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• H. C. F. Mansilla
?l hab?a querido brillar en la ingrata rep?blica de las letras y las ciencias, y hasta
ejercer alguna influencia sobre los asuntos p?blicos. Sus muchos libros y, sobre
todo, su incansable asesoramiento en favor de diferentes gobiernos eran
testimonio de ese designio. Hubiera querido ser el preceptor de una nueva
Alemania, razonable y democr?tica, como tambi?n lo dese? Max Weber, su gran
modelo. Como defendi?ndose de un posible reproche, en cierto momento mi
apreciado catedr?tico afirm? que jam?s se hab?a hecho ilusiones en torno al
reconocimiento del ?mbito acad?mico y que nunca le interes? el juicio de la
posteridad, pero eso, obviamente, no correspond?a a la realidad. Acto seguido me
asegur?, por ejemplo, que no eran las enfermedades ni el olvido de sus hijos lo
que le dol?a, sino la indiferencia de sus pares, el olvido de la opini?n p?blica y el
alejamiento de sus disc?pulos. Eso me dej? profundamente abatido: hasta mi
respetado profesor, el campe?n de la l?gica pr?ctica, el conversador agudo y
preciso, ca?a en incongruencias tan notorias y pueriles. Y ah? pens?: todos nos
comportamos de manera similar. Cuando se acerca el fin o mucho antes
cometemos los mismos errores, caemos en las mismas vanidades y endulzamos
del mismo modo la infancia y la juventud. Y nos mostramos, por consiguiente,
carentes de sentido com?n y, lo que es m?s grave, de elegancia.
Escepticismo
El escepticismo en filosofía se parece a una moneda estable: pues las dudas que
el buen escéptico lleva siempre consigo se pueden aplicar a cualquier cosa; así
que no es de extrañar que el escepticismo como tendencia filosófica haya
sobrevivido sin problemas. Un gran escéptico fue Michel de Montaigne (1533-
1592), quien observó: "Se nos enseña a vivir cuando la vida ya está perdida.
Centenares de estudiantes han contraído la sífilis antes de haber llegado en su
Aristóteles al capítulo sobre la moderación". Y añadió: "El mundo no es más que
cháchara, y no he conocido a ningún hombre que no ha dicho más bien
demasiado que demasiado poco; y, sin embargo, con eso pasamos media vida."
Me permito añadir que a nivel mundial se podía constatar por entonces (alrededor
de 1960) una euforia en pro de un desarrollo rápido y de amplio alcance, cuya
finalidad era desterrar para siempre toda muestra de atraso, pobreza y penuria de
la faz de la Tierra. Y este desarrollo debía estar basado en la ciencia y la técnica.
El artículo segundo del Estatuto de la Academia de Ciencias de Bolivia permite
esta interpretación, pues define prioritariamente como objetivos fundamentales de
la misma la promoción de la investigación científica y tecnológica, e
inmediatamente después la asesoría a instituciones estatales en el estudio, diseño
y ejecución de políticas públicas, que obviamente debían estar destinadas al
desarrollo acelerado, sostenido e integral de la nación.
Me atrevería a afirmar que es probable que la fundación de la Academia haya
tenido que ver igualmente con el hecho de que la universidad boliviana, en su ya
larga historia, haya contribuido relativamente poco al avance de la ciencia en
sentido estricto. Hoy en todo el Tercer Mundo una buena parte de lo que puede
designarse como investigación científica no tiene lugar en las universidades, sino
en institutos y organismos especializados, que no están sometidos a los avatares
políticos y financieros de las universidades, las cuales se han transformado en
escuelas superiores -una prolongación de la secundaria-que simplemente
transmiten destrezas técnicas y organizativas a los estudiantes. Estos últimos
tampoco exigen gran cosa, sino integrarse de la manera más rápida y cómoda al
mercado laboral. Las universidades públicas y privadas del presente no están
inspiradas por los dos factores que representaron durante mucho tiempo el
prestigio y la fortaleza de las universidades del ámbito occidental: la universalidad
de estudios, conocimientos e intereses, y la tendencia a poner en cuestionamiento
la validez de teorías y prácticas del momento.
Desde un comienzo, sin embargo, la Academia tuvo que luchar con dos problemas
mayores: la falta de recursos financieros y el escaso apoyo efectivo de los
organismos estatales y privados... y hasta de la sociedad en su conjunto. El
artículo 42 de su estatuto señala que para el desenvolvimiento adecuado de sus
actividades la Academia dispone de asignaciones del Tesoro General de la
Nación, rentas propias, donaciones, legados y subsidios e ingresos por derechos y
patentes, pero la mayoría de estos fondos han existido sólo en la pura teoría. Por
ello la Academia no ha podido adquirir los aparatos modernos, los laboratorios y el
dilatado material bibliográfico que hoy son indispensables para la investigación
científica, ni tampoco ha podido financiar los salarios de un personal bien formado
y altamente motivado. La sociedad y los gobiernos bolivianos sintieron alguna vez,
como ya mencioné, la necesidad de crear una institución que se haga cargo de la
investigación científica y de la divulgación de sus resultados, pero no creyeron
pertinente dotar a esa institución de los fondos y de la infraestructura que son
imprescindibles para tal fin.
Se repite así una constante de la vida social boliviana: con bastante entusiasmo se
fundan los organismos consagrados a labores reputadas como oportunas,
prestigiosas e importantes, pero se descuidan los aspectos operativos y
financieros de los mismos, presuponiendo que estos funcionan por sí solos, es
decir mediante fuerzas casi mágicas, o con la ayuda de la siempre bienvenida
cooperación exterior. Se puede aseverar que casi todos los gobiernos del país han
descuidado la investigación científica y tecnológica, aunque, paradójicamente, los
políticos admiten en su fuero interno que todo el desarrollo contemporáneo
realmente importante está basado en la ciencia y la tecnología. Esta actitud no
variará en los próximos años, pues desde la era colonial se arrastra una tradición
cultural muy arraigada que no es favorable al pensamiento científico; en el
presente esta inclinación se traduce en un proceso imitativo de modernización,
que trata de adoptar sin mucha discriminación todo adelanto, proceso y aparato
técnicos que provengan de las envidiadas naciones del Norte, pero dejando a un
lado las prácticas y los conocimientos estrictamente científicos, que fueron
precisamente la base del éxito de aquellas sociedades. El fomento y el patrocinio
efectivos de la creación científica en particular y de la creatividad intelectual en
general no constituyen (ni han constituido nunca) factores de verdadero interés
político en suelo boliviano; actividades investigativas, científicas y creativas no han
gozado en ningún momento de un elevado prestigio social, y por ello sus escasos
adherentes tienen que contentarse con ingresos modestos y con ejercer una
influencia muy reducida sobre la marcha de los asuntos públicos. En esta esfera
las cosas han cambiado poco desde la era colonial.
Continuará
Los nexos entre población, medio ambiente y desarrollo social nos dan la pista de
otro de los grandes problemas nacionales, que consiste en una visión colectiva
acrítica acerca del crecimiento económico y el progreso material. La ya
mencionada rutina burocrática se entremezcla con otra, también de vieja data: en
lugar de generar tecnologías propias o, por lo menos, de adaptar imaginativa-
mente las provenientes del extranjero, se supone que es menos oneroso y más
rápido y simple el comprar en el exterior maquinarias y procesos en bloque. Es
curioso consignar que el Estado siempre ha dispuesto de fondos para adquirir
aviones, satélites, infraestructura de todo tipo, armamento de toda especie,
plantas de fundición u otros proyectos de notable escala, que precisamente a
causa de su gigantismo y de su presunta cualidad de flamante modernidad técnica
han seducido y seducen a no pocos ciudadanos y gobernantes de este país.
Como se sabe, adquisiciones y proyectos de este tipo abren la posibilidad de
actos de corrupción de gran escala, lo que se ha incrementado paradójicamente
con el advenimiento de la democracia y la modernización superficial del aparato
estatal.
Lo que ha faltado a la Academia es, aparte del aspecto financiero, un buen órgano
para divulgar los logros y esfuerzos de sus miembros y de sus institutos afiliados.
Desde su fundación la República ha carecido, por ejemplo, de revistas científicas
con alto nivel teórico y continuidad temporal, que merezcan realmente esa
denominación y que susciten interés en el extranjero. La publicación de un órgano
científico de gran calidad y continuidad representa una de las asignaturas
pendientes de nuestra Academia. La opinión pública no sabe casi nada de la
Academia de Ciencias y tampoco espera gran cosa de ella. La situación es similar
con respecto a las Academias de la Lengua y de la Historia. Las academias
clásicas tienen la fama de ser cenáculos elitistas y poco creativos, muy formalistas
y poco favorables a la innovación. Esta opinión, por más expandida que fuera, no
refleja la realidad, que siempre resulta más compleja y hasta sorpresiva de lo que
suponen los prejuicios colectivos. Pero existe también lo que podríamos llamar la
opinión pública esclarecida, muy minoritaria, naturalmente, y ella espera mucho de
la Academia, no solo en el campo de las ciencias naturales, sino también de las
sociales, económicas e históricas. Después de todo, lo que el país padece es una
crisis de los valores y modelos de orientación. La sociedad espera que alguna
institución le brinde una explicación coherente de tanto esfuerzo y sacrificio. Aquí
también residiría una de las tareas pendientes de la Academia, y una que puede
tener gran relevancia pública.
Fin
Entre el Renacimiento y el Barroco (sobre todo en la segunda mitad del siglo XVI)
se halla la etapa del manierismo, que, sin producir las obras maestras de los otros
periodos, ha engendrado arquetipos de gran persistencia para el arte y la literatura
posteriores. El manierismo es difícil de definir claramente, pero puede ser
calificado como una reacción al agotamiento de los paradigmas clásicos, ante todo
en una época marcada por las guerras religiosas y la dilución de las seguridades
provenientes de la Edad Media. Un testimonio de ello es la experiencia traumática
de la naturaleza deleznable y efímera de los modelos clásicos. La serenidad y el
equilibrio que se atribuía a las obras clásicas llegaron ser percibidos como una
mentira cultural o como una simplificación de la compleja vida social. La armonía
clásica fue vista como una máscara que revestía mal una realidad sórdida y
desconcertante. El manierismo produjo un arte pesimista, que correspondía a la
entonces novedosa idea -propagada por el protestantismo luterano- de que Dios
es la raíz de lo arbitrario y lo imprevisible. Este periodo manierista experimentó la
consolidación de la autonomía de la esfera política y su separación definitiva de la
ética, el surgimiento de los más diversos fenómenos de alienación, el
individualismo extremo -el egocentrismo de intelectuales y artistas- y el relativismo
de valores. A ello contribuyó la despersonalización de los vínculos humanos en los
terrenos de la política y la economía.
Doctor en filosofía.
Académico de la Lengua.
La fragilidad de las vanguardias
artísticas: el caso del surrealismo
• H. C. F. Mansilla
Mi modesta experiencia de vida me dice que cada nueva generación se hace las
mismas preguntas, que no pueden ser contestadas mediante un concepto
restringido de razón instrumentalista o por medio del impulso que niega los
grandes dilemas de la actualidad como si estos últimos fuesen sólo ocurrencias
metafísicas. Estas cuestiones de naturaleza humanista giran, por ejemplo, en
torno al sentido de la vida, la configuración de una existencia bien lograda, el
contenido de conceptos como libertad, autoridad y obligación, la voluntad histórica
de una comunidad, los vínculos entre individuo e institución, la compleja relación
entre poder, eficiencia y orden y, por supuesto, la configuración cambiante de
gustos artísticos y códigos morales. Estos problemas -como el precio ecológico
que hay que pagar por el progreso material- pertenecen al género de las grandes
cuestiones recurrentes a lo largo de la evolución humana, como la plausibilidad del
vínculo entre fe y razón o el sentido último de nuestra existencia, cuestiones que
admiten variadas interpretaciones, todas ellas, en el fondo, insatisfactorias.
Curiosamente las vanguardias artísticas han estado impulsadas y hasta
conmocionadas por discusiones sobre los temas recién mencionados. De ahí se
deriva la significación histórica y hasta ética de las vanguardias artísticas.
Uno de los méritos de Breton es haber anticipado una crítica de lo que ahora se
denomina habitualmente la razón instrumental. Para ello han sido de gran
relevancia (1) la crítica de Breton a la actitud tercamente realista que cultiva la
mayoría la mayoría de los seres humanos y de los intelectuales y (2), al mismo
tiempo, la exaltación continua de la imaginación que constituye el núcleo del
surrealismo. Inspirado parcialmente por el psicoanálisis freudiano y por versiones
radicales del budismo, Breton postuló tempranamente la superación de la filosofía
tradicional del sujeto y la consciencia. Según Breton el ser humano habría caído
bajo la lógica unilateral de la razón, habría sofocado la voz de la naturaleza en sí
mismo y reprimido el potencial de la imaginación y la fantasía. El ego aparece
entonces como una multiplicidad de pasiones y sensaciones, sobre las cuales la
consciencia racional no tendría ningún control. Una identidad personal sólida
aparece como una quimera algo ingenua. La razón se transforma en un
mecanismo autoritario -una función de censura- que nos impide el acceso a una
realidad más compleja y más rica que el racionalismo no puede comprender.
Nociones centrales del postmodernismo fueron así anticipadas por el surrealismo:
el conocimiento de la realidad exterior se disuelve en un ejercicio de mística, todos
los procedimientos teóricos son igualmente válidos, no hay una diferencia
discernible ente verdad y mentira.
Doctor en Filosofía.
Académico de la Lengua.
A mí ya muy elevada edad tiendo a repetir unos cuantos razonamientos, que a mí,
por supuesto, me parecen importantes. El más relevante tiene que ver con la
función filosófica y política que atribuyo a la literatura y al arte. Y así en la soledad
de la vejez me digo a mí mismo que en una época de enormes trastornos
ecológicos, de un crecimiento demográfico inusitado y de una creciente desilusión
con los resultados de los procesos de modernización en Asia, África y América
Latina, la literatura y las artes han contribuido a fomentar un razonable
escepticismo frente a las grandes certidumbres que caracterizaron a la era
moderna. También en las periferias mundiales se empiezan a perfilar el
cuestionamiento de las pretendidas leyes del desarrollo histórico, la desconfianza
hacia la razón instrumental y la duda frente a los modelos y valores provenientes
de las prósperas sociedades del Norte. También en el Tercer Mundo comienza a
extenderse la idea de que algunos de los más graves problemas de la actualidad -
desde la destrucción de los bosques tropicales hasta el hacinamiento en las
grandes ciudades- provienen paradójicamente de los éxitos técnico-materiales del
Hombre en su intento de domeñar la naturaleza y de construir una civilización
centrada en la industria y la urbanización, y no necesariamente de sus fracasos en
el terreno de los ambiciosos proyectos de "desarrollo integral".
En este contexto hay que recuperar algo que es valioso, precisamente porque es
un tema incómodo: las normas aristocráticas de comportamiento y discernimiento,
la elegancia que viene de generaciones, la distinción que requiere de siglos para
consolidarse. Estos hábitos aristocráticos -que no tienen nada de oligárquicos-
están contrapuestos a las horribles usanzas de los nuevos ricos contemporáneos
y de las plutocracias mafiosas que nos gobiernan. Una visión aristocrática del
mundo, del arte y la literatura no tiene nada de reaccionaria. En política está
vinculada a una ética estricta de servicio público, su estética tiene bases más
sólidas (apoyadas por un depurado buen gusto que ha resistido el paso de los
siglos y las edades), y su moral está anclada en un pesimismo fundamental que
no excluye el amor al prójimo, la auto-ironía y la lucidez que brinda la consciencia
de la propia debilidad.
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actual
Historia, cabe pensar, es destino. La condición y el arraigo que tuvo la Iglesia católica en América Latina —
desde el siglo XVI y hasta bien entrado el siglo XIX, al menos— puede ayudar a explicar, así sea
parcialmente, las tendencias autoritarias en la región. Tal es el argumento central de este ensayo.
El autoritarismo como cultura popular parece ser más pronunciado en los antiguos núcleos del colonialismo
español, como el área andina, América Central y México, que coinciden, así sea parcialmente, con el ámbito
de las grandes civilizaciones indígenas prehispánicas. Aunque puedo equivocarme, creo que esta
combinación de factores socioculturales ha resultado favorable al autoritarismo, el colectivismo y el
centralismo. Por ello, no se deberían pasar por alto los vínculos entre el legado indígena, la herencia colonial,
los movimientos populistas y los aspectos regresivos en la cultura cívica de las naciones actuales situadas
en esas regiones.
A partir del siglo XVI, en la región andina, México y América Central se expandió una forma relativamente
dogmática y retrógrada del legado cultural iberocatólico, que destacó por su espíritu autoritario, burocrático
y centralista en el ámbito institucional. Estas aseveraciones críticas no se refieren a la esfera de las artes
plásticas y las letras que, como se sabe, tuvieron un inusitado florecimiento en aquellas áreas, sobre todo
en la Nueva España. A causa del llamado Patronato Real, establecido en 1508 por una bula papal, la Corona
castellana y luego el Estado español ejercieron una tuición severa y rígida sobre todas las actividades de la
Iglesia católica en el Nuevo Mundo. La Iglesia resultó ser una institución intelectualmente mediocre, que
irradió pocos impulsos creativos en los ámbitos específicos de la teología, la filosofía y el pensamiento social.
Durante la Colonia, el clero gozó de un alto prestigio social; la Iglesia promocionó un extraordinario
despliegue de la arquitectura, la pintura y la escultura. Con la Corona y el Estado, esa institución respetó de
modo irreprochable el modus vivendi, toleró sabiamente rituales y creencias sincretistas y sus tribunales
inquisitoriales procedieron, en contra de lo que ocurría en España, con una tibieza encomiable. Pero la Iglesia
no produjo ningún movimiento cismático; le faltaron la experiencia del disenso interno y la enriquecedora
controversia teórica en torno a las últimas certidumbres dogmáticas. Debido a la enorme influencia que tuvo
la Iglesia en los campos de la instrucción, la vida universitaria y la cultura en general, todo eso significó un
obstáculo casi insuperable para el nacimiento de un espíritu crítico, científico y cosmopolita. Estos aspectos
son pasados por alto generosamente por los defensores contemporáneos del catolicismo barroco.
Los tres tribunales inquisitoriales en el Nuevo Mundo (México, Cartagena de Indias y Lima) dejaron un
enorme acervo documental. Numerosos estudios en torno a la época colonial han utilizado esos materiales
para reconstruir los aspectos más importantes de la mentalidad de aquel periodo, su imaginario colectivo y
sus pautas de comportamiento social. Algunos elementos centrales de lo que podríamos denominar la
“sociología política de la larga era colonial” pueden ser analizados mediante la investigación de las prácticas
inquisitoriales; entonces se percibe la influencia de factores religiosos sobre la esfera de las prácticas
políticas e institucionales. Por otra parte, es indispensable mencionar el hecho de que la Inquisición no fue
criticada en su tiempo desde el interior de las sociedades hispanoamericanas, pues representaba la suma
de los prejuicios sociales e ideológicos de las mismas. Lo mismo pasa con la cultura política del autoritarismo
actual en las regiones de América Latina donde la modernización ha sido incompleta: esta cultura política
específica no llama la atención como algo que deba ser estudiado o criticado porque es parte de la
mentalidad cotidiana, que penetra con su influencia normativa en muchos aspectos de la vida social. (Para
evitar un malentendido, hay que señalar que las atribuciones de la Inquisición no alcanzaban la llamada
“república de indios”, ni siquiera en sus creencias y prácticas religiosas.)
La Inquisición ayudó a establecer un amplio control moral junto con una dilatada represión en la esfera de
las ideas, fomentando la noción de que la desviación política era uno de los mayores crímenes. Como dice
el historiador peruano Teodoro Hampe Martínez, es probable que la “actividad censora y punitiva” de la
Inquisición haya tenido consecuencias importantes sobre el ámbito de las mentalidades, las pautas
normativas y las relaciones humanas que, si bien se consolidaron en la época colonial, se han preservado
parcialmente hasta hoy, especialmente en las regiones latinoamericanas que solo han conocido incursiones
fragmentarias y truncadas de la modernidad. Como ya se mencionó, en la América hispana la Inquisición
representó un régimen relativamente laxo con respecto a lo que acontecía en España —un ritmo procesal
reducido, una presión limitada sobre las actividades culturales y pocas condenas a muerte,
comparativamente—, pero creó al mismo tiempo una sociedad basada en el temor, los prejuicios y la
ausencia de libertades públicas. Lo más relevante reside probablemente en el hecho de que el Santo Oficio
ayudó a instaurar una sociedad dominada por la “pedagogía del miedo”, según la expresión clásica de
Bartolomé Bennassar. La combinación de autoritarismo estatal, centralismo administrativo y dogmatismo
religioso, junto con la existencia de la Inquisición, generó un orden social proclive al integrismo religioso y al
infantilismo y el antipluralismo políticos. Algunos residuos importantes de esta mentalidad han perdurado
hasta hoy, y el populismo autoritario del presente se basa parcialmente en ellos.
Por otro lado, se puede argumentar que las herencias culturales provenientes de las antiguas civilizaciones
indígenas y de la época colonial española han sufrido una notable cantidad de modificaciones de toda
especie y también mezclas con aquellas tendencias que podemos llamar modernizadoras. Además, todos
los países del Nuevo Mundo han alcanzado un alto grado de complejidad evolutiva, lo que impide determinar
mediante un razonamiento sencillo cuáles son los valores de orientación provenientes del pasado
premoderno y cuál es el aporte de la modernidad occidental. La enorme riqueza de modelos sincretistas, en
los que las diferentes tradiciones socioculturales se entremezclan con las incursiones de la modernidad
occidental, exhibe también modos novedosos de autoritarismo que no pueden ser aprehendidos
adecuadamente por medio de un análisis que solo considere el peso de los legados premodernos. Sin ir más
lejos, tenemos el caso del catolicismo en América Latina, que desde sus comienzos en el siglo xvi, y más
claramente en la actualidad, nos muestra sus manifestaciones polifacéticas. Desde un principio fue tanto
inquisitorial como tolerante: extirpador de idolatrías, por un lado, y favorecedor de mixturas rituales y
doctrinarias, por otro; cercano a las élites y próximo a los pobres; al mismo tiempo inclinado a la civilización
europea y promotor de las culturas indígenas. Ha sido un catolicismo integrista y militante pero,
simultáneamente, una fe religiosa antiintelectual, pobre en la producción de teología y filosofía, y rica en la
generación de artes plásticas y música; ha sido, en suma, un sistema disperso de creencias, profuso en
fiestas, procesiones, santos, milagros, experiencias místicas, vivencias extáticas, prácticas adivinatorias y
rituales de todo tipo… y escaso en bienes intelectuales.
Debemos considerar, sin embargo, la otra cara de esta temática: la sorprendente continuidad de los legados
culturales asociados a las prácticas religiosas. Es útil el análisis de la religiosidad popular, de las prácticas
cotidianas de la Iglesia oficial y del llamado ethos barroco, temas que han concitado el interés de los
estudiosos en los últimos tiempos. En todas las culturas y en la dimensión del largo plazo, la religión es uno
de los fundamentos centrales del imaginario popular y, por ello, es esencial para la conformación de pautas
normativas en el terreno político. Durante milenios, la religión en cuanto dogma obligatorio y vinculante, y la
religiosidad popular como práctica cotidiana, han constituido los elementos fundamentales de la cultura de
todas las sociedades y de lo que podríamos llamar, de manera muy imprecisa, la “ideología” preponderante
de la época respectiva. Esta ideología ha tenido una naturaleza muy extendida en la geografía y un temple
muy persistente en el plano temporal. No es casual que diversos autores se hayan consagrado a examinar
el carácter popular-comunitario, a menudo místico-sensual, a veces revolucionario (hasta subversivo) y
siempre opuesto al liberalismo egoísta que caracteriza al ethos barroco.
En las regiones ya mencionadas, sobre todo en las áreas de una modernización parcial como la zona andina,
se puede hablar de la existencia de un catolicismo barroco, que desde el siglo xviii no se ha opuesto
explícitamente a los productos intelectuales provenientes de la tradición democrático-liberal occidental, pero
que hasta hoy ha contribuido a diluirlos o, por lo menos, a dificultar su divulgación en suelo latinoamericano.
Este catolicismo barroco ha fomentado una atmósfera de solidaridad inmediata entre los fieles, no mediada
por instituciones estatales y burocráticas. En la región andina, por ejemplo, ha reforzado el colectivismo
preexistente (originado en el Imperio inca) y ha debilitado la formación de un individualismo fuerte y
autónomo, que es una de las bases históricas del liberalismo democrático y pluralista. Esta atmósfera
colectivista de ritos y fiestas, con presencia de un misticismo atravesado de sensualismo elemental, no fue
y no es proclive al surgimiento de una individualidad autocentrada, que pueda guiarse por la llamada
“elección racional” entre opciones de comportamiento y por la ponderación meditada de elementos
pragmáticos en los campos ideológico, político y hasta propagandístico.
Dentro del catolicismo barroco, la personalidad resultante —que puede poseer fuertes rasgos de solidaridad
con su contexto social— tiende a ser influida por factores supraindividuales, como las autoridades
preconstituidas, los movimientos sociales, los partidos políticos y los cultos religiosos prevalecientes, por un
lado, y las modas culturales e intelectuales del día, por el otro. No es de extrañar que pensadores de muy
diferentes orientaciones ideológicas, como el católico conservador chileno Pedro Morandé y el marxista
radical ecuatoriano-mexicano Bolívar Echeverría, hayan dedicado sus esfuerzos a sustentar el llamado
catolicismo barroco como una creación sociohistórica genuina, como el gran aporte latinoamericano a los
modelos de convivencia social. Frente al mundo moderno, signado por la ciencia y la tecnología, pero
también por una complejidad creciente y una insolidaridad insoportable, el ethos barroco, asociado
inseparablemente al sincretismo y el mestizaje, sería una solución adecuada a las demandas de la población
latinoamericana. El ethos barroco estaría en la base de la llamada “economía solidaria”, diferente y opuesta
a la economía liberal de mercado que genera el egoísmo individualista.
El gran problema que trae consigo esta mentalidad barroca es el renacimiento del “organicismo antiliberal”,
con su carga de irracionalismo, colectivismo y antiindividualismo. Se supone que el ethosbarroco contribuyó
a que la gente sencilla se sintiera bien dentro de su comunidad, en armonía o por lo menos en concordancia
con el universo, tanto cósmico como social, y a que la vida política fuera percibida como más humana y más
solidaria. Pero esta tendencia al consenso compulsivo y al descuido de las labores crítico-intelectuales
disolvió la especificidad del catolicismo, preparó el advenimiento (a partir del siglo XX) de nuevos credos
religiosos que privilegian un confuso comunitarismo místico-sensual, y contribuyó a la consolidación del
infantilismo político de dilatados sectores poblacionales. Este es el ámbito político-cultural donde florece
actualmente el populismo autoritario de Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela.
Se trata, evidentemente, de una visión del pasado colonial y del catolicismo barroco que enfatiza los factores
antiliberales de los mismos y que podría dar lugar a un determinismo culturalista que no corresponde a la
complejidad del desarrollo histórico. Aunque este enfoque tiende a atribuir una significación considerable a
los factores recurrentes de la mentalidad colectiva, hay que enfatizar la necesidad de evitar, al mismo tiempo,
un “determinismo culturalista”, el cual presupone que toda evolución estaría motivada y delimitada por los
factores causales de periodos precedentes y que los actores sociales carecerían de la facultad de desarrollar
estrategias basadas en la elección consciente y democrática de alternativas de desarrollo. Por ello, hay que
recordar por ejemplo que los factores de la cultura política del autoritarismo son históricos, es decir,
pasajeros, cuando no efímeros, vistos desde una perspectiva de largo aliento. No conforman esencias
inamovibles, perennes e inmutables de pueblos y sociedades, aunque pueden durar varias generaciones.
En los países latinoamericanos existen hoy en día dilatados sectores urbanos que son favorables a la
autodeterminación democrática y a prácticas modernizadoras, dejando atrás factores muy arraigados de las
propias tradiciones históricas. Una primera conclusión provisional nos dice que estamos ante la posibilidad
de una democratización más o menos perdurable: los estratos juveniles urbanos aprecian no solo los
progresos materiales de la modernización tecnológica y las modas culturales del momento, sino también —
aunque en grado más restringido— las libertades políticas de origen liberal-democrático y la relevancia de
los derechos humanos. No hay duda alguna de que, por otra parte, siguen vigentes las corrientes político-
culturales que revitalizan constantemente el pasado (como lo hace la teología y filosofía de la liberación con
el ethos barroco del catolicismo del siglo XVIII), corrientes que refuerzan las tradiciones colectivistas,
autoritarias y centralistas, y que son muy favorables al populismo contemporáneo. En su accionar cotidiano,
este último se apoya fuertemente en las rutinas del pasado, como la astucia convencional (la viveza criolla,
el cálculo rápido de oportunidades y las maniobras circunstanciales), rutinas que no deberían triunfar sobre
la inteligencia creadora y los intentos racionales para mejorar el curso de los asuntos públicos a largo plazo
y en forma sostenida. Por ello, hay que estudiar detenidamente los factores socioculturales que todavía
constituyen la base de la mentalidad populista en dilatadas regiones de América Latina. El futuro no está
predeterminado por los legados histórico-culturales, y por ello hay un resquicio para la esperanza.
_________
H.C.F. MANSILLA es maestro en Ciencia Política y doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín.
Miembro numerario de las academias Boliviana de la Lengua y de Ciencias de Bolivia, ha sido profesor
visitante en las universidades de Zurich, Queensland y Complutense. Es autor de numerosos libros sobre
teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político-culturales latinoamericanas. Entre sus últimas
publicaciones están Problemas de la democracia y avances del populismo (El País, Santa Cruz, 2011)
y Las flores del mal en la política: Autoritarismo, populismo y totalitarismo (El País, Santa Cruz, 2012).
http://archivo.estepais.com/site/2014/el-catolicismo-barroco-la-cultura-politica-y-la-persistencia-
del-autoritarismo-en-america-latina/
Religión, autoritarismo y caudillos
Derivas Autoritarias | Este País | H. C. F. Mansilla | 01.01.2015 | 0 Comentarios
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Las instituciones y las creencias religiosas han ido a la baja, mas no así el comportamiento religioso, que
ha encontrado en la política y la organización colectiva secular un terreno propicio donde injertarse, con
todos los riesgos que esto supone.
Desde tiempos remotos, el concepto de religión admite varias significaciones. El sentimiento religioso
puede ser entendido como la unión mística del creyente con la divinidad y la aspiración a ser partícipe de
la gracia de Dios. Todos los credos engloban la esperanza de dilucidar cuestiones fundamentales, entre
las que se halla en primer lugar el designio de comprender el origen y el destino final de los seres
humanos. Ha habido en casi todos los modelos civilizatorios un esfuerzo interpretativo dirigido a descubrir
un sentido que conecte entre sí los múltiples aspectos del universo, especialmente la búsqueda de un nexo
razonable entre la debilidad y brevedad de la vida humana, por una parte, y la solidez y eternidad
atribuidas a los fenómenos celestiales, por otra. En este contexto lo divino emerge como el intento de
percibir la unidad de todas las cosas en medio de la diversidad del mundo. El escapar del ritmo aterrador
de la vida y sus reencarnaciones incesantes es otra de las formas posibles de definir el fenómeno religioso.
La religión, sobre todo en sus prácticas populares, se expresa asimismo en la necesidad imperiosa de
cumplir con ciertos ritos y mandamientos. Actualmente, el genuino sentimiento religioso es visto en la
fraternidad cotidiana de los mortales ante los avatares del destino; la raíz religiosa de esta actitud ha sido
puesta en relieve por numerosos pensadores.1 Por ello la religión es percibida como el ethos universal del
amor al prójimo y de la caridad sin segunda intención. Corrientes políticas utopistas se inclinan a menudo a
esbozar un vínculo vigoroso entre la religiosidad popular, por un lado, y la solidaridad perenne de los
sufridos y la concordia entrañable de los explotados, por otro.
Paralelamente a estas connotaciones positivas y virtuosas de la religión, hay que mencionar algunos
fenómenos que han acompañado desde un comienzo remoto a casi todas las manifestaciones del
sentimiento religioso. La intolerancia, el dogmatismo y el desprecio del Otro han sido los más frecuentes y
los más dañinos, y los que han dejado la huella más profunda en numerosas sociedades, inclusive en los
territorios que posteriormente conformaron América Latina. En retrospectiva, se puede decir que no existe
ningún absurdo que la razón humana no haya sido capaz de inventar y que no fuera legitimado por algún
credo religioso.
Considerando este trasfondo se puede entender mejor cuán expandida y profunda resulta ser la resistencia
popular en América Latina a las formas modernas de la democracia. Hay que tener en cuenta la alta
posibilidad de que una creación fundamentalmente racionalista, como es la democracia contemporánea,
sea extraña a segmentos sociales que solo han recibido influencias culturales muy convencionales y de
carácter prerracional, como han sido los valores religiosos colectivistas en la época colonial española y las
normativas conservadoras y provincianas de buena parte de la era republicana. Como afirmó Theodor W.
Adorno, es probable que los procesos modernos de autodeterminación humana y sus mecanismos
organizativos e institucionales sean difíciles de comprender para las masas y que, en situaciones críticas,
lleguen a ser “odiosos” para las mismas.3 Elementos romántico-irracionales, como la sangre, el suelo y la
ascendencia común, se convierten entonces en instrumentos explicativos de amplia aceptación popular
para entender una realidad que, en el transcurso de los procesos modernizadores, es percibida como
insoportablemente compleja e insolidaria. En tal contexto se expanden ideologías simplistas que a primera
vista parecen brindar una explicación global de la evolución contemporánea, ideologías que crean “la
ilusión de la cercanía”,4 la que, a su vez, promueve la popular ficción de una comunidad humana
relativamente simple y con nexos entre sus miembros fácilmente comprensibles. Esta constelación trae
consigo, en general, la renuncia a elementos y procedimientos racional-deliberativos.
Esta situación ha sido conformada por varias herencias culturales, entre las cuales sobresale la ya
mencionada religiosidad popular que se arrastra desde los tiempos coloniales en América Latina. A causa
de sus implicaciones sociopolíticas, el sentimiento religioso del periodo barroco, que ahora es considerado
como la gran creación espiritual y social de la Iglesia católica, ha concitado el interés de los estudiosos en
las últimas décadas. Este sentimiento colectivo —el llamado ethosbarroco— sería la expresión más
fidedigna de los valores e ilusiones de los estratos populares. Su naturaleza comunitaria, ajena a
planteamientos filosófico-teológicos, y sus inclinaciones místicas y utópicas habrían acercado esta
religiosidad a la sensibilidad de las clases populares y la habrían contrapuesto, exitosamente hasta hoy, al
liberalismo individualista, egoísta y cosmopolita de la cultura occidental. 5 El ethos barroco y, en general, las
creencias religiosas propagadas por la España colonial produjeron una fe pobre en teología y filosofía,
pero muy rica en lo referente a las artes plásticas y la música. Fomentaron un sistema disperso de
creencias, muy favorable al sincretismo, pletórico de fiestas, santos, milagros, prácticas adivinatorias y
rituales de todo tipo, pero escaso en reflexión teórica en torno al propio orden social. En la larga era
colonial, la Iglesia católica no produjo ningún movimiento cismático; le faltó la experiencia del disenso
interno y le sobró la praxis del consenso compulsivo. Debido a la enorme influencia que tuvo la Iglesia en
los campos de la instrucción, la vida universitaria y la cultura en general, todo esto significó un obstáculo
casi insuperable para el nacimiento de un espíritu crítico-científico. En términos políticos, el resultado
general puede ser calificado como conservador, provinciano e intolerante. Se dieron disidencias de todo
tipo (perturbados, marginados y resentidos que no conformaban corrientes sociales de importancia y
menos tendencias políticas) pero ninguna tolerancia reconocida de parte del Estado.6
Los creyentes en esta fe suponen que la verdadera evolución política es idéntica a la voluntad de Dios o,
en términos seculares, a la voluntad de la historia universal. Esta última, para convertirse en manifiesta,
requiere de la interpretación auténtica de una Iglesia o de intelectuales que hablen a nombre de ella. Pese
a estos aditamentos de intelectualismo racionalista, el resultado final es similar a los impulsos religiosos y a
los mitos tradicionales que prevalecen desde hace siglos. Y para encarnarse en la realidad, estos mitos
presuponen la acción de los auténticos redentores, los grandes héroes que “cumplen una misión
trascendental para la cual están dotados de fuego divino”.8 Desde el siglo XIX la función y las
características de estos superhombres han variado poca cosa. Distinguidos pensadores de muy diferente
proveniencia ideológica —como Carlos Cullen, Enrique Dussel, Orlando Fals Borda, Ezequiel Martínez
Estrada y Leopoldo Zea— han celebrado sus virtudes: los caudillos son vistos como los seres llamados por
Dios para corregir por cualquier medio a una sociedad que habría perdido sus genuinas normas de justicia.
Ellos tienen el trágico destino de cargar con los pecados de su pueblo y, guiados por los imperativos de la
tierra y por el ethos latinoamericano, llevan a buen término la sagrada misión de combatir el “imperialismo”
del Norte y sus valores de naturaleza egoísta y foránea.
Muchas doctrinas redentorias e ideologías progresistas han sido inspiradas en el amor al prójimo y por la
santa ira que ocasionan las innumerables injusticias de este mundo. La compasión es, sin duda alguna,
una de las virtudes más nobles del ser humano. Su praxis es una de las mejores formas de elevarnos
sobre las mezquindades de la vida cotidiana. Pero, como se desprende de la obra de Hannah Arendt, la
compasión debe referirse siempre a un individuo concreto. 11 La conmiseración con respecto a un colectivo
es algo abstracto que puede desembocar en actos inhumanos. Cuando este sentimiento abarca a toda una
comunidad, es muy arduo comprender la magnitud y los detalles del sufrimiento: uno tiende a concebir
soluciones radicales para terminar con el mal social lo más pronto posible, y estas soluciones resultan
insensibles ante las especificidades de los casos individuales. Uno se inclina a sacrificar a los individuos en
aras del bienestar colectivo. El resultado es conocido, sobre todo teniendo en cuenta los resultados
efectivos de los experimentos socialistas a partir de 1917.
Por otra parte, hay que considerar que las corrientes posmodernistas de la actualidad prescriben una
marcada indulgencia con respecto a todos los experimentos políticos, que serían incomparables e
inconmensurables entre sí, lo que redunda en una tolerancia fundamental frente a los regímenes
socialistas y populistas del presente. El énfasis en la diferencia y la suspensión del juicio valorativo son
factores que han resultado muy convenientes para inmunizar a estos sistemas contra toda crítica. Pero, tal
como sugiere Richard Rorty, uno de los representantes más distinguidos de la filosofía posmodernista, hay
que evitar el ensalzamiento de la diferencia: algunos modelos civilizatorios son simplemente negativos a
causa del sufrimiento que causan a sus ciudadanos mediante prácticas autoritarias y totalitarias. 12 Y por
ello no son rescatables.
Como conclusión, es indispensable retornar a un lugar común: la filosofía y las ciencias sociales harían
bien en practicar una reflexión crítica en torno a la vida cotidiana de los sistemas políticos que intentan
estudiar. Establecer una vinculación razonable entre la esfera de la teoría y el terreno de la praxis diaria ha
sido uno de los impulsos y designios más antiguos del pensamiento filosófico y científico, pero hoy en día
se puede observar que nuevamente las doctrinas reputadas como progresistas se consagran con un
notable ímpetu intelectual y moral a celebrar las bondades de los experimentos socialistas a nivel mundial
y de los regímenes populistas en América Latina, dejando a un lado el análisis de la calidad de la vida
cotidiana en ellos. El estudio de esta última nunca ha sido el fuerte de los intelectuales progresistas. Como
estos modelos sociales gozan de una considerable popularidad, expresada a menudo mediante procesos
electorales, hay que criticar ese common sense favorable al populismo, tan expandido y aparentemente
tan sano y claro. En contraste, parece adecuado aplicar un enfoque contraintuitivo y a veces contrafáctico
para llegar al fondo de la verdad, que siempre se muestra esquiva y compleja. Los modelos del cambio
social radical están vinculados al pensamiento utópico y, por consiguiente, a una de las esferas más
nobles de los esfuerzos racionales, como emergen en la obra del divino Platón. Precisamente a causa de
este nexo deben ser sometidos a una severa crítica. En este contexto, el cuestionamiento de la razón, y
precisamente el intento más profundo, debe suceder usando los instrumentos que ha creado la propia
razón, como ya lo intentó Sigmund Freud en su propósito de descifrar las patologías de nuestro
comportamiento.13
1Gianni Vattimo, “Das Zeitalter der Interpretation” (“La era de la interpretación”), en Richard Rorty y Gianni
Vattimo, Die Zukunft der Religion (El futuro de la religión), compilación de Santiago Zabala, Suhrkamp,
Frankfurt, 2006, pp. 49-63.
2 Mario Vargas Llosa, La fiesta del chivo, Alfaguara, Buenos Aires, 2000, p. 75.
3 Theodor W. Adorno, Zur Lehre von der Geschichte und von der Freiheit (Lecciones sobre historia y
libertad), Suhrkamp, Frankfurt, 2006, p. 113.
5Cf. Pedro Morandé, Cultura y modernización en América Latina, PUC, Santiago de Chile, 1984; Bolívar
Echeverría (comp.), Modernidad, mestizaje cultural y ethos barroco, UNAM / El equilibrista, México, 1994;
Bolívar Echeverría, Vuelta de siglo, Era, México, 2006; Juan M. Ossio (comp.), Ideología mesiánica del
mundo andino, Prado Pastor, Lima, 1973.
Sobre el ethos barroco en tanto ideología revolucionaria cf. Julio Peña y Lillo Echeverría, El ethos barroco
como forma de resistencia al capitalismo, en Revista socialista (Buenos Aires), núm. 8, invierno de 2013;
Stefan Gandler, Marxismo crítico en México: Adolfo Sánchez Vázquez y Bolívar Echeverría, FCE / UNAM,
México, 2007, pp. 391, 417-424.
6 Cf. Ulrich Mücke, Gegen Aufklärung und Revolution: Die Entstehung konservativen Denkens in der
iberischen Welt (1770-1840) (Contra la Ilustración y la revolución: La formación del pensamiento
conservador en el mundo ibérico [1770-1840]), Böhlau, Colonia, 2008. Cf. también la opinión divergente:
Stuart B. Schwartz, Cada uno en su ley: Salvación y tolerancia religiosa en el Atlántico ibérico, Akal,
Madrid, 2010.
7 Enrique Krauze, Redentores: Ideas y poder en América Latina, Debate, Barcelona, 2011, p. 14.
8 Ib., p. 500.
9 Ib., p. 459.
11Alois Prinz, Hannah Arendt oder Die Liebe zur Welt (Hannah Arendt o el amor al mundo), Insel, Berlín,
2012, p. 261.
12 RichardRorty, Die Schönheit, die Erhabenheit und die Gemeinschaft der Philosophen (La belleza, la
sublimidad y la comunidad de los filósofos), Suhrkamp, Frankfurt, 2000, p. 82.
13 Axel Honneth aseveró que lo rescatable de la visión global de Sigmund Freud debe ser visto en el
vínculo entre la autonomía individual y la apropiación crítico-racional del propio pasado. Cf. “Aneignung von
Freiheit: Freuds Konzeption der individuellen Selbstbeziehung” (“Apropiación de la libertad: La concepción
freudiana de la autorrelación individual”), en Axel Honneth, Pathologien der Vernunft: Geschichte und
Gegenwart der Kritischen Theorie (Patologías de la razón: Historia y presente de la teoría crítica),
Suhrkamp, Frankfurt, 2007, pp. 157-169, especialmente pp. 159-160.
___________
H. C. F. MANSILLA es doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín. Miembro numerario de las
academias Boliviana de la Lengua y de Ciencias de Bolivia, ha sido profesor visitante en las universidades
de Zurich, Queensland y Complutense. Entre sus libros más recientes están Problemas de la democracia y
avances del populismo (El País, Santa Cruz, 2011) y Las flores del mal en la política: Autoritarismo,
populismo y totalitarismo (El País, Santa Cruz, 2012).
http://archivo.estepais.com/site/2015/religion-autoritarismo-y-caudillos/
La ilusión del cambio radical. Breve crit́ ica al populismo latinoamericano
Este País | H. C. F. Mansilla | 01.07.2014 | 0 Comentarios
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A la labor de los gobiernos populistas de América Latina ha correspondido un discurso tanto estatal como
académico e intelectual que analiza y defiende las acciones emprendidas. El siguiente artículo cuestiona
no solo la validez teórica de ese discurso sino incluso su apego a la verdad y la historia.
Los estudios favorables al populismo, que a comienzos del siglo XXI son una verdadera legión, atribuyen
una relevancia excesiva a los (modestos) intentos de los regímenes populistas de integrar a los explotados
y discriminados, a las etnias indígenas y a los llamados movimientos sociales dentro de la nación que
corresponda. Resumiendo caracterizaciones posteriores, se puede decir aquí que esos estudios
presuponen, de modo acrítico, que las intenciones y los programas de los gobiernos populistas
corresponden ya a la realidad cotidiana de los países respectivos. Es decir, los análisis proclives al
populismo desatienden la compleja dialéctica entre teoría y praxis y confunden, a veces deliberadamente,
la diferencia entre proyecto y realidad.
En el contexto de estos estudios se puede constatar una cierta uniformidad, desde la sencilla apología
socialista de Heinz Dieterich hasta los estudios sofisticados de Ernesto Laclau. El esfuerzo teórico de
Dieterich, que se distingue por una cierta ingenuidad, tiene el propósito de construir una defensa cerrada
del personalismo de los caudillos, aseverando que estos últimos encarnan fehacientemente una voluntad
democrática clara y sin mácula, adecuada a las necesidades contemporáneas de los pueblos
latinoamericanos y que se diferenciaría de manera inequívoca de la democracia liberal, representativa y
pluralista, presunta fuente de contubernios y engaños. La democracia directa y participativa, basada en
plebiscitos y elecciones permanentes, estaría fundamentada en un sujeto colectivo responsable, activo y
autónomo, aunque, al mismo tiempo, Dieterich destaca y justifica por todos los medios la figura decisiva y
omnipotente del caudillo. Esta concepción personalista conlleva una marcada devaluación del rol de las
clases sociales, las instituciones estatales y la opinión pública basada en el discurso libre y argumentativo.
La teoría de Dieterich se apoya en una curiosa exégesis de los cimientos económicos del marxismo;
simultáneamente, este autor tiene la pretensión de haber producido una “auténtica” interpretación de los
padres fundadores del marxismo y el socialismo, aplicada ahora a la realidad del siglo XXI.
Para comprender mejor el nexo entre caudillo y masa no es superfluo mencionar un teorema propuesto por
un ministro de educación del Gobierno populista boliviano. El vínculo entre gobernantes y gobernados en
esos sistemas podría ser descrito como “una especie de autoritarismo basado en el consenso”, expresión
que se halla bastante cerca de la prosaica realidad cotidiana. Uno de los problemas de esta posición es
que este “consenso” ha sido creado desde arriba, mediante procedimientos poco democráticos. En el
mismo tenor escribe Hans-Jürgen Burchardt: el “aporte” de los partidos de oposición en los regímenes
populistas sería importante para vitalizar en general los procedimientos democráticos, pero en países
como Venezuela y Bolivia las fuerzas de oposición a los gobiernos populistas sufrirían bajo una debilidad
argumentativa y, en el fondo, debilitarían el proceso democrático como una totalidad. El populismo actual
constituiría una “forma de política” que estaría en condiciones de superar crisis de variado origen y crear
un nuevo equilibrio global, además de establecer una “novedosa” modalidad de comunicación entre
gobernantes y gobernados. Sería, por lo tanto, un nuevo vehículo de amplia movilización política y
desembocaría en el ensanchamiento de los derechos democráticos, con lo cual la mera existencia de
partidos de oposición se convertiría en un asunto secundario.
Uno de los fundamentos centrales de todo el pensamiento de Laclau —la celebración de lo aleatorio— es
un relativismo lingüístico fundamental. Apoyado en Gustave Le Bon y en autores cercanos al
posmodernismo, Laclau afirma que el lenguaje es liminarmente impreciso, que no hay diferencias
evidentes e indubitables entre teoremas científicos y manipulaciones interesadas y, por consiguiente, entre
“las formas racionales de organizaciones social” y los “fenómenos de masas”; prosiguiendo esta
argumentación se postula que no es posible discernir entre lo normal y lo patológico, entre lo lícito y lo
amoral. Puesto que, de acuerdo a Laclau, la “indeterminación y la vaguedad” no constituyen “defectos” de
un discurso sobre la realidad social y la retórica no es un “epifenómeno” de la estructura conceptual, la
imprecisión y los elementos retóricos se convierten en partes principales y obviamente positivas del
populismo y de la comprensión teórica del mismo. “[…] el populismo es la vía real para comprender algo
relativo a la constitución ontológica de lo político como tal”. A esto no hay mucho que agregar, máxime si
nuestro autor admite que no importa mucho la calidad ética e intelectual de los líderes populistas y que es
indiferente cómo se mantiene satisfecho al elector. Lo que importa es que la jefatura populista pueda
establecer un orden estable y un mínimo de homogeneidad. “[…] la identificación con un significante vacío
es la condición sine qua non de la emergencia de un pueblo”.
La razón populista es una obra de notables pretensiones conceptuales, muy apreciada en un ambiente
intelectual que premia la combinación de ambigüedad teórica con una vaga reminiscencia de posiciones
progresistas que enarbolan un marxismo actualizado, mejorado y “enriquecido” por la experiencia histórica.
El libro es una discusión sobre discusiones muy abstractas en el contexto del posmodernismo político
radical, sin mucha relación con la prosaica realidad y ni siquiera con regímenes populistas concretos.
Uno de los peligros de las interpretaciones de Laclau, Burchardt, Dieterich y autores similares consiste en
que la devaluación de los instrumentos y caminos habituales para la formulación y canalización de
voluntades políticas —los partidos, el parlamento, la opinión pública, el debate racional— confiere una
enorme importancia a la voz del pueblo, de la calle y de los llamados movimientos sociales. Las demandas
y los postulados de esta voz, en la mayoría de los casos, no pueden ser verbalizados de manera clara y
directa, sino mediante “alguna forma de representación simbólica”. La voz del pueblo se manifestaría clara
y abiertamente por medio de plebiscitos y referéndums, es decir, a través de métodos relativamente
simples, en los cuales la población se expresa de acuerdo al binomio sí o no. Esto tendría la ventaja de
una gran cercanía al pensamiento popular y a la voluntad definitiva del pueblo. Esta alternativa decisoria,
evidentemente fácil de comprender, corresponde a la dicotomía amigo-enemigo que, como se sabe, es
parte integral de teorías e ideologías autoritarias que, bajo ciertas circunstancias, son proclives al
totalitarismo. Como ya lo vio Carl Schmitt, la dicotomía amigo-enemigo ayuda a expresar fácilmente la
identificación del “pueblo” con el Gobierno que propone esta disyuntiva plebiscitaria, y esta identificación
contribuye, a su vez, a consolidar una democracia homogénea que expulsa sin grandes complicaciones a
los elementos heterogéneos. Este tipo de democracia con reminiscencias rousseaunianas se exime de
elementos liberales y pluralistas, como lo expuso inequívocamente Carl Schmitt. Las teorías favorables al
populismo comparten estos aspectos con las doctrinas autoritarias. Ambas corrientes devalúan el carácter
racional de los discursos políticos en general, lo que sin lugar a dudas sirve para exculpar de toda
responsabilidad histórica a las tendencias autoritarias y totalitarias. Y, finalmente, el antiliberalismo de
ambas corrientes se manifiesta en la disolución de la diferencia entre la esfera privada y la estatal, pues en
ambos casos el Estado toma a su cargo la indoctrinación de la conciencia de los “ciudadanos” y la
manipulación de sus valores éticos. La mención de Carl Schmitt no es gratuita ni fuera de lugar: este
pensador ha pasado a ser uno de los más leídos y “aprovechados” por todas las corrientes
posmodernistas. Sus postulados, de un gran refinamiento conceptual, han servido de inspiración a los
nuevos teóricos del populismo, especialmente en la devaluación del individuo (en favor de la colectividad) y
en la contraposición entre democracia y liberalismo. Ambos elementos configuran nociones esenciales de
corrientes autoritarias y toalitarias.
Ante estos enfoques teóricos nos queda el consuelo, expresado por Marc Saint-Upéry, de que el
populismo venezolano y los otros de la región constituirían un “autoritarismo anárquico y desorganizado”,
cuyo resultado puede ser calificado como una desinstitucionalización considerable, pero no como la
supresión violenta de las libertades democráticas. Aguzando esta tesis se puede llegar fácilmente a una de
las conclusiones caras al populismo contemporáneo: esta tendencia garantizaría, en el fondo, la
democracia y evitaría que esta última se convierta en la mera administración de procesos formales.
_________
H. C. F. MANSILLA es maestro en Ciencia Política y doctor en Filosofía por la Universidad Libre de Berlín.
Miembro numerario de las academias Boliviana de la Lengua y de Ciencias de Bolivia, ha sido profesor
visitante en las universidades de Zurich, Queensland y Complutense. Es autor de numerosos libros sobre
teorías del desarrollo, ecología política y tradiciones político-culturales latinoamericanas. Entre sus
publicaciones más recientes están Problemas de la democracia y avances del populismo (El País, Santa
Cruz, 2011) y Las flores del mal en la política: Autoritarismo, populismo y totalitarismo (El País, Santa Cruz,
2012).