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ESCRITOS DE

FILOSOFÍA POLITICA I
Crítica de la Sociedad

Mijail Bakunin

Esta Edición: Proyecto Espartaco


(http://www.proyectoespartaco.com)
NOTA: Entre corchetes [] y en
color verde oliva se encuentra la
numeración original de la
edición impresa.
Sección: Humanidades
Mijail Bakunin: Escritos de filosofía política 1. Crítica de la sociedad
Compilación de G.P. Maximoff
El Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid

Título original: The Political Philosophy of Bakunin Traductor: Antonio Escohotado


Primera edición en «El Libro de Bolsillo»: 1978 Primera reimpresión en «El Libro de Bolsillo»: 1990
© The Free Press, A Division of Macmillan Publishing Co., Inc, 1953
Todos los derechos reservados © E.d. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1978, 1990
Calle Milán, 38; 28043 Madrid; telef: 200 00 45
ISBN: 84-206-1978-7 (Obra compierai
ISBN: 84-206-1679-6 (Tomo I)
Depósito legal: M. 39.918-1990
Papel fabricado por Sniace, S. A.
Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa
Paracuellos de Jarama (Madrid)
Printed in Spain
ÍNDICE
PREFACIO DEL EDITOR..............................................................................................................5
INTRODUCCIÓN POR RUDOLF ROCKER...........................................................................13
PARTE I FILOSOFÍA..................................................................................................................23
1. LA CONCEPCIÓN DEL MUNDO........................................................................................24
2. IDEALISMO Y MATERIALISMO.........................................................................................32
3. CIENCIA: UN ESBOZO GENERAL.....................................................................................41
4. CIENCIA Y AUTORIDAD.....................................................................................................50
5. LA CIENCIA MODERNA SE OCUPA DE FALSEDADES..................................................55
6. EL HOMBRE: NATURALEZA ANIMAL Y NATURALEZA HUMANA............................58
7. EL HOMBRE COMO CONQUISTADOR DE LA NATURALEZA.....................................64
8. MENTE Y VOLUNTAD.........................................................................................................69
9. EL HOMBRE, SOMETIDO A LA INEVITABILIDAD UNIVERSAL.................................75
10. LA RELIGIÓN EN LA VIDA DEL HOMBRE....................................................................82
12. ETICA: MORALIDAD DIVINA O BURGUESA................................................................98
13. ETICA: EXPLOTACIÓN DE LAS MASAS......................................................................105
14. ETICA: MORALIDAD DEL ESTADO..........................................................................................113
15. ÉTICA: LA MORALIDAD VERDADERAMENTE HUMANA O ANARQUISTA.................................123
16. ÉTICA: EL HOMBRE, PRODUCTO TOTAL DEL MEDIO..............................................................130
17. LA SOCIEDAD Y EL INDIVIDUO...................................................................................135
18. LOS INDIVIDUOS ESTÁN ESTRICTAMENTE DETERMINADOS.............................142
19. FILOSOFÍA DE LA HISTORIA...................................................................................................148
PARTE II CRÍTICA DE LA SOCIEDAD EXISTENTE.........................................................155
1. LA PROPIEDAD SOLO PODÍA SURGIR EN EL ESTADO..............................................156
2. EL RÉGIMEN ECONÓMICO ACTUAL..............................................................................160
3. INEVITABILIDAD DE LA LUCHA DE CLASES EN LA SOCIEDAD.................................................166
4. HISTORIA HETEROGÉNEA DE LA BURGUESÍA..........................................................................171
5. LA LARGA ESCLAVITUD DEL PROLETARIADO..........................................................177
6. EL DÍA DE LOS CAMPESINOS ESTÁ AÚN POR VENIR................................................182
7. EL ESTADO: PERSPECTIVA GENERAL.......................................................................................185
8. ANÁLISIS DEL ESTADO MODERNO...........................................................................................189
9. EL SISTEMA REPRESENTATIVO SE BASA SOBRE UNA FICCIÓN.............................197
10. LA PARTE DEL PATRIOTISMO EN LA LUCHA DEL HOMBRE..................................205
11. INTERESES DE CLASE EN EL PATRIOTISMO MODERNO...........................................................212
12. LA LEY, NATURAL E INVENTADA................................................................................217
13. PODER Y AUTORIDAD............................................................................................................228
14. LA CENTRALIZACIÓN ESTATAL Y SUS EFECTOS.....................................................236
15. EL ELEMENTO DE LA DISCIPLINA...............................................................................239
FUENTES DE LAS NOTAS........................................................................................................241
[7]
Prefacio del editor

El anarquismo filosófico es una doctrina muy antigua. Nos sentimos tentados a


decir que tan antigua como la idea del gobierno, pero faltan pruebas seguras en apoyo de
dicho aserto. No obstante, poseemos textos con más de 2.000 años de antigüedad que no
sólo describen una sociedad humana sin gobierno, fuerza y ley restrictiva, sino que
consideran este estado de las relaciones sociales como el ideal de la sociedad. En bellas y
poéticas palabras, Ovidio nos proporciona una descripción de la utopía anarquista. En el
primer libro de sus Metamorfosis describe una edad de oro donde no había ley y todos
mantenían su lealtad y realizaban lo justo sin necesidad de compulsión alguna. Allí no
había miedo al castigo, ni sanciones legales grabadas sobre tablillas de bronce, ni ninguna
masa de suplicantes miraba llena de espanto a su vengador, porque sin jueces todos
vivían en seguridad. La única diferencia entre la visión del poeta romano y la idea de los
anarquistas filosóficos modernos es que el primero situó la edad de oro al comienzo de la
historia humana, mientras estos últimos la sitúan al final.
[8]
Pero Ovidio no fue el inventor de esos sentimientos. En su poesía repitió ideas
que se habían abrigado durante siglos. Georg Adler, historiador social alemán que en
1899 publicó un estudio exhaustivo y bien documentado sobre la historia del socialismo,
mostró que los criterios anarquistas fueron mantenidos sin duda por Zenón (342 al 270 a.
C.), fundador de la escuela estoica de filosofía *. Había sin duda fuertes sentimientos
anarquistas entre muchos de los primeros ermitaños cristianos, y en los criterios político-
religiosos de algunos —como, por ejemplo, Carpocrates y sus discípulos (siglo II de la
era cristiana)— esos sentimientos parecen haber ocupado una posición fuerte, y quizá
predominante. Sentimientos semejantes se revivieron entre algunas de las sectas
cristianas fundamentalistas de la Edad Media, e incluso del período moderno.
Max Nettlau, el infatigable historiador del anarquismo, se ha ocupado también de
esta cuestión y enumera una serie de trabajos, compuestos durante los dos siglos
precedentes a la Revolución Francesa, que contienen puntos de vista libertarios, o incluso
abiertamente anarquistas**. Entre los trabajos franceses más importantes de este período
están el Discours de la Servitude Volontaire de Etionne de la Boétie, compuesto alrededor
del 1550, pero no publicado hasta 1577; el libro de Gabriel Foigny, Les aventures de
Jacques Sadeur dans la Dêcouverte et le Voyage de la Terre Australe, que apareció
anónimamente en 1676; unos pocos ensayos cortos de Diderot, y una serie de poemas,
fábulas y relatos de Sylvain Maréchal que se publicaron en las dos décadas
inmediatamente anteriores a la Revolución. De modo semejante, pueden encontrarse
ideas anarquistas durante el mismo período en Inglaterra, donde —como en Francia—
suelen expresarlas representantes del ala más radical de la clase media ascendente.
Aparecen, así, concepciones anarquistas en algunos de los escritos de Winstanley, y es
bien conocido que el joven Burke, en su Vindication [9] of Natural Society (1756),
presenta un ingenioso argumento en favor de la anarquía, aunque la finalidad del trabajo
fuera la sátira.
Pero todos estos escritos y muchos otros poseen una o dos características que los
hacen diferir profundamente de los textos anarquistas posteriores. O bien son
abiertamente utópicos, como acontece con los libros de Foygny o Maréchal, o se trata de
opúsculos políticos dirigidos contra algún abuso experimentado directamente de algún
legislador o algún gobierno, o dirigido al logro de una mayor libertad de acción dentro de
una constelación política particular. No es infrecuente que contengan un análisis de la
teoría política, pero es siempre incidental y no constituye nunca la meta principal del
trabajo.
Como teoría sistemática, el anarquismo filosófico puede considerarse iniciado en
Inglaterra con el trabajo de William Godwin Enquiry Concerning Political Justice, que
apareció en 1793. El anarquismo de Godwin, como el de sus más inmediatos
predecesores y el de Proudhon unos cincuenta años después, es la teoría política del ala
más radical de la pequeña burguesía. En la Revolución Inglesa de 1668 y en la
Revolución Francesa de 1789 la burguesía había roto el monopolio del poder político
detentado antes por la corona y la aristocracia. Aunque los gobiernos post-revolucionarios
estaban todavía muy influidos por la nobleza rural y la burocracia (que durante mucho
tiempo siguió siendo una noblesse de robe), las familias de clase media más poderosas y
opulentas se asociaron gradualmente por medio de matrimonios y alianzas políticas con
los círculos aristocráticos; y puesto que el gobierno se abstenía de una interferencia
excesiva en sus asuntos económicos, la haute burgeoisie le prestaba su apoyo
gustosamente. Pero puesto que exigía y obtenía mayor libertad en asuntos económicos,
fue un instrumento en el proceso de abolir gradualmente o hacer ineficaces las viejas
organizaciones gremiales y otras asociaciones protectoras y casi monopolísticas, que
habían sobrevivido desde la Edad Media y habían llegado a constituir una traba para el
pleno desarrollo hasta del comercio en pequeña escala y de las manufacturas. A finales
[10] del siglo XVIII el productor inglés que tenía unos pocos empleados, el pequeño
tendero y el comerciante de baratijas formaban todos una masa de empresarios
independientes. A mediados del siglo XIX, en Francia, el artesano y el artífice, el
campesino que ganaba lo justo para mantenerse a sí mismo y a su familia habían
adquirido también la naturaleza de pequeños empresarios independientes. Todos esos
hombres sólo tenían un pequeño capital a su disposición; estaban expuestos a los abiertos
vientos de la competencia, sin protección de los gremios ni otras organizaciones
cooperativas; por lo mismo, se vieron relegados a un estado de impotencia política. No
recibieron beneficios del gobierno, y todas las legislaciones parecían tender a la
protección de la propiedad a gran escala, a la salvaguarda de la opulencia acumulada, al
mantenimiento de derechos monopolísticos en manos de las grandes compañías de
comercio, y al apoyo a los privilegios económicos y políticos establecidos.
Los elementos más moderados de este grupo patrocinaban la tendencia hacía una
reforma parlamentaria, mientras los radicales seguían a Paine y más tarde a los cartistas;
pero algunos intelectuales más radicales mantuvieron ideas anarquistas. La distancia
entre el anarquismo de Godwin y el liberalismo de algunos de sus contemporáneos no era
muy grande. Básicamente, ambas doctrinas surgían de la misma corriente de tradiciones
políticas, y la diferencia principal entre ellas se encontraba en que el anarquismo
constituía la deducción más lógica y coherente a partir de las premisas comunes de la
psicología pragmatista y la creencia de que la mayor felicidad y las relaciones sociales
más armoniosas sólo podrían conseguirse si todas las personas disponían de libertad para
perseguir su propio interés. Desde luego, y siguiendo a John Locke, los liberales
consideraban a la propiedad como una consecuencia del derecho natural, y por ello
apoyaban el mantenimiento de un monopolio del poder político en manos del gobierno
para salvaguardar la seguridad de la propiedad y la vida contra un ataque interno y
externo. Pero a esto replicaban los anarquistas: el gobierno protege la propiedad de los
ricos; esta propiedad es un robo; suprimid el gobierno y acabaréis [11] con los latifundios
y la gran propiedad industrial; de este modo crearéis una sociedad igualitaria de
productores pequeños y económicamente autónomos, una sociedad que además estará
libre de privilegios o distinciones clasistas, donde el gobierno será superfluo porque la
felicidad, la seguridad económica y la libertad personal de cada uno estarán
salvaguardadas sin su intervención.
Es de la mayor importancia comprender que la doctrina anarquista propuesta por
Godwin, Proudhon y sus contemporáneos fue la apoteosis de la existencia pequeño-
burguesa. Que su ideal último era idéntico al Cándido de Voltaire: cultivar el propio
jardín; que ignoraba o se oponía a las empresas industriales o agrícolas de grandes
dimensiones; y que, por tanto, jamás se convirtió en una teoría política capaz de encontrar
simpatía o un apoyo entusiástico entre las masas de trabajadores industriales. Era la
ampliación radical de la doctrina liberal que consideraba que la libertad de cada uno era
el bien político más elevado, y que la confianza responsable en la propia conciencia era el
más alto deber político. Se basaba, por consiguiente, en una filosofía política
estrechamente unida al ascenso de movimientos políticos de clase media liberales y
antisocialistas. Pero Bakunin, como es bien sabido, se consideraba un socialista; logró su
admisión como miembro dirigente de la Asociación Internacional de Trabajadores, luchó
por el control de esta organización y tuvo entre sus seguidores a muchos verdaderos
proletarios.
¿Cómo y por qué se asoció tan estrechamente hacia mediados del siglo XIX el
anarquismo con el socialismo, filosofía política que capitaneaba las aspiraciones de un
estrato social diferente y que atraía a una clase de hombres tan distinta? No es necesario
insistir en que la camaradería entre anarquistas y socialistas no fue nunca muy
satisfactoria. Sin embargo, a pesar de los conflictos repetidos, las acusaciones mutuas y
los amargos abusos, los anarquistas y los socialistas se agruparon una y otra vez, de tal
manera que a finales del siglo XIX se consideraba habitualmente al anarquismo como el
ala más radical del socialismo. La razón de este estrecho vínculo entre socialistas y
anarquistas no puede [12] hallarse en la semejanza de sus doctrinas básicas, sino
únicamente en la estrategia revolucionaria común a ambos.
La filosofía política de Godwin y Proudhon expresaba, como ya dijimos, las
aspiraciones de una parte de la pequeña burguesía. Con la consolidación del capitalismo
en Europa occidental y central durante el siglo XIX, la lenta extensión del sufragio y la
gradual retirada del laissez-faire, absoluto, unida a la adopción por el Estado de nuevas
responsabilidades respecto a sus ciudadanos, sectores cada vez más amplios de la clase
medía se convirtieron en firmes apoyos del orden político existente, y el anarquismo llegó
a ser cada vez más una filosofía sostenida sólo por grupos pequeños y marginales de
intelectuales. Este desarrollo tuvo como resultado que la teoría anarquista se volviera más
difusa, y al mismo tiempo más radical. En vez de escribir gruesos volúmenes, como
sucedía con Godwin y Proudhon, los anarquistas comenzaron a escribir opúsculos,
panfletos y artículos de periódicos o revistas donde trataban asuntos del día, puntos de
controversia personal o de facciones, y problemas de táctica revolucionaria. Los escritos
a menudo fragmentarios de Bakunin —la alta proporción de manifiestos, proclamas y
cartas abiertas en su obra— no son sólo típicos de sus rasgos personales, sino de la gran
mayoría de las publicaciones anarquistas de su época. En esta situación, para salvar la
teoría anarquista de una completa desintegración lo que se necesitaba era la aparición de
un gran teórico o de una personalidad dinámica y poderosa que, por el transparente
atractivo de sus propias convicciones, reuniese los fragmentos desperdigados del
movimiento. Este papel fue el que le tocó a Bakunin. Sin ser un teórico de la altura de su
gran antagonista, Marx, fue superior al líder socialista en el fervor de sus convicciones y
en la pasión con que las expresó.
La importancia de Bakunin para los estudiantes de filosofía política reside, por
eso, en la posición crucial que su obra ocupa dentro de la literatura anarquista y libertaria
en general. A pesar de su abierta confusión en muchos casos, a pesar de las
contradicciones internas de sus escritos, a pesar del carácter fragmentario de casi toda su
producción [13] literaria, Bakunin debe ser considerado el filósofo político anarquista
más importante. Por el accidente de su nacimiento —tanto en el tiempo como en el lugar
—, como consecuencia del cual sufrió muchas influencias tempranas desde el contacto
con la eslavofilia hasta el hegelianismo, el marxismo y el proudhonismo; y en virtud
también de su temperamento inquieto y romántico, Bakunin es un hombre que se
encuentra en la encrucijada de diversas corrientes intelectuales, que ocupa una posición
en la historia del anarquismo a finales de la era antigua y a comienzos de una nueva. No
hay en las obras de Bakunin nada parecido al grave sentido común de Godwin, a la
pesada dialéctica de Proudhon, a la ponderada minuciosidad de Max Stirner. En ellas ha
desaparecido el anarquismo como teoría de la especulación política, y ha renacido como
teoría de la acción política. Bakunin no está satisfecho con perfilar los males del sistema
existente y describir el marco general de una sociedad libertaria; predica la revolución,
participa en la actividad revolucionaria, conspira, arenga, hace propaganda, forma grupos
de acción política y apoya todo alzamiento social, grande o pequeño, prometedor o
destinado al fracaso, desde su mismo comienzo. Y el tipo de rebelión en la que piensa
sobre todo Bakunin es la salvaje Pugachevchina, el desencadenamiento de las masas
campesinas reprimidas durante siglos, que habían saqueado y destruido el campo, pero
que se habían demostrado esencialmente incapaces de construir una sociedad nueva y
mejor. Y aunque Bakunin no fue miembro de ninguno de los grupos de acción nihilista de
Rusia ni en ninguna otra parte, su incondicional adhesión al derrocamiento revolucionario
del orden existente suministraba inspiración a los hombres y mujeres jóvenes que creían
en la eficacia de la «propaganda por los hechos». Con Bakunin aparecieron, por tanto,
dos nuevas tendencias en la teoría anarquista. La doctrina se desplazó desde la
especulación abstracta sobre el uso y el abuso del poder político a una teoría de la acción
política práctica. Al mismo tiempo, el anarquismo dejó de ser la filosofía política del ala
más radical de la pequeña burguesía y se convirtió en una doctrina política que reclutaba
la masa de sus adhe-[14]rentes entre los obreros, incluso entre el lumpenproletariat,
aunque sus cuadros centrales siguieran reclutándose entre la intelligentsia. Sin Bakunin es
impensable el sindicalismo anarquista como el que existió largo tiempo sobre todo en
España. Sin Bakunin, Europa quizá nunca habría presenciado un movimiento político
anarquista organizado, como el que se hizo sentir en Italia, Francia y Suiza en los treinta
años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Y el talento de Bakunin y su imaginación
para «establecer una escuela de actividad subversiva tuvieron una importante influencia
en las tácticas de Lenin»*.
Por tanto, se puede considerar que el papel de Bakunin en la tradición anarquista
consistió en la fundación de un nuevo grupo político, en cuyo programa se encontraba la
abolición de todos los partidos y todas las políticas, y en la elaboración del programa de
ese nuevo partido, estableciendo sus pilares filosóficos y políticos generales. No es una
hazaña pequeña, pero dada la peculiar constelación de movimientos políticos,
intelectuales y prácticos que afectaron a Bakunin, su contribución a la teoría política debe
ser de especial interés para los estudiantes dedicados a la historia de las ideas políticas y
sociales. En el núcleo del pensamiento político de Bakunin hay dos problemas que han
suministrado tema para una verdadera multitud de argumentaciones y debates: la libertad
y la violencia. El primero de ellos ha sido la preocupación principal del anarquismo
filosófico desde el mismo momento de su aparición en el pensamiento humano; el
segundo fue añadido por Bakunin. La originalidad de su contribución está en el
entrelazamiento de ambos temas dentro de una totalidad coherente.
Desgraciadamente, el pensamiento de Bakunin ha recibido muy escasa atención
hasta hace muy poco tiempo en los Estados Unidos. Por ejemplo, el conocido texto de
George H. Sabine Historia de la Teoría Política sólo menciona una vez a Bakunin, e
incluso en esa ocasión no hace comentario alguno sobre sus puntos de vista, sino que
simplemente [15] lo enumera como precedente intelectual del sindicalismo. Sólo una
minúscula fracción de los trabajos originales de Bakunin han estado disponibles hasta el
presente en traducciones inglesas, y por lo mismo sus propias opiniones expresadas en
sus propias palabras apenas son conocidas para quienes no leen otras lenguas. Pero
tampoco son fáciles de conseguir las ediciones, rusas, francesas, alemanas y españolas de
las obras de Bakunin, y hay bastantes bibliotecas en los Estados Unidos, incluso grandes,
que sólo poseen colecciones muy pobres e incompletas de sus escritos.
La razón de esta negligencia en hacer disponibles las obras de un pensador
político indiscutiblemente importante en una edición americana parece ser triple. En
parte, la mala reputación que el anarquismo ha tenido en los Estados Unidos es una de las
causas. Puesto que se consideraba un conjunto de creencias mantenidas por «criminales»
o en el mejor de los casos «lunáticos», no parecía necesario poner a disposición de los
lectores americanos la obra de un hombre considerado como el antecedente intelectual
más importante de esa «demencia política». Pero ya hemos visto que el anarquismo no se
originó en Bakunin; posee una historia larga y distinguida, y algunas de sus raíces —la
búsqueda de la libertad humana, el postulado de una confianza moral responsable en la
propia conciencia, el derecho a usar de la violencia contra la tiranía— se encuentran en la
tradición radical cristiana y anglosajona, que tiene una profunda influencia sobre el
pensamiento político en los Estados Unidos.
Una segunda razón para la inexistencia casi total de escritos de Bakunin en inglés
ha sido la persistencia de un relato histórico unilateral sobre su conflicto con Marx,
llevado casi al extremo de una leyenda por los seguidores y discípulos posteriores de este
último. El incidente, la lucha por controlar la Asociación Internacional de Trabajadores,
es probablemente el episodio más conocido de la vida de Bakunin. Por desgracia, no
existe un solo estudio verdaderamente objetivo sobre dicho conflicto. Los seguidores de
Marx han atribuido a veces los más siniestros motivos a Bakunin, y los seguidores de
Bakunin, especialmente Ja-[16]mes Guillaume, parecen inspirados por tal odio hacia
Marx que sus descripciones del conflicto deben descartarse debido a sus evidentes
prejuicios. La mejor y más detallada historia de las relaciones de Bakunin con Marx,
entre cuantas conozco, es el relato hecho por E. H. Carr en su biografía de Bakunin. No
es necesario repetirlo aquí, ni siquiera en un breve resumen. En su aspecto esencial, la
lucha entre Bakunin y Marx tenía por objeto el control de una organización con
ramificaciones internacionales, que ambos creían capaz de conseguir gran influencia
entre amplias masas de trabajadores. Puesto que la organización necesitaba tener un
programa político claro y coherente, la lucha se hizo despiadada y utilizando todas las
armas ideológicas a disposición de cada uno de los lados. Hubo denuncias y contra-
denuncias, hubo censuras sobre el carácter y la pureza de motivos entre los oponentes, y
puesto que tanto Marx como Bakunin podían encolerizarse y ser sarcásticos y violentos
en el uso de las palabras, el conflicto fue doloroso para cada uno y dejó como secuela una
gran cantidad de odio, sospechas y malos sentimientos. Bakunin perdió, pero la victoria
de Marx fue una victoria pírrica, como es bien sabido. El conflicto entre los gigantes
había destruido a la Internacional. La venganza póstuma del movimiento marxista,
infinitamente mejor organizado y provisto de fondos considerablemente más amplios que
los seguidores de Bakunin, fue el intento de condenar a Bakunin al olvido. Pero al
hacerlo así hirió al propio Karl Marx, que había continuado leyendo los escritos de
Bakunin incluso tras la ruptura; y sobre la base de algunas notas marginales que Marx
escribió en su ejemplar de Gesudarstvennest i Anarkhiia (Estatismo y Anarquismo),
publicadas por Ryazanoff en el segundo volumen (1926) de Letopisi Marksisma, hemos
de concluir que muchas ideas de Bakunin ejercieron una influencia profunda y duradera
sobre él. Y aunque la influencia de Bakunin sobre el socialismo ruso sólo se ha
investigado parcialmente, poca duda cabe de que debe ser contado entre los precedentes
intelectuales del partido leninista. La tercera razón para la falta de publicidad de las obras
[17] de Bakunin en Estados Unidos debe atribuirse al propio Bakunin. Como ya hemos
indicado, la mayor parte de sus obras son fragmentarias o tratan problemas políticos del
día o disputas entre facciones. El lector de esas obras se encuentra ante una pieza
incompleta y necesita familiarizarse con un conjunto de datos sobre la historia de los
partidos y movimientos radicales del siglo XIX para poder valorarlas plenamente. Los
posibles lectores de Bakunin han recibido alguna ayuda desde 1937 en la amplia
biografía publicada por Edward H. Carr. Pero la utilidad del trabajo de Carr está
estrictamente limitada, puesto que trata casi exclusivamente de los incidentes fácticos de
la vida de Bakunin, y no de sus ideas. La intención obvia de Carr de no escribir una
biografía intelectual aparece claramente demostrada por el hecho de no mencionar
siquiera el libro Estatismo y Anarquismo, al que algunos consideran como la obra
principal y más madura de Bakunin.
Por todos estos motivos, parece eminentemente deseable dejar que Bakunin hable
por sí mismo. Pero publicar en inglés una selección amplia de sus obras habría
presentado insuperables dificultades. No menos de varios volúmenes son necesarios para
hacer justicia a la voluminosa producción de Bakunin. Dicho procedimiento era
claramente impracticable —por muy deseable que pudiera considerarse desde el punto de
vista puramente académico—, y sin duda habría retrasado durante décadas, si no para
siempre, la aparición de las obras de Bakunin en inglés. Por fortuna esas dificultades
quedan evitadas por la inteligente compilación y la presentación sistemática de
fragmentos de las obras de Bakunin realizada por G. P. Maximoff, e incluida en este
volumen. Aunque Bakunin nunca presentó sus ideas en forma tan sistemática y
lógicamente coherente, la ventaja de esta solución es obvia: se gana mucho espacio sin
perder ni la sustancia ni la fundamentación exhaustiva del pensamiento de Bakunin.
Creemos, por ello, que este trabajo presenta de un modo adecuado el pensamiento de un
importante pensador político del siglo XIX, y desde luego de una de las tres o cuatro
figuras principales en la historia del anarquismo filosófico.
[18]
Pero hay todavía otra razón para considerar oportuna una publicación actual de los
escritos de Bakunin. El estado burocrático y centralizado crece por todas partes. En la
órbita soviética todas las libertades personales, que incluso en los períodos más
democráticos de esos países tuvieron una existencia muy tenue, están siendo suprimidas
más concienzudamente que nunca. En el mundo occidental, las libertades políticas están
sufriendo un ataque desde diversos puntos, y las masas —en vez de vocear abiertamente
su preocupación por esta tendencia— parecen hacerse cada día más inertes, con gustos
estereotipados, criterios estereotipados y, nos tememos, emociones estereotipadas. El
campo está abierto de par en par para demagogos y charlatanes, y aunque pueda ser cierto
todavía que resulta imposible engañar a todos durante todo el tiempo, muchas personas
han sido al parecer engañadas durante un período muy largo. El estado cuartelario de
Stalin, por una parte, y la creciente apatía política de amplios sectores de las masas
populares, por otra, han proporcionado un nuevo ímpetu a algunos hombres de visión
para reflexionar nuevamente sobre algunos de los principios considerados habitualmente
como fundamento del pensamiento político occidental. El significado de la libertad, como
las formas y límites de la violencia política, son problemas que preocupan hoy a tantos
espíritus inteligentes como en los días de La Boétie, Diderot, Junius y Bakunin. En una
situación semejante, el hombre suele volver —en busca de inspiración o confirmación
para su pensamiento— sobre la obra de quienes han luchado con problemas idénticos o
similares. Las sorprendentes y a menudo brillantes intuiciones de Bakunin presentadas en
este volumen deben ser una fructífera fuente de ideas nuevas para la aclaración de las
grandes cuestiones que rodean a los problemas de la libertad y el poder.
Bert F. Hoselitz
LA UNIVERSIDAD DE CHICAGO
[19]
Introducción

Por Rudolf Rocker

Mijail Bakunin es una figura única entre las personalidades revolucionarias del
siglo XIX. Este hombre extraordinario combinó en su naturaleza el intrépido pensador
socio-filosófico con el hombre de acción, mezcla rara vez encontrada en un mismo
individuo. Siempre estaba preparado para utilizar cualquier oportunidad de remodelar
alguna esfera de la sociedad humana.
Sin embargo, su tendencia impetuosa y apasionada a la acción remitió algo tras la
derrota de la Comuna de París en 1871, y finalmente, tras el colapso de las rebeliones de
Polonia e Imola en 1874, se apartó completamente de la actividad política dos años antes
de morir. Su poderoso cuerpo estaba minado por las penurias que tan largo tiempo
padeciera.
Pero esta decisión no estaba solamente motivada por el ocaso progresivo y rápido
de sus facultades físicas. La visión política de Bakunin —que después se vería
confirmada tan a menudo por los acontecimientos— le convenció de que el nuevo
Imperio Alemán, tras la guerra franco-prusiana de 1870-71, había iniciado una época
histórica desastro-[20]sa para la evolución social de Europa, destinada a "paralizar
durante muchos años todas las aspiraciones revolucionarias en torno a un renacimiento de
la sociedad en el espíritu del Socialismo.
La razón de abandonar la lucha no fue la desilusión de un hombre ya mayor,
afligido por la enfermedad y sin fe en sus ideales, sino la certeza de que con el cambio de
condiciones provocado por la guerra Europa había entrado en un período que rompería
radicalmente con las tradiciones creadas por la gran Revolución Francesa de 1789, y que
se vería seguido por una nueva e intensa reacción. En este sentido, Bakunin previó el
futuro de Europa mucho más correctamente que la mayor parte de sus contemporáneos.
Se equivocó en la duración de esta nueva reacción, que conducía a la militarización de
toda Europa, pero captó su naturaleza mejor que nadie. Esto se observa muy
particularmente en su patética carta del 11 de noviembre de 1874, a su amigo Nikolai
Ogarev:
«En cuanto a mí, viejo amigo, esta vez he abandonado yo también, definitivamente,
cualquier actividad práctica y me he retirado de toda conexión con compromisos activos. En
primer lugar, porque el tiempo presente es decisivamente poco apropiado. El bismarckianismo,
con su militarismo, su regla policíaca y su monopolio financiero unificados en un sistema
característico del nuevo estatismo, está conquistando todo. Durante los diez o quince años
próximos es posible que este poderoso y científico desprecio hacia lo humano se mantenga
victorioso. No quiero decir que no pueda hacerse nada ahora, pero estas condiciones nuevas
exigen nuevos métodos y, principalmente, nueva sangre. Siento que ya no sirvo para las luchas
abiertas, y las he abandonado sin esperar a que un valiente Gil Blas me diga: «¡Plus d'homélies,
Monseigneur!» (¡No más sermones, Señor!)

Bakunin jugó un papel destacado en dos grandes períodos revolucionarios, que


hicieron conocido su nombre en el mundo entero. Cuando estalló en Francia la revolución
de febrero de 1848 que —como ha dicho Max Nettlau— había previsto el propio Bakunin
en su valiente discurso de noviembre de 1847 con ocasión del aniversario de la
Revolución polaca, se apresuró a presentarse en París y en el corazón del torbellino de los
acontecimientos revolucionarios vivió probablemente las semanas más felices de [21] su
vida. Pero pronto comprendió que el curso victorioso de la revolución en Francia, dado el
fermento de rebeldía perceptible a todo lo largo de Europa, suscitaría fuertes
reverberaciones en otros países; por eso era de decisiva importancia unificar a todos los
elementos revolucionarios y evitar la desintegración de esas fuerzas, sabiendo que dicha
dispersión sólo trabajaría a favor de la escondida contrarrevolución.
La capacidad adivinatoria de Bakunin estaba por entonces bastante más allá de las
aspiraciones revolucionarias generales del momento, como se observa en su carta de abril
de 1848 a P. M. Annenkov, y especialmente también en sus cartas a su amigo el poeta
alemán Georg Herwegh, escritas en agosto del mismo año. Y tuvo también suficiente
intuición política para observar que era preciso tener en cuenta las condiciones existentes
para abolir los mayores obstáculos antes de que la revolución pudiera realizar sus metas
más elevadas.
Poco después de la revolución de marzo en Berlín, Bakunin viajó a Alemania para
tomar contacto desde allí con sus múltiples amigos polacos, checos y de otras
nacionalidades eslavas, con la idea de estimularles a una rebelión general combinada con
la democracia occidental y alemana. En ello veía el único camino posible para suprimir
los baluartes del absolutismo real en Europa —Austria, Rusia y Prusia— que no se
habían visto muy afectados por la gran Revolución Francesa. A sus ojos, esos países
seguían siendo los frenos más fuertes contra cualquier intento de una reconstrucción
social en el continente, y los más poderosos bastiones de cualquier reacción. Su actividad
febril en el período revolucionario de 1848-49 alcanzó su punto culminante en la jefatura
militar del alzamiento de Dresde en mayo de 1849, circunstancia que hizo de él uno de
los revolucionarios europeos más celebrados, a quien ni siquiera Marx ni Engels podían
negar el reconocimiento. Sin embargo, este período se vio seguido por años tenebrosos de
largo y atormentador confinamiento en prisiones alemanas, austriacas y rusas, que sólo se
aliviaron cuando fue exiliado a Siberia en marzo de 1857.
[22]
Tras doce años de cárceles y exilio, Bakunin logró escapar de Siberia y llegar a
Londres en diciembre de 1861, donde sus amigos Herzen y Ogarev le recibieron con los
brazos abiertos. Fue justamente entonces cuando comenzó a mitigarse la general reacción
europea que había seguido a los acontecimientos revolucionarios de 1848-49. En la
década de 1860 en muchas partes del continente aparecieron nuevas tendencias y un
espíritu nuevo que inspiró una esperanza renovada entre los levantiscos cuya meta era la
libertad humana. Los éxitos de Garibaldi y sus valientes bandas en Sicilia y en la
península italiana, la insurrección polaca de 1863-64, la creciente oposición en Francia al
régimen de Napoleón III, el comienzo de un movimiento laborista europeo, y la
fundación de la Primera Internacional, fueron signos portentosos de grandes cambios por
venir. Todos esos acontecimientos estimulantes hicieron creer a revolucionarios de
diversas tendencias políticas que estaba gestándose un nuevo 1848, e incluso
historiadores de reputación se vieron llevados a hacer predicciones similares. Fue una
época de grandes esperanzas que, sin embargo, sucumbió con la guerra de 1870-71, la
derrota de la Comuna de París y el fracaso de la Revolución española de 1873.
Esta atmósfera vibrante de la década de 1860 era exactamente lo que necesitaba la
impetuosa tendencia de Bakunin a la acción, ansia que en modo alguno se vio debilitada
por su doloroso confinamiento anterior. Casi parecía que intentaba recuperar toda la
actividad perdida durante más de una década de forzado silencio. A lo largo de los
prolongados años de prisión —primero en la fortaleza austriaca de Olmutz, y luego en la
de Pedro y Pablo y en Schlüsselburg, donde se le mantuvo en situación de continuo
confinamiento solitario— no tuvo posibilidad alguna de informarse sobre lo que
acontecía en el mundo exterior. Y durante su exilio en Siberia tampoco pudo seguir las
grandes transiciones europeas que siguieron a los días tormentosos de los dos años
revolucionarios. Cuanto oyó por accidente en el período de exilio fueron débiles ecos
venidos de tierras distantes, relatos de sucesos que carecían de relación alguna con su
medio siberiano.
[23]
Esto ayuda a explicar por qué inmediatamente después de fugarse de los confines
más distantes de Alejandro II, Bakunin intentó reanudar su actividad donde la había
abandonado en 1849, anunciando que renovaba su lucha contra los despotismos ruso,
austriaco y prusiano pidiendo la unión de todos los pueblos eslavos sobre la base de las
comunas federadas y la propiedad común de la tierra.
Sólo tras la derrota de la insurrección polaca de 1863 y su marcha a Italia, donde
encontró un campo enteramente nuevo para sus energías, asumieron las acciones de
Bakunin un carácter internacional. Desde el mismo día de llegar a Londres su infatigable
impulso interior le llevó una y otra vez a empresas revolucionarias que ocuparon los trece
años siguientes de su agitada vida. Tomó parte directiva en los preparativos clandestinos
para la insurrección polaca, e incluso consiguió persuadir al tranquilo Herzen para que
siguiese un camino contrario a sus inclinaciones. En Italia fue fundador de un
movimiento social-revolucionario que entró en conflicto abierto con las aspiraciones
nacionalistas de Mazzini y atrajo a muchos de los mejores elementos de la juventud
italiana.
Más tarde se convirtió en el alma y en el inspirador del ala libertaria de la Primera
Internacional, siendo así, el fundador de la rama federalista y anti-autoritaria del
movimiento socialista, que se diseminó por todo el mundo y que luchó contra todas las
formas de socialismo estatal. Su correspondencia con revolucionarios bien conocidos de
diversos países creció hasta adquirir un volumen casi sin paralelos. Participó en la
revuelta de Lyon en 1870, y en el movimiento italiano de insurrección en 1874, cuando
ya su salud estaba obviamente en quiebra. Todo ello indica la poderosa vitalidad y la
fuerza de decisión que poseía. Herzen dijo de él: «Todo en este hombre es colosal, su
energía, su apetito, hasta el propio hombre».
Se comprenderá fácilmente, dado lo tempestuoso de esa vida, la razón por la que
han quedado en estado fragmentario la mayor parte de los escritos de Bakunin. La
publicación de sus obras escogidas no comenzó hasta diecinueve años después de su
muerte. Entonces, en 1895. P. V. Stock de [24] París publicó el primer volumen de una
edición francesa a cargo de Max Nettlau. A ese volumen siguieron otros cinco, también
publicados por Stock pero al cuidado de James Guillaume, en el período que va desde
1907 a 1913. La misma editorial anunció la publicación de obras adicionales, pero se lo
impidieron las condiciones derivadas de la Primera Guerra Mundial. Sabemos que
Guillaume preparaba un séptimo volumen para los impresores, cuya aparición se preveía
para después del Armisticio. Pero, desgraciadamente, no ha aparecido todavía. Los seis
volúmenes franceses aparecidos incluyen el texto de numerosos manuscritos jamás
impresos antes, así como obras publicadas en forma de panfleto en fechas anteriores.
En 1919-22 apareció en Petrogrado y debida a Golos Truda una edición rusa de
Bakunin en cinco volúmenes. El primero de ellos es Estatismo y Anarquismo, que no
aparece en la edición francesa. Pero la edición rusa carece de diversos trabajos de
Bakunin incluidos en la francesa. Además de esos cinco tomos en ruso, el gobierno
bolchevique planeaba preparar ediciones completas de los trabajos de Bakunin y
Kropotkin en sus Clásicos Socialistas. La edición de Bakunin se confió a George Steklov,
que pretendía publicar catorce volúmenes. Pero sólo se publicaron cuatro, que contienen
escritos, cartas y otros documentos de Bakunin hasta 1861. Sin embargo, incluso esos
cuatro volúmenes fueron retirados de la circulación andando el tiempo.
Los editores del periódico Der Syndikalist en Berlín publicaron tres volúmenes de
Bakunin en alemán durante el período 1921-24. A sugerencia mía, emprendieron la tarea
de producir dos nuevos volúmenes, con traducción y preparación de Max Nettlau, que
también había elegido los contenidos y cuidado los volúmenes segundo y tercero de esta
edición. Pero la dominación nazi impidió la publicación de estos dos volúmenes
adicionales.
En la década de 1920 los administradores del periódico anarquista La Protesta, de
Buenos Aires, proyectaron una edición castellana de Bakunin. Diego Abad de Santillán
fue encargado de preparar el texto español, con Nettlau como asesor editorial. En 1929
habían aparecido cinco volú-[25]menes de esa edición, siendo el quinto Estatismo y
Anarquismo con un prólogo escrito por Nettlau. Pero la aparición de los cinco restantes se
vio completamente bloqueada con la supresión de La Protesta y de su propio negocio
editorial decretada por el régimen dictatorial de Uriburu, establecido en 1930.
El quinto volumen español incluía el texto de Anarquismo y Estatismo, que
Bakunin escribió en ruso. Este libro no se ha traducido hasta el presente a ninguna otra
lengua salvo el castellano, y en 1878 sólo se habían publicado unos breves pasajes en
francés para la revista L'Avant-Garde en Chaud-de-Fonds, Suiza. Pero una especial virtud
de la edición de Buenos Aires es la luminosa introducción histórica escrita por Nettlau
para cada volumen. Después, en la época de la guerra civil española, Santillán intentó
publicar las obras de Bakunin en Barcelona, y allí se imprimieron, en efecto, unos pocos
volúmenes con un bello formato, pero la victoria de Franco liquidó cualquier intento de
completar esa empresa.
Todavía no se ha publicado en ninguna lengua una edición completa de las obras
de Bakunin. Y ninguna de las ediciones existentes —excepto el grupo de cuatro
volúmenes publicado por el gobierno soviético ruso— contiene los escritos de su primer
período revolucionario, que son de particular interés e importancia para la comprensión
de su evolución espiritual. Algunos de esos escritos aparecieron en revistas o como
panfletos en alemán, francés, checo, polaco, sueco y ruso. Entre estos textos estaba su
notable y bien difundido ensayo La reacción en Alemania, fragmento hecho por un
francés, que, bajo el pseudónimo de Jules Elysard, escribió para los Deutsche Jahrbücher
publicados por Arnold Ruge en Leipzig; su artículo sobre Comunismo en la revista de
Fröbel en Zürich, Schweizerischer Republikaner; el texto del discurso de Bakunin en el
aniversario de la revolución polaca; sus artículos anónimos en la Allgemeine Oderzeitung
de Breslau; su Llamamiento a los Eslavos en 1849 y otros escritos de ese período.
Después, tras su huida de Siberia, Bakunin escribió su Llamamiento a mis amigos rusos,
polacos y a todos los demás eslavos, en 1862; su ensayo La causa [26] del pueblo:
Romanov, Pugachev o Pesie/? que apareció durante el mismo año en Londres, y varios
otros escritos.
Bakunin era un autor brillante, aunque sus escritos carezcan de sistema y
organización, y sabía poner ardor, entusiasmo y fuego en sus palabras. La mayor parte de
su obra literaria fue producida bajo la influencia directa de inmediatos acontecimientos
contemporáneos, y como tomó parte activa en muchos de ellos rara vez tenía tiempo para
pulir serena y deliberadamente sus manuscritos. Esto explica en gran medida por qué
quedaron incompletos muchos de ellos, y a menudo en estado de meros fragmentos.
Gustav Landauer lo comprendió bien cuando dijo : «He querido y admirado a Mijail
Bakunin, el más seductor de todos los revolucionarios, desde el primer día que le conocí
porque pocas disertaciones están escritas tan vivazmente como las suyas, y este es quizá
el motivo de que sean tan fragmentarias como la vida misma».
Bakunin deseó durante largo tiempo exponer sus teorías y opiniones en un amplio
volumen comprensivo de todas ellas, deseo que expresó repetidamente en sus últimos
años. Lo intentó varias veces, pero por una u otra razón sólo lo consiguió en parte, cosa
que —dada su vida prodigiosamente activa, donde cualquier tarea era fácilmente
desplazada a un segundo lugar por otras diez nuevas— difícilmente podía haberse
evitado.
El primer intento en esa dirección fue su trabajo La cuestión Revolucionaria:
Federalismo, Socialismo y Anti-teologismo. Con sus más íntimos amigos presentó al
Comité organizador del Primer Congreso de la Liga para la Paz y la Libertad —celebrado
en 1867 en Ginebra— una resolución que pretendía obtener el apoyo de los delegados
para sus tesis, esfuerzo enteramente desesperado dada la composición de ese comité.
Bakunin expresó sus tres puntos en una extensa argumentación que debía imprimirse en
Berna. Pero tras haber pasado por imprenta unas pocas paginas, el trabajo se detuvo y los
moldes se destruyeron, por razones jamás explicadas. Como había sobrevivido el
manuscrito (o la mayor parte de él), el texto se publicó en 1895 en el primer volumen de
la edición francesa de Bakunin. Dicho [27] trabajo ocupa 205 páginas. Sin embargo, falta
la conclusión, pues el último párrafo impreso termina con una frase inacabada. No
sabemos qué parte se perdió, o si Bakunin quizá no llegó a completarlo. Pero las páginas
preservadas muestran claramente que pretendía incluir en un volumen los principios
básicos de sus teorías y opiniones.
Bakunin, hizo un segundo y más ambicioso intento con su libro El Imperio
Látigo-germánico y la Revolución Social, cuya primera parte se publicó en 1871. Durante
su vida no llegó a aparecer la segunda parte, de la cual algunas páginas ya habían pasado
por imprenta. Pero numerosos manuscritos, entre los cuales algunos estaban preparados
muy cuidadosamente —como prueban las correcciones del texto— demuestran que
Bakunin tenía un enorme interés por completar este trabajo.
Como la mayor parte de las producciones literarias de Bakunin, ésta estaba
inspirada también por los acuciantes acontecimientos de la hora política. En dicho caso el
motivo impulsor fue la guerra franco-alemana de 1870-71. Precedió ese escrito en
septiembre de 1870 con una especie de introducción llamada Cartas a un francés sobre
la Crisis Actual, texto del que sólo se imprimió una pequeña parte de 43 páginas en aquel
momento. Con aquellas cartas, que había despachado secretamente a elementos rebeldes
de Francia, Bakunin intentaba despertar al pueblo francés a una resistencia revolucionaria
contra la invasión alemana, y su participación personal en la insurrección de Lyon en
septiembre de 1871 atestigua que estaba presto a arriesgar su propia vida en tal aventura.
Sólo cuando fracasaron los intentos sediciosos de Lyon y Marsella se vio obligado a huir
de Francia, encontró tiempo para trabajar en su manuscrito más esencial, aunque aún
entonces su trabajo de escribir se vio frecuentemente interrumpido. El residuo de las
Cartas a un francés, inédito durante su vida, así como la mayor parte de los manuscritos
preparados para el extenso volumen sobre el Imperio Látigo-alemán se publicaron por
primera vez en francés mucho tiempo después de su muerte.
Aunque Bakunin jamás logró completar el extenso volumen pretendido, su intento
de concentrarse sobre los puntos [28] más importantes de sus propias teorías socio-
filosóficas pronto le permitió enfrentarse a Mazzini con argumentos brillantes cuando
éste lanzó sus ataques contra la Primera Internacional y la Comuna de París. De hecho,
los escritos polémicos de Bakunin contra Mazzini, y especialmente La teología política
de Mazzini y la Internacional, se encuentran entre los mejores de cuantos salieron de su
pluma. Partiendo de diversos manuscritos dejados por Bakunin es evidente que pretendía
escribir una continuación de este panfleto, pero sólo se han descubierto unas pocas notas
esquemáticas sobre el tema.
Su última obra importante, Estatismo y Anarquismo, apareció en 1873. Fue el
único texto extenso que escribió en ruso. Allí incorporó muchas ideas que se encuentran
en una forma u otra a lo largo de diversos manuscritos que Bakunin pretendía incluir en
El Imperio Látigo-germánico y la Revolución Social. Pero de Estatismo y Anarquismo
sólo se ha publicado la primera parte, que, junto con un apéndice, comprende 332 páginas
impresas en la edición rusa. En 1874, cuando Bakunin se había retirado definitivamente
de la acción revolucionaria, tanto pública como secreta, pudo haber encontrado tiempo
para materializar esta ambición de toda la vida; pero su enfermedad y el problema de
cubrir las mínimas necesidades de subsistencia ocuparon sus dos últimos años de
existencia, aunque no sospechara cuán breve era el plazo de su vida. Pero incluso en esos
días de horrible pobreza estaba atormentado por el deseo de terminar la gran tarea
literaria tan frecuentemente interrumpida. En noviembre de 1874 escribió a Ogarev en la
carta antes citada:
«Por lo demás, no me quedo ocioso y trabajo mucho. En primer lugar, estoy
escribiendo mis memorias, y en segundo —si las fuerzas me lo permiten — me preparo a
escribir las últimas palabras sobre mis convicciones más profundas. Y leo mucho.
Actualmente estoy leyendo tres libros a la vez: la Historia de la Cultura Humana de
Kolb, la Autobiografía de John Stuart Mill y a Schopenhauer... Ya estoy harto de enseñar.
Ahora, viejo amigo, en nuestros días de vejez queremos comenzar a aprender de nuevo.
Es más entretenido.»
Pero sus memorias, que Herzen le había estimulado tanto y tan a menudo a
escribir, jamás llegaron al papel salvo [29] un fragmento titulado Historia de mi Vida,
donde Bakunin habla de su primera juventud en la finca familiar de Pryamukhino. El
texto lo publicó por primera vez Max Nettlau en septiembre de 1896, para la revista
Société Nouvelle de Bruselas.
Aunque la masa de escritos de Bakunin haya seguido siendo fragmentaria, los
numerosos manuscritos que dejó y que se imprimieron sólo bastantes años después
contienen muchas ideas originales y sagazmente desarrolladas sobre una gran variedad de
problemas intelectuales, políticos y sociales. Y estas ideas mantienen en gran medida su
importancia y pueden inspirar también a las generaciones futuras. Entre ellas están las
observaciones profundas e ingeniosas sobre la naturaleza de la ciencia y su relación con
la vida real y los cambios sociales de la historia. Deberíamos recordar que esas
espléndidas disertaciones se escribieron cuando la vida intelectual solía estar bajo la
influencia del resurgir de las ciencias naturales. En esa época se asignaban a la ciencia
funciones y tareas que jamás podría cumplir, y muchos de sus representantes se veían
llevados por ello a conclusiones que justificaban cualquier forma de reacción.
Los propugnadores del llamado darwinismo social hicieron de la supervivencia
del más fuerte la ley básica de existencia para todos los organismos sociales, e increpaban
a cualquiera que osase negar esta revelación científica definitiva. Economistas burgueses
e incluso socialistas, arrastrados por el ansia de proporcionar un fundamento científico a
sus propios tratados, malentendieron tanto el valor del trabajo humano que lo
consideraron equivalente a un bien intercambiable por cualquier otro. Y en sus intentos
por reducir a fórmulas válidas el valor de uso y el valor de cambio olvidaron el factor
más vital, el valor ético del trabajo humano, verdadero creador de toda vida cultural.
Bakunin fue uno de los primeros en percibir claramente que los fenómenos de la
vida social no podían adaptarse a fórmulas de laboratorio, y que los esfuerzos en esa
dirección conducirían inevitablemente a una tiranía odiosa. En modo alguno se equivocó
en cuanto a la importancia de [30] la ciencia, y jamás pretendió negarle su puesto; pero
recomendó cautela antes de atribuir un papel excesivamente grande al conocimiento
científico y a sus resultados prácticos. Estaba en contra de que la ciencia se convirtiese en
árbitro final de la vida personal y el destino social de la humanidad, pues era agudamente
consciente de las desastrosas posibilidades de tal camino. Hasta qué punto estaba en lo
cierto lo comprendemos ahora mejor que sus propios contemporáneos. Hoy en la era de
la bomba atómica, se hace obvio hasta qué punto nos hemos visto extraviados por el
predominio de un pensamiento exclusivamente científico cuando no se ve influido por
consideración humana alguna y sólo tiene en cuenta los resultados inmediatos
prescindiendo de las consecuencias finales, aunque puedan llevar al exterminio de la vida
humana.
Entre las incontables notas fragmentarias de Bakunin existen diversos
memorándums esquemáticos, que pretendía desarrollar cuando el tiempo se lo permitiera.
Y jamás tuvo tiempo suficiente para hacerlo. Pero hay otros desarrollados con un
meticuloso cuidado y un lenguaje vivamente expresivo; por ejemplo, el centelleante
ensayo que Carlo Cafiero y Elisée Reclus publicaron por primera vez en 1882 —en forma
de panfleto— bajo el título Dios y el Estado. Desde entonces ese panfleto se ha reimpreso
en muchas lenguas, y ningún otro escrito del autor ha tenido una circulación más amplia.
Una continuación lógica de este ensayo, en páginas escritas para El Imperio Látigo-
germánico, fue descubierta después por Nettlau entre los escritos de Bakunin e
incorporada bajo el mismo título en el primer volumen de la edición francesa de Obras,
tras publicar un extracto en inglés en la revista de James Tochetti Liberty, publicada en
Londres.
El mundo de las ideas de Bakunin se revela en un gran número de manuscritos.
No era por eso tarea sencilla descubrir en este laberinto de fragmentos literarios las
conexiones internas esenciales para formar un cuadro completo de sus teorías.
Fue un propósito admirable por parte de nuestro querido camarada Maximoff, que
murió demasiado joven, presentar [31] en un orden adecuado los pensamientos más
importantes de Bakunin, proporcionando así al lector una exposición clara de sus
doctrinas en las páginas que siguen. Este trabajo es particularmente recomendable porque
la mayor parte de los escritos escogidos de Bakunin están agotados y son difíciles de
obtener en cualquier lengua. Las ediciones rusas y alemanas están completamente
agotadas, y varios volúmenes de la edición francesa no son disponibles ya. Es
especialmente satisfactorio que la edición actual aparezca en inglés, porque de Bakunin
sólo Dios y el Estado y unos pocos panfletos menores han aparecido en inglés.
Maximoff dividió sus selecciones anotadas en cuatro partes, y ordenó en una
secuencia lógica los conceptos fundamentales expresados por Bakunin sobre temas que
incluían la religión, la ciencia, el Estado, la sociedad, la familia, la propiedad, las
transiciones históricas y los métodos de lucha por la liberación social. Como profundo
conocedor de las ideas socio-filosóficas de Bakunin y de su obra literaria, Maximoff
estaba magníficamente cualificado para emprender este proyecto, al cual entregó años de
duro trabajo.
Gregori Petrovich Maximoff nació el 10 de noviembre de 1893 en la aldea rusa de
Mitushimo, provincia de Esmolensko. Tras completar su educación elemental, fue
enviado por su padre al seminario teológico de Vladimir para iniciar la carrera sacerdotal.
Aunque terminó el curso allí comprendió que no estaba hecho para esa vocación y partió
hacia San Petersburgo, donde ingresó en la Academia Agrícola y se graduó como
agrónomo en 1915.
A una edad muy temprana tomó contacto con el movimiento revolucionario. Era
incansable en su búsqueda de nuevos valores espirituales y sociales, y durante sus años
universitarios estudió los programas y métodos de todos los partidos revolucionarios en
Rusia, hasta encontrar un día ciertos escritos de Kropotkin y Stepniak donde halló
confirmación a muchas de sus ideas, a las cuales había llegado por sus propios caminos.
Y su evolución espiritual recibió un empuje adicional al descubrir en una biblioteca
privada del interior de Rusia dos obras de Bakunin que [32] le impresionaron
profundamente. De todos los pensadores libertarios, Bakunin era quien atraía más
intensamente a Maximoff. El lenguaje osado del gran rebelde y el irresistible poder de sus
palabras, que tan profundamente habían influido sobre tantos jóvenes rusos conquistó
también a Maximoff, que durante el resto de su vida quedaría bajo su fascinación.
Maximoff tomó parte en la propaganda secreta hecha entre los estudiantes de San
Petersburgo y los campesinos en las regiones rurales, y cuando al fin estalló la tan
esperada revolución estableció contacto con los sindicatos, trabajando en sus consejos y
hablando en sus reuniones. Fue un período de ilimitadas esperanzas para él y sus
camaradas que, sin embargo, se vio cegado poco después de asumir los bolcheviques el
control del gobierno ruso. Se unió al Ejército Rojo para combatir a la contrarrevolución,
pero cuando los nuevos dueños de Rusia utilizaron el ejército para tareas policíacas y
para desarmar al pueblo, Maximoff rehusó obedecer órdenes de ese tipo y fue condenado
a muerte. Sólo por la solidaridad y las enérgicas protestas del sindicato de trabajadores
del metal se le perdonó la vida.
Fue arrestado por última vez el 8 de marzo de 1921, en la época de la rebelión de
Kronstadt, y arrojado a la prisión de Taganka en Moscú junto a una docena de camaradas,
bajo el único cargo de mantener opiniones anarquistas. Cuatro meses más tarde tomó
parte en una huelga de hambre, que duró diez días y medio y tuvo amplias repercusiones.
La huelga sólo terminó después de que los camaradas franceses y españoles —asistentes
entonces a un congreso de la Internacional Sindical Roja— elevaran sus voces contra la
falta de humanidad del gobierno bolchevique y exigieran la libertad de los prisioneros. El
régimen soviético accedió a esta demanda con la condición de que los prisioneros, todos
ellos rusos nativos, fuesen exilados de su tierra natal.
Este es el motivo de que Maximoff fuese primero a Alemania, donde tuve la grata
oportunidad de conocerle y unirme al círculo de sus amigos. Permaneció en Berlín unos
tres años, y luego se trasladó a París. Allí estuvo [33] seis o siete meses, tras los cuales,
emigró a los Estados Unidos.
Maximoff escribió abundantemente sobre la lucha humana a lo largo de muchos
años, durante los cuales fue diversas veces director y colaborador de periódicos y revistas
libertarias en lengua rusa. En Moscú trabajó como co-director de Golos Truda [«Voz del
trabajo»] y, más tarde, de su sucesora Novy Golos Truda [«Nueva Voz del Trabajo»]. En
Berlín se convirtió en director de Rabotchi Put [«La Senda del Trabajo»], revista
publicada por anarcosindicalistas rusos. Al establecerse más tarde en Chicago, se le
nombró director de Golos Truzhenika [«Voz del Explotado»], en la que había colaborado
desde Europa. Cuando dicho periódico dejó de existir, se encargó de la dirección de
Dielo Trouda-Probuzhdenie [«Causa del Trabajo-Despertar», nombre surgido de la fusión
de dos revistas], aparecida en Nueva York, puesto que mantuvo hasta su muerte. La lista
de escritos de Maximoff en el terreno periodístico forma una bibliografía extensa y
sustancial.
Entre sus escritos, se encuentra también un libro llamado La guillotina en
funciones, historia muy bien documentada de 20 años de terror en la Rusia soviética,
publicado en Chicago en 1940; un volumen titulado Anarquismo Constructivo, publicado
igualmente en esa ciudad en 1952; un panfleto, Bolchevismo: Promesas y Realidad, que
constituye un luminoso análisis de las acciones del partido comunista ruso, aparecido en
Glasgow en 1935 y reimpreso en 1937; y dos panfletos en ruso publicados primero en
Alemania: En lugar de un Programa, que examinaba las resoluciones de dos conferencias
de anarco-sindicalistas en Rusia, y Por qué y Cómo despertaron los bolcheviques a los
anarquistas de Rusia, relacionado con sus experiencias y las de sus camaradas en Moscú.
Maximoff murió en Chicago el 16 de marzo de 1950, mientras estaba aún en la
flor de la edad, a consecuencia de trastornos cardiacos, y fue llorado por todos quienes
tuvieron la buena suerte de conocerle. No sólo era un pensador lúcido, sino un hombre de
impecable carácter y amplia comprensión humana. Y era una persona integral, [34] en la
que la claridad del pensamiento y el calor de los sentimientos se unificaban del modo más
feliz. El anarquismo no era para él solamente una preocupación dirigida al porvenir, sino
el leit-motiv de su propia vida; desempeñaba un papel en todas sus actividades. También
tenia comprensión para otras concepciones distintas, mientras estuviese convencido de
que dichas creencias estaban inspiradas por la buena voluntad y por una convicción
profunda. Su tolerancia era tan grande como amistosa y cooperativa su actitud hacia
todos aquellos que entraban en contacto con él. Vivió como un anarquista, no porque
sintiese el deber de hacerlo así, impuesto desde el exterior, sino porque no podía obrar de
otro modo, porque su ser más íntimo siempre le hizo obrar como sentía y pensaba.
Crompond, N. Y. Julio, 1952

[35]
PARTE I

FILOSOFÍA

1. LA CONCEPCIÓN DEL MUNDO

La Naturaleza es necesidad racional *. No es éste el lugar para hacer


especulaciones filosóficas sobre la naturaleza del Ser. No obstante, puesto que he de usar
la palabra Naturaleza frecuentemente, es necesario que explique con claridad el
significado atribuido a esta palabra.
Podría decir que la Naturaleza es la suma de todas las cosas que tienen existencia
real. Sin embargo, esto proporcionaría un concepto de la Naturaleza totalmente privado
de vida, cuando ella se nos aparece, por el contrario, como llena de vida y movimiento.
Por lo mismo ¿qué es la suma de las cosas? Las cosas que existen hoy no existirán
mañana. Mañana no desaparecerán, pero estarán completamente transformadas. En
consecuencia, me encontraré mu-[36]cho más cerca de la verdad si digo: la Naturaleza es
la suma de las transformaciones efectivas de las cosas que existen y que se producirán
incesantemente dentro de su seno. Con el fin de hacer más precisa esta idea de la suma o
totalidad adelantaré la proposición siguiente como premisa básica:
Todos los seres que constituyen la totalidad indefinida del universo, todas las
cosas existentes en el mundo, sea cual fuere su naturaleza particular en relación con la
cantidad o la cualidad —las cosas más diversas y más similares, grandes o pequeñas,
cercanas o lejanas— efectúan necesaria e inconscientemente unas sobre las otras, directa
o indirectamente, una acción y reacción perpetuas. Toda esta multitud ilimitada de
reacciones y acciones particulares combinada en un movimiento general produce y
constituye lo que denominamos Vida, Solidaridad, Causalidad Universal, Naturaleza.
Llámesele, si se quiere, Dios o lo Absoluto; realmente no importa, siempre que no
atribuyamos a la palabra Dios un significado diferente del que acabamos de establecer: la
combinación universal, natural, necesaria y real, pero en modo alguno predeterminada,
preconcebida o conocida de antemano, de la infinidad de acciones y reacciones
particulares ejercidas recíproca e incesantemente por todas las cosas que poseen una
existencia real. Definida de esta forma, esta Solidaridad Universal, la Naturaleza
concebida como un universo infinito, se impone a nuestra mente como una necesidad
racional...
Causalidad universal y dinámica creativa. Es razonable pensar que esta
Solidaridad Universal no puede tener el carácter de una primera causa absoluta; al
contrario, es simplemente el resultado producido por la acción espontánea de causas
particulares, cuya totalidad constituye la causalidad universal. Siempre crea y será creada
de nuevo; es la Unidad combinada y surgida para siempre en la infinita totalidad de
incesantes transformaciones de todas las cosas existentes; y al mismo tiempo es lo
creador de esas mismas cosas; cada punto actúa sobre el Todo (aquí el Universo es el
producto resultante); y el Todo actúa sobre cada punto (aquí el Universo es el Creador).
[37]
El creador del universo. Habiendo dado esta definición, puedo decir, sin miedo a
expresarme ambiguamente, que la Causalidad Universal, la Naturaleza, crea los mundos.
Es esta causalidad lo que ha determinado la estructura mecánica, física, geológica y
geográfica de nuestra tierra, y tras cubrir su superficie con los esplendores de la vida
vegetal y animal, sigue aún creando en el mundo humano la sociedad, con todos sus
desarrollos pasados, presentes y futuros. La Naturaleza actúa con arreglo a ley. Cuando
el hombre comienza a observar con atención firme y prolongada la parte de la naturaleza
que le rodea y que descubre dentro de sí, acabará advirtiendo que todas las cosas están
gobernadas por leyes inmanentes constitutivas de su propia naturaleza particular; que
cada cosa posee su propia forma peculiar de transformación y acción; que en esta
transformación y acción hay una sucesión de hechos y fenómenos que se repiten
invariablemente bajo las mismas condiciones; y que, bajo la influencia de condiciones
nuevas y determinantes, cambia de un modo igualmente regular y determinado. Esta
constante repetición de los mismos hechos a través de la acción de las mismas causas
constituye precisamente el método legislativo de la Naturaleza: orden en la infinita
diversidad de hechos y fenómenos.
La ley suprema. La suma de todas las leyes conocidas y desconocidas que operan
en el universo constituye su ley única y suprema.
En el comienzo era la acción. Es razonable pensar que en el Universo así
concebido no tienen cabida ideas a priori ni leyes preconcebidas o preordenadas. Las
ideas, incluyendo la de Dios, sólo existen sobre la tierra en cuanto son producidas por la
mente. Es, por tanto, claro que emergieron mucho después de los hechos naturales y
mucho después de las leyes que gobiernan tales hechos. Si son verdaderas, corresponden
a esas leyes; y son falsas si las contradicen. En cuanto a las leyes naturales, sólo se
manifiestan bajo esta forma ideal o abstracta de la legalidad en la mente humana,
reproducidas por nuestro cerebro sobre la base de una observación más o menos exacta
de las cosas, los fenómenos y la sucesión de los hechos; asumen la forma [38] de ideas
humanas con un carácter casi espontáneo. Antes de surgir el pensamiento humano eran
leyes desconocidas en cuanto tales, y existían únicamente en el estado de procesos reales
o naturales que, como antes indiqué, están siempre determinados por la indefinida
concurrencia de condiciones. Influencias y causas particulares que se repiten
regularmente. En esa medida, el término Naturaleza excluye cualquier idea mística o
metafísica de una Substancia, de una Causa Final o de una creación providencialmente
emprendida y dirigida.
Creación. Con la palabra creación no queremos indicar una creación teológica o
metafísica, ni tampoco una forma artística, científica, industrial o de cualquier otro tipo
que presuponga un creador individual. Con este término indicamos simplemente el
proyecto infinitamente complejo de un número ilimitable de causas ampliamente diversas
—grandes y pequeñas, conocidas algunas pero desconocidas todavía en su mayor parte—
que habiéndose combinado en un momento preciso (por supuesto, no sin causa, pero sin
premeditación alguna y sin planes trazados de antemano) produjeron este hecho.
Armonía en la Naturaleza. Pero se nos dice que de ser así las cosas, la historia y
los destinos de la sociedad humana serían un puro caos; se trataría de meros juegos del
azar; sin embargo, lo cierto es exactamente lo contrario; sólo cuando la historia se
emancipa de la arbitrariedad divina y humana se presenta con toda la imponente, y al
mismo tiempo racional, grandeza de un desarrollo necesario, como la Naturaleza orgánica
y física de la cual es continuación directa. A pesar de la inacabable riqueza y variedad de
seres que la constituyen, la Naturaleza no presenta en modo alguno un caos, sino más
bien un mundo prodigiosamente organizado donde cada parte está vinculada lógicamente
a todas las demás.
La lógica de la divinidad. Pero, se nos dice también, debe haber existido un
regulador. ¡En absoluto! Un regulador, aunque fuese Dios, sólo frustraría con su
intervención arbitraria el orden natural y el desarrollo lógico de las cosas. Y
efectivamente vemos que en todas las religiones [39] el atributo principal de la divinidad
consiste en ser superior, es decir, en ser contrario a toda lógica y en poseer una lógica
propia: la lógica de la imposibilidad natural o de lo absurdo.
La lógica de la Naturaleza. Decir que Dios no es contrario a la lógica es decir
que es absolutamente idéntico a ella, que él mismo no es más que lógica; esto es, el curso
natural y el desarrollo de las cosas reales. En otras palabras, es decir que Dios no existe.
La existencia de Dios sólo tiene sentido en cuanto implica la negación de leyes naturales.
Por consiguiente, se plantea un dilema inevitable:
El dilema. Dios existe, y en consecuencia no pueden existir leyes naturales, y el
mundo presenta un puro caos; o el mundo no es caos, y posee un orden inmanente, con lo
cual Dios no existe.
El axioma. ¿Qué es lógico sino el curso natural de las cosas, o los procesos
naturales por cuya mediación muchas causas determinantes producen un hecho? En
consecuencia, podemos enunciar este axioma muy simple y al mismo tiempo decisivo:
Todo lo natural es lógico, y todo cuanto es lógico se realiza o está destinado a
realizarse en el mundo natural: en la Naturaleza —en el sentido adecuado de la palabra
—y en su desarrollo ulterior, que es la historia natural de la sociedad humana.
La primera causa. ¿Pero cómo y por qué existen las leyes del mundo natural y
social si nadie los creó y nadie los gobierna? ¿Qué les proporciona su carácter invariable?
No está en mi mano resolver este problema y —que yo sepa— nadie ha encontrado jamás
una respuesta; indudablemente, nadie la encontrará jamás.
Las leyes naturales y sociales existen en el mundo real y son inseparables de él;
inseparables de la totalidad de cosas y hechos que constituyen sus productos y efectos, a
menos que nosotros nos convirtamos en causas relativas de nuevos seres, cosas y hechos.
Esto es todo cuanto sabemos y, según pienso, todo cuanto podemos saber. Además ¿cómo
encontrar la primera causa si no existe? Lo que hemos llamado Causalidad Universal sólo
es en sí mismo [40] el resultado de todas las causas particulares que actúan en el
Universo.
La metafísica, la teología, la ciencia, y la primera causa. El teólogo y el
metafísico se aprovecharían con gusto de esa ignorancia humana forzosa y
necesariamente eterna para imponer sus falacias y fantasías a la humanidad. Pero la
ciencia se burla de ese consuelo trivial: lo detesta como ilusión ridícula y peligrosa.
Cuando se siente incapaz de proseguir sus investigaciones, cuando se ve forzada a
descartarlas por el momento, preferirá decir «no sé» antes que presentar hipótesis
inverificables como verdades absolutas. La ciencia ha hecho más que eso: ha conseguido
probar con una evidencia impecable el absurdo y la insignificancia de todas las
concepciones teológicas y metafísicas. Pero no las ha destruido para sustituirlas por
nuevas absurdeces. Cuando alcanza el límite de su conocimiento dirá con toda
honestidad: «no sé». Pero jamás extraerá ninguna consecuencia de lo que no sabe y no
puede saber.
La ciencia universal es un ideal inalcanzable. De este modo, la ciencia
universal es un ideal que el hombre nunca será capaz de realizar por completo. Siempre
se verá forzado a contentarse con la ciencia de su propio mundo, y aunque esta ciencia
alcance la estrella más distante, seguirá sabiendo muy poco sobre ella. La verdadera
ciencia sólo comprende el sistema solar, nuestra esfera terrestre, y cuanto acontece y
sucede sobre esta tierra. Pero incluso dentro de esos límites, la ciencia sigue siendo
demasiado vasta para ser abarcada por un hombre o una generación, tanto más cuanto que
los detalles de nuestro mundo se pierden en lo infinitesimal y su diversidad trasciende
cualquier límite definido.
La hipótesis de una legislación divina conduce a la negación de la Naturaleza.
Si en el universo reina la armonía y el acuerdo con la ley, no es porque esté gobernado
según un sistema preconcebido y ordenado de antemano por la Voluntad Suprema. La
hipótesis teológica de una legislación divina conduce a un manifiesto absurdo y a la
negación no sólo de cualquier orden, sino de la propia Naturaleza. Las leyes sólo son
reales cuando resultan [41] inseparables de las propias cosas; es decir, cuando no están
ordenadas por un poder extraño. Esas leyes no son sino simples manifestaciones o
variaciones continuas de las cosas y combinaciones de diversos hechos pasajeros, pero
reales.
La Naturaleza misma no conoce ley alguna. Todo esto constituye lo que
denominamos Naturaleza. Pero la Naturaleza no conoce ley alguna. Trabaja
inconscientemente, y presenta una infinita variedad de fenómenos que se manifiestan y se
repiten a sí mismos inevitablemente. Sólo debido a esta inevitabilidad de la acción puede
existir y existe un orden en el Universo.
La unidad del mundo físico y social. La mente humana y la ciencia por ella
estudian esas características y combinaciones de cosas, sistematizándolas y
clasificándolas con la ayuda de los experimentos y de la observación. A tales
clasificaciones y sistematizaciones se les aplica el término de leyes naturales.
Hasta el presente, la ciencia ha tenido por objeto sólo lo mental, reflejado, y en la
medida de lo posible la reproducción sistemática de leyes inmanentes a la vida material
tanto como a la vida intelectual y moral del mundo físico y social, que en realidad
constituyen un único mundo natural.
La clasificación de las leyes naturales. Estas leyes entran en dos categorías: la
de las leyes generales y la de las leyes particulares y especiales. Las leyes matemáticas,
mecánicas, físicas y químicas son, por ejemplo, leyes generales que se manifiestan en
todo cuanto posee verdadera existencia; en resumen, son inmanentes a la materia, es
decir, inmanentes al único ser real y universal, verdadera base de todas las cosas
existentes .
Leyes universales. Las leyes del equilibrio, de la combinación e interacción
mutua de fuerzas o del movimiento mecánico; la ley de gravitación, de vibración de los
cuerpos, del calor, de la luz y de la electricidad, de la composición y descomposición
química, son inmanentes a todas las cosas que existen. No están fuera de estas leyes las
manifestaciones de la voluntad, el sentimiento y la inteligencia que constituyen el mundo
ideal del hombre, y que sólo son [42] funciones materiales de la materia organizada y
viviente en los cuerpos animales, en especial en el animal humano. En consecuencia,
todas esas leyes son generales, puesto que todos los diversos órdenes —conocidos y
desconocidos— de la existencia real están sometidos a su intervención.
Leyes particulares. Pero también existen leyes particulares que sólo son
relevantes para órdenes específicos de fenómenos, hechos y cosas, y que forman sus
propios sistemas o grupos; así acontece, por ejemplo, con el sistema de las leyes
geológicas, el sistema de las leyes que pertenecen a los organismos vegetales y animales
y, por último, con las leyes que gobiernan el desarrollo ideal y social del animal más
perfecto existente sobre la tierra: el hombre.
Interacción y cohesión en la Naturaleza. Esto no significa que las leyes
pertenecientes a un sistema sean extrañas a las leyes subyacentes al otro sistema. En la
naturaleza todo está mucho más estrechamente interconectado de lo que solían pensar —
y quizá desear— los pedantes de la ciencia interesados en una mayor precisión en sus
trabajos clasificatorios.
El proceso invariable mediante el cual un fenómeno natural —extrínseco o
intrínseco— se reproduce constantemente y la invariable sucesión de hechos que
constituyen este fenómeno, representan precisamente lo que denominamos su ley. No
obstante, esta constancia y esta pauta recurrente no poseen un carácter absoluto*.
Límites de la comprensión humana del universo. Jamás conseguiremos captar,
y mucho menos comprender, el verdadero sistema del universo, infinitamente extendido
en un sentido, y en otro infinitamente especializado. Jamás lo lograremos porque nuestras
investigaciones tropiezan con dos infinitos: lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño.
Sus detalles son inagotables. El hombre jamás podrá conocer más que una parte
infinitesimalmente pequeña del [43] mundo exterior. Nuestro cielo cuajado de estrellas
con su multitud de formas y de soles constituye sólo una partícula imperceptible en la
inmensidad del espacio, y aunque nuestro ojo le observe, no sabemos casi nada de él;
hemos de contentarnos con una minúscula porción de conocimiento sobre nuestro sistema
solar, que suponemos en perfecta armonía con el resto del Universo. Porque si esa
armonía no existiese, sería necesario establecerla o perecería todo nuestro sistema.
Ya hemos obtenido una idea aceptable de la actuación de esta armonía con
respecto a la mecánica celeste; y estamos empezando también a descubrir cada vez más
cosas en los campos de la física, la química, e incluso la geología. Sólo con grandes
dificultades, nuestro conocimiento sobrepasará considerablemente ese nivel. Si buscamos
una sabiduría más concreta debemos mantenernos cerca de nuestra esfera terrestre.
Sabemos que nuestra tierra nació en el tiempo, y suponemos que perecerá tras un número
desconocido de siglos —lo mismo que cualquier ser que nace existe durante algún tiempo
y luego perece, o más bien sufre una serie de transformaciones.
¿Cómo nuestra esfera terrestre, que al principio era materia incandescente y
gaseosa, se enfrió y adquirió una forma definitiva? ¿Cuál fue la naturaleza de la
prodigiosa serie de evoluciones geológicas que tuvo de atravesar antes de poder producir
sobre su superficie esta riqueza inconmensurable de vida orgánica, comenzando por la
primera célula y acabando por el hombre? ¿Cómo siguió transformándose, y cómo
continúa su desarrollo, en el mundo histórico y social del hombre? ¿Hacia dónde nos
dirigimos, movidos por la ley suprema e inevitable de transformaciones incesantes que en
la sociedad humana se denomina progreso?
Estas son las únicas cuestiones abiertas ante nosotros, las únicas preguntas que
pueden y deben aceptarse, estudiarse y ser resueltas por el hombre. Formando como
hemos dicho, sólo una partícula imperceptible en la pregunta ilimitada e indefinible del
universo, presentan ante nuestros espíritus un mundo que es infinito en el sentido real, y
no divino o abstracto, de la palabra. No es infinito en [44] el sentido de un ser supremo
creado por la abstracción religiosa; por el contrario, es infinito por la tremenda riqueza de
sus detalles, que ninguna observación y ninguna ciencia podrán agotar nunca.
El hombre debería conocer las leyes que gobiernan el mundo. Pero si el
hombre no quiere renunciar a su humanidad, ha de saber, ha de penetrar con su espíritu
todo el mundo visible y —sin mantener la esperanza de comprender alguna vez su
esencia— hundirse en un estudio cada vez más profundo de sus leyes: porque nuestra
humanidad sólo se adquiere a ese precio. El hombre debe conseguir un conocimiento de
todos los niveles inferiores, de los que le preceden y de los que son contemporáneos a su
propia existencia; de todas las evoluciones mecánicas, físicas, químicas, geológicas,
vegetales y animales (es decir, de todas las causas y condiciones de su propio nacimiento
y existencia), para ser así capaz de comprender su propia naturaleza y su misión sobre
esta tierra —su único hogar y su único escenario de acción— y convenir de esta forma
que en este mundo de ciega fatalidad pueda inaugurarse el reino de la libertad.
La abstracción y el análisis son los medios a través de los cuales se puede
comprender el universo. Y a fin de comprender este mundo, este mundo infinito, no es
suficiente la abstracción aislada. De nuevo nos llevaría inevitablemente a Dios, al no-ser.
Mientras aplicamos nuestra facultad de abstracción, sin la cual jamás podríamos
elevarnos desde un orden simple a un orden más complejo de cosas —y, en consecuencia,
jamás comprenderíamos la jerarquía natural de los seres—, es necesario que nuestra
inteligencia se sumerja con amor y respeto en un concienzudo estudio de los detalles y de
las minucias infinitesimales, sin los cuales sería imposible concebir la realidad viviente
de los seres.
Sólo unificando ambas facultades, esas dos tendencias aparentemente
contradictorias —la abstracción y un análisis atento, escrupuloso y paciente de los
detalles— podemos elevarnos a un verdadero concepto de nuestro mundo (infinito no
sólo externamente, sino también internamente), y formar- [45] nos una idea de algún
modo adecuada de nuestro Universo, de nuestra esfera terrestre o, si se prefiere, de
nuestro sistema solar. Se hace entonces evidente que, mientras nuestras sensaciones y
nuestra imaginación sólo pueden proporcionarnos una imagen o una representación de
nuestro mundo necesariamente falsa en mayor o menor medida, sólo la ciencia puede
proporcionarnos una visión clara y precisa del mismo.
La tarea del hombre es inagotable. Tal es la tarea del hombre: inagotable,
infinita, de sobra suficiente para satisfacer el corazón y el espíritu, de los más ambiciosos.
Un ser pasajero e imperceptible perdido en medio de un océano sin riberas de cambio
universal, teniendo una eternidad desconocida tras él y una eternidad igualmente
desconocida por delante de él, el hombre pensante y activo, consciente de su misión
humana, permanece orgulloso y sereno en la conciencia de su libertad ganada liberándose
a sí mismo mediante el trabajo y la ciencia, y liberando mediante la rebelión —cuando es
necesaria— a los demás hombres, iguales y hermanos suyos. Este es su consuelo, su
recompensa, su único paraíso.
La unidad verdadera es negación de Dios. Si le preguntáis después de este cuál
es su pensamiento íntimo y su última palabra sobre la verdadera unidad del universo, os
dirá que está constituida por la eterna transformación, un movimiento infinitamente
detallado y diversificado que se auto-regula y que carece de comienzo, límite y fin. Y este
movimiento es absolutamente lo contrario a cualquier doctrina de la Providencia; es la
negación de Dios.
2. IDEALISMO Y MATERIALISMO

Desarrollo del mundo material. El desarrollo gradual del mundo material, así
como de la vida orgánica animal [46] y de la inteligencia históricamente progresiva del
hombre —tanto individual como social— es perfectamente concebible. Constituye un
movimiento enteramente natural desde lo simple a lo complejo, desde lo inferior a lo
superior, desde lo bajo a lo alto; un movimiento conforme con nuestra experiencia
cotidiana y acorde también con nuestra lógica natural, con las leyes mismas de nuestra
mente, la cual, al haberse formado y desarrollado sólo con ayuda de esta misma
experiencia, no es sino su reproducción en la mente y en el cerebro, su pauta mediata.
El sistema de los idealistas. El sistema de los idealistas es prácticamente lo
opuesto. Constituye la completa inversión de toda la experiencia humana y de todo el
sentido común universal y general, que constituye la condición necesaria de cualquier
entendimiento entre los hombres, y que, elevándose desde la verdad simple y
unánimemente admitida de que dos por dos son cuatro hasta las especulaciones
científicas más sublimes y complicadas —sin admitir, además, nada que no haya sido
estrictamente confirmado por la experiencia o por la observación de los hechos y
fenómenos—, se transforma en la única base seria del conocimiento humano.
El camino de los metafísicos. El camino seguido por los caballeros de la escuela
metafísica es enteramente diferente. Y por metafísicos no sólo nos referimos a los
seguidores de la doctrina hegeliana, escasos en la actualidad, sino también a los
positivistas y a todos los partidarios actuales de la diosa ciencia; y, de la misma forma, a
todos aquellos que, procediendo por diversos medios, incluso por el estudio más arduo,
aunque necesariamente imperfecto del pasado y el presente, han levantado un ideal de
organización social donde quieren encasillar a toda costa, como en un lecho de Procrusto,
la vida de generaciones futuras; y a todos los que, en una palabra, no consideran el
pensamiento y la ciencia como manifestaciones necesarias de la vida natural y social,
sino que reducen nuestra pobre vida hasta el extremo de ser en ella sólo la manifestación
práctica de su propio pensamiento y de su propia e imperfecta ciencia.
[47]
El método del idealismo. En vez de perseguir el orden natural desde lo inferior a
lo superior, desde lo más bajo a lo más alto, desde lo relativamente simple a lo más
complejo; en vez de perseguir sabia, y racionalmente el movimiento progresivo y real
desde el mundo llamado inorgánico hasta el mundo orgánico, al reino vegetal, a
continuación al reino animal, y por último, al mundo específicamente humano; en vez de
seguir el movimiento desde la materia o la actividad química hasta la materia o la
actividad viviente, y desde la actividad viviente al ser pensante, los idealistas,
obsesionados, cegados y empujados por el divino fantasma que heredaron de la teología,
toman precisamente el camino opuesto.
Comienzan con Dios, presentado como una persona o como una sustancia o idea
divina, y el primer paso que dan es una terrible caída desde las sublimes alturas del ideal
eterno hasta la charca del mundo material; desde la perfección absoluta a la imperfección
absoluta; desde el pensamiento al ser, o más bien desde el Ser Supremo a la pura nulidad.
El Idealismo y el Misterio de la Divinidad. Cuándo, cómo o por qué el Ser
Divino, eterno, infinito, absolutamente perfecto (y probablemente aburrido de sí mismo)
decidió dar este desesperado salto mortal es algo que ningún idealista, ningún teólogo,
ningún metafísico ni ningún poeta ha sido capaz de explicar al laico ni de comprenderlo
él mismo. Todas las religiones, pasadas o presentes, y todos los sistemas de filosofía
trascendental giran alrededor de este misterio único e inicuo.
Los hombres sagrados, los legisladores inspirados por la divinidad, los profetas y
los mesías han buscado allí la vida, para descubrir únicamente el tormento y la muerte.
Como la antigua Esfinge, el misterio los devoró, porque eran incapaces de explicarlo.
Grandes filósofos, desde Heráclito y Platón hasta Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant,
Fichte, Schelling y Hegel, por no mencionar a los filósofos indios, han escrito ingentes
cantidades de volúmenes y han construido sistemas tan ingeniosos como sublimes donde
dicen de pasada muchas cosas grandes y bellas, y donde [48] descubren verdades
inmortales, pero dejan este misterio, objeto principal de sus investigaciones
trascendentales, tan insondable como antes.
Y si los gigantescos esfuerzos de los más prodigiosos genios conocidos por el
mundo, que a lo largo de treinta siglos por lo menos han emprendido uno tras otro esta
labor de Sísifo, sólo han conducido a hacer todavía más incomprensible este misterio,
¿cómo esperar que nos sea desvelado por las especulaciones faltas de inspiración de
algún discípulo pedante o de una metafísica artificialmente recalentada? Y todo esto
durante un tiempo en que todos los espíritus vivos y serios se han apartado de la ambigua
ciencia que apareció como efecto de un compromiso —sin duda explicable
históricamente— entre la sinrazón de la fe y la sensata razón científica.
Es evidente que este terrible misterio no puede explicarse, lo cual significa que es
absurdo, pues sólo lo absurdo rechaza la explicación. Es evidente que quien lo considere
esencial para su vida y felicidad debe renunciar a su razón y volver, si puede, a la fe
ingenua, ciega y tosca, repitiendo con Tertuliano y todos los sinceros creyentes las
palabras que resumen la quintaesencia misma de la teología: credo quia absurdum (creo
porque es absurdo). Entonces cesa toda discusión, y sólo permanece la triunfante
estupidez de la fe.
Las, contradicciones del idealismo. Los idealistas no tienen su fuerte en la
lógica, y podría decirse que la desprecian. Esta actitud les distingue de los metafísicos
pertenecientes a la escuela panteista y deísta y otorga a sus ideas el carácter del idealismo
práctico, que no extrae su inspiración tanto de un riguroso desarrollo del pensamiento
como de la experiencia —casi diría que de las emociones históricas, colectivas e
individuales— de la vida. Esto proporciona a su propaganda un aspecto de opulencia y
poder vital, pero sólo un aspecto; porque la vida misma se hace estéril cuando se ve
paralizada por una contradicción lógica.
Esta contradicción consiste en lo siguiente: quieren a Dios, y quieren a la
humanidad. Persisten en conectar ambos términos que, una vez separados, no pueden
vincularse sin una recíproca destrucción. Afirman al mismo tiempo: [49] «Dios y la
libertad del hombre», o «Dios y la dignidad, justicia, igualdad, fraternidad y bienestar de
los hombres», sin pagar tributo a la lógica fatal en virtud de la cual si Dios existe, todas
esas cosas están condenadas a la inexistencia. Porque si Dios es, es necesariamente el
Señor eterno, supremo y absoluto, y si existe un amo semejante, el hombre es un esclavo.
Ahora bien, si el hombre es un esclavo, ni la justicia, ni la igualdad, ni la fraternidad, ni la
prosperidad son posibles para él.
Ellos (los idealistas), desafiando la sensatez y toda la experiencia histórica,
pueden representar a su Dios como un ser animado por el más tierno amor hacia la
libertad humana; pero un señor, haga lo que fuere y por muy liberal que quiera parecer,
seguirá siendo siempre un señor, y su existencia implicará necesariamente la esclavitud
de todos cuantos están por debajo de él. En consecuencia, si Dios existiera, sólo podría
favorecer la libertad humana de un modo: dejando de existir.
Siendo un celoso amante de la libertad humana, y considerándola condición
necesaria para todo cuanto admiro y respeto en la humanidad, invierto el aforismo de
Voltaire y digo: «Si Dios existiera realmente, seria necesario abolirlo».
Los defensores contemporáneos del idealismo. Con excepción de los corazones
y espíritus grandes, pero extraviados, a quienes me he referido ya, ¿quienes son
actualmente los más tercos defensores del idealismo? En primer lugar, todas las casas
reinantes y sus cortesanos. En Francia fue Napoleón III y su esposa Madame Eugenie;
fueron también sus antiguos ministros, palaciegos y mariscales, desde Rouher y Bazaine
hasta Fleury y Pietri; los hombres y mujeres de este mundo imperial han hecho un buen
trabajo idealizando y salvando a Francia; periodistas y sabios, como los Cassagnacs, los
Girardins, los Duvernois, los Veuillots, los Leverriers, los Dumas; la falange negra de
jesuitas masculinos y femeninos*, sean cuales fueren sus vestiduras; toda la nobleza, así
como la alta y media burguesía de
[50]
Francia; los liberales doctrinarios y los liberales faltos de doctrina; los Guizots, los
Thierses, los Jules Favres, los Pelletans y los Jules Simons, todos ellos ásperos defensores
de la explotación burguesa. En Prusia, en Alemania, es Guillermo I, actual representante
del Señor Dios sobre la tierra; todos sus generales, sus funcionarios, los de Pomerania y
los otros; todo su ejército que, firme en su fe religiosa, acaba de conquistar Francia del
modo «ideal» que hemos llegado a conocer tan bien. En Rusia es el zar y su corte; los
Muravievs y los Bergs, todos los carniceros y piadosos convertidos de Polonia.
El idealismo es la bandera de la fuerza bruta. En resumen, por todas partes el
idealismo religioso o filosófico (pues lo uno es simplemente una interpretación más o
menos libre de lo otro) sirve hoy como bandera de la fuerza material brutal y sangrienta,
de la explotación material desvergonzada.
El materialismo es la bandera de la igualdad económica y de la justicia social.
Por el contrario, la bandera del materialismo teórico, la bandera roja de la igualdad
económica y la justicia social, es desplegada por el idealismo práctico de las masas
oprimidas y famélicas que intentan poner en práctica la más alta libertad y realizar el
derecho de cada individuo en la fraternidad de todos los hombres sobre la tierra.
Los verdaderos idealistas y materialistas. ¿Quiénes son los verdaderos
idealistas, —no los idealistas de la abstracción sino los de la vida, no los idealistas del
cielo sino los de la tierra— y quiénes son los materialistas?
Es evidente que la condición esencial del idealismo teórico o divino es el
sacrificio de la lógica y la razón humana, y la renuncia a la ciencia. Por otra parte, al
defender las doctrinas del idealismo nos vemos arrastrados al campo de los opresores y
explotadores de las masas. Son dos grandes razones que, según parece, debieran ser
suficientes para alejar del idealismo a cualquier gran espíritu y a todo gran corazón.
¿Cómo entender que nuestros ilustres idealistas contemporáneos, a quienes sin duda no
falta ni espíritu, ni corazón, ni buena voluntad, que han puesto sus vidas [51]
al servicio de la humanidad, persistan en estar entre los representantes de una doctrina ya
condenada y deshonrada?
Deben haber sido impulsados por motivos muy fuertes. Dichos motivos no
pueden corresponder a la lógica ni a la ciencia, porque la lógica y la ciencia han
pronunciado su veredicto contra la doctrina idealista. Y es razonable pensar que los
intereses personales no pueden contarse entre sus motivos, porque esas personas están
infinitamente por encima de los intereses particulares. Debe existir entonces un poderoso
motivo de orden moral. ¿Cuál? Sólo puede ser uno: estas gentes tan celebradas piensan,
sin duda, que las teorías o creencias idealistas son esenciales para la dignidad y la
grandeza moral del hombre, y que las teorías materialistas lo reducen al nivel de la bestia.
Pero, ¿y si fuese cierto lo contrario? Todo desarrollo implica la negación de su
punto de partida. Y puesto que el punto de partida es material, según la doctrina de la
escuela materialista, la negación debe ser necesariamente ideal. Comenzando por la
totalidad del mundo real, o por lo que se denomina abstractamente materia, el
materialismo llega lógicamente a la verdadera idealización, es decir, a la humanización, a
la plena y completa emancipación de la sociedad. Por otra parte, y por la misma razón, el
punto de partida de la escuela idealista es ideal y llega necesariamente a la
materialización de la sociedad, a la organización de un despotismo brutal y a una
explotación vil e inicua en las formas de la Iglesia y el Estado. El desarrollo histórico del
hombre con arreglo a la escuela materialista es una progresiva ascensión, mientras en el
sistema idealista no puede ser más que una continua caída.
Puntos de divergencia entre materialismo e idealismo. Sea cual fuere la
cuestión relativa al hombre que examinemos, siempre llegaremos a la misma
contradicción básica entre estas dos escuelas. El materialismo comienza por la
animalidad para llegar a establecer la humanidad; el idealismo comienza por la divinidad
para llegar a establecer la esclavitud, y condenar a las masas a una animalidad perpetua.
El materialismo niega el libre albedrío y termina en el [52] establecimiento de la
libertad. El idealismo, en nombre de la dignidad humana, proclama el libre albedrío y
descubre la autoridad sobre las ruinas de toda libertad. El materialismo rechaza el
principio de autoridad, concibiéndolo frontalmente como corolario de la animalidad y
creyendo, por el contrario, que el triunfo de la humanidad —considerado por el
materialismo como el objetivo principal y como el significado de la historia— sólo puede
realizarse a través de la libertad. En una palabra, al tratar cualquier cuestión, siempre
encontraréis al idealista sumido en el materialismo práctico, mientras que siempre veréis
al materialista persiguiendo y realizando las aspiraciones y pensamientos más ideales.
El idealismo es el déspota del pensamiento, lo mismo que la política es el déspota
de la voluntad. Sólo el socialismo y la ciencia positiva muestran el debido respeto hacia
la Naturaleza y la libertad de los hombres.
El marxismo y sus falacias. La escuela doctrinaria de socialistas, o más bien los
comunistas estatales de Alemania... representan una escuela bastante respetable,
circunstancia que no la exime, sin embargo, de caer ocasionalmente en errores. Una de
sus falacias principales es tener como base teórica un principio profundamente cierto
cuando se concibe de manera apropiada —es decir, desde un punto de vista relativo—,
pero que se vuelve radicalmente falso cuando se le considera aislado de las demás
condiciones y se le mantiene como el único fundamento y fuente primaria de todos los
demás principios, según acontece en esa escuela.
Este principio, que constituye el fundamento esencial del socialismo positivo,
recibió por primera vez su formulación científica y su desarrollo del Sr. Karl Marx, jefe
principal de los comunistas alemanes. Constituye la idea dominante del famoso
Manifiesto Comunista.
Marxismo e idealismo. Este principio se encuentra en contradicción absoluta con
el principio admitido por los idealistas de todas las escuelas. Mientras los idealistas
deducen todos los hechos históricos —incluyendo los desarrollos de intereses materiales
y los diversos estadios de organización económica de la sociedad— del desarrollo de las
ideas, [53] los comunistas alemanes ven en toda la historia y en las manifestaciones más
ideales de la vida humana tanto colectiva como individual, en todos los desarrollos
intelectuales, morales, religiosos, metafísicos, científicos, artísticos, políticos y sociales
acontecidos en el pasado y en el presente, sólo el reflejo o el resultado inevitable del
desarrollo de los fenómenos económicos.
Mientras que los idealistas consideran las ideas como fuente productora y
dominante de los hechos, los comunistas, plenamente de acuerdo con el materialismo
científico, mantienen, por el contrario, que los hechos producen las ideas, y que las ideas
son siempre únicamente el reflejo ideal de los acontecimientos; que en el conjunto total
de los fenómenos, los fenómenos económicos materiales constituyen la base esencial, el
fundamento primario, mientras todos los demás fenómenos —intelectuales y morales,
políticos y sociales—- aparecen como derivados necesarios de los primeros.
¿Quiénes están en lo cierto, los idealistas o los materialistas? ¿Quiénes están
en lo cierto, los idealistas o los materialistas? Cuando la pregunta se plantea así, la duda
resulta imposible. Indudablemente, los idealistas están equivocados y los materialistas
están en lo cierto. Desde luego, los hechos vienen antes que las ideas; desde luego, como
dijo Proudhon, el ideal no es sino la flor, cuyas raíces están enterradas en las condiciones
materiales de existencia. Desde luego, toda la historia intelectual y moral, política y
social humana no es sino el reflejo de su historia económica.
Todas las ramas de la ciencia moderna, de una ciencia concienzuda y seria, están
de acuerdo en proclamar esta verdad grande, básica y decisiva: el mundo social, el mundo
puramente humano, la humanidad, no es sino el último y supremo desarrollo —por lo
menos, en lo que respecta a nuestro propio planeta— y la más alta manifestación de la
animalidad. Pero así como todo desarrollo implica necesariamente la negación de su base
o punto de partida, la humanidad es al mismo tiempo la negación acumulativa del
principio animal en el hombre. Y es precisamente esta [54] negación, tan racional como
natural, y racional precisamente por ser natural —a un tiempo histórica y lógica, tan
inevitable como el desarrollo y la consumación de todas las leyes naturales del mundo—
lo que constituye y crea el ideal, el mundo de las convicciones intelectuales y morales, el
mundo de las ideas.
El primer dogma del materialismo. [Mazzini] afirma que los materialistas
somos ateos. Nada tenemos que decir a esto porque en efecto somos ateos, y nos
enorgullecemos de ello, al menos en la medida en que puede permitirse el orgullo a
desdichados individuos que como olas se elevan por un momento y luego desaparecen en
el vasto océano colectivo de la sociedad humana. Nos enorgullecemos de ello porque el
ateísmo y el materialismo son la verdad, o más bien la efectiva base de la verdad, y
también porque deseamos la verdad y sólo la verdad por encima de todo lo demás y por
encima de las consecuencias prácticas. Y además creemos que a pesar de las apariencias,
a pesar de las cobardes insinuaciones de una política de cautela y escepticismo, sólo la
verdad traerá consigo un bienestar práctico para el pueblo.
Este es el primer dogma de nuestra fe. Pero mira hacia adelante, hacia el futuro, y
no hacia atrás.
El segundo dogma del materialismo. De todas formas, él [Mazzini] no se
conforma con señalar nuestro ateísmo y materialismo; deduce de él que no podemos amar
a las personas ni respetarlas por sus virtudes ; que las grandes cosas que han hecho vibrar
los más nobles corazones —la libertad, la justicia, la humanidad, la belleza, la verdad—
deben ser todas ajenas a nosotros, y que remolcando sin meta alguna nuestra desdichada
existencia —arrastrándonos más que andando derechos sobre la tierra— no tenemos
preocupación alguna salvo gratificar nuestros toscos y sensuales apetitos.
Y nosotros le decimos, venerable pero injusto maestro [Mazzini], que está en un
lamentable error. ¿Quiere saber en qué medida amamos esas cosas grandes y bellas, cuyo
conocimiento y amor nos niega? Entienda que nuestro amor por ellas es tan fuerte que de
todo corazón estamos [55] enfermos y cansados viéndolas para siempre suspendidas en
su Cielo —que las robó de la tierra— como símbolos y promesas nunca cumplidas. Ya no
nos contentamos con la ficción de esas bellas cosas: las queremos en su realidad.
Y aquí está el segundo dogma de nuestra fe, ilustre maestro. Creemos en la
posibilidad y en la necesidad de dicha realización sobre la tierra; y, al mismo tiempo,
estamos convencidos de que todas esas cosas que usted venera como esperanzas
celestiales perderán necesariamente su carácter místico y divino cuando se conviertan en
realidades humanas y terrestres.
La materia del idealismo. Usted pensaba que se había deshecho completamente
de nosotros llamándonos materialistas. Pensaba que así nos condenaba y aplastaba. Pero
¿sabe usted de dónde proviene ese error suyo? Lo que usted y nosotros llamamos materia
son dos cosas totalmente distintas, dos conceptos totalmente diferentes. Su materia es una
identidad ficticia como su Dios, como su Satán, como su alma infinita. Su materia es
tosquedad infinita, brutalidad inerte, una entidad tan imposible como el espíritu puro,
incorpóreo y absoluto; los dos existen sólo como invenciones de la abstracta fantasía de
los teólogos y metafísicos, únicos autores y creadores de ambos inventos. La historia de
la filosofía nos ha revelado el proceso —de hecho un proceso simple— de la creación
inconsciente de esta ficción, el origen de esta fatal ilusión histórica, que durante el largo
transcurso de muchos siglos ha pendido gravosamente, como una terrible pesadilla, sobre
las mentes oprimidas de generaciones humanas.
El espíritu y la materia. Los primeros pensadores fueron necesariamente
teólogos y metafísicos, pues la mente humana está constituida de tal manera que siempre
debe comenzar con un gran margen de sinsentido, falsedad y errores para conseguir llegar
a una pequeña porción de verdad. Todo lo cual no habla en favor de las tradiciones
sagradas del pasado. Los primeros pensadores, digo, tomaron la suma de todos los seres
reales conocidos por ellos, incluidos ellos mismos, la suma de todo cuanto les parecía
representar [56] la fuerza, el movimiento, la vida y la inteligencia, y lo llamaron espíritu.
A todo lo demás de que su mente lo hubiera abstraído inconscientemente del mundo real,
lo llamaron materia. Y entonces se asombraron de que esta materia que existía sólo en su
imaginación, como el propio espíritu, fuese tan inactiva, tan estúpida frente a su Dios, el
puro espíritu.
La materia de los materialistas. Admitimos francamente que no conocemos a su
Dios, pero tampoco conocemos a su materia; o, más bien, sabemos que ninguno de los
dos conceptos existe, sino que fueron creados a priori por la fantasía especulativa de
pensadores ingenuos de épocas pasadas. Con las palabras materia y material queremos
indicar la totalidad, la jerarquía de los entes reales, comenzando por los cuerpos
orgánicos más simples y acabando con la estructura y el funcionamiento del cerebro de
los más grandes genios: los sentimientos más sublimes, los pensamientos más grandes,
los actos más heroicos, actos de autosacrificio, deberes tanto como derechos, la
voluntaria renuncia al propio bienestar, al propio egoísmo —hasta las aberraciones
trascendentales y místicas de Mazzini—, así como las manifestaciones de la vida
orgánica, las propiedades y acciones químicas, la electricidad, la luz, el calor, la gravedad
natural de los cuerpos. Todo ello constituye, a nuestro entender, un conjunto muy
diferenciado, pero al mismo tiempo estrechamente relacionado, de evoluciones dentro de
esa totalidad del mundo real que denominamos materia.
El materialismo no es un panteísmo. Y obsérvese bien que no consideramos a
esta totalidad como una especie de sustancia absoluta y eternamente creativa, al modo de
los panteístas, sino como el perpetuo resultado producido y reproducido de nuevo por la
concurrencia de una infinita serie de acciones y reacciones, por las incesantes
transformaciones de los seres reales que nacen y mueren en el seno de esta infinitud.
La materia comprende el mundo ideal. Resumiré: indicamos con la palabra
material todo cuanto acontece en el mundo real, dentro y fuera del hombre, y aplicamos
la palabra ideal exclusivamente a los productos de la activi- [57] dad cerebral del
hombre; pero puesto que nuestro cerebro es por entero una organización de orden
material, y su función es también material, como la acción de todas las demás cosas, se
deduce de ello que lo que llamamos materia o mundo material no excluye en modo
alguno, sino que incluye necesariamente también al mundo ideal.
Materialistas e idealistas en la práctica. He aquí un hecho que merece una
atenta reflexión por parte de nuestros adversarios platónicos. ¿A qué se debe que los
teóricos del materialismo acostumbren mostrarse en la práctica más idealistas que los
propios idealistas? Esta paradoja es, de todas formas, bastante lógica y natural. Porque
todo desarrollo implica en alguna medida una negación del punto de partida; los teóricos
del materialismo comienzan con el concepto de materia y desembocan en la idea,
mientras los idealistas, que adoptan como punto de partida la idea pura y absoluta,
reiterando constantemente el viejo mito del pecado original —única expresión simbólica
de su propio y triste destino— recaen teórica y prácticamente en el dominio de la materia
que, a su entender, nos tiene irremisiblemente enredados a nosotros. ¡Y qué materia! Una
materia brutal, innoble y estúpida, creada por su propia imaginación como su alter ego, o
como la reflexión de su yo ideal.
Del mismo modo, los materialistas, que siempre armonizan sus teorías sociales
con el curso efectivo de la historia, conciben el estadio animal, el canibalismo y la
esclavitud como los primeros puntos de partida en el movimiento progresivo de la
sociedad; pero ¿a qué apuntan? ¿Qué quieren? Quieren la emancipación, la plena
humanización de la sociedad; mientras que los idealistas, adoptando por premisa básica
de sus especulaciones el alma inmortal y la autonomía de la voluntad, terminan
inevitablemente en el culto al orden público, como Thiers, o en el culto a la autoridad,
como Mazzini; es decir, en el establecimiento y la canonización de una esclavitud
perpetua. De aquí se deduce que el materialismo teórico desemboca necesariamente en el
idealismo práctico, y que las teorías idealistas únicamente encuentran su realización en
un tosco materialismo práctico [58].
Ayer mismo se desplegó ante nuestros ojos la prueba de lo que acabamos de decir.
¿Dónde estaban los materialistas y ateos? En la Comuna de París. Y ¿dónde estaban los
idealistas que creen en Dios? En la Asamblea Nacional de Versalles. ¿Qué querían los
revolucionarios de París? Querían la emancipación definitiva de la humanidad a través de
la emancipación del trabajo. ¿Y qué quiere actualmente la triunfante Asamblea de
Versalles? La degradación definitiva de la humanidad bajo el doble yugo del poder
espiritual y secular.
Los materialistas quieren avanzar, imbuidos de fe y despreciando el sufrimiento,
el peligro y la muerte, porque ven ante ellos el triunfo de la humanidad. Pero los
idealistas, faltos de empuje y presagiando únicamente espectros sangrientos, quieren
llevar como sea a la humanidad de nuevo hacia el lodazal de donde ha ido saliendo con
tan grandes dificultades.
Que cada cual compare y forme su juicio.

3. CIENCIA: UN ESBOZO GENERAL

La unidad de la ciencia. El mundo es una unidad, a pesar de la infinita variedad


de sus componentes. La razón humana, que considera a este mundo como un objeto a
investigar y comprender, es la misma o idéntica a pesar del infinito número de diversos
seres humanos pasados y presentes en los que se encarna. En consecuencia, la ciencia
debe ser también algo unificado, porque no es sino el reconocimiento y la comprensión
del mundo por la razón humana.
El objeto de la ciencia. La ciencia tiene como único objeto la conceptualización
y, en lo posible, la reproducción sistemática de las leyes inmanentes a la vida material, lo
mismo que intelectual y moral, de los mundos físico y [59] social, que en realidad forman
parte del mismo mundo natural.
Estas leyes se dividen y subdividen en leyes generales, particulares y especiales.
El método de la ciencia. A fin de establecer esas leyes generales, particulares y
especiales, el hombre no tiene más instrumento que la atenta y exacta observación de los
hechos y fenómenos que se producen tanto fuera como dentro de él. Y en el curso de esta
observación, el hombre distingue lo accidental, contingente y mutable de lo que ocurre
siempre y en todas partes del mismo modo invariable.
¿Cuál es el método científico? Es el método realista par excellence. Procede de
lo particular a lo general, del estudio y el establecimiento de los hechos a su
comprensión, y desde ellos a las ideas. Sus ideas son sólo la fiel representación de la
coordinación, sucesión y mutua acción o causalidad que existe entre los hechos reales y
los fenómenos. Su lógica no es más que la lógica de los hechos.
El método científico o positivista no admite ninguna síntesis que no haya sido
verificada previamente por la experiencia y por un análisis escrupuloso de los hechos.
Experimentación y crítica. El hombre carece de medio alguno para determinar
firmemente la realidad de una cosa, hecho o fenómeno dado que no sea encontrarlo,
reconocerlo y establecerlo de un modo efectivo y en su plenitud sin mezcla alguna de
fantasía, conjeturas e irrelevancias suscitadas por la mente humana. De esta forma, la
experiencia se convierte en el fundamento de la ciencia. Y no estamos pensando ahora en
la experiencia del individuo... Por consiguiente, la ciencia tiene en su base la experiencia
colectiva de los contemporáneos, tanto como la de todas las generaciones pasadas. No
admite ningún dato sin una crítica preliminar.
¿En qué consiste esta crítica? Consiste en comparar cosas afirmadas por la ciencia
con las conclusiones de mi propia experiencia personal. ¿Y en qué consiste la experiencia
de todo individuo? En los datos de sus sentidos gobernados por su razón... No acepto
nada que no haya encontrado en el estado material, que no haya visto, oído o, en los [60]
casos en que sea posible, tocado con mis propios dedos. Personalmente, éste es el único
medio que tengo para convencerme de la realidad de un objeto. Y sólo me fío de las
personas que proceden absolutamente del mismo modo.
De aquí se deduce que la ciencia se basa ante todo en la coordinación de una masa
de experiencias personales —pasadas y presentes— siempre sometidas a la prueba
rigurosa de la crítica recíproca. Es imposible imaginar ninguna base más democrática.
Constituye el fundamento esencial primario, y todo conocimiento humano que en último
análisis no haya sido verificado por esa crítica, debe excluirse por completo por estar
falto de cualquier certeza o valor científico.
Ciencia y creencia. No hay nada tan desagradable para la ciencia como la
creencia. La crítica jamás dice la última palabra. Porque la crítica —que representa los
grandes principios de la rebelión dentro de la ciencia— es el guardián severo e
incorruptible de la verdad.
La inadecuación de experiencia y crítica. Sin embargo, la ciencia no puede
confinarse a esta base, que no hace sino suministrarla una multitud de los hechos más
diversos debidamente confirmados por incontables observaciones y experiencias
individuales. La ciencia comienza propiamente con la comprensión de las cosas, los
hechos y los fenómenos.
Las propiedades de la ciencia. La idea general es siempre una abstracción, y por
consiguiente en alguna medida una negación de la vida real. He dicho que el pensamiento
humano y, por tanto, la ciencia misma, sólo pueden captar y nombrar en los hechos reales
su significado general, sus relaciones generales, sus leyes generales; en resumen, el
pensamiento y la ciencia pueden captar aquello que es permanente en la continua
transmutación de las cosas, pero jamás su aspecto material e individual, palpitante de
vida y realidad, pero por eso mismo pasajero y elusivo.
Los límites de la ciencia. La ciencia comprende el pensamiento de la realidad,
pero no la realidad misma; el pensamiento de la vida, pero no la vida misma. Este es su
límite, su único límite insuperable, puesto que se [61] basa en la naturaleza misma del
pensamiento humano, único órgano de la ciencia.
La misión de la ciencia. Es en esta naturaleza del pensamiento donde se fundan
los indiscutibles derechos y la gran misión de la ciencia, así como su impotencia respecto
a la vida, e incluso su acción perniciosa allí donde se arroga, mediante sus representantes
oficiales, el derecho a gobernar la vida. La misión de la ciencia es la siguiente:
estableciendo las relaciones generales de las cosas pasajeras y reales, discerniendo las
leyes generales inherentes al desarrollo de los fenómenos de los mundos físico y social,
fija —por decirlo así— los hitos inmodificables en la marcha progresiva de la
humanidad, indicando también las condiciones generales, cuya rigurosa observación es
una cuestión de primera necesidad, y cuya ignorancia u olvido conduce a resultados
fatales.
Ciencia y vida. En una palabra, la ciencia es el ámbito de la vida, pero no la vida
misma. La ciencia es inmutable, impersonal, general, abstracta e insensible como las
leyes que idealmente reproduce, leyes deducidas a través del pensamiento o mentales, es
decir, cerebrales. La palabra cerebral se utiliza aquí para recordar que la propia ciencia es
sólo un producto material de un órgano material humano: el cerebro.
La vida es huidiza y transitoria, pero también palpita de realidad e individualidad,
de sensibilidad, sufrimientos, goces, aspiraciones, necesidades y pasiones. Por sí sola crea
espontáneamente cosas y seres reales. La ciencia no crea nada; se limita a reconocer y
establecer las creaciones de la vida. Y cada vez que los científicos, emergiendo de su
mundo abstracto, interfieren el trabajo de la creación vital en el mundo real, todo cuanto
proponen o producen es pobre y ridículamente abstracto, exangüe y sin vida, prematuro
como el homúnculo creado por Wagner, ese pedante discípulo del inmortal doctor Fausto.
De aquí se deduce que la única misión de la ciencia es iluminar la vida, y no gobernarla.
Ciencia racional. Por ciencia racional entendemos una ciencia que se ha liberado
de todos los fantasmas metafísicos [62] y religiosos, pero que al mismo tiempo difiere de
las ciencias puramente experimentales y críticas. Difiere de estas últimas, en primer
lugar, por no confinar sus investigaciones a un objeto definido e intentar abarcar el
mundo entero —siempre que ese mundo sea conocido, porque la ciencia racional no se
interesa por lo desconocido. En segundo lugar, la ciencia racional, al revés que la ciencia
experimental, no se limita al método analítico y recurre también al método de síntesis,
procediendo a menudo mediante la analogía y la deducción, aunque sólo confiera un
significado hipotético a las síntesis, salvo cuando han sido confirmadas a conciencia por
el análisis experimental o crítico más riguroso.
Las hipótesis de la ciencia racional y la metafísica. Las hipótesis de la ciencia
racional difieren de las hipótesis metafísicas en que estas últimas, deduciendo sus
presupuestos como corolarios lógicos de un sistema absoluto, pretenden forzar a la
Naturaleza a aceptarlas, mientras las hipótesis de la ciencia racional no proceden de un
sistema trascendental, sino de una síntesis que en sí misma es sólo el resumen o la
inferencia general hecha a partir de una diversidad de hechos, cuya validez ha quedado
demostrada mediante la experiencia. Este es el motivo de que tales hipótesis jamás
puedan tener un carácter imperativo y obligatorio y que, por el contrario, se presenten
listas ya para su supresión tan pronto como se vean refutadas por nuevas experiencias.
Residuos teológicos y metafísicos en la ciencia. Puesto que en el desarrollo
histórico del intelecto humano la ciencia siempre viene después de la teología y la
metafísica, el hombre llega a este estadio científico ya preparado, y en gran medida
corrompido, por un tipo específico de pensamiento abstracto. Arrastra muchas ideas
abstractas construidas por la teología tanto como por la metafísica, ideas que por una
parte eran objeto de una fe ciega, y que por otra eran objeto de especulaciones
trascendentales y juegos de palabras más o menos ingeniosos, explicaciones y pruebas de
un tipo que no prueba ni explica nada —porque están más allá de la esfera del
experimento concreto, y [63] porque la metafísica no tiene más garantía de los objetos
sobre los que razona que las afirmaciones o dictados categóricos de la teología.
Desde la teología y la metafísica hacia la ciencia. El hombre, que al principio es
teólogo y metafísico, y luego se cansa de ambas cosas debido a su esterilidad teórica y
sus perniciosos resultados en la práctica, arrastra como cosa natural todas esas ideas a la
ciencia. Pero no las introduce en calidad de principios fijos a utilizar como puntos de
partida, sino como cuestiones que deben ser resueltas por la ciencia. Llegó a la ciencia
porque comenzó a dudar de esas ideas. Y duda de esas ideas porque su larga experiencia
en la teología y la metafísica, donde se engendraron, le demostró que ninguna le
proporcionaba certeza alguna sobre la realidad de sus creaciones. Y lo que pone en duda
y rechaza en primer lugar, no es tanto esas creaciones e ideas como los métodos, medios
y caminos mediante los cuales fueron creadas por la teología y la metafísica.
Rechaza el sistema de revelaciones y la fe de los teólogos en el absurdo porque es
absurdo; y ya no desea verse empujado por el despotismo de los sacerdotes ni por los
carniceros de la Inquisición. Sobre todo, rechaza la metafísica porque adoptó sin crítica o
con una crítica ilusoria y demasiado complaciente y suave las creaciones e ideas básicas
de la teología: las ideas sobre el Universo, sobre Dios y sobre un alma o espíritu separado
de la materia. Sobre esas ideas construyó su sistema, y puesto que tomó el absurdo como
su punto de partida, inevitablemente terminó en el absurdo. Por eso, emergiendo de la
teología y la metafísica, el hombre busca ante todo un método verdaderamente científico
que le proporcione una completa certeza sobre la realidad de las cosas acerca de las
cuales razona.
La gran unidad de la ciencia es concreta. Vasta como el mismo mundo, ella [la
ciencia] supera las capacidades del hombre individual, aunque sea el más inteligente de
los humanos. Nadie es capaz de abarcar la ciencia en toda su universalidad y en todos sus
infinitos detalles. Aquel que se ata a lo general y desprecia lo particular recae
inmediatamente en la metafísica y la teología, pues la generalización [64] científica
difiere de la generalización teológica y metafísica en que aquella no se construye sobre
una abstracción de todos los seres concretos, como acontece con la metafísica y la
teología, sino por el contrario, sobre la conexión de los seres concretos dentro de un
todo ordenado.
La gran unidad de la ciencia es concreta. Es unidad en la infinita diversidad,
mientras la unidad de la teología y la metafísica es abstracta; es una unidad en el vacío.
Para captar la unidad científica en toda su infinita realidad sería preciso poder
comprender todos los seres cuyas interrelaciones naturales, directas o indirectas,
constituyen el universo. Y, como es evidente, esta tarea excede de la capacidad de
cualquier hombre, de cualquier generación, o incluso de la humanidad como conjunto.
La ventaja de la ciencia positiva. La inmensa ventaja de la ciencia positiva sobre
la teología, la metafísica, la política y la teoría jurídica consiste en que, en lugar de
construir las abstracciones falsas y dañinas mantenidas por esas doctrinas, elabora
abstracciones verdaderas que expresan la naturaleza general y la lógica de las cosas, sus
relaciones generales y las leyes generales de su desarrollo. Esto es lo que separa [a la
ciencia positiva] de todas las doctrinas precedentes, y le asegura para siempre un lugar
importante y significativo en la sociedad humana.
Filosofía racional y positiva. La filosofía racional o ciencia universal no procede
aristocrática o autoritariamente, como hace la metafísica difunta. Esta última, organizada
siempre de arriba abajo, mediante deducción y síntesis, también pretendía reconocer la
autonomía y la libertad de las ciencias particulares, pero en realidad las limitaba en gran
medida, imponiendo leyes e incluso hechos que a menudo no podían hallarse en la
naturaleza, e impidiendo que se concentraran en investigaciones experimentales, cuyos,
resultados podrían haber reducido a cero todas las especulaciones de los metafísicos.
Como puede observarse, la metafísica ha actuado según el método de los estados
centralizados. La filosofía racional, por el contrario, es una ciencia puramente
democrática. Está organizada de modo libre, de abajo arriba, y considera [65] a la
experiencia como su único fundamento. No puede aceptar nada que no haya sido
analizado o confirmado por la experiencia o por la crítica más severa. Por consiguiente,
Dios, el Infinito, lo Absoluto, y todos esos temas tan queridos de la metafísica están por
completo ausentes de la ciencia racional. Se aparta de ellos con indiferencia,
considerándolos como fantasmas y espejismos.
Pero los fantasmas y espejismos juegan un papel esencial en el desarrollo de la
mente humana; por lo general, el hombre ha alcanzado la comprensión de verdades
simples sólo tras concebir, y más tarde agotar, todo tipo de ilusiones. Y puesto que el
desarrollo de la mente humana es un tema real para la ciencia, la filosofía natural asigna a
esas ilusiones sus verdaderos lugares. Sólo se preocupa de ellas desde el punto de vista de
la historia, y al mismo tiempo intenta mostrarnos las causas fisiológicas e históricas del
nacimiento, desarrollo y decadencia de las ideas religiosas y metafísicas, así como su
necesidad relativa y transitoria para el desarrollo de la mente humana. Así les hace toda la
justicia a la que tienen derecho, y luego se aparta de tales cuestiones para siempre.
Coordinación de las ciencias. Su tema es el mundo real y conocido. A los ojos
del filósofo racional, sólo hay una existencia y una ciencia en el mundo. Por eso intenta
unificar y coordinar todas las ciencias particulares. Esta coordinación de todas las
ciencias positivas dentro de un solo sistema del conocimiento humano constituye la
filosofía positiva o la ciencia universal. Al ser la heredera, y al mismo tiempo la negación
absoluta de la religión y la metafísica, esta filosofía —ya anticipada y preparada hace
mucho tiempo por las mentes más nobles— fue concebida por vez primera como sistema
completo por el gran pensador francés Augusto Comte, que audaz y hábilmente trazó su
perfil original.
La coordinación de las ciencias establecida por la filosofía positiva no es una
simple yuxtaposición; es una especie de concatenación orgánica que comienza con la
ciencia más abstracta —la matemática, cuyo tema son las realidades del orden más
simple— y asciende gradualmente hacia cien- [66] cias relativamente más concretas,
cuyo tema son realidades de complejidad cada vez mayor. Y así desde la pura matemática
pasamos a la mecánica, a la astronomía, y luego a la física, la química, la geología y la
biología, incluyendo aquí la clasificación, la anatomía comparada y la fisiología de las
plantas y de los animales; en último lugar está la sociología, que comprende toda la
historia humana, así como el desarrollo de la existencia humana colectiva e individual en
la vida política, económica, social, religiosa, artística y científica.
No hay solución de continuidad en esta transición entre todas las ciencias,
comenzando en las matemáticas y terminando en la sociología. Una existencia singular,
un conocimiento singular, y siempre el mismo método básico, pero que se vuelve cada
vez más complicado según aumentan en complejidad los hechos presentados ante él.
Toda ciencia que forma un eslabón en esta serie sucesiva se apoya ampliamente sobre la
precedente y —en la medida que nos permite el estado actual de nuestros conocimientos
— se presenta como el desarrollo necesario de la ciencia anterior.
El orden de las ciencias en las clasificaciones de Comte y Hegel. Es curioso
observar que el orden de las ciencias establecido por Augusto Comte es casi el mismo de
la Enciclopedia [de las Ciencias] de Hegel, el más grande metafísico de los tiempos
pasados o presentes, cuya gloria consistió en desarrollar la filosofía especulativa hasta su
punto culminante, desde el cual —impulsada por su propia dialéctica peculiar— tuvo que
seguir el camino descendente de la autodestrucción. Pero entre Augusto Comte y Hegel
había una enorme diferencia. Este último, como verdadero metafísico que era,
espiritualizó la materia en la Naturaleza deduciéndola de la lógica, es decir, del espíritu.
Augusto Comte, por el contrario, materializó el espíritu, fundamentándolo
exclusivamente en la materia. Y en ello reside su mayor gloria.
Psicología. De esta forma, la psicología —una ciencia tan importante, que
constituía la base misma de la metafísica y era considerada por la filosofía especulativa
como algo prácticamente absoluto, espontáneo e independiente de cual- [67] quier
influencia material— en el sistema de Augusto Comte se basa exclusivamente en la
fisiología, y no es sino el desarrollo continuado de esta última ciencia. En consecuencia,
lo que llamamos inteligencia, imaginación, memoria, sentimiento, sensación y voluntad
no son, a nuestros ojos, sino las diversas facultades, funciones y actividades del cuerpo
humano.
El punto de partida de la ciencia positiva en su estudio del mundo humano.
Desde el punto de vista moral, el socialismo es la propia estima del hombre que sustituye
al culto divino desde el punto de vista científico y práctico, es la proclamación de un
principio que penetró en la conciencia del pueblo y se convirtió en el punto de partida
para las investigaciones y el desarrollo de la ciencia positiva tanto como para el
movimiento revolucionario del proletariado.
Este principio, resumido en toda su simplicidad, afirma lo siguiente: «Lo mismo
que en el llamado mundo material la materia inorgánica (mecánica, física, química) es la
base determinante de la materia orgánica (vegetal, animal, cerebral y mental), en el
mundo social —que puede considerarse como el último estadio conocido en el desarrollo
del mundo material— el desarrollo de los problemas económicos ha sido siempre la base
determinante del desarrollo religioso, filosófico y social».
Considerado desde este punto de vista, el mundo humano, su desarrollo y su
historia, se nos presentará un día bajo una luz nueva y mucho más amplia, natural y
humana, cargada con lecciones para el futuro. Antes se consideraba al mundo humano
como la manifestación de una idea teológica, metafísica y jurídico-política, pero
actualmente debemos renovar su estudio tomando la Naturaleza como punto de partida, y
la peculiar fisiología del hombre como hilo conductor.
La sociología y sus tareas. Ya podemos prever la aparición de una nueva ciencia:
la sociología, ciencia de las leyes generales que gobiernan todos los desarrollos de la
sociedad humana. Esta ciencia será el último estadio y el pináculo glorioso de la filosofía
positiva. La historia y la estadística [68] nos prueban que el cuerpo social, como
cualquier otro cuerpo natural, obedece en sus evoluciones y transformaciones a leyes
generales que parecen ser tan necesarias como las leyes del mundo físico. La tarea de la
sociología debe ser aislar esas leyes a partir de la masa de acontecimientos pasados y
hechos actuales. Prescindiendo del inmenso interés que ya presenta para la mente, la
sociología constituye una promesa de gran valor práctico de cara al futuro. Pues lo mismo
que podemos dominar la Naturaleza y transformarla de acuerdo con nuestras necesidades
progresivas gracias a los conocimientos adquiridos sobre las leyes naturales, así también
sólo seremos capaces de realizar la libertad y la prosperidad en el medio social cuando
tengamos en cuenta las leyes naturales y permanentes que gobiernan ese medio.
Cuando reconozcamos que el vacío que en la fantasía de los teólogos y
metafísicos separaba el espíritu de la naturaleza no existe en absoluto, tendremos que
considerar al cuerpo social como a cualquier otro cuerpo, quizá más complejo que los
otros, pero tan natural como ellos y obediente a las mismas leyes, además de las que le
sean aplicables a él con exclusividad. Una vez admitido esto, resultará evidente que el
conocimiento y la observación rigurosa de esas leyes son indispensables para hacer
practicables las transformaciones sociales que emprenderemos.
Pero, por otra parte, sabemos que la sociología es una ciencia surgida sólo
recientemente y que todavía está persiguiendo sus principios elementales. Si enjuiciamos
esta ciencia, la más difícil de todas, siguiendo el ejemplo de las otras, habremos de
admitir que serán necesarios siglos —o al menos un siglo— para que pueda adquirir
forma definitiva y convertirse en una ciencia seria y más o menos adecuada y
autosuficiente.
La historia no es todavía una ciencia real. La historia, por ejemplo, no existe
todavía como una ciencia real, y actualmente sólo estamos empezando a atisbar las tareas
infinitamente complejas de esta ciencia. Pero supongamos que la historia como ciencia ya
se ha constituido en su forma definitiva. ¿Qué podría proporcionarnos? Ofrecería [69] un
cuadro fiel y racional del desarrollo natural de las condiciones generales —materiales y
espirituales, económicas, políticas, sociales, religiosas, filosóficas, estéticas y científicas
— de sociedades que han tenido una historia.
Pero este cuadro universal de la civilización humana, por muy detallado que
pudiera ser, jamás presentaría más que una evaluación general y, por consiguiente,
abstracta; los miles de millones de individuos que constituyen los materiales vivos y
sufrientes de esta historia, triunfante y lúgubre a un tiempo (triunfante desde la
perspectiva de sus resultados generales, y lúgubre desde la perspectiva de la gigantesca
hecatombe de víctimas humanas «aplastadas por las ruedas de su carroza»), esos
innumerables individuos oscuros sin los cuales no se habrían obtenido los grandes
resultados abstractos de la historia (y que como conviene recordar en todo momento,
jamás se han beneficiado con ninguno de esos resultados) no encontrarán siquiera el más
pequeño puesto en la historia. Vivieron y fueron sacrificados, aplastados por el bien de la
humanidad abstracta, eso es todo.
La misión y los límites de la ciencia social. ¿Debe culparse de ello a la historia?
Tal actitud sería absurda e injusta. Los individuos son demasiado esquivos para ser
captados por el pensamiento, por la reflexión, o incluso por la palabra humana, sólo
capaz de expresar abstracciones; se evaden en el presente como se evadían en el pasado.
En consecuencia, la propia ciencia social, la ciencia del futuro, seguirá ignorándolos
necesariamente. Y todo cuanto tenemos derecho a exigir de ella es que nos indique veraz
y definitivamente las causas generales del sufrimiento individual. Entre esas causas no
olvidará, desde luego, la inmolación y subordinación (demasiado común incluso en
nuestros tiempos) de los individuos vivos a las generalizaciones abstractas; y al mismo
tiempo tendrá que mostrarnos las condiciones generales necesarias para la
emancipación real de los individuos que viven en la sociedad. Esta es su misión y éstos
son sus límites, más allá de los cuales su actividad puede ser perniciosa e impotente.
Porque más allá de esos límites comienzan las pretenciosas exigencias doctrinarias y
gubernamentales [70] de sus representantes autorizados, sus sacerdotes. Es tiempo de
prescindir de todos los papas y sacerdotes: no los queremos ya más entre nosotros, ni
siquiera si se llaman a sí mismos social-demócratas.
Repito una vez más: la única misión de la ciencia es iluminar el camino. Sólo la
vida misma, liberada de todas las prisiones gubernamentales y doctrinarias y dueña de la
plena libertad de una acción espontánea, es capaz de crear.
4. CIENCIA Y AUTORIDAD

Ciencia y gobierno. Un cuerpo científico encargado del gobierno de la sociedad


terminaría pronto dedicándose, no a la ciencia, sino a otros intereses muy distintos. Como
en el caso de los demás poderes establecidos, su interés sería perpetuar su poder y
consolidar su posición haciendo a la sociedad colocada bajo su cuidado aún más estúpida
y, en consecuencia, aún más necesitada de ser gobernada y dirigida por dicho cuerpo.
De aquí se deduce que la única misión de la ciencia es iluminar la vida, pero no
gobernarla.
El gobierno de la ciencia y de los hombres de ciencia, aunque se llamen a sí
mismos positivistas, discípulos de Augusto Comte, o incluso discípulos de la escuela
doctrinaria del comunismo alemán, no puede dejar de ser impotente, ridículo, inhumano,
cruel, opresivo, explotador y pernicioso.
Por ello, lo que predice es, hasta cierto punto, la revuelta de la vida contra la
ciencia o, más bien, contra el gobierno de la ciencia, revuelta que no se dirige a la
destrucción de la ciencia --pues eso significaría un gran crimen contra la humanidad—
sino a situar a la ciencia en su lugar adecuado para que nunca más lo abandone.
[71]
Las tendencias autoritarias de los científicos. Aunque podemos estar casi
seguros de que ningún científico intentará tratar actualmente a un hombre como trata a
los conejos, nos sigue quedando el miedo de que los científicos como corporación,
podrían, si se les permitiera, someter a los hombres a experimentos científicos,
indudablemente menos crueles, pero no menos desastrosos para sus víctimas humanas. Si
los científicos no pueden realizar experimentos sobre los cuerpos de los individuos,
estarán ansiosos de realizarlos sobre el cuerpo colectivo, y esto es lo que debe evitarse
por todos los medios.
Los sabios como casta. En su actual organización los monopolizadores de la
ciencia, que como tales permanecen fuera de la vida social, forman indudablemente una
casta separada que tiene muchas cosas en común con la casta sacerdotal. La abstracción
científica es su dios, los individuos vivos y reales sus víctimas, y ellos los sacerdotes
titulados y consagrados.
Al revés que el arte, la ciencia es abstracta. La ciencia no puede salir del
dominio de las abstracciones. En este sentido, es muy inferior al arte que se enfrenta a
tipos y situaciones generales, pero utilizando sus propios métodos, los incorpora en
formas que, aun no siendo formas vivas en el sentido de la vida real, no por ello son
menos capaces de suscitar en nuestra imaginación el sentimiento y la reminiscencia de la
vida. En cierto sentido, el arte individualiza tipos y situaciones que ha concebido; y
mediante esas individualidades sin carne y hueso —y por consiguiente, permanentes e
inmortales— que tiene la capacidad de crear, suscita en nuestras mentes individuos vivos
y reales que aparecen y desaparecen ante nuestros ojos. El arte es, por tanto, una especie
de retorno de la abstracción hacia la vida. La ciencia, en cambio, es la inmolación
perpetua de la vida fugitiva y pasajera, pero real, en el altar de las abstracciones eternas.
La ciencia y el hombre real. Sin embargo, la historia no la hacen individuos
abstractos, sino individuos reales, vivos y transitorios. Las abstracciones no se mueven
por sí mismas; sólo avanzan cuando las llevan personas reales. [72] Pero la ciencia carece
de corazón para esos seres que no están compuestos de puras ideas, sino de carne y
hueso. Como máximo los considera como material para desarrollos intelectuales y
sociales. ¿Qué le importan las condiciones particulares y el efímero destino de Pedro o
Jaime?
Puesto que por su misma naturaleza la ciencia tiene que ignorar la existencia y el
destino del individuo -de los Pedros y los Jaimes— jamás debe permitírsele, ni a nadie en
su nombre, que gobierne a Pedro y a Jaime. Porque en este caso, la ciencia sería capaz de
tratarlos de modo muy semejante a como trata a los conejos. O quizá seguiría
ignorándolos. Pero sus representantes titulados —hombres nada abstractos, sino bien
activos y con intereses reales, que sucumbirían a la perniciosa influencia que el privilegio
ejerce inevitablemente sobre los hombres— acabarían despojando a esos individuos en
nombre de la ciencia, como han sido despojados hasta el presente por los sacerdotes,
políticos de toda condición y abogados, en nombre de Dios, del Estado o del
ordenamiento jurídico.
Los resultados inevitables de un gobierno de sabios. Pero hasta que las masas
hayan alcanzado un cierto nivel de educación, ¿no deberán dejarse gobernar por hombres
de ciencia? ¡Que Dios no lo permita! Sería mejor para esas masas prescindir de toda
ciencia que permitirse un gobierno de científicos. El primer efecto de su existencia sería
hacer inaccesible la ciencia para el pueblo. Porque dicho gobierno sería necesariamente
aristocrático: las instituciones científicas son aristocráticas por su naturaleza esencial.
¡Una aristocracia del intelecto y la enseñanza! Desde el punto de vista práctico,
sería la aristocracia más implacable, y desde el punto de vista social, la más arrogante y
ofensiva. Y así sería el poder establecido en nombre de la ciencia. Tal régimen podría
paralizar toda la vida y el movimiento de la sociedad. Los científicos —que son siempre
presuntuosos, arrogantes e impotentes— querrían entremeterse en todo y, como resultado,
las fuentes de vida se irían secando bajo su aliento abstracto y aprendido.
Represéntense ustedes una Academia instruida compuesta [73] por los más
ilustres representantes de la ciencia. Supóngase que esta academia estuviera encargada de
legislar y organizar la sociedad y que, inspirada por el más puro amor a la verdad, dictase
a la sociedad únicamente leyes que estuvieran en absoluta armonía con los últimos
descubrimientos de la ciencia. Mantengo que dicha legislación y dicha organización
serían una monstruosidad, por dos razones fundamentales.
Primero, porque la ciencia humana es siempre y necesariamente imperfecta, y
cuando comparamos lo descubierto con cuanto queda por descubrir, podemos afirmar que
está todavía en su cuna. Esto es tan cierto que si hubiésemos de forzar la vida práctica de
los hombres —colectiva e individual— siguiendo rigurosa y exclusivamente los últimos
datos de la ciencia, podríamos condenar a la sociedad y a los individuos a sufrir el
martirio sobre un lecho de Procrusto, que pronto los dislocaría y ahogaría, porque la vida
es siempre infinitamente superior a la ciencia.
La segunda razón es ésta: una sociedad que obedeciera a una legislación emanada
de una academia científica no por entender su racionalidad —en cuyo caso la existencia
misma de tal academia sería pronto inútil— sino porque se le imponía en nombre de una
ciencia venerada sin ser entendida, sería una sociedad de bestias y no de hombres. Sería
una segunda edición de la miserable República Paraguaya que se sometió durante tantos
años a la regla de la Compañía de Jesús. Dicha sociedad se hundiría rápidamente en el
estadio más bajo de la necedad.
Y hay una tercera razón que hace imposible dicho gobierno. Una academia
científica investida, por decirlo así, con un poder soberano absoluto, terminaría inevitable
y rápidamente por corromperse moral e intelectualmente, aunque estuviera compuesta
por los hombres más ilustres. Esa ha sido la historia de las academias, incluso con los
privilegios limitados de que han disfrutado hasta el presente.
El gobierno de los sabios termina en un despotismo repulsivo. Los metafísicos
o positivistas, todos esos caballeros de la ciencia y el pensamiento en cuyo nombre se
consideran capacitados para dictar leyes a la vida, son siem- [74] pre reaccionarios,
consciente o inconscientemente. Y es bastante fácil probarlo.
Prescindiendo de la metafísica en general que, incluso en el momento de su
máximo apogeo, era estudiada sólo por unas pocas personas, la ciencia considerada en su
sentido más amplio, la ciencia más seria y merecedora en cualquier caso de ese nombre,
sólo está al alcance de una pequeña minoría. Por ejemplo, en Rusia, con su población de
80 millones de habitantes, ¿cuántos científicos serios hay? Desde luego hay miles que se
interesan por la ciencia, pero sólo unos centenares de personas poseen verdaderos
conocimientos de ella.
Pero si la ciencia ha de dictar sus leyes a la vida, la gran mayoría —millones de
hombres— será gobernada por unos pocos centenares de sabios. Y este número tendrá
que reducirse todavía más, porque no todas las ciencias capacitan para gobernar a la
sociedad; y la sociología, la ciencia de ciencias, presupone por parte de los afortunados
científicos un conocimiento profundo de todas las demás ciencias.
¿Cuántos científicos tenemos de este tipo no sólo en Rusia, sino en toda Europa?
¡Y sin embargo, esos 20 ó 30 sabios, deben gobernar todo el mundo! ¿Podría alguien
concebir un despotismo más absurdo y repugnante? Es probable que esos 30 científicos
no lograran ponerse de acuerdo, pero si trabajasen juntos, sólo producirían el infortunio
de la humanidad... ser los esclavos de unos pedantes: ¡qué destino para la humanidad!
Demos [a los científicos] esta plena libertad [para disponer de las vidas de los
demás] y someterán a la sociedad a los experimentos que realizan actualmente, para
beneficio de la ciencia, sobre conejos, ratas y perros.
Honremos a los científicos por sus propios méritos, pero no les acordemos
privilegio social alguno si no queremos torcer sus espíritus y su moralidad. No les
reconozcamos ningún derecho, salvo el derecho general de abogar libremente por sus
convicciones, pensamientos y conocimientos. Ni a ellos ni a ninguna otra persona se le
debe otorgar el poder de gobierno, porque debido a la inmutable ley [75] del socialismo,
los investidos con tal poder se convierten necesariamente en opresores y explotadores de
la sociedad.
Ciencia y organización de la sociedad. ¿Cómo podría resolverse esta
contradicción? Por una parte, la ciencia es indispensable para la organización racional de
la sociedad; por otra, incapaz de interesarse por lo real y viviente, no debe interferir con
la organización real o práctica de la sociedad. Esta contradicción sólo puede resolverse de
un modo: la ciencia, como entidad moral que existe fuera de la vida social universal,
representada por una corporación de sabios diplomados, debe ser liquidada y difundida
ampliamente entre las masas. Llamada a representar en lo sucesivo la conciencia
colectiva de la sociedad, es preciso que la ciencia se convierta realmente en propiedad de
todos. De este modo, sin perder nada de su carácter universal, del que jamás puede
prescindir sin dejar de ser ciencia, y mientras continúa interesándose por las causas
generales, las condiciones generales y las relaciones generales de las cosas y los
individuos, la ciencia se confundirá de hecho con la vida real e inmediata de todos los
individuos.
Este será un movimiento análogo al que hizo decir a los protestantes en el
comienzo de la Reforma que en adelante no había necesidad de sacerdotes; desde
entonces todo hombre sería su propio sacerdote, pues todo hombre era al fin capaz de
consumir el cuerpo de Dios gracias a la invisible y directa intervención de Jesucristo
Nuestro Señor.
Pero aquí la cuestión no es Jesucristo, ni el cuerpo de Dios, ni la libertad política,
ni el derecho, cosas todas que llegan como revelaciones metafísicas y son igualmente
indigestas, como es sabido. El mundo de las abstracciones científicas no es un mundo
revelado; es inmanente al mundo real, del que es sólo la expresión y representación
general o abstracta.
Mientras forme un dominio separado, representado especialmente por una
corporación de sabios, este mundo ideal amenaza apoderarse del lugar de la Eucaristía en
relación con el mundo real, reservando a sus representantes titulados [76] los deberes y
funciones de los sacerdotes. Este es el motivo de que sea necesario disolver la
organización social segregada de la ciencia mediante una educación general, disponible
por igual para todos, a fin de que las masas, tras dejar de ser un simple rebaño conducido
y guiado por pastores privilegiados, puedan tomar en sus propias manos sus destinos
históricos.

5. LA CIENCIA MODERNA SE OCUPA DE FALSEDADES

Los fundamentos de la ciencia moderna. En la actualidad, la ciencia y los


científicos de escuelas y universidades europeas se encuentran en un estado de
falsificación sistemática y premeditada. Cabría pensar que dichas escuelas se
establecieron concretamente para envenenar intelectual y moralmente a la juventud
burguesa. Porque las escuelas y universidades se han convertido en mercados de
privilegio donde la falsedad se vende al por mayor y al por menor.
No vamos a referirnos a la teología, la ciencia de la divina falsedad; a la
jurisprudencia, la ciencia de la falsedad humana; a la metafísica, o a la filosofía idealista,
que son ciencias de todo tipo de medias verdades. Nos referiremos aquí a ciencias como
la historia, la filosofía, la política y la economía, que están falsificadas por carecer de su
verdadera base, la ciencia natural, y que se basan en igual medida en la teología, la
metafísica y la jurisprudencia. Podemos decir sin miedo a la exageración que cualquier
joven licenciado por esas universidades imbuido de esas ciencias —o, más bien, imbuido
de las mentiras y medias verdades sistemáticas que se arrogan el nombre de ciencia—
está perdido si no surge alguna circunstancia especial que pueda salvarle de ese destino.
Los profesores —estos sacerdotes modernos de la charlatanería política y social
titulada—, envenenan con tanta [77] eficacia a la juventud universitaria que haría falta un
milagro para curarla. Cuando un joven se licencia de la universidad, se ha convertido ya
en un doctrinario maduro, lleno de desprecio y arrogancia ante la plebe, a la que se
encuentra bastante dispuesto a oprimir, y especialmente a explotar, en nombre de su
superioridad intelectual y moral. Cuanto más joven es tal persona, más perniciosa y
deleznable se vuelve.
El carácter revolucionario de las ciencias naturales. La situación de las
ciencias exactas y naturales es sumamente distinta. Estas ciencias son verdaderamente
científicas. Son extrañas a la teología y a la metafísica, y enemigas de toda ficción; se
basan exclusivamente en el conocimiento exacto, en un análisis concienzudo de los
hechos y en el puro razonamiento, es decir, en el sentido común del individuo ampliado
por la experiencia bien coordinada de todos. Mientras las ciencias idealistas son
aristocráticas y autoritarias, las ciencias naturales son democráticas y enteramente
liberales. ¿Y qué acontece en la práctica? Jóvenes que han estudiado las ciencias
idealistas entran ávidamente en el grupo de los explotadores y los teóricos reaccionarios,
mientras quienes han estudiado las ciencias naturales se unen con no menos avidez al
partido de la Revolución, y muchos de ellos son claramente socialistas revolucionarios.
La educación y la ciencia son actualmente el privilegio de la burguesía. En
todos los estados europeos sólo la burguesía, una clase explotadora y dominante —
incluyendo a la nobleza, cuya existencia hoy es sólo nominal—, recibe una educación
más o menos concienzuda. Además de ello aparece una minoría especial extraída de la
burguesía y dedicada exclusivamente al estudio de los grandes problemas de la filosofía,
la ciencia social y la política. Esta minoría es la que, propiamente hablando, constituye la
última aristocracia de los «intelectuales» titulados y privilegiados. Es la quintaesencia y
la expresión científica del espíritu y los intereses de la burguesía.
La ciencia y su progreso al servicio de la burguesía. Las universidades
europeas modernas, que forman una espe-[78]cie de república científica, proporcionan
actualmente a la burguesía los mismos servicios que en tiempos proporcionó la iglesia
católica a la nobleza; y como el catolicismo sancionó en tiempos la violencia perpetrada
por la nobleza sobre el pueblo, la universidad, esta iglesia de la ciencia burguesa, explica
y legitima la explotación del mismo pueblo por el capital burgués. ¿Puede sorprender que
en la gran lucha del socialismo contra la economía política burguesa, la ciencia oficial de
nuestros días haya tomado y continúe tomando de forma decidida el partido de la
burguesía?
La mayor parte de nosotros culpamos a la ciencia y a las artes de extender sus
beneficios y ejercer su influencia únicamente sobre una parte muy pequeña de la
sociedad, para exclusión y, en consecuencia, en detrimento de la gran mayoría. En esta
línea podemos decir del progreso en la ciencia y el arte lo mismo que ya se ha dicho con
tanta razón sobre el sorprendente desarrollo de la industria, el comercio y el crédito; en
una palabra, sobre la opulencia social en los países más civilizados del mundo moderno.
El progreso técnico bajo el capitalismo tiene como paralelo un incremento de
la pobreza entre las masas. El progreso es excelente, es cierto. Pero mientras más crece,
más se convierte en causa de una esclavitud intelectual y, por consiguiente, material, en
causa de la pobreza y el atraso mental del pueblo; porque ensancha constantemente el
abismo que separa el nivel intelectual de las clases privilegiadas del nivel de las grandes
masas del pueblo.
El proletariado debe tomar posesión de la ciencia. No culpemos a las
consecuencias, volvámonos hacia las causas de raíz. La ciencia de las escuelas es el
producto del espíritu burgués; y los representantes de esta ciencia nacieron, crecieron y
fueron educados en un medio burgués bajo la influencia del espíritu y los intereses
exclusivos de la burguesía. Por consiguiente, es lógico que esta ciencia, así como sus
representantes, sea enemiga de la emancipación real y plena del proletariado, y que sus
teorías económicas, filosóficas, políticas y sociales, elaboradas coherentemente dentro del
mismo espíritu, tengan como única meta demostrar la incapacidad de las clases
trabajadoras y la misión
[79]
gobernante de la burguesía hasta el fin de los tiempos, porque la opulencia le
proporciona conocimiento y el conocimiento, por su parte, le proporciona la oportunidad
de enriquecerse todavía más.
¿Cómo pueden romper los trabajadores este círculo vicioso? Naturalmente, deben
adquirir conocimiento y tomar posesión de la ciencia, poderosa arma sin la cual pueden
desde luego hacer revoluciones, pero no erigir sobre las ruinas de los privilegios
burgueses la igualdad de derechos, la justicia y la libertad que constituyen la verdadera
base de todas sus aspiraciones políticas y sociales.

6. EL HOMBRE: NATURALEZA ANIMAL Y NATURALEZA


HUMANA

La unidad del hombre y la naturaleza. El hombre forma con la naturaleza una


sola entidad y es el producto material de un número indefinido de causas exclusivamente
materiales.
Monismo y dualismo: la conciencia universal de la humanidad. Para personas
que piensan con lógica y cuyas mentes funcionan al nivel de la ciencia moderna, esta
unidad del Universo o del Ser se ha convertido en un hecho suficientemente demostrado.
Sin embargo, hemos de reconocer que este hecho, tan simple y evidente por sí mismo que
cualquier manifestación opuesta a él nos parece absurda, se encuentra en flagrante
contradicción con la conciencia universal de la humanidad. Esta última, que se manifiesta
a lo largo de la historia en formas muy distintas, ha reconocido siempre unánimemente la
existencia de dos mundos distintos: el mundo espiritual y el material, el mundo divino y
el mundo real. A partir de los toscos fetichistas, que adoraban en el mundo circundante la
acción de un poder sobrenatural encarnado en algún objeto material, todos los [80]
pueblos han creído y siguen creyendo en la existencia de algún tipo de divinidad.
La irrefutabilidad del dualismo. Esta imponente unanimidad tiene más peso que
las pruebas de la ciencia, en opinión de muchos; y si la lógica de un pequeño número de
pensadores coherentes, pero aislados, contradice este asentimiento universal, tanto peor
—declaran esas personas— para dicha lógica... La antigüedad y la universalidad de la
creencia en Dios se han convertido en pruebas irrefutables de su existencia, contrariando
toda ciencia y toda lógica. ¿Pero por qué ha de ser así? Hasta la época de Copernico y
Galileo todo el mundo, con excepción de los pitagóricos, creía que el sol giraba alrededor
de la tierra. ¿La universalidad de dicha creencia demostraba la validez de sus
suposiciones? Siempre y en todas partes, desde el origen de la sociedad histórica hasta
nuestro propio período, una pequeña minoría conquistadora ha explotado y sigue
explotando el trabajo forzado de las masas de obreros, esclavos o asalariados. ¿Se deduce
de ello que la explotación del trabajo de alguien por parásitos no es una iniquidad, un
robo y un saqueo?
El absurdo es viejo, la verdad es joven. He aquí dos ejemplos de que los
argumentos de nuestros deístas carecen por completo de valor. De hecho, nada hay más
universal y más antiguo que el absurdo; por el contrario, la verdad es relativamente
mucho más joven, y representa siempre el resultado o el producto del desarrollo histórico,
y nunca su punto de partida. Porque el hombre, que por origen es primo, si no
descendiente directo, del gorila, partió de la oscura noche del instinto animal para llegar
al amplio mediodía de la razón. Esta realidad explica plenamente sus absurdos pasados y
nos consuela en parte de sus errores presentes.
El carácter del desarrollo histórico de la humanidad. Todo el desarrollo
histórico del hombre es simplemente un proceso de progresivo distanciamiento de la pura
animalidad por el camino de crear su humanidad. De aquí se deduce que la antigüedad de
una idea no sólo no prueba nada en su favor, sino que por el contrario debe suscitar [81]
nuestras sospechas. En cuanto a la universalidad de la falacia, sólo demuestra una cosa: la
identidad de la naturaleza humana en todos los tiempos y en cualquier clima.
El origen del hombre. La vida orgánica, que comenzó con la célula más simple y
apenas organizada, acabó produciendo el hombre tras pasar por toda la gama de
transformaciones que va desde la organización de la vida vegetal a la de la vida animal.
Nuestros primeros ancestros, nuestros Adanes y Evas, si no eran gorilas, estaban
muy cerca de ellos; bestias omnívoras, inteligentes y feroces, dotadas en grado mayor que
los animales de ninguna otra especie con dos facultades preciosas: la facultad pensante y
el impulso a la rebelión.
Pensamiento y rebelión. Estas dos facultades, combinando su acción progresiva
a lo largo de la historia de la humanidad, representan en sí el momento *, aspecto o poder
negativo en el desarrollo positivo de la animalidad humana, y en consecuencia crean todo
lo que constituye la humanidad en el hombre.
Idealistas de todas las escuelas, aristócratas y burgueses, teólogos y metafísicos,
políticos y moralistas, sacerdotes, filósofos y poetas —sin olvidar a los economistas
liberales, celosos adoradores del ideal, como sabemos— se sienten muy ofendidos
cuando se les dice que el hombre, con toda su magnífica inteligencia, sus sublimes ideas
y sus aspiraciones ilimitadas es —como todas las demás cosas existentes en el mundo—
exclusivamente materia, sólo un producto de la vil materia.
El hombre, como las demás realidades de la naturaleza, es un ser enteramente
material. La mente, la facultad pensante, el poder para recibir y reflejar distintas
sensaciones internas y externas, para traerlas de nuevo a la memoria después de haber
pasado, y para reproducirlas mediante el poder de la imaginación, para compararlas y
distinguirlas entre sí, para extraer determinaciones comunes y crear con-
[82]
ceptos generales o abstractos y, por último para formar ideas agrupando y
combinando conceptos de acuerdo con diversos métodos —en una palabra, la
inteligencia, el único creador de todo nuestro mundo ideal— es una propiedad del cuerpo
animal, y en especial del mecanismo totalmente material del cerebro.
La fuente material de los actos morales e intelectuales del hombre. Lo que
llamamos inteligencia, imaginación, memoria, sentimiento, sensación y voluntad no son,
en nuestra opinión, más que las diversas propiedades, funciones y actividades del cuerpo
humano.
La ciencia ha establecido que todos los actos intelectuales y morales que
distinguen al hombre de otras especies animales, como el pensamiento, las
manifestaciones de inteligencia humana y de voluntad consciente, tienen como único
fundamento la organización puramente material, aunque sin duda muy perfecta, del
hombre, sin sombra de intervención de ningún agente espiritual o extra-material. En
resumen, son los productos que resultan de una combinación de las funciones diversas y
puramente fisiológicas del cerebro.
El descubrimiento recién mencionado posee una inmensa importancia, tanto desde
el punto de vista de la ciencia como desde el punto de vista de la vida... Ya no hay
discontinuidad entre el mundo natural y el humano. Pero lo mismo que el mundo
orgánico, aun siendo el desarrollo continuo y directo del mundo no orgánico, difiere de
este último por la introducción de un nuevo elemento activo, la materia orgánica (no
producida por la intervención de alguna causa extra-material, sino por las combinaciones
de la misma materia no-orgánica, hasta ahora desconocidas para nosotros, y productora a
su vez de toda la riqueza de la vida vegetal y animal, sobre la base y bajo las condiciones
del mundo no-orgánico, del cual constituye el resultado más alto), del mismo modo el
mundo humano, aun siendo continuación directa del mundo orgánico, se distingue
esencialmente de este último por un nuevo elemento: el pensamiento. Y este nuevo
elemento está producido por la actividad puramente fisiológica del cerebro, y produce al
mismo tiempo —dentro de este mundo material del que es la [83] recapitulación final, y
bajo condiciones tanto orgánicas como inorgánicas— todo lo que denominamos
desarrollo intelectual y moral, político y social, del hombre: es decir, toda la historia de la
humanidad.
Los puntos cardinales de la existencia humana. Los puntos cardinales de la
existencia humana más refinada, lo mismo que de la existencia más torpemente animal,
serán siempre los mismos: nacer, desarrollarse y crecer; trabajar para comer y beber, para
tener abrigo y defenderse, para mantener la propia existencia individual en el equilibrio
social de la propia especie; amar, reproducirse, y luego morir...
La naturaleza no conoce diferencias cualitativas. En el caso del hombre sólo
tenemos que añadir a esos puntos un elemento nuevo: la inteligencia y la comprensión,
una facultad y una necesidad que indudablemente se encuentran ya a un nivel inferior
pero bastante perceptible en las especies animales que por su organización se encuentran
más próximas al hombre; porque parece que la naturaleza no conoce diferencias
cualitativas absolutas, que todas las diferencias de este carácter se reducen en último
extremo a diferencias en cantidad, y que sólo en el hombre logran un poder tan
imperativo y abrumador como para transformar gradualmente toda su vida.
Conclusiones erróneas a partir de la genealogía animal del hombre. Como
bien observó uno de los mayores pensadores de nuestro tiempo, Ludwig Feuerbach, el
hombre hace todo cuanto los animales hacen, pero lo hace de un modo cada vez más
humano. En esto reside toda la diferencia; pero se trata de una diferencia enorme.
No sería impropio repetir la frase anterior a tantos partidarios del naturalismo o
materialismo moderno que, como el hombre ha descubierto en nuestros días su pleno y
completo parentesco con todas las demás especies animales y su inmediata y directa
descendencia de la tierra —y también porque ha renunciado a la absurda y vana jactancia
de la espiritualidad que, bajo el pretexto de conducirle a una libertad absoluta, le
condenaba de hecho a una esclavitud perpetua—, se consideran con el derecho de
abandonar todo [84] el respeto por el hombre. Estas gentes pueden compararse a lacayos
que, tras descubrir el origen plebeyo de alguien que provocaba respeto por su dignidad
natural, se creen con derecho a tratarle como a su igual, por la simple razón de que no
pueden concebir ninguna dignidad más que la producida por un nacimiento aristocrático.
Otros están tan felices por el descubrimiento del parentesco del hombre y el gorila que
con gusto le retendrían en el estado animal, negándose a comprender que toda la misión
histórica del hombre, toda su dignidad y libertad, consisten en alejarse progresivamente
de ese estado.
El mundo histórico. Ciertamente, el hombre hace todo lo que hacen los animales,
sólo que lo hace de un modo cada vez más humano. En esto reside toda la diferencia,
pero se trata de una diferencia enorme. Abarca toda la civilización, con todas las
maravillas de la industria, la ciencia y las artes; con todos los desarrollos de la humanidad
—religiosos, estéticos, filosóficos, políticos, económicos y sociales—; en una palabra,
todo el dominio de la historia. El hombre crea este mundo histórico ejercitando un poder
activo que se encuentra en todo ser viviente, que constituye la esencia de toda vida
orgánica, y que tiende a asimilar y transformar el mundo exterior de acuerdo con las
necesidades de todos. La fuerza activa es, naturalmente, instintiva e inevitable, y precede
a cualquier pensamiento, pero cuando se encuentra iluminada por la razón del hombre y
determinada por su voluntad consciente, se transforma dentro de él y para él en trabajo
libre e inteligente. El trabajo es una necesidad. Todos los animales deben trabajar para
vivir. Todos ellos, de acuerdo con sus necesidades, su comprensión y su fuerza, toman
parte, sin saberlo, en este lento trabajo de transformar la superficie de la tierra en un lugar
más favorable para la vida animal. Pero este trabajo sólo se hace propiamente humano
cuando comienza a satisfacer no sólo las necesidades fijas e inevitablemente limitadas de
la vida animal, sino también, las necesidades del ser social pensante y hablante que
pretende conquistar y realizar plenamente su libertad.
La esclavitud en la Naturaleza. El cumplimiento de [85] esta tarea inmensa e
ilimitada no sólo es ejecutado por el desarrollo intelectual y moral del hombre, sino
también por el proceso de emancipación material. El hombre se convierte realmente en
hombre y conquista la posibilidad del desarrollo y de la perfección interior, si consigue
romper, al menos en parte, las cadenas que la Naturaleza ha atado en torno a sus criaturas.
Estas cadenas son el hambre, la privación de todo tipo, el dolor físico, la influencia del
clima y las estaciones y, en general, las múltiples condiciones de la vida animal que
mantienen al ser humano en una dependencia casi absoluta respecto de su medio
inmediato; los peligros constantes que, disfrazados de fenómenos naturales, le amenazan
por todas partes; el perpetuo miedo que yace en las profundidades de toda existencia
animal y que domina al individuo natural y salvaje hasta el punto de que no encuentra
dentro de sí poder de lucha o resistencia; en otras palabras, no falta un solo elemento de
la más absoluta esclavitud.
El miedo fuerza a la lucha. El perpetuo miedo que siente, y que subyace a toda
existencia animal, forma también, como podré mostrar más adelante, la primera base de
toda religión. Este miedo es el que obliga al animal a luchar a lo largo de su vida contra
los peligros que le amenazan desde el exterior; y a mantener su propia existencia —
individual y social— a expensas de todo cuanto le rodea...
El trabajo es la ley más elevada de la vida. Todo animal trabaja; sólo vive
trabajando. Como ser viviente, el hombre no está exento de esta necesidad, que
constituye la ley suprema de la vida. Debe trabajar para mantener su existencia, para
desarrollar plenamente su ser. Sin embargo, existe una enorme diferencia entre el trabajo
del hombre y el trabajo de los animales de todas las especies. El trabajo de los animales
es algo estancado, porque su inteligencia está estancada; en cambio el trabajo del hombre
es progresivo, porque su inteligencia posee un carácter altamente progresivo.
La superioridad del hombre. Nada demuestra mejor la decisiva inferioridad de
todas las especies animales, com- [86] paradas con el hombre, que el dato incontestable
de que los métodos y resultados del trabajo individual y colectivo de las otras especies
animales —aunque frecuentemente sean tan ingeniosos como para parecer guiado y
efectuado por una inteligencia científicamente formada— no cambian y apenas mejoran.
Las hormigas, las abejas, los castores y otros animales que viven en sociedad, hacen
ahora exactamente lo mismo que estaban haciendo hace tres mil años, lo cual demuestra
que no hay nada progresivo en su inteligencia. Son actualmente tan capaces y tan
estúpidos como lo eran hace treinta o cuarenta siglos.
El progreso en el mundo animal. Desde luego, hay una progresión en el mundo
animal. Pero son las propias especies, las familias e incluso las clases las que sufren
lentas transformaciones derivadas de la lucha por la existencia, ley suprema del mundo
animal en virtud de la cual las organizaciones inteligentes y enérgicas expulsan a las
especies inferiores incapaces de mantener su posición en la lucha constante. En este
sentido —y sólo en él— hay movimiento y progreso en el mundo animal. Pero dentro de
las especies, dentro de las familias y clases de animales, dicho movimiento y progreso
están ausentes o casi ausentes.
El carácter del trabajo humano. El trabajo del hombre, tanto desde el punto de
vista de los métodos como de los resultados, es tan capaz de desarrollo y mejora
progresivos como su propia inteligencia. El hombre construye su mundo combinando la
energía neuro-cerebral con el trabajo muscular, su mente científicamente formada con su
poder físico, aplicando su pensamiento progresivo al trabajo y haciéndolo cada vez más
racional con el curso del tiempo, aunque al principio fuese exclusivamente animal,
instintivo, ciego y casi mecánico.
Con el fin de captar el vasto terreno cubierto por el hombre en el curso de su
desarrollo histórico, debemos comparar las chozas de los salvajes con los bellos palacios
de París que los brutales prusianos se consideraban destinados por la Providencia a
destruir, y comparar también los lamentables armamentos de las poblaciones primitivas
[87] con las terribles máquinas de destrucción que han surgido como última palabra de la
civilización germánica.

7. EL HOMBRE COMO CONQUISTADOR DE LA NATURALEZA

Lo que todas las demás especies animales en conjunto no pudieron cumplir, lo


hizo el hombre. Transformó efectivamente la mayor parte de la tierra, convirtiéndola en
un lugar habitable y adecuado para la civilización humana. Venció y dominó a la
Naturaleza. Transformó a su enemigo, el primer déspota terrible, en un sirviente útil, o
por lo menos en un aliado tan poderoso como fiel.
¿Qué significa conquistar la Naturaleza? Sin embargo, es necesario aclarar el
verdadero significado de la expresión conquistar o dominar la Naturaleza... La acción
del hombre sobre la Naturaleza, como cualquier otra acción sobre el mundo, está
inevitablemente determinada por las leyes de la Naturaleza. Es, sin duda, la continuación
directa de la acción mecánica, física y química de todas las entidades inorgánicas,
complejas y elementales. Es la continuación más directa de la acción de las plantas sobre
su medio natural, y de la acción cada vez más desarrollada y consciente de todas las
especies animales. De hecho, no es más que acción animal, gobernada por una
inteligencia y una ciencia progresiva, siendo ambos factores un nuevo modo de
transformación de la materia en hombre; de aquí se deduce que cuando el hombre actúa
sobre la Naturaleza, es en realidad la Naturaleza quien trabaja sobre sí misma. Y podemos
ver claramente que es imposible una rebelión contra la Naturaleza.
El hombre y las leyes de la Naturaleza. En consecuencia, el hombre jamás será
capaz de combatir a la Naturaleza; no puede conquistarla ni dominarla. Cuando el
hombre emprende actos que aparentemente son hostiles a la Natura- [88] leza, obedece
una vez más las leyes de esa misma Naturaleza. Nada puede liberarle de su dominio; él es
su esclavo incondicional. Pero esto no constituye esclavitud alguna, puesto que todo tipo
de esclavitud presupone la existencia de dos individuos uno junto al otro y la sumisión de
uno al otro. Al ser el hombre una parte de la Naturaleza y no algo exterior a ella, es
imposible que sea su esclavo.
Sin embargo, existe en el corazón de la Naturaleza una esclavitud de la que puede
liberarse el hombre si no desea renunciar a su humanidad; se trata del mundo natural que
le rodea, y que suele llamarse Naturaleza externa. Es la suma total de cosas, fenómenos y
seres vivientes que envuelven y atormentan al hombre; sin la cual no podría existir ni
siquiera un solitario momento, pero que, a pesar de todo, parece estar conspirando contra
él a fin de que cada instante de su vida se vea forzado a luchar por la existencia.
El hombre no puede escapar de este mundo externo, porque sólo en este mundo
puede vivir y conseguir su sustento, pero al mismo tiempo tiene que salvaguardarse de él,
porque siempre parece propenso a devorarle.
¿Cuál es entonces el significado de la expresión combatir y dominar a la
Naturaleza? Aquí sufrimos un equívoco eterno debido al doble significado que se
atribuye al término Naturaleza. Por una parte, la Naturaleza se concibe como la totalidad
universal de las cosas y los seres, así como de las leyes naturales; contra la Naturaleza así
concebida, corno ya he indicado, es imposible cualquier lucha porque rodea y comprende
todo; es el ser absoluto y todopoderoso. Por otra parte, por Naturaleza se entiende
también la totalidad más o menos limitada de fenómenos, cosas y seres que rodean al
hombre; en resumen, el mundo externo. Contra esta Naturaleza externa, la lucha no sólo
es posible, sino inevitable, porque la impone la Naturaleza universal a todo cuanto vive o
existe.
Como ya he indicado, todo cuanto existe y todo ser viviente lleva dentro de sí la
doble ley de la Naturaleza:
1. No hay existencia posible fuera del medio natural de cada uno y el mundo
externo; 2. En este mundo externo [89] sólo puede mantenerse a sí mismo lo que existe y
vive a expensas de ese mundo y se encuentra en una constante lucha contra él.
Necesidad de la lucha contra la Naturaleza externa. Dotado con facultades y
atributos que la Naturaleza universal le otorgó, el hombre puede y debe conquistar y
dominar su mundo externo. Debe someterlo y arrancarle su humanidad y libertad.
Mucho antes de comenzar la civilización y la historia, durante un período muy
distante que puede haber durado muchos miles de años, el hombre fue sólo un animal
salvaje entre otros muchos animales salvajes, un gorila quizá, o un animal estrechamente
relacionado con él. Siendo un animal carnívoro o —cosa más probable— omnívoro, era
sin duda más voraz, salvaje y fiero que sus parientes de otras especies. Al igual que ellos,
llevaba adelante una lucha destructiva.
El estado ideal: ¿Qué expulsó al hombre del paraíso de las bestias? Este era el
estado de inocencia, glorificado por todo tipo de religiones, el estado ideal, el estado tan
exaltado por Jean Jacques Rousseau. ¿Qué expulsó al hombre del paraíso animal? Fue su
inteligencia progresiva, aplicada natural, necesaria y gradualmente a su trabajo animal...
La inteligencia del hombre sólo se desarrolla y progresa a través del conocimiento de
cosas y hechos reales; sólo mediante una observación inteligente y un examen cada vez
más exacto y riguroso de las relaciones y secuencias regulares en los fenómenos de la
Naturaleza y los diversos estadios de su desarrollo, en resumen, sólo mediante un
conocimiento de sus leyes inmanentes.
El conocimiento de las leyes naturales amplía las metas humanas. Cuando el
hombre adquiere el conocimiento de esas leyes gobernantes de todas las cosas incluido él
mismo, aprende a prever ciertos fenómenos que le permiten evitar sus efectos o
salvaguardarse de las consecuencias indeseadas y dañinas. Además, este conocimiento de
las leyes que gobiernan los fenómenos naturales puede aplicarse a su trabajo muscular,
que al principio tiene un carácter puramente instintivo y natural; a la larga, esto le permite
[90] extraer beneficios de tales cosas y fenómenos naturales, cuya totalidad constituye el
mundo externo, ese mismo mundo tan hostil al principio pero que, debido a la ciencia,
acaba contribuyendo poderosamente a la realización de las metas humanas.
El hombre, lento en utilizar el fuego. Muchos siglos pasaron antes de que el
hombre, que era tan salvaje y poco ingenioso como los monos, aprendiese el arte hoy tan
rudimentario, trivial y al mismo tiempo valioso, de hacer fuego y utilizarlo para sus
propias necesidades... Estas habilidades extremadamente simples, que hoy constituyen la
economía doméstica de los pueblos menos civilizados, implican inmensos esfuerzos
inventivos por parte de las generaciones precedentes. Esto explica la desesperante
lentitud del desarrollo humano durante el período prehistórico, comparada con su rápido
desarrollo en nuestros días.
El conocimiento es el arma de la victoria. Fue así como el hombre transformó y
sigue transformando su medio, la naturaleza externa; es así como la conquista y domina.
¿Llegó a ello como resultado de una rebelión humana frente a las leyes de la Naturaleza
universal, que comprende todo cuanto existe, y forma también la naturaleza humana?
Todo lo contrario. A través del conocimiento y la observación más atenta y exacta de esta
ley es como el hombre no sólo consigue liberarse del yugo de la Naturaleza externa, sino
someterla, al menos parcialmente.
Pero el hombre no se contenta solamente con eso. Al igual que la mente humana
es capaz de abstraer su propio cuerpo y su personalidad tratándoles como objetos
externos, el hombre —que se ve constantemente llevado por un impulso interno
inmanente a su ser— aplica el mismo procedimiento, el mismo método, para modificar,
corregir y perfeccionar su propia naturaleza. Este es un yugo interior natural que el
hombre debe aprender a sacudirse.
Al principio, este yugo se le aparece en la forma de su propia debilidad, su
imperfección o sus malformaciones personales —tanto corpóreas como intelectuales y
morales—, y luego aparece en la forma más general de su brutalidad o animalidad
contrastada con su naturaleza humana, [91] que crece progresivamente dentro de él a
medida que se desarrolla su medio social.
Combatiendo a la esclavitud interior. El hombre no tiene más medios para
luchar contra esta esclavitud interior que a través de la ciencia de las leyes naturales que
gobiernan su desarrollo individual y colectivo, y mediante la aplicación de esa ciencia a
su formación individual (por medio de la higiene, el ejercicio físico, el ejercicio de sus
afectos, de su mente y voluntad, y al mismo tiempo mediante una educación racional), y
al cambio gradual del orden social.
La Naturaleza universal no es hostil al hombre. Siendo el producto último de la
Naturaleza sobre esta tierra, el hombre continúa por así decirlo el trabajo, la creación el
movimiento y la vida de la Naturaleza a través de su desarrollo individual y social. Sus
pensamientos y acciones más inteligentes y abstractos, que como tal se encuentran muy
distantes de lo que se domina habitualmente Naturaleza, son en realidad únicamente las
nuevas creaciones y manifestaciones de la Naturaleza. Las relaciones del hombre con esta
Naturaleza universal no pueden ser externas, no pueden ser de esclavitud o lucha; lleva
esta Naturaleza dentro de sí, y no es nada externo a ella. Pero estudiando sus leyes,
identificándose en alguna medida con ellas, transformándolas mediante un proceso
psicológico de su propio cerebro en ideas y convicciones humanas, el hombre se libera
del triple yugo impuesto sobre él, en primer lugar por la naturaleza externa, luego por su
naturaleza interna individual, y en último lugar por la sociedad, de la cual es un producto.
Es imposible rebelión alguna contra la Naturaleza universal. Me parece
bastante evidente, a partir de lo ya dicho, que no es posible una rebelión del hombre
contra lo que llamo causalidad universal o Naturaleza universal; esta última envuelve y
penetra al hombre; está dentro y fuera de él, y constituye todo su ser. Rebelándose contra
esta Naturaleza universal, el hombre se rebelaría contra sí mismo. Es evidente que el
hombre no puede ni siquiera concebir el más remoto estímulo o necesidad de una
rebelión semejante; puesto que no existe separado de esta Naturaleza [92] universal,
puesto que la lleva dentro de sí, y puesto que en todo momento de su vida se siente
enteramente idéntico a ella, no puede considerarse o sentirse esclavo de ella.
Por el contrario, sólo estudiando y utilizando mediante su pensamiento las leyes
externas de esta naturaleza —leyes que se manifiestan igualmente en su mundo externo y
en su propio desarrollo individual (corpóreo, intelectual y moral)— es como logra
sacudirse gradualmente el yugo de la Naturaleza externa, de sus propias imperfecciones
naturales, y, como veremos, el yugo de una organización social autoritaria.
La dicotomía de espíritu y materia. ¿Pero cómo podría surgir entonces en la
mente del hombre el pensamiento histórico de la separación entre espíritu y materia?
¿Cómo pudo el hombre llegar a concebir este intento impotente, ridículo, pero al mismo
tiempo histórico de rebelarse contra la Naturaleza? Este intento y este pensamiento se
produjeron a la vez que la concepción histórica de la idea de Dios, de la cual constituyen
corolarios necesarios. El hombre entendía al principio en la palabra Naturaleza sólo lo
que llamamos Naturaleza externa, incluido su propio cuerpo. A lo que nosotros llamamos
Naturaleza universal lo llamó «Dios»; en consecuencia, las leyes de la Naturaleza no
aparecían como leyes inmanentes, sino como manifestaciones de la Voluntad Divina, de
los mandamientos de Dios impuestos desde arriba a la Naturaleza y también al hombre.
De acuerdo con ello, el hombre se declaraba en rebelión contra la Naturaleza poniéndose
del lado de Dios, a quien había creado él mismo en oposición a la Naturaleza y a su
propio ser, con lo cual puso el fundamento de su propia esclavitud social y política.
Tal ha sido el trabajo histórico de todos los cultos y dogmas religiosos.
[93]

8. MENTE Y VOLUNTAD

La vida del hombre es la continuación de la vida animal; la inteligencia


constituye una diferencia cuantitativa, pero no cualitativa. La vida individual y social
del hombre en el comienzo no era sino la continuación inmediata de la vida animal,
aunque complicada por un nuevo elemento: la facultad de pensar y hablar. El hombre no
es el único animal inteligente sobre la tierra. En modo alguno. La psicología comparada
muestra que no existe animal completamente privado de inteligencia, y cuanto más se
aproxima una especie al hombre en su organización, y especialmente en la estructura del
cerebro, más avanzada se encuentra en el desarrollo de su inteligencia. Pero sólo en el
hombre alcanza la inteligencia el nivel superior de desarrollo que puede llamarse en
sentido estricto la facultad pensante; es decir, el poder para comparar, separar y combinar
las representaciones de objetos internos y externos proporcionadas por nuestros sentidos;
la facultad para formar grupos de tales representaciones; para comparar y combinar luego
esos grupos, que no son entidades reales ni representaciones de objetos percibidos por
nuestros sentidos, sino sólo conceptos abstractos formados y clasificados por el trabajo
de nuestra mente, que retenidos por nuestra memoria —otra facultad de nuestro cerebro
— se convierten en punto de partida o base para esas conclusiones que denominamos
ideas.
Sólo el hombre está dotado con el poder de la palabra. Todas esas funciones de
nuestro cerebro serían imposibles de no estar dotado el hombre con otra facultad, que
complementa a la facultad pensante y es inseparable de ella: la facultad de incorporar, por
así decirlo, y de identificar mediante signos externos todas las operaciones de la mente,
los movimientos materiales del cerebro hasta sus variaciones y modificaciones más
sutiles y complicadas; en resumen, si el hombre no poseyera el poder de la palabra.
Todos los demás animales tienen lenguajes. ¿Quién lo pone en [94] duda? Pero puesto
que su inteligencia jamás se eleva sobre las representaciones materiales o, lo que es más,
sobre la más elemental comparación y combinación de esas representaciones, su lenguaje
carece de organización y es incapaz de desarrollo, por lo cual sólo puede expresar
sensaciones y nociones materiales, pero nunca ideas.
De estas ideas el hombre deduce conclusiones o aplicaciones lógicas necesarias.
En realidad, encontramos con bastante frecuencia a personas que no han alcanzado
todavía la plena posesión de esta facultad, pero jamás hemos tenido noticias de ningún
miembro de una especie inferior que ejercite esta facultad, si no es recurriendo al asno de
Balaam o a otros animales semejantes recomendados a nuestra fe y estima por diversas
religiones. Podemos decir, por tanto, sin miedo a quedar refutados, que de todos los
animales vivientes sobre esta tierra, sólo el hombre es capaz de pensar.
La facultad de abstracción. Sólo el hombre tiene este poder de abstracción,
desarrollado y fortalecido sin duda dentro de la especie humana por un ejercicio de
milenios. Elevando gradual e interiormente al hombre sobre los objetos de su entorno,
sobre todo cuanto se denomina mundo externo, e incluso sobre él mismo como individuo,
esta facultad le permite concebir o crear la idea de la totalidad de existencias, del
Universo, la Infinitud o de lo Absoluto —idea del todo abstracta y, si quieren, falta de
cualquier contenido, pero no por ello menos todopoderosa como idea y causa
instrumental de todas las conquistas humanas posteriores. Porque sólo esta idea le extrae
de las hipócritas beatitudes y la estúpida inocencia del paraíso animal, para conducirlo a
los triunfos y a los tormentos infinitos de un desarrollo ilimitado.
El germen del análisis y de los experimentos científicos. Debido a esta facultad
de abstracción, elevándose por encima de la presión inmediata ejercida por los objetos
externos sobre todo individuo, el hombre puede comparar un objeto con otros y observar
sus relaciones. Aquí se encuentra el principio del análisis y de la ciencia experimental. Y
debido a esta misma facultad, el hombre experimenta [95] un proceso de bifurcación
interna, que lo eleva por encima de sus propias pulsaciones, instintos e impulsos, en tanto
poseen una naturaleza transitoria y particular. Esto le permite comparar sus pulsiones
internas como compara objetos y movimientos externos, y aliarse con algunas contra
otras de acuerdo con el ideal (social) que ha cristalizado en su interior. Aquí tenemos ya
el despertar de la conciencia y de lo que llamamos voluntad.
Comienza el mundo humano. Con el primer despertar del pensamiento
manifestado en la palabra comienza el mundo exclusivamente humano, el mundo de las
abstracciones. Debido a esta facultad de abstracción, como ya hemos dicho, el hombre,
surgido de la Naturaleza y producido por ella, se crea para sí, en medio y bajo las
condiciones de esa misma Naturaleza, una segunda existencia que se adecua a su ideal y
es progresiva del mismo modo.
La dialéctica del desarrollo humano. Para mayor claridad, añadamos que todo
cuanto vive tiende a realizarse a sí mismo en la plenitud de su ser. El hombre, que es al
mismo tiempo un ente pensante y viviente, debe ante todo conocerse a sí mismo para
alcanzar una plena auto-realización. Este es el motivo del gran retraso que observamos en
su desarrollo, y por razón del cual fueron necesarios muchos cientos de siglos para que el
hombre llegase al estado social actual en los países más civilizados, estado que todavía se
encuentra muy por debajo del ideal hacia el que nos dirigimos. El hombre tuvo que agotar
todas las estupideces y posibles adversidades para poder realizar el mínimo de razón y
justicia que hoy prevalece en el mundo.
La última fase y la meta suprema de todo el desarrollo humano es la libertad.
Jean Jacques Rousseau y sus discípulos se equivocaron buscando esta libertad en el
comienzo de la historia, cuando el hombre —carente todavía por completo de cualquier
auto-conocimiento e incapaz por eso mismo de preparar cualquier tipo de contrato—,
estaba sufriendo bajo el yugo de esa inevitabilidad de la vida natura a la que están
sometidos todos los animales.
Naturaleza y libertad humana. El hombre sólo podía [96] liberarse a sí mismo
de este yugo haciendo un uso gradual de su razón, que si bien se desarrollaba muy
despacio, discernía poco a poco las leyes rectoras del mundo exterior tanto como las
inmanentes a nuestra propia naturaleza, y se las apropiaba —por así decirlo—
transformándolas en ideas, es decir, en creaciones casi espontáneas de nuestros propios
cerebros. Mientras continuaba obedeciendo a esas leyes, el hombre en realidad obedecía
simplemente a sus propios pensamientos.
Respecto a la Naturaleza, ésta es la única posible dignidad y libertad para el
hombre. Jamás habrá ninguna otra libertad; porque las leyes naturales son inmutables e
inevitables; representan la base misma de toda existencia y constituyen nuestro propio
ser, por lo cual nadie puede rebelarse contra ellas sin llegar inmediatamente al absurdo o
sin provocar su propia destrucción. Pero reconociéndolas y asimilándolas con su propia
mente, el hombre se eleva sobre la presión inmediata de su mundo externo; entonces,
convirtiéndose a su vez en un creador y obedeciendo en lo sucesivo sólo a sus propias
ideas, las transforma más o menos de acuerdo con sus necesidades progresivas,
imprimiéndoles en alguna medida la imagen de su propia humanidad.
El libre albedrío universal y el elán vital. Por consiguiente, lo que llamamos
mundo humano tiene al hombre por único e inmediato creador; éste lo produce superando
paso a paso el mundo externo y su propia bestialidad, conquistando de esta forma para sí
mismo su libertad y su dignidad humana. Las conquista impelido por una fuerza
independiente de él, una fuerza irresistible inmanente a todos los seres vivos. Esta fuerza
es la corriente universal de la vida, la misma que llamamos Causalidad universal,
Naturaleza, que se manifiesta en todos los seres vivientes, plantas o animales, en el
impulso de todo individuo a cumplir por sí mismo las condiciones necesarias para la vida
de su especie, es decir, para satisfacer sus necesidades.
Voluntad libre. Este impulso, esta manifestación esencial y suprema de la vida,
constituye la base de lo que denominamos voluntad. Inevitable e irresistible en todos los
animales, [97] incluido el hombre más civilizado, instintiva (y casi podríamos decir
mecánica) en los organismos inferiores, más inteligente en las especies más altas, sólo
alcanza plena conciencia en el hombre. Debido a su inteligencia (que le eleva sobre las
pulsiones instintivas, y le permite comparar, criticar y regular sus propias necesidades), el
humano es el único de los animales terrestres que posee una auto-determinación
consciente, una voluntad libre.
La libertad de la voluntad es sólo relativa. Es razonable pensar que esta libertad
de la voluntad humana —frente a la corriente de la vida universal o a esta causalidad
absoluta donde toda voluntad es, por así decirlo, sólo un arroyuelo— sólo tiene el
significado atribuido por la reflexión, en cuanto se opone a la acción mecánica o incluso
al instinto. El hombre capta y percibe claramente las necesidades naturales que, una vez
reflejadas en su cerebro, renacen a través de un proceso fisiológico poco conocido como
la continuación lógica de sus propios pensamientos. La comprensión dentro de esta
dependencia absoluta e inquebrantada le proporciona el sentimiento de auto-
determinación, de una voluntad y una libertad consciente y espontánea.
Los impulsos naturales son sublimados, pero no suprimidos por el hombre.
Fuera del suicidio —parcial o total— ningún hombre puede librarse de sus impulsos
naturales, pero puede regularlos y modificarlos, intentando hacerlos cada vez más
conformes a aquello que durante épocas diferentes de desarrollo intelectual y moral
considera justo y bello.
La libertad de la voluntad es determinada, y no incondicional. Puesto que
todo hombre, en el momento de nacer y durante todo su desarrollo vital, no es más que el
resultado de un incontable número de acciones, circunstancias y condiciones, materiales
y sociales, que continúan formándole mientras vive, ¿cómo podría él —un eslabón
pequeño, pasajero y apenas perceptible en la concatenación universal de todos los seres
presentes y pasados— conseguir la fuerza requerida para romper mediante un acto de su
voluntad esta solidaridad eterna y todopoderosa, esta entidad absoluta y universal que
tiene existencia real, pero [98] que ninguna imaginación humana puede esperar
comprender alguna vez?
Esta naturaleza es la madre que nos configura, alumbra, alimenta, rodea y
atraviesa hasta la médula de nuestros huesos, hasta los pliegues más profundos de nuestro
ser moral e intelectual, y que por último nos asfixia en sus abrazos maternales. Hemos de
reconocer de una vez para siempre que frente a esta naturaleza universal no pueden
existir ni independencia ni rebelión.
Libertad racional: la única libertad posible. Con ayuda del conocimiento y
mediante una aplicación meticulosa de las leyes de la Naturaleza, el hombre se emancipa
gradualmente a sí mismo. Pero no se emancipa del yugo universal soportado por todos
los demás seres vivos y las cosas existentes que aparecen y desaparecen en este mundo.
El hombre sólo se libera de la brutal presión ejercida sobre él por su propio mundo
externo —material y social—, donde se encuentran todas las cosas y todos los hombres
circundantes. Gobierna las cosas mediante su ciencia y su trabajo; en cuanto al yugo
arbitrario impuesto por los hombres, se libra de él mediante la revolución.
Este es el único significado racional de la palabra libertad: el gobierno de las
cosas externas, basado sobre una respetuosa obediencia a las leyes naturales. Es la
independencia ante las pretensiones y los actos despóticos de los hombres; es la ciencia,
el trabajo, la rebelión política y, junto con todo ello, es en definitiva la organización libre
y bien concebida del medio social de acuerdo con las leyes naturales inmanentes a toda
sociedad humana. La primera y última condición de esta libertad se encuentra entonces
en el sometimiento absoluto a la omnipotencia de la Naturaleza, y en la obediencia y la
aplicación más estricta de sus leyes.
Como la mente, la voluntad es una función de la materia. Al igual que la
inteligencia, la voluntad no es una chispa mística, inmortal y divina que milagrosamente
cayó de los Cielos a la tierra para dar vida a pedazos de carne o cuerpos inertes. Es el
producto de la carne organizada y viviente, el producto del organismo animal.
El organismo humano es el más perfecto de todos los [99] organismos y, en
consecuencia, la voluntad y la inteligencia del hombre son comparativamente lo más
perfecto y, sobre todo, lo más capaz de un progreso y una perfección cada día mayores.
Poder neural y poder muscular. La voluntad, como la inteligencia, es una
facultad neurológica del organismo animal, y tiene como órgano específico el cerebro...
La fuerza muscular o física y la fuerza neural, o poder de la voluntad y la inteligencia,
tienen esto en común: en primer lugar, que cada una depende de la organización del
animal que éste recibió en el nacimiento y que, en consecuencia, son el producto de una
multitud de circunstancias y causas no sólo existentes fuera de esta organización animal,
sino anteriores a ella; y en segundo lugar, que todas son capaces de desarrollarse con el
ejercicio y el entrenamiento, lo cual prueba una vez más que son el producto de causas y
acciones externas.
Es obvio que siendo en su naturaleza e intensidad simplemente efectos de causas
independientes de ellas, esas fuerzas tienen sólo una relativa independencia dentro de esa
causalidad universal que constituye y comprende los mundos. ¿Qué es la fuerza
muscular? Es una fuerza material de cierta intensidad generada dentro del animal por la
concurrencia de influencias o causas antecedentes, que en un momento dado permite al
animal oponer a la presión de las fuerzas externas una resistencia no absoluta, sino
relativa.
La voluntad está determinada por la estructura del organismo. Lo mismo es
cierto para la fuerza moral que llamamos poder de la voluntad. Todas las especies
animales están dotadas de este poder en diversos grados, y la diferencia depende ante
todo de la naturaleza particular de su organismo. Entre todos los animales de esta tierra,
la especie humana está dotada con ella en el más alto grado. Pero incluso dentro de esta
especie no todos los individuos reciben con el nacimiento una disposición volitiva igual,
estando determinada de antemano la mayor o menor fuerza de voluntad por la salud
relativa y el desarrollo normal del propio cuerpo y, sobre todo, por una estructura cerebral
más o menos afortunada. He aquí, pues, desde el mismo [100] comienzo, una diferencia
de la que el hombre no es, en ningún caso, responsable. ¿Es culpa mía que la Naturaleza
me dotase con una fuerza de voluntad inferior? Ni los más insensatos teólogos y
metafísicos se atreverán a decir que lo que llaman almas —es decir, la suma total de
facultades afectivas, intelectuales y volitivas que cada uno recibe con el nacimiento—
son todas iguales.
El papel del ejercicio en el entrenamiento de la voluntad. Desde luego, la
facultad volitiva puede desarrollarse mediante la educación y los ejercicios apropiados,
como las demás facultades del hombre. Estos ejercicios acostumbran gradualmente a los
niños a reprimir la manifestación inmediata de cualquier impresión leve, y a controlar en
mayor o menor medida los movimientos reflejos de sus músculos cuando se ven
estimulados por sensaciones internas y externas transmitidas por los nervios.
En un estadio ulterior, cuando en el niño se ha desarrollado en cierta medida el
poder reflexivo mediante una adecuada educación del carácter, el mismo ejercicio —cada
vez más consciente, apoyado en la creciente inteligencia del niño y basándose sobre el
poder volitivo que se desarrolla en su interior— entrena al niño para reprimir la expresión
inmediata de sus sentimientos y deseos, y dominar todos los movimientos voluntarios del
cuerpo (así como los de aquello que se denomina su alma, su pensamiento mismo, sus
palabras y actos), sometiéndolos a una finalidad dominante, sea ésta buena o mala.
¿El hombre es responsable de su formación? La voluntad del hombre, así
desarrollada y entrenada, no es evidentemente sino el producto de influencias que están
fuera de él y que, actuando sobre la voluntad, la determinan y configuran con
independencia de sus propias resoluciones. ¿Puede un hombre ser considerado
responsable de la formación —mala o buena, adecuada o inadecuada— que obtiene?...
Hasta cierto punto, un hombre puede convertirse en su propio educador, en su
propio instructor tanto como creador. Pero debe observarse que cuanto adquiere es sólo
una independencia relativa, y que en modo alguno está [101] liberado de la dependencia
inevitable o de la solidaridad absoluta mediante la cual él, como ser vivo, está
encadenado irrevocablemente al mundo natural y social.
9. EL HOMBRE, SOMETIDO A LA INEVITABILIDAD UNIVERSAL

La voluntad animal o humana no es la fuerza motriz creadora. Tras probar


que la voluntad animal, incluida la humana, es un poder limitado capaz, como más tarde
veremos, de modificar hasta cierto punto —mediante el conocimiento de las leyes
naturales y sometiendo estrictamente sus acciones a dichas leyes— las relaciones entre el
hombre y las cosas que le rodean, así como las relaciones entre las cosas mismas (pero
incapaz de producir o crear la esencia de la vida animal); tras probar que el poder relativo
de esta voluntad, contrastado con el único poder absoluto existente de la causalidad
universal, aparecería como una impotencia absoluta o como una causa relativa de nuevos
efectos relativos determinados y producidos por la misma causalidad, resulta evidente
que no hemos de buscar la poderosa fuerza motriz creadora del mundo animal y humano
en la voluntad humana, sino en la solidaridad universal e inevitable de cosas y seres.
La fuerza motriz universal es ciega e inconsciente. Esta fuerza-motriz no la
llamamos ni inteligencia ni voluntad. De hecho, no tiene y no puede tener auto-
conciencia alguna, ni determinación o resolución propias. No es el ser singular,
indivisible y sustancial concebido por los meta-físicos, sino el producto y —como dije—
el resultado eternamente reproducido por todas las transformaciones de los seres y cosas
dentro del universo. En una palabra, no es una idea sino un hecho universal, más allá del
cual resulta imposible concebir nada. Y este hecho no es en [102] modo alguno un ser
inmutable, sino el movimiento perpetuo que se manifiesta y forma en una infinidad de
acciones y reacciones relativas de índole mecánica, física, química, geológica, vegetal,
animal y humana. Como resultante de esa combinación de movimientos relativos e
incontables, esta fuerza motriz universal es tan poderosa como inevitable, ciega e
inconsciente.
Crea mundos, y es al mismo tiempo su producto. En todos los dominios de la
naturaleza terrestre, se manifiesta a través de leyes o formas particulares de desarrollo. En
el mundo orgánico y en la formación geológica de nuestra esfera se presenta como la
incesante acción y reacción de leyes mecánicas, físicas y químicas que aparentemente
pueden reducirse a una ley básica: la ley de gravitación y movimiento, o más bien de
atracción material, de la que las demás leyes son sólo sus diversas manifestaciones y
transformaciones. Tales leyes, como ya he indicado, son generales en el sentido de que
comprenden todos los fenómenos producidos sobre la tierra, gobernando las relaciones y
el desarrollo de la vida orgánica, vegetal, animal y social, así como la totalidad inorgánica
de las cosas.
La ley de nutrición, formulada por Augusto Comte. En el mundo orgánico, la
misma fuerza motriz universal se manifiesta a través de una nueva ley basada sobre la
suma total de las leyes generales; naturalmente, es una nueva transformación cuyo
secreto se nos ha escapado hasta el presente, pero que constituye una ley particular en el
sentido de manifestarse sólo en los seres vivientes: las plantas, los animales y el hombre.
Es la ley de nutrición, que utilizando la expresión de Augusto Comte * consiste en: «1. La
absorción interior de materiales nutritivos extraídos del sistema ambiente y su
asimilación gradual. 2. La exhalación hacia el exterior de moléculas, que a partir de ese
momento se hacen extrañas al organismo y se desintegran necesariamente en la
realización de la nutrición».
Esta ley es particular en el sentido de que no se aplica [103] al mundo inorgánico,
pero es general y fundamental para todos los seres vivos. El problema de la nutrición, el
gran problema de la economía social, es la base real para todos los desarrollos
posteriores de la humanidad.
Sensibilidad e irritabilidad: las propiedades del mundo animal. En el propio
mundo animal, esta misma fuerza motriz universal reproduce la ley genérica de nutrición
en una forma nueva y peculiar, combinándola con dos propiedades que distinguen a los
animales de las plantas: la sensibilidad y la irritabilidad. Estas facultades son
evidentemente materiales, y las facultades llamadas ideales —el sentimiento denominado
moral, en contraste con la sensación física, así como las facultades de la voluntad y la
inteligencia— no son sino su expresión más elevada o su transformación última. Ambas
propiedades —sensibilidad e irritabilidad— sólo se encuentran entre los animales.
Combinadas con la ley de nutrición, que es común a los animales y a las plantas, esas
propiedades constituyen la ley genérica particular de todo el mundo animal.
La génesis de los hábitos animales. Las diversas funciones que llamamos
facultades animales no son optativas, en el sentido de que el animal pueda ejercitarlas o
no. Todas las facultades son propiedades esenciales, necesidades inherentes a la
organización animal. Las diferentes especies, familias y clases de animales difieren entre
ellas por la total ausencia de algunas facultades o por el superdesarrollo de unas a
expensas de otras.
Incluso dentro de las especies, familias y clases animales, los individuos no tienen
la misma fortuna. El espécimen perfecto es aquel en el que se encuentran
armoniosamente desarrollados todos los órganos característicos del orden al cual
pertenece el individuo. La carencia o la debilidad de uno de esos órganos constituye un
defecto, y cuando el órgano es de un tipo esencial puede llevar a que el individuo se
convierta en un monstruo. Monstruosidad o perfección, excelencia o defecto, todo esto le
viene dado al individuo por la Naturaleza, y es recibido por él en su nacimiento.
Pero cuando una facultad existe ha de ser ejercitada, y [104] hasta que el animal
llega a un estadio de ocaso natural no dejará de tender necesariamente a su desarrollo y
fortalecimiento mediante el ejercicio repetido, que crea hábito, y el hábito es la base de
todo desarrollo animal. Cuanto más se ejerce y desarrolla, más se convierte en una fuerza
irresistible dentro del animal, en una fuerza que debe ser obedecida implícitamente.
El animal se ve forzado a ejercitar sus facultades. Acontece a veces que una
enfermedad o circunstancias externas más poderosas que la tendencia natural del
individuo excluyen el ejercicio o desarrollo de una o varias facultades. En ese caso los
órganos respectivos se atrofian, y el organismo entero sufre con arreglo a la importancia
de esas facultades y sus órganos correspondientes. El individuo puede morir a causa de
ello, pero si vive ha de ejercitar las facultades restantes bajo amenaza de muerte. En
consecuencia, el individuo no es el dueño de esas facultades, sino su agente involuntario,
su esclavo.
...Al ser un organismo vivo, dotado con la doble propiedad de la sensibilidad y la
irritabilidad, capaz en cuanto tal de experimentar dolor tanto como placer, todo animal —
incluido el hombre— se ve forzado por su propia naturaleza a comer, beber y desplazarse.
Ha de hacerlo para obtener alimento, y también respondiendo a la necesidad suprema de
sus músculos. A fin de mantener su existencia, el organismo debe protegerse contra
cualquier cosa que amenace su salud, su alimento y todas las condiciones de su vida.
Debe amar, copular y procrear. En la medida de su capacidad intelectual, debe
reflexionar sobre las condiciones exigidas para la preservación de su propia existencia.
Debe querer todas esas condiciones para sí. Y dirigido por una especie de previsión
basada en la experiencia, jamás ausente por completo en animal alguno, se ve forzado a
trabajar, en la medida de su inteligencia y su fuerza muscular, para prepararse el futuro
más o menos distante.
El impulso animal alcanza el estadio de la autoconciencia en el hombre.
Inevitable e irresistible en todos los animales, sin exceptuar al hombre más civilizado,
esta tendencia imperiosa y fundamental de la vida constituye [105] la base misma de
todas las pasiones animales y humanas. Es instintiva, podríamos decir mecánica, en las
organizaciones inferiores; es más consciente en las especies más elevadas, y alcanza el
estadio de la plena autoconciencia sólo en el hombre, que está dotado con la facultad
preciosa de combinar, agrupar y expresar plenamente sus pensamientos. El hombre es el
único animal capaz de abstraerse en su pensamiento del mundo externo, e incluso de su
propio mundo interno, elevándose así a la universalidad de las cosas y los seres. Como
puede verse a sí mismo desde las alturas de esta abstracción, como un objeto de su propio
pensamiento, puede comparar, criticar, ordenar y subordinar sus propias necesidades, sin
transgredir las condiciones vitales de su propia existencia. Todo ello le permite —
naturalmente, dentro de límites muy estrechos, y siempre sin poder cambiar nada en el
flujo universal e inevitable de causas y efectos— determinar mediante la reflexión
abstracta sus propios actos, cosa que le proporciona en relación con la Naturaleza la falsa
apariencia de una espontaneidad e independencia absoluta.
¿Qué tipo de voluntad libre posee el hombre? ¿Posee realmente el hombre una
voluntad libre? Sí y no, depende de lo que se quiera decir con esta expresión. Si por
voluntad libre se entiende voluntad arbitraria, es decir, una presunta facultad del
individuo humano para determinarse con libertad e independencia de cualquier influencia
externa; y si, como mantienen todas las religiones y sistemas metafísicos, gracias a esta
presunta voluntad libre el hombre ha de ser excluido del principio de causalidad universal
que determina la existencia de todo y hace que cada cosa dependa de todas las demás, no
podemos sino rechazar esa libertad como un sinsentido, pues nadie puede existir fuera de
esa causalidad universal.
La estadística como ciencia sólo es posible sobre la base del determinismo
social. El socialismo, basado sobre la ciencia positiva, rechaza absolutamente la doctrina
de la «voluntad libre». Admite que todos los llamados vicios y virtudes de los hombres
son sólo el producto de la acción combinada de la Naturaleza y la sociedad.
[106]
La Naturaleza, mediante el poder de influencias etnográficas, fisiológicas y
patológicas, produce las facultades y tendencias que se denominan naturales, mientras
que la organización social las desarrolla, las reprime o corrompe su desarrollo. Todos los
hombres, sin excepción, son lo que han hecho de ellos la Naturaleza y la sociedad en todo
momento de sus vidas.
Sólo esta necesidad natural y social hace posible la aparición de la estadística
como ciencia. Dicha ciencia no se contenta con verificar y enumerar hechos sociales, sino
que además intenta explicar la conexión y la correlación de dichos hechos en la
organización de la sociedad. Las estadísticas criminales, por ejemplo, demuestran que en
un mismo país y en una misma ciudad, durante un período de diez, veinte o treinta años,
se repite cada año casi en la misma proporción el mismo crimen o delito; es decir,
mientras ninguna crisis política o social haya cambiado allí la actitud de la sociedad.
Todavía más sorprendente es que los métodos usados para cometer crímenes se repitan
también de año a año con la misma frecuencia. Por ejemplo, el número de crímenes por
envenenamiento, arma blanca y de fuego, así como la cifra de suicidios cometidos de
cierta manera, son casi siempre invariables. Esto llevó a Quetelet a hacer su memorable
afirmación: «La sociedad prepara los crímenes, y los individuos se limitan a cometerlos».
La idea de la voluntad libre lleva a su corolario, la idea de la providencia.
Esta repetición periódica de los mismos hechos sería imposible si las inclinaciones
morales e intelectuales de los hombres, así como sus actos, dependieran de una «voluntad
libre». El término «voluntad libre» no tiene significado en absoluto, o indica que el
individuo toma decisiones espontáneas y auto-determinadas, completamente ajenas a
cualquier influencia exterior del orden natural o social. Pero si así fuese, si los hombres
sólo dependieran de sí mismos, el mundo estaría regido por un caos que suprimiría
cualquier solidaridad entre las gentes. Los millones de voluntades libres, independientes
entre sí, tenderían a la destrucción mutua, y sin duda lo [107] lograrían de no ser por la
voluntad despótica de la divina Providencia que «los guía mientras bullen y se
trompican», y que degradándolos a todos al mismo tiempo, pone orden en la humana
confusión.
Las implicaciones prácticas de la idea de la providencia divina. Este es el
motivo de que todos los defensores de la doctrina del libre albedrío se vean llevados por
la lógica a reconocer la existencia y la acción de una Providencia divina. Tal es la base de
todas las doctrinas teológicas y metafísicas. Constituyen un sistema grandioso que
durante largo tiempo satisfizo a la conciencia humana, y hemos de admitir que, desde el
punto de vista del pensamiento abstracto o de la fantasía poética y religiosa, impresionan
por su armonía y grandeza. Pero, desgraciadamente, su contrapartida apoyada sobre la
realidad histórica ha sido siempre aterradora, y el propio sistema no puede soportar la
prueba del criticismo científico.
De hecho, sabemos que mientras el Derecho Divino reinó sobre la tierra, la gran
mayoría de las personas estaban sometidas a una explotación brutal e inmisericorde, que
eran atormentadas, oprimidas y masacradas. Sabemos que hasta el presente, las masas del
pueblo han sido mantenidas en la esclavitud en nombre de la divinidad religiosa y
metafísica. Y no podía ser de otro modo, porque si el mundo —la Naturaleza tanto como
la sociedad humana— estuviese gobernado por una voluntad divina, no habría lugar en él
para la libertad humana. La voluntad del hombre es necesariamente débil e impotente
ante la voluntad de Dios. En consecuencia, cuando intentamos defender la libertad
metafísica, abstracta o imaginaria de los hombres, el libre albedrío, terminamos negando
la libertad real. Ante Dios, el Omnipotente y Omnipresente, el hombre es sólo un esclavo.
Y puesto que la libertad humana es destruida por la Providencia Divina, sólo permanecen
los privilegios, es decir, los derechos especiales otorgados por la Gracia Divina a ciertos
individuos, a cierta jerarquía, dinastía o clase.
La ciencia rechaza el libre albedrío. La experiencia acumulada, coordinada y
asimilada que denominamos cien- [108] cia demuestra que el «libre albedrío» es una
ficción insostenible contraria a la naturaleza de las cosas. Lo que llamamos voluntad es
únicamente la manifestación de un cierto tipo de actividad neurológica, lo mismo que
nuestra fuerza física es el resultado de la actividad de nuestros músculos. En
consecuencia, ambas son igualmente productos de la vida natural y social, es decir de las
condiciones físicas y sociales en medio de las cuales nace y crece todo hombre.
La voluntad y la inteligencia son sólo relativamente independientes. Así
concebidas y explicadas, la libertad y la inteligencia del hombre ya no pueden
considerarse un poder absolutamente autónomo, independiente del mundo material y
capaz, al concebir pensamientos y acciones espontáneas, de romper la inevitable cadena
de causas y efectos que constituye la solidaridad universal de los mundos. La aparente
independencia de la voluntad y la inteligencia es en gran medida relativa, pues al igual
que la fuerza muscular del hombre, esas fuerzas o capacidades nerviosas se producen en
todo individuo por la concurrencia de circunstancias, influencias y acciones externas —
materiales y sociales— que son absolutamente independientes de su pensamiento y su
voluntad. Y lo mismo que hemos tenido que rechazar la posibilidad de lo que los
metafísicos llaman ideas espontáneas, hemos de rechazar los actos espontáneos de la
voluntad, la libertad arbitraria de la voluntad y la responsabilidad moral del hombre, en
el sentido teológico, metafìsico y jurídico de la palabra.
La responsabilidad moral en los hombres y animales. Nadie habla de la
voluntad libre de los animales. Todos coinciden en que los animales están gobernados
durante todos los momentos de su vida y todos sus actos por causas independientes de su
pensamiento y su voluntad. Nadie duda de que los animales siguen inevitablemente los
impulsos recibidos del mundo externo y de su naturaleza interna; en una palabra, no hay
posibilidad de que sus ideas y los actos espontáneos de su voluntad suspendan el flujo
universal de la vida y, en consecuencia, no pueden cargar con responsabilidad jurídica o
moral alguna. Sin embargo, todos los animales están indudablemente dotados [109] de
voluntad e inteligencia. Entre las facultades correspondientes de los animales y el hombre
sólo hay una diferencia cuantitativa, una diferencia de grado. ¿Por qué, entonces,
declaramos que el hombre es absolutamente responsable, y el animal carece
absolutamente de responsabilidad?
Creo que el error no está en esta idea de responsabilidad, que existe de un modo
muy real tanto en los hombres como en los animales, aunque en diferentes grados. El
error está en el sentido absoluto que nuestra vanidad humana, apoyada sobre una
aberración teológica o metafísica, otorga a la responsabilidad humana. Todo el error está
en este adjetivo, absoluto. El hombre no es absolutamente responsable, y los animales no
son absolutamente irresponsables. La responsabilidad de unos y otros es proporcional al
grado de reflexión del que son capaces.
La responsabilidad existe, pero es relativa. Podemos aceptar como axioma
general que nada existe ni puede ser producido en el mundo humano si no existe en el
mundo animal, al menos en estado embrionario, pues la humanidad es simplemente el
último desarrollo de la animalidad sobre la tierra. De ello se sigue que si no existe una
responsabilidad animal, no puede haber una responsabilidad por parte del hombre,
estando este último sometido a la absoluta potencia de la Naturaleza tanto como el animal
más imperfecto de la tierra; desde un punto de vista absoluto, el animal y el hombre son
igualmente irresponsables.
Pero hay sin duda dentro del mundo animal una responsabilidad relativa con
diversos grados. Imperceptible en las especies inferiores, se hace bastante pronunciada en
los animales con organización superior. Las bestias crían a su prole y desarrollan en ella,
a su manera, la inteligencia —es decir, la comprensión o el conocimiento de las cosas— y
la voluntad, es decir, la facultad o la fuerza interna que nos permite controlar nuestros
movimientos instintivos. Los animales incluso castigan con ternura paternal la
desobediencia de sus pequeños. De ahí que hasta entre los animales aparezca el comienzo
de la responsabilidad moral.
La voluntad del hombre está determinada en todo instante. Hemos visto que
el hombre no es responsable [110] de las capacidades intelectuales recibidas por el
nacimiento, ni de la mala o buena formación recibida antes de llegar a la madurez o, al
menos, antes de la pubertad. Pero entonces llegamos a un momento en que el hombre se
hace consciente de sí, en que, dotado con las cualidades morales e intelectuales
inculcadas a través de la educación recibida del exterior, se convierte de algún modo en
su propio creador, evidentemente capaz de desarrollar, expandir y fortalecer su voluntad
y su inteligencia. ¿Se debe considerar responsable al hombre si no consigue hacer uso de
esta posibilidad interna?
Pero ¿cómo puede considerársele responsable? Es evidente que en el instante de
descubrirse capaz o moralmente obligado a tomar su resolución de trabajar sobre sí
todavía no ha realizado este trabajo espontáneo e interno que le convertirá de algún modo
en su propio creador; en ese momento, no es sino el producto de las influencias externas
que le condujeron hasta allí. En consecuencia, la resolución que está a punto de tomar no
depende del poder de la voluntad y el pensamiento auto-adquiridos —pues su propio
trabajo todavía no ha comenzado—, sino de aquello que ya le han dado la Naturaleza y su
educación, cosa independiente de sus propias resoluciones. La decisión, buena o mala,
que está a punto de tomar será el efecto o el producto inmediato de la Naturaleza y de su
educación, de las cuales no es responsable. De aquí se deduce que dicha resolución no
implica en modo alguno responsabilidad por parte de quien la toma.
La inevitabilidad universal rige a la voluntad humana. Es evidente que la idea
de la responsabilidad humana, idea por completo relativa, no puede aplicarse al hombre
aislado y considerado como un individuo en estado de naturaleza, desligado del
desarrollo colectivo de la sociedad. Visto como tal en presencia de esa causalidad
universal, en cuyo seno todo cuanto existe es al mismo tiempo causa y efecto, creador y
criatura, cualquier hombre aparece en todo instante de su vida como un ser absolutamente
determinado e incapaz de romper, o incluso de interrumpir el flujo universal de la vida,
con lo cual es despojado de toda responsabilidad jurídica. Con toda la autoconciencia
[111] producida dentro de él por el espejismo de una falsa espontaneidad, y a pesar de su
voluntad e inteligencia —que son las condiciones indispensables para construir su
libertad contra el mundo externo, incluidos los hombres que le rodean— el hombre, como
todos los animales sobre esta tierra, permanece absolutamente sometido a la
inevitabilidad universal que gobierna al mundo.

10. LA RELIGIÓN EN LA VIDA DEL HOMBRE

La génesis de la fe en Dios debe ser objeto de un estudio racional. Para las


personas que piensan lógicamente y cuyas mentes funcionan al nivel de la ciencia
moderna, esta unidad del Universo y el Ser se ha convertido en un hecho bien
establecido. Sin embargo, hemos de admitir que este hecho —tan simple y autoevidente
como para hacer absurda cualquier otra actitud— se encuentra en contradicción flagrante
con la conciencia universal de la humanidad. Esta última, manifestándose a lo largo de la
historia en formas ampliamente diversas, ha admitido siempre unánimemente la
existencia de dos mundos distintos: el mundo espiritual y el mundo material, el mundo
divino y el mundo real. Empezando por los toscos fetichistas, que adoraban en el mundo
circundante la acción de algún poder sobrenatural encarnado en algún objeto material,
todos los pueblos han creído y siguen creyendo en la existencia de algún tipo de
divinidad.
Esta abrumadora unanimidad tiene para muchos individuos más peso que las
pruebas de la ciencia; y si la lógica de un pequeño número de pensadores, coherentes
pero aislados, contradice el consenso universal, tanto peor —afirman tales individuos—
para esa lógica.
De este modo, la antigüedad y la universalidad de la creencia en Dios se han
convertido en pruebas irrefutables [112] de su existencia, frente a toda ciencia y toda
lógica. Pero, ¿por qué ha de ser así? Hasta la era de Copernico y Galileo todo el mundo, a
excepción de los pitagóricos, creía que el sol giraba alrededor de la tierra. ¿Probaba la
universalidad de dicha creencia la validez de sus suposiciones? Comenzando con el
origen de la sociedad histórica y terminando en nuestro propio período, una pequeña
minoría conquistadora ha explotado y sigue explotando el trabajo forzado de las masas de
trabajadores, esclavos o asalariados. ¿Se sigue de ello que la explotación del trabajo de
alguien por parte de parásitos no sea una iniquidad, un robo y un saqueo? He aquí dos
ejemplos para probar que los argumentos de nuestros deístas carecen por completo de
valor.
De hecho, no hay nada más universal y más antiguo que el absurdo; al contrario,
la verdad es relativamente mucho más joven, pues constituye siempre el resultado y el
producto del desarrollo histórico, jamás su punto de partida. Porque el hombre, primo por
origen si no descendiente directo del gorila, comenzó en la oscura noche del instinto
animal hasta llegar al amplio mediodía de la razón. Esto explica plenamente sus absurdos
pasados, y nos consuela en parte de sus errores presentes. Todo el desarrollo histórico del
hombre es simplemente un proceso de abandono progresivo de la pura animalidad
mediante la creación de su humanidad.
De aquí se deduce que la antigüedad de una idea, en vez de demostrar nada, debe
al contrario despertar nuestras sospechas. En cuanto a la universalidad de una falacia,
sólo prueba una cosa: la identidad de la naturaleza humana en todo momento y en todo
clima. Puesto que todos los pueblos han creído y siguen creyendo en Dios, hemos de
concluir, sin dejarnos dominar por este concepto discutible, que a nuestro juicio no puede
prevalecer contra la lógica ni contra la ciencia, que la idea de la divinidad, producida sin
duda por nosotros mismos, es un error necesario en el desarrollo de la humanidad.
Debemos preguntarnos cómo y por qué llegó a nacer, y por qué todavía es necesario para
la gran mayoría de la especie humana.
[113]
El estudio del origen de la religión es tan importante como su análisis critico.
No seremos capaces de destruir la idea del mundo sobrenatural o divino, anclada en la
opinión de la mayoría, hasta explicarnos cómo llegó a nacer esa idea y cómo tenía
necesariamente que aparecer en el desarrollo natural de la mente y la necesidad humana,
por muy fuerte que pueda ser nuestra convicción científica sobre el carácter absurdo de la
misma. Sin este conocimiento, jamás podremos atacarla en las profundidades del ser
humano donde tiene sus raíces. Condenados a una lucha estéril e inacabable, habríamos
de contentarnos con batirla solamente sobre la superficie, en sus incontables
manifestaciones, cuyo absurdo podrá ser revelado gracias a los golpes del sentido común,
pero que reaparecerá en formas nuevas y no menos carentes de sentido. Mientras
permanezca intacta la raíz de la creencia en Dios, no dejará de suscitar nuevos brotes.
Así, por ejemplo, en ciertos círculos de la sociedad civilizada el espiritismo tiende a
establecerse sobre las ruinas de la Cristiandad.
¿Cómo pudo llegar a surgir la idea del dualismo? Estamos más convencidos
que nunca de la necesidad urgente de resolver la cuestión siguiente: puesto que el hombre
forma un todo con la naturaleza y no es sino el producto material de una cantidad
indefinida de causas exclusivamente materiales, ¿cómo llegó a nacer, se estableció y
echó raíces tan profundas en la conciencia humana esta dualidad de los dos mundos
opuestos, uno material y otro espiritual, uno divino y otro natural?
La fuente de la religión. La incesante acción y reacción del todo sobre cada
punto singular, y la acción recíproca de cada punto singular sobre el todo constituye la
vida, como hemos dicho. Ella es la ley suprema y genérica, la totalidad de mundos que
eternamente produce y es producida al mismo tiempo. Eternamente activa y
todopoderosa, esta solidaridad universal o causalidad mutua que en lo sucesivo
llamaremos Naturaleza creó —entre el número incontable de otros mundos— nuestra
tierra con su jerarquía de seres, desde los minerales hasta el hombre. Reproduce
constantemente esos seres, los desarrolla, los nutre y preserva, y cuando les llega el
momento —muchas veces antes— [114] los destruye, o más bien los transforma en otros
seres. Ella es, pues, el poder omnipotente frente al cual resulta impensable la
independencia y la autonomía; el ser supremo que comprende y atraviesa con su acción
irresistible la existencia de todos los seres. Entre los vivientes, no hay uno solo que no
lleve dentro de sí en una forma más o menos desarrollada el sentimiento o la percepción
de esta suprema influencia y de esta dependencia absoluta.
La esencia de la religión es el sentimiento de dependencia absoluta en
relación con la naturaleza eterna. La religión, como todas las demás cosas humanas,
tiene su fuente primaria en la vida animal. Es imposible decir que ningún animal, excepto
el hombre, tenga algo próximo a una religión definida, porque incluso la más tosca de las
religiones supone un grado de reflexión no alcanzado todavía por animal alguno, excepto
el hombre. Pero es también imposible negar que la existencia de todos los animales, sin
excepción, revela todos los elementos o materiales constitutivos de la religión,
exceptuando por supuesto ese aspecto ideal —el pensamiento— que pronto o tarde la
destruirá. De hecho, ¿cuál es la verdadera sustancia de toda religión? Es precisamente
este sentimiento de absoluta dependencia del individuo efímero en relación con la
Naturaleza eterna y omnipotente.
El miedo instintivo es el comienzo de la religión. Es difícil para nosotros
observar este sentimiento y analizar todas sus manifestaciones en los animales de
especies inferiores. Sin embargo, podemos decir que el instinto de auto-preservación,
encontrado incluso en las organizaciones animales comparativamente más pobres, es una
especie de sabiduría común engendrada en todos bajo la influencia de un sentimiento que,
como hemos afirmado, constituye un efecto religioso en su naturaleza. En los animales
dotados de una organización más completa y más próxima al hombre, este sentimiento se
manifiesta de un modo más perceptible para nosotros, por ejemplo, el pánico instintivo
que se apodera de ellos cuando se produce alguna gran catástrofe natural como los
terremotos, los fuegos forestales o las grandes tormentas. En general, podríamos decir
que el [115] miedo es uno de los sentimientos predominantes de la vida animal.
Todos los animales que viven en libertad son tímidos, lo cual demuestra que viven
en un estado de miedo instintivo incesante, obsesionados siempre con la sensación del
peligro; es decir, son conscientes en alguna medida de una influencia todopoderosa que
siempre y en todas partes los persigue, los penetra y los rodea. Este temor —los teólogos
dirían temor de Dios— es el comienzo de la sabiduría, es decir, de la religión. Pero en los
animales no llega a convertirse en religión porque carecen del poder reflexivo que dicta el
sentimiento, determina su objeto y lo transmuta en conciencia, en pensamiento. Por
consiguiente, tienen razón las pretensiones de que el hombre constituye un ser religioso
por naturaleza: es religioso como otros animales, pero sobre la tierra él es el único
consciente de su religión.
El miedo es el primer objeto del pensamiento reflexivo naciente. Se dice que la
religión es el primer despertar de la razón; sí, pero en la forma de la sinrazón. La religión,
como acabamos de observar, comienza con el miedo. En efecto, el hombre, al despertar
con los primeros rayos del sol interior que llamamos conciencia y al emerger lentamente,
paso a paso, del semi-sueño sonambúlico y la existencia totalmente instintiva que llevaba
mientras se encontraba aún en el estado de pura inocencia o estado animal —tras haber
nacido, además, como todos los animales, con miedo a ese mundo externo que le produce
y le nutre, pero que al mismo tiempo le oprime, le asfixia y amenaza con devorarle en
todo instante—, el hombre estaba destinado a hacer del miedo mismo el primer objeto de
su pensamiento reflexivo naciente.
Puede suponerse que en el hombre primitivo, al despertar su inteligencia, este
temor instintivo debe haber sido más fuerte que el de los animales de otras especies. En
primer lugar, porque el hombre nació peor equipado para la lucha en comparación con
otros animales, y porque su infancia dura mucho más. También porque esa misma
facultad del pensamiento reflexivo, recién surgida a lo abierto y esperando todavía
alcanzar un grado de madurez y poder suficiente [116] para discernir y utilizar objetos
externos, estaba destinada a arrancar al hombre de la unión y la armonía instintiva con la
Naturaleza donde —al igual que su primo, el gorila— moró antes de despertar su
pensamiento. En consecuencia, el poder de reflexión le aisló dentro de esta Naturaleza
que, habiéndose hecho extraña, estaba destinada a aparecer tras el prisma de su
imaginación, estimulada y ampliada por el efecto de esta incipiente reflexión como un
poder sombrío y misterioso, infinitamente más hostil y amenazador que en la realidad.
La pauta de sensaciones religiosas entre los pueblos primitivos. Es
extremadamente difícil, si no imposible, hacer un relato exacto de las primeras
sensaciones y fantasías religiosas de los salvajes. En sus detalles eran probablemente tan
variadas como el carácter de las diversas tribus primitivas, y tan diversas como el clima,
el hábitat y las demás circunstancias donde se desarrollaron. Pero dado que esas
sensaciones y fantasías eran después de todo humanas en su carácter, a pesar de esta gran
diversidad de detalles estaban destinadas a tener unos pocos y simples puntos generales
en común, que intentaremos determinar. Sea cual fuere el origen de los diversos grupos
humanos y la separación de razas sobre esta tierra; bien sea que todos los hombres hayan
tenido un Adán (un gorila o un primo del gorila) como antepasado, o bien sea que
surgieron de diversos antepasados semejantes creados por la Naturaleza en diferentes
puntos y en diferentes épocas con una relativa independencia entre sí, la facultad que
propiamente constituye y crea la humanidad de todos los hombres —la reflexión, el poder
de abstracción, la razón, el pensamiento, en una palabra, la facultad de concebir ideas (y
las leyes determinantes de la manifestación de esta facultad)— permanece idéntica en
todos los tiempos y lugares. Esas leyes son inmodificables en todo lugar y momento, y
ningún desarrollo humano puede contrariarlas. Esto nos permite creer que las fases
principales observadas en el primer desarrollo religioso de un pueblo tienden
forzosamente a reproducirse en el desarrollo de todas las demás poblaciones de la tierra.
[117]
El fetichismo, la primera religión, es una religión del miedo. A juzgar por los
unánimes informes de viajeros que durante siglos han estado visitando las islas oceánicas,
o de los que en nuestros días han penetrado hasta el interior de África, el fetichismo ha
debido ser la primera religión, la religión de todos los pueblos salvajes, los menos
alejados del estado de Naturaleza. Pero el fetichismo es simplemente una religión del
miedo. Es la primera expresión humana de esa sensación de dependencia absoluta
mezclada con terror instintivo que hallamos en el fondo de toda vida animal y que, como
hemos dicho, constituye la relación religiosa con la Naturaleza omnipotente propia del
individuo, incluso en las especies más inferiores.
¿Quién no conoce la influencia y la impresión producida en todos los seres
vivientes, sin exceptuar las plantas, por los grandes fenómenos regulares de la
Naturaleza, como la salida y la puesta del sol, la luz lunar, el paso de las estaciones, la
sucesión del frío y el calor, la acción particular y constante del océano, de montañas,
desiertos, o catástrofes naturales como las tempestades, los eclipses y terremotos, y
también las relaciones diversas y mutuamente destructivas de los animales entre sí y con
las especies vegetales? Todo esto constituye para cada animal una totalidad de
condiciones de existencia, un carácter y una naturaleza específica, y nos sentimos casi
tentados a decir que un culto particular, porque en todos los animales y seres vivientes
podemos encontrar una especie de adoración a la Naturaleza, compuesta por una mezcla
de temor y júbilo, esperanza y angustia, muy semejante a la religión humana en cuanto al
sentimiento. Ni siquiera faltan la invocación y la adoración.
La diferencia entre el sentimiento religioso del hombre y el del animal.
Pensemos en el perro amaestrado que suplica de su dueño una caricia o una mirada; ¿no
es la imagen de un hombre arrodillándose ante su Dios? Ese perro, con su imaginación, e
incluso con los rudimentos pensantes desarrollados dentro de él por la experiencia, ¿no
transfiere la omnipotencia de la Naturaleza a su dueño, como el hombre la transfiere a
Dios? ¿Cuál es la diferencia [118] entre el sentimiento religioso del hombre y el del
perro? No se trata de la reflexión en cuanto tal, sino del grado de reflexión, o más bien de
la capacidad para establecerla y concebirla como un pensamiento abstracto,
generalizándolo mediante su designación con un nombre, pues el lenguaje humano posee
la característica específica de expresar únicamente un concepto, una generalidad
abstracta, y nunca las cosas reales que actúan inmediatamente sobre nuestros sentidos.
Puesto que el lenguaje y el pensamiento son dos formas diferenciadas, pero
inseparables, del mismo acto humano reflexivo, al establecer el objeto de terror y
adoración animal o el primer culto natural del hombre la reflexión lo universaliza y lo
transforma en una entidad abstracta, tratando de designarlo mediante un nombre. El
objeto realmente adorado por cualquier individuo es siempre el mismo: es esta piedra,
este trozo de madera; pero desde el momento de recibir una palabra se convierte en un
objeto o noción abstracta, en un trozo de madera o una piedra en general. De este modo,
con el primer despertar del pensamiento manifestado en el lenguaje comienza el mundo
exclusivamente humano, el mundo de abstracciones.
Los primeros brotes de la facultad de abstracción. Debido a esta facultad de
abstracción, como hemos dicho, el hombre, nacido en la naturaleza y producido por ella,
se crea bajo esas condiciones una segunda existencia conforme a su ideal y capaz —como
él— de un desarrollo progresivo. Esta facultad de abstracción, fuente de todos nuestros
conocimientos e ideas, es la causa única de todas las emancipaciones humanas.
Pero el primer despertar de esta facultad, que no es sino la razón, no produce
inmediatamente libertad. Cuando comienza a funcionar dentro del hombre,
desembarazándose lentamente de los pañales de su instinto animal, no se manifiesta
como una reflexión razonada que reconoce su propia actividad y es plenamente
consciente de ella, sino como una reflexión imaginativa, como sinrazón. Como tal, va
emancipando gradualmente al hombre de la esclavitud natural que se le impuso desde la
cuna sólo para someterle a [119] una esclavitud nueva y mil veces más dura y terrible: la
esclavitud de la religión.
¿Es el fetichismo un paso atrás, comparado con los sentimientos religiosos
primitivos de los animales? La reflexión imaginativa del hombre transforma el culto
natural —cuyos elementos y huellas ya hemos observado en todos los animales— en un
culto humano, que en su forma más elemental es el fetichismo. Ya hemos indicado el
ejemplo de animales que adoran instintivamente los grandes fenómenos de la naturaleza
cuando están ejerciendo sobre sus vidas una influencia poderosa e inmediata, pero jamás
hemos oído hablar de animales que adoren un trozo inofensivo de madera, un paño de
cocina, un hueso o una piedra, aunque encontremos esa práctica en la religión primitiva
de los salvajes, e incluso en el catolicismo. ¿Cómo explicar esta aparentemente extraña
anomalía que, a la luz de la sensatez y el sentimiento realista, pone al hombre en una
situación bastante inferior a la de los animales más primitivos?
La reflexión imaginativa es la fuente de las religiones fetichistas. Este absurdo
es el producto de la reflexión imaginativa del salvaje. No sólo siente el poder
omnipotente de la Naturaleza como otros animales, sino que hace de él un objeto de
reflexión constante, lo establece y generaliza proporcionándole algún tipo de nombre y
hace de él el centro focal de sus fantasías infantiles. Incapaz todavía de comprender con
su limitado pensamiento el universo, o nuestra esfera terrestre, o incluso el medio
limitado donde vive, busca por todas partes el paradero de este poder omnipotente, cuyo
sentimiento —ya reflejado en su conciencia— le acosa continuamente. Y por el juego de
su ignorante fantasía —cuyos mecanismos serían difíciles de explicar ahora— vincula
este poder omnipotente a éste o aquél trozo de madera, de tela o de piedra... Es el puro
fetichismo, la religión más religiosa, es decir, la más absurda de todas las religiones.
El culto a la brujería. Después del fetichismo, y algunas veces coexistiendo con
él, aparece el culto a la brujería. Aunque no sea mucho más racional, es más natural que
el puro fetichismo. Nos sorprende menos, porque estamos [120] más acostumbrados a él
dada la vecindad de los brujos; espiritistas, médiums, videntes con sus hipnotizadores, e
incluso sacerdotes de la Iglesia Católica Romana o de la Iglesia Ortodoxa griega
pretenden tener el poder de invocar a Dios con ayuda de unas pocas fórmulas misteriosas
a fin de que penetre en [«sagrada»] agua, o atraviese una transubstanciación en pan y
vino. Esos domadores de la divinidad, que se somete de buen grado a sus encantamientos,
¿no son también brujos de un cierto tipo? Desde luego, su divinidad —producto de un
desarrollo de varios miles de años— es mucho más compleja que la divinidad de la
brujería primitiva, cuyo único objeto es la idea del poder omnipotente ya establecida por
la imaginación, pero todavía indeterminada en cuanto a su carácter moral o intelectual.
La distinción de bien y mal, justo o injusto, es todavía desconocida. No sabemos
todavía si esta divinidad ama u odia, qué quiere y qué no quiere; no es ni buena ni mala,
es simplemente poder omnipotente y nada más. Sin embargo, el carácter de la divinidad
comienza a adquirir algún perfil: es egoísta y vana, gusta del halago, de las
genuflexiones, de la humillación e inmolación de seres humanos, de su adoración y
sacrificios; y persigue y castiga cruelmente a quienes no desean someterse a su voluntad,
es decir, a los rebeldes, los altivos, los impíos. Este, como sabemos, es el rasgo básico de
la naturaleza divina en todos los dioses pasados y presentes creados por la sinrazón
humana. ¿Existió alguna vez en el mundo un ser más atrozmente celoso, vano, sangriento
y egoísta que el Yahvé judío o el Dios Padre de los cristianos?
La idea de Dios se separa del brujo. En el culto de la hechicería primitiva, la
divinidad —o este poder indeterminado y omnipotente— aparece al principio inseparable
de la persona del brujo: él es el propio Dios, como el fetiche. Pero tras cierto tiempo, el
papel del hombre sobrenatural, del hombre-Dios, se hace insostenible para el hombre real
y especialmente para el salvaje, que todavía no ha encontrado ningún medio para
refugiarse de las preguntas indiscretas hechas por sus creyentes. La sensatez y el espíritu
práctico del salvaje, que continúa desarrollándose paralela- [121] mente a su imaginación
religiosa, termina mostrando la imposibilidad de que sea Dios ningún hombre sometido a
la debilidad y fragilidad humanas. Para él, el brujo sigue siendo sobrenatural, pero sólo
en el instante en que está poseído. ¿Poseído por quién? Por el poder omnipotente, por
Dios...
La próxima fase: La adoración de fenómenos naturales. Así, la divinidad suele
encontrarse fuera del brujo. Pero ¿dónde buscarla? El fetiche, la cosa divina, es ya
anacrónico, y el brujo u hombre-Dios está siendo también sobrepasado como estadio
definido de la experiencia religiosa. En un estadio ya avanzado, desarrollado y
enriquecido con la experiencia y la tradición de diversos siglos el hombre busca la
divinidad lejos de él, pero todavía en el dominio de las cosas con existencia real: en el
Sol, la Luna y las estrellas, el pensamiento religioso comienza a abarcar el universo.
Panteísmo: persiguiendo el alma invisible del universo. El hombre sólo pudo
alcanzar este nivel después de haber pasado muchos siglos. Su facultad de abstracción, su
razón ya desarrollada, se hizo más fuerte y experimentada a través del conocimiento
práctico de las cosas circundantes y mediante la observación de sus relaciones o de la
causalidad mutua, mientras que la recurrencia periódica de los fenómenos naturales le
proporcionó el primer concepto de ciertas leyes de la Naturaleza.
El hombre comienza a sentir interés por la totalidad de los fenómenos y sus
causas. Al mismo tiempo empieza a conocerse a sí mismo y, debido al poder de
abstracción que le permite elevarse en el pensamiento sobre su propio ser haciendo de
esto un objeto de su propia reflexión, comienza a separar su ser material y viviente de su
ser pensante, su ser externo de su ser interno, su cuerpo de su alma. Pero cuando esta
distinción queda hecha y establecida en su pensamiento, la transfiere naturalmente a su
Dios, y comienza a buscar el alma invisible para este universo de apariencias. Fue así
como estaba predestinado a aparecer el panteísmo hindú.
La pura idea de Dios. Hemos de detenernos en este [122]
punto, porque aquí es donde comienza la religión en el pleno sentido de la palabra, y con
ella la verdadera teología y la verdadera metafísica. Hasta entonces la imaginación
religiosa del hombre, obsesionada con la idea fija de un poder omnipotente, siguió su
curso natural buscando mediante investigaciones experimentales la fuente y la causa de
este poder omnipotente, primero en los objetos más próximos, luego en los fetiches, más
tarde en los brujos, después en los grandes fenómenos naturales, y por último en las
estrellas, pero siempre ligándolo a algún objeto visible y real, aunque pudiese hallarse
muy alejado de él.
Pero ahora supone la existencia de un Dios espiritual, de un Dios invisible y
extramundano. Por otra parte, hasta aquí todos sus Dioses eran seres limitados y
particulares, que tenían su lugar entre otros seres no-divinos ni dotados de poder
omnipotente, pero en todo caso con existencia real. Sin embargo, ahora afirma por
primera vez la existencia de una divinidad universal: un Ser de Seres, la sustancia y el
creador de todos los seres limitados y particulares, el alma universal de todo el universo,
el gran Todo. Es aquí donde comienza el verdadero Dios y, con él, la verdadera religión.
La unidad no se encuentra en la realidad, sino que es creada en la mente del
hombre. Hemos de examinar actualmente el proceso en virtud del cual llegó el hombre a
este resultado, para establecer en su origen histórico la verdadera naturaleza de la
divinidad.
Todo el problema se reduce a lo siguiente: ¿cómo se originó la representación del
universo y la idea de esta unidad? Empecemos afirmando que la representación del
universo no puede existir para el animal, pues al revés que todos los objetos reales
circundantes —grandes o pequeños, próximos o lejanos— esta representación no viene
dada como una percepción inmediata de nuestros sentidos. Es un ser abstracto, y en
consecuencia sólo puede existir gracias a la facultad abstractiva, lo cual deja su existencia
circunscrita exclusivamente al hombre.
Veamos, entonces, cómo se formó dentro del hombre. El hombre se ve rodeado
por objetos externos; él mismo, [123] en la medida en que es un ser viviente, constituye
un objeto de su propio pensamiento. Todos esos objetos que aprende lenta y
gradualmente a discernir están conectados entre sí por relaciones mutuas e invariables
que también puede aprender a discernir en mayor o menor medida; sin embargo, a pesar
de esas relaciones que unifican a los objetos sin confundirlos, las cosas permanecen
separadas unas de otras. De este modo, el mundo externo sólo presenta al hombre una
diversidad de objetos, acciones y relaciones incontables, separadas y distintas, sin el más
leve asomo de unidad: se trata de una yuxtaposición interminable, pero no es una
totalidad. ¿De dónde proviene la unidad? Yace en el pensamiento del hombre. La
inteligencia humana está dotada con una facultad abstractiva que, tras examinar
lentamente y por separado cierto número de objetos, permite comprenderlos
instantáneamente dentro de una representación singular, unificarlos en un solo acto de
pensamiento. De este modo, el pensamiento del hombre es aquello que crea la unidad y la
transfiere a la diversidad del mundo externo.
Dios es la abstracción más alta. De aquí se deduce que esta unidad no es un ser
concreto y real, sino un ser abstracto producido sólo por la facultad abstractiva del
hombre. Decimos abstractiva porque, a fin de unificar tantos objetos distintos en una sola
representación, nuestro pensamiento ha de abstraer todas sus diferencias —es decir, su
existencia separada y real— y retener exclusivamente cuanto tienen en común. Se sigue
de ello que cuanto mayor sea el número de objetos incluidos dentro de esta unidad
conceptual y más extenso sea su alcance —lo cual constituye su determinación positiva—
más abstracta se hace y más despojada de realidad.
Con toda su exuberancia y su transitorio esplendor, la vida ha de encontrarse por
debajo, en la diversidad; con su eterna y sublime monotonía, la muerte está mucho más
arriba en la escala de la unidad. Intentemos elevarnos más y más mediante este poder de
abstracción, intentemos trascender todo este mundo terrestre, comprender en un solo
pensamiento el mundo solar. Imaginemos esta sublime uni- [124] dad: ¿qué queda capaz
de llenarla? El salvaje tendría dificultades en contestar esta pregunta, pero nosotros se la
contestaremos: quedará en ese caso la materia con lo que llamamos el poder de
abstracción, materia en movimiento con sus diversos fenómenos, como luz, calor,
electricidad, magnetismo, etc., que son —como está probado— diferentes
manifestaciones de una misma cosa.
Pero si mediante el poder de esta ilimitada facultad abstractiva seguís ascendiendo
sobre el mundo solar y unificáis en nuestro pensamiento no sólo los millones de soles que
vemos brillando en el firmamento, sino también las miríadas de sistemas solares
invisibles cuya existencia deducimos a través del pensamiento, si mediante esa misma
razón que careciendo de límites para su facultad abstractiva se niega a considerar finito el
universo (es decir, la totalidad de todos los mundos existentes) y luego abstrae de él a
través del mismo pensamiento la existencia particular de todos y cada uno de los mundos
existentes, cuando intentáis captar la unidad de este universo infinito, ¿qué queda capaz
de determinarlo y llenarlo? Sólo una palabra, una abstracción: el Ser Indeterminado, es
decir, la inmovilidad, el vacío, la nada absoluta, Dios.
Dios es, entonces, la abstracción absoluta, el producto del propio pensamiento
humano que, como el poder de abstracción, ha trascendido todos los seres conocidos,
todos los mundos existentes, y que tras haberse despojado mediante este acto de cualquier
contenido real, y haber llegado nada menos que al mundo absoluto, lo pone ante sí como
el Ser Supremo Uno y Único, sin reconocerse a sí mismo en esta sublime desnudez.
11. EL HOMBRE NECESITABA BUSCAR A DIOS DENTRO DE SÍ
MISMO
Los atributos de Dios. En todas las religiones que se dividen el mundo y están
dotadas de una teología más [125] o menos desarrollada —salvo el budismo, esa extraña
doctrina que, completamente mal entendida por sus cientos de millones de seguidores,
estableció una religión sin Dios—, como también en todos los sistemas metafísicos, Dios
se nos aparece sobre todo como un ser supremo, eternamente preexistente y pre-
determinante, que contiene en sí mismo el pensamiento y la voluntad generadora
anteriores a toda existencia: la fuente y causa eterna de toda creación, inmutable y
siempre igual a sí misma en el movimiento universal de los mundos creados. Como ya
hemos visto, este Dios no se encuentra en el universo real, al menos en la parte del
mismo al alcance del conocimiento humano. No habiendo sido capaz de encontrar a Dios
fuera de sí, el hombre necesitaba buscarlo dentro. ¿Cómo lo buscó? Despreciando a todas
las cosas reales y vivientes, a todos los mundos visibles y conocidos.
Pero hemos visto que al término de este estéril viaje, la facultad o acción
abstractiva del hombre sólo descubre un objeto singular: él mismo, despojado de todo
contenido y privado de todo movimiento; se descubre como una abstracción, como un ser
absolutamente inmóvil y absolutamente vacío. Diríamos: como un no-ser absoluto. Pero
la fantasía religiosa lo define como el Ser Supremo, como Dios.
El hombre encontró a Dios y se hizo su criatura. Además, como antes
observábamos, el hombre se vio llevado a esta abstracción por el ejemplo de la
diferencia, e incluso el conflicto que la reflexión —ya desarrollada hasta este punto—
comenzó a establecer entre el hombre externo (su cuerpo) y su ser interno, que
comprende el pensamiento y la voluntad (el alma humana). No siendo consciente, por
supuesto, de que este último es sólo el producto o la expresión última y siempre renovada
del organismo humano; viendo, por el contrario, que en la vida cotidiana el cuerpo parece
obedecer siempre las sugestiones del pensamiento y la voluntad, y suponiendo por ello
que si el alma no es el creador, es al menos el señor del cuerpo (que no tiene entonces
misión alguna, sino su servicio y su expresión externa), el hombre religioso, desde el mo-
[126] mento en que, en virtud de su facultad de abstracción y del modo descrito, llegó al
concepto de un ser universal y supremo que no es más que la afirmación de ese poder de
abstracción como su propio objeto, lo transformó en el alma del universo entero, en Dios.
La cosa creada se convierte en creador. De este modo, el verdadero Dios —el
Dios universal, externo e inmutable creado por la doble acción de la imaginación
religiosa y la facultad abstractiva humana— quedó instalado por primera vez en la
historia. Pero desde el momento en que Dios se consolidó y se hizo conocido, el hombre,
olvidando o ignorando la acción de su propio cerebro, creadora de ese Dios, y no siendo
capaz de reconocerse en lo sucesivo en su propia creación —la abstracción universal—,
empezó a adorarlo. Con ello sufrieron un cambio los papeles del hombre y de Dios: la
cosa creada se convirtió en el presunto creador verdadero, y el hombre tomó su lugar
entre las demás criaturas miserables, como una más, escasamente privilegiada en relación
al resto.
Las implicaciones lógicas del reconocimiento de un Dios. Una vez instalado
Dios, el desarrollo progresivo ulterior de las diversas teologías puede explicarse
naturalmente como el reflejo del desarrollo histórico de la humanidad. Pues tan pronto
como la idea de un ser sobrenatural y supremo ha tomado posesión de la imaginación
humana estableciéndose como una convicción religiosa —hasta el extremo de parecerle
al hombre más cierta esta realidad que la de las cosas reales vistas o tocadas con las
manos— empezó a parecerle natural que esta idea se convirtiese en la base principal de
toda experiencia humana, y que necesariamente la modificara, la penetrara y la dominara
por completo.
Inmediatamente el Ser Supremo se le apareció como el dueño absoluto, como
pensamiento, voluntad, como fuente universal, como creador y regulador de todas las
cosas. Nada podía rivalizar con él, y todo tenía que desvanecerse ante su presencia, pues
la verdad de todo residía únicamente en el propio Dios, y cada ser particular, incluido el
hombre —por muy poderoso que pudiese parecer— sólo existía [127] debido al decreto
divino. No obstante, todo ello es enteramente lógico, porque en otro caso Dios no sería el
Ser Supremo, Omnipotente y Absoluto; es decir, Dios no podría existir en modo alguno.
Dios es un ladrón. Desde entonces, como consecuencia natural, el hombre
atribuyó a Dios todas las cualidades, fuerzas y virtudes que descubría gradualmente en sí
mismo o en su medio. Hemos visto que Dios, instalado como el ser supremo, es
simplemente una abstracción absoluta, carente de toda realidad, contenido y
determinación, y que está desnudo y nulo como la propia nada. Como tal, se llena y
enriquece con todas las realidades del mundo existente, apareciendo ante la fantasía
religiosa como su Señor y su Maestro. De aquí se deduce que Dios es el saqueador
absoluto y que, siendo el antropomorfismo la esencia misma de toda religión, el Cielo —
la morada de los dioses inmortales— no es sino un espejo deformado que devuelve al
creyente su propia imagen en una forma invertida e hinchada.
La religión distorsiona las tendencias naturales. Pero la acción de la religión no
sólo consiste en llevarse de la tierra sus riquezas y sus poderes naturales, o las facultades
y virtudes mundanas según van siendo descubiertas en el desarrollo histórico, para
transferírselas al Cielo y transmutarlas en tantos seres o atributos divinos. Al efectuar esa
transformación, la religión cambia radicalmente la naturaleza de tales poderes y
cualidades, y los falsifica y corrompe, dándoles una dirección diametralmente opuesta a
su tendencia originaria.
El amor y la justicia divinos se convierten en azotes de la humanidad. De este
modo, la razón —único órgano que posee el hombre para discernir la verdad— al
convertirse en razón divina, deja de ser inteligible y se impone a los creyentes como una
apelación al absurdo. Entonces el respeto al Cielo se convierte en desprecio hacia la
tierra, y la adoración de la divinidad se convierte en menosprecio de la humanidad. El
amor humano, la inmensa solidaridad natural que vincula a todos los individuos y
pueblos, y que pronto o tarde los unirá a todos haciendo dependiente la felicidad y la
libertad de cada uno de la libertad y la [128] felicidad de los demás en una comuna
fraternal por encima de todas las diferencias de raza y color, este mismo amor —
transmutado en amor divino y caridad religiosa— se convirtió en azote de la humanidad.
Toda la sangre vertida en nombre de la religión desde el comienzo de la historia, y los
millones de víctimas humanas inmoladas para mayor gloria de Dios, así lo atestiguan...
Por último, la justicia misma, madre futura de la igualdad, transportada en
tiempos de la fantasía religiosa hacia las regiones celestiales y transformada en justicia
divina, retorna inmediatamente a la tierra en la forma teológica de la gracia divina que
siempre y en todas partes se alía al más fuerte, sembrando entre los hombres sólo
violencia, privilegios, monopolios, y todas las desigualdades monstruosas consagradas
por el derecho histórico.
La necesidad histórica de la religión. No pretendemos con ello negar la
necesidad histórica de la religión, ni afirmamos tampoco que haya sido un mal absoluto a
lo largo de la historia. Fue y desdichadamente sigue siendo un mal inevitable para la gran
mayoría ignorante de la humanidad, tan inevitable como los errores y las divagaciones en
el desarrollo de las facultades humanas. Como hemos dicho, la religión es el primer
despertar de la razón humana en forma de sinrazón divina; es el primer destello de la
verdad humana a través del velo divino de la falsedad; la primera manifestación de
moralidad humana, de justicia y de derecho a través de las iniquidades históricas de la
gracia divina; y, por último, el aprendizaje de la libertad, bajo el yugo humillante y
doloroso de la divinidad, yugo que a la larga habrá de romperse para conquistar
efectivamente la razón razonable, la verdadera verdad, la justicia plena y la libertad real.
La religión como primer paso hacia la humanidad. En la religión el animal
humano, emergiendo de la bestialidad da el primer paso hacia la humanidad; pero
mientras siga siendo religioso, jamás alcanzará su meta, pues toda religión le condena al
absurdo y, descarriando sus pasos, le hace buscar lo divino en vez de lo humano. A través
de la religión los pueblos que acaban de liberarse de la [129] esclavitud natural, donde
están hundidas profundamente otras especies animales, vuelven a caer en una nueva
esclavitud, en la servidumbre ante hombres fuertes y castas privilegiadas por elección
divina.
Todas las religiones y sus dioses no han sido nunca más que la creación de la
fantasía crédula de hombres que no habían alcanzado el nivel de pura reflexión y
pensamiento libre basados en la ciencia. En consecuencia, el Cielo religioso no fue sino
un espejismo donde el hombre, exaltado por la fe, encontró mucho tiempo atrás su propia
imagen ampliada e invertida, es decir, deificada.
La historia de las religiones, de la grandeza y el ocaso de los sucesivos dioses, no
es por tanto más que la historia del desarrollo de la inteligencia y la conciencia colectiva
de la humanidad. En la medida en que los hombres descubrían en sí mismos o en la
Naturaleza externa un poder, una capacidad de cualquier tipo o especie, se la atribuían a
esos dioses, tras exagerarla y ampliarla más allá de toda medida, como hacen los niños,
mediante un acto de fantasía religiosa. Así, debido a esta modestia y generosidad de los
hombres, el Cielo se enriqueció con los despojos de la Tierra, y como consecuencia
natural, a medida que se hacía más opulento, más miserable iba siendo la humanidad.
Una vez establecido, se proclamó que Dios era naturalmente el dueño, la fuente y el
propietario de todas las cosas, siendo el mundo real sólo su reflejo.
El hombre, su creador inconsciente, se arrodilló ahora ante él reconociéndose a sí
mismo como la criatura y el esclavo de Dios.
El cristianismo es la religión final y absoluta. El cristianismo es precisamente la
religión par excellence, porque exhibe y manifiesta la naturaleza y la esencia misma de
toda religión: el empobrecimiento sistemático y absoluto, la esclavitud y la degradación
de la humanidad en beneficio de la divinidad. Esto constituye el principio supremo, no
sólo de toda religión, sino de toda metafísica, como también de las escuelas deístas y
panteístas. Al ser Dios todo, el mundo real y el hombre son nada. Al ser Dios la verdad, la
justicia y la vida infinita, el hombre es falsedad, iniquidad [130] y muerte. Siendo Dios el
señor, el hombre es el esclavo. Incapaz de encontrar por sí mismo el camino hacia la
verdad y la justicia, ha de recibirlas como una revelación del más allá, a través de
intermediarios elegidos y enviados por la gracia divina.
Pero quien dice revelación dice reveladores, profetas y sacerdotes, quienes tras
verse reconocidos como representantes de Dios sobre la tierra, como profesores y guías
de la humanidad en su camino hacia la vida eterna, reciben la misión de dirigirla,
gobernarla y mandarla en su existencia terrestre. Todos los hombres les deben fe y
absoluta obediencia. Esclavos de Dios, los hombres han de ser también esclavos de la
Iglesia y del Estado, en la medida en que este último resulta consagrado por la Iglesia.
Entre todas las religiones que han existido y existen todavía, el cristianismo ha sido la
única que comprendió perfectamente este hecho, y entre todas las sectas cristianas la
Iglesia Católica Romana lo ha proclamado y extendido con rigurosa coherencia. Este es
el motivo de que el cristianismo sea la religión absoluta, la religión final, y de que la
Iglesia Apostólica Romana sea la única iglesia coherente, legítima y divina.
Con todas las deferencias debidas a los semi-filósofos y a los así llamados
pensadores religiosos, decimos: la existencia de Dios implica una abdicación de la razón
y la justicia humana; es la negación de la libertad humana, y acaba necesariamente en
la esclavitud teórica y práctica.
Dios implica la negación de la libertad. Y si no nos sentimos inclinados a la
esclavitud, no podemos ni debemos hacer la más leve concesión a la teología, porque en
este alfabeto místico y rigurosamente coherente, cualquiera que comience por la A ha de
llegar inevitablemente a la Z, y quien quiera adorar a Dios debe renunciar a su libertad y
a su dignidad humana.
Dios existe; luego el hombre es un esclavo.
El hombre es inteligente, justo, libre; luego Dios no existe.
Desafiamos a cualquiera a que evite este círculo; y que cada cual haga ahora su
elección.
[131]
La religión está siempre aliada con la tiranía. Además, la historia nos muestra
que los predicadores de todas las religiones —salvo los de Iglesias perseguidas— han
estado aliados con la tiranía. E incluso los sacerdotes perseguidos, aunque combatiesen y
maldijeran a los poderes que los perseguían, ¿no disciplinaban al mismo tiempo a sus
propios creyentes, poniendo así los fundamentos de una nueva tiranía? La esclavitud
intelectual, sea cual fuere su naturaleza, tendrá siempre como resultado natural la
esclavitud política y social.
En sus diversas formas actuales, el cristianismo, y junto a él la metafísica
doctrinaria y deísta brotada del cristianismo y que en esencia no es más que teología
disfrazada, son sin duda alguna los obstáculos más formidables para la emancipación de
la sociedad. Prueba de ello es que todos los gobiernos, todos los estadistas de Europa —
que no son ni metafísicos, ni teólogos, ni deístas, y no creen verdaderamente ni en Dios
ni en el diablo— defienden apasionada y obstinadamente a la metafísica tanto como a la
religión, y a cualquier tipo de religión mientras enseñe, como es su invariable costumbre,
la paciencia, la resignación y la sumisión.
La religión debe ser combatida. La obstinación con que los estadistas defienden
a la religión prueba cuán necesario es combatirla y derrocarla.
¿Es necesario recordar aquí en qué medida desmoralizan y corrompen al pueblo
las influencias religiosas? Destruyen su razón, el instrumento principal de la
emancipación humana, y llenando la mente del hombre con divinas absurdeces reducen a
idiocia al pueblo, y la idiocia es el fundamento de la esclavitud. Matan la energía laboral
del hombre, que es su mayor gloria y su salvación, porque el trabajo constituye el acto
por el cual el hombre se convierte en un creador y da forma a su mundo; el trabajo es el
fundamento y la condición esencial de la existencia humana, al mismo tiempo que el
medio a través del cual el hombre conquista su libertad y su dignidad humana.
La religión destruye este poder productivo del pueblo inculcando el desdén hacia
la vida terrenal en comparación con la beatitud celeste, adoctrinando al pueblo con la idea
[132] de que el trabajo constituye una maldición o un castigo merecido, mientras el ocio
constituye un privilegio divino. Las religiones matan en el hombre la idea de la justicia,
estricto guardián de la hermandad y suprema condición de la paz, inclinando en todo
momento la balanza hacia el lado de los más fuertes, que son siempre los objetos
privilegiados de la solicitud, la gracia y la bendición divinas. Por último, la religión
destruye en los hombres su humanidad, reemplazándola en sus corazones por la crueldad
divina.
Las religiones están basadas sobre la sangre. Todas las religiones están
fundadas sobre la sangre porque todas, como es sabido, se basan esencialmente en la idea
del sacrificio, es decir, en la perpetua inmolación de la humanidad a la insaciable
venganza de la divinidad. En este misterio sangriento el hombre es siempre la víctima, y
el sacerdote —también un hombre, pero un hombre privilegiado por especial gracia— es
el divino ejecutor. Esto explica por qué los sacerdotes mejores, más humanos y amables
de todas las religiones han tenido casi siempre en el fondo de sus corazones —y si no allí,
en su mente y en su fantasía (pues conocemos la influencia ejercida por ambas cosas en
los corazones de los hombres)— algo cruel y sangriento. Este es el motivo de que los
sacerdotes de la Iglesia Católica Romana, de la Rusa y la Griega Ortodoxa, y de las
iglesias protestantes, se encuentren unánimemente unidos para preservar la pena de
muerte cuando se ha puesto a discusión el tema de su abolición.
El triunfo de la humanidad es incompatible con la supervivencia de la
religión. La religión cristiana se fundó más que ninguna otra sobre la sangre, y resultó
históricamente bautizada con ella. Podemos contar los millones de víctimas que esta
religión de amor y perdón ha entregado a la venganza de su Dios. Recordemos las
torturas que inventó e infligió a sus víctimas. ¿Es que ahora se ha hecho más amable y
humana? ¡En absoluto! Conmovida por la indiferencia y el escepticismo, simplemente ha
resultado impotente o más bien menos poderosa, pero —desgraciadamente— ni siquiera
carece de poder para causar daño. En los países donde, galvanizada por pasiones
reacciona- [133] rias, la religión proporciona la impresión externa de resucitar, ¿no es el
primer movimiento venganza y sangre, el segundo la abdicación de la razón humana, y
su conclusión la esclavitud? Mientras el cristianismo y los predicadores cristianos o de
cualquier otra religión divina continúen ejerciendo la más leve influencia sobre las masas
del pueblo, jamás triunfarán sobre la tierra la razón, la libertad, la humanidad y la justicia.
Pues mientras las masas del pueblo estén hundidas en la superstición religiosa, siempre
serán instrumentos dóciles en manos de todos los poderes despóticos aliados contra la
emancipación de la humanidad.
Este es el motivo de que tenga la mayor importancia liberar a las masas de la
superstición religiosa, no sólo por nuestro amor hacia ellas sino en beneficio de nosotros
mismos a fin de salvaguardar nuestra libertad y seguridad. Sin embargo, esta meta sólo
puede alcanzarse de dos modos: a través de la ciencia racional, y a través de la
propaganda del Socialismo.
Sólo la revolución social puede destruir a la religión. La propaganda del libre
pensamiento no podrá matar la religión en las mentes del pueblo. La propaganda del libre
pensamiento es desde luego muy útil, indispensable como un medio excelente para
convertir a individuos con criterios avanzados y progresivos. Pero apenas será capaz de
conmover la ignorancia popular, porque la religión no es sólo una aberración o una
desviación del pensamiento, sino que conserva todavía su carácter especial de una
protesta natural, viva y poderosa de las masas contra sus vidas estrechas y miserables.
Las gentes van a la iglesia como van a una taberna, para embrutecerse, para olvidar su
miseria, para verse en su imaginación al menos, durante unos pocos minutos, felices y
libres, tan felices como los demás, la gente acomodada. Dadles una existencia humana, y
jamás entrarán en una taberna o en una iglesia. Y sólo la Revolución Social puede y debe
darles tal existencia.
[134]
12. ETICA: MORALIDAD DIVINA O BURGUESA

La dialéctica de la religión. Como hemos dicho, la religión es el primer despertar


de la razón humana en forma de divina sinrazón. Es el primer destello de verdad humana
a través del velo divino de la falsedad; es la primera manifestación de la moralidad
humana, de la justicia y del derecho, a través de las iniquidades históricas de la gracia
divina. Y, por último, es el aprendizaje de la libertad bajo el yugo humillante y doloroso
de la divinidad, yugo que a la larga habrá de romperse para conquistar de hecho la razón
razonable, la verdadera verdad, la plena justicia y la libertad real.
La religión inaugura una nueva servidumbre en lugar de la esclavitud
natural. El animal humano, emergiendo de la bestialidad, da con la religión su primer
paso hacia la humanidad; pero mientras siga siendo religioso, jamás alcanzará su meta,
porque toda religión le condena al absurdo y, descarriando sus pasos, le hace buscar lo
divino en vez de lo humano. A través de la religión, pueblos que apenas se habían
liberado de la esclavitud natural donde otras especies animales están profundamente
hundidas, caen en una nueva esclavitud, en la esclavitud ante hombres fuertes y castas
privilegiadas por elección divina.
Los dioses como fundadores de estados. Uno de los atributos principales de los
dioses inmortales consiste, según sabemos, en actuar como legisladores para la sociedad
humana, como fundadores del Estado. Prácticamente todas las religiones mantienen que
si el hombre quedase librado a sí mismo sería incapaz de discernir el bien y el mal, lo
justo y lo injusto. Era, pues, necesario que la propia divinidad descendiese de un modo u
otro sobre la tierra para enseñar al hombre y establecer el orden civil y político en la
sociedad. De lo cual se sigue esta conclusión triunfante: que todas las leyes y poderes
consagrados por el Cielo deben ser obedecidos, siempre y a cualquier precio.
La moralidad fundada en la naturaleza animal del [135] hombre. Esto es muy
conveniente para los gobernantes, pero muy inconveniente para los gobernados. Y puesto
que pertenecemos a estos últimos, tenemos especial interés en estudiar con detalle este
viejo principio utilizado para imponer la esclavitud, a fin de encontrar un modo de
liberarnos de su yugo.
El problema se ha hecho actualmente en extremo simple: careciendo Dios de
existencia alguna, o siendo exclusivamente la creación de nuestra facultad abstractiva,
unida en primeras nupcias con el sentimiento religioso procedente de nuestro estadio
animal; siendo sólo una abstracción universal, incapaz de movimiento y acción propios,
un absoluto No-Ser, imaginado como ser absoluto y dotado de vida exclusivamente por la
fantasía religiosa, absolutamente vacío de todo contenido y enriquecido sólo con las
realidades de la tierra, devolviendo al hombre lo que le había robado sólo de una forma
desnaturalizada, corrompida, divina, Dios no puede ser ni bueno ni maligno, ni justo ni
injusto. No es capaz de desear, de establecer cosa alguna, porque en realidad no es nada,
y sólo se convierte en todo a través de un acto de credulidad religiosa.
La raíz de las ideas de justicia y bien. En consecuencia, si esta credulidad
descubrió en Dios las ideas de justicia y bien, fue únicamente porque se las había
atribuido de modo inconsciente; estaba dando, mientras creía ser el recipiente. Pero el
hombre no puede atribuir a Dios tales atributos si no los posee él mismo. ¿Y dónde los
halló? En sí mismo, desde luego. Pero todo cuanto el hombre tiene le ha venido de su
estadio animal, y su espíritu es simplemente el despliegue de su naturaleza animal. De
este modo, las ideas de justicia y bien, al igual que todas las demás cosas humanas, deben
tener sus raíces en la animalidad misma del hombre.
La base de la moralidad sólo debe encontrarse en la sociedad. El error común
y básico de todos los idealistas, error que se deduce lógicamente de todo su sistema, es
buscar la base de la moralidad en el individuo aislado, cuando se encuentra —y sólo
puede encontrarse— en los individuos asociados. Con el fin de demostrarlo empezare-
[136] mos haciendo justicia de una vez por todas al individuo aislado o absoluto de los
idealistas.
El individuo solitario es una ficción. Este individuo solitario y abstracto es una
ficción no menos ilusoria que la de Dios. Ambos fueron creados simultáneamente en la
fantasía de los creyentes o en la razón infantil, nunca en la razón reflexiva, experimental
y crítica; al comienzo, esa ficción sólo se encontraba en la razón imaginativa del pueblo,
pero más tarde se desarrolló, aclaró y dogmatizó gracias a los teóricos teológicos y
metafísicos de la escuela idealista. Puesto que representan abstracciones faltas de
cualquier contenido e incompatibles con cualquier tipo de realidad, terminan en la mera
vaciedad.
Creo haber probado ya la inmoralidad de la ficción de Dios. Quiero analizar ahora
la ficción —tan inmoral como absurda— de este individuo humano absoluto y abstracto
que los moralistas de la escuela idealista consideran como la base de sus teorías políticas
y sociales.
Carácter auto-contradictorio de la idea de un individuo aislado. No será muy
difícil demostrar que el individuo humano a quien aman y ensalzan es un ser
decididamente inmoral. Es el egoísmo personificado, un ser preeminentemente antisocial.
Puesto que está dotado de un alma inmortal es infinito y auto-suficiente; en consecuencia,
no está necesitado de nadie, ni siquiera de Dios, y mucho menos de los otros hombres.
Lógicamente, no debiera soportar junto o sobre él la existencia de un individuo igual o
superior, inmortal e infinito en la misma o en mayor medida que él. Debe por derecho ser
el único hombre sobre la tierra, e incluso más: debe poder declararse único ser del mundo
entero. En cuanto a la infinitud, cuando encuentra algo externo a ella, se topa con un
límite, y ya no es infinitud; cuando dos infinitudes se encuentran, quedan recíprocamente
canceladas.
La lógica contradictoria del individuo auto-suficiente sólo puede superarse
por el punto de vista materialista. ¿Por qué los teólogos y metafísicos —que en otros
momentos demuestran ser lógicos sutiles— se permiten defender esta incoherencia,
admitiendo la existencia de muchos hom- [137] bres igualmente inmortales, es decir,
igualmente infinitos, y la existencia de un Dios que es inmortal e infinito en un grado
todavía mayor? Se vieron llevados a esta posición por la absoluta imposibilidad de negar
la existencia real, el carácter mortal y la independencia mutua de millones de seres
humanos que han vivido y siguen viviendo sobre la tierra. Este es un hecho que aún en
contra de su voluntad no pueden negar.
Lógicamente debieran haber deducido de este hecho que las almas no son
inmortales, que en modo alguno poseen una existencia separada de su exterior mortal y
corpóreo; y que al limitarse unos a otros y encontrarse en una relación de dependencia
mutua, y al descubrir fuera de sí una infinitud de objetos diversos, los individuos
humanos —como todos lo demás seres de este mundo— son seres transitorios, limitados
y finitos. Pero al reconocer esto, habrían tenido que renunciar a la base misma de sus
teorías ideales, habrían tenido que alzar la bandera del materialismo puro o de la ciencia
experimental y racional. Y se ven impulsados a hacerlo por la poderosa voz del siglo.
Los idealistas huyen de la realidad a las contradicciones de la metafísica. Pero
permanecen sordos a esa voz. Su naturaleza de hombres inspirados, de profetas,
doctrinarios y sacerdotes, sus mentes impelidas por las sutiles falsedades de la metafísica
y acostumbradas a la oscuridad de las fantasías idealistas, se rebelan contra las
conclusiones abiertas y la plena luz de la simple verdad. Tienen tal horror a ella que
prefieren soportar la contradicción creada por ellos mismos mediante esta absurda ficción
de un alma inmortal, o consideran que su deber es buscar como solución un nuevo
absurdo, la ficción de Dios.
Desde el punto de vista teórico, Dios no es en realidad sino el último refugio y la
expresión suprema de todas las absurdeces y contradicciones del idealismo. En la
teología, que representa a la metafísica en su estadio infantil e ingenuo, Dios aparece
como la base y la causa primera del absurdo, pero en la metafísica en sentido estricto —
es decir, en la teología refinada y racionalizada— constituye, por el contrario, la última
instancia y el recurso supremo, [138] en el sentido de que todas las contradicciones
aparentemente insolubles en el mundo real descubren su explicación en Dios y a través de
Dios, es decir, a través de un absurdo envuelto en lo posible por una apariencia racional.
La idea de Dios como única solución de las contradicciones. La existencia de
un Dios personal y la inmortalidad del alma son ficciones inseparables; son dos polos de
un mismo absurdo absoluto, cada uno de los cuales evoca al otro y busca en vano en el
otro su explicación y su razón de ser. De este modo, a la contradicción evidente entre la
supuesta infinitud de todo hombre y la existencia real de muchos hombres y, por
consiguiente, de un número infinito de seres que se encuentran unos fuera de otros, y por
ello se limitan necesariamente; entre su mortalidad y su inmortalidad; entre su
dependencia natural y la independencia absoluta, los idealistas sólo poseen una respuesta:
Dios. Si esta respuesta no os explica nada, si no os satisface, la culpa es vuestra. No
tienen otra explicación que ofrecer.
La ficción de la moralidad individual es la negación de toda moralidad. La
ficción de la inmortalidad del alma y la ficción de la moralidad individual, que es su
consecuencia necesaria, son la negación de toda moralidad. Y en este sentido hemos de
hacer justicia a los teólogos; más consistentes y lógicos que los metafísicos, se atreven a
negar lo que suele llamarse ahora moralidad independiente, declarando con mucha razón
que, una vez admitida la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, es preciso
reconocer también que la única moralidad es la ley divina revelada, la moralidad
religiosa, vínculo existente entre el alma inmortal y Dios a través de la gracia divina.
Aparte de este vínculo irracional, milagroso y místico, único sagrado y salvador, y de las
consecuencias que trae consigo para los hombres, todos los demás vínculos son nulos e
insignificantes. La moralidad divina es la absoluta negación de la moralidad humana.
El egoísmo de la moralidad cristiana. La moralidad divina encontró su
expresión perfecta en la máxima cristiana: «amarás a Dios más que a ti mismo, y amarás
a tu [139] prójimo como a ti mismo», lo cual implica el sacrificio de uno mismo y del
prójimo a Dios. Podemos admitir el sacrificio de uno mismo, aun siendo un obvio acto de
disparatada demencia; pero el sacrificio de un congénere es, desde el punto de vista
humano, absolutamente inmoral. ¿Por qué me veo forzado a este sacrificio inhumano?
Por la salvación de mi propia alma. Esta es la última palabra de la cristiandad.
De este modo, a fin de agradar a Dios y salvar mi alma, debo sacrificar a mi
congénere. Este es un egoísmo absoluto. Tal egoísmo, en modo alguno destruido o
disminuido, sino sólo disfrazado en el catolicismo por su forzado carácter colectivo y la
unidad autoritaria, jerárquica y despótica de la Iglesia, aparece en el protestantismo con
toda su cínica franqueza, que es una especie de «sálvese quien pueda» religioso.
El egoísmo es la base de los sistemas idealistas. Por su parte, los metafísicos
intentan mitigar este egoísmo, que constituye el principio inherente y fundamental de
todas las doctrinas idealistas, hablando muy poco —lo menos posible— de las relaciones
del hombre con Dios, y tratando extensamente las relaciones de los hombres entre sí. Esto
no es tan de agradecer, ni es tan ingenuo o lógico por su parte, porque una vez admitida la
existencia de Dios, se hace necesario reconocer que, ante esas relaciones con el Ser
Absoluto y Supremo, todas las demás relaciones adoptan necesariamente el carácter de
meras apariencias. O bien Dios no es Dios, o bien su presencia absorbe y destruye todo.
Las contradicciones de la teoría metafísica de la moralidad. De esta forma los
metafísicos persiguen la moralidad en las relaciones de los hombres entre sí, y al mismo
tiempo alegan que la moralidad es un hecho absolutamente individual, una ley divina
escrita en el corazón de todo hombre, con independencia de sus relaciones con otros
individuos humanos. Tal es la contradicción inamovible donde se basa la teoría moral de
los idealistas. Ya que antes de entrar en cualquier relación con la sociedad y con
independencia, por tanto, de toda influencia ejerci- [140] da por la sociedad sobre mí, ya
tengo la ley moral escrita por el propio Dios en mi corazón; esta ley moral debe ser
extraña e indiferente, si no hostil, a mi existencia en sociedad. No puede tener como
contenido propio mis relaciones con los demás hombres; sólo puede determinar mis
relaciones con Dios, como afirma con bastante lógica la teología. En lo que se refiere a
los hombres, desde el punto de vista de esta ley, son perfectos extraños para mí. Y puesto
que la ley moral está formada y escrita en mi corazón prescindiendo de mis relaciones
con los hombres, nada tiene que ver con ellos.
La ley moral no es un hecho individual, sino social. Pero se nos dice que esta
ley ordena específicamente amar a los demás como a nosotros mismos, porque son
criaturas del mismo género; no hacerles nada que no quisiéramos sufrir nosotros mismos,
y observar en relación a ellos la igualdad, la justicia, y una misma moralidad. A esto
contestaré: si es cierto que la ley moral contiene tal mandamiento, he de concluir que no
fue creada ni escrita en mi corazón, pues supone necesariamente una existencia anterior
en el tiempo a mis relaciones con otros hombres, mis congéneres, con lo cual no crea
tales relaciones, sino que, encontrándolas ya establecidas, se limita a regularlas y es en
cierto modo su manifestación, su explicación y su producto. De aquí se deduce que la ley
moral no es un hecho individual sino social, una creación de la sociedad.
La doctrina de las ideas morales innatas. De no ser así, la ley moral inscrita en
mi corazón sería un absurdo. Regularía mis relaciones hacia seres con quienes carezco de
relaciones, y de cuya existencia misma soy por completo inconsciente.
Los metafísicos tienen una respuesta para esto: dicen que todo individuo humano
trae con él al nacer esta ley inscrita por la mano de Dios en su corazón, pero que al
principio se encuentra en un estado latente, de mera posibilidad no realizada o no
manifestada para el propio individuo, que no puede comprenderla y sólo logra descifrarla
dentro de sí al desarrollarse en la sociedad de sus congéneres; en una palabra, que se hace
consciente de [141] esta ley inmanente solo a través de sus relaciones con otros hombres.
El alma platónica. Esta explicación plausible, ya que no juiciosa, nos lleva a la
doctrina de las ideas, sentimientos y principios innatos. Es una doctrina vieja y familiar.
El alma humana, inmortal e infinita en su esencia, pero determinada, limitada, gravada y,
por así decirlo, cegada y degradada corpóreamente en su existencia real, contiene todos
esos principios eternos y divinos, pero sin ser consciente por completo de ellos. Puesto
que es inmortal, hubo necesariamente de ser eterna en el pasado tanto como en el futuro.
Pues si tuvo un comienzo, estará inevitablemente destinada a tener un fin, y no podría en
modo alguno ser inmortal. ¿Cuál era su naturaleza, qué estuvo haciendo durante todo el
tiempo que hay detrás de ella? Sólo Dios lo sabe.
En cuanto al alma, no recuerda, sino que ignora por completo esta supuesta
existencia previa. Es un gran misterio, lleno de abiertas contradicciones, y para resolverlo
es preciso recurrir a la contradicción suprema, al propio Dios. De todos modos, incluso
sin ser consciente de ello, el alma lleva dentro de alguna misteriosa porción de su ser
todos esos principios divinos. Pero perdida en este cuerpo terrestre, brutalizada por las
condiciones groseramente materiales de su nacimiento y su existencia sobre la tierra, ya
no es capaz de concebirlos, y ni siquiera es capaz de traerlos de nuevo a la memoria. Es
como si no los hubiese poseído jamás.
El alma es incitada a la auto-contemplación. Pero aquí una multitud de almas
humanas —todas igualmente inmortales en su esencia y todas igualmente brutalizadas,
degradadas y materializadas por su existencia terrestre— se enfrentan como miembros de
la sociedad humana. Al principio, se reconocen entre sí tan poco que un alma
materializada devora a otra. El canibalismo, como sabemos, fue la primera práctica
humana. Luego, continuando sus salvajes guerras, cada una busca esclavizar a las otras
en el largo período de esclavitud, cuyo fin está todavía lejos.
Ni el canibalismo ni la esclavitud revelan huella alguna de los principios divinos.
Pero en esta incesante lucha de [142] pueblos y hombres entre sí que constituye la
historia, y que ha producido sufrimientos inconmensurables, las almas comienzan
gradualmente a sacudirse su sopor, comienzan a entrar en lo suyo, a reconocerse a sí
mismas y a conseguir un conocimiento cada vez más profundo de su ser íntimo. Además,
despertadas y provocadas una por la otra, comienzan a recordar, al principio en forma de
mero presentimiento y luego en destellos, captando por último de modo cada vez más
claro los principios que desde tiempo inmemorial Dios había trazado con su propia mano.
El descubrimiento y la diseminación de las verdades divinas de la moralidad.
Este despertar y recuerdo no tienen lugar al principio en las almas más infinitas e
inmortales. Esto sería absurdo, puesto que la infinitud no admite grados comparativos: el
alma del peor idiota es tan infinita e inmortal como la del genio más grande.
Tiene lugar en las almas menos groseramente materializadas, que son en
consecuencia las más capaces de despertar y recordarse a sí mismas. Son los hombres de
genio, inspirados por Dios, hombres de revelación divina, legisladores y profetas. Cuando
esos hombres grandes y santos, iluminados e inspirados por el espíritu —sin cuya ayuda
nada grande o bueno se hace en este mundo— han descubierto dentro de sí una de esas
divinas verdades, que todo hombre lleva subconscientemente dentro de su propia alma, se
hace por supuesto más fácil que las almas más groseramente materializadas hagan el
mismo descubrimiento dentro de ellas. Es así como toda gran verdad, todos los principios
eternos manifestados al comienzo como divinas revelaciones, se reducen más tarde a
verdades indudablemente divinas, pero que todos pueden y deben descubrir en sí mismos,
reconociéndolas como bases de su propia esencia infinita o de su alma inmortal.
Esto explica cómo la verdad, revelada al principio por un hombre, se disemina
poco a poco, hace adeptos; pocos en números al comienzo y por lo general perseguidos,
como el propio Maestro, por las masas y los representantes oficiales de la sociedad; y
explica cómo luego, diseminándose cada vez más debido a esas persecuciones, acaba
apoderan- [143] dose antes o después de la mente colectiva. Tras haber sido una verdad
exclusivamente individual, se transforma en una verdad socialmente aceptada;
actualizada —para bien o para mal— en las instituciones públicas y privadas de la
sociedad, se convierte en ley.
La teoría metafísica de la moralidad es vieja teología disfrazada. Tal es la
teoría general de los moralistas de la escuela metafísica. A primera vista, como hemos
dicho ya, parece una teoría bastante plausible, aparentemente capaz de reconciliar las
cosas más separadas: la revelación divina y la razón humana, la inmortalidad y la
independencia absoluta de los individuos con su finitud y su dependencia absoluta, el
individualismo y el socialismo. Pero cuando examinamos esta teoría en sus
consecuencias, podemos ver fácilmente que es sólo una reconciliación aparente; bajo el
falso rostro del racionalismo y el socialismo, se revela el viejo triunfo del absurdo divino
sobre la Tizón humana, del egoísmo individual sobre la solidaridad social. En última
instancia, lleva al absoluto aislamiento del individuo y, en consecuencia, a la negación de
toda moralidad.
Carácter asocial de la moralidad metafísica. Lo que hemos de considerar aquí
son las consecuencias morales de esta teoría. Establezcamos primero que su moralidad, a
pesar de la apariencia socialista, es profunda y exclusivamente individualista. Una vez
establecido esto, no será difícil probar que, siendo ese su carácter principal, constituye de
hecho la negación de cualquier moralidad.
En esta teoría, el alma inmortal e individual de todo hombre —infinita,
absolutamente completa en su esencia y no necesitada de nada más ni obligada a entrar
en ningún tipo de vínculo con otro para su perfección— se encuentra al principio presa y
como aniquilada en el cuerpo mortal. Mientras se encuentra en esta situación de caída,
cuyo motivo probablemente quedará siempre oculto para nosotros, pues la mente humana
es incapaz de descubrir esas razones, que sólo se encuentran en el misterio absoluto, en
Dios; reducida a este estado material de absoluta dependencia hacia el mundo externo, el
alma humana necesita la sociedad para despertarse, para traer a la mente el recuerdo de sí
[144] para hacerse consciente de sí misma y de los principios divinos que desde tiempo
inmemorial han sido depositados allí por Dios y que constituyen su verdadera esencia.
Contemplación del absurdo divino. Tal es el carácter socialista y el aspecto
socialista de esta teoría. Las relaciones de los hombres con los hombres, y la de todo
individuo humano con el resto de su especie —en definitiva, la vida social— sólo
aparecen como un medio necesario de desarrollo, como un puente y no como una meta.
La meta absoluta y final de todo individuo es él mismo, prescindiendo de todos los demás
individuos; es él mismo frente a la individualidad absoluta: Dios. Necesita otros hombres
para emerger de este estado de semi-aniquilación sobre la tierra, a fin de redescubrirse, de
tomar posesión otra vez de su esencia inmortal; pero cuando ha hallado esta esencia, y
encuentra su fuente de vida exclusivamente en ella, vuelve la espalda a los otros y se
hunde en la contemplación del absurdo místico, en la adoración de su Dios.

13. ETICA: EXPLOTACIÓN DE LAS MASAS

Auto-suficiencia del individuo. Si él [el individuo humano] mantiene todavía


algunas relaciones con otras personas, no es debido a un impulso ético, ni a su amor por
ellas, porque sólo amamos a quienes necesitamos, o a quienes nos necesitan. Pero un
hombre que acaba de redescubrir su esencia infinita e inmortal y que se siente completo
en sí mismo, no necesita a nadie salvo a Dios, pues debido a un misterio —sólo
comprensible para los metafísicos— parece poseer una infinitud más infinita y una
inmortalidad más inmortal que la del hombre. En consecuencia, sostenido por la
omnisciencia y la omnipotencia divina, el individuo libre y auto-centrado ya no siente la
necesidad de asociarse a otros hombres. Y si continúa manteniendo relaciones [145] con
ellos es sólo por dos motivos: en primer lugar, mientras se encuentra todavía envuelto en
su cuerpo mortal debe comer, tener vestidos y abrigo, defenderse de la naturaleza externa
y los ataques de los hombres; y si es un ser civilizado, necesita un mínimo de cosas
materiales que le proporcionan tranquilidad, comodidad y lujo, cosas que siendo
desconocidas para nuestros antepasados, se consideran actualmente objetos de primera
necesidad.
La explotación es la consecuencia lógica de la idea de individuos moralmente
independientes. Naturalmente, podría seguir el ejemplo de los santos de siglos pasados y
recluirse en una caverna, comiendo sólo raíces. Pero éste no parece ser el gusto de los
santos modernos, que sin duda creen en la necesidad de la comodidad material para la
salvación del alma. En consecuencia, el hombre no puede pasarse sin esas cosas. Pero
esas cosas sólo pueden producirse mediante el trabajo colectivo de los hombres; el
trabajo aislado de un hombre no podría producir ni siquiera una millonésima parte. De lo
cual se deduce que el individuo en posesión de su alma inmortal y de su libertad interior
independiente de la sociedad —el santo moderno— tiene necesidad material de la
sociedad, aunque no sienta la menor necesidad social desde un punto de vista ético.
Pero ¿por qué hemos de llamar relaciones a las que, motivadas sólo por
necesidades materiales, no están sancionadas ni apoyadas por alguna necesidad moral?
Evidentemente, solo hay un nombre para ello: Explotación. Y, de hecho, en la moralidad
metafísica y en la sociedad burguesa basada sobre tal moralidad, todo individuo se
convierte necesariamente en el explotador de la sociedad —es decir, de todos los demás
—, y el papel del Estado en sus diversas formas, comenzando por el Estado teocrático y
la monarquía absoluta y terminando por la república más democrática basada sobre un
verdadero sufragio universal, consiste exclusivamente en regular y garantizar esta mutua
explotación.
Guerra omnium contra omnia: el resultado inevitable de la moralidad
metafísica. En la sociedad burguesa basada sobre la moralidad metafísica, todo individuo
es un [146] explotador de otros debido a la necesidad o por la lógica misma de su
posición, porque materialmente tiene necesidad de todos los demás, aunque moralmente
no necesita a nadie. Por consiguiente, puesto que todos escapan de la solidaridad social
como de un obstáculo para la plena libertad de su alma, pero la ven como un medio
necesario para mantener su propio cuerpo, consideran a la sociedad únicamente desde la
perspectiva de la utilidad material y personal, contribuyendo exclusivamente con el
mínimo necesario para tener no el derecho, sino el poder de conseguir para ellos esta
utilidad.
Todo el mundo contempla a la sociedad desde la perspectiva de un explotador.
Pero cuando todos son explotadores, deben necesariamente dividirse en explotadores
afortunados y desdichados, porque toda explotación supone la existencia de personas
explotadas. Hay explotadores efectivos y explotadores que sólo lo son en potencia. A esta
clase pertenece la mayoría de las personas, que simplemente aspira a ser explotadora,
pero que no lo es en la realidad y que, de hecho, resulta incesantemente explotada. Aquí
conduce la ética metafísica o burguesa en el dominio de la economía social: a una guerra
despiadada e inacabable entre todos los individuos, a una guerra furiosa donde la mayoría
perece a fin de asegurar el dominio y la prosperidad de un pequeño número de personas.
El amor por los hombres pasa a segundo plano frente al amor de Dios. La
segunda razón capaz de llevar a un individuo que haya alcanzado ya el estadio de la auto-
posesión a mantener relaciones con otras personas es el deseo de complacer a Dios y
cumplir con el deber de guardar el segundo mandamiento.
El primer mandamiento ordena al hombre amar a Dios más que a sí mismo; el
segundo, amar a los hombres, sus congéneres, tanto como a sí mismo, y hacerles por el
amor de Dios todo el bien que se haría a sí mismo.
Observemos estas palabras: por el amor de Dios. Expresan perfectamente el
carácter del único amor humano posible en la ética metafísica, que consiste precisamente
en no amar a los hombres por ellos mismos, por su propia necesidad, [147] sino
exclusivamente para satisfacer al amo soberano. Sin embargo, es así como ha de ser: una
vez que la metafísica admite la existencia de Dios y las relaciones entre Dios y los
hombres, debe subordinar a ellas todas las relaciones humanas, como hace la teología. La
idea de Dios absorbe y destruye todo cuanto no es Dios, reemplazando las realidades
humanas y terrestres por ficciones divinas.
Dios no puede amar a sus súbditos. En la moralidad metafísica, como he dicho,
el hombre que ha llegado a una conciencia de su alma inmortal y de su libertad individual
ante Dios y en Dios no puede amar a los hombres, porque moralmente ya no los necesita,
y sólo podemos amar a quienes nos necesitan.
Si hay que creer a los teólogos y los metafísicos, la primera de las condiciones se
cumple en las relaciones de los hombres para con Dios, pues ambas escuelas afirman que
el hombre no puede prescindir de Dios. El hombre puede y debe por eso, amar a Dios,
porque lo necesita mucho. En cuanto a la segunda condición —la posibilidad de amar
sólo a quien siente la necesidad de este amor—, no ha sido en modo alguno comprendida
en las relaciones del hombre para con Dios. Sería impío decir que Dios puede necesitar el
amor humano. Porque sentir alguna necesidad es carecer de algo esencial para la plenitud
del ser, por lo que se trata de una manifestación de debilidad y una confesión de pobreza.
Dios, al ser absolutamente completo en sí mismo, no puede sentir la necesidad de nadie
ni de nada. Y al no necesitar el amor de los hombres, no puede amarlos; y lo que se
denomina amor de Dios por los hombres no es sino un poder absolutamente abrumador,
similar —aunque naturalmente más formidable— al poder ejercido por el gran emperador
alemán sobre sus súbditos.
El verdadero amor sólo puede existir entre iguales. El amor verdadero y real,
expresión de una necesidad mutua e igualmente sentida, sólo puede existir entre iguales.
El amor del superior por el inferior es opresión, empequeñecimiento, desprecio, egoísmo,
orgullo y vanidad triunfante en un sentimiento de grandeza basado sobre la humillación
[148] de la otra parte. Y el amor del inferior por el superior es humillación, corresponde a
los miedos y esperanzas de un esclavo que espera de su dueño felicidad o desgracia.
La relación de Dios con el hombre es una relación amo-esclavo. Tal es el
carácter del así llamado amor de Dios por los hombres y de los hombres por Dios. Es
despotismo por parte de uno, y esclavitud por parte del otro.
¿Qué significa amar a los hombres y comportarse bien con ellos por el amor de
Dios? Significa tratarlos como Dios los hubiera tratado. ¿Y cómo quiere él que sean
tratados? ¡Como esclavos! Por su naturaleza, Dios está forzado a tratarlos de la manera
siguiente: siendo él el Amo absoluto, está obligado a considerarlos como esclavos
absolutos; y puesto que los considera esclavos, no puede tratarlos de otro modo.
Sólo hay un modo de emancipar a esos esclavos, y es la auto-abdicación, la auto-
aniquilación y la desaparición por parte de Dios. Pero esto sería pedir demasiado a ese
poder omnipotente. Podría sacrificar a su hijo único, como nos dicen los Evangelios, para
reconciliar el extraño amor que siente hacia los hombres con su no menos peculiar
justicia eterna. Pero abdicar, cometer suicidio por amor a los hombres, son cosas que
nunca hará, al menos mientras no se vea forzado por la crítica científica. Mientras la
crédula fantasía de los hombres padezca con su existencia, será el soberano absoluto, el
amo de esclavos. Resulta claro, entonces, que tratar a los hombres en armonía con Dios
no puede significar más que tratarlos como esclavos.
El amor del hombre según Dios. El amor del hombre a la imagen de Dios es
amor a su esclavitud. Yo, el individuo inmortal y completo por gracia de Dios, que puedo
sentirme libre precisamente por ser su esclavo, no necesito que ningún hombre haga más
completa mi felicidad y mi existencia moral e intelectual. Pero mantengo mis relaciones
con ellos para obedecer a Dios; queriéndoles por amor a Dios, tratándoles según el amor
de Dios, quiero que sean esclavos de Dios como yo mismo. Si place entonces al Señor
Soberano elegirme para la tarea de hacer prevalecer su santa volun- [149] tad sobre la
tierra, sabré bien cómo forzar a los hombres a ser esclavos.
Tal es el verdadero carácter de lo que los sinceros adoradores de Dios llaman su
amor a los hombres. Por parte de los que aman, no se trata tanto de devoción como del
sacrificio forzado de quienes son los objetos, o más bien las víctimas, de ese amor. No se
trata de su emancipación, sino de su esclavización para mayor gloria de Dios. Fue así
como la autoridad divina se transformó en autoridad humana, y la Iglesia se convirtió en
fundadora del Estado.
El gobierno de los elegidos. Según esta teoría, todos los hombres deben servir a
Dios de este modo. Pero, como sabemos, muchos son los llamados y pocos los elegidos.
Además, si todos fueran capaces de cumplir en igual medida, y todos hubiesen llegado al
mismo grado de perfección intelectual y moral, de santidad y libertad en Dios, este
servicio se haría superfluo. Es necesario porque la gran mayoría de los individuos
humanos no han llegado aún a ese punto, de lo cual se deduce que esta masa todavía
ignorante y profana de gente debe ser tratada y amada de acuerdo con los modos de Dios;
es decir, debe ser gobernada y esclavizada por una minoría de santos a quienes Dios, de
un modo o de otro, no deja de escoger por sí mismo y de establecer en una posición
privilegiada, permitiéndoles cumplir este deber.
Todo para el pueblo, nada por el pueblo. La fórmula sacramental para gobernar
a las masas populares —sin duda por su propio bien, por la salvación de sus almas, ya
que no de sus cuerpos— que han utilizado los santos y los nobles en los estados
teocráticos y aristocráticos, así como también los intelectuales y los ricos en los estados
doctrinarios, liberales e incluso republicanos, basados sobre el sufragio universal, es
siempre la misma: «¡todo para el pueblo, nada por el pueblo!».
Lo cual significa que los santos, los nobles o los grupos privilegiados —
privilegiados por su riqueza o por su posesión de mentes científicamente formadas—
están todos más próximos al ideal o a Dios, como dicen algunos, o a la razón, la justicia y
la verdadera libertad, como afirman [150] otros, que las masas populares, y que por tanto
tienen la santa y noble misión de gobernarlas. Sacrificando sus propios intereses y
ocupándose demasiado poco de sus propios asuntos, deben entregarse a la felicidad de
sus hermanos menores, el pueblo. Para ellos el gobierno no es ningún placer, es un deber
doloroso. No buscan gratificar sus propias ambiciones, su vanidad o su avidez personal,
sino únicamente la ocasión de sacrificarse por el bien común. Esto explica sin duda por
qué es tan pequeño el número de personas que compiten por los puestos públicos, y por
qué aceptan el poder con corazones tristes los reyes, los ministros y los funcionarios
grandes y pequeños.
Explotar y gobernar significan una sola y misma cosa. Estos son, en una
sociedad concebida con arreglo a la teoría de los metafísicos, los dos tipos distintos, e
incluso opuestos, de relaciones que pueden existir entre los individuos. Las primeras son
de explotación, y las segundas son de gobierno. Si es cierto que gobernar significa
sacrificarse por el bien de los gobernados, esta segunda relación contradice de hecho a la
primera, a la de explotación.
Pero observemos más de cerca esta cuestión. Según la teoría idealista —teológica
o metafísica— las palabras «el bien de las masas» no significan su bienestar terrenal, ni
su felicidad temporal. ¡Qué son unas pocas décadas de vida terrenal comparadas con la
eternidad! En consecuencia, las masas no deben ser gobernadas pensando en la tosca
felicidad permitida por las bendiciones materiales de la tierra, sino pensando en su
salvación eterna. Quejarse de privaciones y sufrimientos materiales puede ser
considerado incluso como una falta de educación, ya que está demostrado que un exceso
de disfrute material obnubila el alma inmortal. Pero entonces la contradicción desaparece:
explotar y gobernar significan la misma cosa, y lo uno completa lo otro, sirviéndose a la
larga como medio y fin.
Explotación y gobierno. La explotación y el gobierno son dos expresiones
inseparables de lo que se denomina política; la primera suministra los medios para llevar
adelante el proceso de gobernar y constituye también la base [151] necesaria y la meta de
todo gobierno, que a su vez garantiza y legaliza el poder de explotar. Desde el comienzo
de la historia, ambos han constituido la vida real de todos los Estados teocráticos,
monárquicos, aristocráticos, e incluso democráticos. Antes de la Gran Revolución, hacia
finales del siglo XVIII, el vínculo íntimo entre explotación y gobierno estaba oculto por
ficciones religiosas, nobiliarias y caballerescas; pero desde que la mano brutal de la
burguesía ha desgarrado esos velos bastante transparentes, desde que el torbellino
revolucionario desperdigó las vanas fantasías tras de las cuales la Iglesia, el Estado, la
teocracia, la monarquía y la aristocracia mantenían serenamente durante tanto tiempo sus
abominaciones históricas; desde que la burguesía, cansada de estar en el yunque, se
convirtió en el martillo e inauguró el Estado moderno, este vínculo inevitable se ha
revelado como verdad desnuda e indiscutible.
[Este vínculo se revela plenamente en la ética de la sociedad burguesa, donde la
moralidad del hombre está determinada] por su capacidad para adquirir propiedad cuando
nace pobre, o por su capacidad para preservarla y aumentarla si tuvo la suerte suficiente
de heredar riquezas.
El criterio de la moralidad burguesa. La moralidad tiene como base a la
familia. Pero la familia tiene como base y condición de existencia real a la propiedad. Se
deduce que la propiedad debe considerarse como condición y prueba del valor moral del
hombre. Un individuo inteligente, enérgico y honesto nunca fracasará en la empresa de
adquirir propiedad, que es la condición social necesaria para la respetabilidad del hombre
y el ciudadano, la manifestación de su poder viril, el signo visible de sus capacidades
tanto como de sus disposiciones e intenciones honestas. Por eso, apartar las capacidades
no-adquisitivas [de la dirección de la vida social] no es sólo un hecho, sino una medida
perfectamente legítima en principio. Es un estímulo para los individuos honestos y
capaces, y un justo castigo para quienes olvidan o desdeñan la adquisición de propiedad,
siendo capaces de ello.
Esta negligencia, este desdén, sólo pueden tener como origen la pereza, la laxitud,
la inconsistencia de la mente [152] o del carácter. Esos individuos son bastante
peligrosos: cuanto mayores sean sus capacidades, más deben ser perseguidos, más
severamente deben ser castigados. Porque llevan consigo la desorganización y la
desmoralización social. (Pilatos hizo mal al condenar a Jesucristo por sus opiniones
religiosas y políticas; debió haberle arrojado a la cárcel por haragán y vagabundo).
La moralidad burguesa y los evangelios. Aquí se encuentra la esencia más
profunda de la conciencia burguesa, de toda moralidad burguesa. No hay necesidad de
indicar en qué medida esta moralidad contradice los principios básicos del cristianismo,
que burlándose de las bendiciones de este mundo (son los Evangelios los que destacan la
burla de las cosas buenas de este mundo, aunque sus predicadores estén lejos de
desdeñarlas) prohibe amasar tesoros terrestres porque, según dice, «donde esté tu tesoro,
estará también tu corazón»; son los Evangelios los que nos recomiendan imitar a los
pájaros del Cielo, que ni trabajan ni siembran, pero no por ello dejan de vivir.
Siempre he admirado la maravillosa habilidad de los protestantes para leer las
palabras de los Evangelios en su propia construcción, para hacer sus negocios y
considerarse al mismo tiempo cristianos sinceros. Sin embargo, vamos a prescindir de
esto. A cambio, examinad cuidadosamente en todos sus pequeños detalles las relaciones
burguesas, sociales y privadas, los discursos y los actos de la burguesía de todos los
países, y veréis en todos ellos la convicción ingenua y básica, profundamente arraigada,
de que un hombre honesto y moral es el que sabe cómo adquirir, conservar y aumentar la
propiedad, y de que un propietario es la única persona merecedora de respeto.
En Inglaterra el derecho a ser llamado un caballero* está vinculado a dos
requisitos previos: debe ir a la iglesia, pero sobre todo debe tener propiedades. Y el
lenguaje tiene una expresión fuerte, pintoresca y sencilla al mismo tiempo: ese hombre
vale mucho —es decir, cinco, diez, o quizá mil libras esterlinas. Lo que los ingleses (y los
america- [153] nos) dicen de ese modo groseramente ingenuo, lo piensa la burguesía en
todo el mundo. Y la gran mayoría de la burguesía —en Europa, América, Australia y en
todas las colonias europeas desperdigadas a lo largo de la tierra— está tan convencida de
este criterio básico que jamás llega siquiera a sospechar la profunda inmoralidad e
inhumanidad de tales ideas.
La depravación colectiva de la burguesía. La única cosa que habla en favor de
la burguesía es la ingenuidad misma de esta depravación. Es una depravación colectiva
impuesta como ley moral absoluta sobre todos los individuos pertenecientes a esa clase,
que comprende: sacerdotes, nobleza, funcionarios militares y civiles, autoridades, el
mundo bohemio de artistas y escritores, industriales y vendedores, e incluso obreros que
ansían convertirse en burgueses; es decir, todos los que, en una palabra, quieren triunfar
individualmente y, cansados de ser yunque como la gran mayoría del pueblo, desean
convertirse en martillo —todos, a excepción del proletariado.
Este pensamiento, al ser universal en su alcance, constituye la gran fuerza inmoral
subyacente a todos los actos políticos y sociales de la burguesía, tanto más maligna y
perniciosa en sus efectos cuanto que aparece como la base y medida de toda moralidad.
Esta circunstancia atenúa, explica y, en alguna medida, legitima la furia desplegada por la
burguesía y los atroces crímenes cometidos por ella contra el proletariado en junio de
1848. No hay duda de que la burguesía se habría mostrado igualmente furiosa en la
defensa de los privilegios de la propiedad frente a los obreros socialistas si hubiese creído
actuar exclusivamente en defensa de sus propios intereses, pero [en ese caso] no habría
encontrado dentro de sí la energía, la implacable pasión y la unánime cólera que sirvió
para producir su victoria en 1848.
La burguesía descubrió este poder dentro de sí porque estaba profundamente
convencida de que defendiendo sus propios intereses, defendía al mismo tiempo los
fundamentos sagrados de la moralidad; porque muy seriamente, mucho más seriamente
de lo que ellos comprenden, la Propiedad [154] es su Dios, el único Dios, que sustituyó
hace mucho tiempo en sus corazones al Dios celestial de los cristianos. Como estos
últimos antaño, los burgueses son capaces de sufrir el martirio y la muerte por el bien de
tal Dios. La guerra despiadada y desesperada que llevan en defensa de la propiedad no es
sólo una guerra de intereses, sino una guerra religiosa en el pleno sentido de la palabra.
Pero la furia y la atrocidad de que son capaces las guerras religiosas las conoce bien
cualquier estudiante de historia.
Teología y metafísica de la religión de la propiedad. La propiedad es un Dios.
Este Dios tiene ya su teología (llamada Política Estatal y Derecho Jurídico) y su
moralidad, cuya expresión más adecuada se resume en la frase: «ese hombre vale
mucho».
La propiedad —el Dios— tiene también su metafísica. Es la ciencia de los
economistas burgueses. Como cualquier otra metafísica es una especie de penumbra, un
compromiso entre la verdad y la falsedad que beneficia a esta última. Intenta
proporcionar a la falsedad el aspecto de la verdad, y conduce la verdad a la falsedad. La
economía política busca santificar la propiedad mediante el trabajo y representarla como
realización y fruto del trabajo. Si consigue hacerlo, salvará a la propiedad y al mundo
burgués. Porque el trabajo es sagrado, y todo cuanto se basa sobre el trabajo es bueno,
justo, moral, humano, legítimo.
Sin embargo, es precisa una fe terca para poder tragarse esta doctrina, porque
vemos que la gran mayoría de los obreros están privados de toda propiedad. Lo que es
más, sabemos por la confesión de los economistas y por sus propias pruebas científicas
que en la actual organización económica, defendida tan apasionadamente por ellos, las
masas nunca llegarán a acceder a la propiedad; y que, en consecuencia, su trabajo no las
emancipa ni las ennoblece, porque a pesar de hacerlo se ven condenadas a permanecer
eternamente sin propiedad —es decir, fuera de la moral y de la humanidad. Por otra parte,
vemos que los más ricos propietarios —esto es, los ciudadanos más valiosos, humanos,
morales y respetables— son precisamente quienes trabajan menos o quienes no trabajan
en absoluto.
[155]
Se replica a esto que es imposible ahora seguir siendo rico, preservar y mucho
menos incrementar la propia riqueza sin trabajar. Pongámonos entonces de acuerdo sobre
el uso adecuado de la palabra «trabajo». Hay trabajo y trabajo. Hay un trabajo
productivo, y hay el trabajo de la explotación. El primero es el esfuerzo del proletariado;
el segundo, el de los propietarios. El que se embolsa el resultado de tierras cultivadas por
otros explota simplemente el trabajo ajeno. El que incrementa el valor de su capacidad en
la industria o el comercio, explota el trabajo de otro. Los bancos que se enriquecen como
resultado de miles de operaciones de crédito, los especuladores de la Bolsa, o los
accionistas que obtienen grandes dividendos sin hacer lo más mínimo; Napoleón III, que
se enriqueció tanto que pudo proporcionar la opulencia a todos sus elegidos; el Káiser
Guillermo I, que, orgulloso de sus victorias, está ya preparando embargar billones a la
pobre Francia, y ya se ha hecho rico y está enriqueciendo a sus soldados con el botín —
todas estas personas son trabajadores. ¡Pero qué tipo de trabajadores! ¡Salteadores de
caminos! Los ladrones y los salteadores comunes son «trabajadores» en mucha mayor
medida, porque para enriquecerse a su manera, «trabajan» con sus manos.
Para todo aquél que no desee ser ciego, es evidente que el trabajo productivo crea
riqueza y entrega al productor sólo pobreza; que la propiedad sólo proviene de un trabajo
no-productivo, o explotador. Pero, puesto que la propiedad es moralidad, se deduce que
la moralidad, según la entiende el burgués, consiste, en explotar el trabajo de otro.
La explotación y el gobierno son la fiel expresión del idealismo metafísico. La
explotación es el cuerpo visible, y el gobierno es el alma del régimen burgués. Como
acabamos de ver, en este íntimo vínculo ambos son, desde el punto de vista teórico y
práctico, la expresión fiel y necesaria del idealismo metafísico, la consecuencia inevitable
de esta doctrina burguesa que persigue la libertad y la moralidad de los individuos fuera
de la solidaridad social. Esta doctrina tiene como meta la explotación del gobierno por un
pequeño número de personas afortunadas [156] y elegidas, una esclavitud explotada
para la mayoría y, para todos, la negación absoluta de cualquier moralidad y cualquier
libertad.

14. ETICA: MORALIDAD DEL ESTADO

La teoría del contrato social. El hombre no es sólo el ser más individual sobre la
tierra; es también el ser más social. Fue una gran falacia por parte de Jean Jacques
Rousseau haber supuesto que la sociedad primitiva se estableció mediante un contrato
libre pactado por los salvajes. Pero Rousseau no fue el único que mantuvo tales criterios.
La mayoría de los juristas y escritores modernos, de la escuela kantiana o de otras
escuelas individualistas y liberales que no aceptan la idea teológica de la sociedad
fundada sobre el derecho divino, ni la idea de la escuela hegeliana —la sociedad como
realización más o menos mística de la moralidad objetiva—, ni la de la escuela naturalista
de la sociedad animal primitiva, toman, quieran o no, a falta de cualquier otro
fundamento, el contrato tácito como punto de partida.
¡Un contrato tácito! Es decir, un contrato sin palabras, y en consecuencia sin
reflexión y sin libre voluntad: ¡indignante disparate! ¡Una ficción absurda, y lo que es
más, una ficción perversa! ¡Una lamentable burla! Suponen que mientras yo estaba en
una condición incapaz de querer, de pensar y de hablar, me até junto con todos mis
descendientes a la esclavitud perpetua, sólo por haberme dejado colocar en la situación de
la víctima sin elevar protesta alguna.
Falta de discernimiento moral en el estado precedente al contrato social
original. Desde el punto de vista del sistema que examinamos actualmente, la distinción
entre el bien y el mal no existió antes de concluirse el contrato
Filosofía 157
social. En ese tiempo, todo individuo permanecía aislado en su libertad o en su
derecho absoluto, sin prestar atención a la libertad de los demás, salvo cuando dicha
atención estaba dictada por su debilidad o por su fuerza relativa, es decir por su propia
prudencia e interés. Según la misma teoría, el egoísmo era entonces la ley suprema, el
único derecho establecido. El bien estaba determinado por el éxito, el mal sólo por el
fracaso, y la justicia era sencillamente la consagración del hecho consumado, por
horrible, cruel o infame que pudiera ser —como es la regla en la moralidad política que
prevalece en la actualidad en Europa.
El contrato social como criterio del bien y el mal. La distinción entre el bien y
el mal, según este sistema, sólo comenzó con la conclusión del contrato social. Todo
cuanto había sido reconocido de interés general se declaró bueno, y malo lo inverso. Los
miembros de la sociedad que entraron en este pacto se convirtieron en ciudadanos, se
autolimitaron mediante obligaciones solemnes, y asumieron de allí en adelante el deber
de subordinar sus intereses privados al bien común, al interés inseparable de todos.
También separaron sus derechos individuales de los derechos públicos, cuyo único
representante, el Estado, fue desde entonces investido con poder para suprimir todas las
rebeliones del egoísmo individual, aunque teniendo el deber de proteger a todos los
miembros en el ejercicio de sus derechos mientras no se opusiesen a los derechos
generales de la comunidad.
El Estado formado por el contrato social es el Estado ateo moderno. Vamos
ahora a examinar la naturaleza de las relaciones que el Estado así constituido contrae
necesariamente con otros Estados similares, así como sus relaciones con la población
gobernada. Tal análisis nos parece tanto más interesante y útil cuanto que el Estado,
según se le define aquí, es precisamente el Estado moderno y divorciado de la idea
religiosa, el Estado laico o ateo proclamado por los escritores modernos.
Veamos entonces en qué consiste esta modernidad. El Estado moderno, como
hemos dicho, se ha liberado del yugo eclesiástico y, en consecuencia, ha conmovido el
yugo [158] de la moralidad universal o cosmopolita de la Iglesia cristiana. Pero no se ha
empapado todavía de la idea o la ética humanitaria, cosa que no puede hacer sin
destruirse a sí mismo, porque en su existencia separada y en su concentración aislada el
Estado es demasiado estrecho para comprender y contener los intereses, y por tanto la
moralidad de la humanidad en su conjunto.
La ética identificada con los intereses estatales. Los estados modernos han
llegado precisamente a ese punto. La cristiandad les sirve sólo como un pretexto y como
una frase, únicamente como un medio para engañar a los simples, porque las metas
perseguidas por ellos no tienen nada en común con las finalidades religiosas. Y los
estadistas eminentes de nuestro tiempo, los Palmerston, los Muraviev, los Cavour, los
Bismarck, los Napoleón, se reirían de buena gana si alguien tomase en serio sus
convicciones religiosas abiertamente profesadas. Se reirían todavía más si alguien les
atribuyese sentimientos, consideraciones e intenciones humanitarias, que siempre han
tratado públicamente como mera tontería. ¿Qué constituye entonces su moralidad? Sólo
los intereses estatales. Desde este punto de vista —que ha sido el de los estadistas con
muy pocas excepciones, el de los hombres fuertes de todos los tiempos y países— es
bueno todo cuanto sirve para conservar, exaltar y consolidar el poder del Estado (aunque
pudiera parecer sacrílego desde un punto de vista religioso, e indignante desde el punto
de vista de la moralidad humana) y, por el contrario, todo cuanto milita contra los
intereses del Estado es malo, aunque en otros aspectos pueda ser la cosa más sagrada y
humanamente justa. Tal es la verdadera moralidad y la práctica secular de todos los
Estados.
El egoísmo colectivo de las asociaciones particulares elevado a categorías
éticas. Tal es también la moralidad del Estado, fundada sobre la teoría del contrato social.
Según este sistema, lo bueno y lo malo, al comenzar con el contrato social, no son de
hecho nada sino el contenido y el propósito del contrato; es decir, el interés común y el
derecho público de todos los individuos participantes en este contrato, con excepción de
quienes permanecieron fuera de él. En [159] consecuencia, lo bueno dentro de este
sistema es sólo la mayor satisfacción proporcionada al egoísmo colectivo de una
asociación particular y limitada que, construida sobre el sacrificio parcial del egoísmo
individual de cada miembro, excluye de sí como extraños y enemigos naturales a la gran
mayoría de la especie humana, incluida o no dentro de asociaciones similares.
La moralidad sólo coexiste con las fronteras de los estados particulares. La
existencia de un Estado singular y limitado supone necesariamente la existencia, y en
caso de necesidad provoca la formación de varios Estados, ya que resulta bastante natural
que quienes se encuentran fuera del Estado y están amenazados en su existencia y
libertad por él, se alíen a su vez contra él. Así encontramos a la humanidad desintegrada
en un número indefinido de Estados que son extraños, hostiles y amenazadores unos
respecto de los otros.
No hay derecho común ni contrato social entre ellos, porque si ese contrato y ese
derecho existiesen, los diversos Estados dejarían de ser absolutamente independientes
unos de otros, convirtiéndose en miembros federados de un gran Estado. Si este gran
Estado no comprende a toda la humanidad tendría necesariamente contra él la hostilidad
de otros grandes Estados federados internamente. De este modo, la guerra será siempre la
ley suprema y una necesidad inmanente a la existencia misma de la humanidad.
La ley de la jungla gobierna las relaciones interestatales. Todo Estado,
federado o no, debe procurar convertirse en el más poderoso, bajo el peligro de una ruina
total. Debe devorar a otros para no ser devorado, conquistar para no ser conquistado,
esclavizar para no ser esclavizado, porque dos poderes similares y al mismo tiempo
extraños no pueden coexistir sin destruirse.
La solidaridad universal de la humanidad, interrumpida por el Estado. El
Estado es entonces la negación más flagrante, cínica y completa de la humanidad.
Desintegra la solidaridad universal de todos los hombres sobre la tierra, y sólo los unifica
para destruir, conquistar y esclavizar a todo el resto. Sólo toma bajo su protección a sus
propios [160] ciudadanos, y sólo reconoce un derecho humano, una humanidad y una
civilización dentro de los confines de sus propias fronteras. Puesto que no conoce ningún
derecho exterior a sus propios confines, se atribuye con bastante lógica el derecho a tratar
con la más feroz falta de humanidad a todas las poblaciones extranjeras que puede
saquear, exterminar o subordinar a su voluntad. Si los Estados dan muestras de
generosidad o humanidad hacia ellas, no es en absoluto por algún sentido del deber,
porque no tiene deberes sino consigo mismo y con aquellos miembros que lo
constituyeron por un acto de libre acuerdo, y que o bien continúan formando parte de él
sobre la misma base libre o, como sucede a la larga, se han convertido en sus súbditos.
Puesto que no existe ninguna ley internacional y nunca podrá existir de modo
serio y verdadero sin minar los fundamentos mismos del principio de la soberanía estatal
absoluta, el Estado no tiene deber alguno hacia las poblaciones extranjeras. Si trata con
humanidad a un pueblo conquistado, si no lo saquea y extermina a fondo ni lo reduce al
último grado de la esclavitud, es quizá por consideraciones de interés y prudencia
política, o incluso por pura magnanimidad, pero jamás por un sentimiento del deber, pues
tiene derecho absoluto a disponer de esas poblaciones a su antojo.
E1 patriotismo contradice la moralidad humana común. Esta flagrante
negación de la humanidad que constituye la esencia misma del Estado es, desde su punto
de vista, el supremo derecho y la mayor virtud: se denomina patriotismo y constituye la
moralidad trascendente del Estado. La llamaremos moralidad trascendente porque suele
trascender el nivel de la moralidad y la justicia humana, tanto privada como común,
situándose por ello en aguda contradicción con ellas. Por ejemplo, ofender, oprimir,
robar, saquear, asesinar o esclavizar a un congénere significa cometer un crimen, para la
moralidad común del hombre, grave.
Por el contrario, en la vida pública, y desde el punto de vista del patriotismo,
cuando todo esto se hace para la mayor gloria del Estado y con el fin de conservar o
incrementar su poder, se convierte en un deber y en una [161] virtud. Y este deber o
virtud es obligatorio para todo ciudadano patriota. Se espera que todos prescindan de esos
deberes no sólo en relación con los extraños, sino con sus compatriotas, miembros y
súbditos del mismo Estado, en los casos en que el bienestar de éste se lo exija. La
suprema ley del Estado. La suprema ley del Estado es la autopreservación a toda costa.
Y puesto que todos los Estados, desde el momento de su aparición sobre la tierra, se han
visto condenados a una lucha perpetua —contra sus propias poblaciones, a quienes
oprimen y arruinan, contra todos los Estados extranjeros, cada uno de los cuales sólo
puede ser fuerte si los otros son débiles— y como los Estados no pueden mantenerse
firmes en esta lucha a no ser que aumenten constantemente su poder sobre sus propios
súbditos y los Estados vecinos, se deduce que la ley suprema del Estado es el incremento
de su poder en detrimento de la libertad interna y la justicia externa.
El Estado quiere tomar el lugar de la Humanidad. Tal es, en su pura realidad,
la única moralidad, la única meta del Estado. Sólo adora a Dios porque él es su propio y
exclusivo Dios, la sanción de su poder y de lo que él llama su derecho —el derecho de
existir a cualquier precio expandiéndose siempre a costa de otros Estados. Todo cuanto
sirva para promover esta meta vale la pena, es legítimo y virtuoso. Todo cuanto la
perjudica es criminal. La moralidad del Estado es así la inversión de la justicia y la
moralidad humana.
Esta moralidad trascendente, sobrehumana y, en consecuencia, anti-humana de los
Estados no es sólo el resultado de la corrupción en los hombres encargados de
desempeñar las funciones públicas. Podría decirse con más razón que la corrupción de los
hombres es una secuela natural y necesaria de la institución estatal. Esta moralidad es
sólo el desarrollo del principio fundamental del Estado, la expresión inevitable de su
necesidad inmanente. Estado no es más que la negación de la humanidad; es una
colectividad limitada que intenta asumir el lugar de la humanidad y quiere imponerse a
ella como una meta suprema, mientras [162] exige a todo lo demás que se someta y sea
administrado por él.
La idea de humanidad, ausente en los tiempos antiguos, se ha convertido en
un poder dentro de nuestra vida actual. Esto era natural y se comprendía fácilmente en
los tiempos antiguos, cuando se desconocía la idea misma de humanidad y todos los
pueblos adoraban a dioses exclusivamente nacionales, que les daban derecho de vida o
muerte sobre las demás naciones. El derecho humano sólo existía en relación con los
ciudadanos del Estado. Todo cuanto estuviese fuera del Estado estaba condenado al
pillaje, la masacre y la esclavitud.
Actualmente, las cosas han cambiado. La idea de humanidad se vuelve cada vez
más poderosa en el mundo civilizado; y debido tanto a la expansión y a la velocidad
creciente en los medios de comunicación como a la influencia más material que moral de
la civilización sobre los pueblos bárbaros, esta idea de humanidad empieza a prender
incluso en las mentes de naciones incivilizadas. Dicha idea es el poder invisible de
nuestro siglo, con el cual han de contar los poderes presentes, los Estados. Desde luego,
no pueden someterse a ella por su propia libre voluntad, ya que dicha sumisión
equivaldría para ellos al suicidio, porque el triunfo de la humanidad sólo puede realizarse
mediante la destrucción de los Estados. Pero los Estados ya no pueden negar esta idea ni
rebelarse abiertamente contra ella, porque ha crecido demasiado y puede acabar
destruyéndolos.
El Estado debe reconocer a su propio modo hipócrita el poderoso sentimiento
de humanidad. Frente a esta dolorosa alternativa, sólo hay una vía de escape, la
hipocresía. Los Estados rinden pleitesía externa a esta idea de humanidad; hablan y
actúan aparentemente sólo en su nombre, aunque la violen todos los días. Sin embargo,
esto no debe imputarse a los Estados. No pueden actuar de otra manera, pues su posición
ha llegado al punto de que sólo pueden mantener su posición a base de mentiras. La
diplomacia no tiene otra misión.
¿Qué vemos entonces? Cada vez que un Estado quiere declarar la guerra a otro,
empieza lanzando un manifiesto, [163] dirigido no sólo a sus propios súbditos sino al
mundo entero. En este manifiesto declara que el derecho y la justicia están de su parte;
pretende demostrar que sólo actúa por amor a la paz y a la humanidad, que imbuido de
sentimientos generosos y pacíficos sufrió en silencio durante largo tiempo hasta verse
forzado a desnudar su espada por la creciente iniquidad de su enemigo. A la vez proclama
que, desdeñando toda conquista material y sin perseguir incremento territorial, pondrá fin
a esta guerra tan pronto como se restablezca la justicia. Y su antagonista contesta con un
manifiesto similar donde, naturalmente, demuestra tener de su parte el derecho, la
justicia, la humanidad y todos los sentimientos generosos.
Estos manifiestos mutuamente contradictorios se escriben con la misma
elocuencia, respiran la misma indignación virtuosa y son igualmente sinceros; es decir,
ambos están igualmente curtidos en sus mentiras, y sólo los necios resultan engañados
por ellas. Las personas sensatas, todos los que han tenido alguna experiencia política, no
se toman siquiera el trabajo de leer tales manifiestos. Al contrario, intentan desvelar los
intereses que llevan a ambos adversarios a esta guerra y medir el poder respectivo de
cada uno, con el fin de adivinar el resultado de la lucha. Lo cual prueba una vez más que
las cuestiones morales no están en juego en tales guerras.
La guerra perpetua es el precio de la existencia estatal. Los derechos de los
pueblos, como los tratados que regulan las relaciones entre los Estados, carecen de
cualquier sanción moral. En cualquier época histórica definida son la expresión material
del equilibrio resultante del antagonismo entre los Estados. Mientras los Estados existan
no habrá paz. Habrá solamente treguas más o menos prolongadas, armisticios concluidos
por Estados siempre beligerantes; pero tan pronto como un Estado se sienta lo bastante
fuerte como para destruir este equilibrio en su ventaja, no dejará de hacerlo. La historia
de la humanidad demuestra plenamente esta afirmación.
Los crímenes son el clima moral de los Estados. Esto nos explica por qué desde
el comienzo de la historia [164] —es decir, desde la aparición de los Estados— el mundo
político ha sido y sigue siendo escenario para el gran fraude y el insuperable latrocinio —
latrocinio y fraude que ocupan una posición muy alta y honorable al estar ordenados por
el patriotismo, la moralidad trascendente y los supremos intereses del Estado. Esto nos
explica por qué toda la historia de los Estados antiguos y modernos es sólo una serie de
crímenes repugnantes; por qué los reyes y ministros de todos los tiempos y países, los
estadistas, diplomáticos, burócratas y guerreros merecen mil veces las galeras o trabajos
forzados desde el punto de vista de la simple moralidad y la justicia humana.
Porque no hay terror, crueldad, sacrilegio, perjurio, impostura, transacción infame,
robo cínico, estafa descarada o traición inmunda que no haya sido cometida y no siga
siéndolo a diario por representantes públicos con la única excusa de esta elástica frase
razón de Estado, a veces tan acertada y terrible. ¡Es en efecto una frase terrible! Porque
ha corrompido y deshonrado en círculos oficiales y en las clases dirigentes de la sociedad
a más personas que el propio cristianismo. Tan pronto como se pronuncia, todo se hace
silencio y desaparece de la vista: la honestidad, el honor, la justicia, el derecho y la propia
piedad se desvanecen junto con la lógica y la sensatez; lo negro se vuelve blanco, y lo
blanco se vuelve negro, lo horrible se convierte en humano, y las más viles felonías y los
crímenes más atroces pasan a ser actos meritorios.
El crimen, privilegio del Estado. Se prohíbe al individuo lo que se autoriza al
listado. Tal es la máxima de todos los gobiernos. Maquiavelo la expuso, y la historia, lo
mismo que la práctica de todos los gobiernos contemporáneos, le apoyan en este punto.
El crimen es la condición necesaria de la misma existencia estatal, y constituye por eso su
monopolio exclusivo; de aquí se deduce que quien se atreva a cometer un crimen es
culpable en un doble sentido: en primer lugar, es culpable frente a la conciencia humana,
y sobre todo, es culpable frente al Estado por arrogarse uno de sus más preciados
privilegios.
La moralidad estatal según Maquiavelo. El gran filó- [165] sofo político
italiano, Maquiavelo, fue el primero en utilizar habitualmente esta frase [razón de
Estado], o por lo menos le dio su auténtico significado y la inmensa popularidad que
desde entonces tiene en círculos gubernamentales. Por ser un pensador realista y positivo,
llegó a comprender por vez primera que los Estados grandes y poderosos sólo se
fundaban y mantenían por el crimen, gracias a muchos grandes crímenes y a un
concienzudo desprecio por todo lo que se denomina honestidad.
Maquiavelo escribió, explicó y argumentó sobre esta cuestión con terrible
franqueza. Como la idea de humanidad era completamente desconocida en su tiempo;
como la de fraternidad —no humana, sino religiosa— predicada por la Iglesia Católica no
pasaba de una fantasmal ironía contradicha en todo instante por los actos de la propia
Iglesia; como en su época nadie creía en la existencia de algo parecido a los derechos
populares (ya que se consideraba al pueblo una masa inerte e inepta, una especie de carne
de cañón para el Estado, para ser gravada con impuestos, reclutada para trabajos forzados
y mantenida en una situación de obediencia eterna), en vista de todo ello Maquiavelo
llegó lógicamente a la idea de que el Estado constituía la meta suprema de la existencia
humana, de que debía ser servido a cualquier coste, y de que estando su interés por
encima de todo lo demás, un buen patriota no debería privarse de ningún crimen para
servirlo.
Maquiavelo aconseja recurrir al crimen, lo estimula, y hace de él la condición sine
qua non de la inteligencia política y del auténtico patriotismo. Llámese el Estado
monarquía o república, los crímenes serán siempre necesarios para mantener y asegurar
su triunfo. Estos crímenes cambiarán indudablemente de dirección y objeto, pero su
naturaleza seguirá siendo idéntica. Siempre será la violación forzada y represiva de la
justicia y la honestidad, todo ello para bien del Estado.
El error de Maquiavelo. Sí, Maquiavelo estaba en lo cierto; no podemos dudarlo
ahora que poseemos la experiencia de tres siglos y medio añadida a la suya propia. La
historia nos enseña que mientras los pequeños Estados [166] son virtuosos por su
debilidad, los potentes sólo se mantienen a través del crimen. Pero nuestra conclusión
diferirá radicalmente de la conclusión de Maquiavelo, y por un motivo bastante simple:
somos los hijos de la Revolución, y hemos heredado de ella la Religión de la Humanidad
descubierta sobre las ruinas de la Religión de la Divinidad. Creemos en los derechos del
hombre, en la dignidad y en la emancipación necesaria de la especie humana. Creemos en
la libertad y en la fraternidad humanas, basadas sobre Una justicia igualmente humana.
El patriotismo, descifrado. Ya hemos visto que excluyendo a la gran mayoría de
la humanidad, situándose fuera de las obligaciones y derechos recíprocos de la moralidad,
la justicia y el derecho, el (Estado niega la humanidad con su palabra altisonante,
Patriotismo, e impone la injusticia y la crueldad sobre todos sus súbditos como supremo
deber.
La maldad original del hombre, premisa teórica del Estado. Todo listado,
como toda teología, supone que el hombre es esencialmente perverso y malo. En el
Estado que vamos a examinar ahora, el bien comienza, como ya hemos visto, con la
conclusión del contrato social, y por consiguiente es sólo el producto de este contrato, su
auténtico contenido. No es el producto de la libertad. Por el contrario, mientras los
hombres permanecen aislados en su individualidad absoluta, disfrutando de toda su
libertad natural y no reconociendo más límites a esta libertad que los impuestos por los
hechos y no por el derecho, siguen exclusivamente una ley: la ley del egoísmo natural.
Insultan, maltratan, roban, asesinan y se devoran entre sí, cada uno según su
inteligencia, su astucia y sus fuerzas materiales, como ahora hacen los Estados. En
consecuencia, la libertad humana no produce el bien, sino el mal, pues el hombre es malo
por naturaleza. ¿Cómo se hizo malo? La explicación incumbe a la teología. El hecho es
que el Estado, al nacer, encontró al hombre ya en esa condición, y tomó sobre sí la tarea
de hacerle bueno; es decir, la tarea de transformar al hombre natural en un ciudadano.
Podríamos decir que al ser el Estado el producto de [167] un contrato
libremente pactado por los hombres, y al ser el bien su producto, se deduce que es el
producto de la libertad. Sin embargo, esta conclusión sería profundamente errónea.
Incluso siguiendo a esta teoría, el Estado no es el producto de la libertad, sino el producto
de la negación y el sacrificio voluntario de la libertad. Los hombres naturales,
absolutamente libres desde el punto de vista del derecho, pero expuestos de hecho a los
peligros que en todo instante amenazan su seguridad, renuncian a una parte mayor o
menor de su libertad para asegurar y salvaguardar su seguridad, y puesto que la sacrifican
con ese fin al convertirse en ciudadanos, se convierten también en esclavos del Estado.
Tenemos, pues, derecho a afirmar que desde el punto de vista del Estado, el bien no surge
de la libertad, sino de la negación de la libertad.
Teología y política. ¿No es sorprendente esta similitud entre la teología (la
ciencia de la Iglesia) y la política (la teoría del Estado), esta convergencia de dos órdenes
aparentemente contrarios de pensamientos y hechos, en la misma convicción de que es
necesario sacrificar la libertad humana para hacer de los hombres seres morales y
transformarlos en santos —según unos—, y en ciudadanos virtuosos, según otros? En
cuanto a nosotros, apenas nos extraña, porque estamos convencidos de que la política y la
teología se relacionan estrechamente, tienen el mismo origen y persiguen la misma meta
bajo dos nombres distintos; estamos convencidos de que todo Estado es una Iglesia
terrestre, al igual que toda Iglesia con su Cielo —morada de los benditos dioses
inmortales— no es más que un Estado celestial.
Semejanza entre las premisas éticas de la teología y la política. En
consecuencia, el Estado comienza, como la Iglesia, con la suposición fundamental de que
todos los hombres son esencialmente malos y de que, abandonados a su libertad natural,
se matarían entre sí y ofrecerían el espectáculo de la más pavorosa anarquía, donde los
más fuertes asesinarían o explotarían a los más débiles. ¿No es esto justamente lo
contrario de lo que está aconteciendo ahora en nuestros Estados ejemplares?
[168]
De la misma forma, el Estado enuncia como principio el siguiente criterio: con el
fin de establecer el orden público, es necesario poseer una autoridad superior; a fin de
guiar a los hombres y reprimir sus pasiones malignas, es necesario tener un jefe, e
imponer también un yugo sobre las personas, pero esta autoridad debe ser desempeñada
por un hombre de virtuoso genio *, un legislador del pueblo como Moisés, Licurgo o
Solón. Ese jefe y ese yugo encarnarán la sabiduría y el poder represivo del Estado.
La sociedad no es el producto de un contrato. El Estado es una forma histórica
transitoria y pasajera de la sociedad —como la Iglesia, su hermano mayor—, pero carece
del carácter necesario e inmutable de la sociedad, que es anterior a todo desarrollo de la
humanidad y comparte plenamente el poder omnímodo de las leyes, actos y
manifestaciones naturales, con lo cual constituye la base misma de la existencia humana.
El hombre nace en sociedad como una hormiga nace en su hormiguero, o una abeja en su
colmena; el hombre nace en sociedad desde el momento mismo de dar su primer paso
hacia la humanidad, desde el momento de convertirse en un ser humano, es decir, en un
ser que posee en mayor o menor medida el poder del pensamiento y la palabra. El
hombre no elige la sociedad; al contrario, es su producto, y se encuentra tan
inevitablemente sometido a las leyes naturales que gobiernan su desarrollo esencial como
a todas las demás leyes naturales que debe obedecer.
Una rebelión contra la sociedad es inconcebible. La sociedad precede, y al
mismo tiempo sobrevive a todo individuo humano, y es en este sentido igual a la misma
Naturaleza. Es eterna como la Naturaleza o, si se prefiere, durará tanto como la tierra,
pues allí nació. Una rebelión radical contra la sociedad sería, por eso, tan imposible como
una rebelión contra la Naturaleza, porque la sociedad humana no es sino la última gran
manifestación o creación de la Naturaleza sobre esta tierra. Y un individuo que quisiera
rebelarse contra la sociedad —es decir, contra la [169] Naturaleza en general, y su propia
naturaleza en particular— se situaría más allá de la existencia real, se sumergiría en la
nada, en un vacío absoluto, en una abstracción sin vida, en Dios.
De aquí se deduce que es tan imposible preguntarse si la sociedad es buena o mala
como preguntar si la Naturaleza —el ser universal, material, real, absoluto, único y
supremo— es buena o mala. Es mucho más que eso: es un hecho inmenso, positivo y
primitivo, cuya existencia antecede a toda conciencia, a todas las ideas, a todo
discernimiento intelectual y moral; es la base misma, el mundo donde inevitablemente y
mucho después empezaron a desarrollarse lo que llamamos bien y mal.
El Estado es un mal históricamente necesario. No acontece lo mismo con el
Estado. Y no vacilo en decir que el Estado es un mal, pero un mal históricamente
necesario, tan necesario en el pasado como será necesaria antes o después su completa
extinción, tan necesario como lo fueron la bestialidad primitiva y las divagaciones
teológicas del pasado. El Estado no es la sociedad; es sólo una de sus formas históricas,
tan brutal como abstracta en su carácter. Históricamente surgió en todos los países sobre
las nupcias de la violencia, la rapiña y el pillaje —en una palabra, de la guerra y la
conquista—, con los dioses creados en serie por las fantasías teológicas de las naciones.
Desde su comienzo mismo ha sido —y sigue siendo— la sanción divina de la fuerza
brutal y de la iniquidad triunfante. Incluso en los países más democráticos, como los
Estados Unidos de América y Suiza, es simplemente la consagración de los privilegios de
cierta minoría y la esclavitud efectiva de la gran mayoría.
Rebelión contra el Estado. La rebelión contra el Estado es mucho más fácil
porque hay algo en su naturaleza que provoca la rebelión. E1 Estado es autoridad, es
fuerza, es el despliegue ostentoso y engreído del poder. No busca congraciarse, convencer
ni convertir. Cada vez que interviene, lo hace de modo singularmente desafortunado.
Porque por su naturaleza misma no puede persuadir y ha de imponer o ejercer la fuerza.
Por mucho que pueda intentar disfrazar [170] esta naturaleza, seguirá siendo el violador
legal de la voluntad humana y la negación permanente de toda libertad.
La moralidad supone la libertad. E incluso cuando el Estado emprende algo
positivo, lo deshace y estropea precisamente por venir en forma de una orden, porque
toda orden provoca y despierta la legítima rebelión de la libertad; y también porque desde
el punto de vista de la verdadera moralidad, de la moralidad humana y no divina, el bien
realizado siguiendo órdenes venidas de arriba deja de ser bien y se convierte en mal. La
libertad, la moralidad y la dignidad del hombre consisten precisamente en no hacer el
bien porque se le ordene, sino porque lo concibe, lo desea y lo ama.

15. ÉTICA: LA MORALIDAD VERDADERAMENTE HUMANA O


ANARQUISTA

El socialismo y el materialismo conducen a una moralidad verdaderamente


humana. Tras haber mostrado cómo el idealismo —a partir de las ideas absurdas de
Dios, la inmortalidad del alma, la libertad original de los individuos y su moralidad
independiente de la sociedad— llega inevitablemente a la consagración de la esclavitud y
la inmoralidad, debemos mostrar ahora cómo la ciencia real, el materialismo y el
socialismo (términos de los que éste último no es más que el desarrollo verdadero y
completo del primero, precisamente porque ambos toman como punto de partida la
naturaleza material y la esclavitud natural y primitiva de los hombres, intentando
conseguir la emancipación humana no fuera sino dentro de la sociedad, no contra ella
sino gracias a ella) tienden a establecer la máxima libertad de los individuos y la
moralidad humana más elevada.
El instinto de auto-preservación individual y de preservación de la especie.
Los elementos de lo que llamamos moralidad se encuentran ya en el mundo animal. Sin
excep- [171] ción alguna, pero con grandes diferencias en cuanto al desarrollo,
descubrimos en las especies animales dos instintos opuestos: el instinto de preservación
del individuo, y el instinto de preservación de la especie; o, hablando en términos
humanos, los instintos egoístas y los instintos sociales. Desde el punto de vista de la
ciencia, como desde el punto de vista de la propia Naturaleza, ambos instintos son
igualmente naturales, y por ello igualmente legítimos; lo que es aún más importante, son
igualmente necesarios en la economía natural de los seres. El instinto individual es en sí
mismo una condición básica para la preservación de la especie, porque si los individuos
no se defendiesen con todas sus fuerzas de las privaciones y presiones externas que
amenazan constantemente su existencia, la misma especie, que sólo vive en o a través de
los individuos, sería incapaz de mantener su existencia. Pero si ambos impulsos tuviesen
que ser considerados sólo desde el punto de vista del interés exclusivo de la especie,
cabría decir que el instinto social es bueno, y el instinto individual, en la medida en que
se le opone, es malo.
El desarrollo desequilibrado de tales instintos en el mundo animal y entre los
insectos superiores. En las hormigas y abejas predomina la virtud, porque en ambas el
instinto social parece desbordar al instinto individual. Algo bien diferente acontece con
las bestias salvajes, y podríamos decir en general, que dentro del mundo animal el
egoísmo es el instinto predominante. El instinto de la especie, por el contrario, sólo se
despierta en él durante breves intervalos, y dura el mínimo necesario para la procreación
y la educación de la familia.
El egoísmo y la sociabilidad son equiparables en el hombre. En el hombre
acontece algo distinto. Parece que estos instintos opuestos de egoísmo y sociabilidad son
mucho más poderosos y mucho menos diferenciados en el hombre que en los demás
animales, siendo éste uno de los motivos de su gran superioridad sobre ellos. El hombre
es más feroz en su egoísmo que las bestias más salvajes, y al mismo tiempo es más
sociable que las hormigas y las abejas.
[172]
La humanidad está presente incluso en los caracteres más viles. Toda
moralidad humana, toda moralidad colectiva e individual, se apoya básicamente sobre el
respeto humano. ¿Qué queremos decir con el respeto humano? Es el reconocimiento de la
humanidad, del derecho humano y de la dignidad humana en todo hombre, sea cual fuere
su raza, su color, su grado de desarrollo intelectual e incluso moral. Pero si un hombre es
estúpido, perverso, despreciable, ¿puedo respetarle? Si tal fuese el caso, me sería desde
luego imposible respetar su villanía, su estupidez y su brutalidad; me harían sentirme
disgustado e indignado; y si fuese necesario, tomaría las más enérgicas medidas contra
ese hombre, sin detenerme siquiera ante el hecho de matarlo si no quedasen otros medios
para defender frente a él mi vida, mis derechos o lo que es respetado y querido por mí.
Pero en medio de la lucha más enérgica y fiera —mortal, si fuese necesario— tendría que
respetar su naturaleza humana.
La regeneración del carácter, posible con el cambio de las condiciones
sociales. Sólo al precio de mostrar tal respeto, puedo conservar mi propia dignidad
humana. Pero si él no reconoce esta dignidad en los demás ¿podemos reconocérsela a él?
Si es una especie de animal feroz, o incluso algo peor, como a veces acontece, ¿no sería
caer en ficciones reconocerle una naturaleza humana? ¡En absoluto! Pues sean cuales
fueren las simas de degradación moral e intelectual que pueda alcanzar en cualquier
momento determinado (salvo tratándose de un individuo congénitamente loco o de un
idiota, en cuyo caso no debe ser tratado como un criminal, sino como un enfermo), y si
está en una plena posesión del sentido y la inteligencia otorgados por la Naturaleza, su
carácter humano sigue existiendo de un modo muy real en él a pesar de las más
monstruosas desviaciones, como una posibilidad, presente mientras viva, de poder llegar
de alguna forma a ser consciente de su humanidad si se efectúa un cambio en las
condiciones sociales que le determinaron a ser así.
El factor determinante es el medio social. Tómese al mono más inteligente y de
mejor carácter, y colóquesele [173] bajo las condiciones mejores y más humanas. Jamás
será posible hacer de él un hombre. Tómese al criminal más endurecido o a un hombre de
mínima mente; siempre que ninguno de ellos padezca una lesión orgánica capaz de
producir la idiocia o una demencia incurable, pronto descubriremos que si uno se ha
convertido en un criminal y el otro no se ha desarrollado aún hasta la plena conciencia de
su humanidad y sus deberes humanos, el defecto no está en ellos y en su naturaleza, sino
en el medio social donde nacieron y se han desarrollado.
Se niega la voluntad libre. Aquí entramos en el punto más importante de la
cuestión social, o de la ciencia del hombre en general. Ya hemos declarado repetidamente
que negamos la existencia de una voluntad libre en el sentido atribuido a ella por la
teología, la metafísica y la jurisprudencia; es decir, en el sentido de una auto-
determinación espontánea de la voluntad individual del hombre, con independencia de
todas las influencias naturales y sociales.
Las capacidades morales e intelectuales son la expresión de la estructura
corpórea. Negamos la existencia de un alma, de una entidad moral con existencia
separada del cuerpo. Al contrario, afirmamos que lo mismo que el cuerpo del individuo,
con todas sus facultades y sus predisposiciones instintivas, no es sino el resultado de
todas las causas generales o particulares determinantes de su organización particular, lo
que impropiamente llamamos alma —sus capacidades morales e intelectuales— es el
producto directo, o más bien la expresión natural inmediata de esta organización misma,
y especialmente del grado de desarrollo orgánico alcanzado por el cerebro como
resultado de ¡a concurrencia de la totalidad de causas independientes de su voluntad.
La individualidad, plenamente determinada por la suma total de causas
precedentes. Todo individuo, incluso el más insignificante, es el producto de siglos de
desarrollo; la historia de las causas coadyuvantes a la formación de dicho individuo no
tiene comienzo. Si poseyésemos el don —que nadie ha tenido, y nadie tendrá jamás— de
captar y comprender la infinita diversidad de transformaciones de materia o ser
inevitablemente ocurridas en serie desde la aparición de nuestro globo terrestre hasta el
naci- [174] miento de este individuo particular, quizá pudiéramos decir con precisión
matemática, sin conocer incluso al individuo, cuál es su naturaleza orgánica y determinar
hasta los detalles más mínimos la medida y el carácter de sus facultades intelectuales y
morales, en una palabra, su alma, tal como era en la primera hora de su nacimiento.
No tenemos posibilidad de analizar y comprender todas esas transformaciones
sucesivas, pero podemos decir sin temor a equivocarnos que desde el momento de su
nacimiento todo individuo humano es por completo el producto del desarrollo histórico,
es decir del desarrollo fisiológico y social de su raza, su pueblo, su casta (si existen
castas en su país), su familia, sus antepasados y las naturalezas individuales de su padre
y madre, que han sido transmitidas directamente a él a través de la herencia fisiológica,
como el punto natural de partida para él, a lo que hay que añadir, como determinación
de su naturaleza particular, todas las consecuencias inevitables de sus existencias
previas, materiales y morales, individuales y sociales, incluyendo sus pensamientos, sus
sentimientos y sus actos, las diversas vicisitudes de sus vidas y los hechos grandes o
pequeños donde tomaron parte, y también la inmensa diversidad de accidentes a los que
estuvieron sometidos, junto con todo aquello que ellos mismos heredaron del mismo
modo de sus propios padres.
Las diferencias son determinadas. No hay necesidad de mencionar de nuevo
(porque nadie lo discute) que las diferencias entre razas, pueblos, e incluso clases y
familias, están determinadas por causas geográficas, etnográficas, fisiológicas y
económicas (la causa económica comprende dos puntos importantes: la cuestión de la
ocupación —la división colectiva del trabajo en la sociedad, y la distribución de la
riqueza— y la cuestión de la nutrición, en cuanto a la cantidad y la cualidad), no menos
que por causas históricas, religiosas, filosóficas, jurídicas, políticas y sociales; y que
todas esas causas, combinadas de un modo peculiar en cada raza, en cada nación y, más a
menudo, en cada provincia y comuna, en cada clase y familia, imparten a los miembros
su fisonomía específica; esto es, un tipo fisiológico diferente, una suma de
predisposiciones y capacidades particulares, con independencia de la voluntad de [175]
los individuos, que están formados por ellas, y son por entero sus productos.
De este modo, todo individuo humano es desde el momento de su nacimiento el
derivado material y orgánico de esa infinita diversidad de causas que le produjeron al
combinarse. Su alma —su predisposición orgánica hacia el desarrollo de sentimientos,
ideas y voluntad—, no es más que un producto. Está completamente determinada por la
cualidad fisiológica individual del sistema neuro-cerebral, que como las demás partes de
su cuerpo depende absolutamente de la combinación más o menos fortuita de causas.
Constituye principalmente lo que llamamos la naturaleza particular u original del
individuo.
El desarrollo explicita las diferencias individuales implícitas. Hay tantas
naturalezas distintas como individuos. Las diferencias individuales se manifiestan cada
vez con más claridad a medida que se desarrollan; o, más bien, no sólo se manifiestan con
mayor poder, sino que se hacen efectivamente mayores con el desarrollo de los
individuos, porque las cosas y circunstancias externas, las mil causas elípticas que
influyen sobre el desarrollo de los individuos, son en sí mismas extremadamente diversas
en su carácter. En consecuencia, descubrimos que cuanto más avanza un individuo en la
vida, más se perfila su naturaleza individual, más se destaca de los otros individuos por
sus virtudes y por sus defectos.
La unicidad del individuo. ¿Hasta qué punto está desarrollada la naturaleza o el
alma del individuo —es decir, las particularidades individuales del aparato neuro-cerebral
— en los niños recién nacidos? La respuesta correcta a esta pregunta sólo la pueden
proporcionar los fisiólogos. Únicamente sabemos que todas esas particularidades deben
ser por fuerza hereditarias, en el sentido que hemos intentado explicar. Es decir, están
determinadas por una infinidad de causas completamente diversas y dispares: materiales
y morales, mecánicas y físicas, orgánicas y espirituales, históricas, geográficas,
económicas y sociales, grandes y pequeñas, permanentes y casuales, inmediatas y muy
alejadas en el espacio y el tiempo, y su suma total se combina en [176] un ser viviente
singular y se individualiza por primera y última vez, en la corriente de las
transformaciones universales, en ese niño que nunca tuvo y nunca tendrá un duplicado
exacto.
Queda entonces por establecer hasta qué punto y en qué sentido está realmente
determinada esa naturaleza individual en el momento de abandonar la criatura el útero
materno. ¿Es esa determinación sólo material, o es también espiritual y moral al mismo
tiempo, por lo menos en su tendencia y capacidad natural o predisposición instintiva?
¿Nace el niño inteligente o estúpido, bueno o malo, dotado de voluntad o falto de ella,
predispuesto a desarrollarse por el cauce de algún talento particular? ¿Puede el niño
heredar el carácter, los hábitos y defectos o las cualidades morales e intelectuales de sus
padres y antepasados?
¿Hay caracteres morales innatos? Lo que nos interesa sobre todo es el problema
de saber si los atributos morales —bondad o perversidad, valor o cobardía, carácter firme
o débil, generosidad o avaricia, egoísmo o amor al prójimo, y otras características
positivas y negativas de este tipo— pueden heredarse fisiológicamente de los padres o
antepasados como las facultades intelectuales; o bien si, con relativa independencia de
toda ley hereditaria, esos rasgos pueden formarse por efecto de alguna causa accidental,
conocida o desconocida, que opera en el niño mientras se encuentra aún en el útero
materno. En una palabra, cuando el niño nace, ¿trae al mundo alguna predisposición
moral?
La idea de las propensiones morales innatas nos lleva a la desacreditada
teoría frenológica. No pensamos así. Para tratar mejor este problema indicaremos en
principio que si admitiésemos la existencia de cualidades morales innatas, habríamos de
suponer que en el recién nacido están interconectadas con alguna particularidad
fisiológica y enteramente material de su propio organismo: al surgir del útero de su
madre, el niño no tiene alma ni mente, no tiene sentimientos, y ni siquiera instintos; nace
a todo eso. Y es por ello sólo un ser físico cuyas facultades y cualidades, si alguna tiene,
son únicamente anatómicas o fisiológicas.
De este modo, para que un niño naciese bueno, generoso, afectuoso, valiente o
perverso, avaricioso, egoísta y cobarde, [177] sería necesario que cada una de esas
virtudes y defectos correspondiese a las particularidades materiales y, por decirlo así,
locales específicas de su organismo, especialmente de su cerebro. Dicha suposición nos
llevaría al sistema de Gall, que estaba convencido de haber encontrado lóbulos y
cavidades en el cráneo correspondientes a todas las cualidades y defectos. Su teoría,
como sabemos, ha sido unánimemente rechazada por los fisiólogos modernos.
Consecuencias lógicas de la idea de propensiones morales innatas. Pero si
hubiese una teoría bien fundada, ¿cuáles serían sus consecuencias? Una vez supuesto que
los defectos y los vicios, lo mismo que las buenas cualidades, son innatos, tendríamos
que precisar si pueden o no ser modificados por la educación. En el primer caso, las
responsabilidades de todos los crímenes cometidos por todos los hombres caerían sobre la
sociedad, que no les dio una formación adecuada, y no sobre los propios individuos,
quienes, por el contrario, deberían ser considerados exclusivamente como víctimas de
esta falta de cuidado y previsión por parte de la sociedad. En el segundo caso, si las
predisposiciones innatas se consideran inevitables e incorregibles, el único camino
abierto para la sociedad sería suprimir a todos los individuos afligidos por algún vicio
innato o natural. Pero a fin de no caer en el horrible vicio de la hipocresía, la sociedad
habría de reconocer entonces que lo hacía exclusivamente por conseguir su auto-
preservación y no por la justicia.
Sólo lo positivo tiene existencia real. Hay otra consideración que puede
ayudarnos a aclarar este problema. En el mundo intelectual y moral, como en el físico,
sólo lo positivo posee existencia; lo negativo no existe, no constituye un ser en sí mismo,
es sólo una disminución más o menos considerable de lo positivo. Así, el frío no es una
propiedad diferente del calor; es sólo una ausencia relativa, una disminución muy grande
de calor. Lo mismo acontece con la oscuridad, que no es sino luz atenuada hasta el
extremo. El frío y la oscuridad absolutos no existen.
En el mundo intelectual, la estupidez no es sino debilidad de la mente; y en el
mundo moral, la malevolencia, la [178] avidez y la cobardía son sólo benevolencia,
generosidad y coraje reducidos no a cero, pero sí a una cantidad muy pequeña. Por
pequeña que sea, sigue siendo todavía una cantidad positiva que, con la ayuda de la
educación, puede ser desarrollada, fortalecida y aumentada de un modo positivo. Pero
esto sería imposible si los vicios o cualidades negativas mismas fuesen cosas positivas, en
cuyo caso deberían ser suprimidas y no desarrolladas, pues su desarrollo sólo puede
proceder en una dirección negativa.
La fisiología contra la idea de las cualidades innatas. Por último, sin
permitirnos prejuzgar esas serias cuestiones fisiológicas, sobre las cuales admitimos
nuestra completa ignorancia, añadamos la consideración siguiente, basada en la fuerza de
una opinión unánime entre las autoridades de la ciencia fisiológica moderna. Parece
probado y establecido que en el organismo humano no existen regiones y órganos
separados para las facultades instintivas, sensoriales, morales e intelectuales, sino que
todas ellas se desarrollan en una misma y única parte del cerebro mediante el mismo
mecanismo nervioso.
Si es así, parece deducirse obviamente que no pueden existir diversas
predisposiciones morales o inmorales determinantes de cualidades o vicios hereditarios
innatos en la constitución de un niño, y que el innato moral no difiere en modo alguno
del innato intelectual, reduciéndose ambos al grado más o menos elevado de perfección
alcanzado en general por el desarrollo del cerebro.
Las características morales no se transmiten por herencia, sino por tradición
social y educación. De este modo, la opinión científica general parece estar de acuerdo
en que no existen órganos especiales en el cerebro correspondientes a diversas cualidades
intelectuales y a las diversas características morales (afectos y pasiones, bien o mal). En
consecuencia, las cualidades o defectos no pueden heredarse o ser innatas; como ya
hemos dicho, en el niño recién nacido lo innato y hereditario sólo puede ser material y
fisiológico. ¿Dónde reside, entonces, la mejora progresiva e históricamente transmisible
del cerebro con relación a las facultades intelectuales y morales?
[179]
Sólo en el desarrollo armonioso de todo el sistema cerebral y neural, es decir en el
carácter veraz, refinado e intenso de las impresiones nerviosas, así como en la capacidad
del cerebro para transformar esas impresiones en sentimientos e ideas, y para combinar,
abarcar y retener permanentemente en la conciencia las asociaciones más amplias de
sentimientos e ideas.
Las asociaciones de sentimientos e ideas, cuyo desarrollo y sucesiva
transformación constituyen el aspecto intelectual y moral de la historia de la humanidad,
no provocan en el cerebro humano la formación de nuevos órganos correspondientes a
cada asociación separada, y en consecuencia no pueden ser transmitidas a los individuos
mediante una herencia fisiológica. Lo fisiológicamente heredado es la actitud cada vez
más fortalecida, ampliada y perfeccionada para concebir y crear nuevas asociaciones.
Pero las asociaciones mismas y las ideas complejas representadas por ellas, como
las ideas de Dios, patria y moralidad, como no pueden ser innatas, se transmiten a los
individuos únicamente a través de las tradiciones sociales y la educación. Se apoderan
del niño desde el primer día de su nacimiento, y al estar ya incorporadas a la vida
circundante en los detalles morales y materiales del mundo social donde ha nacido,
impregnan de mil modos distintos la conciencia infantil, y luego la conciencia
adolescente y juvenil, a medida que surge, se desarrolla y se ve conformada por sus
influencias todopoderosas.

16. ÉTICA: EL HOMBRE, PRODUCTO TOTAL DEL MEDIO

Tomando la educación en el sentido más amplio de la palabra, y comprendiendo


con ella no sólo el hecho de inculcar máximas morales, sino ante todo los ejemplos dados
[180] al niño por quienes le rodean y la influencia de todo cuanto oye y ve;
comprendiendo dentro del término educación no sólo el cultivo de la mente del niño, sino
también el desarrollo de su cuerpo a través de la nutrición, la higiene y el ejercicio físico,
podemos decir, plenamente convencidos de que nadie nos lo negará seriamente, que todo
niño, joven, adulto e incluso anciano, es enteramente el producto del medio donde
encontró cobijo y creció, un producto inevitable, involuntario y, en consecuencia,
irresponsable.
Entra en la vida sin alma, sin conciencia, sin la sombra de una idea o de cualquier
sentimiento, pero con un organismo humano cuya naturaleza individual está determinada
por un número infinito de circunstancias y condiciones previas a la aparición de su
voluntad. Esto determina por su parte la mayor o menor capacidad de adquirir y asimilar
los sentimientos, ideas y asociaciones producidos en siglos de desarrollo, y transmitidos a
todos como una herencia social por la educación que reciben. Buena o mala, esta
educación se le impone al hombre— y éste no es en modo alguno responsable de ella. Le
configura a su propia imagen, en la medida permitida por la naturaleza individual, y así
un hombre piensa, siente y desea todo cuanto las personas situadas a su alrededor
piensan, sienten y desean.
No se niegan las diferencias naturales. Pero entonces podría preguntarse: ¿cómo
explicar que una educación completamente idéntica, al menos en apariencia, suele
producir resultados ampliamente diversos en cuanto al desarrollo del carácter, el corazón
y la mente? Pero, para empezar, ¿no difieren en su nacimiento las propias naturalezas?
Esta diferencia natural e innata, por pequeña que pueda ser, es positiva y real a pesar de
todo: en temperamento, en energía vital, en el predominio de un sentido o un grupo de
funciones orgánicas sobre otras, en vivacidad y en capacidades naturales.
Hemos intentado demostrar que los vicios y las cualidades morales —hechos de la
conciencia individual y social— no pueden heredarse físicamente, y que el hombre no
puede estar fisiológicamente predeterminado hacia el mal, ni hecho irrevocablemente
incapaz del bien. Pero jamás hemos queri- [181] do negar que las naturalezas individuales
difieren mucho entre sí y que algunas están dotadas en mayor medida que otras con la
capacidad de un pleno desarrollo humano. Desde luego, creemos que esas diferencias
naturales se exageran actualmente, y que la mayoría no debieran atribuirse a la
naturaleza, sino a la distinta educación impartida a cada individuo.
La psicología fisiológica y la pedagogía se encuentran en un estado infantil
aún. A fin de decidir esta cuestión, es necesario que las dos ciencias llamadas a resolverla
—la psicología fisiológica o ciencia del cerebro, y la pedagogía, ciencia de la educación o
del desarrollo social del cerebro— emerjan del estado infantil en que ambas se
encuentran todavía. Pero una vez admitidas las diferencias fisiológicas entre los
individuos, sea cual fuere su grado, se deduce claramente que un sistema de educación,
excelente en sí mismo como sistema abstracto, puede ser bueno para uno pero malo para
otro.
No se niega por completo la herencia fisiológica. Puede argumentarse que por
imperfecta que resulte una educación, es incapaz de explicar el hecho innegable de que
en familias casi privadas de sentido moral encontramos a menudo individuos notables por
la nobleza de sus impulsos y sentimientos. O el hecho de que encontramos muy a menudo
en familias altamente desarrolladas en sentido moral e intelectual individuos viles de
corazón e intelecto.
Pero esta es una contradicción sólo aparente. En realidad, aunque hayamos
afirmado que en la mayoría de los casos el hombre es casi por completo un producto de
las condiciones sociales en las que se formó, y aunque hayamos asignado una parte
relativamente pequeña al influjo de la herencia fisiológica de las cualidades naturales
recibidas con el nacimiento, no hemos negado por completo esta influencia. Hemos
reconocido, incluso, que en algunos casos excepcionales, por ejemplo, en hombres de
genio o de gran talento, así como en idiotas o naturalezas muy perversas, esta influencia
de la determinación natural sobre el desarrollo del individuo —determinación tan
inevitable como la influencia de la educación en la sociedad— puede ser grande.
[182]
La última palabra en estas cuestiones pertenece a la fisiología del cerebro. Pero
esta ciencia no ha llegado aún al punto de poderlas resolver siquiera aproximativamente.
La única cosa que podemos afirmar actualmente con certeza es que todas esas cuestiones
gravitan entre dos fatalismos: el fatalismo natural, orgánico y fisiológicamente
hereditario, y el fatalismo de la herencia, la tradición social, la educación y la
organización cívica, social y económica de todo país. En ninguno de esos fatalismos hay
lugar para la voluntad libre.
La influencia de factores accidentales e intangibles en los desarrollos
particulares. Pero prescindiendo en el individuo de la determinación natural, positiva o
negativa, capaz de situarle en contradicción con el espíritu reinante en toda su familia,
pueden existir dentro de cada caso específico otras causas ocultas que en la mayoría de
las situaciones permanecen desconocidas, pero que deben tomarse en cuenta a pesar de
todo. La concurrencia de circunstancias especiales, de un evento imprevisto, de un
accidente insignificante en sí mismo, la suerte de encontrar a alguna persona en especial,
y a veces un libro que cae en manos de cierta persona justo en el momento adecuado;
todo lo que en un niño, un adolescente o un hombre joven, cuando su imaginación se
encuentra en un estado de fermentación y está aún abierta a las impresiones de la vida,
puede producir una revolución radical hacia lo positivo o lo negativo.
A esto debe añadirse la elasticidad de todas las naturalezas jóvenes, especialmente
cuando están dotadas de cierta energía natural que las hace rebelarse contra influencias
demasiado autoritarias y despóticamente persistentes, gracias a lo cual incluso un exceso
de maldad puede a veces producir bien.
Cuando el bien produce mal. ¿Puede un exceso de bien, o de lo que pasa por
bien, producir mal? Sí, cuando es impuesto como una ley despótica y absoluta —
religiosa, filosófica de forma doctrinaria, política, jurídica, social, o como la ley patriarcal
de la familia— en una palabra, puede producir mal cuando el bien o lo que parece ser
bueno [183] se impone al individuo como una negación de libertad, y no es el producto
de su autonomía. En tal caso, la rebelión contra el bien así impuesto no es sólo natural,
sino también legítima; dicha rebelión es todo lo contrario del mal, es bien; porque no hay
nada bueno fuera de la libertad, y la libertad es la fuente absoluta y la condición de todo
bien verdaderamente merecedor de ese nombre; porque el bien no es algo distinto de la
libertad.
El socialismo se basa sobre el determinismo. Apoyado sobre la ciencia positiva,
el socialismo rechaza absolutamente la doctrina del «libre albedrío». Afirma que todo
cuanto se denomina vicio y virtud humanos es absolutamente un producto de la acción
combinada de la Naturaleza y la sociedad. La Naturaleza crea, a través de su acción
etnográfica, fisiológica y patológica, facultades y disposiciones denominadas naturales, y
la organización de la sociedad las desarrolla o, en caso contrario, detiene o falsifica su
desarrollo. Todos los individuos, sin excepción, son en todo momento de sus vidas lo que
hicieron de ellos la Naturaleza y la sociedad.
El progreso en la moralidad del hombre está condicionado por la
moralización del medio social. De aquí se sigue claramente que para hacer morales a los
hombres, es necesario hacer moral su medio social. Y esto sólo puede hacerse de un
modo: asegurando el triunfo de la justicia, es decir, la libertad completa de cada uno en la
igualdad más perfecta para todos. La desigualdad de condiciones y derechos, y la falta de
libertad resultante para todos los individuos, es la gran iniquidad colectiva que justifica
todas las iniquidades individuales. Suprímase esta fuente de iniquidades, y todas las
demás se desvanecerán junto a ella.
Un medio moral es lo que creará la revolución. En vista de la falta de
entusiasmo mostrada por los hombres privilegiados en cuanto al progreso moral —o lo
que es lo mismo, en cuanto a la igualación de sus derechos con otros— tememos que el
triunfo de la justicia sólo pueda efectuarse mediante una revolución social.
Para que los hombres se hagan morales son necesarias [184] tres cosas, cuyo
concurso produce hombres completos en el pleno sentido de la palabra: nacimiento bajo
condiciones higiénicas; una educación racional e integral, acompañada por una crianza
basada en el respeto al trabajo, la razón, la igualdad y la libertad; y un medio social donde
el individuo humano, disfrutando de plena libertad, sea igual de hecho y de derecho a
todos los demás.
¿Existe tal medio? No. Por tanto, hay que crearlo.
Justicia humana contra justicia legal. Cuando hablamos de justicia, no nos
referimos a la justicia contenida en los códigos legales y en la jurisprudencia romana, que
se basa fundamentalmente en actos de violencia alcanzados por la fuerza, consagrados
por el tiempo y las bendiciones de alguna Iglesia —cristiana o pagana— y aceptados
como principios absolutos de los que debe deducirse toda ley por un proceso de
razonamiento lógico. Hablamos de una justicia basada exclusivamente sobre la
conciencia humana, de la justicia hallada en la conciencia de todo hombre, e incluso en la
de los niños, y que sólo puede expresarse con las palabras derechos iguales.
Esta justicia universal que, debido a las conquistas por la fuerza y a las influencias
de la religión, nunca ha prevalecido en el mundo jurídico, político o económico, debe
servir como base del nuevo mundo. Sin esta justicia no puede haber ni libertad, ni
república, ni prosperidad, ni paz. Por consiguiente, debe gobernar todas nuestras
decisiones, a fin de que podamos trabajar juntos efectivamente para el establecimiento de
la paz.
La ley moral en acción. Lo que pedimos es una nueva proclamación del gran
principio de la Revolución Francesa: que todo hombre tenga los medios materiales y
morales para desarrollar íntegramente su humanidad, principio que debe trasladarse al
siguiente problema:
Organizar la sociedad de tal modo que cada individuo, hombre o mujer,
encuentre en el nacimiento medios casi iguales para el desarrollo de sus diversas
facultades y el pleno disfrute de su trabajo. Organizar la sociedad de tal modo que la
explotación del trabajo ajeno se haga imposible, y todo individuo pueda disfrutar de la
riqueza social producida en realidad por [185] el trabajo colectivo, aunque sólo mientras
ese individuo contribuya directamente a la creación de dicha riqueza.
La ley moral emana de la naturaleza humana. La ley moral —que los
materialistas y ateos reconocemos de un modo más real que los idealistas de cualquier
escuela— es de hecho una ley efectiva que triunfará sobre todas las conspiraciones de
todos los idealistas del mundo, porque emana de la naturaleza misma de la sociedad
humana, cuya base radical no debe ser buscada en Dios, sino en la animalidad.
El hombre primitivo y natural se hace libre y humano, y se eleva al estado de un
ser moral —en una palabra, se hace consciente de su propia forma humana y de sus
derechos dentro de sí y para sí sólo en la medida en que se hace consciente de esta forma
y estos derechos en todos sus congéneres. Se deduce de ello que, en interés de su propia
humanidad, moralidad y libertad personal, el hombre debe aspirar a la libertad, moralidad
y humanidad de todos los demás hombres.
La libertad no es la negación de la solidaridad. La solidaridad social es la
primera ley humana; la libertad es la segunda. Ambas leyes se interpenetran y, siendo
inseparables, constituyen la esencia de la humanidad. En consecuencia, la libertad no es
la negación de la solidaridad; al contrario, representa el desarrollo y, por así decirlo, la
humanización de esta ultima.
De este modo, el respeto por la libertad de otro constituye el deber más alto del
hombre. La única virtud es amar esta libertad y servirla. Esta es la base de toda
moralidad, y no hay ninguna otra.
Puesto que la libertad es el resultado y la expresión más clara de la solidaridad —
es decir, de la reciprocidad de intereses—, sólo puede ser realizada en condiciones de
igualdad. La igualdad política sólo puede basarse sobre la igualdad económica y social. Y
la justicia es precisamente la realización de la libertad a través de dicha igualdad.
[Lo dicho anteriormente nos permite trazar una frontera clara entre las bases de la
moralidad divina y estatal, por una parte, y la moralidad humana, por la otra. ]
[186]
En qué difiere la moralidad divina de la humana. La moralidad divina se
basa en dos principios inmorales: el respeto a la autoridad y el desprecio a la humanidad.
Por el contrario, la moralidad humana sólo se basa en el desprecio por la autoridad y el
respeto por la libertad y la humanidad. La moralidad divina considera que el trabajo es
una degradación y un castigo; la moralidad humana ve en el trabajo la condición suprema
de la felicidad y la dignidad humanas. La moralidad divina conduce inevitablemente a
una política que sólo reconoce los derechos de quienes pueden vivir sin trabajar debido a
su posición privilegiada. La moralidad humana sólo concede tales derechos a quienes
viven de su trabajo; reconoce que sólo por el trabajo el hombre alcanza la altura humana.

17. LA SOCIEDAD Y EL INDIVIDUO

La sociedad es la base de la existencia humana. Precediendo en el tiempo a


cualquier desarrollo de la humanidad y compartiendo plenamente el poder omnipotente
de las leyes, acciones y manifestaciones naturales, la sociedad constituye la esencia
misma de la existencia humana. El hombre nace en sociedad igual que una hormiga nace
en un hormiguero, o una abeja en su colmena. El hombre nace en sociedad desde el
momento mismo en que se hace un ser humano, es decir, un ser que posee en mayor o
menor medida el poder de la palabra y el pensamiento. El hombre no elige la sociedad;
por el contrario, es su producto, y está sometido tan inevitablemente a las leyes naturales
que gobiernan su desarrollo necesario como a todas las demás leyes naturales a las que
debe obedecer. La sociedad precede, y al mismo tiempo sobrevive a todo individuo
humano, siendo en este sentido como la propia Naturaleza; es eterna como la Naturaleza
o, si se prefiere, durará tanto como la propia tierra por haber nacido sobre ella.
[187]
La rebelión contra la sociedad es inconcebible. Una rebelión radical del hombre
contra la sociedad sería, por eso, tan imposible como una rebelión contra la Naturaleza,
ya que la sociedad humana es únicamente la postrera gran manifestación o creación de la
Naturaleza sobre esta tierra. Y un individuo que quisiera rebelarse contra la sociedad, es
decir contra la Naturaleza en general y su propia naturaleza en particular, se situaría más
allá de la existencia real, se hundiría en la nada, en un absoluto vacío en una abstracción
sin vida, en Dios. De aquí se deduce que resulta tan imposible preguntarse si la sociedad
es buena o mala como preguntarse si la Naturaleza —el ser universal, material, real,
absoluto, único y supremo— es buena o mala. La sociedad es mucho más que eso: es un
hecho inmenso y abrumador, positivo y primitivo, con una existencia anterior a toda
conciencia, a todas las ideas, a todo discernimiento intelectual y moral. Es la base misma,
el mundo en el que inevitablemente y en un estadio muy posterior, comienza a
desarrollarse lo que llamamos bien y mal.
No hay humanidad fuera de la sociedad. Durante un período muy largo, que
duró miles de años, nuestra especie vagó sobre la tierra en rebaños aislados. Eso sucedió
antes de que se despertase dentro del medio social y animal de uno de esos rebaños
humanos la primera individualidad auto-consciente o libre, junto con el primer brote de
lenguaje y el primer destello del pensamiento. Fuera de la sociedad, el hombre nunca
habría dejado de ser un animal sin lenguaje y sin raciocinio, mil veces más pobre y
dependiente de la Naturaleza externa que la mayoría de los cuadrúpedos, sobre los cuales
se encumbra ahora tan orgullosamente. Incluso el individuo más miserable de nuestra
actual sociedad no podría existir y desarrollarse sin los esfuerzos sociales acumulados de
incontables generaciones. En consecuencia, los individuos, su libertad y su razón, son
productos de la sociedad, y no viceversa: la sociedad no es el producto de los individuos
que la forman; y cuanto más alta y plenamente desarrollado está el individuo, mayor es su
libertad, y más es un producto de la sociedad, más recibe de ella, y mayor es su deuda
hacia ella.
[188]
La sociedad influye sobre los individuos. Por su parte, la sociedad está en
deuda con los individuos. Podríamos decir, incluso, que no hay un sólo individuo —por
inferior que sea debido a su naturaleza, y por desgraciada que haya sido su vida y su
educación— que no influya por su parte en la sociedad, aunque sea en una medida
mínima, mediante su débil trabajo, su desarrollo intelectual y moral aún más débil, y sus
actitudes y acciones, aunque puedan pasar casi desapercibidas. Naturalmente, es sensato
pensar que no sospecha siquiera ni desea esta influencia ejercida por él sobre la sociedad
que le produjo.
Los individuos son los instrumentos del desarrollo social. Porque la verdadera
vida de la sociedad, en cualquier momento de su existencia, no es más que la suma total
de todas las vidas, desarrollos, relaciones y acciones de los individuos incluidos en ella.
Pero esos individuos no se reunieron arbitrariamente por un pacto, sino con
independencia de su voluntad y su conciencia. No sólo nacen juntos y combinados en
unidad; son producidos en la vida material, intelectual y moral, que expresan y encarnan
efectivamente. En consecuencia, la acción de esos individuos —su acción consciente y
muchas veces inconsciente— sobre la sociedad que los engendró es, en realidad, una
acción misma de la sociedad sobre sí a través de sus miembros. Estos últimos son los
instrumentos del desarrollo social, engendrados y promovidos por la sociedad.
El hombre no nace como individuo libre y socialmente autónomo. El hombre
no crea la sociedad, nace dentro de ella. No nace libre, sino encadenado, como producto
de un medio social específico creado por una larga serie de influencias, desarrollos y
hechos históricos pasados. Lleva el sello de la región, del clima, del tipo étnico y de la
clase a la cual pertenece, el sello de las condiciones económicas y políticas de la vida
social, y también el de la localidad, aldea o ciudad, casa, familia y círculo de personas
donde nació.
Todo esto determina su carácter y naturaleza, le proporciona un lenguaje definido
y le impone —sin permitirle resistencia alguna— un mundo ya hecho de pensamientos,
[189] hábitos, sentimientos y criterios mentales, y le sitúa en una relación rigurosamente
determinada con el mundo social circundante, antes de que despierte en él la conciencia.
El individuo se convierte en un miembro orgánico de cierta sociedad, y encadenado
interior y exteriormente, penetrado hasta el fin de sus días por sus creencias, prejuicios,
pasiones y hábitos, no es sino el reflejo más inconsciente y fiel de esa sociedad.
La libertad se engendra en un estadio posterior de la rebelión individual. Por
consiguiente, todo hombre nace como esclavo de la sociedad, y permanece así durante los
primeros años de su vida; y quizá sea impropio emplear la palabra esclavo, porque para
ser esclavo hay que ser consciente de este estado de esclavitud. En esa medida, el
individuo es, más bien, un vástago inconsciente e involuntario de la sociedad.
El medio social y la opinión pública, que siempre expresan la actitud material y
política de ese medio, gravitan pesadamente sobre el pensamiento libre. Es preciso,
entonces, un gran poder intelectual, e incluso un interés y una pasión anti-social, para
resistir a esta pesada opresión. Mediante su acción positiva y negativa, la propia sociedad
engendra el pensamiento libre en el hombre, pero a menudo es la propia sociedad quien
lo aplasta.
El hombre es tan animal social que resulta imposible pensarlo fuera de la
sociedad.
El criterio de los idealistas. El criterio de los idealistas es totalmente diferente.
En su sistema, el hombre surge primero como ser inmortal y libre, y termina
convirtiéndose en un esclavo. Como ser inmortal y libre, infinito y completo en sí mismo,
no necesita de la sociedad. De lo cual se deduce que si entra en sociedad se debe al
pecado original, o porque olvida y pierde la conciencia de su inmortalidad y libertad.
La libertad individual, según los idealistas, no es la creación y el producto
histórico de la sociedad. Ellos mantienen que esta libertad es previa a toda sociedad, y
que cualquier hombre trae consigo al nacer su alma inmortal como un regalo divino. De
aquí se deduce que el hombre está comple-[190] to en sí mismo, que es un ser entero y
absoluto únicamente cuando está fuera de la sociedad. Puesto que es libre y existe con
independencia de la sociedad, se une a ella mediante un acto voluntario, una especie de
contrato que puede ser instintivo y tácito, o deliberado y formal. En una palabra, según
esta teoría, no son los individuos quienes resultan creados por la sociedad, sino que, al
contrario, son ellos quienes la crean, impulsados por alguna necesidad externa, como el
trabajo o la guerra.
El Estado adopta el lugar de la sociedad en la teoría idealista. Puede
observarse que, para esta teoría, la sociedad no existe en el sentido propio de la palabra.
La sociedad natural, humana, verdadero punto de partida de toda civilización, único
medio donde puede surgir y desarrollarse la libertad y la individualidad de los hombres,
es completamente extraña a esta teoría. Por una parte sólo reconoce a los individuos,
existentes por sí mismos y libres en sí mismos, y por otra sólo admite la sociedad
convencional del Estado, formada arbitrariamente por esos individuos y basada sobre un
contrato, formal o tácito. Bien saben que ningún Estado histórico ha tenido como origen
cualquier tipo de contrato, y que todos los Estados se fundaron mediante la violencia y la
conquista. Pero esta ficción del contrato libre como fundación del Estado es bastante
necesaria para ellos, y sin más ceremonias hacen pleno uso de ella.
El carácter asocial de los santos cristianos; sus vidas como cumbre del
individualismo idealista. Los individuos que, unificados por una convención, forman el
Estado aparecen en esta teoría como seres singulares y llenos de contradicciones.
Dotados con un alma inmortal y una voluntad libre inmanente, son por una parte seres
infinitos y absolutos, completos en y para sí mismos, autosuficientes y sin necesidad de
ninguna otra cosa, incluído Dios, para ser inmortales e infinitos. En esa medida, son ellos
mismos dioses. Por otra parte, son seres muy brutales, débiles, imperfectos, limitados y
absolutamente dependientes de la Naturaleza externa, que los mantiene, los rodea y al
final los conduce a sus tumbas.
[191]
Considerados desde el primer criterio, los individuos necesitan tan poco a la
sociedad que ésta parece ser más bien un obstáculo para la plenitud de su ser, para su
libertad perfecta. Así hemos visto en los primeros siglos del cristianismo que los hombres
santos y firmes que habían tomado en serio la inmortalidad del alma y la salvación de la
suya propia rompieron los vínculos sociales y, tras prescindir de todo comercio con seres
humanos, buscaron en la soledad la perfección, la virtud y la divinidad. Con mucha razón
y coherencia lógica, llegaron a considerar a la sociedad como una fuente de corrupción, y
al aislamiento absoluto del alma como la condición de la que dependían todas las
virtudes.
Si emergían a veces de su soledad, no era porque sintieran necesidad de ello, sino
por pura generosidad, por caridad cristiana hacia las personas que, presas todavía en la
corrupción del medio social, necesitaban sus consejos, sus oraciones y su dirección. Era
siempre para salvar a otros, y nunca para salvarse a sí mismos o por alcanzar una mayor
perfección propia. Al contrario, arriesgaban perder sus propias almas volviendo a esa
sociedad de la que habían escapado con horror, considerándola escuela de todas las
corrupciones, y tan pronto como terminaban su santo trabajo, volvían lo más deprisa
posible a su desierto para perfeccionarse de nuevo mediante una incesante contemplación
de sus seres individuales, de sus almas solitarias, solas en presencia de Dios.
Un alma inmortal debe ser el alma de un ser absoluto. Este es un ejemplo a
seguir para todos los creyentes en la inmortalidad del alma, en una libertad innata o en un
libre albedrío, si desean salvar sus almas y prepararse a conciencia para la vida eterna. Lo
repito: los santos anacoretas que, debido a su voluntario aislamiento, desembocaron en la
completa imbecilidad, eran enteramente lógicos. Puesto que el alma es inmortal, infinita
en su esencia, debe ser auto-suficiente. Sólo los seres transitorios, limitados y finitos
pueden completarse unos a otros; lo infinito no necesita completarse.
Al encontrar a otro ser distinto de ella misma, el alma [192] se siente limitada, y
debe por eso rehuir e ignorar todo cuanto no sea ella misma. Hablando en términos
rigurosos, el alma inmortal debe poder prescindir hasta del propio Dios. Un ser que es
infinito en sí mismo no puede reconocer a otro ser igual, y mucho menos a un ser
superior. Pues todo otro ser infinito lo limitaría y, en consecuencia, haría de él un ser
limitado y determinado.
Reconociendo un ser tan infinito como ella misma y exterior a ella misma, el alma
inmortal tendría necesariamente que considerarse a sí misma un ser finito. Porque la
infinitud debe comprender todo, y no dejar nada fuera de sí. Es lógico que un ser infinito
no pueda ni deba reconocer a un ser infinito superior a él. La infinitud no admite nada
relativo o comparativo: los términos superioridad infinita e inferioridad infinita son
absurdos en sus implicaciones.
La idea de Dios y la idea de la inmortalidad del alma son mutuamente
contradictorias. Dios es precisamente un absurdo. La teología, que tiene el privilegio de
ser absurda y cree en las cosas precisamente por ser absurdas, sitúa la suprema y absoluta
infinitud de Dios por encima de las almas humanas inmortales y, en consecuencia,
infinitas. Pero para compensar esta infinitud, crea la ficción de Satán, que representa
precisamente la rebelión de un ser infinito contra la existencia de una infinitud absoluta,
es decir, una rebelión contra Dios. Y tal como Satán se rebeló contra la infinita
superioridad de Dios, los sagrados reclusos de la cristiandad, demasiado humildes para
rebelarse contra Dios, se rebelaron contra la infinitud de los hombres, se rebelaron contra
la sociedad.
La lógica de la salvación personal. Declararon con mucha razón que no
necesitaban a la sociedad para salvarse: y puesto que eran por una extraña fatalidad [aquí
aparece una palabra ilegible en el manuscrito de Bakunin] infinitudes degradadas, la
sociedad de Dios, y la autocontemplación en presencia de esa absoluta infinitud, les
bastaban.
Lo repito otra vez: su ejemplo debe ser seguido por todos los que creen en la
inmortalidad del alma. Desde su punto de vista, la sociedad sólo puede ofrecerles una
[193] perdición cierra. Y, en efecto, ¿qué proporciona a los hombres? En primer lugar
riqueza material, que únicamente puede producirse en cantidad suficiente con el trabajo
colectivo. Pero para quien cree en la existencia eterna, la riqueza sólo puede ser un objeto
de desprecio. ¿No dijo Jesús a sus discípulos: «no construyas tesoros sobre la tierra,
porque donde esté tu tesoro estará también tu corazón», y «es más fácil que una gran
cuerda (o un camello, en otra versión) pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el
reino de los cielos»? (Me puedo representar muy bien la expresión de los píos y
opulentos protestantes burgueses de Inglaterra, América, Alemania y Suiza cuando leen
esas frases en los Evangelios, tan decisivas y desagradables con relación a ellos. )
La producción de riqueza es necesariamente un acto social e incompatible
con la salvación personal. Jesucristo estaba en lo cierto: la avidez de riquezas materiales
y la salvación del alma inmortal son cosas absolutamente incompatibles, y si creemos en
la inmortalidad del alma, ¿no es mejor renunciar a la comodidad y el lujo permitidos por
la sociedad y subsistir de raíces, como hicieron los santos ermitaños, salvando sus almas
para la eternidad, que perder el alma como precio de una docena de años de placeres
materiales? Este cálculo es tan simple, tan evidentemente justo, que nos vemos obligados
a pensar que los píos y ricos burgueses, banqueros, industriales y comerciantes, con sus
maravillosos negocios realizados por medios tan bien conocidos, mientras siguen
repitiendo las frases de los Evangelios, son personas que no ambicionan la inmortalidad
del alma para sí mismas y generosamente se la abandonan al proletariado, mientras con
toda humildad se reservan esos miserables bienes materiales amasados sobre la tierra.
La cultura y los valores civilizados son incompatibles con la idea de la
inmortalidad del alma. Aparte de los beneficios materiales, ¿qué más entrega la
sociedad a los hombres? Afectos carnales, humanos, terrestres, civilización y cultivo de la
mente; cosas relucientes desde el punto de vista humano, transitorio y terrestre, pero un
simple [194] cero frente a la eternidad, la inmortalidad y Dios. Y la más alta sabiduría
humana ¿no es mera locura ante Dios?
Hay una leyenda de la Iglesia Oriental sobre dos santos ermitaños que se
confinaron voluntariamente durante varias décadas en una isla desierta. Tras haberse
aislado y pasar los días y las noches en contemplación y oración, llegaron finalmente a un
punto en el que casi habían perdido el poder de la palabra. Sólo retenían tres o cuatro
palabras de su antiguo vocabulario, incapaces por sí solas de formar frases con sentido,
pero que expresaban ante Dios las aspiraciones más sublimes de sus almas. Por supuesto,
vivían de modo natural a base de raíces, como los animales herbívoros. Desde el punto de
vista humano, ambos hombres eran imbéciles o dementes, pero desde el punto de vista
divino, desde el punto de vista de la creencia en la inmortalidad del alma, demostraron
ser calculadores más profundos que Galileo y Newton. Porque sacrificaron unas pocas
décadas de prosperidad terrenal y el espíritu de este mundo para alcanzar la felicidad
eterna y el espíritu divino.
La sociedad como resultado del pecado original del hombre. Resulta evidente,
por tanto, que el hombre, mientras posea un alma inmortal con infinitud y libertad
inmanentes, es ante todo un ser antisocial. Y si hubiera sido siempre sabio, si
preocupándose exclusivamente por su eternidad hubiera tenido la inteligencia de volver
la espalda a todas las buenas cosas, los afectos y las vanidades de esta tierra, jamás habría
emergido del estado de divina inocencia o imbecilidad, jamás habría tenido que constituir
una sociedad.
En una palabra, si Adán y Eva no hubiesen probado el fruto del árbol de la ciencia
del bien y del mal, seguiríamos viviendo como bestias en el paraíso terrestre que Dios les
asignó como morada. Pero tan pronto como los hombres quisieron conocer, civilizarse,
humanizarse, pensar, hablar y disfrutar de bienes materiales, era forzoso salir de su
soledad y organizarse en una sociedad. Pues lo mismo que interiormente son infinitos,
inmortales y libres, exteriormente son limitados, mortales, débiles y dependientes del
mundo externo.
[195]
Dado su carácter de ser contradictorio, interiormente infinito como el espíritu,
pero exteriormente dependiente, defectuoso y material, el hombre se ve obligado a unirse
con otros en sociedad, no por las necesidades de su alma, sino para preservar su cuerpo.
La sociedad se forma así mediante una especie de sacrificio de los intereses y la
independencia del alma a las despreciables necesidades del cuerpo. Es una verdadera
caída y una esclavización para un individuo interiormente libre e inmortal; es, por lo
menos, una renuncia parcial a su libertad primitiva.
La teoría habitual de la renuncia individual a la libertad con el fin de formar
una sociedad. Todos conocemos la frase sacramental que en la jerga de todos los
partidarios del Estado y el derecho jurídico expresa esta caída y este sacrificio, este
primer y lamentable paso hacia la esclavitud humana. El individuo, que disfrutaba de una
completa libertad en su estado natural, es decir, antes de convertirse en miembro de una
sociedad, sacrifica una parte de su libertad cuando ingresa en la sociedad para que ésta le
garantice la parte restante. Cuando se pide una explicación de esta frase, la respuesta
habitual es otra frase del mismo tipo: «la libertad de todo individuo humano sólo debe
estar limitada por la libertad de todos los demás individuos».
Nada más justo en apariencia. Sin embargo, esta teoría contiene en embrión toda
la doctrina del despotismo. De acuerdo con la idea básica de los idealistas de todas las
escuelas, contraria a todos los hechos reales, el hombre aparece como un individuo
absolutamente libre sólo mientras permanece fuera de la sociedad. De aquí se deduce que
la sociedad, concebida exclusivamente como sociedad jurídica y política —es decir,
como Estado— es la negación de la libertad. Este es, pues, el resultado del idealismo;
como puede verse, resulta totalmente opuesto a las deducciones del materialismo, que de
acuerdo con lo que acontece en el mundo real, hace surgir socialmente la libertad humana
individual de la sociedad como consecuencia necesaria del desarrollo colectivo de la
humanidad.
[196]

18. LOS INDIVIDUOS ESTÁN ESTRICTAMENTE


DETERMINADOS

Considerados desde el punto de vista de su existencia terrenal —es decir, en su


existencia real y no ficticia— los seres humanos presentan en general un espectáculo tan
degradado y en apariencia tan desesperadamente falto de iniciativa, fuerza de voluntad y
mente, que hace falta mucha capacidad de auto-engaño para descubrir en ellos un alma
inmortal y la sombra de algo semejante a una voluntad libre. Para nosotros son seres
absoluta e inevitablemente determinados; determinados ante todo por la Naturaleza
externa, el relieve físico del territorio que les rodea y todas las condiciones materiales de
su existencia. Están determinados por incontables relaciones de. carácter político,
religioso y social, por costumbres, usos y leyes, por un mundo de prejuicios o
pensamientos lentamente desplegados durante los pasados siglos; por todo cuanto
encuentran ya presente en la sociedad al nacer, que no crean y de lo cual son en primer
lugar productos y más tarde instrumentos. Entre mil personas es difícil encontrar una sola
de quien pueda decirse desde un punto de vista relativo y no absoluto, que quiere y piensa
con independencia.
La mayoría piensa y quiere de acuerdo con las pautas sociales establecidas.
La gran mayoría de los individuos humanos, no sólo entre las masas ignorantes, sino
también entre las clases civilizadas y privilegiadas, no quiere y piensa de modo distinto a
como quiere y piensa el mundo circundante. Indudablemente, creen pensar y querer de
modo personal, pero en realidad sólo reproducen de modo servil y rutinario, con
modificaciones insignificantes y apenas perceptibles, los pensamientos y deseos de otros.
Esta falta de criterio, esta rutina, fuente infalible de tópicos, son con la falta de rebelión
en la voluntad y la falta de iniciativa en los pensamientos de los individuos, las causas
principales de la desesperante lentitud del desarrollo histórico de la humanidad. Para
nosotros, los materialistas y realistas que [197] no creemos ni en la inmortalidad del alma
ni en el libre albedrío, esta lentitud, por penosa que pueda resultar, nos parece un hecho
natural.
El hombre es un animal social. Surgiendo de la condición del gorila, el hombre
sólo llega con dificultad a la conciencia de su humanidad y a la realización de su libertad.
Al comienzo carece de libertad y de conciencia; llega al mundo como una bestia feroz y
un esclavo. Sólo se humaniza y emancipa progresivamente en el interior de la sociedad,
que precede necesariamente a la aparición del pensamiento, el lenguaje y la voluntad del
hombre. El hombre sólo puede conseguirlo mediante los esfuerzos colectivos de todos los
miembros pasados y presentes de su sociedad, que por eso mismo es la base natural y el
punto de partida de su existencia humana.
De aquí se deduce que el hombre sólo realiza su libertad individual completando
su personalidad con la ayuda de otros individuos pertenecientes al mismo medio social;
sólo puede conseguirlo gracias al trabajo y al poder colectivo de la sociedad, en ausencia
de los cuales el hombre sería sin duda el más estúpido y miserable de todos los animales
salvajes que viven sobre esta tierra. Según el sistema materialista, que es el único sistema
natural y lógico, la sociedad crea la libertad del individuo, en vez de reducirla y limitarla.
La sociedad es la raíz, el árbol de la libertad, y la autonomía es su fruto. En consecuencia,
el hombre ha de buscar siempre su libertad al final de la historia y no al comienzo, y
podemos decir que la emancipación verdadera y completa de todos los individuos es el
verdadero y gran objetivo, el propósito supremo de la historia.
La falacia de Rousseau. Fue una gran falacia por parte de Jean Jacques Rousseau
haber supuesto que la sociedad primitiva se constituyó por un contrato libre pactado entre
salvajes. Pero Rousseau no fue el único que sostuvo tales criterios. La mayor parte de los
juristas y los escritores modernos, de las escuelas kantianas y de otras escuelas
individualistas y liberales, que al no aceptar la idea teológica de una sociedad fundada
sobre el derecho divino, ni la concepción de la escuela hegeliana (para quien la sociedad
[198] está determinada como realización más o menos mística de la moralidad objetiva)
ni la de la escuela naturalista de la sociedad animal primitiva, se ven obligados a adoptar,
al carecer de cualquier otro fundamento, el contrato tácito como punto de partida.
¡Un contrato tácito! ¡Un contrato sin palabras y, por tanto, sin pensamiento y sin
voluntad! ¡Un indignante sinsentido! ¡Una ficción absurda y, lo que es más, una ficción
perversa! ¡Un miserable fraude! Pues presupone que, mientras estaba en la situación de
no poder querer, pensar y hablar, me até a mí mismo y a mis descendientes sólo por
haberme dejado sacrificar sin elevar protesta alguna a una esclavitud perpetua.
La teoría del contrato social implica una absoluta dominación por parte del
Estado. Las consecuencias del contrato social son de hecho desastrosas, porque llevan a
una absoluta dominación por parte del Estado, aunque el propio principio, tomado como
punto de partida, pareciese extremadamente liberal en cuanto a su carácter. Antes de
pactar este contrato, se supone que los individuos disfrutaron de una libertad ilimitada,
pues —según esta teoría— el hombre natural, el salvaje, posee una libertad completa. Ya
hemos expresado nuestra opinión sobre esta libertad natural, que es simplemente la
dependencia absoluta del hombre-gorila respecto a las influencias permanentes y
abrumadoras del mundo externo. Sin embargo, supongamos que el hombre fuese
realmente libre en el punto de partida de este desarrollo histórico. ¿Por qué se formó
entonces la sociedad? Se nos dice que para custodiar su seguridad contra todas las
posibles invasiones de este mundo externo, incluyendo las invasiones de otros hombres
—aislados o en grupo—- que no pertenecían a la recién formada sociedad.
La sociedad como resultado de la limitación de la libertad. Vemos aquí,
entonces, que estos hombres primitivos, absolutamente libres, viviendo todos por sí
mismos y para sí mismos, disfrutaban de esta libertad ilimitada mientras no se
encontraban unos a otros, mientras cada uno estaba sumergido en un estado de absoluto
aislamiento [199] individual. La libertad de un hombre no necesita la libertad de ningún
otro hombre; por el contrario, cada una de esas libertades individuales es autosuficiente y
existe por sí misma, con lo cual aparece forzosamente como negación de la libertad de
todas las demás, y al encontrarse todas tienden a limitarse y a perjudicarse, a oponerse, a
destruirse recíprocamente...
Con el fin de no llevar a su final más amargo esta destrucción mutua deciden
celebrar un contrato tácito o formal— por el que abandonan algunas de esas libertades
para asegurarse las restantes. Este contrato se convierte en fundamento de la sociedad o,
más bien, del Estado; porque debe observarse que no hay en esta teoría lugar alguno para
la sociedad; sólo el Estado tiene existencia ya que, con arreglo a esta teoría, la sociedad
ha sido enteramente absorbida por él.
Las leyes sociales no debieran confundirse con las leyes jurídicas y políticas.
La sociedad es el modo natural de existencia de la colectividad humana, y es
independiente de cualquier contrato. Está gobernada por costumbres o usos tradicionales,
nunca por leyes. Progresa lentamente por la fuerza motriz de la iniciativa particular, pero
no debido al pensamiento o la voluntad del legislador. Hay muchas leyes que gobiernan
la sociedad sin que el legislador sea consciente de su presencia; pero se trata de leyes
naturales, inmanentes al cuerpo social, al igual que las leyes físicas son inmanentes a los
cuerpos materiales. La mayoría de estas leyes permanecen todavía desconocidas, pero
han estado gobernando la sociedad humana desde su mismo nacimiento, con
independencia del pensamiento y la voluntad de los hombres incluidos dentro de ella. Por
eso mismo, tales leyes no deben confundirse con las leyes políticas y jurídicas que,
promulgadas por algún poder legislativo, están destinadas a ser, según la teoría del
contrato social, deducciones lógicas a partir del primer pacto contraído a sabiendas por
los hombres.
La negación de la sociedad es el punto de encuentro para las teorías liberales
y absolutistas del Estado. El Estado no es un producto directo de la Naturaleza; no [200]
precede, como la sociedad, al despertar del pensamiento en el hombre — más adelante
intentaremos demostrar cómo la conciencia religiosa creó el Estado en el interior de una
sociedad natural. Según los escritores políticos liberales, el primer Estado lo creó la
voluntad libre y consciente del hombre; pero según los absolutistas, el Estado es una
creación divina. En ambos casos, domina a la sociedad y tiende a absorberla por
completo.
En el segundo caso [la concepción absolutista] esta absorción se explica con
bastante facilidad por sí misma: una institución divina debe devorar forzosamente todas
las organizaciones naturales. Lo más curioso en este caso es que la escuela individualista,
con su teoría del contrato libre, conduce al mismo resultado. Efectivamente, esta escuela
empieza negando la existencia misma de una sociedad natural anterior al contrato, pues
dicha sociedad supondría la existencia de relaciones naturales entre los individuos y, por
tanto, una limitación recíproca de sus libertades, que sería contraria a la libertad absoluta
disfrutada según esta teoría antes de concluir el contrato, y representaría sencillamente
este contrato mismo existiendo como hecho natural antes del contrato libre. Según esta
teoría, la sociedad humana sólo comienza con la conclusión del contrato. Pero ¿qué es
entonces esta sociedad? La realización pura y lógica del contrato, con todas sus
tendencias implícitas y sus consecuencias legislativas y prácticas: es el Estado.
La hipotética libertad absoluta de los individuos precontractuales. Cuan
ridículas son entonces las ideas de los individualistas de la escuela de Jean Jacques
Rousseau y de los mutualistas proudhonianos, que conciben la sociedad como resultado
de un contrato libre pactado por individuos absolutamente independientes entre sí, que
entran en relaciones mutuas sólo debido a la convención establecida entre ellos. Es como
si esos hombres hubiesen caído de los cielos trayendo consigo el lenguaje, la voluntad, el
pensamiento original, y como si fueran ajenos a todo cuanto hay en la tierra, es decir, a
todo lo que tiene un origen social. Si la sociedad hubiese estado formada por tales
individuos absolutamente independientes, no habría habido ni [201] necesidad ni la más
ligera posibilidad de que se asociaran; la propia sociedad no llegaría a nacer e, incapaces
de vivir sobre la tierra, esos individuos libres tendrían que volar de nuevo hacia su
morada celestial.
La libertad individual absoluta es el absoluto no-ser. En la Naturaleza, como
en la sociedad humana —que es esa misma Naturaleza—, todo cuanto vive tiene por
condición categórica interferir decisivamente en la vida de algún otro...
Lo peor —para quienes ignoran la ley natural y social de la solidaridad humana—
es que consideran posible, e incluso deseable, una absoluta independencia de los
individuos entre sí. Quererlo es querer la desaparición de la sociedad, pues toda vida
social no es más que la continua interdependencia mutua de individuos y masas. Todos
los hombres, incluso los más inteligentes y fuertes, son siempre y en cada instante de sus
vidas productores y productos. La propia libertad, la libertad de todo hombre, es el efecto
siempre renovado de la gran masa de influencias físicas, intelectuales y morales a que le
someten quienes le rodean y el medio donde nació y ha pasado el conjunto de su vida.
Querer escapar a esta influencia en nombre de alguna libertad divina y
trascendental, en nombre de una autosuficiencia y una autonomía absolutamente egoísta,
es tender hacia el no-ser. Implica renunciar a la influencia sobre otro hombre, renunciar a
cualquier acción social, incluso a la expresión de los propios pensamientos y
sentimientos, y por eso mismo es otra vez tender hacia el no-ser absoluto. Esta notoria
independencia, tan exaltada por los idealistas y los metafísicos, y la libertad personal
concebida de esta forma, son simplemente no-existencia pura y simple...
Suprimir esta influencia recíproca equivale a la muerte. Y al exigir la libertad de
las masas, no intentamos descartar las influencias naturales ejercidas sobre el hombre por
individuos y grupos. Todo cuanto queremos hacer es descartar las influencias fácticas
legitimadas, descartar los privilegios a la hora de ejercer influencia.
Las leyes naturales y sociales tienen la misma catego- [202]
ría. El hombre nunca podrá ser libre respecto de las leyes naturales y sociales. Estas
leyes, que por conveniencias de la ciencia se dividen en dos categorías, pertenecen en
realidad a una sola, porque son todas leyes igualmente naturales, leyes necesarias que
constituyen la base y la condición misma de toda existencia; es imposible para un ser
viviente rebelarse contra ellas sin destruirse a sí mismo.
Las leyes naturales no son leyes políticas. Pero es necesario distinguir las leyes
naturales de las leyes autoritarias, arbitrarias, políticas, religiosas y civiles creadas por las
clases privilegiadas a lo largo de la historia para permitir la explotación del trabajo de las
masas, y siempre con la única meta de esclavizarlas. Estas leyes, nacidas con el pretexto
de una moralidad ficticia, han sido siempre fuente de la inmoralidad más profunda. Por lo
mismo, hemos de obedecer involuntaria e inevitablemente a todas las leyes que
constituyen la vida misma de la Naturaleza y la sociedad, con independencia de toda
voluntad humana; pero, por otra parte, debe haber una independencia (tan absoluta como
sea posible) para todos en relación con las pretensiones de gobierno, en relación con
todas las voluntades humanas (colectivas e individuales) que no tienden a imponer su
influencia natural sino su ley, su despotismo.
La personalidad humana sólo crece en sociedad. En cuanto a la influencia
natural que ejercen los hombres unos sobre otros, es también una de esas condiciones de
la vida social que no pueden subvertirse. Esta influencia es la base misma —material,
moral e intelectual— de la solidaridad humana. El individuo humano, producto de la
solidaridad, es decir de la sociedad, mientras permanece sujeto a sus leyes naturales,
puede reaccionar contra ellas cuando se ve influido por sentimientos provenientes del
exterior, y especialmente de una sociedad extraña, pero no puede abandonar su sociedad
concreta sin situarse inmediatamente en otra esfera de solidaridad, y sin verse sometido a
nuevas influencias. Ya que para el hombre la vida exterior a la sociedad y extraña a todas
las influencias humanas es una [203] vida de absoluto aislamiento que equivale a la
muerte intelectual, moral y material. La solidaridad no es el producto, sino la madre de la
individualidad, y la personalidad humana sólo puede nacer y desarrollarse en la sociedad
humana.
Los intereses sociales e individuales no son incompatibles. Se nos dice que no
será posible obtener el acuerdo y la solidaridad universal entre los intereses individuales
y los sociales porque son contradictorios y no pueden equilibrarse recíprocamente ni
llegar a ninguna comprensión mutua. Nuestra respuesta a esta objeción es que si hasta el
presente no se ha producido un mutuo acuerdo entre esos intereses, se debe sólo al
Estado, que ha sacrificado los intereses de la mayoría en beneficio de una minoría
privilegiada. Por eso mismo, esa famosa incompatibilidad y la lucha de los intereses
personales con los intereses de la sociedad se reducen a mentiras y engaños, nacidos de la
falacia teológica que concibió la doctrina del pecado original para deshonrar al hombre y
destruir en él la conciencia de su propia dignidad.
19. FILOSOFÍA DE LA HISTORIA

La lucha por la existencia en la historia humana. Quien haya estudiado


siquiera un poco de historia no puede dejar de observar que ha existido siempre algún
interés material destacado subyacente a todas la luchas religiosas y teológicas, por
abstractas, sublimes e ideales que puedan haber sido. Todas las guerras raciales, estatales,
nacionales y clasistas han tenido sólo un objeto, el dominio, que es condición necesaria y
garantía para la posesión y el disfrute de la riqueza. Considerada desde este punto de
vista, la historia humana es simplemente la continuación de la gran lucha por la vida que,
según Darwin, constituye la ley básica del mundo orgánico.
[204]
La lucha por la existencia es una ley universal. Considerado desde este punto
de vista, el mundo natural nos presenta el cuadro mortífero y sangriento de una lucha
salvaje y perpetua, una lucha por la vida. El hombre no es el único que sufre esta lucha:
todos los animales, todos los seres vivientes, todas las cosas existentes, llevan dentro de
sí los gérmenes de su propia destrucción, y son por así decirlo sus propios enemigos,
aunque de un modo menos visible que el hombre. La misma inevitabilidad natural los
engendra, los preserva y los destruye. Toda planta y especie animal sólo vive a expensas
de las otras; una devora a la otra, y el mundo natural puede así concebirse como una
hecatombe sangrienta, una triste tragedia provocada por el hambre. El mundo natural es
la arena de una inacabable lucha que no conoce misericordia ni tregua...
¿Es posible que exista también esta ley inevitable en el mundo humano y social?
Las guerras tienen una motivación primordialmente económica. Encontramos
canibalismo en la cuna de la civilización humana, y junto a él, y, también posteriormente,
descubrimos guerras de exterminio, guerras entre razas y naciones; guerras de conquista,
guerras para mantener el equilibrio, guerras políticas y religiosas, guerras emprendidas en
nombre de «grandes ideas», como la actual de Francia con su Emperador a la cabeza,
guerras patrióticas para conseguir una mayor unidad nacional, como las contempladas
hoy por el Ministro pan-germánico de Berlín y por el zar pan-eslavista de San
Petersburgo.
¿Y qué hallamos debajo de todo eso, debajo de todas las frases hipócritas
utilizadas para proporcionar a esas guerras el aspecto de la humanidad y el derecho?
Encontramos siempre el mismo fenómeno económico: la tendencia de algunos a vivir y
prosperar a expensas de los otros. Todo el resto es mera cháchara. Los ignorantes, los
ingenuos y los estúpidos se ven atrapados por ella, pero los hombres fuertes que dirigen
los destinos del Estado saben, perfectamente que bajo todas esas guerras existe un solo
motivo: el pillaje, apoderarse de la riqueza de otro y esclavizar su trabajo.
[205]
El idealismo político no resulta menos pernicioso y absurdo, menos hipócrita que
el idealismo de la religión, pues no es sino una manifestación diferente de ella y,
concretamente, su aplicación mundana terrenal.
Fases del desarrollo histórico. Los hombres, que son ante todo animales
carnívoros, comenzaron su historia con el canibalismo. Actualmente aspiran a una
asociación universal, a una producción colectiva y un consumo colectivo de la riqueza.
Pero entre esos dos puntos extremos, ¡qué horrible y sangrienta tragedia! Y
todavía no hemos salido de ella. Tras el canibalismo vino la esclavitud, luego la
servidumbre, luego la servidumbre a sueldo, que se verá seguida por el terrible día del
justo castigo, y más tarde —mucho más tarde— por la era de la fraternidad. Estas son las
fases que debe atravesar la lucha animal por la vida en su transformación gradual durante
el desarrollo histórico, hasta desembocar en una organización humana de la vida.
Ha quedado bien establecido que la historia humana, como la historia de todas las
demás especies animales, comenzó con la guerra. Esta guerra, carente de meta alguna
salvo conquistar los medios de existencia, tuvo diversas fases de desarrollo paralelas a las
diversas fases de la civilización, es decir al desarrollo de las necesidades humanas y de
los medios para satisfacerlas.
La invención de las herramientas marca la primera fase de la civilización. En
el comienzo el hombre, que era un animal omnívoro, subsistía como muchos otros
animales a base de frutos y plantas, de la caza y la pesca. Durante muchos siglos, el
hombre cazó y pescó, como siguen haciendo las bestias, sin ayuda de medio alguno,
salvo los recibidos de la Naturaleza. La primera vez hizo uso del arma más tosca, un
simple palo o una piedra. Con ello realizó un acto de pensamiento y se afirmó,
indudablemente sin sospecharlo, como un animal pensante, coma un hombre. Porque
incluso el arma más primitiva tenía que adaptarse a la meta proyectada, y esto supone
cierta medida de cálculo mental, que distingue esencialmente al animal-hombre de todos
los demás animales. Debido a esta facultad [206] de reflexionar, pensar e inventar, el
hombre perfeccionó sus armas, desde luego muy lentamente, a lo largo de muchos siglos,
y así se transformó en un cazador o en una bestia feroz armada.
La multiplicación de las especies animales está siempre en proporción directa
a los medios de subsistencia. Al llegar al primer estadio de la civilización, los pequeños
grupos humanos descubrieron que, en comparación con los demás animales faltos de
instrumentos para cazar o hacer la guerra, les era mucho más fácil obtener el alimento
matando a seres vivientes (entre ellos otros hombres, utilizados también como alimento).
Y puesto que la multiplicación de las especies animales está siempre en proporción
directa a los medios de subsistencia, es evidente que los hombres estaban destinados a
multiplicarse más rápidamente que los animales de otras especies, y que acabaría
llegando un momento en el que la Naturaleza inculta resultaría incapaz de sostener en lo
sucesivo a todas las personas.
La crianza de ganado como fase siguiente de la civilización. Si la razón
humana no fuese progresiva en su misma naturaleza; si no se desarrollase
progresivamente descansando, por una parte, sobre la tradición —que preserva en
beneficio de generaciones futuras todo el conocimiento adquirido por las pasadas— y por
otra parte, ampliando su horizonte como resultado del poder de la palabra, inseparable de
la facultad del pensamiento; si no estuviese dotada con la facultad sin límites de inventar
nuevos procesos para defender la existencia humana contra todas las fuerzas naturales
hostiles, esta insuficiencia de la naturaleza habría puesto forzosamente una barrera a la
propagación de la especie humana.
Pero debido a esa facultad preciosa que le permite saber, pensar y comprender, el
hombre puede superar este límite natural que frena el desarrollo de todas las demás
especies animales. Cuando las fuentes naturales se agotaron, creó nuevas fuentes
artificiales. Aprovechándose de su inteligencia superior más que de su fuerza física, el
hombre trascendió el acto de matar para su consumo inmediato; comenzó a someter y
domar a algunas bestias salvajes para hacerlas [207] servir como medios dentro de sus
fines. De este modo, los grupos de cazadores se transforman en grupos de ganaderos tras
muchos siglos de evolución.
La cría de ganado desplazada por la agricultura. Esta nueva fuente de
subsistencia ayudó a incrementar aún más la especie humana, cosa que por su parte
planteó a la raza humana la necesidad de inventar todavía nuevos medios de subsistencia.
La explotación de los animales ya no era suficiente, y por ello los hombres empezaron a
cultivar la tierra. Los pueblos nómadas y ganaderos se transformaron después de muchos
siglos en pueblos agrícolas.
Fue en este momento de la historia cuando apareció la esclavitud en el sentido
estricto del término. Los hombres, que inicialmente eran salvajes en el pleno sentido de la
palabra, empezaron devorando a los enemigos muertos o hechos prisioneros. Pero cuando
comprendieron las ventajas obtenidas haciendo uso de las bestias en lugar de matarlas, se
dieron cuenta igualmente de que las ventajas aumentaban si se hacía el mismo uso del
hombre, el más inteligente de todos los animales. Con ello, el enemigo derrotado ya no
era devorado, sino que se convertía en un esclavo forzado a trabajar para mantener a su
dueño.
La esclavitud hace su aparición en la fase agrícola de la civilización. El trabajo
de los pueblos pastoriles es tan simple y fácil que apenas requiere el empleo de esclavos.
Por eso vemos que en las tribus nómadas y ganaderas, el número de esclavos, en caso de
existir, es bastante limitado. La situación es diferente en los pueblos agrícolas y
sedentarios. La agricultura exige un trabajo asiduo, penoso y cotidiano. Y el hombre libre
de los bosques y las praderas, el cazador o el ganadero, solo se dedica a la agricultura con
mucha repugnancia. Este es el motivo —como vemos ahora, por ejemplo, en los pueblos
salvajes americanos— de que cargasen sobre el sexo débil las tareas más pesadas y el
trabajo doméstico más desagradable. Los hombres no conocían más ocupación que la
caza y la guerra, que incluso en nuestro tiempo siguen siendo consideradas las vocaciones
más nobles; desdeñando todos los demás trabajos, esos salvajes fumaban perezosamente
sus pipas mientras sus des- [208] dichadas mujeres, esclavas naturales de esos bárbaros,
sucumbían bajo la losa del quehacer cotidiano.
Pero la civilización da un paso adelante más, y el esclavo asume la parte de la
mujer. Bestia de carga dotada de inteligencia, forzada a soportar todo el peso del trabajo
físico, el esclavo crea ocio para la clase dominante, y hace posible el desarrollo
intelectual y moral de su dueño.
Las metas de la historia humana. Habiendo comenzado con una existencia
animal, la especie humana tiende de forma decidida hacia la realización de la humanidad
sobre la tierra... La historia nos plantea esta vasta y sagrada tarea de transformar los
millones de esclavos asalariados en una sociedad humana y libre basada sobre la igualdad
de derechos para todos.
Los tres elementos constitutivos de la historia humana. El hombre se emancipó
mediante sus propios esfuerzos; se separó de la animalidad y se constituyó como hombre;
comenzó su específica historia y desarrollo humanos mediante un acto de desobediencia
y conocimiento —es decir, mediante la rebelión y el pensamiento.
Hay tres elementos o principios fundamentales que constituyen las condiciones
básicas de todo desarrollo histórico humano, colectivo o individual: 1, la animalidad
humana; 2, el pensamiento; y 3, la rebelión. Al primero corresponde la economía social
y privada; al segundo corresponde la ciencia; y al tercero la libertad.
Qué se entiende por elementos históricos. Por elementos históricos entiendo las
condiciones generales de cualquier desarrollo real; por ejemplo, en este caso, la conquista
del mundo por los romanos y el encuentro del Dios de los judíos con el ideal divino de
los griegos. Para que estos elementos históricos estuviesen maduros y sufrieran una serie
de nuevas transformaciones históricas era necesario un hecho viviente espontáneo, sin el
cual podrían haber permanecido muchos más siglos en un estado de elementos
improductivos. Pero este hecho no faltaba en el cristianismo; fue la propaganda, el
martirio y la muerte de Jesucristo.
La historia es la negación revolucionaria del pasado. [209] Pero desde el
momento en que se acepta este origen animal del hombre, todo se explica. La historia
aparece entonces como la negación revolucionaria del pasado, unas veces apática e
indolente y otras apasionada y poderosa. Consiste precisamente en la progresiva negación
de la animalidad primitiva del hombre mediante el desarrollo de su humanidad. A pesar
de ser el hombre una bestia salvaje, prima del gorila, logró emerger de la profunda
oscuridad del instinto animal a la luz de la mente; esto explica de un modo enteramente
natural todos sus errores pasados, y nos consuela en parte de sus errores presentes
La dialéctica del idealismo y el materialismo. Todo desarrollo implica la
negación de su punto de partida. Puesto que la base o punto de partida es material, según
la escuela materialista, la negación debe ser necesariamente ideal. Comenzando por la
totalidad del mundo real, o por lo que se denomina abstractamente materia, llega
lógicamente a la idealización real, es decir, a la humanización, a la plena y completa
emancipación de la sociedad. Al contrario, y por la misma razón, al ser ideal la base y el
punto de partida de la escuela idealista, llega necesariamente a la materialización de la
sociedad, a la organización de un brutal despotismo y de una explotación inicua e
innoble, bajo la forma de la Iglesia y el Estado. El desarrollo histórico del hombre, según
la escuela materialista, es una progresiva ascensión; en el sistema idealista, sólo puede ser
una continua caída.
Sea cual fuere la cuestión considerada, encontraremos siempre la misma
contradicción esencial entre ambas escuelas. El materialismo comienza en la animalidad
para establecer la humanidad; el idealismo comienza con la divinidad para establecer la
esclavitud y condenar a las masas a una animalidad perpetua. El materialismo niega el
libre albedrío y termina estableciendo la libertad; el idealismo, en nombre de la dignidad
humana, proclama el libre albedrío, y sobre las ruinas de toda libertad, funda la autoridad.
El materialismo rechaza el principio de autoridad porque lo considera, con razón, un
corolario de la animalidad, y porque el objeto y el significado principal de la historia, el
triunfo de la [210] humanidad, sólo puede realizarse a través de la libertad. En una
palabra, sea cual fuere la cuestión planteada, siempre encontraremos a los idealistas
sometidos al materialismo práctico; y siempre veremos a los materialistas persiguiendo y
realizando las aspiraciones y pensamientos más grandiosamente ideales.
El concepto idealista de la materia. En el sistema de los idealistas, la historia
sólo puede ser una continua caída. Comienzan con una terrible caída de la que jamás
pueden recuperarse, un salto mortal desde las sublimes regiones de la idea pura y
absoluta hasta la materia. ¡Y qué tipo de materia! No se trata de una materia eternamente
activa y móvil, llena de propiedades y fuerzas, de vida y de inteligencia, como vemos en
el mundo real, sino de una materia abstracta, empobrecida y reducida a absoluto gracias
al saqueo regular de esos prusianos del pensamiento que son los teólogos y los
metafísicos, que la han despojado de todo para dárselo a su emperador, su Dios; privada
de toda acción y movimiento propio, esta materia no representa frente a la idea divina
más que la absoluta estupidez, impenetrabilidad, inercia e inmovilidad.
Valores humanistas en la historia. La ciencia sabe que el respeto al hombre es la
ley suprema de la humanidad, y que la verdadera y gran meta de la historia, su único
objetivo legítimo, es la humanización y emancipación, la libertad real, la prosperidad y la
felicidad de cada individuo que vive en sociedad. Porque en último análisis, si no
queremos volver a caer en la esclavizante ficción del bien común representada por el
Estado —ficción fundada siempre sobre el sacrificio sistemático de las grandes masas
populares— hemos de reconocer claramente que la libertad y la prosperidad colectivas
sólo existen mientras representen la suma de las libertades y prosperidades individuales.
El hombre emergió de la esclavitud animal, y tras pasar por la esclavitud divina
—período transitorio entre su animalidad y su humanidad— anda ahora en camino de
conquistar y realizar la libertad humana. De lo cual se deduce que la antigüedad de una
creencia o una idea, en vez de demostrar algo en su favor, debe por el contrario hacerla
[211] sospechosa, porque detrás de nosotros está nuestra animalidad, y ante nosotros
nuestra humanidad, y la luz de la humanidad —la única luz que puede calentarnos e
iluminarnos, la única cosa capaz de emanciparnos, de proporcionarnos dignidad, libertad
y felicidad, capaz de hacernos consumar dentro de nosotros mismos la fraternidad—
nunca se encuentra al comienzo, sino al final de la historia. No miremos pues, nunca
atrás, miremos siempre hacia adelante; porque por delante está nuestro sol y nuestra
salvación. Si es admisible, e incluso útil y necesario volver hacia atrás para estudiar el
pasado, es únicamente a fin de establecer lo que fuimos y ya no seremos, lo que hemos
creído y pensado pero ya no creeremos ni pensaremos, lo que hemos hecho y ya no
haremos nunca más.
El curso irregular del progreso humano. Mientras un pueblo no haya caído en
un estado de decadencia, siempre existe progreso en esta saludable tradición, único
maestro de las masas. Pero no podemos decir que este progreso es idéntico en todas las
épocas históricas de un pueblo. Por el contrario, procede mediante acciones y retrocesos.
A veces es muy rápido, muy sensible y de amplio alcance; otras veces se hace lento o se
detiene, e incluso en otras ocasiones parece retroceder. ¿Cuáles son los factores
determinantes de todo ello?
Esto depende evidentemente del carácter de los acontecimientos de una época
histórica dada. Hay acontecimientos que electrizan a las personas y las lanzan hacia
adelante; otros acontecimientos tienen un efecto tan deplorable, descorazonador y
depresivo sobre la mentalidad del pueblo que muy a menudo lo aplastan, lo extravían o a
veces lo pervierten por completo. En general, es posible observar dentro del desarrollo
histórico del pueblo dos movimientos inversos que me permitiré comparar con el flujo y
el reflujo de las mareas oceánicas.
La humanidad sólo tiene sentido a la luz de sus impulsos humanistas básicos.
En ciertas épocas, que por lo general son precursoras de grandes acontecimientos
históricos o grandes triunfos de la humanidad, todo parece ir a un ritmo acelerado, todo
exhala vigor y fuerza; mentes, [212] corazones y voluntades parecen actuar al unísono
cuando se lanzan a la conquista de nuevos horizontes. Parece como si entonces se iniciara
una corriente eléctrica a lo largo de toda la sociedad que une a los individuos más
alejados dentro de un sentimiento común, que congrega las mentes más diversas en un
pensamiento singular e imprime en todos la misma voluntad.
En ese tiempo, todos están llenos de confianza y valor, porque todos se sienten
arrastrados por el sentimiento general. Sin alejarnos de la historia moderna, podemos
indicar el final del siglo XVIII, víspera de la Gran Revolución [Francesa], como una de
esas épocas. Tal fue también, aunque en un grado considerablemente inferior, el carácter
de los años que precedieran a la Revolución de 1848. Y, por último, tal es, según creo, el
carácter de nuestra propia época, que parece presagiar acontecimientos capaces quizá de
trascender a los de 1789 y 1793. ¿No es cierto que todo cuanto vemos y sentimos en esas
épocas grandiosas y fuertes puede compararse a las mareas primaverales del océano?
El reflujo de las grandes mareas creativas de la historia humana. Pero hay
otras épocas oscuras, descorazonadoras y trágicas, donde todo respira decadencia,
postración y muerte, que presentan un verdadero eclipse de la mente pública y privada.
Son las mareas de reflujo que siguen siempre a las grandes catástrofes históricas. Tal fue
la época del Primer Imperio y la de la Restauración. Así fueron los diecinueve o veinte
años siguientes a la catástrofe de junio de 1848. Tal será, en una medida todavía más
terrible, el período de veinte o treinta años que seguirá a la conquista de Francia por los
ejércitos del despotismo prusiano si los obreros y el pueblo de Francia son lo bastante
cobardes para entregar su país.
La historia es el despliegue gradual de la humanidad. Podemos concebir con
claridad el desarrollo gradual del mundo material, lo mismo que el de la vida orgánica y
el de la inteligencia históricamente progresiva del hombre, considerado individual o
socialmente. Es un movimiento completamente natural, desde lo simple a lo complejo,
desde [213] lo más bajo a lo más alto, desde lo inferior a lo superior; un movimiento
acorde con todas nuestras experiencias cotidianas, y acorde también, en consecuencia,
con nuestra lógica natural y las leyes precisas de nuestra mente, que al haberse formado y
desarrollado con la ayuda de esas mismas experiencias, son, por así decirlo, sólo su
reproducción mental, cerebral, o su recapitulación en el pensamiento.
PARTE II

CRÍTICA DE LA SOCIEDAD EXISTENTE

1. LA PROPIEDAD SOLO PODÍA SURGIR EN EL ESTADO

Los filósofos doctrinarios, como los juristas y economistas, suponen siempre que
la propiedad surgió antes de aparecer el Estado. Pero es evidente que la idea jurídica de la
propiedad, como la ley familiar, sólo pudo surgir históricamente dentro del Estado, cuyo
primer acto inevitable fue el establecimiento de esta ley y de la propiedad.
La propiedad es un Dios. Este Dios tiene ya su teología (denominada política y
Derecho), y también su moralidad, cuya más adecuada expresión se resume en la frase:
«Este hombre vale mucho».
Teología y metafísica de la propiedad. El Dios propiedad tiene también su
metafísica: es la ciencia de los economistas burgueses. Como cualquier metafísica, es una
especie de oscuridad crepuscular, un compromiso entre la verdad y la falsedad, del cual
se beneficia esta última. Intenta proporcionar a la falsedad el aspecto de la verdad, y
conduce [216] la verdad a la falsedad. La economía política busca santificar la propiedad
a través del trabajo y presentarla como realización o fruto del trabajo. Porque el trabajo
humano es sagrado, y todo cuanto se base en él es bueno, justo, moral, humano, legítimo.
Sin embargo, es preciso tener una fe terca para tragarse esta doctrina, pues vemos a la
gran mayoría de los obreros privados de toda propiedad; y, lo que es más, tenemos las
confesiones de los economistas y sus propias pruebas científicas en el sentido de que,
bajo la actual organización económica, tan apasionadamente defendida por ellos, las
masas jamás accederán a la propiedad; en consecuencia, su trabajo no las emancipa ni
las ennoblece, porque a pesar de él están condenadas a permanecer sin propiedad para
siempre, es decir, fuera de la moralidad y la humanidad.
Sólo el trabajo no-productivo desemboca en la propiedad. Por otra parte,
vemos que los más ricos propietarios, por consiguiente los ciudadanos más valiosos,
humanos, morales y respetables, son precisamente los que menos trabajan o los que no
trabajan en absoluto. Se suele responder que actualmente un hombre no puede seguir
siendo rico, preservar y menos aún incrementar sus posesiones sin trabajar. Por eso
mismo vale la pena ponerse de acuerdo sobre el uso adecuado de la palabra trabajo: hay
trabajo y trabajo. Hay trabajo productivo y trabajo explotador.
El primero es el esfuerzo del proletariado; el segundo es el de los propietarios. El
que se embolsa el producto de tierras cultivadas por otro, se limita a explotar su trabajo.
Y el que incrementa el valor de su capital con la industria y el comercio, explota el
trabajo de otros. Los bancos que se enriquecen como resultado de miles de transacciones
crediticias, los especuladores de la Bolsa, los tenedores de acciones que obtienen grandes
dividendos sin levantar el dedo; Napoleón III, que se hizo tan rico que fue capaz de
enriquecer a todos sus protegidos; el Kaiser Guillermo I que, orgulloso de sus victorias,
se está preparando para confiscar miles de millones a la pobre y desgraciada Francia, y
que ya se ha hecho rico y está enriqueciendo a sus soldados con el botín; todas esas
personas son trabajadores, [217] ¡pero qué tipos de trabajadores! ¡Salteadores de
caminos! Los ladrones y los que se dedican al simple hurto son «trabajadores» en mucha
mayor medida, porque a fin de enriquecerse a su manera, deben «trabajar» con sus
manos. Es evidente para todos los que no estén ciegos en este tema que el trabajo
productivo crea riqueza y entrega a los productores sólo miseria; mientras que el trabajo
no productivo y explotador es el único capaz de otorgar propiedad. Y como la propiedad
es moralidad, se deduce de ello que la moralidad, según la entienden los burgueses,
consiste en explotar el trabajo de otro.
La propiedad y el capital son esencialmente explotadores del trabajo. ¿Es
necesario repetir aquí los argumentos irrefutables del socialismo, que ningún economista
burgués ha conseguido refutar hasta el presente? ¿Qué son la propiedad y el capital en su
forma contemporánea? Para el capitalista y el propietario significan el poder y el
derecho, garantizados por el Estado, de vivir sin trabajar. Y puesto que ni la propiedad ni
el capital producen nada cuando no están fertilizados por el trabajo, esto significa poder y
derecho para vivir explotando el trabajo de otro, derecho a explotar el trabajo de quienes
no poseen propiedad ni capital y se encuentran, por lo tanto, forzados a vender su fuerza
productiva a los afortunados propietarios.
La propiedad y el capital son inicuos en su origen histórico y parasitarios en
su actual funcionamiento. Obsérvese que he prescindido por completo de la siguiente
cuestión: ¿cómo llegaron la propiedad y el capital a caer en manos de sus presentes
poseedores? Esta es una pregunta que, concebida desde la perspectiva de 1a historia, la
lógica y la justicia, no puede responderse sino de un modo acusatorio para los
propietarios actuales. Me limitaré por eso a afirmar que los propietarios y capitalistas
viven todos a expensas del proletariado mientras no obtengan la subsistencia a partir de
su propio trabajo productivo sino de rentas rústicas o urbanas, intereses del capital, o por
la especulación sobre tierras, edificios y capital, o mediante la explotación comercial e
industrial del trabajo manual del proletariado. (La especulación y la explotación también
constituyen sin du- [218] da una especie de trabajo, pero enteramente no-productivo.
La prueba crucial de la institución de la propiedad. Sé de sobra que este modo
de vida es muy estimado en todos los países civilizados, que resulta expresa y
amorosamente protegido por todos los Estados; y que los Estados, las religiones y todas
las leyes jurídicas, tanto criminales como civiles, así como todos los gobiernos políticos,
monárquicos y republicanos —con sus inmensos aparatos judiciales y policíacos y sus
ejércitos en pie de guerra— no tienen más misión que consagrar y proteger tales
prácticas. En presencia de esas autoridades poderosas y respetables no puedo permitirme
siquiera preguntar si este modo de vida es legítimo desde la perspectiva de la justicia, la
libertad, la igualdad y la fraternidad humana. Me pregunto simplemente: en tales
condiciones, ¿son posibles la fraternidad y la igualdad entre el explotador y el explotado?
¿Son posibles la justicia y la libertad para los explotados?
La insuficiencia de la reivindicación teórica del capitalismo. Supongamos
incluso, como defienden los economistas burgueses —y con ellos todos los abogados,
todos los adoradores y creyentes en el derecho jurídico, todos los sacerdotes del código
civil y penal— que esta relación económica entre explotador y explotado es enteramente
legítima y constituye la consecuencia inevitable, el producto de una ley social eterna e
indestructible. De todas formas, seguirá siendo cierto siempre que la explotación excluye
la hermandad y la igualdad.
Y no hace falta decir que dicha relación excluye la igualdad económica.
El monopolio clasista de los medios de producción es un mal básico. ¿Puede
significar la emancipación del trabajo algo distinto de su liberación del yugo de la
propiedad y el capital? ¿Y cómo podemos impedir que ambos dominen y exploten el
trabajo cuando, separados de él, son el monopolio de una clase que continúa oprimiendo
al mundo del trabajo cobrando las rentas de la tierra y los intereses del capital sin
necesidad de trabajar para vivir, debido precisamente al uso exclusivo de ese capital y esa
[219] propiedad? Tal clase, que extrae su fuerza de su propia posición monopolística, se
apodera de todos los beneficios de las empresas industriales y comerciales, dejando a los
obreros —oprimidos por la competencia mutua en torno a los empleos a que se ven
obligados— solo el mínimo necesario para no morir de hambre.
Ninguna ley política o jurídica, por severa que sea, puede evitar esta dominación y
explotación; ninguna ley puede enfrentarse al poder de este hecho profundamente
enraizado; ninguna puede evitar que esta situación produzca sus resultados naturales. De
aquí se deduce que mientras existan la propiedad y el capital, por una parte, y el trabajo
por la otra, constituyendo los primeros la clase burguesa y el segundo el proletariado, el
obrero será el esclavo y el burgués el amo.
Abolición del derecho a la herencia. ¿Pero qué es lo que separa la propiedad y el
capital del trabajo? ¿Qué produce las diferencias económicas y políticas entre las clases?
¿Qué es lo que destruye la igualdad y perpetúa la desigualdad, los privilegios de un
pequeño número de personas y la esclavitud de la gran mayoría? Es el derecho a la
herencia.
Mientras el derecho a la herencia conserve su fuerza, nunca habrá igualdad
económica, social y política en este mundo; y mientras exista la desigualdad, existirán
también la opresión y la explotación.
Por consiguiente, desde la perspectiva de la emancipación integral del trabajo y
los trabajadores, hemos de tender a la abolición del derecho a la herencia.
Lo que queremos y lo que debemos abolir es el derecho a heredar, fundado sobre
la jurisprudencia y base misma de la familia jurídica y el listado.
Estrictamente hablando, la herencia asegura a los herederos, completa o
parcialmente, la posibilidad de vivir sin trabajar cobrando un tributo al trabajo colectivo
bien como renta de la tierra o como interés del capital. Desde nuestra perspectiva, el
capital y la tierra, todos los instrumentos y materiales necesarios para el trabajo, deben
convertirse para siempre en propiedad colectiva de todas las asociaciones [220] de
productores y dejar de ser transmisibles por la ley de la herencia.
Sólo a ese precio es posible conseguir la igualdad y, en consecuencia, la
emancipación del trabajo y de los trabajadores.

2. EL RÉGIMEN ECONÓMICO ACTUAL

Tendencias generales del capitalismo. La producción capitalista y la


especulación bancaria —que a la larga devora esta producción— deben ampliarse sin
cesar a expensas de las empresas especulativas y productivas menores tragadas por ellas;
deben convertirse en unos pocos monopolios universales con poder sobre toda la tierra.
En el campo económico, la competencia destruye y devora a las empresas
capitalistas, fábricas, fincas rústicas y casas comerciales pequeñas y medias en beneficio
de concentraciones capitalistas, empresas industriales y firmas mercantiles de grandes
dimensiones.
Creciente concentración de la riqueza. Esta riqueza es exclusiva y cada día
tiende a serlo más, concentrándose en manos de un número cada vez más pequeño de
personas y arrojando al estrato inferior de la clase media —la pequeña burguesía— al
estatuto del proletariado, con lo cual el desarrollo de esta riqueza está directamente ligado
a la pobreza creciente de las masas de trabajadores. De aquí se deduce que el abismo
establecido entre la minoría afortunada y privilegiada y los millones de trabajadores que
mantienen a esta minoría mediante su propio trabajo se amplía sin cesar, y que cuanto
más ricos se hacen los explotadores del trabajo, más miserable va pasando a ser la gran
masa de trabajadores.
Proletarización del campesinado. La pequeña propiedad campesina, abrumada
por deudas, hipotecas, impuestos [221] y todo tipo de recaudaciones, se derrite y escapa
del propietario ayudando a redondear las posesiones siempre crecientes de los grandes
terratenientes; una ley económica inevitable fuerza al campesinado a entrar en las filas
del proletariado.
En su forma actual, ¿qué son la propiedad y el capital? Para el capitalista y el
propietario significan el poder y el derecho, garantizados por el Estado, de vivir sin
trabajar. Y puesto que ni la propiedad ni el capital producen nada si no están fertilizados
por el trabajo, esto implica el poder y el derecho de vivir explotando el trabajo de otro, el
derecho a explotar el trabajo de quienes no poseen ni propiedad ni capital y se ven
forzados a vender su fuerza productiva a los afortunados propietarios de ambas cosas...
La explotación es la esencia del capitalismo. Supongamos incluso, como
defienden los economistas burgueses —y con ellos todos los abogados, todos los
adoradores y creyentes en el derecho jurídico, todos los sacerdotes del código civil y
penal—, que esta relación económica entre explotador y explotado es enteramente
legítima y constituye la consecuencia inevitable, el producto de una ley social eterna e
indestructible. De todas formas, seguirá siendo cierto siempre que la explotación excluye
la hermandad y la igualdad para los explotados.
Los obreros, forzados a vender su trabajo. No hace falta decir que excluye la
igualdad económica. Supongamos que yo soy el obrero y que tú eres mi patrón. Si
ofrezco mi trabajo al precio más bajo y permito que vivas de él, no es ciertamente por
devoción o por un amor fraterno. Y ningún economista burgués se atrevería a decirlo,
aunque su razonamiento se haga idílico e ingenuo cuando comienza a hablar de los
afectos recíprocos y las relaciones mutuas que debieran existir entre patronos y
empleados. Lo hago por mi familia y para no morirme de hambre. En consecuencia, me
veo forzado a venderte mi trabajo al precio más bajo posible, y me veo forzado a ello por
la amenaza del hambre.
Vender la fuerza de trabajo no es una transacción libre. Pero —nos dicen los
economistas— los propietarios, [222] capitalistas y patronos también se ven forzados a
buscar y comprar el trabajo del proletariado. Sí, es cierto, se ven forzados a ello, pero no
en la misma medida. De haber existido igualdad entre quienes ofrecen su trabajo y
quienes lo compran, entre la necesidad de vender el pro00pio trabajo y la necesidad de
comprarlo, no existirían la esclavitud ni la miseria del proletariado. Pero entonces
tampoco existirían los capitalistas, ni los propietarios, ni el proletariado, ni los ricos, ni
los pobres: sólo habría trabajadores. Precisamente porque tal igualdad no existe, tenemos
y estamos destinados a seguir teniendo explotadores.
El crecimiento del proletariado desborda la capacidad productiva del
capitalismo. Esta igualdad no existe porque en la sociedad moderna, donde la riqueza se
produce gracias a los salarios que el capital paga al trabajo, el crecimiento de la población
desborda la capacidad productiva del capitalismo, lo cual desemboca en que el suministro
de trabajo excede necesariamente la demanda y conduce a un hundimiento relativo en el
nivel de salarios. La producción así constituida, monopolizada y explotada por capital
burgués, se ve empujada por la competencia entre capitalistas a concentrarse cada vez
más en manos de un número progresivamente menor de capitalistas poderosos, o en
manos de compañías por acciones, cuya acumulación de capital les permite ser más
poderosas que los más grandes capitalistas aislados. (Los capitalistas pequeños y
medianos, incapaces de producir al mismo precio que los grandes capitalistas, sucumben
naturalmente en esta lucha a muerte). Por otra parte, todas las empresas se ven forzadas
por la competencia misma a vender sus productos al precio más bajo posible.
El monopolio capitalista sólo puede alcanzar este doble resultado forzando la
desaparición de un número creciente de capitalistas pequeños o medios, especuladores,
comerciantes o industriales, y lanzándoles al mundo del proletariado explotado, mientras
al mismo tiempo rebaña dividendos cada vez mayores de los salarios de ese mismo
proletariado.
La creciente competencia en la búsqueda de trabajo fuerza el descenso en los
niveles salariales. Por otra parte, la masa del proletariado, al crecer como resultado [223]
del incremento general de la población —cosa que, como sabemos, ni siquiera la pobreza
puede detener eficazmente— y a través de la creciente proletarización de la pequeña
burguesía, ex-propietarios, capitalistas, comerciantes e industriales —con un ritmo, como
ya he señalado, mucho más rápido que las capacidades productivas de una economía
explotada por capital burgués— se encuentra en una situación en la que los mismos
trabajadores se ven obligados a una competencia desastrosa entre ellos.
Puesto que no poseen medio alguno de existencia salvo su propio trabajo manual,
el miedo a verse sustituidos por otros les fuerza a venderlo al precio más bajo. Esta
tendencia de los obreros, o más bien la necesidad a que les condena su propia pobreza,
combinada con la tendencia de los patronos a vender los productos de sus obreros, y por
consiguiente a comprar el trabajo de éstos, al precio más bajo, reproduce y consolida
constantemente la pobreza del proletariado. Al encontrarse en un estado de pobreza, el
obrero se ve forzado a vender su trabajo por casi nada, y como vende este producto por
casi nada, se va hundiendo en una pobreza cada vez mayor.
La explotación intensificada y sus consecuencias. ¡Desde luego, en una miseria
cada vez mayor! Porque en este trabajo propio de galeotes, la fuerza productiva de los
trabajadores, al ser mal usada, explotada despiadadamente, derrochada en exceso y
alimentada de modo deficiente, se agota rápidamente. Una vez que el obrero queda
agotado ¿cuál puede ser su valor en el mercado? ¿Qué valor tiene este único bien poseído
por él, y de cuya venta diaria depende su sustento? ¡Ninguno! ¿Y entonces? Entonces al
obrero no le queda más que morir.
En un país dado, ¿cuál es el salario más bajo posible? Es el precio de lo que los
proletarios de ese país consideran absolutamente necesario para subsistir. Todos los
economistas burgueses están de acuerdo en este punto...
La ley de hierro de los salarios. El precio efectivo de los bienes primarios
constituye el nivel predominante constante, sobre el cual los salarios del proletariado
nunca pueden elevarse durante mucho tiempo, pero por debajo [224] del cual caen muy a
menudo; esto suscita constantemente inanición, enfermedad y muerte, hasta que
desaparece un número de obreros suficiente como para igualar de nuevo la oferta y la
demanda de trabajo.
No hay igualdad de poder negociador entre patrono y obrero. Lo que los
economistas llaman equilibrio de la oferta y la demanda no constituye una verdadera
igualdad entre quienes venden su trabajo y quienes lo compran. Supongamos que yo, un
productor de manufacturas, necesito cien obreros y que se presentan exactamente cien al
mercado de mano de obra; sólo cien, porque si viniesen más, la oferta superaría la
demanda y produciría una reducción en los salarios. Dado que sólo aparecen cien y yo, el
productor, solo necesito ese número —ni uno más ni uno menos—, parecería establecida
inicialmente una completa igualdad; siendo numéricamente iguales la oferta y la
demanda, podrían del mismo modo ser iguales en otros aspectos.
¿Se sigue de ello que los obreros pueden exigirme un salario y las condiciones de
trabajo acordes con una existencia verdaderamente libre, digna y humana? ¡En absoluto!
Si les garantizo esas condiciones y esos salarios, yo, el capitalista, no me beneficiaré más
que ellos. Pero ¿por qué habría de perjudicarme y arruinarme ofreciéndoles los beneficios
de mi capital? Si quiero trabajar como los obreros, invertiré mi capital en otra parte, allí
donde pueda conseguir el interés más elevado, y ofreceré mi trabajo a algún capitalista,
tal como hacen mis obreros.
Si, beneficiándome de la poderosa iniciativa que me permite mi capital, pido a
esos cien obreros que fecunden dicho capital con su trabajo no es porque sienta simpatía
hacia sus sufrimientos, ni tampoco por un espíritu de justicia, ni por amor a la
humanidad. Los capitalistas no son en modo alguno filántropos; se arruinarían si
practicasen la filantropía. Mi móvil es extraer del trabajo de los obreros un beneficio
suficiente para vivir cómodamente, incluso de modo lujoso, mientras incremento al
mismo tiempo mi capital; y todo ello sin necesidad de trabajar yo mismo. Naturalmente,
yo también trabajaré, pero mi trabajo será [225] de un tipo completamente distinto, y seré
remunerado con una cantidad muy superior a la de los obreros. No será un trabajo de
producción, sino de administración y explotación.
Monopolización del trabajo administrativo. Pero, ¿no es el trabajo
administrativo también un trabajo productivo? Indudablemente, porque falto de una
administración buena e inteligente, el trabajo manual no producirá nada, o producirá muy
poco y muy mal. Pero desde el punto de vista de la justicia y las necesidades de la propia
producción, no es en modo alguno necesario que este trabajo lo monopolice yo ni, sobre
todo, que deba ser recompensado con una cantidad muy superior al trabajo manual. Las
asociaciones cooperativas han demostrado ya que los obreros son bastante capaces de
administrar empresas industriales; lo pueden hacer trabajadores elegidos en su propio
seno y con el mismo salario. En consecuencia, si concentro en mis manos el poder
administrativo, no es porque los intereses de la producción así lo exijan, sino para
cumplir mis propios fines, los fines de la explotación. Como patrón absoluto de mi
establecimiento, obtengo por mi trabajo diez o veinte veces más, y si soy un gran
industrial puedo conseguir cien veces más que mis obreros, aunque mi trabajo sea
incomparablemente menos penoso que el suyo.
Mecánica del ficticio contrato libre de trabajo. Pero puesto que la oferta y la
demanda son iguales, ¿por qué aceptan los obreros las condiciones propuestas por el
patrono? Si el capitalista tiene una necesidad de emplear a los obreros idéntica a la
necesidad que los cien obreros tienen de ser empleados, ¿no se deduce de ello que ambas
partes se encuentran en una posición igual? ¿No se encuentran en el mercado como dos
comerciantes iguales —al menos, desde el punto de vista jurídico— uno con el bien
denominado salario diario para cambiarlo por el trabajo diario del obrero sobre la base
de tantas horas por día, y el otro con su propio trabajo como bien a intercambiar por el
salario ofrecido? Puesto que, en nuestra suposición, la demanda es de cien obreros y la
oferta es idéntica a cien personas, podría parecer que ambos lados tienen una posición
paritaria.
[226]
Naturalmente, nada de esto es cierto. ¿Qué trae al capitalista al mercado? La prisa
por enriquecerse, por incrementar su capital, por satisfacer sus ambiciones y vanidades
sociales, por llegar a permitirse todos los placeres concebibles. ¿Y qué trae al obrero al
mercado? El hambre, la necesidad de comer hoy y mañana. En consecuencia, aunque son
iguales desde el punto de vista de la ficción jurídica, el capitalista y el obrero son
absolutamente dispares desde la perspectiva de la situación económica, que es la
situación real.
El capitalista no se ve amenazado por el hambre cuando acude al mercado; sabe
muy bien que si no encuentra hoy a los obreros, tendrá todavía suficiente para comer
durante largo tiempo gracias al capital que felizmente posee. Si los obreros a quienes
encuentra en el mercado presentaran exigencias aparentemente excesivas para él, porque
en vez de permitirle incrementar su riqueza y mejorar todavía más su posición
económica, esas propuestas y condiciones podrían no digamos igualar, pero sí acercar
algo la posición económica de los obreros a la suya propia, ¿qué hace en ese caso?
Rechazar esas proposiciones y esperar.
Después de todo, no estaba movido por una necesidad urgente, sino por un deseo
de mejorar cierta posición que, comparada con la de los obreros, es ya bastante cómoda.
Por ello, puede esperar. Y esperará, porque su experiencia comercial le ha enseñado que
la resistencia de los obreros, quienes, al carecer de capital, de bienes o de cualquier
ahorro, se ven apremiados por la ineluctable necesidad del hambre, no puede durar
mucho, y al final el patrono podrá encontrar los cien obreros que busca —porque se
verán forzados a aceptar las condiciones que él considere rentable imponerles. Si se
niegan, otros vendrán a aceptar con todo gusto tales condiciones. Así es como se hacen
las cosas cotidianamente, sabiéndolo todos y a plena luz...
Un contrato de amo-esclavo. Así, el capitalista viene al mercado si no con la
capacidad de un agente absolutamente libre, al menos con la de un agente infinitamente
más libre que el obrero. Lo que acontece en el mercado es el encuentro entre un impulso
de lucro y el hambre, entre [227] amo y esclavo. Jurídicamente las dos partes son iguales,
pero económicamente el obrero es el siervo del capitalista, incluso antes de haberse
concluido la transacción mercantil mediante la cual el obrero vende su persona y su
libertad por un tiempo determinado. El obrero está en la posición del siervo por la terrible
amenaza de hambre que gravita diariamente sobre su cabeza y su familia; esta amenaza le
obligará a aceptar cualquier condición impuesta por los ávidos cálculos del capitalista, el
industrial, el patrono.
El derecho contra la realidad económica. Y una vez que se ha concertado el
contrato, la servidumbre del obrero se incrementa doblemente... El Sr. Karl Marx, ilustre
jefe del comunismo alemán, observó con justicia en su magnífico trabajo Das Kapital que
si el contrato pactado libremente por los vendedores de dinero —en forma de salario— y
los vendedores de su propio trabajo —es decir, entre el empresario y los trabajadores—
no se concluyera sólo por un tiempo definido y limitado, sino a perpetuidad, constituiría
una auténtica esclavitud. Habiéndose pactado a plazo fijo y reservando al obrero el
derecho a abandonar su empleo, este contrato constituye una especie de servidumbre
voluntaria y transitoria.
Transitoria y voluntaria desde el punto de vista jurídico, sí, pero no desde el punto
de vista de la posibilidad económica. El obrero tiene siempre el derecho de abandonar a
su patrono. Pero ¿tiene los medios para hacerlo? Y si de hecho le deja, ¿es para llevar una
existencia libre, sin otro amo excepto él mismo? No, lo hace a fin de venderse a otro
patrono. Se ve impulsado a ello por la misma hambre que le forzó a venderse al primer
empresario.
De este modo, la libertad del obrero —tan exaltada por los economistas, juristas y
burgueses republicanos— es sólo una libertad teórica que carece de medio alguno para su
realización. En consecuencia, es sólo una libertad ficticia, una completa falsedad. La
verdad es que toda la vida del obrero constituye simplemente una serie continua y
descorazonadora de servidumbres —voluntarias desde el punto de vista jurídico, pero
forzosas en el sentido económico— rota por breves intervalos de libertad acompañados
de ham- [228] bre; en otras palabras, es una verdadera esclavitud.
El patrono sólo se preocupa de los contratos de trabajo para incumplirlos.
Esta esclavitud se manifiesta cotidianamente de innumerables maneras. Prescindiendo de
las vejaciones y las condiciones opresivas del contrato, que convierten al obrero en un
subordinado, un sirviente pasivo y sumiso, y al patrono en un amo casi absoluto;
prescindiendo de todo cuanto es bien sabido, apenas existe una empresa industrial cuyo
propietario no incumpla los términos pactados en el contrato y se arrogue concesiones
adicionales en su propio favor, impulsado por el doble instinto de una insaciable codicia
de beneficios y poder absoluto y aprovechándose de la dependencia económica del
obrero. Ahora pedirá más horas de trabajo, es decir, un horario superior al estipulado en
el contrato; más tarde reducirá los salarios con algún pretexto; luego impondrá multas
arbitrarias, o tratará a los obreros de modo áspero, brusco e insolente.
Pero podríamos decir que en ese caso el obrero tiene la puerta libre para irse. Es
más fácil decirlo que hacerlo. A veces el obrero recibe parte de su salario adelantado, o su
esposa o los hijos pueden estar enfermos, o quizá su trabajo está pobremente pagado en
todo el sector industrial. Otros patronos pueden estar pagando aún menos que el suyo
propio, y después de dejar su trabajo, a lo mejor no encuentra ningún otro. Y quedarse sin
empleo significa la muerte para él y su familia. Además, hay un acuerdo entre todos los
patronos, y todos ellos se parecen. Todos ellos son prácticamente igual de irritantes,
injustos y ásperos.
¿Es esto una calumnia? No, está en la naturaleza de las cosas y en la necesidad
lógica de la relación existente entre los patronos y sus obreros.

[229]
3. INEVITABILIDAD DE LA LUCHA DE CLASES EN LA
SOCIEDAD

Ciudadanos y esclavos: tal era el antagonismo existente en el mundo antiguo y en


los Estados esclavistas del Nuevo Mundo. Ciudadanos y esclavos, es decir, obreros a la
fuerza, esclavos no de derecho, pero sí de hecho; tal es el antagonismo del mundo
moderno. Y al igual que los Estados antiguos sucumbieron por la esclavitud, así
perecerán también los Estados modernos a manos del proletariado.
Las diferencias de clase son reales a pesar de la falta de delimitaciones claras.
En vano intentaríamos consolarnos pensando que este antagonismo es ficticio y no real, o
que resulta imposible trazar una línea clara de demarcación entre las clases poseedoras y
las desposeídas, ya que ambas se mezclan a través de muchos matices intermedios e
imperceptibles. Tampoco existen tales líneas de delimitación en el mundo natural; por
ejemplo, es imposible mostrar en la serie ascendente de los seres el punto exacto donde
termina el reino de las plantas y comienza el reino animal, donde cesa la bestialidad y
comienza la humanidad. Sin embargo, existe una diferencia muy real entre una planta y
un animal, y entre un animal y el hombre.
Lo mismo acontece en la sociedad humana: a pesar de los vínculos intermedios
que hacen imperceptibles la transición de una situación política y social a otra, la
diferencia entre las clases es muy marcada, y todos pueden distinguir a la aristocracia de
sangre azul de la aristocracia financiera, a la alta burguesía de la pequeña burguesía, o a
esta última del proletariado fabril y urbano —lo mismo que podemos distinguir al
terrateniente, al rentier, del campesino que trabaja su propia tierra, y al granjero del
proletario rústico común (la mano de obra agrícola a sueldo).
La diferencia básica entre las clases. Todos esos diferentes grupos políticos y
sociales pueden reducirse ahora a dos categorías principales, diametralmente opuestas y
naturalmente hostiles entre sí: las clases privilegiadas, que com- [230] prenden a todos
los privilegiados en cuanto a posesión de tierra, capital, o incluso sólo de educación
burguesa, y las clases trabajadoras, desheredadas en cuanto a la tierra y al capital, y
privadas de toda educación e instrucción.
La lucha de clases en la sociedad existente no admite conciliación. El
antagonismo existente entre el mundo burgués y el de los trabajadores asume un carácter
cada vez más pronunciado. Todo hombre sensato —cuyos sentimientos e imaginación no
estén distorsionados por la influencia, a menudo inconsciente, de sofismas tópicos—
debe comprender que es imposible cualquier reconciliación entre ambos mundos. Los
trabajadores quieren igualdad, y la burguesía quiere mantener la desigualdad.
Obviamente, una cosa destruye a la otra. En consecuencia, la gran mayoría de los
capitalistas burgueses y los propietarios con valor para confesar abiertamente sus deseos
manifiestan con la misma franqueza el espanto que les inspira el actual movimiento
laboral. Son enemigos resueltos y sinceros; los conocemos, y bien está que así sea.
Indudablemente, no puede haber reconciliación entre el proletariado, irritado y
hambriento, movido por pasiones social-revolucionarias y obstinadamente determinado a
crear otro mundo sobre los principios de verdad, justicia, libertad, igualdad y fraternidad
humana (principios tolerados en la sociedad respetable sólo como tema inocente de
ejercicios retóricos), y el mundo ilustrado y educado de las clases privilegiadas que
defienden con desesperado vigor el régimen político, jurídico, metafísico, teológico y
militar como última fortaleza en la custodia del precioso privilegio de la explotación
económica. Entre esos dos mundos, entre el sencillo pueblo trabajador y la sociedad
educada (que combina en sí misma, como sabemos, todas las excelencias, bellezas y
virtudes) no hay reconciliación posible.
La lucha de clases en términos de progreso y reacción. Sólo han persistido dos
fuerzas reales hasta el presente: el partido del pasado, de la reacción, que comprende a
todas las clases poseedoras y privilegiadas y que ahora busca refugio, a menudo
expresamente, bajo la bandera de la dictadura militar o la autoridad del Estado; y el [231]
partido del futuro, el partido de la emancipación humana integral, el partido del
Socialismo Revolucionario, del proletariado.
Hemos de ser sofistas o completamente ciegos para negar la existencia del abismo
que separa actualmente a ambas clases. Como acontecía en el mundo antiguo, nuestra
civilización moderna —regida por una minoría relativamente limitada de ciudadanos
privilegiados— tiene como base el trabajo forzado (forzado por el hambre) de la gran
mayoría de la población, condenada inevitablemente a la ignorancia y la brutalidad...
El comercio libre no es solución. En vano podemos decir con los economistas
que el mejoramiento de la situación económica de las clases trabajadoras depende del
progreso general de la industria y el comercio en todos los países y de su completa
emancipación de la tutela y la protección estatal. La libertad de industria y comercio es,
por supuesto, una gran cosa, y constituye uno de los fundamentos básicos para la unión
internacional futura de todos los pueblos del mundo. Siendo amigos de la libertad a
cualquier precio, y de todas las libertades, debiéramos ser igualmente amigos de tales
libertades. Pero hemos de reconocer, por otra parte, que mientras exista el Estado actual,
mientras el trabajo siga siendo siervo de la propiedad y el capital, esta libertad, al
enriquecer a una sección muy pequeña de la burguesía a expensas de la gran mayoría de
la población, producirá un buen resultado: debilitará y desmoralizará más completamente
al pequeño número de personas privilegiadas, e incrementará la pobreza, el resentimiento
y la justa indignación de las masas trabajadoras, acercando así la hora de la destrucción
de los Estados.
El capitalismo del libre comercio es un suelo fértil para el crecimiento de la
pobreza. Inglaterra, Bélgica, Francia y Alemania son sin duda los países europeos donde
el comercio y la industria disfrutan de una mayor libertad relativa y han alcanzado el
nivel más alto de desarrollo. Por lo mismo, son precisamente los países donde la pobreza
se siente de modo más cruel, y donde parece haberse ensanchado en una medida
desconocida para los demás países [232] la distancia que separa a los capitalistas y
propietarios de las clases trabajadoras.
El trabajo de las clases privilegiadas. De este modo, nos vemos llevados a
reconocer como regla general que en el mundo moderno —aunque no sea en la misma
medida que en el mundo antiguo— la civilización de un pequeño número se basa todavía
sobre el trabajo forzado y el barbarismo relativo de la gran mayoría. Sin embargo, sería
injusto decir que esta clase privilegiada es totalmente ajena al trabajo. Por el contrario, en
nuestros días muchos de sus miembros trabajan a fondo. El número de personas
absolutamente ociosas decrece perceptiblemente, y el trabajo está empezando a provocar
respeto en esos círculos; porque los miembros más afortunados de la sociedad están
empezando a comprender que para mantenerse en el alto nivel de la civilización actual,
para ser capaces al menos de disfrutar de sus privilegios y conservarlos, es preciso
trabajar mucho.
Pero existe una diferencia entre el trabajo de las clases acomodadas y el de los
obreros: el primero, al estar pagado en una medida proporcionalmente muy superior al
segundo, proporciona ocio a las personas privilegiadas, y el ocio constituye la condición
suprema de todo desarrollo humano, intelectual y moral — una condición jamás
disfrutada hasta ahora por las clases trabajadoras—. Además, el trabajo de las personas
privilegiadas es casi exclusivamente de tipo nervioso, es decir, de imaginación, memoria
y pensamiento, mientras que el trabajo de los millones de proletarios es de tipo muscular;
a menudo, como acontece en el trabajo fabril, no desarrolla todo el sistema humano, sino
sólo una parte en detrimento de todas las demás, y por lo general se verifica bajo
condiciones dañinas para la salud corporal y opuestas a su desarrollo armonioso.
En este sentido, el trabajador de la tierra es mucho más afortunado: libre del
efecto viciante del aire mal ventilado y a menudo emponzoñado de las fábricas y talleres,
y libre del efecto deformante de un desarrollo anormal en algunas de sus potencias a
expensas de las otras, su naturaleza se mantiene más vigorosa y completa. Pero, a
cambio, su inteligencia es casi siempre más fija, indolente y [233] mucho menos
desarrollada que la del proletariado fabril y urbano.
Recompensas respectivas en ambos tipos de trabajo. Los artesanos, los obreros
fabriles y los trabajadores de granjas forman una sola categoría, la del trabajo muscular,
que se opone a los representantes privilegiados del trabajo nervioso. ¿Cuál es la
consecuencia de esta división real que constituye la base misma de la situación presente,
tanto política como social?
A los representantes privilegiados del trabajo nervioso —que, incidentalmente,
están llamados en la actual organización de la sociedad a desempeñar este tipo de trabajo
sólo porque nacieron en una clase privilegiada, y no por ser más inteligentes—
corresponden todos los beneficios, pero también todas las corrupciones de la civilización
existente. Hacia ellos fluyen la riqueza, el lujo, la comodidad, el bienestar, las alegrías
familiares, y el disfrute exclusivo de la libertad política, junto con el poder para explotar
el trabajo de millones de obreros y gobernarlos a voluntad en aras del propio interés; es
decir, todas las creaciones, todos los refinamientos de la imaginación y el pensamiento...
que les proporcionan el poder necesario para hacerse hombres completos —y todos los
venenos de una humanidad pervertida por el privilegio.
¿Y qué queda para los representantes del trabajo muscular, para los incontables
millones de proletarios, o incluso pequeños propietarios rurales? Una inevitable pobreza,
donde faltan incluso las alegrías de la vida familiar (porque la familia se convierte pronto
en una losa para el pobre), ignorancia, barbarie y casi podríamos decir una forzada
bestialidad, con el «consuelo» de servir como pedestal para la civilización, para la
libertad y para la corrupción de una pequeña minoría. Pero, a cambio, los trabajadores
han preservado la frescura de mente y corazón. Fortalecidos en lo moral por el trabajo,
aunque les haya sido impuesto, han conservado un sentido de la justicia mucho más alto
que el de los juristas instruidos y los códigos legales. Viviendo una vida de miseria,
abrigan un cálido sentimiento de compasión para todos los desdichados; han preservado
su [234] sensatez sin corromperla con los sofismas de una ciencia doctrinaria o las
falsedades de la política; y puesto que no han abusado de la vida, puesto que ni siquiera la
han usado, han mantenido su fe en ella.
El cambio de situación producido por la gran revolución francesa. Pero, se
nos dice, este contraste o abismo entre la minoría privilegiada y el gran número de
desheredados ha existido siempre y sigue existiendo. Entonces, ¿qué tipo de cambio se
produjo? El cambio consiste en que antes este abismo estaba envuelto en una densa
niebla religiosa y oculto así a las masas del pueblo; desde que la Gran Revolución
comenzó a despejar esta niebla, las masas se han hecho conscientes de la distancia, y
empiezan a preguntarse por el motivo de su existencia. El significado de tal cambio es
inmenso.
Desde que la Revolución trajo a las masas su Evangelio —no el místico, sino el
racional; no el celestial, sino el terrenal; no el divino, sino el humano, el Evangelio de los
Derechos del Hombre—, desde que proclamó que todos los hombres son iguales, que
todos los hombres tienen derecho a la libertad y a la igualdad, las masas de todos los
países europeos y de todo el mundo civilizado, tras despertar gradualmente del sopor que
les había mantenido en la servidumbre desde que el cristianismo los drogara con su opio,
empezaron a preguntarse si no tenían ellas también derecho a la libertad, la igualdad y la
humanidad.
El socialismo es la consecuencia lógica de la dinámica de la Revolución
Francesa. Tan pronto como se planteó esta cuestión, guiado por su admirable sensatez y
por sus instintos, el pueblo comprendió que la primera condición de su emancipación
real, o de su humanización, era un cambio radical en la situación económica. La cuestión
del pan cotidiano era para ellos simplemente la primera cuestión porque, como había
observado hace mucho tiempo Aristóteles, el hombre debe ser liberado de las
preocupaciones de la vida material para poder pensar, para poder sentirse libre, para
llegar a ser hombre. En cierto modo, los burgueses que vociferan tanto en sus ataques
contra el materialismo del pueblo y le predican las abstinencias del idealismo, [235] lo
saben muy bien, pues lo predican solo de palabra, y no con el ejemplo.
La segunda cuestión para el pueblo era el ocio tras el trabajo, condición
indispensable para la humanidad. Pero el pan y el ocio nunca podrán obtenerse sin una
transformación radical de la organización presente de la sociedad, y esto explica por qué
la Revolución, empujada exclusivamente por las consecuencias de su propio principio,
dio origen al Socialismo.
4. HISTORIA HETEROGÉNEA DE LA BURGUESÍA

Hubo un tiempo en que la burguesía, dotada de poder vital y formando la única


clase histórica, ofreció un espectáculo de unión y fraternidad tanto en sus actos como en
sus pensamientos. Fue el mejor período en la vida de esa clase, sin duda siempre
respetable, pero a partir de entonces impotente, estúpida y estéril como clase; fue la época
de su desarrollo más vigoroso. Así era antes de la Gran Revolución de 1793; así era
también, aunque en mucha menor medida, antes de las revoluciones de 1830 y 1848. Por
entonces la burguesía tenía un mundo que conquistar, necesitaba asumir su puesto en la
sociedad; organizada para la lucha, siendo inteligente y audaz y sintiéndose más fuerte
que nadie en cuanto al derecho, poseía un poder irresistible, omnipotente. Por sí sola
engendró tres revoluciones contra el poder unido de la monarquía, la nobleza y el clero.
La francmasonería: internacional de la burguesía en su pasado heroico. Por
entonces, la burguesía creó también una asociación internacional, universal y formidable:
la francmasonería.
Sería un gran error juzgar por el presente de la francmasonería lo que fue durante
el siglo pasado o incluso a comienzos de éste. Siendo una institución primordialmente
burguesa, [236] la francmasonería reflejó en su historia el desarrollo, el poder creciente y
la decadencia de la burguesía, intelectual y moral... Antes de 1793, e incluso antes de
1830, la francmasonería unificaba en su seno, salvo escasas excepciones, a todos los
espíritus escogidos, a los corazones más ardientes y a las voluntades más osadas;
constituía una organización activa, poderosa y verdaderamente benéfica. Fue la vigorosa
encarnación y la realización práctica de la idea humanitaria del siglo XVIII. Todos los
grandes principios de libertad, igualdad, fraternidad, razón y justicia humana —
elaborados teóricamente por la filosofía del siglo— se transformaron en dogmas prácticos
dentro de la francmasonería, así como en bases de una nueva moralidad y una nueva
política. Se convirtieron en alma de un gigantesco trabajo de demolición y
reconstrucción...
Desintegración de la francmasonería. El triunfo de la revolución mató a la
francmasonería; al ver sus deseos cumplidos parcialmente por la revolución, y tras
asumir, como consecuencia de ella, el lugar de la nobleza, la burguesía se convirtió en
una clase privilegiada, explotadora, oprimentemente conservadora y reaccionaria,
después de haber sido durante largo tiempo una clase explotada y oprimida... Tras el coup
d'Etat de Napoleón I, la francmasonería se convirtió en una institución imperial en la
mayor parte del continente europeo.
El epígono del sentimiento revolucionario burgués. En cierta medida, la revivió
la Restauración. Viéndose amenazada por el retorno del viejo régimen, forzada también a
entregar a la coalición de los nobles y la Iglesia el lugar que había ganado con la primera
Revolución, la burguesía se hizo revolucionaria otra vez por necesidad. ¡Pero qué
diferencia entre esta rebeldía recalentada y la rebelión ardiente y poderosa que la había
inspirado a finales del siglo pasado! La burguesía era sincera entonces, creía seria e
ingenuamente en los derechos del hombre, estaba inspirada y movida por un genio para la
destrucción y la reconstrucción. En ese momento se encontraba en plena posesión de su
inteligencia y en pleno desarrollo de su poder. No sospechaba el abismo que la separaba
del pueblo; [237] se creía y sentía —y en cierto modo lo era realmente— el auténtico
representante del pueblo. La reacción de Thermidor y la conspiración de Babeuf la
curaron de esta ilusión. El abismo que separa al pueblo trabajador de la burguesía
explotadora, dominante y próspera, se ha ensanchado cada vez más, y ahora sólo el
cuerpo muerto de toda la burguesía y de toda su existencia privilegiada será capaz de
llenar tal vacío.
El antagonismo de clases desplazó a la burguesía de su posición
revolucionaria como dirigente del pueblo. La burguesía del siglo pasado creía
sinceramente que emancipándose del yugo monárquico, clerical y feudal, emanciparía al
mismo tiempo a todo el pueblo. Esta creencia sincera, pero ingenua, fue la fuente de su
audacia heroica y de todo su maravilloso poder. Los burgueses se sentían unidos con
todos, y marchaban al asalto llevando con ellos el poder y el derecho para todos. Debido
a este derecho y a este poder que estaban, por así decirlo, encarnados en su clase, los
burgueses del siglo pasado pudieron escalar y tomar las fortalezas del poder político que
sus padres codiciaron durante tantos siglos.
Pero en el momento mismo de plantar allí su bandera, una nueva luz inundó sus
mentes. Tan pronto como conquistaron ese poder, comprendieron que en realidad nada
tenían en común los intereses de la burguesía y los de las grandes masas del pueblo, sino
que, por el contrario, estaban radicalmente opuestos entre sí, y que el poder y la
prosperidad exclusiva de la clase poseedora sólo podían descansar sobre la pobreza y la
dependencia política y social del proletariado.
Tras ello las relaciones entre la burguesía y el pueblo cambiaron radicalmente,
pero antes de que los obreros se dieran cuenta de que los burgueses eran sus enemigos
naturales —debido a la necesidad, más que a una voluntad perversa— la burguesía se
había hecho consciente de este inevitable antagonismo. Esto es lo que llamo la mala
conciencia de la burguesía.
Huida del pasado revolucionario. En la actualidad la situación es totalmente
distinta: la burguesía tiene un temor [238] absoluto a la revolución social en todos los
países de Europa; sabe que contra esta tormenta no dispone de otro refugio que el Estado.
Por eso desea y exige siempre un Estado fuerte o, dicho en lenguaje simple, una
dictadura militar. Y con el fin de embaucar más fácilmente a las masas populares, intenta
vestir esta dictadura con el disfraz de un gobierno representativo popular, que le
permitiría explotar a las grandes masas del pueblo en nombre del propio pueblo.
La alta burguesía. En los estratos superiores de la burguesía, tras la
consolidación de la unidad estatal, ha nacido y se desarrolla cada día con más fuerza la
unidad social de los explotadores privilegiados del trabajo de la clase obrera.
Esta clase [la alta burguesía] comprende los altos cargos, las esferas de la alta
burocracia, los oficiales del Ejército, los funcionarios principales de la policía y los
jueces; el mundo de los grandes propietarios, industriales, comerciantes y banqueros; el
mundo legal oficial y la prensa; y, del mismo modo, el Parlamento, cuya ala derecha
disfruta ya de todos los beneficios del gobierno, mientras el ala izquierda intenta tomar en
sus propias manos ese mismo gobierno.
La pequeña burguesía. Comprendemos bien que el conocimiento no está
distribuido paritariamente, ni siquiera entre la burguesía. Aquí también existe una
jerarquía, condicionada por la riqueza relativa del estrato social al cual pertenecen por
nacimiento los individuos y no por su capacidad. Así, por ejemplo, la educación recibida
por los niños de la pequeña burguesía —apenas superior a la recibida por los hijos de los
obreros— es insignificante en comparación con la educación recibida por los niños de la
burguesía alta y media. ¿Y qué vemos? La pequeña burguesía, que se considera clase
media por una ridícula vanidad y por su dependencia respecto de los grandes capitalistas,
se descubre muchas veces en una posición todavía más miserable y humillante que la del
proletariado.
Por consiguiente, cuando hablamos de clases privilegiadas, no queremos incluir a
esta miserable pequeña burguesía, [239] que de tener más valor e inteligencia no dejaría
de unirse a nosotros para luchar en común contra la gran burguesía, que la oprime tanto
como oprime al proletariado. Y si el desarrollo económico de la sociedad continúa en la
misma dirección otros diez años, veremos que la mayor parte de la burguesía media se
hundirá primero en la posición actual de la pequeña burguesía para perderse
gradualmente más tarde en las filas del proletariado. Todo ello será resultado de la
concentración inevitable de propiedad en manos de un número cada vez menor de
personas, lo que implica necesariamente la división del mundo social en una pequeña
minoría, muy rica, educada y dirigente, y la gran mayoría de proletarios y esclavos
miserables e ignorantes.
El progreso técnico sólo beneficia a la burguesía. Hay un hecho que debiera
sorprender a toda persona consciente, a toda persona que defienda de corazón la dignidad
y la justicia humana; es decir, la libertad de cada uno en la igualdad para todos. Este
hecho notable es que todas las invenciones de la mente, todas las grandes aplicaciones de
la ciencia a la industria, al comercio y, en general, a la vida social, sólo han beneficiado
hasta el presente a las clases privilegiadas y al poder de los Estados, esos eternos
protectores de las iniquidades políticas y sociales. Nunca han beneficiado a las masas del
pueblo. Basta con aludir, como ejemplo, a las máquinas para que todo obrero y todo
partidario sincero de la emancipación del trabajo coincida con nosotros en este punto.
El Estado es una institución controlada por la burguesía. ¿Qué poder mantiene
ahora a las clases privilegiadas, con todo su insolente bienestar y su inicuo goce de la
vida, frente a la legítima indignación de las masas populares? Ese poder es el poder del
Estado, donde sus hijos mantienen, como siempre, todas las posiciones dominantes,
medias e inferiores, exceptuando las de trabajadores y soldados.
La administración de la economía en el lugar del Estado. La burguesía es la
clase dominante y la única inteligente porque explota al pueblo y lo mantiene en un
estado de hambre. Si el pueblo llegara a ser próspero y tan culto como la burguesía, la
dominación de esta última [240] terminaría; y no habría lugar en lo sucesivo para un
gobierno político, que se habría transformado entonces en un simple aparato para la
administración de la economía.
Desintegración moral e intelectual de la burguesía. Las clases educadas, la
nobleza, la burguesía —que en un tiempo florecieron y estuvieron a la cabeza de una
civilización viva y progresiva en Europa— se han hundido actualmente en el sopor
vulgarizándose, haciéndose obesas y cobardes hasta el extremo de representar
únicamente los atributos más despreciables y viles de la naturaleza humana. Vemos que
esas clases no son siquiera capaces de defender su independencia en un país tan virtuoso
como Francia ante la invasión alemana. Y en Alemania vemos que todas esas clases
muestran el más abyecto servilismo hacia su Kaiser.
Ningún burgués —ni siquiera el más rojo— desea una igualdad económica,
porque esa igualdad implicaría su muerte.
La burguesía no ve ni comprende nada exterior al Estado y a los poderes
reguladores del Estado. La altura de su ideal, de su imaginación y heroísmo, es la
exageración revolucionaria del poder y la acción estatal en nombre de la seguridad
pública.
Agonía fatal de una clase históricamente condenada. Como organismo político
y social, tras haber rendido descollantes servicios a la civilización del mundo moderno,
esta clase está condenada actualmente a muerte por la propia historia. Morir es el único
servicio que todavía puede hacer a la humanidad, a quien sirvió durante su vida. Pero no
quiere morir. Y esta negativa a la muerte es la única causa de su estupidez presente y de
esa vergonzosa impotencia que ahora caracteriza a todas sus empresas políticas,
nacionales e internacionales.
¿Está la burguesía en una completa bancarrota? ¿Ha llegado ya a la bancarrota
la burguesía? Todavía no. ¿Ha perdido el gusto por la libertad y la paz? En absoluto.
Sigue amando la libertad, a condición, naturalmente, de que esta libertad exista sólo para
ella; es decir, que la burguesía conserve la libertad de explotar la esclavitud [241] de las
masas, las cuales —aun poseyendo bajo las constituciones actuales el derecho a la
libertad, pero no los medios para disfrutarla— permanecen forzosamente esclavizadas
bajo su yugo. En cuanto a la paz, jamás sintió la burguesía tanto su necesidad como
actualmente. La paz armada, que gravita pesadamente sobre el mundo europeo, perturba,
paraliza y arruina a la burguesía.
Reacción burguesa contra la dictadura militar. Gran parte de la burguesía está
cansada del reinado de cesarismo y militarismo, que surgió en 1848 como consecuencia
de su miedo al proletariado...
No hay duda de que la burguesía en su conjunto, incluyendo a la burguesía
radical, no cree en el sentido propio del término en el cesarismo y el despotismo militar,
cuyos efectos está ya deplorando. Tras haberse aprovechado de esta dictadura en su lucha
contra el proletariado, expresa ahora el deseo de liberarse de ella. Nada más natural, pues
este régimen la humilla y arruina. Pero ¿cómo puede liberarse de esta dictadura? En un
tiempo fue valiente y poderosa; tenía el poder de conquistar mundos. Ahora es cobarde y
débil, y afligida por la impotencia de la senectud. Es agudamente consciente de esta
debilidad, y siente que por sí sola nada puede hacer. Necesita ayuda. Esta ayuda sólo
puede proporcionársela el proletariado, y por eso piensa la burguesía que debe ganárselo
para su bando.
La burguesía liberal y el proletariado. ¿Pero cómo puede ganarse al
proletariado? ¿Con promesas de libertad e igualdad política? No, esas son palabras que ya
no conmueven a los obreros. Han aprendido a su propia costa, y tras una dura
experiencia, que esas palabras sólo significan la preservación de su esclavitud económica,
a menudo más dura de lo que fue antaño... Si queréis conmover el corazón de esos
miserables millones de esclavos del trabajo, habladles de su emancipación económica.
Apenas hay un trabajador incapaz de comprender que ésta es la única base seria y real de
todas las demás emancipaciones. En consecuencia, la mejor forma de aproximarse a los
trabajadores es desde la perspectiva de las reformas económicas de la sociedad.
[242]
Socialismo burgués. Los miembros de la Liga para la Paz y la Libertad se dirán:
«Pues bien, llamémosnos también socialistas. Prometámosles reformas económicas y
sociales, pero a condición de que respeten las bases de la civilización y la omnipotencia
burguesa: propiedad individual y hereditaria, intereses para el capital y rentas de la tierra.
Persuadámosles de que sólo a partir de esas condiciones —que, incidentalmente,
aseguran nuestra dominación y la esclavitud del proletariado— podrán emanciparse los
obreros.
Hemos de convencerles también de que para llevar adelante tales reformas
sociales, es necesaria primero una buena revolución política, exclusivamente política, y
tan roja como quieran en sentido político, con muchas cabezas cortadas si es necesario,
pero con un respeto todavía mayor hacia la sacrosanta propiedad. En resumen, una
revolución puramente jacobina que nos haga dueños de la situación; y una vez que nos
hayamos hecho dueños y señores, daremos a los obreros lo que podamos y queramos
darles. »
Rasgos distintivos de un socialista burgués. He aquí el signo infalible para que
los obreros detecten a un falso socialista, a un socialista burgués. Si hablándole de la
revolución o de la transformación social, dice que la transformación política debe
preceder a la transformación económica; si niega que ambas cosas deben hacerse al
mismo tiempo, o mantiene que la revolución política debe separarse en cierto modo de
una plena y completa liquidación social emprendida de modo inmediato y directo, los
obreros deben volverle la espalda: porque quien está hablando es un necio o un
explotador hipócrita.
La burguesía no tiene fe en el futuro. Algo muy notable, observado y
manifestado además por gran número de escritores de varias tendencias, es que
actualmente sólo el proletariado posee un ideal constructivo, hacia el que aspira con la
pasión todavía virgen de todo su ser. Ve delante de él una estrella, un sol que ilumina y ya
le calienta (por lo menos, de modo imaginario) en su fe, que le muestra con una cierta
claridad el camino a seguir, mientras todas las clases privilegiadas y supuestamente
ilustradas se encuen- [243] tran hundidas en una oscuridad pavorosa y desoladora. Estas
últimas no ven nada por delante, no creen en nada ni aspiran a nada, salvo a la
preservación perpetua del statu quo, mientras reconocen al mismo tiempo que este statu
quo carece en absoluto de valor. Nada prueba mejor que esas clases están condenadas a
morir y que el futuro pertenece al proletariado. Son los «bárbaros» (los proletarios)
quienes representan ahora la fe en el destino humano y en el futuro de la civilización,
mientras las «personas civilizadas» sólo encuentran su salvación en la barbarie, en la
masacre de los comuneros y el retorno al Papa. Tales son los dos requerimientos finales
de la civilización privilegiada.
5. LA LARGA ESCLAVITUD DEL PROLETARIADO

Al principio los hombres se devoraban entre sí como bestias salvajes. Entonces


los más listos y fuertes empezaron a esclavizar a los demás. Más tarde, los esclavos se
convirtieron en siervos. Y en un estadio posterior, los siervos se convirtieron en
asalariados libres.
El proletariado es una clase de características bien definidas. El proletariado
urbano y el campesinado constituyen el pueblo verdadero, aunque el proletariado esté
naturalmente más avanzado que los campesinos. El proletariado... constituye una clase
muy desgraciada y muy oprimida, pero al mismo tiempo una clase con características
propias claramente marcadas. Como clase definida, está sujeta a la acción de una ley
histórica e inevitable que determina el curso y la duración de toda clase de acuerdo con lo
que ha hecho y cómo ha vivido en el pasado. Las individualidades colectivas, todas las
clases, se agotan en la larga carrera, igual que los individuos.
Crisis económicas y proletariado. En países con indus- [244]
trias muy desarrolladas, especialmente Inglaterra, Francia, Bélgica y Alemania, desde la
introducción de una maquinaria perfeccionada y la aplicación del vapor en la industria, y
desde que apareció la producción fabril a gran escala, se hicieron inevitables las crisis
comerciales, recurrentes en intervalos periódicos cada vez más breves. Donde la industria
ha florecido en mayor grado, los obreros han debido enfrentarse con la amenaza periódica
de morir de hambre. Naturalmente, esto dio lugar a crisis laborales, movimientos obreros
y huelgas, primero en Inglaterra (en la década de 1820), luego en Francia (en la década de
1830), y por último en Alemania y Bélgica (en la década de 1840). La miseria
generalizada, y su causa general, crearon en esos países poderosas asociaciones, al
principio sólo de carácter local, para la ayuda mutua, la defensa y la lucha en común.
Internacionalismo proletario. El proletariado urbano y fabril, preso ya por su
pobreza —como los esclavos—, a la localidad donde ha de trabajar, carece de intereses
locales por carecer de propiedad. Todos sus intereses tienen un carácter general: no son
siquiera nacionales, son internacionales. Porque la cuestión del trabajo y los salarios,
única cuestión que les interesa de forma directa, real y viva, cuestión cotidiana que se ha
convertido en centro y base de todas las demás —tanto sociales como políticas y
religiosas— tiende a asumir hoy un carácter incondicionadamente internacional, por el
simple desarrollo del poder omnipotente del capital en la industria y el comercio. Esto
explica el sorprendente crecimiento de la Asociación Internacional de Trabajadores, que a
pesar de haber sido fundada hace menos de seis años, ya tiene sólo en Europa más de un
millón de miembros.
Aristocracia del trabajo. En todo país, entre los millones de obreros sin
especializar, existe un estrato de individuos más desarrollados y cultos, que constituyen
por ello una especie de aristocracia laboral. Esta aristocracia laboral está dividida en dos
categorías, de las cuales una es muy provechosa y la otra bastante dañina.
La artesanía, residuo del medievo. Comencemos con [245] la categoría dañina.
Está constituida básica y casi exclusivamente por artesanos, y no por obreros fabriles.
Sabemos que la situación del artesanado en Europa, aunque no pueda envidiarse, sigue
siendo incomparablemente mejor que la de los obreros fabriles. Los artesanos no están
explotados por el gran capital sino por el pequeño, que carece con mucho del poder para
oprimir y humillar a sus obreros en la medida característica de las grandes
concentraciones de capital dentro del mundo industrial. El mundo de los artesanos, del
trabajo artesanal y no mecánico, representa un vestigio de la estructura económica
medieval. Se ve desplazado cada vez más por la presión irresistible de la producción
fabril en gran escala, que naturalmente intenta apoderarse de todas las ramas de la
industria.
Pero donde subsiste la artesanía, los trabajadores ocupados en ella viven mucho
mejor; y las relaciones entre los patronos no excesivamente opulentos, procedentes de la
clase trabajadora, y sus obreros son más íntimas, más simples y patriarcales que en el
mundo de la producción fabril. Por eso encontramos entre los artesanos a muchos semi-
burgueses por hábitos y convicciones que esperan y pretenden, consciente o
inconscientemente, convertirse en burgueses cien por cien.
Pero los mismos artesanos se subdividen en tres categorías. La más amplia y
menos aristocrática —esto es, la menos afortunada de todas, en el sentido burgués—
comprende a los menos especializados y a las profesiones más toscas (como los herreros,
por ejemplo), que exigen una considerable fuerza física. Los trabajadores que pertenecen
a esta categoría están más cerca que los demás, por sus tendencias y convicciones, de los
obreros fabriles. Y entre ellos se mantienen e incluso se desarrollan los valiosos instintos
revolucionarios. Allí encontramos frecuentemente a personas capaces de comprender en
todas sus perspectivas e implicaciones los problemas de la emancipación universal de los
trabajadores.
Hay una categoría intermedia que comprende oficios como carpinteros,
tipógrafos, sastres, zapateros y otros muchos semejantes, para los cuales se requiere un
cierto grado [246] de educación y unos conocimientos específicos, o por lo menos un
esfuerzo físico inferior, y que por ello dejan más tiempo para pensar. Entre esos obreros
hay un mayor bienestar relativo y, en consecuencia, más altanería burguesa. Sus instintos
revolucionarios son considerablemente más débiles que en la primera categoría,
relativamente no especializada. Pero, por otra parte, encontramos allí a un mayor número
de hombres que piensan y razonan, aunque a veces de modo errado, y que construyen
conscientemente sus convicciones. Al mismo tiempo, esta categoría contiene una
proporción notable de retóricos incapaces para la acción, porque su propensión a la charla
vacía, y a veces la influencia de la vanidad o ambiciones personales, llegan a bloquear
dicha acción, incluso conscientemente.
La categoría semi-burguesa. Por último, existe una tercera categoría de oficios
manuales que produce bienes de lujo, y está vinculada por lo tanto a la existencia y
preservación del mundo burgués adinerado. La mayor parte de los trabajadores
pertenecientes a este medio está casi completamente imbuida de pasiones burguesas, de la
arrogancia burguesa y de los prejuicios burgueses. Afortunadamente, representan una
minoría insignificante dentro de la masa general de trabajadores. Pero donde predominan,
la propaganda internacional avanza muy lentamente y con frecuencia asume una
tendencia claramente antisocial, puramente burguesa. En esos círculos predomina el ansia
de una felicidad exclusivamente personal, de una auto-promoción individual —es decir,
burguesa— prescindiendo de la emancipación y la felicidad colectivas.
Los salarios de esta categoría de trabajadores son incomparablemente más
elevados, y su trabajo es al mismo tiempo de un tipo más administrativo, ligero, limpio y
respetable que en las dos primeras categorías. Este es el motivo de que haya más
bienestar, más formación rudimentaria, más soberbia y vanidad entre ellos. Sólo se hacen
socialistas durante las crisis comerciales que, en virtud del descenso consiguiente en los
salarios, les recuerdan que no son burgueses, sino jornaleros.
El socialismo burgués encuentra su apoyo entre los [247] trabajadores de la
tercera categoría. Se comprende que durante los últimos diez años, mientras el sistema
cooperativo pacífico estaba todavía en la fase más alta de sus elevados sueños y
esperanzas, el socialismo burgués encontrara su apoyo principal en el mundo de los
artesanos, y no en el de los obreros fabriles, y muy especialmente en las dos últimas
categorías, las más privilegiadas y próximas al mundo burgués. El fracaso universal del
sistema cooperativo fue una lección beneficiosa para la dañina aristocracia laboral.
La verdadera aristocracia laboral: la vanguardia revolucionaria. Pero junto
con estos estratos existe también una aristocracia de un tipo distinto, una aristocracia
benéfica y útil, no surgida de la posición sino de la convicción, cuyo rasgo es una
conciencia de clase revolucionaria y una pasión y una voluntad racionales y enérgicas.
Los trabajadores que pertenecen a esta categoría son los mayores enemigos de toda
aristocracia y todo privilegio, bien sea de la nobleza, de la burguesía o incluso de algunos
grupos de trabajadores. Pueden llamarse aristócratas sólo en el sentido más literal y
original de la palabra, en el sentido de ser las mejores personas. Y, en efecto, son las
mejores personas, no sólo entre la clase trabajadora, sino en la sociedad en su conjunto.
Combinan en sí mismos, en su comprensión de los problemas sociales, todas la ventajas
del pensamiento libre e independiente, de los criterios científicos unidos a la sinceridad
de un firme instinto popular.
Les resultaría bastante fácil elevarse por encima de su propia clase, convertirse en
miembros de la casta burguesa y ascender desde las filas del pueblo ignorante, explotado
y esclavizado al afortunado cotarro de los explotadores; pero el deseo de ese tipo de
mejora personal es ajeno a ellos. Están imbuidos de una pasión por la solidaridad, y no
comprenden libertad ni felicidad alguna salvo la que puede ser disfrutada junto con todos
los millones de hermanos humanos esclavizados. Y es razonable que esos hombres
disfruten de una influencia grande y fascinadora, aunque no buscada, sobre las masas de
trabajadores. Añadid a esta categoría de trabajadores a quienes han roto con la [248] clase
burguesa y se han entregado a la gran causa de la emancipación del trabajo, y obtendréis
lo que llamamos la aristocracia útil y benéfica del movimiento obrero internacional
El humanismo proletario moderado por la firmeza. Si los verdaderos
sentimientos humanos —tan degradados y falsificados en nuestros días por la hipocresía
oficial y el sentimentalismo burgués— se conservan todavía en alguna parte, es sólo entre
los trabajadores. Porque los trabajadores constituyen la única clase social verdaderamente
generosa, demasiado generosa a veces, y demasiado olvidadiza de los crímenes atroces y
las traiciones odiosas de que frecuentemente es víctima. El proletariado es incapaz de
crueldad. Pero al mismo tiempo está movido por un instinto realista que le lleva
directamente hacia la meta adecuada, y por un sentido común que le dice que si quiere
poner fin a la maldad, es preciso doblegar y paralizar primero a los malvados.
Una clase indomable. No hay ahora poder en el mundo, no hay medios políticos
o religiosos existentes capaces de detener el impulso hacia la emancipación económica y
la igualdad social en el proletariado de ningún país, y especialmente en el de Francia.
La gran masa de obreros no especializados de Italia y otros países constituye en sí
misma toda la vida, el poder y el futuro de la sociedad existente. Sólo unas pocas
personas del mundo burgués se han unido a los trabajadores, sólo quienes han llegado a
odiar con toda su alma el actual orden político, económico y social, han vuelto la espalda
a la clase de la cual surgieron y han entregado todas sus energías a la causa del pueblo.
Esas personas son pocas y se encuentran muy alejadas entre sí, pero son muy valiosas,
por supuesto siempre que hayan matado dentro de sí toda ambición personal; en este
caso, repito, son efectivamente muy valiosas. El pueblo les da vida, fuerza elemental y
una base a partir de la cual extraer su sustento; a cambio, estas personas traen consigo su
conocimiento positivo, el poder de abstracción y generalización, y las aptitudes
organizativas, útiles para organizar sindicatos obreros, que a su [249] vez crean la fuerza
consciente de lucha sin la cual no es posible la victoria.
Posibles aliados del proletariado. Por muy profunda que sea nuestra antipatía
hacia la burguesía moderna, por muy grande que sea el desprecio y la desconfianza que
nos inspira, sigue habiendo dos categorías dentro de esta clase con relación a las cuales
no perdemos la esperanza de verlas, al menos en parte, convertidas más pronto o más
tarde por la propaganda socialista a la causa del pueblo. Una de ellas empujada por la
fuerza de las circunstancias y las necesidades de su propia posición actual, y la otra por
su temperamento generoso, parecen destinadas a tomar parte con nosotros en la
liquidación de las iniquidades existentes y la construcción de un nuevo mundo.
Nos estamos refiriendo a la pequeña burguesía y a la juventud de las escuelas y
universidades.

6. EL DÍA DE LOS CAMPESINOS ESTÁ AÚN POR VENIR

A excepción de Inglaterra y Escocia, donde no hay campesinos en el sentido


estricto de la palabra, y a excepción también de Irlanda, Italia y España —donde están
castigados por la pobreza, y son revolucionarios y socialistas sin ser siquiera conscientes
de ello—, los campesinos de casi todos los países de Europa occidental, en especial los
de Francia y Alemania, están contentos a medias con su posición.
Disfrutan o creen disfrutar de ciertas ventajas, e imaginan que sus intereses
consisten en preservar tales ventajas frente a los ataques de una revolución social. Si no
disponen de los verdaderos beneficios de la propiedad, tienen al menos un fatuo sueño al
respecto. Además, están mantenidos sistemáticamente en una total ignorancia por los
gobiernos y por todas las iglesias oficiales y oficiosas de los Estados. Los campesinos
constituyen el fundamento princi- [250] pal, y casi único, sobre el que reposan la
seguridad y el poder actual del Estado. En consecuencia, se han convertido en objeto de
especial atención por parte de todos los gobiernos. Y la mente campesina está siendo
trabajada por todas las agencias gubernamentales y eclesiásticas, que intentan cultivar en
ella las tiernas flores de la fe y la lealtad cristiana hacia los monarcas existentes, y
sembrar saludables semillas de odio hacia la ciudad.
Los campesinos son una clase revolucionaria en potencia. Sin embargo, a pesar
de todo, los campesinos pueden ser excitados a la acción, y más pronto o más tarde así lo
hará la Revolución Social. Esto es cierto por tres razones: 1. Debido a su civilización
retrógrada o relativamente bárbara, han retenido en su integridad el temperamento
simple y robusto, y la energía afín a la naturaleza popular. 2. Viven del trabajo de sus
manos y están moralmente condicionados por ello, lo cual engendra en su interior un odio
instintivo hacia todos los parásitos privilegiados del Estado y todos los explotadores del
trabajo. 3. Por último, por ser trabajadores, tienen intereses comunes con los trabajadores
urbanos, de quienes sólo están separados por sus prejuicios.
Una revolución de obreros y campesinos bajo la dirección del proletariado.
Al principio, un gran movimiento, verdaderamente socialista y revolucionario puede
sorprenderles; pero su instinto y su sentido común innato les harán comprender pronto
que la Revolución Social no pretende despojarlos, sino conducir al triunfo, en todas
partes y para todos, al derecho sagrado al trabajo, que debe establecerse sobre las ruinas
del parasitismo privilegiado. Y cuando los trabajadores [industriales], inspirados por la
pasión revolucionaria y abandonando el lenguaje pretencioso y escolástico de un
socialismo doctrinario, vengan a decirles sencillamente y sin ninguna evasiva ni retórica
lo que quieren; cuando vengan a las aldeas, no como maestros de escuela, sino como
hermanos e iguales, provocando la revolución, pero no imponiéndola a los forzados de la
tierra; cuando hayan entregado a las llamas todas las escrituras, pleitos, títulos de
propiedad y rentas, deudas [251] privadas, hipotecas y leyes criminales y civiles; cuando
hayan hecho una hoguera con todos esos inmensos montones de cintas rojas, signo y
consagración oficial de la pobreza y la esclavitud del proletariado; cuando los
trabajadores hayan hecho todo esto, podemos estar seguros de que los campesinos les
comprenderán y se alzarán junto a ellos.
Pero para que los campesinos se alcen en rebelión es absolutamente necesario que
los obreros urbanos tomen la iniciativa en este movimiento revolucionario, pues solo
entre los trabajadores de la ciudad se encuentran unidos en la actualidad el instinto, la
conciencia clara, la idea y la voluntad consciente de la Revolución Social. En
consecuencia, todo el peligro que actualmente amenaza la existencia de los Estados se
centra fundamentalmente en el proletariado urbano.
El campesinado y los comunistas. Para los comunistas o socialdemócratas de
Alemania, el campesinado, cualquier campesinado, toma el partido de la reacción; y el
Estado, cualquier Estado, incluso el Estado bismarckiano, es una plataforma para la
revolución. No pretendemos difamar a los socialdemócratas alemanes en esta cuestión.
Hemos citado a este respecto discursos, panfletos, artículos de revista, y hasta sus cartas,
como prueba de nuestro aserto. En general, los marxistas no pueden pensar de otra
manera: siendo como son defensores del Estado, han de condenar cualquier revolución de
un alcance y carácter verdaderamente popular, en especial una revolución campesina, que
es anarquista por naturaleza y avanza en directo hacia la destrucción del Estado. Y en este
odio hacia la rebelión campesina, los marxistas entran en una coincidencia llamativa con
todos los estratos y partidos de la sociedad burguesa alemana.
Solidaridad básica de los campesinos y obreros. No debiéramos olvidar que los
campesinos de Francia —o cuando menos una gran mayoría de ellos— viven de su
propio trabajo, aunque posean sus tierras. Esto es lo que les separa esencialmente de la
clase burguesa, cuya gran mayoría vive de la explotación lucrativa del trabajo de las
masas populares. Y esta circunstancia misma unifica a los campesi- [252] nos con los
obreros de la ciudad, a pesar de la diferencia de sus posiciones —diferencia claramente
perjudicial para los obreros— y la diferencia de ideas, que desemboca demasiado a
menudo en incomprensiones en cuestiones de principios.
El esnobismo proletario, dañino para la causa de la unidad entre los
campesinos y los obreros. Lo que aleja, ante todo, a los campesinos de los trabajadores
de las ciudades es una cierta aristocracia de la inteligencia bastante mal fundada, que los
obreros exhiben jactanciosamente ante los campesinos. Los obreros son, sin duda,
bastante más cultos, están más desarrollados en su mente, en sus conocimientos e ideas, y
en nombre de esta pequeña superioridad científica tratan a veces a los campesinos con
condescendencia, mostrando abiertamente su desprecio hacia ellos. Los obreros están
muy equivocados al adoptar esta actitud, porque en este terreno, y en apariencia con
mucha mayor razón, los burgueses, que están mucho más civilizados y desarrollados,
podrían despreciarles a ellos. Como sabemos, los burgueses no dejan pasar, desde luego,
ninguna ocasión de destacar su superioridad.
En interés de la revolución, los obreros deberían abandonar todo desdén hacia los
campesinos. Frente al explotador burgués, el obrero debería sentirse hermano del
campesino.
La unidad revolucionaria de los obreros y campesinos conducirá a la
abolición de las clases. En la mayor parte de Italia, los campesinos son pobres de
solemnidad, mucho más pobres que los obreros de las ciudades. No son propietarios
como los campesinos franceses, lo cual es por supuesto muy beneficioso desde el punto
de vista de la Revolución. De hecho, sólo en unas pocas regiones los campesinos
consiguen ganarse malamente la vida como recolectores de cosechas. Este es el motivo
de que las masas del campesinado italiano constituyan ya un ejército grande y poderoso
de la Revolución Social. Dirigido por el proletariado urbano y organizado por la juventud
socialista revolucionaria, este ejército será invencible.
En consecuencia, queridos amigos, al mismo tiempo que [253] organizáis a los
obreros de las ciudades, debéis utilizar todos los medios a vuestra disposición para
romper el hielo que separa al proletariado urbano de la población de las aldeas, y para
unificar y organizar a ambas clases en una. Y todas las demás clases desaparecerán de la
faz de la tierra, no como individuos sino como clases.
7. EL ESTADO: PERSPECTIVA GENERAL.

¿El Estado es la encarnación del interés general?


¿Qué es el Estado? Los metafísicos y los juristas cultos nos dicen que es una
cuestión pública: representa el bienestar colectivo y los derechos de todos, opuestos a la
acción desintegradora de los intereses egoístas y las pasiones del individuo. Es la
realización de la justicia, la moralidad y la virtud sobre esta tierra. En consecuencia, no
hay deber más grande o más sublime por parte del individuo que ofrecerse, sacrificarse y
morir, si es necesario, por el triunfo y el poderío del Estado.
Aquí tenemos en pocas palabras la teología del Estado. Veamos entonces si esta
teología política no oculta bajo su aspecto atractivo y poético realidades más vulgares y
sórdidas.
Análisis de la idea del Estado. Analicemos primero la idea del Estado tal como
aparece en sus apologistas. Representa el sacrificio de la libertad natural y los intereses
de cada uno —de los individuos y de las colectividades relativamente pequeñas,
asociaciones, comunas y provincias— ante los intereses y la libertad de todos, ante la
prosperidad del gran conjunto.
Pero esta totalidad, este gran conjunto, ¿qué es en realidad? Es una aglomeración
de todos los individuos y de todas las colectividades humanas menores comprendidos en
él. Y si este conjunto, para su propia constitución, exige el sacrificio de los intereses
individuales y locales, [254] ¿cómo puede entonces representarlos realmente en su
totalidad?
Una universalidad exclusiva, pero no inclusiva. No se trata, por tanto, de un
conjunto viviente que proporcione a cada uno la oportunidad de respirar libremente y que
llegue a ser más rico, libre y poderoso cuanto más amplio resulte el desarrollo de la
libertad y la prosperidad de todos en su seno. No es una sociedad humana natural que
apoye y refuerce la vida de cada uno mediante la vida de todos. Al contrario, es la
inmolación de todo individuo y de las asociaciones locales; es una abstracción destructiva
para una sociedad viviente; es la limitación, o más bien la negación completa de la vida y
los derechos de todas las partes que integran el conjunto con arreglo al supuesto interés
de todos. Es el Estado el altar de la religión política donde se inmola siempre la sociedad
natural: una universalidad devoradora que subsiste a partir de sacrificios humanos, como
la Iglesia. El Estado, lo repito otra vez, es el hermano menor de la Iglesia.
La premisa de la teoría del Estado es la negación de la libertad humana. Pero
si los metafísicos afirman que los hombres —en especial quienes creen en la inmortalidad
del alma— están fuera de la sociedad de seres libres, llegamos inevitablemente a la
conclusión de que los hombres sólo puede unificarse en una sociedad al precio de su
propia libertad, de su independencia natural; sacrificando sus intereses personales
primero, y sus intereses locales después. Por consiguiente, la auto-renuncia y el auto-
sacrificio son tanto más imperativos cuanto más numerosa es la sociedad y más compleja
su organización.
En este sentido, el Estado es la expresión de todos los sacrificios individuales.
Dado este origen abstracto y al mismo tiempo violento, debe continuar limitando la
libertad en una medida creciente, y haciéndolo en nombre de esa falsedad llamada «el
bien del pueblo», que en realidad representa exclusivamente los intereses de la clase
dominante. De este modo, el Estado aparece como la negación y aniquilación inevitable
de toda libertad, y de todos los intereses individuales y colectivos.
[255]
La abstracción del Estado esconde el factor concreto de la explotación de
clases. Es evidente que todos los llamados intereses generales de la sociedad
supuestamente representada por el Estado, que en realidad son sólo la negación general y
permanente de los intereses positivos de las regiones, comunas, asociaciones, y de gran
número de individuos subordinados al Estado, constituyen una abstracción, una ficción y
una falsedad, y que el Estado es cómo un gran matadero y un enorme cementerio, donde
a la sombra y con el pretexto de esta abstracción todas las aspiraciones mejores y las
fuerzas vivas de un país son mojigatamente inmoladas y enterradas. Y puesto que las
abstracciones no existen en sí ni por sí, puesto que carecen de pies para andar, manos para
crear o estómagos para digerir la masa de víctimas entregada a su consumo, está claro
que, lo mismo que la abstracción religiosa o celestial de Dios representa en realidad los
intereses muy positivos y reales del clero, el complemento terrenal de Dios —la
abstracción política del Estado— representa los intereses no menos positivos y reales de
la burguesía, que actualmente es la principal, si no la única clase explotadora...
La Iglesia y el Estado. Para demostrar la identidad del Estado y la Iglesia, pediré
al lector que observe que los dos se basan esencialmente sobre la idea del sacrificio de la
vida y los derechos naturales, y ambos parten del mismo principio: la maldad natural de
los hombres que, según la Iglesia, sólo puede ser vencida por la Gracia Divina y mediante
la muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado, sólo a través de la ley y la
inmolación del individuo sobre el altar del Estado. Ambas instituciones intentan
transformar al hombre: una en un santo, y la otra en un ciudadano. Pero el hombre natural
ha de morir, porque su condena la decretan unánimemente la religión de la Iglesia y la
religión del Estado.
Tal es, en su pureza ideal, la teoría idéntica de la Iglesia y del Estado. Es una pura
abstracción; pero toda abstracción histórica presupone hechos históricos. Y estos hechos
poseen un carácter enteramente real y brutal: violencia, expo- [256] lio, conquista,
esclavización. La naturaleza del hombre le lleva a no contentarse con la simple
realización de ciertos actos; siente también la necesidad de justificarlos y legitimarlos
ante los ojos de todo el mundo. Así, la religión vino en el momento oportuno a dar su
bendición a los hechos consumados, y debido a esta bendición los hechos inicuos y
brutales se transformaron en «derechos».
Abstracción del Estado en la vida real. Veamos ahora qué papel jugó y sigue
jugando en la vida real, en la vida humana, esta abstracción del Estado, paralela a la
abstracción histórica llamada Iglesia. El Estado, como he dicho antes, es efectivamente
un gran cementerio donde se sacrifican todas las manifestaciones de la vida individual y
local, donde mueren y son enterrados los intereses de las partes integrantes del todo. Es el
altar donde la libertad real y el bienestar de los pueblos se sacrifican a la grandeza
política; y cuanto más completo es este sacrificio, más perfecto es el Estado. De ello
deduzco que el imperio ruso es un Estado par excellence, un Estado sin retórica ni
sutilezas verbales, el más perfecto de Europa. Por el contrario, todos los Estados donde se
permite respirar algo al pueblo son desde el punto de vista ideal Estados incompletos, lo
mismo que son deficientes las demás Iglesias en comparación con la Católica Romana.
El cuerpo sacerdotal del Estado. El Estado es una abstracción que devora la
vida del pueblo. Pero a fin de que pueda nacer esa abstracción, de que pueda desarrollarse
y continuar existiendo en la vida real, es necesario que exista un cuerpo colectivo real
interesado en el mantenimiento de su existencia. Esa función no pueden realizarla las
masas del pueblo, pues ellas son precisamente las víctimas del Estado. Debe realizarla un
cuerpo privilegiado, el cuerpo sacerdotal del Estado, la clase gobernante y poseedora
cuya posición en el Estado es idéntica a la posición de la clase sacerdotal en la Iglesia.
El Estado no podría existir sin un cuerpo privilegiado. En efecto, ¿qué vemos
a lo largo de la historia? El Estado ha sido siempre el patrimonio de alguna clase
privilegiada: la clase sacerdotal, la nobleza, la burguesía; y al [257] final, cuando todas
las demás clases se han agotado, entra en escena la clase burocrática y entonces el Estado
cae —o se eleva, si lo preferís así— al estatuto de una máquina. Pero para la salvación
del Estado es absolutamente necesario que exista alguna clase privilegiada, con interés en
mantener su existencia.
Las teorías liberales y absolutistas del Estado. El Estado no es un producto
directo de la Naturaleza; no precede —como la sociedad— al despertar del pensamiento
en el hombre. Según los escritores políticos liberales, el primer Estado lo creó la voluntad
libre y consciente del hombre; según los absolutistas, el Estado es una creación divina. En
ambos casos domina a la sociedad y tiende a absorberla por completo.
En el segundo caso [el de la teoría absolutista], esta absorción es evidente por sí
misma: una institución divina debe devorar necesariamente a todas las organizaciones
naturales. Lo más curioso en este caso es que la escuela individualista, con su teoría del
contrato libre, conduce al mismo resultado. De hecho, esta escuela empieza negando la
existencia misma de una sociedad natural anterior al contrato, pues tal sociedad supondría
la existencia de relaciones naturales entre los individuos y, por lo tanto, de una limitación
reciproca de sus libertades, contraria a la libertad absoluta supuestamente disfrutada —
según esta teoría— antes de concluir el contrato, y que en definitiva no sería más que ese
mismo contrato, existiendo como un hecho natural y previo al contrato libre. Con arreglo
a esta teoría, la sociedad humana sólo comenzó con la consumación del contrato; pero
entonces, ¿qué es esta sociedad? Es la realización pura y lógica del contrato, con todas
sus tendencias implícitas y sus consecuencias legislativas y prácticas: es el Estado.
El Estado es la suma de negaciones de la libertad individual. Veamos el asunto
más de cerca. ¿Qué representa el Estado? La suma de negaciones de las libertades
individuales de todos sus miembros; o la suma de sacrificios hechos por todos sus
miembros renunciando a una parte de su libertad en favor del bien común. Hemos visto
que, [258] según la teoría individualista, la libertad de cada uno es el límite o, si se
prefiere, la negación natural de la libertad de todos los demás. Y es esta limitación
absoluta, esta negación de la libertad de cada uno en nombre de la libertad de todos o del
bien común, lo que constituye el Estado. Por ello, donde comienza el Estado cesa la
libertad individual, y viceversa.
La libertad es indivisible. Se alegará que el Estado, representante del bien
público o del interés común a todos, suprime una parte de la libertad de cada uno para
asegurar la parte restante de esta misma libertad. Pero este remanente será como mucho
seguridad, en modo alguno libertad. Porque la libertad es indivisible; no es posible
suprimir en ella una parte sin destruirla en su conjunto. Esta pequeña parte de libertad que
está siendo limitada es la esencia misma de mi libertad, es todo. Por un movimiento
natural, necesario e irresistible, toda mi libertad se concentra precisamente en esa parte
que está siendo reprimida, aunque sea pequeña.
El sufragio universal no es garantía de libertad. Pero se nos dice que el Estado
democrático, basado sobre el sufragio universal y libre de todos los ciudadanos, no puede
sin duda ser la negación de su libertad. ¿Y por qué no? Esto depende por completo de la
misión y el poder delegado por los ciudadanos en el Estado. Y un Estado republicano,
basado sobre el sufragio universal, puede ser extraordinariamente despótico, incluso más
despótico que un Estado monárquico, cuando bajo el pretexto de representar la voluntad
de todos hace caer sobre la voluntad y el movimiento libre de cada miembro el peso
abrumador de su poder colectivo.
¿Quién es el árbitro supremo del bien y el mal? Pero el Estado, se nos
contestará, restringe la libertad de sus miembros sólo en la medida en que esta libertad
está inclinada a la injusticia y a la perversidad. El Estado impide que sus miembros
maten, roben y se ofendan entre sí; y en general evita que hagan el mal, dándoles a
cambio una plena y completa libertad para hacer el bien. ¿Pero qué es el bien y qué es el
mal?.
[259]

8. ANÁLISIS DEL ESTADO MODERNO

Capitalismo y democracia representativa. La producción capitalista moderna y


la especulación bancaria exigen para su pleno desarrollo un gran aparato estatal
centralizado, pues sólo él es capaz de someter a su explotación a los millones de
asalariados.
Una organización federal establecida de abajo a arriba y formada por asociaciones
y grupos de trabajadores, por comunas urbanas y rurales, y por regiones y pueblos, es la
única condición de una libertad real y no ficticia, aunque representa justamente lo
contrario de la producción capitalista y de todo tipo de autonomía económica. Pero la
producción capitalista y la especulación bancaria se llevan muy bien con la llamada
democracia representativa; porque esta forma moderna del Estado, basada sobre una
supuesta voluntad legislativa del pueblo, supuestamente expresada por los representantes
populares en asambleas supuestamente populares, unifica en sí las dos condiciones
necesarias para la prosperidad de la economía capitalista: centralización estatal y
sometimiento efectivo del Soberano —el pueblo— a la minoría que teóricamente le
representa, pero que prácticamente le gobierna en lo intelectual e invariablemente le
explota.
El Estado moderno debe tener un aparato militar centralizado. El Estado
moderno, en su esencia y en sus metas, es necesariamente un Estado militar, y un Estado
militar se ve llevado por su propia lógica a convertirse en un Estado conquistador. Si no
conquista, será conquistado por otros, y esto es cierto por el simple motivo de que donde
hay fuerza, debe manifestarse de algún modo. De aquí se deduce que el Estado moderno
debe ser invariablemente un Estado grande y poderoso; sólo bajo esta condición
indispensable puede preservarse a sí mismo.
La dinámica del Estado y la del capitalismo son idénticas. Lo mismo que la
producción capitalista y la especulación bancaria, que a la larga engulle tal producción,
[260] deben expandirse incesantemente, bajo amenaza de quiebra, a expensas de las
pequeñas empresas financieras y productivas, convirtiéndose en empresas monopolísticas
universales diseminadas por todo el orbe, también el Estado moderno y forzosamente
militar se ve empujado por un impulso irreprimible a convertirse en un Estado universal.
Pero un Estado universal, cosa desde luego imposible, sólo puede existir sin iguales; la
coexistencia de dos Estados semejantes resulta absolutamente imposible.
Monarquía y república. La hegemonía es sólo una manifestación modesta,
posible de acuerdo con las circunstancias, de este impulso irrealizable inmanente a todo
Estado. Y la primera condición de esta hegemonía es la impotencia relativa y el
sometimiento de todos los Estados vecinos. En la hora actual, de la máxima gravedad en
sus implicaciones, un Estado fuerte sólo puede tener un fundamento: la centralización
militar y burocrática. En este sentido, la diferencia esencial entre una monarquía y una
república democrática se reduce a lo siguiente: en una monarquía el mundo burocrático
oprime y explota al pueblo para mayor beneficio de las clases poseedoras privilegiadas, y
también para el suyo propio, y todo ello lo hace en nombre del monarca; en una
república, la misma burocracia hará exactamente lo mismo, pero en nombre de la
voluntad del pueblo. En una república el llamado pueblo, el pueblo legal, supuestamente
representado por el Estado, ahoga y seguirá ahogando al pueblo efectivo y viviente. Pero
poco mejor se sentirá el pueblo si el palo con el que se le pega se llama El Palo del
Pueblo.
Ningún Estado puede satisfacer las aspiraciones del pueblo. Por democrático
que pueda ser en su forma, ningún Estado —ni siquiera la república política más roja,
que es una república popular en el mismo sentido que la falsedad definida como
representación popular— puede proporcionar al pueblo lo que necesita, es decir, la libre
organización de sus propios intereses de abajo arriba, sin interferencia, tutela o violencia
de los estratos superiores. Porque todo Estado, hasta el más republicano y democrático —
incluyendo el Estado supuestamente popular concebido por el señor [261] Marx— es
esencialmente una máquina para gobernar a las masas desde arriba, a través de una
minoría inteligente y por tanto privilegiada, que supuestamente conoce los verdaderos
intereses del pueblo mejor que el propio pueblo.
El inmanente antagonismo hacia el pueblo lleva a la violencia. De este modo,
incapaces de satisfacer las exigencias del pueblo o de suprimir la pasión popular, las
clases poseedoras y gobernantes sólo tienen un medio a su disposición: la violencia
estatal, en una palabra, el Estado, porque el Estado implica violencia, un gobierno basado
sobre una violencia disfrazada o, en caso necesario, abierta y sin ceremonias.
El Estado, cualquier Estado —aunque esté vestido del modo más liberal y
democrático— se basa forzosamente sobre la dominación y la violencia, es decir, sobre
un despotismo que no por ser oculto resulta menos peligroso.
Militarismo y libertad. Ya hemos dicho que la sociedad no puede conservarse
como Estado sin asumir el carácter de un Estado conquistador. La misma competencia
que en el campo económico aniquila y devora el capital, las empresas industriales y las
propiedades inmuebles pequeñas e incluso medianas en favor del gran capital, las grandes
fábricas y establecimientos comerciales, actúa también en las vidas de los Estados y
conduce a la destrucción y absorción de los Estados medios y pequeños en beneficio de
los imperios. Por ello, todo Estado, si quiere disfrutar de una verdadera independencia y
no sólo de una independencia nominal sufriendo a sus vecinos, debe convertirse
inevitablemente en un Estado conquistador.
Pero ser un Estado conquistador significa verse en la necesidad de someter a
muchos millones de personas. Y esto requiere el desarrollo de una enorme fuerza militar.
Y donde prevalece la fuerza militar, debe desaparecer la libertad, en especial la libertad y
el bienestar del pueblo trabajador.
La expansión del Estado conduce a un incremento del abuso. Algunos creen
que cuando el Estado se ha ampliado y su población se dobla, triplica o multiplica por
diez, va haciéndose más liberal, y que sus instituciones, [262] las condiciones de su
existencia y su acción gubernamental se harán más populares en cuanto a su carácter y
más en armonía con los instintos del pueblo. Pero ¿sobre qué se basan esta esperanza y
esta suposición? ¿Sobre la teoría? Sin embargo, en el terreno teórico es bastante obvio
que cuanto mayor sea el Estado, cuanto más complejo sea su organismo y más ajeno se
haga al pueblo —inclinándose por ello más sus intereses en dirección opuesta a los
intereses de las masas del pueblo— mayor será la opresión popular y más lejos estará el
gobierno de una genuina autonomía popular.
¿O es que las expectativas se basan sobre la experiencia práctica de otros países?
Para contestar a esta pregunta, basta mencionar el ejemplo de Rusia, Austria, la Prusia
expandida, Francia, Inglaterra, Italia, e incluso los Estados Unidos de América, donde
todo está bajo el control administrativo de una clase especial y enteramente burguesa,
sometido al control de los llamados políticos o comerciantes en política, mientras las
grandes masas de trabajadores viven en condiciones que son tan miserables y aterradoras
como las dominantes en los Estados monárquicos.
El control social del poder estatal como garantía necesaria para la libertad.
La sociedad moderna está tan convencida de esta verdad —según la cual todo poder
político, sea cual fuere su origen y su forma, tiende necesariamente hacia el despotismo
— que en cualquier país donde consigue emanciparse en alguna medida del Estado se
apresura a someter al gobierno a un control lo más severo posible, incluso cuando éste ha
brotado de una revolución y de elecciones populares. Sitúa la salvaguarda de la libertad
en una organización de control real y seria que se ejerce por la voluntad y la opinión
popular sobre los hombres investidos de autoridad pública. En todos los países que
disfrutan de gobiernos representativos, la libertad sólo puede ser efectiva cuando este
control es efectivo. Por el contrario, cuando tal control es ficticio, la libertad del pueblo
se convierte también en una pura ficción.
Los mejores hombres se corrompen fácilmente, sobre todo cuando el propio
medio promueve la corrupción de [263] los individuos por una falta de control serio y
oposición permanente.
La falta de oposición permanente y de control continuo se convierte
inevitablemente en un germen de depravación moral para todos los individuos, que se
encuentran investidos con algún poder social.
La participación en el gobierno como fuente de corrupción. Muchas veces se
ha establecido como verdad general que para cualquiera, incluso para el hombre más
liberal y popular, basta pasar a formar parte de la maquinaria gubernamental para sufrir
un cambio completo de aspecto y actitud. Si esa persona no se ve frecuentemente
fortalecida y revitalizada por los contactos con la vida del pueblo; si no se ve obligada a
actuar abiertamente en condiciones de plena publicidad; si no está sometida a un régimen
saludable e ininterrumpido de control y crítica popular destinado a recordarle
constantemente que no es el amo, ni siquiera el guardián de las masas, sino sólo su
delegado o el funcionario elegido, sujeto siempre a revocación; si no se encuentra ante
tales condiciones, corre el peligro de corromperse profundamente al tratar sólo con
aristócratas como él, y corre también el peligro de hacerse un estúpido vano y
pretencioso, saturado enteramente con el sentimiento de su ridícula importancia.
El sufragio universal como intento de control popular; el ejemplo suizo. Sería
fácil demostrar que en ninguna parte de Europa hay un verdadero control por parte del
pueblo. Pero nos limitaremos a Suiza, y veremos cómo se está aplicando este control...
... Hacia el período de 1830 los cantones más avanzados de Suiza intentaron
garantizar la libertad introduciendo el sufragio universal... Una vez establecido este
sufragio universal, se generalizó la creencia de que desde entonces quedaba firmemente
asegurada la libertad para la población. Sin embargo, esto resultó ser una gran ilusión, y
podemos decir que la realización de esa ilusión condujo en algunos cantones al
hundimiento y en todas partes a la desmoralización, actualmente tan flagrante, del Partido
Radical... [este partido] actuó movido realmente por la fuerza de sus convie- [264] ciones
cuando prometió la libertad al pueblo mediante el sufragio universal...
Y, de hecho, todo parecía muy natural y muy simple: si el poder legislativo y el
ejecutivo emanan directamente de las elecciones populares, ¿no serán la pura expresión
de la voluntad del pueblo, y esta voluntad puede producir algo distinto de la libertad y la
prosperidad popular?.
El sufragio universal bajo el capitalismo. Confieso abiertamente, querido
amigo, que no comparto la supersticiosa devoción de sus burgueses liberales o sus
republicanos burgueses por el sufragio universal... Mientras el sufragio universal se
ejerza en una sociedad donde el pueblo, la masa de trabajadores, está
ECONÓMICAMENTE dominada por una minoría que controla de modo exclusivo la
propiedad y el capital del país, por libre e independiente que pueda ser el pueblo en
otros aspectos o parezca serlo desde el punto de vista político, esas elecciones realizadas
bajo condiciones de sufragio universal sólo pueden ser ilusorias y antidemocráticas en
sus resultados, que invariablemente se revelarán absolutamente opuestos a las
necesidades, a los instintos y a la verdadera voluntad de la población.
El sufragio universal en la historia pasada. Y todas las elecciones celebradas
tras el coup d'etat de diciembre*, con participación directa del pueblo francés, ¿no fueron
en sus resultados abiertamente contrarias a los intereses del pueblo? ¿Y no ofreció el
último plebiscito imperial siete millones de votos positivos para el Emperador? Se
alegará sin duda que el sufragio universal no se ha ejercitado libremente jamás bajo el
Imperio, en la medida en que la libertad de prensa y la libertad de asociación —
condiciones esenciales de la libertad política— han sido proscritas para entregar al pueblo
indefenso a la corrupción de una prensa subvencionada y una administración infame.
Concedamos esto; pero las elecciones de 1848 para la Asamblea Constituyente y el
puesto de Presidente, y también las celebradas en mayo de 1849 para la Asamblea
Legislativa fueron, [265] según creo, absolutamente libres. Se produjeron sin presión
indebida ni intervención del gobierno, bajo condiciones de la máxima libertad. ¿Y qué
produjeron? Nada salvo la reacción.
Por qué los trabajadores no pueden hacer uso de la democracia política.
Hemos de amar mucho las ilusiones para imaginar que los trabajadores —en las
condiciones sociales y económicas en que ahora se encuentran— pueden aprovechar
plenamente o hacer un uso serio y real de su libertad política. Para ello les faltan dos
«pequeñas» cosas: ocio y medios materiales...
Sin duda, los trabajadores franceses no eran indiferentes ni estaban faltos de
inteligencia, pero a pesar del sufragio universal más completo, debieron dejar el campo
de acción a la burguesía. ¿Por qué? Porque carecían de los medios materiales necesarios
para transformar en realidad la libertad política, porque seguían siendo esclavos forzados
a trabajar por el hambre, mientras los burgueses radicales, liberales e incluso
conservadores —algunos republicanos de fecha reciente y otros convertidos en vísperas
de la Revolución— seguían yendo y viniendo, agitando, arengando y conspirando
libremente. Algunos podían hacerlo debido a ingresos procedentes de rentas u otra
variedad lucrativa de ingresos burgueses, y otros los recibían del presupuesto estatal, que
naturalmente preservaban e incluso incrementaban en una medida inusitada.
Los resultados son bien conocidos: primero los días de junio y más tarde, como
secuela necesaria, los días de diciembre.
Proudhon y el sufragio universal. «Uno de los primeros actos del Gobierno
Provisional [de 1848]», dice Proudhon*, «un acto que despertó el mayor de los aplausos,
fue la aplicación del sufragio universal. El mismo día de promulgarse el decreto
escribimos precisamente estas palabras que entonces pudieron pasar por una paradoja: el
sufragio universal [266] es la contrarrevolución. Los acontecimientos siguientes
permiten juzgar si estábamos en lo cierto. Las elecciones de 1848, en su gran mayoría, las
ganaron sacerdotes, legitimistas y partidarios de la monarquía, los elementos más
reaccionarios y retrógrados de Francia. Y no podía ser de otro modo».
No, no podía ser de otro modo, y esto será verdad en una medida todavía mayor
mientras prevalezca la desigualdad de condiciones económicas y sociales en la
organización de la sociedad, y mientras ésta siga dividida en dos clases, una de las cuales
—la clase explotadora y privilegiada— disfruta de todas las ventajas de la fortuna, la
educación y el ocio, mientras a la otra clase —donde se encuentra toda la masa del
proletariado— sólo le corresponde el trabajo forzado y monótono, la ignorancia y la
pobreza, con su necesario acompañamiento: la esclavitud de hecho, ya que no de derecho.
Grandes paradojas a las que el proletariado debe hacer frente en la
democracia política. Sí, efectivamente la esclavitud; pues por amplios que puedan ser en
su horizonte los derechos políticos concedidos a esos millones de proletarios asalariados
— verdaderos galeotes del hambre—, jamás lograréis apartarlos de la influencia
perniciosa y el dominio natural de diversos representantes de las clases privilegiadas,
comenzando por el predicador y terminando por el republicano burgués del tipo más rojo
o jacobino. Estos representantes —aunque puedan parecer divididos, o incluso estarlo en
cuanto a cuestiones políticas— se encuentran, a pesar de todo, unidos por un interés
común y supremo: la explotación de la miseria, la ignorancia, la inexperiencia política y
la buena fe del proletariado en beneficio de la dominación económica de las clases
poseedoras.
¿Cómo podría resistir el proletariado urbano y rural las intrigas políticas de los
clérigos, la nobleza y la burguesía? Sólo tiene un arma de auto-defensa: su instinto, que
tiende casi siempre a estar en lo cierto, porque esa clase es la víctima principal —si no la
única— de la iniquidad y de todas las falsedades que reinan soberanas en la sociedad
[267] existente. Puesto que está oprimida por el privilegio, exige espontáneamente la
igualdad para todos.
Los obreros carecen de educación, ocio y conocimiento de los asuntos. Pero el
instinto no es suficiente como arma para salvaguardar al proletariado de las
maquinaciones reaccionarias de la clase privilegiada. Librado a sí mismo, y no
transformado en un pensamiento conscientemente reflexivo y claramente determinado, se
deja llevar fácilmente por la falsificación, la distorsión y el engaño. Pero es imposible que
se eleve a este estado de auto-conciencia sin ayuda de la educación, de la ciencia; y
ciencia, conocimiento de los asuntos y las personas, y experiencia política, son cosas de
las que carece completamente el proletariado. La consecuencia puede preverse
fácilmente: el proletariado quiere una cosa, pero aprovechándose de su ignorancia los
astutos le hacen realizar otra bien distinta, sin que sospeche siquiera que está realizando
lo contrario de su deseo. Y cuando al fin se da cuenta, suele ser por lo general demasiado
tarde para poner coto a ese error, del cual se convierte de forma natural, necesaria e
invariable en la primera y principal víctima.
Los diputados trabajadores pierden su aspecto proletario. Pero se nos dice
que los obreros, instruidos por la experiencia, no volverán a elegir a la burguesía como
representante en las Asambleas Constituyente y Legislativa; al contrario, enviarán
simples trabajadores. Aunque sean pobres, los trabajadores pueden de algún modo
rebañar lo suficiente para el mantenimiento de sus diputados parlamentarios. ¿Y sabéis
cuál será el resultado? El resultado inevitable será que los diputados obreros, transferidos
a un medio puramente burgués y a una atmósfera de ideas políticas puramente burguesas,
dejando de hecho de ser obreros para convertirse en hombres de estado, adoptarán
concepciones propias de la clase media, quizá incluso en mayor grado que los mismos
burgueses.
Porque los hombres no crean las situaciones; son las situaciones las que crean a
los hombres. Sabemos por experiencia que los obreros burgueses no suelen ser con
frecuencia menos egoístas que los explotadores burgueses, ni menos [268] dañinos para
la Internacional que los socialistas burgueses; y tampoco son menos ridículos en su
vanidad que los plebeyos burgueses ascendidos a la nobleza.
La libertad política sin el socialismo es un fraude. Sea lo que sea lo que se diga
o se haga, hay una cosa clara: mientras los trabajadores permanezcan en su estado actual,
les será imposible libertad alguna. A quienes piden libertades políticas sin tocar la
ardiente cuestión del socialismo, sin articular siquiera la frase «liquidación social», que
pone a temblar a los burgueses, les convendría escuchar lo siguiente: «Conquistad
primero esta libertad para nosotros para que podamos usarla más tarde contra vosotros».
Bajo el capitalismo, la burguesía está mejor equipada que los trabajadores
pata hacer uso de la democracia parlamentaria. Es cierto que la burguesía sabe mejor
que el proletariado lo que quiere y lo que debe querer. Esto es verdad por dos razones:
primero, porque es más culta, porque tiene más ocio y muchos más medios de todo tipo
para conocer a las personas a las que elige; y segundo, y esta es la razón principal, porque
el propósito que persigue no es nuevo ni inmensamente vasto en sus fines, como acontece
con el del proletariado. Al contrario, es un propósito conocido y completamente
determinado por la historia y por todas las condiciones de la situación actual de la
burguesía; no es más que la preservación de su dominio político y económico. Esto se
plantea de modo tan claro que resulta bastante fácil adivinar y saber cuál entre los
candidatos solicitantes de los votos electorales burgueses es capaz de servir bien a sus
intereses. En consecuencia es seguro, o casi seguro, que la burguesía estará siempre
representada de acuerdo con sus deseos más íntimos.
Las clases no renuncian a sus privilegios. Pero no es menos cierto que esta
representación, excelente desde el punto de vista de la burguesía, resultará detestable
desde el punto de vista de los intereses populares. Al ser los intereses de la burguesía
absolutamente opuestos a los de las masas trabajadoras, es seguro que un Parlamento
burgués nunca podrá hacer más que legislar la esclavitud del pueblo [269] y votar todas
aquellas medidas cuya meta sea la perpetuación de su pobreza e ignorancia. De hecho,
hemos de ser extremadamente ingenuos para creer que un Parlamento burgués podría
votar libremente en favor de la emancipación intelectual, material y política del pueblo.
¿Ha sucedido alguna vez en la historia que un cuerpo político, una clase privilegiada, se
suicidase o sacrificase el menor de sus intereses y de sus llamados derechos por amor a la
justicia y la libertad?
Creo haber indicado ya que incluso la famosa noche del 4 de agosto, cuando la
nobleza de Francia sacrificó generosamente sus intereses ante el altar de la patria, no fue
sino una consecuencia forzada y retrasada de un formidable alzamiento de campesinos
que incendiaron los títulos y castillos de sus señores y amos. No, las clases nunca se
sacrifican a sí mismas y nunca lo harán, porque es contrario a su naturaleza, a la razón de
su existencia, y nunca se ha hecho nada ni se hará contra la Naturaleza o la razón. En
consecuencia, sería preciso estar completamente loco para esperar de una Asamblea
privilegiada medidas y leyes en beneficio del pueblo.
A mi juicio está claro que el sufragio universal constituye la manifestación más
amplia, y al mismo tiempo más refinada, de la charlatanería política estatal; es sin duda
alguna un instrumento peligroso, que exige de quienes lo utilizan una gran habilidad y
competencia, pero que al mismo tiempo, si esas personas aprenden a utilizarlo, puede
convertirse en el medio más seguro para hacer que las masas cooperen a la construcción
de su propia cárcel. Napoleón III construyó su poder enteramente sobre el sufragio
universal, que nunca traicionó su confianza. Y Bismarck hizo de él la base de su Imperio
Látigo-Germánico.
[270]

9. EL SISTEMA REPRESENTATIVO SE BASA SOBRE UNA


FICCIÓN

La discrepancia básica. La falsedad del sistema representativo descansa sobre la


ficción de que el poder ejecutivo y la cámara legislativa surgidos de elecciones populares
deben representar la voluntad del pueblo, o al menos de que pueden hacerlo. El pueblo
quiere instintiva y necesariamente dos cosas: la mayor prosperidad material posible dadas
las circunstancias, y la mayor libertad para sus vidas, libertad de movimiento y libertad
de acción. Es decir, quiere una organización mejor de sus intereses económicos y la
ausencia completa de todo poder, de toda organización política, pues toda organización
política desemboca inevitablemente en la negación de la libertad del pueblo. Tal es la
esencia de todos los instintos populares.
Abismo entre quienes gobiernan y quienes son gobernados. Pero las
finalidades instintivas de quienes gobiernan —de quienes elaboran las leyes del país y
ejercitan el poder ejecutivo— se oponen diametralmente a las aspiraciones populares
instintivas debido a la posición excepcional de los gobernantes. Sean cuales fueren sus
sentimientos e intenciones democráticas, sólo pueden considerar esta sociedad como un
maestro de escuela considera a sus alumnos, dada la elevada posición en la cual se
encuentran. Y no puede haber igualdad entre el maestro de escuela y los alumnos. Por una
parte está el sentimiento de superioridad inspirado necesariamente por una posición
superior; por otra está el sentimiento de inferioridad inducido por la actitud de
superioridad del profesor que ejerce el poder ejecutivo o legislativo. Quien dice poder
político dice siempre dominación. Y donde existe la dominación, una parte más o menos
considerable del pueblo está condenada a ser dominada por otros. Por lo mismo, es
bastante natural que quienes estén dominados detesten a los dominadores, y que los
dominadores deban reprimir y en consecuencia oprimir necesariamente a quienes les
están sometidos.
[271]
La posesión del poder induce a un cambio de perspectiva. Tal ha sido la eterna
historia del poder político desde el momento mismo de establecerse en este mundo. Esto
explica también por qué y cómo hombres demócratas y rebeldes de la variedad más roja
mientras formaban parte de la masa del pueblo gobernado, se hicieron extremadamente
conservadores cuando llegaron al poder. Por lo general, estos retrocesos suelen atribuirse
a la traición. Pero es una idea errónea; en su caso, la causa dominante es el cambio de
posición y perspectiva.
El gobierno laborista, sujeto al mismo cambio. Convencido de esta verdad,
puedo decir sin miedo a ser desmentido que si mañana hubiera de establecerse un
gobierno o un consejo legislativo, un Parlamento compuesto exclusivamente de
trabajadores, los obreros mismos que ahora son firmes demócratas y socialistas se
convertirían en aristócratas no menos determinados, adoradores audaces o tímidos del
principio de autoridad, y que también se transformarían en opresores y explotadores.
El ejemplo de la democracia política más radical. En Suiza, como en todos los
demás países, aunque los principios igualitarios se hayan incorporado a sus
constituciones políticas, la burguesía es quien gobierna, y el pueblo —trabajadores y
campesinos reunidos— es quien obedece las leyes hechas por la burguesía. El pueblo no
tiene ni el ocio ni la educación necesarios para ocuparse de los asuntos de gobierno.
Poseyendo ambas cosas, la burguesía tiene de hecho, si no de derecho, el privilegio
exclusivo de gobernar. En consecuencia, la igualdad política en Suiza, como en todos los
demás países, constituye sólo una ficción pueril, una mentira total.
La voluntad popular refractada a través del prisma burgués. Pero estando tan
alejada del pueblo por las condiciones de su existencia económica y social, ¿cómo puede
la burguesía dar expresión en el gobierno y las leyes a los sentimientos, a las ideas y a la
voluntad del pueblo? Esto es imposible, y la experiencia cotidiana nos demuestra de
hecho que en la legislación y en la práctica del gobierno, la burguesía está guiada por sus
propios intereses y por [272] sus propios instintos, sin preocuparse mucho por los
intereses del pueblo.
Desde luego, todos los legisladores suizos, así como los miembros del gobierno
de los diversos cantones, son elegidos directa o indirectamente por el pueblo. Y desde
luego, en los días de elección hasta los burgueses más soberbios con alguna ambición
política se ven obligados a cortejar a Su Majestad: El Pueblo Soberano. Vienen a El con
la cabeza descubierta y al parecer no tienen voluntad alguna fuera de la del pueblo. Sin
embargo, esto es para ellos sólo un breve intermedio de desagrado. El día siguiente a las
elecciones, todos regresan a sus ocupaciones cotidianas; el pueblo a su trabajo, y la
burguesía a sus negocios lucrativos y a las intrigas políticas. No se encuentran y no se
conocen ya uno y otra. ¿Cómo puede el pueblo —aplastado por su trabajo e ignorando la
mayoría de las cuestiones en curso— controlar los actos políticos de sus representantes?
¿No es evidente que el control ejercido en apariencia por los electores sobre sus
representantes es, en realidad, una pura ficción? Puesto que el control popular en el
sistema representativo constituye la única garantía de libertad popular, es obvio que esta
libertad misma no es sino pura ficción.
Adviene el referéndum. A fin de evitar este inconveniente, los demócratas
radicales del cantón de Zurich proyectaron y llevaron a la práctica un nuevo sistema
político, el referéndum o legislación directa del pueblo. Pero el referéndum en sí es sólo
un paliativo, una nueva ilusión, una falsedad. A fin de votar con pleno conocimiento del
asunto en cuestión y la plena libertad requerida sobre leyes propuestas al pueblo o que el
propio pueblo se ve inducido a proponer, es necesario que tenga el tiempo y la educación
necesarias para estudiar tales propuestas, reflexionar sobre ellas, analizarlas. El pueblo
debe convertirse en un gran Parlamento con sesiones a campo abierto.
Pero rara vez es posible esto; en realidad, sólo en las grandes ocasiones, cuando
las leyes propuestas despiertan la atención y afectan los intereses de todos. La mayoría
[273] de las veces, las leyes propuestas son de una naturaleza tan especializada que es
preciso acostumbrarse a las abstracciones políticas y jurídicas para captar sus
implicaciones reales. Como es natural, escapan a la atención y el entendimiento del
pueblo, que las vota ciegamente por creer de modo implícito en sus oradores favoritos.
Tomadas por separado, cada una de esas leyes parece demasiado insignificante para
despertar el interés de las masas, pero en su totalidad forman una red que las atrapa. Así,
a pesar del referéndum, el supuesto pueblo soberano sigue siendo instrumento y muy
humilde siervo de la burguesía.
Bien vemos, pues, que en el sistema representativo —incluso en el mejorado con
ayuda del referéndum— no existe control popular; y puesto que no es posible ninguna
libertad verdadera para el pueblo sin este control, nos vemos llevados a la conclusión de
que la libertad popular y el auto-gobierno son falsedades.
Las elecciones municipales están más cerca del pueblo. Debido a la situación
económica en que todavía se encuentra, el pueblo es ignorante e indiferente por fuerza, y
sólo conoce las cosas que le afectan de cerca. El pueblo comprende bien sus intereses
cotidianos, los asuntos de la vida diaria. Pero por encima de ellos comienza para él lo
desconocido, lo incierto y el peligro de la mixtificación política. Puesto que el pueblo
posee una buena dosis de instinto práctico, rara vez se deja engañar en las elecciones
municipales. Conoce en mayor o menor medida cuáles son los asuntos del municipio, y
se toma mucho interés en tales cuestiones, sabiendo elegir de su seno a los hombres más
capaces para su gestión. En tales asuntos, el control popular es bastante posible, porque
se producen bajo los mismos ojos de los electores y afectan los intereses más íntimos de
su existencia cotidiana. Este es el motivo de que las elecciones municipales sean siempre
y en todas partes las mejores, las más conformes de un modo real con los sentimientos,
los intereses y la voluntad del pueblo.
Pero incluso en los municipios la voluntad del pueblo resulta frustrada. La
mayor parte de los asuntos y leyes [274] que tienen una relación directa con el bienestar y
los intereses materiales de las comunidades se llevan a cabo por encima del pueblo, sin
que éste lo perciba, se ocupe de ello o intervenga. El pueblo resulta comprometido,
vinculado a ciertos tipos de acción, y a veces arruinado sin ser siquiera consciente de ello.
No tiene ni la experiencia ni el tiempo necesario para estudiar todo aquello, y se lo deja a
sus representantes elegidos, que naturalmente sirven los intereses de su propia clase, de
su propio, mundo, y no los del mundo del pueblo, y cuyo mayor arte consiste en presentar
sus medidas y leyes del modo más suave y popular. El sistema de representación
democrática es un sistema de hipocresía y mentiras perpetuas. Requiere la estupidez del
pueblo como condición necesaria de existencia, y basa sus triunfos sobre ese estado de la
mentalidad popular.
La república burguesa no puede ser identificada con la libertad. Los
republicanos burgueses se equivocan identificando su república con la libertad. En esto
está la gran fuente de todas sus ilusiones cuando se encuentran en la oposición, y la
fuente de sus decepciones e incoherencias cuando tienen el poder en las manos. Su
república se basa enteramente sobre esta idea del poder y de un gobierno fuerte, un
gobierno que debe mostrarse tanto más enérgico y poderoso cuanto que brotó de una
elección popular. Y no quieren comprender esta simple verdad, confirmada por la
experiencia de todos los tiempos y todos los pueblos: que todo poder organizado y
establecido excluye necesariamente la libertad del pueblo.
Puesto que el Estado político no tiene otra misión que la de proteger la
explotación del trabajo popular por parte de las clases económicamente privilegiadas, el
poder de los Estados sólo puede ser compatible con la libertad exclusiva de las clases a
las que representa, y por esta misma razón está destinado a oponerse a la libertad del
pueblo. Quien dice Estado dice dominación, y toda dominación supone la existencia de
masas dominadas. Por consiguiente, el Estado no puede tener confianza en la acción
espontánea y en el movimiento libre de las masas, cuyos intereses [275] más queridos
militan contra su existencia. Es su enemigo natural, su invariable opresor, y aunque tiene
buen cuidado de no confesarlo abiertamente, tiende a actuar siempre en esta dirección.
Esto es lo que no entienden la mayoría de los jóvenes partidarios de la república
autoritaria o burguesa mientras permanecen en la oposición, mientras no han probado por
sí mismos este poder. Como detestan el despotismo monárquico con todo su corazón y
toda la fuerza de que son capaces sus naturalezas miserables, débiles y degeneradas,
imaginan que detestan el despotismo en general. Puesto que hubieran querido disponer
del poder y de la osadía para acabar con el trono, se creen revolucionarios. Y no
sospechan siquiera que lo que odian no es el despotismo, sino sólo su forma monárquica,
y que este mismo despotismo, al disfrazarse con una forma republicana, encontrará en
ellos los más fervientes seguidores.
Desde el punto de vista radical, hay poca diferencia entre la monarquía y la
democracia. Ignoran que el despotismo no reside tanto en la forma del Estado o del
poder como en el principio mismo del Estado y del poder político; ignoran que, en
consecuencia, el Estado republicano tiende por su misma esencia a ser tan despótico
como el Estado gobernado por un emperador o un rey. Sólo hay una diferencia real entre
ambos. Uno y otro tienen por base y meta esencial la esclavización económica de las
masas para beneficio de las clases poseedoras. Difieren, en cambio, en que para conseguir
esta meta el poder monárquico —que en nuestros días tiende inevitablemente a
transformarse en una dictadura militar— priva de libertad a todas las clases, e incluso a
aquélla a la que protege en detrimento del pueblo... Se ve forzado a servir los intereses de
la burguesía, pero lo hace sin permitir a esa clase interferir de modo serio en el gobierno
de los problemas del país...
De la revolución a la contrarrevolución. Los republicanos burgueses son los
enemigos más furiosos y apasionados de la Revolución Social. En momentos de crisis
política, cuando necesitan la poderosa mano del pueblo para derrocar al trono, se inclinan
para prometer mejoras materiales a [276] esta «tan interesante» clase de los trabajadores;
pero dado que al mismo tiempo les anima la más firme decisión de preservar y mantener
todos los principios, todos los fundamentos sagrados de la sociedad existente, todas las
instituciones económicas y jurídicas cuya consecuencia necesaria es la esclavitud real del
pueblo, se comprende que sus promesas se desvanezcan como el humo en un aire puro.
Desilusionado, el pueblo murmura, amenaza y se rebela. Entonces, con el fin de detener
la explosión del descontento popular, ellos —los revolucionarios burgueses— se ven
forzados a recurrir a la represión estatal todopoderosa. De lo cual se deduce que el Estado
republicano es tan opresivo como el Estado monárquico; sólo que su opresión no se
dirige contra las clases poseedoras, sino exclusivamente contra el pueblo.
La república es la forma favorita del gobierno burgués. En consecuencia,
ninguna forma de gobierno ha sido tan favorable a los intereses de la burguesía ni tan
amada, por ella como la república; así seguiría siendo si en la situación económica actual
de Europa la república tuviese fuerza suficiente para mantenerse frente a las aspiraciones
socialistas cada vez más amenazadoras de las masas de trabajadores.
Las alas moderadas y radicales de la burguesía. No hay diferencia sustancial
entre el partido radical de los republicanos y el partido doctrinario moderado de los
liberales constitucionales. Ambos brotan de la misma fuente, y sólo difieren en su
temperamento. Ambos ponen como base de la organización social el Estado y la ley
familiar, con la ley de la herencia y la propiedad personal resultante, es decir, con el
derecho de la minoría propietaria a explotar el trabajo de la mayoría sin propiedad. La
diferencia entre ambos partidos está en que los liberales doctrinarios quieren concentrar
todos los derechos políticos únicamente en manos de la minoría explotadora, mientras los
liberales radicales quieren extender esos derechos a las masas explotadas del pueblo. Los
liberales doctrinarios conciben el Estado como una fortaleza creada principalmente para
asegurar a la minoría privilegiada la posesión exclusiva de los dere- [277] chos políticos
y económicos, mientras los radicales sostienen a los Estados ante el pueblo como
defensores frente al despotismo de esa misma minoría.
El Estado democrático es una contradicción terminológica. Hemos de admitir
que la lógica y toda la experiencia histórica apoyan a los liberales doctrinarios. Mientras
el pueblo alimente, mantenga y enriquezca a los grupos privilegiados de la población
mediante su trabajo, incapaz de auto-gobierno por verse forzado a trabajar para otros y no
para sí, estará invariablemente regido y dominado por las clases explotadoras. Esto no
puede remediarlo ni siquiera la constitución más democrática, porque el hecho
económico es más fuerte que los derechos políticos, que sólo pueden tener significado y
realidad mientras reposen sobre él.
Y, por último, la igualdad de derechos políticos o Estado democrático constituye
la más flagrante contradicción terminológica. El Estado o derecho político denota fuerza,
autoridad, predominio; supone de hecho la desigualdad. Donde todos gobiernan, ya no
hay gobernados, y ya no hay Estado. Donde todos disfrutan del mismo modo de los
mismos derechos humanos, todo derecho político pierde su razón de ser. El derecho
político implica privilegio, y donde todos tienen los mismos privilegios, allí se desvanece
el privilegio, y junto a él el derecho político. Por consiguiente, los términos «Estado
democrático» e «igualdad de derechos políticos» implican nada menos que la destrucción
del Estado y la abolición de todo derecho político.
El término «democracia» se refiere al gobierno del pueblo, por el pueblo y para el
pueblo, y la palabra pueblo se refiere a toda la masa de ciudadanos —actualmente es
preciso añadir: y de ciudadanas— que forman una nación.
En este sentido, nosotros sin duda somos todos demócratas.
La democracia como «Gobierno del Pueblo» es un concepto equívoco. Pero al
mismo tiempo hemos de reconocer que el término democracia no basta para una
definición exacta, y que si se le considera aislado, como acontece con el término libertad,
sólo puede prestarse a interpretaciones equívocas. ¿No hemos visto llamarse demócratas
a los [278] plantadores y propietarios de esclavos del Sur, y a todos sus partidarios en el
Norte de los Estados Unidos? Y el cesarismo moderno, que pesa como una terrible
amenaza sobre toda la humanidad europea, ¿no se llama también a sí mismo
democrático? E incluso el imperialismo moscovita y de San Petersburgo, este «Estado
puro y simple», ideal de todos los poderes centralizados, militares y burocráticos, ¿no
aplastó recientemente a Polonia en nombre de la democracia?
Por sí misma, la república no presenta solución para los problemas sociales.
Es evidente que la democracia sin libertad no puede servirnos como bandera. Pero ¿qué
es esta democracia basada sobre la libertad más que una república? La unión de la
libertad con el privilegio crea un régimen de monarquía constitucional, pero su unión con
la democracia sólo puede realizarse en una república... Todos somos republicanos en el
sentido de que, llevados por las consecuencias de una lógica inexorable, advertidos de
antemano por las ásperas pero, al mismo tiempo, saludables lecciones de la historia, por
todas las experiencias del pasado y, sobre todo, por los acontecimientos que han
proyectado sus tinieblas sobre Europa desde 1848, como también por los peligros que nos
amenazan hoy, hemos llegado todos igualmente a esta convicción: que las instituciones
monárquicas son incompatibles con el reino de la paz, la justicia y la libertad.
Y nosotros, caballeros, como socialistas rusos y eslavos, creemos deber nuestro
declarar abiertamente que la palabra «república» sólo tiene un valor enteramente
negativo, el de subvertir y eliminar a la monarquía; la república no sólo no nos emancipa
sino que, por el contrario, cada vez que se nos presenta como una solución positiva y
seria para todos los problemas actuales y como meta suprema hacia la cual debieran
tender nuestros esfuerzos, nos sentimos obligados a protestar.
Detestamos la monarquía con todo nuestro corazón; nada mejor podemos pedir
que su derrocamiento en toda Europa y en todo el mundo, pues estamos convencidos,
como vosotros, de que su abolición es la condición indispensable [279] para la
emancipación de la humanidad. Desde este punto de vista somos francamente
republicanos. Pero para emancipar al pueblo y darle justicia y paz, no creemos que sea
suficiente derrocar a la monarquía. Estamos firmemente convencidos de lo contrario, es
decir, de que una gran república militar, burocrática y políticamente centralizada puede
convertirse, y necesariamente se convertirá, en un poder conquistador respecto de otros
poderes y opresivo para con su propia población, y de que se demostrará incapaz de
asegurar a sus súbditos —aunque se llamen ciudadanos— el bienestar y la libertad. ¿No
hemos visto a la gran nación francesa constituirse por dos veces como república
democrática, y perder por dos veces la libertad, viéndose arrastrada a guerras de
conquista?.
La justicia social es incompatible con la existencia del Estado. El Estado
implica violencia, opresión, explotación e injusticia erigidas en sistema y transformadas
en fundamento de la sociedad. El Estado nunca tuvo y nunca tendrá moralidad alguna. Su
moralidad y su única justicia es el supremo interés de la auto-preservación y el poder
omnímodo, interés ante el cual toda la humanidad debe arrodillarse en adoración. El
Estado es la completa negación de la humanidad, una negación doble: lo contrario de la
libertad y la justicia humana, y una brecha violenta en la solidaridad universal de la raza
humana.
El Estado mundial, tantas veces intentado, siempre ha acabado siendo un fracaso.
Por consiguiente, mientras un Estado exista habrá otros varios, y puesto que cada uno
tiene como única meta y ley suprema su preservación en detrimento de los demás, se
deduce de ello que la existencia misma del Estado implica una guerra perpetua, la
negación violenta de la humanidad. Todo Estado debe conquistar o ser conquistado. Todo
Estado basa su poder sobre la debilidad de otros poderes, y —si puede hacerlo sin minar
su propia posición.... sobre su destrucción.
Desde nuestro punto de vista sería una terrible contradicción y una ridícula
ingenuidad declarar el deseo de establecer una justicia internacional, una libertad y una
paz perpetuas, y al mismo tiempo querer mantener el Estado. Es imposible [280] hacer
que el Estado cambie de naturaleza, porque es Estado únicamente gracias a ella, y
abandonándola dejaría de ser un Estado. Por consiguiente, no puede ni podrá haber un
Estado bueno, justo y moral.
Todos los Estados son malos en el sentido de que por su naturaleza, es decir, por
las condiciones y objetivos de su existencia, representan lo opuesto a la justicia, la
libertad y la igualdad humana. En este sentido no hay mucha diferencia, aunque se diga
lo contrario, entre el bárbaro imperio ruso y los Estados más civilizados de Europa. La
diferencia consiste en que el imperio del zar hace abiertamente lo que los demás hacen de
modo subrepticio e hipócrita. Y la actitud franca, despótica y despreciativa del imperio
del zar hacia todo lo humano constituye el ideal profundamente escondido hacia el que
tienden, y al que admiran profundamente, todos los estadistas europeos. Todos los
Estados europeos hacen las mismas cosas que Rusia. Un Estado virtuoso sólo puede ser
un Estado impotente, e incluso ese tipo de Estado es criminal en sus pensamientos y
aspiraciones.
Es necesaria la creación de una federación universal de productores sobre las
ruinas del Estado. Llego así a la conclusión: quien quiera unirse a nosotros en el
establecimiento de la libertad, la justicia y la paz, quien desee el triunfo de la libertad, la
plena y completa emancipación de las masas populares, debe tender también a la
destrucción de todos los Estados y al establecimiento, sobre sus ruinas, de una Federación
Universal de Asociaciones Libres de todos los países del mundo.
10. LA PARTE DEL PATRIOTISMO EN LA LUCHA DEL HOMBRE

El patriotismo no fue nunca una virtud popular. ¿Ha sido el patriotismo —con
el significado complejo que este [281] término recibe habitualmente— una pasión
popular o una virtud popular alguna vez?
Basándome en las lecciones de la historia, no dudo en responder a esta pregunta
con un resuelto no. Y a fin de probar al lector que no me equivoco dando esa respuesta, le
pediré permiso para analizar los elementos principales que, combinados de diversos
modos, constituyen el patriotismo.
Los componentes del patriotismo. Tales elementos son cuatro: 1. El elemento
natural o fisiológico; 2. El elemento económico; 3. El elemento político; 4. El elemento
religioso o fanático.
El elemento fisiológico es la base principal de todo egoísmo ingenuo, instintivo y
bestial. Es una pasión natural, que por ser demasiado natural —esto es, enteramente
animal— se encuentra en contradicción flagrante con cualquier tipo de política y, lo que
es aún peor, limita en gran medida el desarrollo económico, científico y humano de la
sociedad.
El patriotismo natural es un hecho puramente bestial, que se encuentra en todo
estadio de la vida animal, y se podría decir que incluso hasta cierto punto en el mundo
vegetal. Tomado en este sentido, el patriotismo es una guerra de destrucción, la primera
expresión humana de la grande e inevitable lucha por la vida que constituye todo el
desarrollo y la vida del mundo natural o real; se trata de una lucha incesante, de un
universal devorarse el uno al otro que alimenta a todo individuo y especie con la carne y
la sangre de los individuos de otras especies y que, renovándose inevitablemente a cada
hora, a cada instante, hace posible que las especies más fuertes, más perfectas e
inteligentes vivan, prosperen y se desarrollen a expensas de todas las demás.
... El hombre, el animal dotado de lenguaje, introduce la primera palabra en esta
lucha, y esa palabra es patriotismo.
Hambre y sexo: los impulsos básicos del mundo animal. La lucha por la vida
en el mundo animal y vegetal no es sólo una lucha entre individuos; es una lucha entre
especies, grupos y familias, una lucha donde cada uno se [282] ve enfrentado a los otros.
En todo ser viviente existen dos instintos, dos grandes intereses dominantes: alimento y
reproducción. Desde el punto de vista de la nutrición, todo individuo es el enemigo
natural de todos los demás, e ignora en este sentido todo tipo de vínculos para con la
familia, el grupo y la especie.
... El hambre es un déspota grosero e invencible; por eso la necesidad de obtener
comida que siente el individuo es la primera ley, la condición suprema de la vida. Es el
fundamento de toda vida humana y social, como también de la vida de los animales y las
plantas. Rebelarse contra ella es aniquilar la vida, condenarse uno mismo a la
inexistencia. Pero junto a esta ley fundamental de la naturaleza viviente existe la ley no
menos fundamental de la reproducción. La primera tiende a preservar a los individuos, y
la segunda a formar familias, grupos, especies. Y los individuos, movidos por una
necesidad natural, procuran copular para reproducirse con aquellos individuos que por su
organización interna se acercan más a ellos y se les asemejan en mayor medida.
Los límites de la solidaridad animal están determinados por la afinidad
sexual. Puesto que el instinto de reproducción establece el único vínculo de solidaridad
existente entre los individuos del mundo animal, donde cesa esta capacidad para copular,
cesa también toda solidaridad animal. Todo cuanto queda fuera de esta posibilidad
reproductiva constituye para los individuos una especie distinta, un mundo absolutamente
extraño, hostil y condenado a la destrucción. Y todo cuanto está contenido en este mundo
de afinidad sexual constituye la vasta patria de la especie, como sucede con la humanidad
para los hombres, por ejemplo.
Pero esta destrucción, o el devorarse recíproco de los individuos vivientes, no sólo
tiene lugar fuera de los límites del mundo circunscrito, que llamamos patria de la especie.
También la encontramos dentro de este mundo, en formas tan feroces o incluso más
feroces que las vigentes fuera de él. Esto es así debido a la resistencia y a las rivalidades
que encuentran los individuos, y debido también a la lucha [283] promovida por
rivalidades sexuales, lucha no menos cruel y feroz que la despertada por el hambre.
Además, toda especie animal se subdivide en grupos y familias diferentes, que
experimentan modificaciones constantes bajo el influjo de las condiciones geográficas y
climatológicas de sus respectivos hábitats.
La mayor o menor diferencia en las condiciones de vida determina la
correspondiente diferencia en la estructura de los individuos que pertenecen a la misma
especie. Además, es sabido que todo animal tiende naturalmente a unirse con el individuo
más parecido a él, tendencia cuyo resultado espontáneo es el desarrollo de un mayor
número de variaciones dentro de la misma especie. Como las diferencias que separan esas
variaciones entre sí se basan fundamentalmente en la reproducción, y como la
reproducción es la única base de toda solidaridad animal, es evidente que la mayor
solidaridad de la especie se subdividirá necesariamente en cierto número de esferas de
solidaridad con un carácter más limitado, por lo cual la patria más amplia tiende a
desintegrarse en una multitud de pequeñas patrias animales, hostiles y destructivas entre
sí.
El patriotismo es una pasión de solidaridad grupal. He mostrado cómo el
patriotismo, en cuanto pasión natural brota de una ley fisiológica; brota, para ser exactos,
de la ley que determina la separación de los vivientes en especies, familias y grupos.
La pasión patriótica es manifiestamente una pasión de solidaridad social. Con el
fin de encontrar su expresión más clara en el mundo animal es preciso volverse hacia las
especies que, como el hombre, poseen una naturaleza predominantemente social: por
ejemplo, las hormigas, abejas, castores y muchas otras que poseen moradas fijas en
común, así como especies que vagan en rebaños. Los animales que viven en un refugio
colectivo y estable representan en su aspecto natural el patriotismo de los pueblos
agrícolas, mientras los animales que vagan en manadas representan el patriotismo de los
pueblos nómadas.
El patriotismo es una vinculación a pautas establecidas de vida. Resulta
evidente que el primer patriotismo [284] es más completo que el segundo, pues éste sólo
implica la solidaridad de los individuos de la manada, mientras el primero añade a él los
vínculos que atan al individuo al suelo o a su hábitat natural. Constituyendo las
costumbres una segunda naturaleza para el hombre y los animales, ciertas pautas de vida
están mucho más determinadas y fijadas entre los animales sociales con vida sedentaria
que entre las manadas migratorias; y esas costumbres diferentes, esos modos particulares
de existencia, son un elemento esencial del patriotismo.
Podemos definir el patriotismo natural como sigue: es una vinculación instintiva,
mecánica y acrítica a la pauta de vida socialmente aceptada por herencia o tradición, y al
mismo tiempo una hostilidad instintiva y automática hacia cualquier otro tipo de vida. Es
amor hacia lo de uno y aversión a todo cuanto tenga un carácter extraño. El patriotismo
resulta entonces egoísmo colectivo por una parte, y guerra por la otra.
Sin embargo, su solidaridad no es lo bastante fuerte como para evitar que los
miembros individuales de un grupo animal se devoren entre sí al surgir la necesidad; pero
es lo bastante fuerte como para hacer que esos individuos olviden sus desacuerdos civiles
y se unifiquen cada vez que están amenazados por una invasión por otro grupo colectivo.
Tomemos como ejemplo los perros de alguna aldea. En su estado natural, los
perros no constituyen una república colectiva. Abandonados a su instinto viven como
lobos, en manadas errantes, y sólo se establecen bajo la influencia del hombre. Pero
cuando se ven vinculados a un lugar forman en toda aldea una especie de república
basada sobre la libertad individual de acuerdo con la fórmula tan bien amada por los
economistas burgueses: cada cual a lo suyo, y que el diablo se lleve al último. Hay allí un
ilimitado laissez-faire y una competencia ilimitada, una guerra civil sin piedad y sin
tregua, donde el más fuerte muerde siempre al más débil, como acontece en las repúblicas
burguesas. Pero dejemos que un perro de otra aldea pase por la calle e inmediatamente
veréis que todos esos rugientes ciudada- [285] nos de la república canina se arrojan en
masse sobre el infeliz extranjero.
¿Pero no es esto una copia exacta, o más bien el original de las copias que se
repiten día tras día en la sociedad humana? ¿No es la manifestación plena de ese
patriotismo natural que, como ya he dicho y me atrevo a repetir, constituye una pasión
puramente bestial? Es indudablemente bestial en su carácter porque los perros son
indiscutiblemente bestias y porque el hombre mismo, siendo un animal como el perro y
otros animales de la tierra —aunque el único dotado con la facultad psicológica de pensar
y hablar—, comienza su historia en la bestialidad y acaba conquistando y alcanzando la
humanidad en su forma más perfecta tras siglos de desarrollo.
Conociendo el origen del hombre, no debiéramos asombrarnos de su bestialidad,
que constituye un hecho natural entre otros hechos naturales; ni debe indignarnos, pues lo
que se deduce de este hecho es una lucha contra él aún más vigorosa; en efecto, toda vida
humana no es sino una lucha incesante contra la bestialidad del hombre en favor de su
humanidad.
El origen bestial del patriotismo natural. Querría simplemente establecer aquí
que el patriotismo, cantado por los poetas, los políticos de todas las escuelas, los
gobiernos y todas las clases privilegiadas como la virtud más alta e ideal, no tiene sus
raíces en la humanidad del hombre, sino en su bestialidad.
De hecho, vemos cómo el patriotismo natural reina indiscutido al comienzo de la
historia y en los tiempos actuales dentro de los sectores menos civilizados de la sociedad
humana. Naturalmente, el patriotismo es una emoción mucho más compleja dentro de la
sociedad humana que dentro de otras sociedades animales. Esto es así porque la vida del
hombre, animal dotado con las facultades de pensamiento y lenguaje, comprende un
mundo incomparablemente más amplio que el de los animales de otras especies. Con el
hombre las costumbres y hábitos puramente físicos se ven complementados por
tradiciones más o menos abstractas de orden intelectual y moral, por una multitud de
ideas [286] y representaciones verdaderas o falsas que se adhieren a diversas costumbres
religiosas, económicas, políticas y sociales. Todo esto constituye los elementos del
patriotismo natural en el hombre, cuando estas cosas, combinándose de un modo u otro,
forman en una sociedad dada un modo específico de existencia, una pauta tradicional de
vida, pensamiento y acción que difiere de todas las demás pautas.
Pero sean cuales fueren las diferencias que pueden existir en cantidad y cualidad
entre el patriotismo natural de las sociedades humanas y el de las sociedades naturales,
tienen esto en común: ambos son pasiones instintivas, tradicionales, habituales y
colectivas, cuya intensidad no depende de su contenido. Podríamos decir, al contrario,
que cuanto menos complicado sea este contenido, más simple, intenso y vigorosamente
excluyente es el sentimiento patriótico que lo manifiesta y expresa.
La intensidad del patriotismo natural está en tazón inversa al desarrollo de la
civilización. Obviamente, los animales están mucho más vinculados a las costumbres
tradicionales de la sociedad a la que pertenecen que el hombre. Entre los animales, este
vínculo patriótico es inevitable. Siendo incapaces para liberarse de él por sus propios
esfuerzos, tienen a menudo que esperar a la influencia del hombre para sacudírselo. Lo
mismo acontece con la sociedad humana: cuanto menos desarrollada sea una civilización,
y menos compleja sea la base de su vida social, tanto más fuertes serán las
manifestaciones de patriotismo natural —es decir, la vinculación instintiva de los
individuos a todos los hábitos materiales, intelectuales y morales que constituyen la vida
tradicional y habitual de una sociedad específica, así como su odio hacia cualquier cosa
extraña o diferente de su propia vida. De aquí se deduce que el patriotismo natural está en
proporción inversa al desarrollo de la civilización, es decir, al triunfo de la humanidad en
las sociedades humanas.
Carácter orgánico del patriotismo en los salvajes. Nadie negará que el
patriotismo instintivo o natural de las tribus miserables que habitan la zona ártica —
apenas tocadas por la civilización humana y heridas por la pobreza incluso [287] en lo
que respecta a las necesidades estrictas de la vida material— es infinitamente más fuerte
y más excluyente que el patriotismo de un francés, un inglés o un alemán, por ejemplo. El
francés, el alemán y el inglés pueden vivir y aclimatarse en cualquier parte, mientras que
el nativo de las regiones polares moriría de nostalgia por su patria si fuera alejado de ella.
¡Y, sin embargo, qué podría ser más miserable y menos humano que su existencia! Esto
prueba simplemente, una vez más, que la intensidad de este tipo de patriotismo es un
indicio de bestialidad, y no de humanidad.
Junto a este elemento positivo del patriotismo, que consiste en la vinculación
instintiva de los individuos al peculiar modo de existencia de la sociedad a la cual
pertenecen, existe un elemento negativo, tan esencial como el primero, e inseparable de
éste. Se trata de la repulsión igualmente instintiva hacia todo lo extraño, instintiva y por
ello enteramente bestial —sí, bestial, porque este horror es tanto más violento y
abrumador cuanto menos lo piensa y comprende quien lo experimenta, y cuanta menos
humanidad hay en él.
La anti-extranjería: aspecto negativo del patriotismo natural. Actualmente
esta repulsión patriótica hacia todo lo extraño sólo se encuentra en pueblos salvajes; en
Europa puede hallarse entre los estratos semi-salvajes de la población que la civilización
burguesa no se ha dignado educar, aunque nunca olvide de explotar. En las grandes
capitales de Europa, en la propia París, y sobre todo en Londres, hay barrios bajos
abandonados a una población, miserable donde jamás ha llegado un rayo de ilustración.
Es suficiente que un extranjero aparezca en esas calles para que un grupo de esos
andrajosos miserables —hombres, mujeres y niños que muestran en su aspecto signos de
la más pavorosa pobreza y del más bajo estado de depravación— le rodeen, le lancen los
insultos más abiertos e incluso le maltraten, sólo porque es un extranjero. ¿No es este
brutal y salvaje patriotismo la más flagrante negación de lo que se llama humanidad?
He dicho que el patriotismo, mientras es instintivo o natural, y tiene todas sus
raíces en la vida animal, sólo [288] presenta una combinación específica de hábitos
colectivos —materiales, intelectuales, morales, económicos, políticos y sociales—
desarrollados por tradición o por historia dentro de un grupo limitado de la sociedad
humana. Talos hábitos, añadía, pueden ser buenos o malos, porque el contenido objetivo
de este sentimiento instintivo no tiene influencia sobre el grado de su intensidad.
Aunque tuviésemos que admitir en este sentido la existencia de ciertas diferencias,
habríamos de decir que se inclinan más bien hacia los malos hábitos que hacia los
buenos. Pues debido al origen animal de toda sociedad humana, y por efecto de esa
fuerza de inercia que ejerce una acción tan poderosa sobre el mundo intelectual y moral
como sobre el material, en toda sociedad que progrese y marche adelante en vez de
degenerar los malos hábitos tienen prioridad en cuanto al tiempo y han arraigado más
profundamente que los hábitos buenos. Esto explica por qué en la suma total de los
hábitos colectivos actuales dominantes en los países más avanzados del mundo, nueve
décimas partes carecen absolutamente de valor.
Los hábitos son una parte necesaria de la vida social. Pero no debe imaginarse
que se pretende declarar la guerra a la tendencia general de los hombres y la sociedad a
ser gobernados mediante hábitos. Como acontece en otras muchas cosas, los hombres
obedecen necesariamente una ley natural, y sería absurdo rebelarse contra las leyes
naturales. La acción de un hábito en la vida intelectual y moral del individuo y las
sociedades es idéntica a la acción de las fuerzas vegetativas en la vida animal. Ambas son
condiciones de la existencia y la realidad. Lo bueno y lo malo, para convertirse en hechos
reales, deben reencarnarse en hábitos para el individuo y para la sociedad. Todos los
esfuerzos y estudios que los hombres emprenden no tienen otra meta, y las mejores cosas
sólo pueden echar raíces y convertirse en una segunda naturaleza del hombre por la
fuerza del hábito.
Sería necio rebelarse contra esta fuerza del hábito, porque es una fuerza necesaria
que ni la inteligencia ni la voluntad pueden trastornar. Pero si, iluminados por la razón de
[289] nuestro siglo y por la idea que nos hemos formado de la verdadera justicia,
deseamos seriamente elevarnos a la plena dignidad de seres humanos, sólo hemos de
hacer una cosa: dirigir y entrenar constantemente el poder de nuestra voluntad —es decir,
el hábito de desear cosas desarrolladas dentro de nosotros por circunstancias
independientes de nosotros— a la extirpación de los malos hábitos y su sustitución por
otros buenos. A fin de humanizar completamente a la sociedad, es necesario destruir sin
compasión alguna todas las causas, todas las condiciones políticas, económicas y sociales
que producen tradiciones malignas en los individuos, y sustituirlas por condiciones que
engendren dentro de esos mismos individuos la práctica y el hábito del bien.
El patriotismo natural: Un estadio sobrepasado. Desde el punto de vista de la
conciencia moderna, de la humanidad y la justicia que hemos llegado a comprender
mejor gracias a los desarrollos pasados de la historia, el patriotismo es un hábito malo,
mezquino y dañino, porque constituye la negación de la solidaridad y la igualdad
humanas. La cuestión social, que actualmente está planteada de un modo práctico por el
mundo proletario de Europa y América —y cuya solución es posible sólo mediante la
abolición de las fronteras estatales— tiende necesariamente a destruir este hábito
tradicional en la conciencia de los trabajadores de todos los países.
Ya al comienzo del siglo actual [XIX] este hábito estaba muy socavado en la
conciencia de la alta burguesía financiera, comercial e industrial debido al carácter
prodigioso y enteramente internacional del desarrollo de su riqueza y sus intereses
económicos.
Pero he de mostrar primero cómo, mucho antes de esta revolución burguesa, el
patriotismo instintivo y natural, que por su misma naturaleza sólo puede ser un hábito
social muy restringido y de un tipo puramente local, cambió profundamente —
distorsionándose y debilitándose— al comienzo mismo de la historia por la formación
sucesiva de Estados políticos.
El patriotismo natural tiene necesariamente profun- [290] das raíces locales.
De hecho, en la medida en que es un sentimiento puramente natural —es decir, un
producto de la vida de un grupo social unido por vínculos de verdadera solidaridad
todavía no debilitados por la reflexión o por el efecto de los intereses económicos y
políticos, así como de las abstracciones religiosas— el patriotismo básicamente animal
sólo puede comprender un mundo muy restringido: una tribu, una comuna, una aldea. Al
comienzo de la historia, como acontece ahora con los pueblos salvajes, no existía nación,
ni lenguaje nacional, ni culto nacional; ni siquiera existía país alguno en el sentido
político de la palabra. Toda pequeña localidad, toda aldea tenía su lenguaje particular, su
Dios, su sacerdote o su brujo; no era sino una familia multiplicada y ampliada que, al
hacer la guerra contra todas las demás tribus, negaba por el hecho de su propia existencia
a todo el resto de la humanidad. Tal es el patriotismo natural en su crudeza vigorosa y
simple.
Encontramos todavía vestigios de este patriotismo incluso en algunos de los
países más civilizados de Europa: por ejemplo, en Italia, en especial en las provincias
meridionales de la península, donde el relieve físico de la tierra, las montañas y el mar
han dispuesto barreras entre los valles, aldeas y ciudades, separándolos y aislándolos,
haciéndolos prácticamente ajenos unos a otros. En su panfleto sobre la unidad italiana,
Proudhon observó con mucha razón que esta unidad había sido hasta entonces sólo una
idea y una idea burguesa, en modo alguno una pasión popular; que por lo menos la
población rural permanecía en gran medida ajena a ella —e incluso hostil, añadiría yo.
Por una parte, esa unidad se opone a su patriotismo local, y por otra no les ha traído más
que una explotación despiadada, la opresión y la ruina.
Hemos visto que incluso en Suiza, en especial en los cantones más atrasados, el
patriotismo local entra a menudo en conflicto con el patriotismo del cantón, y este último
con el patriotismo político y nacional de toda la confederación de la república.
La marcha de la civilización destruye el patriotismo [291] natural. En
conclusión, repito a modo de resumen que, como sentimiento natural, el patriotismo es un
serio obstáculo para la formación de Estados por ser en su esencia y en su realidad un
sentimiento puramente local. Por eso mismo, los Estados y la civilización en cuanto tal
no pueden establecerse sino destruyendo, —si no por completo, al menos en una medida
considerable— esta pasión animal.

11. INTERESES DE CLASE EN EL PATRIOTISMO MODERNO

La existencia misma del Estado exige que haya alguna clase privilegiada
vitalmente comprometida en el mantenimiento de esa existencia. Y los intereses grupales
de esta clase privilegiada son precisamente lo que se denomina patriotismo.
Esa flagrante negación de la humanidad que es la esencia misma del Estado es,
desde el punto de vista estatal, el deber supremo y la mayor de las virtudes; se denomina
patriotismo y constituye la moralidad trascendente del Estado.
El verdadero patriotismo es, por supuesto, un sentimiento muy respetable, pero al
mismo tiempo un sentimiento mezquino, excluyente, anti-humano y a veces simplemente
bestial. Un patriota coherente es quien amando apasionadamente a su patria y a todo
cuanto llama propio, odia de igual manera a todo lo extranjero.
El patriotismo sin libertad es un instrumento de la reacción. El patriotismo
que tiende a una unidad no basada sobre la libertad es un mal patriotismo; es culpable
desde el punto de vista de los intereses reales del pueblo y del país que pretende exaltar y
servir. Ese patriotismo se convierte, muy a menudo en contra de su voluntad, en amigo de
la reacción y enemigo de la revolución, es decir, de la emancipación de las naciones y los
hombres.
[292]
Patriotismo burgués. El patriotismo burgués, tal como yo lo concibo, es sólo una
pasión muy despreciable, muy mezquina, especialmente mercenaria y profundamente
antihumana, que tiene por objeto la preservación y el mantenimiento del poder del Estado
nacional, es decir, la conservación de todos los privilegios de los explotadores a lo largo
de la nación.
Los caballeros burgueses de todos los partidos, incluso los del tipo más avanzado
y radical, por cosmopolitas que puedan ser en sus puntos de vista oficiales, se muestran
políticamente como patriotas ardientes y fanáticos del Estado cuando se trata de ganar
dinero explotando en mayor medida todavía el trabajo del pueblo; de hecho, este
patriotismo, como bien dijo el Sr. Thiers —ilustre asesino del proletariado parisino y
efectivo salvador de la Francia actual— no es más que el culto y la pasión del Estado
nacional.
El patriotismo burgués degenera cuando se ve enfrentado a un movimiento
revolucionario de trabajadores. Los últimos acontecimientos han demostrado que el
patriotismo —suprema virtud del Estado y alma que anima su poder— ya no existe en
Francia. En las clases superiores sólo se manifiesta bajo la forma de vanidad nacional.
Pero esta vanidad es tan débil y ha sido tan minada por la necesidad y el hábito burgués
de sacrificar intereses ideales en beneficio de intereses reales que durante la última
guerra [el conflicto franco-prusiano] ni por poco tiempo pudo siquiera convertir en
patriotas a los tenderos, hombres de negocios, especuladores en bolsa, militares,
burócratas, capitalistas y nobles formados jesuíticamente.
Todos ellos perdieron su valor; todos traicionaron a su país al tener sólo una cosa
en la cabeza —salvar su propiedad—, y todos ellos intentaron trocar en propia ventaja la
calamidad que había caído sobre Francia. Todos ellos, sin excepción, compitieron a la
hora de lanzarse a merced del orgulloso vencedor que se convirtió en árbitro de los
destinos franceses. Predicaron unánimemente la sumisión y la mansedumbre, pidiendo
humildemente la paz... Pero ahora todos esos degenerados charlatanes se han hecho [293]
patriotas y nacionalistas otra vez y han vuelto a su jactancia, por más que este engaño
ridículo y repulsivo por parte de héroes tan baratos no pueda oscurecer la evidencia de su
reciente villanía.
El patriotismo de los campesinos debilitado por la psicología burguesa.
Todavía más importante es el hecho de que la población rural de Francia no mostró el
más ligero patriotismo. En contra de lo que podría normalmente pensarse, el campesino
francés ha dejado de ser un patriota desde el momento mismo de convertirse en un
propietario.
En el período de Juana de Arco, fueron los campesinos quienes cargaron con el
peso de la lucha que salvó a Francia. En 1792 y más tarde fueron principalmente los
campesinos quienes vencieron a la coalición militar del resto de Europa. Pero se trataba
entonces de un asunto muy distinto. Debido a la venta barata de las propiedades
pertenecientes a la iglesia y la nobleza, el campesino pasó a ser propietario de la tierra
que antes cultivaba como un esclavo, y por eso temía justamente que, en caso de derrota,
los emigrados que seguían a la retaguardia de las tropas alemanas le arrebatasen su
propiedad recién adquirida.
Pero ahora no tenía ese miedo, y mostró la mayor de las indiferencias hacia la
vergonzosa derrota de su dulce patria. En las provincias centrales de Francia, los
campesinos expulsaban a los voluntarios franceses y extranjeros que habían tomado las
armas para salvar a Francia, negándoles cualquier ayuda y traicionándoles
frecuentemente ante los prusianos; al mismo tiempo, ofrecían a las tropas alemanas una
recepción hospitalaria. Sin embargo, Alsacia y Lorena fueron excepciones. Por extraño
que resulte, es allí donde hubo brotes de resistencia patriótica, como pensados para
desengañar a los alemanes, que persisten en considerar a esas provincias como puramente
germánicas.
Cuando el patriotismo se convierte en traición. Sin duda, los estratos
privilegiados de la sociedad francesa hubieran deseado situar a su país en la posición de
un poder imponente otra vez, de un poder espléndido e impresionante entre el resto de las
naciones. Pero junto a ello les movía también la codicia, el deseo de amasar dinero, el
espíritu [294] del lucro rápido y el egoísmo anti-patriótico, cosas que inclinaban a
sacrificar la propiedad, la vida y la libertad del proletariado en aras de alguna ventaja
patriótica, pero a estar en contra de todo cuanto implicara renunciar a alguno de sus
propios privilegios beneficiosos. Preferirán someterse a algún yugo extranjero que
entregar parte de su propiedad o admitir una nivelación general de derechos y
patrimonios.
Esto queda plenamente confirmado por los acontecimientos que tienen lugar ante
nuestros ojos. Cuando el gobierno del Sr. Thiers anunció oficialmente a la Asamblea de
Versalles la conclusión del tratado de paz definitivo con el gabinete de Berlín, en virtud
del cual las tropas alemanas se comprometían a abandonar las provincias ocupadas de
Francia en septiembre, la mayoría de esa Asamblea —que representaba una coalición de
las clases privilegiadas francesas— estaba visiblemente deprimida. La cotización de los
valores franceses, que representan esos intereses privilegiados mejor aún que la propia
Asamblea, bajó con el anuncio, como si presagiaran una verdadera catástrofe estatal...
Resultó que para los privilegiados patriotas franceses, esos representantes del valor
burgués y la civilización burguesa, la presencia odiosa, forzada y vergonzosa del
victorioso ejército de ocupación era una fuente de consuelo, era su tranquilidad y
salvación, y en su pensamiento la retirada de ese ejército quería decir ruina y
aniquilación.
Es obvio entonces que el extraño patriotismo de la burguesía francesa busca su
salvación subyugando vergonzosamente al propio país. Quienes lo duden deben leer las
revistas conservadoras. Abrid las páginas de cualquiera de esas revistas y descubriréis
que amenazan al proletariado francés con la legítima ira del príncipe Birsmarck y su
Emperador. ¡Esto es en verdad patriotismo! Sí, simplemente piden la ayuda de Alemania
contra la amenazadora Revolución Social en Francia.
Sólo el proletariado urbano es genuinamente patriótico. Podemos decir con
pleno convencimiento que el patriotismo sólo se ha preservado entre el proletariado
urbano. En París, como en todas las demás ciudades y provincias [295] de Francia, sólo el
proletariado exigió armar al pueblo y llevar la guerra hasta el final. Y, cosa extraña, fue
precisamente esto lo que despertó el mayor odio entre las clases poseedoras, como si se
ofendieran porque sus «hermanos menores» (según la expresión de Gambetta) mostrasen
más virtud y lealtad patriótica que los hermanos mayores.
El patriotismo proletario tiene una perspectiva internacional. Sin embargo, las
clases privilegiadas estaban parcialmente en lo cierto. El proletariado estaba movido
completamente por un patriotismo en el sentido antiguo y estrecho de la palabra.
El verdadero patriotismo es desde luego, un sentimiento muy venerable, pero
también mezquino, excluyente, anti-humano y a veces pura y simplemente bestial. Sólo
es patriota coherente quien, amando su propia patria y todo lo suyo, odia también
apasionadamente a todo lo extraño —cosa que constituye la imagen misma, podríamos
decir, de nuestros eslavófilos [rusos]. No hay una sola huella, de este odio en el
proletariado urbano de Francia. Al contrario, en la última década —o, se podría decir, a
partir de 1848, e incluso mucho antes— la influencia de la propaganda socialista hizo
surgir en su seno un sentimiento fraternal hacia todo el proletariado, que fue de la mano
con una indiferencia no menos decisiva hacia la llamada grandeza y gloria de Francia.
Los trabajadores franceses se oponían a la guerra emprendida por Napoleón III, y en la
víspera de esa guerra declararon abiertamente, en un manifiesto firmado por los
miembros de la sección parisina de la Internacional, su actitud fraterna hacia los
trabajadores de Alemania. Los trabajadores franceses no se armaban contra el pueblo
alemán, sino contra el despotismo militar alemán.
Fronteras de la patria del proletariado. Las fronteras de la patria del
proletariado se han ensanchado hasta el extremo de comprender actualmente al
proletariado de todo el mundo. Naturalmente, esto es lo opuesto de la patria burguesa.
Las declaraciones de la Comuna de París son en este sentido muy significativas, y las
simpatías mostradas ahora por el proletariado francés —favoreciendo incluso [296] una
Federación basada sobre el trabajo emancipado y la propiedad colectiva de los medios de
producción, e ignorando diferencias nacionales y fronteras estatales— prueban que en lo
que se refiere al proletariado francés, el patriotismo estatal es cosa enteramente del
pasado.
El patriotismo burgués ejemplificado por 1870. Digan lo que digan los
patriotas del Estado francés y por mucho que actualmente alardeen, es obvio que Francia
está condenada como Estado a una posición de segundo orden. Además, tendrá que
someterse a la jefatura suprema, a la influencia amistosa y solícita del imperio germánico,
tal como el Estado italiano debió someterse antes de 1870 a la política de la Francia
imperial.
Quizá la situación conviene a los especuladores franceses, que se consuelan con el
mercado mundial de títulos cotizables en Bolsa, pero es poco halagadora desde el punto
de vista de la vanidad nacional alimentada por los patriotas del Estado francés. Hasta
1870 se podría haber pensado que esta vanidad era lo bastante fuerte para hacer pasar
incluso a los campeones más obstinados de los privilegios burgueses al campo de la
Revolución Social, aunque sólo fuera para salvar a Francia de la vergüenza de ser
ocupada y conquistada por los alemanes. Pero nadie puede esperar esto de ellos tras lo
que aconteció en 1870. Todos sabemos ahora que soportarán cualquier humillación, que
incluso se someterán a un protectorado germánico, antes de abandonar su provechosa
dominación sobre el propio proletariado.
La adoración de la propiedad es incompatible con el verdadero patriotismo.
[La destrucción de la propiedad] es incompatible con la conciencia burguesa, con la
civilización burguesa, construida enteramente sobre una adoración fanática de la
propiedad. El ciudadano o burgués abandonará vida, libertad y honor, pero no entregará
su propiedad. El pensamiento mismo de su usurpación, de su destrucción por cualquier
propósito, le parece sacrílego. Por esto jamás permitirá que sus ciudades o casas sean
destruidas, como exigen las finalidades de la defensa. De ahí que los burgueses franceses
de 1870 y los ciudadanos alemanes de 1813 se [297] rindieran tan fácilmente a los
invasores. Hemos visto cómo bastaba que los campesinos pasasen a ser propietarios para
que se vieran correspondidos y perdiesen la última chispa de patriotismo.
A los ojos de todos esos ardientes patriotas, como también para la opinión
históricamente verificada del Sr. Jules Favre, la Revolución Social supone para Francia
un peligro mayor incluso que la invasión por tropas extranjeras. Mucho me gustaría creer
que, si no todos, al menos la mayoría de esos valiosos ciudadanos sacrificarían
gustosamente sus vidas para salvar la gloria, la grandeza y la independencia de Francia.
Pero, por otra parte, estoy seguro de que una mayoría más amplia preferiría ver a su noble
Francia sometida al yugo temporal de los prusianos que deber su salvación a una
verdadera revolución popular, que inevitablemente destruiría de un solo golpe la
dominación económica y política de su clase. De ahí su indulgencia indignante pero
forzada ante los partidarios —tan numerosos y desgraciadamente tan poderosos todavía
— de la traición bonapartista; y de ahí su apasionada severidad, la persecución sin piedad
desatada contra los revolucionarios sociales, esos representantes de la clase trabajadora
que fueron los únicos en asumir seriamente la liberación del país del yugo extranjero.

12. LA LEY, NATURAL E INVENTADA

La libertad individual deriva de la sociedad. Surgiendo de la condición del


gorila, el hombre sólo llega con dificultad a una conciencia de su humanidad y a una
comprensión de su libertad. Al comienzo carece de libertad y de conciencia; llega al
mundo como una bestia feroz y un esclavo, para humanizarse y emanciparse
progresivamente sólo en el seno de una sociedad que necesariamente [298] precede a la
aparición del pensamiento, el lenguaje y la voluntad humana. El hombre sólo adquiere
esas facultades mediante los esfuerzos colectivos de todos los miembros pasados y
presentes de la sociedad, que por eso mismo constituye la base natural y el punto de
partida de su existencia humana.
De aquí se deduce que el hombre sólo cumple su libertad individual redondeando
su personalidad con ayuda de otros individuos pertenecientes al mismo medio social.
Sólo puede conseguirlo gracias al trabajo y al poder colectivo de la sociedad, sin los
cuales seguiría siendo sin duda el animal más estúpido y miserable de todas las bestias
salvajes vivientes sobre la tierra. Según el sistema materialista, que es el único sistema
material y lógico, la sociedad crea esta libertad, en vez de limitarla y suprimirla. La
sociedad es la raíz y el árbol, y la libertad es su fruto. Por consiguiente, el hombre ha de
buscar siempre su libertad al final de la historia y no al comienzo, y podemos decir que la
emancipación real y concreta de todo individuo es el objetivo grande y verdadero, y la
meta suprema de la historia.
El origen de las ideas en general, y de la idea de ley en particular. Este no es el
lugar para investigar el origen de los primeros conceptos e ideas de la sociedad primitiva.
Todo cuanto podemos decir con plena certeza es que esas ideas -muchas notablemente
absurdas, por supuesto— no fueron concebidas espontáneamente por una inteligencia
milagrosamente iluminada de individuos aislados e inspirados. Fueron el producto del
trabajo mental colectivo, y en muchos casos apenas perceptible, de todos los individuos
pertenecientes a tales sociedades. Las contribuciones de descollantes hombres de genio
nunca han hecho otra cosa que proporcionar la expresión más fiel y feliz para ese trabajo
mental colectivo, porque todos los hombres de genio —según Voltaire— «tomaron todo
lo bueno allí donde lo encontraron». Al comienzo esas ideas fueron sólo las
representaciones más simples y muchas veces inadecuadas de fenómenos naturales y
sociales, así como las conclusiones aún menos válidas deducidas de tales fenómenos.
Tal fue el comienzo de todos los conceptos, fantasías [299] y pensamientos
humanos. El tema de esos pensamientos no fue la creación espontánea de la mente
humana, sino que se lo proporcionó al hombre en primer lugar el mundo real, tanto
interno como externo. La mente del hombre, —es decir, el funcionamiento puramente
orgánico y por eso mismo material de su cerebro, estimulado por sensaciones internas y
externas transmitidas por los nervios— sólo introdujo la comparación puramente formal
de esas impresiones de hechos y cosas dentro de sistemas verdaderos o falsos. Tal fue el
origen de las primeras ideas. A través del lenguaje, esas ideas o primeros productos de la
imaginación recibieron una expresión más o menos precisa e invariable al transmitirse de
una generación a la siguiente. Y así los productos de la imaginación individual vinieron a
controlarse, diferenciarse y completarse unos a otros, mezclándose en mayor o menor
medida dentro de un único sistema y acabando por constituir la conciencia general, el
pensamiento colectivo de la sociedad. Pasado por la tradición de una generación a otra y
cada vez más desarrollado por siglos de trabajo mental, este pensamiento constituye la
herencia intelectual y moral de la sociedad, la clase y la nación.
Toda nueva generación recibe en la cuna un mundo entero de ideas, impresiones
mentales y sentimientos transmitidos por los siglos pasados. Al principio este mundo no
aparece ante el recién nacido en su forma ideal, como un sistema de conceptos e ideas,
como una religión o como una doctrina. El niño es incapaz de captarlo y comprenderlo de
esta forma. Se le impone más bien como un mundo de hechos encarnados y cumplidos en
las personas y las cosas que constituyen su medio desde el primer día de la vida, un
mundo que habla al niño a través de todo cuanto éste oye y ve. Porque las ideas del
hombre no eran al principio sino el producto de hechos efectivos, tanto naturales como
sociales, en el sentido de que eran su reflejo o eco en el cerebro del hombre, su
reproducción ideal y más o menos verdadera mediante este órgano positivamente material
del pensamiento humano.
Ideas innatas. Más tarde, tras establecerse sólidamente [300] en un sistema bien
ordenado en la conciencia intelectual de una sociedad dada, se convierten en agentes
causales de nuevos fenómenos: fenómenos de orden social y no puramente natural.
Terminan modificando y transformando —desde luego muy lentamente— las costumbres
e instituciones humanas, en una palabra todo el campo de las interrelaciones humanas en
la sociedad, y a través de su incorporación a objetos comunes se hicieron tangibles y
perceptibles incluso para los niños. Este proceso es tan concienzudo que cada nueva
generación se ve invadida por él desde la más tierna edad; y cuando alcanza la época de
su madurez, cuando el trabajo de su propio pensamiento comienza a afirmarse
acompañado por una nueva crítica, descubre dentro de sí y en la sociedad circundante
todo un mundo de pensamientos e ideas establecidos que sirven como punto de partida,
como material en bruto y textura para su propio trabajo intelectual y moral. Esas ideas
comprenden los conceptos tradicionales y cotidianos creados por la imaginación, que los
metafísicos erróneamente llaman ideas innatas engañados por el modo enteramente
insensible e imperceptible en que esas nociones provenientes del exterior penetran y se
imprimen en el cerebro del niño, incluso antes de que éste alcance su plena conciencia.
Tales son las ideas generales o abstractas de divinidad y alma, ideas completamente
absurdas, pero inevitables y necesarias en el desarrollo histórico de la mente humana, que
a través de las edades sólo ha llegado lentamente a una conciencia racional y critica de si
misma y de sus propias manifestaciones, que ha comenzado siempre en el absurdo para
desembocar en la verdad, y en la esclavitud para conquistar la libertad. Tales son las ideas
consagradas a lo largo de los siglos por la ignorancia y estupidez general tanto como por
los intereses de las clases privilegiadas; consagradas hasta tal punto que incluso hoy es
difícil oponerse a ellas en términos llanos sin despertar en contra a considerables
secciones del pueblo y sin correr el peligro de verse llevado a la picota por la hipocresía
burguesa.
Junto con estas ideas puramente abstractas, y siempre en estrecha conexión con
ellas, la juventud encuentra en [301] la sociedad y también dentro de sí —debido a la
influencia todopoderosa ejercida sobre ella por la sociedad en su infancia— muchos otros
conceptos o ideas que están bastante más determinados y próximos a la vida real del
hombre y a su existencia cotidiana. Tales son los conceptos de naturaleza, hombre,
justicia, deberes y derechos de individuos y clases, convenciones sociales, familia,
propiedad, Estado y muchas otras ideas que regulan las relaciones del hombre para con el
hombre.
Autoridad y leyes naturales. ¿Qué es la autoridad? ¿Es el poder inevitable de las
leyes naturales que se manifiestan en la concatenación y la secuencia necesaria de
fenómenos dentro de los mundos físico y social? De hecho, la rebelión contra tales leyes
no sólo no puede permitirse, sino que es incluso imposible. Podemos ignorarlas o incluso
desconocerlas del todo, pero no desobedecerlas porque constituyen la base y las
condiciones mismas de nuestra existencia; nos envuelven y penetran, gobernando todos
nuestros movimientos, pensamientos y actos en tal medida que incluso cuando creemos
desobedecerlas, nos limitamos en realidad a manifestar su omnipotencia. Sí, somos
incondicionalmente esclavos de esas leyes. Pero no hay humillación en esa esclavitud, o
más bien no se trata de una esclavitud en absoluto. Porque la esclavitud supone la
existencia de un amo externo, de un legislador cuya posición está por encima de aquellos
a quienes dirige, mientras que estas leyes no son extrínsecas en relación a nosotros: nos
son inmanentes, constituyen nuestra naturaleza, todo nuestro ser, física, intelectual y
moralmente. Y sólo a través de esas leyes vivimos, respiramos, obramos, pensamos y
deseamos. Sin ellas no seríamos nada, simplemente no existiríamos.
Es una gran desdicha que un número considerable de leyes naturales, ya
establecidas así por la ciencia, sigan siendo desconocidas para las masas gracias a la
vigilancia de los gobiernos tutelares que, como sabemos, existen exclusivamente para el
bien del pueblo. Y otra dificultad reside en que la mayor parte de las leyes naturales
inmanentes al desarrollo de la sociedad humana —tan necesarias, invaria- [302] bles e
inevitables como las leyes rectoras del mundo físico— no hayan sido reconocidas y
establecidas debidamente por la propia ciencia.
El conocimiento universal de las leyes naturales significa la abolición del
derecho jurídico. La cuestión de la libertad se resolverá cuando estas leyes hayan sido
reconocidas por la ciencia y hayan ingresado en la conciencia general a través de un
amplio sistema de educación popular. Los más convencidos protagonistas del Estado
deben admitir que cuando eso se produzca, no habrá necesidad de organización
política, de administración ni de legislación; esas tres instituciones, emanadas de la
voluntad del soberano o del voto de un Parlamento elegido por sufragio universal, incluso
aunque sean acordes con el sistema de leyes naturales (cosa que nunca ha sucedido y
nunca sucederá) serán siempre igualmente hostiles y funestas para la libertad de las
masas, porque les imponen un sistema de leyes externas y en esa misma medida
despóticas.
La legislación política es enemiga de la libertad del pueblo y contraria a las
leyes naturales. Un cuerpo científico encargado del gobierno de la sociedad terminaría
pronto entregándose a asuntos bien distintos de la ciencia. Y esos asuntos —como es el
caso en todos los poderes establecidos— serían los de su propia perpetuación, haciendo
que la sociedad confiada a su custodia fuera cada vez más estúpida y necesitara por ello
cada vez más su gobierno y dirección.
Las instituciones legislativas engendran oligarquías. Y todo lo que es verdad
para las academias científicas, es verdad también para todas las asambleas constituyentes
y legislativas, incluso para las procedentes del sufragio universal. En este último caso
pueden desde luego renovar su composición, pero ello no impide la formación en unos
pocos años de un cuerpo de políticos, privilegiado de hecho si no de derecho, que
entregándose exclusivamente a la administración de los asuntos públicos nacionales
termina formando una especie de aristocracia política u oligarquía, como puede verse por
el ejemplo de Suiza y los Estados Unidos de América.
[303]
De aquí se deduce que no es necesaria ninguna legislación externa y ninguna
autoridad; en realidad, una cosa es inseparable de la otra, y ambas tienden a la
esclavización de la sociedad y a la degradación de los propios legisladores.
Derechos políticos y estado democrático son términos contradictorios. Por
último, los términos mismos igualdad de derechos políticos y Estado democrático
implican una contradicción flagrante. El Estado, la raison d'Etat y la ley política denotan
poder, autoridad, dominación; suponen de hecho la desigualdad. Donde todos gobiernan
nadie es gobernado, y el Estado como tal no existe. Donde todos disfrutan de
derechos humanos, todos los derechos políticos se disuelven automáticamente. La ley
política implica privilegio, pero donde todos son igualmente privilegiados, se desvanece
e] privilegio y con ello la ley política se ve reducida a nada. Por consiguiente, los
términos Estado democrático e igualdad de derechos políticos implican pura y
simplemente la destrucción del Estado y la abolición de todos los derechos políticos.
La negación de la ley jurídica. En una palabra, rechazamos toda legislación —
privilegiada, autorizada, oficial y legal— y toda autoridad e influencia, aunque puedan
emanar del sufragio universal, pues estamos convencidos de que sólo pueden desembocar
en ventajas para una minoría dominante de explotadores frente a los intereses de
la gran mayoría sometida a ellos. En este sentido es como realmente somos anarquistas.
Reconocemos toda autoridad natural y toda influencia fáctica sobre nosotros, pero
ninguna autoridad o influencia de derecho; porque toda autoridad y toda influencia de
derecho, impuesta oficialmente, se convierte de inmediato en falsedad y opresión, y
porque ello trae inevitablemente consigo el absurdo y la esclavitud.
Los diversos tipos de derechos. Es necesario distinguir claramente entre el
derecho histórico, político o jurídico, y el derecho racional o simplemente humano. El
primero ha regido el mundo hasta este mismo momento, haciendo de él un receptáculo
para injusticias sangrientas y opresiones. [304] El segundo derecho será el medio de
nuestra emancipación.
La esencia del derecho. El predominio y el triunfo forzado del poder: tal es el
verdadero núcleo del asunto. Y todo cuanto se denomina derecho en el lenguaje de la
política no es sino la consagración del hecho realizada por la fuerza.
Racionalización de su derecho por parte de la aristocracia y la burguesía. La
aristocracia de la nobleza no necesitaba a la ciencia para probar su derecho. Su poder se
apoyaba sobre dos argumentos irrefutables basados en la violencia, en la fuerza física
brutal y en su consagración por voluntad divina. La aristocracia se conducía con
violencia, y la Iglesia otorgaba su bendición a esa violencia. Tal era la naturaleza de su
derecho. Fue este vínculo íntimo entre el puño triunfante y la sanción divina lo que
proporcionó a la aristocracia su gran prestigio, inspirándola un valor caballeresco que
conquistaba a todos los corazones.
La burguesía, que carece de todo valor o gracia, sólo puede basar su derecho en
un argumento: el poder muy prosaico, pero muy sustancial, del dinero. Es la negación
cínica de cualquier virtud; con dinero cualquier estúpido y bruto, cualquier sabandija,
puede poseer cualquier tipo de derechos; sin dinero, todas las virtudes individuales se
quedan en nada. Este es el principio básico de la burguesía en su brutal realidad. Es
sensato pensar que este argumento, válido quizá en sí mismo, no es suficiente para
consolidar y justificar el poder de la burguesía. La sociedad humana está constituida para
que las cosas más malignas puedan establecerse en ella bajo el manto de una
respetabilidad aparente. De ahí el adagio: la hipocresía es el respeto que el vicio siente
por la virtud. Incluso la violencia más poderosa necesita canonizarse.
La nobleza disfrazó su violencia de gracia divina. La burguesía no podía obtener
ese alto patronazgo,... y, por tanto, necesitaba buscar sanciones exteriores a Dios y la
Iglesia. Y las encontró entre los intelectuales diplomados.
La base de la organización social pasada y presente. [305] Todas las
organizaciones políticas y civiles del pasado y el presente se apoyan sobre el hecho
histórico de la violencia, sobre el derecho a heredar la propiedad, sobre los derechos
familiares del padre y el esposo y sobre la canonización de todos esos fundamentos por
parte de la religión. Y todos ellos en conjunto constituyen la esencia del Estado.
Convencidos de que la existencia del Estado, en cualquiera de sus formas, es
incompatible con la libertad del proletariado y no permitirá la unión internacional fraterna
de los pueblos, queremos la abolición de todos los Estados.
Con el Estado debe desaparecer también todo cuanto se denomina derecho
jurídico, y toda la organización de la vida social de arriba a abajo, por vía de legislación y
gobierno; esta organización no tuvo nunca meta alguna, salvo su establecimiento y la
explotación sistemática del trabajo del pueblo en beneficio de la clase dominante.
La abolición del Estado y del derecho jurídico tendrá como secuela la abolición de
la propiedad personal heredable y de la familia jurídica, basada sobre esta propiedad,
pues ambas instituciones excluyen la justicia humana.
Abolición del derecho a la herencia. Esta cuestión [de la abolición del derecho a
heredar la propiedad] se descompone en dos partes; la primera comprende el principio, y
la segunda la aplicación práctica del principio.
Y la cuestión del propio principio debiera considerarse desde dos puntos de vista:
el de la conveniencia y el de la justicia.
Desde el punto de vista de la emancipación del trabajo, ¿es conveniente, es
necesario, que quede abolido el derecho de herencia?
Creemos que plantear esta cuestión es resolverla. ¿Puede significar la
emancipación del trabajo algo distinto a su liberación del yugo de la propiedad privada y
el capital? Pero es imposible que ambas cosas sean excluidas de la dominación y
explotación del trabajo si, divorciadas de él como están, constituyen el monopolio
exclusivo de una clase que, liberada de la necesidad de trabajar para vivir, continuará
existiendo y oprimiendo al trabajo por el sistema [306] de obtener a su costa rentas de la
tierra e intereses del capital; una clase que, fortalecida por esta posición, se apodera —
como ha hecho hasta el presente— de los beneficios de la industria y el comercio,
dejando a los obreros oprimidos por la competencia a que se ven llevados sólo lo
estrictamente imprescindible para no morir de hambre. Ninguna ley política o jurídica,
por drástica que sea, será capaz de detener esta dominación y explotación; y ninguna ley
puede prevalecer contra la fuerza de los hechos, ni evitar que una situación dada
produzca sus resultados naturales. De lo cual se deduce claramente que mientras la
propiedad y el capital estén a un lado y el trabajo al otro —constituyendo uno la clase
burguesa, y el otro la proletaria— el obrero será el esclavo y la burguesía el amo.
Pero ¿qué separa la propiedad y el capital del trabajo? ¿Cuál es económica y
políticamente la distinción entre las clases? ¿Qué destruye la igualdad y perpetúa la
desigualdad, el estatuto privilegiado de un pequeño número de personas y la esclavitud de
la gran mayoría? Es el derecho a la herencia.
¿Es preciso invocar prueba alguna para demostrar que el derecho a la herencia
perpetúa todos los privilegios económicos, políticos y sociales? Es evidente que las
diferencias entre las clases sólo se mantienen en virtud de este derecho. Las diferencias
naturales entre los individuos, así como las diferencias pasajeras que son asunto de suerte
o fortuna y no perviven a los individuos, se perpetúan —o se petrifican, por así decirlo—
como resultado del derecho a la herencia; al convertirse en diferencias tradicionales,
crean privilegios de nacimiento, dan nacimiento a clases y se convierten en una fuente
permanente de explotación de millones de obreros por unos pocos miles de «noble cuna».
Mientras el derecho a la herencia siga vigente, no puede haber igualdad
económica, social o política en el mundo. Y mientras exista la desigualdad, existirán la
opresión y la explotación.
Así pues, en principio y desde el punto de vista de la emancipación total del
trabajo y los trabajadores, hemos de querer la abolición del derecho a la herencia.
[307]
No se niega la herencia biológica. Es razonable que no pretendamos abolir la
herencia fisiológica, o la transmisión natural de facultades corpóreas e intelectuales; o,
para ser más precisos, la transmisión de las facultades musculares y mentales de los
padres a sus hijos. Esta transmisión es muy a menudo una desdicha, porque
frecuentemente transmite a las generaciones actuales las enfermedades físicas y morales
del pasado. Los efectos perjudiciales de esa transmisión sólo pueden combatirse
aplicando la ciencia a la higiene social, individual tanto como colectiva, y mediante una
organización racional e igualitaria de la sociedad.
Lo que queremos y debemos abolir es el derecho a la herencia, basado en la
jurisprudencia y base misma de la familia jurídica y del Estado.
El derecho a la herencia respecto de objetos que tienen un valor sentimental.
Pero debe comprenderse que no pretendemos abolir el derecho a heredar objetos que
tienen un valor sentimental. Queremos decir con ello la transmisión a hijos o amigos de
objetos con pequeño valor [monetario] pertenecientes a padres o amigos conocidos, y que
debido a un largo uso retienen una huella personal. La herencia real es aquella que
asegura a los herederos, totalmente o sólo en parte, la posibilidad de vivir sin trabajar,
apropiándose el trabajo colectivo en forma de rentas de la tierra o intereses sobre el
capital. Creemos que el capital y la tierra, y en una palabra todos los implementos y
materiales en bruto necesarios para el trabajo, no deben transmitirse en lo sucesivo
mediante el derecho a la herencia, sino que deben convertirse para siempre en propiedad
colectiva de todas las asociaciones productoras.
La igualdad y, por tanto, la emancipación del trabajo y los trabajadores, sólo
puede obtenerse a este precio. Son pocos los trabajadores incapaces de comprender que
en la abolición futura del derecho a heredar está la condición suprema de la igualdad.
Pero hay obreros que temen que si este derecho quedase abolido en la actualidad, antes de
que una nueva organización social hubiera asegurado la situación de todos los niños, sean
cuales fueren las condicio- [308] nes de su nacimiento, sus propios hijos quizá podrían
encontrarse en dificultades tras la muerte de sus padres.
«¡Cómo!», dicen. «¡Juntamos con trabajo duro y largas privaciones trescientos o
cuatrocientos francos, y privarán a nuestros hijos de esos ahorros!» Sí, serán privados de
ellos, pero a cambio recibirán de la sociedad —sin perjuicio de los derechos naturales del
padre y la madre— mantenimiento y educación, y una crianza que vosotros seríais
incapaces de proporcionarles ni siquiera con treinta o cuarenta mil francos. Porque es
evidente que tan pronto como quede abolido el derecho a la herencia, la sociedad tendrá
que asumir el coste del desarrollo físico, moral e intelectual de todos los niños de ambos
sexos nacidos en su seno. Se convertirá en el guardián supremo de todos esos niños.
Derecho a la herencia y estímulo para el trabajo. Muchas personas mantienen
que al abolir el derecho a la herencia se destruirá el estímulo mayor que impele al hombre
a trabajar. Quienes así lo creen siguen considerando el trabajo como un mal necesario o,
en la jerga teológica, como el resultado de la maldición de Jehová, lanzada en su cólera
contra la infeliz especie humana y dentro de la cual ha incluido por un singular capricho,
el conjunto de la creación.
Sin entrar en una discusión teológica seria, y tomando como base el simple
estudio de la naturaleza humana, contestaremos a los detractores del trabajo afirmando
que, en vez de ser una necesidad maligna o áspera, constituye algo vital para toda persona
en plena posesión de sus facultades. Uno puede convencerse de ello sometiéndose al
siguiente experimento: condenarse a sí mismo durante unos pocos días a la inacción
absoluta, o a un trabajo estéril, improductivo y estúpido; al final empezará a sentir que es
el ser humano más infeliz y degradado. El hombre se ve movido por su misma naturaleza
a trabajar, al igual que se ve movido a comer, beber, pensar y hablar.
Si el trabajo es actualmente una cosa maldita es porque es excesivo, embrutecedor
y forzado, porque no deja lugar para el ocio y priva a los hombres de la posibilidad de
disfrutar la vida humanamente; porque todos, o casi todos, [309] se ven forzados a aplicar
este poder productivo a un tipo de trabajo nada adecuado a sus aptitudes naturales. Y, por
último, porque en una sociedad basada sobre la teología y la jurisprudencia la posibilidad
de vivir sin trabajar se considera un honor y un privilegio, mientras la necesidad de
trabajar para vivir se considera un signo de degradación, un castigo y una vergüenza.
La sociedad estará salvada cuando el trabajo mental y corporal, intelectual y
físico, se considere como el mayor de los honores entre los hombres, signo de su virilidad
y humanidad. Pero ese día no llegará nunca mientras reine la desigualdad, y mientras no
haya sido abolido el derecho a la herencia.
¿Será justa esa abolición?
¿Pero cómo podría ser injusta si es realizada en interés de todos, en interés de la
humanidad como conjunto?
Origen del derecho a la herencia. Analicemos el derecho hereditario desde el
punto de vista de la justicia humana. Se nos dice que un hombre adquiere por su trabajo
diez mil, cien mil o quizá un millón de francos. ¿Es que no tiene derecho a legar esa suma
a sus hijos? [Prohibiendo ese legado] ¿no violaremos el derecho natural de los padres
cometiendo un expolio injusto ?
Para empezar, ya hemos probado muchas veces que un trabajador aislado no
puede producir casi nada por encima de lo que consume. Desafiamos a que alguien nos
enseñe a un trabajador real y sin privilegio alguno capaz de ganar decenas de miles,
cientos de miles o millones de francos. Esto es claramente imposible. Por ello, si en la
sociedad existente hay individuos que ganan sumas de ese porte no es como resultado de
su trabajo, sino debido a su posición privilegiada, es decir, a una injusticia legalizada
jurídicamente. Y puesto que lo no derivado del propio trabajo se toma necesariamente del
trabajo de otro, tenemos derecho a decir que todas esas ganancias son sólo una forma de
robo cometido por personas en posiciones privilegiadas sobre el trabajo colectivo, y
cometido con la sanción o bajo la protección del Estado. Continuemos con este análisis.
[310]
La mano muerta del pasado. El ladrón protegido por la ley muere. Transmite
con o sin testamento sus bienes o capital a hijos y demás parientes. Se nos dice que es la
consecuencia necesaria de su libertad personal y su derecho individual; su voluntad debe
ser respetada.
Pero un hombre muerto está muerto realmente. Prescindiendo de la existencia
completamente moral y sentimental construida por los piadosos recuerdos de sus hijos,
parientes y amigos (si merecía ese recuerdo) o por el reconocimiento público (si prestó
algún servicio real al público), no existe en absoluto. Por lo mismo, no puede disfrutar de
libertad, derecho ni voluntad personal. Los fantasmas no debieran regir y oprimir al
mundo, que sólo pertenece a los seres vivos.
Para que continúe deseando y actuando tras su muerte es necesaria una ficción
jurídica o una mentira política, y este muerto es incapaz de actuar por sí mismo. Es
preciso que algún poder —el Estado— tome sobre sí el trabajo de actuar en su nombre y
por su bien; el Estado debe ejecutar la voluntad de un hombre que no puede tener
voluntad alguna, al haber abandonado la vida.
¿Y cuál es el poder del Estado sino el poder del pueblo en su conjunto, pero
organizado en detrimento del pueblo y en favor de las clases privilegiadas? Y, sobre todo,
es la producción y la fuerza colectiva de los trabajadores. Resulta, pues, necesario que las
clases trabajadoras garanticen a las clases privilegiadas el derecho a la herencia, es decir,
la fuente principal de su miseria y esclavitud. ¿Pero acaso han de forjar con sus propias
manos los hierros que les mantienen encadenadas?
Secuencia de la abolición de los derechos hereditarios. Concluimos: es
suficiente que el proletariado retire su apoyo al Estado, sancionador de su esclavitud, para
que el derecho a la herencia, que es exclusivamente político y jurídico —y, por tanto,
contrario al derecho humano— se derrumbe por sí solo. Es suficiente abolir el derecho
hereditario para abolir la familia jurídica y el Estado.
En este terreno, todo progreso social ha seguido el camino de sucesivas
aboliciones de derechos hereditarios.
[311]
El primero que se abolió fue el derecho divino de herencia, los privilegios y
castigos tradicionales que durante mucho tiempo se consideraron consecuencia de
bendiciones o maldiciones divinas.
Luego fue abolido el derecho político a la herencia, cosa que tuvo como resultado
el reconocimiento de la soberanía popular y la igualdad de los ciudadanos ante la ley.
Y ahora hemos de abolir el derecho económico a la herencia para emancipar al
trabajador, al hombre, para establecer el reinado de la justicia sobre las ruinas de todas las
iniquidades políticas y teológicas...
Medios para abolir el derecho a la herencia. La última cuestión a resolver son
las medidas prácticas para abolir el derecho hereditario. Esta abolición puede efectuarse
de dos modos: mediante reformas sucesivas o a través de una revolución social.
Podría efectuarse mediante reformas en los países afortunados (muy raros, si no
enteramente desconocidos) donde la clase de los propietarios y capitalistas, la burguesía,
imbuida de un espíritu de sabiduría que en modo alguno posee en la actualidad y viendo
la inminencia de la Revolución Social, intentara llegar a un arreglo con el mundo del
trabajo. Es este caso, y sólo en él, el camino de las reformas pacíficas se presenta como
una posibilidad. Mediante una serie de modificaciones sucesivas, combinadas
inteligentemente y acordadas de modo amigable entre el obrero y la burguesía, sería
posible abolir por completo el derecho hereditario en veinte o treinta años, y sustituir la
forma actual de propiedad, así como el trabajo y la educación existentes, por una
propiedad colectiva y un trabajo colectivo, y por una educación o instrucción integral.
Nos es imposible determinar el carácter preciso de tales reformas, pues tendrán
que adecuarse a la situación específica de cada país. Pero en todos los países la meta
sigue siendo idéntica: el establecimiento de una propiedad y un trabajo colectivos, la
libertad de cada uno con igualdad para todos.
El método de la revolución será naturalmente el más corto y simple. Las
revoluciones nunca las hacen individuos o [312] asociaciones. Las provoca la fuerza de
las circunstancias. Es preciso que nosotros comprendamos de una vez por todas que el
primer día de la Revolución el derecho hereditario será simplemente abolido, y junto a él
serán abolidos también el Estado y el derecho jurídico, para que sobre las ruinas de todas
esas iniquidades, saltando sobre todas las fronteras políticas y nacionales, pueda surgir un
nuevo mundo internacional, el mundo del trabajo, la ciencia, la libertad y la igualdad,
mundo organizado de abajo a arriba por la libre asociación de todas las agrupaciones de
productores.
Derecho humano o racional. Tendiendo a la emancipación efectiva y final del
pueblo, mantenemos el siguiente programa:
Abolición del derecho a heredar la propiedad. Igualación de los derechos políticos
y socio-económicos de las mujeres con los de los hombres. Por consiguiente, queremos la
abolición del derecho familiar y del matrimonio —tanto eclesiástico como civil—, [que
están] vinculados inseparablemente al derecho hereditario.
La verdad económica básica se apoya sobre dos premisas fundamentales:
La tierra sólo pertenece a quienes la cultivan con sus propias manos, a las
comunas agrícolas. El capital y todos los instrumentos de producción pertenecen a los
obreros, a las asociaciones de obreros.
La organización política futura debe ser una federación libre de trabajadores, una
federación de asociaciones de obreros agrícolas e industriales.
Por consiguiente, en nombre de la emancipación política, queremos en primer
lugar la abolición del Estado y la extirpación del principio estatal, junto con todas las
instituciones eclesiásticas, políticas, militares, burocráticas, jurídicas, académicas,
financieras y económicas.
Derecho nacional. Queremos plena libertad para todas las naciones, con el
derecho a una plena auto-determinación para cada pueblo de acuerdo con sus propios
instintos, necesidades y voluntad. Todo pueblo, como toda persona, sólo puede ser lo que
es, e indudablemente tiene el derecho a ser él mismo.
[313]
Esto resume el llamado derecho nacional. Pero si un pueblo o una persona existe
de cierta manera y no puede existir de ninguna otra no se sigue de ello que tengan el
derecho (ni que les sea beneficioso) elevar la nacionalidad o la individualidad a
principios específicos, o que merezca la pena hacer mucho ruido en torno a esos
supuestos principios.

13. PODER Y AUTORIDAD

El instinto del poder. Todos los hombres poseen un instinto natural hacia el
poder que tiene su origen en la ley básica de la vida, donde todo individuo se ve forzado a
mantener una lucha incesante para asegurar su existencia o afirmar sus derechos. Esta
lucha entre los hombres empezó con el canibalismo; continuó luego a lo largo de los
siglos bajo diversas banderas religiosas, y pasó sucesivamente por todas las formas de la
esclavitud y la servidumbre, humanizándose muy despacio, poco a poco, y pareciendo
recaer a veces en el salvajismo primitivo. Actualmente esa lucha tiene lugar bajo el doble
aspecto de la explotación del trabajo asalariado por parte del capital, y de la opresión
política, jurídica, civil, militar y policíaca por el Estado y la Iglesia, y por la burocracia
estatal; y continúa brotando dentro de todos los individuos nacidos en la sociedad el
deseo, la necesidad y a veces la inevitabilidad de mandar y explotar a otras personas.
El instinto del poder es la fuerza más negativa de la historia. Vemos así que el
instinto de mandar a los demás es, en su esencia primitiva, un instinto carnívoro,
completamente bestial y salvaje. Bajo la influencia del desarrollo mental de los hombres
adopta una forma algo más ideal, y se ennoblece de alguna manera presentándose como
instrumento de la razón y devoto siervo de esa abstracción [314] o ficción política que se
denomina el bien público. Pero sigue siendo en su esencia igualmente dañino, y se hace
todavía más perjudicial cuando, gracias a la aplicación de la ciencia, extiende su
horizonte e intensifica el poder de su acción. Si hay un demonio en la historia es el
principio del poder. Este principio, junto con la estupidez y la ignorancia de las masas —
sobre las cuales se basa siempre y sin las cuales no podría existir— es el que ha
producido por sí solo todas las desgracias, todos los crímenes y los hechos más
vergonzosos de la historia.
El crecimiento del instinto de poder está determinado por condiciones
sociales. E inevitablemente este elemento maldito se encuentra como instinto natural en
todo hombre, sin excepción alguna. Todos llevamos dentro de nosotros mismos los
gérmenes de esta pasión de poder, y todo germen, como sabemos, según una ley básica
de la vida se desarrolla y crece siempre que encuentre en su medio condiciones
favorables. En la sociedad humana esas condiciones son la estupidez, la ignorancia, la
indiferencia apática y los hábitos serviles de las masas —por lo cual podríamos decir en
justicia que son las propias masas quienes producen esos explotadores, opresores,
déspotas, y verdugos de la humanidad de los que son víctimas. Cuando las masas están
profundamente hundidas en su sueño, resignadas pacientemente a su degradación y
esclavitud, los mejores hombres, los más enérgicos e inteligentes, los más capaces de
prestar grandes servicios a la humanidad en un medio distinto, se hacen necesariamente
déspotas. A menudo mantienen la ilusión de que trabajan por el bien de aquellos a
quienes oprimen. Pero en una sociedad inteligente y bien despierta, que guarde
celosamente su libertad y esté dispuesta a defender sus derechos, incluso los individuos
más egoístas y malévolos se convierten en buenos miembros de la sociedad. Tal es el
poder de la sociedad, cien veces mayor que el de los individuos más fuertes.
El ejercicio del poder es una determinación social negativa. La naturaleza del
hombre está constituida de tal manera que si tiene la posibilidad de hacer el mal, es decir,
de alimentar su vanidad, su ambición y su avidez [315] a expensas de otros, hará sin duda
pleno uso de tal oportunidad. Por supuesto, todos nosotros somos socialistas y
revolucionarios sinceros; no obstante, si se nos diese poder, aunque sólo fuese por el
breve plazo de unos pocos meses, no seríamos lo que somos ahora. Estamos convencidos
como socialistas, vosotros y yo, de que el medio social, la posición social y las
condiciones de existencia son más poderosas que la inteligencia y la voluntad del
individuo más fuerte y poderoso; y precisamente por este motivo exigimos una igualdad
no natural sino social de los individuos como condición para la justicia y fundamento de
la moralidad. Por eso detestamos el poder, todo poder, al igual que el pueblo lo detesta.
A nadie debe confiársele el poder, pues cualquier individuo investido de autoridad
debe, por la fuerza de una ley social inmutable convertirse en un opresor y explotador de
la sociedad.
Somos, de hecho, enemigos de toda autoridad, pues comprendemos que el poder y
la autoridad corrompen a quienes los ejercen tanto como a quienes se ven forzados a
someterse a ellos. Bajo su dañina influencia algunos pasan a ser déspotas ambiciosos,
ávidos de poder y codiciosos de ganancia, explotadores de la sociedad en su propio
beneficio o en el de su clase, mientras otros se convierten en esclavos.
El ejercicio de la autoridad no puede pretender una base científica. La gran
desdicha es que muchas leyes naturales ya establecidas por la ciencia siguen siendo
desconocidas para las masas gracias a la solícita atención de esos gobiernos tutelares que,
como sabemos, sólo existen para bien del pueblo. Y hay también otra dificultad: a saber,
que la mayoría de las leyes naturales inmanentes al desarrollo de la sociedad humana —
tan necesarias, invariables e inevitables como las leyes rectoras del mundo físico— no
han sido debidamente reconocidas y establecidas por la propia ciencia.
Una vez reconocidas, primero por la ciencia y luego por el pueblo gracias a un
sistema amplio de educación e instrucción popular —una vez que se hayan convertido en
parte de la conciencia general-- la cuestión de la libertad [316] quedará resuelta. Las
autoridades más recalcitrantes tendrían entonces que admitir que para lo sucesivo no
habrá necesidad de organización, administración o legislación política. Esas tres cosas —
emanadas de la voluntad del soberano, de la voluntad de un Parlamento elegido por
sufragio universal, o incluso acordes con el sistema de las leyes naturales (cosa que nunca
ha sucedido y nunca sucederá) son siempre igualmente dañinas y hostiles para la libertad
del pueblo, porque le imponen un sistema de leyes externas, y por tanto despóticas.
Las leyes naturales deben ser libremente aceptadas. La libertad del hombre
consiste exclusivamente en obedecer a las leyes naturales porque las ha reconocido él
mismo como tales, y no porque le sean impuestas desde alguna voluntad externa —divina
o humana, colectiva o individual.
Dictadura de los científicos. Supongamos una academia instruida, compuesta por
los representantes más ilustres de la ciencia; supongamos que se encargara a esa
academia la legislación y la organización de la sociedad, y que inspirada exclusivamente
por el más puro amor a la sociedad sólo promulgase leyes absolutamente acordes con los
últimos descubrimientos de la ciencia. Pues bien, mantengo que esa legislación y esa
organización serían monstruosidades, por dos razones.
En primer lugar, la ciencia humana es siempre y necesariamente imperfecta;
comparando lo descubierto con lo que queda por descubrir, podemos afirmar que está
todavía en su cuna. Esto es cierto en tal medida que si fuésemos a forzar la vida práctica
de los hombres, tanto en lo colectivo como en lo individual, de modo acorde estricta y
exclusivamente con los últimos datos de la ciencia condenaríamos a la sociedad y a los
individuos al martirio sobre un lecho de Procusto que pronto los dislocaría y ahogaría, ya
que la vida es siempre algo infinitamente mayor que la ciencia.
La segunda razón es ésta: una sociedad que obedeciera una legislación emanada
de alguna academia científica no por comprender lo razonable de ella (en cuyo caso la
existencia de la academia se haría pronto inútil) sino porque esta legislación emanaba de
la academia y se imponía en nombre [317] de una ciencia venerada sin ser comprendida,
sería una sociedad de bestias y no de hombres. Sería una segunda edición de la miserable
república paraguaya, que durante tanto tiempo se sometió a la regla de la Compañía de
Jesús. Tal sociedad se hundiría rápidamente en el más bajo estado de la idiocia.
Pero hay también una tercera razón que hace imposible semejante gobierno. Esta
razón es que una academia científica investida de un poder absoluto y soberano acabaría
inevitable y rápidamente convirtiéndose en una institución moral e intelectualmente
corrompida, aunque estuviera compuesta por los hombres más ilustres. Tal ha sido la
historia de las academias cuando los privilegios atribuidos a ellas eran escasos y de poca
entidad. El genio científico más grande se deteriora inevitablemente y se hace soberbio
tan pronto como se convierte en un académico y en un sabio oficial. Pierde su
espontaneidad, su audacia revolucionaria, esa característica salvaje e inquietante de los
más grandes genios, cuyo destino ha sido siempre destruir viejos mundos decrépitos y
sentar los fundamentos de otros nuevos. Sin duda, nuestro académico gana en buenas
maneras, en sabiduría cosmopolita y pragmática lo que pierde en poder de pensamiento.
Los científicos no están exceptuados de la ley de la igualdad. Lo característico
del privilegio y de toda posición privilegiada es destruir las mentes y los corazones de los
hombres. Un hombre privilegiado política o económicamente es un hombre intelectual y
moralmente depravado. Esta es una ley social que no admite excepción, igualmente
válida para naciones enteras y para clases, grupos sociales e individuos. Es la ley de la
igualdad, condición suprema de la libertad y la humanidad.
Un cuerpo científico a quien se confíe el gobierno de la sociedad terminaría
pronto prescindiendo de la ciencia y dedicándose a algún otro empeño. Y este empeño,
como ocurre en todos los poderes establecidos, sería intentar perpetuarse haciendo que la
sociedad confiada a su custodia se vaya embruteciendo de modo creciente y necesite, por
tanto, cada vez más su dirección y gobierno.
[318]
Y lo que es cierto de las academias científicas, es también cierto para todas las
asambleas constituyentes y cuerpos legislativos, incluso para los elegidos por sufragio
universal. Es cierto que la composición de estos últimos cuerpos puede cambiarse, pero
eso no impide la formación en unos pocos años de un cuerpo de políticos, privilegiado de
hecho si no de derecho, que entregándose exclusivamente a la dirección de los asuntos
públicos de un país, termina por formar una especie de aristocracia política u oligarquía.
Piénsese en los Estados Unidos de América y en Suiza.
Por tanto, no es necesaria ninguna legislación externa ni ninguna autoridad; a esos
efectos una es separable de la otra, y ambas tienden a esclavizar a la sociedad y a
degradar mentalmente a los propios legisladores.
En los buenos viejos tiempos, cuando la fe cristiana —todavía inconmovida y
representada principalmente por la Iglesia Católica Romana— florecía en toda su fuerza,
Dios no tenía dificultad en designar a sus elegidos. Se admitía que todos los soberanos,
grandes y pequeños, reinaban por la gracia de Dios, a no ser que estuvieran
excomulgados; la propia nobleza basaba sus privilegios en la bendición de la Santa
Iglesia. Hasta el protestantismo, que contribuyó poderosamente a la destrucción de la fe
—naturalmente, contra su voluntad— dejó en este sentido perfectamente intacta la
doctrina cristiana. «Porque no hay poder sino el que procede de Dios», decía repitiendo
las palabras de San Pablo. El protestantismo reforzó incluso la autoridad del soberano,
proclamando que procedía directamente de Dios sin necesitar la intervención de la
Iglesia, y sometiendo a esta última al poder del soberano.
Pero desde que la filosofía del último siglo [el XVIII], actuando al unísono con la
revolución burguesa, asestó un golpe mortal a la fe y derrocó a todas las instituciones
basadas sobre ella, la doctrina de la autoridad tuvo grandes dificultades para volver a
establecerse en la conciencia de los hombres. Naturalmente, los soberanos actuales
siguen considerándose-gobernantes «por la gracia de Dios», pero esas palabras —que en
un tiempo poseían un significado real, poderoso y palpitante de vida— constituyen una
frase [319] caduca, banal y esencialmente sin sentido para las clases educadas, e incluso
para una parte del propio pueblo. Napoleón III intentó rejuvenecerla añadiéndole otra
frase: «Y por la voluntad del pueblo», que unida a la primera o bien anula su significado
(con lo cual se anula a sí misma), o significa que Dios quiere en todo caso lo que quiere
el pueblo.
Lo que queda por hacer es precisar la voluntad del pueblo y descubrir qué órgano
político la expresa fielmente. Los demócratas radicales imaginan que una Asamblea
elegida por sufragio universal es el órgano más adecuado para ese propósito. Otros, los
demócratas todavía más radicales, le añaden el referéndum, la votación directa de todo el
pueblo para cualquier ley más o menos importante. Todos ellos —conservadores,
liberales, moderados y radicales extremos— coinciden en un punto: que el pueblo debe
ser gobernado; el pueblo puede elegir a sus rectores y maestros, o puede que se le
impongan, pero en todo caso ha de tener rectores y maestros. Falto de inteligencia, el
pueblo debe dejarse guiar por quienes la poseen.
La razón de las clases privilegiadas a la luz de su aceptación de dictaduras
bárbaras. Mientras en los siglos pasados se exigía la autoridad en nombre de Dios, los
doctrinarios la exigen ahora en nombre de la razón. Quienes piden el poder ahora ya no
son los sacerdotes de una religión desintegrada, sino los sacerdotes oficiales de la razón
doctrinaria, y esto acontece cuando se ha hecho evidente la ruina de esa razón. Porque
nunca el pueblo educado e instruido —y en general las clases ilustradas— mostró una
degradación moral, una cobardía, un egoísmo y una falta tan completa de convicciones
como en nuestros días. Debido a esta cobardía sigue siendo estúpido a pesar de su
formación, y sólo comprende una cosa: conservar lo que existe, esperando detener por
pura demencia el curso de la historia con la fuerza brutal de una dictadura militar ante la
que se han postrado vergonzosamente esas clases.
Bancarrota moral de la vieja intelectualidad. Lo mismo que en los viejos días
los representantes de la razón y la autoridad divina —la Iglesia y los sacerdotes— se
[320] aliaron demasiado abiertamente con la explotación económica de las masas, y esta
fue la causa principal de su caída, así se han identificado ahora demasiado abiertamente
los representantes de la razón y la autoridad humana —el Estado, las sociedades
instruidas y las clases ilustradas— con el negocio de la cruel e inicua explotación para
retener la más leve fuerza moral o el mínimo prestigio. Condenados por su propia
conciencia, se sienten expuestos ante todos, y no tienen recurso alguno contra el
desprecio que, como ellos saben, tienen bien merecido salvo los argumentos feroces de
una violencia organizada y armada. Una organización basada en tres cosas detestables, la
burocracia, la policía y un ejército permanente: esto es lo que constituye ahora el Estado,
cuerpo visible de la argumentación explotadora y doctrinaria de las clases privilegiadas.
La aparición de un nuevo razonamiento y el ascenso de una perspectiva
libertaria. En contraste con este razonamiento corrompido y moribundo, está
comenzando a despertar y a cristalizar en el seno del pueblo un espíritu nuevo, joven y
vigoroso. Está lleno de vida y de esperanzas para el futuro; naturalmente, no está del todo
desarrollado con respecto a la ciencia, pero aspira ansiosamente a una nueva ciencia
despejada de todas las estupideces de la metafísica y la teología. Esta nueva lógica no
tendrá profesores diplomados, ni profetas, ni sacerdotes; y tampoco fundará una nueva
Iglesia o un nuevo Estado, porque extrae su poder de cada uno y de todos. Destruirá los
últimos vestigios de este condenado y funesto principio de autoridad humana y divina, y
devolviendo a cada uno su plena libertad realizará la igualdad, la solidaridad y la
fraternidad de la humanidad.
El verdadero papel y función del experto. ¿Se deduce de ello que rechazo toda
autoridad? No; lejos de mi intención mantener tal idea. En asunto de botas, delego en la
autoridad del zapatero. Cuando se trata de casas, canales o carreteras, consulto la
autoridad del arquitecto o ingeniero. Para cada tipo específico de conocimiento recurro al
científico de esa rama. Le escucho libremente y con todo el respeto que me merece su
inteligencia, su carácter y [321] sus conocimientos, aunque siempre me reserve el
derecho indiscutible a la crítica y el control. Y no quedo satisfecho consultando a un solo
especialista que sea una autoridad en cierto campo; consulto a varios. Comparo sus
opiniones y elijo la que me parece más sensata.
Pero no reconozco autoridad infalible, ni siquiera en cuestiones de carácter
completamente específico. En consecuencia, sea cual fuere el respeto que pueda sentir
hacia la honestidad y sinceridad de tales y cuales individuos, no tengo fe absoluta en
persona alguna. Tal fe sería funesta para mi razón, para mi libertad y para el éxito de mis
empresas: me transformaría inmediatamente en un esclavo estúpido, en un instrumento de
la voluntad y los intereses de otros.
Si me inclino ante la autoridad de los especialistas y me declaro dispuesto a seguir
en cierta medida y mientras me parezca necesario sus indicaciones generales e incluso
sus directrices, no es porque su autoridad me la impongan ni los hombres ni Dios. En otro
caso la rechazaría con horror y enviaría al diablo sus consejos, sus direcciones y su
conocimiento, cierto de que me harían pagar, con la pérdida de mi libertad y mi propia
estima, una cifra desmesurada en comparación con jirones de verdad envueltos en una
multitud de mentiras, pues eso es todo cuanto podrían darme.
Si me inclino ante la autoridad de los especialistas porque me la impone mi propia
razón. Soy consciente de que sólo puedo abarcar en todos sus detalles y desarrollos
positivos una parte muy pequeña del conocimiento humano. Ni siquiera la mayor de las
inteligencias sería capaz de abarcar la totalidad. De ello resulta, para la ciencia tanto
como para la industria, la necesidad de la división y asociación del trabajo. Tomo y doy:
tal es la vida humana. Cada uno es un dirigente competente y a su vez está dirigido por
otros. En consecuencia, no hay autoridad fija y constante, sino un intercambio continuo
de autoridad y subordinación mutuas, temporales y, sobre todo, voluntarias.
El gobierno de superhombres. Esta misma razón me impide reconocer una
autoridad fija, constante y universal, [322] porque no hay hombre universal capaz de
abarcar todas las ciencias, todas las ramas de la vida social en su riqueza de detalles, y
sólo esto hace posible la aplicación de la ciencia a la vida. Si alguna vez pudiera
cumplirse tal universalidad en un hombre singular, y si quisiese hacer uso de ella para
imponernos su autoridad sería necesario expulsarlo de la sociedad, porque el ejercicio de
esa autoridad por su parte reduciría a todos los demás a la esclavitud y a la idiocia.
No creo que la sociedad deba maltratar a los hombres de genio como ha hecho
hasta el presente; pero tampoco creo que deba mimarlos, y mucho menos concederles
cualesquiera privilegios o derechos exclusivos. Y esto por tres razones: primero, porque
ha sucedido frecuentemente que la sociedad tomó por hombre de genio a un charlatán;
segundo, porque a través de un sistema de privilegios semejantes, hasta un verdadero
hombre de genio puede transformarse en un charlatán, desmoralizado y degradado; y por
último, porque así podría la sociedad erigir a un déspota sobre ella.
Resumo: reconocemos, pues, la autoridad absoluta de la ciencia, porque la ciencia
tiene por objeto sólo la reproducción mentalmente elaborada y tan sistemática como
resulta posible de las leyes naturales inmanentes a la vida material, intelectual y moral del
mundo físico y moral, que constituyen de hecho un solo e idéntico mundo natural. Fuera
de esta única autoridad legítima —legítima porque es racional y está en armonía con la
libertad humana— declaramos falsas, arbitrarias y funestas a todas las demás autoridades.
La autoridad de la ciencia no es idéntica a la autoridad de los sabios.
Admitimos la autoridad absoluta de la ciencia, pero rechazamos la infalibilidad y
universalidad de los representantes de la ciencia. En nuestra Iglesia —si se me permite
utilizar por un momento una expresión que por lo demás detesto, pues la Iglesia y el
Estado son mis dos espantajos—, en nuestra Iglesia, como en la Iglesia protestante,
tenemos un jefe, un Cristo invisible: la ciencia, y, al igual que los protestantes, pero
siendo todavía más [323] coherentes que ellos, no toleraremos ningún Papa, ningún
Concilio ni cónclave de cardenales infalibles ni a los obispos, ni siquiera a los sacerdotes.
Nuestro Cristo difiere del Cristo protestante y cristiano en no ser un ente personal, sino
impersonal. El Cristo de la cristiandad, ya completado en un pasado eterno, aparece como
un ente perfecto, mientras la realización y perfección de nuestro Cristo —la ciencia—
está por completo en el futuro; lo que equivale a decir que esos fines jamás serán
realizados. Por ello, al reconocer a la ciencia absoluta como la única autoridad absoluta,
no comprometemos en modo alguno nuestra libertad.
La ciencia absoluta es un concepto dinámico de un infinito proceso de
devenir. Con las palabras «ciencia absoluta» quiero indicar la ciencia verdaderamente
universal que reproduce idealmente, en toda su amplitud y en sus infinitos detalles, el
universo, el sistema o la coordinación de todas las leyes naturales manifestadas por el
incesante desarrollo de los mundos. Es evidente que dicha ciencia, sublime objeto de
todos los esfuerzos de la mente humana, jamás será realizada plena y absolutamente. Así
pues, nuestro Cristo quedará eternamente incompleto, circunstancia que debe bajar los
humos de sus representantes diplomados entre nosotros. Frente a Dios Hijo, en cuyo
nombre quieren imponemos su autoridad insolente y pedante, apelamos a Dios Padre, que
es el mundo real, la vida real, de la que él (el Hijo) es sólo una expresión demasiado
imperfecta —mientras nosotros, seres reales, que vivimos, trabajamos, luchamos,
amamos, aspiramos, disfrutamos y sufrimos, somos sus representantes directos.
Pero si bien rechazamos la autoridad absoluta, universal e infalible de los hombres
de ciencia, nos inclinamos con gusto ante la autoridad respetable aunque relativa,
temporal y muy restringida de los representantes de ciencias especializadas; nos satisface
enteramente consultarles en las ocasiones oportunas, y agradecemos mucho la valiosa
información que puedan transmitirnos —a condición de que estén deseosos de recibir
consejos semejantes por nuestra parte cuando se trate de asuntos en los cuales tengamos
una instrucción superior a la suya.
[324]
En general, no deseamos nada mejor que ver a los hombres dotados de gran
conocimiento, gran experiencia, grandes mentes, y sobre todo grandes corazones, ejercer
sobre nosotros una influencia natural y legítima siempre que esa influencia sea libremente
aceptada y nunca impuesta en nombre de autoridad oficial alguna, celeste o terrestre.
Aceptamos todas las autoridades naturales y todas las influencias de hecho, pero ninguna
de derecho; porque toda autoridad e influencia de derecho, impuesta oficialmente como
tal, pondría inevitablemente... la esclavitud y el absurdo.
La autoridad que emana de la experiencia colectiva de individuos libres e
iguales. La única autoridad grande y omnipotente, a un tiempo natural y racional, la
única que podemos respetar, será la del espíritu colectivo y público de una sociedad
fundada sobre la igualdad y la solidaridad, y sobre el respeto humano mutuo de todos sus
miembros. Sí, esta es una autoridad en modo alguno divina, enteramente humana, pero
ante la cual nos inclinaremos con gusto, seguros de que emancipará a los hombres en vez
de esclavizarlos. Será mil veces más poderosa que todas vuestras autoridades divinas,
teológicas, metafísicas y judiciales establecidas por la Iglesia y el Estado, más poderosa
que vuestros códigos penales, vuestros carceleros y vuestros verdugos.
El ideal del anarquismo. En una palabra, rechazamos toda legislación y
autoridad privilegiada, diplomada, oficial y legal, aunque provenga del sufragio
universal, convencidos de que sólo puede desembocar en beneficio de una minoría
dominante y explotadora, frente a los intereses de la gran mayoría esclavizada. En este
sentido es en el que somos realmente anarquistas.
[325]

14. LA CENTRALIZACIÓN ESTATAL Y SUS EFECTOS

La centralización política es destructiva para la libertad. La centralización


política creada por el Partido Radical [de Suiza] es destructiva para la libertad... El viejo
régimen de autonomía cantonal garantizaba la libertad y la independencia nacional de
Suiza mucho mejor que el actual sistema de centralización.
Si la libertad ha hecho recientemente notables progresos en varios de los antiguos
cantones reaccionarios, no se debe en absoluto a los nuevos poderes con que fueron
investidas las autoridades federales por la Constitución de 1848; esto [el progreso en los
cantones atrasados] se debe exclusivamente al desarrollo intelectual producido mientras
tanto, y al paso del tiempo. Todo el progreso logrado desde 1848 en el dominio federal es
de índole económica, como la introducción de una moneda única, un patrón único de
pesos y medidas, obras públicas a gran escala, tratados comerciales, etc.
Centralización económica y política. Se afirmará que la centralización
económica sólo es posible a través de una centralización política, que una implica la otra,
y que ambas son necesarias y beneficiosas en la misma medida. Nada de eso, decimos. La
centralización, económica, condición esencial de la civilización, crea libertad; pero la
centralización política la mata, destruye en beneficio del gobierno y las clases
gobernantes la vida y la acción espontánea del pueblo. La concentración de poder político
sólo puede producir esclavitud, porque la libertad y el poder se excluyen mutuamente.
Todo gobierno —incluso el más democrático— es enemigo natural de la libertad, y
cuanto más fuerte es, cuanto más se concentra su poder, más opresivo se vuelve. Estas
verdades son tan simples y claras que nos avergüenza tener que repetirlas.
La lección de Suiza. Las experiencias de los últimos veintidós años [1848-1870]
muestran que la centralización política ha resultado funesta para Suiza. Destruye la
libertad [326] del país, compromete su independencia, lo transforma en un gendarme
complaciente y servil ante todos los déspotas poderosos de Europa. Reduciendo su fuerza
moral, la centralización política compromete la existencia material del país.
La última palabra en la centralización política. Cavaignac, que prestó un
servicio tan valioso a la reacción francesa e internacional, fue a pesar de todo un hombre
de sinceras convicciones republicanas. ¿No es significativo que fuera un republicano el
hombre destinado a sentar las primeras bases para la dictadura militar en Europa,
adelantado en línea directa de Napoleón III y el Emperador alemán, lo mismo que el
destino de otro republicano y famoso predecesor, Robespierre, fue preparar el camino
para el despotismo estatal personificado por Napoleón? ¿No prueba esto que la
absorbente y abrumadora disciplina militar —ideal del Imperio pan-germánico— es la
última palabra inevitable en la centralización estatal burguesa, en la civilización
burguesa?
La centralización en Alemania. Sea como fuere, los nobles, la burocracia, la
casta gobernante y los príncipes le tomaron un gran afecto a Cavaignac, y muy
estimulados por su éxito, recobraron visiblemente el valor y empezaron a prepararse para
nuevas luchas.
Las ricas provincias conquistadas, y la inmensa cantidad de materiales de guerra
capturados, han permitido a Alemania mantener un enorme ejército permanente. La
creación del Imperio y su sometimiento orgánico a la autocracia prusiana, la erección y
preparación militar de nuevas fortalezas y, por último, la construcción de la flota han
contribuido mucho al fortalecimiento del poderío alemán. Pero su apoyo principal está
sobre todo en la profunda e innegable simpatía popular.
Como dijo uno de nuestros amigos suizos: «Ahora todo sastre alemán que viva en
Japón, China o Moscú siente que tiene tras él a la marina alemana y a todo el poder
germánico. Y este orgulloso pensamiento le exalta furiosamente. Para el alemán ha
llegado al fin el día en que, apoyado sobre la fuerza armada del Estado, puede decir [327]
con el mismo orgullo que el inglés o el americano [cuando hablan de su propia
nacionalidad], 'soy un alemán'». Desde luego, pero el inglés o el americano, cuando dicen
«soy un inglés» o «soy un americano», dicen «soy un hombre libre», mientras el alemán
dice «soy un esclavo, pero mi emperador es más fuerte que todos los demás soberanos, y
el soldado alemán, que me está estrangulando, acabará estrangulándoos a todos
vosotros».
El pueblo alemán se inclina hacia la disciplina. ¿Se conformará el pueblo
alemán mucho tiempo con este pensamiento? ¿Quién puede decirlo?
Los alemanes han estado echando de menos tanto tiempo un único Estado
[totalitario] con un único palo, que probablemente disfrutarán el éxtasis presente durante
mucho tiempo. A cada pueblo su gusto, y el gusto del pueblo alemán va en el sentido de
un regio palo manejado por el Estado.
Efectos morales de la centralización estatal. Nadie puede seriamente dudar de
que con la exuberante centralización estatal comenzarán —en realidad, han comenzado
ya— a desarrollarse en Alemania todos los principios del mal, toda la corrupción y todas
las causas de desintegración interna que siempre van de la mano con la centralización
política.
Esto es tanto menos dudoso cuanto que el proceso de desintegración moral e
intelectual ya ha comenzado; basta leer las revistas alemanas de orientación conservadora
o moderada para encontrar descripciones de la corrupción esparcida por el pueblo
alemán, que hasta el presente, como sabemos, había sido el más honesto del mundo.
Este resultado inevitable del monopolio capitalista se ve acompañado siempre y
en todas partes por la intensificación y ampliación de la centralización estatal.
La centralización política es un instrumento para distorsionar el progreso
político de la nación francesa. Estamos convencidos de que si Francia perdió por dos
veces su libertad y vio convertirse su república democrática en una dictadura militar, la
culpa no se encuentra en el carácter del pueblo, sino en la centralización política. Esta
centralización, preparada mucho tiempo atrás por los reyes [328] y estadistas franceses,
personificada más tarde en un hombre al que la aduladora retórica de la corte llamó el
Gran Rey, hundida después en el abismo por los vergonzosos desórdenes de una
monarquía decrépita, habría perecido en el cieno de no verse alzada por la poderosa mano
de la Revolución. Por extraño que parezca, esa gran Revolución que, por primera vez en
la historia, había proclamado no sólo la libertad del ciudadano sino la del hombre,
haciéndose heredera de la monarquía destruida por ella, revivió al mismo tiempo esta
negación de la libertad: la centralización y la omnipotencia del Estado.
Recreada por la Asamblea Constituyente y combatida, aunque con poco éxito, por
los girondinos, esta centralización política fue completada por la Convención Nacional.
Robespierre y Saint-Just fueron los verdaderos restauradores de la centralización. La
nueva máquina gubernamental no prescindió de nada, ni siquiera del Ser Supremo, con el
culto al Estado. Esa máquina sólo esperaba a un mecánico ingenioso para mostrar al
asombrado mundo las posibilidades de poderosa opresión con que la habían dotado sus
imprudentes constructores... y entonces vino Napoleón.
Así, esa revolución, que al principio estaba inspirada por el amor a la humanidad
y la libertad, sólo por llegar a creer en la posibilidad de reconciliar ambos conceptos con
la centralización estatal, se suicidó y mató a los dos, poniendo en su lugar sólo una
dictadura militar, el Cesarismo.
El federalismo es el ideal político de una sociedad nueva. ¿No es obvio, pues,
señores, que a fin de salvaguardar la libertad y la paz en Europa hemos de oponer los
saludables principios del federalismo a esta monstruosa y opresiva centralización de los
Estados militares, burocráticos, despóticos, monárquicos, constitucionales o incluso
republicanos?
Por eso mismo todos los que deseen realmente la emancipación de Europa deben
tener bien claro que, a pesar de nuestras simpatías por las grandes ideas socialistas y
humanitarias proclamadas en la Revolución Francesa, hemos de rechazar su política
estatal y adoptar resueltamente la política de libertad perseguida por los norteamericanos.
[329]

15. EL ELEMENTO DE LA DISCIPLINA

El culto místico a la autoridad en la Francia de Napoleón III. Con la disciplina


y la confianza acontece lo mismo que con la unión. Todas ellas son cosas excelentes
cuando se ponen en el lugar adecuado, pero desastrosas cuando se aplican a personas que
no las merecen. Siendo un apasionado amante de la libertad, confieso desconfiar mucho
de quienes tienen siempre la palabra disciplina en los labios. Resulta extremadamente
peligrosa, especialmente en Francia, donde la mayor parte del tiempo disciplina significa
despotismo por una parte, y automatismo por la otra. El culto místico a la autoridad, el
amor a mandar y el hábito de obedecer órdenes ha destruido en la sociedad francesa y en
la gran mayoría de sus individuos todo sentimiento de libertad y toda fe en el orden
espontáneo y viviente que sólo puede crear la libertad.
Habladles de libertad, y se producirá un clamor en torno al desorden. Porque les
parece que tan pronto como dejara de funcionar la disciplina opresiva y violenta del
Estado, todos saltarían al pescuezo de su vecino y la sociedad perecería. En ello está el
sorprendente secreto de la esclavitud que la sociedad francesa ha construido desde su
Gran Revolución. Robespierre y los jacobinos legaron el culto a la disciplina estatal. Y
este culto —que encontraréis íntegramente entre vuestros burgueses republicanos,
oficiales u oficiosos— está arruinando actualmente a Francia.
La está arruinando por el camino de paralizar la única fuente y el único medio de
emancipación que le queda abierto: el desencadenamiento de las fuerzas populares del
país. Está arruinando a Francia haciéndola buscar su salvación en la autoridad y en la
acción ilusoria del Estado, que en el momento actual sólo representa vanas pretensiones
despóticas que van de la mano con una absoluta impotencia.
La libertad es compatible con la disciplina. Siendo hostil, como soy, a todo
cuanto se denomina disciplina en Francia, admito a pesar de ello que un cierto tipo de
[330] disciplina, una disciplina no automática sino voluntaria y consciente, perfectamente
acorde con la libertad de los individuos, es y será siempre necesaria donde un gran
número de ellos, libremente unidos, emprendan cualquier tipo de trabajo o acción
colectiva. Bajo tales condiciones, la disciplina es simplemente la coordinación voluntaria
y consciente de todos los esfuerzos individuales hacia una meta común.
En el momento de la acción, en el seno de una lucha, los papeles se distribuyen
espontáneamente de acuerdo con las actitudes de cada uno, evaluadas y enjuiciadas por el
conjunto; algunos dirigen y mandan, mientras otros ejecutan las órdenes. Pero no hay
funciones fijas y petrificadas, nada se vincula irrevocablemente a una persona. No existe
el orden y el escalafón jerárquico, por lo cual el dirigente de ayer puede transformarse en
el subordinado de hoy. Nadie se eleva sobre los demás, y si así sucede durante algún
tiempo, es sólo para volver después a su antigua posición, como retornan siempre las olas
del mar al saludable nivel de la igualdad.
La difusión del poder. En dicho sistema el poder, hablando con propiedad, ya no
existe. El poder se difunde colectivamente y se transforma en expresión sincera de la
libertad de cada uno en el fiel y serio cumplimiento de la voluntad de todos; cada uno
obedece porque quien manda ese día sólo dicta lo que él mismo —es decir, cualquier
individuo— desea.
Esta es la única verdadera disciplina humana, la disciplina necesaria para la
organización de la libertad. Los estadistas republicanos no predican este tipo de
disciplina. Quieren la vieja disciplina francesa, automática, rutinaria y ciega. Quieren un
jefe, no una persona libremente elegida para un solo día, sino alguien impuesto por el
Estado durante largo tiempo, si no para siempre; este director manda y los demás
obedecen. Os dirán que la salvación de Francia —e incluso la libertad de Francia— sólo
es posible a este precio. Por ello, la obediencia pasiva —fundamento de todo despotismo
— será la piedra miliar sobre la cual fundaréis vuestra República.
Pero si este jefe mío me ordena volver las armas contra [331] esa misma
República o traicionar a Francia en favor de los prusianos, ¿debo o no obedecer esa
orden? Si obedezco, traiciono a Francia; si desobedezco, violo y rompo la disciplina que
deseáis imponerme como único medio para la salvación de Francia.
La disciplina autoritaria ante la profunda crisis política de 1871. Y no me
digáis que este dilema, cuya solución os pido, constituye un problema ocioso. No, es un
problema de palpitante urgencia, porque los soldados se enfrentan ahora a las dolorosas
alternativas de este dilema. ¿Quien no sabe que sus jefes, sus generales y la gran mayoría
de sus oficiales superiores están entregados en cuerpo y alma al régimen imperial?
¿Quién no sabe que están en todas partes conspirando y maquinando abiertamente contra
la República? ¿Qué han de hacer los soldados? Si obedecen, traicionan a Francia. Y si
desobedecen, destruirán lo que queda de vuestro ejército regular.
La Revolución destruye la disciplina ciega. Para los republicanos, para los
partidarios del Estado, del orden público y la disciplina, este dilema es insoluble. Para
nosotros socialistas revolucionarios, no presenta dificultad alguna Desde luego, deben
desobedecer; deben rebelarse, romper esta disciplina y destruir la organización actual del
ejército regular; en nombre de la salvación de Francia, deben aniquilar a este Estado
fantasma, impotente para hacer el bien, pero poderoso para el mal.
Fuentes de las notas

CLAVES PARA LAS ABREVIATURAS EN LAS NOTAS:

Cada fuente está indicada por un grupo de iniciales; la lengua en que se publicó el
material utilizado aparece señalada por una sola inicial, seguida por el número del
volumen, en números romanos, y después por el número de la página. R significa rusa; G
significa alemana; F francesa; y S española. Así, la sigla «PHC; F III 216-218» significa
«Consideraciones Filosóficas, volumen francés III, páginas 216-218». En algunos casos
se hace referencia a fuentes en más de una lengua. [Las abreviaturas corresponden a los
títulos en inglés de las obras citadas].
AM- Un miembro de la Internacional contesta a Mazzini; volumen V de la
edición rusa; volumen VI de la francesa.
BB- El oso de Berna y el oso de San Petersburgo; ed. rusa, volumen III; ed.
francesa, volumen II.
CL- Carta circular a mis amigos de Italia; ed. rusa, volumen V; ed. francesa,
volumen VI.
DS- La doble huelga de Ginebra; ed. alemana, volumen II; ed. francesa, volumen
V.
[334]
DV- Drei Vortraege von den Arbeitern das Thals von St. Imier im Schweizer, Jura,
[Tres conferencias a los trabajadores del valle de St, Lucier en el Jura suizo], mayo de
1871; ed. alemana, volumen II.
FSAT- Federalismo, Socialismo y Antiteologismo; ed. rusa, volumen III; ed.
francesa, volumen I.
GAS- Dios y el Estado; Nueva York: Mother Earth Publishing Association, [circa
1915], 86 pp. Véase más abajo, siguiendo la abreviatura KGE, una referencia a la
continuación del ensayo incorporada a este panfleto.
IE- Educación integral; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen V.
IR- Informe de la Comisión sobre el problema del derecho hereditario; ed.
francesa, volumen V.
IU- Las intrigas del Sr. Utin; en Golos Truznika, periódico ruso de los
trabajadores industriales del mundo, Chicago, 1925; volumen VII, n. ° 3, pp. 19-23; y
volumen VII, n. º 4, pp. 9-12.
KGE- El Imperio látigo-germánico y la revolución social; ed. rusa, volumen II;
ed. francesa, volúmenes II, III y IV. Parte del texto de esta obra aparece también en el
volumen I de la edición francesa bajo el encabezamiento de Dios y el Estado. Como
Rudolf Rocker señala en su Introducción, esta parte la encontró Max Nettlau entre los
manuscritos de Bakunin, y constituye una continuación lógica del ensayo incluido en el
panfleto del mismo título.
LF- Cartas a un francés; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volúmenes II y IV.
LGS- Una carta a la sección ginebrina de la Alianza; ed. francesa, volumen VI.
LP- Cartas sobre el patriotismo; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen I.
LU- Los Lullers; ed. rusa, volumen IV; ed. francesa, volumen V.
OGS- La organización y la huelga general; ed. alemana, volumen II; ed.
francesa, volumen V.
OI- Organización de la Internacional; ed. rusa, volumen IV.
OP- Nuestro programa; ed. rusa, volumen III.
[335]
PA- Afirmación de la Alianza; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.
PAIR- El programa de la Alianza para la revolución internacional; escrito en
francés y publicado en Anarchichesky Vestnik [Correo Anarquista], publicación rusa
editada en Berlín; volumen V-VÍ, noviembre de 1923, pp. 37-41; volumen VII, mayo de
1924, pp. 38-41.
PC- La comuna de París y el Estado; ed. rusa, volumen VI; incluido también en
un panfleto titulado La comuna de París y la idea del Estado, París: Aux Bureaux des
«Temps Nouveau», 1899; 23 pp.
PHC- Consideraciones filosóficas; ed. alemana, volumen I; ed. francesa, volumen
III.
PI- La política de la Internacional; ed. rusa, volumen IV ed. francesa, volumen
VI.
PSSI- El programa de la sección eslava de la Internacional, 1872; ed. rusa,
volumen III.
PYR- Péchât y Revoliutzia [La palabra impresa y la revolución]; periódico ruso,
Moscú, 1921, junio de 1930.
RA- Informe sobre la Alianza; ed. rusa, volumen V; ed. francesa, volumen VI.
SRT- La ciencia y la tarea revolucionaria urgente; panfleto en ruso; Ginebra
(Suiza): Kolokol, 1870; 32 págs.
STA- Estatismo y Anarquismo; ed. rusa, volumen I; ed. en castellano, volumen V.
El título ruso de este volumen es Gosudarstvennost i Anarkhiia, que significa literalmente
«Estatismo y Anarquía». Pero por el texto de Bakunin resulta evidente que estaba
comparando un sistema organizado con otro, y no comparando un sistema con una
situación de confusión y desorden sin ley alguna. De ahí que cuando citamos este trabajo
en este libro, nos refiramos siempre a él como Estatismo y Anarquismo.
WRA- Alianza revolucionaria mundial de la Democracia Social; panfleto en
ruso; Berlín: Hugo Steinitz Verlag, 1904; 86 pp.

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