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El ser humano

El hombre: hacia la recomposición de la imagen. El relato bíblico de la creación (Gn 1) nos hace
saber que Dios culminó su obra poniendo al frente de ella al ser humano, imagen suya, para que
en su nombre la presida, la gobierne y la conduzca hacia la consumación.
Esta condición icónica del hombre formó parte durante siglos de la cultura dominante. Es muy
cierto que el hombre ha sido siempre problema para sí mismo, y que en la crónica y radical
extrañeza que la propia identidad le suscita se emplaza el origen de toda filosofía. La pregunta
sobre el hombre está dramáticamente abierta ya por el mero hecho de la existencia de quien la
formula, y seguramente ha de seguir estándolo. Pues bien, la definición bíblica del hombre
(«imagen de Dios») funcionó como el punto de referencia común al que se remitían las diversas
respuestas y contribuyó decisivamente a la configuración de una lectura humanista de la realidad.
Huelga decir que, de un tiempo a esta parte, la unanimidad se ha roto. La imagen íntegra e intacta
que sucesivas generaciones se fueron transmitiendo es, al día de la fecha, una imagen en
fragmentos. ¿Es posible proceder a su recomposición, recuperar sus rasgos básicos? Para ello será
preciso abordar tres cuestiones cruciales:
a) qué es el hombre; b) quién es el hombre; c) cómo es el hombre. A ellas, la fe cristiana responde
así: a) el hombre es uno en cuerpo y alma; b) el hombre es persona; c) el hombre es libre.
La antropología teológica, el ensayo de comprensión del fenómeno humano desde la fe, no es un
sector más de la teología, sino que es su sector crucial. Por eso he advertido antes que todas las
definiciones reseñadas más arriba deben interesar a los creyentes: porque en ellas se toca, de uno
u otro modo, el núcleo de su fe.
Ahora bien, para ponderar la validez de cada una de ellas, los cristianos no contamos con un
sistema cerrado de respuestas. Contra lo que podría pensarse, la teología no posee una teoría
completa y autosuficiente sobre el hombre. Lo que hace la fe es marcar unos mínimos
antropológicos.
Y ello porque, según el Nuevo Testamento, lo que define lo humano no es un puro quid abstracto,
sino una concreta realidad vital; no algo, sino alguien, es la explanación consumada de la pregunta
que el hombre es para sí mismo: «en realidad—dice el concilio Vatica- no II— el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et Spes, 22). De hecho,
y como es sabido, las primeras tomas de postura de la fe de la Iglesia sobre la condición humana
se hacen en un contexto no antropológico, sino cristológico.
Así pues, la tarea de una antropología teológica que no quiera quedarse en simple doblaje de la
antropología filosófica consistirá en proferir un discurso tal sobre el hombre que haga posible e
inteligible el anuncio cristiano de la encarnación de Dios.
La categoría bíblica «imagen de Dios», si se la contempla complexivamente —no sólo en su
versión veterotestamentaria, sino también desde la lectura que Pablo hace de ella—, formula esta
respectividad recíproca Dios-hombre, hombre-Dios. Ambos se encuentran frente a frente, se
tratan de tú a tú y se vinculan finalmente («de modo indiviso e inseparable», aunque también «de
modo inconfuso e inmutable», decía Calcedonia) en Jesús, el Cristo.
O, lo que es equivalente: la antropología cristiana ha de nutrirse de la «sospecha» cristológica, y
la cristología ha de alumbrar el horizonte de comprensión del discurso antropológico. Así las
cosas, ¿cuál sería el cometido más urgente de la actual antropología teológica? A mi entender,
fijar con alguna precisión lo que antes he llamado los «mínimos antropológicos», aquellos rasgos
básicos de lo humano que hacen viable la relación hombre-Dios y, por ende, la encarnación del
propio Dios. La tarea pendiente de una lectura cristiana del hombre que quiera recoger los retos
de las antropologías contemporáneas es diseñar las estructuras adámicas que hacen posible el
destino crístico del ser humano.
A este propósito, y según se anunció anteriormente, dedicaremos nuestra atención en cuanto sigue
a los tres enunciados en los que —a mi juicio— está en juego hoy la suerte de la antropología en
general (esto es, el lógos racional sobre lo humano) y de la antropología teológica en particular
(esto es, la visión cristiana del hombre).
Durante mucho tiempo, prácticamente hasta el siglo pasado, estos tres enunciados fueron
patrimonio común e indiscutido de la cultura occidental. Naturalmente, se entendían de forma
distinta y se modulaban en tesituras diversas, según las variables tendencias y modas filosóficas
o teológicas, pero no se cuestionaba su tenor literal. Hoy, en cambio, ninguno de los tres asertos
disfruta del privilegio del consenso.
En torno a cada uno de ellos se registran discrepancias clamorosas, como ponían de manifiesto
algunas de las definiciones aducidas más arriba. Son —recordémoslo— los siguientes: a) el
hombre es «uno en cuerpo y alma» (Gaudium et Spes, 14); b) el hombre es persona; c) el hombre
es libertad responsable.
El hombre es uno en cuerpo y alma
Con esta formulación, la fe cristiana trata de responder a la primera de las tres cuestiones que
habíamos planteado más arriba, la que versa sobre el quid del hombre: ¿qué es, de qué está hecho
el ser humano, ¿cuáles son sus ingredientes básicos? La respuesta contiene tres afirmaciones: a)
el hombre es cuerpo; b) el hombre es alma; c) el hombre es uno en cuerpo y alma.
a) El hombre es cuerpo
La experiencia originaria que el ser humano hace de sí mismo no es la del cogito cartesiano, la de
una conciencia pensante; es la experiencia de un yo encarnado. La determinación cristológica de
la antropología cristiana fue decisiva para integrar el cuerpo en la verdad del hombre y superar
los arraigados tabúes dualistas al respecto.
El texto de Jn 1,14, en su crudo laconismo («el Lógos se hizo carne»), fue la instancia decisiva
que permitió recuperar la carnalidad (y con ella la mundanidad, la temporalidad y la historicidad)
y rechazar la fortísima tentación que los espiritualismos desencarnados han supuesto siempre para
una adecuada comprensión del fenómeno humano.
En cuanto cuerpo, el hombre (adam) es de la tierra {de la adamah), dice el relato yahvista de los
orígenes (Gn 2); está ligado a ella por una doble relación de origen y de destino (de ella fue
tomado y a ella volverá). Por el cuerpo, además, se dice a sí mismo; él es su expresión
comunicativa, la mediación de todo encuentro, como escribía hermosamente G. Marcel.
En cuanto cuerpo, en fin, el ser humano es constitutivamente mundano (el mundo es su casa, no
su cárcel, como pensaba Platón) y temporal (esto es, obligado a realizarse sucesivamente,
históricamente). Ninguna antropología niega hoy estos datos; ninguna considera el cuerpo con la
hostilidad solapada o declarada que tan frecuente fue en otras épocas. Desde el punto de vista
teológico, por tanto, el cuerpo no es problema hoy porque se le ignore o minusvalore. Lo es más
bien por todo lo contrario.
Estamos asistiendo, en efecto, a su resacralización neopagana; tras los tiempos del tabú, los
tiempos del tam-tam. La jerga urbanita del momento da fe del proceso de somatización intensiva
actualmente en curso; al vecino se le llama «body» o «tronco»; expresiones como «sorber el
coco», «ir de cráneo», «tener morro», «hacer lo que me pide el cuerpo», amén de otras
resueltamente irreproducibles, han tomado el relevo del vocabulario animista corriente hasta no
hace mucho en el lenguaje coloquial («alma bendita», «alma candida», «con el alma en un hilo»,
«me duele en el alma», «te quiero con toda el alma», etc.).
A decir verdad, esta pretendida recuperación del cuerpo se convierte pronto en una lectura
selectiva de la corporeidad: no es el cuerpo en cuanto tal lo que se valora, sino los cuerpos bellos,
jóvenes y sanos de la beautiful people (la llamada «gente guapa»). Dicha selectividad implica,
por extraño que parezca, un idealismo subrepticio que pugna por obtener la imagen arquetípica
del cuerpo no respetando la totalidad de sus aspectos, sino reteniendo unos y desechando otros.
No se acepta el cuerpo en sus límites; se le finge atemporal, aséptico, atlético, ilimitadamente
joven, inmarcesiblemente bello, invulnerablemente sano.
Si bien se mira, lo que late en el fondo de estas campañas de rehabilitación del cuerpo (apoyadas
en la poderosa influencia de los medios audiovisuales) es la patética indigencia de las
antropologías para las que el hombre es sólo cuerpo y que, por consiguiente, sólo pueden confiar
en el aerobic, la cosmética y los progresos de la cirugía plástica cuando se interrogan acerca del
futuro que le aguarda.
Naturalmente, nada de esto encaja en la sensibilidad cristiana, que no entiende qué sentido puede
tener rehabilitar algo que está habilitado de antemano para la resurrección gloriosa. La fe en la
resurrección, y no el culto pagano e idealista del cuerpo, es la más alta forma de fidelidad a éste
y el antídoto más efectivo contra su devaluación.
b) El hombre es alma
Frente a las interpretaciones del hombre como cuerpo en sentido exclusivo, la antropología
cristiana completa esa afirmación con esta otra: el hombre es alma. La teología manualística
preconciliar privilegió desconsideradamente este elemento, ofreciéndonos una imagen del
hombre más propia de una psicología racional que de una antropología teológica. Esta situación
era insostenible, y a partir de los años sesenta se hace ostensible un cambio de rumbo.
Los teólogos comienzan a ocuparse seriamente de la corporeidad en artículos de diccionarios y
en trabajos monográficos. Correlativamente, sin embargo, se tiene la impresión de que la temática
del alma resulta embarazosa; no se sabe muy bien qué hacer con ella o cómo hablar de ella. En
ciertos casos, se produce un reajuste compensatorio, en virtud del cual se la confina en los ámbitos
suburbiales hasta entonces habitados por el cuerpo.
Y, así, las voces alma o espíritu no figuran en el índice analítico del célebre Catecismo Holandés
de los años sesenta, ni en diccionarios como «Conceptos fundamentales de Teología» (que sí
incluye, en cambio, un excelente artículo sobre la «corporalidad» firmado por J.B. Metz).
Más sorprendente aún resulta la ausencia del término Seele (alma) en el nuevo ritual de exequias
alemán, habida cuenta del empleo masivo que de él se hacía en rituales anteriores.
De un tiempo a esta parte, sin embargo, las perplejidades van despejándose, como lo testifica la
aparición en los dos últimos lustros de diversas monografías teológicas —no sólo católicas, sino
también protestantes— sobre el alma, en las que leemos frases como éstas: «todavía hoy... el alma
es irrenunciable para la teología»; «la renuncia al concepto de alma o la reserva ante él»
constituyen «una injustificada automutilación de la teología». Al día de la fecha, no conozco a
ningún teólogo cristiano, sea cual fuere su confesión, que cuestione la existencia del alma y la
necesidad de contar con ella para dar razón del fenómeno humano. No hay, en suma, una versión,
por así decir, desalmada de la antropología cristiana.
¿Y cuál es el contenido que Ja teología adjudica a la idea de alma? No existe una determinación
canónica, vinculante, de la misma. Las declaraciones magisteriales acerca de ella —por lo demás
muy escasas—, o tratan de su función (concilio de Vienne) o de alguna de sus cualidades (concilio
v de Letrán). Pero ninguna se pronuncia sobre su estatuto ontológico. Así pues, la fe cristiana no
exige una ontología precisa y rigurosa del alma. En realidad, la afirmación de su existencia es de
índole más axiológica o dialógico-soteriológica que ontológica.
Diciendo que el hombre es alma —y no sólo cuerpo—, se quiere decir: a) que el hombre vale más
que cualquier otra realidad mundana (afirmación axiológica); b) que es capaz de mantener un
diálogo salvífico con Dios (afirmación dialógico-soteriológica); significativa a este respecto es la
definición de Ratzinger: con la idea de alma se expresa «la capacidad de referencia del hombre a
la verdad, al amor eterno».
Sin embargo, esta concepción axiológica o relacional del alma está reclamando, a mi juicio, una
ulterior fundamentación ontológica, sin la cual el propio concepto se revelaría inconsistente a la
larga. El plus de valor y de capacidad dialógica y operativa demanda un plus de ser.
En efecto, no es posible soslayar preguntas como éstas: ¿por qué el hombre vale más?; ¿por qué
él, y sólo él, puede escuchar a Dios e incluso responderle? Sólo si el hombre es más, tienen tales
preguntas adecuada respuesta. Así pues, por alma resulta ineludible entender lo que H. Thielicke
llama el «momento óntico» especificativo de lo humano, el co-principio transmaterial y
transorgánico del ser del hombre, irreductible a su dimensión físico-químico-biológica (aunque
ineludiblemente condicionado por ella), que avala y tutela la plusvalía del individuo humano
concreto y su carácter de interlocutor de Dios, oyente y respóndeme de su palabra.
c) El hombre es uno en cuerpo y alma
Por último, el hombre —que es cuerpo y es alma—es también, y sobre todo, «uno en cuerpo y
alma». Frente a una comprensión dicotómica o dualista del ser humano, según la cual éste sería
dos cosas unidas —cuerpo más alma—, la antropología bíblica lo contempla como unidad
psicosomática: el hombre entero es, indistintamente, cuerpo animado!alma encarnada. Es esta
visión unitaria la que subyace al modo de entender el origen y el fin del ser humano: todo el
hombre es creado por Dios; todo el hombre será salvado en su integridad corpóreo-espiritual
(resurrección), y no en la superviviencia fraccionaria de una de sus presuntas «partes»
(inmortalidad del alma sola).
En fin, la misma economía de la salvación está suponiendo esta unidad: lo espiritual no se
dispensa en una intangible inmaterialidad, sino que se ofrece siempre corporalizado.
La encarnación, la Iglesia y los sacramentos son la concreción visible y palpable del don de Dios,
que ha asumido esa estructura sacramental para así hacerse «connatural» a sus destinatarios,
ajustándose en su emergencia histórica a la peculiar conformación ontológica de los mismos.
No extrañará, por tanto, que la afirmación de la unidad en que el hombre consiste —o, mejor, que
el hombre es— sea uno de los poquísimos requisitos antropológicos que el magisterio solemne
de la Iglesia se ha creído en el deber de estipular, desde el concilio de Vienne (DS 900-902) hasta
el Vaticano n (con la formulación que encabeza este apartado).
Una vez sentado el hecho como uno de los datos irrenunciables de la visión cristiana del hombre,
corresponde al pensamiento creyente la indagación sobre el modo de entenderlo. En la historia de
la teología se encuentran diversos modelos explicativos de la unidad sustancial; los teólogos
medievales hicieron de este asunto tema destacado de su reflexión, aunque (a decir verdad) parece
corresponder más a la filosofía que a la teología.
En todo caso, lo que debiera quedar claro en cualquiera de las explicaciones que se ofrezcan es
que no basta con entender la unidad cuerpo- alma como mera contigüidad de jacto —según
pensaba Descartes— o como simple unión dinámica—al estilo del dualismo interaccionista
recientemente propuesto por Popper y Eccles.
El hombre, en efecto, no es cuerpo más alma, al modo de dos entidades completas que
preexistieran como tales a la unión y que sólo en un segundo momento se adosarían la una a la
otra. No; el ser humano es «todo entero y al mismo tiempo lo uno y lo otro, alma y cuerpo» (K.
Barth); el hecho de distinguir esos dos momentos estructurales en el ser único y unitario que es el
hombre no autoriza a numerarlos como si fuesen unidades sumables.
Últimamente, un teólogo protestante (J.Moltmann) y un filósofo católico (X. Zubiri)han hecho
valiosas sugerencias sobre el modo de concebir la unidad corpóreo-espiritual del hombre. El
esquema hilemórfico, que confería una prioridad formal y metafísica al alma/espíritu sobre el
cuerpo/materia, resulta hoy anticuado; desterrado el hilemorfismo de la ontología en general, no
se ve cómo justificar su idoneidad en el sector particular de la antropología.
Mejor será, por tanto, pensar la unión de los dos principios metafísicos espíritu/materia como
«conformación pericorética» en la que ambos se informan recíprocamente (Moltmann) o «se co-
determinan ex aequo» (Zubiri), sin que el alma ostente un rango ontológico superior al del cuerpo.
En cualquier caso —y de esto ya se había percatado el genio de Tomás de Aquino—, alma y
cuerpo, psique y organismo, no denotan entidades adecuadamente distintas; toda la psique es
orgánica, todo el organismo es psíquico; no cabe, en consecuencia, separar quirúrgicamente en la
realidad físico-concreta lo anímico y lo somático, lo psíquico y lo orgánico.
La visión cristiana del hombre, en suma, no es (no puede ser) dualista: tiene que oponerse a todo
intento de esclarecer la condición humana en términos de dos realidades mutuamente extrañas u
hostiles, o simplemente yuxtapuestas. Y ello, no sólo por razones antropológicas, sino también (y
muy señaladamente, como advirtió el concilio de Vienne) por razones cristológicas.
¿Cómo, en efecto, sostener la relevancia soteriológica de la muerte y la resurrección de Jesucristo
(eventos corpóreos donde los haya) si el cuerpo no pertenece a la verdad del hombre- Jesús, o es
un mero accidente de su realidad humana?
El hombre es persona Con este enunciado, la fe cristiana responde a la segunda gran pregunta
sobre el ser humano: la que versa sobre el quién; el hombre no es sólo algo, es alguien; no es sólo
naturaleza, es persona.
¿Cómo y dónde nació el concepto de persona?
La constatación de que el pensamiento griego no lo conoció ha sido tan repetida que ya resulta
tópica. Como tópica es también la constatación correlativa, a saber, que ese concepto se acuñó en
el contexto de los debates patrísticos sobre el misterio trinitario.
Sea como fuere, lo cierto es que la idea de persona goza en Occidente de una venerable
antigüedad. Por ello sorprende comprobar, como observa H. Mühlen, que «todavía está por hacer
una teoría verdadera y completa de la persona».
a) La idea de persona
La idea, en efecto, parece condenada a oscilar indefinidamente entre los dos polos de un
sustancialismo des-relacionado (véanse las definiciones medievales, desde Boecio hasta Escoto)
y de una relación de-sustanciada (presente en el personalismo dialógico de Buber y Ebner y en el
actualismo puntual de ciertas teologías protestantes).
El caso es que no se comprende muy bien por qué han de plantearse antinómicamente esos dos
polos. Persona es, por de pronto, el ser que dispone de sí. El ser-en-sí, el momento de la
«subsistencia» (Tomás de Aquino) o de la «suidad » (Zubiri) es la infraestructura óntica
indispensable para una atinada comprensión del ser personal; pero, por otro lado, dicho momento
no es el constitutivo formal de la razón de persona; tal constitutivo es la relación, el ser-para, no
la subsistencia. La persona es aquel ser que dispone de sí (subsiste) para hacerse disponible (para
relacionarse), si bien —claro está— sólo puede hacerse disponible (relacionarse) si dispone de sí
(si subsiste).
Subsistencia y relación, pues, lejos de excluirse, se implican mutuamente. Una subsistencia sin
relación conduce derechamente, primero, al solipsismo (Descartes), y después a la negación de la
subjetividad concreta (Hume, idealismo, marxismo). Pero una relación sin subsistencia (Buber,
Brunner) termina revelándose insostenible, al faltarle el núcleo generador de la relación misma y
el centro al que referir dicha relación. Como observa Thielicke, si hay una historia de la relación
y si hay una continuidad del yo relacionado, ese yo tiene que ser algo más que una agregación de
actos puntuales surgidos. Sin el momento de la subsistencia, apostilla Zubiri, «el yo personal
sería un sujeto evanescente»
b) La imagen de Dios es persona
Si a los miserables y desposeídos de este mundo se les sustrae incluso el derecho a decir — pese
a todo— «yo soy», ¿qué es lo que les queda?
Los que no son nadie, los que, por no tener, no tienen ni siquiera un ser que les permita decir yo,
¿qué título exhibirán para exigir justicia? La aceptación o el rechazo de la idea de persona es una
cuestión política, no sólo ontológica; tiene una repercusión inmediata en el orden ético social, y
no sólo en el empíreo de la especulación metafísica. La negación ideológica del ser personal del
hombre es, so capa de un pretendido progresismo, el brutal golpe de mano del Poder, que segrega
una coartada «intelectual » para legitimar sus abusos e impedir que sus víctimas apelen al derecho.
El procedimiento es tanto más inicuo cuanto que, en apariencia, no recurre a la coacción física (al
menos de entrada o en primera instancia), tan descarada siempre, sino a la sutil negación del
supuesto de todo movimiento reivindicativo, que exige la presencia de un yo, sujeto de una
dignidad inviolable y de una identidad intransferible, para admitir a trámite su causa.
Si no hay tal yo, es obvio que no hay posibilidad de dar curso legal a su denuncia. Pues bien, a
esta retrogradación de lo humano al nivel de lo maquinal o lo animal, a esta antropología
reconvertida en «entropología» —Lévi-Strauss dixit—, la fe cristiana no puede sino oponer un
no categórico. El concepto bíblico de «imagen de Dios» induce, decíamos antes, una respectividad
recíproca en la relación Dios-hombre. Dios es el tú del hombre; el fondo último de lo humano es
la apertura constitutiva, inexorable, a Dios. Pero, además (lo que es más sorprendente), el hombre
es el tú de Dios. Cuando Dios mira a esa criatura suya, se encuentra reflejado en ella. Cuando
Dios crea a Adán, no crea una naturaleza entre otras, ni una cosa entre otras, sino a su «tú». Y lo
crea llamándolo por su nombre, poniéndolo ante sí como ser responsable (= dador de respuesta),
sujeto e interlocutor de un diálogo interpersonal. Crea, en suma, no un mero objeto de su voluntad,
sino un ser co-rrespondiente, capaz de responder al «tú» divino, porque es capaz de responder del
propio yo; crea una persona.
Este concepto es, pues, irrenunciable para la antropología cristiana, pero lo es también para
cualquier cosmovisión humanista. Al margen de él sólo resta la proclamación de la muerte del
hombre, secuela indiscernible, por lo demás, de la proclamación de la muerte de Dios. Porque,
efectivamente, si Dios ha muerto, la imagen de Dios se queda sin referente y sin respaldo, y puede
entonces procederse pacíficamente a su demolición. El triste destino de los humanismos laicos,
florecidos en la euforia filantrópica del deísmo o en el optimismo finisecular de la fe en el
progreso —desaparecidos hoy o recluidos en las pequeñas islas de lo que alguien ha llamado los
«humanismos resistentes»—, certifica la justeza de la secuencia muerte de Dios-muerte del
hombre profetizada por Nietzsche y puesta al día por Foucault.
El hombre es libertad
La idea de libertad es inseparable de la de persona, y viceversa: todo ser personal es libre; todo
ser libre es persona. Por eso, allí donde se rechaza ésta, tal rechazo va precedido o seguido por el
de aquélla. Las actuales negaciones de la libertad, en efecto, se inscriben en el marco de las
antropologías antipersonalistas recién aludidas: el conductismo, el estructuralismo, el
reduccionismo biologista y la antropología cibernética.
a) El «no» a la libertad
No se crea que este rechazo del carácter libre del hombre se produce de forma solapada o sibilina;
bien al contrario, las formulaciones respectivas no dejan nada que desear en punto a
contundencia. «Niego rotundamente que exista la libertad», declara el protagonista de la novela
futurista de Skinner. «Nuestra libertad es solamente un autoengaño», estima E.O. Wilson, el padre
de la sociobiología. El sentimiento de libertad «es sólo un espejismo», opina Ruiz de Gopegui.
La negación de la libertad individual conlleva lógicamente la de las libertades sociales. La
sociedad humana del futuro funcionará bajo controles accionados por el sociólogo (Skinner), el
biólogo (Wilson) o el ordenador superinteligente (Ruiz de Gopegui); la ingeniería social, la
ingeniería genética o la ingeniería cibernética ahorrarán al tecnopolita de las próximas
generaciones el pondus del responderé, el peso de la responsabilidad, que se transfiere a las
instancias impersonales antes mencionadas.
Las consecuencias que de ahí se desprenden son enormes. En un mundo donde nada escapa a la
perentoriedad de las leyes físicas o de las pulsiones biológicas, el hombre puede ser un mono que
ha tenido éxito o un robot manifiestamente mejorable, pero no una persona; nadie es, pues,
responsable de nada, y el mejor régimen político será la autocracia de una oligarquía iluminada.
Efectivamente, frente a la cortante lucidez de las decisiones matemáticas, las opciones divergentes
no tienen derecho de ciu-dadanía. La historia deviene —como quería Althusser— «un proceso
sin sujetos ni fines». Se confirma así, por si aún fuera preciso, la inhumanidad, antes denunciada,
de las antropologías antipersonalistas, que llevan en su seno (lo reconozcan o no) el germen del
peor de los totalitarismos.
b) Fe cristiana y libertad
Para los creyentes, la afirmación de la libertad humana es irrenunciable; con ella estamos ante la
tercera gran cuestión enunciada al comienzo de este capítulo: la que se refiere al cómo del ser del
hombre. Según la fe, en efecto, el mundo no es el escenario de unos poderes cósmicos anónimos,
ni el espejo de un monólogo divino que acciona unilateralmente los hilos de la trama, sino el
resultado del diálogo entre dos libertades, la divina y la humana.
Más aún, la fe se comprende a sí misma como respuesta libre a una llamada libre (el «convertios»
del pregón inaugural de Jesús: Me 1,15) que supone en los destinatarios de la buena nueva la
capacidad de cambiar responsablemente el rumbo de sus vidas.
Así pues, allí donde se plantee el debate sobre el ser o no ser de la libertad humana, el cristiano
ha de participar en él, no desde una posición asépticamente neutral, sino desde el pre-juicio de su
condición de creyente, que, por serlo, ha puesto ya en juego su índole de ser libre. En efecto, la
fe nace de la audición de una palabra que convoca a la metanoía; que ofrece la liberal gratuidad
del perdón y de la novedad de vida; que, por tanto, suscita en su receptor la posibilidad de la
autodecisión y libera su libertad.
Dicho brevemente: creer y hacer la experiencia de la libertad son una misma y única cosa. Con la
libertad humana está en juego la permanencia misma del evangelio, de la buena noticia, de la
oferta de salvación. Estamos hablando, pues, de uno de los mínimos antropológicos innegociables
para la visión cristiana del hombre.
No es preciso entrar ahora en la problemática del concepto mismo de libertad. Demos por
supuesto lo más elemental: la libertad no consiste única ni principalmente en la capacidad de optar
entre diversas alternativas, no es solamente una facultad electiva. Es, sobre todo, la capacidad que
la persona tiene de autodeterminarse en orden a su realización (en orden al fin).
En efecto, y según se apuntó más arriba, el hombre, ser-en-el-tiempo, no puede realizarse de
golpe, en un único acto totalizante, sino que ha de ir haciéndose sucesivamente. Al ser humano le
atañe la condición itinerante: es homo viator. Justamente para eso le es dada la libertad: para llegar
a ser lo que quiere ser.
La libertad es, pues, ante todo, una facultad entitativa: dice relación a la construcción de la
identidad personal. Sobre estas bases, puede ser más útil a nuestro propósito recordar brevemente
las notas especificativas de la idea cristiana de libertad.
Ante todo, la genuina libertad no es una ausencia de ligaduras, sino una forma de religación. De
un modo u otro, esta intuición aparece reiteradamente en la Escritura y en toda la tradición
cristiana; sólo quien se halla religado a un fundamento último puede sentirse des-ligado, suelto,
ante lo penúltimo. Hay, pues, una forma de dependencia —la dependencia de Dios— que, lejos
de ser alienante, es liberadora.
Cuando no se reconoce esa dependencia de lo último, entran en juego otras dependencias que, por
ser penúltimas, bloquean el dinamismo del hombre hacia lo ilimitado —lo que Gehlen llama su
«plus pulsional»— y lo ahorman en el circuito cerrado de la finitud y la caducidad.
En segundo término, la libertad humana alcanza su más alta forma de realización en la filiación
adoptiva. Pablo y Juan oponen sistemáticamente esclavitud afiliación, no a libertad (Rm 8,15.21;
Ga 4,3-7; Jn 8,32ss). La razón es clara: somos libres para llegar a ser lo que debemos ser, para
adquirir nuestra identidad, como se ha dicho anteriormente. Y debemos ser imagen de Dios en el
Hijo, que es por antonomasia la imagen de Dios. La libertad más liberada, la mejor libertad, es,
pues, la de los hijos de Dios: «si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8,36).
Por otra parte, sólo el reconocimiento de una común paternidad posibilita el ejercicio de las
opciones libres en el marco de una fraternidad interhumana universal. Porque todos somos hijos
del mismo Padre, todos somos hermanos; mis decisiones serán tanto más libres cuanto más
inequívocamente construyan una sociedad fraterna.
La teología de la libertad conduce, pues, derechamente a una teología de la liberación. Por último,
y prolongando cuanto acaba de decirse, la libertad cristianamente entendida se ejerce en el amor
servicial: «habéis sido llamados a la libertad; .. . servíos por amor los unos a los otros» (Ga 5,13-
15). Un cristiano, pues, no puede admitir que la realización de la libertad consista en la
autoafirmación egocéntrica. Ni puede creer que la única forma de desprendimiento de que es
capaz el hombre espontáneamente sea el desprendimiento de retina, como sostiene F. Savater
desde su ética del amor propio.
En suma, ser libre es disponer de sí para hacerse disponible. Como se recordará, exactamente
eso es lo que decíamos antes que significa ser persona; los dos conceptos —per-sona y libertad—
son intercambiables. El amor termina revelándose como el sacramento de la libertad y como el
fondo último del ser personal del hombre. Pero entonces el ideal de la libertad personal deviene
inseparable del de la liberación universal. Y el concepto de libertad incluye los momentos clave
del compromiso y la fidelidad, sin los cuales la libertad degenera en veleidad pueril y estéril.

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