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EL SILENCIO

El ser que medita en silencio alimenta su espíritu y satisface las necesidades del alma bebiendo el
preciso néctar del saber. En el silencio de la soledad se forjan los más bellos ideales, plasmándose
luminosas concepciones. Los astros, los mundos desconocidos, los inmensos mares, la creación
entera en sus múltiples manifestaciones nos abisman y deslumbran con sus bellezas
inconmensurables, agigantadas en la apacible quietud del silencio. Las fuerzas espirituales nacidas
en el crisol del alma sólo deben romper el dique del silencio al ser portadoras del bien, de la paz,
del júbilo y de la alegría. Cuando son fuerzas bienhechoras, cuando están libres de odio, de
egoísmos, de maldad. Los sabios, los filósofos, los prohombres del saber siempre permanecen
herméticos, silenciosos, y sólo vierten sus ideas para transmitir el bien a sus semejantes y a la
Humanidad. En cambio, los ignorantes, los malvados, los desviados y viciosos gritan y vociferan, y
sus voces ásperas y huecas son el reflejo

fiel de la negación y del obscurantismo en que actúan. Ante la majestad de la muerte, o ante la
honda emoción de la dicha alcanzada, enmudecen nuestros labios y es el abrazo silencioso y
fraternal el que prodiga bálsamo a nuestras almas. El asesino, el malvado, el que mata y el que
roba, el que lleva emponzoñada el alma, huye del silencio y pretende adormecer su conciencia en
el bullicio y en el ruido. La soledad y el silencio lo aterrorizan y necesita gritar, hablar, vociferar
para poder subsistir, para no enloquecer. El silencio es como el agua, como el fuego, elementos
que dan la vida; sin ellos no podríamos vivir, pero también llevan el exterminio al convertirse en
fuerzas malignas y avasalladoras que, tal como el odio y la ruin pasión, todo lo aniquilan y
destruyen. ¡Aprendamos a hacer el bien en silencio, y seamos amor y bondad!

J. C. H. Resp. Lo. N.o 2

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