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Melancolía de las horas vividas y soñadas.

Crónicas de Luis G. Urbina


Miguel Ángel CASTRO MEDINA
Universidad Nacional Autónoma de México
casmemi@hotmail.com

Ante el abandono de un recién nacido en un campo solitario, Urbina se pregunta so-


bre la condena que recibirá la criatura en esta «noche oscura del alma», sobre el destino que
le dio la desgracia de tener madre y ser a la vez el más desventurado de los huérfanos, so-
bre su futuro marcado por el atavismo morboso heredado que lo puede conducir por el
camino de la santidad o por los vericuetos o encrucijadas del vicio y la maldad: «¿Será una
rosa de amor o un cardo de odio esta semilla arrojada con desprecio en el surco negro del
crimen?». Y se responde:
En todo esto pensaba yo, melancólicamente, al leer día por día los reportajes de los periódicos, es de-
cir, la “novela histórica” del acontecimiento. No puedo negar que soy un sentimental pasado de mo-
da. Todavía siento vivo interés por este género de desdichas en las que, como en las comedias cursis,
en los melodramas de Bouchardy, hay un malvado diabólico y una víctima inocente. Estas cosas no
inquietan a hombres serios, a los que revisan diariamente el precio de los valores y están atentos a la
cotización de las monedas. A mí, sí1
Imposible no creer a ese hombre de aspecto infantil y alma de anciano, conocido por
eso, tal vez, como el Viejecito, escritor que se conmovía hasta el llanto al mirar los «ojos
tristes, tristes, tristes» de su perro moribundo que en su agonía le recordaba cómo lo con-
solaba en sus noches de delirio y le preguntaba qué tenía y por qué lloraba para advertir-
le: «Ya ves, me voy, te dejo; me entristece / pensar en que no habrá quien te acompañe
/ por el camino, como yo, besando / tus huellas en el polvo del sendero. / Te quedas con
los hombres, los que olvidan, / los que traicionan, los que engañan, solo, / mirando ha-
cia los cielos impasibles, / en pie sobre la tierra despiada». ¿Qué le sucedía a ese poeta que
componía versos a su perro, se preguntaban con sorna, a sus espaldas, en el cenáculo de
la Revista Moderna? En efecto, ¿de dónde procedía tanta conmiseración por un animal? Era
posible que la bilis negra se hubiera derramado por su cuerpo, que hubiera cometido un
pecado terrible a temprana edad que le hubiera valido la expulsión del edén. Por qué se
sienta este hombre a la sombra de un árbol en la orilla del camino a llorar su desventura
ante la mirada absorta y curiosa de los caminantes a quienes dice: «Ya estoy cansado, si-
gue tú adelante; / mi pena es muy vulgar y no te importa. / Amé, sufrí, gocé, sentí el di-
vino / soplo de la ilusión y la locura; / tuve una antorcha, la apagó el destino…». ¿A qué
clase de desgarramiento se refería que le dejó «atónita el alma»? Acaso sintió su corazón
un amor tan grande que al perderlo se quedó sin esperanza como romántico incapaz de
redimir su dolor. ¿Quién fue el objeto de esa pasión? ¿Algún demonio se apoderó de su
mente y lo mantenía en penitencia en el desierto más terrible, que es el de las ciudades?
¿Atrapado por los secretos de la belleza, como artista de su tiempo, una imaginación exal-
tada lo acercaba a esas ensoñaciones, reveries, mediante las cuales pretendía encontrar el co-
nocimiento profundo de las cosas, como Fausto anhelaba penetrar los fundamentos de la
existencia? ¿El poeta se sentía prisionero entre el cielo y la tierra? ¿Qué forma de placer
encontraba al meditar una y otra vez sobre las causas de sus penas?

1 Luis G. Urbina, “El niño del guayabal”, en Bajo el sol y frente al mar, Madrid, Imp. de M. García y Galo Sáez, 1916,
pp. 43-45.
Melancolía de las horas vividas y soñadas. Crónicas de Luis G. Urbina 

La crítica, en general, ha coincidido en el diagnóstico de Urbina: poeta modernista


que «representa la persistencia de la nota romántica». La recordación es de Alfonso Re-
yes, quien lo considera uno de los tres grandes poetas que tuvieron una evolución más
personal dentro del modernismo, es decir, entre Salvador Díaz Mirón y Manuel José Ot-
hón. Don Alfonso advierte que:
De todos ellos, Urbina es el único cuyo vino guarda el resabio inconfundible del odre romántico.
Justo Sierra llamó a Gutiérrez Nájera «flor de otoño del romanticismo mexicano». ¿Cómo llamar
entonces a nuestro amado Viejecito? Es obvio el discrimen: flor de otoño Gutiérrez Nájera: su mo-
do de romanticismo muere con él, y él mismo evoluciona rápidamente hacia nuevos tipos sin que
pueda saberse dónde hubiera llegado. Pronto vino a reclamarlo la muerte, empujando aquella mal
cerrada puerta por donde acababa de alejarse otro «convidado al banquete de la locura»: «¿Quién
de nosotros marchará primero?». En tanto que Urbina cruza la marea en su esquife, y alcanza la ori-
lla transportando su dulce carga. Cruza la marea, porque sobrevive en longevidad, y también en la
fidelidad a su modo lírico. El que persiste tiene razón: así es la naturaleza. La continuidad de su ar-
te encuentra un parangón en aquella continuidad melodiosa de su técnica, que hace a veces de to-
do un verso, y hasta de todo un breve poema, una sola unidad, como si el conjunto se fundiera en
una larga palabra. La continuidad de su arte encuentra también un parangón en aquella su lealtad al
sollozo étnico, que llega al fondo de los siglos. La irrestañable y «vieja lágrima» se oye gotear por su
obra. Pasarán los años. Vendrá la distancia, que permite apreciar los saldos2
Entre los saldos cabe, a mi juicio, una reflexión sobre esa nota predominante de los
textos de Urbina: la melancolía. Se trata de revisar la interpretación del tono crepuscu-
lar o vesperal de su poesía como residuo del romanticismo, y así, matizar la opinión de
Antonio Castro Leal, compilador de su poemas, que concede apenas una depuración a
su lirismo en los siguientes términos «hasta que de toda su sustancia romántica no que-
dó más que aquel fondo de poesía que dejan las penas y las alegrías de los hombres» por-
que, afirma, su paso por el mundo le permitió llegar a esa «plenitud en que la melancolía
se le deshacía naturalmente en música»3.
Melancolía es, en efecto, la palabra de la ecuación literaria de Urbina. Cuánto debe
o no al romanticismo es ahora un tanto irrelevante, lo que interesa estudiar es su carác-
ter y profundidad. Es curioso que desde la averiguación sociológica y ontológica o me-
tafísica, se recuerde el hallazgo que le valió el calificativo de poeta de la «vieja lágrima».
Roger Bartra en La jaula de la melancolía. Identidad y metamorfosis del mexicano4 observa que
la que llama intelectualidad mexicana ha atribuido, primero al lépero y luego al pelado el
ser melancólico. «Ha creído –afirma– que sólo el éxtasis melancólico podía comunicar a
los mexicanos con los estratos antiguos y profundos de una patria erigida al margen de
la historia, en un momento equivocado y con materiales de desecho. Por ello tantos in-
telectuales mexicanos han escogido la tinta de la melancolía para dibujar el perfil de la
cultura nacional»5. Como es evidente, Bartra señala que se trata de un tema que rebasa
los límites de nuestra historia, pues, en efecto, el interés por desentrañar ese estado de
ánimo ha ocupado al hombre desde la antigüedad, y es, sin duda, un tema central de la
historia cultural de Occidente: Hipócrates lo consideró como uno de los humores del

2 Alfonso REYES.“Recordación de Urbina”, en Obras completas, T. XII, México, Fondo de Cultura Económica, 1960,
pp. 271-278.
3 Antonio CASTRO LEAL, “Prólogo”, en Luis G. URBINA, Poesías completas, 3a edición, t. I, México, Porrúa, 1987,
pp. VII-XII.
4 Roger BARTRA, La jaula de la melancolía y metamorfosis del mexicano, México, Grijalbo, 1986, pp. 51-57.
5 BARTRA, La jaula de la melancolía cit., pp. 54-55.
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cuerpo; Aristóteles pensaba que podía existir alguna relación entre la melancolía y el ge-
nio; con los nombres de acedia, spleen, neurastenia y depresión se ha consagrado por me-
dio del arte. La melancolía ha sido representada por pintores, escultores y poetas de di-
versas formas, inquietantes en su mayoría porque en su centro gravitan los problemas y
las preguntas esenciales de la humanidad: la vida y la muerte, el tiempo y la existencia,
el placer y el dolor, el recuerdo y el olvido, el amor y el desamor.
La melancolía anidó tempranamente en el alma de Luis G. Urbina, tal como lo con-
fiesa en su poema “Vieja lágrima”, además de preguntarse por el origen de ese dolor que
lo abate desde niño, pues conforme con él o resignado ha dejado de llorar y con sereni-
dad trata de vivir. Sin embargo de pronto descubre que es un dolor antiguo que proce-
de de su raza, de aquellos espíritus apesadumbrados que han sufrido durante siglos:
Al engendrarme el sufrimiento humano,
en mí dejó sus marcas,
sus gritos, sus blasfemias, sus plegarias.
Es mi herencia, mi herencia la que llora
en el fondo del ánima;
mi corazón recoge, como un cáliz,
el dolor ancestral, lágrima a lágrima.
Así lo entregaré, cuando en su día,
del seno pudoroso de la amada,
corporizados besos, otros seres,
transformaciones de mi vida, salgan6
Observa entonces, desde su ventana, a unos pequeños que juegan en el jardín y adivina
el dolor que florecerá más tarde en sus corazones.
Entre las interpretaciones que ha recogido la historia de la melancolía en Occidente, las
más fecundas en expresiones artísticas tal vez son las que se refieren a la caída del hombre por
el pecado de desobediencia, los hijos de Adán, condenados a sufrir, esperan el perdón divino
que les permita recuperar el paraíso perdido y la que resulta de la inteligencia que conduce al
conocimiento del mundo, que debe pagar el precio de la conciencia de la vida y la muerte,
el amor y el pesar de saberse temporales. Por otra parte, desde Aristóteles comenzó a vincu-
larse el genio con la locura7. El misterio y la revelación. Tan grande es el peligro de estas ma-
nifestaciones de la melancolía que en el siglo XIX condujo, como sabemos, a los pensado-
res a llamarla «el dolor del siglo» y a muchos artistas a experimentar los paraísos artificiales.
Urbina padeció aquel dolor, y fue, no obstante, un consumidor moderado de vinos y tra-
gos fuertes así como un visitante, al parecer más o menos reprimido, de teatros y prostíbulos.
No fue otra víctima del bar como Bernardo Couto y Julio Ruelas, según refiere Rubén M.
Campos. Recuerda Julio Torri que «debajo de su melancolía nos parecía sorprender un po-
tente optimismo y ansia de vida, esa misma alegría de vivir que informa toda nuestra litera-
tura de pueblo joven, anhelante de lograr sus altos destinos. Otros artistas de la Revista Mo-
derna nos legaron una visión más negra: Couto y el pintor Julio Ruelas, por ejemplo. No es
Urbina ciertamente el poeta de la desesperación, de las pasiones devastadoras ni del nihilismo
enfermizo. Es la suya, ante todo, poesía del desengaño mitigado y de la remembranza»8. Por
su parte, Enrique González Martínez, en el prólogo a Lámparas en agonía, opina que Urbina
6 Luis G. Urbina, “Vieja lágrima”, en Poesías completas, 3a ed., t. II, México, Porrúa, 1987, pp. 12-13.
7 Cfr. Hélène PRIGENT, Mélancolie. Les metamorphoses de la dépression, Paris, Découvertes Gallimard-Réunion des Mu-
sées Nationaux, 2005.
8 Julio TORRI “Prólogo”, en Luis G. Urbina, Crónicas, México, UNAM, 1946 (Biblioteca del Estudiante Universi-
tario, 70), p. X.
Melancolía de las horas vividas y soñadas. Crónicas de Luis G. Urbina 

recorrió el campo del recuerdo triste y del anhelo imposible como quien conoce los lugares
más ocultos y recónditos9. En los versos del Viejecito la ternura es una herencia de la raza in-
dígena que contempla las estrellas para dialogar con sus antepasados, esa emoción se confun-
de con el hastío del alma, con el necio amor imposible o pasado, las penas cotidianas como
en el conjunto de sonetos titulado “Humorismos tristes”, entre los cuales está el siguiente:
Deja que me refugie en el ensueño
como niño miedoso en el regazo
de la madre, que me ha tendido un lazo
la vida, y yo soy débil y pequeño.
El mal, en abatirme tiene empeño;
para emprender la lucha, brazo a brazo
con él, yo necesito en breve plazo
del invencible talismán de un sueño.
Déjame ir; la vida me traiciona,
el ideal se aleja y me abandona
en la ruta más áspera y sombría:
Si ya no quieres ser mi compañera
en el viaje al país de la quimera…
¡Acompáñame tú, melancolía!10
El saludo de llegada a la república de las letras que recibió Urbina al publicar su primer li-
bro Versos en 1890 se lo dio Manuel Gutiérrez Nájera, su maestro a quien, por cierto, ten-
dría ocasión de llorar. La lectura del duque Job es precisa e inequívoca. Para él, Urbina era
entonces muy joven y sin embargo decía que ya conocía al dolor; cosa que no le parecía cier-
ta pues a quien conocía era, según él, a la primera novia de todo poeta, a la Melancólia. Gu-
tiérrez Nájera opinaba que los versos de Urbina tenían la tristeza apacible de la madrugada.
Los envolvía, en palabras del crítico amigo, una obscuridad azul que «en esas elegías vagas,
que andan revolando y como en busca de la tumba, desconocida aún, que las aguarda; en esas
amarguras flotantes, difusas, que no se condensan ni toman cuerpo todavía; en esos llantos
nerviosos; en esos quejidos débiles que están aprendiendo a hablar, más que dolor; revélase el
presentimiento del dolor. La ventana está abierta para que entre la noche; pero apenas co-
mienza a obscurecer. Ahora se eleva del río el vapor de agua en forma de neblina; ya se con-
densará para caer en lluvia de lágrimas»11. Baudelaire proponía en 1851 una definición de la
belleza o lo bello en los textos reunidos en el volumen titulado Fusées (Cohetes):

9 Enrique GONZÁLEZ MARTÍNEZ, “Prólogo”, en Lámparas en agonía, México, Librería de la viuda de Ch. Bouret,
1914, p. XXI.
10 Del libro Ingenuas (1902). En Urbina, Poesías completas cit., p. 128.
11 Manuel GUTIÉRREZ NÁJERA, Crítica literaria, ideas y temas literarios. Literatura mexicana, México, Universidad
Nacional Autónoma de México, 1995, pp. 432-437. Años más tarde Carlos Díaz Dufoo, el otro integrante del
grupo editor de la Revista Azul, se sumaba al dictamen: «El primer volumen de versos de Urbina –si volumen
puede llamarse a un puñado de páginas impresas– fue publicado en 1890. Son unas veintitantas composiciones de
pronunciado sabor romántico, en las que aparece claramente la influencia de Juan de Dios Peza. Muy pronto Ur-
bina abandonó esos senderos, que por muy recorridos han de haber acabado por desinteresarlo, y sus pasos se en-
derezaron a otros campos en los que éste, que tiene todas las trazas de un colegial travieso, había de encontrar ma-
yor espacio para que su fantasía corriese libremente. Su personalidad se define, su estilo se depura; acaba por arro-
jar como lastre inútil ciertos efectivísimos vulgares que afean sus primeros versos, para bordar los definitivos en un
tejido de sensualismo que tiene, en el fondo, tenues matices melancólicos… A poco da a la estampa dos ensayos
de otro género: los Poemas crueles, intentos de análisis psicológico, que desconciertan al público. Fecha memora-
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Lo bello es algo ardiente y triste, algo un poco vago, que lleva a la conjetura. Aplicaré, si se me
permite, mis ideas a un objeto sensible, por ejemplo, el objeto más sensible en la sociedad, el ros-
tro de una mujer. Una cabeza seductora y hermosa, una cabeza de mujer es una cabeza que ha-
ce soñar al mismo tiempo de un modo confuso, con voluptuosidad y con tristeza; que transmi-
te una idea de melancolía, de lasitud, incluso de saciedad, aunque sea una idea contraria, es de-
cir, un ardor, un deseo de vivir, asociado con una amargura persistente, como si viniera de la pri-
vación o de la desesperanza. El misterio, la nostalgia también son características de lo bello. Una
hermosa cabeza de hombre no necesita esa idea de voluptuosidad, excepto quizás a los ojos de
una mujer, lo que hace a un rostro de una mujer más provocativo es generalmente lo melancó-
lico. Sin embargo esa cabeza contendrá algo de ardiente y triste, de necesidades espirituales, de
ambiciones tenebrosamente reprimidas, la idea de un poder rugiente, y sin utilidad, algunas ve-
ces la idea de una insensibilidad vengadora…, algunas otras también, y ese es uno de los rasgos
más interesantes de la belleza, el misterio, y en fin… la desgracia. No pretendo decir que la ale-
gría no pueda asociarse con la belleza, sino que la alegría es uno de sus adornos más vulgares,
mientras que la melancolía es, por decirlo así, su ilustre compañera, a tal punto que no conci-
bo… un tipo de belleza en la cual no exista la desgracia. Apoyado en –otros dirán que obsesio-
nado por– estas ideas, se comprenderá que sería difícil no concluir que la forma perfecta de be-
lleza viril es Satanás, a la manera de Milton12
Por los cuentos y las crónicas de Urbina las «almas que pasan» ya no tienen sueños, vi-
ven con sus ilusiones rotas, más próximos a personajes góticos, que prefieren el encierro,
que a los rebeldes y decididos románticos, él los ve como un dandy incomprendido, ale-
jado del burgués ignorante y materialista, que descubre el misterio de su dolor, como ar-
tista capaz de atrapar y representar la belleza que se oculta en esos corazones heridos por-
que se expusieron a la aventura del amor profundo, porque intentaron acercarse a lo di-
vino. En eso consiste su placer de narrador y ahí encuentra su filiación simbolista. En “Hi-
jos de cómica” y “Un entreacto de Sansón y Dalila”, textos de Cuentos vividos y crónicas so-
ñadas, lamenta la suerte de las artistas italianas que llegaban a México como integrantes de
compañías que montaban espectáculos de medio pelo en los barrios de la ciudad. Pierden
el amor y la esperanza, aman a sus hijos aunque sean capaces de abandonarlos. Urbina pe-
netra en los interiores de las casas de esas desventuradas como aconseja Baudelaire en su
texto XXXV, “Las ventanas”, en donde advierte que «El que desde afuera mira por una
ventana abierta, nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada» porque «no
hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbra-
dor, que una ventana iluminada por una vela»13. De esta manera, el autor se complace en
permanecer al lado de la triste madre de Emma, la corista italiana de “Hijos de cómica”.
Revela su pasión por el dolor ajeno al pintar el cuadro preciso de sus visitas:
y yo me quedaba con la mamma, una viejecita toda blanca, de fisonomía purísima, unciosa y de-
macrada, nariz gruesa, boca de labios delgados, dolorosamente risueños, y ojos grandes, tristes, de
un verde pálido, como dos gotas de agua del Adriático iluminadas por la luna. Por no sé qué aso-
ciación de sueños místicos, la mamma me recordaba a León XIII; algo había en aquel conjunto del
anciano piadoso y santo que años más tarde hizo atravesar Bourget, como una inmaculada epifanía,
por uno de sus libritos más dolientes […] Olvidado de las conquistas fáciles y de las compañías bu-

ble en la evolución monetaria de la obra de arte, en la república: el editor del diario en que se insertó el primero
de esos dos poemas pagó a Urbina cien pesos. ¡Jamás la gloria se había cotizado en México a tan alto precio!»,
Carlos DÍAZ DUFOO, “De Manuel Gutiérrez Nájera a Luis G. Urbina”, en Memorias de la Academia Mexicana, XI
(México, 1955), pp. 203-214.
12 Charles Baudelaire, Fusées. “Cohetes” (1851), tomado de PRIGNET, Mélancolie cit., p. 145.
13 Charles Baudelaire, “Las ventanas”, en Spleen de París. Pequeños poemas en prosa. Edición bilingüe disponible
en Wikisource [en línea] http://es.wikisource.org (fecha de consulta: 25-VI-2010).
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lliciosas, me enamoré de aquel rincón de hogar, el único de la “pajarera” adonde no llegaba el há-
lito pertubador e impuro del deseo.
Día por día, entreabrí la puerta, preguntando:
– ¿Che fa la mamma?
– Prego…
En efecto, en la penumbra, junto al muro, sentada en la silla baja, con el rosario entre las manos
y la cabeza abatida sobre el pecho como si la abrumase una infinita pesadumbre, la pobre vieja
rezaba, con una fervorosa devoción que sólo he visto en las mujeres italianas, y las oraciones que
yo sorprendía, en un instante, dichas en voz imperceptible, se rompían en sus labios para con-
testar mi pregunta:
– Prego…
Y alzaba la frente, y sonreíame con una apacible dulzura, tan impregnada de melancolía que re-
movía en mi ser un sentimiento, vago y delicado, de piedad filial14
Extraña complacencia que experimentaba Urbina, amante del paisaje que muere todos los
días. Carlos Díaz Dufoo explica en algunos de los editoriales de la Revista Azul, que firmaba
en ocasiones como Petit Bleu, que los derroteros de la modernidad eran el mal del siglo:
Todo es doloroso en la vida moderna. Nuestras lecturas, nuestras impresiones, nuestras mismas ale-
grías se padecen: se ha quintaesenciado la existencia y el zumbido de un cínife llega a nuestros oídos
como el estampido de un cañonazo… Nuestras lecturas complicadas e incisivas nos hacen sufrir: no
hay placer en las páginas del libro que recorremos. En los versos de nuestros poetas favoritos vemos
palpitante la llaga… Del espectáculo de la naturaleza el hombre ha pasado a la ciencia. Pero la cien-
cia, como la naturaleza, es una eterna impasible y el hombre no ha encontrado el perseguido, anhe-
lado manantial con que calmar su sed. De la fe intensa a la verdad severa, los espíritus no han podi-
do pasar sin una violenta crisis. Esta crisis es la que estamos sufriendo… El anhelo persistente, el ina-
gotable deseo, la nostalgia de esta misteriosa dolencia, agita a esta generación de tristes15
El melancólico Urbina se propuso en 1915, en el exilio, reunir sus prosas en cinco
volúmenes para trazar la ruta de la enfermedad del fin de siglo que le tocó vivir16, estu-
vo a punto de culminar su plan, sacó a la luz en ese año Cuentos vividos y crónicas soñadas,

14 Luis G. Urbina, “Hijos de cómica”, en Cuentos vividos y crónicas soñadas, 3a ed., México, Porrúa, 1988, p. 12.
15 Carlos DÍAZ DUFÓO, “Los tristes”, en Revista Azul, I.25 (octubre 1894), pp. 385-387.
16 «Como trapero que picaba basura –explica Urbina–, recogí, a la buena de Dios, de un fárrago de papeles vie-
jos, algunos centenares de artículos míos, los que juzgué de vida más amplia que la efímera que les dio la impre-
sión instantánea, presa por un día, entre los corondeles de una página de un periódico. Luego, con mayor capri-
cho que cuidado, hice, sobre lo recogido, una segunda operación depurativa, de la cual resultaron trescientos tra-
bajos de índole diversa, que, coleccionados y clasificados según mi gusto, forman cinco volúmenes: uno de es-
carceos de imaginación y ejercicios de estilo; dos de crónicas y juicios teatrales; otro de rápidos esbozos de sico-
logía, y el último, de crítica literaria y social», Luis G. Urbina, “Prólogo”, en Cuentos vividos y crónicas soñadas, 3a
ed. México, Porrúa, 1971. No tuvo Urbina tiempo para proseguir de inmediato con esta serie, aguardó siete años
y a su regreso a México, logró editar con el sello de la casa El Libro Francés, los dos últimos volúmenes proyec-
tados, que ciertamente ya había formado en Madrid: Psiquis enferma y Hombres y libros. La nota de presentación,
breve en ambos casos, señala la génesis periodística de los textos y advierte, en el caso de Psiquis enferma que «Las
crónicas que forman el presente volumen están sentidas y vividas a toda plenitud. Claro que en ellas estoy con mis
peculiares modos de emoción y de reflexión; pero también están el ambiente de una época, el gusto literario de
una generación, las características mentales y sentimentales de mi tiempo. Estas páginas son pedazos de vida me-
xicana», Luis G. URBINA, Psiquis enferma, México, El libro francés, 1922, p. 7. Y en lo que toca a Hombres y li-
bros, Urbina confiesa que lejos de él la intención crítica «fría y campanuda» que intenta medir los méritos de los
hombres y las obras, y recuerda que lo que sí quiso y pudo, fue «sentir el calor espiritual, la simpatía humana que
emanaba de los seres y de los libros», y, a través de ellos, narrar las aventuras de su alma con la exaltación lírica
propia de su juventud y sensibilidad inclinada a amar y admirar la belleza, así como a reconocer el bien en los si-
tios donde lo encontró, Luis G. URBINA, Hombres y libros, México, El libro francés, 1923, p. 7.
 Miguel Ángel CASTRO MEDINA

siete años más tarde, Psiquis enferma y al siguiente, 1923, Hombres y libros. En los textos
escogidos por el poeta el común denominador es el pesimismo sincero, se trata de un
conjunto que, bien mirado, constituye una sátira triste, como era el Quijote para él cuan-
do lo leía de niño y al que compadecía diciendo: ¡Pobrecito Don Quijote!.
Hace casi 90 años que Urbina viajó por Italia –por lo cual me place recordarlo aho-
ra en Roma que tanto lo impresionó- y encontró sus demonios en la belleza del paisaje
y sustancia en la historia y vida de sus ciudades para sus delirios poéticos, no podía ser
de otra manera: ¡Pobrecito Viejecito!

Resumen: Reflexión sobre una de las notas o constantes en la obra de Luis G. Urbina: la melancolía. Desde la apari-
ción de su primer libro de poemas de apenas 86 páginas titulado Versos, en 1890, el agudo e inteligente Manuel Gutié-
rrez Nájera lo presentaba como un poeta melancólico cuyos versos tenían la tristeza apacible de la madrugada. En este es-
tudio pretendemos matizar la consideración del poeta como representante “de la persistencia de la nota romántica” en el
modernismo mexicano así como recordar algunos de los signos de la melancolía que Urbina descubrió y con los cuales
contribuyó a caracterizar la literatura modernista.
Palabras clave: Literatura mexicana, Poesía modernista, Crónica modernista, Literatura mexicana de finales del S. XIX,
Luis G. Urbina, Melancolía.
Abstract: A reflection on one of the notes or constants in Luis G. Urbina´s work: melancholy. From its apparition in
his first poem book, consisting of only 86 pages, entitled Versos, in 1890, the keen and smart Manuel Gutiérrez Nájera
used to introduce him as a melancholic poet, whose verses had the mild sadness of dawn. In this study we intent to dis-
cuss the possibility of considering the poet as a representative “of persistency on the romantic note” within the Mexican
Modernism, as well as to recall some of the signs of melancholy created by Urbina, with which he contributed to the
characterization of modernist literature.
Keywords: Mexican Literature, Modernist Poetry, Modernist Chronicle, Mexican Literature of late XIX century, Luis
G. Urbina, Melancholy.

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