencia positiva muestran el debido respeto hacia
la Naturaleza y la libertad de los hombres.
El marxismo y sus falacias. La escuela doctrinaria de socialistas, o más bien los
comunistas estatales de Alemania... representan una escuela bastante respetable,
circunstancia que no la exime, sin embargo, de caer ocasionalmente en errores. Una de
sus falacias principales es tener como base teórica un principio profundamente cierto
cuando se concibe de manera apropiada —es decir, desde un punto de vista relativo—,
pero que se vuelve radicalmente falso cuando se le considera aislado de las demás
condiciones y se le mantiene como el único fundamento y fuente primaria de todos los
demás principios, según acontece en esa escuela.
Este principio, que constituye el fundamento esencial del socialismo positivo,
recibió por primera vez su formulación científica y su desarrollo del Sr. Karl Marx, jefe
principal de los comunistas alemanes. Constituye la idea dominante del famoso
Manifiesto Comunista.
Marxismo e idealismo. Este principio se encuentra en contradicción absoluta con
el principio admitido por los idealistas de todas las escuelas. Mientras los idealistas
deducen todos los hechos históricos —incluyendo los desarrollos de intereses materiales
y los diversos estadios de organización económica de la sociedad— del desarrollo de las
ideas, [53] los comunistas alemanes ven en toda la historia y en las manifestaciones más
ideales de la vida humana tanto colectiva como individual, en todos los desarrollos
intelectuales, morales, religiosos, metafísicos, científicos, artísticos, políticos y sociales
acontecidos en el pasado y en el presente, sólo el reflejo o el resultado inevitable del
desarrollo de los fenómenos económicos.
Mientras que los idealistas consideran las ideas como fuente productora y
dominante de los hechos, los comunistas, plenamente de acuerdo con el materialismo
científico, mantienen, por el contrario, que los hechos producen las ideas, y que las ideas
son siempre únicamente el reflejo ideal de los acontecimientos; que en el conjunto total
de los fenómenos, los fenómenos económicos materiales constituyen la base esencial, el
fundamento primario, mientras todos los demás fenómenos —intelectuales y morales,
políticos y sociales—- aparecen como derivados necesarios de los primeros.
¿Quiénes están en lo cierto, los idealistas o los materialistas? ¿Quiénes están
en lo cierto, los idealistas o los materialistas? Cuando la pregunta se plantea así, la duda
resulta imposible. Indudablemente, los idealistas están equivocados y los materialistas
están en lo cierto. Desde luego, los hechos vienen antes que las ideas; desde luego, como
dijo Proudhon, el ideal no es sino la flor, cuyas raíces están enterradas en las condiciones
materiales de existencia. Desde luego, toda la historia intelectual y moral, política y
social humana no es sino el reflejo de su historia económica.
Todas las ramas de la ciencia moderna, de una ciencia concienzuda y seria, están
de acuerdo en proclamar esta verdad grande, básica y decisiva: el mundo social, el mundo
puramente humano, la humanidad, no es sino el último y supremo desarrollo —por lo
menos, en lo que respecta a nuestro propio planeta— y la más alta manifestación de la
animalidad. Pero así como todo desarrollo implica necesariamente la negación de su base
o punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo la negación acumulativa del
principio animal en el hombre. Y es precisamente esta [54] negación, tan racional como
natural, y racional precisamente por ser natural —a un tiempo histórica y lógica, tan
inevitable como el desarrollo y la consumación de todas las leyes naturales del mundo—
lo que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y morales, el
mundo de las ideas.
El primer dogma del materialismo. [Mazzini] afirma que los materialistas
somos ateos. Nada tenemos que decir a esto porque en efecto somos ateos, y nos
enorgullecemos de ello, al menos en la medida en que puede permitirse el orgullo a
desdichados individuos que como olas se elevan por un momento y luego desaparecen en
el vasto océano colectivo de la sociedad humana. Nos enorgullecemos de ello porque el
ateísmo y el materialismo son la verdad, o más bien la efectiva base de la verdad, y
también porque deseamos la verdad y sólo la verdad por encima de todo lo demás y por
encima de las consecuencias prácticas. Y además creemos que a pesar de las apariencias,
a pesar de las cobardes insinuaciones de una política de cautela y escepticismo, sólo la
verdad traerá consigo un bienestar práctico para el pueblo.
Este es el primer dogma de nuestra fe. Pero mira hacia adelante, hacia el futuro, y
no hacia atrás.
El segundo dogma del materialismo. De todas formas, él [Mazzini] no se
conforma con señalar nuestro ateísmo y materialismo; deduce de él que no podemos amar
a las personas ni respetarlas por sus virtudes ; que las grandes cosas que han hecho vibrar
los más nobles corazones —la libertad, la justicia, la humanidad, la belleza, la verdad—
deben ser todas ajenas a nosotros, y que remolcando sin meta alguna nuestra desdichada
existencia —arrastrándonos más que andando derechos sobre la tierra— no tenemos
preocupación alguna salvo gratificar nuestros toscos y sensuales apetitos.
Y nosotros le decimos, venerable pero injusto maestro [Mazzini], que está en un
lamentable error. ¿Quiere saber en qué medida amamos esas cosas grandes y bellas, cuyo
conocimiento y amor nos niega? Entienda que nuestro amor por ellas es tan fuerte que de
todo corazón estamos [55] enfermos y cansados viéndolas para siempre suspendidas en
su Cielo —que las robó de la tierra— como símbolos y promesas nunca cumplidas. Ya no
nos contentamos con la ficción de esas bellas cosas: las queremos en su realidad.
Y aquí está el segundo dogma de nuestra fe, ilustre maestro. Creemos en la
posibilidad y en la necesidad de dicha realización sobre la tierra; y, al mismo tiempo,
estamos convencidos de que todas esas cosas que usted venera como esperanzas
celestiales perderán necesariamente su carácter místico y divino cuando se conviertan en
realidades humanas y terrestres.
La materia del idealismo. Usted pensaba que se había deshecho completamente
de nosotros llamándonos materialistas. Pensaba que así nos condenaba y aplastaba. Pero
¿sabe usted de dónde proviene ese error suyo? Lo que usted y nosotros llamamos materia
son dos cosas totalmente distintas, dos conceptos totalmente diferentes. Su materia es una
identidad ficticia como su Dios, como su Satán, como su alma infinita. Su materia es
tosquedad infinita, brutalidad inerte, una entidad tan imposible como el espíritu puro,
incorpóreo y absoluto; los dos existen sólo como invenciones de la abstracta fantasía de
los teólogos y metafísicos, únicos autores y creadores de ambos inventos. La historia de
la filosofía nos ha revelado el proceso —de hecho un proceso simple— de la creación
inconsciente de esta ficción, el origen de esta fatal ilusión histórica, que durante el largo
transcurso de muchos siglos ha pendido gravosamente, como una terrible pesadilla, sobre
las mentes oprimidas de generaciones humanas.
El espíritu y la materia. Los primeros pensadores fueron necesariamente
teólogos y metafísicos, pues la mente humana está constituida de tal manera que siempre
debe comenzar con un gran margen de sinsentido, falsedad y errores para conseguir llegar
a una pequeña porción de verdad. Todo lo cual no habla en favor de las tradiciones
sagradas del pasado. Los primeros pensadores, digo, tomaron la suma de todos los seres
reales conocidos por ellos, incluidos ellos mismos, la suma de todo cuanto les parecía
representar [56] la fuerza, el movimiento, la vida y la inteligencia, y lo llamaron espíritu.
A todo lo demás de que su mente lo hubiera abstraído inconscientemente del mundo real,
lo llamaron materia. Y entonces se asombraron de que esta materia que existía sólo en su
imaginación, como el propio espíritu, fuese tan inactiva, tan estúpida frente a su Dios, el
puro espíritu.
La materia de los materialistas. Admitimos francamente que no conocemos a su
Dios, pero tampoco conocemos a su materia; o, más bien, sabemos que ninguno de los
dos conceptos existe, sino que fueron creados a priori por la fantasía especulativa de
pensadores ingenuos de épocas pasadas. Con las palabras materia y material queremos
indicar la totalidad, la jerarquía de los entes reales, comenzando por los cuerpos
orgánicos más simples y acabando con la estructura y el funcionamiento del cerebro de
los más grandes genios: los sentimientos más sublimes, los pensamientos más grandes,
los actos más heroicos, actos de autosacrificio, deberes tanto como derechos, la
voluntaria renuncia al propio bienestar, al propio egoísmo —hasta las aberraciones
trascendentales y místicas de Mazzini—, así como las manifestaciones de la vida
orgánica, las propiedades y acciones químicas, la electricidad, la luz, el calor, la gravedad
natural de los cuerpos. Todo ello constituye, a nuestro entender, un conjunto muy
diferenciado, pero al mismo tiempo estrechamente relacionado, de evoluciones dentro de
esa totalidad del mundo real que denominamos materia.
El materialismo no es un panteísmo. Y obsérvese bien que no consideramos a
esta totalidad como una especie de sustancia absoluta y eternamente creativa, al modo de
los panteístas, sino como el perpetuo resultado producido y reproducido de nuevo por la
concurrencia de una infinita serie de acciones y reacciones, por las incesantes
transformaciones de los seres reales que nacen y mueren en el seno de esta infinitud.
La materia comprende el mundo ideal. Resumiré: indicamos con la palabra
material todo cuanto acontece en el mundo real, dentro y fuera del hombre, y aplicamos
la palabra ideal exclusivamente a los productos de la activi- [57] dad cerebral del
hombre; pero puesto que nuestro cerebro es por entero una organización de orden
material, y su función es también material, como la acción de todas las demás cosas, se
deduce de ello que lo que llamamos materia o mundo material no excluye en modo
alguno, sino que incluye necesariamente también al mundo ideal.
Materialistas e idealistas en la práctica. He aquí un hecho que merece una
atenta reflexión por parte de nuestros adversarios platónicos. ¿A qué se debe que los
teóricos del materialismo acostumbren mostrarse en la práctica más idealistas que los
propios idealistas? Esta paradoja es, de todas formas, bastante lógica y natural. Porque
todo desarrollo implica en alguna medida una negación del punto de partida; los teóricos
del materialismo comienzan con el concepto de materia y desembocan en la idea,
mientras los idealistas, que adoptan como punto de partida la idea pura y absoluta,
reiterando constantemente el viejo mito del pecado original —única expresión simbólica
de su propio y triste destino— recaen teórica y prácticamente en el dominio de la materia
que, a su entender, nos tiene irremisiblemente enredados a nosotros. ¡Y qué materia! Una
materia brutal, innoble y estúpida, creada por su propia imaginación como su alter ego, o
como la reflexión de su yo ideal.
Del mismo modo, los materialistas, que siempre armonizan sus teorías sociales
con el curso efectivo de la historia, conciben el estadio animal, el canibalismo y la
esclavitud como los primeros puntos de partida en el movimiento progresivo de la
sociedad; pero ¿a qué apuntan? ¿Qué quieren? Quieren la emancipación, la plena
humanización de la sociedad; mientras que los idealistas, adoptando por premisa básica
de sus especulaciones el alma inmortal y la autonomía de la voluntad, terminan
inevitablemente en el culto al orden público, como Thiers, o en el culto a la autoridad,
como Mazzini; es decir, en el establecimiento y la canonización de una esclavitud
perpetua. De aquí se deduce que el materialismo teórico desemboca necesariamente en el
idealismo práctico, y que las teorías idealistas únicamente encuentran su realización en
un tosco materialismo práctico [58].
Ayer mismo se desplegó ante nuestros ojos la prueba de lo que acabamos de decir.
¿Dónde estaban los materialistas y ateos? En la Comuna de París. Y ¿dónde estaban los
idealistas que creen en Dios? En la Asamblea Nacional de Versalles. ¿Qué querían los
revolucionarios de París? Querían la emancipación definitiva de la humanidad a través de
la emancipación del trabajo. ¿Y qué quiere actualmente la triunfante Asamblea de
Versalles? La degradación definitiva de la humanidad bajo el doble yugo del poder
espiritual y secular.
Los materialistas quieren avanzar, imbuidos de fe y despreciando el sufrimiento,
el peligro y la muerte, porque ven ante ellos el triunfo de la humanidad. Pero los
idealistas, faltos de empuje y presagiando únicamente espectros sangrientos, quieren
llevar como sea a la humanidad de nuevo hacia el lodazal de donde ha ido saliendo con
tan grandes dificultades.
Que cada cual compare y forme su juicio.
8. MENTE Y VOLUNTAD
La teoría del contrato social. El hombre no es sólo el ser más individual sobre la
tierra; es también el ser más social. Fue una gran falacia por parte de Jean Jacques
Rousseau haber supuesto que la sociedad primitiva se estableció mediante un contrato
libre pactado por los salvajes. Pero Rousseau no fue el único que mantuvo tales criterios.
La mayoría de los juristas y escritores modernos, de la escuela kantiana o de otras
escuelas individualistas y liberales que no aceptan la idea teológica de la sociedad
fundada sobre el derecho divino, ni la idea de la escuela hegeliana —la sociedad como
realización más o menos mística de la moralidad objetiva—, ni la de la escuela naturalista
de la sociedad animal primitiva, toman, quieran o no, a falta de cualquier otro
fundamento, el contrato tácito como punto de partida.
¡Un contrato tácito! Es decir, un contrato sin palabras, y en consecuencia sin
reflexión y sin libre voluntad: ¡indignante disparate! ¡Una ficción absurda, y lo que es
más, una ficción perversa! ¡Una lamentable burla! Suponen que mientras yo estaba en
una condición incapaz de querer, de pensar y de hablar, me até junto con todos mis
descendientes a la esclavitud perpetua, sólo por haberme dejado colocar en la situación de
la víctima sin elevar protesta alguna.
Falta de discernimiento moral en el estado precedente al contrato social
original. Desde el punto de vista del sistema que examinamos actualmente, la distinción
entre el bien y el mal no existió antes de concluirse el contrato
Filosofía 157
social. En ese tiempo, todo individuo permanecía aislado en su libertad o en su
derecho absoluto, sin prestar atención a la libertad de los demás, salvo cuando dicha
atención estaba dictada por su debilidad o por su fuerza relativa, es decir por su propia
prudencia e interés. Según la misma teoría, el egoísmo era entonces la ley suprema, el
único derecho establecido. El bien estaba determinado por el éxito, el mal sólo por el
fracaso, y la justicia era sencillamente la consagración del hecho consumado, por
horrible, cruel o infame que pudiera ser —como es la regla en la moralidad política que
prevalece en la actualidad en Europa.
El contrato social como criterio del bien y el mal. La distinción entre el bien y
el mal, según este sistema, sólo comenzó con la conclusión del contrato social. Todo
cuanto había sido reconocido de interés general se declaró bueno, y malo lo inverso. Los
miembros de la sociedad que entraron en este pacto se convirtieron en ciudadanos, se
autolimitaron mediante obligaciones solemnes, y asumieron de allí en adelante el deber
de subordinar sus intereses privados al bien común, al interés inseparable de todos.
También separaron sus derechos individuales de los derechos públicos, cuyo único
representante, el Estado, fue desde entonces investido con poder para suprimir todas las
rebeliones del egoísmo individual, aunque teniendo el deber de proteger a todos los
miembros en el ejercicio de sus derechos mientras no se opusiesen a los derechos
generales de la comunidad.
El Estado formado por el contrato social es el Estado ateo moderno. Vamos
ahora a examinar la naturaleza de las relaciones que el Estado así constituido contrae
necesariamente con otros Estados similares, así como sus relaciones con la población
gobernada. Tal análisis nos parece tanto más interesante y útil cuanto que el Estado,
según se le define aquí, es precisamente el Estado moderno y divorciado de la idea
religiosa, el Estado laico o ateo proclamado por los escritores modernos.
Veamos entonces en qué consiste esta modernidad. El Estado moderno, como
hemos dicho, se ha liberado del yugo eclesiástico y, en consecuencia, ha conmovido el
yugo [158] de la moralidad universal o cosmopolita de la Iglesia cristiana. Pero no se ha
empapado todavía de la idea o la ética humanitaria, cosa que no puede hacer sin
destruirse a sí mismo, porque en su existencia separada y en su concentración aislada el
Estado es demasiado estrecho para comprender y contener los intereses, y por tanto la
moralidad de la humanidad en su conjunto.
La ética identificada con los intereses estatales. Los estados modernos han
llegado precisamente a ese punto. La cristiandad les sirve sólo como un pretexto y como
una frase, únicamente como un medio para engañar a los simples, porque las metas
perseguidas por ellos no tienen nada en común con las finalidades religiosas. Y los
estadistas eminentes de nuestro tiempo, los Palmerston, los Muraviev, los Cavour, los
Bismarck, los Napoleón, se reirían de buena gana si alguien tomase en serio sus
convicciones religiosas abiertamente profesadas. Se reirían todavía más si alguien les
atribuyese sentimientos, consideraciones e intenciones humanitarias, que siempre han
tratado públicamente como mera tontería. ¿Qué constituye entonces su moralidad? Sólo
los intereses estatales. Desde este punto de vista —que ha sido el de los estadistas con
muy pocas excepciones, el de los hombres fuertes de todos los tiempos y países— es
bueno todo cuanto sirve para conservar, exaltar y consolidar el poder del Estado (aunque
pudiera parecer sacrílego desde un punto de vista religioso, e indignante desde el punto
de vista de la moralidad humana) y, por el contrario, todo cuanto milita contra los
intereses del Estado es malo, aunque en otros aspectos pueda ser la cosa más sagrada y
humanamente justa. Tal es la verdadera moralidad y la práctica secular de todos los
Estados.
El egoísmo colectivo de las asociaciones particulares elevado a categorías
éticas. Tal es también la moralidad del Estado, fundada sobre la teoría del contrato social.
Según este sistema, lo bueno y lo malo, al comenzar con el contrato social, no son de
hecho nada sino el contenido y el propósito del contrato; es decir, el interés común y el
derecho público de todos los individuos participantes en este contrato, con excepción de
quienes permanecieron fuera de él. En [159] consecuencia, lo bueno dentro de este
sistema es sólo la mayor satisfacción proporcionada al egoísmo colectivo de una
asociación particular y limitada que, construida sobre el sacrificio parcial del egoísmo
individual de cada miembro, excluye de sí como extraños y enemigos naturales a la gran
mayoría de la especie humana, incluida o no dentro de asociaciones similares.
La moralidad sólo coexiste con las fronteras de los estados particulares. La
existencia de un Estado singular y limitado supone necesariamente la existencia, y en
caso de necesidad provoca la formación de varios Estados, ya que resulta bastante natural
que quienes se encuentran fuera del Estado y están amenazados en su existencia y
libertad por él, se alíen a su vez contra él. Así encontramos a la humanidad desintegrada
en un número indefinido de Estados que son extraños, hostiles y amenazadores unos
respecto de los otros.
No hay derecho común ni contrato social entre ellos, porque si ese contrato y ese
derecho existiesen, los diversos Estados dejarían de ser absolutamente independientes
unos de otros, convirtiéndose en miembros federados de un gran Estado. Si este gran
Estado no comprende a toda la humanidad tendría necesariamente contra él la hostilidad
de otros grandes Estados federados internamente. De este modo, la guerra será siempre la
ley suprema y una necesidad inmanente a la existencia misma de la humanidad.
La ley de la jungla gobierna las relaciones interestatales. Todo Estado,
federado o no, debe procurar convertirse en el más poderoso, bajo el peligro de una ruina
total. Debe devorar a otros para no ser devorado, conquistar para no ser conquistado,
esclavizar para no ser esclavizado, porque dos poderes similares y al mismo tiempo
extraños no pueden coexistir sin destruirse.
La solidaridad universal de la humanidad, interrumpida por el Estado. El
Estado es entonces la negación más flagrante, cínica y completa de la humanidad.
Desintegra la solidaridad universal de todos los hombres sobre la tierra, y sólo los unifica
para destruir, conquistar y esclavizar a todo el resto. Sólo toma bajo su protección a sus
propios [160] ciudadanos, y sólo reconoce un derecho humano, una humanidad y una
civilización dentro de los confines de sus propias fronteras. Puesto que no conoce ningún
derecho exterior a sus propios confines, se atribuye con bastante lógica el derecho a tratar
con la más feroz falta de humanidad a todas las poblaciones extranjeras que puede
saquear, exterminar o subordinar a su voluntad. Si los Estados dan muestras de
generosidad o humanidad hacia ellas, no es en absoluto por algún sentido del deber,
porque no tiene deberes sino consigo mismo y con aquellos miembros que lo
constituyeron por un acto de libre acuerdo, y que o bien continúan formando parte de él
sobre la misma base libre o, como sucede a la larga, se han convertido en sus súbditos.
Puesto que no existe ninguna ley internacional y nunca podrá existir de modo
serio y verdadero sin minar los fundamentos mismos del principio de la soberanía estatal
absoluta, el Estado no tiene deber alguno hacia las poblaciones extranjeras. Si trata con
humanidad a un pueblo conquistado, si no lo saquea y extermina a fondo ni lo reduce al
último grado de la esclavitud, es quizá por consideraciones de interés y prudencia
política, o incluso por pura magnanimidad, pero jamás por un sentimiento del deber, pues
tiene derecho absoluto a disponer de esas poblaciones a su antojo.
E1 patriotismo contradice la moralidad humana común. Esta flagrante
negación de la humanidad que constituye la esencia misma del Estado es, desde su punto
de vista, el supremo derecho y la mayor virtud: se denomina patriotismo y constituye la
moralidad trascendente del Estado. La llamaremos moralidad trascendente porque suele
trascender el nivel de la moralidad y la justicia humana, tanto privada como común,
situándose por ello en aguda contradicción con ellas. Por ejemplo, ofender, oprimir,
robar, saquear, asesinar o esclavizar a un congénere significa cometer un crimen, para la
moralidad común del hombre, grave.
Por el contrario, en la vida pública, y desde el punto de vista del patriotismo,
cuando todo esto se hace para la mayor gloria del Estado y con el fin de conservar o
incrementar su poder, se convierte en un deber y en una [161] virtud. Y este deber o
virtud es obligatorio para todo ciudadano patriota. Se espera que todos prescindan de esos
deberes no sólo en relación con los extraños, sino con sus compatriotas, miembros y
súbditos del mismo Estado, en los casos en que el bienestar de éste se lo exija. La
suprema ley del Estado. La suprema ley del Estado es la autopreservación a toda costa.
Y puesto que todos los Estados, desde el momento de su aparición sobre la tierra, se han
visto condenados a una lucha perpetua —contra sus propias poblaciones, a quienes
oprimen y arruinan, contra todos los Estados extranjeros, cada uno de los cuales sólo
puede ser fuerte si los otros son débiles— y como los Estados no pueden mantenerse
firmes en esta lucha a no ser que aumenten constantemente su poder sobre sus propios
súbditos y los Estados vecinos, se deduce que la ley suprema del Estado es el incremento
de su poder en detrimento de la libertad interna y la justicia externa.
El Estado quiere tomar el lugar de la Humanidad. Tal es, en su pura realidad,
la única moralidad, la única meta del Estado. Sólo adora a Dios porque él es su propio y
exclusivo Dios, la sanción de su poder y de lo que él llama su derecho —el derecho de
existir a cualquier precio expandiéndose siempre a costa de otros Estados. Todo cuanto
sirva para promover esta meta vale la pena, es legítimo y virtuoso. Todo cuanto la
perjudica es criminal. La moralidad del Estado es así la inversión de la justicia y la
moralidad humana.
Esta moralidad trascendente, sobrehumana y, en consecuencia, anti-humana de los
Estados no es sólo el resultado de la corrupción en los hombres encargados de
desempeñar las funciones públicas. Podría decirse con más razón que la corrupción de los
hombres es una secuela natural y necesaria de la institución estatal. Esta moralidad es
sólo el desarrollo del principio fundamental del Estado, la expresión inevitable de su
necesidad inmanente. Estado no es más que la negación de la humanidad; es una
colectividad limitada que intenta asumir el lugar de la humanidad y quiere imponerse a
ella como una meta suprema, mientras [162] exige a todo lo demás que se someta y sea
administrado por él.
La idea de humanidad, ausente en los tiempos antiguos, se ha convertido en
un poder dentro de nuestra vida actual. Esto era natural y se comprendía fácilmente en
los tiempos antiguos, cuando se desconocía la idea misma de humanidad y todos los
pueblos adoraban a dioses exclusivamente nacionales, que les daban derecho de vida o
muerte sobre las demás naciones. El derecho humano sólo existía en relación con los
ciudadanos del Estado. Todo cuanto estuviese fuera del Estado estaba condenado al
pillaje, la masacre y la esclavitud.
Actualmente, las cosas han cambiado. La idea de humanidad se vuelve cada vez
más poderosa en el mundo civilizado; y debido tanto a la expansión y a la velocidad
creciente en los medios de comunicación como a la influencia más material que moral de
la civilización sobre los pueblos bárbaros, esta idea de humanidad empieza a prender
incluso en las mentes de naciones incivilizadas. Dicha idea es el poder invisible de
nuestro siglo, con el cual han de contar los poderes presentes, los Estados. Desde luego,
no pueden someterse a ella por su propia libre voluntad, ya que dicha sumisión
equivaldría para ellos al suicidio, porque el triunfo de la humanidad sólo puede realizarse
mediante la destrucción de los Estados. Pero los Estados ya no pueden negar esta idea ni
rebelarse abiertamente contra ella, porque ha crecido demasiado y puede acabar
destruyéndolos.
El Estado debe reconocer a su propio modo hipócrita el poderoso sentimiento
de humanidad. Frente a esta dolorosa alternativa, sólo hay una vía de escape, la
hipocresía. Los Estados rinden pleitesía externa a esta idea de humanidad; hablan y
actúan aparentemente sólo en su nombre, aunque la violen todos los días. Sin embargo,
esto no debe imputarse a los Estados. No pueden actuar de otra manera, pues su posición
ha llegado al punto de que sólo pueden mantener su posición a base de mentiras. La
diplomacia no tiene otra misión.
¿Qué vemos entonces? Cada vez que un Estado quiere declarar la guerra a otro,
empieza lanzando un manifiesto, [163] dirigido no sólo a sus propios súbditos sino al
mundo entero. En este manifiesto declara que el derecho y la justicia están de su parte;
pretende demostrar que sólo actúa por amor a la paz y a la humanidad, que imbuido de
sentimientos generosos y pacíficos sufrió en silencio durante largo tiempo hasta verse
forzado a desnudar su espada por la creciente iniquidad de su enemigo. A la vez proclama
que, desdeñando toda conquista material y sin perseguir incremento territorial, pondrá fin
a esta guerra tan pronto como se restablezca la justicia. Y su antagonista contesta con un
manifiesto similar donde, naturalmente, demuestra tener de su parte el derecho, la
justicia, la humanidad y todos los sentimientos generosos.
Estos manifiestos mutuamente contradictorios se escriben con la misma
elocuencia, respiran la misma indignación virtuosa y son igualmente sinceros; es decir,
ambos están igualmente curtidos en sus mentiras, y sólo los necios resultan engañados
por ellas. Las personas sensatas, todos los que han tenido alguna experiencia política, no
se toman siquiera el trabajo de leer tales manifiestos. Al contrario, intentan desvelar los
intereses que llevan a ambos adversarios a esta guerra y medir el poder respectivo de
cada uno, con el fin de adivinar el resultado de la lucha. Lo cual prueba una vez más que
las cuestiones morales no están en juego en tales guerras.
La guerra perpetua es el precio de la existencia estatal. Los derechos de los
pueblos, como los tratados que regulan las relaciones entre los Estados, carecen de
cualquier sanción moral. En cualquier época histórica definida son la expresión material
del equilibrio resultante del antagonismo entre los Estados. Mientras los Estados existan
no habrá paz. Habrá solamente treguas más o menos prolongadas, armisticios concluidos
por Estados siempre beligerantes; pero tan pronto como un Estado se sienta lo bastante
fuerte como para destruir este equilibrio en su ventaja, no dejará de hacerlo. La historia
de la humanidad demuestra plenamente esta afirmación.
Los crímenes son el clima moral de los Estados. Esto nos explica por qué desde
el comienzo de la historia [164] —es decir, desde la aparición de los Estados— el mundo
político ha sido y sigue siendo escenario para el gran fraude y el insuperable latrocinio —
latrocinio y fraude que ocupan una posición muy alta y honorable al estar ordenados por
el patriotismo, la moralidad trascendente y los supremos intereses del Estado. Esto nos
explica por qué toda la historia de los Estados antiguos y modernos es sólo una serie de
crímenes repugnantes; por qué los reyes y ministros de todos los tiempos y países, los
estadistas, diplomáticos, burócratas y guerreros merecen mil veces las galeras o trabajos
forzados desde el punto de vista de la simple moralidad y la justicia humana.
Porque no hay terror, crueldad, sacrilegio, perjurio, impostura, transacción infame,
robo cínico, estafa descarada o traición inmunda que no haya sido cometida y no siga
siéndolo a diario por representantes públicos con la única excusa de esta elástica frase
razón de Estado, a veces tan acertada y terrible. ¡Es en efecto una frase terrible! Porque
ha corrompido y deshonrado en círculos oficiales y en las clases dirigentes de la sociedad
a más personas que el propio cristianismo. Tan pronto como se pronuncia, todo se hace
silencio y desaparece de la vista: la honestidad, el honor, la justicia, el derecho y la propia
piedad se desvanecen junto con la lógica y la sensatez; lo negro se vuelve blanco, y lo
blanco se vuelve negro, lo horrible se convierte en humano, y las más viles felonías y los
crímenes más atroces pasan a ser actos meritorios.
El crimen, privilegio del Estado. Se prohíbe al individuo lo que se autoriza al
listado. Tal es la máxima de todos los gobiernos. Maquiavelo la expuso, y la historia, lo
mismo que la práctica de todos los gobiernos contemporáneos, le apoyan en este punto.
El crimen es la condición necesaria de la misma existencia estatal, y constituye por eso su
monopolio exclusivo; de aquí se deduce que quien se atreva a cometer un crimen es
culpable en un doble sentido: en primer lugar, es culpable frente a la conciencia humana,
y sobre todo, es culpable frente al Estado por arrogarse uno de sus más preciados
privilegios.
La moralidad estatal según Maquiavelo. El gran filó- [165] sofo político
italiano, Maquiavelo, fue el primero en utilizar habitualmente esta frase [razón de
Estado], o por lo menos le dio su auténtico significado y la inmensa popularidad que
desde entonces tiene en círculos gubernamentales. Por ser un pensador realista y positivo,
llegó a comprender por vez primera que los Estados grandes y poderosos sólo se
fundaban y mantenían por el crimen, gracias a muchos grandes crímenes y a un
concienzudo desprecio por todo lo que se denomina honestidad.
Maquiavelo escribió, explicó y argumentó sobre esta cuestión con terrible
franqueza. Como la idea de humanidad era completamente desconocida en su tiempo;
como la de fraternidad —no humana, sino religiosa— predicada por la Iglesia Católica no
pasaba de una fantasmal ironía contradicha en todo instante por los actos de la propia
Iglesia; como en su época nadie creía en la existencia de algo parecido a los derechos
populares (ya que se consideraba al pueblo una masa inerte e inepta, una especie de carne
de cañón para el Estado, para ser gravada con impuestos, reclutada para trabajos forzados
y mantenida en una situación de obediencia eterna), en vista de todo ello Maquiavelo
llegó lógicamente a la idea de que el Estado constituía la meta suprema de la existencia
humana, de que debía ser servido a cualquier coste, y de que estando su interés por
encima de todo lo demás, un buen patriota no debería privarse de ningún crimen para
servirlo.
Maquiavelo aconseja recurrir al crimen, lo estimula, y hace de él la condición sine
qua non de la inteligencia política y del auténtico patriotismo. Llámese el Estado
monarquía o república, los crímenes serán siempre necesarios para mantener y asegurar
su triunfo. Estos crímenes cambiarán indudablemente de dirección y objeto, pero su
naturaleza seguirá siendo idéntica. Siempre será la violación forzada y represiva de la
justicia y la honestidad, todo ello para bien del Estado.
El error de Maquiavelo. Sí, Maquiavelo estaba en lo cierto; no podemos dudarlo
ahora que poseemos la experiencia de tres siglos y medio añadida a la suya propia. La
historia nos enseña que mientras los pequeños Estados [166] son virtuosos por su
debilidad, los potentes sólo se mantienen a través del crimen. Pero nuestra conclusión
diferirá radicalmente de la conclusión de Maquiavelo, y por un motivo bastante simple:
somos los hijos de la Revolución, y hemos heredado de ella la Religión de la Humanidad
descubierta sobre las ruinas de la Religión de la Divinidad. Creemos en los derechos del
hombre, en la dignidad y en la emancipación necesaria de la especie humana. Creemos en
la libertad y en la fraternidad humanas, basadas sobre Una justicia igualmente humana.
El patriotismo, descifrado. Ya hemos visto que excluyendo a la gran mayoría de
la humanidad, situándose fuera de las obligaciones y derechos recíprocos de la moralidad,
la justicia y el derecho, el (Estado niega la humanidad con su palabra altisonante,
Patriotismo, e impone la injusticia y la crueldad sobre todos sus súbditos como supremo
deber.
La maldad original del hombre, premisa teórica del Estado. Todo listado,
como toda teología, supone que el hombre es esencialmente perverso y malo. En el
Estado que vamos a examinar ahora, el bien comienza, como ya hemos visto, con la
conclusión del contrato social, y por consiguiente es sólo el producto de este contrato, su
auténtico contenido. No es el producto de la libertad. Por el contrario, mientras los
hombres permanecen aislados en su individualidad absoluta, disfrutando de toda su
libertad natural y no reconociendo más límites a esta libertad que los impuestos por los
hechos y no por el derecho, siguen exclusivamente una ley: la ley del egoísmo natural.
Insultan, maltratan, roban, asesinan y se devoran entre sí, cada uno según su
inteligencia, su astucia y sus fuerzas materiales, como ahora hacen los Estados. En
consecuencia, la libertad humana no produce el bien, sino el mal, pues el hombre es malo
por naturaleza. ¿Cómo se hizo malo? La explicación incumbe a la teología. El hecho es
que el Estado, al nacer, encontró al hombre ya en esa condición, y tomó sobre sí la tarea
de hacerle bueno; es decir, la tarea de transformar al hombre natural en un ciudadano.
Podríamos decir que al ser el Estado el producto de [167] un contrato
libremente pactado por los hombres, y al ser el bien su producto, se deduce que es el
producto de la libertad. Sin embargo, esta conclusión sería profundamente errónea.
Incluso siguiendo a esta teoría, el Estado no es el producto de la libertad, sino el producto
de la negación y el sacrificio voluntario de la libertad. Los hombres naturales,
absolutamente libres desde el punto de vista del derecho, pero expuestos de hecho a los
peligros que en todo instante amenazan su seguridad, renuncian a una parte mayor o
menor de su libertad para asegurar y salvaguardar su seguridad, y puesto que la sacrifican
con ese fin al convertirse en ciudadanos, se convierten también en esclavos del Estado.
Tenemos, pues, derecho a afirmar que desde el punto de vista del Estado, el bien no surge
de la libertad, sino de la negación de la libertad.
Teología y política. ¿No es sorprendente esta similitud entre la teología (la
ciencia de la Iglesia) y la política (la teoría del Estado), esta convergencia de dos órdenes
aparentemente contrarios de pensamientos y hechos, en la misma convicción de que es
necesario sacrificar la libertad humana para hacer de los hombres seres morales y
transformarlos en santos —según unos—, y en ciudadanos virtuosos, según otros? En
cuanto a nosotros, apenas nos extraña, porque estamos convencidos de que la política y la
teología se relacionan estrechamente, tienen el mismo origen y persiguen la misma meta
bajo dos nombres distintos; estamos convencidos de que todo Estado es una Iglesia
terrestre, al igual que toda Iglesia con su Cielo —morada de los benditos dioses
inmortales— no es más que un Estado celestial.
Semejanza entre las premisas éticas de la teología y la política. En
consecuencia, el Estado comienza, como la Iglesia, con la suposición fundamental de que
todos los hombres son esencialmente malos y de que, abandonados a su libertad natural,
se matarían entre sí y ofrecerían el espectáculo de la más pavorosa anarquía, donde los
más fuertes asesinarían o explotarían a los más débiles. ¿No es esto justamente lo
contrario de lo que está aconteciendo ahora en nuestros Estados ejemplares?
[168]
De la misma forma, el Estado enuncia como principio el siguiente criterio: con el
fin de establecer el orden público, es necesario poseer una autoridad superior; a fin de
guiar a los hombres y reprimir sus pasiones malignas, es necesario tener un jefe, e
imponer también un yugo sobre las personas, pero esta autoridad debe ser desempeñada
por un hombre de virtuoso genio *, un legislador del pueblo como Moisés, Licurgo o
Solón. Ese jefe y ese yugo encarnarán la sabiduría y el poder represivo del Estado.
La sociedad no es el producto de un contrato. El Estado es una forma histórica
transitoria y pasajera de la sociedad —como la Iglesia, su hermano mayor—, pero carece
del carácter necesario e inmutable de la sociedad, que es anterior a todo desarrollo de la
humanidad y comparte plenamente el poder omnímodo de las leyes, actos y
manifestaciones naturales, con lo cual constituye la base misma de la existencia humana.
El hombre nace en sociedad como una hormiga nace en su hormiguero, o una abeja en su
colmena; el hombre nace en sociedad desde el momento mismo de dar su primer paso
hacia la humanidad, desde el momento de convertirse en un ser humano, es decir, en un
ser que posee en mayor o menor medida el poder del pensamiento y la palabra. El
hombre no elige la sociedad; al contrario, es su producto, y se encuentra tan
inevitablemente sometido a las leyes naturales que gobiernan su desarrollo esencial como
a todas las demás leyes naturales que debe obedecer.
Una rebelión contra la sociedad es inconcebible. La sociedad precede, y al
mismo tiempo sobrevive a todo individuo humano, y es en este sentido igual a la misma
Naturaleza. Es eterna como la Naturaleza o, si se prefiere, durará tanto como la tierra,
pues allí nació. Una rebelión radical contra la sociedad sería, por eso, tan imposible como
una rebelión contra la Naturaleza, porque la sociedad humana no es sino la última gran
manifestación o creación de la Naturaleza sobre esta tierra. Y un individuo que quisiera
rebelarse contra la sociedad —es decir, contra la [169] Naturaleza en general, y su propia
naturaleza en particular— se situaría más allá de la existencia real, se sumergiría en la
nada, en un vacío absoluto, en una abstracción sin vida, en Dios.
De aquí se deduce que es tan imposible preguntarse si la sociedad es buena o mala
como preguntar si la Naturaleza —el ser universal, material, real, absoluto, único y
supremo— es buena o mala. Es mucho más que eso: es un hecho inmenso, positivo y
primitivo, cuya existencia antecede a toda conciencia, a todas las ideas, a todo
discernimiento intelectual y moral; es la base misma, el mundo donde inevitablemente y
mucho después empezaron a desarrollarse lo que llamamos bien y mal.
El Estado es un mal históricamente necesario. No acontece lo mismo con el
Estado. Y no vacilo en decir que el Estado es un mal, pero un mal históricamente
necesario, tan necesario en el pasado como será necesaria antes o después su completa
extinción, tan necesario como lo fueron la bestialidad primitiva y las divagaciones
teológicas del pasado. El Estado no es la sociedad; es sólo una de sus formas históricas,
tan brutal como abstracta en su carácter. Históricamente surgió en todos los países sobre
las nupcias de la violencia, la rapiña y el pillaje —en una palabra, de la guerra y la
conquista—, con los dioses creados en serie por las fantasías teológicas de las naciones.
Desde su comienzo mismo ha sido —y sigue siendo— la sanción divina de la fuerza
brutal y de la iniquidad triunfante. Incluso en los países más democráticos, como los
Estados Unidos de América y Suiza, es simplemente la consagración de los privilegios de
cierta minoría y la esclavitud efectiva de la gran mayoría.
Rebelión contra el Estado. La rebelión contra el Estado es mucho más fácil
porque hay algo en su naturaleza que provoca la rebelión. E1 Estado es autoridad, es
fuerza, es el despliegue ostentoso y engreído del poder. No busca congraciarse, convencer
ni convertir. Cada vez que interviene, lo hace de modo singularmente desafortunado.
Porque por su naturaleza misma no puede persuadir y ha de imponer o ejercer la fuerza.
Por mucho que pueda intentar disfrazar [170] esta naturaleza, seguirá siendo el violador
legal de la voluntad humana y la negación permanente de toda libertad.
La moralidad supone la libertad. E incluso cuando el Estado emprende algo
positivo, lo deshace y estropea precisamente por venir en forma de una orden, porque
toda orden provoca y despierta la legítima rebelión de la libertad; y también porque desde
el punto de vista de la verdadera moralidad, de la moralidad humana y no divina, el bien
realizado siguiendo órdenes venidas de arriba deja de ser bien y se convierte en mal. La
libertad, la moralidad y la dignidad del hombre consisten precisamente en no hacer el
bien porque se le ordene, sino porque lo concibe, lo desea y lo ama.
Los filósofos doctrinarios, como los juristas y economistas, suponen siempre que
la propiedad surgió antes de aparecer el Estado. Pero es evidente que la idea jurídica de la
propiedad, como la ley familiar, sólo pudo surgir históricamente dentro del Estado, cuyo
primer acto inevitable fue el establecimiento de esta ley y de la propiedad.
La propiedad es un Dios. Este Dios tiene ya su teología (denominada política y
Derecho), y también su moralidad, cuya más adecuada expresión se resume en la frase:
«Este hombre vale mucho».
Teología y metafísica de la propiedad. El Dios propiedad tiene también su
metafísica: es la ciencia de los economistas burgueses. Como cualquier metafísica, es una
especie de oscuridad crepuscular, un compromiso entre la verdad y la falsedad, del cual
se beneficia esta última. Intenta proporcionar a la falsedad el aspecto de la verdad, y
conduce [216] la verdad a la falsedad. La economía política busca santificar la propiedad
a través del trabajo y presentarla como realización o fruto del trabajo. Porque el trabajo
humano es sagrado, y todo cuanto se base en él es bueno, justo, moral, humano, legítimo.
Sin embargo, es preciso tener una fe terca para tragarse esta doctrina, pues vemos a la
gran mayoría de los obreros privados de toda propiedad; y, lo que es más, tenemos las
confesiones de los economistas y sus propias pruebas científicas en el sentido de que,
bajo la actual organización económica, tan apasionadamente defendida por ellos, las
masas jamás accederán a la propiedad; en consecuencia, su trabajo no las emancipa ni
las ennoblece, porque a pesar de él están condenadas a permanecer sin propiedad para
siempre, es decir, fuera de la moralidad y la humanidad.
Sólo el trabajo no-productivo desemboca en la propiedad. Por otra parte,
vemos que los más ricos propietarios, por consiguiente los ciudadanos más valiosos,
humanos, morales y respetables, son precisamente los que menos trabajan o los que no
trabajan en absoluto. Se suele responder que actualmente un hombre no puede seguir
siendo rico, preservar y menos aún incrementar sus posesiones sin trabajar. Por eso
mismo vale la pena ponerse de acuerdo sobre el uso adecuado de la palabra trabajo: hay
trabajo y trabajo. Hay trabajo productivo y trabajo explotador.
El primero es el esfuerzo del proletariado; el segundo es el de los propietarios. El
que se embolsa el producto de tierras cultivadas por otro, se limita a explotar su trabajo.
Y el que incrementa el valor de su capital con la industria y el comercio, explota el
trabajo de otros. Los bancos que se enriquecen como resultado de miles de transacciones
crediticias, los especuladores de la Bolsa, los tenedores de acciones que obtienen grandes
dividendos sin levantar el dedo; Napoleón III, que se hizo tan rico que fue capaz de
enriquecer a todos sus protegidos; el Kaiser Guillermo I que, orgulloso de sus victorias,
se está preparando para confiscar miles de millones a la pobre y desgraciada Francia, y
que ya se ha hecho rico y está enriqueciendo a sus soldados con el botín; todas esas
personas son trabajadores, [217] ¡pero qué tipos de trabajadores! ¡Salteadores de
caminos! Los ladrones y los que se dedican al simple hurto son «trabajadores» en mucha
mayor medida, porque a fin de enriquecerse a su manera, deben «trabajar» con sus
manos. Es evidente para todos los que no estén ciegos en este tema que el trabajo
productivo crea riqueza y entrega a los productores sólo miseria; mientras que el trabajo
no productivo y explotador es el único capaz de otorgar propiedad. Y como la propiedad
es moralidad, se deduce de ello que la moralidad, según la entienden los burgueses,
consiste en explotar el trabajo de otro.
La propiedad y el capital son esencialmente explotadores del trabajo. ¿Es
necesario repetir aquí los argumentos irrefutables del socialismo, que ningún economista
burgués ha conseguido refutar hasta el presente? ¿Qué son la propiedad y el capital en su
forma contemporánea? Para el capitalista y el propietario significan el poder y el
derecho, garantizados por el Estado, de vivir sin trabajar. Y puesto que ni la propiedad ni
el capital producen nada cuando no están fertilizados por el trabajo, esto significa poder y
derecho para vivir explotando el trabajo de otro, derecho a explotar el trabajo de quienes
no poseen propiedad ni capital y se encuentran, por lo tanto, forzados a vender su fuerza
productiva a los afortunados propietarios.
La propiedad y el capital son inicuos en su origen histórico y parasitarios en
su actual funcionamiento. Obsérvese que he prescindido por completo de la siguiente
cuestión: ¿cómo llegaron la propiedad y el capital a caer en manos de sus presentes
poseedores? Esta es una pregunta que, concebida desde la perspectiva de 1a historia, la
lógica y la justicia, no puede responderse sino de un modo acusatorio para los
propietarios actuales. Me limitaré por eso a afirmar que los propietarios y capitalistas
viven todos a expensas del proletariado mientras no obtengan la subsistencia a partir de
su propio trabajo productivo sino de rentas rústicas o urbanas, intereses del capital, o por
la especulación sobre tierras, edificios y capital, o mediante la explotación comercial e
industrial del trabajo manual del proletariado. (La especulación y la explotación también
constituyen sin du- [218] da una especie de trabajo, pero enteramente no-productivo.
La prueba crucial de la institución de la propiedad. Sé de sobra que este modo
de vida es muy estimado en todos los países civilizados, que resulta expresa y
amorosamente protegido por todos los Estados; y que los Estados, las religiones y todas
las leyes jurídicas, tanto criminales como civiles, así como todos los gobiernos políticos,
monárquicos y republicanos —con sus inmensos aparatos judiciales y policíacos y sus
ejércitos en pie de guerra— no tienen más misión que consagrar y proteger tales
prácticas. En presencia de esas autoridades poderosas y respetables no puedo permitirme
siquiera preguntar si este modo de vida es legítimo desde la perspectiva de la justicia, la
libertad, la igualdad y la fraternidad humana. Me pregunto simplemente: en tales
condiciones, ¿son posibles la fraternidad y la igualdad entre el explotador y el explotado?
¿Son posibles la justicia y la libertad para los explotados?
La insuficiencia de la reivindicación teórica del capitalismo. Supongamos
incluso, como defienden los economistas burgueses —y con ellos todos los abogados,
todos los adoradores y creyentes en el derecho jurídico, todos los sacerdotes del código
civil y penal— que esta relación económica entre explotador y explotado es enteramente
legítima y constituye la consecuencia inevitable, el producto de una ley social eterna e
indestructible. De todas formas, seguirá siendo cierto siempre que la explotación excluye
la hermandad y la igualdad.
Y no hace falta decir que dicha relación excluye la igualdad económica.
El monopolio clasista de los medios de producción es un mal básico. ¿Puede
significar la emancipación del trabajo algo distinto de su liberación del yugo de la
propiedad y el capital? ¿Y cómo podemos impedir que ambos dominen y exploten el
trabajo cuando, separados de él, son el monopolio de una clase que continúa oprimiendo
al mundo del trabajo cobrando las rentas de la tierra y los intereses del capital sin
necesidad de trabajar para vivir, debido precisamente al uso exclusivo de ese capital y esa
[219] propiedad? Tal clase, que extrae su fuerza de su propia posición monopolística, se
apodera de todos los beneficios de las empresas industriales y comerciales, dejando a los
obreros —oprimidos por la competencia mutua en torno a los empleos a que se ven
obligados— solo el mínimo necesario para no morir de hambre.
Ninguna ley política o jurídica, por severa que sea, puede evitar esta dominación y
explotación; ninguna ley puede enfrentarse al poder de este hecho profundamente
enraizado; ninguna puede evitar que esta situación produzca sus resultados naturales. De
aquí se deduce que mientras existan la propiedad y el capital, por una parte, y el trabajo
por la otra, constituyendo los primeros la clase burguesa y el segundo el proletariado, el
obrero será el esclavo y el burgués el amo.
Abolición del derecho a la herencia. ¿Pero qué es lo que separa la propiedad y el
capital del trabajo? ¿Qué produce las diferencias económicas y políticas entre las clases?
¿Qué es lo que destruye la igualdad y perpetúa la desigualdad, los privilegios de un
pequeño número de personas y la esclavitud de la gran mayoría? Es el derecho a la
herencia.
Mientras el derecho a la herencia conserve su fuerza, nunca habrá igualdad
económica, social y política en este mundo; y mientras exista la desigualdad, existirán
también la opresión y la explotación.
Por consiguiente, desde la perspectiva de la emancipación integral del trabajo y
los trabajadores, hemos de tender a la abolición del derecho a la herencia.
Lo que queremos y lo que debemos abolir es el derecho a heredar, fundado sobre
la jurisprudencia y base misma de la familia jurídica y el listado.
Estrictamente hablando, la herencia asegura a los herederos, completa o
parcialmente, la posibilidad de vivir sin trabajar cobrando un tributo al trabajo colectivo
bien como renta de la tierra o como interés del capital. Desde nuestra perspectiva, el
capital y la tierra, todos los instrumentos y materiales necesarios para el trabajo, deben
convertirse para siempre en propiedad colectiva de todas las asociaciones [220] de
productores y dejar de ser transmisibles por la ley de la herencia.
Sólo a ese precio es posible conseguir la igualdad y, en consecuencia, la
emancipación del trabajo y de los trabajadores.
[229]
3. INEVITABILIDAD DE LA LUCHA DE CLASES EN LA
SOCIEDAD
El patriotismo no fue nunca una virtud popular. ¿Ha sido el patriotismo —con
el significado complejo que este [281] término recibe habitualmente— una pasión
popular o una virtud popular alguna vez?
Basándome en las lecciones de la historia, no dudo en responder a esta pregunta
con un resuelto no. Y a fin de probar al lector que no me equivoco dando esa respuesta, le
pediré permiso para analizar los elementos principales que, combinados de diversos
modos, constituyen el patriotismo.
Los componentes del patriotismo. Tales elementos son cuatro: 1. El elemento
natural o fisiológico; 2. El elemento económico; 3. El elemento político; 4. El elemento
religioso o fanático.
El elemento fisiológico es la base principal de todo egoísmo ingenuo, instintivo y
bestial. Es una pasión natural, que por ser demasiado natural —esto es, enteramente
animal— se encuentra en contradicción flagrante con cualquier tipo de política y, lo que
es aún peor, limita en gran medida el desarrollo económico, científico y humano de la
sociedad.
El patriotismo natural es un hecho puramente bestial, que se encuentra en todo
estadio de la vida animal, y se podría decir que incluso hasta cierto punto en el mundo
vegetal. Tomado en este sentido, el patriotismo es una guerra de destrucción, la primera
expresión humana de la grande e inevitable lucha por la vida que constituye todo el
desarrollo y la vida del mundo natural o real; se trata de una lucha incesante, de un
universal devorarse el uno al otro que alimenta a todo individuo y especie con la carne y
la sangre de los individuos de otras especies y que, renovándose inevitablemente a cada
hora, a cada instante, hace posible que las especies más fuertes, más perfectas e
inteligentes vivan, prosperen y se desarrollen a expensas de todas las demás.
... El hombre, el animal dotado de lenguaje, introduce la primera palabra en esta
lucha, y esa palabra es patriotismo.
Hambre y sexo: los impulsos básicos del mundo animal. La lucha por la vida
en el mundo animal y vegetal no es sólo una lucha entre individuos; es una lucha entre
especies, grupos y familias, una lucha donde cada uno se [282] ve enfrentado a los otros.
En todo ser viviente existen dos instintos, dos grandes intereses dominantes: alimento y
reproducción. Desde el punto de vista de la nutrición, todo individuo es el enemigo
natural de todos los demás, e ignora en este sentido todo tipo de vínculos para con la
familia, el grupo y la especie.
... El hambre es un déspota grosero e invencible; por eso la necesidad de obtener
comida que siente el individuo es la primera ley, la condición suprema de la vida. Es el
fundamento de toda vida humana y social, como también de la vida de los animales y las
plantas. Rebelarse contra ella es aniquilar la vida, condenarse uno mismo a la
inexistencia. Pero junto a esta ley fundamental de la naturaleza viviente existe la ley no
menos fundamental de la reproducción. La primera tiende a preservar a los individuos, y
la segunda a formar familias, grupos, especies. Y los individuos, movidos por una
necesidad natural, procuran copular para reproducirse con aquellos individuos que por su
organización interna se acercan más a ellos y se les asemejan en mayor medida.
Los límites de la solidaridad animal están determinados por la afinidad
sexual. Puesto que el instinto de reproducción establece el único vínculo de solidaridad
existente entre los individuos del mundo animal, donde cesa esta capacidad para copular,
cesa también toda solidaridad animal. Todo cuanto queda fuera de esta posibilidad
reproductiva constituye para los individuos una especie distinta, un mundo absolutamente
extraño, hostil y condenado a la destrucción. Y todo cuanto está contenido en este mundo
de afinidad sexual constituye la vasta patria de la especie, como sucede con la humanidad
para los hombres, por ejemplo.
Pero esta destrucción, o el devorarse recíproco de los individuos vivientes, no sólo
tiene lugar fuera de los límites del mundo circunscrito, que llamamos patria de la especie.
También la encontramos dentro de este mundo, en formas tan feroces o incluso más
feroces que las vigentes fuera de él. Esto es así debido a la resistencia y a las rivalidades
que encuentran los individuos, y debido también a la lucha [283] promovida por
rivalidades sexuales, lucha no menos cruel y feroz que la despertada por el hambre.
Además, toda especie animal se subdivide en grupos y familias diferentes, que
experimentan modificaciones constantes bajo el influjo de las condiciones geográficas y
climatológicas de sus respectivos hábitats.
La mayor o menor diferencia en las condiciones de vida determina la
correspondiente diferencia en la estructura de los individuos que pertenecen a la misma
especie. Además, es sabido que todo animal tiende naturalmente a unirse con el individuo
más parecido a él, tendencia cuyo resultado espontáneo es el desarrollo de un mayor
número de variaciones dentro de la misma especie. Como las diferencias que separan esas
variaciones entre sí se basan fundamentalmente en la reproducción, y como la
reproducción es la única base de toda solidaridad animal, es evidente que la mayor
solidaridad de la especie se subdividirá necesariamente en cierto número de esferas de
solidaridad con un carácter más limitado, por lo cual la patria más amplia tiende a
desintegrarse en una multitud de pequeñas patrias animales, hostiles y destructivas entre
sí.
El patriotismo es una pasión de solidaridad grupal. He mostrado cómo el
patriotismo, en cuanto pasión natural brota de una ley fisiológica; brota, para ser exactos,
de la ley que determina la separación de los vivientes en especies, familias y grupos.
La pasión patriótica es manifiestamente una pasión de solidaridad social. Con el
fin de encontrar su expresión más clara en el mundo animal es preciso volverse hacia las
especies que, como el hombre, poseen una naturaleza predominantemente social: por
ejemplo, las hormigas, abejas, castores y muchas otras que poseen moradas fijas en
común, así como especies que vagan en rebaños. Los animales que viven en un refugio
colectivo y estable representan en su aspecto natural el patriotismo de los pueblos
agrícolas, mientras los animales que vagan en manadas representan el patriotismo de los
pueblos nómadas.
El patriotismo es una vinculación a pautas establecidas de vida. Resulta
evidente que el primer patriotismo [284] es más completo que el segundo, pues éste sólo
implica la solidaridad de los individuos de la manada, mientras el primero añade a él los
vínculos que atan al individuo al suelo o a su hábitat natural. Constituyendo las
costumbres una segunda naturaleza para el hombre y los animales, ciertas pautas de vida
están mucho más determinadas y fijadas entre los animales sociales con vida sedentaria
que entre las manadas migratorias; y esas costumbres diferentes, esos modos particulares
de existencia, son un elemento esencial del patriotismo.
Podemos definir el patriotismo natural como sigue: es una vinculación instintiva,
mecánica y acrítica a la pauta de vida socialmente aceptada por herencia o tradición, y al
mismo tiempo una hostilidad instintiva y automática hacia cualquier otro tipo de vida. Es
amor hacia lo de uno y aversión a todo cuanto tenga un carácter extraño. El patriotismo
resulta entonces egoísmo colectivo por una parte, y guerra por la otra.
Sin embargo, su solidaridad no es lo bastante fuerte como para evitar que los
miembros individuales de un grupo animal se devoren entre sí al surgir la necesidad; pero
es lo bastante fuerte como para hacer que esos individuos olviden sus desacuerdos civiles
y se unifiquen cada vez que están amenazados por una invasión por otro grupo colectivo.
Tomemos como ejemplo los perros de alguna aldea. En su estado natural, los
perros no constituyen una república colectiva. Abandonados a su instinto viven como
lobos, en manadas errantes, y sólo se establecen bajo la influencia del hombre. Pero
cuando se ven vinculados a un lugar forman en toda aldea una especie de república
basada sobre la libertad individual de acuerdo con la fórmula tan bien amada por los
economistas burgueses: cada cual a lo suyo, y que el diablo se lleve al último. Hay allí un
ilimitado laissez-faire y una competencia ilimitada, una guerra civil sin piedad y sin
tregua, donde el más fuerte muerde siempre al más débil, como acontece en las repúblicas
burguesas. Pero dejemos que un perro de otra aldea pase por la calle e inmediatamente
veréis que todos esos rugientes ciudada- [285] nos de la república canina se arrojan en
masse sobre el infeliz extranjero.
¿Pero no es esto una copia exacta, o más bien el original de las copias que se
repiten día tras día en la sociedad humana? ¿No es la manifestación plena de ese
patriotismo natural que, como ya he dicho y me atrevo a repetir, constituye una pasión
puramente bestial? Es indudablemente bestial en su carácter porque los perros son
indiscutiblemente bestias y porque el hombre mismo, siendo un animal como el perro y
otros animales de la tierra —aunque el único dotado con la facultad psicológica de pensar
y hablar—, comienza su historia en la bestialidad y acaba conquistando y alcanzando la
humanidad en su forma más perfecta tras siglos de desarrollo.
Conociendo el origen del hombre, no debiéramos asombrarnos de su bestialidad,
que constituye un hecho natural entre otros hechos naturales; ni debe indignarnos, pues lo
que se deduce de este hecho es una lucha contra él aún más vigorosa; en efecto, toda vida
humana no es sino una lucha incesante contra la bestialidad del hombre en favor de su
humanidad.
El origen bestial del patriotismo natural. Querría simplemente establecer aquí
que el patriotismo, cantado por los poetas, los políticos de todas las escuelas, los
gobiernos y todas las clases privilegiadas como la virtud más alta e ideal, no tiene sus
raíces en la humanidad del hombre, sino en su bestialidad.
De hecho, vemos cómo el patriotismo natural reina indiscutido al comienzo de la
historia y en los tiempos actuales dentro de los sectores menos civilizados de la sociedad
humana. Naturalmente, el patriotismo es una emoción mucho más compleja dentro de la
sociedad humana que dentro de otras sociedades animales. Esto es así porque la vida del
hombre, animal dotado con las facultades de pensamiento y lenguaje, comprende un
mundo incomparablemente más amplio que el de los animales de otras especies. Con el
hombre las costumbres y hábitos puramente físicos se ven complementados por
tradiciones más o menos abstractas de orden intelectual y moral, por una multitud de
ideas [286] y representaciones verdaderas o falsas que se adhieren a diversas costumbres
religiosas, económicas, políticas y sociales. Todo esto constituye los elementos del
patriotismo natural en el hombre, cuando estas cosas, combinándose de un modo u otro,
forman en una sociedad dada un modo específico de existencia, una pauta tradicional de
vida, pensamiento y acción que difiere de todas las demás pautas.
Pero sean cuales fueren las diferencias que pueden existir en cantidad y cualidad
entre el patriotismo natural de las sociedades humanas y el de las sociedades naturales,
tienen esto en común: ambos son pasiones instintivas, tradicionales, habituales y
colectivas, cuya intensidad no depende de su contenido. Podríamos decir, al contrario,
que cuanto menos complicado sea este contenido, más simple, intenso y vigorosamente
excluyente es el sentimiento patriótico que lo manifiesta y expresa.
La intensidad del patriotismo natural está en tazón inversa al desarrollo de la
civilización. Obviamente, los animales están mucho más vinculados a las costumbres
tradicionales de la sociedad a la que pertenecen que el hombre. Entre los animales, este
vínculo patriótico es inevitable. Siendo incapaces para liberarse de él por sus propios
esfuerzos, tienen a menudo que esperar a la influencia del hombre para sacudírselo. Lo
mismo acontece con la sociedad humana: cuanto menos desarrollada sea una civilización,
y menos compleja sea la base de su vida social, tanto más fuertes serán las
manifestaciones de patriotismo natural —es decir, la vinculación instintiva de los
individuos a todos los hábitos materiales, intelectuales y morales que constituyen la vida
tradicional y habitual de una sociedad específica, así como su odio hacia cualquier cosa
extraña o diferente de su propia vida. De aquí se deduce que el patriotismo natural está en
proporción inversa al desarrollo de la civilización, es decir, al triunfo de la humanidad en
las sociedades humanas.
Carácter orgánico del patriotismo en los salvajes. Nadie negará que el
patriotismo instintivo o natural de las tribus miserables que habitan la zona ártica —
apenas tocadas por la civilización humana y heridas por la pobreza incluso [287] en lo
que respecta a las necesidades estrictas de la vida material— es infinitamente más fuerte
y más excluyente que el patriotismo de un francés, un inglés o un alemán, por ejemplo. El
francés, el alemán y el inglés pueden vivir y aclimatarse en cualquier parte, mientras que
el nativo de las regiones polares moriría de nostalgia por su patria si fuera alejado de ella.
¡Y, sin embargo, qué podría ser más miserable y menos humano que su existencia! Esto
prueba simplemente, una vez más, que la intensidad de este tipo de patriotismo es un
indicio de bestialidad, y no de humanidad.
Junto a este elemento positivo del patriotismo, que consiste en la vinculación
instintiva de los individuos al peculiar modo de existencia de la sociedad a la cual
pertenecen, existe un elemento negativo, tan esencial como el primero, e inseparable de
éste. Se trata de la repulsión igualmente instintiva hacia todo lo extraño, instintiva y por
ello enteramente bestial —sí, bestial, porque este horror es tanto más violento y
abrumador cuanto menos lo piensa y comprende quien lo experimenta, y cuanta menos
humanidad hay en él.
La anti-extranjería: aspecto negativo del patriotismo natural. Actualmente
esta repulsión patriótica hacia todo lo extraño sólo se encuentra en pueblos salvajes; en
Europa puede hallarse entre los estratos semi-salvajes de la población que la civilización
burguesa no se ha dignado educar, aunque nunca olvide de explotar. En las grandes
capitales de Europa, en la propia París, y sobre todo en Londres, hay barrios bajos
abandonados a una población, miserable donde jamás ha llegado un rayo de ilustración.
Es suficiente que un extranjero aparezca en esas calles para que un grupo de esos
andrajosos miserables —hombres, mujeres y niños que muestran en su aspecto signos de
la más pavorosa pobreza y del más bajo estado de depravación— le rodeen, le lancen los
insultos más abiertos e incluso le maltraten, sólo porque es un extranjero. ¿No es este
brutal y salvaje patriotismo la más flagrante negación de lo que se llama humanidad?
He dicho que el patriotismo, mientras es instintivo o natural, y tiene todas sus
raíces en la vida animal, sólo [288] presenta una combinación específica de hábitos
colectivos —materiales, intelectuales, morales, económicos, políticos y sociales—
desarrollados por tradición o por historia dentro de un grupo limitado de la sociedad
humana. Talos hábitos, añadía, pueden ser buenos o malos, porque el contenido objetivo
de este sentimiento instintivo no tiene influencia sobre el grado de su intensidad.
Aunque tuviésemos que admitir en este sentido la existencia de ciertas diferencias,
habríamos de decir que se inclinan más bien hacia los malos hábitos que hacia los
buenos. Pues debido al origen animal de toda sociedad humana, y por efecto de esa
fuerza de inercia que ejerce una acción tan poderosa sobre el mundo intelectual y moral
como sobre el material, en toda sociedad que progrese y marche adelante en vez de
degenerar los malos hábitos tienen prioridad en cuanto al tiempo y han arraigado más
profundamente que los hábitos buenos. Esto explica por qué en la suma total de los
hábitos colectivos actuales dominantes en los países más avanzados del mundo, nueve
décimas partes carecen absolutamente de valor.
Los hábitos son una parte necesaria de la vida social. Pero no debe imaginarse
que se pretende declarar la guerra a la tendencia general de los hombres y la sociedad a
ser gobernados mediante hábitos. Como acontece en otras muchas cosas, los hombres
obedecen necesariamente una ley natural, y sería absurdo rebelarse contra las leyes
naturales. La acción de un hábito en la vida intelectual y moral del individuo y las
sociedades es idéntica a la acción de las fuerzas vegetativas en la vida animal. Ambas son
condiciones de la existencia y la realidad. Lo bueno y lo malo, para convertirse en hechos
reales, deben reencarnarse en hábitos para el individuo y para la sociedad. Todos los
esfuerzos y estudios que los hombres emprenden no tienen otra meta, y las mejores cosas
sólo pueden echar raíces y convertirse en una segunda naturaleza del hombre por la
fuerza del hábito.
Sería necio rebelarse contra esta fuerza del hábito, porque es una fuerza necesaria
que ni la inteligencia ni la voluntad pueden trastornar. Pero si, iluminados por la razón de
[289] nuestro siglo y por la idea que nos hemos formado de la verdadera justicia,
deseamos seriamente elevarnos a la plena dignidad de seres humanos, sólo hemos de
hacer una cosa: dirigir y entrenar constantemente el poder de nuestra voluntad —es decir,
el hábito de desear cosas desarrolladas dentro de nosotros por circunstancias
independientes de nosotros— a la extirpación de los malos hábitos y su sustitución por
otros buenos. A fin de humanizar completamente a la sociedad, es necesario destruir sin
compasión alguna todas las causas, todas las condiciones políticas, económicas y sociales
que producen tradiciones malignas en los individuos, y sustituirlas por condiciones que
engendren dentro de esos mismos individuos la práctica y el hábito del bien.
El patriotismo natural: Un estadio sobrepasado. Desde el punto de vista de la
conciencia moderna, de la humanidad y la justicia que hemos llegado a comprender
mejor gracias a los desarrollos pasados de la historia, el patriotismo es un hábito malo,
mezquino y dañino, porque constituye la negación de la solidaridad y la igualdad
humanas. La cuestión social, que actualmente está planteada de un modo práctico por el
mundo proletario de Europa y América —y cuya solución es posible sólo mediante la
abolición de las fronteras estatales— tiende necesariamente a destruir este hábito
tradicional en la conciencia de los trabajadores de todos los países.
Ya al comienzo del siglo actual [XIX] este hábito estaba muy socavado en la
conciencia de la alta burguesía financiera, comercial e industrial debido al carácter
prodigioso y enteramente internacional del desarrollo de su riqueza y sus intereses
económicos.
Pero he de mostrar primero cómo, mucho antes de esta revolución burguesa, el
patriotismo instintivo y natural, que por su misma naturaleza sólo puede ser un hábito
social muy restringido y de un tipo puramente local, cambió profundamente —
distorsionándose y debilitándose— al comienzo mismo de la historia por la formación
sucesiva de Estados políticos.
El patriotismo natural tiene necesariamente profun- [290] das raíces locales.
De hecho, en la medida en que es un sentimiento puramente natural —es decir, un
producto de la vida de un grupo social unido por vínculos de verdadera solidaridad
todavía no debilitados por la reflexión o por el efecto de los intereses económicos y
políticos, así como de las abstracciones religiosas— el patriotismo básicamente animal
sólo puede comprender un mundo muy restringido: una tribu, una comuna, una aldea. Al
comienzo de la historia, como acontece ahora con los pueblos salvajes, no existía nación,
ni lenguaje nacional, ni culto nacional; ni siquiera existía país alguno en el sentido
político de la palabra. Toda pequeña localidad, toda aldea tenía su lenguaje particular, su
Dios, su sacerdote o su brujo; no era sino una familia multiplicada y ampliada que, al
hacer la guerra contra todas las demás tribus, negaba por el hecho de su propia existencia
a todo el resto de la humanidad. Tal es el patriotismo natural en su crudeza vigorosa y
simple.
Encontramos todavía vestigios de este patriotismo incluso en algunos de los
países más civilizados de Europa: por ejemplo, en Italia, en especial en las provincias
meridionales de la península, donde el relieve físico de la tierra, las montañas y el mar
han dispuesto barreras entre los valles, aldeas y ciudades, separándolos y aislándolos,
haciéndolos prácticamente ajenos unos a otros. En su panfleto sobre la unidad italiana,
Proudhon observó con mucha razón que esta unidad había sido hasta entonces sólo una
idea y una idea burguesa, en modo alguno una pasión popular; que por lo menos la
población rural permanecía en gran medida ajena a ella —e incluso hostil, añadiría yo.
Por una parte, esa unidad se opone a su patriotismo local, y por otra no les ha traído más
que una explotación despiadada, la opresión y la ruina.
Hemos visto que incluso en Suiza, en especial en los cantones más atrasados, el
patriotismo local entra a menudo en conflicto con el patriotismo del cantón, y este último
con el patriotismo político y nacional de toda la confederación de la república.
La marcha de la civilización destruye el patriotismo [291] natural. En
conclusión, repito a modo de resumen que, como sentimiento natural, el patriotismo es un
serio obstáculo para la formación de Estados por ser en su esencia y en su realidad un
sentimiento puramente local. Por eso mismo, los Estados y la civilización en cuanto tal
no pueden establecerse sino destruyendo, —si no por completo, al menos en una medida
considerable— esta pasión animal.
La existencia misma del Estado exige que haya alguna clase privilegiada
vitalmente comprometida en el mantenimiento de esa existencia. Y los intereses grupales
de esta clase privilegiada son precisamente lo que se denomina patriotismo.
Esa flagrante negación de la humanidad que es la esencia misma del Estado es,
desde el punto de vista estatal, el deber supremo y la mayor de las virtudes; se denomina
patriotismo y constituye la moralidad trascendente del Estado.
El verdadero patriotismo es, por supuesto, un sentimiento muy respetable, pero al
mismo tiempo un sentimiento mezquino, excluyente, anti-humano y a veces simplemente
bestial. Un patriota coherente es quien amando apasionadamente a su patria y a todo
cuanto llama propio, odia de igual manera a todo lo extranjero.
El patriotismo sin libertad es un instrumento de la reacción. El patriotismo
que tiende a una unidad no basada sobre la libertad es un mal patriotismo; es culpable
desde el punto de vista de los intereses reales del pueblo y del país que pretende exaltar y
servir. Ese patriotismo se convierte, muy a menudo en contra de su voluntad, en amigo de
la reacción y enemigo de la revolución, es decir, de la emancipación de las naciones y los
hombres.
[292]
Patriotismo burgués. El patriotismo burgués, tal como yo lo concibo, es sólo una
pasión muy despreciable, muy mezquina, especialmente mercenaria y profundamente
antihumana, que tiene por objeto la preservación y el mantenimiento del poder del Estado
nacional, es decir, la conservación de todos los privilegios de los explotadores a lo largo
de la nación.
Los caballeros burgueses de todos los partidos, incluso los del tipo más avanzado
y radical, por cosmopolitas que puedan ser en sus puntos de vista oficiales, se muestran
políticamente como patriotas ardientes y fanáticos del Estado cuando se trata de ganar
dinero explotando en mayor medida todavía el trabajo del pueblo; de hecho, este
patriotismo, como bien dijo el Sr. Thiers —ilustre asesino del proletariado parisino y
efectivo salvador de la Francia actual— no es más que el culto y la pasión del Estado
nacional.
El patriotismo burgués degenera cuando se ve enfrentado a un movimiento
revolucionario de trabajadores. Los últimos acontecimientos han demostrado que el
patriotismo —suprema virtud del Estado y alma que anima su poder— ya no existe en
Francia. En las clases superiores sólo se manifiesta bajo la forma de vanidad nacional.
Pero esta vanidad es tan débil y ha sido tan minada por la necesidad y el hábito burgués
de sacrificar intereses ideales en beneficio de intereses reales que durante la última
guerra [el conflicto franco-prusiano] ni por poco tiempo pudo siquiera convertir en
patriotas a los tenderos, hombres de negocios, especuladores en bolsa, militares,
burócratas, capitalistas y nobles formados jesuíticamente.
Todos ellos perdieron su valor; todos traicionaron a su país al tener sólo una cosa
en la cabeza —salvar su propiedad—, y todos ellos intentaron trocar en propia ventaja la
calamidad que había caído sobre Francia. Todos ellos, sin excepción, compitieron a la
hora de lanzarse a merced del orgulloso vencedor que se convirtió en árbitro de los
destinos franceses. Predicaron unánimemente la sumisión y la mansedumbre, pidiendo
humildemente la paz... Pero ahora todos esos degenerados charlatanes se han hecho [293]
patriotas y nacionalistas otra vez y han vuelto a su jactancia, por más que este engaño
ridículo y repulsivo por parte de héroes tan baratos no pueda oscurecer la evidencia de su
reciente villanía.
El patriotismo de los campesinos debilitado por la psicología burguesa.
Todavía más importante es el hecho de que la población rural de Francia no mostró el
más ligero patriotismo. En contra de lo que podría normalmente pensarse, el campesino
francés ha dejado de ser un patriota desde el momento mismo de convertirse en un
propietario.
En el período de Juana de Arco, fueron los campesinos quienes cargaron con el
peso de la lucha que salvó a Francia. En 1792 y más tarde fueron principalmente los
campesinos quienes vencieron a la coalición militar del resto de Europa. Pero se trataba
entonces de un asunto muy distinto. Debido a la venta barata de las propiedades
pertenecientes a la iglesia y la nobleza, el campesino pasó a ser propietario de la tierra
que antes cultivaba como un esclavo, y por eso temía justamente que, en caso de derrota,
los emigrados que seguían a la retaguardia de las tropas alemanas le arrebatasen su
propiedad recién adquirida.
Pero ahora no tenía ese miedo, y mostró la mayor de las indiferencias hacia la
vergonzosa derrota de su dulce patria. En las provincias centrales de Francia, los
campesinos expulsaban a los voluntarios franceses y extranjeros que habían tomado las
armas para salvar a Francia, negándoles cualquier ayuda y traicionándoles
frecuentemente ante los prusianos; al mismo tiempo, ofrecían a las tropas alemanas una
recepción hospitalaria. Sin embargo, Alsacia y Lorena fueron excepciones. Por extraño
que resulte, es allí donde hubo brotes de resistencia patriótica, como pensados para
desengañar a los alemanes, que persisten en considerar a esas provincias como puramente
germánicas.
Cuando el patriotismo se convierte en traición. Sin duda, los estratos
privilegiados de la sociedad francesa hubieran deseado situar a su país en la posición de
un poder imponente otra vez, de un poder espléndido e impresionante entre el resto de las
naciones. Pero junto a ello les movía también la codicia, el deseo de amasar dinero, el
espíritu [294] del lucro rápido y el egoísmo anti-patriótico, cosas que inclinaban a
sacrificar la propiedad, la vida y la libertad del proletariado en aras de alguna ventaja
patriótica, pero a estar en contra de todo cuanto implicara renunciar a alguno de sus
propios privilegios beneficiosos. Preferirán someterse a algún yugo extranjero que
entregar parte de su propiedad o admitir una nivelación general de derechos y
patrimonios.
Esto queda plenamente confirmado por los acontecimientos que tienen lugar ante
nuestros ojos. Cuando el gobierno del Sr. Thiers anunció oficialmente a la Asamblea de
Versalles la conclusión del tratado de paz definitivo con el gabinete de Berlín, en virtud
del cual las tropas alemanas se comprometían a abandonar las provincias ocupadas de
Francia en septiembre, la mayoría de esa Asamblea —que representaba una coalición de
las clases privilegiadas francesas— estaba visiblemente deprimida. La cotización de los
valores franceses, que representan esos intereses privilegiados mejor aún que la propia
Asamblea, bajó con el anuncio, como si presagiaran una verdadera catástrofe estatal...
Resultó que para los privilegiados patriotas franceses, esos representantes del valor
burgués y la civilización burguesa, la presencia odiosa, forzada y vergonzosa del
victorioso ejército de ocupación era una fuente de consuelo, era su tranquilidad y
salvación, y en su pensamiento la retirada de ese ejército quería decir ruina y
aniquilación.
Es obvio entonces que el extraño patriotismo de la burguesía francesa busca su
salvación subyugando vergonzosamente al propio país. Quienes lo duden deben leer las
revistas conservadoras. Abrid las páginas de cualquiera de esas revistas y descubriréis
que amenazan al proletariado francés con la legítima ira del príncipe Birsmarck y su
Emperador. ¡Esto es en verdad patriotismo! Sí, simplemente piden la ayuda de Alemania
contra la amenazadora Revolución Social en Francia.
Sólo el proletariado urbano es genuinamente patriótico. Podemos decir con
pleno convencimiento que el patriotismo sólo se ha preservado entre el proletariado
urbano. En París, como en todas las demás ciudades y provincias [295] de Francia, sólo el
proletariado exigió armar al pueblo y llevar la guerra hasta el final. Y, cosa extraña, fue
precisamente esto lo que despertó el mayor odio entre las clases poseedoras, como si se
ofendieran porque sus «hermanos menores» (según la expresión de Gambetta) mostrasen
más virtud y lealtad patriótica que los hermanos mayores.
El patriotismo proletario tiene una perspectiva internacional. Sin embargo, las
clases privilegiadas estaban parcialmente en lo cierto. El proletariado estaba movido
completamente por un patriotismo en el sentido antiguo y estrecho de la palabra.
El verdadero patriotismo es desde luego, un sentimiento muy venerable, pero
también mezquino, excluyente, anti-humano y a veces pura y simplemente bestial. Sólo
es patriota coherente quien, amando su propia patria y todo lo suyo, odia también
apasionadamente a todo lo extraño —cosa que constituye la imagen misma, podríamos
decir, de nuestros eslavófilos [rusos]. No hay una sola huella, de este odio en el
proletariado urbano de Francia. Al contrario, en la última década —o, se podría decir, a
partir de 1848, e incluso mucho antes— la influencia de la propaganda socialista hizo
surgir en su seno un sentimiento fraternal hacia todo el proletariado, que fue de la mano
con una indiferencia no menos decisiva hacia la llamada grandeza y gloria de Francia.
Los trabajadores franceses se oponían a la guerra emprendida por Napoleón III, y en la
víspera de esa guerra declararon abiertamente, en un manifiesto firmado por los
miembros de la sección parisina de la Internacional, su actitud fraterna hacia los
trabajadores de Alemania. Los trabajadores franceses no se armaban contra el pueblo
alemán, sino contra el despotismo militar alemán.
Fronteras de la patria del proletariado. Las fronteras de la patria del
proletariado se han ensanchado hasta el extremo de comprender actualmente al
proletariado de todo el mundo. Naturalmente, esto es lo opuesto de la patria burguesa.
Las declaraciones de la Comuna de París son en este sentido muy significativas, y las
simpatías mostradas ahora por el proletariado francés —favoreciendo incluso [296] una
Federación basada sobre el trabajo emancipado y la propiedad colectiva de los medios de
producción, e ignorando diferencias nacionales y fronteras estatales— prueban que en lo
que se refiere al proletariado francés, el patriotismo estatal es cosa enteramente del
pasado.
El patriotismo burgués ejemplificado por 1870. Digan lo que digan los
patriotas del Estado francés y por mucho que actualmente alardeen, es obvio que Francia
está condenada como Estado a una posición de segundo orden. Además, tendrá que
someterse a la jefatura suprema, a la influencia amistosa y solícita del imperio germánico,
tal como el Estado italiano debió someterse antes de 1870 a la política de la Francia
imperial.
Quizá la situación conviene a los especuladores franceses, que se consuelan con el
mercado mundial de títulos cotizables en Bolsa, pero es poco halagadora desde el punto
de vista de la vanidad nacional alimentada por los patriotas del Estado francés. Hasta
1870 se podría haber pensado que esta vanidad era lo bastante fuerte para hacer pasar
incluso a los campeones más obstinados de los privilegios burgueses al campo de la
Revolución Social, aunque sólo fuera para salvar a Francia de la vergüenza de ser
ocupada y conquistada por los alemanes. Pero nadie puede esperar esto de ellos tras lo
que aconteció en 1870. Todos sabemos ahora que soportarán cualquier humillación, que
incluso se someterán a un protectorado germánico, antes de abandonar su provechosa
dominación sobre el propio proletariado.
La adoración de la propiedad es incompatible con el verdadero patriotismo.
[La destrucción de la propiedad] es incompatible con la conciencia burguesa, con la
civilización burguesa, construida enteramente sobre una adoración fanática de la
propiedad. El ciudadano o burgués abandonará vida, libertad y honor, pero no entregará
su propiedad. El pensamiento mismo de su usurpación, de su destrucción por cualquier
propósito, le parece sacrílego. Por esto jamás permitirá que sus ciudades o casas sean
destruidas, como exigen las finalidades de la defensa. De ahí que los burgueses franceses
de 1870 y los ciudadanos alemanes de 1813 se [297] rindieran tan fácilmente a los
invasores. Hemos visto cómo bastaba que los campesinos pasasen a ser propietarios para
que se vieran correspondidos y perdiesen la última chispa de patriotismo.
A los ojos de todos esos ardientes patriotas, como también para la opinión
históricamente verificada del Sr. Jules Favre, la Revolución Social supone para Francia
un peligro mayor incluso que la invasión por tropas extranjeras. Mucho me gustaría creer
que, si no todos, al menos la mayoría de esos valiosos ciudadanos sacrificarían
gustosamente sus vidas para salvar la gloria, la grandeza y la independencia de Francia.
Pero, por otra parte, estoy seguro de que una mayoría más amplia preferiría ver a su noble
Francia sometida al yugo temporal de los prusianos que deber su salvación a una
verdadera revolución popular, que inevitablemente destruiría de un solo golpe la
dominación económica y política de su clase. De ahí su indulgencia indignante pero
forzada ante los partidarios —tan numerosos y desgraciadamente tan poderosos todavía
— de la traición bonapartista; y de ahí su apasionada severidad, la persecución sin piedad
desatada contra los revolucionarios sociales, esos representantes de la clase trabajadora
que fueron los únicos en asumir seriamente la liberación del país del yugo extranjero.
El instinto del poder. Todos los hombres poseen un instinto natural hacia el
poder que tiene su origen en la ley básica de la vida, donde todo individuo se ve forzado a
mantener una lucha incesante para asegurar su existencia o afirmar sus derechos. Esta
lucha entre los hombres empezó con el canibalismo; continuó luego a lo largo de los
siglos bajo diversas banderas religiosas, y pasó sucesivamente por todas las formas de la
esclavitud y la servidumbre, humanizándose muy despacio, poco a poco, y pareciendo
recaer a veces en el salvajismo primitivo. Actualmente esa lucha tiene lugar bajo el doble
aspecto de la explotación del trabajo asalariado por parte del capital, y de la opresión
política, jurídica, civil, militar y policíaca por el Estado y la Iglesia, y por la burocracia
estatal; y continúa brotando dentro de todos los individuos nacidos en la sociedad el
deseo, la necesidad y a veces la inevitabilidad de mandar y explotar a otras personas.
El instinto del poder es la fuerza más negativa de la historia. Vemos así que el
instinto de mandar a los demás es, en su esencia primitiva, un instinto carnívoro,
completamente bestial y salvaje. Bajo la influencia del desarrollo mental de los hombres
adopta una forma algo más ideal, y se ennoblece de alguna manera presentándose como
instrumento de la razón y devoto siervo de esa abstracción [314] o ficción política que se
denomina el bien público. Pero sigue siendo en su esencia igualmente dañino, y se hace
todavía más perjudicial cuando, gracias a la aplicación de la ciencia, extiende su
horizonte e intensifica el poder de su acción. Si hay un demonio en la historia es el
principio del poder. Este principio, junto con la estupidez y la ignorancia de las masas —
sobre las cuales se basa siempre y sin las cuales no podría existir— es el que ha
producido por sí solo todas las desgracias, todos los crímenes y los hechos más
vergonzosos de la historia.
El crecimiento del instinto de poder está determinado por condiciones
sociales. E inevitablemente este elemento maldito se encuentra como instinto natural en
todo hombre, sin excepción alguna. Todos llevamos dentro de nosotros mismos los
gérmenes de esta pasión de poder, y todo germen, como sabemos, según una ley básica
de la vida se desarrolla y crece siempre que encuentre en su medio condiciones
favorables. En la sociedad humana esas condiciones son la estupidez, la ignorancia, la
indiferencia apática y los hábitos serviles de las masas —por lo cual podríamos decir en
justicia que son las propias masas quienes producen esos explotadores, opresores,
déspotas, y verdugos de la humanidad de los que son víctimas. Cuando las masas están
profundamente hundidas en su sueño, resignadas pacientemente a su degradación y
esclavitud, los mejores hombres, los más enérgicos e inteligentes, los más capaces de
prestar grandes servicios a la humanidad en un medio distinto, se hacen necesariamente
déspotas. A menudo mantienen la ilusión de que trabajan por el bien de aquellos a
quienes oprimen. Pero en una sociedad inteligente y bien despierta, que guarde
celosamente su libertad y esté dispuesta a defender sus derechos, incluso los individuos
más egoístas y malévolos se convierten en buenos miembros de la sociedad. Tal es el
poder de la sociedad, cien veces mayor que el de los individuos más fuertes.
El ejercicio del poder es una determinación social negativa. La naturaleza del
hombre está constituida de tal manera que si tiene la posibilidad de hacer el mal, es decir,
de alimentar su vanidad, su ambición y su avidez [315] a expensas de otros, hará sin duda
pleno uso de tal oportunidad. Por supuesto, todos nosotros somos socialistas y
revolucionarios sinceros; no obstante, si se nos diese poder, aunque sólo fuese por el
breve plazo de unos pocos meses, no seríamos lo que somos ahora. Estamos convencidos
como socialistas, vosotros y yo, de que el medio social, la posición social y las
condiciones de existencia son más poderosas que la inteligencia y la voluntad del
individuo más fuerte y poderoso; y precisamente por este motivo exigimos una igualdad
no natural sino social de los individuos como condición para la justicia y fundamento de
la moralidad. Por eso detestamos el poder, todo poder, al igual que el pueblo lo detesta.
A nadie debe confiársele el poder, pues cualquier individuo investido de autoridad
debe, por la fuerza de una ley social inmutable convertirse en un opresor y explotador de
la sociedad.
Somos, de hecho, enemigos de toda autoridad, pues comprendemos que el poder y
la autoridad corrompen a quienes los ejercen tanto como a quienes se ven forzados a
someterse a ellos. Bajo su dañina influencia algunos pasan a ser déspotas ambiciosos,
ávidos de poder y codiciosos de ganancia, explotadores de la sociedad en su propio
beneficio o en el de su clase, mientras otros se convierten en esclavos.
El ejercicio de la autoridad no puede pretender una base científica. La gran
desdicha es que muchas leyes naturales ya establecidas por la ciencia siguen siendo
desconocidas para las masas gracias a la solícita atención de esos gobiernos tutelares que,
como sabemos, sólo existen para bien del pueblo. Y hay también otra dificultad: a saber,
que la mayoría de las leyes naturales inmanentes al desarrollo de la sociedad humana —
tan necesarias, invariables e inevitables como las leyes rectoras del mundo físico— no
han sido debidamente reconocidas y establecidas por la propia ciencia.
Una vez reconocidas, primero por la ciencia y luego por el pueblo gracias a un
sistema amplio de educación e instrucción popular —una vez que se hayan convertido en
parte de la conciencia general-- la cuestión de la libertad [316] quedará resuelta. Las
autoridades más recalcitrantes tendrían entonces que admitir que para lo sucesivo no
habrá necesidad de organización, administración o legislación política. Esas tres cosas —
emanadas de la voluntad del soberano, de la voluntad de un Parlamento elegido por
sufragio universal, o incluso acordes con el sistema de las leyes naturales (cosa que nunca
ha sucedido y nunca sucederá) son siempre igualmente dañinas y hostiles para la libertad
del pueblo, porque le imponen un sistema de leyes externas, y por tanto despóticas.
Las leyes naturales deben ser libremente aceptadas. La libertad del hombre
consiste exclusivamente en obedecer a las leyes naturales porque las ha reconocido él
mismo como tales, y no porque le sean impuestas desde alguna voluntad externa —divina
o humana, colectiva o individual.
Dictadura de los científicos. Supongamos una academia instruida, compuesta por
los representantes más ilustres de la ciencia; supongamos que se encargara a esa
academia la legislación y la organización de la sociedad, y que inspirada exclusivamente
por el más puro amor a la sociedad sólo promulgase leyes absolutamente acordes con los
últimos descubrimientos de la ciencia. Pues bien, mantengo que esa legislación y esa
organización serían monstruosidades, por dos razones.
En primer lugar, la ciencia humana es siempre y necesariamente imperfecta;
comparando lo descubierto con lo que queda por descubrir, podemos afirmar que está
todavía en su cuna. Esto es cierto en tal medida que si fuésemos a forzar la vida práctica
de los hombres, tanto en lo colectivo como en lo individual, de modo acorde estricta y
exclusivamente con los últimos datos de la ciencia condenaríamos a la sociedad y a los
individuos al martirio sobre un lecho de Procusto que pronto los dislocaría y ahogaría, ya
que la vida es siempre algo infinitamente mayor que la ciencia.
La segunda razón es ésta: una sociedad que obedeciera una legislación emanada
de alguna academia científica no por comprender lo razonable de ella (en cuyo caso la
existencia de la academia se haría pronto inútil) sino porque esta legislación emanaba de
la academia y se imponía en nombre [317] de una ciencia venerada sin ser comprendida,
sería una sociedad de bestias y no de hombres. Sería una segunda edición de la miserable
república paraguaya, que durante tanto tiempo se sometió a la regla de la Compañía de
Jesús. Tal sociedad se hundiría rápidamente en el más bajo estado de la idiocia.
Pero hay también una tercera razón que hace imposible semejante gobierno. Esta
razón es que una academia científica investida de un poder absoluto y soberano acabaría
inevitable y rápidamente convirtiéndose en una institución moral e intelectualmente
corrompida, aunque estuviera compuesta por los hombres más ilustres. Tal ha sido la
historia de las academias cuando los privilegios atribuidos a ellas eran escasos y de poca
entidad. El genio científico más grande se deteriora inevitablemente y se hace soberbio
tan pronto como se convierte en un académico y en un sabio oficial. Pierde su
espontaneidad, su audacia revolucionaria, esa característica salvaje e inquietante de los
más grandes genios, cuyo destino ha sido siempre destruir viejos mundos decrépitos y
sentar los fundamentos de otros nuevos. Sin duda, nuestro académico gana en buenas
maneras, en sabiduría cosmopolita y pragmática lo que pierde en poder de pensamiento.
Los científicos no están exceptuados de la ley de la igualdad. Lo característico
del privilegio y de toda posición privilegiada es destruir las mentes y los corazones de los
hombres. Un hombre privilegiado política o económicamente es un hombre intelectual y
moralmente depravado. Esta es una ley social que no admite excepción, igualmente
válida para naciones enteras y para clases, grupos sociales e individuos. Es la ley de la
igualdad, condición suprema de la libertad y la humanidad.
Un cuerpo científico a quien se confíe el gobierno de la sociedad terminaría
pronto prescindiendo de la ciencia y dedicándose a algún otro empeño. Y este empeño,
como ocurre en todos los poderes establecidos, sería intentar perpetuarse haciendo que la
sociedad confiada a su custodia se vaya embruteciendo de modo creciente y necesite, por
tanto, cada vez más su dirección y gobierno.
[318]
Y lo que es cierto de las academias científicas, es también cierto para todas las
asambleas constituyentes y cuerpos legislativos, incluso para los elegidos por sufragio
universal. Es cierto que la composición de estos últimos cuerpos puede cambiarse, pero
eso no impide la formación en unos pocos años de un cuerpo de políticos, privilegiado de
hecho si no de derecho, que entregándose exclusivamente a la dirección de los asuntos
públicos de un país, termina por formar una especie de aristocracia política u oligarquía.
Piénsese en los Estados Unidos de América y en Suiza.
Por tanto, no es necesaria ninguna legislación externa ni ninguna autoridad; a esos
efectos una es separable de la otra, y ambas tienden a esclavizar a la sociedad y a
degradar mentalmente a los propios legisladores.
En los buenos viejos tiempos, cuando la fe cristiana —todavía inconmovida y
representada principalmente por la Iglesia Católica Romana— florecía en toda su fuerza,
Dios no tenía dificultad en designar a sus elegidos. Se admitía que todos los soberanos,
grandes y pequeños, reinaban por la gracia de Dios, a no ser que estuvieran
excomulgados; la propia nobleza basaba sus privilegios en la bendición de la Santa
Iglesia. Hasta el protestantismo, que contribuyó poderosamente a la destrucción de la fe
—naturalmente, contra su voluntad— dejó en este sentido perfectamente intacta la
doctrina cristiana. «Porque no hay poder sino el que procede de Dios», decía repitiendo
las palabras de San Pablo. El protestantismo reforzó incluso la autoridad del soberano,
proclamando que procedía directamente de Dios sin necesitar la intervención de la
Iglesia, y sometiendo a esta última al poder del soberano.
Pero desde que la filosofía del último siglo [el XVIII], actuando al unísono con la
revolución burguesa, asestó un golpe mortal a la fe y derrocó a todas las instituciones
basadas sobre ella, la doctrina de la autoridad tuvo grandes dificultades para volver a
establecerse en la conciencia de los hombres. Naturalmente, los soberanos actuales
siguen considerándose-gobernantes «por la gracia de Dios», pero esas palabras —que en
un tiempo poseían un significado real, poderoso y palpitante de vida— constituyen una
frase [319] caduca, banal y esencialmente sin sentido para las clases educadas, e incluso
para una parte del propio pueblo. Napoleón III intentó rejuvenecerla añadiéndole otra
frase: «Y por la voluntad del pueblo», que unida a la primera o bien anula su significado
(con lo cual se anula a sí misma), o significa que Dios quiere en todo caso lo que quiere
el pueblo.
Lo que queda por hacer es precisar la voluntad del pueblo y descubrir qué órgano
político la expresa fielmente. Los demócratas radicales imaginan que una Asamblea
elegida por sufragio universal es el órgano más adecuado para ese propósito. Otros, los
demócratas todavía más radicales, le añaden el referéndum, la votación directa de todo el
pueblo para cualquier ley más o menos importante. Todos ellos —conservadores,
liberales, moderados y radicales extremos— coinciden en un punto: que el pueblo debe
ser gobernado; el pueblo puede elegir a sus rectores y maestros, o puede que se le
impongan, pero en todo caso ha de tener rectores y maestros. Falto de inteligencia, el
pueblo debe dejarse guiar por quienes la poseen.
La razón de las clases privilegiadas a la luz de su aceptación de dictaduras
bárbaras. Mientras en los siglos pasados se exigía la autoridad en nombre de Dios, los
doctrinarios la exigen ahora en nombre de la razón. Quienes piden el poder ahora ya no
son los sacerdotes de una religión desintegrada, sino los sacerdotes oficiales de la razón
doctrinaria, y esto acontece cuando se ha hecho evidente la ruina de esa razón. Porque
nunca el pueblo educado e instruido —y en general las clases ilustradas— mostró una
degradación moral, una cobardía, un egoísmo y una falta tan completa de convicciones
como en nuestros días. Debido a esta cobardía sigue siendo estúpido a pesar de su
formación, y sólo comprende una cosa: conservar lo que existe, esperando detener por
pura demencia el curso de la historia con la fuerza brutal de una dictadura militar ante la
que se han postrado vergonzosamente esas clases.
Bancarrota moral de la vieja intelectualidad. Lo mismo que en los viejos días
los representantes de la razón y la autoridad divina —la Iglesia y los sacerdotes— se
[320] aliaron demasiado abiertamente con la explotación económica de las masas, y esta
fue la causa principal de su caída, así se han identificado ahora demasiado abiertamente
los representantes de la razón y la autoridad humana —el Estado, las sociedades
instruidas y las clases ilustradas— con el negocio de la cruel e inicua explotación para
retener la más leve fuerza moral o el mínimo prestigio. Condenados por su propia
conciencia, se sienten expuestos ante todos, y no tienen recurso alguno contra el
desprecio que, como ellos saben, tienen bien merecido salvo los argumentos feroces de
una violencia organizada y armada. Una organización basada en tres cosas detestables, la
burocracia, la policía y un ejército permanente: esto es lo que constituye ahora el Estado,
cuerpo visible de la argumentación explotadora y doctrinaria de las clases privilegiadas.
La aparición de un nuevo razonamiento y el ascenso de una perspectiva
libertaria. En contraste con este razonamiento corrompido y moribundo, está
comenzando a despertar y a cristalizar en el seno del pueblo un espíritu nuevo, joven y
vigoroso. Está lleno de vida y de esperanzas para el futuro; naturalmente, no está del todo
desarrollado con respecto a la ciencia, pero aspira ansiosamente a una nueva ciencia
despejada de todas las estupideces de la metafísica y la teología. Esta nueva lógica no
tendrá profesores diplomados, ni profetas, ni sacerdotes; y tampoco fundará una nueva
Iglesia o un nuevo Estado, porque extrae su poder de cada uno y de todos. Destruirá los
últimos vestigios de este condenado y funesto principio de autoridad humana y divina, y
devolviendo a cada uno su plena libertad realizará la igualdad, la solidaridad y la
fraternidad de la humanidad.
El verdadero papel y función del experto. ¿Se deduce de ello que rechazo toda
autoridad? No; lejos de mi intención mantener tal idea. En asunto de botas, delego en la
autoridad del zapatero. Cuando se trata de casas, canales o carreteras, consulto la
autoridad del arquitecto o ingeniero. Para cada tipo específico de conocimiento recurro al
científico de esa rama. Le escucho libremente y con todo el respeto que me merece su
inteligencia, su carácter y [321] sus conocimientos, aunque siempre me reserve el
derecho indiscutible a la crítica y el control. Y no quedo satisfecho consultando a un solo
especialista que sea una autoridad en cierto campo; consulto a varios. Comparo sus
opiniones y elijo la que me parece más sensata.
Pero no reconozco autoridad infalible, ni siquiera en cuestiones de carácter
completamente específico. En consecuencia, sea cual fuere el respeto que pueda sentir
hacia la honestidad y sinceridad de tales y cuales individuos, no tengo fe absoluta en
persona alguna. Tal fe sería funesta para mi razón, para mi libertad y para el éxito de mis
empresas: me transformaría inmediatamente en un esclavo estúpido, en un instrumento de
la voluntad y los intereses de otros.
Si me inclino ante la autoridad de los especialistas y me declaro dispuesto a seguir
en cierta medida y mientras me parezca necesario sus indicaciones generales e incluso
sus directrices, no es porque su autoridad me la impongan ni los hombres ni Dios. En otro
caso la rechazaría con horror y enviaría al diablo sus consejos, sus direcciones y su
conocimiento, cierto de que me harían pagar, con la pérdida de mi libertad y mi propia
estima, una cifra desmesurada en comparación con jirones de verdad envueltos en una
multitud de mentiras, pues eso es todo cuanto podrían darme.
Si me inclino ante la autoridad de los especialistas porque me la impone mi propia
razón. Soy consciente de que sólo puedo abarcar en todos sus detalles y desarrollos
positivos una parte muy pequeña del conocimiento humano. Ni siquiera la mayor de las
inteligencias sería capaz de abarcar la totalidad. De ello resulta, para la ciencia tanto
como para la industria, la necesidad de la división y asociación del trabajo. Tomo y doy:
tal es la vida humana. Cada uno es un dirigente competente y a su vez está dirigido por
otros. En consecuencia, no hay autoridad fija y constante, sino un intercambio continuo
de autoridad y subordinación mutuas, temporales y, sobre todo, voluntarias.
El gobierno de superhombres. Esta misma razón me impide reconocer una
autoridad fija, constante y universal, [322] porque no hay hombre universal capaz de
abarcar todas las ciencias, todas las ramas de la vida social en su riqueza de detalles, y
sólo esto hace posible la aplicación de la ciencia a la vida. Si alguna vez pudiera
cumplirse tal universalidad en un hombre singular, y si quisiese hacer uso de ella para
imponernos su autoridad sería necesario expulsarlo de la sociedad, porque el ejercicio de
esa autoridad por su parte reduciría a todos los demás a la esclavitud y a la idiocia.
No creo que la sociedad deba maltratar a los hombres de genio como ha hecho
hasta el presente; pero tampoco creo que deba mimarlos, y mucho menos concederles
cualesquiera privilegios o derechos exclusivos. Y esto por tres razones: primero, porque
ha sucedido frecuentemente que la sociedad tomó por hombre de genio a un charlatán;
segundo, porque a través de un sistema de privilegios semejantes, hasta un verdadero
hombre de genio puede transformarse en un charlatán, desmoralizado y degradado; y por
último, porque así podría la sociedad erigir a un déspota sobre ella.
Resumo: reconocemos, pues, la autoridad absoluta de la ciencia, porque la ciencia
tiene por objeto sólo la reproducción mentalmente elaborada y tan sistemática como
resulta posible de las leyes naturales inmanentes a la vida material, intelectual y moral del
mundo físico y moral, que constituyen de hecho un solo e idéntico mundo natural. Fuera
de esta única autoridad legítima —legítima porque es racional y está en armonía con la
libertad humana— declaramos falsas, arbitrarias y funestas a todas las demás autoridades.
La autoridad de la ciencia no es idéntica a la autoridad de los sabios.
Admitimos la autoridad absoluta de la ciencia, pero rechazamos la infalibilidad y
universalidad de los representantes de la ciencia. En nuestra Iglesia —si se me permite
utilizar por un momento una expresión que por lo demás detesto, pues la Iglesia y el
Estado son mis dos espantajos—, en nuestra Iglesia, como en la Iglesia protestante,
tenemos un jefe, un Cristo invisible: la ciencia, y, al igual que los protestantes, pero
siendo todavía más [323] coherentes que ellos, no toleraremos ningún Papa, ningún
Concilio ni cónclave de cardenales infalibles ni a los obispos, ni siquiera a los sacerdotes.
Nuestro Cristo difiere del Cristo protestante y cristiano en no ser un ente personal, sino
impersonal. El Cristo de la cristiandad, ya completado en un pasado eterno, aparece como
un ente perfecto, mientras la realización y perfección de nuestro Cristo —la ciencia—
está por completo en el futuro; lo que equivale a decir que esos fines jamás serán
realizados. Por ello, al reconocer a la ciencia absoluta como la única autoridad absoluta,
no comprometemos en modo alguno nuestra libertad.
La ciencia absoluta es un concepto dinámico de un infinito proceso de
devenir. Con las palabras «ciencia absoluta» quiero indicar la ciencia verdaderamente
universal que reproduce idealmente, en toda su amplitud y en sus infinitos detalles, el
universo, el sistema o la coordinación de todas las leyes naturales manifestadas por el
incesante desarrollo de los mundos. Es evidente que dicha ciencia, sublime objeto de
todos los esfuerzos de la mente humana, jamás será realizada plena y absolutamente. Así
pues, nuestro Cristo quedará eternamente incompleto, circunstancia que debe bajar los
humos de sus representantes diplomados entre nosotros. Frente a Dios Hijo, en cuyo
nombre quieren imponemos su autoridad insolente y pedante, apelamos a Dios Padre, que
es el mundo real, la vida real, de la que él (el Hijo) es sólo una expresión demasiado
imperfecta —mientras nosotros, seres reales, que vivimos, trabajamos, luchamos,
amamos, aspiramos, disfrutamos y sufrimos, somos sus representantes directos.
Pero si bien rechazamos la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres
de ciencia, nos inclinamos con gusto ante la autoridad respetable aunque relativa,
temporal y muy restringida de los representantes de ciencias especializadas; nos satisface
enteramente consultarles en las ocasiones oportunas, y agradecemos mucho la valiosa
información que puedan transmitirnos —a condición de que estén deseosos de recibir
consejos semejantes por nuestra parte cuando se trate de asuntos en los cuales tengamos
una instrucción superior a la suya.
[324]
En general, no deseamos nada mejor que ver a los hombres dotados de gran
conocimiento, gran experiencia, grandes mentes, y sobre todo grandes corazones, ejercer
sobre nosotros una influencia natural y legítima siempre que esa influencia sea libremente
aceptada y nunca impuesta en nombre de autoridad oficial alguna, celeste o terrestre.
Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, pero ninguna
de derecho; porque toda autoridad e influencia de derecho, impuesta oficialmente como
tal, pondría inevitablemente... la esclavitud y el absurdo.
La autoridad que emana de la experiencia colectiva de individuos libres e
iguales. La única autoridad grande y omnipotente, a un tiempo natural y racional, la
única que podemos respetar, será la del espíritu colectivo y público de una sociedad
fundada sobre la igualdad y la solidaridad, y sobre el respeto humano mutuo de todos sus
miembros. Sí, esta es una autoridad en modo alguno divina, enteramente humana, pero
ante la cual nos inclinaremos con gusto, seguros de que emancipará a los hombres en vez
de esclavizarlos. Será mil veces más poderosa que todas vuestras autoridades divinas,
teológicas, metafísicas y judiciales establecidas por la Iglesia y el Estado, más poderosa
que vuestros códigos penales, vuestros carceleros y vuestros verdugos.
El ideal del anarquismo. En una palabra, rechazamos toda legislación y
autoridad privilegiada, diplomada, oficial y legal, aunque provenga del sufragio
universal, convencidos de que sólo puede desembocar en beneficio de una minoría
dominante y explotadora, frente a los intereses de la gran mayoría esclavizada. En este
sentido es en el que somos realmente anarquistas.
[325]
Cada fuente está indicada por un grupo de iniciales; la lengua en que se publicó el
material utilizado aparece señalada por una sola inicial, seguida por el número del
volumen, en números romanos, y después por el número de la página. R significa rusa; G
significa alemana; F francesa; y S española. Así, la sigla «PHC; F III 216-218» significa
«Consideraciones Filosóficas, volumen francés III, páginas 216-218». En algunos casos
se hace referencia a fuentes en más de una lengua. [Las abreviaturas corresponden a los
títulos en inglés de las obras citadas].
AM- Un miembro de la Internacional contesta a Mazzini; volumen V de la
edición rusa; volumen VI de la francesa.
BB- El oso de Berna y el oso de San Petersburgo; ed. rusa, volumen III; ed.
francesa, volumen II.
CL- Carta circular a mis amigos de Italia; ed. rusa, volumen V; ed. francesa,
volumen VI.
DS- La doble huelga de Ginebra; ed. alemana, volumen II; ed. francesa, volumen
V.
[334]
DV- Drei Vortraege von den Arbeitern das Thals von St. Imier im Schweizer, Jura,
[Tres conferencias a los trabajadores del valle de St, Lucier en el Jura suizo], mayo de
1871; ed. alemana, volumen II.
FSAT- Federalismo, Socialismo y Antiteologismo; ed. rusa, volumen III; ed.
francesa, volumen I.
GAS- Dios y el Estado; Nueva York: Mother Earth Publishing Association, [circa
1915], 86 pp. Véase más abajo, siguiendo la abreviatura KGE, una referencia a la
continuación del ensayo incorporada a este panfleto.
IE- Educación integral; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen V.
IR- Informe de la Comisión sobre el problema del derecho hereditario; ed.
francesa, volumen V.
IU- Las intrigas del Sr. Utin; en Golos Truznika, periódico ruso de los
trabajadores industriales del mundo, Chicago, 1925; volumen VII, n. ° 3, pp. 19-23; y
volumen VII, n. º 4, pp. 9-12.
KGE- El Imperio látigo-germánico y la revolución social; ed. rusa, volumen II;
ed. francesa, volúmenes II, III y IV. Parte del texto de esta obra aparece también en el
volumen I de la edición francesa bajo el encabezamiento de Dios y el Estado. Como
Rudolf Rocker señala en su Introducción, esta parte la encontró Max Nettlau entre los
manuscritos de Bakunin, y constituye una continuación lógica del ensayo incluido en el
panfleto del mismo título.
LF- Cartas a un francés; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volúmenes II y IV.
LGS- Una carta a la sección ginebrina de la Alianza; ed. francesa, volumen VI.
LP- Cartas sobre el patriotismo; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen I.
LU- Los Lullers; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen V.
OGS- La organización y la huelga general; ed. alemana, volumen II; ed.
francesa, volumen V.
OI- Organización de la Internacional; ed. rusa, volumen IV.
OP- Nuestro programa; ed. rusa, volumen III.
[335]
PA- Afirmación de la Alianza; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.
PAIR- El programa de la Alianza para la revolución internacional; escrito en
francés y publicado en Anarchichesky Vestnik [Correo Anarquista], publicación rusa
editada en Berlín; volumen V-VÍ, noviembre de 1923, pp. 37-41; volumen VII, mayo de
1924, pp. 38-41.
PC- La comuna de París y el Estado; ed. rusa, volumen VI; incluido también en
un panfleto titulado La comuna de París y la idea del Estado, París: Aux Bureaux des
«Temps Nouveau», 1899; 23 pp.
PHC- Consideraciones filosóficas; ed. alemana, volumen I; ed. francesa, volumen
III.
PI- La política de la Internacional; ed. rusa, volumen IV ed. francesa, volumen
VI.
PSSI- El programa de la sección eslava de la Internacional, 1872; ed. rusa,
volumen III.
PYR- Péchât y Revoliutzia [La palabra impresa y la revolución]; periódico ruso,
Moscú, 1921, junio de 1930.
RA- Informe sobre la Alianza; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.
SRT- La ciencia y la tarea revolucionaria urgente; panfleto en ruso; Ginebra
(Suiza): Kolokol, 1870; 32 págs.
STA- Estatismo y Anarquismo; ed. rusa, volumen I; ed. en castellano, volumen V.
El título ruso de este volumen es Gosudarstvennost i Anarkhiia, que significa literalmente
«Estatismo y Anarquía». Pero por el texto de Bakunin resulta evidente que estaba
comparando un sistema organizado con otro, y no comparando un sistema con una
situación de confusión y desorden sin ley alguna. De ahí que cuando citamos este trabajo
en este libro, nos refiramos siempre a él como Estatismo y Anarquismo.
WRA- Alianza revolucionaria mundial de la Democracia Social; panfleto en
ruso; Berlín: Hugo Steinitz Verlag, 1904; 86 pp.