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Acerca de la auténtica vita liturgica:

Compartimos a continuación con nuestros lectores un excelente artículo


del Prof. Peter Kwasniewski, ya antiguo amigo de esta bitácora, en la que
se rescata la idea de la vita liturgica, es decir, aquel modo de vivir la vida
cristiana que pone en el centro de ella la Sagrada Liturgia, que es consciente
de los tiempos litúrgicos y de lo propio de cada uno de ellos y que, en
definitiva, vive "desde la Misa y para la Misa".

En sus reflexiones, el Prof. Kwasniewski comparte con nosotros su


experiencia como profesor universitario en un college católico
norteamericano, en la que ha podido comprobar a lo largo de los años cómo
esa vita liturgica se da de un modo mucho más natural y evidente en
aquellos estudiantes que provienen de un entorno tradicional, cercano a la
Misa de Siempre, mientras que en aquellos estudiantes que no han
conocido otra cosa más que la liturgia reformada la vita liturgica está por
regla general ausente. Ello no es sorpresa, pues sin grandes dificultades
puede comprobarse que la falta de sacralidad y de ritualidad de la liturgia
reformada y la banalidad con la que con frecuencia ésta se celebra no puede
sino favorecer dicha ausencia.

El artículo fue publicado ayer en New Liturgical Movement. La


traducción ha sido preparada por la Redacción. Las imágenes son las que
acompañan al artículo original.
***

Vivir la Vita Liturgica: condiciones, obstáculos, perspectivas

Peter Kwasniewski

Desde hace unos 20 años soy profesor, en la universidad, de adultos


jóvenes, tanto en pregrado como en postgrado. Ello ha sido para mí no sólo
infinitamente beneficioso sino también infinitamente desafiante. Año tras
año -y mucho más década tras década- advierto constantes novedades en
lo que esos jóvenes dan por supuesto, en lo que advierten o no advierten,
en lo que ponen en duda o cuestionan o asumen o esperan o pretenden. No
creo ser el mejor analista de estos fenómenos, pero he tomado nota de
esquemas que se repiten y que no pueden no ser significativos.

Una de las cosas que por más tiempo me ha causado perplejidad es cuán
difícil resulta, en los comienzos al menos, persuadir a los adultos jóvenes
católicos de que vivan una vita liturgica, es decir, una vida centrada en la
sagrada liturgia1. Me refiero, con estos términos, a una vida que incluye
seguir el calendario litúrgico, los tiempos litúrgicos, los días de ayuno y los
de fiesta; prestar atención a los santos en sus celebraciones anuales; hacer
de la Misa el centro del día; rezar las horas del Oficio Divino cada vez que
es posible. Algunos autores del Movimiento Litúrgico resumían todo esto
diciendo “vivir desde la Misa y para la Misa”.

Mi perplejidad desapareció cuando, con el correr de los años, comencé a


tener entre mis alumnos un número creciente que provenía de un medio
más tradicional (como, por ejemplo, las parroquias de la Fraternidad San
Pedro o del Instituto de Cristo Rey). Descubrí que esos alumnos, en mayor
o menor grado, ya vivían una vita liturgica. Y fue en ese momento cuando
me di cuenta de cuál era la esencia del problema.

Si todo lo que uno ha llegado a conocer es la liturgia reformada celebrada


de un modo horizontal, el concepto mismo de vita liturgica resulta foráneo
y, lo que es peor, imposible de alcanzarse. Si uno pide a quien ha crecido en
ese medio que centre su vida en la Misa, probablemente reaccionará como

1 La expresión vita liturgica proviene de Sacrosanctum Concilium, núm.


18: “Que se ayude por todos los medios adecuados a los sacerdotes, tanto
seculares como religiosos, que ya trabajan en la viña de Señor, a
comprender cada vez más plenamente qué es lo que realizan cuando
celebran los ritos sagrados, y que se los ayude a vivir la vida litúrgica y
a compartirla con los fieles encomendados a su cuidado”.
ante alguien que viene de otro planeta: “¿Centrar en qué mi vida?” Es lo
mismo que pedir a alguien que reconozca el mérito de cultivar la vida
intelectual cuando jamás ha experimentado el gozo del pensamiento
filosófico, o que persuadirlo del valor de dedicar cuatro años a estudiar los
Grandes Libros cuando sólo ha leído con dificultad manuales de clase.

Cuando la liturgia que se celebra es muelle, rutinaria, hablada en el


vernáculo de todos los días y con el tipo de música hoy al uso, ciertamente
no nos parece -peor aun, no puede parecernos- ser la suprema actividad
definitoria de la vida cristiana, el centro de gravedad, la acción más grave,
más especial, más importante que podemos realizar mientras estamos
despiertos. El mayor impedimento para vivir una vita liturgica es la propia
liturgia reformada, precisamente por estar asimilada a una modernidad
que es anti-sacramental, anti-ritual y anti-trascendencia. Cuando se asiste
a la nueva liturgia, uno comienza a alienarse cada vez más del espíritu de la
liturgia pura y simple, tal como ella está encarnada en la auténtica
tradición, y la vita liturgica comienza a retroceder, a debilitarse, hasta que,
al cabo, se disuelve en miasmas de sentimientos que derivan cualquier
agarre que puedan tener del estímulo emocional.

No me sorprende, por tanto, que se pueda descubrir con bastante precisión


cuáles estudiantes fueron criados en el Usus antiquior y cuáles en el Novus
Ordo. Los jóvenes que se interesan en los tiempos litúrgicos y tratan de
observarlos, que prestan atención a la fiesta del santo del día y que desean
a sus amigos un feliz onomástico, que saben qué son las Témporas y qué
son en realidad las vigilias, que regularmente ayunan y practican la
abstinencia de carne, ésos son los que, con toda probabilidad, crecieron con
la Misa tradicional o, al menos, lo hicieron en un medio influido por el Usus
antiquior.

Por el contrario, los que consideran la Misa como “algo a lo que hay que ir
los domingos” y tienen poca noción de las cosas que hemos mencionado
recién, muy probablemente son huérfanos eclesiásticos separados, al
nacer, de su propia tradición y, habiendo crecido en algún país lejano con
una liturgia madrastra, son incapaces de hablar la lengua de sus
antepasados. Excepto el caso de súbitas conversiones (las he visto, Deo
gratias), la curva de aprendizaje para ellos es empinada: los progresos
pueden ser lentos, con saltos y conatos, con regresiones, y raramente se
logrará fluidez. A veces quienes están en esta situación parecen no
interesarse en absoluto: consideran que lo que tienen “es suficientemente
bueno”, y no sienten ninguna necesidad de retomar contacto con su familia,
su patrimonio hereditario, su lengua nativa. Tal es el trágico resultado del
laboratorio del Consilium: un hombre sin raíces, e ignorante de que carece
de ellas.
“No se anteponga nada a la obra de Dios” (Regla, cap. 43). Este principio
soberano del monasticismo cenobítico se transformó en el principio
fundamental de la Cristiandad y de Europa. En cambio, ¿qué hemos hecho
nosotros? Pues, hemos puesto docenas de cosas antes que el opus Dei:
ecumenismo, diálogo interreligioso, servicio a la juventud, trabajo social,
evangelización, en fin. No deja de ser irónico que la Prelatura del Opus Dei
parece poner la vocación, la actividad y el espíritu de cuerpo antes que lo
que se llama, con propiedad, “opus Dei”2. La causa de la gradual
desaparición de la Cristiandad en Occidente no es otra que este eclipse de
nuestra primera obligación, de nuestro primer amor.

Si un cónyuge traiciona al otro, no tiene importancia el número de hijos


que tienen, o cuán grande es su casa, o cuánto éxito mundano han
conseguido: el matrimonio está viciado en la raíz, y todo el resto se vuelve

2 Esta no es la explicación teórica que el Opus Dei daría de sí mismo. Sin


embargo, no es difícil ver que la organización no está, en los hechos,
centrada en el opus Dei tal como éste ha sido tradicionalmente definido y
practicado, y en esta medida el nombre es perturbadoramente equívoco.
cenizas. La Esposa de Cristo tiene, como su deber principal y permanente,
honrar y obedecer a su Esposo, y esto lo hace, del modo más puro, profundo
y poderoso, en la liturgia. Todo lo demás fluye desde aquí y regresa aquí
para incrementarlo, como la propia Sacrosanctum Concilium lo ha dicho
(núm. 10), y se puede creer que muchos tuvieron de hecho esta convicción,
antes de ser ella abandonada en calidad de estorbo medieval, aventada
durante el Gran Despertar. Pero el Reich de Mil Años de piedad purificada
y de exultante participación no se concretó jamás. Procurar el nirvana de la
participación no sólo careció de todo contenido inteligible, sino que operó
activamente para impedirla. Los fieles que no abandonaron la Iglesia
fueron recompensados con décadas de banalidad, de mediocridad, de
engaños mundanos, cosas todas que quedaron epitomizadas en las iglesias
a medio llenar por católicos a medias comprometidos que cantaban a
medias las tonaditas lideradas por el geriátrico Grupo Juvenil. Si éste era
el “misterio escondido por siglos”, mejor hubiera sido que siguiera
escondido. No es para sorprenderse que el agudo grito de los muecines y el
disciplinado silencio de los budistas siga infiltrando a Occidente: ninguno
de ellos encuentra resistencia espiritual, y reclaman como suelo propio el
territorio abandonado por quienes alguna vez fueron católicos litúrgicos3.

En su encíclica Au Milieu des Sollicitudes, de 1891, León XIII abogó por la


política del ralliement, y urgió a los católicos franceses a abandonar sus
aspiraciones monárquicas y lanzarse a la política secular por el bien de la
nación. Décadas más tarde, Pablo VI decretó un ralliement a los católicos

3 Para argumentos a favor, véase una serie de excelentes “PositionPapers”


publicados por la Federación Internacional Una Voce sobre la Forma
Extraordinaria y China, la Forma Extraordinaria y África, la Forma
Extraordinaria y el Islam, la Forma Extraordinaria y el movimiento New
Age, etcétera. Yo no sostengo que todos los católicos anteriores a la
revolución litúrgica estuvieran bien instruidos o que toda la práctica de
entonces fuera ideal: estoy lejos de ello. Pero el Movimiento Litúrgico ya
había calado de modo significativo, el método Ward, y otros semejantes,
había enseñado a innumerables niños y adultos a cantar gregoriano, los
seminarios y casas religiosas rebosaban, se tenía normalmente a la
confesión en un lugar de honor como parte de la vida cristiana, y la lista
podría extenderse indefinidamente. Quien no pueda ver que esta situación
fue, de lejos, superior a nuestra enfermedad actual, vive en una situación
de rechazo causada por ignorancia de los registros históricos, o por la
influencia enceguecedora de la ideología, o por miedo a caer en la
depresión. Pero el Señor nos dice que conocer la verdad nos hará libres, y
ello ha de ocurrir también en este caso. Antes de que podamos rectificar el
empecinado curso del postconcilio, debemos admitir que tomamos la curva
equivocada y estamos extraviados. Sólo después se podrá hacer algo al
respecto.
para abandonar el misticismo medieval y lanzarse a la liturgia moderna por
el bien de la Iglesia. Pero esta liturgia moderna, al menos en las manos de
sus más ardientes promotores, demostró ser tan secular en sus supuestos y
metas como el republicanismo sin Dios de Francia. Pío X se vio finalmente
compelido a condenar, de una vez por todas, el principio de la separación
de Iglesia y Estado en Vehementer Nos (1906). Estamos todavía a la espera
de nuestro “Pío X” en lo que se refiere al republicanismo litúrgico y al
“principio de separación” que se ha encarnado en la lex orandi de los
nuevos libros litúrgicos.

Es posible que, para que ello ocurra, tengamos que esperar mucho tiempo.
Pero la vida interior de cada individuo ha quedado entregada a sus propias
manos. Se espera que cada uno de ellos viva una vida litúrgica, y
necesitamos encontrar las condiciones adecuadas -o crearlas- para que ello
sea posible, ayudando en ello a los demás. Un primer e insustituible paso
en despertar las almas de los huérfanos litúrgicos a las grandezas del culto
divino es, simplemente, invitarlos a que asistan a la Misa tradicional de vez
en cuando y animarlos a que lo hagan. Tendrán en ella la experiencia de
algo que es extraño e incómodo, algo que se dirige a Dios trascendente, y
que no se inclina hacia ellos para incluirlos e instruirlos; algo que es
curiosamente no moderno e incluso indiferente a su entorno, pero que es
absolutamente en serio; y puede que logren gustar algo de lo que se siente
en la adoración, en la súplica, en el arrepentimiento: verán, en efecto, que
se ofrece un sacrificio.

La liturgia católica tradicional beneficia al hombre moderno precisamente


porque acentúa lo que es profundamente no moderno: verdades y símbolos
que nos vienen desde el Antiguo Testamento, de la época apostólica, de la
Iglesia de los Padres, de la Edad Media, del Renacimiento y del Barroco, de
todos los siglos que ha atravesado la Esposa de Cristo creyendo y adorando,
ofreciendo al Señor -ofreciéndose ella misma- un sacrificio de alabanza.
Como ha dicho el obispo Mons. Athanasius Schneider, la reforma litúrgica,
con su implacable alejamiento de este vasto y viviente repositorio (a pesar
de algunos guiños retóricos a ciertas fuentes antiguas, redactados en
pesados términos), ha herido el Cuerpo Místico de Cristo en la tierra y le ha
infligido una amnesia que crece cada vez más. Durante cincuenta años
hemos privado al Señor de un culto adecuado, y nos hemos privado a
nosotros mismos de sus beneficios; un culto que lo tenga a Él como único
objeto y a nosotros como los humildes servidores de sus sagrados misterios.
No sólo debemos reparar este daño sino que, como lo diría Aristóteles,
inclinar el fiel en la dirección contraria, agarrándonos con todas nuestras
fuerzas a las formas, cargadas de piedad, que hemos heredado de la Edad
de la Fe.

Pero la liturgia tradicional hace más que volver a conectarnos con la


sabiduría y el amor que reina en la comunión de los santos: ella beneficia
al hombre en cuanto hombre, al homo liturgicus que fue creado para
“adorar al Señor en la belleza de la santidad”, con el oro de la música
sagrada, el incienso del ceremonial majestuoso, la mirra del silencioso
homenaje, a fin de que podamos ejercer en plenitud la virtud de la religión.

Lo que está oculto a los sabios y entendidos y es obvio para los pequeños,
es que, mientras más rico es el contenido de la liturgia, mayor es el
incentivo -y la recompensa- de nuestro esfuerzo por entrar en ella. Si nos
educamos a nosotros mismos en la tradición católica, perderemos algo, sí:
perderemos nuestro analfabetismo contemporáneo y nuestra ilusión de ser
superiores. Pero ganaremos, en cambio, algo que es muchísimo más
precioso: la realidad, sólida como roca, de una herencia bimilenaria, la
escuela exigente y deleitosa de los santos. Y encontraremos que
comenzamos a vivir en serio la vita liturgica.

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