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 José Claudio Escribano - La Guerra de las Malvinas

La disputa por el control de las islas Malvinas, Georgia y Sandwich del Sur, situadas a 400
km de la costa argentina y bajo dominio británico, lleva a Argentina y el Reino Unido a la
"Guerra de las Malvinas".

Argentina da inicio al conflicto, ocupando militarmente las islas el 2 de abril: la invasión


es considerada una tentativa del general Leopoldo Galtieri de unir la nación en relación a una
causa externa y desviar la atención de crisis económica y política del país.

Tres días después de la invasión, el gobierno británico moviliza la marina y la fuerza aérea
y obtiene el apoyo diplomático y militar de los EUA. Los Estados vecinos de Argentina
permanecen neutros.

Las tropas argentinas se rinden el 14 de junio. El país reivindica los derechos sobre la isla
hasta 1990, cuando las dos naciones reanudan relaciones diplomáticas.

Nota completa del Diario "La Nación" publicada el 24 de marzo de 2002, a casi 20 años
de los sucesos, y que amplía la visión de los hechos acaecidos:

A veinte años de la guerra con Gran Bretaña

Una crónica íntima del desembarco en las Malvinas

Quiénes y en qué circunstancias tomaron la decisión

Jamás pude olvidarme de ese llavero con larga cadena con el que jugaba el vicealmirante
Carlos Lacoste, cuando por primera vez en la vida escuché algo en serio sobre la posibilidad
de que la Argentina invadiera las islas Malvinas.

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Ocurrió eso en los días inmediatos al 11 de diciembre de 1981, caracterizado por la
remoción "por enferdad", según se adujo, del presidente de facto, general Roberto Viola.

Lacoste era ministro de Acción Social. En su nombre y en el de los restantes ministros


que no habían renunciado de inmediato en solidaridad con Viola, Lacoste me había invitado a
tomar un café a su despacho. Se trataba de explicar al cronista la singularidad de esa
circunstancia tan poco habitual de que cayera el presidente y no cayeran los ministros.

La otra mitad del gabinete nacional -el del Interior, general Horacio Liendo; el de
Economía, Lorenzo Sigaut- había dimitido acto seguido al alejamiento de Viola, porque a él
sentían deberse, pero sobre los restantes ministros pesaban distintos sentimientos.

Estos últimos -con excepción de un par de ministros civiles- eran prisioneros de reglas
por cuales dependían mucho más de los respectivos comandantes en jefe del Ejército, la
Armada y la Fuerza Aérea que del presidente al que se había echado sin contemplaciones por
supuestos males de salud.

Viola vivió varios años más: en su casa y en prisión, condenado por delitos sobre derechos
humanos.

Lacoste no me ocultó, sino, por el contrario, aquella interpretación de las normas


institucionales prácticas de la época militar; normas curiosas, pero que reflejaban una ley de
hierro convenida antes del 24 de marzo de 1976: los comandantes en jefe, como miembros
de la Junta Militar, representaban mucho más el poder real que el propio presidente de la
Nación.

Además, comentó Lacoste a este cronista, alguien debe quedarse hasta la designación del
nuevo presidente a fin de que no haya un vacío de poder. Cuando se levantó del asiento, en
su despacho del actual Ministerio de Salud, jugando en el pulgar de su mano derecha con un
llavero, el hombre clave de la organización del Campeonato Mundial de Fútbol de 1978

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cerró del siguiente modo una serie de reflexiones que habíamos compartido sobre el
creciente deterioro del gobierno militar: "Esto se arregla muy fácil, invadiendo las
Malvinas".

No recuerdo si pregunté algo más o callé, paralizado por el estupor de la tesis: revitalizar,
por medio de un acto brutal de política exterior, la confianza interna en un proceso militar
que estaba tanto o más minado por las desinteligencias internas que por la oposición activa a
él de fuerzas políticas o sociales.

A esa altura, la subversión estaba desarticulada al máximo, con miles de desaparecidos y


muertos y no pocos de sus militantes en el exilio.

Una semana después de tal conversación con Lacoste, recibí un llamado del canciller del
ex presidente Juan Carlos Onganía, Nicanor "Canoro" Costa Méndez. Sugería que
comiéramos al día siguiente con un colega de LA NACION "porque hay temas interesantes
para hablar".

Lo hicimos así, al mediodía, en el comedor del diario.

Tan pronto nos sentamos a la mesa, "Canoro" se largó con la inesperada novedad de que
le habían ofrecido, una vez más, ser ministro de Relaciones Exteriores. Como manteníamos
con él una amistad que se prolongaría hasta la muerte, se permitió ahondar en el tema que lo
urgía a partir de una pregunta muy propia del espíritu travieso que era, que le permitía ir
midiendo paso a paso la solidez del camino que transitaba.

-¿Qué creen que debo hacer? ¿Acepto o no acepto?

***

Costa Méndez había militado por muchos años en el nacionalismo tradicional, ajeno como
colectividad -por más admiración que suscitara la cultura vasta de no pocos de sus

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integrantes- a la sensibilidad más liberal de sus contertulios ocasionales. No sólo éramos
amigos; lo considerábamos inteligente y lo sabíamos dispuesto, por habérselo escuchado, a
apoyar un movimiento que acelerara la salida hacia la democracia ausente desde tantos años
atrás.

En el almuerzo, Costa Méndez abundó en juicios favorables a la búsqueda de una solución


democrática después de siete años de autoritarismo militar. Pero si el registro más vivo que
tengo de la entrevista con el vicealmirante Lacoste es que haya estado jugando con un llavero
cuando pronunció la palabra impensable -"Malvinas"-, del almuerzo con Costa Méndez
nunca podré olvidar la parte siguiente del diálogo rápido que sostuvimos, cuando le
pregunté:

-Y de todas las reuniones que ha tenido con los mandos militares hasta aquí, ¿qué es lo
que más le ha impresionado?

-Sin duda, el hecho de haber sido advertido que, de aquí en adelante, el tema de las
Malvinas tendrá una prioridad no menor que la cuestión del Beagle.

Atiné a contestar que se trataba de una advertencia de fenomenal importancia, porque en


ese momento la Argentina tenía nada menos que al Papa, poco menos que prisionero, en una
negociación harto difícil con Chile por el diferendo del Beagle.

-Calcule usted la magnitud del cambio -respondió "Canoro".

Ese almuerzo se realizó en algún momento entre el 17 y el 18 de diciembre, porque el


martes 22 Costa Méndez juró con los otros ministros.

Cuando abandonamos el comedor dijo que le quedaba una reunión pendiente en el


ámbito militar para saber cuál sería la definición sobre el ofrecimiento recibido. No tuve
curiosidad alguna por saber a qué reunión se refería. Conociéndolo, tuve sin reticencia la

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convicción de que había llegado a nuestra mesa con el compromiso ya asumido de ser
ministro.

Nunca lo recriminé por su actitud, como tampoco le pregunté más adelante cómo se
conciliaba su búsqueda de la democracia con una situación de política exterior que, de haber
prosperado, no habría hecho más que reafirmar al declinante poder militar.

A los hombres se los toma como son. Y al igual de lo que piensan algunos de quienes
fueron sus más inmediatos colaboradores, entiendo que "Canoro" fue esa segunda vez al
Palacio San Martín a buscar, por decirlo así, la revancha, luego de un retiro poco feliz del
gobierno de Onganía, tanto para él como para el ministro de Economía, Adalbert Krieger
Vasena.

A principios de febrero, no recuerdo bien si en The Times o en The Daily Telegraph o en


un tercer diario en inglés, pero con seguridad en una página interior y a una columna, se
publicó un título del siguiente tenor: "¿Serán invadidas las Malvinas?"

¿Cómo aceptar, pues, la verosimilitud de que los británicos fueran tomados tan de
sorpresa el 2 de abril, si la invasión era un tema debatido en los diarios londinenses?

¿O resultaba, acaso, que los británicos creían que la invasión eventual de las Malvinas era
de una excentricidad tal que superaba la de un alumno enloquecido de Cambridge, como
lord Byron, que se llevó al campus a vivir consigo un oso, con la excusa de que el
reglamento de la universidad sólo prohibía introducir perros?

Lo notable de todo es que los más altos funcionarios del gobierno argentino conocieron
los planes de invasión cuando en la práctica no existía ya la posibilidad de un retroceso. En
materia de incomunicaciones, Galtieri batió récords: atendió las llamadas telefónicas del
presidente norteamericano, Ronald Reagan, sólo después de haberse producido, el primero

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de abril, el silencio de radio de la primera nave del desembarco. Así se permitió hacer oídos
sordos al requerimiento de Washington de evitar una confrontación militar.

El ministro de Economía, Roberto Alemann, se notificó de lo que se avecinaba el primero


de abril cuando regresaba de Cartagena, de una reunión del Banco Interamericano de
Desarrollo. Por fortuna para la Argentina, el presidente del Banco Central, Egidio Iannella,
y el secretario de Hacienda, Manuel Solanet, habían tomado nota de lo que ocurriría en la
noche del 31. Con celeridad retiraron de Londres los fondos argentinos allí depositados.

Amadeo Frugoli, ministro de Defensa -nada menos que ministro de Defensa- escuchó por
primera vez hablar de la tesis de una invasión, en un almuerzo informal, en enero, por boca
de un periodista. Por cierto, le llamó la atención lo que acababa de escuchar, pero no fue
sino entre el 28 y 29 de marzo que se enteró de que el hecho más importante de la historia
militar argentina del siglo XX se encontraba a pocas horas de desencadenarse.

La decisión de invadir se había resuelto el 26.

Esteban Takacs, embajador en Washington, no se sintió libre de situaciones menos


embarazosas. Fue una autoridad norteamericana de primer nivel y no una de la Argentina la
que el 30 de marzo lo convocó al Departamento de Estado para hacerle saber que los
servicios de inteligencia de EE.UU estaban al tanto de lo que se preparaba, y aún más: le
advirtió que los argentinos debían saber que la ocupación de las islas sería un hecho
inadmisible desde el punto de vista de Washington.

***

En una comida en honor del secretario de Defensa del Reino Unido, la semana anterior,
el segundo funcionario de mayor jerarquía de la embajada británica en Buenos Aires, Steve

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Williams, me preguntó si era cierto, como parecen dar en la actualidad las encuestas, que los
argentinos han perdido interés en las Malvinas.

Contesté que no lo creía así. Una cosa es el descrédito en que quedó la invasión, a raíz del
rotundo fracaso y a la voluntad nacional de preservar la paz frente a cualquier país miembro
de la comunidad naciones, y otra distinta las emociones que las islas distantes del continente
suscitan en el corazón de los argentinos.

Los más veteranos hemos aprendimos a leer en libros en que después de "mi-ma-má" y
"la-bandera", venían otras frases, entre las cuales había, entreverada, esta más: "Las Mal-vi-
nas-son-ar-gen-tinas".

Ni siquiera los conflictos de límites que aún por entonces estaban abiertos con países
vecinos se hallan en nuestra formación cultural tan vivos como la permanente recordación
que se hacía en las escuelas y los colegios, públicos y privados, sobre las Malvinas. Para
decirlo en breve: las seguimos reclamando, como derecho concerniente a la integridad
territorial argentina, desde que las perdimos, en 1833.

La única versión firme sobre la forma en que apareció la cuestión de las Malvinas en la
Junta Militar dice que fue por nota del almirante Massera, hacia 1977. La versión agrega que
los entonces teniente general Jorge Videla y el brigadier Orlando Agosti contestaron que
desconocían que hubiera hipótesis de ocupación de las islas debidamente estudiada.

"¿Tiene usted los planes de ocupación?", habrían preguntado. "No", se afirmó siempre en
el Ejército que fue la respuesta de Massera.

Y así fue como la Armada tomó a su cargo el estudio de esa hipótesis, bajo la
responsabilidad directa del almirante Jorge I. Anaya.

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Comparto el criterio de quienes afirman que, por temperamento, el general Viola no
hubiera aprobado la invasión de las Malvinas y que tampoco lo habría hecho en su momento
Videla.

La Armada no simpatizaba con Viola. Según revelaciones militares a este diario, cuando
llegó el momento del reemplazo de Videla como presidente, el almirante Armando
Lambruschini -sucesor de Massera- hizo saber por nota a sus pares que la Armada veía con
buenos ojos a dos candidatos: uno, el general Ibérico Saint Jean; otro, el brigadier Osvaldo
Cacciatore.

El Ejército contestó que no. Primero, porque por un voto de ventaja los generales de
división ya habían elegido a Viola, por encima del general Carlos Suárez Mason, presidente
de la Nación; y, en segundo lugar, porque Saint Jean y Cacciatore eran militares retirados y
lo convenido desde la gestación del proceso establecía que la presidencia correspondería
siempre a un general, almirante o brigadier en actividad.

La Armada habría propuesto entonces al general Leopoldo Galtieri que asumiera él la


presidencia con retención del cargo de comandante en jefe del Ejército, que los marinos no
se opondrían a la duplicidad de funciones.

Cuando el 11 de septiembre de 1981 el almirante Lambruschini fue reemplazado por el


almirante Anaya al frente de la Armada, en la Junta Militar se juntaron al fin dos jefes
militares que se conocían desde la temprana adolescencia. Habían ambos sido compañeros
del Liceo Militar, en San Martín. Fueron los dos grandes actores de los sucesos dramáticos
que sobrevendrían.

***

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A tenor de lo que sucedería poco después, deberá inferirse que hay razones subjetivas
para afirmar que Anaya influyó sobre Galtieri para sumarlo a su favor en la aventura de las
Malvinas. Sólo pasaron dos meses entre el ingreso de Anaya en la Junta Militar y el
desplazamiento de Viola, un fumador empedernido cuya salud tal vez no fuera la mejor del
mundo, pero seguramente haya estado eso lejos de ser un impedimento tan grave como para
separarlo del gobierno del país.

¿Ha de verse en Anaya el caso clásico de quien se enamora de su propia obra?

Anaya había sido el oficial a quien Massera había encargado hacer los planes de invasión
años atrás, cuando la mayoría de la Junta Militar de entonces observó, con criterio, más que
conservador, obvio, que lo primero que cabía realizar era el estudio de una hipótesis de
ocupación.

La guerra costó mil vidas de argentinos y británicos y decenas de héroes del Ejército, la
Armada y la Fuerza Aérea demostraron con su sacrificio que, aún con tropas sin debida
preparación, sin suficiente material bélico y con una conducción tan dividida como lo había
sido la del gobierno desde marzo de 1976, los recursos humanos militares argentinos habían
probado ser, entre la mayoría de los profesionales, de primer orden a escala mundial.

El peso principal de la guerra y las principales pérdidas en armamentos recayeron sobre la


Fuerza Aérea y la aviación naval.

Ganar la guerra contra Gran Bretaña y, en suma, contra la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN) constituyó, en definitiva, una misión imposible.

"Desembarco argentino en el archipiélago de las Malvinas", tituló LA NACION, en su


segunda edición del 2 de abril, como primicia internacional. Un despacho de la United
Press, de las 5.11 de ese día, informaba que la noticia todavía no había podido confirmarse
en fuentes oficiales.

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Ese título había sido redactado a las 2 de la madrugada, hora de Buenos Aires, por Luis
Jorge Zanotti, desaparecido prosecretario general de LA NACION, y por quien esto
escribe. Lo hicimos después de haber recibido la contraseña convenida de antemano con un
diplomático de la íntima confianza del canciller Costa Méndez.

Pero estuvimos con el "ay" en la boca hasta la media mañana. Las comunicaciones de
radio con el centro de operaciones establecido en las islas tardó tanto en reanudarse que el
gabinete nacional necesitó postergar una reunión de emergencia prevista para primera hora.
En esa primera reunión ministerial se dieron anticipos -todos fallidos- de que el consejo de
seguridad de las Naciones Unidas estaría con nosotros. Y ni qué decir China y la Unión
Soviética.

Aunque exacta en definitiva, nuestra información había estado un tanto adelantada a los
hechos, porque si bien ya habían hecho pie en el archipiélago los primeros grupos de
desembarco comandados por el contralmirante Carlos Busser, nuestras tropas aún no habían
llegado a Puerto Argentino a las 2 de la madrugada. Esto último estaba consignado de forma
errónea, sin embargo, en una línea por debajo del título principal del diario.

***

¿Fue la Guerra de las Malvinas el más grande error militar argentino del siglo XX?

Es posible que haya coincidencia general sobre ese punto, pero cuáles fueron más
gravitantes: ¿los errores militares, los errores diplomáticos o los que provinieron de la
explosión emotiva que, sin distinción de clases sociales, llenó la Plaza de Mayo como si se
tratara de un gran cacerolazo al revés y llevó a Galtieri a prometer que la Argentina no
devolvería un solo metro cuadrado reconquistado?

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Entre ese discurso y el hundimiento del crucero general Belgrano se perdió la posibilidad
de lo que muchos de los actores de la época aseguran que era lo acordado: hacer pie en las
islas sin derramar una sola gota de sangre británica -el gran objetivo cumplido con esmero
por el contralmirante Busser y sus hombres en la "Operación Rosario", entre el 2 y el 6 de
abril, izar la bandera argentina y abrir el país a una negociación que, con el amparo de las
Naciones Unidas, llevara a un gobierno tripartito integrado por la Argentina, Gran Bretaña y
la UN.

Lo más paradójico de este caso fatal es que la Junta Militar -con la salvedad moderadora
siempre del brigadier Basilio Lami Dozo- se lanzó a una aventura política por la vía militar,
pero sin calcular que se metía en realidad en una guerra desastrosa, que haría añicos más de
diez años de acercamientos económicos y sociales con las islas y los isleños.

Es decir que la guerra fue la consecuencia inevitable de un hecho desesperado por


rehacer, en el terreno interno, un gobierno que comenzaba a hacer agua por todos lados.

Decíamos en LA NACION, el 13 de diciembre, dos días después de la remoción del


general Viola: "Las Fuerzas Armadas han comenzado su ter- cer período sucesivo de
gobierno en una atmósfera de generalizada pérdida de consenso y apatía ciudadana".

La conducción militar argentina no consiguió siquiera controlar la calidad de los tiempos


ideales para el objetivo que se trazaba. El desembarco en las Malvinas debió de haberse
hecho mucho después de abril, acaso a partir de septiembre, cuando deliberaría la Asamblea
General de las Naciones Unidas.

Pero el canciller Costa Méndez recomendó adelantar las acciones.

Gran Bretaña había considerado como una agresión disfrazada los trabajos de
desmantelamiento de una factoría en las Georgias del Sur, que realizaba un elenco de
trabajadores a cargo de un gran chatarrero, Constantino Davidoff.

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Davidoff había informado de sus trabajos a Gran Bretaña, que en principio lo autorizó. Sin
embargo, los británicos terminaron enviando a las Georgias al buque Endurance, con la
sospecha, al parecer, de que Davidoff estuviera haciendo algún trabajo especial para los
argentinos. Muchos años después, según cree recordar uno de sus abogados, Davidoff
recibió una correspondencia de la reina Isabel, cuyo contenido desconocemos.

Ante lo que Londres juzgó de pronto como una provocación -justo en medio, además, del
fracaso de negociaciones por las islas, que se venían realizando en Nueva York-, la Argentina
se adelantó, como proponía Costa Méndez, y ocupó militarmente las Georgias.

Davidoff terminó reclamando de Gran Bretaña una indemnización por daños con el
patrocinio de una suerte de multipartidaria jurídica. Se ocupó de su caso, presidido por Juan
Carlos Olima, un equipo de abogados integrado por Julio Oyhanarte, José Antonio Allende,
uno de los Petracchi y -oh, sorpresa- Fernando de la Rúa.

Han pasado veinte años. Y no es el rencor sino el espíritu de reconciliación el que priva
hoy en las relaciones entre la Argentina y Gran Bretaña. Es más, si por largo tiempo aquel
traspié fue considerado de una magnitud insuperable para el orgulloso espíritu nacional, los
límites inacabables de la decadencia que puede sufrir un país han puesto de relieve estos
últimos años y meses en la Argentina que siempre existe la posibilidad de estar peor de lo
que se estuvo alguna vez.

La aventura del desempleo, la recesión, el corralito, el default, la devaluación... han


dejado esa amarga lección.

Por José Claudio Escribano

De la Redacción de LA NACIÓN

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La Guerra de las Malvinas

La disputa por el control de las islas Malvinas, Georgia y Sandwich del Sur, situadas a 400
km de la costa argentina y bajo dominio británico, lleva a Argentina y el Reino Unido a la
"Guerra de las Malvinas".

Argentina da inicio al conflicto, ocupando militarmente las islas el 2 de abril: la invasión


es considerada una tentativa del general Leopoldo Galtieri de unir la nación en relación a una
causa externa y desviar la atención de crisis económica y política del país.

Tres días después de la invasión, el gobierno británico moviliza la marina y la fuerza aérea
y obtiene el apoyo diplomático y militar de los EUA. Los Estados vecinos de Argentina
permanecen neutros.

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Las tropas argentinas se rinden el 14 de junio. El país reivindica los derechos sobre la isla
hasta 1990, cuando las dos naciones reanudan relaciones diplomáticas.

Nota completa del Diario "La Nación" publicada el 24 de marzo de 2002, a casi 20 años
de los sucesos, y que amplía la visión de los hechos acaecidos:

A veinte años de la guerra con Gran Bretaña

Una crónica íntima del desembarco en las Malvinas

Quiénes y en qué circunstancias tomaron la decisión

Jamás pude olvidarme de ese llavero con larga cadena con el que jugaba el vicealmirante
Carlos Lacoste, cuando por primera vez en la vida escuché algo en serio sobre la posibilidad
de que la Argentina invadiera las islas Malvinas.

Ocurrió eso en los días inmediatos al 11 de diciembre de 1981, caracterizado por la


remoción "por enferdad", según se adujo, del presidente de facto, general Roberto Viola.

Lacoste era ministro de Acción Social. En su nombre y en el de los restantes ministros


que no habían renunciado de inmediato en solidaridad con Viola, Lacoste me había invitado a
tomar un café a su despacho. Se trataba de explicar al cronista la singularidad de esa
circunstancia tan poco habitual de que cayera el presidente y no cayeran los ministros.

La otra mitad del gabinete nacional -el del Interior, general Horacio Liendo; el de
Economía, Lorenzo Sigaut- había dimitido acto seguido al alejamiento de Viola, porque a él
sentían deberse, pero sobre los restantes ministros pesaban distintos sentimientos.

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Estos últimos -con excepción de un par de ministros civiles- eran prisioneros de reglas
por cuales dependían mucho más de los respectivos comandantes en jefe del Ejército, la
Armada y la Fuerza Aérea que del presidente al que se había echado sin contemplaciones por
supuestos males de salud.

Viola vivió varios años más: en su casa y en prisión, condenado por delitos sobre derechos
humanos.

Lacoste no me ocultó, sino, por el contrario, aquella interpretación de las normas


institucionales prácticas de la época militar; normas curiosas, pero que reflejaban una ley de
hierro convenida antes del 24 de marzo de 1976: los comandantes en jefe, como miembros
de la Junta Militar, representaban mucho más el poder real que el propio presidente de la
Nación.

Además, comentó Lacoste a este cronista, alguien debe quedarse hasta la designación del
nuevo presidente a fin de que no haya un vacío de poder. Cuando se levantó del asiento, en
su despacho del actual Ministerio de Salud, jugando en el pulgar de su mano derecha con un
llavero, el hombre clave de la organización del Campeonato Mundial de Fútbol de 1978
cerró del siguiente modo una serie de reflexiones que habíamos compartido sobre el
creciente deterioro del gobierno militar: "Esto se arregla muy fácil, invadiendo las
Malvinas".

No recuerdo si pregunté algo más o callé, paralizado por el estupor de la tesis: revitalizar,
por medio de un acto brutal de política exterior, la confianza interna en un proceso militar
que estaba tanto o más minado por las desinteligencias internas que por la oposición activa a
él de fuerzas políticas o sociales.

A esa altura, la subversión estaba desarticulada al máximo, con miles de desaparecidos y


muertos y no pocos de sus militantes en el exilio.

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Una semana después de tal conversación con Lacoste, recibí un llamado del canciller del
ex presidente Juan Carlos Onganía, Nicanor "Canoro" Costa Méndez. Sugería que
comiéramos al día siguiente con un colega de LA NACION "porque hay temas interesantes
para hablar".

Lo hicimos así, al mediodía, en el comedor del diario.

Tan pronto nos sentamos a la mesa, "Canoro" se largó con la inesperada novedad de que
le habían ofrecido, una vez más, ser ministro de Relaciones Exteriores. Como manteníamos
con él una amistad que se prolongaría hasta la muerte, se permitió ahondar en el tema que lo
urgía a partir de una pregunta muy propia del espíritu travieso que era, que le permitía ir
midiendo paso a paso la solidez del camino que transitaba.

-¿Qué creen que debo hacer? ¿Acepto o no acepto?

***

Costa Méndez había militado por muchos años en el nacionalismo tradicional, ajeno como
colectividad -por más admiración que suscitara la cultura vasta de no pocos de sus
integrantes- a la sensibilidad más liberal de sus contertulios ocasionales. No sólo éramos
amigos; lo considerábamos inteligente y lo sabíamos dispuesto, por habérselo escuchado, a
apoyar un movimiento que acelerara la salida hacia la democracia ausente desde tantos años
atrás.

En el almuerzo, Costa Méndez abundó en juicios favorables a la búsqueda de una solución


democrática después de siete años de autoritarismo militar. Pero si el registro más vivo que
tengo de la entrevista con el vicealmirante Lacoste es que haya estado jugando con un llavero
cuando pronunció la palabra impensable -"Malvinas"-, del almuerzo con Costa Méndez
nunca podré olvidar la parte siguiente del diálogo rápido que sostuvimos, cuando le
pregunté:

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-Y de todas las reuniones que ha tenido con los mandos militares hasta aquí, ¿qué es lo
que más le ha impresionado?

-Sin duda, el hecho de haber sido advertido que, de aquí en adelante, el tema de las
Malvinas tendrá una prioridad no menor que la cuestión del Beagle.

Atiné a contestar que se trataba de una advertencia de fenomenal importancia, porque en


ese momento la Argentina tenía nada menos que al Papa, poco menos que prisionero, en una
negociación harto difícil con Chile por el diferendo del Beagle.

-Calcule usted la magnitud del cambio -respondió "Canoro".

Ese almuerzo se realizó en algún momento entre el 17 y el 18 de diciembre, porque el


martes 22 Costa Méndez juró con los otros ministros.

Cuando abandonamos el comedor dijo que le quedaba una reunión pendiente en el


ámbito militar para saber cuál sería la definición sobre el ofrecimiento recibido. No tuve
curiosidad alguna por saber a qué reunión se refería. Conociéndolo, tuve sin reticencia la
convicción de que había llegado a nuestra mesa con el compromiso ya asumido de ser
ministro.

Nunca lo recriminé por su actitud, como tampoco le pregunté más adelante cómo se
conciliaba su búsqueda de la democracia con una situación de política exterior que, de haber
prosperado, no habría hecho más que reafirmar al declinante poder militar.

A los hombres se los toma como son. Y al igual de lo que piensan algunos de quienes
fueron sus más inmediatos colaboradores, entiendo que "Canoro" fue esa segunda vez al
Palacio San Martín a buscar, por decirlo así, la revancha, luego de un retiro poco feliz del
gobierno de Onganía, tanto para él como para el ministro de Economía, Adalbert Krieger
Vasena.

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A principios de febrero, no recuerdo bien si en The Times o en The Daily Telegraph o en
un tercer diario en inglés, pero con seguridad en una página interior y a una columna, se
publicó un título del siguiente tenor: "¿Serán invadidas las Malvinas?"

¿Cómo aceptar, pues, la verosimilitud de que los británicos fueran tomados tan de
sorpresa el 2 de abril, si la invasión era un tema debatido en los diarios londinenses?

¿O resultaba, acaso, que los británicos creían que la invasión eventual de las Malvinas era
de una excentricidad tal que superaba la de un alumno enloquecido de Cambridge, como
lord Byron, que se llevó al campus a vivir consigo un oso, con la excusa de que el
reglamento de la universidad sólo prohibía introducir perros?

Lo notable de todo es que los más altos funcionarios del gobierno argentino conocieron
los planes de invasión cuando en la práctica no existía ya la posibilidad de un retroceso. En
materia de incomunicaciones, Galtieri batió récords: atendió las llamadas telefónicas del
presidente norteamericano, Ronald Reagan, sólo después de haberse producido, el primero
de abril, el silencio de radio de la primera nave del desembarco. Así se permitió hacer oídos
sordos al requerimiento de Washington de evitar una confrontación militar.

El ministro de Economía, Roberto Alemann, se notificó de lo que se avecinaba el primero


de abril cuando regresaba de Cartagena, de una reunión del Banco Interamericano de
Desarrollo. Por fortuna para la Argentina, el presidente del Banco Central, Egidio Iannella,
y el secretario de Hacienda, Manuel Solanet, habían tomado nota de lo que ocurriría en la
noche del 31. Con celeridad retiraron de Londres los fondos argentinos allí depositados.

Amadeo Frugoli, ministro de Defensa -nada menos que ministro de Defensa- escuchó por
primera vez hablar de la tesis de una invasión, en un almuerzo informal, en enero, por boca
de un periodista. Por cierto, le llamó la atención lo que acababa de escuchar, pero no fue
sino entre el 28 y 29 de marzo que se enteró de que el hecho más importante de la historia
militar argentina del siglo XX se encontraba a pocas horas de desencadenarse.
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La decisión de invadir se había resuelto el 26.

Esteban Takacs, embajador en Washington, no se sintió libre de situaciones menos


embarazosas. Fue una autoridad norteamericana de primer nivel y no una de la Argentina la
que el 30 de marzo lo convocó al Departamento de Estado para hacerle saber que los
servicios de inteligencia de EE.UU estaban al tanto de lo que se preparaba, y aún más: le
advirtió que los argentinos debían saber que la ocupación de las islas sería un hecho
inadmisible desde el punto de vista de Washington.

***

En una comida en honor del secretario de Defensa del Reino Unido, la semana anterior,
el segundo funcionario de mayor jerarquía de la embajada británica en Buenos Aires, Steve
Williams, me preguntó si era cierto, como parecen dar en la actualidad las encuestas, que los
argentinos han perdido interés en las Malvinas.

Contesté que no lo creía así. Una cosa es el descrédito en que quedó la invasión, a raíz del
rotundo fracaso y a la voluntad nacional de preservar la paz frente a cualquier país miembro
de la comunidad naciones, y otra distinta las emociones que las islas distantes del continente
suscitan en el corazón de los argentinos.

Los más veteranos hemos aprendimos a leer en libros en que después de "mi-ma-má" y
"la-bandera", venían otras frases, entre las cuales había, entreverada, esta más: "Las Mal-vi-
nas-son-ar-gen-tinas".

Ni siquiera los conflictos de límites que aún por entonces estaban abiertos con países
vecinos se hallan en nuestra formación cultural tan vivos como la permanente recordación
que se hacía en las escuelas y los colegios, públicos y privados, sobre las Malvinas. Para

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decirlo en breve: las seguimos reclamando, como derecho concerniente a la integridad
territorial argentina, desde que las perdimos, en 1833.

La única versión firme sobre la forma en que apareció la cuestión de las Malvinas en la
Junta Militar dice que fue por nota del almirante Massera, hacia 1977. La versión agrega que
los entonces teniente general Jorge Videla y el brigadier Orlando Agosti contestaron que
desconocían que hubiera hipótesis de ocupación de las islas debidamente estudiada.

"¿Tiene usted los planes de ocupación?", habrían preguntado. "No", se afirmó siempre en
el Ejército que fue la respuesta de Massera.

Y así fue como la Armada tomó a su cargo el estudio de esa hipótesis, bajo la
responsabilidad directa del almirante Jorge I. Anaya.

Comparto el criterio de quienes afirman que, por temperamento, el general Viola no


hubiera aprobado la invasión de las Malvinas y que tampoco lo habría hecho en su momento
Videla.

La Armada no simpatizaba con Viola. Según revelaciones militares a este diario, cuando
llegó el momento del reemplazo de Videla como presidente, el almirante Armando
Lambruschini -sucesor de Massera- hizo saber por nota a sus pares que la Armada veía con
buenos ojos a dos candidatos: uno, el general Ibérico Saint Jean; otro, el brigadier Osvaldo
Cacciatore.

El Ejército contestó que no. Primero, porque por un voto de ventaja los generales de
división ya habían elegido a Viola, por encima del general Carlos Suárez Mason, presidente
de la Nación; y, en segundo lugar, porque Saint Jean y Cacciatore eran militares retirados y
lo convenido desde la gestación del proceso establecía que la presidencia correspondería
siempre a un general, almirante o brigadier en actividad.

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La Armada habría propuesto entonces al general Leopoldo Galtieri que asumiera él la
presidencia con retención del cargo de comandante en jefe del Ejército, que los marinos no
se opondrían a la duplicidad de funciones.

Cuando el 11 de septiembre de 1981 el almirante Lambruschini fue reemplazado por el


almirante Anaya al frente de la Armada, en la Junta Militar se juntaron al fin dos jefes
militares que se conocían desde la temprana adolescencia. Habían ambos sido compañeros
del Liceo Militar, en San Martín. Fueron los dos grandes actores de los sucesos dramáticos
que sobrevendrían.

***

A tenor de lo que sucedería poco después, deberá inferirse que hay razones subjetivas
para afirmar que Anaya influyó sobre Galtieri para sumarlo a su favor en la aventura de las
Malvinas. Sólo pasaron dos meses entre el ingreso de Anaya en la Junta Militar y el
desplazamiento de Viola, un fumador empedernido cuya salud tal vez no fuera la mejor del
mundo, pero seguramente haya estado eso lejos de ser un impedimento tan grave como para
separarlo del gobierno del país.

¿Ha de verse en Anaya el caso clásico de quien se enamora de su propia obra?

Anaya había sido el oficial a quien Massera había encargado hacer los planes de invasión
años atrás, cuando la mayoría de la Junta Militar de entonces observó, con criterio, más que
conservador, obvio, que lo primero que cabía realizar era el estudio de una hipótesis de
ocupación.

La guerra costó mil vidas de argentinos y británicos y decenas de héroes del Ejército, la
Armada y la Fuerza Aérea demostraron con su sacrificio que, aún con tropas sin debida
preparación, sin suficiente material bélico y con una conducción tan dividida como lo había

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sido la del gobierno desde marzo de 1976, los recursos humanos militares argentinos habían
probado ser, entre la mayoría de los profesionales, de primer orden a escala mundial.

El peso principal de la guerra y las principales pérdidas en armamentos recayeron sobre la


Fuerza Aérea y la aviación naval.

Ganar la guerra contra Gran Bretaña y, en suma, contra la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN) constituyó, en definitiva, una misión imposible.

"Desembarco argentino en el archipiélago de las Malvinas", tituló LA NACION, en su


segunda edición del 2 de abril, como primicia internacional. Un despacho de la United
Press, de las 5.11 de ese día, informaba que la noticia todavía no había podido confirmarse
en fuentes oficiales.

Ese título había sido redactado a las 2 de la madrugada, hora de Buenos Aires, por Luis
Jorge Zanotti, desaparecido prosecretario general de LA NACION, y por quien esto
escribe. Lo hicimos después de haber recibido la contraseña convenida de antemano con un
diplomático de la íntima confianza del canciller Costa Méndez.

Pero estuvimos con el "ay" en la boca hasta la media mañana. Las comunicaciones de
radio con el centro de operaciones establecido en las islas tardó tanto en reanudarse que el
gabinete nacional necesitó postergar una reunión de emergencia prevista para primera hora.
En esa primera reunión ministerial se dieron anticipos -todos fallidos- de que el consejo de
seguridad de las Naciones Unidas estaría con nosotros. Y ni qué decir China y la Unión
Soviética.

Aunque exacta en definitiva, nuestra información había estado un tanto adelantada a los
hechos, porque si bien ya habían hecho pie en el archipiélago los primeros grupos de
desembarco comandados por el contralmirante Carlos Busser, nuestras tropas aún no habían

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llegado a Puerto Argentino a las 2 de la madrugada. Esto último estaba consignado de forma
errónea, sin embargo, en una línea por debajo del título principal del diario.

***

¿Fue la Guerra de las Malvinas el más grande error militar argentino del siglo XX?

Es posible que haya coincidencia general sobre ese punto, pero cuáles fueron más
gravitantes: ¿los errores militares, los errores diplomáticos o los que provinieron de la
explosión emotiva que, sin distinción de clases sociales, llenó la Plaza de Mayo como si se
tratara de un gran cacerolazo al revés y llevó a Galtieri a prometer que la Argentina no
devolvería un solo metro cuadrado reconquistado?

Entre ese discurso y el hundimiento del crucero general Belgrano se perdió la posibilidad
de lo que muchos de los actores de la época aseguran que era lo acordado: hacer pie en las
islas sin derramar una sola gota de sangre británica -el gran objetivo cumplido con esmero
por el contralmirante Busser y sus hombres en la "Operación Rosario", entre el 2 y el 6 de
abril, izar la bandera argentina y abrir el país a una negociación que, con el amparo de las
Naciones Unidas, llevara a un gobierno tripartito integrado por la Argentina, Gran Bretaña y
la UN.

Lo más paradójico de este caso fatal es que la Junta Militar -con la salvedad moderadora
siempre del brigadier Basilio Lami Dozo- se lanzó a una aventura política por la vía militar,
pero sin calcular que se metía en realidad en una guerra desastrosa, que haría añicos más de
diez años de acercamientos económicos y sociales con las islas y los isleños.

Es decir que la guerra fue la consecuencia inevitable de un hecho desesperado por


rehacer, en el terreno interno, un gobierno que comenzaba a hacer agua por todos lados.

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Decíamos en LA NACION, el 13 de diciembre, dos días después de la remoción del
general Viola: "Las Fuerzas Armadas han comenzado su ter- cer período sucesivo de
gobierno en una atmósfera de generalizada pérdida de consenso y apatía ciudadana".

La conducción militar argentina no consiguió siquiera controlar la calidad de los tiempos


ideales para el objetivo que se trazaba. El desembarco en las Malvinas debió de haberse
hecho mucho después de abril, acaso a partir de septiembre, cuando deliberaría la Asamblea
General de las Naciones Unidas.

Pero el canciller Costa Méndez recomendó adelantar las acciones.

Gran Bretaña había considerado como una agresión disfrazada los trabajos de
desmantelamiento de una factoría en las Georgias del Sur, que realizaba un elenco de
trabajadores a cargo de un gran chatarrero, Constantino Davidoff.

Davidoff había informado de sus trabajos a Gran Bretaña, que en principio lo autorizó. Sin
embargo, los británicos terminaron enviando a las Georgias al buque Endurance, con la
sospecha, al parecer, de que Davidoff estuviera haciendo algún trabajo especial para los
argentinos. Muchos años después, según cree recordar uno de sus abogados, Davidoff
recibió una correspondencia de la reina Isabel, cuyo contenido desconocemos.

Ante lo que Londres juzgó de pronto como una provocación -justo en medio, además, del
fracaso de negociaciones por las islas, que se venían realizando en Nueva York-, la Argentina
se adelantó, como proponía Costa Méndez, y ocupó militarmente las Georgias.

Davidoff terminó reclamando de Gran Bretaña una indemnización por daños con el
patrocinio de una suerte de multipartidaria jurídica. Se ocupó de su caso, presidido por Juan
Carlos Olima, un equipo de abogados integrado por Julio Oyhanarte, José Antonio Allende,
uno de los Petracchi y -oh, sorpresa- Fernando de la Rúa.

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Han pasado veinte años. Y no es el rencor sino el espíritu de reconciliación el que priva
hoy en las relaciones entre la Argentina y Gran Bretaña. Es más, si por largo tiempo aquel
traspié fue considerado de una magnitud insuperable para el orgulloso espíritu nacional, los
límites inacabables de la decadencia que puede sufrir un país han puesto de relieve estos
últimos años y meses en la Argentina que siempre existe la posibilidad de estar peor de lo
que se estuvo alguna vez.

La aventura del desempleo, la recesión, el corralito, el default, la devaluación... han


dejado esa amarga lección.

Por José Claudio Escribano

De la Redacción de LA NACIÓN

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