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N
unca conté esta historia a nadie. Quizás porque sabía que nunca me creerían.
Quizás porque no quería que me trataran de loco o demente. Sin embargo,
curiosamente, un hombre olvida todo lo que lo atormenta cuando está
llegando al final de su vida; como si fuera alguien más, con otros miedos y otras
desconfianzas. Y se olvida de que aún sigue vivo, y sigue siendo la misma persona. Tal
vez, el hecho de saber que queda poco tiempo puede transformar al ser humano y
entonces decide hacer y decir todo lo que no se atrevió antes. Parece una tontería,
pero así de cobardes somos. De todas maneras, me encuentro en esta misma absurda
situación: soy solo un hombre solitario y moribundo intentando contar su historia; una
historia increíble y que, por esta misma razón, pensaba llevarme a mi tumba.
Era una helada noche de diciembre, lo recuerdo porque todo el pueblo estaba
decorado con adornos navideños. Odiaba esta época del año: todos con sus familias y
amigos reunidos esperando la ansiada noche buena y navidad. Y yo, bueno, como dije
soy un hombre solitario. Pero no siempre fui así.
Me encontraba en mi sala ojeando un olvidado libro de ciencia que ni siquiera me
interesaba. La verdad, yo solo estaba pasando las páginas del viejo infolio mientras me
hundía en la pena y la angustia de la pérdida de quien había sido mi mujer antes de
que los ángeles decidieran velarla por siempre.
Ya medio adormecido, me estremecí con el ruido de alguien llamando a mi puerta.
“Qué raro… ¿Visitas a esta hora?”. Me levanté del sillón en el que minutos antes
recordaba a mi amada y abrí la puerta. Nada. Nada ni nadie. Solo oscuridad y un
profundo silencio. “Habrá sido el viento”, pensé. Y volví a mi asiento en habitual
soledad. Antes de que pudiera sentarme el sonido de la llamada se repitió. Esta vez,
más fuerte. El miedo quemaba mi alma y no sabía qué hacer. Decidí abrir la ventana
mientras me repetía “Es solo el viento” con intenciones vanas de calmarme.
Al abrirla, entró con airoso revuelo un cuervo negro. Simplemente entró y se posó
sobre un busto de Palas sobre el dintel de mi puerta. Y nada más. Con su
majestuosidad el feo animal convirtió mi tristeza en sonrisa. “A pesar de tu fealdad,
pájaro, cobarde no eres. Revélame tu nombre” le dije al ave sin esperar respuesta
alguna, dado que estaría loco si lo hiciera. “Nunca más” respondió el cuervo. Su
respuesta me sorprendió, pues el oscuro visitante había hablado. Entonces el aire me
pareció más denso y el perfume del aromatizador que se balanceaba por los ángeles
que lo traían nubló mis sentidos. Aquel aroma me recordaba a mi amada.
“¡Miserable!”, dije, “Bebe el nepente 1, olvida ya a Leonora”. “Nunca más”, respondió el
ave. “¡Que sea esta palabra la señal de nuestro adiós! Déjame en mi soledad, y solo
vete”. El cuervo dijo: “Nunca más”. Su calma era exasperante. “Sin duda estas debieron
haber sido las únicas dos palabras que aprendiste de un pobre amo desdichado”. Pero
el cuervo no se movía; no tenía intenciones de marcharse. Entonces puse mi sillón en
el que adormilado ahogaba mis penas en frente del busto y de la criatura. El pájaro
seguía repitiendo “nunca más, nunca más”.
Sentado, meditaba mientras la mirada del ave estaba posada en mí. Me relajé y apoyé
mi cabeza en el almohadón de la cabecera de mi asiento, el que antes pertenecía a mi
esposa.
1
Bebida que los dioses usaban para curarse las heridas o dolores, y que además
producía olvido, como las aguas del Leteo
El cuervo, inmóvil, seguía aún posado sobre el busto de Palas sobre la puerta de mi
estancia; sus ojos son de un demonio que sueña. La luz de mi lámpara proyecta su
sombra por el suelo. “Nunca más, nunca más”, repetía el pájaro. Mi alma nunca más se
alzará fuera de esa flotante sombra. Nunca más vería a mi amada. Nunca más me
libraría del cuervo. “Nunca más” me repetía a mí mismo. “Nunca más”.