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Armas de persuasión masiva.

Retórica y ritual en
la Guerra del Pacífico

CENTRO DE ESTUDIOS BICENTENARIO


1810-1910-2010
Centro de Estudios Bicentenario
Chile
1810–1910–2010

CIP - Centro de Estudios Bicentenario

Armas de persuasión masiva: Retórica y ritual en


la Guerra del Pacífico / Carmen Mc Evoy
(edición y estudio preliminar).

Incluye notas bibliográficas.


1.- Guerra del Pacífico, 1879-1884 – Sermones y discursos. 2. Guerra del Pacífico,
1879-1884 – Fuentes. I.- Mc Evoy, Carmen, ed.

CDD 22
983.0616 2010 RCA2

© Centro de Estudios Bicentenario


© Carmen Mc Evoy

Derechos Reservados
Tapa rústica:
ISBN:

Tapa dura:
ISBN:
Inscripción Registro de Propiedad Intelectual Nº
Primera edición, marzo de 2010

Fotografía de portada:
Diseño de portada: Elena Manríquez

Impreso en Andros Impresores


Hecho en Chile / Printed in Chile

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la tapa, puede ser reproducida, almacenada
o transmitida en manera alguna por ningún medio sin permiso previo del editor.
Armas de persuasión masiva.
Retórica y ritual en
la Guerra del Pacífico

Carmen Mc Evoy
(Edición y estudio preliminar)

Ediciones
Centro de Estudios Bicentenario
Santiago
2010
ÍNDICE

Presentación 15

I) Carmen Mc Evoy, Armas de persuasión masiva. Retórica


y ritual en la Guerra del Pacífico 21

II) DOCUMENTOS:

Oratoria sagrada

1) Discursos religioso-patrióticos en la Catedral de Santiago con


motivo de la solemne rogativa por el triunfo de las armas
chilenas (abril de 1879):
– Discurso de apertura pronunciado por el presbítero don
Rodolfo Vergara Antúnez el 13 de abril de 1879 113
– Discurso sobre el patriotismo considerado como virtud
cristiana, pronunciado por el presbítero don Esteban
Muñoz Donoso, el 15 de abril de 1879 121
– “La guerra en manos de Dios”. Discurso pronunciado por
don Esteban Muñoz Donoso el 19 de abril de 1879 127
– Discurso religioso pronunciado por el presbítero
don Ramón Ángel Jara al terminar la rogativa el 21 de abril
de 1879 135

2) Pastorales:
– Pastoral del obispo de Santiago Joaquín Larraín Gandarillas
(5 de abril de 1879) 145
– Carta pastoral del obispo de Concepción José Hipólito Salas
(8 de abril de 1879) 148
– Pastoral del obispo de Ancud Francisco de Paula Solar
(12 de mayo de 1879) 160

3) Alocución religioso-patriótica de Ramón Ángel Jara en la


despedida del batallón Chacabuco 167

7
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

4) Oración fúnebre en honor a los chilenos muertos en la jornada


naval de Iquique, el 21 de mayo de 1879, pronunciada en la
Catedral de Santiago por el P. D. Esteban Muñoz Donoso,
el 10 de junio de 1879 171

5) Oración fúnebre por los héroes de la Esmeralda y la


Covadonga muertos gloriosamente en la rada de Iquique el
21 de mayo de 1879, pronunciada en la iglesia del
Espíritu Santo de Valparaíso el 10 de junio del mismo año
por el presbítero Salvador Donoso 179

6) Oración fúnebre por los valientes guerreros de Chile


muertos en Tacna y Arica, predicada por el presbítero
don Salvador Donoso en la iglesia parroquial de San Felipe,
el viernes 2 de julio de 1880 187

7) Discurso pronunciado por el presbítero don Salvador Donoso


en la iglesia del Espíritu Santo en celebración del triunfo
de Arica 196

8) Oración fúnebre pronunciada por el presbítero


Francisco Bello celebrada en honor a las víctimas de la
guerra el 11 de agosto de 1880 200

9) Discurso religioso-patriótico pronunciado por el cura vicario


de Chillán, presbítero don Vicente de las Casas, en la solemne
recepción y colocación que se hizo en la iglesia matriz del
estandarte peruano del batallón Iquique Nº 1 de las Guardias
Nacionales, el 9 de septiembre de 1880 216

10) Oración fúnebre por los jefes, oficiales y soldados chilenos


muertos en los combates de Chorrillos y Miraflores, predicada
en la Catedral de Lima el 3 de febrero de 1881, por el presbítero
don Salvador Donoso 225

11) Discurso pronunciado por el señor Gobernador Eclesiástico de


Valparaíso, Mariano Casanova, en el solemne Te Deum de
Acción de Gracias por la entrada del Ejército del Norte,
celebrado el 12 de marzo de 1881 en la parroquia del
Espíritu Santo 232

12) Salutación hecha en nombre de la religión al Ejército y


Armada de Chile en el día de su entrada triunfal a la capital,
por el presbítero Ramón Ángel Jara 239

8
Indice

Oratoria cívica y cultura de la movilización

1) Ceremonia patriótica en Valparaíso con ocasión de la


declaratoria de guerra a Bolivia. Discursos de Isidoro Errázuriz,
Máximo Lira y Francisco Moreno 245

2) Discurso de Isidoro Errázuriz a las tropas embarcadas en la


Santa Lucía el 24 de febrero de 1879 252

3) Discursos pronunciados en el meeting del día 9 de marzo


realizado en Talca 254

4) Recepción de los héroes de la Covadonga 262

5) Recepción a los prisioneros de la Esmeralda en Valparaíso 285

6) Recepción de los restos de los héroes de Tarapacá y Arica 294

7) Discurso del señor Miguel Luis Amunátegui en el funeral


de Rafael Sotomayor en Santiago 312

8) Honras fúnebres a los oficiales muertos en Tacna 315

9) Proclama del general Baquedano al Ejército, después del


Asalto y Toma de Arica, el 8 de junio de 1880 320

10) Proclama del general Baquedano al Ejército, en la tarde del


del día 12 de enero de 1881 321

11) Proclama del general Baquedano al tomar posesión de Lima,


el 18 de enero de 1880 323

12) Discursos en el banquete en honor a Manuel Baquedano


en Valparaíso 325

13) Discurso de Celia Allende en honor del general don Manuel


Baquedano, Santiago, 14 de marzo de 1881 331

14) Discurso pronunciado por don Justo Arteaga Alemparte


a nombre de la prensa a propósito de la llegada de los
expedicionarios a Valparaíso, marzo de 1881 333

15) Repartición de las medallas a los vencedores del Ejército


Perú-Boliviano, 17 de septiembre de 1884 335

9
Para Juliana, por el regalo de tu vida.
“Sí, señores, y la historia de mañana hablará de una nueva Esparta
que se ha dado a conocer en la presente guerra,
nacida al pie de la cordillera y en la que sus hombres y mujeres
han igualado si no superado aquellos hechos mitológicos”.

Discurso de Indalecio Díaz en la ceremonia de recepción


de los restos de los caídos en Tacna y Tarapacá,
13 de marzo de 1880.

La semiología nos ha enseñado que el mito tiene a su cargo fundamentar,


como naturaleza, lo que es intención histórica; como eternidad, lo que es
contingencia. Este mecanismo es, justamente, la forma de acción específica
de la ideología burguesa. Si nuestra sociedad es objetivamente el campo pri-
vilegiado de las significaciones míticas se debe a que el mito es formalmente
el instrumento más apropiado para la inversión ideológica que la define: en
todos los niveles de la comunicación humana, el mito opera la inversión de
la antifisis en seudofisis.
El mundo provee al mito de una realidad histórica, definida –aunque
haya que remontarse muy lejos– por la manera en que los hombres la han
producido o utilizado; el mito restituye una imagen natural de esa realidad.
De la misma manera que la ideología burguesa se define por la defección
del nombre burgués, el mito está constituido por la pérdida de la cualidad
histórica de las cosas: las cosas pierden en él el recuerdo de su construcción.
El mundo entra al lenguaje como una relación dialéctica de actividades, de
actos humanos; sale del mito como un cuadro armonioso de esencias. Se ha
operado una prestidigitación que trastoca lo real, lo vacía de historia y lo llena
de naturaleza, despoja de su sentido a las cosas de modo tal, que las hace
aparecer sin significado humano. La función del mito es eliminar lo real; es,
estrictamente, un derrame incesante, una hemorragia o, si se prefiere, una
evaporación, en síntesis, una ausencia sensible.
A esta altura nos resulta posible completar la definición semiológica del
mito en la sociedad burguesa: el mito es un habla despolitizada. Naturalmente,

13
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

es necesario entender política en el sentido profundo, como conjunto de


relaciones humanas en su poder de construcción del mundo; sobre todo es
necesario dar un valor activo al sufijo des: aquí representa un movimiento
operatorio, actualiza sin cesar una defección. […] El mito no niega las cosas;
su función, por el contrario, es hablar de ellas; simplemente las purifica, las
vuelve inocentes, las funda como naturaleza y eternidad, les confiere una
claridad que no es la de la explicación, sino de la comprobación […] Al
pasar de la historia a la naturaleza, el mito efectúa una economía: consigue
abolir la complejidad de los actos humanos, les otorga la simplicidad de las
esencias, suprime la dialéctica, cualquier superación que vaya más allá de lo
visible inmediato, organiza un mundo sin contradicciones puesto que no tiene
profundidad, un mundo desplegado en la evidencia, funda una claridad feliz:
las cosas parecen tener significado por sí mismas.

Roland Barthes, Mitologías

14
PRESENTACIÓN

Las sociedades son la suma de sus historias de guerra. Por tratarse de un evento
que modela como ningún otro las identidades culturales, la guerra requiere
de una retórica integradora que, además de producir una imagen victoriosa
e incluso un destino manifiesto, sea capaz de perfilar los rasgos esenciales del
enemigo. El análisis del discurso nacionalista que emerge en Chile a partir de
la Guerra del Pacífico y la función que en su diseño conceptual cumplieron los
hombres de palabras es el tema central de este trabajo. Los encuentros entre
guerra y memoria se han convertido en materia de una renovada reflexión
historiográfica. Trabajos recientes muestran cómo la exacerbación de la me-
moria y la experiencia de la guerra son fenómenos inseparables. Así, guerra,
memoria e historia conforman una trilogía que evoca relaciones tendientes
a construir identidades colectivas.
Un caso paradigmático del uso de la memoria histórica con fines ideo-
lógicos es el conocido relato en el que Gonzalo Bulnes –el más importante
historiador de la Guerra del Pacífico– reproduce la conversación entre Patricio
Lynch y un grupo de soldados chilenos y peruanos heridos en combate.
Teniendo como testigo de excepción al marino francés Abel Henri Bergasse
Du Petit Thouars, la meta de Bulnes fue probar que el conflicto trinacional
no era propiedad de sus directores, sino que él le pertenecía a un pueblo
iniciado en el discurso nacionalista. La gran lección que Bulnes intentó
transmitir, por intermedio de aquel soldado herido que afirmó estar peleando
por una patria distante, fue que el poder de Chile no radicaba tan solo en
la eficacia de sus armas convencionales. Para Bulnes el triunfo final en Lima
estaba íntimamente asociado al grado de ideologización de los habitantes del
país vencedor; la república de Chile contaba con un imaginario nacional del
que carecían sus rivales. Conformado por un conjunto de símbolos, palabras
y rituales que informaban su identidad colectiva, este marco conceptual dis-
ponía, además, de un sistema comunicacional y de una sociedad entrenada
para decodificarlo.
A pesar de que fueron sólo tres los soldados entrevistados por Lynch y
no obstante que la victoria chilena se debió en buena cuenta a la labor de
una maquinaria político-militar hábilmente manejada desde La Moneda, el
relato esencialista de Bulnes ha resistido el embate del tiempo. Es por ello
que, parafraseando a Hayden White, es posible afirmar que el nacionalismo

15
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual durante la Guerra del Pacífico

chileno es real no tanto porque existió como cifra estadística, sino porque sus
productores tuvieron la habilidad de construir imágenes imborrables. Una de
las que aún permanece en nuestra memoria, a pesar del tiempo transcurrido,
es la de aquel soldado herido en combate ofreciendo una cátedra de nacionalis-
mo a un oficial francés y a un grupo de peruanos derrotados y confundidos.
Además de los aspectos logísticos y estratégicos que toda guerra requiere,
esta también demanda un relato que le provea de legitimidad. La narrativa de
la guerra surge en los campamentos militares, pero también se va gestando
en las oficinas de redacción de los periódicos, en los púlpitos de las iglesias y
en los escritorios de los publicistas. No obstante la importancia que exhibe la
Guerra del Pacífico como memoria colectiva, el campo de estudio que abarca
su proceso de elaboración intelectual no ha recibido, salvo escasas excepcio-
nes, el interés de los historiadores. Abordar la guerra como representación y
como relato intertextual permite descubrir la existencia de un frente ideoló-
gico diseñado sobre la base de una vieja tradición retórica que para Chile se
remonta a los años de la Independencia. La “guerra de las palabras” colaboró,
qué duda cabe, en el proceso de fortalecimiento de la joven identidad chilena
ayudando, mediante la creación de un mapa cognitivo, a cristalizar aquello
que Anthony Smith define como moralidades significativas. Son estas las que
deben de ser emuladas por la colectividad en su conjunto.
El reconocido historiador Alfredo Jocelyn-Holt ha cuestionado el carácter
esencialista del nacionalismo chileno al afirmar que este no puede ser con-
cebido como una mentalidad profunda, asentada y colectiva. Partiendo de
la premisa de que la apelación a lo nacional es un instrumento básicamente
político, Jocelyn-Holt sostiene que el éxito obtenido por el nacionalismo en
su país no parece radicar en que aquel fue una variante más elaborada que
la de sus vecinos, sino al hecho de que dicha creación guarda una estrecha
relación con factores contingentes que poco o nada tienen que ver con el
nacionalismo en sí. El carácter compacto del territorio chileno, la ausencia
de fuerzas regionales que conspiran contra la centralización, la homoge-
neidad racial, una iglesia relativamente débil, y una sorprendentemente
quieta población rural, ayudaron a enraizar el nacionalismo en Chile. Este
país –concluye Jocelyn-Holt– no fue más nacionalista que otros países, sino
que allí fue bastante más fácil que el nacionalismo floreciera. Es indudable
que análisis como los anteriores y otros más recientes ayudan a comprender
los elementos estructurales que colaboraron en el proceso de construcción
identitaria en Chile1. Sin embargo, al soslayar la importancia de los aspectos
retóricos y rituales del proyecto nacionalista nativo, es decir, al olvidar aquella

1 Un pionero e indispensable balance sobre este importante fenómeno se encuentra


en Gabriel Cid y Alejandro San Francisco, “Introducción. Nación y Nacionalismo en
Chile, siglo XIX: balances y problemas historiográficos”, en Gabriel Cid y Alejandro San

16
Presentación

infraestructura material que finalmente lo sostiene y lo nutre, se puede crear


la falsa idea de que el nacionalismo chileno nació por generación espontá-
nea. Ello, a pesar de lo complejo de su proceso de elaboración y del grado
de sofisticación que exhiben sus promotores.
Esta investigación tiene por propósito desmontar algunas de las lógicas
de la ideología nacionalista que sirvió de sustento a la Guerra del Pacífico.
En mayo de 1997 llegué a Santiago por primera vez. Debo confesar que mi
interés por Chile surgió a partir de una poderosa imagen que se clavó en mi
mente mientras leía el recuento de un expedicionario sobre la toma de Lima
en 1881. El símil que utilizó el cronista-soldado para describir a la capital pe-
ruana –“una bacante que se retorcía en medio de sus placeres”– me empujó
a buscar la fuente de donde emanaba una retórica tan rica en imágenes y
en símbolos, que evocaba una de aquellas mujeres irracionales y erotizadas
descritas por Eurípides.
En la Biblioteca Nacional de Santiago descubrí que la feminización y
erotización de Lima fue una de las claves de una narrativa cuyo propósito
fundamental consistió en exaltar la masculinidad de los vencedores. Ahí tam-
bién me encontré con Benjamín Vicuña Mackenna quien me “guió” por los
vericuetos de ese poderoso discurso que él, mejor que nadie, logró cimentar
con palabras y complicados rituales. El archivo Vicuña Mackenna, tan impre-
visible como lo fue su propio dueño, me permitió entender la guerra en toda
su complejidad. Teniendo como base las ideas generadas por un grupo de
discípulos del arzobispo Rafael Valentín Valdivieso, quienes a su vez lideraban
la cruzada bélica “de la mano de Dios”, logré transitar por los senderos del
nacionalismo católico, cuya retórica sirvió, entre otras cosas, para convencer
a los soldados y milicianos que la divinidad apoyaba a Chile y que el cielo era
la última morada de los que morían por la patria.
Luego de varios años de investigación he logrado comprender que la
Guerra del Pacífico no fue un asunto meramente militar. El conflicto armado
contra Bolivia y Perú fue el punto de inflexión de un largo proceso de ex-
perimentación política e intelectual, el cual no ha sido analizado en toda su
magnitud. Las armas de persuasión masiva que Chile llevó a la guerra fueron
forjadas al calor de un debate político interno. En este fascinante escenario
cultural, la retórica cumplió un papel estelar. Considero que los notables
avances de la historiografía peruana, tanto a nivel teórico como metodológico,
pueden ayudar a brindar luces sobre una guerra que para ser superada debe
ser antes transformada en Historia. Mi aproximación al tema de la Guerra del
Pacífico es un esfuerzo por retornar a 1879 sin el lastre del trauma, del mito
y mucho menos de la celebración patriótica. Como profesional de la historia,

Francisco (eds.), Nación y Nacionalismo en Chile, siglo XIX (Santiago, Centro de Estudios
Bicentenario, 2009), vol. 1, pp. XI-XXVIII.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual durante la Guerra del Pacífico

me guía la búsqueda de la verdad y pienso que para encontrarla es necesario


devolver la palabra a los actores históricos. Escucharlos, como es lo que he
intentado hacer en el presente trabajo, ayuda a entender mejor la lógica y las
motivaciones que los mueven a hablar.
Estudiar la Guerra del Pacífico desde fuera de América Latina me ha
permitido tomar distancia de aquello que Claudio Fuentes ha denominado
“el círculo vicioso de la rivalidad” chileno-peruana. Conflictos recientes como
el de Irak han reforzado, asimismo, mi percepción respecto a la necesidad
que tienen los Estados por legitimar el uso de la violencia contra sus rivales,
más allá de las implicancias morales que dicho acto conlleva. La existencia de
un conjunto de armas de destrucción masiva, que nunca fueron encontradas,
fue el motivo principal de uno de los conflictos armados más nefastos de los
que se tiene memoria. De ahí el nombre que he escogido para un libro que
pretende abrir un debate alturado sobre lo que separa a Chile del Perú sin
perder jamás de vista la compleja y dolorosa historia que nos une.
El presente estudio es el primer avance de una investigación que se re-
monta a una década atrás. Ella ha sido posible gracias a la generosidad de
muchas instituciones, colegas y amigos. Primero que nada debo agradecer a
la John Simon Guggenheim Foundation, cuya beca me permitió pasar una
larga temporada en Santiago. Ahí pude disfrutar de la hospitalidad de un
grupo muy especial de entrañables amigas. Un agradecimiento muy especial
a Isabel Cruz, Alexandrine de la Taille, Pilar Hevia, Macarena Ponce, Carola
Sciolla, Olaya Sanfuentes, Alejandra Vega y Trinidad Zaldívar, quienes se
convirtieron por varios años en mi familia adoptiva. Nunca olvidaré todos
los buenos momentos que pasé con ellas y mucho menos se borrará de mi
memoria esa gloriosa “oda al congrio” en Zapallar. De Ana María Stuven,
mi amiga, colega y compañera de aventuras, aprendí muchísimo en esas
conversaciones que sostuvimos a lo largo de los años. Ana María, una gran
amante de la naturaleza, me regaló, además, la experienca de una cabalgata
por la Patagonia de la que salí viva gracias a la destreza y el buen humor de
Andrea Botto. El Instituto de Historia de la Universidad Católica de Chile me
apoyó en diversos momentos de esta investigación en la persona de Patricio
Bernedo, Ricardo Couyoumdjian, Nicolás Cruz, Cristián Gazmuri y Rafael
Sagredo, quien me ayudó también con su inmenso conocimiento bibliográ-
fico. Del mismo modo agradezco a Sewanee, mi querida universidad a la que
le debo tanto. En especial debo reconocer el apoyo del decano John Gatta y
de Tammy Scissom, quien me ayudó a transcribir algunos de los sermones y
discursos que aparecen en esta colección.
Gracias a una invitación del Instituto de Historia de la Universidad
Católica conocí a dos brillantes estudiantes además de excelentes personas.
Sin la ayuda incondicional y las sugerencias atinadas de Andrés Estefane y
David Home este avance sobre mi estudio de la Guerra del Pacífico no hubiera

18
Presentación

podido completarse. Cuando pienso en Andrés y David se vienen a mi me-


moria los primeros años de mi investigación cuando los tres transitábamos
por un laberinto de papeles que no era más que un reflejo de esa guerra de
palabras que yo, con la ayuda de ellos, intentaba develar. Aunque nos vemos
regularmente y me siento sumamente orgullosa de sus respectivas carreras
profesionales, aún recuerdo con una pizca de nostalgia nuestros almuerzos
en el Mercado Central. Ahí, al calor de una copa de vino y al compás de un
vals criollo disfrutábamos de los nuevos hallazgos y conversábamos con ilusión
sobre sus planes. Ahora que se encuentran en camino a alcanzar sus metas
les agradezco por haberme permitido ser testigo de los logros de un Chile
joven, inteligente y solidario.
Cuando le propuse a Alejandro San Francisco publicar este libro no lo
dudó ni un solo instante. Le agradezco doblemente, por la confianza en mi
trabajo y por presentarme a Gabriel Cid, una joven promesa de la historio-
grafía chilena, quien me ayudó a editar este texto. Gabriel además consiguió
las fotos que lo acompañan, incluyendo la de la portada, que creemos es de
Isidoro Errázuriz arengando a los expedicionarios en el campamento de Lurín.
Estas imágenes ayudan a conocer a los productores de las armas de persuasión
masiva y a entender los usos de la retórica y el ritual con fines bélicos. A mi
colega y entrañable amigo José Luis Rénique le debo su apoyo incondicional
en esta, así como en otras empresas intelectuales. Gracias también a Carlos
Gálvez, Margarita Guerra, María Natal, Roberto Niada, José Ragas y Elías Palti
quienes leyeron y comentaron el manuscrito. Last but not least, debo agradecer
a mi familia. A Lida, mi madre, quien me enseñó a amar y celebrar la vida.
A Enrique, Kike, Lana, Mariana, Andrew y a la pequeña Juliana por el gran
apoyo y el inmenso amor que siempre me han brindado. Mientras trabajaba
en este proyecto mi hija Mariana esperaba la llegada de nuestra Juliana a
quien le dedico con amor este libro.

La Punta, 20 de enero del 2010.

19
ARMAS DE PERSUASIÓN MASIVA.
Retórica y ritual en
la Guerra del Pacífico

“Cuando se acoplan dos infames naciones como dos infames meretrices;


cuando con aleve y cobarde felonía se espía la ocasión de pelear
en la enorme y vergonzosa proporción de un chileno contra mil peruanos;
cuando el espionaje enemigo está regimentado militarmente en toda
nuestra República; cuando el tímido pavor de los envilecidos cholos
no deja esperanza de ver el fin de este entorpecedor y denigrante estado
de las naciones civilizadas; entonces no debe quedar un solo hombre
que no corra a las armas, y que el cántico sagrado que entone
a cada instante sea ¡A la guerra, a la guerra! ¡Al Perú, al Perú!”

Discurso pronunciado por Miguel Hurtado


en San Fernando, 8 de junio de 1879.2

“Cuando al caer el sol en los días memorables del 13 y del 15


de enero último contemplábamos abismados y silenciosos las piras fúnebres
de Chorrillos y Miraflores, iluminando con siniestro fulgor
esos millares de cadáveres tendidos en el polvo y despezados por el plomo.
¡Ay! ¡Oh dolor! ¡Oh sumo dolor sentíamos en nuestras almas destrozadas
y abatidas como si las oprimiera el peso de una inmensa montaña!
Y cuando oíamos el grito desgarrador de esos miles de heridos,
hacinados por la necesidad del momento sin poderles prestar eficaz socorro:
¡Oh, Dios mío! ¿quién sabe medir la profunda y vasta tristeza
que ahoga el corazón en un mar de penas para maldecir una y mil veces
esa bárbara ley de dirimir por la espada las cuestiones
que debieran resolverse por la palabra inteligente y justiciera?”

Oración fúnebre por los jefes, oficiales y soldados chilenos muertos


en las batallas de San Juan y Miraflores, predicada en la catedral de Lima
el 3 de febrero de 1881 por el presbítero Salvador Donoso.3

2 La Juventud, San Fernando, 8 de junio de 1879.


3 Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 16 de mayo de 1881, p. 1053. En lo que sigue,
utilizamos la reedición del Boletín hecha en 1982 por la Editorial Andrés Bello.

21
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

La palabra desempeñó un papel fundamental durante la Guerra del Pacífico.


Entre 1879 y 1884 el homo rethor chileno se valió de ella para definir el conflicto
armado con sus vecinos, exacerbar el patriotismo de la población y resaltar
la preeminencia de una tradición republicano-cristiana considerada como
única en la región. Aun cuando la disputa entre Cicerón y Catilina estableció
el principio de que en las relaciones civilizadas las armas estaban vedadas, la
retórica que surgió en Chile a partir del desembarco en Antofagasta sirvió,
entre otras cosas, para justificar la violencia organizada. El discurso pronun-
ciado en San Bernardo por el presbítero Ramón Ángel Jara en mayo de 1879
nos permite explorar el universo intelectual de un eximio representante de
la palabra en armas. En la despedida del batallón Chacabuco, el sacerdote
explicó el verdadero sentido de la misión que aguardaba a los casi seiscientos
soldados formados alrededor del altar del templo. Jara, un reconocido orador
sagrado, arrancó copiosas lágrimas de los asistentes al señalar que “la religión
y la patria” lo habían enviado con la misión de fomentar el heroísmo entre
los futuros combatientes. Cuando la patria –“insultada cobardemente por la
insolencia y perfidia de dos naciones”– convocó el apoyo de todos sus hijos, los
integrantes del Chacabuco no dudaron en aceptar el reto, demostrando que
ni los halagos de la fortuna ni las necesidades del hogar eran obstáculos para
cumplir con ese sagrado deber. Antes de desempeñar su tarea patriótica, los
soldados cristianos estaban, sin embargo, obligados a arrodillarse ante el Dios
de los Ejércitos y ante el altar de María (quien, desde ese momento, se erigi-
ría en escudo del batallón), porque los guerreros cristianos iban al combate
obedeciendo a su conciencia y desempeñando el honroso cargo de “ministros
de la justicia de Dios”. La recomendación del sacerdote a los expedicionarios
era que recordasen siempre los nombres gloriosos de O’Higgins, Carrera y
Rodríguez, y que, antes de lanzarse como leones sobre los “pérfidos enemi-
gos” de la república, invocasen el apoyo de las fuerzas espirituales. “Romped
sus filas, sembrad la muerte, pisotead sus manchados estandartes”, fueron las
poderosas palabras que, junto con los escapularios de la Virgen del Carmen,
los soldados del Chacabuco portaron consigo a través del largo peregrinaje
que culminó en La Concepción.4
El propósito de este estudio, basado en el análisis exhaustivo de un con-
junto de sermones y discursos pronunciados entre 1879 y 1884, es develar
los mecanismos retóricos que, en clave secular y sagrada, fueron usados para
fundamentar la Guerra del Pacífico. Este trabajo se propone además analizar
los rituales que sirvieron de soporte a ese despliegue de elocuencia cívica. Los
oradores y predicadores chilenos –herederos directos de la tradición retórica
inaugurada en los años de la Independencia– fueron los responsables de dotar
a una nación en armas de una narrativa histórica capaz de justificar un conflicto
internacional inédito, integrándolo a una cadena de eventos de estirpe bíblica

4 El Estandarte Católico, Santiago, 17 de mayo de 1879.

22
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

y republicana. Los representantes de la Iglesia y del liberalismo recurrirán a


los lenguajes arcaicos de la guerra santa y de la guerra cívica para dar sentido
a una conflagración moderna que se luchó, qué duda cabe, por el control de
una fabulosa riqueza salitrera. La guerra comunicacional, aquella que tuvo
entre sus objetivos conquistar las mentes y los corazones de las multitudes,
tuvo por trincheras los púlpitos de las iglesias, los balcones y los cientos de
tabladillos instalados en cada plaza de la república. De ahí surgieron las armas
de persuasión masiva que, como en el caso específico de los conceptos de la
guerra justa o del heroísmo cristiano, se utilizaron en el frente interno y se
exportaron al externo. La teorización de la guerra no ocurrió en abstracto. En
cada acto de recepción a los soldados que regresaban del frente de batalla y
en cada ceremonia organizada para conmemorar a los caídos en combate, el
ritual, dirigido a exacerbar las emociones y los sentidos, ayudó a instalar una
narrativa que fue eficiente por su simplicidad. El conflicto contra la Alianza fue
un momento cultural privilegiado en el cual se forjaron experiencias capaces
de dejar una huella profunda en la memoria colectiva del pueblo chileno. La
noción de que la guerra contra Bolivia y el Perú fue una “epopeya”, una cru-
zada cristiana en la que el “Dios de los Ejércitos” favoreció constantemente a
los expedicionarios, fue parte del libreto ideológico provisto por intelectuales
que, como Isidoro Errázuriz, se convirtieron en “agentes del recuerdo”, esto
es, en vínculos entre la sociedad civil y un Estado más preocupado en ganar
la guerra que en justificarla.
Interpretaciones recientes en torno a la historia cultural de la guerra
han identificado dos componentes que son básicos para hacer inteligible un
acto de violencia que atenta, como ningún otro, contra las bases mismas de
la humanidad civilizada. El primero, descrito como la “memoria moderna”,
se refiere a la creación de un nuevo lenguaje en el cual deben ser conside-
rados los avances culturales previos al conflicto armado. En esta explicación
histórica también debe analizarse la experiencia directa del soldado, quien,
mediante su relato, permite abordar la guerra desde un lugar alejado de esas
grandes declaraciones patrióticas cuya finalidad es forzarlo a que entregue
su vida por el honor nacional. La segunda manera de explicar la guerra –y
es la que se hace evidente en los casos analizados en este estudio– es la de
la certidumbre patriótica. Esta se refleja en una oratoria capaz de construir
eufemismos sobre la gloria, la eternidad y el sacrificio. En otras palabras, esta
segunda memoria de la guerra, llamada “tradicional”, es la que se encuen-
tra estrechamente asociada a la manipulación y a las mentiras, pilares de la
maquinaria propagandística que todo conflicto bélico requiere para captar
adeptos y para justificarse.5

5 Jay Winter, Site of memory, sites of mourning. The Great War in European cultural history
(Cambridge, Cambridge University Press, 1995), y del mismo autor War and remembrance
in the twentieth century (Cambridge, Cambridge University Press, 1999).

23
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

La Guerra del Pacífico demandó de un lenguaje que, como era de espe-


rarse, no provino de la narrativa de los soldados ni de una experiencia cultural
moderna, sino de viejas tradiciones que, como las de la guerra santa y la guerra
cívica, fueron reformuladas con la finalidad de alcanzar objetivos modernos.
El poder que exhibieron las palabras utilizadas para explicar las razones por
las cuales Chile debía enfrentarse a la Alianza radicó en que ellas provenían
de la tradición retórica de la cual bebieron tanto los liberales como los re-
presentantes de la Iglesia en Chile. En plena guerra, oradores de la talla de
Benjamín Vicuña Mackenna e Isidoro Errázuriz y predicadores de la categoría
de Salvador Donoso, Ramón Ángel Jara y Mariano Casanova construyeron,
de manera simultánea, la narrativa y la estética de un evento que influenció,
como ningún otro, la trayectoria cultural del Chile republicano.
A pesar de que las palabras de los oradores y predicadores chilenos fueron
decisivas en la importante tarea de generar confianza en el frente interno, y
coraje y deseo de revancha en el externo, la compleja arquitectura concep-
tual de la narrativa que se fue consolidando a partir de 1879 no ha merecido,
salvo honrosas excepciones, el interés de la historiografía.6 La ausencia de
un estudio detallado sobre lo que, en nuestra opinión, es la matriz cultural
de la Guerra del Pacífico resulta bastante sorprendente cuando se descubre
que en Chile existe una tradición oratoria que se remonta a los años de la
Independencia, la cual, junto con su nivel de alfabetización, convierten a ese
país en un caso bastante peculiar de construcción y diseminación sistemática
del discurso nacionalista. Una comprensión cabal de la cultura de la retóri-
ca –tempranamente instalada en la transición de colonia a república y que
evolucionó a lo largo del siglo XIX– permite abordar tanto los viejos argumen-
tos que la guerra reproduce (“Chile, país civilizador” o “pueblo elegido de
Dios”, por ejemplo) como las importantes mutaciones que, debido a los inten-
sos cambios sociales, sufrieron la actividad oratoria y la tarea periodística.7

6 El libro de William Sater La imagen heroica en Chile, Arturo Prat, santo secular (Santiago,
Centro de Estudios Bicentenario, 2005) es hasta el momento el mejor ejemplo de las
enormes posibilidades que ofrece la historia intelectual para explorar los aspectos
culturales de la Guerra del Pacífico. Dentro de esta tendencia revisionista debemos
ubicar también a los trabajos pioneros de David Home y de Gabriel Cid. Para el punto
anterior ver: Home, Los huérfanos de la Guerra del Pacífico: el “Asilo de la Patria”, 1879-1885
(Santiago, Centro de Investigaciones Barros Arana/LOM, 2007); y Gabriel Cid, Guerra
y conciencia nacional: La Guerra contra la Confederación en el imaginario chileno, 1836-1888
(Tesis para optar al grado de Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de
Chile, 2009).
7 El tema de la oratoria chilena ha sido analizado en el excelente libro de Manuel Vicuña,
Hombres de palabras: oradores, tribunos y predicadores (Santiago, Sudamericana/Centro de
Investigaciones Diego Barros Arana, 2002). Su ensayo bibliográfico es sumamente com-
pleto. Sobre el rol que cumplieron la prensa y la oratoria en la política latinoamericana
del siglo XIX ver el trabajo pionero de Iván Jaksić (ed.), The political power of the word:

24
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

La palabra fue utilizada para narrar, explicar e interpretar cada evento


de la larga y complicada guerra que Chile sostuvo contra Bolivia y el Perú.
La oratoria, en sus versiones profana y sagrada, tuvo por objetivo capturar la
imaginación de aquellos miles de soldados que partieron, en oleadas sucesivas,
a vengar, según los oradores, a la patria maltratada. Pero, junto con la palabra
escrita, estuvo también dirigida al frente interno, consolando y excitando
los sentimientos patrióticos de esos miles de chilenos cuyas vidas se vieron
trastocadas por situaciones inéditas en la historia de la joven república. Uno
de esos episodios fue el triunfo de la escuadra chilena en Punta Angamos el
8 de octubre de 1879. Apenas recibida la noticia de la victoria en las aguas
del Pacífico sur, las calles de Santiago se vieron invadidas por miles de veci-
nos. “¡A La Moneda!” fue la consigna que, con ocasión de la victoria naval,
corrió como reguero de pólvora desde la Alameda hasta el barrio de Yungay.
Benjamín Vicuña Mackenna, quien apenas conocida la noticia se dirigió a
la sede gubernativa, fue forzado a pronunciar un sentido discurso encima
de un carretón cargado de pertrechos militares. “Quiso el cielo de nuestras
viejas glorias que hoy nos acaricia con su manto azulado –clamó Vicuña ante
una concurrencia que hizo enormes esfuerzos por escucharlo– que esa
concentración patriótica ocurriera al pie de la estatua de quien con su genio
poderoso destruyó la primera maquinación de aquellos que atentaron contra
la honra y la fortuna de Chile”. En medio de aplausos y exclamaciones, el re-
conocido intelectual hizo votos para que el brazo levantado de Diego Portales
señalara el camino a la victoria. El discurso de Vicuña, quien dotó al combate
naval de Angamos de un profundo sentido histórico mediante su incorpora-
ción en una larga cadena de recuerdos, provocó un “loco entusiasmo” en el
pueblo, que, luego de escuchar sus palabras, se dirigió a las iglesias a exigir
repiques de campanas.8
La llegada del Huáscar a Valparaíso, donde la población porteña abando-
nó por unas horas sus casas para ver de cerca al “invencible monitor”, fue el
preludio de una celebración multitudinaria que culminó con un despliegue
pirotécnico y una función gratuita de circo. La entrada en la bahía del legen-
dario barco, que ostentaba en sus mástiles dos banderas tricolores –una de
ellas obsequiada por la Compañía Salitrera de Antofagasta–, fue anunciada
con varios disparos de artillería. Cuando alrededor del mediodía del 20 de
octubre la nave de Miguel Grau fue avistada por la población agolpada en
los cerros, un “viva Chile” resonó a varios kilómetros de distancia. A la una y
media de la tarde salió de la Intendencia una comitiva encargada de recibir
la bandera original del Huáscar y entregar a cambio el pabellón chileno. En
el grupo destacaba una comisión de señoras santiaguinas que portaba el

press and oratory in nineteenth-century Latin America (London, Institute of Latin American
Studies, 2002).
8 Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 20 de octubre de 1879, pp. 376-377.

25
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

tricolor, que fue bendecido por el arzobispo Francisco de Paula Taforó. En


el discurso pronunciado desde la popa de la embarcación recientemente
capturada, aquel recordó que Chile había sido obligado a optar entre la
calamidad de la guerra y la deshonra. Refiriéndose a Bolivia y al Perú, el
prelado denunció la tremenda irresponsabilidad de esos dos países, únicos
causantes de una guerra marcada por el orgullo y la ambición. En un claro
intento por estimular las emociones de la concurrencia, Taforó recordó que
bajo los mismos pies de los que asistían a la recepción de la nave peruana
humeaba la sangre de muchos “dignos de defender mejor causa”. El orador
evocó el sonido del cañón destructor, intentando reconstruir el combate
en el cual los miembros palpitantes de los enemigos salpicaron de sangre a
los vencedores. Si estos lograron imponerse fue porque en todo momento
estuvieron protegidos por el todopoderoso “Señor de los Ejércitos”, quien
nunca abandonó a Chile. Luego de concluida la ceremonia mediante la
cual un alto dignatario eclesiástico justificó públicamente la violencia de sus
compatriotas, la bandera peruana fue trasladada al templo del Espíritu Santo.
Allí, el pabellón blanco y rojo fue recibido en depósito por Salvador Donoso,
quien en el acto religioso a su cargo recalcó que nada era más propio que
ofrecer al “Divino Libertador del mundo” los emblemas que recordaban a las
naciones las horas felices en que sus hijos combatían por la honra de la patria.
El estandarte del Huáscar –colocado al pie de un altar chileno– guardaba para
Donoso un doble significado: esa ofrenda era un tributo al amor de la patria
y un homenaje al amor de la religión.9

El acorazado Huáscar en la bahía de Valparaíso tras el combate de Angamos, 1879.

9 Ibíd., pp. 397-399.

26
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

La guerra como experiencia intelectual –ese complejo proceso de


elaboración de las ideas y actitudes que la validan no sólo como acto militar,
sino como proyecto cultural– se manifestó en cada barrio, iglesia, pueblo y
provincia de Chile. La sociedad civil fue iniciada en la experiencia bélica
mediante un acto patriótico que, luego de la declaratoria de guerra a Bolivia
y al Perú, tuvo lugar en cada rincón de la república. Marcado por la suscrip-
ción de un acta en la que los vecinos acordaban por unanimidad apoyar al
gobierno, incluso con la propia vida, este acto simbólico, que contó con el
apoyo de la prensa, proveyó de un espacio privilegiado para el despliegue de
la oratoria patriótica. En la “oratoria bélica” de aquellos que, desde el púlpito
o el tabladillo, “electrizaron” con sus palabras “llenas de fuego y patriotismo”
a auditorios compuestos por miles de personas, es posible observar la imbri-
cación del viejo discurso de la civilización, propio de la tradición retórica,
con imágenes seculares y religiosas cargadas de dramatismo. Estas fueron
capaces de conquistar las mentes y los corazones de aquellas multitudes que
irrumpían de lleno en la esfera pública en búsqueda de nuevas emociones.
En el discurso pronunciado por Roberto Arancibia en Antofagasta, este
novel orador recordó “el despotismo de los cholos”, que hacían arrastrar
a punta de palo, látigo y revólver a “los hijos del trabajo, a los chilenos que
con el sudor de su frente mantenían su lujo y sus vicios”. De acuerdo con el
periódico El Catorce de Febrero, que reprodujo el discurso de Arancibia en su
totalidad, éste fue interrumpido a cada momento por el “entusiasmo loco”
de la concurrencia, principalmente cuando mencionó la “conducta infame”
de las autoridades bolivianas.10
En un registro similar operó la retórica sagrada. En los discursos pronun-
ciados ante las miles de personas que se agolparon en la catedral de Santiago
con ocasión de la novena a favor de la guerra decretada por el vicario capitu-
lar Joaquín Larraín Gandarillas, la conflagración contra Bolivia y el Perú fue
definida como justa y la oración como un acto compulsivo que tenía como
meta ganar el apoyo de Dios. Con una serie de potentes imágenes tomadas de
la Biblia, los predicadores se propusieron alertar a los fieles sobre el peligro
que se cernía sobre Chile y de cómo la Iglesia –y no los masones liberales–
tenía la fórmula perfecta para neutralizarlo. Los monstruos despedazando
corazones, los “torrentes de sangre”, los “rayos de venganza”, los ríos de
fuego tocando populosas ciudades para reducirlas a la miseria, los huracanes
espantosos donde resonaban “los gritos del odio y el estertor de la agonía”,
junto con el uso reiterado de verbos como castigar, anonadar, pulverizar y
despedazar, debieron de quedar impregnados en la mente de una población

10 El discurso de Arancibia, publicado en El Catorce de Febrero, fue reproducido semanas


después en La Reacción, Talca, 3 de abril de 1879.

27
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

consternada por el súbito ingreso de Chile en una guerra de consecuencias


imprevisibles.11
La retórica que le dio sentido a la Guerra del Pacífico generó dos tenden-
cias contrapuestas. “La palabra en armas” cumplió, por un lado, una función
socialmente integradora al forjar una voluntad general que, en teoría, debía
contribuir a la derrota de la Alianza. Dentro de ese contexto, el conflicto con
Bolivia y el Perú fue descrito por sus publicistas como el despertar de Chile
a la cordura y a la unidad. El “desquiciamiento, el vandalismo y la discordia”
que, de acuerdo con un editorial de El Moscardón, afloraron durante los
primeros años de la administración Pinto desaparecieron como por arte de
magia debido a “un genio salvador” llamado guerra.12 La discordia –señaló
Jara en el sermón que pronunció con motivo de la declaratoria de guerra en
la catedral de Santiago– había penetrado hasta el santuario de la familia, y el
clero veía con dolor “divididos a los esposos, al padre en lucha con sus hijos y al
hermano enemigo del hermano”. Una “nube siniestra” comenzaba a cubrir el
cielo de Chile y, en el seno de la república, “hervía un volcán de bajas pasiones
y mezquinos intereses, que amenazaba estallar”. En ese escenario plagado de
conflictos, la guerra fue, de acuerdo con el cura, la salvación que restableció
una unidad que parecía perdida para siempre.13
La retórica de la guerra originó también un potencial disgregador al
promover no sólo posturas divergentes –como fue el caso del discurso bélico
del clero, que sirvió de plataforma para proseguir su ataque contra los
liberales–, sino por inducir a interpretaciones que fueron socavando el canon
de la mesura y de las buenas maneras.14 “Si este país no fuera lo que es, todos
los gandules de los diarios deberían estar disecados y colgados en los faroles de
la ciudad”, escribió el ministro suplente de Guerra a propósito de la difusión
de información confidencial en los medios de comunicación.15 Uno de los
oradores y periodistas más proclives a los destapes contra el gobierno fue sin
lugar a dudas Vicuña Mackenna. Su disputa político-ideológica con la adminis-
tración de Pinto, su contendor en las elecciones de 1875, lo llevó a formar una

11 Discursos Religiosos-Patrióticos predicados en la Catedral de Santiago con motivo de la solemne


rogativa por el triunfo de las armas chilenas con licencia de la autoridad eclesiástica (Santiago,
Imprenta del Estandarte Católico, 1879) (ver apéndice documental).
12 El Moscardón, Valparaíso, 30 de agosto de 1879, y El Barbero, Santiago, 22 de noviembre
de 1879.
13 “Discurso religioso pronunciado por el presbítero Ramón Ángel Jara al terminar la
rogativa del 21 de abril de 1879” (ver apéndice documental).
14 El tema de la guerra como espacio de confrontación política entre la Iglesia y sus viejos
enemigos, los liberales, aparece en Carmen Mc Evoy “‘De la mano de Dios’. El nacio-
nalismo católico chileno y la Guerra del Pacífico, 1879-1881”, Bicentenario. Revista de
Historia de Chile y América, Vol. 5, Nº 1, 2006, pp. 5-44.
15 Francisco Machuca, Las cuatro campañas de la Guerra del Pacífico (Valparaíso, Imprenta
Victoria, 1924), p. 213.

28
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

sólida, compleja y ubicua red de informantes y proveedores de documentos


en el teatro mismo de la guerra, red en la que comprometió desde soldados
rasos hasta conspicuos generales. Para ejercer y mantener ese poder simbólico,
reconocido por sus numerosos lectores, el senador de Coquimbo no tuvo más
opción que montar un complejo aparato comunicacional que le permitiera
competir con el Estado chileno por información de primera mano.16
Las múltiples y contrapuestas imágenes de una guerra de dimensiones casi
cósmicas, en las cuales las naciones enemigas fueron descritas no sólo como
lo femenino degradado (“meretrices”), sino como portadoras de peligrosos
males (la corrupción, el vicio, la barbarie y la ignorancia) que el Chile repu-
blicano tenía la obligación de erradicar, convergieron en la forja de un ideario
nacionalista, en clave secular y religiosa, que fue fortaleciéndose al ritmo de
cada victoria militar. El sacerdote Francisco Bello consideraba que el verdadero
desafío para los chilenos era contemplar la guerra en toda su desnudez. Para
poder descifrar las claves ocultas “del airado mensajero de las iras del Señor”
era imprescindible observar “sus alas de fuego, sus ojos ennegrecidos por
la ira, su cabellera teñida en sangre, empuñando en su brazo el acero de la
muerte y sentado sobre un montón de hacinados cadáveres”. Bello advertía,
sin embargo, sobre la paradoja de la guerra. “Ese tan maldecido monstruo”
derramaría sobre Chile “bienes inmensos” si sus ciudadanos no los despre-
ciaban, si voluntariamente no se torcía el desarrollo de los acontecimientos
bélicos y si, por un malentendido egoísmo, se sacrificaban a fines bastardos
los altos designios de “la Providencia del Señor”. El hijo de Andrés Bello creía
estar viviendo una de las épocas más solemnes de la historia patria y, por tal
razón, no dudó en poner sus grandes dotes oratorias, sin duda aprendidas en
el hogar paterno, a disposición de la causa bélica.17

I. “Una república de hombres elocuentes


y civilizados”
En Chile, la exaltación de la oratoria como instrumento cívico se debe a la
iniciativa de Juan Egaña, primer profesor de Retórica de la Universidad de
San Felipe, pero también a la intervención del liberal español José Joaquín de
Mora. En la apertura del curso de oratoria del Liceo de Chile, del cual Mora
fue fundador y rector, éste señaló que la función primordial de la retórica era

16 Esta discusión en Carmen Mc Evoy, “Guerra, civilización e identidad. Benjamín


Vicuña Mackenna (1879-1884)”, Jahrbuch fur Geschichte Latinamerikas, Vol. 46, 2009 (en
prensa).
17 “Discurso pronunciado por Francisco Bello en las exequias fúnebres por las víctimas de
la Guerra del Pacífico, 11 de agosto de 1880” (ver apéndice documental).

29
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

abrir al ser humano un cofre lleno de riquezas para beneficio de los demás.
Por ser un medio de comunión efectiva y afectiva, Mora atribuyó a la oratoria
un valor casi sacramental. Ella redimía de la soledad, del aislamiento; extraía
de la educación bienes individuales a la vez que colectivos, y rechazaba el
interés personal, que tendía a prescindir de todo compromiso activo con los
requerimientos de la vida en sociedad. Una relación íntima entre la retórica y
la razón autorizaba a que la palabra fuera convertida en un eficaz instrumento
de comunicación, hermanando al género humano, dando cuerpo a las socie-
dades, alentando la civilización y aumentando el progreso.18 La elocuencia
no era, sin embargo, un don natural. En un artículo que Mora escribió sobre
ese tema el gaditano señaló que la oratoria era un arte muy difícil y que sólo
podía adquirirse a fuerza de ejercicios, estudios y meditaciones.19
Que la elocuencia podía tornarse en un instrumento clave para conquis-
tar el poder político dio cuenta el manifiesto que fue enviado para ser leído
entre los seguidores del General Ramón Freire, Intendente Gobernador de
Concepción. En el acto que ha sido considerado como la partida de naci-
miento de la revolución de “los pueblos” contra la dictadura de Bernardo
O’Higgins, Freire acusó a una “Convención ilegítima” de parir “el monstruoso
feto de una constitución que la opresión de las bayonetas hizo reconocer al
pueblo de Santiago”. Utilizando una argumentación propia del republicanis-
mo clásico, el general denunció la “arbitraria voluntad del supremo poder”
de O’Higgins, quien no había permitido que los pueblos encontraran su
lugar en “el areópago” republicano.20 Tanto Mora –a quien Manuel de Salas
describió como “un literato de un saber y fraseología extraordinarios”–21 como
Freire –el “ciudadano militar” rescatado recientemente por Gabriel Salazar–
fueron conscientes del esplendor de las palabras y de los usos políticos de

18 Sobre Mora resulta imprescindible leer su Oración inaugural del curso del Liceo de Chile
pronunciada el 20 de abril de 1830 (Santiago, Imprenta de R. Rengifo, 1830). Para una
aproximación a su vida ver el trabajo clásico de Miguel Luis Amunátegui, Don José Joaquín
Mora. Apuntes Biográficos (Santiago, Imprenta Nacional, 1888). Para su relación con Chile
ver Alamiro de Ávila Martel, Mora y Bello en Chile (Santiago, Universidad de Chile, 1982).
Para su paso por el Perú véase el extraordinario trabajo de Luis Monguío, Don José Joaquín
de Mora y el Perú del ochocientos (Berkeley, University of California Press, 1967). En un
trabajo reciente Gabriel Cid ha explorado el rol que Mora y otros emigrados europeos
jugaron en el desarrollo de la prensa republicana. Cf. Cid, “Prensa y conocimiento: El
Mercurio Chileno, 1828-1829” en Gabriel Cid (recopilación y estudio), El Mercurio Chileno
(Santiago, DIBAM/Centro de Investigaciones Barros Arana, 2009), pp. 11-43.
19 José Joaquín de Mora, “De la elocuencia parlamentaria”, 1 de mayo de 1828, reproducido
en Cid, El Mercurio Chileno, pp. 96 y ss.
20 Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile (1800-1837). Democracia de los pueblos.
Militarismo ciudadano. Golpismo oligárquico (Santiago, Sudamericana, 2005), p. 173.
21 Para los aportes de Mora al desarrollo cultural de Chile ver Bernardo Subercaseaux,
Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Tomo I. Sociedad y cultura liberal en el siglo XIX,
J.V. Lastarria (Santiago, Editorial Universitaria, 1997), pp. 24-30.

30
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

la retórica. Antes de arribar a la solución militar que lo llevaría a la primera


magistratura de la nación, Freire envió una serie de cartas a O’Higgins, en la
que intentaba alertarlo sobre sus errores políticos, canalizando más adelante
el descontento general por medio de la creación de una base de poder, la
Asamblea de los Pueblos Libres, que fue legitimada mediante proclamas de
corte republicano.22

José Joaquín de Mora, Óleo de Amadeo Grass.

Para los hombres educados bajo los dictados del iluminismo dieciochesco,
la elocuencia, el decoro, el arte y la educación contribuían a la formación
de una sociedad civilizada en la que debían reinar las virtudes republicanas.
“Si queréis ser libres como hombres –subrayó Mariano Egaña al inaugurar
el Instituto Nacional en 1813– es preciso que seáis ilustrados; de lo contra-
rio, vuestra libertad será la de las fieras”.23 El decoro se fundamentaba en

22 Salazar, Construcción de Estado en Chile, p. 174.


23 Sol Serrano, Universidad y nación. Chile en el siglo XIX (Santiago, Editorial Universitaria,
1994), p. 41.

31
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

el respeto por los sentimientos de los demás mediante maneras refinadas


de actuar que se sostenían en un código de civilidad. Frente a los demonios
de la modernidad, las elites del siglo XVIII opusieron la vieja moralidad del
estilo. Así, el lenguaje elocuente fue parte constitutiva de una identidad que
luchó por mantenerse vigente valiéndose de la retórica como mecanismo para
la preservación del orden social. Usar el lenguaje para manejar los asuntos
humanos fue percibido como la única alternativa a la violencia, a la pasión
y a la irracionalidad, que amenazaban con devorarlo todo.24 Fue paradóji-
camente el triunfo militar en Lircay lo que alejó a Mora definitivamente de
Chile y de los proyectos intelectuales que acarició para la joven república, a la
cual consideraba como suya. Sin embargo, la tradición de la oratoria –que el
gaditano estimuló y que incluso logró conquistar adeptos entre importantes
miembros de la corporación militar– quedó en manos de sus discípulos, los
liberales chilenos.
La enorme fe en el poder de las palabras es un elemento constitutivo
del “voluntarismo liberal” que sucedió a la Independencia. La apuesta por la
cultura fue una consecuencia inevitable del estado de disociación entre las
preferencias liberales y el contexto socioeconómico en el cual dichos ideales
aparecieron.25 Este desequilibrio creó las condiciones para el historicismo,
para la intransigencia ideológica y para la noción de que el hombre de pala-
bras era un ser elegido, cuya misión consistía en regenerar a su sociedad.26
En un discurso pronunciado en 1845 por quien puede ser considerado como
uno de los discípulos más aventajados de Mora, Antonio García Reyes ex-
hortó a los alumnos a aplicarse al cultivo de la oratoria, destacando la tarea
del orador como figura pública prominente. Catalogado como “héroe de la
escena” y “árbitro de las opiniones”, el homo rethor debía utilizar la elocuencia
como “el primer resorte, la más poderosa palanca y el arma para obtener el
triunfo” sobre sus adversarios. Todo aquel que con voz atronadora pudiese,
desde cualquier tribuna, defender los intereses nacionales era considerado
por García Reyes como un actor protagónico de discusiones en las cuales lo
único que estaba en juego era el bien de la república y la prevalencia de la
justicia. El discípulo de Mora consideraba que la oratoria era socialmente re-
levante no sólo porque la veta persuasiva de la retórica brindaba alternativas
a la violencia, sino porque la posibilidad de abrir el debate permitía alumbrar
la verdad. No obstante lo anterior, la cruzada por la oratoria encabezada por

24 Para el caso norteamericano ver Kenneth Cmiel, Democratic eloquence: The fight over popular
speech in nineteenth century America (New York, Morrow, 1990).
25 Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile, pp. 23-24. Alfredo Jocelyn-Holt
argumenta que la cultura es un territorio de disputa ideológica que merece más atención
que la que ha recibido. Véase El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica (Santiago,
Planeta, 1998), pp. 29-39.
26 Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile, pp. 32 y 36.

32
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

García Reyes no logró convencer a su alumno Domingo Santa María. Para el


futuro Presidente de la República, la desvinculación del desarrollo oratorio de
la consolidación de una institucionalidad capaz de resguardar las libertades
frente a los abusos de la autoridad era un asunto que los hombres de palabras
tenían la obligación de resolver.27 Es importante subrayar que Santa María
siempre tuvo una serie de reparos en torno al peso específico de las palabras
en el quehacer político. En 1879, siendo ministro de Aníbal Pinto, señaló
enfáticamente en varias de sus cartas dirigidas a La Moneda que las guerras
no se ganaban con palabras. Los triunfos en torneos verbales –aseguró en su
momento el pragmático operador político– no redundaban en beneficios
reales para Chile.28
La importante función que cumplió la oratoria en el parlamento mues-
tra, sin embargo, que las críticas con respecto al poco interés que tenían los
hombres de palabras en las instituciones no fueron del todo correctas.29 La
distensión política que se vivió en Chile durante la administración de Manuel
Bulnes posibilitó la creación de un espacio público abierto al debate y al
cuestionamiento, en el cual la oratoria floreció de la mano con el culto de las
“bellas letras”.30 Las polémicas sobre “lo humano y lo divino” que se dieron
en el decenio dominado por “el triunfador de Yungay” permitieron que se
abriera un campo de batalla verbal con enemigos claramente definidos, los
que se batían –como fue el caso de los liberales– por formas de sociabilidad

27 Vicuña, Hombres de Palabras, pp. 29-33.


28 Esta categórica opinión de Santa María está contenida en una interesante misiva a Aníbal
Pinto, cuando comparte con este último su reticencia a la política de banquetes, de pe-
riódicos y de mítines en la cual muchos de sus compatriotas se habían embarcado: “Yo
querría que gastásemos todo este ardor en dar recursos al Gobierno, que con palabras
no se ha de hacer guerra; palabras que sólo han de servir para despertar mayor animo-
sidad en nuestros vecinos. Así comenzamos la guerra con España. La historia dirá cómo
terminamos”. Correspondencia de Domingo Santa María a Aníbal Pinto, Santiago, 1 de
marzo de 1879, AN. FV., Vol. 416, f. 6.
29 Una aproximación a este tema, por ejemplo, en José Antonio Torres, Oradores chilenos,
retratos parlamentarios (Santiago, Imprenta de La Opinión, 1860).
30 A un Santiago de alrededor de 60.000 habitantes, con pretensiones de convertirse –debido
a su paz social– en el núcleo intelectual de Sudamérica, arribaron los pintores Raimundo
Monvoisin (francés) y Mauricio Rugendas (bávaro), el peruano Felipe Pardo y Aliaga,
los venezolanos Andrés Bello y Simón Rodríguez, y los representantes de lo que Alberdi
denominó “la provincia argentina flotante de la emigración liberal”. En medio de la
intensa actividad de esta constelación de inteligencias surgen los periódicos, las polémi-
cas culturales y se inaugura la Universidad de Chile. Para las polémicas que marcaron
este periodo fundacional ver el excelente trabajo de Ana María Stuven La seducción de
un orden. Las elites y la construcción de Chile en las polémicas culturales y políticas del siglo XIX
(Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 2000), pp. 66-88, y su más reciente
artículo, “El exilio de la intelectualidad argentina: polémica y construcción de la esfera
pública chilena, 1840-1850”, en Carlos Altamirano y Jorge Myers (eds.), Historia de los
Intelectuales en América Latina (Buenos Aires, Katz Editores, 2008), pp. 412-440.

33
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

modernas, críticas racionales y por la pervivencia de una opinión pública capaz


de sostener un proyecto de sociedad alternativo al imaginado por Portales.31
La palabra cumplió un papel fundamental en el proyecto ideológico liberal
articulado por José Victorino Lastarria. En su actuación tanto en la prensa
como en los debates parlamentarios, el discípulo de Mora reconoció ser so-
berbio, altanero, dogmático y perentorio cuando se trataba de demostrar el
error de los adversarios y extremadamente duro cuando su labor consistía en
defender a Chile contra los traficantes de la moral y de la política. Bernardo
Subercaseaux señala que la soberbia doctrinaria de Lastarria está vinculada
a una marginalidad social que tiene al proscrito como tema recurrente de
su prosa. Los proscritos son seres perseguidos por un mundo en el que do-
minan los valores antiliberales. Dentro de un universo mental en el que no
existía lugar para los claroscuros y menos para la duda, el plan del promotor
y portaestandarte de la Sociedad Literaria fue combatir los viejos elementos
de la civilización española presentes en Chile desde el siglo XVI para, de esa
manera, abrir el camino a la regeneración social y política de la república.
El “plan de guerra” de quien se percibió como la conciencia intelectual de la
nación fue colaborar en crear las bases de su futura civilización.32

José Victorino Lastarria.

31 Stuven, La seducción de un orden, p. 60.


32 Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile, pp. 49-54.

34
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

El “sentimiento misionero” de la intelectualidad liberal se sostuvo en el


triunfo sobre la Confederación Perú-Boliviana. Luego de la victoria de Yungay
los jóvenes del 42 miraron al Perú como un país atrapado en el despotismo
del pasado y a Chile como el adalid de todas las libertades civiles.33 En su
trabajo pionero sobre el conflicto trinacional, Gabriel Cid muestra cómo la
guerra contra la Confederación fue inicialmente justificada como un medio
de resguardar la soberanía nacional, el respeto al derecho internacional, el
republicanismo y la libertad en América. Luego de la victoria surgirá, sin em-
bargo, una interpretación alternativa del conflicto. En la versión que sucedió
a la guerra se destacaron otros elementos como ser el carácter intrínseca-
mente guerrero de los chilenos y un mesianismo cuyo objetivo era subrayar
el liderazgo de Chile en la región. Opinamos que algunas de estas ideas, en
especial la segunda, ya se encontraban larvadas en el discurso de la república
temprana. En el caso de Mariano Egaña, por ejemplo, es innegable que su
visión universalista del proceso civilizatorio fue adquirida durante su estadía
en Europa. Egaña, quien fue hijo de uno de los más importantes gestores de
la oratoria cívica, estaba convencido de la posición privilegiada de Chile en
relación a sus atrasados vecinos. La civilización española se salvó en Chile y
ello mismo ocurrió con el espíritu local defendido por los araucanos. En Chile,
opinaba Egaña, se dieron las dos batallas decisivas de la independencia y desde
ahí partió la expedición que derrotó al último bastión colonial. Por si ello
no fuera suficiente Chile era “el único país organizado” en América. Por ser
depositaria además de benefactora de “la civilización europea”, la República
de Chile requería, de acuerdo a Egaña, de una consideración especial.34
La idea de civilización operó como una suerte de viga maestra tanto de la
retórica bélica como del periodismo de guerra surgidos en 1879. De acuerdo
con Vicuña Mackenna, eximio abanderado de la tesis civilizatoria y defensor
a ultranza de la guerra contra la Alianza, para mediados del siglo XIX la era
de la Independencia había llegado a su fin y Chile comenzaba a transitar por
la “era de la civilización”. En ese nuevo escenario cultural tocaba a los inte-
lectuales liberales rebelarse contra el error, las supersticiones, la monarquía
del vicio y el coloniaje del pueblo, porque si bien era cierto que en 1810 la
ex Capitanía General había declarado ser una república, el “espíritu del co-
loniaje” palpitaba aún en su alma y en su frente. Vicuña sugería arrancar con
mano firme los remanentes premodernos de su patria y en su lugar sembrar
las semillas de la civilización. La mayor amenaza de un programa civilizador
era la proliferación de la barbarie, un mal que debía ser erradicado mediante
la educación. Expertos en el tema han señalado la gran similitud que existe
entre el proyecto de Lastarria y el de Vicuña Mackenna. Esto quiere decir que

33 Ibídem, p. 52.
34 El análisis de los cambios en la justificación de la Guerra de la Confederación y la cita
de Egaña en Cid, Guerra y conciencia nacional, p. 41.

35
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

ambos exhiben el mismo plan de emancipación y regeneración de los espíritus,


el mismo sentido misionero respecto de la educación, una idéntica percepción
de sí mismos como conciencia intelectual del país y como precursores de un
mundo por edificar, y la misma concepción teleológica de la historia que sitúa
a Chile en la senda del progreso y la perfección.35 Mediante el prisma “chileno-
céntrico”, confeccionado a lo largo del siglo XIX en las canteras intelectuales
del liberalismo pero también del conservadurismo, la república sudamericana
fue imaginada como el emblema del proyecto civilizador de Occidente.36
Una aproximación al artículo “El Advenedizo”, escrito por Justo Arteaga
Alemparte a los pocos meses de la declaratoria de guerra al Perú, permite
adelantar ciertos antecedentes en torno a la interpretación liberal de la
Guerra del Pacífico.37 Luego de recordar a sus lectores que la pobreza había
determinado el carácter de un pueblo que, como el chileno, era “trabajador,
sobrio, modesto, amigo del hogar y extraño al bullicio del mundo”, el fundador
del periódico La Libertad subrayó el hecho innegable de su excepcionalidad.
Arteaga consideraba que era muy difícil distinguir a un argentino de un
colombiano, o a un peruano de un mexicano, pero resultaba imposible no
reconocer a un chileno. Este era un “tipo aparte” que, “merced al esfuerzo de
su voluntad” y a pesar de no ser brillante o espontáneo, lograba todo lo que se
proponía. La antipatía que despertaba entre sus vecinos –opinaba el autor de
Los constituyentes chilenos de 1870– provenía de su extrema racionalidad y de un
realismo que le era innato. Callados entre habladores, infatigables en el trabajo
“entre perezosos infatigables en su pereza”, los ciudadanos de la República de
Chile crecían, se enriquecían, se hacían respetar e iban a todas partes llevando
“trabajo, capitales, industria y progreso”. Sus grandes esfuerzos –que según
el autor habían beneficiado al Perú durante los años de la Independencia,
la guerra de la Confederación y aquella otra contra España– no habían sido,
sin embargo, suficientes para que “los grandes señores haraganes” admitieran
como a un igual a un “advenedizo de la fortuna, de tez tostada por el sol y
anchos hombros desarrollados por el trabajo”.38 En una obvia alusión a los
peruanos, Arteaga Alemparte señaló que “los “grandes señores” no podían
entenderse con aquellos que consideraban como inferiores. Antes de verse

35 Bernardo Subercaseaux, Historia del libro en Chile (alma y cuerpo) (Santiago, Andrés Bello,
1993), pp. 47-48. El autor observa que este discurso civilizatorio siempre recurrió a
metáforas de tipo militar.
36 Una interesante discusión sobre el complejo de superioridad chileno respecto de la bar-
barie de sus vecinos en Simon Collier, Chile: The making of a Republic, 1830-1865. Politics
and Ideas (Cambridge, Cambridge University Press, 2003), pp. 145-172. Recientemente
Alejandro San Francisco, “‘La excepción honrosa de paz y estabilidad, de orden y libertad.
La autoimagen política de Chile en el siglo XIX’”, en G. Cid y A. San Francisco (eds.),
Nación y Nacionalismo, Vol. 1, pp. 55-84.
37 Justo Arteaga Alemparte, “El Advenedizo”, El Nuevo Ferrocarril, Santiago, 22 de septiembre
de 1879.
38 Ibídem.

36
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

obligados a convertirse en un pueblo de trabajadores, de contribuyentes, de


ciudadanos, los habitantes del ex virreinato intentaban detener una interven-
ción militar que, para el autor, era eminentemente civilizadora.
No se necesita de un enorme esfuerzo mental para entrever que Chile era,
a los ojos de Arteaga, ese “proscrito” que no cesaba de luchar contra las fuerzas
despóticas y antiliberales que ahora se hallaban enquistadas en el Perú. La
Guerra del Pacífico abrió un fascinante frente ideológico donde los liberales
pudieron exorcizar sus propios fantasmas, como dio cuenta Augusto Orrego
Luco, para quien el conflicto iniciado en 1879 no sólo permitía la confronta-
ción de dos ejércitos, dos pueblos y dos organizaciones políticas, sino de dos
modelos de civilización.39 El futuro presidente de la Cámara de Diputados
vaticinó que uno de los primeros resultados de la guerra sería “la elevación del
prestigio” de Chile “como pueblo” en el ámbito internacional. Ello se mediría
en la importancia de su “palabra” entre “la humanidad civilizada”.
Los liberales no fueron los únicos preocupados en transformar a Chile en
un faro cuyos destellos civilizadores debían alumbrar a las repúblicas vecinas.
Un par de años después de que Vicuña Mackenna estableciera la agenda para
lograr un Chile republicano y liberal –lo que también puede ser considerado
como la puesta en marcha de los principios del maestro Andrés Bello y del
hombre de letras Domingo Faustino Sarmiento–, La Revista Católica señaló en
un artículo titulado “El clero y la civilización” que una interpretación mera-
mente material del progreso dejaba de lado no solo la fe, sino todas las ideas
“elevadas y luminosas” que el clero se había formado respecto del “bienestar
de la humanidad”.40 En los años siguientes, la Iglesia en Chile, mediante el
reforzamiento de su apuesta por la civilización, desafió a quienes intentaron
presentarla como una institución retrógrada.41 Esa fue la intención de Mariano
Casanova cuando en un “sermón político-religioso” pronunciado con ocasión
de las fiestas patrias de 1864 insistió en la importancia del liderazgo divino,
pero también en la necesidad de impulsar la civilización material para un mejor
desarrollo de la república. Casanova opinaba que la “unión social” cimentada
en la fe posibilitaría que “de millones de hombres” surgiese “un hombre omni-
potente, un hombre gigante, un hombre nación, capaz de domar las fuerzas del
Océano y de civilizar a la misma barbarie”.42 La filiación entre el nacionalismo
de estirpe católica y el ideario republicano residió en el hecho de que para

39 El Nuevo Ferrocarril, Santiago, 22 de noviembre de 1879.


40 “El clero católico y la civilización”, La Revista Católica, Santiago, Nº 297, 26 de febrero
de 1853, p. 342.
41 En esta línea de análisis véase el reciente libro de Sol Serrano, ¿Qué hacer con Dios en
la república? Política y secularización en Chile (1845-1855) (Santiago, Fondo de Cultura
Económica, 2008).
42 Mariano Casanova, Sermón político-religioso predicado por Mariano Casanova en la misa solemne
de acción de gracias celebrada en la iglesia de San Agustín de Valparaíso el 18 de setiembre de 1864
(Santiago, Imprenta del Correo, 1864), p. 15.

37
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

ambos la apuesta fue por la civilización, término que debido a sus múltiples
interpretaciones fue territorio de permanentes disputas ideológicas. 43 La
misión civilizadora de la Iglesia, que presuponía un encuentro armónico entre
“la moral y la estadística”, fue fundamental en la construcción del “patriotismo
cristiano” que fue diseminado desde los púlpitos de los templos durante la
Guerra del Pacífico.44 En un discurso que el mismo Casanova pronunció con
ocasión del regreso del ejército expedicionario a Santiago en marzo de 1881,
el sacerdote afirmó que la guerra era un acto de castigo y de regeneración para
el Perú y que Dios había escogido a Chile como instrumento de sus “altísimos
designios”. De acuerdo con el gobernador eclesiástico de Valparaíso, los rayos
que se desprendían de cualquier enfrentamiento bélico eran convertidos por
Dios en un “maravilloso rocío” que refrescaba el seno de la tierra para, de esa
manera, hacer germinar los “más bellos frutos de la civilización”.45
El derrotero ideológico de otro de los discípulos de Mora, el maestro de
oratoria Jacinto Chacón, permite entender los trasvases entre la tradición
retórica liberal y su par católica, cuyos representantes brillaron entre 1879 y
1884. La labor de Chacón –quien escribió el Curso de elocuencia sagrada (1849)
para el uso de los eclesiásticos americanos– se inscribe dentro de los intentos
de la Iglesia chilena por dotar a su clero de una tradición retórica capaz de
enfrentar a la de sus enemigos, los liberales.46 La trayectoria de Chacón –un
liberal radical que en algún momento de su vida decidió retirarse al convento
de Santo Domingo para estudiar Teología– es en verdad fascinante. En su
etapa secular, el profesor del Instituto Nacional y futuro espiritista no sólo
suscribió las leyes metafísicas del progreso desde una perspectiva temporal,

43 Gail Bederman opina que mientras las elites masculinas norteamericanas usaron el
término “civilización” para mantener sus privilegios de clase, género y autoridad racial,
otros sectores marginales, las mujeres y los negros se sirvieron de la idea para demandar
igualdad ante la ley. La discusión se encuentra en Manliness and Civilization. A Cultural
History of Gender and Race in the United States, 1890-1917 (Chicago, The University of
Chicago Press, 1995), pp. 23-24.
44 Para el encuentro entre la moral y la estadística ver Serrano, ¿Qué hacer con Dios en la
república?, pp. 72-75.
45 Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 16 de mayo de 1881, pp. 1058 y ss. Definido por
primera vez en 1771, el concepto “civilización” surgió en el mundo occidental en estrecha
asociación con el término “religión”. Así, el primer texto que menciona la palabra en
su sentido “moderno” –el Dictionaire Universel– señalaba que aquella nueva forma de
sociabilidad encontraba un aliado natural en la religión, la cual, además de ser la pri-
mera impulsora de la civilización, era un “útil freno de la humanidad”. Una interesante
discusión sobre la voz civilización en Jean Starobinski, “La palabra civilización”, Prismas.
Revista de Historia Intelectual, Nº 3, 1999, pp. 9-36.
46 Las reformas de los liberales y de los clericales han sido analizadas por Sol Serrano e
Iván Jaksić en su estupendo artículo “Church and Liberal State strategies on the disse-
mination of print in Nineteenth-Century Chile”, en Jaksić (ed.), The political power of the
word, pp. 64-85. Una versión más elaborada de esta discusión se halla en Serrano, ¿Qué
hacer con Dios en la república?

38
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

sino que además estuvo convencido de que ellas se sustentaban en la Divina


Providencia. Al amparo de esta visión casi mística de la historia, Chile fue
conceptualizado como un lugar privilegiado donde era posible llevar a cabo
la perfección del género humano.47 En su etapa religiosa, Chacón se propuso
“remediar los males” de su patria. El converso admitió que para neutralizar al
enemigo, es decir, a la ideología de sus antiguos camaradas, era necesario co-
nocer sus armas y exponer ante los fieles todas sus estrategias. En su curso a los
jóvenes sacerdotes, Chacón utilizó el clásico Del Orador de Cicerón, cuyo estilo
amalgamaba la capacidad de persuasión con la sabiduría y el entendimiento,
lo que demandaba de un gran conocimiento en una diversidad de materias.
El maestro de oratoria sagrada no fue el único en establecer vínculos entre el
pensamiento clásico y la tradición católica chilena. Andrés Bello, para quien
la fe y la razón no tenían necesariamente que estar en conflicto, promovió
desde la Universidad de Chile la formación de un clero ilustrado capaz de
predicar la doctrina evangélica entre un pueblo civilizado, puesto que a los
curas no debían serles extrañas la geografía ni la literatura y mucho menos
la filosofía o las nociones de las ciencias naturales y exactas.48

Jacinto Chacón.

47 Subercaseaux, Historia de las ideas y la cultura en Chile, pp. 51-52, e Historia del libro en
Chile, pp. 76-77.
48 Vicuña, Hombres de palabras, p. 56. Para la relación entre la Universidad de Chile y la
Iglesia ver Serrano, Universidad y nación, pp. 89-95. El estudio más completo de Bello es
sin lugar a dudas el extraordinario libro de Iván Jaksić, Andrés Bello: La pasión por el orden
(Santiago, Editorial Universitaria, 2001).

39
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

La jerarquía eclesiástica impulsó la oratoria sagrada como fuente de


autoridad cultural en un medio cada vez más proclive al cuestionamiento de
la tradición y sus representantes. Rafael Valentín Valdivieso, segundo arzo-
bispo de Santiago, fue consciente de que para ganarle la guerra ideológica al
liberalismo era necesario mejorar el nivel intelectual del clero. Es dentro del
marco de un proyecto brillantemente articulado –y del que ha dado cuenta el
meticuloso trabajo de Sol Serrano– que debe ubicarse la inauguración de la
Academia de las Ciencias Sagradas, entre cuyos miembros destacaron futuros
importantes colaboradores de La Revista Católica. Siguiendo los lineamientos
de la retórica cristiana de estirpe agustiniana, el predicador imaginado por
Valdivieso debía llegar mediante sus palabras a cualquier persona al margen
de su condición cultural y social. La oratoria tenía que manifestar las glorias
del Creador, anunciar la buena nueva a los mortales y derramar sobre los
espíritus abatidos el dulce bálsamo de celestiales consuelos. Sin dejar de ser
elevada, la elocuencia católica debía hacerse popular y así cumplir el objetivo
de “convertir a los rudos y convencer a los sabios”. Para lograr ambos objetivos
era necesario hacer descender los “puntos abstractos” hasta las “más sencillas
explicaciones”.49

Rafael Valentín Valdivieso.

49 Vicuña, Hombres de palabras, p. 56.

40
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

El proyecto de Valdivieso clarifica el “ministerio de la palabra” en el marco


de la contraofensiva de la Iglesia chilena decimonónica por la hegemonía
cultural que le disputaban los liberales. Tomando en cuenta los parámetros
fijados por la Iglesia postridentina, cuyas reformas distaron de ocurrir en Chile
durante la colonia, la corporación eclesiástica reconoció la urgencia de pro-
fundizar la penetración y expandir el alcance del adoctrinamiento mejorando
la educación del clero, desarrollando la instrucción catequética y prestando
más cuidado a la predicación.50 La impresionante labor de Valdivieso no
nos debe hacer olvidar, sin embargo, la asociación que, desde los años de la
Independencia, existió entre el púlpito, la política y la causa nacionalista. Es
a partir de esa tradición que es posible entender la activa participación de
la Iglesia en la Guerra de la Confederación, el conflicto bélico con España
y la Guerra del Pacífico. Durante estos enfrentamientos internacionales, los
curas se ocuparon de rendir homenaje a los caídos, elogiaron a los vencedo-
res, excitaron sentimientos patrióticos y conmemoraron a sus protagonistas.
“Intercalando los sones guerreros con las melodías de la música sacra”, la
Iglesia en Chile creó un martirologio a la vez cristiano y nacional que introdujo
el patriotismo como sentimiento de naturaleza religiosa, como otro registro
de piedad y como otra forma de comunidad cristiana.51
La escuela fue otro espacio donde debía florecer una comunidad de
chilenos civilizados capaz de derrotar a la temida barbarie. Todo el grupo de
intelectuales liberales participó en la cruzada pedagógica iniciada durante
el gobierno de Bulnes con la fundación de la Universidad de Chile. De esa
manera, los “recursos humanos de la cultura liberal” se fueron consolidando
en el plano educativo y de difusión de las ideas.52 La mayor parte de la elite
intelectual que participó en la tarea de consolidar una república civilizada
donde los asuntos políticos debían resolverse con ríos de tinta y no de sangre
provino de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de
Chile, centro principal de un sistema nacional de educación.53 Dentro de una
tendencia cuya intencionalidad fue consolidar una “república de lectores”,
Domingo Faustino Sarmiento dirigió sus esfuerzos a la evaluación de las car-
tillas, silabarios y métodos de lectura, dando a conocer los resultados de su
estudio en 1842. El insigne asilado, a quien el gobierno de Bulnes le encargó
ese mismo año la creación de la Escuela Nacional de Preceptores, desarrolló

50 Vicuña, Hombres de palabras, pp. 60-66, y Serrano y Jaksić, “Church and Liberal State
Strategies”.
51 Vicuña, Hombres de Palabras, p. 73. Para un análisis del activo rol de la Iglesia luego del
triunfo en Yungay ver Cid, Guerra y conciencia nacional, cap. III. Para la participación de
la Iglesia durante la Guerra del Pacífico ver Mc Evoy, “De la mano de Dios”, pp. 5-44.
52 Subercaseaux, Historia del libro en Chile, pp. 50-51.
53 Serrano, Universidad y Nación; y Serrano y Jaksić, “Church and Liberal State Strategies”,
p.69.

41
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

un método gradual para leer y propuso una simplificación de la ortografía.


La tendencia del futuro presidente de Argentina a la popularización de la
lectura, lo que lo llevó a fomentar las sociedades para propiciarla, a la creación
de bibliotecas populares y a la defensa de la libertad en el arte, fue la causa
de su polémica con Andrés Bello. Sin embargo, la apuesta por la palabra es-
crita no significó que se dejara de lado la oratoria, que en el caso chileno fue
influenciada por la Ilustración escocesa.54 Desde mediados del siglo XIX en
adelante, el ejercicio de este arte –que tuvo muchos adeptos en Chile y del
que se escribieron diversos tratados, siendo uno de los mejores el de Diego
Barros Arana– se concentró en la Academia de Leyes y Práctica Forense.55 Esta
entidad acogía a bachilleres y abogados, los que, con la excusa de sus discu-
siones sobre jurisprudencia, aprendían los elementos fundamentales para el
debate y la dialéctica. Vicuña Mackenna, uno de los alumnos de la Academia,
la describió como “un gimnasio del espíritu, del pensamiento y de la palabra”;
un espacio privilegiado donde la juventud chilena disponía de “una arena de
luz y combate” y se preparaba para las exigencias de la vida pública.56

II. La cultura de la movilización


En el sermón pronunciado por Mariano Casanova en 1864 con ocasión del
aniversario nacional, el profesor de la cátedra de Retórica y primer presidente
de la Academia de Letras del Seminario rememoró la década previa, cuando el
“horrible monstruo de la guerra civil” asomó su cabeza en Chile. Manifestando
su enorme pesar por la devastación producida por las dos guerras civiles que
en 1851 y 1859 ensangrentaron a la república, así como su preocupación por
la posibilidad de que el país se viera envuelto –como finalmente ocurrió– en
un conflicto bélico con España, Casanova oró por la paz, pero también dejó en
claro que existían guerras justas y santas. La religiosidad –señaló el sacerdote–
no estaba reñida con las armas, pues la fuerza podía obrar de acuerdo con la
equidad, y era el mismo Dios de los Ejércitos quien presidía la distribución
de la justicia. Así, las guerras eran muchas veces indispensables para proteger
la inocencia, poner coto a la malicia y contener la ambición del poderoso en
los límites de la equidad.57
Fue justamente la ausencia de equidad, denunciada en su momento por
Francisco Bilbao y por Lastarria, lo que determinó que miles de chilenos,

54 Ibídem, pp. 73-75.


55 Diego Barros Arana, Elementos de literatura: (retórica i poética) (Santiago, Imprenta Nacional
1867).
56 Vicuña, Hombres de palabras, p. 78.
57 Casanova, Sermón político-religioso, pp. 4 y 17.

42
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

liderados por Pedro León Gallo, se rebelaran en 1859 contra un sistema


político descrito por el autor de Sociabilidad chilena como “una casa vieja y
ruinosa”, con “paredes remendadas y agobiadas de promontorios por acá y
goteras por todas partes”.58 Gallo, hijo de una familia de mineros de Copiapó,
fue fundador del Club Constitucional, una entidad que si bien se propuso
instruir a los artesanos sobre sus derechos y deberes cívicos también les dio
entrenamiento en métodos y estrategias revolucionarias. En una nación de
menos de un millón y medio de habitantes, la guerra civil segó la vida de
5.000 ciudadanos. Luego de la derrota de los revolucionarios, dos mil de
ellos fueron deportados, siendo muchos condenados a muerte en ausencia.
Un gran número de artesanos, mineros y campesinos –aquellos que Santos
Tornero bautizó como los “sin nombre”– fue ejecutado en Talca, Concepción,
San Felipe, Valparaíso, Santiago, Copiapó y La Serena. Las fallidas revolucio-
nes de la década de 1850 tuvieron, sin embargo, importantes consecuencias
en la consolidación de las libertades civiles y los derechos políticos. Porque
si bien no se puede negar que el estallido revolucionario fue seguido de una
brutal represión caracterizada por la expansión de los poderes del Ejecutivo,
la prohibición de reuniones públicas, el cierre de diarios, la eliminación de los
límites legales para el arresto arbitrario, la restricción del sufragio y la dación
de la “Ley de responsabilidad cívica”, fue en la década de 1860 cuando la lucha
por la democratización política resurgió con nuevos bríos.59 Y esta cruzada,
en la que participaron activamente los liberales, no puede ser entendida sin
la ayuda de la oratoria y de la prensa.
Eventos de la magnitud de la guerra con España (1865), la repatriación
de los restos de Bernardo O’Higgins (1868) y su posterior funeral de Estado
en Santiago (1869) sirvieron para renovar el viejo prestigio de la palabra. En
una coyuntura en la cual las vanguardias intelectuales chilenas se encontra-
ban luchando por los derechos políticos y sociales de los marginados, pero
también por la integración cultural de la nación, resultaba lógico esperar una
explosión verbal como la que se dio en la década de 1860. Ello no obstante
la opinión de algunos expertos en oratoria, quienes empezaron a notar por
esos años el uso de un lenguaje incorrecto, es decir, el recurso a frases desali-
ñadas, a repeticiones y el empleo de exclamaciones que cortaban el hilo del
razonamiento lógico.60 La Iglesia, aunque amenazada por el embate liberal,

58 José Victorino Lastarria, “El manuscrito del diablo” (1849), en Sergio Grez Toso, La
“cuestión social” en Chile, ideas y debates precursores, 1804-1902 (Santiago, DIBAM/Centro
de Investigaciones Diego Barros Arana, 1995), pp. 93-108.
59 Maurice Zeitlin, The civil wars in Chile (or the bourgeois revolutions that never were) (Princeton,
Princeton University Press, 1984). Para los cambios sociales y económicos que sirven
de sustento a lo que Zeitlin considera como un aborto de revolución burguesa ver
pp. 21-48.
60 Vicuña, Hombres de palabras, pp. 85-91.

43
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

no se quedó atrás en el afán de utilizar todos los medios a su alcance para


competir con sus adversarios políticos en la definición de una nación católica
y civilizada. Las carencias del sector proclerical en términos de elocuencia
encontraron un paliativo en la fundación de La Sociedad de Amigos del País,
auspiciada en 1867 por Abdón Cifuentes. Es dentro de este contexto, en el
que se combinaban una intensa vida asociativa, la pugna ideológica entre
liberales y conservadores, y las discusiones en torno a la cuestión social y a
la representación política, que los oradores asumirán la tarea de instruir en
los valores patrióticos a una población que, tal como la de otros países de
Hispanoamérica, transitaba penosamente por los laberintos de la modernidad
periférica.

Entre la década de 1860 y 1870 el país vio surgir una verdadera


“cultura de la movilización”.
El grabado reproduce una manifestación contra España en 1865 en Valparaíso.
Grabado de Manoury, Colección Museo Histórico Nacional.

La exhumación de los restos mortales de Bernardo O’Higgins en Lima


a fines de 1868, seguida de su posterior funeral público en Santiago el 13 de
enero de 1869, el develamiento en la misma ciudad de su estatua ecuestre
el 19 de mayo de 1872 y la celebración en Valparaíso del centenario de su
natalicio forman parte de un interesante ciclo ritual donde destaca la oratoria

44
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

patriótica y se pone en evidencia la existencia de una original cultura de la


movilización.61 El ciclo ritual al que me refiero representa la alegoría de la
muerte y la posterior resurrección del Padre Fundador de la República de
Chile. La consolidación de un ethos burgués, defensor del orden, el progreso y la
civilización, demandaba de una figura emblemática que, como la de O’Higgins,
pudiera reforzar el discurso de la excepcionalidad chilena. La cruda e inocul-
table realidad de aquello que los publicistas de la época denominaron como
la “cuestión social” debió ser enfrentada de manera imaginativa. La pobreza
urbana y rural, el desarraigo y la polarización social, los temas más ventilados
por la prensa, daban cuenta de los peligros y desafíos de una sociedad frag-
mentada por el acelerado proceso de cambios económicos que atravesaba.62
Dentro de este complejo panorama, se entiende la urgente necesidad, sentida
por las elites culturales, de establecer nuevos mecanismos de cohesión y de in-
tegración cultural y política. La creación de un “centro civilizado” en Santiago,
el que se fue cristalizando por medio de la remodelación arquitectónica de la
ciudad y que tuvo como uno de sus momentos estelares el develamiento de
la estatua de O’Higgins, buscó, como objetivo principal, la proyección de la
imagen de un país civilizado y culto, capaz de ejercer un control efectivo sobre
sus grupos subalternos. El proyecto burgués chileno de crear una comunidad
de memoria íntimamente conectada a una sociabilidad culta descansó en la
recreación de la figura paradigmática de un héroe civilizador.
En los honores rendidos a los restos mortales de Bernardo O’Higgins se
pone de manifiesto la consolidación de la oratoria en los actos patrióticos
dirigidos a las masas. El 11 de enero de 1869, día de la llegada del héroe
nacional a Valparaíso, el muelle y los contornos del primer puerto de la re-
pública se vieron invadidos por una gran multitud que pugnaba por buscar
una ubicación privilegiada. Los edificios de la plazuela del muelle, el de la
Intendencia, los de la ribera y los de la calle Cochrane exhibían sus balcones
totalmente cubiertos de gente. El agolpamiento, que tomó la forma de un
inmenso tumulto sin precedentes en la historia de la ciudad, obligó a que

61 Para este punto se pueden revisar los siguientes documentos, La inauguración de la estatua
ecuestre del capitán general don Bernardo O’Higgins en mayo de 1872 (Santiago, Imprenta
Nacional, 1872); Programa de las festividades cívicas de septiembre de 1872, guía especial de los
visitantes a la Exposición de Artes e Industrias (Santiago, Imprenta de La República, 1872);
Programa de las festividades que tendrán lugar en la próxima semana con motivo del 18 de septiembre
(Santiago, Imprenta de la Librería de El Mercurio, 1877); Bernardo O’Higgins. Recuerdo
de la fiesta del héroe el día 20 de agosto de 1876; ejemplo y lección (Valparaíso, Imprenta del
Deber, 1878). El funeral de Bernardo O’Higgins ha sido analizado en detalle en mi artí-
culo “El regreso del héroe: Bernardo O’Higgins y su contribución en la construcción del
imaginario nacional chileno, 1868-1869”, en Carmen Mc Evoy (ed.), Funerales republicanos
en América del Sur: Tradición, ritual y nación, 1832-1896 (Santiago, Centro de Estudios
Bicentenario/Instituto de Historia, Universidad Católica de Chile, 2006), pp. 125-155.
62 Una discusión sobre el contexto socioeconómico del funeral de O’Higgins en Mc Evoy,
“El regreso del héroe”, pp. 138-146.

45
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

muchos de los niños presentes fueran evacuados y puestos a buen recaudo en


el techo de la oficina ferrocarrilera.63 En el homenaje tributado a la memoria
del Padre Fundador, la oratoria patriótica estuvo a cargo de los notables de la
ciudad. En el primer discurso, pronunciado por Adolfo Ibáñez en la explanada
de la estación del ferrocarril porteño, el juez y letrado comparó el Valparaíso
del pasado, el “atrasado y oscuro” que el Capitán General había dejado ese
infausto 17 de julio de 1823, con el Valparaíso moderno que lo recibía con
sus “centenares de carruajes, el martillo del artesano, el choque de las máqui-
nas y el continuo movimiento del comercio”. En esa nueva ciudad, donde la
electricidad y el vapor habían sustituido a los lentos medios de comunicación
y transporte de antaño, la palabra podía ser transmitida “con la celeridad del
rayo”. Ibáñez afirmó que figuras de la gloriosa epopeya de la Independencia
como O’Higgins habían sentado las bases para el progreso material de la
nación. Más aún, había sido el sistema político provisto por el insigne patrio-
ta el que convirtió a los chilenos de “vasallos de España” a “ciudadanos” de
esa “República” próspera y pujante que nuevamente lo albergaba cuarenta y
cinco años después de su partida. Por ello, resultaba imperativo dejar de lado
“las rencillas y disensiones domésticas” que separaban a los nacionales y unir
voluntades para las tareas del futuro. Prosiguiendo con la tradición inaugu-
rada por Mora, Ibáñez se propuso dar lecciones de pedagogía republicana
al subrayar que “el pueblo” necesitaba para su “propia vida y existencia” del
“recuerdo y veneración de sus héroes”.64
El conocido orador Jacinto Chacón afirmó en su discurso de homenaje
a O’Higgins que el insigne patriota encontraba a su “familia transfigurada”.
Todo era nuevo, aunque nada debía ser extraño para quien había fundado
con su sangre la República de Chile. “Los ferrocarriles, telégrafos; el comercio
extendido a lejanos continentes; la sólida organización del poder público; las
maduras producciones de arte y de la ciencia y esa culta sociabilidad” eran los
frutos más visibles de la independencia que, en palabras de Chacón, O’Higgins
había otorgado a los chilenos.65 Otro notable maestro de oratoria, Mariano
Casanova, abordó en su momento el fundamental tema de la expiación del
ex primer mandatario. Al condenar a O’Higgins a sufrir el destierro, Dios lo
había purificado de todo pecado. El ilustre proscrito había muerto, cual Moisés
sudamericano, sin ver esa tierra prometida que ahora lo acogía con los brazos
abiertos. Retomando el argumento del progreso económico experimentado
por Chile, Casanova hizo votos por que el vapor llevase al Padre Fundador a
través de las montañas y valles que antes habían escuchado su voz profunda.
El mayor deseo del sacerdote era que sus cenizas se conmovieran de alegría

63 La corona del héroe. Recopilación, de datos y documentos para perpetuar la memoria del jeneral
don Bernardo O’Higgins (Santiago, Imprenta Nacional, 1872), p. 89.
64 Ibíd., pp. 101-103.
65 Ibíd., pp. 104-105.

46
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

al ver la gran transformación material experimentada por la patria que él se


había visto forzado a abandonar cuatro décadas atrás.66
Bernardo O’Higgins, símbolo a partir del cual se debía refundar la
República de Chile, era paradójicamente el paradigma del desarraigo y el
ejemplo más dramático de lo efímeras que resultaban, a la postre, todas las
victorias humanas. No obstante, sus connacionales se encargaron de transfor-
mar, mediante la oratoria y los rituales cívicos, las debilidades y contradicciones
del Capitán General en aquella imagen de “una sola pieza”, “sin miedos y sin
vacilaciones o ambigüedades”, que fue propalada en los sucesivos homenajes
que se le tributaron.67 La oración fúnebre pronunciada en la catedral por el
presbítero Salvador Donoso en honor de O’Higgins empezó con la poderosa
frase del libro III de los Reyes: “Yo te escogí para que fueses el jefe de mi
pueblo y te he dado un nombre grande como el nombre de los más grandes
de la tierra”. La lectura de este versículo del Antiguo Testamento le permitió
a Donoso ingresar en el territorio cultural que la mayoría de los participan-
tes en el acto religioso conocía muy bien: el de la excepcionalidad chilena.
En efecto, el presbítero afirmó en su sermón que el “ilustre prócer” de la
Independencia había sido un “hombre designado por Dios”, que, a la manera
de David, había luchado denodadamente para fundar la república. La Divina
Providencia había acompañado a O’Higgins tanto “en la adversidad” como
en “la cima del poder”. A pesar de la infinidad de problemas por los que atra-
vesó, el Capitán General mostró siempre las características de generosidad,
esfuerzo y constancia de “un héroe cristiano”. Negar lo anterior significaba
avalar el predominio de la razón o la casualidad en las actividades humanas.
Y es que “sin Dios, sin Providencia, sin las lecciones llenas de bondad del ca-
tolicismo, nada podía explicarse”. O’Higgins y Chile compartían, de acuerdo
con Donoso, el mismo destino glorioso. El pueblo de Chile, que ocupaba
una porción muy pequeña en el mapa del mundo, como una cinta estrecha
perdida entre el mar, el desierto y los Andes, gozaba, según el predicador,
de las preferencias de la Providencia. Dios, en su infinita misericordia, había
“derramado a manos llenas” sobre los chilenos “todos los tesoros del cielo y de
la tierra”. Respondiendo de manera directa a la cultura del desarraigo y del
desorden y a las actitudes de grupos políticos que promovían la irreligiosidad,
Donoso concluyó su sermón asegurando que, en el plan divino, el orden y

66 Ibíd., p. 113.
67 “Bolívar deslumbrado por su omnipotencia […] Miranda glorioso pero turbulento […]
Belgrano y Rivadavia firmando en favor de monarquizar la América […] O’Higgins no
fue nada de eso […] la vida de aquel ilustre Capitán fue de una sola pieza […] Jamás
vaciló, jamás tuvo miedo, jamás escondió su pecho a los peligros […] No sería fácil en-
contrar en los anales americanos una existencia más unida y más compacta en la acción
del patriotismo, en la lealtad de la idea y en la constancia de un propósito”. Discurso
recogido en La inauguración de la estatua ecuestre, p. 4.

47
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

la armonía eran los agentes precursores de toda obra posible y los medios
siempre guardaban una proporción admirable con el fin.68
La inhumación del héroe de Rancagua se llevó a cabo a las cinco de la
tarde en olor de multitud. Los discursos que se pronunciaron en el cemen-
terio santiaguino aludieron a los múltiples rostros de O’Higgins, mostrando
cómo el nuevo símbolo patrio abrazado por Chile podía ser portador de los
innumerables fragmentos de una sociedad en busca de una elusiva cohesión
cultural, lo que ciertamente se correspondía con la imagen unívoca y a la
vez polivalente del Padre Fundador. El Chile transfigurado del que habló
Chacón en la explanada de Valparaíso se encontró con la transfiguración del
ser humano en ancestro. La cuasi santificación de ese héroe cristiano, de la
que habló Donoso, además de hacer evidente la simbólica reconciliación de
O’Higgins con la Iglesia, permitió eludir el tema de la descomposición de
su cuerpo físico y, por analogía, del cuerpo político chileno. Así, mediante
la alquimia verbal liderada por quienes le rindieron tributo en esa tarde de
verano, O’Higgins fue convertido en signo y significado: hombre, héroe de
Rancagua, Padre Fundador, exiliado liberal, guerrero, depositario de todas
las virtudes republicanas, pero principalmente “Chile-nación”. Los restos que
se enterraron el 13 de enero de 1869 fueron homenajeados con discursos que
apelaban al olvido: “Echemos un velo sobre sus errores”, solicitó el presiden-
te de la Cámara de Diputados, Vargas Fontecilla. O’Higgins había pagado a
la naturaleza humana “ese tributo de debilidades” del que nadie se hallaba
exento. Lo que había que recordar fundamentalmente era su vena republicana.
De ello dio cuenta el discurso de Diego Barros Arana, quien subrayó en su
alocución los esfuerzos del estadista por democratizar a la sociedad chilena.
La abolición de los títulos de nobleza, el establecimiento de los cementerios
para evitar los entierros en las iglesias, la creación de los paseos públicos, la
fundación de los primeros mercados, la creación de la Biblioteca Nacional,
la fundación del Instituto Nacional y la promoción de la agricultura, entre
otras, fueron las obras de quien puso en Chile los cimientos de una sociedad
culta y civilizada. Por último, Víctor Borgoño trajo a la memoria el hecho de
que el ejército siempre se mantuvo fiel a O’Higgins: “Los corazones militares”
nunca cedieron a la tentación del “odio civil”.69
Es comprensible que en una ceremonia como la anteriormente descrita
no apareciera el político chileno que se enfrentó a la Iglesia y mucho menos
quien luchó contra el Congreso, amenazó abiertamente la hegemonía de los
“pelucones” y decretó la muerte de Carrera y de Manuel Rodríguez. Mediante
una serie de artilugios verbales, el hombre complejo y contradictorio fue bo-
rrado de la memoria colectiva de los miles de chilenos que por primera vez
tomaron contacto con su existencia. Dicho de otra manera, O’Higgins fue

68 La corona del héroe, pp. 145-169.


69 La corona del héroe, pp. 171-189.

48
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

reinventado por medio de la memoria selectiva de los hombres de palabras


encargados de rendirle un último homenaje.
La incorporación de O’Higgins a la memoria colectiva chilena, junto
con la escenografía, la coreografía y la retórica que sirvieron de sustento a
esa importante ceremonia ritual, establecieron un precedente histórico para
los años venideros, porque si bien el foco de atención de los oradores de la
década de 1870 estuvo dirigido a los espinosos asuntos de la representación
política y de la cuestión social, no se puede negar que Arturo Prat fue uno
de los herederos directos de la fascinante parafernalia desplegada durante
la apoteosis del Padre Fundador. Una década antes del enfrentamiento con
Bolivia y el Perú, y por medio de la alquimia verbal de un selecto grupo de
oradores, las festividades en torno a O’Higgins se convirtieron en modelo
para las celebraciones patrióticas de otros héroes que a partir de 1879 también
vinieron del norte. Cabe mencionar que el recuerdo del héroe de Rancagua
se mantuvo vivo luego de su fastuoso funeral de Estado. Tanto en 1872, du-
rante la inauguración de su monumento en Santiago, como en 1876, cuando
Valparaíso celebró el centenario de su natalicio, los gestos y las palabras de
los oradores estimularon el patriotismo del “pueblo”.

Monumento a Bernardo O’Higgins, inaugurado en Santiago en 1872.

49
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

A la fiesta de inauguración del monumento en honor al insigne patricio


asistieron alrededor de cincuenta mil personas. El movimiento cadencioso de
“las masas del pueblo” –decía el folleto publicado con ocasión del evento– se
asemejaba a “los oleajes del océano”. Al rayar el memorable 19 de mayo de
1872 se enarboló el pabellón nacional en todos los edificios públicos y las
bandas de los cuerpos del Ejército y de la guardia cívica tocaron el himno
nacional en las puertas de sus respectivos cuarteles. Al mediodía empezaron
a llegar las delegaciones de las escuelas capitalinas, que junto con decenas
de asociaciones civiles desfilaron por un pavimento cubierto de flores y hojas
de laurel y arrayán bajo un “cielo movedizo” de donde pendían cientos de
tricolores. Muy cerca del monumento a O’Higgins, al que le hacían guardia
de honor veinticinco ancianos soldados de la Patria Vieja, se ubicó “la tribuna
de los oradores”. Cubierta con tela roja, sobre la cual caían lazos con cintas
y coronas de flores, la plataforma acogió al grupo de hombres de palabras
que dejó a la multitud en completo estado de “arrobamiento”. 70 Similar
ambiente festivo se vivió en Valparaíso, donde un extraordinario desfile de
carros alegóricos sirvió de marco para la conmemoración del centenario del
natalicio de O’Higgins en agosto de 1876. En la que fue denominada como
“la resurrección de los héroes”, el Padre Fundador, junto con San Martín,
Las Heras y Freire departieron con una multitud enfervorizada, mientras que
alegorías representando un conjunto de abstracciones, entre ellas la república,
fueron instaladas en la memoria colectiva de una población que recreó en
unas cuantas horas los complicados orígenes de la nación chilena.71
En la década de 1870, grandes multitudes fueron atraídas a espectáculos
públicos de dimensiones extraordinarias. Dentro de una tendencia que tiene
que ver con importantes cambios demográficos pero también con nuevas
formas de hacer política, es que se puede ubicar el despliegue retórico que
acompañó a la campaña electoral de 1875. Este proceso, que enfrentó a
Aníbal Pinto con Benjamín Vicuña Mackenna, puso en evidencia los serios
conflictos que existían al interior del liberalismo, los cuales se relacionaban
con la sustracción de la representatividad política que, para muchos, aque-
jaba gravemente la institucionalidad de la república.72 En El Partido Liberal
Democrático. Su origen, sus propósitos y sus deberes, Vicuña Mackenna recordó que

70 Horacio Pinto Agüero, De la fiesta de la inauguración del monumento del capitán general don
Bernardo O’Higgins hecha para la corona del héroe (Santiago, Imprenta Nacional, 1872).
Véase también La inauguración de la estatua ecuestre.
71 Para una descripción detallada de una fascinante ceremonia patriótica en la cual el ba-
rroco y el discurso republicano se entremezclaron de una manera notable ver Bernardo
O’Higgins. Recuerdo de la fiesta del héroe.
72 Manuel Vicuña, “El bestiario del historiador: las biografías de ‘monstruos’ de Benjamín
Vicuña Mackenna y la identidad liberal como un bien en disputa”, Historia, Nº 41, Vol. 1,
2008, p. 214.

50
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

Benjamín Vicuña Mackenna pronunciando un discurso


en el cerro Santa Lucía, 1874.

la apuesta de los liberales no había sido sólo por la civilización y el progreso,


sino fundamentalmente por la libertad electoral. Por ello, el candidato de
oposición denunció al “partido de la fuerza”, que, enquistado en La Moneda,
había negado, mediante la manipulación de las elecciones a favor de Pinto,
todos los principios de la democracia.73 Fue entre febrero y marzo de 1875
que el denominado “candidato de los pueblos” se enfrentó a “la candidatu-
ra dinástica” valiéndose de la movilización de la opinión pública. A escasos
cuatro años de las declaratorias de guerra a Bolivia y el Perú, Vicuña viajó por
varias ciudades del país pronunciando, junto con Isidoro Errázuriz, docenas
de encendidos discursos contra el inquilino de La Moneda y su aparente su-
cesor. A lo largo de sus alocuciones, Vicuña atacó virulentamente al gobierno
de los “especuladores”, que, en sus palabras, atentaban contra el bienestar
del pueblo. Definiéndose a sí mismo como un gestor de su propio destino,
el candidato se propuso ganar el apoyo de los hombres de trabajo, a quienes
consideraba como la base social de su proyecto, denominado “democracia
en acción”. Un acercamiento a estas intensas jornadas políticas nos permite
contextualizar la actividad de Errázuriz y de Vicuña durante los años de la
Guerra del Pacífico y entender cómo ambos utilizaron el poder de la pluma
y de la oratoria para convertirse, entre 1879 y 1884, en los voceros oficiales
del pueblo en armas.

73 Benjamín Vicuña Mackenna, El Partido Liberal Democrático. Su origen, sus propósitos y sus
deberes (Santiago, Imprenta Franklin, 1876).

51
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Miles de personas asistieron a los mítines provincianos convocados por el


candidato de oposición. En Posillas, subdelegación del departamento de Itata,
diez discursos fueron precedidos de repiques de campanas. En Concepción,
diez mil personas acompañaron a Vicuña desde la estación hasta la plaza de
armas, donde Errázuriz no pudo llegar a la tribuna a pronunciar su discur-
so debido a la aglomeración de la gente. Sin embargo, fue en Valparaíso y
Santiago donde la campaña llegó a puntos críticos: testigos de esa intensa
movilización política afirmaron no haber visto, desde la guerra con España,
esos “ríos de gente” moviéndose por las calles. En el primer puerto de la re-
pública, los cientos que se quedaron fuera del circo donde se congregaron los
“vicuñitas” escalaron paredes y saltaron tejados para ingresar en él. Los que
pudieron entrar temieron por su seguridad debido a las decenas de personas
que corrían por los techos de zinc tratando de descolgarse por las paredes
para escuchar el discurso contestatario del candidato presidencial.74 Su ora-
toria tuvo por objeto desnudar la traición de Federico Errázuriz a la causa
liberal. “Llevamos la antorcha de la luz para aplicarla a la boca tenebrosa de
los antros en que los conculcadores consuetudinarios de las leyes esconden
sus perversas maquinaciones a fin de denunciarlos a la justicia pública, a fin
de entregarlos al tornillo quebrantador de la prensa libre, a fin de confinarlos
reos del castigo de la historia y al vilipendio eterno y a la contumelia de fuego
de la implacable posteridad”, señaló Vicuña Mackenna ante una multitud que
se congregó para escucharlo en el Circo Trait de Santiago.75
Con su accionar y sus palabras, “el candidato de los pueblos” convirtió a
la opinión pública en un espacio privilegiado desde donde era posible denun-
ciar la supuesta inmoralidad de La Moneda y el autoritarismo centralista que
obraba en detrimento del “antiguo, intransigente e histórico espíritu local”.76
Siguiendo con su libreto radical, el candidato cuestionó si el “orgulloso Chile,
tan hinchado con su poder y su adelanto político” seguiría siempre dócil el
silbido que el “mayoral de La Moneda” lanzaba a sus lebreles y a sus perros de
presa.77 La mayor obsesión del enemigo de Pinto era la intervención electoral,
para él la causa directa de la corrupción del organismo político de la república.
En un escenario que contradecía los objetivos de la “gloriosa causa liberal” y

74 El viaje del señor Benjamín Vicuña Mackenna a las provincias del sur. Febrero 14-Marzo 5 de
1875 (Valparaíso, Imprenta de La Patria, 1876), pp. 33-37.
75 “Discurso pronunciado por el señor Vicuña Mackenna en el meeting del 13 de febrero en
el Circo Trait al despedirse de la capital”, en El viaje del señor Benjamín Vicuña Mackenna,
p. 42.
76 “Discurso pronunciado por el señor Vicuña Mackenna en el banquete de Talca el 16 de
febrero”, en El viaje del señor Benjamín Vicuña Mackenna, p. 44.
77 “Discurso pronunciado por el señor Vicuña Mackenna en la instalación del club del
voto libre en Talca el 11 de febrero”, en El viaje del señor Benjamín Vicuña Mackenna,
pp. 48-49.

52
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

donde la “consecuencia política” había desaparecido, el elector independiente


debía enfrentar una maquinaria conformada por el intendente, el gobernador,
el subdelegado y el inspector, y aceitada con el dinero del Estado. Tiempos
peores que los de José Antonio Pincheira eran los que se vivían en ese Chile
del “inmenso embrollo”, porque si contra el machete de los salteadores era
posible sacar el sable, no había resguardo alguno contra los que, con la venia
del primer mandatario, derribaban puertas y robaban calificaciones. Lo que
Vicuña Mackenna se propuso sacar a la luz en ese tribunal de las palabras –que
reproducirá con increíble exactitud en 1879– fue básicamente “el naufragio
de todos los principios, de todas las tradiciones, de todos los deberes, de todas
las previsiones” que habían marcado en otro tiempo los rumbos de la política
liberal-republicana. En 1875, la actividad política había adquirido la forma
de una gran partida de juego en la cual no importaba que se perdieran todas
las cartas con tal de que el “gran tallador”, refiriéndose al presidente saliente,
ganase con la suya.78

Benjamín Vicuña Mackenna.

En Chile, la década que va de 1860 a 1870 fue decisiva tanto en la crea-


ción de una política del espectáculo como en la definición de un libreto

78 “Discurso pronunciado por el señor Vicuña Mackenna en la Asamblea Liberal


Democrática de Valparaíso”, en El viaje del señor Benjamín Vicuña Mackenna, p. 78.

53
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

ideológico con el cual enfrentar una guerra internacional. Lo anterior no se


hubiera cristalizado sin un intenso entrenamiento en el arte de la retórica y
sin la cultura de la movilización que le sirvió de correlato. La oratoria, tanto
sagrada como profana, que tuvo su momento de gloria durante la Guerra del
Pacífico, fue tomando cuerpo a lo largo de varias décadas de intensas pugnas
ideológicas. Los oradores y periodistas chilenos llegaron a la guerra con un
repertorio variado formado por conceptos como los de regeneración, eter-
nidad, sacrificio, guerra justa, civilización, heroísmo y las virtudes cardinales
del republicanismo cívico. No resulta una casualidad entonces que Antonio
Varas, ministro del Interior de Aníbal Pinto, señalara el hecho de que Chile
estaba obligado a pelear una guerra civilizatoria.79 Lo que sí es evidente es
que la tarea de explicar la guerra a esas grandes multitudes que, a partir de
la declaración a Bolivia, participaron activamente en un conglomerado de
ceremonias patrióticas estuvo a cargo de los hombres de palabras. Por ser de
canteras ideológicas opuestas al gobierno de turno, el relato de la guerra que
ellos brindaron se nutrió de una serie de imágenes y de arquetipos que no
provinieron necesariamente del oficialismo. La historia de una guerra justa y
santa peleada por una nación elegida por Dios para castigar a dos repúblicas
pecadoras, proclamada desde los púlpitos de los templos católicos, se entre-
mezcló con el discurso estrictamente secular y cívico en el que se ensalzaba a
un “pueblo noble” cuya sangre era derramada día a día por el honor nacional.
El imaginario nacionalista chileno del siglo XIX reapareció con fuerza en
los discursos sobre una sucesión de actos heroicos que, como el de Arturo
Prat, consolidaron una identidad que fue capaz de imbricar elementos de
una piedad católica arcaica, defensora de la guerra santa, con aquellos otros
elementos del republicanismo cívico según los cuales la voluntad y el esfuerzo
humano podían hacer la diferencia.

III. La guerra santa


Los círculos intelectuales de la Iglesia Católica chilena tuvieron un papel
protagónico durante la Guerra del Pacífico. El gran reto para sus vanguardias,
tanto en el frente doméstico como en el teatro de operaciones, fue demostrar-
les a sus detractores el poder indiscutible que, en el incierto escenario de un
enfrentamiento internacional, tenían los símbolos, los rituales y la ideología

79 Correspondencia de Antonio Varas sobre la Guerra del Pacífico (Santiago de Chile, Imprenta
Universitaria, 1918), pp. 38-41 y 164. El revelador título de un libro publicado en Santiago
el mismo año del estallido de la guerra muestra el tipo de guerra que se intentaba pelear.
Para el punto anterior ver El Derecho de la Guerra según los últimos progresos de la civilización
(Santiago, Imprenta Nacional, 1879).

54
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

cristianos. El rescate del legado cristiano para los tiempos de guerra proveyó a
muchos de los publicistas católicos de una magnífica oportunidad para probar
no sólo la potencia de la oratoria sagrada, sino el poder de la infraestructura
moral y material de la cual disponía la corporación religiosa chilena.80 Uno
de los temas que el obispo Hipólito Salas discutió abiertamente en El guerrero
cristiano, texto que escribió ex profeso para los soldados en campaña, fue la
urgente necesidad que tenía el Estado de asociarse con la Iglesia, debido a
que ella era la mayor proveedora de los valores trascendentales capaces de
crear la sociedad disciplinada que cualquier república en guerra requería.
En el libro de Salas, así como en los sermones pronunciados regularmente
en los templos capitalinos y provincianos y en los editoriales de El Estandarte
Católico y de El Mensajero del Pueblo, asoma la retórica de una Iglesia política-
mente activa, cuyo objetivo fue reivindicar para sí los dominios del espíritu,
de la cultura y de la disciplina social.81
La religión, en palabras de Ireneo Moza, reunía todos los blasones para
colaborar con la patria en peligro. En la conferencia titulada “Amor patrio”,
pronunciada el 31 de mayo de 1879 en la iglesia metropolitana de Santiago,
el fraile capuchino recordó que la patria, sin la religión, estaba condenada
al fracaso. Moza –cuya “conferencia”, publicada en El Estandarte Católico en
fascículos, fue vendida a cinco centavos el ejemplar para solventar los gastos
del regimiento del 4º de Línea– remarcó que “un ejército compuesto de
individuos preparados a morir para obedecer a Dios” era “invencible”. Moza
defendió al clero de los ataques de “los perversos ciudadanos”, de aquellos
“patriotas afeminados” que no comprendían que era imposible desafiar a la
Iglesia en el campo cultural que ella dominaba muy bien.82 La Iglesia era di-
fícilmente superable en la misión de “lanzar leones a la pelea en los campos
de batalla”83 y menos en esa otra tarea –igualmente valiosa– que era abrir las
puertas del cielo a los combatientes.84 De las observaciones de importantes
miembros del clero, cuyo aporte teórico y logístico a la empresa de la guerra
resulta innegable, se deduce que en el marco del conflicto internacional la
Iglesia en Chile se propuso fortalecer su posición política resaltando su acervo
ideológico, el cual, junto con su infraestructura organizativa, fueron puestos
a disposición de la sociedad y el Estado.

80 Este argumento y buena parte del que sigue ha sido trabajado en detalle en mi artículo
“De la mano de Dios”, pp. 5-44.
81 Ibídem. La posición de Salas respecto de la Guerra del Pacífico en José Hipólito Salas, El
guerrero cristiano (Valparaíso, Imprenta del Mercurio, 1880).
82 Ireneo Moza, Amor patrio, conferencia del reverendo capuchino Ireneo de Moza (Santiago,
Imprenta del Estandarte Católico, 1879).
83 Salas, El guerrero cristiano.
84 Esteban Muñoz Donoso, “La victoria está en manos de Dios”, El Estandarte Católico,
Santiago, 5 de abril de 1879 (ver apéndice).

55
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

El riquísimo legado católico fue puesto a prueba en 1879 por las vanguar-
dias religiosas que participaron en la Guerra del Pacífico. Conceptos como
el de la guerra justa, la regeneración moral por el sufrimiento, el heroísmo
virtuoso del guerrero cristiano, la eternidad, la fe, el culto mariano y el poder
de la oración –de innegable estirpe católica– sirvieron para dotar de sentido
y de legitimidad a un conflicto internacional que exhibió, desde sus inicios,
un complicado frente ideológico. De la elaboración de un discurso bélico
que contuviera y exaltara una multitud de alegorías relacionadas con la esfera
de lo sagrado dependía en parte la satisfacción de aquellas necesidades que
resultaban funcionales a los objetivos del Estado chileno. Así, la obediencia,
la disciplina, la fe ciega y el sacrificio exigido a esos miles de soldados que
se enviaron a pelear y morir en tierras lejanas fueron algunos de los valores
que, desde sus trincheras ideológicas, los publicistas católicos reformularon
y masivamente difundieron a lo largo de templos, plazas, periódicos, puertos
de embarque y campamentos.

Ramón Ángel Jara.

Lo enfático del discurso pronunciado, a escasos días de declarada la guerra


a Perú, por Ramón Ángel Jara en la catedral de Santiago, aquel donde subrayó
que no era “de los antros tenebrosos de las logias” de donde vendría la salvación
del pueblo chileno, muestra el nivel al que llegó la disputa por la hegemonía
del discurso nacionalista durante la Guerra del Pacífico. De acuerdo con Jara,

56
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

todo Chile sabía que mentían los enemigos de la Iglesia cuando aseguraban
que ella debilitaba y afeminaba los corazones. Lo que ocurría era justamente
lo contrario: además de purificar el patriotismo mediante la imposición al
ciudadano de la consigna del Macabeo –“Debes morir antes que ver la deshonra
de tu patria”– la Iglesia era la encargada de “bendecir las armas, resguardar
al acerado pecho del guerrero con un talismán precioso, pedir diariamente
en el tremendo sacrificio el triunfo de Chile” e incluso participar en forma
activa, en la persona de sus capellanes, en aquellos difíciles combates donde
el sacerdote y el soldado morían “envueltos en una misma bandera”.85
La multitudinaria novena a la Virgen del Carmen oficiada en la iglesia
metropolitana a pocos días de la declaratoria al Perú evidencia el compromiso
del clero con la causa bélica. La ceremonia religiosa, decretada por Joaquín
Larraín Gandarillas para la segunda y tercera semana de abril de 1879, fue
descrita como un acontecimiento excepcional en el cual “una sola plegaria
arrancada del fondo de las almas” se elevó directamente a Dios “de los labios
de ocho o diez mil personas” reunidas diariamente en la catedral de Santiago.
Era imposible –proseguía la nota de El Estandarte Católico– que “tantos clamores
suplicantes” no llegaran “al cielo”, inclinando a favor de Chile “la protección
divina”.86 El auditorio, conformado por miles de personas, en su mayoría muje-
res, debió de quedar estupefacto por las poderosas palabras que pronunciaron
durante nueve días consecutivos los oradores sagrados entrenados para este
tipo de torneo verbal. Los temas que los jóvenes sacerdotes –formados bajo la
égida de maestros de la oratoria como Chacón, Casanova y el mismo Larraín
Gandarillas– abordaron en los sermones de la metropolitana estuvieron aso-
ciados a la legitimación de un conflicto bélico de dimensión internacional.
Sin embargo, si se analiza con detenimiento el contenido de los sermones,
se podrá verificar también cómo dicha liturgia trascendió ampliamente los
aspectos meramente coyunturales relacionados con la Guerra del Pacífico.
La “gramática de la violencia” que se fue articulando durante los decisivos
años en que el clero chileno sobrevivió a la defensiva resultó fundamental en
un escenario de conflicto bélico internacional. Partiendo de esta premisa, no
resulta una coincidencia el observar que los temas que marcaron la vieja y vio-
lenta polémica con el liberalismo, a los que alude Ricardo Krebs –Chile, “país
exclusivamente católico”; la oración como medio para profesar públicamente
la fe; la participación de Dios en la historia humana; la unión del Estado y la

85 “Discurso religioso pronunciado por el presbítero don Ramón Ángel Jara al terminar
la rogativa el 21 de abril de 1879”, en Discursos religiosos-patrióticos predicados en la catedral
de Santiago (ver apéndice).
86 El Estandarte Católico, Santiago, 22 de abril de 1879. En su edición del 19 de abril, uno
de sus articulistas señaló que la “sociedad” de Santiago asistía en su totalidad a pedir
por la protección divina de la nación y para que Dios no permitiera que Chile fuera
derrotado en los campos de batalla.

57
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Iglesia; la justicia como privilegio de los píos y los periódicos como armas de
guerra–, reaparecieran con nuevos bríos en el contexto del enfrentamiento
entre Chile, Bolivia y el Perú.87
La novena de abril de 1879 y las ceremonias religiosas que le sucedieron
a lo largo y ancho del país pueden ser analizadas como episodios de aquella
extenuante guerra ideológica en la que el clero chileno se embarcó desde
mediados del siglo XIX en adelante.88 En ese sentido, Vergara utilizó el púl-
pito catedralicio para proseguir su denuncia del “negligente abandono de la
oración pública” en Chile. La “invasión del ateísmo” había provocado que los
gobernantes eliminaran a la oración de “sus labios sellados por la indiferencia”.
En una defensa abierta de los fueros de la Iglesia, que no debían reducirse
–como lo deseaban los liberales– tan solo al ámbito de lo privado, Vergara
subrayó que sin la oración pública eran vanos los esfuerzos por salvar a la patria
en peligro. Muñoz Donoso, por otro lado, estableció ese vínculo indisoluble
entre la patria y la religión que las ideas secularizadoras intentaban destruir
y denunció el “terrible egoísmo” que reinaba entre la juventud chilena. Sin
embargo, fue a Ramón Ángel Jara a quien se le encomendó la misión de
criticar, en su discurso de clausura, a una sociedad que, debido a ideologías
extremistas, se alejaba día a día de la religión cristiana. Por ello, momentos
antes de terminar la novena, Jara brindó un especial tributo a la fe cristiana,
con la finalidad de oponerla al “monstruo de la impiedad” que engañaba a
los chilenos. Abrazar dicha fe ayudaría a que la Iglesia tomara en sus manos
“el timón” que conduciría a Chile “por el camino de la gloria”.89
El Boletín Eclesiástico, El Estandarte Católico y El Mensajero del Pueblo fueron,
entre 1879 y 1883, importantes vehículos de diseminación de un vigoroso
nacionalismo de estirpe católica, a la vez que los espacios organizativos de
una nación en armas. No resulta entonces exagerado afirmar que la guerra,
el “patriotismo cristiano” y el activismo cívico confluyeron en esas importantes
publicaciones. El Estandarte Católico –que en su primer editorial se definió como
un periódico de guerra–, además de publicar los artículos que con motivo del
conflicto bélico escribieron regularmente sus redactores, reprodujo de manera
sistemática pastorales, cartas desde el frente de batalla,90 listas de donativos que
con motivo de la guerra se recababan en Santiago y en las provincias, e infinidad

87 Ricardo Krebs et al., Catolicismo y laicismo. Seis estudios (Santiago, Ediciones Nueva
Universidad, 1981), pp. 17-28.
88 Para características puntuales de esta guerra entre la Iglesia y los sectores laicos, la cual
fue eminentemente ideológica, ver Krebs, Catolicismo y laicismo, pp. 10-74, y Serrano,
¿Qué hacer con Dios en la República?
89 Vergara, “Discurso de apertura”; Muñoz Donoso, “La guerra en manos de Dios” y Jara,
“Discurso de clausura” (ver apéndice).
90 Las denominadas “Cartas de un recluta”, escritas por el capellán Marchant Pereira,
fueron publicadas entre el 22 de marzo y el 7 de agosto de 1880 en El Estandarte Católico.
En el 2004 fueron reeditadas por Paz Larraín y Joaquín Matte, Testimonios de un capellán

58
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

de sermones pronunciados en los funerales de los caídos en combate. Este


diario también proveyó a sus lectores con información pormenorizada sobre
las ceremonias patriótico-religiosas ocurridas en la capital y en las provincias.
El Estandarte reprodujo, asimismo, extractos de artículos publicados en diarios
nacionales e incluso de artículos aparecidos en diarios de los países beligeran-
tes, y se enfrascó en combates verbales con los cleros peruano y boliviano. Sin
embargo, el mayor aporte tanto del Estandarte como del Mensajero fue el de
sus editoriales. Un análisis detenido de los mismos y un estudio acucioso del
lenguaje que aparece en las pastorales, en El guerrero cristiano y en las decenas
de sermones pronunciados por la crema y nata de la clerecía chilena permiten
develar los fundamentos teóricos del nacionalismo esencialmente religioso
que afloró con fuerza durante la Guerra del Pacífico.91
El uso de un medio moderno como la prensa para publicitar una
construcción cultural tan fascinante como lo fue “el patriotismo cristiano”
fomentado por la Iglesia chilena no debe distraernos de la explicación que
el mismo clero brindó sobre la “guerra santa” contra dos repúblicas pecado-
ras que se propuso liderar. En esta interpretación de la guerra, basada en el
Antiguo Testamento, Dios fue representado como una entidad que, en la más
rancia tradición de los antiguos, tomaba partido en el drama cósmico. “Dios
robusteció nuestro brazo –señaló Mariano Casanova en el sermón que pro-
nunció con ocasión de la bienvenida a los expedicionarios en marzo de 1884–,
armó a la patria con rayos de venganza y la envió a castigar al ofensor”. El
cura estaba absolutamente convencido de que la guerra había sido ganada
porque el “Señor de los Ejércitos” le había dado valor a Chile y se lo había
negado al Perú. Prosiguiendo con un argumento que se repitió de manera
permanente en diversos medios de comunicación, Salvador Donoso aseguró a
los asistentes a las honras fúnebres de los caídos en el combate de Iquique que
la “invisible mano” de Dios dirigía la contienda, inclinando la victoria a favor
de la pequeña república sudamericana. Desde el primer instante de la lucha
–afirmó Francisco Bello algunos meses después–, Dios inclinó la balanza de la
victoria a favor de Chile. Sin embargo, para obtener el apoyo incondicional del
comandante en jefe de la maquinaria bélica universal era necesario cumplir
una serie de requisitos, siendo el más importante el exhibir una causa justa.
Muñoz Donoso entendió lo trascendental de este asunto y así se lo hizo saber

castrense en la Guerra del Pacífico: Ruperto Marchant Pereira (Santiago, Centro de Estudios
Bicentenario, 2004).
91 Mc Evoy, “De la mano de Dios”. Para discusiones con el clero peruano ver Esteban
Muñoz Donoso, “Escándalos infundados”, El Estandarte Católico, Santiago, 2 de junio de
1879, y Rodolfo Vergara, “La conducta de nuestros enemigos y la nuestra”, El Estandarte
Católico, Santiago, 24 de abril de 1879. Probablemente, la discusión más intensa entre
el clero peruano y el chileno ocurrió luego de la expedición a Mollendo, una de cuyas
consecuencias fue el incendio de una capilla peruana. Las pastorales a las que me refiero
en mi análisis aparecen en el apéndice.

59
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

a sus fieles al señalarles que su misión era “dejar bien establecida” la justicia
de la causa nacional, porque en ella se fundaba “buena parte” de la esperanza
de alcanzar la victoria.92
Además de exponer las bases legales de la guerra –uno de los temas que
obsesionó al clero y del que nos ocuparemos más adelante–, la comunidad
eclesial debía rezar compulsivamente, dar muestras permanentes de morali-
dad y estar dispuesta a asumir todo tipo de sacrificios personales, entre ellos
entregar la propia vida y la de los seres queridos a un abstracto denominado
“patria y religión”. Esto, sin embargo, no aseguraba el apoyo de una divinidad
que sometía constantemente a sus fieles a una serie de pruebas de resistencia
física y mental. “Oh Dios omnipotente –recordaba Casanova–, la suerte de
Chile está siempre en tus manos”. Para lograr una estratégica alianza con el
“Señor de los Ejércitos”, para ganar su voluntad, la república imaginada por la
Iglesia debía convertirse en el brazo armado de la justicia divina. No obstante,
la misión no quedaba muy clara para los delegados del poder celestial, porque
cuando Dios “llamaba a un pueblo para que se levantara contra otro pueblo”,
el elegido no siempre conocía lo que su amo tenía en mente y mucho menos
“los crímenes que debía de vengar”.93

Mariano Casanova.

92 Muñoz Donoso, “La guerra en manos de Dios” (ver apéndice).


93 “Discurso pronunciado por el señor Gobernador Eclesiástico de Valparaíso” (ver
apéndice).

60
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

Llegados a este punto, es importante hacer una primera afirmación: en


Chile la Guerra del Pacífico fue definida por la Iglesia con el vocabulario,
las imágenes e incluso la estética de la guerra santa cristiana. En “La guerra
en manos de Dios”, la contienda fue descrita por Muñoz Donoso como un
“juicio divino”, un acto tremendo en el que Dios engrandecía o elevaba a los
pueblos de acuerdo con sus “virtudes o vicios sociales”. Ante una audiencia
multitudinaria, Muñoz describió al “Dios de los Ejércitos” sentado en el “al-
tísimo trono de su justicia eterna”, desde donde escudriñaba “la tierra, los
mares, los cielos y los abismos”. A sus pies yacían “tres monstruos”, la peste, el
hambre y la guerra, aguardando la señal que los convertiría en “rayos” de la
ira divina contra las naciones pecadoras.94 La guerra, en palabras del obispo
de Ancud, Francisco de Paula del Solar, era una de las mayores desgracias de
la humanidad, y en la interpretación teológica, “un azote” con el que Dios
amenazaba a los pueblos por sus “debilidades”. Así, aunque el cristianismo
recomendaba la paz, también permitía la guerra defensiva, que era la única
“justa y legítima”. En esa línea argumentativa, el sacerdote rememoró a sus
feligreses el momento en el que el jefe supremo de la nación judía reglamentó
las guerras justas que Israel debía sostener contra sus enemigos, depurándolas
de las atrocidades que cometían hasta ese momento las naciones bárbaras.
Por medio de su pastoral, el obispo aseguró a la comunidad ancuditana que
la guerra que Chile había declarado a los gobiernos de Bolivia y el Perú era
permitida por el cristianismo. También la consoló comunicándole que las
naciones cristianas, como la chilena, no debían preocuparse, sino más bien
dedicarse a rezar, pues ese Dios que dirigía “la naturaleza a su fin, desde el sol
hasta la hoja caída del árbol, movido por los ruegos de sus fieles seguidores”
estaba en la capacidad de abreviar los días de prueba, “sacándolos triunfantes
de sus enemigos”.95
La urgente necesidad de ganar la atención y el apoyo de Dios mostrada
por el clero chileno permite entender la procesión del Corpus Christi que tuvo
lugar el 6 de junio de 1879 entre las calles de Teatinos y Compañía. El ritual
muestra la manera como la tradición católica logró fusionarse con alegorías
militares en su intento de ocupar los espacios públicos y así reforzar visual-
mente la idea de que el “Dios de los Ejércitos” había tomado partido por la
causa de Chile. En el marco de un itinerario previamente establecido por el
párroco de Santa Ana, el coordinador del evento, la procesión del Corpus se
detuvo en siete altares, donde el Santísimo Sacramento fue temporalmente
depositado. Entre los altares destacaba el torreón de la guerra, y unos pasos
más allá dos elevadas columnas defendidas por cañones que humeaban “nubes

94 Muñoz Donoso, “La guerra en manos de Dios” (ver apéndice).


95 “Pastoral del Ilustrísimo Obispo de la diócesis de Ancud”, El Chilote, Ancud, 21 de junio
de 1879. (ver apéndice).

61
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

de incienso”. En una lujosa tienda de campaña formada de lana y plata, que


sirvió como recordatorio de aquellas tantas otras desperdigadas en el teatro de
la guerra, se colocó al “Dios de los Ejércitos”, a cuyos pies se acomodaron las
armas de combate. Sobre el torreón y sobre la simbólica tienda de campaña
flotaban banderas nacionales que ostentaban la cruz en la cima de sus astas.
El sonido de las detonaciones militares, junto con los cantos sagrados de los
frailes, proveyeron del marco perfecto a cada una de las siete estaciones re-
corridas por el Santísimo Sacramento. Dentro de un ambiente excepcional,
en el que se entremezclaba el fervor religioso y el bélico, uno de los testigos
de la ceremonia se felicitó de ser partícipe de una celebración religiosa en la
que “Dios, árbitro augusto y supremo de las naciones”, era cobijado bajo el
techo de una tienda de campaña coronada por la bandera chilena. La simbó-
lica alianza entre Dios y el Ejército de Chile, que se sustentó en un elaborado
despliegue de parafernalia de indudable estirpe barroca, provocó el singular
comentario reproducido en El Estandarte Católico: “Si Dios está con nosotros”,
entonces “¿quién podrá vencernos?”96
En la pastoral enviada a sus fieles, la guerra fue definida por el obispo
Hipólito Salas no sólo como el arte “de talar y destruir”, como “fuente de do-
lores, de lágrimas y de sangre”, o como causa de “devastación y muerte”, sino
que señaló que por esos inescrutables designios de la Providencia la violencia
armada podía convertirse en una eficaz colaboradora de la regeneración
moral, política y social de los pueblos. La guerra elevaba o abatía a las naciones,
según fuera el grado de moralidad o corrupción en que se hallaban colocadas,
y los pueblos abandonados al sensualismo de los goces materiales y enervados
por esta causa, despertaban de su sueño de muerte, se rejuvenecían y rege-
neraban, se hacían sobrios y frugales, económicos y abnegados. El supremo
dominador de reinos y de reyes, de repúblicas y de príncipes, que en la lengua
de la sagrada liturgia hería “para sanar” y perdonaba para conservar, se valía
de la guerra para corregir, curar y sanar a naciones y familias, a individuos y
a gobiernos.97 Salas, quien fue la mano derecha del arzobispo Valdivieso en
los difíciles años del enfrentamiento entre la Iglesia y los liberales, observaba
en su pastoral que no había más que aproximarse a la violencia que reinaba
en el mundo para comprobar que la ley terrible de la guerra era un capítulo
de la ley general que regía al universo. Sin embargo, había guerras buenas
que ayudaban a perfeccionar a las naciones. Estas podían ser reconocidas de
inmediato debido a que sus causas servían para sostener los santos fueros del
derecho y de la justicia y para conservar incólumes las santas leyes del honor

96 El Estandarte Católico, Santiago, 7 de junio de 1879.


97 “Pastoral del Ilustrísimo Obispo de la Concepción José Hipólito Salas”, El Estandarte
Católico, Santiago, 18 de abril de 1879 (ver apéndice).

62
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

y de la dignidad de los pueblos. Las naciones que emprendían las “guerras


viciosas” o también llamadas “guerras de maldición” recibían heridas mor-
tales en su poder y en su carácter, un castigo feroz que, de acuerdo con el
obispo de Concepción, Chile nunca recibiría. En la explicación de la guerra,
sustentada en San Agustín pero también en las ideas de Joseph de Maistre,
Salas explicó la noción cristiana de la guerra justa. Según ella, la “mano ven-
gadora del Señor” era la que finalmente imprimía “el padrón de ignominia
en las frentes culpables por la violación de la fe prometida en los pactos, o
por el engaño y la perfidia en las relaciones sociales”. Afortunadamente, de
acuerdo con Salas, la nación chilena estaba exenta de ese tipo de castigo, ya
que ella no se hallaba manchada con el oprobio de estos atentados contra el
derecho de gentes.

José Hipólito Salas.

La Guerra del Pacífico –afirmó Casanova ante sus fieles– era un acto de
castigo para el Perú, y Dios había usado a Chile como instrumento de sus
altísimos designios. El prelado recordaba que tres veces la república sudame-
ricana había sentido la voz divina que le decía “levántate y camina hacia el
Perú”. La primera fue para probar “su fraternidad cristiana”, la segunda para
desbaratar “los planes ambiciosos de un terrible caudillo” y la tercera para

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

dar cuenta de que “la ira de Dios” había caído sobre esa nación pecadora.98
“Por fin la mano de Dios tendió irritada y tremenda sobre la cabeza tan ligera
como orgullosa de la nación peruana. Todo cuanto dijimos desde la primera
hora se ha cumplido al pie de la letra”, coincidió con Casanova el editorialis-
ta de El Mercurio a escasos días de la victoria final en Lima. “¿Qué poder –se
preguntaba el periodista– tuvo la bendición del ejército peruano por parte
de su vicario castrense?” Era evidente que ninguno. Ello a pesar de que los
peruanos celebraron una serie de rituales, como fue el caso de la conmemo-
ración de la batalla de Ayacucho, en que solicitaron la ayuda pública del Dios
de las batallas “para aniquilar hasta el último de los bárbaros invasores”.99
Observando los resultados concretos era obvio que la divinidad tenía un fa-
vorito y que este sería beneficiado por el alto nivel moral de su población.
La retórica sagrada logró transformar una guerra por recursos económi-
cos en una cruzada por la redención y purificación de la nación vecina, pero
sobre todo fue capaz de trascender los círculos intelectuales de la Iglesia. En
las estrofas del poema “¿Dónde vas joven soldado?”, panfleto que tuvo amplia
difusión en el frente de batalla y que incluso alcanzó a ser reproducido en
la prensa de Chiloé, su autor –un anónimo combatiente, según sabemos–
declaraba que su lucha no tenía más sentido que “llevar la luz del progreso”
a un pueblo yaciente entre las sombras de su “propia miseria”, cuya ablución
correría por cuenta del sagrado “humo de la pólvora”, improvisado antídoto
para la “contagiosa lepra” que lo afectaba. El Perú, esa “mansión habitada por
la muerte”, aquel territorio ocupado “por un cadáver macerado”, sería final-
mente desinfectado con la “humareda salvadora” de la artillería chilena.100
La teoría de la “guerra justa” surgió en el mundo occidental para justificar
la violencia y para establecer los límites a los que se podía llegar en un conflicto
armado. Teniendo como base un puñado de conceptos que fueron esgrimidos
para construir una excusa lo suficientemente sólida como para ir a luchar, la
teoría formulada por San Agustín intentó dar respuesta a un dilema moral
fundamental: ¿es justificable que los cristianos participen en una guerra? La
solución a este problema reconoció una forma de conflicto bélico totalmente
desconocida para la Roma secular, esto es, una guerra en la cual la voluntad
de Dios era capaz de manifestarse y en la que la misma divinidad aprestaba
a su pueblo para acudir a las batallas.101 El “retorno de lo reprimido”, que la

98 “Discurso pronunciado por el señor Gobernador Eclesiástico de Valparaíso” (ver


apéndice).
99 El Mercurio de Valparaíso, Valparaíso, 22 de enero de 1881.
100 El Chilote, Ancud, 15 de abril de 1880.
101 Para una discusión sobre este punto véase el clásico de Michael Walzer, “Moral judge-
ment in time of war”, en R. Wassertrom (ed.), War and morality (Belmont, Woodsworth,
1970), pp. 54-62 y también Just and unjust wars (New York, Basic Books, 1977). Para
una discusión reciente de Walzer ver Thick and Thin: Moral argument at home and abroad

64
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

teoría de la guerra justa tácitamente posibilitó, fue la respuesta que el cristia-


nismo dio a las invasiones bárbaras que culminaron con el saqueo de Roma
en el año 410. La noción jus ad bellum (el derecho a declarar una guerra) está
estrechamente relacionada con las ideas de una causa justa, de una autoridad
y de una intención adecuada; que el conflicto bélico no hace más daño que
bien y que es el único medio para alcanzar la paz. La legitimación de un tipo
específico de guerra permite, bajo condiciones previamente definidas, la par-
ticipación cristiana en una forma particular de violencia organizada. La idea
de que la ética y la política son esferas inseparables del accionar humano es
fundamental para entender la teoría de la guerra justa. Porque a diferencia
de su gran competidora, la doctrina del realismo estratégico (modelada por
Hobbes y Maquiavelo), aquella percibe a los seres humanos como criaturas
desgarradas en medio de relaciones basadas en el amor y la generosidad,
por un lado, y la crueldad y el egoísmo, por el otro. Esto quiere decir que las
motivaciones humanas siempre se entremezclan, afirmando y destruyendo,
por ello, solidaridades. Otro componente de la tradición es el jus in bello (o
ley de la guerra), el que está asociado a cuestiones meramente prácticas que
surgen como consecuencia de la dinámica interna de cualquier conflicto
bélico, entre ellos el daño a los civiles (inmunidad del no combatiente), temas
humanitarios y el de las armas utilizadas en las batallas.
El término “guerra justa” se presta a manipulaciones, ya que sugiere que
en algún momento de la historia existió o podría existir un conflicto en el
cual una de las partes sería considerada como moralmente perfecta. Dicho
concepto parte históricamente de esa discutible premisa, sobre la que muchos
de sus defensores han elaborado incluso analogías con combates celestiales
en los cuales se enfrentan las fuerzas de la luz contra las de la oscuridad.102 A
este tipo de lucha se refirió justamente el cura Muñoz Donoso, quien intentó
dejar en claro que Chile tenía una misión que cumplir: castigar tanto a los
peruanos como a los bolivianos. Para confirmar la evidente justicia de la causa
nacional bastaba recordar que Bolivia había quebrantado “un tratado solem-
ne”, faltando “a su palabra de nación soberana”; y que el Perú, “sin pretexto

(Notre Dame, Notre Dame University Press, 1994). Otra interpretación sobre el tema es
la provista por Jean Bethke Elshtain (ed.), Just war theory (Oxford, Basil and Blackwell,
1992). Una visión alternativa pero que también se nutre de los trabajos de Walzer es
la de James Turner Johnson, Tradition and the restraint of war: A moral historical inquiry
(Princeton, Princeton University Press, 1981).
102 De acuerdo a Elshtain, una de las mayores expertas en el tema de la “guerra justa”,
el discurso cristiano nunca estuvo libre de connotaciones belicistas. El Libro de las
Revelaciones, por ejemplo, es una “historia fantasmagórica” de la lucha apocalíptica
contra la Bestia. Según la autora, la afirmación del discurso guerrero por parte de la
cristiandad surge cuando los líderes cristianos aceptaron el Antiguo Testamento como
una porción importante de las Sagradas Escrituras. Elshtain, Just war theory, 127.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

alguno”, se había coaligado contra Chile sosteniendo “ocultos tratados” y


había enviado armas a Bolivia, al mismo tiempo que ofrecía, “con sus pérfi-
das palabras”, un arbitraje de paz. Todo ello a pesar de que “Chile liberó al
Perú, lo enseñó a pronunciar la dulce palabra de libertad” y lo instruyó en la
manera como sostenerla. Si bien resultaba obvio que los peruanos parecían
haber olvidado los múltiples actos de generosidad exhibidos por la nación
chilena hacia ellos, había “un Dios en el cielo” que no olvidaba esas cosas,
para castigarlas. Y esto porque no eran, sostenía Muñoz Donoso, “los pecados
del individuo, sino principalmente los de la sociedad y de los gobiernos” los
que se oponían a esa justicia que elevaba a las naciones, la cual implicaba el
respeto al derecho internacional, la probidad política, la moralidad y honradez
de los hombres públicos y el acatamiento a la religión y los mandatos judicia-
les. Afortunadamente, Chile poseía “esa justicia en un grado muy superior
al de sus dos enemigos”, ya que éstos estaban “oprimidos por ese pecado”,
que conducía “a las naciones a la miseria”. Las virtudes heroicas en las que
los chilenos descollaban eran la existencia de “un clero digno, religiosos
ejemplares, purísimas vírgenes de Cristo”, que con su vida angelical oraban
“día y noche por el bien de la Patria”; de nobles y generosas matronas, que
habían “hecho de la caridad su segunda naturaleza”; de “un pueblo lleno de
fe religiosa y de confianza en Dios” y de una “falange de jóvenes y caballeros
católicos” que habían “grabado en sus corazones con sello de oro este precioso
lema: Dios y Patria”. Si a todo ello se le agregaba “la protección omnipotente
de la Virgen del Carmelo”, era casi imposible imaginar una derrota chilena
frente a Bolivia y el Perú.103

103 Muñoz Donoso, “La guerra en manos de Dios” (ver apéndice). El concepto de “la guerra
justa” no fue ajeno al clero peruano. La visión agustiniana del conflicto internacional
fue un elemento clave en la pastoral que el arzobispo limeño Francisco Orueta envió
a sus fieles el 5 de abril de 1879, con motivo del inicio de las hostilidades. Publicada
en ese mismo año, la carta de Orueta subrayó que cuando el Perú ofrecía su “generosa
mediación” para evitar la lucha entre dos repúblicas hermanas, Chile reaccionó decla-
rándole la guerra. Partiendo de una percepción de que la guerra era “injusta y violenta”,
Orueta se preguntaba si es que la razón había abandonado a los hombres públicos del
país vecino, pues no se podían romper de una manera tan radical “los antiguos vínculos
de dos pueblos” con tradiciones e historias compartidas. Ante “tan evidente injusticia”
por parte de Chile, Orueta apelaba al vínculo entre la patria y la religión, convocando a
los peruanos a pelear con la convicción de que Dios estaba de su lado. Francisco Orueta,
Carta pastoral que el Iltmo. y Rmo. Sr. Dr. D. Francisco Orueta y Castrillón, arzobispo de Lima,
dirige al clero y fieles de su arquidiócesis con motivo de la guerra declarada al Perú por la República
de Chile (Lima, Tipografía de “La Sociedad”, 1879).

66
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

Esteban Muñoz Donoso.

La justificación de la guerra en abstracto dio paso a la apología de la


muerte como un trámite necesario para alcanzar la vida eterna. Fue a los ora-
dores, especialmente a los miembros de la Iglesia, a quienes les correspondió
la tarea de elaborar una serie de argumentos capaces de dotar de sentido a
la muerte de los esposos, los padres y los hijos que dejaban sus hogares y sus
familias para irse a pelear al frente de batalla. Salvador Donoso, quien una
década antes había sido el encargado de pronunciar la oración fúnebre en
honor de O’Higgins, fue uno de los sacerdotes que abordó con admirable
destreza el tema de la muerte, relacionándolo con un fin supuestamente
superior. Dado que la recompensa del soldado cristiano era la eternidad, el
tránsito hacia la muerte debía ser enfrentado con resignación y entereza. A lo
largo de sus sermones, el párroco de Valparaíso fue creando un clima cultural
que le permitió racionalizar ante grandes audiencias el sacrificio de miles de
vidas humanas. Tanto en su oración en honor a Prat como en la pronunciada
para conmemorar las batallas de Tacna y Arica y en su sermón en Lima luego
de San Juan y Miraflores,104 Salvador Donoso –al igual que Esteban Muñoz

104 Ver sermones en el apéndice.

67
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Donoso y Francisco Bello–105 utilizó su poderosa retórica para explicar el


concepto de inmortalidad: si esta cubría “con sus alas de fuego a los defensores
de Chile” era porque Cristo había vencido a la muerte y, desde ese momento,
la humanidad, “postrada en el polvo de vieja y profunda degradación”, podía
acceder a la vida eterna. Los mártires chilenos del 21 de mayo eran, de acuerdo
con el orador, los símbolos de una “intrepidez cristiana” nunca antes vista en
los anales de la historia. Donoso estaba convencido de que el profundo dolor
de las madres, esposas e hijos de los caídos en combate se vería transformado
en alegría por la memoria de sus proezas, porque, al igual que los héroes
cristianos, los macabeos chilenos habían expiado con su sacrificio las faltas
cometidas por sus conciudadanos. De esa manera, el sacrificio de Prat y de
sus compañeros no hizo más que corroborar que la muerte era la “suprema
resistencia de las almas invencibles”.
Los soldados cristianos debían caminar hacia la muerte fijando la mirada
“en el templo de la gloria”, que era sin lugar a dudas la mayor recompensa
para sus sacrificios. “Vedlo en acción, en el momento más solemne de su vida”,
propuso como tarea a sus fieles Vicente de las Casas, párroco de Chillán, quien
en uno de sus sermones discutió el tema del heroísmo del “soldado católico”
chileno. Con semblante pálido de emoción, el oído atento a la primera voz
de mando, la mirada centelleante y fija en su querido pabellón, el guerrero
cristiano daba el encuentro a su destino con “la faz inundada de majestuosa
serenidad”. Guiada por una causa que más que humana era divina, la milicia
nacional miraba cara a cara la muerte, marchando compacta y en falange
“bajo un diluvio de balas”. Un comportamiento de esta naturaleza –opinaba
Las Casas– sólo podía entenderse a partir de un hecho muy concreto: la
Providencia divina, que obviamente favorecía a Chile, se cernía “majestuosa
e imponente en la hora del combate por sobre el silbar incesante de las balas,
el atronador estampido del cañón, el agudo clarín de bélicas canciones” y
decretaba, por designio soberano, quién recibiría, de acuerdo con sus dotes
morales, “las coronas del triunfo”.
Mientras que sus hijos caminaban tranquilos a enfrentar un destino
inexorable, las madres cristianas –subrayó Muñoz Donoso en uno de sus
sermones– debían ser varoniles y acallar la voz del sentimiento. El potencial
combatiente no debía ser detenido en su hogar por amor y menos por un
temor mal entendido. Para evitarlo estaba el ejemplo de las madres espartanas,
quienes se hicieron superiores a la naturaleza por amor a su patria. “¿Qué
no podréis hacer vosotras madres cristianas para quienes el patriotismo es
una virtud heroica ante Dios y los hombres?”, preguntó el editorialista de El
Estandarte Católico ante una multitud de mujeres congregadas en la catedral de

105 Muñoz Donoso, “Oración fúnebre en honor a los chilenos muertos en la jornada naval
de Iquique” (ver apéndice).

68
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

Santiago. En un contexto en el que la tarea del soldado era sacrificar su vida por
Dios y por la patria mientras su familia debía resignarse ante tamaña decisión
es posible entender la carta que Clorinda Caldera envió a El Constituyente de
Copiapó. La religión del deber –señaló en su misiva– ordenaba sacrificar en
el “altar de la patria” lo más “caro al corazón”: por esa razón, Caldera puso
a disposición del Ministerio de Guerra a su hijo de diecisiete años. Robusto,
fuerte y ansioso de medirse con los enemigos de Chile, su único vástago iba
a la guerra con la consigna de dar días de gloria a su tierra o morir como
valiente en su defensa.106 Esto último fue lo que le ocurrió a Tobías Morales,
quien en vísperas de caer abatido en Tarapacá le escribió a su progenitora
para comunicarle que deseaba morir por su patria, “su segunda madre”.
Tocan “marcha en este momento para seguir adelante, no puedo escribirte
más, adiós querida mamá, adiós queridas hermanas, hasta la eternidad, por
si me toca la felicidad de morir al pie del tricolor chileno”, fueron las últimas
palabras que Josefa Vergara recibió de su hijo. En el homenaje que le tributó
Talca, su lugar de nacimiento, se recordó que bajo aquella modesta casaca
de subteniente se ocultaba el alma de un “Leónidas” chileno. La sangre de
Morales había regado las arenas del desierto, sus restos mutilados se habían
quedado en el campo de honor, pero su recuerdo, como el fuego fatuo de
las tumbas, alumbraría la llama imperecedera de la gloria, al mismo tiempo
que su espíritu ocuparía un lugar en los espacios infinitos de la inmortalidad.
La familia de Morales debía consolarse, por lo tanto, con la idea de que su
deudo había sido liberado de la triste condición humana para elevarse a la
eternidad.107
Lo más grato a los ojos de Dios era la resignación de una madre desolada
o una esposa anegada en llanto por la separación del hijo o del esposo. Estas
mujeres sufrientes –opinó uno de los oradores sagrados ante una iglesia aba-
rrotada de ellas– debían ofrecer al Todopoderoso “su propio dolor, sus justas
lágrimas, no sólo por la salvación de los seres queridos sino también por el
triunfo de la patria”. Por disponer de un bien en demanda en situaciones de
catástrofe nacional, como lo era la vida eterna, una de las metas de la Iglesia
fue hegemonizar el “mercado del consuelo”. Los soldados en combate, lo
mismo que sus familiares, recibieron mediante sermones, pastorales y artículos
periodísticos una serie de mensajes subliminales sobre la muerte. Estos per-
mitieron, al menos en teoría, superar el trauma de fallecer en tierra extraña.
Para revertir este temor existía una eternidad, que esperaba por todos aquellos
que dormían tranquilos la víspera del combate y al lucir la aurora del día en
que iban a morir reían y cantaban “como los mártires de la antigua Roma al
subir las ensangrentadas arenas del circo”. El propósito del clero fue quebrar

106 El Constituyente, Copiapó, 7 de abril de 1879.


107 La Esmeralda, Talca, 11 de diciembre de 1879.

69
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

el pensamiento lógico y racional en torno al trance final. La muerte no era en


realidad la muerte, sino –como lo recordó en su momento Francisco Bello– “el
principio de la vida”. Lo que los humanos llamaban equivocadamente tumba
–recordó Donoso en otra de sus intervenciones– era simplemente “el cielo
sagrado”, pleno de recompensas para el guerrero valiente.
De que el más allá existía, y de que en verdad era un lugar maravilloso
donde la Virgen María esperaba por los soldados muertos en combate, dio
cuenta la inquietante historia narrada por el párroco de la iglesia del Espíritu
Santo de Valparaíso ante los miles de hombres y mujeres que lo escuchaban.
En la “noche aciaga de Tacna” y en medio de los clamores de decenas de
soldados agonizantes se oyó una voz dulce y afinada cantando una melodía.
Era –refería el cura Donoso– la plegaria de un miliciano delirando y próximo
a fallecer por la pérdida de sangre y el hambre que lo agobiaba. ¿“Sabéis”
–preguntó Donoso a sus fieles– cuál era el “himno de ese cisne que partía
a un mundo mejor”? El guerrero cristiano cantaba una estrofa celestial a la
Virgen, pidiéndole en “su éxtasis desfalleciente” que lo acogiera en “el día
feliz de su gloriosa muerte”.

Salvador Donoso.

La oratoria sagrada subrayó dos puntos fundamentales con respecto a la


muerte en combate. Uno era la recompensa al sacrificio personal mediante
un bien intangible que era la inmortalidad. “Si caéis en el puesto de honor
–les prometió Jara a los soldados del Chacabuco–, la patria eternizará en
el bronce vuestro nombre y la Iglesia levantará en sus templos un altar que
regaremos con lágrimas de gratitud, y donde se ofrecerá la víctima divina por

70
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

vuestro eterno descanso”. La muerte con entereza y abnegación, por otro


lado, daba acceso a una ciudadanía que, por ejercitarse en el plano celestial,
permitía el goce de “la suprema libertad”. Este reconocimiento se derivaba
del valeroso acto de poner a prueba todas las capacidades humanas en el
campo de batalla, pues solo mediante el heroísmo liberador es que el hombre
mostraba su majestad y su poder en la lucha “contra su propia miseria”. Otro
aspecto fundamental frente a la muerte que publicitó la oratoria sagrada
fue el heroísmo cristiano. Se trataba de un modelo “inspirado, aprendido y
perfeccionado” –recordó Francisco Bello– en “la escuela del Mártir del
Calvario”. El heroísmo transfiguraba al hombre, su materia se transformaba
en “ropaje de luz” para palpar así “la imagen y semejanza de Dios”. Apelar a
formas de compensación simbólica con la finalidad de combatir la “siniestra
potencia del miedo” no es, por supuesto, una peculiaridad de la retórica con
la cual el clero chileno validó su presencia ideológica en un escenario de
guerra.108 Toda sociedad humana es al fin un grupo de hombres y mujeres
reunidos de cara a la muerte. El poder de la religión, como bien sabemos,
se relaciona con la credibilidad de las banderas que son colocadas en manos
de los que se enfrentan a la muerte o, mejor dicho, de aquellos que inevita-
blemente se dirigen a su encuentro.109 Los conceptos de la eternidad, de la
ciudadanía celestial y del heroísmo cristiano, manejados diestramente por
el clero chileno, fueron poderosas armas de persuasión en la difícil tarea de
convencer a miles de soldados de que debían olvidarse de sus seres queridos
y morir por un abstracto llamado “patria y religión”.
La parafernalia funeraria sirvió de marco adecuado a una retórica que
celebró, una y otra vez, las bondades del más allá. “Hemos vestido de fúnebre
crespón las naves de este templo”, fue la frase con la que Salvador Donoso dio
inicio a su pieza oratoria con la cual honró a los caídos en la rada de Iquique.
El aspecto que presentaba la catedral de Santiago, donde el sacerdote hizo
uso de la palabra, era “imponente y magnífico”. Las columnas cubiertas de
luto con telas negras eran iluminadas por hermosas arañas que irradiaban
también sus reflejos a la bandera del Covadonga, desplegada cerca del presbi-
terio. En medio de la nave central fue colocado el catafalco, cubierto de un
manto negro con lágrimas y franjas de oro. Alrededor del túmulo se colocaron
cirios, cuatro jarrones de alabastro con hachas encendidas que brillaban sin

108 Para una discusión similar para el caso de la guerra civil norteamericana véase Drew
Gilpin Faust, This Republic of suffering: Death and the American Civil War (New York, Alfred
Knopf, 2008), y Mark A. Schantz, Awaiting the heavenly country: The Civil War and America’s
culture of death (Ithaca, Cornell University Press, 2008). Un análisis de los cambios de
mentalidad sobre la muerte en Chile, en Marco Antonio León, Sepultura sagrada, tumba
profana: los espacios de la muerte en Santiago, 1883-1932 (Santiago, DIBAM/LOM, 1997).
109 Peter L. Berger, The sacred canopy: Elements of sociological theory of religion (New York, Anchor
Books, 1969), p. 51.

71
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

cesar y, un poco más afuera, otros cuatro jarrones con ramas de ciprés. Al
frente, podían observarse trofeos militares formados por canchones, fusiles,
banderas, revólveres, hachas de abordaje, bayonetas, espadas y balas. La música
estuvo a cargo de un grupo de artistas líricos, que entonó sentidas vigilias que
impresionaron a la concurrencia. Ceremonias similares a la presidida por el
alto clero chileno en Santiago se repitieron en cada iglesia de la república.
Para el corresponsal de El Estandarte Católico encargado de describir el ritual
para aquellos que no pudieron asistir a la catedral, la capital del país había
pagado una deuda sagrada. La ceremonia en honor a Prat y a los caídos en el
Pacífico sur era una prueba concreta de que el amor a la patria y el amor a la
religión iban siempre unidos en “estrechísimo y consolador abrazo”.
Si bien a estas alturas del análisis ya hemos logrado identificar un puñado
de conceptos que permiten reconocer la vieja tradición cristiana de la guerra
santa, cuyo potencial retórico fue acreditado durante la Guerra del Pacífico,
es poco lo que sabemos sobre el nombre específico que sus imaginativos pro-
motores dieron a su modelo de nacionalismo, el cual debió competir con otras
propuestas que, como veremos más adelante, eran igualmente creativas.110
Lo que sí empieza a clarificarse es el proceso mediante el cual una fascinante
amalgama de imágenes patrióticas y de tradiciones clásicas y medievales se
cristalizó en Chile. Este producto cultural ingresó en las mentes de miles de
chilenos gracias a la destreza de un clero dotado de una larga experiencia en
los usos de la retórica y de los medios de comunicación. Un texto que puede
permitirnos mover la discusión del campo conceptual al nominal es “El pa-
triotismo cristiano” (1884). Este ensayo vuelve al tema explorado por Esteban
Muñoz Donoso cinco años antes en la novena de la metropolitana.111 El amor
patrio –señalaba el autor del artículo, publicado en El Estandarte Católico– era
un sentimiento que Dios había colocado en el corazón humano. Rechazar al
enemigo, defender los intereses patrios, proteger las vidas y fortunas de los
connacionales, conquistar nuevos países y enriquecer la propia nación, entre
otros, eran asuntos que formaban parte de la agenda patriótica. La lengua, la
historia y los afectos eran también elementos fundamentales de esa identidad.

110 La “guerra santa” es una historia de textos religiosos, pero también del comportamiento
humano, por la necesidad que sienten los hombres por justificar la violencia que desatan.
Tan asombrosa es la continuidad en el tiempo de “la guerra santa” como sus extraordi-
narias interpretaciones. En el caso del “Himno de la república”, escrito por Julia Ward
Howe, para la guerra civil en EE.UU, la gramática de la violencia que se evidencia en el
texto no hizo sino recuperar aquella retórica de las cruzadas que por siglos el cristianismo
utilizó en su lucha con los infieles. Véase Peter Partner, El Dios de las batallas. La guerra
santa desde la Biblia hasta nuestros días (Madrid, Oberón, 2002), pp. 16-18.
111 El Estandarte Católico, Santiago, 1 de marzo de 1884. Para la opinión de Muñoz Donoso,
consultar “Discurso sobre el patriotismo considerado como virtud cristiana” (ver
apéndice).

72
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

Sin embargo, para ese mundo visible existía su contraparte invisible que le
daba vida y movimiento, tal como “el alma al cuerpo”.
Junto con el amor patrio, existía otro sentimiento “más elevado” que impul-
saba a mirar todas las cosas con los ojos de la fe. Teniendo todos los redimidos
el mismo Padre, gozando de un mismo parentesco, más estrecho que el de
la carne y la sangre, los creyentes sentían una obligación primordial hacia el
patriotismo cristiano. Este concepto aludía al cielo, al cual todos los hombres
de fe sin morada segura en el mundo caminaban inexorablemente. El mundo
era una tierra extraña, donde los hombres vivían rodeados de enemigos, y por
ello Dios era el guía y la esperanza del caminante. Para el patriotismo cristiano,
del cual también darán cuenta la oratoria sagrada y la prensa católica que
circuló durante la guerra, las glorias del mundo eran inferiores a las celestiales
y, si era preciso, el cristiano sufriría mil privaciones con tal de terminar con el
destierro y regresar a su verdadera patria en el cielo. Lejos de ser un perjuicio,
“el patriotismo sobrenatural”, preñado con el regalo divino de la fe, era un
auxilio poderoso para “el patriotismo natural”. Siendo ambos inspirados por
Dios para realizar sus designios, de ningún modo se contradecían, más bien
se complementaban. La grandeza de la patria chilena –concluyó el autor de
la iluminadora pieza– dependía justamente de su relación con la fe cristiana.
Luego de conocer esta definición, que nos acerca un poco más a la matriz
de la retórica católica que floreció en la guerra, es posible entender mejor el
universo mental de esa docena de oradores católicos cuya tarea fue convencer
a audiencias multitudinarias de que la muerte era el ansiado pasaporte para
adquirir una ciudadanía que, sin lugar a dudas, no era de este mundo.
Una obra que sintetiza de manera magistral el proyecto cultural que la
Iglesia fue consolidando entre 1879 y 1884 es El guerrero cristiano. Escrito por
José Hipólito Salas, obispo de Concepción, el texto –que fue publicado en
1880– hace evidente la influencia de Maistre, Balmes y Donoso Cortés en la
teoría de la guerra santa chilensis. Salas, quien fue secretario y mano derecha
de Rafael Valentín Valdivieso, dedicó su libro al Ejército de Chile y se presen-
tó ante aquellos que no lo conocían como un soldado de la causa católica.
Inspirándose en un texto escrito por el sacerdote M. Louis Veuillot, el que
fue dirigido al ejército francés, Salas definió la guerra como una “expiación”
y “una regeneración por la sangre”. Por la guerra, los pueblos abandonados al
sensualismo de los goces materiales despertaban de su sueño, se rejuvenecían y
regeneraban, y se hacían sobrios, frugales, económicos y abnegados. El obispo,
cuyo libro se convirtió en material de lectura en los campamentos militares,
era de la opinión de que Chile había sido forzado a entrar en una guerra que
nunca buscó. Afortunadamente, logró colocarse bajo la protección del “Dios
de los Ejércitos”, que lo era también de la justicia y del derecho. Desde ese
momento fue la mano divina la que dirigió a favor de Chile “los incidentes y
acontecimientos” de la guerra. Porque la misma había avivado la fe entre los

73
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

ciudadanos, el obispo pronosticaba que su país –y su vencedora espada– sería


no sólo “el soldado de la justicia sino el ministro de la misericordia de Dios”.
Salas, veterano de innumerables combates ideológicos, suministró una serie
de ejemplos bíblicos (Moisés, Ezequiel, Ester, Judith y Judas Macabeo) con el
objeto de probar la estrecha relación entre la guerra y la fe. Recordaba que
cuando las naciones eran infieles a su vocación religiosa, Dios desataba un
torrente de calamidades y las flagelaba por la mano de otras naciones. Los
propios hombres se transformaban así en soldados armados y vengadores del
amor de Dios.
En El guerrero cristiano se reforzaron los argumentos de la guerra santa que
el clero chileno creía estar liderando y se ventilaron de manera sistemática
muchos de los temas que marcaron la disputa entre la Iglesia y sus detractores:
Chile, un “pueblo moral y católico”, había depositado sus esperanzas ante el
altar de Dios porque “la plegaria y sólo la plegaria” daban valor e infundían
miedo y terror entre las huestes enemigas. Los “cruzados chilenos” se colo-
caron así bajo la protección de la Virgen del Carmen, fueron al encuentro
de peruanos y bolivianos, pelearon y vencieron. La Providencia dispuso los
sucesos y preparó las causas en el orden natural, de tal manera que los re-
sultados sobrepasaron a las previsiones humanas. Dentro de ese contexto, la
guerra fue definida por Salas como un territorio incierto donde la razón no
encontraba lugar ni sentido y donde lo único que realmente contaba era la
fe en el Todopoderoso. Así, la religión se convirtió en elemento clave en un
escenario de guerra debido a que solamente Dios podía apartar al hombre
de su peor enemigo, el miedo. Salas recordó a Judas Macabeo como ejemplo
de arrojo y coraje y responsabilizó a Dios de la desactivación de las minas
que los aliados habían sembrado en el Morro de Arica. Prosiguiendo con el
acalorado debate con sus viejos enemigos, los liberales, el obispo subrayó la
existencia de “una raza pervertida” que no creía en Dios y, dominada por las
preocupaciones de secta, ni oraba ni le daba gracias; más bien, se reía y bur-
laba de las creencias religiosas, tenía odio de la misma divinidad y, por ello, le
disputaba pretenciosamente su imperio. Esos demoledores del orden religioso
no entendían que el valor ateo era fruto de las pasiones y eso no era durable,
sino “inconstante, violento y hasta cruel en sus manifestaciones”.
Entre los propósitos de la guerra santa estuvo la expansión de la civiliza-
ción cristiana sobre territorio infiel o herético. En la cruzada contra el Islam
–recordó el obispo Salas en el texto que dedicó a los soldados chilenos– hos-
pitalarios, templarios, teutónicos y calatravos asociaron monacato y milicia
con el objeto de defender la causa de la civilización europea. Con la finalidad
de lograr el control absoluto sobre el territorio de la civilización, que era
donde se pensaba radicaba la fuerza moral de Chile, el clero debió reafirmar
los valores cívicos que se creía caracterizaban a la república sudamericana y
denunciar los pecados y las corruptelas de los enemigos. Si la guerra era el

74
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

medio de que Dios se valía para castigar a las naciones, era necesario explicar
con claridad por qué Chile, “un pueblo honrado y pacífico”, debía actuar de
brazo armado de la divinidad contra las repúblicas vecinas. El pecado original
de Bolivia fue romper un “tratado solemne” y el del Perú, una combinación
de alta traición e ingratitud. Lo peor, sin embargo, era que ambos habían
“pactado sigilosamente” la deshonra y el exterminio de Chile112. “¿Por qué
han decretado tu muerte, cómo concertaron la muerte de José los envidiosos
hijos de Jacob? ¿Por qué se te hiere por la espalda como hieren los cobardes y
se te obliga a salir a la arena del combate para probar que tu mano encallecida
por el arado no ha olvidado el manejo glorioso de la espada?”, se preguntó
Ramón Ángel Jara frente a los miles de fieles que se congregaron en la Catedral
metropolitana para honrar a la Virgen del Carmen. La prensa católica describió
a Bolivia como una nación bárbara y despótica, y el Perú fue referido como
un país cuya fabulosa riqueza era despilfarrada por sus corruptos habitantes.
En el editorial “Pobre Perú”, publicado en El Estandarte Católico, el sacerdo-
te Rodolfo Vergara atisbó la “mano de la fatalidad” cayendo inmisericorde
sobre una “nación angustiada” con la finalidad de castigar a un “pueblo de
siervos gobernado por una bandada de cuervos”. El Perú era un país vicioso,
caracterizado por el fraude y la usurpación;113 un “pueblo ajusticiado por la
sentencia de lo desconocido, para lección y experiencia de los demás”.114
Vergara creía que “la mano implacable de un poder superior” abatiendo al
vecino tenía por finalidad “hacer probar a ese pueblo orgulloso la última de
las humillaciones”.115 Chile era una suerte de Israel sudamericano que había
logrado marchar exitoso a la Tierra Prometida que Dios decidió arrebatar
de las manos de sus “ociosos y corrompidos habitantes para entregársela por
virtuoso y trabajador”.116 La idea que subyacía a estos escritos era que Dios
juzgaba a las naciones en el campo de batalla, y por ello la derrota colocaba
a Bolivia y el Perú en una situación de inferioridad no sólo militar, sino fun-
damentalmente moral.117

112 Salas, El guerrero cristiano.


113 Rodolfo Vergara, “Pobre Perú”, El Estandarte Católico, Santiago, 10 de noviembre de
1879.
114 El Estandarte Católico, Santiago, 13 de agosto de 1881.
115 Rodolfo Vergara, “El caos”, El Estandarte Católico, Santiago, 16 de agosto de 1881.
116 “Oremos”, El Mensajero del Pueblo, Santiago, 19 de julio de 1879.
117 En un trabajo reciente sobre las imágenes de la guerra entre las clases populares inglesas
durante el siglo XIX, Michael Paris ha señalado que en el contexto de la guerra entre
Gran Bretaña y China se construyó la noción de la superioridad moral de los ingleses
frente a la inferioridad de los paganos, a los cuales debía regalárseles el don de la civili-
zación. Así, la imagen del soldado cristiano “caballeroso, leal y generoso” fue celebrada
de múltiples maneras en la prensa, y la agresión violenta fue traducida en términos de
una cruzada religiosa. Véase Michael Paris,Warrior nation. Images of war in British popular
culture, 1850-2000 (London, Reaktion Books, 2000), pp. 21 y 24.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Rodolfo Vergara Antúnez.

La cruzada moralizadora promovida desde los púlpitos de las iglesias y


desde las páginas de la prensa católica santiaguina llegó al territorio ocupado
de la mano de los capellanes del Ejército. El 31 de marzo de 1879, El Estandarte
Católico comunicaba a sus lectores que el cura boliviano de Antofagasta y su
sacristán semianalfabeto habían abandonado su iglesia. A partir de ese momen-
to, los capellanes Ruperto Marchant Pereira y Florencio Fontecilla asumieron
el control de esa parroquia y de la de Caracoles, mientras que José Nicolás
Correa hizo lo propio con la de Calama. Era sorprendente –continuaba la
nota– cómo ese episodio, marcado obviamente por la toma militar del enclave
boliviano, había colaborado en incrementar el “movimiento religioso” de la
ciudad: la antes desierta iglesia se encontraba, desde la llegada de los vicarios
castrenses chilenos, “atestada de gente”.118 En otra nota, aparecida el 5 de
mayo, el diario reproducía comentarios del periódico La Patria de Caracoles,
en donde se mencionaba que los esfuerzos de Marchant Pereira por reparar
el edificio del templo de esa ciudad habían redundado en una mejora de “los
ornamentos y útiles de la Iglesia” y que ahora sí se podía admirar “la suntuosa

118 El Estandarte Católico, Santiago, 31 de marzo de 1879.

76
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

majestad” que debía “adornar la Casa del Señor”.119 En palabras del General
Escala, los capellanes dirigidos por Fontecilla habían provisto de una nueva
vida a “hombres empedernidos, encenegados en el vicio”, no sólo de origen
chileno, sino a esos otros “infelices” que habitaban el territorio enemigo y
que jamás visitaron el templo cuando estuvieron bajo la dominación de las
naciones enemigas. Estos relatos, junto con otros desperdigados en la prensa
católica en Chile, permiten corroborar que “la guerra santa” liderada por la
Iglesia vio en la frontera norte una magnífica oportunidad para expandir la
civilización cristiana entre una población de “herejes e irredentos”.120

Capellanes chilenos de la Guerra del Pacífico.


En la fotografía, de izquierda a derecha: (sentados) Eduardo Millas,
Francisco J. Valdés y Juan Luis Morales.
(parados) Esteban Vivanco, Enrique Christie.

119 El Estandarte Católico, Santiago, 5 de mayo de 1879.


120 En su introducción a la correspondencia de Marchant Pereira, publicada en 1983, Joaquín
Matte señala la “labor heroica” de Marchant “en un medio hostil y materializado, el cual
poco a poco va conquistando para Cristo”. Véase “Correspondencia del capellán de la
Guerra del Pacífico presbítero D. Ruperto Marchant Pereira”, Historia, Nº 18, 1983,
p. 345.

77
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Por justificar abiertamente el uso de la violencia, el discurso de la guerra


santa encerraba grandes peligros. Esa ferocidad que se demandaba de los
combatientes podía ingresar en el cuerpo político chileno y desgarrarlo. En
ese sentido, la religión exhibía no sólo la capacidad de erigirse en fuente de
retórica, de imágenes, de inspiración y finalmente del coraje que toda guerra
demandaba, sino que ella contaba también con un vocabulario capaz de con-
tener la violencia y a la vez controlar los ímpetus del soldado desmovilizado.
“¡Dios mío! ¡Dios de la paz y de misericordia! ¿No es ya tiempo que pongas fin a
tamaña calamidad?”, exclamó Salvador Donoso ante un auditorio consternado
por lo ocurrido en las batallas de Tacna y Arica. Donoso opinaba que tanto
bolivianos como peruanos eran hermanos “extraviados y obcecados” por una
“venda fatal” que les ocultaba la “justicia” de la causa chilena. Por ello, en la
etapa pacifista de su oratoria, el hábil cura se dirigirá a Dios para suplicarle
que con su poder rompiera la “densa venda” que imposibilitaba a las repúbli-
cas adversarias ver “los resplandores de la paz”. En un sermón pronunciado
algunos meses después, con motivo de la celebración de los triunfos de San
Juan y Miraflores, el párroco de Valparaíso volvió a un asunto que a partir de
la victoria en la capital peruana ocupó toda la atención de la Iglesia chilena:
“Corramos un velo perpetuo de olvido” sobre las escenas de horror y “pidamos
por la paz”. Donoso elevó sus oraciones para que Dios intercediera con su
“secreta y misteriosa inspiración” sobre las voluntades de los derrotados y les
dijera: “ya basta de sangre derramada” y de “víctimas inmoladas”, vuelvan al
camino de la paz. Era necesario que los enemigos se rindieran ante “el fallo
inexorable de la Providencia” y que, volviendo al camino de la paz, se unieran
con sus hermanos chilenos para buscar “como humanos la paz del cielo”.
A partir de marzo de 1881 y teniendo como marco la terca resistencia
del General Andrés A. Cáceres en los Andes peruanos, las oraciones del clero
chileno se dirigieron a rogar por la paz. En la nueva coyuntura de reaviva-
miento de la actividad bélica, la necesidad de la paz con el Perú fue discutida
con insistencia por los oradores y periodistas católicos. Aquella debía ser
“estable, honrosa y reparadora”. Para el cura Vergara no podía aceptarse “una
paz cualquiera”, que no fuera “digna corona” de los sacrificios del pueblo
chileno. En uno de los tantos editoriales que escribió en El Estandarte Católico,
titulado justamente “La paz”, Vergara recordaba que ésta fue el don traído
a la tierra por “el divino pacificador” y, por tal razón, aquella brotaba de su
mano al influjo de “la oración fervorosa y humilde”.121 El estado de guerra
era funesto para las naciones y opuesto al espíritu de la civilización cristiana.
La máxima fundamental del cristianismo era el “amor fraternal”. En un viraje
espectacular del discurso belicista del Antiguo Testamento al compasivo y

121 Rodolfo Vergara, “La paz”, El Estandarte Católico, Santiago, 6 de mayo de 1881.

78
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

pacifista del Nuevo, el obispo de Martirópolis subrayó que los libros santos
hablaban no sólo del Señor de los Ejércitos, sino del Dios de la paz. Era a la
Providencia a la que se le tenía reservado el acto de “mover los corazones y
dirigir los acontecimientos humanos para que a los horrores de la guerra”
sucedieran “los beneficios de la paz”. Por ello, el Vicario Capitular ordenó
una nueva novena, esta vez con fines pacificadores, suplicando a Dios que
enviara al Perú y Bolivia sentimientos de paz, para que cesasen cuanto antes
los gravísimos males producidos por la guerra.122
A pesar de los miles de muertos que quedaron regados en el camino que
unió Antofagasta con Chiclayo, la guerra fue percibida como una bendición
enviada por Dios a Chile, y de ello dieron cuenta el vibrante sermón pro-
nunciado por Casanova en Valparaíso y también el que Donoso ofreció en la
catedral de la antigua capital virreinal en honor a los soldados chilenos caídos
en San Juan y Miraflores. Fue en Lima, una ciudad que –en palabras de Jara– se
asemejaba a una esclava humillada solicitando limosna de los generales chile-
nos, donde el clero de la república vencedora se posesionó, al menos por unas
horas, de la sede de una Iglesia que, durante varios siglos, fue civilizadora y
que, por su estrecha cercanía con el imperio, fue además universal. “Bajo las
bóvedas de la catedral, que ungió a los virreyes y al Libertador” –recordaba
un editorial de El Mercurio–, se hizo “la conjunción de la gloria” que elevó a
Chile a “la cumbre de los pueblos americanos”.123 Estas palabras, que aluden
a un claro intento por reconfigurar simbólicamente las jerarquías culturales
del pasado, nos ayudan a poner en perspectiva el sermón que Donoso pro-
nunció en la capital peruana. En esa oportunidad, con el permiso del General
Baquedano y contraviniendo la opinión del clero peruano, que defendió por
todos los medios a su alcance su jurisdicción eclesiástica, Florencio Fontecilla,
capellán mayor del Ejército, ofició una misa en la Catedral metropolitana de
Lima por el eterno descanso de los soldados chilenos muertos en vísperas de
la caída de la capital peruana.124
Una frase extraída del libro de los Macabeos dio inicio al sermón de
Donoso, quien afirmó ante cientos de oficiales y soldados que “la sangre
chilena vertida a torrentes en Chorrillos y Miraflores” era “un holocausto

122 “Preces para obtener la paz”, en Boletín Eclesiástico, o sea colección de edictos y decretos de
los prelados del Arzobispado de Santiago de Chile (Santiago, Imprenta El Correo, 1887),
tomo VIII, pp. 76-81.
123 El Mercurio de Valparaíso, Valparaíso, 20 de enero de 1881.
124 Los capellanes que prestaron sus servicios en esas decisivas batallas fueron Florencio
Fontecilla, Javier Valdés Carrera, Luis Montes, Esteban Vivanco, Marcos Aurelio Herrera,
Eduardo Fabrés, Juan Capistrano Pacheco, Elzeario Triviño y Juan B. Labra. En su informe
a Baquedano, Fontecilla dio cuenta de que los capellanes Salvador Donoso y Joaquín
Díaz llegaron a Chorrillos el día 14 de enero y prestaron valiosos servicios en la batalla
de Miraflores.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

digno de las espléndidas victorias” que la Providencia había decretado para


Chile.125 El premio para los soldados que lo habían sacrificado todo era el
cielo, “último galardón de la esperanza”. Los héroes chilenos, tal como los
ilustres macabeos, habían dejado el legado de la constancia y de la disposición
de ofrecer su vida por su patria. Por ese esfuerzo notable, Dios permitió que la
bandera de Chile, junto con su gloriosa estrella, la cual simbolizaba el fuego
del amor patrio inflamado por la religión, flameara en Lima. El secreto de
la victoria residía en que mientras el pueblo y sus pastores oraban sin cesar,
los guerreros chilenos, más valientes que romanos y espartanos, avanzaban
de victoria en victoria sobre el territorio enemigo. Dios siempre hablaba a
su pueblo elegido mediante alegorías, y ello parece que ocurrió también en
Lima. Donoso les recordó a los soldados que lo escuchaban arrobados que el
“nefasto 15 de enero” un bello arcoíris había caído desde el horizonte de los
Andes sobre los hogares de la ciudad amenazada de horrendas catástrofes.
“Parece” –se atrevió a sugerir el notable orador– que la Divina Providencia
estaba anunciando con su peculiar lenguaje que ya era “tiempo de envainar
las espadas y firmar la paz”. El hombre cuya tarea fue descifrar la voluntad
divina esa vez se equivocó. La terquedad de los derrotados obligó a los expe-
dicionarios a instalarse en “la Sodoma americana”, y la ocupación territorial,
no prevista por la Divina Providencia, empujó a la República de Chile por
los territorios inexplorados de una guerra non sancta. Se trató de un enfren-
tamiento a sangre y fuego en los Andes, cuyo imaginario, estética y prácticas
no le correspondió forjar a la Iglesia.

IV. La guerra cívica


La habilidad retórica de Isidoro Errázuriz fue fundamental en la definición
de la guerra cívica, la versión republicana-liberal del conflicto entre Chile,
Bolivia y el Perú. Revolucionario, viajero audaz, periodista inspirado, albo-
rotador de masas, orador formidable y veterano de innumerables combates
del liberalismo chileno, Errázuriz fue reconocido por su camarada Domingo
Arteaga Alemparte como “el Mariscal de Luxemburgo” del debate verbal;
como un hombre dotado de una elocuencia fácil, abundante, engalanada con
todos los atavíos de una rica fantasía; que salía al escenario público cuando la
tempestad estallaba, cuando el trueno conmovía el cielo y la tierra, y cuando
las aves pequeñas se escondían en las copas de los árboles. Servidor acérri-
mo de la causa liberal y detractor del fusionismo, en el periodista, político

125 “Oración fúnebre por los chilenos muertos en las batallas de Chorrillos y Miraflores”
(ver apéndice).

80
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

y parlamentario chileno convergen todas las características de un orador


extraordinario. Una voz de vibraciones poderosas y gratas, una desbordante
energía física y una capacidad innata para trasmitir sentimientos convierten a
Errázuriz en el heredero directo de la tradición retórica inaugurada en Chile
por Mora y Egaña. Cuando Errázuriz hablaba –afirmaba uno de sus amigos
más cercanos–, parecía que una “llama invisible descendía a su corazón
buscando un altar”. Descrita como “un rayo de luz”, su palabra derramaba con
irresistible fascinación el calor y el aliento que sacudían a las multitudes “para
sojuzgarlas al sentir del eco mágico de su acento”.126 Sublime en las improvi-
saciones, “oportuno para devolver la interrupción” y capaz de una “severidad
inimitable para quebrar con sus manos de atleta las saetas cobardes” que le
arrojaba el enemigo, fue a Errázuriz a quien le correspondió ofrecer una de
las explicaciones más completas del conflicto entre Chile, Bolivia y el Perú. Su
público estuvo conformado por esos millares de chilenos que, agolpados en
las plazas y puertos de embarque, reclamaban por certidumbres pero también
por un atisbo de esperanza.127
La carrera política del hombre de quien se dijo contaba con un poder
luciferino capaz de dominar la voluntad de su audiencia sintetiza todos
los avatares del liberalismo inaugurado por Lastarria. En 1858, Errázuriz
–considerado el responsable directo del movimiento de opinión que arrastró
a Chile a la guerra contra las repúblicas vecinas– fue acusado de subversivo
y deportado por el gobierno de Montt. Su poderosa pluma le permitió or-
ganizar en Mendoza, su lugar de destierro, el embate ideológico contra el
inquilino de La Moneda. Su regreso del exilio coincidió con la inauguración
de la administración de Joaquín Pérez (1861), a quien combatió un año más
tarde desde La Voz de Chile, diario que fundó con el propósito de atacar a la
alianza conservadora-liberal. En medio de grandes penurias económicas, el
político liberal gestionó en 1863 la publicación de La Patria, un periódico
que sobrevivió hasta 1896. En 1864 fue elegido candidato a la diputación
de Valparaíso por las asambleas electorales que él mismo había convocado.
Apenas ocurrida la ocupación española de las islas Chincha (Perú), todo el
equipo de La Patria dio muestras de apoyo a los peruanos. En 1867, el perio-
dista fue candidato a la renovación del Congreso, consiguiendo una curul,
y en 1868 se convirtió en un activo propagandista de los clubes de reforma,
que contaban con el apoyo de elementos del radicalismo y del monttvarismo.
Para promover este movimiento, que reivindicaba la libertad electoral, el
congresista recorrió todo el sur del país pronunciando encendidos discursos

126 Homenaje a don Isidoro Errázuriz al partir a Europa (Santiago, Imprenta de La Época, 1887),
pp. 21 y 29.
127 Homenaje a don Isidoro Errázuriz, p. 8; Vicuña, Hombres de palabras, p. 109.

81
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

contra el gobierno. En 1870 presentó nuevamente su candidatura a diputado,


esta vez por Cauquenes y Talca. La llegada al poder de Federico Errázuriz
significó un quiebre en el liberalismo reformista. Sin embargo, en 1875,
algunos núcleos dispersos de los clubes de reforma proclamaron candidato
presidencial a Benjamín Vicuña Mackenna, con quien Isidoro Errázuriz se
embarcó en una intensa campaña que lo llevó a recorrer diferentes ciudades
de la república. En 1877, el antiguo alumno de la Universidad de Georgetown
se separó de sus camaradas, algunos de los cuales pactaron con los sectores
más reaccionarios del conservadurismo, para dedicarse a escribir un bosquejo
histórico de los partidos políticos chilenos. En ese mismo año participó en
los debates sobre los cementerios. Unos meses después del vibrante discurso
pronunciado en Valparaíso con ocasión de la “reivindicación” de Antofagasta
(13 de febrero de 1879), el tribuno se unió al Ejército expedicionario, al
que brindó su inmensa capacidad intelectual. Tanta fue su influencia sobre
la cúpula político-militar encargada de administrar la guerra que, al día si-
guiente de la batalla de San Juan, el diputado fue nombrado negociador por
Chile con Nicolás de Piérola, función que no pudo cumplir por la huida del
dictador a la sierra.128

Isidoro Errázuriz.

128 Homenaje a don Isidoro Errázuriz, pp. 35-44.

82
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

El ingente capital político y simbólico acumulado por Errázuriz a lo largo


de varias décadas de actividad intelectual le permitió construir las bases teóricas
de la Guerra del Pacífico. Partiendo de la tradición del ciudadano armado
–un modelo cultural que hunde sus raíces en las guerras de la Independencia
y que en el caso del Chile republicano se extiende incluso hasta las
memorables jornadas de la década de 1850–, Errázuriz no sólo definió la
guerra para una audiencia multitudinaria, sino que, al igual que Máximo Lira,
Rafael Sotomayor y José Francisco Vergara, la vivió con gran intensidad. La
contribución ideológica que hizo el santiaguino a la definición del conflicto
bélico debe asociarse con aquella habilidad de resumir ideas y de condensarlas
“en una gota de perfume” que sus admiradores le reconocieron en múltiples
oportunidades.129 Sobre la base de esta premisa, lo que queda por averiguar
es la naturaleza de la fragancia producida por el hombre que a escasos días
de ocurridas las batallas de San Juan y Miraflores fundó en Lima el diario
La Actualidad. El templete que Errázuriz diseñó para explicar la guerra a la
generación que la sufrió y a las subsiguientes se hizo público y notorio el 13
de febrero de 1879. En esa oportunidad, junto con Máximo Lira y Francisco
Moreno, el periodista y político se dirigió a un público formado por 7.000
personas, quienes se agolparon en la antigua plaza de la Intendencia de
Valparaíso para escucharlo. El corresponsal de El Ferrocarril encargado de
cubrir la ceremonia patriótica, que antecedió a la declaratoria de la guerra a
Bolivia, dio cuenta de “la imponente batalla de la opinión” en la cual Errázuriz
fue ungido como el “portavoz de la nación”.130
El protocolo conceptual que Errázuriz estrenó en Valparaíso –y que fue
reproducido por otros oradores y periodistas chilenos– provenía de la vieja
tradición de la guerra cívica, la de los pueblos en armas. Por ello, no sorprende
que en el inicio de su discurso pronunciado en la plaza de la Intendencia el
tribuno subrayase el compromiso bélico que Valparaíso –la “primera de las
ciudades” dispuesta a “ocupar el puesto del deber”– tenía con la república
en armas. Entre los logros más importantes del liberal chileno estuvo el
haber incorporado una guerra inédita e imprevisible dentro de una matriz
referencial. En efecto, Errázuriz estableció tempranamente las conexiones
entre un evento único, como el iniciado en 1879, y una cadena de recuerdos
que permitiesen procesarlo históricamente, dotando así de significado y de
sentido a la Guerra del Pacífico. Los ejemplos históricos –reconocidos no
sólo por los concurrentes al mitin patriótico, sino por la república en pleno–
eran la guerra de la Independencia, la de la Confederación y la guerra con

129 Ibídem, pp. 27 y 29.


130 “Ceremonia patriótica en Valparaíso con ocasión de la declaratoria de guerra a Bolivia.
Discursos de Isidoro Errázuriz, Máximo Lira y Francisco Moreno”, El Ferrocarril, Santiago,
14 de febrero de 1879 (ver apéndice).

83
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

España. Otro de sus propósitos fue instalar la tensión, que se mantendrá a lo


largo del conflicto bélico, entre “las ciudades en armas” (como Valparaíso)
y el gobierno central. Fue Valparaíso “la primera ciudad de la república”
–recordaba su representante– la que en reiteradas ocasiones advirtió a La
Moneda sobre “la política de contemporizaciones” que tanto daño causó al
país. De esa manera, la ciudad porteña fue exonerada de cualquier responsa-
bilidad política respecto de la conflagración que recién se iniciaba.
Errázuriz consideraba que la presencia de Chile en territorio boliviano
había sido crucial en la transformación de “un arenal improductivo y mal-
dito” en una avanzada de la civilización. Dentro de ese contexto, la decisión
de Bolivia debía ser entendida no sólo como la ruptura unilateral de un
“pacto solemne”, sino como el despojo injusto de “una riqueza acumulada
merced a la inteligencia, al coraje, al sudor y a la sangre de los chilenos”.
Bolivia aparecerá, de esa manera, como un burdo remedo del amo colonial
que confiscaba tiránicamente el esfuerzo y el sacrificio del súbdito oprimi-
do. Asumiendo la representación de “las mil voces del pueblo”, Errázuriz
definió dos escenarios posibles para el gobierno de Pinto: uno de ellos era
resignarse a soportar la afrenta y el abuso boliviano, y el otro era “tender
sobre el territorio que fue un día chileno un arco iris de paz, justicia y civi-
lización”. Si el gobierno elegía la segunda opción, no cabía la menor duda
de que recibiría un “apoyo ilimitado” en dinero, soldados, entusiasmo,
vigor y en todo el tesoro del patriotismo chileno. Sin embargo, esa ayuda
no era un cheque en blanco. Ella vendría acompañada de una opinión pú-
blica decidida a ejercer una “severa vigilancia, a formar una sola masa para
aplastar las maniobras y las influencias mezquinas, a ser un solo corazón
para resistir las pruebas y al sacrificio, a ser un solo brazo para levantar la
espada y escarmentar a sus enemigos”.
Resulta fascinante observar cómo de cara al mar y ante una audiencia
multitudinaria Errázuriz estableció los fundamentos políticos e ideológicos de
la guerra cívica. Para embarcarse en una empresa bélica que fue modelada,
como bien sabemos, durante los años de la ruptura con España era necesario
tener un enemigo despótico y abusivo, una ciudad en armas dispuesta a pelear
por la dignidad y el honor de una nación sometida, una opinión pública
activa y vigilante, y un pacto político que debía sellarse mediante la firma de
un acta entre el pueblo en armas y el ente encargado de liderar la cruzada de
liberación. Luego del discurso pronunciado por Errázuriz y ante su reclamo
particular, “el pueblo de Valparaíso” acordó que era su deber “excitar al go-
bierno para que procediera con actividad y energía, a prestar el amparo de
las armas nacionales a los industriales chilenos” expuestos a la expoliación
de Bolivia. En el acta que los porteños le hicieron llegar al Presidente de la
República, la ciudad en armas le aconsejaba hacer valer los tratados de 1866 y
1874, tributándole un voto de aplauso por la conducta patriótica manifestada

84
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

en la ruptura del tratado firmado previamente con el agresor de la nación.


El discurso de Lira, que siguió al de Errázuriz, no hizo más que profundizar
en cuestiones afines el templete intelectual de su colega. El mayor aporte del
futuro secretario del General Manuel Baquedano fue hacer hincapié en el
tema de la victimización de Chile, un elemento clave en toda guerra cívica.
“Somos nosotros los provocados, nosotros los engañados, nosotros los des-
pojados”, clamó Lira ante “el pueblo viril” de Valparaíso, que lo escuchaba
atentamente. Además de reforzar la idea de “la gran usurpación”, un concepto
utilizado por los criollos americanos para pelear la guerra de independencia
contra la metrópoli imperial, Lira brindó nuevos datos sobre la naturaleza
poco republicana del opresor.131 Los “caribes bolivianos” tenían gobernantes
corruptos “que vivían en la perpetua orgía de la sangre y del licor con mengua
del nombre americano y de la avanzada civilización de este continente”. Así
fue que en menos de tres horas apareció en la ciudad portuaria de Valparaíso
un libreto que compitió, se superpuso e incluso dialogó con el de la guerra
santa imaginada por el clero. El responsable de tamaño logro intelectual fue
el “cerebro luminoso” de un eximio representante del liberalismo chileno.
Los usos y costumbres de la guerra cívica afloraron con fuerza durante
los años del enfrentamiento entre Chile y sus enemigos. Cabe recordar que
dicha noción se refiere a un tipo de organización política de estirpe corpo-
rativa que fue, de acuerdo con Gabriel Salazar, desmantelada por el Estado
portaliano.132 La “democracia de los pueblos” a la que alude el trabajo de
Salazar encontró durante la guerra con Bolivia y el Perú su fundamento ideo-
lógico en el republicanismo patriótico del ciudadano armado. La imagen del
ciudadano en armas –una definición legal del principio republicano con raíces
en la etapa de la independencia– no fue el resultado de la conflagración que
se inició en 1879. El lenguaje del republicanismo –sobre el que se asentó el
orden político-ideológico hispanoamericano– se fundaba en la idea de que
al lado de los derechos debían existir obligaciones del ciudadano para con
el Estado y los otros sujetos que formaban la sociedad política o demos.133
Además de obedecer la ley y pagar sus impuestos, el ciudadano de la república
estaba obligado a participar activamente en la forja de un proyecto colectivo.
Dentro de las obligaciones más importantes del “ciudadano virtuoso” estaba
defender a la patria con el fusil; ello porque el derecho de ciudadanía estaba

131 Para este punto véase María Teresa Uribe, “El republicanismo patriótico y el ciudadano
armado”, Estudios Políticos, Nº 24, 2004, pp. 75-92. Un estupendo análisis en la misma
dirección en Hilda Sábato, Buenos Aires en Armas: La Revolución de 1880 (Buenos Aires,
Siglo XXI, 2009).
132 Salazar, Construcción de Estado en Chile. Podría también argumentarse que la democracia
de los pueblos guarda una estrecha relación con la idea del “pueblo soberano” presente
en Sociabilidad chilena, la obra cumbre de Francisco Bilbao.
133 Uribe, “El republicanismo patriótico y el ciudadano armado”.

85
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

asociado con el deber de llevar armas, presupuesto del cual se derivó toda
la legislación sobre milicias republicanas no solamente en Chile,134 sino a lo
largo y ancho de Hispanoamérica.135 La virtud republicana exigía, de acuerdo
con María Teresa Uribe, la presencia de un ciudadano armado, y la línea de
separación entre las demandas de la participación política y las de la acción
bélica era muy tenue.136
La revitalización del asociacionismo, de las guardias nacionales y de la
prensa provinciana colaboró en el fortalecimiento de las identidades locales.
Mediante un proceso de reinvención política, poco estudiado hasta la fecha,
cada provincia chilena retomó, a partir de las declaratorias de guerra a Bolivia
primero y después al Perú, el lenguaje de la nación en armas. El editorial “La
defensa de la patria”, publicado en el diario El Chilote, sintetizó el espíritu de
cuerpo que se apoderó de Chile. “Tomar las armas y marchar a la lid” era el
primer deber de todas las provincias del país. Mientras las milicias armadas
se preparaban para defender la “honra nacional” contra los enemigos de “la
dignidad”, los ancianos y los jóvenes, las damas y los niños, debían también
demostrar su apoyo a la causa patriótica. En su revelador escrito, el periodista
chilote congratulaba a la Municipalidad de Ancud, la cual se organizó rápi-
damente en “comisión central de la provincia” para elaborar un acta y luego
recolectar donativos para la guerra.137 Los rituales mediante los cuales una
serie de pueblos dio inicio a las acciones bélicas permiten explicar el proceso
de fortalecimiento de identidades locales en el marco de una guerra inter-
nacional. En el caso de San Fernando, por ejemplo, a pocos días del 14 de
febrero, su población marchó en masa hacia la plaza de Armas con la finalidad
de demostrar su apoyo al presidente Pinto. En la ceremonia, “un grupo de
notables” entregó al intendente Soffia un acta que debía ser elevada al supre-
mo gobierno. En el documento, la provincia señalaba que “no era indiferente
al grito de la patria” y, por ello, su “pueblo” se ponía de pie para ofrecer al
Jefe de Estado “sus hijos, sus intereses y su propia existencia, si así lo exigiera
el honor de la República”.138 En Loma Baja, el subdelegado de la localidad

134 Para este tema ver Roberto Hernández Ponce, “La Guardia Nacional de Chile: apuntes
sobre su origen y organización, 1808-1848”, Historia, Nº 19, 1984, pp. 53-114; Joaquín
Fernández, “Los orígenes de la Guardia Nacional y la construcción del ciudadano-soldado
(Chile, 1823-1833)”, Mapocho, Nº 56, 2004, pp. 313-327, y James A. Wood, “Guardias de
la nación. Nacionalismo popular, prensa política y la guardia cívica en Santiago, 1828-
1846”, en G. Cid y A. San Francisco (eds.), Nación y Nacionalismo en Chile, siglo XIX, vol. 2,
pp. 205-232.
135 Manuel Chust y Juan Marchena (eds.), Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía
en Hispanoamérica (1750-1850) (Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 2007),
136 Uribe, “El republicanismo patriótico y el ciudadano armado”, pp. 80-81.
137 El Chilote, Ancud, 10 de mayo de 1879.
138 La Juventud, San Fernando, 23 de febrero de 1879.

86
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

comunicó por bando la declaratoria de guerra. Apenas enterada del suceso,


una “inmensa multitud” recorrió las calles del pueblo vivando a Chile y lan-
zando cohetes al aire. Al día siguiente, la autoridad local convocó un mitin de
vecinos para dar al gobierno el voto de aprobación de la localidad por el “noble
paso” que Pinto y sus ministros acababan de dar.139 Tierra Amarilla, “varonil
como los demás pueblos de la República”, declaró que no podía mantenerse
indiferente a los sucesos que “día a día” ocurrían en Chile. Anunciaba por ello
el nombramiento de comisiones de apoyo en las cuales “desde el más infeliz
hasta el más poderoso” participarían con sus donativos a la causa bélica.140 A
cientos de kilómetros de distancia, el recientemente “reivindicado pueblo”
de Antofagasta se reunió “en comicio” y acordó otorgar un “voto de aplauso
al Supremo Gobierno” por la ocupación de Tocopilla, Cobija y la población
de Calama. El “vecindario” acordó, entre otras cosas, una colecta a favor de
la familia del soldado Rafael Ramírez, muerto en Calama.141
En cada uno de los pronunciamientos que con motivo de la declaratoria de
guerra ocurrieron a lo largo y ancho de Chile se puede observar la imbricación
del patriotismo local con un sentido de pertenencia a un colectivo nacional.
En la guerra convivían dos identidades y ello, de acuerdo con el editorialista
de La Esmeralda de Talca, era beneficioso para la causa de la república. El
combatiente que iba a pelear aceptaba gustoso “dos responsabilidades”: una
era el “honor al país” y la otra el “honor a su pueblo”. Cada soldado peleaba
por la bandera de su patria y por la bandera que llevaba escrito el nombre del
“pedazo de tierra en que meció su cuna”, porque era finalmente en la patria
chica donde quedaban sus más “caras afecciones”, su familia, sus hijos y sus
amigos.142 En los discursos pronunciados en Talca con ocasión del ingreso
de Chile en la guerra aparece una serie de temas relacionados con la guerra
cívica. Belfor Fernández, Miguel Emilio Letelier y Guillermo Feliú Gana fueron
los oradores que con sus palabras impresionaron a la audiencia talquina. El
carácter “rústico” de Bolivia y su “carencia completa de civilización” fue un
tema que afloró en el discurso de Fernández, quien explicó en detalle los
motivos de la guerra y la causa justa que Chile defendía. Era necesario que la
provincia conociese las razones que habían forzado a La Moneda a declarar
la guerra a “un gobierno desleal y sin fe como el boliviano” y a una nación
que por no respetar los pactos no merecía ser tratada como tal. Chile había
sido insultado y burlado en sus derechos, pero principalmente en su honor.
Fernández recurrió al pasado histórico de los talquinos en tiempos de las

139 El Constituyente, Copiapó, 14 de abril de 1879.


140 El Constituyente, Copiapó, 19 de abril de 1879.
141 El Catorce de Febrero, Antofagasta, 2 de abril de 1879.
142 La Esmeralda, Talca, 29 de febrero de 1880.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

guerras de independencia. “Mostrad al mundo entero que no habéis des-


mentido a tan bravos héroes como fueron vuestros padres. Mostrad que sois
dignos descendientes de tan ilustre generación y que la sangre que circula
por vosotros es la misma de los bravos del año 10”.
El paradigma establecido por los padres fundadores obligaba a “arrastrar
todas las penalidades y a perecer en los campos de batalla” para mantener la
integridad y la honra nacional. Después de confesar que sus palabras distaban
de obedecer las reglas de la oratoria tradicional, Letelier subrayó, por otro
lado, el tema del pacto secreto urdido contra Chile en “las sombras de la oscu-
ridad”. Esta afrenta, muy propia de un sistema de Antiguo Régimen, se debía
a que las repúblicas vecinas no soportaban que Chile tuviera un grado de civi-
lización muy superior al de ellas. Como todo buen republicano, el chileno era
un ser cuerdo, trabajador, valiente y esforzado, cuyo único objetivo era llevar
una vida independiente al margen del presupuesto público, lo que lo hacía
muy diferente de sus atrasados vecinos. Ante el “guante de la provocación”
arrojado en su cara, a Chile no le quedaba otra salida que probar al mundo
entero que la nación se mantendría fiel al recuerdo de las glorias inmortales
de Chillán, Rancagua, Chacabuco y Maipú. “Pueblo de Talca –señalo Feliú
Gana–, no empañéis las gloriosas páginas de vuestra historia. Inspiraros en los
grandes hechos de vuestros antepasados y procurad no desmentir sus gloriosos
antecedentes”. El orador trajo a la memoria las jornadas de 1859 en las que
Talca acudió en la defensa del honor de la república, pero también recordó,
tal como lo hizo Errázuriz en Valparaíso, que los milicianos chilenos eran los
“dignos descendientes de los que humillaron” los pendones peruanos “en
Buin y en Guía, en Casma y en Yungay”.143
Desde sus inicios, la Guerra del Pacífico fue definida mediante un vo-
cabulario que se sostenía en una malla de significaciones y de oposiciones
valóricas. Civilización-barbarie, virtud-vicio, regeneración-corrupción, trabajo-
ocio, mérito-privilegio, progreso-atraso, por nombrar sólo algunas de ellas,
constituyeron el vocabulario fundamental de las arengas, discursos y artículos
periodísticos que empezaron a circular en Chile con ocasión de la declara-
toria. Si bien ya presentes en las primeras intervenciones de los oradores de
turno, el perfil decadente del Perú y el barbarismo de Bolivia se convertirán
en temas recurrentes de la retórica bélica, y con más fuerza que antes, ya que

143 “Discursos pronunciados en el mitin del 9 de marzo de 1879 realizado en Talca” (ver apén-
dice). Gabriel Cid sostiene que en 1879 el legado de la Guerra contra la Confederación
fue retomado, dentro de ese contexto “el mito de Yungay” alcanzó un reposicionamiento
importante, tanto en su dimensión discursiva como ritual. El “sustrato mitogénico” de
la victoria chilena sobre el ejército confederado fue utilizado para movilizar a la socie-
dad e inspirarle confianza a partir del episodio del 20 de enero de 1839. Cid, Guerra y
conciencia nacional, cap. V.

88
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

su propósito fundamental era validar el accionar “civilizador” de los expedi-


cionarios en el territorio reivindicado.144 La prensa chilena contribuyó con
su arsenal retórico a la legitimación ideológica de la ocupación del territorio
enemigo. Y a veces de manera muy directa. Todavía no transcurría una semana
desde la toma de Antofagasta cuando un editorial de El Ferrocarril diagnosti-
caba que el territorio recién ocupado requería tanto de una “administración
severa” como “de un régimen de moralidad”. Frente a la “increíble torpeza
administrativa” del gobierno de Bolivia –se decía en otra edición– el mayor
objetivo para la burocracia chilena era que sus actos contrastaran lo antes
posible con las prácticas preexistentes. En otras palabras, las naciones que
observaban la actuación de Chile debían ser convencidas de manera práctica
de las ventajas que traía consigo la sustitución de una administración por
otra, siendo para ello clave el “desarrollo progresivo y ascendente” de los
territorios ocupados a la sombra de las instituciones chilenas. Dentro de ese
contexto, la seguridad provista por las tropas de ocupación sería un estímulo
para el espíritu de empresa. Asimismo, la regularidad del nuevo régimen fiscal
y administrativo y la confianza que de ahí en adelante los habitantes podrían
depositar en el servicio municipal creaban las condiciones para darle vitalidad
al antiguo territorio boliviano y aprovechar las fuentes de riqueza que aún
escondía en su seno.145
“El deber de Antofagasta”, un artículo publicado en El Pueblo Chileno, es
quizás una de las piezas que muestra con mayor precisión los alcances de la
ideología civilizadora proclamada por Errázuriz en Valparaíso y que sirvió de
justificación a la guerra y a la ocupación del litoral boliviano. Habían sido
compatriotas chilenos –señalaba el texto– quienes levantaron en el desierto
la ciudad ahora en disputa. Los montones de arena fueron sustituidos por
calles, el silencio fue reemplazado por el ruido del martillo y el silbato de la
locomotora, los que a su vez fueron seguidos por el humo de la industria. Ese
“páramo” que era la Antofagasta del pasado había sido transformado por los
“soldados del trabajo” chilenos y extranjeros en un “pueblo importante”. Por
estas razones, la ciudad, que había logrado vencer a las fuerzas de la natura-
leza y hoy disfrutaba de “los beneficios de la civilización”, debía ocupar un

144 Este argumento ha sido desarrollado en mi artículo “¿República nacional o república


continental? El discurso republicano durante la Guerra del Pacífico, 1879-1884”, en
Carmen Mc Evoy y Ana María Stuven (eds.), La república peregrina: hombres de armas y
letras en América del Sur, 1800-1884 (Lima, IFEA/IEP, 2007), pp. 531-558. Es importante
recordar que el carácter performativo del lenguaje se presta a construir y fijar realidades,
en especial en tiempos de guerra. De hecho, con seguridad para un grueso de la pobla-
ción chilena lo que se leía u oía durante la guerra contra la Alianza era básicamente la
única información que tenían sobre Perú y Bolivia, lo que contribuía a que esas visiones
y discursos maniqueos fuesen la única imagen que se poseía de ambos países.
145 El Ferrocarril, Santiago, 20 y 22 de febrero de 1879.

89
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

lugar “entre sus hermanos de la República”.146 No menos explícitas fueron las


propuestas sintetizadas en “La futura geografía política de los beligerantes”
de Augusto Orrego Luco, diputado liberal y otrora presidente de la Cámara
de Diputados, quien delineó con meridiana claridad la doctrina del accionar
político-militar de los expedicionarios. De acuerdo con Orrego, los límites de
la República de Chile debían extenderse desde el grado 19 latitud sur hasta el
Cabo de Hornos. La propuesta central de Orrego era “despojar” a los vecinos
de todos sus recursos económicos, en especial de Tarapacá, cuyas inmensas
riquezas salitreras ocuparían los brazos y capitales de los ciudadanos chilenos.
En la lógica de este importante político, los millones que el Perú solía despil-
farrar en guerras civiles y trastornos políticos serían “elementos poderosos de
prosperidad y engrandecimiento” en manos de Chile.147
Más allá de la relevancia de la dicotomía civilización-barbarie en la re-
tórica de los productores culturales chilenos es importante recordar que la
guerra cívica no puede circunscribirse tan solo al ámbito del discurso, y por
ello también debe ser estudiada por medio de las prácticas que la definen,
entre ellas la activa participación de la población civil en la empresa militar.
La lectura de las listas de donativos que de manera permanente empezaron a
aparecer tanto en la prensa capitalina como en la provinciana, junto con una
aproximación a la organización de las guardias nacionales, permiten seguirle
la pista al proceso de expropiación de recursos y de vidas humanas que la
guerra propició. La recolección de productos para satisfacer las necesidades
del frente externo nos acerca al compromiso de la civilidad con la cruzada
bélica, y brinda valiosa información sobre esa suerte de frenesí participativo
que se adueñó de cada pueblo y provincia chilena. Sin embargo, la guerra
cívica tampoco se redujo a la demanda compulsiva de recursos y de vidas hu-
manas. La distancia geográfica entre Santiago y las provincias y el teatro de
las operaciones promovió la organización de espectáculos públicos en los que
miles de chilenos participaron de manera simbólica en un enfrentamiento
que se libró a miles de kilómetros del territorio patrio.148 Es dentro de este
contexto que es posible entender la expansión de la cultura de la movilización
que, como hemos sostenido anteriormente, se fue consolidando en Chile
desde la década de 1860 en adelante.
Entre 1879 y 1884, los espectáculos públicos fueron masivos y lograron
niveles de sofisticación nunca antes vistos en la historia republicana. Uno de
los más importantes promotores de espectáculos patrióticos multitudinarios

146 El Pueblo Chileno, Antofagasta, 14 de septiembre de 1879.


147 El Pueblo Chileno, Antofagasta, 22 de abril de 1879.
148 Para una discusión sobre la espectacularización de las guerras británicas que, al igual
que la del Pacífico, fueron peleadas a miles de kilómetros de distancia del territorio
nacional, ver Paris, Warrior nation.

90
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

fue sin lugar a dudas Adrien Horeau. En febrero de 1880, el creativo empre-
sario se presentó en la Intendencia de Santiago para solicitar la aprobación
de un programa para celebrar las fiestas patrias. Horeau creía necesario que
“Chile entero” debía ponerse “de pie” para solemnizar los futuros triunfos
de los expedicionarios. Su programa contemplaba grandes simulacros de
batallas, representando en Santiago los hechos de Calama, Pisagua, Dolores,
Agua Santa y Tarapacá. Dichos simulacros debían ir aderezados de corridas
de toros con picadores, toreadores y espadas, cuya actuación emularía los
eventos ocurridos entre “la nobleza y los caballeros de Granada” en los siglos
X y XI. Para la noche santiaguina, Horeau proponía “combates de fuegos ar-
tificiales, de toros chilenos contra toros peruano-bolivianos”. En el programa
tampoco estuvieron ausentes las clásicas carreras de burros, de ensacados, de
velocípedos, náuticas (de cerdos y patos), palos ensebados, rompecabezas,
descogotamiento de gallos, títeres, volantines, bailes y cantos populares. El
programa del evento propuesto, que se publicó en El Ferrocarril, incluía también
la coronación de “la joven más virtuosa de la ciudad”, un acto que sería seguido
por un novedoso espectáculo consistente en millares de globos, además de
desplegar el tricolor nacional y “derramando a cierta altura fuegos artificiales
y miles de ramilletes de flores con versos en honor de todos los héroes (vivos
y muertos) en la defensa nacional”. En su petitorio a la autoridad capitalina,
el empresario solicitaba el uso del Campo de Marte, ya que calculaba entrete-
ner a veinte mil personas, a quienes opinaba debía cobrárseles entre 10 y 20
centavos por la entrada. El aspecto militar de la representación requería del
apoyo de la Intendencia, y por ello Horeau solicitó un batallón de infantería,
cañones antiguos, caballos y uniformes bolivianos, chilenos y peruanos para
vestir a los encargados de representar al ejército nacional y al de la Alianza
en las batallas virtuales que se pelearían antes los miles de chilenos que no
podían asistir a los enfrentamientos reales que ocurrían en el norte.149
Transformar la guerra en un espectáculo público y extraer de esta empresa
ventajas económicas no fue una idea exclusiva de Adrien Horeau. A pocos
días de la declaratoria de guerra al Perú, un periodista de El Estandarte Católico
sugirió que los araucanos, quienes debían llegar a Valparaíso para enrolarse en
el ejército expedicionario, podían ofrecer “un espectáculo guerrero” en Viña
del Mar. Sus vestidos tradicionales y su “terribilísimo chivateo” convocarían a
un público al que se le cobraría entre 50 centavos y un peso por la entrada.
El entusiasta periodista estaba seguro de que todo Valparaíso y los pueblos
aledaños asistirían por millares a participar del “espectáculo más imponente”
que podía presenciarse en vida. Con cuatro presentaciones, calculaba, podrían
reunirse cerca de 120.000 pesos, suma que se destinaría a la organización de

149 El Ferrocarril, Santiago, 7 de febrero de 1880.

91
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

un nuevo cuerpo de infantería araucana o para algún otro regimiento que el


Ministro de Guerra considerara pertinente.150
La captura del Huáscar despertó en Chile un entusiasmo indescriptible.
Luego del combate de Angamos, una curiosidad “inmensa y febril” por ver al
monitor peruano con bandera chilena se apoderó de todo el país. En su viaje
de incorporación a las fuerzas armadas del antiguo enemigo, el “buque altar”,
donde se había inmolado Prat, fue fondeando en Chañaral, Caldera, Huasco y
Coquimbo. En cada uno de estos puertos, los habitantes acudieron en “rome-
ría” para verlo. Fue tanta la excitación que provocó la captura del legendario
monitor entre la población chilena que en Valparaíso fue necesario organizar
trenes especiales para trasladar desde el interior a las personas “de toda con-
dición y sexo” que deseaban verlo. Es en este contexto que debemos ubicar la
exposición de trofeos históricos del Huáscar organizada por Vicuña Mackenna
en la ciudad de Santiago. Con el apoyo de Manuel Lira, el ex Intendente logró
reunir una interesante colección que consistía de un tornillo de la torre del
monitor peruano, un par de caponas, una taza de servicio de Grau, su bandera
particular y una corona de laurel regalada al marino por las damas de Lima.
Bajo la dirección del ingeniero sueco Julio Bergman, dicha muestra tuvo por
objeto acercar a un público masivo a la historia de una hazaña patriótica escrita
“en eternos trozos de fierro, bronce y acero”. Vicuña Mackenna opinaba que
el pueblo de Santiago acudiría con “avidez” a “examinar”, previo pago de 20
centavos los martes y jueves y un peso los domingos, los trofeos que represen-
taban las glorias de la República de Chile.151

150 El Estandarte Católico, Santiago, 25 de abril de 1879.


151 Las tempranas tendencias museográficas de Vicuña Mackenna han sido brillantemente
analizadas por Patience Schell, Exhuming the Past with the Future in Mind: History
Exhibitions and Museums in late nineteenth-century Chile en http://www.bbk.ac.uk/
ibamuseum/texts/Schell03.htm y en Patience A. Schell, “Museos, exposiciones y la
muestra de lo chileno en el siglo XIX”, en G. Cid y A. San Francisco (eds.), Nación y
Nacionalismo, vol. 1, pp. 85-116. Sin embargo, no todos los espectáculos públicos que
mantuvieron entretenidos a los chilenos durante la Guerra del Pacífico fueron de natu-
raleza pedagógica. El fusilamiento público de cuatro reos acusados de robo y homicidio
ocurrido en Concepción el 28 de noviembre de 1882, y que atrajo alrededor de seis mil
espectadores, es un notable ejemplo de otro tipo de rituales no necesariamente patrió-
ticos y menos de corte civilizador. En la ciudad de Concepción, señaló el periodista en-
cargado de informar sobre el suceso, cuatro cuadras atestadas de gente y el cerro Gavilán
“coronado de hombres y mujeres” daban cuenta del interés popular por observar el acto
que castigó uno de los crímenes más brutales de la zona. La ejecución de los asesinos
de la familia Saavedra generó un mercado de productos que fueron consumidos por
los asistentes al evento. Poetas populares elaboraron versos que “aunque pésimos y de
impresión malísima” fueron comprados por los asistentes a la ejecución, de la cual se
tomaron fotografías que posteriormente circularon entre la población. Para el punto
anterior ver Archivo Nacional, Fondo Vicuña Mackenna, Vol. 253, f. 37.

92
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

Las ceremonias organizadas para celebrar la llegada de Condell y de los


sobrevivientes de la Covadonga a Valparaíso y Santiago, así como esas otras
que conmemoraron el arribo a ese mismo puerto de los ex prisioneros de la
Esmeralda y de los restos de los caídos en Tarapacá y Tacna, deben ser analiza-
das como parte de un proyecto cuyo propósito fundamental fue satisfacer las
necesidades culturales de grandes multitudes. Acercar una conflagración lejana
y distante a los miles de chilenos y chilenas que esperaban ansiosos por las no-
ticias del frente de batalla fue el principal logro de todos los que colaboraron,
tanto con su oratoria como con su aparato logístico y su sofisticada parafernalia,
en los innumerables rituales patrióticos ocurridos entre 1879 y 1884.

Arribo de la goleta Covadonga a Valparaíso, en junio de 1879.

Los veintiún cañonazos disparados desde el fuerte San Antonio el 23 de


junio de 1879 alertaron a una ciudad totalmente embanderada de la llegada a
Valparaíso de la legendaria Covadonga. En un instante, contaba un periodista
enviado a reportar el evento, la cubierta de la nave quedó llena de visitantes
y, por ello, para no desatender la maniobra naval, se prohibió la subida de
más gente. Una serie de corporaciones –entre ellas comisiones de la Cámara
de Diputados, de la municipalidad porteña y de los tipógrafos– esperó en
tierra el desembarque de los participantes de la jornada del 21 de mayo. A la
una y diez minutos, todas las bandas de música tocaron la canción nacional y
Condell apareció en el arco triunfal del muelle entre dos banderas coronadas.
“La multitud –señalaba un testigo del evento– parecía agitada, como el mar
en la tempestad”. Al llegar a la plaza de la Intendencia, aquel lugar donde
Errázuriz había pronunciado unos meses antes su paradigmático discurso,
un grupo de oradores, entre los que destacaba Eulogio Altamirano, dio la
bienvenida al insigne marino y a sus subalternos. “Valparaíso entero” –afirmó

93
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

un emocionado Altamirano– “se había puesto de pie para aplaudir, bendecir


y ensalzar la hazaña de Punta Gruesa”. El Intendente observaba que mientras
los que se congregaban para recibir a Condell y a sus hombres seguían siendo
“miembros desconocidos de la gran familia humana”, los que llegaban vic-
toriosos habían escrito sus nombres en “los libros de la historia”. La vida no
valía nada comparada con la gloria inmortal de los tripulantes de la Covadonga.
Tomar parte en la ejecución de una empresa de la magnitud del combate de
Iquique, dar esa gloria a la patria, a la América y al “mundo civilizado” era
mucho más de lo que podía aspirar “la imaginación de un hombre atacado
por los delirios y la fiebre del patriotismo”. Luego del sentido discurso del
importante representante del liberalismo chileno, la comitiva pasó a la iglesia,
donde “se abrió una granada dejando caer sobre las sienes de Condell flores
y coronas. También volaron varios pajaritos adornados con cintas tricolores”.
Condell, quien a partir de su arribo a Valparaíso se convirtió en un ícono
cultural itinerante, tuvo que salir varias veces al balcón de su casa “ante las
exigencias del pueblo”. Fotografías de la celebración, tomadas por el señor
Spencer, junto con centenares de astillas de la Covadonga, fueron algunos
de los recuerdos que la población se llevó a sus casas para conmemorar un
encuentro con la historia viva y con sus gestores.152

Carlos Condell, Óleo de Juan Francisco González.

152 “Recepción de los héroes de la Covadonga” (ver apéndice).

94
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

En su viaje en tren a Santiago, Condell y la tripulación de la Covadonga


fueron saludados por los miles de chilenos que se agolparon en las estaciones
de Limache, Llay-Llay y Renca para lanzarles flores y coronas de laurel. En
la capital de la república, veinte mil personas esperaron por la llegada de
los insignes patriotas. Con la vista fija en el horizonte, comisiones de todas
las asociaciones, senadores, diputados y “todo cuanto encerraba” la ciudad
de distinguido aguardaron en la estación central por el tren que traía a los
representantes de una saga histórica. En un carro “empavesado y cubierto de
flores” arribaron “los héroes del 21 de mayo”, quienes después de muchos
esfuerzos lograron subirse al “carro góndola” preparado expresamente para
pasearlos por la ciudad. Ni bien el vehículo se puso en movimiento, el pueblo
quitó los caballos y lo arrastró personalmente hacia el centro de la ciudad. En
la Alameda, los edificios adornados con banderas y flores dieron cuenta del
ambiente festivo que reinaba en la capital de la república. Condell fue agasa-
jado con un almuerzo en el restaurante del cerro Santa Lucía, cuyo comedor
fue arreglado con banderas de las naciones americanas, ramas de arrayán,
coronas de laurel y un inmenso adorno floral con los matices del arco iris.
En el agasajo organizado por la Intendencia, un grupo selecto de vecinos de
Santiago ofreció una serie de brindis y discursos. La oratoria pronunciada en
esa tarde invernal rindió homenaje al honor, la austeridad, la honradez y el
valor de Arturo Prat, quien fue emparentado con la tradición inaugurada por
Lautaro y continuada por Manuel Rodríguez y Pedro León Gallo. La marina
chilena fue reivindicada de la mano de Prat y de Williams Rebolledo, captor
de la Covadonga española y jefe, de acuerdo con Vicuña Mackenna, de una
gloriosa armada libre desde ya de “toda sombra y todo menoscabo”.
En los días subsiguientes continuaron las manifestaciones de agradeci-
miento popular. Otra ceremonia multitudinaria fue la recepción que dio
Valparaíso a los ex prisioneros de La Esmeralda, los que fueron liberados luego
de la toma de Iquique. En medio de una lluvia de flores, los ex prisioneros
cubrieron el trayecto entre el muelle y el Club Central, donde se les ofreció
un “opíparo banquete”. El local, decorado profusamente con parafernalia
patriótica, fue el lugar donde una serie de oradores rindió tributo a los que
luego de varios meses regresaban al seno de la patria. Los discursos pronun-
ciados en esa ocasión celebraron una gesta que colocó a la marina chilena “a
la cabeza de los héroes del mar”.
Las dos ciudades que compitieron en la organización de celebraciones
multitudinarias en honor a los que regresaron al seno de la patria y en la pre-
paración de solemnes funerales para despedir a los que dejaron sus vidas en
tierras extrañas fueron Valparaíso y Santiago. Más allá del despliegue de la ya
conocida oratoria cívica y de la cultura de la movilización, lo que debe resaltarse
en ambos casos son los recursos materiales de los que se sirvieron los orga-
nizadores de los sofisticados rituales patrióticos en honor a los militares que

95
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Un ejemplo de la “cultura de la movilización”


lo reflejan los diversos homenajes dados al Ejército.
En la fotografía se muestra la recepción de las tropas chilenas en Valparaíso, 1881.

pelearon en la Guerra del Pacífico. La góndola de flores que paseó a Condell y


a sus hombres por la capital de la república, el inmenso cóndor de cristal con el
nombre del comandante formado con violetas y juncos y que se coronaba con
un escudo nacional en el que se leía la palabra victoria, los asientos adornados
con ramos de flores o los castillos de pastelería exhibiendo los apellidos de los
caídos el 21 de mayo dan cuenta de una industria de la celebración patriótica
que, junto con la de los espectáculos masivos, prosperaron durante la guerra.
“Todo lo que la pluma llegue a decir de esta manifestación, será pálido al lado
de la realidad”, afirmó en su nota el periodista encargado de describir el ban-
quete ofrecido por el Club de la Unión de Santiago a Condell y sus hombres.
Trofeos, banderas, flores, candelabros, jarrones, luces “a millares”, porcelanas,
espejos y una serie de exquisitas viandas transformaron el lugar del homenaje
en “una sala de hadas”, donde la república festejó “regiamente” a sus héroes.
En el Club Central de Valparaíso, preparado expresamente para agasajar a los
ex prisioneros de la nave comandada por Prat, destacaba un “arco de menuda
de verdura” en el que se leían las palabras “Honor a los héroes de la Esmeralda”.

96
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

La responsable de este arreglo fue la señora Barazarte. Celebrando su obra


de manera pública la prensa destacó la presencia de la mujer chilena, quien,
desde la esfera doméstica y con sus artes manuales, también rendía homenaje
a los defensores de la patria.
Un espectáculo único debido al impresionante despliegue de flores, de
parafernalia y de múltiples efectos visuales fue sin lugar a dudas la recepción
de los restos de los caídos en las batallas de Tarapacá y en la rada de Arica.
Poco antes de las siete de la noche del 13 de marzo de 1880, los botes con an-
torchas que transportaban los ataúdes de Eleuterio Ramírez, Manuel Thomson,
Eulogio Goicolea, José Antonio Garretón y Jorge Cuevas “se deslizaron len-
tamente sobre un mar tranquilo” en dirección al puerto de Valparaíso. Ahí
los esperaba una inmensa multitud, que, junto con las autoridades portuarias
encabezadas por el intendente Altamirano, se dirigieron hacia la iglesia matriz
en medio de una parafernalia que quiso reproducir “la entrada triunfal a la
Ciudad Eterna de los despojos mortales del vencedor romano”. Luego del
servicio religioso, una serie de discursos sirvió de preludio al viaje de los
ataúdes, que partieron en tren rumbo a Santiago. Tal como ocurrió en el
primer puerto, el recibimiento en la estación central fue espectacular. Esta
resultó estrecha para contener a los favorecidos con el permiso de entrada;
los carros del ferrocarril urbano marchaban atestados de pasajeros prestos a
participar en el evento. Fue necesario –observaba un testigo– colocar guardias
para evitar los atropellamientos y cerrar las rejas para impedir sofocaciones
y perturbaciones en la ceremonia. Las Delicias fueron ocupadas por una
innumerable multitud que asemejaba “un meeting inconmensurable”. En
la calle Ahumada “no había ventana sin muchos ojos, ni puerta sin muchos
pies empinados sobre los canceles, ni losa del pavimento que no estuviese
alquilada para observatorio”.153
En el ritual en el que millares de santiaguinos dieron el último adiós a
los “cinco mártires de la patria” la capital de la república se convirtió en un
libro abierto donde la multitud pudo aprehender visualmente el libreto de
un momento especial en la historia de la nación. Vicuña Mackenna, uno de
los encargados de organizar las pompas fúnebres en honor a los caídos en
Tarapacá y Arica, fue consciente de que era necesario el uso de un lenguaje
visual para establecer comunicación con una ciudad transformada en “mar
humano”. El desafío de los organizadores del evento multitudinario fue rein-
ventar los códigos de comunicación social para de esa manera expandir el
discurso nacionalista a esos miles de chilenos, quienes debían de sentir que
eran espectadores pero también agentes de la historia patria. En la ceremonia
santiaguina la oratoria sagrada y cívica fue reforzada por una retórica visual,
que alude a la existencia de una suerte de “industria cultural” cuya meta fue

153 “Recepción de los restos de los héroes de Tarapacá y Arica” (ver apéndice).

97
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Grabado ilustrando los funerales de Eleuterio Ramírez y Manuel Thomson en


Santiago. La imagen se titula elocuentemente “El pago de Chile”.
El Nuevo Ferrocarril, 6 de abril de 1880.

conquistar las mentes y los corazones de las masas. Este objetivo fue logrado
mediante el uso de una serie de carteles didácticos que fueron paseados a lo
largo de la ciudad junto a los ataúdes de los caídos en combate. “Tarapacá.
¿Qué corazón chileno podría olvidar el significado gigante de esta palabra?”
fue la leyenda que apareció junto al carro que paseó los restos de Garretón,
Cuevas y Goicolea por las calles de Santiago. Las casas, los edificios públicos e

98
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

incluso el cementerio exhibieron banderolas con leyendas alusivas al magno


evento. A la entrada de la Estación Central, por ejemplo, se colocó una ancha
banda con el rótulo “La patria anegada en lágrimas, espera de rodillas los
restos de sus hijos más queridos”. A pocos metros de la entrada del centro de
la ciudad apareció otra afirmando: “La ciudad de Santiago se posterna de-
lante del féretro de los grandes héroes y al pasar los saluda” y en la puerta de
la Catedral podía leerse la oración: “El pueblo de Santiago abre sus templos
a las almas de los que murieron y en nombre de la religión al recibirlas las
bendice”. Las casas fueron decoradas con cortinajes y numerosas coronas de
flores, de arrayán y de ciprés adornaron infinidad de puertas y ventanas. El
hotel Oddo destacó por sus colgaduras de tul negro y la profusión de flores
en sus balcones y los vecinos del Mapocho por la banderola que mandaron
colgar con sus propios recursos en una botica capitalina.
Uno de los temas reiterado tanto por la oratoria sagrada como la cívica
fue la noción de que las barreras sociales se disolvían en los actos tendientes
a celebrar a los “manes de la república”. La “universalidad en el júbilo”, a
la que refirió Altamirano en el discurso de bienvenida a los prisioneros de
la Esmeralda, refrendó la idea de que todas las clases sociales se agrupaban
alrededor de los héroes con la finalidad de mostrarles su gratitud, que era
finalmente “la gratitud del país”. En ese escenario tan especial era posible que
el hombre de letras, el estadista, el banquero, el artesano, el mozo de cordel y
el gañán conformaran “un solo corazón” y “una sola alma”. El discurso de la
unión apelaba a un imaginario en el que, tal como lo sintetizó la banderola
colgada en las puertas del cementerio de Santiago, Chile se convertía en “un
solo pensamiento”. Además de colaborar en el fortalecimiento del espíritu de
unidad en un contexto caracterizado por la polarización entre clases sociales,
la guerra permitió establecer mecanismos, tanto reales como simbólicos, de
movilidad social. Lo anterior se hace evidente en las palabras que Errázuriz
pronunció el 24 de febrero de 1879 con ocasión de la despedida de los solda-
dos que se embarcaban hacia el Norte. El notable orador aseguró a la tropa
que junto a la gloria ellos podían acceder también a la fortuna. Así, el que
partía como simple soldado podía volver como capitán. El valor no reconocía
imposibles y es por ello que el político y periodista recomendó a los soldados
a que consignaran sus nombres en los boletines militares. Al leer los partes
de combate, tantos sus padres, como sus esposas y sus hijos se enorgullecerían
de sus reiteradas pruebas de coraje.
La participación en la guerra brindaba beneficios tangibles como los
ascensos militares, pero también podía dotar al pobre de un estatus muy
especial. En la ceremonia en la que Valparaíso celebró la llegada de los pri-
sioneros de la Esmeralda, el intendente Altamirano se dirigió a los humildes
“hombres del pueblo” para señalarles que en sus virtudes patrióticas, en sus
brazos robustos radicaba el secreto de la grandeza de Chile. Las medallas que

99
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Santiago mandó acuñar para premiarlos debían ser usadas en todo momento
ya que ellas eran el recordatorio del heroísmo y también del compromiso del
hombre del pueblo con la patria. “Al ir a visitar a vuestras madres y a vues-
tras esposas llevad esta medalla en el pecho y las veréis orgullosas y felices”.
Cuando conduzcáis a vuestras hijas al pie del altar, recomendó el hombre que
cumplió un papel clave durante los primeros meses de la ocupación, “prended
esta medalla en vuestro traje; vuestras hijas levantarán entonces con altivez la
frente, mirando de igual a igual a las más encumbradas posiciones, porque
podrán decir que no son las hijas de la fortuna, son las hijas del heroísmo y
el honor”. Las poderosas palabras de Altamirano sirvieron para publicitar la
idea de que la heroicidad era un bien simbólico que permitía al hombre del
común conquistar posiciones de honor y de privilegio, antes negadas a él y
a su respectiva familia.
Si la participación en el frente externo ennoblecía al pueblo, su inter-
vención en las celebraciones patrióticas lo convertía en parte constitutiva de
la nación en armas. La pompa y la gestión gubernativa de las conmemoracio-
nes no eran elementos suficientes para transformar a los rituales en eventos
populares y grandiosos. Así lo entendió el burócrata encargado de cursar las
invitaciones al funeral de los oficiales muertos en Tacna cuando señaló que
la población entera de Santiago y de toda la república tenía la obligación de
acudir a brindar su homenaje a “las reliquias ya frías de aquellos corazones”
que ayer latían entusiasmados por defender a Chile. Ninguna clase social debía
faltar a “la cita de gratitud y todas confundidas en un solo sentimiento” debían
escoltar en procesión a los caídos en combate. Lo anterior era visto por el
vocero de Pinto como “el cumplimiento de un deber de la gran masa social,
cuya dignidad y derechos colectivos” eran defendidos día a día por el Ejército
nacional.154 Un funeral era –como bien lo señaló José Antonio Soffia– “la
manifestación del pueblo a sus valientes”,155 y por esa razón todos los chile-
nos debían involucrarse en aquella liturgia cívica, ya fuera tejiendo coronas
de flores, confeccionando banderolas, portando antorchas, empujando las
góndolas, pronunciando discursos o participando en las diversas comisiones
encargadas de organizar la ceremonia del adiós. En el caso de las pompas
fúnebres en honor de Ricardo Santa Cruz y de Silva Arriagada, el gobierno
decretó un programa para la recepción y traslación de los militares muertos
hasta el cementerio general. Una comisión nombrada por el comandante de
armas representaba al Ejército, mientras que un comité civil, conformado por
los mismos personajes que con anterioridad se habían encargado de hacer
los preparativos para las honras fúnebres de Rafael Sotomayor, asumió la
responsabilidad de establecer paso por paso el programa del evento.

154 “Honras fúnebres a los oficiales muertos en Tacna” (ver apéndice).


155 Ibídem.

100
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

A partir de 1879, Santiago se convirtió en una ciudad experta en conducir


funerales de Estado. “Hace apenas pocos momentos –recordaba el periodis-
ta encargado de publicitar el adiós postrero a los caídos en Tacna– hemos
conducido a la última morada” los despojos del ex Ministro de Guerra –refi-
riéndose a Sotomayor–, y “hoy de nuevo el pueblo de esta ciudad recibirá en
sus brazos a los que sucumbieron en la última jornada”. En cada funeral se
reprodujo, con ciertas variaciones, el modelo instituido en 1869 para honrar la
memoria de Bernardo O’Higgins. Todo –desde la música, los arcos, discursos
y oraciones – apuntaba a crear un ambiente inconfundible en el cual diestros
productores culturales se propusieron estimular los sentidos del “pueblo”, pero
también penetraron en sus mentes con la finalidad de actualizar, al menos
por algunas horas, una guerra peleada a miles de kilómetros de distancia de
la capital de la república.
La oratoria en clave cívica celebró la participación de los civiles tanto en
el frente interno como en el campo de batalla. El roto sacrificado –otro de
los temas del discurso nacionalista chileno– fue descrito como incansable en
la paz y terrible en el combate. El poblador del Chile rural moría tranquilo,
habiendo perdido en ocasiones “hasta su nombre para tomar un número en
el regimiento”, al cual servía con tesón.156 En el discurso que el reconocido
representante del liberalismo Miguel Luis Amunátegui pronunció en las
honras fúnebres de Rafael Sotomayor se abordó el tema del sacrificio de un
civil con nombre y apellido, y también se hizo evidente la distancia que se-
paraba a la oratoria secular de su par religiosa. El Ministro no había sido un
coronel ni un general caído en combate, sino un burócrata del Estado que
supo ofrecer su vida por Chile. Cuando se le indicó que su cooperación era
necesaria en la ardua campaña que la república iba a acometer contra sus
enemigos, Sotomayor aceptó su puesto en el frente “sin propósito de medro
o de ambición”. En el transcurso de su pesada labor no hubo consideración
que lo impulsara a dejarla, ni siquiera los ruegos de su hija moribunda, quien
–recordaba Amunátegui– clamó por la presencia de su padre para expirar en
paz. Después de organizar la logística bélica venciendo todo tipo de dificul-
tades, el representante de Pinto sucumbió en la faena, “víctima voluntaria
del trabajo, la abnegación y del patriotismo”. En la despedida a su colega
civil, Amunátegui estableció claramente la línea que separaba a los voceros
de la guerra cívica de los de la guerra santa, la cual promocionaba la noción
de que vivían eternamente “allá arriba” los que morían en Dios. Al subrayar,
en cambio, la idea de que “la patria, apoyada en la historia” afirmaba que
vivían eternamente “acá abajo” los que morían por ella y para ella, el político

156 “Recepción a los prisioneros de la Esmeralda” (ver apéndice). Un análisis exhaustivo


sobre la invención de un linaje histórico para el roto en 1879 y un estudio detallado
de la construcción de la memoria del soldado popular como icono funcional en Cid,
Guerra y conciencia nacional, capítulo 6.

101
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Miguel Luis Amunátegui.

demandó la renovación de la vieja pedagogía republicana-liberal. Los homena-


jes a los muertos ilustres no debían servir sólo para satisfacer “una irresistible
inspiración del alma”, sino que cada celebración patriótica estaba obligada
a generar resultados concretos. El respeto de las tumbas era una enseñanza
y un estímulo para las generaciones presentes y venideras. Toda tumba tenía
“una voz clara, precisa, determinada”, que ningún alfabeto había logrado
consignar, pero que el oído humano podía percibir incluso a la distancia.
La voz que emergía de la tumba de Sotomayor decía a los chilenos: estudia y
aprende; sacrifica tu bienestar, tu mujer, tus hijos y tu vida en servicio de la
patria, “nuestra madre”.157
Los homenajes rendidos al General Baquedano luego de su triunfo en
Lima muestran, por otro lado, que la oratoria cívica reconoció públicamente
a los civiles que combatieron en el frente sin por ello menospreciar la labor
de los soldados de la república. Esto demuestra que las discrepancias que a lo
largo de la campaña surgieron entre José Francisco Vergara y el comandante
general del Ejército no lograron quebrar la alianza cívico-militar que llevó a
Chile a la victoria. Fue debido al liderazgo de hombres como Baquedano y
Galvarino Riveros –recordó Álvaro Covarrubias en el discurso que pronunció

157 “Discurso del señor Miguel Luis Amunátegui en el funeral de Rafael Sotomayor” (ver
apéndice).

102
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

La idea de una patria siempre victoriosa frente al Perú y Bolivia


fue remarcada de diversas formas a lo largo de la guerra.
En la imagen se reproduce el grabado “Chile,
después de sus victorias”, publicado en la portada del
periódico El Nuevo Ferrocarril, 28 de octubre de 1880.

con ocasión del retorno de los expedicionarios a Valparaíso– que la República


de Chile ostentaba sobre su frente “una corona inmortal”.158
Un seguimiento a la oratoria desplegada en los rituales patrióticos san-
tiaguinos y porteños permite constatar la enorme influencia que tuvieron las
ideas de Errázuriz en la definición de los parámetros intelectuales sobre los
que se sostuvo la Guerra del Pacífico. Este ejercicio ayuda también a explorar
un par de asuntos relevantes a la discusión sobre los usos de la retórica repu-

158 “Discursos en honor del General Manuel Baquedano en Valparaíso” (ver apéndice).

103
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

blicana en un contexto de guerra internacional: el primero es la aparición de


otros temas, que, en el fragor de la conflagración, lograron imbricarse con los
viejos; y el segundo es la democratización de la actividad oratoria, en la cual
empezaron a participar incluso menores de edad, como Celia Allende, la niña
encargada de pronunciar un discurso en honor al General Baquedano.159
Con respecto al primer punto, cabe señalar que a la vieja idea de que
Tarapacá debía ser chilena por el trabajo civilizador de sus ciudadanos se
añadió otra noción muy poderosa en el ámbito simbólico: el emporio salitrero
le pertenecía a Chile por un derecho moral, ya que en sus aguas se había inmo-
lado Prat.160 La síntesis fue anunciada a los diplomáticos peruanos y bolivianos
por Eulogio Altamirano, jefe de la delegación chilena en las conferencias de
paz organizadas por el gobierno norteamericano en la corbeta Lackawanna.
Los territorios situados al sur de Camarones –afirmó el Intendente y ahora
plenipotenciario del gobierno de Chile– debían su desarrollo y progreso a una
combinación de capital y trabajo chilenos: el desierto había sido “fecundizado
con el sudor de los hombres de trabajo antes de ser regado con la sangre de los
héroes”.161 Otro tema errazuriano que aparece en la oratoria cívica y que fue
consolidándose durante la guerra es aquel de que la conflagración desatada
en 1879 podía ser explicada a partir de un pasado que la proveía de lógica
y de sentido. En el paradigmático discurso pronunciado por Errázuriz, éste
estableció dos referentes históricos a los cuales acudir: uno fue la guerra de la
Confederación y el otro la guerra con España. A esos dos eventos, otros ora-
dores añadirán la guerra de la Independencia, completándose de esa manera
una suerte de trilogía guerrera cuyo momento de gloria residía en la victoria
contra la Alianza. “Chile puso su ejército y su pequeña escuadra al servicio
de la independencia del Perú”, señaló Covarrubias en el homenaje a los ex-
pedicionarios en Valparaíso. Con la finalidad de que su vecina recuperara su
autonomía, la república le brindó por segunda vez un generoso apoyo militar
y, por si ello no fuera suficiente, luchó por su “integridad territorial en una
tercera oportunidad”.162 El alto nivel de civilización de Chile fue recordado
en innumerables oportunidades por los oradores de turno, así como tam-
bién el hecho de que una república “honrada y noble” había sido víctima de
“transgresiones y atropellos gratuitos inferidos a su honor” por dos naciones
que “fraguaban en la oscuridad del secreto pactos alevosos” para humillarla y
destruirla.163 Ello no había sido posible, entre otras cosas, por la superioridad

159 “Discurso de la niñita Celia Allende en honor al General Baquedano” (ver apéndice).
160 “Discurso de Eduardo de la Barra en el Club Central en honor a los prisioneros de la
Esmeralda” (ver apéndice).
161 Este análisis en Mc Evoy, “¿República nacional o república continental?”.
162 “Discursos en honor del General Manuel Baquedano en Valparaíso” (ver apéndice).
163 “Discurso de José Antonio Tagle Arrate en la ceremonia en honor a los caídos en Tarapacá
y en la rada de Arica” (ver apéndice).

104
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

racial a la que aludió en algún momento Justo Arteaga Alemparte. “Nuestra


raza es una raza especial como ninguna otra en la América”, afirmó Indalecio
Segundo Díaz en la ceremonia en honor a los caídos en Tarapacá y en la
rada de Arica. Los descendientes de “esa mezcla singular” de raza araucana y
española jamás podían ser vencidos por los de aquellos incas que se dejaron
asesinar en tiempos de la conquista.164
A medida que los expedicionarios fueron avanzando victoriosamente sobre
territorio enemigo, la oratoria, en sus versiones sagrada y cívica, empezó a
describir la guerra como una epopeya gloriosa en la cual un grupo de titanes
chilenos vencía a las fuerzas de la naturaleza y a sus cobardes enemigos. La
idea del surgimiento de una “nueva Esparta” sudamericana se repitió en los
discursos y también en los artículos periodísticos dedicados al tema bélico. La
imitación de la Antigüedad clásica nacida al pie de la cordillera de los Andes
había igualado si no superado a los hechos mitológicos que le sirvieron de
modelo. Los actos de heroísmo exhibidos por los expedicionarios fueron
descritos como únicos en la historia mundial. La calificación de la Guerra
del Pacífico como una epopeya aparece a partir del combate de Iquique.
“Chile querido –señaló Donoso en su sermón en honor a los caídos en el
mítico combate naval–, has visto la primera epopeya de esta atroz contienda
y a tus hijos sucumbiendo por tu amor el inmortal 21 de mayo de 1879”.
Refiriéndose a la hazaña de Prat y de sus hombres, Esteban Muñoz Donoso
observó que no existía nada semejante en la historia de los héroes antiguos y
modernos. Los mártires del patriotismo, encabezados por el notable marino,
habían enseñado a las naciones del globo que Chile engendraba hombres
valerosos “dignos de la epopeya”.165 Luego de la batalla de Tarapacá, Vicente
de las Casas señaló ante su audiencia chillaneja que el 21 de mayo y el 27
de noviembre eran parte de “una misma sublime epopeya”. En Iquique, la
bandera chilena había descendido majestuosa y pura a guardar en los abis-
mos del mar el testamento sagrado del más grande de los héroes nacionales.
Unos meses después, la tricolor fue defendida en el desierto, a sangre y
fuego, sólo por veinticinco bravos. La historia de Chile en esta guerra –afirmó
Donoso en el sermón pronunciado en la catedral de Lima– era “una epopeya
inmortal” con cánticos sublimes para todos los hombres que se habían sa-
crificado para salvar la honra de la patria. Era necesaria la sensibilidad de

164 “Discurso de Indalecio Segundo Díaz en la ceremonia en honor a los caídos en Tarapacá
y en la rada de Arica” (ver apéndice)
165 En la carta que Carmela Carvajal le envió a Miguel Grau, con ocasión del combate de
Iquique, la viuda de Prat incorporó al rival de su esposo en el mundo de la antigüedad
clásica: “Es altamente consolador en medio de las calamidades que origina la guerra,
presenciar el grandioso despliegue de sentimientos magnánimos y luchas inmortales
que hacen revivir en esta América las escenas y los hombres de la epopeya antigua”. La
cita aparece en Gonzalo Vial, Arturo Prat (Santiago, Andrés Bello, 1995), p. 272.

105
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

un artista para alzarle a cada combatiente una estatua y para cantarle a cada
héroe su “epopeya” particular.166
Para José Antonio Soffia, poeta y autor del Canto a O’Higgins con ocasión de
la traslación de sus restos, “la gran epopeya” chilena podía tener más versos que
“el estruendo de los cañones” que obligaron a rendirse a ese “coloso” que ata-
caba a una blanca gaviota que surcaba los mares ostentando el tricolor. Fue esa
débil ave la que supo “anonadar al gigante” que, de acuerdo con Soffia, quería
hacerla prisionera. La epopeya era la hija predilecta de la memoria colectiva
y de esa conexión estuvieron conscientes tanto los predicadores como los
oradores. “Si ellos no viven” –señaló Juan Miguel Dávila refiriéndose a Ramírez,
Thomson, Goicolea, Garretón y Cueva–, “su recuerdo” debía permanecer en
la memoria de todos sus conciudadanos. Los nombres de todos los muertos
en combate eran un “timbre de honor para la patria” y, por ello, ocuparían
siempre un lugar preferente en la “epopeya” nacional. Ante la tumba de los
“ilustres héroes” se postró Belisario del Fierro buscando inspiración. Sólo por
medio de ella se lograrían traducir en palabras los recuerdos sublimes que “la
epopeya” debía consignar en sus “eternas y doradas páginas”. “Os quisieron
matar y os dieron vida os arrancaron el vital aliento pero os alzó la gloria del
firmamento”, clamó en ese mismo tono Vicuña Mackenna. El premio por
defender la dignidad de la república era el recuerdo en la memoria colectiva,
pero también los símbolos concretos que, como las medallas conmemorativas,
convertían a los soldados de simples mortales en héroes nacionales. En el dis-
curso pronunciado el 17 de septiembre de 1884 con ocasión de la repartición
de medallas entre los vencedores de la guerra, el ministro Carlos Antúnez
recordó que la patria glorificaba al mártir que en Iquique había escrito “el
canto primero de la epopeya grandiosa que asombró a la América y al mundo”,
pero también que no olvidaba a todos los soldados anónimos que habían
participado en la última estrofa de esa grandiosa saga que había ocurrido en
“la tierra y en el mar, en las fragosidades del desierto y en los balances de las
olas, en el asalto como en el abordaje” de las naves enemigas.167
El modelo histórico de los oradores fue el de la guerra de la Independencia.
De acuerdo con el obispo Salas, la ruptura con España exhibía suficientes méri-
tos para constituir una epopeya: “guerra de gigantes en valor, de patriotas más
abnegados que los de Esparta, no menos intrépidos que los antiguos romanos y
en nada inferiores a los soldados de Pelayo”. El obispo de Concepción opinaba
que la República de Chile estaba recogiendo la cosecha de la fecunda semilla
plantada en 1810. Con las innumerables proezas demostradas en la guerra
contra Bolivia y el Perú, los expedicionarios no hicieron más que añadir nuevas

166 Ver todos estos discursos en la sección “Oratoria sagrada”.


167 “Repartición de las medallas a los vencedores del ejército peruano-boliviano, 17 de
septiembre de 1884” (ver apéndice).

106
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

glorias a las antiguas.168 El largo peregrinaje que llevó a Chile desde su infancia
republicana hasta su edad adulta fue sintetizado por Vicuña Mackenna en el
discurso que pronunció en Valparaíso para honrar al General Baquedano.
La Guerra del Pacífico fue, para uno de sus más entusiastas publicistas, una
suerte de ritual de iniciación, siendo el momento culminante el ingreso de
los expedicionarios en el “averno” peruano, esto es, en la ciudad de Lima.
“Envueltos como sombras en pavorosa noche” llegaron al fin “a la zona de la
muerte” los que “en su marcha por un tercio de la América no habían conocido
la fatiga”. Esa hazaña no hubiera podido ocurrir sin el ejemplo de Prat, quien
con su brazo y con su alma “encendió la antorcha vívida que fue el faro común”
de los soldados de Chile. Vicuña opinaba que lo ocurrido entre 1879 y 1884
no tenía precedentes en la historia de América. Lo que los expedicionarios
habían realizado era un evento histórico irrepetible y por ello fundacional.
Dentro de una línea similar de pensamiento, Justo Arteaga Alemparte aludió
al “aliento homérico” de los expedicionarios, quienes, fundidos en el molde
de los titanes, habían vencido la sed, el sol, el desierto, las plazas coronadas
de cañones y finalmente la muerte. Fue debido a lo increíble de la tarea que
Chile se coronó como el “primer pueblo de América del Sur”.
El deseo de inmortalidad, íntimamente ligado al universo mental de la
epopeya, es un tema que marcó tanto la oratoria sagrada como la secular. En
el caso de los predicadores, el asunto fue resuelto con la promesa de la ciuda-
danía celestial para todos aquellos que morían con honor. Para los oradores
seculares, el mayor desafío fue mantener viva la memoria de los héroes para,
de esa manera, trascender el efecto corrosivo del tiempo. “Se ha dicho en un
momento de amargura y desesperación” –afirmó Miguel Luis Amunátegui
en uno de los discursos pronunciados en el cementerio capitalino– que el
hombre era “un cuajo de sangre, herencia de gusanos”. Este triste pensamiento
–opinaba el biógrafo de Mora– se aplicaba a la parte física, pero no a la parte
moral e intelectual del individuo. Las obras del sabio, los servicios del esta-
dista y las hazañas de los soldados flotaban durante siglos sobre las aguas del
inmenso mar, sin que la terrible vorágine pudiera sumergirlos. El hombre de
letras opinaba que la devoradora “polilla del tiempo” no alcanzaría a roer “la
hoja de papel” en la que se escribían los actos excepcionales de los forjadores
de la nación chilena169. “Tenemos el deber sagrado e ineludible de honrar
la memoria de estos hombres”, propuso José Antonio Tagle Arrate ante la
tumba de los caídos en Tarapacá. La empresa intelectual consistía no sólo
en grabar su recuerdo en los corazones de todos los que asistían al funeral,
sino en escribir sus nombres en letras de diamante en el libro de la patria y

168 Salas, El guerrero cristiano.


169 “Honras fúnebres a los oficiales muertos en Tacna” (ver apéndice).

107
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

así transmitirlos de generación en generación. La obligación de todo chileno


–opinaba Antúnez, ministro del Interior– era quemar un grano de incienso: su
humo debía rodear “la inmortalidad de la patria” del mismo modo que pasado
el temporal surgían de la tierra “esos vapores sutiles” que formaban “las nubes
de oro y nácar” que coronaban los Andes majestuosos de Chile170.

El tema de la muerte heroica en el conflicto, y de las recompensas


celestiales y cívicas para los caídos en batalla, fue una de las
claves retóricas tanto a nivel religioso como secular.
En la fotografía, Roberto Souper, muerto en Chorrillos (1881),
es velado por sus hijos.

De la misma manera como el 13 de febrero de 1879 Isidoro Errázuriz


definió en la plaza de la Intendencia de Valparaíso el libreto ideológico de
la Guerra del Pacífico, el mediodía del 17 de septiembre de 1884 el notable
orador hizo un balance general del conflicto que favoreció a su patria. Desde
un tabladillo colocado en el Campo de Marte, el hombre que acompañó a
los expedicionarios desde Antofagasta hasta Lima anunció a los cinco mil
soldados y a los centenares de espectadores civiles que lo escuchaban que
Chile finalmente había alcanzado su “edad viril”. Una profunda transforma-
ción de consecuencias incalculables se había operado en la vida chilena entre
1879 y 1884. La esfera de los dominios de la república se había ensanchado,

170 “Repartición de las medallas a los vencedores del ejército peruano-boliviano, 17 de


septiembre de 1884” (ver apéndice).

108
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar

sus recursos económicos habían crecido notablemente y, en medio de esos


cambios, se había despertado en su ciudadanía la conciencia de sus deberes
y derechos respecto de las naciones vecinas. El mayor cambio para este nuevo
Chile fue salir de su tradicional aislamiento y entrar en la comunidad inter-
nacional “con sus pasiones y sus intereses, sus zozobras y sus grandezas, sus
solidaridades y sus antagonismos”. Antes de la guerra, los chilenos creían que
bastaba ser un pueblo laborioso para vivir tranquilo, que bastaba olvidar el resto
del mundo para que éste se olvidara de la pequeña república sudamericana.
Junto con el análisis de un tema inédito como el anterior, Errázuriz recurrió
a uno ya conocido, el de un pueblo laborioso confrontado por unos vecinos
acostumbrados desde la cuna al ruido de las armas. El orador repitió una vez
más la historia de una república que con el mismo brazo acostumbrado “a
romper la roca en las entrañas de la tierra y a derribar colinas” fue capaz de
reducir a sus enemigos a la mayor impotencia.
Valiéndose de su reconocida habilidad retórica, Errázuriz restableció las
conexiones con la tradición de la guerra cívica. La Guerra del Pacífico había
sido una obra de hombres y de políticos; de un pueblo nacional, patriota y
capaz de una inmensa abnegación. El intelectual liberal creía que Chile le
debía muy poco a la buena fortuna y mucho menos a los dioses, ya que a cada
paso del largo recorrido que culminó en Lima los expedicionarios se encontra-
ron con el hombre y la naturaleza coaligados para vencerlos. La suerte estuvo
contra ellos, y fue con la finalidad de torcer sus nefastos designios que se apeló
al recurso del heroísmo. Ese mismo heroísmo que en algún momento elevó “al
cielo de la inmortalidad al espartano Leónidas” ayudó a Chile a transformar
el desastre en gloria eterna. La guerra fue una tarea comunitaria que integró
al ejército, al pueblo, al Congreso y al gobierno. Esta empresa enorme se
nutrió de la fuente pura del deber, aprendido en la escuela del trabajo y de la
legalidad. Dirigiéndose a los jefes y oficiales del Ejército triunfante, Errázuriz
les hizo saber que ellos habían sido los que llevaron a la patria en sus brazos
en medio de “la corriente amenazadora que separaba su infancia de su edad
viril”. Además, el intelectual liberal señaló el hecho de que la guerra obligaba
a refundar la nación sobre nuevas bases históricas: “Habéis levantado sobre
vuestras espadas el edificio de la segunda patria. Chile de hoy es en gran parte
de vuestra hechura; y vuestros nombres y la memoria de vuestros hechos son
patrimonio nacional”171.
Por medio de la alquimia de la palabra, Errázuriz integró a la comunidad
de los vivos con la de los muertos, estableciendo así un puente simbólico entre
el pasado, el presente y el futuro de Chile. Otras ceremonias, especialmente

171 “Repartición de las medallas a los vencedores del ejército peruano-boliviano, 17 de


septiembre de 1884” (ver apéndice).

109
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

los funerales de Estado a los caídos en batalla, habían apuntado en esa misma
dirección; sin embargo, la retórica integradora encontró su verdadero senti-
do en el evento que celebró el fin de la guerra. Para mantener incólumes su
poder y su honor, las naciones no necesitaban sólo de equipo militar, riqueza,
organización y alianzas estratégicas. Existía además una fuerza inmaterial ex-
tremadamente poderosa que también las sostenía. La nueva fuente de energía,
rescatada por Errázuriz, estaba constituida por las figuras de los héroes que
habían muerto por el santo culto de la patria, los cuales montaban guardia en
los umbrales del territorio nacional. Aparte de su Ejército, su administración
y el prestigio alcanzado durante cuatro años de victorias militares, a la repú-
blica la protegía el “cordón hermoso formado por las almas de los capitanes
que murieron al pie de su inmaculado tricolor”. Para decirlo de otra manera,
Chile entraba en su edad adulta de la mano de una cantidad indeterminada
de fantasmas benevolentes. Porque si bien es cierto que para Errázuriz –como
para la mayoría de los liberales– la Providencia simplemente no definía la
historia humana, el notable orador recurrió a una ficción capaz de resguardar
a una república que no negaba su interés en participar de todos los azares de
la comunidad internacional, pero que tampoco ocultaba sus temores frente a
las consecuencias prácticas de su ambición. La incertidumbre, la pérdida de
identidad e incluso el persistente reclamo de los vecinos derrotados no eran un
problema para una nación que, a partir de la victoria en la Guerra del Pacífico,
reformuló su excepcionalidad levantando fronteras mentales con la finalidad
de blindarse contra los problemas derivados de una inquietante modernidad.
No cabe la menor duda de que el uso de un lenguaje arcaico para definir una
guerra que, en teoría, debió enrumbar a la nación por nuevos derroteros tuvo
consecuencias concretas en el futuro de la República de Chile, que en 1891
debió enfrentar una sangrienta guerra contra ella misma.

110
ORATORIA SAGRADA
DISCURSO DE APERTURA PRONUNCIADO
POR EL PRESBÍTERO DON RODOLFO VERGARA ANTÚNEZ
EL 13 DE ABRIL DE 1879*

Ha llegado, señores, para la Patria una hora de dolorosa prueba. Por la pri-
mera vez, para casi todos los que estamos aquí presentes, resuena en nuestras
costas el grito de guerra extranjera. Y ese grito, repercutido desde el desierto
hasta el Estrecho, ha despertado a Chile que dormía sobre sus laureles el
sueño del trabajo.
Durante veinte años de venturosa paz había dejado enmohecer sus armas y
colgado la espada en el muro que guarda los trofeos de sus victorias. La mano
teñida con la sangre derramada en Chacabuco, Maipú y Yungay había enca-
llecido con el uso de la azada y del combo: de la azada que da fecundidad a
nuestros campos y del combo que perfora nuestras montañas para arrancarles
el sueño de sus riquezas.
Tan largo tiempo acariciado por la paz, Chile amaba el sosiego tanto como
la serenidad de su cielo y la hermosura de sus floridos valles; y por conservarlo
ha hecho hasta hoy cuanto era compatible con su dignidad de nación soberana
y civilizada. El buen sentido nacional comprendía que la tranquilidad interior
y exterior era elemento indispensable para el arraigo de sus instituciones, la
extensión de su comercio, el desenvolvimiento de la industria, el progreso
de las artes, el adelanto de las ciencias y de cuanto constituye la vida de los
pueblos; y por eso lo habéis visto, señores, afianzar el orden con mano robusta
en el interior y ser generoso hasta el desprendimiento y magnánimo hasta el
sacrificio en el exterior.
Pero ¿qué es lo que lo obliga hoy a dar sentido adiós a sus queridas tra-
diciones de paz?
Bien lo sabéis, señores: dos naciones, que hasta ayer estrechaban nuestras
manos con las efusiones de la amistad, han pactado sigilosamente nuestra
deshonra y nuestro exterminio. La una ha faltado a públicos y solemnes com-
promisos; y la otra, sin que precediera agravio de nuestra parte, sino antes
bien antiguos y señalados servicios, se ha aliado con la primera para matar
nuestra preponderancia.

* Reproducido en Discursos religioso-patrióticos predicados en la Catedral de Santiago con motivo de


la Solemne Rogativa por el triunfo de las armas chilenas (Santiago, Imprenta de “El Estandarte
Católico”, 1879).

113
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Y Chile, que si ama la paz, mucho más ama su honra, ha aceptado el reto y
se ha lanzado a los campos de batalla. Solo, sin más compañía que su derecho
y la justicia de su causa, va tranquilo a la guerra confiado en la protección
divina e inflamado por el recuerdo de sus pasadas victorias. Herido en la fibra
más delicada de su alma, sin contar siquiera el número de sus enemigos, ha
resuelto antes que vivir sin honor, morir con honra.
Pero, señores, vanos serían nuestros esfuerzos, estériles la pujanza y he-
roísmo de nuestros valientes, si el Dios que gobierna que el rayo y enfrena
las tempestades, que tiene en sus manos la suerte de los individuos y de las
naciones y a quien obedece la victoria y el desastre, no se dignase amparar
nuestra causa y bendecir nuestros sacrificios.
Y ¿cómo empeñar a favor nuestro su protección omnipotente? Uno de los
medios más eficaces, y que él mismo nos ha enseñado, es la oración humilde,
fervorosa y perseverante. Y si queremos que la oración sea un poder invencible,
coloquémosla en las manos de la Reina del cielo a fin de que ella la valorice
con sus propios merecimientos.
He aquí lo que venimos a hacer, señores, por decreto de la autoridad
diocesana. Durante una serie de nueve días todos los templos de esta vasta
Arquidiócesis resonarán con una misma y sola plegaria, implorando por la
mediación de la augusta Patrona de nuestras armas, la protección del Dios
de los Ejércitos.
Y al aceptar la honra de venir a dar principio a esta solemne rogativa,
cúmpleme el deber de demostraros la eficacia de la oración y el poder de
intercesión de María. Permitidme que para llenar mi cometido, dejando de
lado otro género de demostración, sólo pida a la historia sus ineludibles en-
señanzas. Cuento para ello con las bendiciones del cielo.

I
No hay para las naciones azote más cruel que el de la guerra. Millares de vidas
segadas en flor, familias abandonadas a la orfandad y la miseria, campos de-
vastados y teñidos de sangre, relaciones comerciales interrumpidas, hambre,
luto y lágrimas, he ahí señores el horrible cortejo de la guerra. Pero el derecho
natural, el derecho de gentes y el derecho divino están de acuerdo en afirmar
que la guerra, por dolorosa que sea, es a veces severa e imperiosa necesidad y
un mal de que la Divina Providencia sabe sacar grandes bienes. Y cuando ella
llega, toca a los ciudadanos ofrecer ante el altar de la Patria todo género de
sacrificios, incluso el de la propia vida. Porque el patriotismo es una virtud
cívica y cristiana juntamente, y un deber que imponen de consuno la religión
y la patria.

114
Documentos Oratoria sagrada

Por fortuna, el pueblo de Chile, joven y viril, no ha rehusado jamás a su


patria esa generosa asistencia. La América lo ha hallado muchas veces en el
camino de la victoria y siempre en el camino del honor. El pueblo de Chile,
que es incansable en el trabajo, ha sido también intrépido y denodado en las
batallas. Riega con el sudor de su frente el surco de los campos, de la misma
manera que derrama con gusto su sangre por su religión y por su Patria. Juró
un día ser libre; y lo fue, mediante los prodigios de su heroísmo. Después de
ser libre, juró mantener incólume su honra, porque un pueblo no puede vivir
sin honra; y helo aquí custodiando siempre el tesoro de su dignidad con el
mismo denuedo con que ha conquistado su independencia.
Sin embargo, no a todos es dado ofrecer a la patria el tributo de su sangre;
pero a todos, sin excepción, les es dado ofrecerle un auxilio más poderoso
todavía: el auxilio omnipotente de la oración. Dios, soberano de todas las
naciones, las engrandece o las humilla, las lleva al Calvario o al Tabor, según
cumple a sus adorables designios. Pero el pueblo que ora puede inclinarlo a
su favor y hacer que su mano, que traza el rumbo de los astros, lo conduzca
como al pueblo de Israel por un camino de triunfos. Y si no, ese pueblo será
grande hasta en sus propios desastres.
Cuando la oración habla, cuando el corazón de los pueblos sube en las
alas de la oración hasta la fuente de la vida y de la fuerza verdaderas, la lucha
puede ser larga y tenaz; pero el valor no declinará un instante ni se doblegará
bajo el peso de los trabajos y sacrificios mientras no vea descender del cielo
la palma de la paz y del triunfo. No sin especiales designios Dios ha querido
ser llamado en las sagradas Letras el Dios de los Ejércitos. Él ha puesto como
condición de heroísmo y de victoria el grito del débil oprimido y la humilde
súplica del combatiente. Sólo la oración es capaz de hacer poderoso al débil
y grande al pequeño. Si la oración calla, el hombre es vencido.
Y si no, interroguemos a la historia. Moisés, detenido por huestes pode-
rosas en el camino del desierto, oraba con sus brazos suspendidos al cielo
mientras el pueblo combatía; y la victoria tendía o replegaba sus alas según
el fervor de la oración del hombre de Dios.
La oración hizo invencible la espada de Josué; la pujanza de cien valerosos
pueblos que defendían su patria y sus hogares no bastó a resistir el empuje
de la nación que había vivido doscientos años bajo el yugo de la servidumbre.
La oración hizo caer los muros de Jericó y abrir las puertas de Hai; la oración
detuvo el sol en su carrera y le ordenó que prestara su luz hasta consumar el
exterminio de los enemigos de Israel.
El santo Rey Josafat, cercado de cuatro poderosas naciones, oró con todo
su pueblo; y el Dios de los Ejércitos desbarató los planes de sus enemigos.
Senaquerib, rey de Asiria, cercó a Jerusalén con huestes innúmeras; las súplicas
del Rey Exequías hicieron descender el ángel exterminador que dio muerte
a ciento ochenta y cinco mil asirios.

115
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

¿Quién dio bríos a Judith, la heroína de Betulia, para hacer morir al filo
de su espada al más poderoso enemigo de su patria? ¿Quién dirigió la mano
de David, casi niño, para derribar a Goliat, el gigante atleta que infundía
pavor en el corazón de los más valientes? La fuerza de Dios alcanzada por la
oración.
¿Quién infundió fiereza indomable en el pecho de los intrépidos Macabeos
para alcanzar, al frente de un puñado de héroes, victorias que hicieron temible
en toda la tierra el nombre de Judá? Es que esos esclarecidos guerreros que
morían exclamando: dulce est decorum est pro patria mori ¡qué dulce y glorioso es
morir por la patria!… fiaban la suerte de las armas, no a la fuerza de su brazo,
sino al poder de la oración y de la penitencia. Ellos peleaban orando.
Pero pudiera decirse, señores, que esas estupendas maravillas eran sólo
patrimonio de ese pueblo querido de Dios que fue conducido por un camino
de prodigios hasta la tierra de la libertad. No, señores: la historia de los pueblos
católicos guarda también en sus páginas la memoria de análogos prodigios.
Recordad, si no, el hecho glorioso que abrió al catolicismo las puertas de
Francia, de esa nación que ha sido el Israel del catolicismo por sus proezas
y caídas, por sus triunfos y reveses, sus infidelidades y sus actos de generosa
fe. Clodoveo su rey bárbaro, fue atacado en las llanuras del Tolbiac por otros
bárbaros. En lo más reñido del combate ve que sus soldados vuelven cobarde-
mente la espalda al enemigo. Acuérdase en ese instante del Dios de su esposa
Clotilde cuyo poder le había oído ponderar. Lo invoca, y la victoria sigue su
oración. El fiero sicambro adoró entonces lo que había quemado y quemó
lo que había adorado.
Ved a los bravos montañeses de la Helvecia antes de las gloriosas jornadas
de Granson y de Morat. De rodillas, frente a frente a sus invasores, colocaban
su libertad amenazada al amparo de la oración. Y no bien se había apagado
la plegaria en sus labios, cuando se lanzaron al combate más rápidos que las
águilas y más valerosos que los leones, sin dejar otra huella de la invasión que
un movimiento de blancas osamentas.
Y ¿quién no contempla con enternecimiento al santo rey Osvaldo plantar
por su propia mano la cruz en una eminencia que dominaba el campo de
batalla en la víspera de un combate decisivo contra los Bretones? Postrado
allí con sus valientes, coloca la suerte de su patria entre los brazos del signo
de la redención: y ese signo, que venció al mundo, coronó sus armas con
espléndida victoria.
Y ¿cómo olvidar al bravo entre los bravos, a Godofredo de Buillon?
Vedlo frente a las legiones innumerables de los osados enemigos del nombre
cristiano. El sol acababa de levantarse sobre el horizonte y las limpias armas
reflejaban todavía los primeros albores de la mañana. Montado en rápido
corcel recorre las filas prestas al combate; alienta el valor de sus soldados se-
ñalándoles el cielo por recompensa de su heroísmo y el mundo cristiano por

116
Documentos Oratoria sagrada

testigo de su denuedo. A un signo de su brazo todas las legiones caen de rodillas


al mismo tiempo que se despliega al viento el estandarte de la cruz. El ángel
de la victoria los cubre con sus alas de oro, e inflamados por los ardores de la
fe caen como nubes mensajeras del rayo sobre los batallones enemigos.
Los ejércitos del grande Alfredo fueron conducidos cincuenta y seis veces
a la victoria en alas de la oración. Y Fernando el Católico y San Luis rey de
Francia deponían sus cetros y sus coronas a los pies de la cruz y vestían el
cilicio bajo su coraza de acero y nutrían sus almas con el pan que engendra
héroes antes de desnudar la terrible espada que se tiñó en la sangre de los
moros y que puso pavor en el pecho del intrépido musulmán.
La oración que nunca se interrumpió en los labios de la humilde donce-
lla de Douremy y que, perfumada por la inocencia, llevaba al cielo el ángel
tutelar de los destinos de Francia, inspiró a Juana de Arco la magnánima
resolución de salvar a su patria y de devolverle el lustre de sus ya ajadas glo-
rias. Con su corazón de mujer trocado en el de un héroe, viósele empuñar la
espada, cambiar su oscura y apacible estancia por el campamento de guerra,
conducir al triunfo a los franceses y morir después como mártir abrasada por
las llamas de una hoguera.
Pero, señores, no terminaría hoy si hubiera de recordar todos los hechos de
armas gloriosos por la oración, porque los pueblos católicos no han triunfado
nunca sino esgrimiendo esa rama de doble filo cuyo poder vence al mismo
infierno y torna en sonrisa de amor la ira del mismo Dios.
¡Ah! señores, si los pueblos oraran, la oración los salvaría, porque la que
se levanta del corazón de los pueblos sube al cielo como nubes de incienso
y desciende como fresca y delgada lluvia sobre tierra agotada. Si Dios suele
azotar con rudeza a las naciones es porque más son los crímenes que provocan
su justicia que las plegarias que la aplacan y los clamores que la desarman.
Y aunque sea doloroso, hemos de confesarnos, señores, culpables del
negligente abandono de la oración pública. Ya el perfume de la oración no
se exhala sino de los labios del sacerdocio, de la velada y escondida virgen
y de la mujer que hace de la piedad la santa profesión de su vida. Nuestros
magistrados, renunciando al patriotismo moral que nos legaron nuestros
padres y que ha sido hasta hoy fuente de nuestra prosperidad, a la fe y al
nombre de cristiano, han hecho enmudecer la oración en sus labios helados
por la indiferencia. Ya no se ve, como en otros tiempos, a los mandatarios
de Chile en nuestros templos asociándose a la oración del pueblo y orando
en nombre de la Patria a quien de derecho representan. Ha mucho que esas
queridas tradiciones desaparecieron con la invasión del ateísmo en las altas
regiones del poder. Y ¿sabéis, señores, lo que hacen los gobiernos que olvidan
las santas tradiciones de la Patria? No seré yo quien lo diga, sino un hombre
de Estado de la España revolucionaria: “Cada pueblo vive de sus tradiciones,

117
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

de su historia, de los ejemplos de sus padres. El pueblo que renuncia a ellas,


renuncia a su prosperidad futura y a las glorias de sus antepasados.
Sin la oración pública en vano nos esforzamos por salvar a la Patria.
Para conjurar las grandes calamidades que sobrevienen sobre los pueblos
los esfuerzos humanos son impotentes. Es preciso buscar en Dios lo que no
puede realizar el hombre; y para alcanzarlo no hay otro medio que el de la
oración.

II
Cuando venimos desde hoy a violentar el cielo con nuestros clamores suplican-
tes en favor de la causa de la Patria, nada nos importa tanto como colocarnos
en manos de María para que ella los presente ante el trono de su Hijo. Su
intercesión de madre puede más que todas nuestras súplicas. Omnipotentia
suplicante la han llamado con razón los Padres de la Iglesia, porque nada
puede rehusar Dios a la mujer afortunada que mereció ser la Madre del Verbo
encarnado. Si tenemos la dicha de interesarla en nuestro favor, ya podemos
entonar el himno de victoria.
Y si por ventura no fuera bastante ardorosa vuestra confianza, dejadme,
señores, interrogar una vez más las enseñanzas de la historia.
Los marineros y militares de los pueblos católicos se han colocado siempre
bajo su protección; porque saben que la Estrella de los mares ilumina con luz
del cielo el derrotero de los navegantes, y que la que ha sido comparada a un
ejército ordenado en batalla asiste con fuerza del cielo a los combatientes que la
invocan en la hora del peligro. Apenas hay un puerto de mar en que no se alce
la cúpula de algún santuario a María que alegra el corazón de los navegantes
que lo divisan al través de las brumas del Océano. Apenas hay armada de guerra
que no haya bautizado con su nombre alguna de sus naves, ni soldado católico
que no cuelgue en su cuello algunas de sus imágenes queridas. Guillermo el
Conquistador, Enrique de Portugal y el mismo inmortal Colón atribuían el
éxito de sus empresas marítimas a la protección de María, a cuya honra, y en
testimonio de gratitud, levantaron suntuosos templos.
Una de las páginas brillantes de la historia de España es la que recuerda
la grandiosa lid llamada de las Navas de Tolosa, que dio fin a la dominación
mahometana. Doscientos mil moros llenaban la vasta llanura en que iba a de-
cidirse el predominio de la Cruz o de la Media Luna. Don Alonso de Castilla
apenas contaba con la mitad de ese número; pero en cambio inflamaba su
pecho la confianza en la protección de María que el pueblo católico había
impetrado con fervorosa plegaria y cuya imagen campeaba en el estandarte
de Castilla. Descogida al viento la santa bandera, vuelven hacia ella sus ojos los
medrosos combatientes, y sienten henchida el alma de irresistible denuedo;

118
Documentos Oratoria sagrada

lánzanse al combate como leones y la victoria se decidió a su favor en la pri-


mera embestida. Un templo levantado en Toledo con el nombre de Nuestra
Señora de la Victoria da testimonio de la gratitud nacional.
El Oriente y el Occidente enteros viéronse un día en acción en las aguas
de Lepanto. Nunca pobló los mares flota más formidable que la de los turcos.
Nunca tampoco se calmó al cielo con más general y fervorosa plegaria. El
Pontífice San Pío V hizo grabar la imagen de María en la bandera que flotaba
en el palo mayor de las galeras cristianas; y fuertes con su protección, ardien-
temente invocada, esperó la flota cristiana el ataque de la armada otomana.
Después de tres horas de reñido combate viéronse huir las naves enemigas,
mientras que el intrépido Juan de Austria, saltando a la nave capitana, le
arranca el pendón y lanza al aire el grito de ¡victoria! Una fiesta universal en
el mundo católico perpetúa el recuerdo de este señalado triunfo.
Pero, señores, yo no necesito ir tan lejos a pedir pruebas que testifiquen esa
protección no desmentida en la hora del peligro en favor de los pueblos que
la invocan con confianza filial. La historia nacional ha escrito en sus gloriosos
fastos una página que la demuestran con innegable notoriedad.
Corría el año de 1818, el más célebre de los que transcurrieron durante la
época de nuestra independencia política. Una nueva y formidable expedición
española al mando del bizarro general Osorio había venido a poner a prueba
el valor de los patriotas y en peligro la obra felizmente comenzada de nuestra
emancipación. El temor de ver frustrados los esfuerzos del heroísmo en tantos
años de porfiada lucha y de tener que abandonar al extranjero los ricos jirones
de libertad adquiridos a costa de tanta sangre y de tantos generosos sacrificios
heló, en los primeros momentos, el alma varonil de los chilenos. Era preciso
reanudar la lucha, inmolar otros centenares de preciosas vidas y entregar a la
varia y esquiva fortuna de las armas la santa libertad de la Patria.
¿Qué hacer? Lo que hacen los pueblos católicos en la hora de la tribula-
ción y lo que hacía el pueblo de Israel cuando invadían sus fronteras naciones
enemigas: correr al pie de los altares del Dios fuerte y misericordioso para
dejar allí el tributo de sus lágrimas suplicantes. El 14 de marzo fue para esta
capital un día de fervorosa plegaria. La magistratura y el sacerdocio, los
niños y los ancianos, la noble matrona y la púdica doncella reuniéronse bajo
las bóvedas de este mismo templo para implorar la protección divina por la
mediación de la Reina del Cielo.
Y aquí, entre las efusiones del fervor cristiano y las puras expansiones
del amor y de la fe, las autoridades y el pueblo juraron patrona de las armas
de Chile a la Virgen del Monte Carmelo y se obligaron con voto a erigir un
templo en su honor en el lugar en que se obtuviese la primera victoria.
Antes de un mes, los que en este día se habían congregado aquí con el
temor en el alma y la plegaria en los labios, se reunían de nuevo con el cora-
zón rebosando de júbilo para entonar el himno de religiosa gratitud. El sol

119
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

del 5 de abril había alumbrado con sus más puros rayos el triunfo decisivo de
nuestra causa en los llanos de Maipú.
Desde entonces Chile ha colocado la suerte y la ventura de la Patria en
el regazo de su celestial Patrona; y cada vez que asoma la prueba y el peligro
corre a sus pies como el tierno niño a los brazos de su madre. En testimonio
de su amor agradecido pasea en triunfo anualmente su imagen querida por
nuestras calles y por nuestras plazas al son de músicas marciales y entre las
detonaciones del cañón.
Unos muros a medio hacer, envueltos en el polvo del camino, y donde
crecen sin obstáculos las yerbas silvestres son mudos delatores de una deuda
no satisfecha y de una promesa no cumplida.
Hoy que en nuestro horizonte internacional se agrupan nubarrones
conductores del rayo de la guerra; hoy que enemigos poderosos amenazan
nuestra honra y estabilidad; hoy, en fin, que Chile vuelve a sacar la espada de
su vaina para defender hasta la muerte el tesoro de su dignidad, cúmplenos el
gratísimo deber de venir de nuevo a agruparnos en torno de la que es nuestra
Madre como católicos y nuestra Patrona como chilenos.
¡Soberana Emperatriz de los cielos y de la tierra!, vos en cuyas manos ha
puesto el cielo los tesoros de su bondad y de su clemencia, prestad atento
oído a las súplicas perfumadas por el amor filial que os enviará este pueblo
durante la serie de estos bellos días. Alargad vuestra diestra cariñosa a esta
tierra que os pertenece por el amor y que os ha escogido por su especial
Patrona. Iluminad a nuestros magistrados en cuyas manos están colocados los
destinos de la patria; dad pujanza invencible al brazo de nuestros soldados;
sed la estrella conductora de nuestros denodados marinos; encended en el
pecho de los chilenos los generosos ardores del patriotismo para que en estos
momentos de suprema angustia no haya más interés que el de la Patria ni
más bandera que la que tremoló en Chacabuco y Maipú; enjugad el llanto de
nuestras viudas y sed vos la madre de nuestros huérfanos. En fin, conducidnos
al triunfo por el camino de la justicia y del honor y dadnos después la dulce
paz que tanto amamos!

120
DISCURSO SOBRE EL PATRIOTISMO CONSIDERADO COMO
VIRTUD CRISTIANA, PRONUNCIADO POR EL PRESBÍTERO
DON ESTEBAN MUÑOZ DONOSO, EL 15 DE ABRIL DE 1879*

Quoniam melius est nos mori en bello


quam videre mala gentis nostrae.

Porque más nos vale morir en la guerra


que ver la ruina de nuestra patria.
Macabeos, c. III, v. 59.

Así exhortaba, señores, a sus soldados el heroico Judas Macabeo para que
peleasen con invencible valor en defensa de los altares, en defensa de las es-
posas, en defensa de los hijos y en defensa de la patria. Esas sencillas palabras
demuestran el concepto que debemos formarnos de esta nobilísima virtud del
patriotismo que hoy inflama a todo corazón chileno, desde el Loa, que riega
las ardientes arenas del desierto, hasta el Cabo, azotado por las tempestades
del polo. ¡Ah! sí, el patriotismo es el que llena también hoy los templos de
esta populosa ciudad, el que os trae a vosotros aquí, al pie de la Virgen del
Carmelo, patrona de nuestros ejércitos, para poner en sus manos la honra
de nuestra Patria querida, para hacer violencia a los cielos y alcanzar por la
intercesión de nuestra Reina adorada que brille sobre la frente de Chile el
laurel de la victoria.
Para, si cabe, encender más en vuestros corazones el fuego sagrado con
que el Macabeo hacía invencibles a sus ejércitos, exhortándolos a morir antes
que ver impotentes la ruina de la patria, yo quiero considerar el patriotismo
como una virtud cristiana: a la luz de la doctrina católica, de las enseñanzas
de la Iglesia y las Santas Escrituras.
Ese noble entusiasmo por contribuir a la defensa de la honra nacional,
esa agitación varonil, esos heroicos sacrificios de los intereses más caros, pu-
dieran parecer a alguien un estrépito vano que en nada se relaciona con el
bien eterno de hombre. No, señores, el verdadero patriotismo es agradable
a Dios, es una virtud religiosa, fecunda en actos de vida eterna.

* Reproducido en Discursos religioso-patrióticos predicados en la Catedral de Santiago.

121
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Existe, señores, un generoso sentimiento en el corazón del hombre, que


lo encadena al suelo que le vio nacer. No he menester demostrarlo, porque
vosotros y yo lo sentimos arder en lo más íntimo del alma en estos momentos
solemnes. Las altas montañas en cuyas cimas se fijaron nuestras primeras
miradas, el cielo que nos cobijó desde que abrimos los ojos a la luz, los ríos,
los lagos y los mares que nos arrullaron con sus corrientes o sus olas, la flor
del campo que admiramos aun antes de saber nombrarla, el árbol añoso a
cuya sombra jugueteamos en la niñez; los amigos de la infancia, los ancianos
que nos acariciaron de niños, los maestros que dirigieron los peligrosos pasos
de nuestra juventud, los encantos del hogar, nuestros padres y hermanos,
vuestras esposas, vuestros hijos; las leyes que defienden nuestros derechos,
las costumbres nacionales, los atractivos todos de la sociedad en que vivimos;
la religión santa que consagró nuestra cuna, que nos consuela y purifica en
el duro sendero de la vida, que bendecirá y velará nuestra tumba; he ahí la
patria, he ahí los múltiples lazos que forman ese poderoso sentimiento del
patriotismo. Son los mixtos, permitidme la expresión, de que se compone
ese aroma misterioso que se exhala del corazón del hombre, cuando una
nueva gloria cae sobre la frente de la Patria, o cuando, como hoy, la vemos
en peligro de ser enlodada.
Ni creáis, señores, que estos sentimientos son exclusivos de los pueblos
civilizados, no, están en la naturaleza del hombre, existen hasta en el cora-
zón del salvaje. Sacad al araucano de sus fértiles llanuras y traedlo a nuestras
ciudades: se sentirá estrechado, prisionero, esclavo; tornará a cada instante
sus ojos hacia el Sur, como buscando la sombra de la patria. Sacad al beduino
de sus abrasados desiertos y llevadlo a las populosas capitales de Europa: se
llenará de hastío y preferirá mil veces las arenas de su Arabia a los palacios
de mármol y de oro.
La enfermedad nos enseña a conocer cuán amable es la salud; así la
ausencia nos enseña a conocer cuán amable es la patria. El que después de
largos años vuelve a las playas queridas del suelo natal, experimenta la más
pura alegría, disfruta de un gozo indefinible. Parécele más sano el aire que
respira, las auras le acarician, en cuantos le rodean cree ver miradas simpáticas
y corazones amigos; los campos, los ríos, los bosques le parecen conocidos
antiguos que le saludan y dan la bienvenida.
Ahora bien, señores, ¿quién puso en el corazón del hombre estos senti-
mientos, quién encendió ese nobilísimo fuego? No otro que el mismo Dios,
nuestro Creador. El patriotismo es, pues, innato en el hombre, y obedecer
sus dictados es obedecer la voluntad de Dios, como quiera que la religión
revelada no destruye sino que perfecciona la naturaleza. Gratia non destruit,
sea perficit naturan.
El patriotismo es un agente de que Dios se vale para cumplir los designios
de su providencia sobre las naciones. Él quiso que éstas se dividiesen la tierra

122
Documentos Oratoria sagrada

y cada cual contenta con la parte que le cupo en suerte, procurase cultivarla y
vivir en ella sin ambicionar las ventajas relativas de las demás. Sin ese misterioso
lazo del patriotismo, los hombres habrían intentado vivir todos en aquellas
regiones más favorecidas de la naturaleza, aunque para ello no hubiese sido
menester matarse los unos a los otros. Las regiones adonde el sol no enviara
tan suaves sus rayos, donde la tierra no produjese casi espontáneamente al
ciento por uno, no fuesen tan puras y abundantes las aguas, tan sazonados
los frutos, tan galanas y hermosas las flores, habrían quedado convertidas en
espantosos desiertos. Luego es ayudar a la ejecución del plan divino sobre la
humanidad aquí en la tierra, es cumplir la voluntad de Dios, obedecer a los
racionales dictados del patriotismo.
Así, bien considerada esta virtud no es más que un aspecto de la caridad
con Dios, puesto que sirve para dar cumplimiento a sus designios soberanos,
comprende los deberes mismos del culto debido a la divinidad, los deberes que
tiene el hombre respecto a su familia y respecto de las legítimas autoridades.
Estas obligaciones son todas de origen divino, ya se atienda a la ley natural
ya a la revelada, y la virtud que ayuda a cumplirlas agrada evidentemente a
Dios, es un tributo del amor que le debemos. Si el patriotismo os ha traído
aquí, ¿no es cierto que os reúne para rendir pública y solemnemente a Dios
los homenajes del culto, presentados por las manos purísimas de la Virgen
del Carmelo?
El patriotismo es fuente fecunda de las virtudes sociales, encerradas en
esta palabra admirable: caridad con los prójimos. ¿No es él quien os hace hoy
arbitrar todo género de recursos para cumplir en las obras de misericordia?
¿No es él quien os excita hoy a aliviar la suerte de los desgraciados, a acopiar
vestidos, remedios y demás cosas que requieren los defensores de la Patria
para marchar al combate, para ser curados de sus heridas o recibir cristiana
sepultura si caen en la arena de los héroes? ¿No es el patriotismo el que os
prepara a enjugar las lágrimas de la viuda desolada o del huérfano infeliz?
¿No es él, por fin, quien mueve las delicadas manos de la joven doncella para
proporcionar hilas y vendas con que enjugar la sangre de tan nobles heridas?
¿Y qué es todo eso sino una obra grande de caridad cristiana?
Si hacer bien a nuestro prójimo es hermosa virtud, si sacrificarse por él,
si morir en defensa de un inocente es acción heroica de virtud ¿cuánto más
no será sacrificarse o morir no sólo por uno sino por todos nuestros conciu-
dadanos, por el bien común, por el bien social? Está escrito que no hay mayor
acto de caridad que el dar la vida por nuestros hermanos.
Por eso, según la doctrina católica, se considera mártir al soldado que
muere por la patria o en defensa de una causa justa, siempre que de algún
modo se relacione su sacrificio con la gloria de Dios. A la verdad ¿por qué
van a morir o a sobrellevar todo género de privaciones y peligros nuestros
valientes soldados? ¡Ah, señores, por todos nosotros! Ellos corren a la muerte

123
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

y exponen gustosos sus pechos a las balas por defender la honra de Chile, por
evitar que un injusto enemigo pase a cuchillo a nuestros hermanos, insulte a
las mujeres, destruya las propiedades, ultraje los templos, desbarate y rompa las
leyes que Dios ha establecido para la libertad y autonomía de los pueblos, en
fin, porque vale más morir en la guerra que ver la ruina de la patria. Quoniam
melius est nos mori in bello quam videre mala gentis nostrae.
¡Oh, doctrina consoladora para el héroe desconocido, cuyo nombre nadie
repetirá, y que al caer moribundo en la sangrienta arena del desierto, recuerda
a la esposa adorada, al hijo querido que ya no volverá a ver, pensar que si los
hombres no aprecian su sacrificio, el Dios del cielo le bendice, enjugará las
lágrimas de los deudos, y lo revestirá a él con las luces de una eterna victoria!
La Iglesia, señores, en tanta estima tiene a esta virtud del patriotismo, que
autoriza cuanto he dicho en su honor.
Ella bendice el cristiano y generoso amor a la patria, colma de privilegios
y favorece al soldado, y en ocasiones no ha perdonado sus propios tesoros por
defender el patrio suelo.
La Iglesia ha colocado sobre los altares la virtud del patriotismo al lado
de las demás virtudes heroicas que resplandecen en los hombres sublimes
que llamamos santos. ¿Quién es un San Luis, rey de Francia, sino un gran
patriota y un gran cristiano? Por la bien entendida honra de su patria lucha
hasta perder la libertad y exponer cien veces la vida; desciende de su regio
trono para oír las quejas del último mendigo; es el gran patriota que estuvo
preocupado siempre de la gloria y felicidad de la Francia.
¿Quién es un San Fernando de Castilla? Otro gran patriota no menos
patriota que santo, que luchó siempre por la libertad de su reino, y vencedor
invicto en cien batallas, mereció por sus ínclitas virtudes y por su patriotismo y
valor cristianos ser colocado en los altares. Un San Enrique de Alemania y tantos
héroes de la religión, que sería largo enumerar, son una prueba evidente del
alto aprecio que hace la Iglesia católica de la santa virtud del patriotismo.
Libros enteros de las Sagradas Escrituras podría citaros que son un canto
sublime entonado al patriotismo. Entre otros, ahí están los de Ester, Judith y
los dos de los Macabeos.
Yo veo un joven pastor, de gallarda presencia, de hermosísima figura,
suelta al aire la blonda cabellera, avanzar solo y desarmado contra un coloso
de carne humana, que cubierto de bronce y acero, blandiendo enorme espada
y poderosa lanza, le prepara una espantosa muerte. ¿Por qué corre a morir
ese joven hermoso en la flor de los años? ¡Ah! El soberbio filisteo ha insultado
a Israel, nadie se atreve a recoger el guante, el ejército de Saúl tiembla en
presencia de un solo hombre y negra deshonra cae sobre la patria de David.
Por eso el joven pastor no trepida en sacrificarse, no teme ser despedazado
por la mano del gigante, no teme a Goliat que puede ahogarle entre sus
acerados brazos. Cede al dulce impulso del patriotismo y confiando en Dios,

124
Documentos Oratoria sagrada

se abalanza sin más armas que una honda: la dispara y vence. Así comienza
David su gloriosa carrera por un acto sublime de patriotismo que las Santas
Escrituras enaltecen; David es en ellas un hombre según el corazón de Dios,
y la vida de ese hombre se reduce en buena parte a pelear incesantemente
por la libertad y engrandecimiento de su patria.
Yo veo un anciano tan venerable por sus canas como por sus heroicas
virtudes. Es Matatías, padre de los valientes Macabeos. El impío Antíoco había
hecho temblar con sus crueldades y tiranía a todo Israel: Jerusalén cautiva y
desolada, la profanación reinaba en el lugar santo y los simulacros de impuras
deidades recibían las adoraciones del pueblo de Dios. El venerable Matatías no
puede soportar por más tiempo las desgracias de su patria, huye de Jerusalén,
va a desahogar su amarga pena en la soledad del desierto. Junta en Modin a
sus hijos, parientes y amigos y exclama llorando: “¿Por qué he venido yo al
mundo para ver la ruina de mi patria?” Y luego excita a los suyos a derramar
hasta la última gota de sangre en defensa de la religión y de la patria. Mas los
secuaces del tirano llegan hasta el retiro mismo de Matatías e intentan que el
anciano y santo sacerdote idolatre como los demás. “No, dice él, no, Matatías
no obedecerá a las nefandas órdenes de Antíoco; antes morirá despedazado
que abandonar la religión santa de sus padres”. Y tomando un puñal lo clava
en el corazón del satélite del déspota, y luego despedaza sobre el ara sacrílega
de los ídolos a un insolente israelita que se atreve a apostatar en su presencia.
Y el anciano Matatías, lleno de santa indignación y de sublime patriotismo,
señala sus viejas manos ensangrentadas con sangre de tiranos y de sacrílegos,
recorre los desiertos y los campos encendiendo por doquier el fuego sagrado
del amor a la libertad, a la religión y a la patria. Se alzaron a su voz esas legio-
nes de héroes inmortales que uno contra cien lucharon por tan santa causa,
libertaron a Israel y alcanzaron eterno renombre.
La Escritura nos presenta a Matatías y a sus generosos hijos los Macabeos,
como bellos ideales del más puro patriotismo y los ensalza como héroes glorio-
sos a los ojos de Dios y de los hombres. ¿Y qué decía el más ilustre de ellos, el
invencible Judas? “Vale más morir en la guerra que ver la ruina de la patria”.
Melius est nos mori in bello quam videre mala gentis nostrae.
Por fin, señores, he aquí un ejemplo más elocuente: El Dios encarnado,
Aquel cuya verdadera patria es la luz inaccesible de la divinidad, y que fue
engendrado entre los resplandores eternos, antes que el lucero brillase, el
divino Jesús quiso también legarnos entre las demás virtudes un ejemplo de
patriotismo. No es sangriento, sino apropiado al carácter de paz y dulzura del
Redentor. Tendió una vez su vista sobre la ciudad de Jerusalén, y arrasados en
llanto los ojos, exclamó: “¡Oh Jerusalén, Jerusalén! Ciudad que apedreas a los
justos y matas a los profetas, ¡cuántas veces quise cobijarte debajo de mis alas
como la gallina cobija a sus polluelos, y tú no quisiste! ¡Ah, si hubieras conocido
la hora de tu redención!…” Lágrimas divinas caen sobre las desgracias de la

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

patria. Jesús llora la ceguera de Jerusalén que si le hubiese reconocido como


un Mesías habría aun humanamente llegado a inmensa prosperidad. Jesús
llora sobre Jerusalén que representa la gloria de su patria, y con profética luz
la ve destruida por el férreo brazo del poder romano.
¡Oh! si tan bella es, señores, la patria terrena, si tan poderosos lazos a
ella nos ligan, si tantos sacrificios debemos hacer para defenderla, ¿qué no
debemos hacer por la Patria inmortal, cuya honra no puede ser enlodada,
cuyas flores son inmarcesibles, cuya luz es la inefable belleza de Dios? Pues,
entonces, que todos los sacrificios que el patriotismo nos impone vayan diri-
gidos a asegurar más y más la posesión de la Patria eterna.
Si el patriotismo es virtud, no debe ni puede consistir en meras palabras,
sino manifestarse y robustecerse con útiles y generosas acciones. El que
tiene dinero acuda con él a las necesidades de la Patria; el que tiene salud
y robustos miembros, empuñe la espada y corra a la defensa de la Patria; la
noble matrona, la joven pudorosa apresten los recursos que han menester los
soldados, los heridos, las viudas y los huérfanos. La madre, la esposa hagan
violencia a sus corazones y no priven a la patria en esta hora suprema de los
brazos que deben salvarla. Los jóvenes oigan la voz del patriotismo, quizás no
tendrán otra ocasión durante su vida para manifestar su gratitud y su amor a
esta Patria querida que los ha llevado en sus manos, que se ha mirado en sus
ojos y los ha alimentado con la sangre de su corazón. El egoísmo es hoy el
terrible enemigo de la juventud chilena; es negra traición dar oído en estas
circunstancias al egoísmo miserable.
Oh, madres, sed varoniles y acallad la voz del sentimiento, no detengáis
a vuestros hijos por amor o temor mal entendidos. Recordad el ejemplo de
las madres espartanas que se hacían superiores a la naturaleza por amor a su
patria. Sí, una mujer espartana había enviado a su hijo a la guerra; sale a los
alrededores de la ciudad para saber el resultado de la batalla. Ve a un men-
sajero y le pregunta: ¿qué novedades tenemos? Que tu hijo ha muerto en la
batalla; no es eso lo que te pregunto ¿ha vencido Esparta? Sí, pues entonces
corramos a dar gracias a los dioses. Si de tan sublime acción fue capaz una
madre pagana ¿qué no podréis hacer vosotras, madres cristianas, para quienes
el patriotismo es una virtud heroica ante Dios y los hombres?
En fin, señores, si todos no pueden empuñar el acero, todos podemos
hacer algo eficacísimo en defensa de la patria, todos podemos orar. Todos
podemos caer de rodillas delante de la Virgen del Carmelo. A ella, elevad
vuestros ojos y vuestros fervientes corazones. ¡Ah! jamás en las grandes cala-
midades públicas hemos acudido en vano a esta Protectora y madre nuestra:
pongamos confiados en sus manos la suerte de la Patria. ¡Y si todas las nacio-
nes tienen un ángel tutelar, que el bello ángel de Chile tienda sus alas de oro
hacia el trono de María y arranque de él para ceñir la frente de mi Patria el
lauro feliz de la victoria!

126
“LA GUERRA EN MANOS DE DIOS”.
DISCURSO PRONUNCIADO POR DON ESTEBAN MUÑOZ
DONOSO EL 19 DE ABRIL DE 1879*

Judicabit in nationibus, implebit


ruinas, conquassabit capita in terra
multorum.

Juzgará a las naciones y las llenará


de ruinas y conculcará en tierra la
cabeza de muchos.
David, Salmo 109.

Hay, señores, un Dios omnipotente que rige la suerte de las naciones como
rige la suerte de los individuos. La doctrina que entrega la humanidad a los
caprichos del acaso y hace del Dios del Cielo un ser cruel e indiferente con
sus propias obras, es una doctrina anatematizada por la Iglesia, reprobada
por la sana filosofía y en evidente oposición con las Santas Escrituras. No, el
Creador que hace cumplir exactamente las leyes que vio en el orden físico,
hace con mayor razón cumplir las del orden moral que atañen a los individuos
y a las sociedades.
Por eso exclama inspirado el Rey-profeta: “¡Tú, Señor, juzgas a las naciones,
tú, Señor, las llenas de ruina y desolación, tú, Señor, conculcas aun aquí en la
tierra la cabeza de los reyes y de los gobiernos malvados! Judicabit in nationibus,
inplebit ruinas, conquassabit capita in terra multorum”.
Las naciones, como tales, no reciben premios ni castigos eternos, ellas no
sobreviven más allá del tiempo, y justo es que en el tiempo tengan la sanción
de sus obras. La mano de la providencia se hace palpable en la vida de los
pueblos. Abrid, señores, la historia de las naciones y veréis que toda ella se
reduce a la ejecución de este juicio tremendo de Dios, que las engrandece,
las humilla o las borra de la faz de la tierra según sean las virtudes o los vicios
sociales. Sí, Él juzga a las naciones: Judicabit in nationibus.

* Reproducido en Discursos religioso-patrióticos predicados en la Catedral de Santiago.

127
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Aquellos remotos imperios del Oriente que en su tiempo llenaron el


mundo con la gloria de su nombre, son una prueba de esta verdad. Se alzó la
Asiria como un gigante de fierro y de oro; temblaron en su presencia todos
los pueblos del Asia. Pero la soberbia y la tiranía lo hicieron abominable a
los ojos de Dios, y cayó y fue suplantado por el frugal y valeroso pueblo de los
persas. A su turno, la molicie enervó a los descendientes de Ciro, y la victo-
riosa espada del macedonio sentó a los griegos en el trono de Babilonia. La
anarquía, la ambición y la crueldad dominaron a los sucesores de Alejandro,
y el brazo irresistible de los romanos recogió sus cetros y coronas. Más tarde
los césares introdujeron en Occidente los vicios y el despotismo del Oriente,
y Roma cedió su puesto a las naciones modernas. Si quisiéramos seguir la
historia de cada una de ellas, veríamos también que en cada cual se cumple
ese juicio que las eleva o las llena de ruinas y desolación y conculca a los más
poderosos monarcas. Sí, Judicabit in nationibus.
Ahora bien, señores, y ¿cuáles son los medios de que Dios se vale para
castigar a las naciones? Entre ellos figura principalmente el flagelo de la
guerra. La guerra en manos de Dios, como agente de su providencia sobre los
pueblos, he aquí el asunto de nuestra atención. Veamos, pues, cómo la guerra
es castigo o prueba de las naciones; cuál de estos dos caracteres tendrá la que
actualmente envuelve a nuestra Patria, y qué podremos hacer para convertirla
en bien y gloria de Chile.
Yo veo al Dios de los Ejércitos, al Rey de reyes y Señor de los señores,
sentado en el altísimo trono de su justicia eterna, velado por nube misteriosa,
desde donde escudriña la tierra y los mares, los cielos y los abismos. Yo veo
como dormidos a sus pies tres monstruos, que despiertan a una sola mirada
de Jehová y se convierten en prestísimos rayos de su ira. El uno se estremece
agitado por convulsiones de dolor y de angustia indefinible; el otro semeja
a un esqueleto cubierto apenas de piel, y el tercero es una figura sanguinosa
vestida de llamas. La Iglesia de Cristo ruega a Dios que mantenga allí enca-
denados a esos monstruos, que no quiera lanzarlos contra la humanidad. A
peste, fame et bello libera nos Domine. Líbranos, Señor, de la peste, del hambre
y de la guerra.
¡Ay de las naciones cuando la ira divina desata contra ellas estos tres rayos
de su venganza!
El más terrible de ellos y el que generalmente usa Dios para castigar o
probar a las naciones, es la guerra. Sí, la guerra, hija primogénita del pecado
hizo verter las primeras lágrimas a los padres del linaje humano. Mientras el
pecado exista, existirá la guerra. Ella es a las sociedades lo que la enfermedad
al individuo. En vano los utopistas modernos han querido aniquilar la guerra,
sin contar para nada con la Iglesia; en vano han pretendido hermanar la paz
con la impiedad. Está escrito non est pax cum impiis, no hay paz con los impíos.
A pesar de esos esfuerzos, el siglo XIX pasará a la historia como uno de los que

128
Documentos Oratoria sagrada

han visto más grandes y desastrosas guerras. La Iglesia católica, si los pueblos
modernos quisieran oírla, podría aún hacer mucho en bien de la paz, como
ha conseguido endulzar un tanto la guerra y atenuar sus consecuencias, si
bien no del todo extinguirla. Pero se desprecia su voz, y, doloroso es decirlo,
guerras habrá hasta el fin de los tiempos, y precisamente inauditas y espantosas
guerras serán señales del fin.
¿Y qué es la guerra, señores? Es una ola de sangre que se extiende sobre
los prados floridos, los jardines deliciosos y los convierte en yermos horribles;
es un río de fuego que toca a las más populosas ciudades y las reduce a míse-
ras pavesas. ¿Qué es la guerra? Es un huracán espantoso donde resuenan los
gritos del odio, de la venganza y de la muerte y los gemidos del huérfano y
de la viuda y el llanto desesperado y el estertor de la agonía. ¿Qué es por fin
la guerra? ¡Ah! señores, es la ira de Dios que vuela con alas de llama venga-
dora sobre torrentes de lágrimas y sangre, precedida de turbación y de luto,
seguida de la miseria, el hambre y la desolación: a su pavoroso paso los reinos
florecientes se tornan en vastos cementerios.
Cuando Dios quiere castigar y anonadar a los pueblos suelta contra ellos
el monstruo de la guerra.
Resolvió pulverizar a la soberbia Nínive y desató contra ella la guerra, y la
inmensa Nínive quedó convertida en una llanura reluciente. Resolvió castigar
a esa antigua Babilonia, trono de tantos y poderosos imperios, soltó contra ella
el monstruo de la guerra. ¿Y qué fue de la Reina del Oriente, la ciudad de los
palacios de oro, de la muralla gigante, de los jardines suspendidos? ¡Ah! la guerra
la redujo a lo que hoy vemos: ruinas miserables, selvas de insectos venenosos,
lago pestilente, triste soledad. ¡En los palacios de Semíramis y de Nabuco, donde
brilló la gloria de Alejandro, duerme hoy tranquilo el león del desierto!
Roma, la invencible Roma se enseñoreó de todos los pueblos; jamás hubo
poder comparable a su poder ni pujanza igual a su pujanza; sus patricios eran
más ricos que los reyes de la tierra; sus legiones hacían temblar los límites del
mundo. Pero ¡ay! pecó delante de Dios y Dios desató contra ella el monstruo de
la guerra. El monstruo se asió a su garganta, le despedazó el corazón y abrazó
con sus alas de fuego las invictas águilas romanas. Y el vándalo y el huno, el
godo y el germano se convidaron al festín de las naciones y se dividieron el
cadáver de la ciudad que se decía eterna.
En tiempos más modernos, ¿qué se hizo el cetro de Carlos V y de Felipe II,
dónde está esa monarquía que, según la expresión de un tribuno, tuvo al sol
por brillante de su diadema y a los mares por esmeralda de su sandalia? Pecó
también contra la humanidad y fue presa de la guerra: la guerra despedazó
ese cetro y redujo a jirones esos vastos dominios.
Los libros santos nos presentan la guerra como el medio de que Dios se vale
para castigar a las naciones. Ved si no la historia del pueblo de Israel. Aunque
este pequeño pueblo no sea comparable en su importancia política con los

129
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

grandes imperios que acabo de citar, fue, empero, el escogido por Dios para
hacer brillar su providencia de un modo visible y milagroso; para que indujé-
semos de su conducta con Israel, la que, valiéndose de los medios naturales,
observa con las demás naciones. Y bien, señores, ¿qué hacía Dios cuando pecaba
su pueblo? Enviaba contra él la guerra; lo entregaba en manos del filisteo, del
moabita, del amalecita, del egipcio y de los poderosos reyes de Asur.
Sin embargo, no siempre la guerra es castigo para entrambos beligerantes,
frecuentemente es castigo para uno y prueba y premio para el otro. Dios saca
bienes de los males y con ser la guerra lo que es, Él la convierte en azote del
vencido y en gloria y prosperidad del vencedor. El pueblo que sabe sobrellevar
esta prueba y que al sentirla, despierta entre sus hijos el patriotismo, la caridad,
el culto de Dios, el desprendimiento y demás virtudes sociales y particulares,
se hace comúnmente digno del premio; sobre todo, si a esos títulos una la
defensa de una causa justa. Los reinados de David, Exequías y Josafat fueron
fecundos en terribles guerras, lo que no impidió que la nación prosperara
y llegara a ser en tiempo del primero una de las más gloriosas del Oriente.
Esas guerras sirvieron de prueba y de premio al pueblo de Dios y de castigo
para las naciones enemigas. La misma reflexión podríamos hacer respecto
de todos los pueblos: el Señor los juzga y, según sus obras, se vale del mismo
agente que humilla a unos para engrandecer a los otros.

II
Ahora bien, señores, ¿qué carácter tendrá probablemente la actual guerra
a que se ve arrastrada nuestra Patria? ¿Será castigo o prueba para Chile?
Examinemos este punto en cuanto sea permitido rastrear los ocultos designios
de la Providencia. Abramos el corazón a la esperanza: yo creo firmemente
que esta guerra en que a su pesar se ve sumergida nuestra patria, será para
Chile una prueba fecunda en beneficios y tremendo castigo para el Perú y
Bolivia. Como el Señor se valía de Israel para castigar a los cananeos y filis-
teos, se valdrá hoy de Chile para castigar a nuestros gratuitos enemigos. ¿Y
por qué? porque está escrito señores: Justitia elevat gentes miseros autem facit
populos peccatum; la justicia eleva a las naciones, y el pecado las sumerge en
abismo de miseria. Entra en los planes de la providencia proteger tarde o
temprano a los pueblos que pelean por la justicia. Y nuestra causa es justa,
digan lo que quieran nuestros enemigos. No tengo para qué demostrar lo que
la prensa, la tribuna y la diplomacia han evidenciado. Nuestra causa es justa:
basta recordar que Bolivia quebrantó un tratado solemne, faltó a la fe jurada,
a su palabra de nación soberana. A este hecho se opondrán sofismas falaces,
pero jamás de dará de él una explicación satisfactoria. Chile que había espe-
rado cerca de doce años para impedir la guerra, agotó los medios pacíficos,

130
Documentos Oratoria sagrada

instó repetidas veces, casi llegó hasta humillarse; y sólo cuando vio enlodada
su honra de nación, y la honra para las naciones es la vida, entonces y sólo
entonces desenvainó su generosa espada. Con la rapidez y el coraje del león
cobardemente herido, saltó sobre su presa, se echó sobre ella; y no la soltará,
mediante el auxilio de Dios, la justicia de su derecho, la constancia y el valor
indomable de sus hijos.
Ni es menos justa la guerra contra el Perú. Esta nación se coaliga contra
nosotros sin pretexto alguno razonable, se pasa al bando enemigo, se con-
vierte en beligerante sosteniendo ocultos tratados contra Chile y enviando
armas a Bolivia, al mismo tiempo que con sus pérfidas palabras nos ofrecía
un arbitraje de paz. ¿Habría algún antiguo resentimiento del Perú en contra
de Chile y se aprovechaba de la ocasión de la venganza?
Sí, señores, Chile había cometido un gran crimen contra el Perú. ¿Sabéis
cuál es? Cuando apenas salíamos pobres y desangrados de esa lucha titánica
de nuestra Independencia, cuando los héroes de Chacabuco y Maipo pedían
el justo reposo de sus fatigas, Chile mandó a esos héroes generosos a derramar
de nuevo su sangre en defensa del Perú, aunque para ello fuese menester
agotar los últimos recursos y exponerse a sí mismo a inminente peligro de
perderse. Chile fue a libertar al Perú, lo enseñó a pronunciar la dulce palabra
de libertad, lo enseñó a sostenerla. Más tarde, cuando un soldado ambicioso
pretendió quitar al Perú su autonomía, Chile corrió de nuevo en su auxilio,
abrió y agotó sus tesoros y sacrificó por él la flor de sus hijos. Cuando última-
mente el Perú se vio acometido por la España, Chile, aunque desprevenido
para la guerra y teniendo que hacer ingentes gastos, aunque estaba en las
mejores relaciones de paz, comercio y amistad con el invasor, pasa por todo
a trueque de auxiliar al Perú, se pone a su lado y por él ofrece en holocausto
sublime la reina del Pacífico, la floreciente ciudad de Valparaíso. ¡Oh, el Perú
cuesta a Chile torrentes de oro y de sangre generosa! Mas el Perú olvida hoy
tantos sacrificios y los corresponde con horrenda ingratitud: con el insulto,
con la calumnia y con el odio a muerte. Pero hay un Dios en el cielo que no
olvida estas cosas, ni la fraternidad de las naciones, y que tiene muy presente
la justicia que como tales practique para enaltecerlas o castigarlas; Justitia
elevat gentes miseros autem facit populos peccatum.
Perdonad, señores, que me haya detenido en un asunto que os pudiera
parecer ajeno a esta cátedra sagrada; pero necesitaba dejar bien establecida
la justicia de nuestra causa, porque en ella fundo yo, en buena parte, nuestra
esperanza de victoria.
Pero me diréis, si la guerra es castigo del pecado, todo debemos temer-
lo, pues somos pecadores. Cierto, somos pecadores y precisamente por eso
llenamos los templos de Dios para pedir misericordia por la intercesión de
María, para alcanzar de la divina clemencia que nuestros pecados personales
no recaigan sobre la suerte de la Patria querida. Y ¿por ventura son santos

131
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

nuestros enemigos? Dejemos sólo a Dios el juicio de la mayor o menor cul-


pabilidad personal de los hijos de estas tres naciones. No son los pecados
del individuo, sino principalmente los de la sociedad y de los gobiernos los
que se oponen a esa justicia que eleva a las naciones, y que no es otra cosa
que el respeto al derecho internacional, la probidad política, la moralidad y
honradez de los hombres públicos, el acatamiento a la religión, la justicia, en
fin, así en el gobierno interior como en las relaciones con los demás pueblos
soberanos. Chile posee esa justicia en un grado muy superior al de sus dos
enemigos; éstos están oprimidos por ese pecado que conduce a las naciones
a la miseria. Justitia elevat gentes miseros autem facit populos peccatum.
Dios, por otra parte, atiende en su misericordia a las virtudes sociales
para pesar en la balanza de su justicia la suerte de las naciones. Y si entre
nosotros hay, por desgracia, muchos pecados, hay también heroicas virtudes
que inclinan en nuestro favor el fiel de esa balanza. Tenemos, gracias a Dios,
un clero digno, religiosos ejemplares, purísimas vírgenes del Cristo que con
su vida angelical oran día y noche por el bien de la Patria; tenemos estas
nobles y generosas matronas, estas puras y piadosas doncellas que han hecho
de la caridad su segunda naturaleza; tenemos un pueblo lleno de fe religiosa
y de confianza en Dios, tenemos esa falange de jóvenes y caballeros católicos
que han grabado en sus corazones con sello de oro este precioso lema: Dios
y Patria; tenemos, sobre todo, la protección omnipotente de la Virgen del
Carmelo, nuestra Madre querida, que siempre nos ha protegido y que hoy,
por cierto, no burlará nuestra confianza. Si la justicia, si las virtudes sociales
hablan en nuestro favor, o mucho me engaña el corazón, o veo ya clarear las
primeras luces de la victoria.

III
Pero aun en el supuesto, señores, de que por nuestros pecados tuviéramos
irritada a la divina justicia y la actual guerra fuese un castigo para Chile, la
religión nos ofrece medios de convertirla en útil prueba y sacar abundantes
bienes de lo que era un mal.
Me bastaría recordaros la historia de Nínive pecadora y Nínive penitente.
Recorramos y practiquemos esos medios, y de todos modos la Patria será salva,
la victoria vendrá.
La oración es el primero de esos medios: pero no me detendré a hablaros
de su excelencia y eficacia, por cuanto este punto ha sido ya ante vosotros
suficientemente dilucidado.
No olvidéis, señores, que la guerra es castigo del pecado; por consiguiente
la abstención de él, el espíritu de penitencia, la práctica de las virtudes, son

132
Documentos Oratoria sagrada

en las actuales circunstancias un medio poderosísimo de alejar el castigo, o


de convertir el rayo de la justicia divina en dulce sonrisa de amor y de perdón.
Cuando Israel ofendía al Señor y era entregado en poder de sus enemigos,
cuando olvidaba la ley y se daba a la idolatría, a la embriaguez o a la impure-
za, aparecían esos hombres prodigiosos, esos viejos profetas que exhortaban
al pueblo al arrepentimiento, a la abstención del pecado, a convertirse en
Dios. Si Israel los oía, las mismas guerras que habían comenzado para su mal
terminaban en espléndidas victorias.
Odiemos, pues, el pecado, en especial evítense los escándalos públicos,
reflorezcan en vosotros las virtudes cristianas, confiad en el Señor y yo os
aseguro que tarde o temprano la victoria vendrá. ¡Oh, qué buena ocasión es
ésta para sacrificar en aras de la religión y de la Patria los excesos del lujo!
Cercenad las locas prodigalidades del fausto y aplicad ese dinero al buen
equipo del soldado, al auxilio de los heridos, al consuelo del huérfano y de
la viuda y haréis obras de cristianos y de patriotas; dad hoy un golpe mortal
al sensualismo que comienza a enervar nuestra sociedad y os atraeréis las
bendiciones de Dios. La práctica de las virtudes es una oración elocuentísima.
Todos sabéis que una buena obra tiene el carácter impetratorio, esto es, espe-
cial fuerza para alcanzar del Señor lo que necesitamos. La parte impetratoria
de las buenas obras puede dirigirse a un fin determinado. Y en las actuales
circunstancias ¿no es justo que nos propongamos en todo la salvación y la
gloria de nuestra Patria querida? Que todos los sacrificios que el patriotismo
nos exige se dirijan a Dios con este santo fin; que a él tiendan todas las obras
de piedad y de caridad. Cuán grata es a los ojos del Señor la resignación de
una madre desolada, de una esposa anegada en llanto por la separación del
hijo o del esposo; que ellas ofrezcan a Dios su propio dolor, sus justas lágrimas,
no sólo por la salvación de esos seres queridos, sino también por el triunfo
de la Patria. ¡Oh, es imposible que cuando vuelan al cielo como una inmensa
plegaria las oraciones de todo un pueblo arrodillado al pie de los altares, el
aroma de tantas virtudes, la voz poderosa de tantos sacrificios, gemidos y lá-
grimas, no desciendan las bendiciones de Dios! Es para mí motivo de grande
esperanza ver que nuestros enemigos tocan las campanas de sus templos para
asambleas de odio y maldiciones; mientras que nosotros tocamos a plegaria,
nuestros paseos están solitarios, porque ricos y pobres, jóvenes y ancianos
llenan los templos para orar por la Patria!
Por fin, señores, la intercesión de los Santos es otro gran medio de alejar
los castigos de Dios y de alcanzar la victoria. El heroico Judas Macabeo temía
una vez en vista del número y poder del ejército enemigo. Consolábase en la
oración ferviente que dirigía al Señor en la soledad de la noche anterior a la
batalla. Dios lo confortó con una visión maravillosa. Vio el héroe a un anciano
venerable, el santo pontífice Onías, que con sus brazos levantados rogaba por
el pueblo. Cuando aún contemplaba a Onías, éste se dirige a él y mostrándole

133
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

otro anciano más venerable aún y resplandeciente de luz y gloria, le dijo:


“he aquí al gran protector de Israel, que por él intercede incesantemente,
he aquí al santo profeta Jeremías”. Suspenso quedó Judas ante la majestad y
resplandor de Jeremías, quien blandiendo en su diestra una espada de oro,
la pasó al héroe diciéndole: “Recibe esta espada como un don de Dios: con
ella conculcarás a los enemigos de mi pueblo Israel”. Judas contó a sus com-
pañeros la visión, y fue tal el valor con que pelearon confiados en tan santos
protectores, que no sólo vencieron al enemigo, sino que mataron al blasfemo
Nicanor, su general, y clavaron su cabeza y su brazo frente al templo de Dios,
que aquel había prometido destruir.
En otra ocasión el mismo Macabeo pidió al Señor que enviase al ángel de
Israel en defensa de su reducido ejército que debía luchar con sus numero-
sísimos y fuertes enemigos. Al salir de mañana los israelitas contra los sirios,
vieron a su vanguardia un apuesto guerrero, vestido de albísimos ropajes y
con armas de oro resplandeciente que reflejaban su brillo en valles y collados:
era el ángel de Israel que los conducía a la victoria.
Chile también tiene su ángel tutelar, y en este instante se cierne quizás
bajo las bóvedas de este magnífico templo, escuchando nuestras oraciones.
¿Por qué no hemos de invocarle con amor y confianza? Sí, acudamos a su in-
tercesión, sí, yo lo invoco con todo el fervor de mi alma, yo le digo a vuestro
nombre y al de todos los chilenos:
¡Oh, Ángel hermoso de mi Patria, despliega tus alas más relucientes que
las alas de la aurora, suelta tu cabellera de luz y vuela, vuela a los desiertos
que recorre el Loa, escuda y dirige a los ejércitos chilenos; vuela sobre las olas
de ese mar y serena las tremendas tempestades en torno de nuestras naos,
vuela delante de ellas y traza con tu dedo celestial la estela feliz que conduce
a la victoria!
Sí, tenemos grandes y poderosos protectores: ese apóstol patrono de esta
ciudad, que defendió a nuestros abuelos en los combates ¿por qué no ha de
interesarse por nosotros? todos los santos tutelares de nuestra Patria, y esa
Virgen soberana a cuyos pies nos encontramos. Suba hoy a su trono altísimo
la oración del pueblo de Santiago, esa oración tierna que dice: Virgen Santa
del Carmelo, salva y glorifica a nuestra Patria querida. Si nosotros somos
indignos de presentarla, que por nosotros hablen el bello ángel de Chile, el
glorioso Apóstol protector de esta ciudad. Y si Israel tuvo santos pontífices
que por él intercedieran: ¡qué rodeen, señores, el trono de María las sombras
augustas de los pontífices sobre cuyas cenizas oráis, la sombra querida del que
ayer no más perdimos, grande obispo y grande patriota! ¡Que la Virgen del
Carmen oiga nuestros votos y haga descender sobre Chile luz de prosperidad
y de victoria!

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DISCURSO RELIGIOSO PRONUNCIADO POR EL PRESBÍTERO
DON RAMÓN ÁNGEL JARA AL TERMINAR LA ROGATIVA
EL 21 DE ABRIL DE 1879*

Propter veritatem, mansuetudinem


et justitian deduxit te mirabiliter
dextera tua.

Caminando por el sendero de la verdad,


del amor y de la justicia, tu diestra
realizará grandes maravillas.
David, Salmo 44, v. 5,6.

I
Señores:

¿Qué ha ocurrido de nuevo en el seno de la nación chilena? ¿Qué aconteci-


miento ha podido agitar tan hondamente nuestro pueblo? Yo he visto, señores,
nuestras plazas y nuestras calles, a millones de hermanos nuestros, agitando
en sus manos el tricolor de nuestras glorias; he sentido vibrar en los oídos los
ecos del clarín; he visto desfilar los ejércitos de Chile, entre músicas marcia-
les y con banderas desplegadas; he visto a muchas madres estrechar sobre su
corazón a su hijo, que daba el adiós de la partida, y al anciano alzar su mano
encallecida para bendecir un soldado; he visto esposas desoladas, tiernos niños
que ávidos buscan un ser querido en el hogar y no lo encuentran; he sentido
golpear a nuestras casa a los sacerdotes del Señor, a distinguidas matronas y
jóvenes abnegados, pidiendo, por amor de Dios y de la Patria, una limosna; he
escuchado la voz de nuestros obispos, como la del viejo Matatías, llamando a
Israel a la pelea y a la oración, y ahora veo a Chile entero, a la sombra de sus
templos y postrado al pie de un altar, que custodian los guerreros, que adornan
nuestra bandera y que sostiene a la imagen de María del Carmelo.

* Reproducido en Discursos religioso-patrióticos predicados en la Catedral de Santiago.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

¿Y por qué todo esto, señores? ¡Ah! Un solo grito me responde, desde el
marino que guarda las puertas de Chile en Magallanes, hasta el soldado que
defiende al Loa en el desierto, un solo grito de ¡guerra! porque la Patria está
en peligro. ¡Guerra! ¡Tremenda desgracia, señores! La guerra aunque nos
traiga la victoria, ella no se canta sino sobre escombros y cenizas, sobre mon-
tañas de cadáveres y extensos lagos de sangre. ¡Durísima prueba nos aguarda,
y quiera Dios sea ésta la última página del libro de desgracias que, hace siete
años, viene la Patria escribiendo…!
¡Oh, Chile! Si Dios te ha dado por pabellón un cielo cuyo purísimo azul
envidian los cielos de la Italia y de la Persia, ¿por qué ese cielo se nubla y se
corrompen tus aires, que dos crueles epidemias han diezmado tus ciudades?
Si Dios ha engastado en tu suelo esos gigantes de granito, cuyos cabellos son
de nieve, cuyos pies son de hermosísimas quebradas y cuyo corazón de plata
y oro, ¿por qué esconder sus riquezas y en vano hiere sus entrañas el combo
del minero? Si Dios ha dado prodigiosa fecundidad a tus llanuras, para que
descanses a la sombra de tus viñedos y sobre una alfombra de doradas y pró-
digas espigas, ¿por qué tu suelo se agota, se emponzoñan tus vides, se hace
estéril la semilla y la oruga tala nuestros campos? Si tan noble y magnánimo
es el corazón de tus hijos que no reparan sacrificios, aun el de la propia vida,
cuando se trata de auxiliar y defender a los hermanos del mundo de Colón,
¿por qué han decretado tu muerte, como concertaran la muerte de José los
envidiosos hijos de Jacob? ¿Por qué se te hiere por la espalda, como hieren los
cobardes y se te obliga a salir de la arena del combate para probar que tu mano
encallecida por el arado no ha olvidado el manejo glorioso de la espada?
¡Ah, señores! Digitus Dei est hic: la mano de Dios se ostenta aquí. No sois
vosotros de los ilusos que obedecen a las supuestas leyes del destino y del
ocaso, sois cristianos y sabéis que ni la hoja del árbol se mueve sin la voluntad
de Dios. Y, al notar este contraste de salubridad, riqueza y paz de que Chile
ha disfrutado con las pestes, crisis, inundaciones, pobreza, incendios voraces.
Y el azote de la guerra, que, en el espacio de siete años, ha sufrido, nuestra
nación concluye, que no en vano Dios permite que los elementos aflijan de
vez en cuando a las naciones.
Enseña San Agustín que sólo Dios tiene en sus manos el secreto de sacar in-
mensos bienes de los males que tolera, y bueno es, señores, que los hijos de Chile,
en presencia del azote de la guerra, alcemos nuestros ojos para preguntar
al cielo qué virtudes nos faltan y qué tesoros debe reportarnos esta terrible
calamidad.
No extrañéis, señores, que, en mi ardiente amor a la Patria, antes que
resuene el himno de triunfo en el combate, yo me adelanté a cantar victoria,
como sacerdote del Señor. Porque, al declararnos injusta guerra nuestros
enemigos, nos han traído tres hermosas coronas que empezaban a marchitarse
en las sienes de la República: la justicia, la fraternidad y la fe. Propter veritatem,

136
Documentos Oratoria sagrada

mansuetudinem et justitiam deduxit te mirabiliter dextera tua. “Tu diestra realizará


grandes maravillas por el camino de la verdad, del amor y de la justicia”.
Antes que terminen, señores, estos días de plegaria, antes que nos separe-
mos de los pies de María, en este templo, antes que se desprenda de ese altar
nuestra bandera, una vez más, oíd la voz del sacerdote que, por ser vuestro
compatriota, os ha de hablar con franqueza.
Estamos aquí en familia, y hemos de conversar cuanto nos sirva para el
engrandecimiento de nuestra Patria, haciendo que seamos los primeros en
sacar de esta guerra triunfos para la justicia, para el amor y para nuestra fe.
Sed, vos, Gloriosa Patrona de nuestras armas, Madre querida de la nación
chilena, la que inspiréis mis palabras y abrazáreis mi corazón.

II
¡La Justicia! He aquí, señores, una palabra que ha llegado a ser la síntesis de
la felicidad del individuo y de los pueblos. Hicieron de ella una divinidad los
paganos y consagrándole magníficos templos y ofreciéronle valiosos sacrifi-
cios. Nuestros libros inspirados, para elogiar a sus más grandes hombres, no
necesitan sino decir que fueron justos. Noé y Abraham, Jacob y Tobías, Simeón
y Zacarías se destacan entre las grandes figuras de la ley antigua por el solo
nombre de varones justos que supieron merecer.
Y, no es raro que del arpa de David brotaran torrentes de armonía para
cantar la virtud de la Justicia, y que el Maestro Divino llamara Bienaventurados
a los que con hambre y sed la buscan y que la Iglesia apellide justos a los
santos que moran el cielo. Nada de esto es extraño, señores, porque la justicia,
que debe dar a cada uno lo que es suyo, engendra necesariamente todas las
demás virtudes que se relacionan con Dios, el prójimo y nosotros mismos. Es
una virtud cardinal porque ella establece el orden recto de la inteligencia,
en el corazón y aún en el cuerpo mismo del hombre, y es ella la virtud que
más nos asemeja a Dios, que es infinitamente justo, porque sabe dar a cada
cual lo que merece.
“No me habléis, exclamaba el inspirado Chateaubriand, no me habléis de
hombres felices, sin la virtud de la Justicia, ni me habléis de pueblos civiliza-
dos en que no alce su trono la Justicia, porque esa civilización es peor que la
barbarie…”. En los individuos la Justicia reside en la conciencia; pero en los
pueblos reside en sus mandatarios, que forman la conciencia de las naciones.
Son ellos los encargados por Dios para representar a su Justicia infinita aquí
en la tierra y a sus manos confía el pueblo la guarda de sus derechos.
He aquí señores por qué la Justicia, si es necesaria bajo toda forma de
Gobierno, es la base fundamental en el sistema republicano. La Libertad y la
Fraternidad son quimeras si la Justicia no establece la Igualdad. La democracia

137
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

es hija legítima de la justicia; pero la justicia es la vida de la democracia. La


felicidad en la vida republicana, depende de la rectitud que anime a cuantos
forman los cuerpos legislativos, administrativos y judiciales. Es sus manos están
todos los derechos del ciudadano, y de ellos depende que el orden y la moral
se establezcan a la sombra de la libertad, que la demagogia y la corrupción se
entronicen bajo el yugo del despotismo.
Así se comprende, señores, por qué nuestros mayores, cubiertos todavía por
el polvo de la jornada de la Independencia, teñidos aún con la sangre de cien
combates, antes que recostarse sobre los laureles de la victoria, corrieran al altar
de la Justicia para jurar ante sus aras que Chile quedaba confiado a sus cuidados
y que el respeto al derecho sería el norte de cuantos tomasen en sus manos las
riendas del estado. Ellos habían leído en los Proverbios “que los caminos del justo
sirven de luz resplandeciente”, y así, la Justicia de los magistrados se reflejaría en las
masas del pueblo, y se formaría de la Justicia una virtud nacional. Ellos sabían,
por San Ambrosio, que “los hombres justos son una sólida y preciosa muralla para la
patria, porque su fe nos guarda y su justicia nos preserva del exterminio”.
De ahí, señores, la justicia inmaculada que meció la cuando Chile en la
mañana de su vida, y de ahí los solemnes juramentos y graves prerrogativas
con que los ancianos del 33 quisieron rodear la persona de nuestros jueces,
legisladores y gobernantes para hacer de todos ellos ciudadanos modelos de
equidad y rectitud. ¡Ah! ¡Quién pudiera mostrarnos uno a uno aquellos ilustres
varones que, al pie del Dios de la justicia, aprendían la rectitud de sus fallos!
¡Quién pudiera recorrer la historia de nuestras Juntas Gubernativas, de nues-
tros Congresos y Cabildos tan severos como los de Atenas y de Esparta y tan
venerables como el Senado-Consulto de la antigua ciudad de Roma! Ellos eran
el alcázar de la Justicia, y jamás supieron ceñir laureles al vicio y al error, sino
tejer coronas a la verdad y a la virtud, y haciendo justicia a la fe de casi todo
el pueblo chileno, alzaron sobre un trono de otro a la Santa Iglesia de Cristo,
para que a su sombra se cobijaran las ciencias, las artes y el progreso…
Así han corrido los años; mas, sea por la inconstancia del hombre, sea
por nuestra inclinación al mal, el hecho es, señores, que de algún tiempo acá
el pueblo de Chile, más de una vez, ha murmurado por falta de justicia. Es
verdad que, para gloria de nuestra Patria, en los sillones de sus tribunales se
han sentado siempre la honorabilidad y la justicia; pero, también es cierto,
que en otros cuerpos de la Administración, se le había arrancado a la Justicia
la venda de sus ojos para mirar a las personas, y en los platillos de su balanza se
venían pesando, en vez de sagrados derechos, intereses y pasiones. Digámoslo
sin rebozo, señores, en nuestros Parlamentos, donde debiera levantarse el altar
santo de la libertad, se había levantado un cadalso donde se le ha inmolado
ignominiosamente, a pesar de los clamores con que la Justicia pretendía
defender la enseñanza de la escuela, la independencia de la escuela y hasta
la paz de los sepulcros.

138
Documentos Oratoria sagrada

La Patria, señores, comenzaba a llora amargamente, y ya el pueblo repe-


tía con frecuencia la palabra despotismo. Mas, de súbito, el grito de ¡guerra!
resuena en los aires y en el mismo instante, dos millones de voces respon-
dieron ¡justicia y guerra! Ante el peligro de la Patria se estremece el corazón
del magistrado y del representante del pueblo; enmudecen las pasiones y
alza su voz la conciencia. La gravedad del caso les descubre la gravedad de
su misión. Saben de que sus fallos depende la salvación de un pueblo, y que
ellos deben de cumplirse a costa de centenares de vidas y de torrentes de
sangre. Tan tremenda responsabilidad purifica el alma de cuantos tienen
en sus manos los destinos de la Nación y hace brillar con severa majestad el
sacerdocio de la Justicia. Las tinieblas que empezaban a oscurecer nuestros
Gabinetes, Asambleas, Parlamentos y aún las masas populares, hoy se disipan
ante los rayos del sol de la Justicia. Y Chile que, por amor a la justicia, hoy se
lanza a la contienda, cuidará, señores, que ella continúe siendo la gloria y el
decoro de nuestra Patria.
¡Oh, Justicia, virtud divina! ¡Desciende los cielos, y si otros pueblos te
desprecian, Chile será tu templo; nuestros trofeos adornarán tus aras; nues-
tros encendidos volcanes serán las antorchas que te iluminen; el huracán
que silba en nuestros bosques y la tormenta que ruge en nuestros mares, el
himno religioso de tu culto, y formarán tu sacerdocio dos millones de rectos
ciudadanos…!

III
La fuerza está en la unión y en la discordia está la muerte. No son los formida-
bles ejércitos ni las numerosas embarcaciones ni los inmensos capitales ni las
variadas producciones ni las ciencias ni las artes lo que constituye el progreso
y la felicidad de un pueblo. Dicho progreso y bienestar están basados en la
unión de las inteligencias y los corazones. La concordia hace invencibles a
las naciones. Como la Polonia, mártir de la Europa y el Paraguay, mártir de la
América, los pueblos unidos serán destruidos, pero jamás vencidos.
Y ningún sistema de gobierno, como el democrático exige más esta nece-
sidad de la unión. Una república dividida, precisamente llama a la anarquía
y levanta con sus propias manos el trono de donde ha de destrozarla los
tiranos.
He aquí, señores, los motivos porque los Padres de nuestra patria quisie-
ron grabar con letras de fuego en el dulce corazón de los chilenos la palabra
Fraternidad. Ese fue el lazo de oro que hizo invencible a los generales y soldados
de la Independencia en los campos del Roble y Chacabuco, y si ese lazo se
debilitó un tanto en la retirada de Rancagua fue para estrecharse más en los

139
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

llanos de Maipú, haciendo que el león de Iberia, cayese destrozado por las
garras del cóndor de Chile.
Bien sabían nuestros mayores que la concordia es el cimiento que une
las piedras de un muro, el centro que une todos los radios del círculo, el
vínculo que liga las familias, las ciudades y las naciones. Quitad el cimiento y
el muro caerá; quitad la fraternidad, y los ciudadanos se desgarrarán entre sí.
Nuestros padres conocían que el precepto divino “Amaos los unos a los otros”
era la base de la felicidad social. En esa escuela de fraternidad cristiana se ha
formado el espíritu público de Chile, sin faltar a veces lecciones sublimes en
heroísmo o sacrificio. Esa misma plaza vio un día al ilustre O’Higgins arrancar
de su pecho la banda del poder, antes que ver la Patria teñida con la propia
sangre de sus hijos.
Más de medio siglo, señores, hemos navegado el mar de la vida política,
hinchando siempre nuestras velas el soplo de la paz. Si alguna vez el horri-
ble monstruo de la guerra civil ha asomado su cabeza, no ha sido sino para
darnos, pocos momentos después, un abrazo más estrecho: ligera sombra que
ha hecho resaltar más la belleza del colorido. Nuestro mutuo amor no es un
secreto para el mundo, y no hace mucho que un sabio francés escribía en sus
apuntes de viaje: “Todo lo perdona el chileno, menos que se ofenda al último
de sus hermanos. La fraternidad es la pupila de sus ojos”.
Mas ¡ay!, señores, preciso es confesarlo. De poco tiempo acá, yo no sé
qué espíritu del infierno comenzaba a recorrer nuestra Patria, sembrando
la cizaña de la discordia y apagando en nuestras almas la llama del amor. La
ola de la política crecía por momentos. Los partidos se multiplicaban por
instantes y con ellos la desunión de nuestro pueblo se acrecentaba. La dis-
cordia había penetrado hasta el santuario de la familia y veíamos con dolor
divididos los esposos, al padre en lucha con sus hijos y al hermano enemigo
del hermano. Una nube siniestra comenzaba a cubrir nuestro cielo y en el
seno de la República hervía un volcán de bajas pasiones y mezquinos intereses,
que amenazaba estallar. En vano los prudentes querían poner un dique al
torrente porque de Norte a Sur desataba con ímpetu sus aguas… la industria
y el comercio comenzaban a temer… los hijos de la Iglesia hacían supremos
esfuerzos de abnegación y patriotismo… y muchos buenos ancianos nos decían
llorosos que quisieran bajar al sepulcro antes que ver a Chile deshonrado
por sus hijos. Pero, ¡bendito seáis, Señor! Salutem de inimicis nostris: nuestra
salvación, señores, nos la han traído nuestros propios enemigos. “¡Juremos
el exterminio de Chile, se dijeron dos naciones, en secreta coalición. Yo, dijo
la una, romperé mis compromisos, pues no tengo honra alguna que perder;
a mí, dijo la otra, me falta el valor para herir de frente a ese pueblo que me
dio la libertad; le tenderé mi mano para acariciar la suya y por la espalda le
clavaré el puñal!” ¡Ah! ¡Pérfidas naciones! ¡Y quién sabe si, después de lavar

140
Documentos Oratoria sagrada

nuestra ofensa en la pelea, todavía tendrá Chile piedad para vosotras, y una
vez más os dará lo que le sobre de riqueza y prosperidad!
Mientras tanto, ¿qué sucede?, preguntó sorprendido a sus magistrados
nuestro pueblo. Y ellos respondieron, con la historia de la diplomacia en la
mano, que la honra de la Nación había sido pisoteada y que era preciso de-
fender su honor. Pues bien, ¡a defenderlo! exclamaron, y quebrando todos los
partidos políticos sus espadas ante el altar de la patria, se dieron el abrazo de
fraternidad, y Chile, en pocos días, ha recobrado la rica herencia de amor que
empezábamos a perder. Hoy, Chile no es más que un solo hombre, vestido de
guerrero, con el tricolor en su izquierda y una luciente espada en su derecha.
Una sola es su cabeza y uno solo su corazón. Y ese corazón de Chile está allá
en las arenas del desierto. Allá está nuestro amor y nuestra vida. Y, así como
el hijo amante que ve peligro a su madre, escucha atento las palpitaciones de
su corazón; así, señores, tenemos nuestro oído siempre fijo en el corazón de
la patria, cuyos latidos nos trae con sus palpitaciones el telégrafo.
Sí, un solo sentimiento nos domina, y es el amor a nuestro suelo y el amor
a nuestros hermanos. Y ¡ay de aquel menguado que quisiera turbar nuestra
dulce fraternidad por miserables ambiciones! ¡Su nombre pasará al libro de
nuestra historia para escribirse en la página reservada a los traidores!
¡Ángel hermoso que guardas los destinos de Chile! Despliega tus alas
de oro, cruza las ciudades y los mares, llega hasta nuestras naves y nuestras
legiones y diles a nuestros bravos que ni un solo instante les olvidamos en la
ausencia. Diles que aquí estamos, al lado de sus hijos, sus esposas y sus madres;
que si en la lid sucumben, nada teman por ellos; nuestros hogares serán los
hogares de sus viudas y nuestras madres las madres de sus huérfanos. Diles
que su pan y su vestido lo buscamos de puerta en puerta y que sus gloriosas
heridas serán curadas por manos de ángeles y por vendas perfumadas por la
inocencia y la piedad… ¡Y después, vuela, Ángel bello, al cielo y presenta a
Dios el cuadro de un pueblo unido por los lazos del amor y Dios nos mandará
sus bendiciones!

IV
Nada hay, señores, que despierte tanto el sentimiento religioso del hombre
como el dolor y la desgracia. Es entonces, cuando la vista de nuestra miseria y
nuestra nada nos obliga a buscar, en el seno de la religión, los consuelos de la
Fe. En presencia de la muerte, cae de rodillas el impío y sus lágrimas empapan
la oración que vierte sobre el sepulcro de sus hijos. Así también, señores, las
grandes calamidades públicas despiertan en los pueblos los sentimientos de fe.
Apenas amenazaban los peligros al pueblo de Israel y los hijos de los patriarcas
caían al pie de sus altares. La presencia de los bárbaros hizo piadosa a Roma;

141
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

el alfanje de los moros hizo eminentemente católica a la España; y cien años


de guerra encendieron en la Francia el entusiasmo de la fe.
Y bien, señores, yo pregunto ahora, con el más legítimo orgullo, ¿qué
nación ha nacido con más tesoros de fe y de piedad que Chile?
¿Dónde están los soldados que aventajar pudieran a los guerreros de
nuestra independencia en sentimientos religiosos? ¿Dónde está la mujer que
pueda presentar más virtudes que las que han adornado a la matrona chilena?
¿Dónde la doncella más pura que las puras azucenas de mi patria? ¿Dónde
la escuela más santa que aquella escuela de Chile, donde, a las puertas de la
ciencia, estaba el nombre adorable de Cristo? ¡Ah, señores! ¡No es el amor
patrio el que me ciega, no! Parece que la misma mano que hizo de Chile un
relicario de bellezas naturales, quiso engastar en el corazón chileno el brillante
valioso de la fe. He ahí el secreto del engrandecimiento y de la prosperidad
de nuestra patria, porque sólo a la sombra de la fe y de la Iglesia de Jesús, que
es su depositaria, puede desarrollarse el progreso, cimentarse el orden, man-
tenerse la justicia y derramar sus tesoros la santa libertad. Así se explican esas
hermosas virtudes que bien podemos apellidar nuestras virtudes nacionales:
esa generosidad, que ha convertido a Chile en un nido obligado para cobijar
todas las aves errantes de la proscripción y el ostracismo; esa hospitalidad,
que hace encontrar en Chile familia y patria a cuantos extranjeros pisan su
suelo; esa caridad inagotable que tiene a mi patria siempre puesta para aliviar
con sus limosnas cuantas desgracias y miserias han sufrido los pueblos de las
dos Américas y, a veces, hasta los pueblos de la Europa. Dígalo, si no, Cuba,
quién le auxilió en su difícil independencia; dígalo el Brasil, quién llevó un
pan a los hambrientos hijos de Ceará; díganlo las Provincias Argentinas, quién
sacó a sus hijos de entre los escombros de Mendoza; díganlo nuestros pérfidos
hermanos, el Perú y Bolivia, quién vistió y alimentó sus hijos después de los
terremotos de Arequipa y de las inundaciones de Iquique?
Basta, señores, y dejadme preguntaros, en la intimidad de la confianza
que nos reúne, ¿qué nos iba quedando de la fe de nuestros mayores? De veinte
años acá ¿qué trastorno religioso se había operado en nuestro suelo? ¿Cuántas
lágrimas no ha derramado nuestra Iglesia al ver la víbora de la impiedad y
del indiferentismo religioso, venida de las playas de Europa, derramando su
ponzoña sobre la tierra virgen de Chile? Como cansados de nuestro bienestar,
se ha levantado un grito de muerte contra la fe, contra el sacerdocio, contra la
iglesia y contra el Cristo. Se ha atentado contra la santidad del matrimonio; se
ha desterrado a la religión de la escuela, se ha insultado al pudor públicamente;
se ha blasfemado de María sobre las cenizas de sus mártires y el odio se había
descargado contra el clero y sus obispos. ¿Por qué? Porque nuestro sacerdocio
tenía el delito de ser mostrado por los pueblos de la América como modelo
de ciencia y de virtud, porque nuestros obispos habían cometido el crimen
de levantar con su sabiduría el nombre de Chile ante los ochocientos Padres

142
Documentos Oratoria sagrada

del Vaticano. ¿A qué abismos nos íbamos arrastrando y qué triste porvenir
nos aguardaba? Mas, he aquí, señores, que una calamidad terrible nos viene
a sorprender. Al grito de ¡guerra! se estremece nuestra patria, comprende la
gravedad del peligro, divisa la ola de sangre y fuego que puede ahogar nuestras
ciudades, e irresistiblemente la fe de su corazón se despierta y cayendo de
rodillas clama al cielo: “¡Salva nos Domine, perimus!” “Sálvanos, Señor, que pe-
recemos”. Basta un solo instante, y el error y la impiedad huyen despavoridos,
avergonzados de su impotencia para aliviar al hombre en sus desgracias, y la
Religión y la Fe extienden su manto de oro para cubrir de nuevo a su pueblo
y señalarle con sus manos el cielo, de donde nos viene la esperanza.
“Los contratiempos de la vida son alas con que volamos hacia lo alto”,
dice San Cipriano. Por esto las almas más heladas hoy se vuelven hacia Dios;
no hay un solo corazón que no se sienta precisado a orar, y la Iglesia, el sa-
cerdote, el Templo y el altar forman hoy nuestro consuelo y alientan nuestra
confianza. Hoy ya todos los chilenos saben que no de los antros tenebrosos
de las logias nos vendrá la salvación; que ella, sí, nos bajará del cielo, por las
manos de María; Hoy todo Chile sabe que mentían los enemigos de la iglesia,
diciendo que ella debilita y afemina los corazones. Ella, purificando el patrio-
tismo, impone al ciudadano la consigna del Macabeo: “Debes morir antes que
ver la deshonra de tu patria”. Ella bendice nuestras armas, resguarda al acerado
pecho del guerrero con talismán precioso, pide diariamente en el tremendo
sacrificio nuestro triunfo, y mañana sabréis que el sacerdote y el soldado han
caído en combate, envueltos en una misma bandera…
¡Oh, Fe cristiana, oh, Fe divina, mensajera de los cielos, mi corazón de
sacerdote y de chileno te saluda. Recibe a Chile de nuevo en tus brazos, des-
troza para siempre el monstruo de la impiedad que le engañaba, toma en tus
manos el timón y conduce a Chile por el camino de la gloria!

V
A impulsos de este sentimiento religioso, señores, el pueblo entero, al iniciarse
nuestra contienda, ha corrido al templo, a depositar al seno de María, sus
temores y a buscar en su regazo la esperanza. Durante nueve días de plegaria
y de oración nos habéis edificado por la indulgencia con que habéis oído al
sacerdote y el recogimiento que habéis guardado en nuestro templo. Una
lucha que iniciamos con el Miserere del perdón, no puede terminar sino con
el Te Deum de la acción de gracias.
Mas, estos días ya han corrido y nuestro corazón se resiste a desprender-
se de esa imagen querida del Carmelo… ¡Nos consolaba tanto vernos todos
reunidos, bajo las bóvedas del templo! Pero forzoso es que partamos. Sí, ya

143
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

la oración se ha elevado pública y solemnemente, id a continuarla sin cesar


en vuestro retiro…
¡Partid! Con las bendiciones del cielo y la protección de María! Magistrados
de la República, id a vuestros gabinetes y gastad vuestra habilidad en salvar a
la Patria!… Juventud chilena, id a engrosar las filas de nuestro ejército y, si es
preciso, derramad vuestra sangre en el combate!… Doncellas, esposas y madres
de Chile, volad y agotad las invenciones de vuestra ternura para que toda la
necesidad se alivie, toda lágrima se enjugue y toda herida se cicatrice en los
campos de batalla… Id, como nubes cargadas de rocío, y derramad sobre la
Patria los favores que otorgue el cielo a vuestros ruegos. Id y cuidad con exqui-
sito esmero las flores de vuestros jardines para poder regarlas, más hermosas
que nunca, y tejer con ellas las coronas de los vencedores de mañana.
Al primer estruendo del combate, Chile ha corrido a poner, como siempre,
en vuestras manos, el estandarte de sus glorias. Vendremos por él después
de la contienda y devolvédnoslo, si queréis, acribillado de balas y teñido en
sangre; pero ¿podría vuestro amor entregarnos esa bandera, cuya estrella sois
Vos, enlutada por la vergüenza y la deshonra…? ¿Permitirá vuestro corazón de
madre que mi Patria, cargada de cadenas, marchara uncida al carro vencedor
de la perfidia y de la intriga? Un pueblo que no consintió en ser esclavo de
la hidalga nación española, que tenía dos mundos por corona, ¿habrá de ser
vasallo de Bolivia y el Perú que no han dado un solo héroe a las páginas de la
historia? ¡Ah, no! ¡Mil veces, no!… Antes que eso iríamos a sepultarnos con
los hijos de Caupolicán y de Lautaro. ¡Y dejaríamos por trono al vencedor
una montaña de escombros!
Mas, Vos, ¡oh, María! ¡Inspiráis nuestra confianza! ¡Sostened nuestro
valor, bendecid a nuestras huestes…! ¡Haced que las sombras venerables de
Encalada y Cochrane señalen a nuestros barcos el camino del triunfo! ¡Que los
nombres de O’Higgins, los Carreras y Rodríguez inflamen a nuestros soldados;
y que el alma de Portales se encarne en los Magistrados de Chile…! ¡María!
Adiós. Nos vamos a pelear… pero por la Sangre de vuestro Hijo, concédenos
la victoria, y os juramos no apartarnos jamás del camino de la Justicia que los
llevará al honor, del camino de la Fraternidad que nos llevará a la fuerza y del
camino de la Fe que nos congregará a todos en el cielo…”

144
NOS DON JOAQUÍN LARRAÍN GANDARILLAS, POR LA GRACIA
DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA,
OBISPO DE MARTYRÓPOLIS IN PATIBUS IN FIDELIUM
Y VICARIO CAPITULAR DE LA ARQUIDIÓCESIS
DE SANTIAGO, EN SEDE VACANTE, ETC.*

La guerra a que Chile ha sido provocado impone a sus hijos la obligación de


levantar sus corazones al cielo para implorar la ayuda del Dios de los Ejércitos,
del Rey de reyes y Señor de los que dominan.
Mientras que los altos poderes de la nación y nuestros marinos y soldados
se consagran a la defensa de la patria, los sacerdotes y los fieles deben acudir a
las armas espirituales de la oración, la cual es también poderosa para alcanzar
espléndidas victorias.
A la fervorosa plegaria de Moisés, que oraba con las manos levantadas al
cielo mientras peleaba el ejército de Israel, se debió la victoria que obtuvo
sobre los Amalecitas (Éxodo, cap. 17).
Cuando el piadoso rey Josafat se vio acometido de numerosísimas hues-
tes enemigas, “atemorizado, se dedicó todo a suplicar al Señor e intimó un
ayuno a todo el pueblo de Judá; y juntóse el pueblo de Judá para implorar el
socorro del Señor; y puesto Josafat en medio del concurso, en el templo del
Señor, dijo: ‘Señor, tú eres el Dios del cielo y el dueño de todos los reinos de
las naciones: en tus manos están la fortaleza y el poder y nadie puede resistir-
te: en nosotros ciertamente no hay tanta fuerza que podamos resistir a esta
multitud que nos acomete; mas no sabiendo lo que debemos hacer, no nos
queda otro recurso que volver a ti nuestros ojos’. El Señor les dijo: ‘no tenéis
que temer ni acobardaros a vista de esa muchedumbre, porque el combate
no está a cargo vuestro, sino de Dios; mañana saldréis contra ellos y el Señor
estará con vosotros’. Marcharon al día siguiente, entonando himnos a Dios,
quien ‘convirtió contra sí mismos las estrategias de los enemigos y se mata-
ron unos a otros a cuchilladas… y ni uno siquiera escapó de la mortandad”.
(Paralipomenon. Lib. II. cap. 20).
Con la oración también preparaba Judas Macabeo a sus valientes tercios
para el combate y la victoria. Cuando los veía vacilar a vista de la superioridad
numérica de los adversarios, les decía: ‘Fácil cosa es que muchos sean presa
de pocos; pues cuando el Dios del cielo quiere dar la victoria, lo mismo tiene

* El Estandarte Católico, Santiago, 5 de abril de 1879.

145
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

para Él que haya poca o que haya mucha gente’. (Macab. Lib. II, cap. 3).
Exhortándolos a la confianza en Dios y al amor de la patria, invocaban al
Señor y se lanzaron a la pelea; y un puñado de valientes derrotaba a grandes
ejércitos.
Unámonos todos los chilenos, en las graves circunstancias en que se
encuentra nuestra patria querida, a fin de obtener, por medio de humilde y
fervorosa oración, que Dios proteja la justicia de nuestra causa. Imploremos
con filial confianza la protección de Jesucristo, Salvador y Soberano del mundo,
que tiene en sus manos el destino de las naciones, para que mire con piedad
la nuestra, que tanto reverencia su santo nombre y tan religiosamente adora
a su divino corazón. Pongamos por intercesora a Nuestra Señora, la Santísima
Virgen María, y roguémosle que con sus benditas manos ofrezca al cielo la
oración de este pueblo, que tan de corazón la ama y procura glorificarla y
servirla.
Mas como los males temporales suele mandarlos o permitirlos la divina
Justicia en castigo de los pecados, que detienen por otra parte y alejan de
los hombres los dones de la divina Misericordia, procuremos arrepentirnos
y purifiquémonos con la penitencia, y de esta suerte ofreceremos con cora-
zones limpios nuestras plegarias al Señor y a su madre Inmaculada. Pero en
las calamidades públicas, acostumbra la Iglesia invitar a sus hijos a que oren
unidos ante los sagrados altares, y así conviene que lo hagan el clero y fieles
de la arquidiócesis durante la presente guerra.
Con este fin ordenamos lo siguiente:
1.º Durante nueve días se hará en la Iglesia Metropolitana, en las parro-
quias y en las demás iglesias sujetas a la jurisdicción diocesana una rogativa
para obtener la protección divina a favor de Chile en la presente guerra,
para que haga cesar cuanto antes los males que ocasiona, para que ilumine a
nuestros gobernantes, para que espiritual y corporalmente proteja a nuestro
ejército y a nuestra armada, para que estreche íntimamente a todos los chilenos
con los dulces lazos del amor a la religión y del amor a la patria. La rogativa
comenzará el Domingo trece del actual, en que celebra la Iglesia la gloriosa
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
Durante el novenario de la rogativa, después de la misa conventual, se
cantarán o rezarán en latín las letanías del Santísimo Nombre de Jesús con
las dos oraciones que las siguen; aprovechando para ello la concesión que se
ha hecho a este Arzobispado por rescripto de la Sagrada Congregación de
Ritos del 8 de enero del presente año.
Por la tarde o la noche se hará un piadoso ejercicio para obtener lo que
deseamos por la intercesión de Nuestra Señora del Carmen, patrona de los
ejércitos de la república. Formarán parte de la piadosa distribución el rezo de
una tercera parte del Rosario, el rezo o canto de las Letanías Lauretanas de la
Santísima Virgen, y algún devocionario en su honor. Puede hacerse exposición

146
Documentos Oratoria sagrada

media del Santísimo Sacramento. En tal caso se cantará antes de cubrir la


oración de la misa Pro tempore belli, que empieza: Deus, qui conteris bellu. Si no
hay exposición, se reza en esta forma antes de terminar el piadoso ejercicio:
1.º ‘Oh Dios que haces cesar las guerras y humillas con el poder de tu
diestra a los adversarios de los que esperan por ti: auxilia a tus siervos que
imploran tu misericordia, para que, abatida la fiereza de sus enemigos, te
alabemos con incesante acción de gracias. Por Nuestro Señor Jesucristo, tu
Hijo, que contigo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén’.
2.º Se exhorta a los superiores de las comunidades religiosas que hagan en
sus respectivas iglesias la rogativa de nueve días en la forma arriba expresada
o en otra que le parezca conveniente.
3.º Mientras dure la guerra, los sacerdotes dirán en la misa, siempre que
el rito lo permita, la colecta de la misa Pro tempore belli.
4.º Durante el mismo tiempo, en la iglesia Metropolitana y demás sujetas
a la jurisdicción diocesana, en los domingos, después de la misa del pueblo, se
cantarán o rezarán las expresadas Letanías y raciones del Santísimo Nombre
de Jesús.
5.º Se encarga a las religiosas y a los fieles de uno y otro sexo en general,
que ofrezcan sus comuniones, misas y demás obras buenas que su devoción
les inspire por los fines expresados.
6.º Se ruega a todos los fieles que imploren diariamente al amparo de
la Santísima Virgen María por medio del Rosario, excelentísima y facilísima
devoción, enriquecida además con numerosas indulgencias y a la que se atri-
buyó en buena parte la victoria gloriosa de Lepanto.
Y para que este nuestro edicto llegue a noticia de todos, mandamos que
se lea en las iglesias del Arzobispado en el primer día festivo, después que
llegue a conocimiento de sus rectores.
Dado en Santiago, a cinco de abril de mil ochocientos setenta y nueve.

JOAQUÍN, Obispo de Martyrópolis, Vicario Capitular de Santiago.


Por mandato de SS. Ilma.
José Manuel Almaza
Secretario.

147
CARTA PASTORAL DEL ILMO. SR. OBISPO DE LA CONCEPCIÓN
NOS JOSÉ HIPÓLITO SALAS, POR LA GRACIA DE DIOS Y LA
SANTA SEDE APOSTÓLICA OBISPO DE LA CONCEPCIÓN, ETC.–
AL CLERO Y FIELES DE LA DIÓCESIS, SALUD EN NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO*

I
Ha sonado ya para nuestra patria, queridos hermanos, la hora de durísima
prueba, ha llegado el tiempo de la guerra, tempus belli, y sangre chilena corre
a estas horas en tierra extraña. Calama es el primer teatro del sangriento
drama que se representa entre tres repúblicas, Chile, el Perú y Bolivia, ayer
hermanas y hoy divididas por la tremenda ley de la guerra. Chile ha resuelto
sostener por las ramas su buen derecho y, con fe en Dios y en la justicia de su
causa, entrega al patriotismo, a la lealtad y a la varonil entereza de sus hijos
la defensa de sus intereses, su honor, porvenir y dignidad.
Y en presencia de los hechos que revelan este estado de cosas para nues-
tro país, los chilenos todos tienen austeros deberes que cumplir y grandes
y hasta heroicas virtudes que practicar. La patria en peligro por una guerra
que desde luego se ve con proporciones colosales, tiene derecho a pedir el
concurso activo y eficaz de sus hijos para salvar con sus intereses vitales el lugar
distinguido que ha sabido conquistarse entre los pueblos cultos. Recordaros
esos deberes y excitaros a la práctica de esas virtudes es un deber de nuestro
ministerio, queridos hermanos, y venimos hoy a cumplirlo con la íntima con-
vicción de que, como siempre, recibiréis nuestras enseñanzas como las del
Pastor de vuestras almas.
Pero antes, déjanos decir en la sencillez de nuestro corazón cómo consi-
deramos la guerra y cómo miramos el carácter, la misión y las cualidades del
soldado y del guerrero que figuran en ella. El cuadro es digno de profundas
meditaciones de todo hombre de corazón y de fe.

* El Estandarte Católico, Santiago, 18 de abril de 1879.

148
Documentos Oratoria sagrada

II
La guerra no es sólo el arte de talar y destruir, no es sólo la fuente de dolores,
de lágrimas y de sangre; no lleva sólo en su seno el saco, la devastación y la
muerte, sino que también por inescrutables designios de la Providencia, de
esta que con razón se llama calamidad para los pueblos, puede surgir para
ellos luz, verdad y virtud, y de consiguiente regeneración moral, política y
social. La guerra eleva o abate a las naciones, según sea el grado de mora-
lidad o corrupción en que se hallan colocadas y por la guerra en no pocas
ocasiones los pueblos abandonados al sensualismo de los goces materiales, y
enervados por esta causa, despiertan de su sueño de muerte, se rejuvenecen
y regeneran, se hacen sobrios y frugales, económicos y abnegados. El supre-
mo dominador de reinos y de Reyes, de Repúblicas y de Príncipes, que en la
lengua de nuestra sagrada liturgia hiere para sanar y perdona para conservar,
percutiendo sanas et ignoscendo conservas, se vale de este medio, usa de cuando
en cuando este tremendo resorte para corregir, curar y sanar a naciones y
familias, a individuos y a Gobiernos. Esto dice la historia y lo confirma la
experiencia de todas las edades.
“La ley terrible de la guerra, ha dicho un gran filósofo, es un capítulo de
la ley general que rige al universo. En el vasto dominio de la naturaleza reina
la violencia, y desde que se sale del reino insensible, se encuentra la muerte
violenta escrita sobre la fachada misma de la vida. Los seres animados se
destruyen recíprocamente y por todas partes se ve seres vivientes devorados
por otros seres. Y a la cabeza de estas razas numerosas de animales que se
devoran, se halla colocado el hombre, cuya mano destructora nada respeta de
cuanto vive; mata para nutrirse, mata para vestirse, mata para adornarse, mata
para atacar, mata para defenderse, mata para instruirse, mata para divertirse
y mata a veces por matar”.
¿Qué extraño es entonces que de este instinto, de esta ley, si se quiere,
universal para todo el linaje humano, venga también el otro instinto y la otra
terrible ley de la guerra? Parece en ocasiones “que la tierra estuviera sedienta
de sangre, y no se contentara con la derramada por la espada de la ley, dice
el mismo escritor; pues cuando la guerra se enciende, el hombre arrebatado
por un furor sobrenatural, ajeno del odio y de la cólera, porque ha nacido
para amar, marcha intrépidamente a la batalla a dar o recibir la muerte y nada
puede resistir a la fuerza que le arrastra a los combates”. ¡Enigma terrible,
profundo misterio que se encierra en las entrañas de la humanidad!
Por esto no ha faltado quien mirase en la guerra “consecuencias de
un orden sobrenatural, tanto generales como particulares, que son poco
conocidas porque son poco investigadas; pero que no por ello son menos
incontestables”.

149
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

“¿Quién podrá dudar que la muerte que se recibe en los combates se tiene
por la muerte más gloriosa? ¿Y quién podrá creer que las víctimas de estas
luchas espantosas hayan derramado inútilmente su sangre?”.
“La guerra tiene, además, cierto atractivo inexplicable que arrastra a los
hombres a ella y sus resultados ordinariamente escapan absolutamente de las
previsiones humanas. Hay guerras que envilecen a las naciones y las envilecen
para siglos; otras las perfeccionan de todos modos, y, lo que es más extraor-
dinario, reemplazan bien pronto las pérdidas momentáneas con aumentos
visibles, de riquezas y población. La historia nos ofrece muchas veces el espec-
táculo de poblaciones ricas tomando incremento en medio de los combates
más sangrientos”. Y es esto lo que debe esperarse en las guerras emprendidas
para sostener los santos fueros del derecho y de la justicia y para conservar
incólumes las santas leyes del honor y de la dignidad de los pueblos.
Pero “hay guerras viciosas, guerras de maldición, que reconoce la con-
ciencia mejor que el raciocinio, y las naciones que las hacen reciben heridas
mortales en su poder y en su carácter. Entonces se ve al vencedor degradado,
y gimiendo bajo el peso de los laureles; mientras que en las tierras del ven-
cido no encontraréis al cabo de algún tiempo un solo taller o un arado que
indique la falta del hombre”.
Este merecido castigo que el cielo impone a los agresores injustos, lo
esperamos, no caerá sobre Chile que no ha provocado guerras injustas y de
maldición. La mano vengadora del Señor imprime siempre el padrón de
ignominia en las frentes culpables por la violación de la fe prometida en los
pactos, o por el engaño y la perfidia en las relaciones sociales. Y gracias a
Dios, nuestra Patria no se halla manchada con el oprobio de estos atentados
contra el derecho de gentes.
Mas, sea lo que fuere, hermanos nuestros, de la exactitud de esas obser-
vaciones, que tomamos de un gran pensador del presente siglo, la verdad es
que no sin misterio y sin alguna razón profundísima nuestros libros santos,
divinamente inspirados, en muchos lugares dan a Dios el título de El Dios de
los Ejércitos, y lo cierto es que la guerra con todos sus horrores y no embar-
gante el bellorum nequitia, (malicia de las guerras) de que nos habla nuestra
sagrada liturgia, da ocasión a la práctica de esclarecidas virtudes, despierta el
sentimiento religioso, destierra la indolencia de los corazones helados por la
incredulidad, o el egoísmo, inspira nobles y generosas resoluciones, levanta los
caracteres abatidos por la molicie y el sensualismo, y sobre todo, hace elevar
los ojos al cielo e invocar con fe la protección de Aquel que tiene en sus manos
el corazón de los hombres y la suerte de los pueblos. En las supremas horas
de angustia y de peligro las naciones cristianas, como los individuos, doblan
la rodilla ante el Rey de los Reyes y Señor de los Señores, ante Jesucristo, Rey
inmortal de los siglos; y esto lejos de amenguar el valor, de enervar el brío y
la entereza, y do cortar las alas al genio, los realza, enaltece y perfecciona.

150
Documentos Oratoria sagrada

El cilicio y la plegaria no impidieron al grande Alfredo llevar cuarenta


veces sus huestes a la victoria; ni la confianza y la fe en el Dios de sus padres
estorbaron al más grande y puro de los capitanes de la antigüedad, al ilustre
jefe de la república hebrea, al denodado Judas Macabeo, destrozar con un
puñado de valientes en cien batallas los numerosos ejércitos de los enemigos
de su patria. Este intrépido campeón, cuyas inmortales hazañas narra el ins-
pirado historiador de su vida, jamás contó en sus combates el número de sus
enemigos, ni nunca retrocedió en la pelea: se conquistó un eterno renombre
y una gloria inmortal por sus hechos y por sus victorias.
“Judas y su gente, habiendo convocado a Dios por la plegaria, acometieron
al enemigo; y orando al Señor en lo interior de sus corazones, al mismo tiempo
que, espada en mano, cargaban sobre sus enemigos, mataron no menos que
treinta y cinco mil, sintiéndose sumamente confortados con la presencia de
Dios” 2 Macabeo. 15.– Ved aquí brotar en el alma el sentimiento religioso en
el fragor de los combates y entre el polvo de las batallas.
Así peleaban los hombres de corazón y de fe, así se baten como leones los
valientes que en sus levantados pechos albergan la intrepidez del guerrero y
la sencilla fe del cristiano. Y así sin duda alguna esperamos han de combatir
los jefes y los soldados de nuestro ejército.

III
Y en verdad que para esperarlo tenemos sobrada razón: pocos corazones hay
más bien dispuestos para las grandes y heroicas virtudes como los corazones
de los soldados cristianos. El cristianismo es una milicia, una constante gim-
nástica de pruebas y de valor: el cristiano es un soldado de Cristo, milis Christi
Jesu, que no depone sus armas sino con el último suspiro que arranca de su
pecho el último combate de la vida. La abnegación, el valor, el espíritu de
sacrificio, la fortaleza, la constancia, la resignación, el trabajo, y sobre todo,
la obediencia al deber, y la obediencia hasta la muerte, como la del Maestro
celestial, ved aquí al cristiano en las luchas del tiempo para conquistar coronas
en la eternidad.
¿Y es por ventura otra cosa el soldado en sus tiendas de campaña, en el
vivas de un ejército o en el campo de batalla? ¿Hay obediencia como la suya
al frente del enemigo? ¿Hay grandeza de alma, abnegación y energía como
la suya para cumplir austeros deberes con peligro de la vida, y a veces con el
voluntario y heroico sacrificio de la misma en las aras del deber y del honor?
¿Quién como el soldado prodiga su sangre y da su vida por el amor de su
patria y de sus hermanos? Y un labio divino ha dicho: “no hay mayor caridad
que dar uno la vida por sus hermanos”.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Además, y sin duda por estas consideraciones, “uno de los fenómenos más
dignos de atención, dice José de Maistre, es que la profesión de la guerra lejos
de degradar al hombre, lejos de imprimir el carácter de ferocidad al que la
ejerce, tiende por el contrario a suavizarlo y perfeccionarlo. El hombre más
honrado es por lo común el más honrado militar. En el comercio de la vida,
los militares suelen ser más amables, más accesibles, y me han parecido más
serviciales y atentos que el resto de los hombres. En medio de las tempestades
políticas se manifiestan generalmente defensores intrépidos de las máximas
tutelares del orden social. La religión entre ellos se une fuertemente con el
honor, y en el caso mismo en que la ofenden gravemente, no le rehusarían su
espada, si de ella tuviere necesidad”.– (Veladas de San Petersburgo.)
“Se habla mucho de la licencia de los campamentos, continúa el mismo autor,
y es muy grande sin duda, pero el soldado no encuentra los vicios allí, sino
que los suele llevar. Un pueblo moral y austero suministra siempre excelentes
soldados, que solamente son terribles en el campo de batalla. La virtud y la
misma piedad se saben aliar con el ardimiento militar y exaltan al guerrero
en lugar de enervarlo… El estado militar se conforma tanto con la moralidad
del hombre que no entibia las dulces virtudes que parecen tan opuestas a la
profesión de las armas. Los caracteres más pacíficos aman la guerra, la desean y
la hacen con pasión. A la primera señal, el joven amable, acostumbrado desde
niño a mirar con horror la violencia y la efusión de la sangre, abandona el
hogar de sus padres y corre con las armas en la mano a buscar en el campo
de batalla al que llama su enemigo.
“Y ni por esto, el espectáculo de la guerra endurece el corazón del verda-
dero militar; en medio de la sangre que vierte puede ser tan humano, cuanto
puede ser casta la esposa fiel en medio de los transportes del amor. Desde
que vuelve la espada a la vaina, recobra sus derechos la santa humanidad y los
sentimientos más exaltados y generosos se encuentran entre los militares”.
A causa de esto, la diestra pluma del elocuentísimo Marqués de Valdegamas,
Juan Donoso Cortés, trazaba en uno de sus más admirables discursos, el para-
lelo entre el soldado y el sacerdote, que vamos a reproducir con placer.
“No sé señores, decía este rey de la elocuencia parlamentaria, en enero
de 1850, no sé señores, si habrá llamado vuestra atención como ha llamado
la mía, la semejanza, casi la identidad entre las dos personas que parecen
más distintas y más contrarias; la semejanza entre el sacerdote y el soldado:
ni el uno ni el otro viven para su familia: para el uno y para el otro en el sa-
crificio, en la abnegación está la gloria. El encargo del soldado es velar por la
independencia de la sociedad civil. El encargo del sacerdote es velar por la
independencia de la sociedad religiosa. El deber del sacerdote es morir, dar
la vida como el buen pastor por sus ovejas. El deber del soldado, como buen

152
Documentos Oratoria sagrada

hermano, es dar la vida por sus hermanos. Si consideráis la aspereza de la vida


sacerdotal, el sacerdocio os parecerá, y lo es en efecto, una verdadera milicia.
Si consideráis la santidad del ministerio militar, la milicia casi os parecerá un
verdadero sacerdocio. ¿Qué sería del mundo, que sería de la civilización, que
sería de la Europa si no hubiera sacerdotes y soldados?”.– (Obras de Donoso
Cortés, tomo 3.º).
Sí, el soldado y el sacerdote, viven para dar la vida por sus hermanos, y
al lado del mártir o del misionero católico que en bosque solitario duerme
desconocido del mundo, el sueño de los justos, se puede muy bien colocar
la tumba del militar que, también olvidado de todos, descansa lejos del suelo
querido de la patria, allí donde cayó como un héroe por servirla, obedecerla
y amarla.
La cruz y la espada se estrechan pues con dulcísima coyunda de amor, y
sus heraldos o representantes, el sacerdote y el soldado, son dos hermanos que
vivaquean en sus respectivos campos, se entienden y se aman con ternura. La
lealtad y el valor son su divisa y la obediencia y el sacrificio el emblema de su
noble profesión. Sin estas virtudes, el soldado es un cobarde y el sacerdote un
traidor, y ambos dignos de la infamante pena que se llama degradación.
Se comprende y se explica por estos motivos la causa del odio ciego, y hasta
satánico, que la impiedad de nuestros días tiene al sacerdote y al soldado: se
detesta al sacerdote y se aborrece al soldado, porque ambos son guardianes
del orden religioso y social, que la incredulidad en sus antros tenebrosos ha
jurado destruir y anonadar: “No haya sacerdotes, no haya militares; no haya
ejércitos, sino guardia ciudadana, no haya congregaciones religiosas sino ideó-
logos y filántropos”, he aquí el grito fatídico, la consigna actual de la falange
incrédula de la impiedad para socavar los cimientos del orden y hundir en
una misma sima a la religión con la sociedad y a la moral con la libertad.
Y ¡ojalá este voto insensato, esta palabra maldita, que se ha pronunciado
en el viejo mundo, no se hubiera oído también en el nuevo!… ¡Ojalá en
nuestra patria no se hubiera ido tan lejos en los ataques al militarismo, como
bárbaramente hablan los hijos de Voltaire en América! Entonces nuestro
ejército contaría entre sus filas mayor número de inteligentes y denodados
militares que, al lado de los que hoy la ilustran con sus proezas y ardor marcial,
le conquistarían inmarcesibles coronas de gloria en la arena de los combates.
¡Ojalá hoy el soldado y el sacerdote, unidos por el patrio amor, como siem-
pre deben estarlo, hagan prodigios de abnegación y de suprema energía en
sus respectivos puestos!¡Que en ellos se entrelacen y nunca se marchiten las
coronas de caridad y valor que la Religión y la Patria decretan para sus leales
y buenos servidores!

153
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

IV
Como quiera, carísimos hermanos, la guerra es una calamidad y hay que
aceptar sus azares y consecuencias, y por lo mismo con más fervor y más
frecuencia que nunca debemos elevar al Padre de las misericordias y señor
de todo consuelo humildes, constantes y fervientes plegarias para que cubra
con su protección a los jefes y soldados del ejército chileno, y con el espíritu
marcial y las virtudes guerreras les conceda en toda su plenitud el espíritu
cristiano y las virtudes evangélicas. Así, creyentes prácticos en el hogar, en el
cuartel y en el campamento, se batirán como leones en la hora de las batallas;
que a jefes y soldados conceda el Señor espíritu de confianza y de fe y a todos
dé por divisa el lema del ejército republicano del ínclito Judas Macabeo, vivere
aut mori fortiter, vivir o morir con valor, que también era el lema del primero
y más grande de nuestros capitanes en la guerra de la independencia: vivir
con honor o morir con gloria.
El militar cristiano es en cierta manera un hombre de Dios que debe
pedir al cielo sus inspiraciones y decir al Señor con David, poeta inspirado y
guerrero insigne del pueblo escogido:
“Tú eres, oh Dios mío, el que fortaleciste mis brazos y adiestraste mis
manos para la pelea”.
“Perseguiré a mis enemigos y los alcanzaré, y no volveré atrás hasta que
queden enteramente deshechos”.
“Los destrozaré y no podrán resistir: caerán debajo de mis pies”.
“Porque tú me revestiste de valor para el combate y derribaste a mis pies
a los que contra mí se alzaban”.
“Hiciste volver las espaldas a mis enemigos delante de mí y desbarataste
a los que me odiaban”. Ps. 17.
He aquí, carísimos hermanos, el lenguaje de la fe en los labios del sol-
dado que de ella recibe sus inspiraciones y su denuedo en los momentos de
combate, y por esto antes o después de haber alcanzado la victoria repite con
aquel valiente entre los valientes de los ejércitos del Señor:
“Bendito sea el Señor Dios mío, que adiestra mis manos para la pelea y
mis dedos para manejar armas.
“Él es el asilo mío, mi amparo y el protector mío en quien tengo mi es-
peranza”.– Ps. 143.
El soldado cristiano que aprende en esta escuela la ciencia de su noble
profesión, no se intimida en los peligros, no se abate en los reveses , ni se engríe
en las victorias. Igual consigo mismo, soporta sin murmurar el duro trabajo
y las fatigas de la carrera militar, y cuando suena la hora de los combates, y
se halla al frente del ejército enemigo, no cuenta el número de sus legiones,
ni confía sólo en la fuerza de su brazo; eleva sus ojos al cielo, invoca a Dios,
y se lanza y cae sobre las huestes enemigas como el rugiente león sobre su

154
Documentos Oratoria sagrada

presa. Él sabe muy bien que cuando se pelea por el derecho y la justicia, por
la patria y sus instituciones y “cuando el Dios del Cielo quiere dar la victoria;
lo mismo tiene para Él que haya poca o mucha gente porque el triunfo no
depende en los combates de la multitud de las tropas, sino del Cielo que es
de donde dimana toda fortaleza”.– 1.º Macab. S. 18 y 19.
Pidamos pues, hermanos queridos, este espíritu de fe y de confianza re-
ligiosa para todo el ejército chileno y los valientes jefes que lo dirigen en el
actual conflicto con las repúblicas del Perú y Bolivia: que no tengan miedo
a sus enemigos para que los venzan y después de la victoria vuelvan a sus ho-
gares a gozar tranquilos con la protección divina los frutos de la dulce paz ut
hostium sublata formidine, tempora sint tua protectione tranquilla.
Sí, hermanos queridos, “oremos con todas nuestras fuerzas para que
Dios aparte de nosotros y de nuestros amigos el miedo, que tiene sujeto a sus
órdenes, y que puede destruir en un momento las mejores combinaciones
militares; (De Maistre.) “Las batallas se pierden, decía un ilustre general
creyéndolas perder”.
Y buena cosa es, y muy agradable a los ojos de Dios, salvador nuestro
que hagamos súplicas y oremos también por todos los que están constituidos
en altos puestos, por los que dirigen los destinos de nuestra patria a fin de
que el Dios de bondad los ilumine y les dé el don de consejo, de sabiduría y
de prudencia, de piedad, de rectitud y de justicia en el manejo de todos los
negocios públicos y en la dirección de la guerra. Pidamos a Dios que gober-
nantes y gobernados no tengan más que un solo corazón y una sola alma en la
defensa de la patria común. Sembrar la división y la discordia, sea por abusos
de autoridad, sea por espíritu de partido, o sea por sistemática oposición al
poder, siempre ha sido, y hoy más que nunca lo es, obra satánica y maldita
por Dios.
Aprovechar todas las fuerzas vivas del país, agruparlas, disciplinarlas y
dirigirlas a un objeto común, elegir los hombres de inteligencia, de probidad,
de fe y de valor, donde quiera que se hallen, para que ocupen el puesto que
deben ocupar en el presente conflicto; elevarse sobre la turbia atmósfera de
las pasiones políticas y de las exigencias del círculo para dominar las circuns-
tancias y colocar muy alto el pabellón de la república, ved aquí la obra de los
que mandan, y secundar estos nobles, elevados y patrióticos propósitos con
espíritu de sacrificio, de abnegación, de desinterés, y de santo y ardoroso
entusiasmo cristiano, es la obra de los que obedecen.
Santos deseos, rectos consejos, obras de justicia, sancta desideria, recta
concilia, justa opera son preciosos dones del altísimo Dios. Santos deseos para
el bien y felicidad de la patria, rectos consejos para el acierto en las medidas
que se adopten en su dirección y defensa, y obras de justicia, igual para todos,
sin excepción de personas, sin odios ni rivalidades, he aquí el milagro que,
con la unión de los hijos de Chile, hemos de pedir, queridos hermanos, al

155
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

adorado Salvador de nuestras almas, a favor de los que mandan y en pro de


los que obedecen.
Lo sabéis muy bien, amados hijos, la oración, hecha como se debe, con
atención, con humildad, confianza, en nombre de Cristo Jesús, con fe y perse-
verancia, penetra las nubes, llega hasta el trono de Dios, quita de sus manos el
rayo de la justicia y alcanza tesoros de misericordia y amor. Mientras Moisés en
la altura de la montaña elevaba al cielo sus brazos con ferviente plegaria, Josué
en la planicie blandía su espada y destrozaba el ejército de Amalec; al sonido
de las trompetas de los hijos del Señor cayeron los muros de Jericó, y cuando
el pueblo cristiano, consternado por las conquistas de la Media Luna, oraba
humilde y confiado, el vencedor de Lepanto hundía en esas aguas el poder
del islamismo y se conquistaba para siempre glorias inmortales. Oremos, pues,
por nuestro ejército y por nuestra armada para que el buen Ángel del Señor,
guardián de los destinos de Chile, lo cubra con sus alas protectoras.
Sí, oremos con fe y tengamos confianza. La palabra de Jesús está empe-
ñada y no puede faltar.
“Os digo más, decía el Salvador: que si dos de vosotros se unieron entre
sí sobre la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, le será otorgado por mi
Padre que está en los cielos”.– (S. Math. 18.).
Al templo, pues, carísimos hermanos, al templo a orar y pedir auxilios,
gracias y protección especial, para nuestra patria y para sus abnegados hijos
que llevan en su defensa todo el peso del día y las fatigas de la noche. La
oración pública es eficacísima.

V
Pero en esta santa tarea no nos olvidemos de nosotros mismos. La guerra
es un azote del cielo provocado a veces por los pecados de los hombres. En
nuestro país eminentemente católico y moral, de algunos años a esta parte,
la impiedad de propios y extraños, en reducido número por fortuna, se ha
ostentado cínica y altanera; se ha blasfemado de Dios y de su Cristo, se ha
insultado a la iglesia y sus ministros, se ha despreciado u olvidado la moral de
Evangelio y ha cundido como gangrena la indiferencia y el amor desordenado
a los goces materiales; un lujo desmedido ha invadido casi todas las clases de
nuestra sociedad y la molicie, junto con la relajación de costumbres, el olvido
de los deberes religiosos y la disminución de la piedad de otros tiempos han
sido la consecuencia de tales antecedentes. Las calamidades de la guerra, si
las sabemos aprovechar, pueden ser un remedio para estas enfermedades
sociales, y esto es lo que pide a Dios la santa Iglesia Católica en su inspirada
liturgia; ad remedia correctionis utamur.

156
Documentos Oratoria sagrada

Hemos, pues, pecado y debemos confesarlo a gritos para que Dios tenga
piedad y misericordia de nosotros y perdone a su pueblo, lo rehabilite y lo
salve. Siempre que la nación escogida olvidaba el pacto y la antigua alianza
con su Dios y señor, Dios irritado la entregaba al filo de la espada de sus
enemigos y la sometía a vergonzosa y humillante servidumbre; pero, apenas
ese pueblo de grandes promesas y de altísimos destinos se humillaba, vestía
el saco y, cubriendo su cabeza con polvo y ceniza, decía en la amargura de
su arrepentimiento y dolor peccavimus, hemos pecado, el Dios de sus padres
Abraham, Isaac y Jacob, lo perdonaba, las victorias sonreían a sus ejércitos y
sus enemigos eran disipados como la arista que el viento se lleva.
Y también nosotros, hermanos queridos, volvámonos así a nuestro Señor;
hagamos santas obras de penitencia, y la plegaria que arranque de los corazo-
nes penitentes y lavados con la sangre de Cristo será indudablemente eficaz
en la presencia de Dios.
Y no sólo la oración por sí y por otros es la que manda la religión y pide
la patria a sus hijos en esta ocasión sobre modo grave y solemne. La acción,
las obras, que dan el más elocuente testimonio del amor, son las que tiene
derecho a exigir el santo amor de la religión y la patria.
Cada cual, en su esfera de actividad, en la medida de lo posible, debe
acreditar el amor a su patria no con palabras que el viento se lleva sino en
obras y con verdad. El amor que rehúsa la acción, las obras, por el objeto que
ama no es verdadero amor: amor qui renuit operari non ese verus amor.
Al hombre piden la religión y la patria la fuerza de su brazo, el poder de
su inteligencia, su fortuna y corazón; que los den sin reserva según sus posi-
bilidades, y que todos se preparen con moral austera, prudente economía y
levantado pecho para las eventualidades del porvenir.
A la mujer piden la religión y la patria, la sensibilidad exquisita, la ternura
de su corazón para convertirlas en provechosa labor para nuestros hermanos
que soportan las fatigas y los peligros de la vida militar. Que siquiera durante
la guerra actual haya un paréntesis al lujo en los vestidos y menajes domésticos;
y si una parte de este ahorro lo aplicasen nuestras jóvenes y matronas a las
necesidades del ejército, sería un subsidio importantísimo, que llevaría a sus
corazones no los placeres frívolos del lujo y de la vanidad, sino las satisfacciones
purísimas del deber santamente cumplido con generoso desprendimiento.
¡Qué grande es la matrona, qué bella y simpática es la poderosa virgen
cristiana ocupada como la mujer fuerte de la Escritura, en el trabajo manual
para el socorro de sus hermanos! ¡Qué precioso ejemplo el de la modestia y la
sencillez al lado de las bellezas físicas y morales! ¡Qué edificante espectáculo
ver en la máquina de coser, o con la aguja o la tijera en la mano a la joven
cristiana haciendo o cortando vestidos para el soldado! La religión no puede
dejar de bendecir estas obras y la patria agradecida las mandará inscribir en
sus monumentos y contar en sus anales.

157
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Estamos ciertos, tenemos la íntima convicción que si nuestras señoras


y nuestras jóvenes y también nuestros jóvenes entran, como lo esperamos,
por este camino, habrá un buen contingente de auxilios para el ejército y un
ejemplo elocuentísimo para el porvenir. Si fuera una realidad de un extremo
a otro de la república el pequeño sacrificio que, por Dios y para el bien de
la patria y de nuestros conciudadanos que la defienden, hoy pedimos a las
matronas y jóvenes chilenas, se habría dado el primer paso, no diremos para
la rehabilitación, sino para la grandeza moral, religiosa y hasta económica de
nuestro país, se habría dado el primer golpe, de gracia y certero, a esa plaga
social que se llama lujo, que enerva y corrompe a los pueblos precipitándolos
en el abismo de todas las decadencias y putrefacciones.
Toca a vosotros, queridos cooperadores en el sagrado ministerio, a voso-
tros, venerables párrocos, iniciar esta cruzada del bien en vuestras feligresías.
Predicad e inculcad, con oportunidad o sin ella, esta doctrina de salud para
volver a Chile a sus antiguos días de prosperidad y de gloria. Los gastos locos
y las empresas locas tienen postrada la fortuna pública y privada en este suelo
feraz y privilegiado de la patria. Hoy que la tempestad arrecia y el estampido
del trueno precursor de la tormenta se oye sobre nuestras cabezas, sursum
corda, arriba los corazones, vamos a Dios, y hagámosle la protesta sincera de
cercenar, de evitar por su amor y por el amor de nuestros hermanos, gastos
inútiles, frívolos y sin objeto. Combatamos y venzamos el lujo y hagamos
servir sus despojos para triunfar de los enemigos de Chile en los campos de
batalla.
Con este objeto, sacerdotes del altísimo Dios, encargados del cuidado
de las almas, formad asociaciones de señoras en vuestras parroquias para
colectar subsidios en dinero, ropa, especies etc., en beneficio del ejército y
necesidades de la guerra; dadles, por base, libre y espontáneamente aceptada,
la gran máxima de cortar y evitar, siquiera durante los días de prueba que
alcanzamos, todo gasto inútil, de lujo y vanidad. Esta modesta economía será
una verdadera riqueza que remediará muchas y grandes necesidades. Que
las señoras y las jóvenes cristianas unan a este sacrificio el trabajo manual de
costura para la ropa y vestido del ejército, ¡oh! y ¡qué preciosa será a los ojos
de Dios esa parte de su tiempo consagrado a tan noble y caritativo objeto!
Oremos todos y trabajemos todos. Es nuestro deber. Humillémonos bajo
la potente mano de Dios y de lo íntimo del corazón elevemos al cielo, con los
gemidos de la penitencia, ardientes votos por la suerte de Chile y la paz de
su habitantes. Salvad buen Jesús, a nuestra república y conceded a nuestros
tiempos la paz, fuente de todo bien: pacem tuam nostris concede temporibus.
Conceded a nuestros soldados indomable valor en las batallas, y dulzura y
caridad con los vencidos.

158
Documentos Oratoria sagrada

Por estas causas ordenamos:


1.º Durante la guerra actual con el Perú y Bolivia todos los sacerdotes
del clero secular y regular de la diócesis dirán en la misa solemne o privada,
servatis servandis, la colecta de la misa tempore belli.
2.º En nuestra Iglesia Catedral primero y después en todas las demás pa-
rroquiales de la diócesis habrá un triduo de rogativas públicas, exponiéndose
por tres horas la santa Eucaristía a la veneración de los fieles y cantando o
recitando, según lo permitieren las circunstancias de las mismas iglesias, las
letanías de todos los santos con las preces del Ritual Romano tempore belli.
Se ruega a las comunidades regulares que, en la medida de lo posible, se
conformen con lo dispuesto en el presente artículo.
3.º En todos los días feriales, durante el mismo tiempo de guerra, se can-
tarán o recitarán las letanías de la Santísima Virgen, que se llaman lauretanas,
en todas las iglesias con la antífona sub suum praesidium, etc., versículo ora pro
nobis, etc., del oficio parvo y la oración concede nos famulos tuos de las vísperas
del mismo oficio. En los días festivos serán las letanías de todos los Santos las
que se canten o recen según las circunstancias de las iglesias, con las preces
del Ritual indicadas en el artículo 2.º
4.º Se encarga a las religiosas de todas las congregaciones establecidas
en la diócesis hagan oraciones especiales y apliquen las comuniones que su
piedad les inspirare por las necesidades actuales del país y por el ejército y
la armada.
5.º Cuidarán los párrocos que las erogaciones que se hicieren en sus
parroquias en dinero o en especies para las necesidades del ejército, sean
remitidas al señor Intendente de la respectiva provincia, a fin de que por
la correspondiente oficina se apliquen a su objeto. El recibo de las sumas
remitidas y el nombre de los erogantes se publicarán en algún periódico del
departamento.
6.º La presente Pastoral será leída en los días festivos en todas las iglesias
de la diócesis a la hora de más concurso de los fieles. Dada en la ciudad de
la Concepción, a ocho días del mes de abril, del año mil ochocientos setenta
y nueve.

JOSÉ HIPÓLITO,
Obispo de la Concepción.
Por mandato de S. S. Ilma.– Delfín el Valle, Secretario”.

159
PASTORAL DEL ILUSTRÍSIMO OBISPO DE LA DIÓCESIS
D. FR. J. FRANCISCO DE PAULA SOLAR, POR LA GRACIA
DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA,
OBISPO DE S. CARLOS DE ANCUD*

Al Clero y fieles de nuestra diócesis, salud en el Señor.

I
Aún no se habían cicatrizado en el ánimo de los habitantes de esta ciudad
Episcopal las hondas heridas producidas por el último incendio, cuando
vino a reagravar nuestro pesar la desastrosa guerra a que ha sido arrastrada
nuestra república por el Perú y Bolivia, cuyos gobiernos olvidando los víncu-
los de sincera fraternidad que les impone nuestro común origen, religión,
costumbres y conveniencias recíprocas, han colocado al Supremo Gobierno
de Chile en el doloroso, pero inevitable deber de dictar medidas prontas,
activas y eficaces que, al mismo tiempo de sostener a la altura de nación
soberana e independiente nuestra honra y nuestra dignidad mantengan in-
cólumes nuestros legítimos intereses agredidos audazmente. Ya concebiréis,
carísimos Diocesanos, que para llevar a cabo tan ardua y penosa empresa,
el Supremo Gobierno de los Chilenos, y en la poderosa y eficaz protección
del Señor, dispensada siempre con liberalidad a los que se empeñan en la
defensa de una causa justa y legitima, como es la nuestra.
Muy lejos estamos de poner en duda que el fuego sagrado de amor
a la patria deje de atender en el pecho de mis amados Diocesanos, en su
calidad de ciudadanos Chilenos. Sin embargo de esto, como pastor de esta
apartada Diócesis y miembro de la gran familia chilena, debo dirigiros
en esta vez mi palabra, autorizada por tan noble causa, para robustecer
vuestro patriótico espíritu, según la doctrina del Evangelio: de suerte que
vuestros heroicos esfuerzos sean eficaces y fecundos en resultados para
nuestra amada patria.

* El Chilote, Ancud, 21 de junio de 1879.

160
Documentos Oratoria sagrada

II
Todo el que se ajuste concienzudamente al dictamen de la razón y del buen
sentido común, no puede desear la guerra para ninguna nación y menos para
su patria; porque aquella, en concepto de los filósofos, es una de las mayores
desgracias de la humanidad y en el de la teología y revelación un azote con
que Dios amenaza a los pueblos por sus infidelidades. Al paso que el estado de
paz es el elemento constitutivo de la ventura y prosperidad de las naciones, de
los pueblos y de los individuos. Por eso la santa iglesia inspirada en la doctrina
de nuestro Divino Salvador, encamina sus miras a que reine entre sus hijos el
don precioso de la paz; y las naciones y los pueblos que profesan sinceramente
el cristianismo sin la mezcla de una falsa política ciñéndose a estos principios
que, según Montesquieu, han creado cierto derecho de gentes, sólo apelan
al ejercicio del derecho de la fuerza, que constituye el estado de guerra, en
los casos de agresiones contra la honra y soberanía, contra su libertad, su te-
rritorio y demás intereses vulnerados y no satisfechos, procediendo la nación
agredida en todos sus actos con la mayor prudencia y circunspección, así en
pesar los motivos que hacen ineludible la declaración de guerra, como en
excogitar los medios de llevarla a su feliz término. Esto demuestra, carísimos
diocesanos, que si el cristianismo recomienda la paz como un don traído del
cielo a los hombres, también permite la guerra defensiva, que es la única justa
y legítima, y la que por su naturaleza está llamada a conservar en toda su fuerza
y vigor los derechos que conciernen a las naciones y a restablecer, en caso de
una invasión, el buen orden y la armonía recíproca. El mismo Dios que era
el jefe Supremo de la nación Judía reglamentó las guerras justas que debían
sostener con sus enemigos y las depuró de las atrocidades que cometen hasta
el día las naciones bárbaras; y ningún pueblo hubo, según Diodoro de Sicilia,
que sobre este punto, tuviera leyes más suaves y moderadas.

III
Fundados en los motivos que ha expresado el Supremo Gobierno, decimos,
carísimos Diocesanos, que es justa y legítima por parte de Chile la guerra
declarada a los gobiernos del Perú y Bolivia. Y, que halla enumerada, por consi-
guiente, entre las defensivas que permite el cristianismo, sin que sean necesario
repetir aquí esos motivos, por hallarse consignados con claridad y distinción
en los boletines oficiales y en los diarios que todos han visto. Basta decir que
ellos han merecido el aplauso general del país, según era de esperarlo, y han
tranquilizado a los ministros de las potencias extranjeras, con quienes Chile
ha cultivado constantemente relaciones pacíficas y cordiales.

161
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Agregaremos no obstante, a mayor abundamiento, que es tan notoria


la justicia de Chile en la presente contienda como lo es y ha sido constan-
temente su ardiente anhelo por mantener su buena armonía con todo el
mundo, y ese lazo fraternal que le unía estrechamente con nuestros vecinos.
Esta conducta se halla en perfecta conformidad con la índole y carácter del
pueblo Chileno: ilustrado, pacífico y laborioso. Así, en más de una vez, nues-
tros gobiernos se han visto precisados a llevar la guerra fuera del país, no
lo han hecho por consolidar su poder, ensanchar su territorio, ni aumentar
su riqueza, sino por suministrar un socorro a estas mismas Repúblicas que
ahora nos son desleales, y desatarlas de dominadores extraños y ambiciosos.
Esto, carísimos Diocesanos, enaltece el proceder magnánimo, equitativo y
justo de la nación Chilena.

IV
De la justicia y legitimidad atribuida a Chile, en estricto derecho, en esta con-
tienda, fluye naturalmente la conclusión que, empeñado en ella el supremo
gobierno, ha tenido sobrada razón a esperar el concurso activo y eficaz de
todos los chilenos. Así lo ha comprendido el país, y por esto hemos visto con
la mayor alegría de nuestro ánimo, que todo ciudadano, desde el desierto de
Atacama hasta el Cabo de Hornos, al primer grito de “guerra” anunciado por
los diarios, se ha puesto de pie, y se prepara a intervenir en ella del modo más
eficaz. No puede calcularse a punto de desarrollo ni duración; pero, a juzgar
por la arrogancia improvisada del Perú y Bolivia, emanada de su coalición
y su designio premeditado de humillar la cerviz de Chile, será terrible a los
beligerantes. Cumple ahora a todos vosotros, carísimos Diocesanos, llenar
con prontitud el deber sagrado que os impone la patria amenazada por sus
enemigos, volando a su defensa en alas de vuestro acendrado patriotismo.
Llegada es la época en que todo ciudadano capaz de tomar las armas, acuda
presuroso al son de la trompeta, y, cual militar esforzado. Ocupe el puesto
que se le asigne. Nadie sin incurrir en la nota de cobarde o de traidor a la
patria, no hallándose legítimamente impedido, puede excusarse de prestar
sus servicios con denuedo y perseverancia. En general, todos, sin distinción
de edad, clase, condición, estado, sexo y profesión, han de cooperar con su
contingente de ilustración, pericia, influencia, fortuna o intereses a la defensa
de su patria agredida, funcionando cada cual en la esfera de sus atribucio-
nes, y en proporción a sus aptitudes, y según la necesidad y circunstancias lo
requieran.
Si no todo ciudadano se encuentra hábil para tomar las armas y enro-
larse en las filas de nuestros bravos militares, ninguno sin embargo ha de

162
Documentos Oratoria sagrada

considerarse incapaz; ya sea como los Párrocos, avivando entre sus feligreses el
fuego sagrado de amor a la patria, e inculcándoles los altos deberes que pesan
sobre ellos, lo mismo que los sabios respecto de los ignorantes, y los padres
respecto de sus hijos, los ricos, cercenando de sus gastos superfluos alguna
parte, y aún los pobres en cuanto lo permitan sus cortos haberes depositando
todas sus erogaciones espontáneas en manos de las comisiones, destinadas a
colectar fondos para la guerra. Ora las dignas señoras pueden dedicarse con
provecho a confeccionar los vestuarios que fuere preciso al equipo de las
tropas, y a preparar los útiles necesarios y convenientes a la curación de los
heridos, ora la tierna juventud, celebrando los triunfos de nuestros héroes
con las producciones de su ingenio, bajo la dirección de sus hábiles maestros,
y destinando su producto al remedio de las necesidades más apremiantes. En
fin todas estas clases de nuestra sociedad y otras que individualizamos, han
de cooperar al sostenimiento y al feliz término de esta guerra, en que se halla
comprometido seriamente el honor, los intereses y el porvenir venturoso de
nuestra amada patria.
Tal es la senda inspirada por la religión y el sentido común, y legada
para esplendor de nuestro nombre por los próceres de nuestra gloriosa
Independencia. El recuerdo de sus victorias no lejanas, debidas a su fe firme
y vigorosa y a su ardiente patriotismo. Ha sido siempre para todo ciudadano
Chileno un fuerte estímulo que le hace arrostrar con serenidad imperturbable
todo género de sacrificios, incluso el de su propia vida.
Toda vez que son reclamados en obsequio de su patria. Así es, carísimos
Diocesanos, cómo el ciudadano chileno ha ornado siempre su frente con los
laureles del triunfo, y la patria agradecida consigna sus nombres en la historia
con una página de oro a fuera del galardón eterno que les aguarda. Y aquí
es donde debo encomiar a ese valiente y abnegado ejército de mar y tierra, a
quien ha cabido la suerte de presentarse primero que vosotros al frente del
campo enemigo, que ha principiado la campaña con un valor y entusiasmo
insuperables, y que aguarda con ansia el momento decisivo de nuestra suerte.
Ellos son y deben ser un objeto muy caro a nuestro corazón, y no dudo que
de ellos ha de poder hacerse un día el cumplido elogio que el historiador
sagrado formó en otro tiempo de la estirpe santa de los Macabeos, por haberse
mostrado resueltos a morir por su patria y por sus leyes. Constantes effecti sunt,
et pro legibus, et patria mori, parati.– Mach. 2 c. 8.º v.21.
Que su noble ejemplo sea imitado por las clases que componen la familia
chilena de estas tres provincias de mi Diócesis de manera que llamados al
servicio activo por las autoridades locales, acudan presurosos a secundar los
esfuerzos heroicos de nuestros compatriotas del norte.

163
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

V
La patria satisfecha de la cooperación unánime y ardorosa de sus hijos, enar-
bola con santo orgullo el pabellón tricolor, símbolo de sus pasados y futuros
triunfos, y sin contar el número de sus enemigos se lanzan a la lid majestuosa
y brillante. Siendo también piadosa por excelencia, enarbola al mismo tiempo
el estandarte de su fe religiosa, como que es su timbre más glorioso y su más
firme escudo de defensa en sus necesidades y peligros. Las naciones cristianas
que, como la nuestra, no se han contaminado aún con ciertos errores de la
época, no miran las calamidades públicas como puro accidentes, sin relación
alguna con los designios del cielo si bien como oportunos avisos que nos
llaman al fiel cumplimiento de nuestros deberes, respecto a él y a nosotros
mismos. Por eso al primer asomo de una gran calamidad, como la guerra,
ordenan negativas públicas, sabiendo que ese Dios que dirige la naturaleza a
su fin, desde el sol hasta la hoja caída del árbol, movido por los ruegos de sus
fieles servidores, o por los gemidos del pecador, puede y quiere, o librar a los
pueblos completamente de ella, o abreviar los días de la prueba, sacándoles
triunfantes de sus enemigos.
Es muy fácil, asegura el historiador sagrado que muchos sean vencidos
por unos pocos; y en la presencia de Dios no hay diferencia entre librarnos
con pocos o muchos, porque la victoria de la guerra no depende de la multi-
tud del ejército, sino de la fortaleza que desciende del cielo. Machab. 3.º 18,
19. ¡Ay de aquella nación que espera únicamente de sus propias fuerzas la
gloria del triunfo! No sería raro ni sorprendente que saliera defraudada en
sus halagüeñas esperanzas. Así vemos que por no haber acudido a él de un
modo conveniente, muchas generaciones de los primitivos tiempos y algunos
de los recientes, unos han desaparecido, como desaparece la hoja seca ante
el violento huracán y otras han decaído de su grandeza y esplendor.
Muy al contrario vemos que sucede cuando los pueblos y sus gobernan-
tes, ofreciendo a Dios en tal conflicto la sinceridad de su amor junto con el
arrepentimiento de sus flaquezas, empeñan su bondad y su misericordia. El
piadoso Josafat orando en el templo de Jerusalén circundado de su pueblo y
de los sacerdotes y Levitas, triunfa, aún sin combatir, da las diversas naciones
que se habían confederado para destruirlos, toma sus cuantiosos despojos, y
rinde en seguida al Señor el justo tributo de su gratitud: los ilustres Macabeos,
con un puñado de valientes, desbaratan en cien combates las numerosas
huestes adunadas contra su patria y sus leyes: el gran Constantino con el
Lábaro, insignia gloriosa de nuestra santa religión, triunfa de la orgullosa
Roma dominada por Majencio: las legiones Romanas a punto ya de sucumbir
en los montes de la bohemia, sacian su ardiente sed y derrotan a los Quados
y Mancomanos socorridos del cielo por la súplica humilde y confiada de la
legión Melitina, compuesta en su totalidad de soldados cristianos. Y si nuestro

164
Documentos Oratoria sagrada

Chile se cuenta hoy entre las naciones libres es por eso cuanto los padres de la
patria pusieron la justicia de su causa, y sus heroicos esfuerzos por sostenerla,
bajo la protección del Señor y de la soberana reina del cielo, cuya poderosa
intercesión se confiesan deudores así ellas como sus descendientes.
Veis, carísimos Diocesanos que la bandera tricolor de Chile enarbolada y
sostenida por sus hijos, continua para nuestra dicha y felicidad, plantada en
el pabellón invencible del Dios de los Ejércitos, y a ese trono inaccesible debe-
mos penetrar, valiéndonos para ello del arma poderosa que puso en nuestras
manos el mismo Dios. Apelemos a la oración común y particular, como lo han
hecho esos hombres de fe, esperanza y caridad. Y con ella empañaremos su
omnipotencia, bondad y clemencia de manera, que descienda sobre nuestro
ejército de mar y tierra el don de fortaleza indispensable para triunfar de los
enemigos, el don de sabiduría y de consejo sobre nuestros dignos gobernantes,
a fin de que todas sus altas deliberaciones tengan el más feliz éxito; y el don
de piedad y de temor de Dios sobre todos los chilenos de suerte que trabajen
con empeño en la santificación de sus almas, y tributen al señor la alabanza,
el honor y la gloria que le debemos por mil títulos, y especial protección.
Orad, carísimo Diocesanos, sin intermisión, y como el piadoso Josafat y su
pueblo, pedid al Señor con toda la efusión de vuestra alma no permita que
esta su heredad sea puesta a merced de los que intentan reducirla al oprobio
y ludibrio de las gentes. Ne des haereditatem tuam in perditionom.
Vuestras oraciones no se volverán inútiles y tendrán la misma eficacia que
las que hacían los Patriarcas y otras almas piadosas, siempre que las dirijáis
adornadas de fe viva, pureza de intención y perseverancia, y, sobre todo, en
nombre de Jesucristo, que tiene por cierto mejores títulos para ser atendido
que todos los justos que han florecido en la antigua y nueva ley, y descansando
además sobre su palabra infalible. Si quid petieritis Patrem etc.– Joan 16,23.
Vosotros, venerables sacerdotes y amados Párrocos que, por vuestro minis-
terio estáis en inmediato contacto con los pueblos encomendados a vuestro
cargo pastoral, explicadles de continuo la necesidad e importancia de orar con
frecuencia en la situación difícil que atravesamos, y los requisitos que han de
acompañar a su ocasión, para que sea acogida favorablemente. Hacedles enten-
der el verdadero amor a la patria, y lo que están obligados a hacer en obsequio
de ella; y al mismo tiempo, que se ejerciten en buenas obras para hacerse dignos
de la divina protección que buscamos rendidos. Sin olvidaros, en fin, de clamar
vosotros, no sólo entre el vestíbulo y el altar, como los sacerdotes de la antigua
ley, sino en el augusto sacrificio que inmoláis diariamente, que es el más grato
a Dios y el más conducente a conseguir las gracias que solicitamos.
Y para que nuestra plegaria, hecha en público y en común, a modo de
una columna de incienso suba condensada por el afecto universal hasta el
seno de Dios, y pueda ser más fácilmente despachada, pasamos a prescribir
las ordenaciones siguientes:

165
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

1.ª Los sacerdotes de nuestra Diócesis dirán en la misa, cantada y rezada


la selecta pro tempore belli, en todos los días que lo permita el rito de la Iglesia,
hasta que termine la presente guerra.
2.ª En la capilla que sirve a la Catedral y en las iglesias parroquiales se
celebrará una solemne rogativa a la santísima Virgen, cantándose en la misa
de los nueve días las letanías llamadas Lauretanas; y en el último día, a la
una de la tarde, saldrá de dicha catedral una procesión con el canto de las
Letanías de los Santos, la que terminará en la capilla de las hermanas de la
caridad cristiana, situada en esta ciudad. Queda al arbitrio de los Párrocos
la designación de la hora para hacer dicha procesión en su respectiva iglesia
parroquial.
3.ª Los rectores de las iglesias mencionadas, durante el mismo tiempo,
cuidarán de exponer el Santísimo Sacramento a la veneración pública en los
domingos y demás días festivos, desde las doce del día hasta las tres de la tarde,
terminando la exposición con el Trisagio cantado o rezado, según fuere posi-
ble. Y en las iglesias donde cómodamente se pueda y no haya dificultad para
la asistencia de los fieles, dispondrán los mismos rectores que diariamente se
rece el santo rosario a la Santísima Virgen.
4.ª Encargamos a nuestros amados Diocesanos que, en todos estos públicos
de religiosa piedad, ofrezcan a Dios sus comuniones y demás obras buenas
que practiquen, por el término pronto y feliz de esta contienda, por la felici-
dad eterna de las víctimas sacrificadas en ella, y porque sobrevenga a nuestra
patria una paz sólida y durable mediante su triunfo.
5.ª Esperamos que las religiosas de nuestra Diócesis harán todo lo que
esté de su parte y les sugiera su devoción y caridad ardiente por contribuir
a tan importante objeto. Del mismo modo se ruega a las comunidades de
religiosos varones que en cuanto les sea posible se acomoden a lo prescrito
en los arts. 2º y 3º.
Esta carta pastoral será leída en dos días festivos de más concurso en todas
las iglesias de nuestra Diócesis, a fin de que llegue a noticia de todos. Que es
dada en la ciudad de S. Carlos de Ancud a doce de mayo de mil ochocientos
setenta y nueve.

J. FRANCISCO DE PAULA,
Obispo de Ancud.

166
ALOCUCIÓN RELIGIOSO-PATRIÓTICA DE RAMÓN ÁNGEL JARA
EN LA DESPEDIDA DEL BATALLÓN CHACABUCO*

Soldados de Chacabuco:

Ha sonado ya para vosotros la hora del supremo sacrificio. No es lo más difícil


para el guerrero presentar su pecho a las balas, en el campo del combate,
cuando, ardiendo en santa ira, se tiene al frente al enemigo de la patria; su
más penoso deber es abandonar el cielo que le vio nacer, el hogar en que
se meció su cuna, romper, con rudo esfuerzo, los lazos que ligan su corazón
al corazón de la madre, de la esposa y de los hijos, y partir con la horrible
incertidumbre de si volverá cargado de laureles o si es el viaje de la eternidad
que emprende.
¡Solemne momento, señores! Por eso es que la religión y la patria me
envían, como sacerdote de Dios. Para alentar nuestro denuedo y bendecir
vuestro heroísmo.
Por eso es que nuestros amigos y vuestros deudos me encomiendan daros
en su nombre, la postrera despedida.
Tranquilos y felices vivíais hasta ayer, formando el encanto de vuestra
sociedad los unos y trabajando honradamente en el taller los otros, cuando la
patria, insultada cobardemente por la insolencia y perfidia de dos naciones,
lanzó el grito de guerra y convocó a sus hijos para defender su honor. Y vosotros
valientes del Chacabuco, volasteis de los primeros, probando así que no cabía
dilación en vuestras almas, cuando se trata de la salvación de Chile, y que ni
los halagos de la fortuna, ni las necesidades del hogar podrán ser obstáculos
a que vuestros brazos manejasen con robustez la espada y sostuviesen vigoroso
el fusil. La constancia y los desvelos de vuestros jefes os han adiestrado en
pocos días y hoy, que el peligro arrecia, la patria reclama vuestra presencia en
el campo mismo de la acción. Preparados están ya vuestros bagajes, lucientes
vuestras armas, provistas las cartucheras, desplegada está vuestra bandera y
en pocas horas más, el vapor os arrebatará de nuestra vista.
Pero antes, como soldados cristianos que sois, venís a doblar vuestra rodilla
ante el Dios de las batallas que os dirige y ante el altar de María que ha de ser
vuestro escudo en la pelea.

* El Estandarte Católico, Santiago, 17 de mayo de 1879.

167
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Pues bien, no salgáis del templo, sin haber antes jurado, sobre la empuña-
dura de vuestras armas, que grabaréis en vuestros corazones estas dos palabras:
virtud y abnegación; ¡ellas os llevarán a la victoria!
Dios ha impuesto al hombre el deber sagrado de amar a la patria y de
defenderla, hasta rendir por ella la vida, si es preciso. El guerrero cristiano va,
pues, al combate, obedeciendo a su conciencia y desempeñando el honroso
cargo de ministro de la justicia de Dios. Para cumplir su cometido lo abandona
y lo sacrifica todo. Inmola hasta su propia voluntad para no recorrer más ley
que la de del jefe superior; sabe que el libro de la vida y su valor se inflama
ante la idea de que, si en lid sucumbe, su alma volará a los cielos, porque ha
muerto mártir de su deber y en el puesto en que Dios le ha colocado.
Así se explica cómo la virtud hace invencible al soldado cristiano, cómo le
purifica y le engrandece hasta trocarlo en santo! Así se explica cómo el héroe
que canta Homero se empequeñece y apaga ante la gloria del héroe inmortal
de Tasso. Los triunfos de Agamenón no alcanzan a borrar la disolución de
sus costumbres, en tanto que la fe y la piedad de Godofredo, la forman una
aureola de grandeza que deslumbra.
En ese tipo del militar cristiano aprendieron nuestros viejos guerreros
que no hay soldado más valiente que el más virtuoso soldado. Bien lo sabéis
vosotros: purificando sus conciencias, al pie de los altares, se encendía el he-
roico ardimiento de los bravos de nuestra independencia, y nuestras crónicas
refieren que, más de una vez, se vio al ilustre O’Higgins, a la cabeza de su
tropa, rezar devotamente el rosario para que María protegiera. ¡Ah! Que el
batallón Chacabuco sea inmaculado en sus costumbres, y tened seguro que él
será modelo de disciplina militar y de heroísmo en el combate ¡que la virtud os
guíe y la iglesia y la patria recogerán con respeto vuestros nombres, y nuestras
hazañas serán sublimes lecciones para los hijos de nuestros hijos!
Como del sol brota la luz, así de la virtud nace la abnegación. ‘Si me pre-
guntáis, decía el gran Turena, ¿cuál es el secreto de la victoria? Yo respondo
sin vacilar, que la abnegación de los soldados. La más hábil dirección de un
general de nada sirve si el corazón del soldado no la acepta con entusiasmo
y la realiza sin temor.
A la verdad, si el guerrero no se impone la generosidad del sacrificio,
deja de ser el defensor de la honra de su patria, para trocarse en un esclavo
asalariado: para él será lóbrega prisión el cuartel, despotismo la ordenanza,
crueles tiranos son sus jefes, insoportables las privaciones del campamento, y
por fin, de terrores y zozobras la hora tremenda del combate.
No así el soldado a quien inspira una sublime abnegación: convencido
de su augusta misión su corazón olvida todo amor y sentimiento que pueda
debilitar un tanto al sagrado amor de la patria.
Defendedla; su cuartel es la escuela en que departe su descanso con los
compañeros de la fila; en cada jefe ve un amigo, y su valor suspira el feliz

168
Documentos Oratoria sagrada

instante en que pueda castigar al enemigo, aunque preciso sea caer envuelto
en su bandera. ‘Abnegación soldados –gritaba Napoleón a sus ejércitos en los
campos de Marengo– y os respondo de la victoria!’. Pues bien; que esa hermosa
palabra se grabe en vuestros pechos, valientes del Chacabuco!
Vais a emprender una jornada, donde cada paso que deis marcará una
huella de generosos sacrificios. Comenzáis por abandonar vuestras familias
y continuaréis por sufrir el cansancio, el hambre y el frío hasta concluir por
derramar vuestra sangre y morir así si es necesario; pero, tened abnegación,
y no queráis seguir jamás el camino que el desaliento muestra a los cobardes,
sino fijar siempre la mirada en el templo de la gloria que os aguarda!
¡Virtud y abnegación! Ese es el lema que ha de hacer inmortal nuestra
bandera.
Mas, vuestros momentos son preciosos, y preciso es que partáis llenos de
fe y de ardoroso entusiasmo volad a los campos del honor; pero antes dad
una última mirada a ese cielo purísimo que nos cubre, a esas montañas de
granito, hinchadas de riquezas, a esos ríos que se desatan caudalosos, a esos
bosques en que gorjean nuestras aves, a esos jardines que esmaltan nuestras
flores; mirad nuestras ciudades con sus templos y palacios, mirad nuestros
hogares, medid las riquezas de amor que ellos encierran, y después decidme si
no marcháis dispuestos a sucumbir todos, antes que permitir que tan valiosos
tesoros hubieran de ser la herencia de Perú y Bolivia esos Judas traidores de
mi patria!
¡Ah, sí! Por el Dios de nuestros padres, denodados guerreros, salvad a
Chile, defended nuestra libertad.
Id a reuniros con los valientes soldados que pueblan el desierto; llevadle
nuestra admiración y nuestros recuerdos, y ellos al ver a la flor de nuestra
juventud y a nuestros mejores obreros formando una brillante legión, se
inflamarán aún más en sacro fuego para defender la patria que tales hijos
engendra.
Partid, y recordad, soldados del Chacabuco, que a vosotros toca hacer
este nombre doblemente glorioso en nuestra historia.
Chacabuco ha sido hasta hoy el campo de una gran victoria; mañana será
además el nombre que recuerde una hueste de guerreros invencibles.
Partid, y cuando llegue el día, no distante, en que el sol os sorprenda
armados en batalla, teniendo al frente los ejércitos enemigos y sintáis rodar
nuestros cañones y herir el suelo con sus cascos nuestros corceles y oigáis los
ecos del clarín y los redobles del tambor que os anuncien la hora decisiva
¡ah! evocad entonces los nombres gloriosos de O’Higgins, los Carreras y los
Rodríguez; acordaos del Roble, Chacabuco y Maipo, e invocando al Dios de
los Ejércitos y a María la reina de nuestras armas, lanzaos como leones sobre
los pérfidos enemigos. Romped sus filas, sembrad la muerte, pisotead sus
manchados estandartes, y cuando les hayáis vencido, abridles vuestros brazos,

169
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

recordando que son nuestros hermanos. Dadles ejemplo de nobleza y caridad,


como cumple al buen soldado y al generoso cristiano. Volveréis cargados de
victorias y cubiertos de gloriosas cicatrices a recibir el lauro inmarcesible que
os tejerá un pueblo agradecido. Si caéis en el puesto del honor, la patria eter-
nizará en el bronce vuestro nombre y la iglesia levantará en sus templos un
altar que regaremos con lágrimas de gratitud, y donde se ofrecerá la víctima
divina por vuestro eterno descanso.
¡Adiós valientes militares! Adiós soldados de Chacabuco. Que los lazos
del amor y de la obediencia os mantengan siempre unidos en tanto que por
vosotros elevaremos al cielo día a día nuestro ruego.
Partid; atravesad los desiertos y como al pueblo de Israel, si os quema el
sol las nubes os hagan sombra; si el pan os falta que os llueva maná del cielo;
si el agua no encontráis, que broten torrentes de una roca; si a vuestro paso
se opone el enemigo, para humillarlo, que detenga el sol su luz, y si aquel se
atrinchera en sus ciudades, que sus muros se desplomen y os abráis camino
al golpe de nuestras armas hasta elevar nuestra bandera a tanta altura que la
América toda la salude con respeto.
Tal es vuestra misión; para cumplirla, sed virtuosos y abnegados.
¡Adiós, soldado del Chacabuco y en nombre de la amistad, de la familia,
de la sociedad y de la iglesia, por última vez, adiós”.

170
ORACIÓN FÚNEBRE EN HONOR DE LOS CHILENOS MUERTOS
EN LA JORNADA NAVAL DE IQUIQUE, EL 21 DE MAYO DE 1879,
PRONUNCIADA EN LA CATEDRAL DE SANTIAGO POR EL
P. D. ESTEBAN MUÑOZ DONOSO, EL 10 DE JUNIO DE 1879*

Vivent mortui tui…


expergise mini et laudate
qui habitatis in pulvere:
quia ros lucis ros tuus.

Tus muertos vivirán…


despertaos y cantad
los que habitáis en el polvo del sepulcro:
porque tu rocío, Señor, es rocío de luz.-
(Isaías, cap. XXVI, v. 19).

Excelentísimo señor172:
Ilustrísimo señor173:
Señores: ¡yo no sé si cantar o llorar!…

Este fúnebre aparato, el dolor que se pinta en vuestros semblantes, el luto de


tantos hogares, arrancan lágrimas al corazón; pero los ecos del vivo entusiasmo
que aún resuenan hasta en los confines de la república, la luz de inmensa
gloria con que brilla la imagen querida de mi patria, ponen en los labios del
alma himnos de admiración y de júbilo. ¡Ah! esas nobles vidas segadas en flor,
esas madres desoladas, tantas esposas sumergidas en llanto, tantos huérfanos
que preguntan por sus padres, en medio de la alegría universal, me obligan,
sí, me obligan a llorar. Pero esos jóvenes generosos que de un solo golpe se
han ceñido la difícil corona de los héroes, esa espléndida victoria inaudita en
los anales de la guerra, ese heroísmo sublime así en los que se sucumben en
los brazos de la gloria, como en los que, una contra ciento y en frágil tabla,
vengan a sus hermanos, estrellando contra las rocas y pulverizando con valor

* El Estandarte Católico, Santiago, 10 de junio de 1879.


172 S. E. el S. D. Aníbal Pinto, Presidente de la República.
173 El Ilmo. S. D. Joaquín Larraín Gandarillas, Obispo de Martyrópolis y Vicario Capitular
de Santiago.

171
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

indomable una poderosa y acerada nao, me obligan a cantar la belleza del


heroísmo y las inmortales hazañas que inspira el amor santo de la patria!
¡Oh, señores, sí, cantemos y lloremos! Cantemos a los héroes, a los mártires
de un amor sublime, lloremos a nuestros hermanos; y ya que no nos es dado
hacerlo sobre su lejana tumba, corran nuestras lágrimas de gratitud ante los
altares de Dios: sean ellas, en parte, la expiación y el sufragio que atraigan la
misericordia divina sobre las almas de esos muertos queridos.
Al expresar, señores, nuestro duelo por la pérdida de los héroes de
Iquique, y cuando aún estamos en el comienzo de la tremenda guerra a que
nos han arrastrado los enemigos, debe ser varonil nuestro dolor y nuestras
lágrimas ardientes, de modo que enciendan más y más en los corazones el
fuego del amor patrio.
En tales circunstancias, el elogio fúnebre de los que caen, como cayeron
en Iquique esos ínclitos chilenos, debe ser un canto al heroísmo.
Yo leo en el más sublime de los profetas estas palabras de esperanza y de
vida: “Tus muertos vivirán… despertaos y cantad vosotros los que habitáis en
el polvo del sepulcro; porque tu rocío, Señor, es rocío de luz”. Aunque ellas en
su literal sentido se refieran a la resurrección de los justos, podemos aplicarlas
en sentido moral a la inmortalidad que se han conquistado nuestros héroes de
Iquique. Veamos cómo ellos se han glorificado y han glorificado a su patria.
¡Y tú, Señor, Dios de los Ejércitos, que amas a los héroes, tú que encendiste
en el corazón del hombre la llama celestial del heroísmo para que lo guiase
y lo inflamara en defensa de la patria y en defensa de la justicia, pon en mis
labios palabras de verdad y admiración, palabras de consuelo y esperanza!
Nunca, señores, aparece el hombre más grande y admirable que cuando se
eleva a la región altísima de la virtud heroica. Entonces se olvidan las humanas
miserias, la materia vil se transforma en ropaje de luz y se palpa la imagen y
semejanza de Dios. Entonces caen espontáneamente de nuestros labios las
palabras de David: “Lo hiciste, señor, poco menos que al ángel, lo coronaste
de honor y de gloria”.174
Ni el brillo de la púrpura real, ni los resplandores del oro y de las pie-
dras preciosas, ni la aureola misma del genio, hacen resaltar la grandeza del
hombre, como el heroísmo, que lo ennoblece y sublima. Los horrores y las
riquezas apenas si lo escoltan hasta la tumba; el genio es en buena parte obra
de la naturaleza. Sólo en el heroísmo es donde se ve al hombre en toda su
majestad y poder, luchando contra su propia miseria, contra las más dulces
inclinaciones de su ser; sólo en él sin más armas que la energía de su voluntad
canta victoria sobre sí mismo. Por eso las acciones heroicas ejercen sobre los
hombres una influencia verdaderamente mágica, su luz los atrae, su luz los

174 Salmos 8.

172
Documentos Oratoria sagrada

purifica. ¿No habéis observado, señores, lo que os sucede cuando presenciáis


un acto heroico? El corazón se ensancha, el alma se eleva y olvida los intere-
ses del tiempo, como si quisiera volar a su origen divino. Cuando la inaudita
victoria de Iquique estremeció de gozo nuestros corazones, se vio a hombres
separados por odios personales o de raza estrecharse con abrazo fraternal.
El tiempo es la pesada loza que cubre todas las grandezas humanas, pero
es impotente para apagar los rayos del genio y del heroísmo.
Los espléndidos palacios desaparecen, las ciudades populosas se reducen
a míseras ruinas, aun las naciones pasan, que todo lo gasta el roce incansable
de los siglos. ¡Ah! id a las Termópilas; y un simple pastor, que no sabrá deciros
en dónde se alzaron las ciudades y los admirables monumentos de la antigua
Grecia, os señalará el lugar donde brilló la gloria de Leónidas y de sus invic-
tos compañeros. Ella es hoy como entonces una viva llama que arde en esas
cumbres memorables e ilumina las sombras de los que se sacrificaron genero-
samente por la patria. Sí, en los sabios y en los héroes sobreviven las naciones.
Pasaremos nosotros; desaparecerán nuestras ciudades; aun los monumentos
que con tanta razón erigiréis a estos muertos gloriosos; podrá en los siglos
futuros borrarse hasta el nombre de Chile: pero vivirá el de Arturo Prat y el de
los héroes de Iquique. Vivent mortui tui. De aquí, señores, aquel sentimiento
innato en el hombre, aquel destello precioso de sus eternos destinos que lo
hace luchar contra el olvido y anhelar la inmortalidad de la gloria. No es ésta
una palabra vana para los que unieron la virtud al genio o a las acciones he-
roicas. Nada nos impide creer que la fama póstuma forme parte de la dicha
accidental de los justos. En los libros santos el anciano Matatías exhorta a sus
hijos a que adquieran grande gloria y eterno renombre: et accipietis gloriam
magnam et nomen aeternum.175
La Iglesia Católica rinde culto al heroísmo. Él meció su cuna; él es su más
hermosa corona. ¿Qué son esos atletas de la gracia, los mártires y demás santos,
sino hombres que en el orden sobrenatural practicaron en grado heroico
las virtudes? ¿Cuál es el más elocuente símbolo del cristiano, bajo qué forma
adoramos al Dios Redentor? Bajo la forma del crucificado. Él es el héroe de
los héroes, hizo de la cruz el emblema de un heroísmo divino y del Gólgota
la peana de su gloria infinita.
Isaías nos habla de la gracia, cuando dice que Dios derramará sobre los
huesos de los justos un rocío de luz cuya fuerza los hará revivir gloriosos. El
heroísmo de que tratamos es también entre los dones naturales de Dios, como
un celestial rocío que cae sobre el nombre de los valientes y los reviste de luz
inmortal: ros lucis ros tuus.

175 Macabeos L. 1 – C. 2.º V. 51.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Ahora bien, señores, ¿en qué grado practicaron ese heroísmo los chile-
nos muertos en Iquique? En el más alto grado, en el holocausto de sus vidas
sacrificadas en aras de la patria. ¡Ah! nuestros corazones agradecidos se com-
placerán en recordar una y otra vez las circunstancias de acción tan generosa:
la gratitud besa siempre la mano del bienhechor.
El 21 de mayo de 1879 será una época memorable y gloriosísima en
nuestra historia; se grabará con letras de oro al lado del 5 de abril y del 12
de febrero.
Bien lo sabéis: la Esmeralda y la Covadonga, las más débiles de nuestras
naves fueron sorprendidas entonces en la rada de Iquique por el Huáscar y
la Independencia, todo el nervio de la marina peruana. Dos férreos colosos de
estos en que el arte moderno de la guerra acumula todos los elementos de
muerte y destrucción, al mismo tiempo que los hace casi invencibles, atacan
a dos viejas y gastadas naves de madera.
Un solo barco de aquella clase ha bastado para poner en fuga o vencer
a numerosas escuadras. Por eso apenas se extendió el rumor de la sorpresa,
el dolor embargó vuestros corazones, creíste locura pensar en la victoria. Os
olvidasteis del heroísmo, medio natural de que Dios se vale para proteger a
los débiles. Esas naves tenían gloria y esa gloria inspiró a sus capitanes y los
hizo más fuertes que el hierro y el acero. Arturo Prat ha recibido orden de
mantener el bloqueo de Iquique y la cumplirá aunque sea contra el poder de
toda la escuadra enemiga: muerto él, se romperá el bloqueo; mientras viva,
no. ¡He ahí el mártir del deber! Pudo ceder a la fuerza mayor y rendirse sin
disparar un tiro; no habría merecido alabanza, pero tampoco nota de cobar-
de: muchos valientes hay en la historia que en tales circunstancias rindieron
su espada. Pudo después de dos horas de tenaz resistencia arriar el pabellón
chileno; Prat y los suyos habrían sido prisioneros gloriosos. Pudo, siquiera,
ya agotadas las municiones y muerta la mayor parte de la tripulación, y sin la
menor esperanza de triunfo, salvar su vida, quedando incólume y altísimo el
honor. No, resiste y lucha y ataca hasta morir. ¡He ahí el héroe!
¡Y cuánta serenidad en ese heroísmo sublime del guerrero cristiano
que se sacrifica por la patria! No teme; no se turba; alienta a los suyos; los
hace prometer que no se rendirán aunque lo vean cadáver: a todo atiende y
aprovecha hasta el último soplo de vida en dañar el enemigo. ¿Quién puede
pintar, señores, ese cuadro de horror y de gloria? Mi alma vuela en aras de la
admiración y de la gratitud, a esas olas agitadas, rasga esas nubes de himno
pavoroso y contempla a ese puñado de héroes sin par. Están en la flor de sus
años, muchos son casi unos niños; pero nadie flaquea, todos quieren morir
por la patria. Luchan contra torrentes de mortífero fuego de parte de mar
y de parte de tierra, contra nuevas y numerosas embarcaciones y contra el
incendio en su propia nave. ¡Cada cual en su propio puesto, nadie se rinde!

174
Documentos Oratoria sagrada

Brilla en sus frentes serenas, cual rayo celestial, la resolución sublime de morir
antes que arriar el pabellón chileno.
¡Cómo se abrazan los unos a los otros y se dan la eterna despedida! ¡Oh
dolor! ¡Esperar a cada instante por largas horas el momento supremo; ver el
espectro horrible de la muerte que se complace en derramar gota a gota su
acíbar sobre corazones juveniles llenos de esperanza y de vida! ¡Cuántas tiernas
y queridas visiones se les presentan entre el himno del combate y les hablan el
lenguaje del alma! ¡Aquella es la imagen de los ancianos padres que conjuran
al hijo para que no enlute sus canas, que no los abandone en los últimos años
de una vida consagrada toda a sus desvelos y solicitud! Esta es la imagen de
una esposa que desgreñada y sumergida en llanto, tiende los brazos al que es
la mitad de su corazón y le dice: ‘¿por qué me condenas a prematura viudez?’
Allá son los hijos queridos que por la vez postrera se cuelgan al cuello de su
padre, y claman llorando: ‘¡Ay, te vas para siempre! ¿Qué te hemos hecho
para que nos dejes en mísera orfandad?’. Pensar que una sola palabra habría
bastado a nuestros héroes para satisfacer a tan dulces y nobles sentimientos, y
que no la pronunciaron por aumentar tu gloria, ¡oh cara patria! ¡Eso inflama
a todo corazón chileno de admiración y gratitud!
Sí, después de Dios, la imagen de la patria los sostuvo en tan dura prueba.
Yo los veo dirigir de vez en cuando, sus miradas al sombrío horizonte que les
oculta a su hermoso Chile: buscan por última vez estas altas montañas, estas
verdes llanuras, estos ríos, estos bosques, estas ciudades y hasta las olas amigas
de este tranquilo mar. ¡Ah! el recuerdo de las alegrías pasadas, de los beneficios
que deben a su patria los conforta más y más en su heroica resolución.
Largas horas de sangriento y desigual combate tienen a la Esmeralda llena
de estragos, heridos y cadáveres. El enemigo desesperando ya de ver arriar
el glorioso tricolor chileno resuelve cantar su vergonzosa victoria. Aquella
inmensa roca de acero se lanza contra nuestra frágil y despedazada nave. Esta
le opone los pechos de sus valientes, y en vano el choque siembra muerte y
destrozos, porque sólo se oyen los vítores a la patria ¡nadie se rinde! El sublime
Prat hace un esfuerzo supremo, da el grito y el ejemplo de abordaje y, hacha y
revólver en mano, salta sobre la cubierta del Huáscar, esperando quizás poder
estrellarlo contra las rocas.
¡Un segundo y más terrible choque acaba de destrozar a la Esmeralda,
pero aún truena el cañón chileno y nadie se rinde! Un nuevo héroe, Ignacio
Serrano, con unos cuantos valientes siguen las huellas de Prat y caen sobre
la inexpugnable cubierta del Huáscar… un tercer golpe abre los abismos
bajo los pies de nuestros heroicos compatriotas; pero el postrer aliento de la
Esmeralda es un último disparo dirigido por el animoso joven Riquelme: ¡la
nave se hunde y todavía nadie se rinde! Cuando el enemigo espera la palabra
rendición, suena como salido de las olas el último ¡viva Chile!, digno epitafio
de aquella tumba abierta en el inmenso mar. Así desapareció esa nave gloriosa,

175
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

verdadera esmeralda de la corona de nuestra patria. Anhelaba el enemigo


hacer de ella un trofeo de victoria, más sólo consiguió el pobre honor del
sepulturero; recogió pocos náufragos y muchos cadáveres.
¿Qué era en tanto de vosotros, impávido Prat, heroico Serrano, magná-
nimo Aldea y de vuestros generosos compañeros? Caísteis uno contra ciento,
vengando vuestra perdida nave, y como caen los héroes de la guerra, hirien-
do y matando! Más de ciento cincuenta víctimas se sacrificaron en aras de
la patria. Sus despojos flotaron sobre las olas; pero el ángel del heroísmo se
alzó sublime, brillante como el sol del mediodía que alumbraba la escena, los
cubrió con alas de luz, grabó aquellos nombres en el libro de la inmortalidad,
los esparció a los cuatro vientos de la tierra, obligó a los mismos enemigos a
rendirle homenaje de admiración y respeto, y, como lo esperamos, purificó
esas almas con tan noble martirio.
Señores, yo registro en vano en la historia de los héroes antiguos y mo-
dernos una hazaña que sobrepuje a la de Prat y de sus ínclitos marinos; no
la encuentro. Sí, estos muertos vivirán, Vivent mortui tui. Cuando los viajeros
surquen esos mares, tenderán ansiosas sus miradas buscando las augustas
sombras de Prat, Serrano, Aldea, Riquelme y demás hijos de Chile, muertos
allí el 21 de mayo de 1879.
¡Oh negras playas de Iquique, oh mares siniestros! que huya de vosotros
el navegante, que sólo os visiten los monstruos de las aguas, que el ave soli-
taria gima en vuestras rocas, que siempre os azoten los huracanes y las fieras
tempestades, porque visteis caer a los héroes de mi patria, porque bebisteis
la sangre de su juventud generosa!
Pero no, señores, tal imprecación sería justa, si el heroísmo chileno
hubiera sido estéril: la más espléndida victoria fue su primer fruto. Prat y
sus compañeros no se dejaron matar por vanidad o desesperación, no, ellos
preveían las trascendentales consecuencias que su rendición o sacrificio
traerían a la patria.
Si Prat y los suyos no luchan hasta la muerte, la Covadonga habría sido
presa del enemigo, o en vez de celebrar su hazaña lamentaríamos hoy su
destrucción. Sin amenguar en nada la gloria del denodado Condell y de sus
valientes marinos, es indudable que sus lauros no habían germinado sin la
sangre de los héroes de la Esmeralda. ¿Habría Condell conseguido con sus
hábiles maniobras y su sereno valor encadenar entre las rocas y despedazar
a la Independencia, si el Huáscar la hubiese auxiliado una o dos horas antes?
Cierto que no. Luego el sacrificio de Prat y de sus compañeros contribuye
eficazmente a esta victoria increíble, que nadie siquiera imaginó y que tanta
gloria da a las armas chilenas.
¡Ah! hermoso triunfo, señores, digno de tan hermoso heroísmo. Una
fragata soberbia, orgullo de los mares, con muchos y poderosos cañones, es-
cudada por su férreo blindaje, es vencida y pulverizada por una débil goleta

176
Documentos Oratoria sagrada

de madera. Nunca se aplicaron mejor, las palabras del Macabeo: “no pende la
victoria del número de los ejércitos, sino de esa fortaleza que viene del cielo”.176
Bien podemos exclamar con Isaías: Ululate navis maris quia devastata est fortitudo
vestra. Llorad naves del mar porque ha sido destruido vuestro poder.
No estéis orgullosas de las humanas invenciones, porque le basta a Dios
encender el heroísmo de un valiente para destrozaros y dar la victoria a quien
la merezca.
Prat y sus guerreros sabían bien que convenía sentar heroicos antecedentes
en los principios de la tremenda lucha a que ha sido arrastrada la nación. Dar
en tales circunstancias un glorioso trofeo al enemigo, era envalentonarle y
sembrar el desaliento entre nosotros, al mismo tiempo que abrir el camino
de la deshonra. Por eso el héroe decía a sus marinos: Nunca se ha arriado el
pabellón chileno en nuestras naves; no seremos nosotros los primeros en co-
meter tamaña cobardía, antes de la muerte! Ellos dieron un ejemplo sublime
a nuestros soldados de mar y tierra, y estoy seguro de que tendrá imitadores.
Sí, valientes, sí, jóvenes que me escucháis, así se ama a la patria, así se pelea
por ella, como Condell y sus marinos de la Covadonga; así se muere por ella,
como Prat y sus marinos de la Esmeralda!
Esos mártires del patriotismo han enseñado a las naciones que Chile en-
gendra héroes dignos de la epopeya, que el egoísmo y los placeres no enervan
a sus hijos, y que le sobran robustos brazos para defender sus derechos, su
honor y libertad. Las naciones lo han oído con estupor y entusiasmo, porque
hazañas como la de Iquique son honra de la humanidad. Chile ha sido en-
salzado por los más poderosos pueblos de la tierra, y hasta su crédito público
ha reportado frutos del heroísmo de sus hijos.
Expergis cimini et laudate qui habitatis in pulvere. Sí, despertaos y cantad vo-
sotros los que habitáis el polvo del sepulcro. Levantaos, sombras ilustres de los
Padres de la patria y cantad, porque vuestra sangre no ha sido estéril, porque
vuestros hijos no han olvidado lo que se debe a la patria y al honor. Ancianos
que visteis la lucha titánica de nuestra Independencia, regocijaos, porque la
juventud que se levanta también da a Chile días de gloria y de esplendor! Y
tú, ¡oh patria mía! inclina tu frente inmaculada, y cíñete el nuevo lauro que
Prat y Condell te han entretejido, él brilla a la vez con el sublime heroísmo
de Rancagua y con la gloria inmortal de Maipo!
Alabemos a Dios, señores, alabemos al Dios de los Ejércitos. Está su invi-
sible mano dirigiendo nuestra prosperidad en la contienda e inclinando la
victoria en nuestro favor. Su providencia se ejerce de una manera especial en
las naciones; y cuando horribles guerras amenazan destruir a unas y engran-
decer a otras, Él, que a cada cual ha señalado su misión, dirige los ejércitos de

176 Macabeos, L. Iº, C. 3.- V. 19.

177
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

modo que no siempre venzan los más poderosos, sino aquellos que defienden
la justicia, y que han de contribuir a la ejecución de sus planes soberanos.
Por eso, cuando llega la hora y cuando el débil va a ser deshecho, manda
sobre sus hijos el heroísmo como un rocío de luz y humilla a los fuertes y a
los soberbios.
No ha mucho y aquí mismo el pueblo de Santiago invocaba la protección
de Dios por medio de la Virgen poderosa. Y bien, cuando os preparábais no
más para esa solemne manifestación de fe y de piedad, ya una de nuestras naves
ponía en vergonzosa fuga a dos barcos enemigos. Cuando con el mismo objeto
la invocábais en otra solemne rogativa, se obtuvo la espléndida victoria de
Iquique. Podemos creer piadosamente que no son desoídas nuestras súplicas
y que Dios está con nosotros. Oh, si Él nos protege ¿a quién temeremos? ¡Ah!
¡no te salvarán de sus manos, ingrato Perú, ni tus férreas naves, ni tus muros
erizados de cañones, ni a ti Bolivia, el valladar de tus espantosos desiertos!
Pero, señores, continuemos ya nuestras preces por las almas de los que
han dado por nosotros su sangre y su vida. Prat y los suyos se aprestaron al
combate, escudados bajo la santa enseña de la Patrona de nuestros ejércitos:
ejemplo edificante de cristiana piedad!
El Dios de las infinitas misericordias, así firmemente lo esperamos,
derramó sus gracias sobre aquellos mártires del deber y del patriotismo.
Ellos eran hombres de fe, y sin duda no olvidaron purificar sus corazones en
aquellos instantes supremos. El heroísmo ejerce en el alma tan bienhechora
influencia, que la desprende de los afectos terrenales y la prepara a recibir el
rocío de la gracia. Fácilmente arde el amor de Dios en quien se deja matar por
cumplir la voluntad divina, y muere por sus hermanos. El soldado cristiano,
que tiene recta intención, es mártir.
Oremos, señores, por todos los hermanos que ya han muerto como buenos
en la presente guerra; por los que cayeron en Calama y en las diversas expe-
diciones de nuestras naves, y en la Esmeralda y la Covadonga. Oremos también
por las almas de los mismos enemigos: todos son hijos de Dios y a las playas
eternas no llegan las divisiones ni los odios de este mundo.
¡Oh Dios mío! Mira este inmenso pueblo que rodea tus altares, desde el
supremo magistrado hasta el último ciudadano aquí están para suplicarte que
tengas piedad de esos muertos queridos. ¡Ah Señor! Atiende a nuestras lágri-
mas de gratitud: atiende al dolor de los deudos que fue también el dolor de
las víctimas: atiende a la generosidad de su sacrificio y a su tremendo martirio.
Purifica, Señor, sus almas de las humanas fragilidades, oye los tristes gemidos,
los ayes del perdón que por ellas exhalan el pontífice y el sacerdote! Hable
sobre todo, por ellas la sangre divina de Jesús vertida en ese santo altar. Que
la justa gloria que han adquirido en la tierra, sea sólo el emblema de su gloria
inefable en los cielos. Amén”.

178
ORACIÓN FÚNEBRE POR LOS HÉROES DE LA ESMERALDA Y
LA COVADONGA MUERTOS GLORIOSAMENTE EN LA RADA DE
IQUIQUE EL 21 DE MAYO DE 1879, PRONUNCIADA
EN LA IGLESIA DEL ESPÍRITU SANTO DE VALPARAÍSO
EL 10 DE JUNIO DEL MISMO AÑO POR EL PRESBÍTERO
SALVADOR DONOSO*

“Gloria magna glorificaverunt gentem suam”

“Han engrandecido a su nación con gran gloria”.


Libro 1º de los Macabeos, c. 14, v. 29.

I
Hemos vestido de fúnebre crespón las naves de este templo, y si me preguntáis
¿cuál ha sido la causa?, os lo aseguro, no sabría responderos.
Porque, señores, ni veo aquí los tristes despojos de la muerte, ni siento
en mi pecho los helados del dolor. ¡Ah! ¡No! Veo, al contrario, triunfante y
risueña a esa hija del cielo que se llama inmortalidad, cubriendo con sus alas
de fuego a los heroicos defensores de Chile, que desde el 21 de mayo de 1879
han conquistado con su sangre eterna y noble vida.
Cuando como ellos se llega al fin de la jornada tocando con la mano esa
aureola de luz inmortal, que nunca apaga entre sus densos pliegues la noche
del olvido, no es dado gemir ni es lícito llorar.
Hubo un momento en que se nublaron nuestros ojos y tembló de indecible
amargura nuestro corazón al oír por la primera vez el horrendo relato de esa
sublime y sin igual tragedia.
Es verdad; no podemos negarlo. Pero esa hora aciaga pasó como una
sombra, y al través de los resplandores de una gloria que no tiene semejante,
llegó presto la hora solemne de entonar al Dios de los Ejércitos el himno de
victoria.
Por eso, señores, nuestra amada patria, la nueva Esparta del Pacífico,
más feliz que la invicta tierra de Leónidas, porque vive a la sombra de la
cruz, se acerca hoy a los altares del verdadero Dios, no para llorar abatida la
pérdida de sus caros hijos, sino para elevar resignada la plegaria de su amor
reconocido.

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 15 de junio de 1879, pp. 181-183.

179
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

En su nombre la gratitud y la justicia proclaman en este momento solemne


a los ínclitos marinos de esa gloriosa jornada y les dicen con voz conmovida:
“Prat, Serrano, Riquelme, Aldea, Manterola, Mutilla, Videla y demás tripulantes
de esas naves invencibles, merecéis esta espléndida ovación, porque habéis
engrandecido a vuestro pueblo con gran gloria”. “Gloria magna glorificaverunt
gentem suam”.
Doblemente héroes, son ellos nuestra gloria, nuestra alegría y nues-
tra honra, porque han muerto por el amor a la patria y por el amor a la
justicia.
He aquí, señores, todo mi pensamiento al pagar el homenaje de nuestra
admiración con la plegaria de la fe y con el acento de la caridad cristiana a la
memoria de nuestros hermanos muy queridos que se han sacrificado honrosa-
mente para engrandecernos a los ojos de Dios y de los hombres. Y vos, augusto
monarca del universo, que deparáis coronas inmarcesibles a los que rinden
la vida en aras de un sagrado deber, poned en mis labios palabras dignas de
la grandeza de los héroes a quienes en vuestro nombre y bajo las bóvedas de
vuestro santo templo estoy encargado de encomiar y enaltecer.

II
Es Dios, señores, quien ha engrandecido al hombre poniendo sobre su frente
desde la altura de los cielos, una diadema de estrellas.
Cuando el inspirado salmista contempla a este ser prodigioso, recién
salido de las manos de su supremo autor, no puede menos de exclamar jus-
tamente maravillado: Gloria et honore coronasti cum Domine”.177 ¡Gran Dios! ¡Te
has coronado de gloria y de honor y has puesto bajo tus plantas las obras de
tu mano!
Y cual si no bastara este último elogio, penetrando de nuevo en las pro-
fundidades de su misteriosa grandeza, vuelve a exclamar:
“Signatum est super nos lumen vultus tui domine” ¡Señor! un rayo de vuestra
luz resplandece sobre nuestro rostro.178
Con todo, señores, hay algo todavía más admirable en esta obra maestra,
esmerada miniatura del universo visible, algo más bello y más noble que ese
resplandor divino: es el corazón. Los amores de Dios, esos grandes y profun-
dos amores de donde nace cuanto se agita en los espacios se anidan como en
su propio altar en esta entraña sublime. Y si el mismo Dios sopla ese fuego

177 David, Salmos 8, v. 6.


178 Id., Salmos 4, v. 7.

180
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sagrado al impulso de una noble y generosa pasión, al instante se engendra


el heroísmo, y realiza como por encanto portentos increíbles.
¡Ah, señores! y desde el día para siempre memorable en que venció a la
muerte el divino autor de la vida, la humanidad postrada en el polvo de vieja y
profunda degradación, se ha levantado altiva y fuerte como el león de Judá.
Siente en sus venas la sangre de la redención, y del fondo de su antigua
miseria se alzan de cuando en cuando seres extraordinarios que con voz
elocuente y acento poderoso, dicen a los hombres: “Levantaos de vuestra
postración, aquí estamos para daros el ejemplo, seguidnos decididos, no
temáis, combatamos en el nombre de Dios; hagamos guerra al ocio con el
trabajo, al crimen con la virtud, al error con la verdad; al odio con el amor.
¡Ea! Subamos, subamos siempre, que es bella y digna de nuestro origen y de
nuestro destino la cima de la gloria”.
Estos son, señores, los hombres ilustres a quienes la enlutada histo-
ria de nuestra raza llama héroes y consagra en sus páginas un renombre
imperecedero.

III
La religión y la patria tienen los suyos, según el amor que ha movido sus almas
excelsas. Los unos llevan en sus manos las palmas del triunfo, porque se han
sacrificado por la defensa de la fe y se llaman mártires; los otros ostentan en
sus sienes las coronas de la victoria, porque se han inmolado por la defensa
del suelo que les vio nacer y se llaman héroes.
A estos últimos pertenecen sin duda los valientes marinos de nuestras
naves, sumergida la una con sin igual denuedo en las olas del extranjero mar,
victoriosa la otra con sin igual arrojo contra formidable enemigo.
Cuando partían de nuestras hospitalarias playas, abandonando sus ho-
gares y dejando en la zozobra a sus madres, a sus esposas y sus hijos, ¿quién,
sí, quién pregunto yo al cielo y a la tierra que fueron testigos de su dolorosa
separación, les llevó al peligro y les abrió gloriosa tumba en las profundidades
del océano? ¡Ah! ¿Quién me preguntáis a vuestro turno? Vosotros y ya lo sabe-
mos. El heroísmo del amor patrio, ese misterioso sentimiento que levanta a
las almas y las hace más poderosas que la muerte. “Fortis ut mort dilectio”179 ha
dicho la sabiduría eterna. “El amor es más fuerte que la muerte”. Y el amor
a este suelo bendito, donde encontramos la cuna de nuestra existencia y los
sepulcros de nuestros padres ¡ah! es indomable, es invencible.

179 Cantar de los cantares, c. 8.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

IV
Sobre todo, señores, cuando a ese amor tan alto, tan vasto y tan profundo se
asocian el amor y la justicia. Entonces Chile, iluminado por la fe de Cristo y
sostenido por su ardiente caridad, no transige jamás.
Lo sabéis. Vivía no ha mucho tranquilo y contento en el seno de dulcí-
sima calma.
Tendía sus brazos como buena hermana a esas dos repúblicas vecinas y
recibía en sus florecientes ciudades a sus viajeros que venían a compartir con
nosotros el pan de la fraternidad americana.
¡Oh! ¡Qué tristes y dolorosos recuerdos!
Ayer no más éramos hermanos y sentados a la mesa del mismo festín,
unidos por los vínculos de la misma religión y a la sombra de la bendita cruz,
veíamos por sobre nuestras cabezas darse abrazados el ósculo de la amistad
cristiana a la Justicia y a la Paz. Mas hoy, violada injustamente la primera, ha
ocupado el lugar de la segunda el monstruo feroz de la guerra, más terrible
y desastroso que el huracán de la tormenta.
Lo hemos visto venir con todos sus horrores y mil y mil veces con lastimeros
ayes le hemos maldecido.
Pero la justicia ultrajada reclama sus fueros y antes que rendirse clama
venganza como la sangre inocente del casto Abel y poco le importa que falte
la tierra a sus plantas, porque ella siempre mira a las alturas del cielo.

V
Tal es, señor, el móvil poderoso que ha conmovido las almas de esos bravos
defensores del honor y de la justicia de Chile al ver aproximarse el momento
supremo del sangriento sacrificio.
Desde que avistaron a lo lejos el humo siniestro de las terribles naves
enemigas reunidas en solemne asamblea, a la sombra del tricolor chileno,
juraron por el honor de su nación “vencer o morir”. Dieron la última mirada
y el último adiós a la tierra bendita de sus valientes progenitores, y lanzando al
aire los gritos atronadores de un patriótico entusiasmo, comenzaron el desigual
combate. No podían ceder, ¡ah! no! Como el inmortal Cambroune al caer la
noche sobre los campos de Waterloo, dijo un día por el honor de la Francia:
“La guardia muere, pero no se rinde”; el inmortal Arturo Prat a nombre de
Chile repitió con no menos denuedo: “Un chileno no se rinde jamás”. Y en
presencia del peligro, sin contar el número de sus enemigos, sin medir el
poder de sus cañones, sin trepidar un momento ante la imagen espantosa de
segura e inevitable muerte, todos ellos como los antiguos Macabeos destinados

182
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por la Divina Providencia para el sostén de la santa causa, exclamaron juntos,


con bíblico heroísmo: Moriamur et nos in implicitate nostra.180 Muramos todos
por defensa de nuestras leyes y por la fuerza invencible de nuestros derechos
y de nuestra santa causa. Y entre tanto el cielo y la tierra serán testigos de que
nos habéis inmolado injustamente”.
En verdad, señores, vencer era imposible y ya conocéis la varonil arenga
del insigne comandante de nuestra gloriosa Esmeralda, digno émulo de los
viejos soldados que la Iglesia Católica ha inmortalizado con el nombre de
legión titana o de héroes de la santa cruzada. No podían vencer, lo repito,
con suma admiración y ¿quién lo ignora?, pero podían morir, y la muerte, ha
dicho con razón un ilustre Obispo contemporáneo, es la suprema resistencia
de las almas invencibles.181

VI
Luchar contra toda esperanza, con la seguridad ineludible de tremenda
inmolación, ¡oh! ¿Qué nombre tiene este delirio sublime? ¡Heroísmo! me
responderéis.
Sí, ¡heroísmo!; pero esa palabra es todavía fría, no satisface nuestro asom-
bro ni alcanza a interpretar fielmente los interesantes episodios de una hazaña
en que doscientos hombres son todos héroes, grandes y gigantescos héroes.
Y no creáis que exagero señores, porque en verdad se han reído de la
muerte. Heridos, mutilados, bárbaramente destrozados, casi espirantes, sin-
tiendo correr en sus venas las últimas gotas de su sangre, todavía lanzaban
gritos de alegría y en medio de una agonía viviente de cuatro largas horas
entonaban el himno postrero de un heroísmo eterno. No sé si en la historia
del heroísmo humano se haya escrito una página igual. Francamente no la
conozco, y por eso la inmolación y la derrota de esa invicta nave es a mi juicio
más que una victoria, más que un espléndido triunfo.
Prat, Serrano, Aldea y demás tripulantes de la invencible Esmeralda,
muertos sobre la cubierta del blindado enemigo, gritando antes de sucumbir:
“¡Rendíos, rendíos!” es algo nunca visto, nunca oído en los mejores siglos de
la insigne intrepidez cristiana.
¡Ah, señores! El mundo entero volverá sus ojos para contemplar mara-
villado el sitio de ese inaudito drama. El sepulcro abierto entre los pliegues
del mar de Iquique por nuestra indomable corbeta, será siempre un sitio
de honor donde aprenderán a inmolarse los valientes de todos los pueblos.

180 Macabeos, Libro 1º, cap. 2, v. 34 y sig.


181 Monseñor Dupanloup, Oración fúnebre por los muertos de Castelfidardo.

183
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Cuando crucen esas aguas los insignes marinos de la rica Albión, o de la pu-
jante república del Norte, estoy cierto que descubrirán su frente para pagar
respetuoso tributo de admiración a esos hombres que han engrandecido a su
nación con gloria sin igual. Gloria magna glorificaverunt gentem suam.

VII
¡Oh, purísimo amor! Ángel de luz que oíste de cerca los clamores de nuestros
héroes, confundidos con el horrísono estampido de los cañones enemigos,
dinos una vez más ¿de dónde has venido y cuál es tu nombre?
¡Oh! Oigo tu acento divino y resuena en mis oídos como una melodía
celestial: “Te conozco y te admiro, vienes del cielo y te llamas amor patrio”.
¡Ah! es verdad. “Dulce et decorum est pro patria mori”.182 “Es tan dulce y
honroso morir por la patria”.
He aquí, señores, el misterioso secreto de esa acción que en alas de la
fama llevará el nombre de Chile como un emblema de grandeza moral a todos
los horizontes del orbe.
La Divina Providencia nos ha enriquecido con ese don magnífico y es
hoy el día de agradecer sus beneficios. La luz de la fe cristiana nos ilumina
con sus divinos resplandores, y es preciso que sepáis que sobre el pecho de
cada uno de nuestros soldados y de nuestros marinos, nosotros, mismos en
el nombre de Dios hemos puesto la insignia de su fe. Creen y esperan; aman
a su nación con caridad cristiana, y sabrán inmolarse por ella con heroísmo
también cristiano.
Por eso, señores, la augusta religión de Jesucristo alza su mano y ben-
dice, como madre cariñosa, el sacrificio de esos abnegados e intrépidos
guerreros.
¡Chile querido! ¡Bendita patria mía! Has visto la primera epopeya de esta
atroz contienda, y tus hijos sucumbiendo por tu amor el inmortal 21 de mayo
de 1879, en las aguas del extranjero mar, se han hecho dignas de ti. ¿Honrarás
eternamente su memoria?
¿Dirás a los hijos de sus hijos que te han dado días de gloria, vertiendo
sobre tus aras noble y pura sangre? ¡Ah! No lo dudéis, señores.
El dolor y las lágrimas de hoy se convertirán mañana en dulce y alegre
recuerdo.
Las madres, las esposas y los hijos de esos valientes que hoy deploran con
justicia su amarga separación, bendecirán su memoria y depositarán coronas
de frescas rosas y de fragantes azucenas sobre el monumento imperecedero

182 Horacio, Oda 2ª, libro 3º.

184
Documentos Oratoria sagrada

que la nación agradecida elevara en las plazas de sus populosas ciudades para
inmortalizar sus nombres.
Llegará presto el día en que la poesía popular mezcle sus acentos a la lira
inspirada en los grandes vates que cantan ya esa heroica hazaña. El labriego,
rompiendo la tierra con su arado, entonará himnos sencillos a esos héroes,
sintiendo caer de su frente el sudor de su trabajo sobre esta tierra engran-
decida por sus hazañas. Las madres de nuestros soldados, al ponerse el sol,
después de haber recogido las doradas espigas, o los maduros racimos de la
vid, en sabrosa conversación y bajo el techo de su pacífico hogar, contarán a
sus nietos que viven en una nación afortunada, que como las más felices del
orbe, encuentra en su historia proezas grandiosas y héroes increíbles.
Sí, señores, llegará esa época, y a la sencilla relación de los tranquilos mo-
radores de nuestras fértiles campiñas, responderá el bullicioso esplendor de
nuestras opulentas ciudades. El mármol y el bronce reproducirán eternamente
esas efigies inmortales, y en los magníficos palacios como en las humildes
chozas, veremos esos semblantes animados todavía con el resplandor de la
gloria que han legado a su pueblo como la más preciada y grandiosa heren-
cia. La poesía, la elocuencia, la armonía, el arte, en una palabra, bajo todas
sus bellas formas, contribuirán a la glorificación de nuestros héroes y dará a
Chile un asiento de preeminencia en el augusto senado de las más célebres
naciones del mundo.
¡Ah! ¡Y cómo no olvidar el lúgubre cuadro en ese mar teñido con sangre
generosa y cubierto de víctimas ilustres, al mirar no lejano el brillo de su
hermosa perspectiva!
Pero basta, señores.

VIII
Volvamos de nuevo a buscar nuestras inspiraciones en el seno misterioso de
la hija sublime del mártir divino del Calvario, y ella nos dirá que es la cuna
verdadera donde nacen los héroes. Sin duda, señores, cuando ella abre las
puertas del cielo a los que cumplen con su deber y ofrece una eterna vida a
la virtud y al sacrificio de noble inmolación, la muerte no es la muerte.
Al contrario, es el principio de la vida y lo que humanamente llamamos
tumba se convierte en templo, cielo sagrado de Dios, donde nuestras cenizas
reciben el rocío y la semilla de la inmortalidad.
Sin esa lisonjera esperanza las lágrimas que vierte nuestro corazón por la
pérdida de seres queridos no se enjugarían jamás.
Y hoy mismo no habría consuelo a nuestro quebranto, recordando que
en la flor de la vida han sido agotadas por la guadaña de la muerte existencias
tan justamente queridas, si no supiéramos que sus almas son inmortales. Toda

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

la pompa humana semejante a frescos lirios el día de la heroica resistencia,


habría ya caído marchita y seca al polvo de la tierra.
Pero no, esas almas egregias viven en un mundo mejor y al ser despeda-
zados sus cuerpos de arcilla por el plomo mortífero han entonado el himno
sagrado de la suprema libertad.
¡Ah, señores! El buen Dios de los que esperan y confían en su infinita
misericordia, habrá tomado en cuenta la heroicidad de su ofrenda por un
amor que él mismo ha bendecido: el casto y sagrado amor de la patria.
Y si no bastara esa sangre vertida con tanto denuedo por la defensa de
una causa que creemos justa; gran Dios, esperanza infinita y eterno amor,
olvidad nuestras miserias y escuchad benigno la plegaria de vuestros hijos y
la oración de nuestro pueblo. En expiación de nuestras faltas recibid el sa-
crificio de esas víctimas ilustres y haced que pronto el ángel de la concordia,
ese ángel querido que vela por la suerte de Chile, vuelva de los campos de
batalla trayéndonos la victoria, señalado en nuestro puro cielo el arco iris de
vuestra amable y eterna paz, que os deseo”.

186
ORACIÓN FÚNEBRE POR LOS VALIENTES GUERREROS
DE CHILE MUERTOS EN TACNA Y ARICA, PREDICADA
POR EL PRESBÍTERO DON SALVADOR DONOSO
EN LA IGLESIA PARROQUIAL DE SAN FELIPE,
EL VIERNES 2 DE JULIO DE 1880*

Beati eritis quoniaum quod est honoris,


gloriae et virtutis Dei super vos requeiscit.

Seréis felices, porque todo lo que hay de honor y de gloria reposa


sobre vosotros con la virtud de Dios.
(San Pedro, lib. 1º c, 4. v. 14)

I
Señores:

La religión y la patria, abrazadas a la sombra de la Cruz, símbolo augusto de


nuestra última esperanza, nos dicen hoy con acentos de indecible ternura
maternal: Beati gui lugent. Bienaventurados los que lloran.183
¡Ah! señores, y ¿quién podría dudarlo?
Esa hija del cielo, que ciñe la pura frente de Chile con los laureles inmarce-
sibles de cien victorias, posee el misterioso secreto de convertir las angustias en
perlas y las tristes sombras de la muerte en alegres resplandores de la vida.
Ella y solo ella abre al hombre las puertas del templo de la inmortalidad,
y sobre la tumba de los héroes, que han vertido su sangre generosa por la
defensa de una noble causa, escribe con letras de oro este sublime epitafio:
“Beati eritis quonian quod es honoris, gloria et virtutis Dei super vos requiescit”.
Seréis felices, porque todo lo que hay de honor y de gloria reposa sobre
vosotros con la virtud de Dios.
Tal es, señores, el lenguaje de la divina religión de Jesucristo, describiendo
la abnegación y el denuedo de esos ilustres guerreros de la verdad que en
todos los siglos se han sacrificado por ella.

* Reproducido en Pascual Ahumada, Guerra del Pacífico. Documentos oficiales, correspon-


dencias y demás publicaciones referentes a la guerra, que ha dado a la luz la prensa de Chile, Perú
y Bolivia (Santiago, Andrés Bello, 1982), Vol. 2, tomo III, pp. 271-274.
183 San Mateo, c. 5, v. 5.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Pero al lado de los mártires están los héroes, y a los unos como a los otros
les cubre con su manto el ángel de la gloria.
Por eso llamo felices a los bravos defensores de mi patria, que en Tacna
y Arica nos dieron espléndida victoria, invocando en su ayuda al Dios de los
Ejércitos.
¡Oh! son felices; sobre ellos reposa el honor y la gloria, y no podemos
llorarles sino aplaudirlos con santo entusiasmo.
Vemos entristecidos sus hogares, huérfanos a sus hijos, vestidas de fúnebre
crespón a sus madres y a sus esposas, y todavía en nombre de la patria, en cuyas
aras sucumbieron, nos atrevemos a decirles como el Cristo a la viuda de Naín:
“No lloréis, amables criaturas, no vertáis lágrimas de duelo sobre sus gloriosos
sepulcros”. No. Ellos viven en el corazón agradecido de sus conciudadanos y
en las páginas brillantes de una historia imperecedera.
Reprimid con cristiana resignación vuestros sollozos y juntos depositemos
sobre sus tumbas agrestes frescas rosas y fragantes lirios, porque grande ha
sido su sacrificio y más grande todavía su heroísmo.

II
La abnegación y el heroísmo no son señores sentimientos de la tierra. El polvo
vil que hoyan nuestras plantas no es capaz de inflamar esa llama sagrada que
impulsa al hombre a la inmolación generosa de su vida por el amor irresistible
de la patria: no, de ninguna manera.
De coelo fortitudo est. La fortaleza, ese don divino, viene del cielo. La fe le
cubre en vuestro pecho con sus vivos resplandores, la esperanza lo alienta
con su inspirado soplo y la caridad lo ensancha y lo dilata con su poder
sobrenatural.
Cuando el soldado escucha los acentos de esas tres virtudes, que lo elevan
a Dios y lo hacen poner en Él toda su confianza, es invencible. No hay quien
pueda detener su empuje y la victoria le sonríe y se inclina a su pasaje como
si le perteneciera de derecho.
Teniendo delante de sus ojos la bandera de su patria, siente en sus en-
trañas un fuego abrasador, y jura por ella “vencer o morir”. Tal es el lema del
soldado chileno.
Por eso, señores, cuando se dio el grito de alarma y el clarín guerrero
resonó en nuestras ciudades y en nuestros campos, vimos con asombro a
millares de pacíficos ciudadanos que se disputaban el honor de ocupar un
puesto en las filas de nuestro ejército. Jóvenes y ancianos, ricos y pobres
abandonaban sus hogares, olvidaban sus más risueñas esperanzas, sus más
acariciados ensueños para ir, para ir pronto, ¿adónde? ¡Oh! A playas inhospi-
talarias, a desiertos intransitables, a montañas inaccesibles, para luchar con

188
Documentos Oratoria sagrada

el hambre, la sed y toda clase de sacrificios en pos del honor de la gloria de


su patria ultrajada por dos enemigos, dobles en número y atrincherados en
sus propios hogares.
Cuando Chile recogía el guante lanzado a su rostro por los que el día
anterior le brindaban fingida amistad, no habréis olvidado, señores, que la
prensa toda del viejo y del nuevo mundo compadecía nuestra suerte. ¿Cómo,
exclamaban, dos millones de hombres declaran la guerra a cinco millones?
¿De qué lado podrá estar la victoria?
Tenían hasta cierto punto razón. Pero ignoraban que esta tierra, espe-
cialmente bendecida por la Divina Providencia, tenía en su seno leones de
bronce y águilas de acero en lugar de hombres comunes.

III
Las hazañas y los héroes de la independencia dormían tranquilos el sueño de
la paz. Hasta nosotros mismos habíamos olvidado el temple y el empuje de los
ilustres nietos de O’Higgins y Carrera, de Bulnes y de Freire. Más de una vez,
os lo decimos con sencilla ingenuidad, al ver sobre nuestras cabezas, tendidas
en son de ataque, las negras alas del genio de la guerra, nos decíamos con
cierta desconfianza, viendo desfilar nuestras legiones que marchaban a playas
extranjeras: ¡Gran Dios! ¿Cuál será el éxito final de esta funesta contienda?
¿Serán estos los mismos soldados de Chacabuco y de Maipo?”
¿Serán ellos, señores? Los conocéis y ya los conoce el orbe todo. Dignos
y aventajados vástagos de los próceres de nuestra emancipación política,
los soldados que hoy defienden el honor de Chile son admirables, son
invencibles.
Marchan al peligro como si fueran a una fiesta; duermen tranquilos la
víspera del combate y al lucir la aurora del día en que deben morir, ríen y
cantan como los mártires de la antigua Roma al subir desde las ensangrentadas
arenas del Circo a la cima de la eterna Sion.
Para medir, señores, toda la abnegación y todo el denuedo de nuestros
bravos combatientes es necesario recordar sus privaciones y sus sacrificios
sin cuento.
¡Oh! ¿Cómo, cómo no agradecer los favores y la protección decidida
que día a día recibimos del cielo? La fe nos enseña que todo don perfecto
desciende del Padre de las luces, y este don tan precioso de amar con delirio
a la patria lo hemos recibido de Dios. ¡Bendito sea una y mil veces bendito,
hoy y en todas las generaciones venideras que recuerden el 26 de mayo de
1880 y el 7 de junio de este mismo año, tan célebre y tan fecundo para nuestro
amado Chile!

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Y ya que debo recordarles las victorias de esos dos días, tan solemnes
como inmortales para la República, permitid, señores, que a la vez que alabo
el sacrificio aplauda también el heroísmo de nuestros bizarros batallones.

IV
Después de haber recorrido desde Ilo hasta Tacna, largo y penosísimo camino,
combatidos por el calor de un sol tropical durante el día y por el frío del polo
durante la noche, diezmados por un clima mortífero, azotados por el hambre
y el cansancio, casi rendidos por la fatigosa marcha, llegan al fin a presencia
del enemigo.
La hora del ataque está ya próxima, y cada uno se cree feliz, porque ha
sonado el momento supremo de dar, a costa de su sangre, nuevas glorias a
la patria.
¡Santo heroísmo! ¡Cuántas vidas hermosas, cuántas esperanzas halagüe-
ñas, cuántos jóvenes amables van a caer al fiero golpe de la muerte en tus
aras sagradas! ¡Oh dolor! ¡Oh guerra cruel! ¿Quién pudiera despedazar tus
armas y apagar tus furores con el soplo celestial del amor de Jesucristo que
nos enseña la fraternidad y el perdón?
Pero ¡oh triste condición del humano linaje! Violó un día los fueros de la
justicia profanando la ley eterna de Dios y la guerra, ese monstruo nefando,
pactó con la muerte la ruina y el exterminio de los desgraciados culpables.
He aquí, señores, una necesidad horrenda pero inevitable. Nuestros va-
lientes guerreros han tenido que someterse a ella y desempeñaron su misión
con increíble denuedo, con indomable valor. Pro legi bus et patria mori parati.184
Allí están prontos a sucumbir por la defensa de sus leyes y por el honor de
su nación.
Mas, ¿qué va a suceder? Los ejércitos aliados del Perú y Bolivia, descansa-
dos y parapetados en formidables trincheras, destrozarán en pocos momentos
a nuestros soldados, rendidos de cansancio y que afrontan sus tiros a pecho
descubierto. ¿No veis que ellos anticipan la victoria y preparan ya las vian-
das del festín y las flores con que han de ser coronados? ¡Oh! Aún no han
aprendido ni han escarmentado con tantos como repetidos desastres. Buscan
todavía la victoria, y no se convencen que les ha vuelto las espaldas, porque
Dios está con nosotros.

184 Macabeos, libro 2º , c. 8, v. 21.

190
Documentos Oratoria sagrada

V
¡Ea! intrépidos guerreros de mi patria. ¡Adelante! El sol del 26 de mayo os
contempla y alumbra con sus rayos de fuego vuestro espléndido triunfo. La
hermosa estrella del tricolor chileno simboliza el amor de nuestra patrona
jurada, Nuestra Señora del Carmen, cuyo escudo lleváis en vuestro pecho
con el sagrado escapulario. Habéis elegido el día miércoles, consagrado a su
culto por la piedad de los fieles, y aquí, en el seno de vuestra patria, muchas
almas fervientes elevan al cielo sus plegarias y sus votos para aumentar vuestro
heroísmo.
De nuevo, ¡adelante! en el nombre de Dios y en el nombre de vuestros
conciudadanos que os admiran y os bendicen. La mano del sacerdote ha
dado la absolución a los que ya se despliegan en batalla, y doblando su ro-
dilla, con las armas rendidas en señal de adoración y respeto al Dios de los
Ejércitos, recitan en uniforme acento su última plegaria. Así pelea, señores,
el soldado cristiano, y si cae en medio de la lid, espera por su generoso
sacrificio una vida mejor y una patria más feliz. Con esta íntima y profunda
convicción se lanzaron al ataque los vencedores de Tacna. En pocos instan-
tes, a paso de carga, llegaron al pie de las trincheras enemigas erizadas de
cañones y fusiles. Recia fue la contienda, sangrienta y dolorosa la jornada,
pero en tres horas 8.000 infantes chilenos despedazaban y dispersaban a 12
o 14.000 aliados.
Impertérritos, terribles, indomables como el huracán que arranca de raíz
los robles de la selva, ellos, sí, ellos, los invictos del Atacama, los denodados
del Naval, del Valparaíso, del Coquimbo y Zapadores, los esforzados del glo-
rioso 2º de Línea, los héroes sin igual de Tarapacá, los valientes a toda prueba
del Santiago, del Esmeralda, del Chillán, del Chacabuco, de la Artillería de
Marina y de los Cazadores del Desierto, todos en suma, rivalizando en coraje
y denuedo, escalan las trincheras y hacen tremolar el tricolor chileno sobre
las rocas de la fiera fortaleza. Mirad, señores, mirad una vez más ese campo
de honor; 600 muertos y 1.500 heridos atestiguan con su sangre que no hay
baluarte para el valor chileno y que en vano se parapetan los que con ellos
se baten.
¡Oh! no sabría pintaros mi admiración y mi asombro por todos y por
cada uno de esos hermanos nuestros tan heroicos como magnánimos. En la
historia de otros ataques de pueblos famosos por su valor, encontramos uno
que otro héroe, a veces cientos de héroes como los trescientos espartanos de
las Termópilas hasta hoy asombro del mundo. Pero aquí, en el Alto de Tacna,
hay miles de héroes, todos son héroes, jefes y soldados, sin que podamos decir:
éste fue más arrojado, aquél más intrépido.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

VI
Pero con todo, en medio de la gloria que esparce sus purísimos reflejos sobre
la frente de los muertos y de los vivos, oigo el clamor de los heridos y el dolo-
rido y lastimero delirio de los que piden una gota de agua en el silencio de la
oscura noche, y tiemblo de horror y me sobrecojo de espanto.
¡Dios mío! ¡Dios de paz y de misericordia! ¡No es ya tiempo que pongas
término a tamaña calamidad! ¡Ah! Cuán justa era la ira de tu siervo David
maldiciendo las montañas de Gelvöe, en cuyas ensangrentadas faldas caían
para no levantarse más sus amables y fieles compañeros Saúl y Jonatás.
También hemos visto nosotros exhalar en las pendientes de Tacna su
último suspiro a esos jóvenes ilustres, que eran una esperanza y un porvenir
para este suelo querido. Benditos sean ellos, felices y alabados, porque reposa
sobre sus yertas y rígidas frentes la corona de la inmortalidad. ¡Héroes de
Tacna, como quiera que os llaméis, Santa Cruz o Torreblanca, Guerrero o
Martínez, Ramírez o Arce, poco importan las letras de vuestros gloriosos nom-
bres, recibid con nuestros más ardientes homenajes, la plegaria de nuestro
amor ante el trono del Dios de las victorias, en quien creísteis y esperasteis la
recompensa de vuestra noble y sublime inmolación!
Pero continuemos, señores, y veamos cuanto antes otra victoria no menos
costosa y no menos atrevida para nuestros infatigables soldados.

VII
Rendido Tacna, era necesario marchar sin pérdida de tiempo sobre la plaza de
Arica, en cuya formidable ciudadela y en cuyo eminente Morro, el Gibraltar
de la América del Sur, se encontraba el último baluarte de nuestros porfia-
dos enemigos. Allí era necesario afrontar peligros sin cuento, ruinas y fosos,
trincheras y fortificaciones, preparadas con calma y dispuestas con todos los
últimos recursos del arte de la guerra.
Pero en vano, vuelvo a repetirlo; Dios está con nosotros y la victoria nos
pertenece.
Quedaban aún intactas y animosas las tropas de reserva. La flor de ese
ejército sin rival en su desprecio por la muerte y en su inmenso cariño por la
patria. Buin, 3º 4º de Línea con el Bulnes se disputan y se sortean el honor
de morir en la contienda.
Se ha tirado esa suerte terrible, y en la madrugada del 7 de junio, en 50
minutos mal contados, el 3º y 4º de Línea en unión del Lautaro, rinden la
plaza y aplastan al enemigo como una montaña que se derrumba y aplasta al
débil arbusto que se mecía en su falda.

192
Documentos Oratoria sagrada

120 muertos y 300 heridos escriben con su sangre la fecha de ese día, que
leerá, con inaudita admiración el viajero que ponga su planta sobre esa roca,
mudo testigo de tan horrenda como inmortal tragedia.
Y por tercera vez, séame dado, señores, en presencia de tantas víctimas
inmoladas en la flor de la vida, maldecir al monstruo de la guerra, aunque
se ostente a mis ojos vestido de púrpura, coronado de yedra y alzando en sus
manos humeantes el cetro de un nuevo triunfo.
Pero no por eso dejo de admirar a mis queridos hermanos, envueltos en
el humo de la pólvora y tendidos en esas colinas gloriosas por la sangre con
que han sido regadas.
Allí sobre las cenizas de esas cien víctimas y de ese Jonatás hermoso que
se llama San Martín, muerto a la sombra de su bandera después de haber
recibido con profunda emoción cristiana la absolución del sacerdote, no
puedo menos de volver a exclamar:
Beate eritis. Seréis felices, porque lo que hay de honor y pura gloria con la
virtud de Dios reposa sobre vosotros.
¡Ah! ¿Y puede acaso encontrarse una muerte más honrosa que la que ellos
tuvieron por la defensa de su patria? Sin duda. Dulce et decorum est pro patria mori:
Morir por la patria, rendir una vida firme y robusta como el cedro, risueña y
lozana como la palmera del desierto, es dar a la madre la más bella corona,
el más puro y honroso timbre de gloria. No es digna de tristes gemidos y de
dolorosos suspiros esa noble inmolación. El corazón late como un volcán, y
al estallar de júbilo y de admiración, confunde la risa con el llanto, el gemido
con el himno de contento.
Lo hemos visto, señores, y el país entero ha batido palmas, ha levantado
trofeos, ha recorrido las ciudades y los campos, gritando con delirio: ¡Gloria,
gloria eterna a los héroes de Tacna y a los héroes de Arica!

VIII
Mas ¡ay dolor! esa gloria humana pasa como pasan las nubes del firmamento,
como pasan los segundos del tiempo y el sonoro tañido de las campanas que
anuncian en nuestros templos la noticia feliz de la victoria.
Sobre la humana gloria, fugaz y efímera, está la gloria de Dios. Sólo a Él
el honor, y he aquí el último tributo de nuestra gratitud a nuestros hermanos
inmolados en el fragor de la pelea.
Han caído, después de haber doblado la rodilla delante del cielo y de
haber golpeado sus pechos en señal de arrepentimiento delante del sacer-
dote de Cristo. Los celosos capellanes de nuestro ejército, después de dar la
absolución a los que marchaban al combate, han recogido el último suspiro
con la última plegaria de la mayor parte de los que allí sucumbieron. ¡Oh

193
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

consuelo supremo! ¡Augusta religión de Jesucristo! eres en verdad la madre


cariñosa de tus hijos que enjugas sus lágrimas y mitigas sus pesares.
Señores: como los célebres soldados de la legión tebana, como los ilustres
Macabeos, como los defensores del Santo Sepulcro, nuestros guerreros han
sido siempre distinguidos por su ardiente fe. Al sentir los horribles dolores
de sus heridas no han blasfemado ni lanzado gritos de maldición contra sus
enemigos. ¡Oh! no. Al contrario, han sido magnánimos para perdonar y sólo
han pronunciado con sonriente plegaria los dulces nombres de Jesús y de
María.

IX
En esa noche aciaga, después de la victoria de Tacna, muchos de nuestros
heridos pasaban tendidos en la tierra desnuda hasta el día siguiente. No había
sido posible recogerlos.
Uno de nuestros ayudantes de campo recorría ese lúgubre sitio, sembra-
do por todas partes de muertos y de heridos. Oía con el alma desgarrada los
clamores de esos infelices, cuando a lo lejos distingue palpablemente una voz
tierna y afinada que canta con dulce melodía. Se aproxima y puede escuchar
de cerca la plegaria de un soldado que delira, próximo a expirar por la pér-
dida de sangre y el hambre que le agobia. ¿Sabéis, señores, cuál era su canto
delirante, el último himno de ese cisne que partía a un mundo mejor? ¡Ah! él
cantaba esta estrofa celestial: “Virgen del alma mía, ¿cuándo será ese día?”
Soñaba con la madre de Dios, le pedía tal vez en su éxtasis desfalleciente
el día feliz de su gloriosa muerte. Y tal vez en esa misma noche cumplía sus
santos votos.
¿Cómo entonces podemos dudar ni por un momento que ellos son feli-
ces? Beati eritis. Seréis bienaventurados, porque todo lo que hay de honor y
de gloria reposa sobre vosotros con la virtud de Dios.
De ellos nos es lícito decir sin temor de son exagerados: Beati mortui qui
in Domino moriuntur.185 Bienaventurados los muertos que duermen en el
Señor.
¡Héroes de una santa causa! ¡Mártires ilustres del amor a la patria! No
os damos el último adiós como a los que parten desde su lecho de dolor. No,
valientes y denodados triunfadores de Tacna y Arica. Jamás nos despediremos
de vosotros. Viviréis y viviréis siempre en nuestros más gratos recuerdos y en
nuestras más fervientes oraciones. Escribiremos vuestros nombres ilustres
en el gran libro de la patria. Elevaremos arcos de triunfo y monumentos de

185 Apocalipsis, cap. 14, v. 1.

194
Documentos Oratoria sagrada

perpetua duración para recordar vuestras proezas a las generaciones venideras.


Y al viajero que pasee por esos sitios consagrados a vuestra póstuma gloria, le
diremos con acentos de agradecida admiración: “Pasajero, ved ahí a los héroes
inmortales de Tacna y Arica, que crecen en sus sombras veneradas mientras
más se aleja el sol que ilumina sus sepulcros”.

X
Y cuando así hablemos invocando el amor de la patria por quienes se inmo-
laron generosamente, en nombre de la adorable religión que les enseñaron
sus madres cristianas para saber vencer y saber morir, diremos al Dios de los
Ejércitos:
Monarca Supremo del cielo y de la tierra; Árbitro de la vida y de la muerte,
de la paz y de la guerra, recibid el holocausto de esa sangre generosa vertida
a torrentes con noble valor por la defensa de la patria. Escuchad benigno las
ardientes plegarias de tantas madres que lloran a sus hijos, de tantas esposas
que claman por sus amantes esposos y de tantos hijos que deploran al pie del
ara santa la orfandad de sus padres, inmolados por ese amor bendito. ¡Oh!
¡Gran Dios! que en vuestros secretos designios habéis decretado la victoria para
los ejércitos de Chile, y la vergonzosa derrota para las armas de las repúblicas
aliadas, coronad vuestra obra.
Haced que aprovechemos el triunfo, no para enorgullecernos con necia
vanidad, sino para adoraros y bendeciros con humilde reconocimiento. Que
conozcamos y confesemos que es vuestra la victoria y que es vuestro el valor
y el arrojo con que han combatido nuestros ejércitos.
Y como última y suprema plegaria, nacida de lo íntimo de nuestras almas
iluminadas por los resplandores de vuestra santa religión, dignaos perdonar
las humanas flaquezas de esos ínclitos guerreros y abrirles cuanto antes las
puertas de la Jerusalén celestial.
¡Dios de bondad! que olvidáis misericordioso nuestros extravíos y mise-
rias, dad el eterno reposo a los que en vos confiados rindieron sus almas en
noble lid. Requiescant in pace. ¡Que descansen en vuestra amable y dulce paz!
Así sea.

195
DISCURSO PRONUNCIADO POR EL PRESBÍTERO
DON SALVADOR DONOSO EN LA IGLESIA DEL ESPÍRITU
SANTO EN CELEBRACIÓN DEL TRIUNFO DE ARICA*

Cantemos Domino: gloriose enin magnificatus est,


equum et ascensorene dejecit in mare.

Cantemos al Señor, porque gloriosamente ha sido engrandecido:


al caballo y al caballero derribó en el mar.
(Éxodo, c. 15, v. 1°)

I
Señores:

Con acentos de inmenso y uniforme regocijo entonemos una vez más este
hermoso cántico de un pueblo justamente entusiasmado el día solemne de
espléndida victoria.
Sí, señores: cantemos al Dios de los Ejércitos el himno de nuestra profun-
da gratitud, y con los ángeles que anunciaron al universo el nacimiento del
Supremo Libertador de las naciones, exclamemos sinceramente conmovidos:
¡Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y gloria en la tierra a los héroes
ilustres que han vertido su sangre generosa sobre el altar de la patria!
¡Ah, señores! ¿Y quién podría dudarlo? Jamás pueblo alguno ha tenido
más justos títulos que el pueblo chileno para admirar y bendecir a la Divina
Providencia que ha velado con solícita mirada por la suerte feliz de sus armas.
Dando expansión a nuestro santo júbilo, inspirado por el sublime amor a esta
patria querida, repitamos una vez más: ¡Bendito sea, mil y mil veces bendito
el Dios de las misericordias!
Y ¿cómo no bendecirlo, señores, cuando desde el día en que fuimos
provocados a desigual e injusta guerra por las repúblicas aliadas del Perú y
Bolivia, ser chileno es un timbre de honor, que la misma Divina Providencia
se ha encargado de enaltecer con continuos e inmortales triunfos?

* Reproducido en Ahumada, Guerra del Pacífico, Vol. 2, tomo III, pp. 232-233.

196
Documentos Oratoria sagrada

II
Lo sabéis, señores, y lo sabe ya el mundo todo. Desde Antofagasta hasta el
Callao, y desde Calama hasta Arica por los arenales candentes del desierto y
por sobre las olas embravecidas del mar nuestros intrépidos soldados y nuestros
denodados marinos han paseado siempre triunfante el glorioso tricolor chile-
no. ¡Ah! ¡Hermosa bandera de mi patria, cuán gallarda te ostentas cubriendo
con tu sombra ese altar, donde se oculta con velo misterioso el Dios de nuestros
padres que nos ha enseñado a amar tan de veras a nuestra patria!
Con esa fe inquebrantable de una vida mejor, y conquistada por noble
y levantada abnegación, en tantos y tan desiguales combates, menores en
número, luchando con el hambre, el cansancio y la sed, nuestros hombres de
bronce ¡ah! ¡Qué denuedo tan invencible! Jamás, ni una sola vez, cedieron
la victoria al enemigo.
Al contrario, la han llevado por todas partes en la punta de sus terribles
bayonetas, y han escrito para siempre en las páginas de nuestra hermosa
historia, como lema en cierto modo infalible: “¡Chile no se rinde jamás!” Sí,
señores, y no creáis que me ciega el resplandor de esa llama sagrada que arde
en mi pecho de chileno y centellea en la pupila de mis ojos. No, los hechos
hablan por mí.

III
Prat, el grande, Riquelme, Aldea y demás invictos tripulantes de nuestra glo-
riosa Esmeralda han escrito sobre las olas ensangrentadas del mar de Iquique,
el 21 de mayo de 1879, a nombre de la marina de nuestro amado Chile, este
epitafio sublime: “Vencer o morir”.
Ramírez, Valdivieso, Urriola, Garretón, Cuevas, Garfias y demás héroes
de la tremenda tragedia de Tarapacá han escrito a su turno sobre las arenas
calcinadas del desierto, el 27 de noviembre del mismo año, a nombre del
ejército chileno, un epitafio semejante: “Muertos, pero no vencidos”.

IV
Por eso, señores, cuando oímos todavía el mágico y no interrumpido acento
de victoria en Calama, victoria en Iquique, victoria en Angamos, victoria en
Pisagua, victoria en Agua Santa, victoria en Dolores, victoria en los Ángeles,
victoria en Sama, y todavía victoria en Tacna y victoria en Arica y en todas
partes, victoria adonde quiera que llegan nuestras naves y colocan sus plantas

197
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

nuestros soldados, oyendo el nombre de otros héroes, que como los bizarros
Santa Cruz, San Martín y demás bravos inmolados últimamente a centenares
sobre ese altar repleto ya de víctimas ilustres, con la vista fija en los cielos y
con el corazón ardiendo de vivísimo amor por esos hermanos nuestros tan
gloriosos como queridos, no podemos menos que exclamar con indecible
gratitud. Cantemus Domino. Cantemos, sí, cantemos al Señor, porque con sin
igual magnificencia ha desplegado sobre el azul de nuestro puro cielo el manto
sagrado de su divina protección, y porque con mano de bronce ha hundido
en el polvo a nuestros soberbios enemigos y ha dejado flotando sobre las olas
del mar a sus amedrentados navegantes.

V
¡Oh! señores, qué contraste tan rápido y tan doloroso para los que provocaron
la contienda! ¡Justicia de Dios! ¡Recibe hoy el homenaje de nuestra admiración
y de nuestro culto!
¿Qué se ha hecho esa escuadra poderosa? ¿Dónde están sus naves for-
midables? ¡Ah! Las unas sepultadas en lo profundo del océano y las otras en
nuestro poder a las puertas del Callao, que hoy cuenta y espera hora por hora
el último momento de su rendición inevitable.
Y de nuevo, señores, permitidme una pregunta más y perdonad. ¿Dónde
están esos numerosos y aguerridos batallones de la desgraciada Alianza? ¡Ah!
¿No los veis derrotados y dispersos? Después de sembrado el campo de cadá-
veres, se han deshecho al golpe irresistible de nuestras huestes, como el soplo
de la tempestad dispersa y deshace las hojas marchitas de los árboles.
¡Ah! ¿Y cómo no reconocer esta marcada protección del cielo? Si Dios
está con nosotros, quién podrá detener el vuelo de ese cóndor audaz que
simboliza el empuje de nuestra fuerza? Ha volado desde la cima de los Andes
y no volverá a su nido de rocas y de nieve hasta que no haya despedazado el
corazón del Sol, que apenas alumbra entristecido el camino por donde huyen
los que se llaman sus hijos.

VI
Pero no; perdonad, Dios de paz y de amor, perdonad este arranque de humana
vanidad. Al celebrar los triunfos que nos habéis concedido con tan pródiga
mano, no queremos la ruina de nuestros enemigos. No; sabemos que somos
todos vuestros hijos y que ellos son nuestros hermanos de ayer, extraviados y
obcecados hoy por una venda fatal que oculta a sus ojos la justicia de nuestra
causa.

198
Documentos Oratoria sagrada

¡Gran Dios! ¡Árbitro supremo de los humanos destinos! Romped esa densa
venda y haced que vean los resplandores de la paz, como el arco iris de su
única esperanza en la horrible tormenta que aún les amenaza.
Antes que el hambre invada sus ciudades y la miseria cubra de duelo y de
lágrimas sus hogares entristecidos por cien derrotas, que se sometan, Supremo
Juez de las naciones, que se sometan al fallo inexorable de vuestra divina jus-
ticia. Enviadles desde el cielo al ángel de la reconciliación para que les diga
de nuestra parte, que si hemos sido leones en los campos de batalla, seremos
sus hermanos a la sombra de la cruz, que nos enseña a olvidar perdonando
con cristiana generosidad.
¡Sea, buen Dios, sea la sangre vertida en Tacna y Arica el último holocausto
pagado a vuestra justicia para que termine presto esta larga y penosa contienda!
Oíd las plegarias de tantas almas inocentes que claman sin cesar por el día
feliz en que han de volver, llenos de contento y de gloria, al seno de su patria
esos abnegados defensores de su honra, que han creído y esperado en vuestro
poder, magistrados, sacerdotes y fieles que rodeáis este santuario.
Y entretanto, entonemos un solemne Te Deum de gracias y alabanzas al
Altísimo para que en su infinita misericordia se digne grabar con letras de oro
sobre la frente de Chile, vestida hoy de gala y ceñida de laureles, esta palabra
de supremo contento: “Victoria y siempre victoria”.

199
ORACIÓN FÚNEBRE PRONUNCIADA POR EL PRESBÍTERO
FRANCISCO BELLO CELEBRADA EN HONOR A LAS VÍCTIMAS
DE LA GUERRA EL 11 DE AGOSTO DE 1880*

Fide fortes facti sunt in bello.

La fe los ha hecho valientes en la guerra.


San Pablo a los Hebreos. Cap. XI.

Excelentísimo señor Presidente de la República


Ilustrísimo señor obispo de Martyrópolis, vicario capitular del arzobispado
Señores:

I
El corazón chileno es bastante grande, bastante noble y piadoso para que a
sus delicados sentimientos pueda escaparse que los públicos homenajes tribu-
tados a la memoria de los valientes de la escuadra y del ejército, son el justo
patrimonio de todos los ilustres mártires de la patria, en la presente guerra;
de todos, repito, desde ese invencible coloso de los mares, cuya sangre por
mano aleve derramada es y será la execración del pabellón enemigo, hasta
el último de nuestros queridos y cristianos soldados. Si pomposas ovaciones
ha hecho la patria a esos inmortales genios de la guerra, que en prematuro
sacrificio han sido y serán la semilla de mil y mil héroes gloriosos, de mil y
mil sublimes holocaustos. Cantemos hoy las proezas de valor del grande y del
pequeño, del marino y del soldado, del jefe que con su denuedo y sabiduría
manda, anima y fortalece, y del súbdito que obediente hasta la muerte a las
ordenanzas y disciplinas de la guerra, dirige certera puntería, quema hasta
el último cartucho, se bate cuerpo a cuerpo y rinde su vida, en medio de las
balas, antes que retroceder un palmo, en presencia del enemigo.
Fúnebre es la ceremonia que presenciamos, nuestras plegarias van marca-
das con el acento más triste y angustioso y al fijar nuestra vista sobre esa tumba
querida, raudales de llanto brotan de nuestros ojos. ¡Ah! señores, siempre

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 6 de octubre de 1880, pp. 761-766.

200
Documentos Oratoria sagrada

es amarga la memoria de la muerte y más todavía, cuando ella nos arrebata


seres queridos por quienes sentimos la más afectuosa simpatía. Si las lágrimas
de Jesús en presencia del sepulcro de su predilecto Lázaro constituyeran su
único y eficaz consuelo ¡pobre humanidad! en el frío sudario que cubriera sus
miserables despojos, allí sepultadas quedarían eternamente sus esperanzas,
sus méritos, sus inmortales recompensas. Pero nadie ha reputado calamidad
para las víctimas de la guerra su noble sacrificio, ni exterminio lo que para
todo cristiano es el camino que lleva a la inmortalidad. Esforzados mártires
del honor y santos derechos de nuestro pabellón inmaculado, no es ruina
vuestra muerte ni vana aflicción vuestro generoso sacrificio. Llora la patria la
muerte de los valientes, ¡ah! que no es delito llorar la muerte de los héroes,
llora la iglesia chilena, enloquecida de amor, la pérdida de tantos abnegados
hijos, que en su cristiano patriotismo legan a la posteridad las más preciosas
virtudes, ¡justo dolor! pues si algo causa honda pena al corazón piadoso es
ver desaparecer a aquellos que con su heroica abnegación, enseñan la virtud,
sin predicarla, y la hacen fácil y amable con su ejemplo. Benditas lágrimas las
que hoy riegan el sepulcro de nuestros queridos soldados, que como las de
Jesús vertidas en la tumba de un amigo, hacen germinar de entre las penas de
la muerte, raudales de fe y de esperanza. Spes illorum inmortalitate plena est:186
la esperanza de ellas está llena de inmortalidad, y su memoria es luz inextin-
guible. A los ojos de la carne parece que hubieran muerto para siempre,187
duermen el sueño de la paz, no han muerto, ni han podido morir, porque no
muere el patriotismo inspirado, aprendido y perfeccionado en la escuela del
Mártir del Calvario, porque no muere, ni puede morir lo que es abundante
vida para el corazón de nuestra amada patria, lo que es y eternamente será
gloria y alabanza para el Dios de las virtudes y Señor de los Ejércitos.

II
Un solo testimonio bastaría, señores, para fundar la justicia de nuestros elogios,
el de una sangre vertida en aras del más santo patriotismo, para rescatar la vida,
honra y libertad de millares de nuestros queridos compatriotas, derramada
para mantener incólume la dignidad de una nación libre, soberana, noble
sin ostentación, fiel en sus relaciones con el extranjero, pero sin doblez ni
hipocresía, hospitalaria y benigna hasta el exceso, e incapaz de herir a nadie
en sus legítimas susceptibilidades.

186 Sap. cap. III, v. 4.


187 Sap. cap. III, v. 2.

201
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Francamente, señores, que la simple narración de las hazañas de nuestra


guerra forma por sí misma la apología de las víctimas, cuya memoria honramos
hoy solemnemente. ¡Qué grandeza de alma, qué sublime desprecio de la vida,
qué impertérrito arrojo para luchar cuerpo a cuerpo con los horrores de una
muerte inevitable y desastrosa! Episodios como los del famoso 21 de mayo en
Iquique, y los de Pisagua, Punta Angamos, Tacna y Arica no desdicen de los
más célebres que se registran en los poemas de Homero y de Virgilio y en las
titánicas luchas de Esparta, Cartago, Grecia y Roma.
Pero quedaría muy atrás en el desempeño de la honrosa comisión, que a
nombre de la iglesia chilena debo llenar en este día, si me limitara a encomiar y
con mucho menos lucidez lo que la tribuna parlamentaria, la poesía y la prensa
han exaltado con el más frenético entusiasmo; no, señores, pondré a vuestra
consideración los más interesantes episodios de la guerra sudamericana, pero
mi obligación como sacerdote será edificar ante todo vuestros corazones con
la piadosa relación de las virtudes del militar chileno.

III
Sólo la fe, señores, puede imprimir en el corazón del soldado cristiano esa
sublime abnegación de sí mismo, que haciéndolo esclavo de una severa dis-
ciplina militar, si no le asegura en todo caso la ruina del adversario, siempre
le da derecho al título de valiente y a veces de esclarecido mártir de la patria.
Y ¿por qué? Porque la fe es la primera disciplina del alma; porque la fe es la
sola virtud capaz de mantener a raya ese entusiasmo y exaltada imaginación
del soldado valiente; porque la fe siendo la única autorizada voz de la obe-
diencia cristiana, es asimismo la única voz de obediencia para el guerrero en
los campos de batalla. ¿Por qué? Porque sin ella el coraje suele convertirse
en egoísmo, el entusiasmo bélico en extravagante delirio, la osadía, ora en
imprudente confianza, ora en temeridad presuntuosa. La abnegación inspirada
en la fe es la que da idea al soldado cristiano del último y más encumbrado
perfeccionamiento de la disciplina militar: obedecer sin saber a menudo a
dónde marcha y casi siempre sabiendo a ciencia cierta que camina a la muerte
casi siempre mirando bajo sus pies el sepulcro donde deben arrojarlo las
metrallas y bayoneta del enemigo.
¿Sabéis, señores, por qué el Cristo de nuestro Evangelio es la personifica-
ción por excelencia de todo lo grande, de todo lo bello, de todo lo sublime
y heroico llevado hasta lo infinito? Porque la divina iglesia que fundara es
la iglesia santa, gloriosa, inmaculada, sin sombra alguna de imperfección
y defecto.188 Ah! no es difícil explicar este misterio: nadie ignora que los

188 Epístola de San Pablo a los Efesios, cap. V, v. 27.

202
Documentos Oratoria sagrada

más célebres actos de la vida del Hombre-Dios fueron las humillaciones de


Belén, las oscuridades de Nazaret y las dolorosas escenas del Calvario; ni al
menos advertido puede escaparse, que en esa sangre preciosa del Redentor,
precio de su rescate, iba impregnada esa semilla que llamamos abnegación,
esencia de toda virtud y piedra angular en que descansa toda la religión del
Crucificado.
¿Creéis por ventura, señores, que esa abnegación de que hablamos sea,
en nuestros queridos hermanos, una virtud común, una virtud mediocre,
una virtud aislada y sin méritos? Ah! no, que desde el púlpito sagrado sólo se
encarece la virtud heroica, la que hace del héroe un modelo, la virtud que
ilumina al alma, la inflama y arrastra a practicar ejemplos que tanta gloria dan
a Dios y tantos laureles de victoria han conquistado para la patria. La abnega-
ción del soldado chileno… ¡Oh! qué inagotable piélago de heroicas virtudes
no supone. Hubo un momento solemne, señores, en que el soberbio león
de nuestra patria, cual si despertara de profundísimo sueño, airados sus ojos
chispeante de cólera y sacudiendo impaciente su melena puso en conmoción
universal, con sus rugidos, a los dulces moradores de esta tierra de bendición
y de paz. Era que asomaba a nuestras playas el monstruo de la guerra; herida
la madre patria por mano ingrata, necesario se hacía a sus magnánimos hijos
vengar tamaña afrenta por la suerte de las armas.
Querido hermano y compatriota, ¿qué furor, qué delirio, qué febril exal-
tación te domina? Ecce nos reliquimus omnia;189 todo lo dejaremos por nuestra
patria, todo por ella lo sacrificaremos, repite el hijo del labriego y el joven
de acomodada fortuna, el hombre de negocios, el esposo idolatrado de su
familia, el niño y hasta el anciano, pero que siente aún circular por sus venas
la sangre de chileno, sangre bendita que no puede sino permanecer en la
más activa ebullición, en presencia de todo grande acontecimiento. Y qué
bella oportunidad para reconocer en nuestros hermanos la ingénita vocación
a las armas: Ecce nos reliquimus omnia; sí, todo lo sacrificaron por la honra de
Chile nuestros valientes: patria, hogar, esposa, hijos, salud, riqueza, honores;
y, ¡quién lo creyera! señores, los que sólo una humilde cabaña abandonaron,
heroico sacrificio consumaron, pues en la balanza de la patria, como en la
del Redentor de las naciones, pesan igualmente la pobre red del pescador de
Galilea y las arcas llenas de oro del publicano arrepentido.
Se comprende perfectamente que veteranos aguerridos y esos hombres
de fierro de nuestra raza, para quienes las más dolorosas penalidades son
el pan cotidiano de su existencia, y que en la hercúlea configuración de su
cuerpo parecen desafiar las contrariedades y peligros de la más adversa natu-
raleza se comprende, digo, que no les infunda terror alguno el monstruo de

189 San Mateo, cap. XIX, v. 27.

203
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

la guerra: pero ver, como hemos visto por nuestros propios ojos, esa pléyade
de abnegados jóvenes, de lo más distinguido de nuestra culta sociedad, que
en la edad de oro de una lozana juventud, impávidos se ríen de la muerte,
despreciando enérgicamente los halagos de la fortuna, los encantos del hogar
y las dulces relaciones de la amistad. ¡Oh! esto es altamente conmovedor, esto
inflama al corazón, arrebata de entusiasmo y nos obliga a todos a postrarnos
de hinojos ante esa tumba veneranda, para bendecir al Supremo Rey de las
naciones que hizo de nuestro Chile la nación grande y robusta y de sus hijos
una compacta legión de guerreros.

IV
Nadie es digno del apostolado divino sino aquel que es llamado por Dios como
Aarón;190 así también podemos decir por analogía que si en el corazón de
nuestros amados compatriotas está impresa una ingénita vocación a las armas,
es su valor heroico el signo inequívoco de su sublime llamamiento.
¿Y este valor en qué podemos resumirlo? En el desprecio impávido a la
muerte emanado de esa cristiana abnegación que viene a demostrar de una
manera irrefragable al militar cristiano, que eso que llamamos vida temporal,
no es sino una prolija y no interrumpida manera de morir y que las que juz-
gamos tumbas de los hombres, porque en ellas descansan sus cenizas, son la
cuna donde el alma renace a mejor vida.191 Aunque el arte militar, como dice
un eminente escritor, no carece de medios oportunos para inspirar el valor,
y aunque esas falanges de fuego, esos cascos y corazas, esas espadas lucientes,
esos tambores y clarines que baten marcha, lo encienden y exaltan podero-
samente en el alma del guerrero pero sin recurrir al cielo, sin ir más arriba
en busca de esa llama misteriosa, lo que hallaréis en el alma del guerrero no
será el desprecio magnánimo de la muerte, sino a lo más un olvido y a veces
un cobarde y premeditado olvido de la muerte.192 Convengo francamente,
señores, que el olvido de la muerte puede ser a veces un preservativo contra
esa siniestra potencia que consume en un instante los más arrogantes ejércitos,
el miedo temida divinidad a la cual el paganismo consagró templos y altares,
y espantoso flagelo con el cual suele el Todopoderoso castigar la injusticia
de las naciones. Irruasti super eos fornido et pavor.193 Sin embargo, nadie dirá
que nuestros guerreros hayan tenido necesidad de premunirse contra ese
fantasma pavoroso que forja casi siempre en el soldado la conciencia cierta

190 Epístola a Hebreos, cap. 5, 10 y 4.


191 Poesía de don Juan Egaña.
192 Conferencia de R. P. Constant.
193 Éxodo, cap. XV, v. 16.

204
Documentos Oratoria sagrada

de una injusticia consumada y el temor de un condigno castigo; no, mil veces


no, nuestros valientes guerreros no han conocido, ni han podido conocer los
efectos de ese azote exterminador, porque amparados por la justicia y santidad
de su causa, ni tuvieron necesidad de interponer una nube entre su ojo y la
muerte, ni cuando la muerte vino a cernir sobre ellos sus negras alas, se han
considerado impotentes para luchar con ella cuerpo a cuerpo y despreciar
intrépidamente sus horrores.

V
Señores, ¿qué súbita conmoción me domina en este instante? Recuerdos su-
blimes se agolpan a mi mente, veo desfilar ante mis ojos tantos y tan patéticos
cuadros de nuestros hechos de guerra, tan impresos conservo en mi memoria
los manes venerables de los héroes de nuestro ejército y escuadra que para-
logizada mi mente y arrebatado mi corazón de entusiasmo no acierto, en mi
desaliñada elocuencia, a formular el pomposo elogio que se merece la flor y
nata de nuestros valientes marinos.
Heroico comandante de nuestra siempre querida y malograda Esmeralda,
¿qué diré en mi acendrado cariño y loca veneración que te profeso, qué diré
que corresponda a la magnitud de tus hazañas, al sobrehumano heroísmo de
tu valor y a la abnegación sin límites de tu varonil corazón? Grande tu alma
como el inmenso océano que te sirviera de sepulcro y belicoso tu espíritu
como las rugientes ondas que espumosas siempre de ira, viven en perpetua
agitación, ultimado pudiste ser por monstruo aleve, nunca vencido; que si en
legítimo certamen te batieras y feroz espolonazo no hundiera para siempre
en los abismos la humilde ciudadela de tus hijos, hoy Chile, como en otro
tiempo Israel alborozado del nuevo David contra insolente Goliat, celebraría la
victoria. ¿Y qué pensar señores del intrépido Serrano, cuyo arrojo desmedido
en nada desdice al de su bravo comandante; que, arrebatado como él en justa
ira, se abalanza como un león sobre el gigante que debía exterminarlo, pero
con la conciencia de que el mutilado cadáver de su heroico compañero y el
suyo propio acribillado de balas, sobrecogería de pánico a sus enemigos y los
obligaría tarde o temprano a confesar su impotencia?
¡Oh! ni uno solo de los detalles de la sangrienta tragedia de Iquique
puede pasarse en silencio y para hacer justicia a nuestros marinos, debemos
ingenuamente confesar que si Prat, Serrano, Videla, Aldea y Riquelme son
los más célebres protagonistas de la escena, todos los demás tripulantes de
nuestra malograda navecilla son un portento de abnegación y heroísmo; si,
todos vieron la muerte a sus pies y serenos la despreciaron, todos lucharon
contra ella palmo a palmo y todos prefirieron antes hundirse para siempre
en los abismos que arriar un instante el tricolor chileno.

205
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

VI
Pero no es solo a los héroes de Iquique a quienes se deben tributar hoy justos
elogios, debemos hacer el estudio completo de las virtudes de nuestros dis-
tinguidos marinos y es vastísimo el horizonte que ellas abrazan. Recordaréis,
señores, el periodo de nuestra guerra que precedió a la gloria hazaña de
Punta Angamos, en donde merced a la pericia del bravo y experimentado
jefe de nuestra escuadra y al coraje del nunca bien ponderado comandante
del Cochrane, es rendido en justa lid el famoso monitor peruano. Por lo que
en nosotros pasaba en aquel tiempo podréis calcular la impaciencia y exas-
peración que produciría en nuestros marinos el proceder que rehuyendo en
todo caso el leal combate, no reconoció más táctica militar que la inacción,
la sorpresa, el escondite y la fuga, cuyas armas de defensa fueron las brumas
del océano y la oscuridad de la noche y cuya única presa, en más de medio
año de sacrificio, fue un desarmado buque de transporte. Es evidente que el
único fin que perseguían nuestros adversarios era exasperar la paciencia de
nuestros marinos, para obligarlos así, o a desistir de la empresa de mantener
el bloqueo de los puertos, lo que era acrecentar para ellos los medios de
defensa, o a emprender una aventura de expedición, cuya solución habría
sido, ora la rápida fuga de la escuadra peruana a sus arsenales de guerra, ora
una indolente inacción de sus blindados que diera tiempo a la rehabilitación
para ellos de armas, cañones y demás elementos de guerra.
¡Ah! sabían perfectamente nuestros marinos que el trabajo pertinaz lo
vence todo, y que la disciplina del valor es la previsión concienzuda de los
más mínimos detalles de la victoria; no podían ignorar que la exaltación y
delirio de un instante, si podía proporcionarles un efímero triunfo, podía
también acarrearles una lamentable ruina; y sobre todo, inspirados por la fe
de su religión no podía ocultárseles que la paciencia engendra siempre una
esperanza segura y que el que vive sostenido por esa áncora divina es imposible
que se pierda: Patientia autem probationem, probatio, vero spem spoes autem non
confundit.194 Combatieron como leones, es verdad, desafiaron con serenidad los
más inminentes peligros, pero nunca perdieron la previsión, la calma serena
y la constancia que es necesario tener siempre, y sobre todo en la hora de los
reveses y desastres: testigo Punta Gruesa, en donde, gracias a la sangre fría
e intrepidez del bravo Condell, un enorme arrecife vino a ser el sepulcro de
su formidable enemigo y el puerto de salvación de su humilde y afortunado
barquichuelo. ¡Bendita religión que así enseñas al guerrero la santa disciplina
del valor, capaz de producir para la patria héroes como los de Chipana, Punta
Gruesa y Punta Angamos y mártires como los del 21 de mayo, en la siempre

194 Epístola a los Romanos, San Pablo, cap. V., v. 4 y 5.

206
Documentos Oratoria sagrada

gloriosa rada de Iquique! Mucho han exaltado los pueblos de la antigüedad,


señores, la noble pasión del patriotismo; suntuosos templos erigió Grecia y
Roma a Marte, el numen de la Guerra y a sus numerosos adoradores, y hasta
el presente soberbios mármoles y empinados bronces nos recuerdan las glorias
de los tiempos heroicos. ¡Ah!, y cuánto más pura y hermosa es la corona que
tiene la dicha de ceñir al frente del guerrero cristiano; millares de inocentes
víctimas iban uncidas al carro de oro del triunfador pagano y las más veces
el despotismo de los Césares vencedores era el que inundaba de sangre los
pueblos y ciudades. ¿Y nuestros héroes? no son ellos a los a los que un ciego
despotismo y un monstruoso abuso de la fuerza los obliga, a empavesar sus
naves, desenvainar su espada, a disparar sus cañones; no son ellos a los que
la embriaguez de gozo que produce una victoria pueda conducir a quemar
incienso a infames divinidades; no son ellos finalmente, a los que una venganza
ruin o una injusticia les conceda derecho para cometer tropelías y crueldades
indignas de un ser superior y que lleva en su conciencia la responsabilidad
de sus actos: Fide fortes facti sunt in bello.195 O fe, virtud divina, tú sola eres la
que has embalsamado sus corazones con el perfume de la piedad, tú la que
has inspirado en sus almas esa no interrumpida plegaria, que violentando los
cielos, ha hecho descender a torrentes la misericordia del Señor, tú la que
en la suprema hora del combate y de la aflicción has señalado al valiente esa
Virgen Milagrosa, esa Estrella de los Mares, esa Torre inexpugnable de David,
esa ancora segura de toda esperanza y consuelo.

VII
Continuemos nuestra obra señores, que para dar cima a nuestra empresa,
tenemos aún que hacer la exploración de otro campo exuberante de gloria
para Chile y riquísimo en virtudes para los guerreros de nuestro ejército del
norte.
El valor del soldado chileno en la presente campaña está tan a la vista
que la simple narración que hacen los partes oficiales acerca de los diferentes
hechos de armas habidos en el litoral es una prueba concluyente. Pero ¿quién
se ha atrevido jamás a poner en duda que el soldado chileno es un león en
la hora del combate, un Hércules, una fiera que jamás esquiva el golpe y que
si puede ser devorada en desigual condición, no sabe lo que es rendirse? El
soberbio estreno que un puñado de hombres a la cabeza de Vargas y San Martín
hicieron, asaltando las trincheras de Calama y obligando a los enemigos a
rendir la plaza, en medio de una lluvia de balas; ya revela muy a las claras el

195 San Pablo, Epístola a los Hebreos, cap. XI.

207
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

temple de alma de aquellos soldados con quienes tenían que medir sus fuerzas
nuestros adversarios de tierra. Ahí está Pisagua, ese eterno momento de gloria
para el inmortal Santa Cruz y los cuatrocientos bravos que les acompañaron a
repechar esas pendientes alturas, defendidas por más de novecientos valien-
tes bolivianos, situados en las más oportuna localidad para arrasar con sus
fortificaciones la escasa infantería de nuestro ejército. Sin embargo ¿quién
puede detener a esas águilas altaneras, que sin temor de cegar, en fuerza
de los vivos resplandores que arroja el nutrido fuego de artillería y fusilería
del enemigo, impávidos clavan su vista en la cima que debían escalar, y sin
retroceder un ápice en forzada marcha, avanzan y siempre avanzan, atacan a
diestro y siniestro al enemigo, arrollan sus cañones, saltan fosos y trincheras,
y cuando les falta el aliento, jadeantes de fatiga, se aferran de las rocas para
seguir trepando la cuesta y coronar en sacrificio?
Oh! no, sé cómo expresaros el asombro que me causa la intrépida ab-
negación de nuestros virtuosos veteranos. Héroes esforzados de Dolores,
Tarapacá, Ángeles y Buena Vista, ¿a dónde camináis presurosos? ¿Ignoráis, por
ventura, los intransitables desiertos y fragosas encrucijadas que os cerrarán el
camino? ¡Dios mío, Dios de justicia y misericordia! tened piedad de nuestros
queridos soldados; son valientes y sacrificados hasta el extremo; su acendrada
virtud los hará soportar resignados el hambre, la sed, el cansancio y las mil
penalidades de un ejército que va buscando al enemigo que huye y que no
descansará hasta encontrarlo, combatirlo y arruinarlo, aunque sea en el paraje
más desamparado y peligroso. ¿Pero Señor quedarán frustradas las esperanzas
de tantos nobles corazones, o tendrán la dicha de tomar posesión alguna vez
de la tierra prometida? ¡Ah! señores, no pocas veces ha visto que en ejércitos
colocados en la tremenda condición que se encontraba el nuestro, más de una
discordia se ha suscitado: entre los soldados, más de una desesperada queja
en la tropa; y quién sabe cuántas veces, si una general sublevación ha venido
a romper la estrecha concordia que los unía. ¡Oh! abnegados guerreros del
ejército chileno, como quiera que os llaméis, batallón Atacama o regimiento
Zapadores, Buin 2º, 3º, y 4º de Línea o regimiento Santiago, Cazadores del
Desierto, Chacabuco, Navales o regimiento Esmeralda, Valparaíso, Lautaro,
Coquimbo, Chillán, Cazadores, Carabineros de Yungay y Artillería de Marina,
el orbe entero aplaudirá siempre vuestra inquebrantable sumisión e invicto
sacrificio. Cristianos de corazón ante todo, no podías ignorar que una razón
representa catorce mil razones, una voluntad catorce mil voluntades, y que
esa razón y esa voluntad constituyen una suprema autoría militar. Obediencia
ciega y afectuosa habéis dicho, es la indispensable condición de la victoria;
la duda, la vacilación, todo lo destruiría y reduciría a la nada las fuerzas de
nuestro ejército.
Era de esperarse señores que un ejército de seis mil combatientes que se
batía contra otro de once mil quinientas plazas, como sucedió en el famoso

208
Documentos Oratoria sagrada

encuentro de Dolores, debiera ser completamente exterminado; era de pre-


sumir que hombres extenuados por los rigores de una larga y forzada travesía,
y que tenían qué habérselas con enemigos perfectamente parapetados y que
luchaban en su propia casa, temblarían de miedo y rehusarían el combate.
¡Oh! No, de ninguna manera, llenos de ese indomable valor que engendra
la fe cristiana reblanquecidas sus almas en el baño saludable del sacramento
de la penitencia y tremolando al aire el bello estandarte de María y a la par
con el tricolor bendito, vencieron a sus numerosos adversarios, cogieron
una multitud de prisioneros y obligaron a huir a las tropas, que el enemigo
amedrentado abandonó cobardemente sus cañones, fusiles y muchos otros
pertrechos de guerra.

VIII
La brillante victoria de Dolores tuvo lugar, como lo sabéis, el 19 de noviembre
del año próximo pasado; pues, quién lo hubiera creído, ocho días más tarde
dos mil cuatrocientos soldados, enterados con el regimiento 2º de Línea,
el Chacabuco, los Zapadores, Artillería de Marina libraban en Tarapacá el
combate más peligroso y desesperado que se registra en los anales de nuestra
guerra, ¡Oh, asombroso heroísmo! Ignoraban por una parte que las huestes
enemigas ascendían a más de siete mil combatientes, nada hubiera sido todo
eso, pero ni las tropas de reserva llegan a reforzarlos. ¡Oh cruel incertidum-
bre! y para colmo de desgracia, muertos de hambre, extenuados por la sed y
el cansancio de tan penosa travesía, todo se presenta con el aspecto del más
negro y doloroso revés.
Ya calcularéis la horrible carnicería de tan tremendo y desigual combate
y la frenética desesperación de esos valientes del 2º de Línea y Zapadores,
que si lograban rescatar su muerte con la de cinco o seis de sus vengativos
adversarios, temían que al fin pudiera concluirse la moneda. ¿Qué sordo, qué
irónico murmullo es el que se percibe en el campamento enemigo? Parece
que cuentan con la victoria; delirio de un instante, sólo les dura el valor
mientras sus fuerzas son triplicadas en número a las de nuestros intrépidos
veteranos; vislumbran apenas el arribo de nuestras tropas de reserva (que no
arribaron hasta la mañana siguiente) y aterrados de pavor emprenden la re-
tirada, abandonan la ciudad y marchan veloces a esconderse a las sierras más
apartadas del continente. Bendito seáis, en nombre de Dios, oh invencibles
del Chacabuco, Zapadores y, sobre todo, del inmortal 2º de Línea, contra
quien parece haber estrellado todas sus furias el monstruo desolador de la
guerra. Mas, ¡oh dolor, oh inmenso dolor! las lágrimas asoman a mis ojos y
un tristísimo recuerdo conturba mi pecho en este instante. Ya adivináis mi
pensamiento, sí, derribado fue por rayo fulminante el heroico e infatigable

209
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Ramírez, murió el valiente entre los valientes, el león indomable que durante
más de una hora sostiene por sí solo con sus predilectos del 2º de Línea la
batalla más sangrienta e inesperada, dejó de latir el magnánimo corazón de
este intrépido Macabeo que para alentar a sus hijos en el valor y la perseve-
rancia, sólo sabe formular esta sentencia en su doloroso lecho de muerte: “es
mejor mil veces morir que presenciar la ruina de nuestra patria”. Melius est
mori quam videre ruinam gentis nostra.196

IX
Toca ya a su término mi honroso cometido e ingenuamente, confieso que es
cuando me siento más incapaz para coronar la obra que merced a vuestra
reconocida indulgencia me he atrevido a iniciar. Frescos están en vuestra me-
moria los recuerdos del glorioso 26 de mayo y del inmortal 7 de junio de 1880
y hoy como desde el primer momento que llegó a nosotros la fausta noticia
de los soberbios triunfos de Tacna y Arica, Chile todo entero se hace lenguas
para exaltar el heroísmo sin igual de nuestros infatigables soldados.
Sí, no puedo pasar en silencio los incomparables méritos de los imperté-
rritos del Atacama, de los invencibles del Valparaíso; de los infatigables del
Santiago, del Coquimbo y de los Zapadores y de los intrépidos del Naval, de
la Artillería de Marina, del Chacabuco, de la Esmeralda y de los Cazadores
del Desierto. No me extraña absolutamente, señores, que ni el hambre, ni la
sed, ni los rigores de la intemperie, ni los padecimientos del clima, ni género
alguno de tribulaciones haya podido amortiguar el celo, el decidido entusias-
mo de aquellos héroes invulnerables. Esos soldados que veis intrépidos escalar
el campamento enemigo, destrozar trincheras enormes erizadas de cañones y
fusiles y clavar en lo más empinado de las fortalezas el pabellón nacional, esos
bravos militares son cristianos, y cristianos fervorosos, son hombres que no
viven sólo del pan, sino que ávidos de la palabra de Dios, como aquellas turbas
que seguían a Jesús por el desierto, han escuchado en tiempo oportuno la voz
amiga, llena de unción y de virtud de sus celosos capellanes; son hombres que
todo lo emprenden por Dios y que marchan a la lid en la íntima convicción
de que la gloria humana es tan fugaz como el humo, la vida presente está
repleta de miserias y tribulaciones y que no puede esperarse dicha completa
sino en la región en donde habita la luz inaccesible del Señor, el gozo y la
gloria sempiterna. Tremenda fue, señores, la batalla de Tacna; ocho mil de
nuestros soldados debían en sólo tres horas arruinar y dispersar a cerca de
catorce mil aliados, lo más aguerrido y disciplinado de las fuerzas del enemigo;

196 Libro I, Macabeos, cap. III, v. 59.

210
Documentos Oratoria sagrada

la situación del adversario era ventajosísima; su parque de guerra estaba dis-


puesto de manera que por cualquier punto que intentasen el ataque nuestros
soldados, formidables piezas de artillería y trincheras las más respetables los
ponían a salvo de todo evento desgraciado; en una palabra ¿qué podían no
haber previsto los aliados, cuando de largos meses atrás reconcentraban allí
toda su fuerza, prepararon todas las avenidas posibles, se abastecieron de
toda clase de víveres y no dejaron resorte que mover para lucrar siquiera una
honrosa victoria, después de tantos y tan vergonzosos desastres? Pero ¿qué
virtud podía tener todo esto y mucho más para contrarrestar el empuje bélico
de soldados convencidos en cuasi omnipotencia, por la experiencia de una
larga serie de triunfos, habituados a batir al enemigo en inferior número y
en desiguales condiciones, y sobre todo llenos de esas virtudes que produce
la esmerada atención del sacerdote abnegado, del hombre de Dios, del padre
y amigo cariñoso que siempre le exhorta a la paciencia, siempre le habla de
un galardón inmortal, que tan pronto está a llorar con los que lloran, como a
alegrarse con los que se regocijan, que vive con él, conversa con él, en íntima
confidencia, no le desampara un instante en el lecho de la agonía y que aun
en medio de las balas, le está confortando con la santa Absolución y en su
postrer momento recomendando su alma al Dios de la misericordia?
Sonó, señores, la hora decisiva; millares de balas y metrallas explosivas
cruzan por el aire; pero aun en medio de ese estruendoso ruido de las armas
y ese negro humo que oscurece el campamento, yo percibo la robusta voz
de los valientes Santa Cruz, Guerrero, Ramírez, Torrealba, Arce y Martínez
y veo que sus ojos chispeantes de furor parecen iluminar las tinieblas de esa
confusa Babilonia de humo y fuego. No hay tiempo que perder, exclaman
nuestros soldados, desnudemos al punto nuestro acero y probemos una
vez más a nuestros empecinados adversarios que la victoria no depende del
número de los combatientes, sino de Aquel, que para cimentar el reinado de
la justicia en la tierra de un puñado de hombres, hace un ejército invencible.
Hijos de mi alma, exclama el celoso ministro del Altísimo, doblad reverentes
la rodilla al Dios de las batallas, recibid la absolución de vuestros pecados y
en nombre de Dios y de la Virgen del Carmelo adelante, vencer o morir, la
fe robustecerá vuestro brazo y ya el cielo abre sus puertas para recompensar
vuestro cristiano y heroico sacrificio.
¡Qué hacer, señores! Hay momentos supremos en la guerra y es necesario
que a la victoria preceda el espectáculo de la sangre y el hondo gemir de los
infelices heridos; 600 muertos y 1.500 heridos ya pueden atestiguar con toda
evidencia qué clase de combate sería el memorable del 26 de mayo, cuántas
víctimas, heridos y prisioneros ha costado a las repúblicas de Bolivia y el Perú
este completo desastre. Ha sido derribada una falange de héroes, pero al caer
tronchados por la inexorable guadaña de la muerte, han caído, no maldi-
ciendo su muerte como los guerreros del paganismo, no clamando venganza

211
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

contra el enemigo, como los iracundos lacedemonios; no, señores, su última


plegaria ha sido la plegaria del perdón, su último recuerdo las glorias de su
patria, su postrer mirada a la estrella refulgente del Carmelo y en final suspiro
la afectuosa invocación de los dulces nombres de Jesús y de María.

X
Mas ¡ay! señores, que en el espontáneo arrebato que ocasiona el recuerdo
de las famosas hazañas de nuestros héroes de Tacna, nada hemos dicho en
honor de los valientes del Buin, del 4º de Línea y el Bulnes que en Arica se
disputan y deciden por la suerte el derecho de entrar en batalla y dar su vida
por la patria.
Es cierto que la defensa del enemigo en este puerto era imposible y que
sitiados por mar y tierra y sin poder contar con tropas de refuerzo, debieron
capitular evitando un nuevo revés y el inhumano derramamiento de sangre.
Obstinados, no queréis transigir honrosamente, porque contáis con reducir,
con vuestras minas, la formidable ciudadela a un vasto y desolado cementerio;
no queréis dar tregua a vuestro encono, porque os parecen indestructibles
vuestros fosos, trincheras, volcanes de dinamita y sobre todo vuestro orgulloso
Morro. ¿Qué os parece intrépidos del 3º y 4º de Línea y del Lautaro, qué os
parece tamaña provocación? ¿Queréis una nueva deshonra para el pabellón
nacional; ciegos, queréis morir vosotros e inundar de lágrima a vuestras
familias y sembrar el pánico y el terror por todas partes? Pues bien, ciento
veinte muertos y trescientos heridos nos costará la victoria; pero a torrentes
correrá la sangre de vuestros porfiados compañeros, caerán por tierra vues-
tros fuertes, y en el mismo encumbrado Morro que domina vuestros mares,
eternamente se registrará esta tremenda inscripción: “La sangre chilena sólo
sirve de execración para el infeliz obstinado”. No se dirá jamás, señores, que
nuestros soldados provocaron con indolente apatía tamaña inhumanidad;
bien lo sabían nuestros enemigos; el soldado chileno es una fiera cuando se le
hiere por la espalda, siempre pronto a perdonar; pero si se le ultraja cuando
benigno tiende su mano al vencido, en furor se exalta, lo exaspera la ruin y
cobarde hipocresía y, como en Arica, no sólo se rehabilita su valor para castigar
a los ofensores presentes, sino que, avivando en su memoria el recuerdo de lo
pasado, triplica el empuje de su osadía y hace ver con los hechos que, si mano
vengativa pudo un día derribar a valientes como Thomson, el comandante
del Huáscar, hay momentos provocados por el enemigo en que se pagan muy
caro las ofensas hechas al vencedor.

212
Documentos Oratoria sagrada

XI
Pero, señores, no debemos contentarnos tan solo con la apología de las vícti-
mas de la guerra del Pacífico, ni con la simple admiración de sus eminentes
virtudes, ni la patria reportaría del sacrificio de sus hijos el fruto convenien-
te ni los defensores de nuestro hermoso pabellón reputarían fecundé una
sangre que no fuese la semilla de una nueva generación de soldados valientes
y de ciudadanos llenos de abnegación y patriotismo. Contemplar en toda su
desnudez el genio de la guerra con sus alas de fuego, sus ojos ennegrecidos
por la ira, su cabellera teñida en sangre, empuñando en su brazo el acero
de la muerte y sentado sobre un montón de hacinados cadáveres, y poder
vislumbrar siquiera que algo de bueno podría traer a la humanidad ese airado
mensajero de las iras del Señor, parece verdadera paradoja; sin embargo, ese
tan maldecido monstruo derramará sobre nuestro Chile bienes inmensos si
no los despreciamos, si voluntariamente no queremos torcer el desarrollo
de los acontecimientos de la guerra, y si, por un malentendido egoísmo, se
sacrifican a fines bastardos los altos designios de la Providencia del Señor, en
época tan solemne para el país, como es la que atravesamos. ¿Y las virtudes
de nuestros amados soldados?
He aquí, señores, la bella y abundante cosecha que a costa de tanta sangre,
tantas lágrimas y sacrificios, la patria ofrece a los hijos adorados de su alma.
¿No es verdad que después de haber explorado los principales hechos de armas
de nuestro esclarecido ejército y marina, experimenta el corazón chileno un
gozo, una satisfacción indefinible, al contemplar las virtudes de que nos dan
ejemplo nuestros cristianos soldados?
Ea, nobles hijos de la República de Chile, que a todos nos aprovechan los
ejemplos que nos legan las gloriosas víctimas muertas en la presente guerra
por la defensa de los sacrosantos derechos de la patria ofendida, y por con-
servar inmaculado el lustre de nuestra querida bandera: al alto magistrado,
para que imite de nuestros valientes ese heroico espíritu de sacrificio, que
formaría siempre gobernantes cristianos, mandatarios llenos de misericordia
y caridad para con el pueblo y que se desvivirán por proporcionarle la mayor
suma de libertades, niveladas en ese sistema cristiano, único capaz de enca-
minar a las naciones al verdadero y rápido progreso, único que puede hacer
la felicidad de los pueblos; al rico poderoso para que sepa que debe sazonar
con la mortificación y el generoso desprendimiento de sí mismo esas muelles
delicias de la opulencia que tanto enervan el valor y que llegan a veces hasta
sofocar en el corazón la llama del patriotismo; al súbdito ciudadano para que
se convenza una vez más que sólo en la escuela de la obediencia es donde
se aprende a ser mártir de su deber y mártir de su patria, por el voluntario
holocausto de sí mismo; y hasta al sacerdote, para que al contemplar los sa-
crificios, las lágrimas y la sangre que cuestan al soldado su intenso amor a la

213
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

patria, considere, que si tanto vale la madre patria que le vio nacer, cuántos
sacrificios, cuántas cruces y tribulaciones no debe estar dispuesto a experi-
mentar en su religioso corazón, por la defensa del honor, independencia y
sagrados fueros de la Santa Iglesia de Jesucristo.
Pueblo de Santiago, cuando ves en torno de esa tumba al Jefe Supremo
de la nación y al Pontífice de la iglesia chilena, a los más altos dignatarios del
foro y la magistratura y a tus legítimos representantes de ambas Cámaras, es
porque las cenizas encerradas en esa urna preciosa, merecen los más sublimes
y afectuosos homenajes. Pronto elevará la patria a nuestros héroes arcos de
triunfo y en el mármol y en el bronce inscribirá con letras de oro sus glorias
y virtudes; pronto la historia nacional consignará en sus páginas, para eterna
memoria las mil hazañas y prodigios del invencible soldado: toca hoy a la igle-
sia de Santiago, entusiasta admiradora de los triunfos y virtudes del ejército
chileno, bendecir con sus plegarias el glorioso sepulcro de sus hijos; orad,
nos dice, orad por vuestros amados hermanos de la guerra y ofreced tiernos
sufragios por sus almas, que la voz de la fe hoy os advierte, que es santa obra
y saludable pensamiento elevar al cielo fervorosa oración por los difuntos.197
Rendid eternas gracias al Todopoderoso, que pesando en la balanza de su
infinita justicia la santidad de la causa que sostenemos y las virtudes de los
ínclitos guerreros, que con su sangre la defienden, inclinó de nuestra parte la
victoria desde el primer instante de la lucha, coronó de honor y gloria inmortal
a nuestro Chile y hoy de pura inmarcesible palma al militar cristiano.

XII
Y vos, augusto rey del universo, que al poner ante los ojos del chileno esa
inmensa y majestuosa cordillera habéis querido recordarle a cada instante,
que si puras son sus glorias y virtudes como la blanca nieve que embellece sus
colinas, sublime debe ser el renombre de su fama cual las empinadas crestas
que la coronan, haced que el holocausto ofrecido ante las aras de la patria,
por esa falange de valientes, apresure la final y definitiva victoria de nuestra
guerra, que dando a Chile una paz firme y honrosa, le resarcirá sobradamente
las lágrimas y sangre que siempre cuestan al vencedor sus laureles y coronas.
Y mientras llega ese ansiado momento venid, o Dios de consuelo y misericor-
dia, venid a enjugar el llanto de todos aquellos, que si no han sido víctimas
de las balas y cañones en los campos de batalla, han ofrecido a la patria el
tierno y doloroso sacrificio de un esposo, de un hijo, de un padre idolatrado.
Que esas lágrimas benditas; presentadas, hoy a vos, Dios de bondad, por el

197 Libro II, Macabeos cap. XII, v. 46.

214
Documentos Oratoria sagrada

ángel tutelar de nuestra patria, hagan penetrar hasta los cielos el incienso
de nuestra ferviente oración y acaben de purificar de todas sus humanas
flaquezas y miserias a nuestros queridos marinos y soldados. Si la sangre de
Jesús, que acaba de inmolarse por ellos en el ara sacrosanta, y las fúnebres
preces, llenas de unción y caridad que los ministros del Santuario van a dejar
oír ante esa tumba idolatrada, abrirán a nuestros hermanos las puertas de la
divina Jerusalén, en donde disfrutarán eternamente de la dulce paz de los
escogidos. Así sea.

215
DISCURSO RELIGIOSO-PATRIÓTICO PRONUNCIADO POR EL
CURA VICARIO DE CHILLÁN, PRESBÍTERO DON VICENTE DE
LAS CASAS, EN LA SOLEMNE RECEPCIÓN Y COLOCACIÓN
QUE SE HIZO EN LA IGLESIA MATRIZ DEL ESTANDARTE
PERUANO DEL BATALLÓN IQUIQUE Nº 1 DE LAS GUARDIAS
NACIONALES,198 EL 9 DE SEPTIEMBRE DE 1880*

Dominus virtutum nobiscum;


Suceptor noster Deus Jacob.

El Señor de los Ejércitos está con nosotros;


nuestro defensor es el Dios de Jacob.
(Salmo XLV, v. 11.)

I
En nombre de nuestra augusta y veneranda religión católica, recibo, señores,
este glorioso trofeo de espléndida victoria, que habéis querido depositar en
el templo de Aquél que, gobernando en los cielos, es el árbitro supremo de
las naciones, el Soberano Señor de los señores.
Dominado el corazón del más intenso júbilo y de la gratitud más profun-
da, voy señores, con mano trémula de emoción, a conducirlo al pie de estos
altares, adonde día por día hemos venido a recitar el Miserere de incesante
súplica, y repetidas veces a entonar el Te Deum de los brillantes triunfos por
los nuestros obtenidos. Allí voy a presentarlo hoy como el fruto precioso de
aquel humilde clamor y de este inagotable y sin igual heroísmo.
Sacerdote, yo me postro reverente ante el Dios de las batallas, que liberal
y magnánimo ha sido y será para nosotros el Dios de las victorias.
Chileno, yo saludo entre los transportes de purísima alegría a esta patria
feliz, sagrado objeto de nuestros más tiernos amores de nuestro más legítimo
entusiasmo.199

198 Tomado en el Morro de Arica en el asalto dado a esta plaza el 7 de junio de 1880.
* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 6 de noviembre de 1880, pp. 800-803.
199 Salmos 45, v. 11.

216
Documentos Oratoria sagrada

II
Hacéis bien, señores. Hacia una obra de doble justicia, rindiendo este home-
naje de reconocimiento y gratitud al Dios de los Ejércitos e interpretando así
los sentimientos más genuinos de aquellos bravos, que con valor indomable lo
ganaron, pasando sobre torrentes de sangre, e inmolándose por hecatombes
en las aras benditas de la patria.
Sí: bien está el emblema y prenda singular de tan difícil y glorioso triunfo
en la casa de aquel Dios, que vive y es adorado en nuestros religiosos templos,
como en nuestros guerreros campamentos, siendo a la vez maestro generoso
y omnipotente Protector.

III
Tal hicieron nuestros padres, señores, cuando desde la aurora misma de nues-
tra emancipación consagraron a Dios las primicias de sus laureles. Los imitáis
dignamente, y las sombras queridas de esos ilustres próceres, radiantes de una
gloria que no acaba, se alzarían hoy de sus tumbas, removidas por los ecos
de ¡victoria! se gloriarían ufanos de ver tales hijos, que han sabido conservar
incólumes los preciosos legados de su fe y de su heroísmo.
Así, la ofrenda de este bellísimo estandarte es digna por su significado del
Dios a quien se consagra, y de esta generación de atletas que en real y honrosa
lid le conquistara. Conviniendo con el egipcio en la efigie de antiguos ídolos,
con el romano por su llama ante la loba y águila de aquellos, y aun por su
escudo con la media luna del musulmán, sin el brillo de la gloria, empero,
está muy lejos de rivalizar con la fresca y lozana flor de lis, ni con el victorioso
oriflama de Saint-Denis. Lo sabéis, señores, y gracias al Dios Omnipotente, su
sol se ha eclipsado ante la refulgente estrella de Maipú, y ennegrecido con el
humo del cañón vencido, viene a ser purificado aquí con el suave aroma del
incienso de justiciera expiación.
Símbolo de las glorias pasadas de una nación ayer hermana, es hoy una
aureola más, que esplendorosa, brilla en las sienes purísimas de nuestra
patria.
¡Justicia de Dios, señores! y sólo la grandeza de esta gloria nuestra puede
dar la magnitud de la deshonra que ha caído sobre ese pueblo vencido, casi
expirante, pero aún no escarmentado.

217
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

IV
Sabéis, señores, lo que es un estandarte, y lo que un estandarte arrancado
victoriosamente al enemigo. Para una nación nada hay más ignominioso,
nada más tristemente fatal.
“Los soldados, dice el mariscal de Sajonia, han de mirar como un deber
sagrado el no abandonar sus banderas y los que las custodian deben arrostrar
todos los peligros y sucumbir ante que rendirse”200.
Esta es, señores, la escuela del chileno. A él todo puede faltar en el mo-
mento del combate: el sustento, que encontrará en su valor; el descanso a que
menos que nunca entonces aspirará; las municiones y las armas, que le brotarán
de los suelos y hasta donde alcance su robusto brazo; su jefe mismo que tanto
ama y que le dirija y aliente; sin todo esto sabrá pelear y sabrá vencer; pero sin
bandera no. Antes de perderla habrá ya mil veces perdido la vida.
Ahí están en confirmación, señores, esas dos gloriosas etapas de una
misma sublime epopeya: Iquique y Tarapacá. Ahí perdió, si, el chileno dos
banderas, pero… la primera, descendiendo majestuosa y pura a guardar en
los abismos, como preciosa perla en su concha, el testamento sagrado del
más grande de nuestros héroes, testamento escrito en sus pliegues con sus
últimas espirantes miradas y sellado con su sangre y la de sus heroicos com-
pañeros; la segunda, en desigual contienda, de sorpresa, defendida sólo por
veinticinco bravos, no llegará a las manos enemigas hasta no quedar sino uno
con el aliento de la vida.
Pero no basta al chileno, señores, defender su bandera hasta morir; no vive
tranquilo si no alcanza a reconquistarla victorioso. Y la bandera del Huáscar
victimario, vendrá a ser el trofeo expiatorio de su víctima Esmeralda, y la en
Tarapacá perdida será después de Tacna conquistada, y ese estandarte que ahí
tenéis y que ayer no más enseñoreándose soberbio en las alturas del Morro,
dominaba los mares del Perú, tumba de nuestra querida Esmeralda y sobre
esos campos regados con la sangre de bravos en Tarapacá, será el testimonio
vivo de la expiación sangrienta de aquellas dos horribles felonías.

V
¡Prat! ¡Barahona! nombres ilustres, heroicos defensores de nuestro tricolor
querido, tendréis bien pronto vuestro digno vengador, el inmortal San Martín,
y en este trofeo el fruto de vuestra inmolación.

200 Bergler.

218
Documentos Oratoria sagrada

¿A quién podré compararos, ínclitos hijos de mi patria? Vosotros, que


en un instante sólo os hicisteis iguales, y por vuestra fe superiores, a toda esa
pléyade de colosos guerreros que sobresalieron grandiosas en Grecia, Esparta,
Troya y Roma, pero que eclipsaron, sí, sus humanas glorias con borrones de
debilidad o de malicia! Cobijados por nuestro tricolor e iluminados por su
estrella acabáis de escribir en el libro de la patria páginas brillantes y con-
movedoras, que al porvenir servirán de estímulo y que el pasado ha tenido
sólo iguales.
Yo veo, señores, allá en el primer tercio de este siglo al griego Kotiros,201
que rodeado de turcos enemigos, en la batalla de Galatz, exclama: Yo tenía sed
de sangre musulmana; esta es la ocasión de hartarme de ella; venga conmigo
quien piense como yo; hoy no veremos ponerse el sol. Y seguido de veinticinco
hombres, como nuestro glorioso Barahona, dirigido por su insignia patria,
se precipita sobre el enemigo, mata a cuantos encuentra, degüella a los que
en gran número dentro de una casa había, y fortificándose en ella perece
rodeado de llamas con su bandera y los suyos.
Ya sabéis, señores, que haciendo abstracción de esas delirantes ansias
de carnicería, tenéis en nuestra historia mil episodios, fiel reproducción de
aquel conmovedor pasaje.
Y si allá hubo un Spires Alostros, que herido en el pecho, se venda la herida
con su ropa y continúa peleando, hasta que extinguidas sus fuerzas, escribe
con la propia sangre, felicitando a su madre por haber perdido un hijo por
la patria, acá, entre nosotros, habrá un Juan José San Martín, fiel trasunto
de nuestro sin igual Arturo Prat, que con su bravo compañero Solo Zaldívar,
marchara en Arica al frente del 4º de Línea, esos leones de Chillán, haciendo
prodigios de valor; y él, nuestro cien veces querido San Martín, en un trans-
porte de patrio arrobamiento, cuando un destello de intuición de verdadera
gloria cruza, junto con el recuerdo de la patria, por su mente, intrépido, ago-
nizante, sublime, se lanza sobre el Morro, como el rayo que aborta un cielo de
tempestades, llevando la muerte en sus manos y en su corazón un volcán de
amor a ella. Herido, ya empieza a desfallecer en el cuerpo, robusteciéndose
más en el espíritu, y apoyándose en su espada, que no abandona, se mueve
apenas sobre sí mismo tras el puesto del deber; y antes de expirar, en aquel
mismo Morro, con palabras que se extinguen en sus moribundos labios, hace
preguntar a su jefe, representante de su madre patria: “Si ha cumplido con
su deber”. Y sabéis, señores, cuán bien lo ha cumplido y ese estandarte que
allí veis no es sino la conquista de su heroísmo.

201 Cantú, Histoire Universale.

219
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

VI
¿Dónde encontrar, señores, una flor bastante galana y bella para orlar las
sienes de nuestros héroes? ¿Dónde oro y brillantes bastante puros, y que sus
glorias no los eclipsen? ¿Dónde mármol y bronce bastante duros que sirvan
de pedestal al monumento eterno de su nombre? La tierra no brota esas
flores, señores, ni guarda en sus entrañas esos brillantes ni ese bronce. Sólo
en los cielos, a donde han sido trasplantados en alas de su fe religiosa y de su
inmolación heroica, podrán recibir la corona dignamente merecida. Protector
tuas sum, et merces tuas magna nimis.202

VII
En efecto, señores, la fruición eterna de Dios ha sido siempre el premio su-
perabundante del valor en cuanto virtud. Es Dios de quien viene, Él quien lo
inspira, lo dirige y lo bendice, acordándole aun en el tiempo ordinariamente
como premio la victoria.
“Dios, dice Bossuet,203 es el que forma los guerreros, les inspira el valor y les
da las otras cualidades naturales y sobrenaturales del corazón y del espíritu.
“La victoria no es diosa, agrega el inmortal obispo de Hipona,204 sólo Dios
es el señor y dueño de la victoria. Victoria dea non est, sed Deus solus victoria.
“Y esta victoria no pende del mayor número de combatientes, sino del
cielo viene la bravura y el éxito brillante, agrega el doctor San Bernardo.205
–Non in multitudine exercituun est victoria belli, sed de coelo fortitude est.
La Providencia Divina se cierne majestuosa y omnipotente en la hora del
combate por sobre el silbar incesante de las balas, el atronador estampido del
cañón, el agudo clarín de bélicas canciones, y decreta en esos momentos las
coronas de triunfo cual cumple a sus designios soberanos.
En todos los actos del hombre hay, dice el gran Ventura Raitlica,206 cier-
tamente algo humano; pero en la guerra sobre todo, según el orden divino,
el aturdimiento y el buen tino, la cobardía como el valor, el egoísmo como
la abnegación sirven, sin saberlo, a la realización de los juicios altísimos de
Dios.
El genio de la guerra, Napoleón, después del sangriento y gran triunfo de
Wagram, decía al pasar los Alpes, a un ayudante suyo: “Gran cosa os parece el

202 Genes. 11-1.


203 O.f. del Príncipe de Condé.
204 Civ. Del lib. 4, c. 17.
205 Serm. ad milites templí, c. 4.
206 El poder político cristiano.

220
Documentos Oratoria sagrada

emperador de los franceses y rey de Italia; yo no me hago ilusiones: soy apenas


el instrumento de la Providencia, la cual me conservará mientras le sea menes-
ter y después me romperá en mil pedazos, como a un vaso de cristal”.207
Y tan cierto es, señores, que el cilicio de San Luis no servía de estorbo a su
coraza, como que siempre es mejor soldado, mejor militar el que, inspirado por
el sentimiento del deber y fortificado en el religioso espíritu de sacrificio, es
más moral en el campamento y desprecia intrépido, a la sombra de su bandera,
a la muerte misma ante la perspectiva encantadora de una patria mejor.

VIII
Así sólo se explica, señores, ese prodigio que a fuerza de repetirse entre
nosotros llega a ser casi una ley: esa trasformación súbita que se opera en
aquel modesto y tranquilo labrador de nuestros campos, convertido a la voz
de la patria, de oculto y pacífico morador de nuestras vírgenes florestas, en
aguerrido veterano y defensor intrépido de su bandera.
No es sólo el carácter, señores; no es sólo la sangre de bravos que circula
por sus venas, ni la esmerada disciplina, ni las auras purísimas y benéficas in-
fluencias de este suelo feliz, la única fuente, ni aún la principal de ese heroísmo
sin nombre con que el chileno viene asombrando al orbe entero.
Sí, señores: gracias al cielo, el soldado, el militar chileno, es católico,
eminentemente católico.
Vedlo en acción, en el momento más solemne de su vida: con semblante
pálido de emoción, no de miedo, el oído atento a la primera voz de mando, la
mirada centelleante y fija en su querido pabellón, dirige a él su faz inundada
de majestuosa serenidad. ¿Qué desea? ¿En qué piensa? ¿Qué hace? Desea sólo
cumplir con su deber; piensa en su patria, en su madre, esposa e hijos, seres
queridos de su corazón simbolizados en un tricolor, y así como acaba de pasar
rápida revista a las armas, la pasa ya a su conciencia.
Mira la muerte de frente y no la teme, descubre los peligros sólo para
arrostrarlos, marcha con paso firme en compacta falange o por mitades; y
cuando ha sonado ya el clarín del combate, bajo un diluvio de balas, lo veréis
tranquilo, ardoroso, trepar por escarpadas breñas, correr sobre pesada arena
y sin mirar a los que caen y, sí, únicamente a su bandera, sembrando la muerte
por do quiera, sólo atiende a ganar el primero el puesto de mayor peligro,
cumplir con su deber. ¿Quién ha infundido en él esa idea tan clara y noble
del deber? ¿Quién alienta su coraje para hacerlo trepar por los escalones del
sacrificio hasta las aras mismas de la inmolación?

207 Cantú. Hist. Universal.

221
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Efectos tan portentosos no reconocen sino una gran causa, más que
humana, divina.
Y ¿quién, señores, inspira a nuestros más nobles y dignos jefes ese golpe
de vista revelador de la situación y de las debilidades enemigas que sorpren-
de? ¿Quién esa concepción pronta, esa observación prudente, esa resolución
inquebrantable y vigorosa ejecución en los momentos precisos y decisivos?
A semejanza de las grandes montañas, cuya cima pasa sobre las nubes y
las tempestades, conservan su calma en las alturas, así los veremos reposados
y serenos, dominando la situación. Pero, señores, no lo olvidéis: es necesario
que, como ellas, se eleven sobre las nubes presagiadoras de la tormenta más
allá de las tempestades humanas, y… que toquen a los cielos.

IX
A tales jefes y a tales soldados, Dios da la victoria, Dios de cuyas manos está
pendiente. Et quis dat victorim, nisi ipse Deus?208
Con tales soldados y con tales jefes, en una hora serán nuestros los
formidables castillos de duro risco, pasando sobre minas de treinta y cinco
quintales de dinamita, una sola; se vencerán lugares invencibles y hasta a la
desesperación misma enemiga, que ¡infeliz! habría llegado aún a fortificar,
profanándolos, el campo de los que fueron209.
Con tales jefes y con tales soldados, en fin, Arica, la inexpugnable, rodeada
al norte, sur y oriente de fortificaciones insalvables y del mar al occidente,
en su interior repleta de volcanes, Arica será chilena. Es que un solo lugar,
señores, le queda sin defensa, su cielo; y toda resistencia es inútil, la ira de
Dios ha caído sobre el Perú;210 y el robusto cóndor de los Andes prenderá
vuelo sobre sus formidables y altísimos baluartes y descenderá rápido, impo-
nente, vengador, sobre Arica, y clavará su poderosa garra en el corazón de
ella y plantando allí el tricolor victorioso, arrancará de su Morro este mismo
gloriosísimo trofeo, para testimonio eterno de gratitud hacia Dios y del he-
roísmo sin nombre del chileno.
Grande, pues, fue su ignominia, como grande es nuestra gloria y grande
debe ser nuestra gratitud a Dios, qué tal nos la concediera. A Domino factum
est istud, et est mirabile in ceulis nostris.211

208 De gratia et lib arb. c.7.


209 Los peruanos habían fortificado en Arica hasta los dos cementerios.
210 Palabras del general Montero en los momentos mismos de la batalla de Tacna, por el
telégrafo dirigidas al jefe de defensa en Arica, coronel Bolognesi.
211 Salm. 117, v. 22.

222
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X
Sobre un bello y espacioso carro, plantado había un árbol empinado y fron-
doso; en su copa brillaba una cruz; bajo ella flameaba una bandera varia en
su color. Los más bravos de la nación montaban el carroccio y debían a todo
trance defender esta bandera.
He ahí, señores, uno de los trofeos guerreros más simbólicos de las re-
públicas italianas.212 Nosotros no lo tenemos, señores; pero plantado en el
corazón del chileno, crece el árbol de la santa libertad; lo domina la cruz, la
cruz, señores, de cuyos brazos pende diecinueve siglos hace, la humanidad;
bajo esa cruz flamea nuestro nunca vencido tricolor, y dos millones de hijos
lo custodian y defienden con su sangre; y la fe hasta la devoción piadosa,
el valor hasta el heroísmo sublime, son la herencia sagrada de estos bravos
defensores.
Nada más justo, pues, señores, nada más altamente honroso para noso-
tros mismos, que consagrar este hermoso trofeo, como testimonio vivo de
nuestra gratitud y constante plegaria, a ese Ser Omnipotente, Dios que rige
los destinos de las naciones, y que ha venido en nuestra protección. Deus
virtutum nobiscum.
Y ¿dónde colocarlo mejor que en su santo templo, símbolo como es de
una nueva victoria que El nos ha acordado por medio de nuestros valientes,
y testigo mudo pero elocuente de otros213 que en esta misma guerra nos
concediera bondadoso?
Fuera del templo, ese trofeo no sería sino un valioso objeto de curiosidad;
aquí, es la prueba esplendida y gloriosa de la protección del cielo y del heroico
e irresistible empuje de nuestro ejército.
Y cuando el monstruo horrible de la guerra, del que Dios quiere siempre
librarnos venga otra vez a visitar nuestra pacífica y floreciente nación, y acu-
damos como hoy, como siempre, a implorar su omnipotente auxilio en este
templo, la vista de este trofeo reanimará nuestra fe religiosa y avivará más y
más nuestro patriotismo. Aquí, vuestras esposas, señalando a sus nobles hijos
esta enseña de gloriosa victoria, les darán las preciosas lecciones de la fe y del
sublime heroísmo, con esa ternura y elocuencia con que sólo saben y pueden
darlas los labios de una madre. Aquí también con eso lenguaje mudo, pero
amorosamente insinuante del maternal cariño, le enseñarán a ser honrados
ciudadanos, heroicos combatientes, prácticos y fieles creyentes y fervorosos
hijos de María del Carmen, nuestra bondadosa y jurada protectora.

212 Excycl. du XTX siecle.


213 Este estandarte ha estado también en Pisagua y Dolores.

223
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

XI
Sí, Virgen querida del Carmelo, depositaria augusta de nuestras más puras
glorias nacionales, baluarte inexpugnable de nuestros bravos, estrella salvadora
de nuestros mares, patrona jurada de nuestras armas: ¡salva a Chile! ¡No le
abandones jamás! Recibe el tributo de nuestra amorosa gratitud, mientras el
religioso y agradecido pueblo de Chile eleva el monumento espléndido de
vuestra gloria y devoción.214
¡Chile querido! ¡Que al despertar el sol por entre la canosa cabellera de
los Andes, no alumbre jamás tu apostasía ni tu deshonra! ¡Que jamás empa-
lidezca el iris de nuestro tricolor, iluminado siempre por el lábaro eterno de
la Cruz!
¡Nobles chilenos, oíd!… Antes que se oscurezca el azul purísimo de su
cielo, antes que se agoten sus dilatadas campiñas, antes que deje de ser lo
que es, que nuestra patria abandone o desprecie sus tradiciones religiosas y
guerreras.
Señores: el Dios de los Ejércitos está con nosotros. Deus virtutum est no-
biscum. ¡Seámosle gratos, seámoslo siempre a nuestros bravos! Victoriosos,
exclamemos agradecidos con Turena: “El enemigo ha sido derrotado, loado
sea Dios”.
¡Legisladores de mi patria, inspiraos en Él!
¡Valientes defensores de ella, invocadle!
¡Hijos del pueblo, hermanos nuestros, amadle!
¡Y vosotras también, nobles matronas, dignas jóvenes, id a preparar ya
las más hermosas coronas para nuestros valientes; perfumadlas, sí, con el
noble encantador aroma de vuestra fervorosa oración y de vuestra angelical
inocencia!
¡Sepamos, señores, aprovechar nuestras victorias! ¡Y no lo olvidemos jamás
que sin fe religiosa y al compás de los himnos de victoria y, aun en la hornaza
misma de la libertad; se pueden fraguar hierros que aprisionan los espíritus
y que matan a las naciones! He dicho.

214 En el Asilo de la Providencia de Valparaíso se trata ya de construir un templo a la Santísima


Virgen del Carmen, al que están contribuyendo todos los pueblos de la República y
al que en momento oportuno esperamos consagrará su óbolo el patriótico pueblo de
Chillán.

224
ORACIÓN FÚNEBRE POR LOS JEFES, OFICIALES Y SOLDADOS
CHILENOS MUERTOS EN LOS COMBATES DE CHORRILLOS
Y MIRAFLORES, PREDICADA EN LA CATEDRAL DE LIMA
EL 3 DE FEBRERO DE 1881, POR EL PRESBÍTERO
DON SALVADOR DONOSO*

“Nos dieron ejemplo de constancia y estuvieron siempre prontos a


morir por sus leyes y por su patria”
(Son palabras de los Macabeos)

I
No sé, señores, por qué extraña aberración de la naturaleza humana se viste de
duelo y se cubre de fúnebre crespón el templo santo de Dios, donde se paga
tributo al heroísmo sublime del amor a la patria. La eterna gloria de los que
rinden su vida en defensa del suelo querido que les vio nacer, no es el ángel
de la muerte que llora sobre la tumba con sus alas plegadas en testimonio de
un dolor inconsolable. ¡Ah! no: es al contrario el ángel de la resurrección,
que sube al cielo con rápido vuelo, llevando en sus sienes una aureola de luz,
que simboliza la dichosa inmortalidad.
He ahí, por qué yo habría cubierto de blancos lirios y de fragantes rosas
ese féretro sagrado, y tañendo marchas triunfales, al son de alegres armo-
nías, habría exclamado y con los mensajeros del rey de los ejércitos: “Gloria
a Dios en lo más alto de los cielos y en la tierra paz a los hombres de buena
voluntad”.
La sangre chilena, vertida a torrentes en los reñidos encuentros de
Chorrillos y Miraflores, ha sido, señores, un holocausto digno de las espléndi-
das victorias que la Divina Providencia ha decretado concedernos. El heroico
sacrificio de nuestros invencibles guerreros no ha sido infructuoso, y ya ellos
sellaron de antemano esa ansiada paz, que Chile ofrece gustoso a las repúbli-
cas aliadas en su contra. Muriendo con honor por la hermosa bandera que la
patria confiaba a su defensa el día que abandonaron sus hospitalarias playas,
han consolidado para siempre su antigua grandeza y le han dicho al morir:
“¡Oh dulce patria! ¡Asilo sagrado de nuestras madres, de nuestras esposas y

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 16 de mayo de 1881, pp. 1051-1056.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

de nuestros hijos, antes de exhalar el postrer aliento en tierra extraña, como


la última prueba de nuestro inmenso amor, os damos la victoria y os enviamos
la paz!”
Decidme vosotros, compañeros de armas y de sacrificios, que conocisteis
el mismo peligro y visteis caer a vuestro lado a esos valientes y denodados
amigos, ¿no sentís en este momento solemne la necesidad de bendecir a Dios
y de rogarle que escuche benigno nuestras preces por esas almas ilustres?
¡Ah! ¿Quién pudiera interpretar vuestros votos, encomiando como es debido
a esos insignes patriotas? Testigo ocular de tanto arrojo, de tanto heroísmo
y de tanta abnegación, lo único que siento, y os lo confieso con ingenuidad,
es que mis palabras no expresen fielmente mis deseos y que la vibración de
mi voz no sea una armonía tan elocuente cual corresponde a las proezas que
ellos ejecutaron.
Pero os diré con sencillez y con ternura lo que vosotros conocéis mejor
que yo mismo. “Nos dieron ejemplo de constancia y estuvieron prontos a
morir por sus leyes y por su patria”.
Recibieron una recompensa adecuada a su grandioso sacrificio y Dios
en su infinita misericordia escuchará el eco dolorido de la pasión creyente,
que a la sombra de la cruz señala a sus soldados el camino del cielo, como el
último galardón de la eterna esperanza.

II
La constancia y el amor son, en verdad, señores, las dos preclaras virtudes que
llevan a término feliz toda obra importante y toda empresa colosal.
Con la primera se conquista la corona del triunfo y de antemano así ha
decretado el que es la infalible verdad: “Non coronabilus nisi qui legitime certave
it”. No será coronado sino el que peleare legítimamente. Poco importa que
se trate de las luchas del espíritu humano en pro de la virtud o de las que
una ley fatal y funesta impone a los pueblos en la defensa de la justicia y del
derecho ultrajados.
La victoria pertenece siempre al que ha recibido del cielo el don de la
fuerza: “Decielo fortitudo est”, y al que sabe ser constante para llegar hasta el fin
sin medir las dificultades y sin temer los peligros.
Ahora bien, señores, para que la constancia cristiana nos rinda sus armas,
es necesario que busque sus inspiraciones y su aliento en una fuerza superior a
los elementos y más poderosa que el miedo a la muerte. ¿Y cuál es esa fuerza?
me diréis. ¡Ah! la poseéis y la bendecís. El viejo libro en que Dios habla a los
hombres la señala y la clasifica a la vez como el poder más omnímodo e irre-
sistible: “Hosrtis ut mors dilectio”. “El amor es más fuerte que la muerte”. Tal
es, señores, el secreto de ese heroísmo que a través de toda resistencia nos

226
Documentos Oratoria sagrada

ha traído hasta aquí, abriendo a nuestro ejército victorioso de par en par las
puertas de esta ciudad, último término de nuestra legítima aspiración.

III
Ese elogio hecho por Dios mismo de los ilustres Macabeos, guerreros incom-
parables de la Historia Santa, es, sin duda, el más brillante panegírico de las
víctimas egregias de Chorrillos y Miraflores, sobre cuyos agrestes y solitarios
sepulcros vierten hoy nuestros corazones lágrimas ardientes de agudo dolor.
“Nos han dado ejemplo de constancia y siempre estuvieron preparados a morir
por sus leyes y por su patria”. Y no me ciega ni el amor a mis hermanos ni el
entusiasmo natural que despierta la victoria, al ver flamear por todas partes el
bello estandarte de la patria. ¡Ah! no, y bendita sea la Divina Providencia que
ha permitido no se empañe el brillo de esa estrella que simboliza el glorioso
porvenir de Chile, en cuyo corazón arde el fuego del amor patrio inflamado
por el amor a la religión.

IV
Esos dos amores, tan hermosos como sublimes, y tan vastos como profundos,
han realizado de común acuerdo los prodigios sin cuento de inaudito valor
que el mundo todo admira en el soldado chileno. Desde la hora siniestra en
que fuimos provocados a la guerra, la chispa divina de ese fuego sagrado se
inflamó en todas las almas, y de un extremo a otro de nuestra floreciente
República, no hubo más que un solo pensamiento, un solo deseo, una sola
ambición: la defensa y la gloria de Chile.
Nos unimos en torno de la bandera tricolor y con la conciencia de la
justicia de nuestra causa, olvidando todo lo que pudiera distraernos, comen-
zamos en el nombre de Dios, árbitro supremo de los destinos humanos, esta
lucha que cuesta ya tantos sacrificios de dinero, de sangre y de heroísmo.
Mas señores, mientras subía al trono del Eterno la incesante plegaria del
sacerdocio y del pueblo, del niño y del anciano, de la virgen y de la matrona,
que se ponían bajo el amparo de la Divina Providencia, los hombres capaces
de empuñar el acero, sin distinción de clase ni condiciones, desde el obrero
acaudalado de las grandes ciudades hasta el labriego pacífico de nuestros
feraces campiñas, corrían a aumentar las filas de nuestro ejército. Un pueblo
que consigna, por mar y tierra, desde Iquique hasta Angamos y desde Pisagua
hasta Miraflores responde con tanto entusiasmo como espontaneidad al grito
de alarma, es evidente, no puede ser vencido. Tanto más, señores, cuanto que

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

la divisa que enarbolabais al salir de la patria tenía está fielmente ejecutada


como la única orden del día antes entrar en combate: “Vencer o morir”: o
llegar a la victoria como vosotros, señores, que habéis tenido la suerte de so-
brevivir después de cien encuentros; o llegar a la muerte, como los denodados
compañeros de armas que han caído a millares sobre las armas sagradas de
la patria querida.

V
Pero no es esto solo: hay más todavía, mucho más. Para apreciar en toda su
extensión la energía y el empuje irresistible de nuestros bravos guerreros, es
necesario contemplar de cerca y con profunda admiración las dificultades y
peligros de la empresa acometida. Debía lucharse, no sólo contra las balas
enemigas, sino contra todos los elementos de destrucción agrupados en larga
y penosísima jornada desde Antofagasta hasta Lima. Mañana, la historia, juez
frío e imparcial de los grandes acontecimientos que acaban de desarrollarse en
las playas que borda el mar Pacífico, dirá al orbe todo, cuál ha sido la pujanza
y el esfuerzo de nuestros jefes y soldados para recorrer los áridos desiertos de
Tarapacá, para escalar las empinadas cimas de Pisagua, para coger en una red
de acero el morro de Arica, para allanar las famosas trincheras del Campo de
la Alianza, sobre todo, para llegar hasta las puertas de esta ciudad, después de
haber rendido uno a uno los fuertes y poderosos reductos de Villa, San Juan,
Chorrillos y Miraflores. ¡Ah! señores, Roma y Esparta, en sus mejores días, no
han contado con guerreros más valientes ni con proezas más heroicas.

VI
Quisiera señalar su puesto de honor a cada uno de nuestros valientes batallo-
nes y discernir la palma al que hubiese descollado más por su pericia que por
su arreglo. Pero al lado de esos leones invencibles del Buin, del Chacabuco,
del Santiago, del 2º , del Chillán, del Esmeralda, del Curicó, de Zapadores,
del Valdivia, del Caupolicán, de Artillería de Marina, del Concepción, del
Valparaíso y de Navales, que destrozan al enemigo al pie de sus formidables
trincheras, veo a esas águilas audaces del Atacama, del Coquimbo, del Talca,
del 3º y 4º, del Lautaro, del Melipilla y del Quillota, que escalan las alturas y
dominan los terribles parapetos, pasando veloces, sin contar sus muertos por
sobre los fosos, la minas aleves y las mortíferas ametralladoras. Y no sería leal
ni justo sino hiciera honroso recuerdo de la brillante artillería de esa temible
caballería, que con los nombres de Granaderos, Cazadores y Carabineros de

228
Documentos Oratoria sagrada

Yungay han renovado las antiguas proezas de otros héroes y de otros nombres
ilustres, cuya sangre corre por vuestras venas y cuyo valor hace palpitar aun
vuestros corazones.
No terminaría, señores, si me propusiera detallar todos los episodios de
esta larga y fúnebre tragedia. Si fuera artista, a cada combatiente le alzaría una
estatua, y si fuera poeta a cada héroe le cantaría una epopeya. Pero reuniendo
en un solo cuadro todas las batallas y todos los hombres que han sucumbido
por mi patria, coronada hoy de tantos laureles, yo acentuaría los colores de
mi pincel sobre los campos de Chorrillos y Miraflores.
Aquí, en esta línea tan vasta como escarpada, es donde el enemigo ha
desplegado mayor actividad y se ha sostenido con mayor encarnizamiento.
Defendía el corazón del Perú, mejor dicho, la cabeza de su rico territorio;
tenía, pues, derecho para resistir con tenacidad y quizás ha dado la última
prueba de su amor patrio. No le niego por lo tanto una rama de laurel para
las tumbas de sus numerosos muertos y mi humilde plegaria llegará hasta el
trono de Dios, por el reposo eterno de sus almas iluminadas con los resplando-
res de nuestra misma fe cristiana, y abrasadas por el fuego de la caridad, que
nos enseñan que somos hijos de un mismo padre y hermanos en el corazón
de Jesucristo.

VII
Sí, señores, por muy elevada que sea la gloria de nuestras armas y el mérito
de nuestros héroes, jamás podremos aplaudir los desastres y los horrores de
ese monstruo feroz que se llama la guerra. Cuando al caer el sol en los días
memorables del 13 y del 15 de enero último, contemplábamos abismados
y silenciosos las piras fúnebres de Chorrillos y Miraflores, iluminando con
siniestro fulgor esos millares de cadáveres tendidos en el polvo y despezados
por el plomo. ¡Ah! ¡Oh, dolor! ¡Oh, sumo dolor! sentíamos en nuestras almas
destrozadas y abatidas como si las oprimiera el peso de una inmensa montaña.
Y cuando oíamos el grito desgarrador de esos miles de heridos, hacinados
por la necesidad del momento sin poderles prestar eficaz socorro: ¡Oh, Dios
mío! ¿Quién sabe medir la profunda y vasta tristeza que ahoga el corazón en
un mar de penas para maldecir una y mil veces esa bárbara ley de dirimir por
la espada las cuestiones que debieran resolverse por la palabra inteligente y
justiciera?
Pero ya que es forzoso pagar tributo, a esa ley de horror y de muerte, los
que exponen su vida y vierten su sangre para restablecer el orden y cimentar la
justicia, merecen en la tierra un homenaje de indecible gratitud. Sus nombres
deben pasar a la posteridad como un tesoro de inapreciable valía, y el polvo del
olvido nunca podrá ocultar bajo la losa del sepulcro sus gloriosas cenizas. En

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

los altares de los mártires y en las tumbas de los héroes está escrita la historia
de las grandes acciones de los individuos y de los pueblos, y esos son los sitios
sagrados donde se aprende a morir por la religión y por la patria.

VIII
La historia de Chile en esta guerra gigantesca es para nosotros una epopeya
inmortal, que tiene tantos cánticos sublimes cuantos han sido sus combates y
tantos nombres ilustres cuantos han sido los hombres que se han sacrificado
por su honra. ¡Oh! ¿Quién de nosotros pronunciará jamás los nombres de
Prat y de Serrano, de Thomson y de Aldea, de Ramírez y de Santa Cruz, de
San Martín y de Torreblanca; sin sentir profunda conmoción de asombro y
gratitud? Y ahora, señores, recorriendo de nuevo desde Lurín hasta Miradores
esa vía crucis con tantos calvarios, ¿quién no siente la necesidad de detenerse
para besar el polvo teñido con sangre generosa y para bendecir la memoria de
Martínez y de Yábar, de Marchant y de Zañartu, de Silva Renard y Zorraindo,
de Flores, de Rivera, de Serrano, de Concha, de Losa, de Díaz Gana y de tantos
otros, cuyos nombres pronuncian con respeto nuestros labios y guarda con
lágrimas de fuego nuestro corazón?
¡Nobles guerreros, denodados patriotas, almas heroicas! recibid hoy el
homenaje de nuestro inmenso cariño y las bendiciones de todo un pueblo
que ebrio de entusiasmo os aclama como a sus hijos predilectos. Todavía están
frescas las heridas y el alma oprimida por nuestra separación. ¡Siccins separat
amara mors! ¡Oh! ¡Así divide los lazos de la fraternidad humana la amarga
muerte! Pero mañana, cuando el tiempo y la resignación cristiana hayan en-
jugado las lágrimas de tantos ojos afligidos y hayan mitigado las angustias de
tantos corazones lacerados, los días 13 y 15 de enero de 1881, reunirán al de
la nación chilena, cual si fuera una sola familia, y en alegre fiesta se entonarán
himnos de gloria a los que hoy deploramos. Los hogares vestidos de duelo se
ornarán de flores, y esos seres queridos que lamentan tanta calamidad, sentirán
en sus pechos la dulce e inexplicable satisfacción de contar entre los suyos a
los héroes de Chorrillos y Miraflores.

IX
Séame dado, señores, en vuestro nombre y en el mío, desde esta cátedra de
verdad y de consuelo, elevar un voto ardiente de humilde súplica al Dios de las
misericordias, para que pronto mitigue en los hogares, hoy entristecidos por
la muerte, la amarga pena de las madres, de las viudas y de los huérfanos, que

230
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no encuentran a su lado al hijo amante, al tierno esposo y al padre idolatrado.


Unamos nuestras preces y con los inefables acentos de la caridad cristiana que
en el seno de la iglesia católica forma la gran familia humana, clamemos una
vez más para que la sangre ya vertida detenga el brazo de la justicia de Dios y
ponga término a esta guerra fratricida.
¿No visteis, señores, al ponerse el sol del nefasto 15 de enero, un bello
arco iris que, vistiendo las nubes de variado color, caía desde el horizonte de
los Andes sobre los hogares de esta ciudad amenazada de horrenda catástrofe?
Parece que la Divina Providencia nos anunciaba entonces que era ya tiempo
de envainar las espadas y de firmar la paz. Sí, señores; que la paz sea con no-
sotros; que el amor de Jesucristo resuene en todos los oídos como resonó en
otro tiempo sobre los apóstoles encargados de salvar al mundo: “Paz vobis”.
“La paz sea con nosotros”.
Anheláis volver cuanto antes al seno de la patria, al dulce cariño de vuestros
hogares; tened fe; Dios nos oye y sabrá en su infinita sabiduría inspirar estos
nobles sentimientos a los vencedores y a los vencidos. Por la memoria de esa
sangre vertida, por el amor y respeto a la ley divina que nos manda olvidar las
injurias, por esa palabra de perdón y de reconciliación que resonó sobre la
cruz del Mártir divino del Gólgota, una vez más, clamemos por la paz.
Corramos un velo de perpetuo olvido sobre esas escenas de horror y sobre
esos campos de duelo, y para que llegue hasta el cielo el acento de nuestra
plegaria por el reposo eterno de nuestros hermanos, una y otra vez pidamos
la paz. ¡Gran Dios! ¡Monarca Supremo del universo! que habéis querido te
llamemos Padre nuestro, para reconocernos como hermanos a la sombra de
vuestra cruz, símbolo augusto de unión de eterna esperanza, aquí sobre el
sepulcro de tantos millares de víctimas inmoladas por el sublime amor a la
patria, con la frente en el polvo y el alma fija en vuestra infinita misericordia
pidiéndoos la paz. Concededla, señor, Rey de los cielos y de la tierra; conce-
dedla por vuestro amor de padre a los muertos y los vivos.
Llamad con vuestra secreta y misteriosa inspiración a los pueblos del Perú
y Bolivia, y decidles que ya basta la sangre derramada y las víctimas inmoladas
para calmar vuestra justicia. Nosotros estamos prontos, no rehusamos tender
las manos a los vencidos; no hacemos vana ostentación de nuestros triunfos
no queremos su ruina y su desolación. Queremos que oigan nuestros votos;
que se rindan ante el fallo inexorable de vuestra Divina Providencia, y que
volviendo a la paz de la tierra, para nuestro común bienestar presente, bus-
quemos como humanos la paz del cielo.
Y entre tanto, depositando una lágrima más sobre esos gloriosos sepul-
cros y deshojando la última flor de nuestros corazones, la siempreviva de la
cristiana gratitud, demos a nuestros ilustres muertos el adiós de la paz eterna,
Regniescant in pace!

231
DISCURSO PRONUNCIADO POR EL SEÑOR GOBERNADOR
ECLESIÁSTICO DE VALPARAÍSO, MARIANO CASANOVA,
EN EL SOLEMNE TE DEUM DE ACCIÓN DE GRACIAS POR LA
ENTRADA DEL EJÉRCITO DEL NORTE, CELEBRADO EL 12 DE
MARZO DE 1881 EN LA PARROQUIA DEL ESPÍRITU SANTO*

Fortitudo mea et laus mea Dominus,


Et faustus, est mihi insalutem

El Señor es mi fortaleza y el objeto de mis alabanzas,


porque ha sido mi salvador
Éxodo XV, 2.

Excelentísimo señor Presidente


Ilustres general en jefe y almirante
Señores

Desde que Moisés entonó este cántico de acción de gracias a orillas del Mar
Rojo, al ver libre al pueblo escogido y sumergido en el abismo al orgulloso
Egipto, pocas veces habrá podido repetirse con mayor oportunidad que en
esta augusta ceremonia. Sí, cante a Dios himnos de alabanza toda la República
porque ha querido coronarla de gloria y honor, cantemus Domino, que cuanto
hagamos será siempre poco para pagar al cielo la deuda de eterna gratitud que
nos imponen tantos y tan espléndidos triunfos. Confiesen hoy los magistrados
y el pueblo con el real profeta que el Todopoderoso es quien ha castigado a
los que sin razón nos hacían guerra. Tu percusisis adversantes mihi sine causa;
del Señor nos ha venido la victoria y Él es quien nos colma de bienes y nos
bendice, Domei est salus et super populum tuum benedictio tua.215
¿Quién habrá, señores, que no vea en nuestros triunfos de mar y tierra,
la mano bondadosa de la Providencia? ¿Quién pudo esperar tanta gloria y un
desenlace tan feliz y tan espléndido?
El Dios que eleva o abate a las naciones, según le agrade, ha hecho llegar
para Chile la hora de su grandeza. La desconocida colonia, que ayer no más
apenas figuraba cual imperceptible trazo en aquel imperio colosal sentado
sobre dos mundos, con general asombro, ha medido sus fuerzas con el antiguo

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 16 de mayo de 1881, pp. 1058-1060.


215 Salmo III.

232
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virreinato, y abriéndose paso por entre formidables ejércitos aliados, ha ido


a colocar su bandera vencedora en las almenas de la orgullosa Lima: ¡Gloria
a Dios!
No pretendo hacer la historia de esta gloriosa campaña. Diré sí que efec-
tuada nuestra emancipación política, Chile solamente pensaba en consolidar
sus instituciones, en perfeccionar sus leyes, en dar garantías al trabajador
honrado, en mejorar la educación del pueblo y en favorecer todos los pode-
rosos agentes del progreso moral, intelectual y material que hacen felices a
las naciones. Nuestra querida patria ha pensado en todo menos en la guerra.
La generación presente no sabe siquiera lo que quiere decir revolución o
motín, y nunca ha visto a los ciudadanos armados unos contra otros en treinta
años de paz interior. Por esto mismo Chile ha tenido especial cuidado de no
tomar parte en las contiendas de sus vecinos y ha venido a ser, como bien
lo sabe el Perú, asilo y refugio para todos los vencidos y desgraciados de las
otras Repúblicas.
Por otra parte, verdaderos católicos, tenemos gran amor a la paz que es la
felicidad verdadera. La paz es nuestro pensamiento incesante y el término de
nuestra aspiración social y religiosa. Si la obra de civilización y de amor que la
iglesia persigue al través de las revoluciones de este mundo pudiera ser un día
realizada, habría llegado el fin de todas las disensiones en la sociedad y la tierra
ofrecería una bellísima imagen del cielo. Pero aquí abajo la paz, apenas asoma
cual esperanza divina, mientras que la guerra se pasea triunfante y recorre la
historia de todos los siglos. Tristísima necesidad que Dios a veces permite para
regenerar a las naciones, y entonces la guerra en manos de la Providencia se
convierte en instrumento de sus altísimos designios. Examinadlo, señores,
con atención en la historia de los pueblos y podréis observar que si la justicia
le acompaña la misericordia la sigue.
Después que el polvo levantado por el choque de los ejércitos ha des-
aparecido; cuando el humo que los envolvía a nuestra vista se ha disipado
en los aires, el cielo se presenta sereno y brilla el iris de victoria. Los rayos
que se desprendían de la terrible lucha y los truenos que aterrorizaban el
mundo, son convertidos por Dios en maravilloso rocío que refresca el seno
de la tierra y hace germinar los más bellos frutos de la civilización. Fulgura
in pluvian fecit.216
Cuando llama Dios a un pueblo para que se levante contra otro pueblo,
no siempre el elegido sabe que la Providencia se propone y los crímenes que
desea castigue. “El hombre se agita pero Dios le lleva”. Todo lo que se refiere
a la guerra, ha dicho Donoso Cortés, tiene un no sé qué de misterioso y sin-
gular como la misma guerra. ¿Cuál será entonces, señores la misión que tiene

216 Salmo 184, 7.

233
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Dios preparada a nuestra patria? ¿Podrá ya envainar su espada como lo desea


o deberá esperar de pie nuevas órdenes? ¡Profundo misterio!
Por tres veces ha sentido ya Chile la voz divina que le decía: levántate y
camina hacia el Perú. Primero le llamó para que en prueba de la fraternidad
cristiana fuera a darle la libertad haciéndole participante de la felicidad de
que gozábamos con la emancipación política. Era un hermano que iba a
sacrificarse por su hermano y el Perú fue independiente.
En seguida nuestras legiones desbarataron los planes ambiciosos de un
terrible caudillo y consolidaron la autonomía de dos repúblicas. El pabellón
chileno se paseó triunfante en tierra y en mar, entrelazado con el peruano y
pudo creerse que la unión sería sincera. Mas no fue así; y cuando disolvíamos
nuestros regimientos y poníamos en subasta pública nuestras naves, el Perú
urdía en secreto planes de venganza cuyo origen no nos es desconocido.
Entonces Dios robusteció nuestro brazo y armó a la patria con rayos de ven-
ganza y la envió invencible a castigar el ofensor de los más justos derechos.
Marcha, le dijo, primero en Iquique, en aquel día de tremendos dolores y
de infinitas glorias, día feliz en que tuvimos el primer anuncio de que la ira
de Dios había caído sobre el Perú. Camina con confianza que estoy contigo,
volvió a repetirle cuando la veía escalar las alturas de Pisagua, vencer en
Dolores, triunfar en Tacna y Arica y asombrar al continente con las victorias
de Chorrillos y Miraflores.
Nuestra inquebrantable fe en el triunfo podía sólo compararse con la
providencial ceguera del enemigo para no ver su ruina.
Por profundos que sean los designios de Dios al decretar la suerte de
las naciones, es evidente que la protección del cielo ha estado siempre con
nosotros en la presente guerra y que, al poner bajo nuestra voluntad a los
enemigos de la patria, ha querido servirse de nuestro brazo para castigarlos
y quizá mejorarlos. Esta protección ha hecho que en Sudamérica no haya en
este instante República más feliz ni más gloriosa, y la guerra que es el azote
de todos los males, ha sido para nosotros causa de toda clase de bienes. Las
hazañas de nuestros guerreros y marinos son tan asombrosas que delante de
ellas se nos representan cual pálidos y fríos los hechos más gloriosos de la
antigüedad y los sacrificios más ilustres de los siglos.
Una fuerza superior ha impulsado a nuestros guerreros y los ha sostenido
en el combate. Cómo no divisar en ese entusiasmo sin igual del patriotismo
una luz divina descubierta por esas almas que se inmolan: una belleza exquisita
en el cumplimiento del deber austero, pero para hablar con Bossuet, al ir a
exponerse, no diré sin temor pero con alegría, a fatigas infinitas, a dolores
increíbles, a privaciones de todo género y a veces a una muerte segura. ¿Quién
no se sentía impresionado al ver desfilar por nuestras ciudades esos numerosos
e improvisados ejércitos?

234
Documentos Oratoria sagrada

La sombra llorosa de la patria ultrajada recorre en un momento toda la


República que se pone de pie cual un solo hombre. El entusiasmo es general
en todas las clases sociales por defender nuestra inmaculada bandera. La ju-
ventud, esa bella y escogida juventud, olvida su porvenir y sus halagos, ciñe el
casco del guerrero y empuña en su delicada mano el pesado fusil. La azada, el
arado y los instrumentos de la minería y de la agricultura se convierten como
por encanto en espadas, en rifles y cañones. Allá se forman regimientos que
saben correr por laderas inaccesibles y que van a sorprender en sus nidos de
águila al enemigo; acá se improvisan marinos que parece hubieran tenido por
cuna al océano, o bien se adiestran admirablemente formidables artilleros,
zapadores, granaderos y se prepara cuanto pueda necesitar un poderoso ejér-
cito. Los partidos políticos olvidan sus rencores; los ricos prodigan sus tesoros;
los sacerdotes truenan desde la sagrada cátedra; las vírgenes oran y las madres
bendicen a sus hijos que marchan al combate. ¿Podrá Chile ser vencido?
¡Y cosa admirable! Aun cuando sólo se piensa en la guerra, la República
sigue su marcha feliz en el curso del progreso. Nada se perturba ni se detiene
en el orden administrativo y el comercio, la industria y la educación prosperan
visiblemente. La Providencia se encarga de cuidar todo; la crisis financiera
que por largos años nos afligía, termina; nuestro crédito en el extranjero se
duplica y la bendición del cielo cae abundante sobre nuestras dotadas meses.
¡Bendito sea el Señor!
¿Y a dónde van nuestras brillantes legiones? ¿Ignoran acaso que deben
batirse con triple número de enemigos que disponen de las mejores armas y
que tienen sembrados los caminos con infernales máquinas de destrucción y
de muerte? ¿No divisan que se hallan colocados en escogidas y formidables
posiciones? Detened vuestros pasos, ilustres guerreros, no vayáis a derramar
inútilmente vuestra preciosa sangre; oíd lo que se os grita de todas partes,
que esos ejércitos son invencibles y que dejareis los campos, sembrados con
vuestros cadáveres. ¿No sentís cómo se estremece la tierra al estampido de
sus cañones, cómo se agitan los mares al paso de sus naves, y cómo brota
fuego de esas escarpadas montañas? ¿A dónde vais por ardientes arenales
en fatigosa ascensión sin una gota de agua para refrescar vuestro labio y sin
defensa alguna en el peligro?
Pero nuestros valientes siguen con paso triunfal, repitiendo con David:
“Confíen ellos en sus armas, yo en el nombre del Señor”. El es mi luz y mi guía
¿a quién temeré? El es el defensor de mi vida ¿quién me hará temblar? Aun
cuando se levanten ejércitos contra mí no temerá mi corazón, y aun cuando
me hagan ruda guerra yo esperaré en el Señor.217

217 Salmo XXVI.

235
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

A la verdad, que no es posible imaginarse una guerra llevada a tan feliz


término en circunstancias mas desiguales, necesitando Chile atravesar mares
y desiertos, exponer a sus hijos a los rigores de climas mortíferos, caminar por
lugares desconocidos, para vencer a los que en su propia casa se encontraban
defendidos con todos los recursos de la naturaleza y del arte. Y no obstante,
nuestro ejército jamás ha experimentado la más ligera derrota, ni nunca ha
sentido el desfallecimiento, ni la menor cobardía en los mayores peligros. Y
lo proclamaré también desde esta sagrada cátedra, ha sabido condecirse con
la mayor moralidad y ha dado a cada paso muestras expresivas de sus sen-
timientos religiosos. Confiando en la justicia de su causa miró siempre con
desdén tantos insultos, tantas provocaciones y armas vedadas por la civiliza-
ción cristiana. Pero no, yo impondré silencio a mis labios, y mi alma afligida
al recuerdo de estas iniquidades, prefiere solazarse recordando el heroísmo
de los mismos que cayeron en la brecha y a los que nuestro corazón en vano
busca entre nosotros. ¿Cómo no recordarlos al menos en este solemne mo-
mento, figurándonos el verlos aquí por la última vez? ¡Ah! ¡Jefes ilustres de
nuestro invencible ejército! Cuando ayer recorríais la vía triunfal al son de
ecos de amor, más de una esposa os preguntó por el compañero de su felici-
dad, más de una madre por su hijo querido. ¿Dónde están?… En el templo
de la inmortalidad, señores, escritos sus nombres en el libro de la vida y en
los fastos del eterno honor. Quorum nomina scripta sunt in libre vita.218 Cayeron
cual cumple a los valientes, sin ceder a la fuerza material aun cuando se veían
aplastados por el número, y siempre resistiendo porque no rinde sus armas
el chileno, y su ley es vencer o morir. Se han inmolado en cumplimiento del
deber militar y no hay otro título que pueda hacer al hombre más acreedor
a la gratitud de sus conciudadanos. Con su muerte han dado a la nación más
gloria y la han servido mejor que con una larga vida.
Campos de Chorrillos y Miraflores que habéis bebido su sangre y conserváis
sus huesos, vuestro nombre ayer indiferente al corazón chileno, ha venido a ser
para siempre inmortal. Allí cayeron, patria querida, tus valientes, allí fueron
muertos tus mejores hijos, inclyti Israel super montes interfecti sunt,219 y las muertes
generosas consagran para siempre en la tierra los lugares ¿dónde han caído
los héroes? ¡Dadme flores para decorar esas tumbas! Pasajeros, doblad allí la
rodilla y en su favor elevad al cielo ferviente plegaria en todos los siglos.
Humillémonos, señores, delante de estos imponentes espectáculos de la
justicia y de la misericordia de Dios. Nuestros enemigos tenían la ventaja en
todo. Poseían cuantas armas ha inventado el arte y cuantos elementos bélicos
puede reunir el oro prodigado a manos llenas. Pero les negó Dios lo que no
puede adquirirse por el hombre, el valor, que lo otorgó generoso al pueblo

218 Apoc. XVIII, 8.


219 II Reg. I.

236
Documentos Oratoria sagrada

chileno. El valor es el todo en el combate y el valor es don precioso del cielo,


como la belleza, el talento, y el ingenio. In manu tua est fortitudo et potentia.220
Cuando os arméis para el combate, escribía San Agustín, pensad ante todo
que vuestro valor es un don de Dios.221
A nuestros soldados se les puede, sin duda, aplicar el elogio que de los
de su tiempo hacía el mismo santo doctor cuando decía: “Tienen una gloria
especial esos valientes guerreros, y sobre todo, esos soldados llenos de fe; cuyos
trabajos y fatigas, con la protección y socorro de Dios, vencen a los más fieros
enemigos, aseguran el reposo de la nación, y dan la paz a los Estados; porque
sólo quieren la paz, aun cuando se vean obligados a derramar sangre”.
Esta protección y socorro de Dios es lo que hemos venido a agradecer
en la presente ceremonia, y estamos aquí para presentar al Todopoderoso
nuestra humilde gratitud.
¡Patria querida! ¡Al recordar hoy las victorias de tus hijos no olvides
la mano poderosa a que han servido de instrumento! Quien hiciera que
aprovechaseis tan gloriosos triunfos en aumentar siempre y en amar más esa
fe divina que así ha sabido templar el corazón de tus valientes. Que Dios y
Patria sean eternamente nuestra divisa y el signo seguro de nuestra felicidad
verdadera. Patria sin Dios es la disolución y la muerte; y la ambición o el
interés vendrían a ser la causa del valor guerrero que sólo espera mezquina
recompensa en la tierra.
¡Cuánta, oh Chile, no fuera tu grandeza si esos torrentes de sangre que
nos han dado la victoria en el exterior, lograran también borrar en el interior
toda triste y mezquina división, a fin de que nuestra República sólo tuviera
una sola alma y un solo corazón, cor unum et anima una, como lo deseaba el
Salvador para sus discípulos. La unión es la fuerza, nos repiten hoy nuestros
valientes que, marchando unidos, llegaron a la victoria. Marchar unidos cual
un solo hombre era la divisa de nuestro ejército para triunfar, y dividirlo para
derrotarlo era el supremo esfuerzo del enemigo. Y si la unión de todos exige
sacrificios, no llegarán éstos jamás a la efusión de sangre y serán siempre muy
inferiores a los que por la República han soportado nuestros guerreros. Que
no haya, pues, otra idea que la del engrandecimiento de la patria, ni otra aspi-
ración que el brillo de su bandera, ni otro deseo que el triunfo de la justicia,
ni otro amor que aquel nos haga abrazarnos a todos como hermanos, pues lo
somos al pie de un mismo altar. Unus Dominus, una fides unen baptismum.222
Gloriosos soldados de la República que habéis cumplido tan bien con
vuestros austeros deberes y preclaros jefes del ejército y armada, la patria
no tiene cómo recompensaros, y en vista de la grandeza de vuestros méritos

220 Par. XX. 6.


221 S. Agust. Ad. c Bonifac.
222 S. Agust Darin.

237
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

viene a pedirla de rodillas al Omnipotente que os bendiga y corone. Él es el


único que puede darles el merecido premio que una y mil veces solicitarán
para vosotros vuestros agradecidos hermanos.
Ilustre general, digno jefe de tan brillante ejército; no olvidéis que hoy
es el día de vuestra grandeza y de vuestra más pura gloria.
Cuando el pueblo rey cubría de flores la vía triunfal para recibir a sus
emperadores victoriosos, les hacía llegar hasta la cima del capitolio y ofrecer
allí sacrificios al cielo. Elevado cual en carro de triunfo en los brazos de nues-
tros conciudadanos, habéis dirigido vuestros pasos, entre vítores y aplausos,
hasta llegar a postraros delante de ese altar sagrado donde mil veces en los
momentos de alarma, ha resonado vuestro nombre subiendo al Señor la ple-
garia del sacerdote, entre las nubes del incienso y en medio de las lágrimas y
sollozos de las afligidas madres y esposas.
Presentad, pues a Dios vuestros rendidos votos de gratitud por la gloría
con que ha coronado a nuestro ejército y por los peligros de que os ha librado
en tantas batallas. El momento es solemne, Chile todo está aquí represen-
tado, la República de pie y fijo en vosotras su pensamiento. No hay un solo
corazón que no lata al impulso de la gratitud más sincera a Dios y del amor
puro a la patria.
Caminad hacia el altar y rendid ante el vuestra invencible espada, hoy la
más brillante de Sudamérica. Doblad vuestra rodilla ante el Señor Dios de
los Ejércitos e invocad a la amable Reina del Carmelo que, bien lo sabéis,
ha tenido ternuras de verdadera madre con vuestros soldados. En medio de
toda la gloria que os rodea, confesad que sólo Dios es grande y que sólo a Él
pertenecen “el poder y la magnificencia, la gloria y la victoria”.223
¡Oh Dios omnipotente! La suerte de Chile queda siempre en vuestras
manos y siempre pronto a levantarse cuando querías llamarle a ejecutar
vuestros designios de justicia. Vos, Señor, que sois la fuerza de los vencedores,
escuchad nuestras voces suplicantes y bendecid una vez más esos gloriosos
estandartes que rodean vuestro altar, para que estén siempre prontos a ser en
los combates emblemas de valor y de constancia, de justicia y de virtud, que
disipen a las naciones que quieran guerra contra nosotros, ad disipandas gentes
que bello volum, siendo en todo tiempo para Chile signo seguro de victoria y
monumento sellado con nuestra Sangre de eterna gratitud.

223 Paralip. XXIX, II.

238
SALUTACIÓN HECHA EN NOMBRE DE LA RELIGIÓN
AL EJÉRCITO Y ARMADA DE CHILE EL DÍA DE SU
ENTRADA TRIUNFAL A LA CAPITAL POR EL
PRESBÍTERO RAMÓN ÁNGEL JARA*

I
Excelentísimo señor Presidente de la República Aníbal Pinto
Ilustrísimo señor obispo de Martyrópolis y vicario capitular de Santiago, doctor
don Joaquín Larraín Gandarillas
¡Bienvenidos seáis, señor general, señor contraalmirante, señores jefes,
oficiales, clases y soldados de nuestro ejército y armada!

Al pisar, después de una larga ausencia, los umbrales de este suelo, la patria,
vestida con las ricas galas que vuestros sacrificios le han comprado, ceñidas sus
sienes con los hermosos laureles que vuestra espada le ha segado, e iluminada
su frente con los resplandores de la gloria inmortal que vuestro heroísmo ha
conquistado, como una tierna madre, orgullosa de sus hijos, os ha salido al
encuentro para estrecharles contra el pecho y regar vuestra frente con las
lágrimas de su ardiente gratitud…
La patria, al hacer vuestra apoteosis, os ha dado cuanto tiene: de sus ma-
gistrados el respeto, de sus sabios el talento, de sus poetas la inspiración, de sus
artistas el genio, de sus músicas las armonías para llenar los aires con vuestro
nombre, de sus jardines las flores para que sirvan de alfombra a vuestro paso,
y de sus ciudadanos los delirios del entusiasmo y las locuras del amor.
Mas, vosotros, ilustres jefes y esforzados escuadrones, como herederos
legítimos que sois de los vencedores de Chacabuco y Maipo, de Guía y Yungay,
cubiertos todavía con el polvo de cien combates, venís a golpear a la puerta
del templo para doblar vuestra rodilla, deponer vuestras coronas e inclinar
nuestras banderas ante el altar del Dios de los Ejércitos.
¡Ah! Conocíamos el temple de vuestras auras; sabíamos que erais solda-
dos cristianos, y por eso aquí os aguardábamos a la sombra del santuario, los
ministros del Señor.
Como discípulos de una misma escuela, la escuela del sacrificio, el sacer-
dote y el soldado, sin conocerse, se aman, y sin vivir bajo un mismo techo, son

* Boletín de la Guerra de Pacífico, Santiago, 16 de mayo de 1881, pp. 1060-1061.

239
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

hermanos. Y aunque vosotros vestís la librea de la gloria y nosotros la mortaja


de la muerte, nuestro ministerio nos acerca. Dios ha hecho al guerrero ministro
de su justicia y al sacerdote ministro de su infinita caridad…
De ahí que, cuando os marchabais a la pelea, bendijimos vuestros estandar-
tes, santificamos vuestras armas, resguardamos vuestros pechos y purificamos
vuestras conciencias. De ahí que, mientras terciabais vuestras espadas en la lid
y luchabais por la patria, ni os han faltado a vuestro lado abnegados sacerdotes,
ni nosotros, a semejanza de Moisés, hemos bajado un solo día nuestros brazos
en la montaña del sacrificio pidiendo al cielo para los jefes el acierto, para los
soldados el valor y para todos el triunfo. De puerta en puerta hemos buscado
el óbolo de la caridad para aliviar vuestros heridos y socorrer, en la viudez y
en la orfandad, a las esposas y los hijos de los que caían como buenos. Y hoy
que volvéis al seno de la patria, colmados de magníficos aplausos, henos aquí
formando coro con nuestros himnos sagrados al concierto universal.
En nombre, pues, de los prelados de la arquidiócesis de Santiago; en
nombre del venerable Senado de esta iglesia Metropolitana; en nombre de
mis hermanos en el sacerdocio; señor general, señor contraalmirante, señores
jefes, oficiales y soldados del ejército y armada, recibid nuestro saludo. Como
chilenos, agradecidos os abrazamos, y, como sacerdotes, pedimos para vosotros
las bendiciones de Dios.

II
¡Con cuánta razón, señores, la Religión y la Patria tributan tan espléndidas
ovaciones a nuestros ínclitos soldados! Ellos, durante los dos años de la difícil
contienda a que fuimos provocados, han realizado, en la tierra y en el mar,
tales hazañas, y proezas, que cada una de ellas, por sí sola, bastaría para inmor-
talizar su nombre. Y si el prólogo de esta sublime historia que fue la jornada
homérica de Iquique ganó para nuestra escuadra la admiración del mundo,
el epílogo de ayer, que fue escrito en Miraflores, ha eternizado la audacia y
el valor de nuestro ejército.
Lima, la ciudad que ayer no más, por su soberbia, nos recordaba a la antigua
Roma, hoy cargada de cadenas, marcha uncida al carro de nuestros triunfos;
Lima, la ciudad que ayer no más, por sus riquezas, nos recordaba a Cartago,
hoy recibe de limosna el pan y el agua del vencedor chileno, y cubriendo su
desnudez con los jirones de la bandera implora el perdón, como las esclavas de
la Grecia, postrada de rodillas y besando la espada de nuestros generales.
El Callao, ese nido de rocas y de acero, donde el enemigo reputábase in-
vencible, hoy ofrece seguro abrigo a nuestras tropas, y sus defensores de ayer
apenas han tenido valor para encadenar la boca de sus cañones y para trocar
sus naves poderosas en teas funerarias de su tristísima agonía.

240
Documentos Oratoria sagrada

En una palabra, la capital del Perú con sus tradiciones y monumentos;


el puerto más artillado de Sudamérica, con sus embarcaciones y sus fuertes;
Chorrillos, con sus palacios convertidos en cenizas; el Perú entero señores,
por hoy no es más que un gigantesco pedestal, de donde se despliega al
viento triunfante e inmaculado el tricolor de Chile, esa bandera sagrada que
se hundió como una estrella en los mares de Iquique para resucitar, trocada
en sol, sobre las almenas de Lima…
¡Ah! y ¿quién, señores, ha dado tal pujanza a nuestro ejército y armada?
¿Quién, en pocos meses, nos ha dado generales y jefes capaces de eclipsar a
la audacia de los griegos y al valor de los romanos? ¿Quién, con el fuego de
nuestros cañones ha derretido como si fuesen de blanda cera las montañas
de granito? ¿Quién ha dado a nuestros apacibles labriegos la bravura y cele-
ridad del cóndor que mira su presa, se lanza sobre ella, la hiere, la despedaza
y la consume? ¿Quién, en fin, nos ha hecho los hijos mimados de la gloria;
clavando a nuestro capricho la rueda de la fortuna?
¿Dónde está el caudillo que así engrandece a nuestra patria?
¡Oh, soberano Señor de las naciones, por quien reinan los reyes y los legis-
ladores decretan la justicia! Tu mano poderosa sostiene al universo y, como la
arista que se lleva el viento, es el poder del hombre delante del trueno de tu
voz y del rayo de tu brazo. ¡Tu diestra la que abate a los soberbios y ensalza a
los humildes! Nosotros te bendecimos con las mismas notas con que el pueblo
de Israel cantaba tu poder a las orillas del mar Rojo: Fortitudo mea et latus mea
Dominus et factus est mihi in saltutem: iste Deus meus et glorificabo eum. Deus patris
mei et exalbo eum. El señor es la fortaleza mía y el objeto de mis alabanzas,
porque Él ha sido mi Salvador. Este es mi Dios, yo publicaré su gloria: el Dios
de mis padres a quien he de ensalzar. De Dios nos viene todo don perfecto;
a Ti, Dios mío, rendidas sean la alabanza y la gloria.

III
Tal es la plegaria que la República de Chile, personificada en vosotros, ilustres
vencedores, viene a elevar ante los altares del Señor. Y al hincar ante Dios
vuestra rodilla y al deponer ante sus aras vuestros triunfos, habéis ganado una
corona que eclipsa por su brillo a las que el mundo os da.
No lo olvidéis, esclarecidos militares: cuando la gloria no publica otra
grandeza que la miseria humana, es un relámpago que brilla, es una estela
que deshace el aire, es un sonido que disipa el viento, es una flor que apenas
nace cuando muere… Mas, cuando la gloria se tributa a Dios y se devuelve
al cielo lo que es suyo, la gloria, entonces, no muere con el tiempo, salva los
horizontes estrechos de este mundo, sube, llevada por los ángeles, hasta el
trono de la Divinidad, y allí, en el seno de la justicia y de la caridad infinitas,

241
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

cosecha para sus hijos un laurel que mantiene siempre fresco el Sol de la
eternidad…
He aquí el espléndido triunfo que os hará verdaderamente grandes ante
Dios y ante los hombres. ¡Guerreros de mi patria, doblad, pues, ante ese altar,
vuestras sienes justamente levantadas; presentadle en homenaje vuestras es-
padas, terribles en la lid porque llevan la muerte y el espanto; aquí sagradas
porque simbolizan la fe de vuestras almas, y deponed vuestras coronas, si no
queréis que se marchiten!
¡Inclinaos ante Dios, también vosotras, gloriosísimas banderas, reliquias
veneradas de nuestro amor! Vosotras que tremolasteis al viento en Pisagua y
en Dolores, en Tarapacá; y en los Ángeles, en Tacna y en Arica, en Chorrillos
y Miraflores; vosotras que alentasteis el valor y el sacrificio de nuestras huestes;
vosotras que escuchasteis los últimos adioses de nuestros mártires generosos;
vosotras que venís manchadas con la sangre de nuestros héroes; vosotras que
venís agujereadas por las balas y ennegrecidas por el humo de los combates;
vosotras que sois la síntesis de nuestro orgullo nacional; inclinaos también
vosotras, y que los ángeles de Chile os formen con sus alas un tabernáculo
de honor…

IV
¡Satisfecha ya nuestra fe, id, cumplidos militares, a llevar el consuelo y la alegría
a vuestros hogares que os aguardan! ¡Id a reclinar vuestras frentes coronadas
sobre el seno de vuestras madres; id a recibir el abrazo de vuestras esposas; id
a cubrir de besos las puras mejillas de vuestros hijos!
Mas, si os salieran al encuentro, cubiertas de negro luto, las viudas de-
soladas y os preguntaran por qué a vosotros os cupo en suerte la gloria y sus
esposos la inmolación y la muerte, aliviad sus penas, diciéndoles que cayeron
como bravos y que expiraron contentos porque dieron la vida a la patria con
su sangre. Y si encontraseis a vuestro paso un puñado de huérfanos desvalidos
que, anegados en llanto, preguntan por qué viene vacío el puesto de sus padres,
¡ah! enjuagad su lloro, decidles que la patria de los héroes es el cielo…
¡Ilustres vencedores, id a envainar vuestras armas, id a descansar sobre
vuestros laureles; y que os acompañen las bendiciones de Dios y de los
hombres!

242
ORATORIA CÍVICA Y CULTURA
DE LA MOVILIZACIÓN
CEREMONIA PATRIÓTICA EN VALPARAÍSO CON OCASIÓN DE
LA DECLARATORIA DE GUERRA A BOLIVIA. DISCURSOS DE
ISIDORO ERRÁZURIZ, MÁXIMO LIRA Y FRANCISCO MORENO*

Valparaíso, febrero 13.– Con prudente cálculo avaluamos en 6.500 a 7.000


el número de los concurrentes; más caben en el valle de Josafat; pero allá
se verificará el juicio universal y ayer se ventilaba tan solo un gran juicio in-
ternacional. La antigua plaza de la Intendencia se encontraba atochada de
espectadores; los edificios vecinos, el correo, el Café Americano, la intenden-
cia, el club Francés, y todos los puntos restantes no habrían dado lugar para
un docena más de concurrentes.
El entusiasmo que reinaba entre el pueblo y recorría como poderosa
corriente eléctrica el campo donde se libraba la imponente batalla de la opi-
nión, rayaba a veces en delirio; sólo viendo al pueblo chileno en las grandes
manifestaciones de su patriotismo se comprende cómo ese pueblo pacífico,
que no acostumbra guerrear sino las nobles batallas de la industria, puede
formar ejército de leones, que se lanzan al combate con toda la energía y
todo el ardimiento de los Campos de Buin y Yungay, de Chacabuco y Maipú,
y hasta en los tristemente célebres de Loncomilla y Lircay.
Poco antes de las 2 de la tarde llegaban los oradores a la Plaza de la
Intendencia; poco después de las dos de la tarde se presentaban a hablar al
público desde las ventanas del Café Americano.
Un viva estruendoso saludó la aparición de don Isidoro Errázuriz; poco
después, un segundo aplauso lanzado por 7.000 patriotas, saludaba al señor
Lira don Máximo. Los discursos de ambos levantaron tempestades de entu-
siasmo cuyas oleadas rebotaban en las murallas del palacio y llevaban los ecos
del patriotismo irritado hasta los oídos de los directores de Chile.
No necesitamos decir si fue elocuente la palabra y si fue altiva la actitud de
los oradores; conocidas son las dotes de esos dos príncipes de nuestra elocuen-
cia parlamentaria y tribunicia. Y luego, el entusiasmo de sus almas, retemplados
al fuego del amor patrio no podía ser sino el eco, el reflejo, la palabra de
entusiasmo varonil de todo el pueblo chileno. Razón tuvo el señor Errázuriz
para declararse en esos momentos el portavoz de toda la nación chilena, que

* El Ferrocarril, Santiago, 14 de febrero de 1879.

245
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

llevaba su palabra de aliento y de consejo hasta las alturas del Olimpo en que
divisamos a los que debemos creer, de hoy en más, protectores de los intereses
y del honor de Chile.
Damos a continuación los discursos de ambos oradores, que eran a cada
momento interrumpidos por los aplausos de la concurrencia.

Don Isidoro Errázuriz


¡Ciudadanos! Cada vez que la campana de la alarma nacional ha llenado con
sus ecos solemnes los ámbitos del país, anunciando que ha llegado para los
hijos de Chile una hora de prueba y de sacrificio, la primera de las ciudades
que se ha presentado a ocupar el puesto del deber ha sido la de Valparaíso.
Hace 40 años, en una época que pertenece a la historia y de la cual hablan
enternecidas a sus hijos las madres chilenas, atravesó las calles de Valparaíso el
ejército encargado de abrir la campaña contra el poder de la Confederación
Perú-Boliviana; y aquí se impregnó de ese espíritu heroico y levantado y de
esa resolución invencible que lo hizo capaz de destruir en diez meses un solio
que descansaba sobre doce mil bayonetas y de derribar un coloso de ambición
y de iniquidad.
De nuevo, en 1865, se presentó en nuestra bahía un enemigo poderoso en
son de amenaza el primero que devolvió el reto, y en una mañana inolvidable
de septiembre se vio a las madres, las esposas y las hermanas de los porteños
desplegar en la playa el pabellón y entonar el himno de la patria, a la faz del
adversario que traía a nuestro pueblo el bloqueo y el bombardeo.
Finalmente, en época más reciente, ha sido Valparaíso la primera ciudad
de la república que ha formulado enérgica advertencia contra la política de
contemporizaciones y concesiones sin término que ha predominado durante
tantos años y que nos ha hecho bajar del alto puesto que ocupábamos en la
escala de las naciones sudamericanas.
Culpa de Valparaíso no ha sido si esa política ha prevalecido sin contra-
peso, si hemos estado arrancando uno tras otro jirones de nuestra dignidad
y de nuestro territorio, si hemos vivido huyendo de la tempestad, como bajel
desmantelado, en vez de desafiarla y de hacer frente a ella cual corresponde
a una nación digna.
Hoy mismo nos encontramos saboreando uno de los frutos amargos de
la política que siempre ha condenado la opinión de Valparaíso.
En 1800 estaban ya a la moda las concesiones dolorosas para el patriotismo.
En 1866 se conocía y practicaba ya el sistema de denigrar y desacreditar las
posesiones que se pretendía entregar al extranjero. Nuestros políticos y hasta
nuestros sabios afirmaban que el desierto de Atacama era un arenal impro-
ductivo y maldito; y sin embargo, los cateadores chilenos, animosa vanguardia

246
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

de la industria y de la civilización, lo recorrían en bandadas, persiguiendo las


huellas seguras del cobre y el salitre, y en la portada del desierto se abre la
bahía de Mejillones, la primera del Pacífico del sur.
Cedimos esa región a Bolivia en cambio de ciertas concesiones. ¿Y cuál fue
nuestra recompensa? ¿Gratitud, adhesión, siquiera lealtad? No, porque desde
el día siguiente comenzó Bolivia a aplicar tenazmente en sus relaciones con
nosotros un sistema de política que consistía en mantener y respetar todas
las disposiciones del tratado favorables a ese país y en considerar como nulo
y no escrito todo lo que favorecía a Chile.
La exigencias bolivianas nos arrastraron a nuevas concesiones, y en 1874
firmamos el tratado en virtud del cual renunciamos a la parte que se nos
reconoció en 1866 en los productos de las aduanas del litoral, y consentimos
en que se redujesen las ventajas de Chile a la participación en el producto de
las guaneras y en franquicias e inmunidades para las personas, las industrias
y los capitales chilenos establecidos en el litoral.
Ni esto siquiera ha sido respetado por Bolivia. Las concesiones otorgadas
en virtud de un pacto solemne le parecieron insoportables, y aprovechó el
momento en que nos suponía envueltos en complicaciones bélicas con la
República Argentina para dictar y aplicar una ley gravando con un impuesto
indebido la explotación del salitre.
Y a las reclamaciones entabladas por nuestro país, llevando en la mano el
pacto, han contado en último término declarando que se hará justicia, que
no habrá impuesto, pero echa al mismo tiempo el guante a las propiedades
de la Compañía Salitrera.
Es decir, que no ha bastado a Bolivia hacer ceder por Chile el territorio. Su
ambición se extiende a la expoliación de las propiedades de los chilenos en el
litoral. En pos del despojo de las salitreras vendrá el de las ricas propiedades de
minas, y así, en poco tiempo, no quedan allí ni rastros de la riqueza acumulada
merced a la inteligencia, al coraje, al sudor y a la sangre de los chilenos.
He aquí, ciudadanos, el fruto legítimo de política débil y contempori-
zadora. He aquí también por qué nos hemos reunido hoy, en uno de los
grandes aniversarios de la patria, a descubierto, con el Pacífico a la vista y en
presencia de nuestros gobernantes, y les preguntamos, con las mil voces del
pueblo, si ha de seguir imperando la política que tan funesta ha sido al país o
si creen que es necesario emprender con resolución el camino que les señala
el sentimiento unánime de la nación, si hemos de resignarnos a soportar sin
término la afrenta y el abuso o si piensan que ha llegado la hora de tender
sobre el territorio que fue un día chileno un arco iris de paz, de justicia y de
civilización, el noble tricolor de Chile.
Vemos, afortunadamente, que ha cesado el desacuerdo entre la autoridad
y la nación y que la política de contemporización ha sido abandonada resuel-
tamente y que hoy mismo, en el aniversario del 12 de febrero de 1817, ha

247
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

debido zarpar de Caldera la escuadrilla que conduce a las tropas encargadas


de plantar la bandera chilena en la playa de Antofagasta.
Si es así, puede contar el gobierno con la seguridad de encontrar en el
país cooperación y apoyo ilimitado. Impuesto, soldados, corriente poderosa
de entusiasmo y vigor, todo el tesoro del patriotismo de una nación está a su
alcance.
Pero debe tener presente, al mismo tiempo, que se halla al frente de
una opinión decidida a ejercer severa vigilancia, a formar una sola masa para
aplastar las maniobras y las influencias mezquinas, a ser un solo corazón para
resistir a las pruebas y al sacrificio, a ser un solo brazo para levantar bien alto
la espada y escarmentar a sus enemigos.
Creyendo, ahora, interpretar fielmente la opinión de los millares de
ciudadanos aquí reunidos, propongo a vuestra aprobación de las siguientes
conclusiones, que deben ser consideradas como la fiel expresión del senti-
miento público porteño en las presentes circunstancias.
El pueblo de Valparaíso, reunido en meeting para ocuparse de la cuestión
suscitada con Bolivia, acuerda:
1.– Excitar al gobierno a que proceda con actividad y energía, a prestar el
amparo de las armas nacionales a los industriales chilenos que se hallan ex-
puestos a gravámenes injustos y odiosa expoliación en el litoral de Bolivia.
2.– Manifestar al mismo tiempo que ese propósito no se realizará por
completo, en su concepto, mientras Chile no haga valer los derechos que le
confiere la ruptura de los tratados de 1866 y 1874 sobre el territorio que cedió
a Bolivia en virtud de ese pacto.
3.– Tributar un voto de aplauso al gobierno por su conducta patriótica al
declarar roto el tratado con Bolivia en virtud de ese pacto.

Don Máximo R. Lira


Ciudadanos: Si los momentos actuales pudieran ser de recriminaciones me
sería muy fácil demostraros con lo que está ocurriendo, que la naciones nunca
abandonan impunemente el camino ancho y recto de la dignidad en sus
relaciones internacionales. Si todo reproche no fuera ahora intempestivo, yo
os probaría de un modo palpable que estas son las consecuencias necesarias
e inevitables del primer paso dado en falso, del primer desfallecimiento, de
la primera debilidad, de la primera caída.
Lo digo con la convicción más profunda y creo que mi opinión será
también la vuestra que el conflicto boliviano surgió con la retirada de Santa
Cruz; las insolencias bolivianas en el Pacífico han sido un efecto de nuestras
debilidades en el Atlántico; acá se pretende robarnos porque allá nos dejamos
despojar.

248
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Fue eso lo que vio Valparaíso, con la alta previsión de los pueblos viriles,
cuando vino a este mismo lugar a comunicar su espíritu levantado a los con-
ductores del país a suplicarles que no arriasen la bandera nacional ante la
insolencia extranjera; a pedir al vencedor inmortalizado en esa estatua que
continúe protegiéndonos con su sombra y con el ejemplo de sus acciones,
y que inspire en los que le han heredado en el puesto de defensores de la
patria aquellas generosas ideas y aquellas altas resoluciones que lo elevaron
a él hasta ese pedestal que dieron a Chile un lugar prominente entre los
pueblos sudamericanos.
Pero ya que aquel error es irreparable echamos por ahora el velo del olvido
sobre el pasado y conservemos de aquellos tristes sucesos sólo un recuerdo
que nos sirva de enseñanza saludable.
Conservemos el remordimiento de aquellas debilidades como un estímulo
para volver a ser fuertes, y saquemos de la vergüenza de aquella caída la noble
resolución de levantarnos.
Y nunca, señores, hubo día más propicio que el presente para empezar la
obra de nuestra redención. Chacabuco bien lo sabéis vosotros fue el desquite de
Rancagua; la victoria de 1817 fue la reparación de la derrota de 1814; y si el 12
de febrero mereció ser esculpido con letras de oro en los anales de las glorias
chilenas, fue porque en aquel día memorable los caídos se levantaron, los débiles
probaron que habían recuperado sus fuerzas y la regeneración comenzó.
Hagamos pues, en el aniversario glorioso de aquella fecha el voto solemne
de imitar en cuanto nos sea dable aquellos esfuerzos, aquellos sacrificios y
aquel heroísmo. Que el eco de aquellas proezas sea para vosotros la voz om-
nipotente que gritó en las puertas del sepulcro: ¡Lázaro, levántate! ¡Voz que
fue obedecida y que realizó el milagro portentoso de una resurrección!
Ciudadanos: no fue Chile quien provocó el presente conflicto; no fue
Chile quien faltó a la fe jurada; no fue Chile quien, movido por instintos de
innoble codicia, ha pretendido consumar en el litoral un acto de verdadero
vandalaje. Somos nosotros los provocados, nosotros los engañados, nosotros
los despojados.
Un día se oyó en los tristes desiertos de Bolivia el ruido de unos pasos
repercutidos por los ecos prolongados de aquellas pavorosas soledades. Eran,
señores, los pasos atrevidos de los exploradores chilenos que iban a arrancar
a aquella tierra que parecía maldita, el secreto de los tesoros que ocultaba
en su seno.
Más tarde se oyó en esos mismos desiertos el ruido de la azada, de la
barreta y del combo. Eran los industriales chilenos, eran los peones chilenos
que habían llevado a aquellas soledades la industria activa, el trabajo fecundo,
el progreso y la civilización universal.
Y después se escucharon allí todavía los agudos silbidos de la locomotora
y los multiplicados rumores de un enjambre de hombres de acción, cuyo

249
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

genio creador logró hacer del desierto un emporio de riqueza, y de aquellos


arenales un campo abierto a las manifestaciones más atrevidas de la actividad
humana.
Señores: ese suelo conquistado por el genio emprendedor de nuestros
conciudadanos, ese suelo regado con el sudor fecundo de nuestros obreros;
aquella creación de la actividad de un pueblo esencialmente trabajador, es lo
que se nos quiere arrebatar.
¿Para qué? Para que esas riquezas, que son nuestras porque son el fruto
de nuestro trabajo vayan a alimentar los ocios corruptores de gobernantes que
viven en la perpetua orgía del licor y de la sangre con mengua del nombre
americano y de la avanzada civilización de este continente.
Pero eso es lo que Chile no debe, lo que Chile no puede permitir, porque
aquello es su conquista y en conservarla para la humanidad civilizada está
cifrada nuestra honra. ¡Nunca hubo reivindicación más necesaria ni más
legítima!
¡Ciudadanos: tendremos un aplauso para gobernantes que mantengan
con firmeza los derechos y el honor de Chile; tendremos maldiciones para
los que vayan nuevamente a pedir consejos a la debilidad!

Francisco Moreno
Después del señor Lira, usó de la palabra don Francisco Moreno, quien, sobre
poco más o menos dijo lo siguiente:
Ciudadanos: yo también he estado en Caracoles y Antofagasta; yo también
he regado con el sudor de mi frente aquellos campos y aquellas rocas fecun-
dados por el trabajo de los chilenos.
Yo puedo hablar de lo que he visto, y he visto por mis propios ojos el modo
indigno con que en aquellos puntos son tratados vuestros compatriotas. El
trabajador, el minero, el pequeño industrial son tratados allá como perros;
para ellos no hay más ley que el antojo de un subprefecto imbécil, ni más
protección que los caprichos de mandatarios criminales, que no tienen más
ocupación que la orgía más repugnante.
A todos nuestros reclamos sólo se contesta: ¡No! Ustedes no tienen de-
recho ninguno, porque son extranjeros, y no hay protección sino para los
bolivianos. Para los chilenos, no hay sino el rifle y la cárcel; yo mismo he visto
a un subprefecto descargar su revólver sobre un chileno que se quejaba de
los ultrajes de aquellos caribes.
No sólo se trata de poner en peligro la vida de nuestros paisanos, sino
que se les roba sus propiedades, bajo el pretexto de ridículas e infames leyes
aduaneras. Ya que no podían cargar nuestros productos naturales, se han dado
a imaginarse que todo lo que llevamos es producto elaborado. Para ellos la

250
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

harina no es producto elaborado. Para ellos la harina no es producto natural


de Chile, porque el trigo ha pasado por el molino; el pasto picado es producto
elaborado, porque ha pasado por la máquina de picar y de aprensar; y hasta
la chicha, la rica baya que tanto nos gusta, es considerada por ellos como
producto elaborado y se la carga con un impuesto de seis pesos por arroba;
por eso el que quiere tenerla, se ve obligado a llevarla en rama, como pasas.
Así es cómo se nos roba y cómo se nos trata en Bolivia. Han principiado
con nuestros productos naturales, siguen matando nuestra industria y después
seguirán robándonos hasta las minas.
Esto no puede continuar así. Es necesario que protestemos, y que les
hagamos entender que no consentiremos jamás que nadie siga burlándose
de nosotros.

251
DISCURSO DE ISIDORO ERRÁZURIZ A LAS TROPAS
EMBARCADAS EN LA SANTA LUCÍA
EL 24 DE FEBRERO DE 1879*

“Soldados de Chile, el día de hoy es un día solemne para vosotros; vais a


marchar a los últimos confines del norte de la república a defender el honor
y los intereses de la patria, y a la conquista de una gloria que será también
la suya.
“Soldados, la patria los seguirá en vuestra marcha teniendo los ojos siempre
sobre vosotros y alentándolos, bendiciéndolos y llenándolos de entusiasmo
con el recuerdo de sus glorias y la expresión de su cariño.
“Vais a probar a las tropas enemigas que el valor del chileno no ha decaído
un solo momento y que sois los dignos sucesores de los soldados que combatie-
ron como buenos en los campos de Yungay y que escribieron gloriosos hechos
en el recuerdo de Casma. Vais a probar que tantos años de próspera calma
y tranquilidad productora no han enervado vuestro valor, vais a retemplar
vuestros ánimos en presencia del enemigo y a colocar el nombre del soldado
chileno sobre el de todos los soldados americanos. La infantería chilena no
debe olvidar las glorias de Yungay, la caballería chilena debe inspirarse en
los grandes recuerdos que le legó el ilustre Baquedano; todas las armas del
ejército chileno deben continuar dignas de sus antiguas glorias.
“Soldados, la situación es grave; jamás desde la época de la independencia
se había visto Chile en circunstancias como la presente; jamás había exigido
mayor valor, constancia y disciplina de parte de sus guerreros.
“Pero, es preciso que no os engañéis, no creáis que vais a combatir contra
un enemigo indigno de vosotros; el soldado boliviano es valiente, sobrio y bien
disciplinado. Esos enemigos deben obligaros a ostentar iguales cualidades y
a hacer alarde de todo vuestro empuje.
“No olvidéis que, a más de la gloria, se encuentra la fortuna al alcance de
vuestro fusil, de vuestra bayoneta o de vuestro sable. El que ha partido como
simple soldado, puede volver como cabo, tal vez como capitán. El valor no
reconoce imposibles, toda la fortuna pertenece al valiente. Haced que los
boletines militares puedan consignar vuestros nombres con respeto y cariño, y

* El Ferrocarril, Santiago, 25 de febrero de 1879.

252
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

que al leer los partes del combate puedan enorgullecerse de vosotros vuestros
hijos, hermanos y esposas.
“Soldados, que os anime el gran espíritu de la patria. ¡Yo os saludo y os
bendigo, soldados de Chile!”.
Los soldados aplauden y gritan ¡Viva Chile!

253
DISCURSOS PRONUNCIADOS EN EL MEETING
DEL DÍA 9 DE MARZO REALIZADO EN TALCA*

Don Belfor Fernández


Señores:

Os habéis reunido el amor de nuestra querida bandera para presenciar el


hermoso espectáculo de una juventud entusiasmada por el más puro y noble
de los sentimientos, cual es el afecto al suelo que nos ha visto nacer. Acabáis
de oír el himno patrio que simboliza nuestras glorias nacionales y que nos
hace recordar con gratitud a los valientes héroes que con sus vidas nos dieron
patria libre. Pero, señores, esta misma patria que tan caro nos ha costado se
encuentra ahora amenazada. ¿Sabéis por quiénes? Por ingratos hermanos que
jamás supieron corresponder al cariño y fraternidad que se les dispensara.
Sí, señores; nuestros vecinos de la desnaturalizada Bolivia han querido
comprometer la integridad nacional y pisotear los derechos del pueblo chileno,
que siempre ha sabido corresponder el nombre de bravo.
He ahí el motivo para que los jóvenes espíritus se exalten y que olvidando
su insuficiencia, se atreva a dirigir su palabra a este ilustrado público. ¿Cabe
el que nos reprochéis esta actitud? No. Desde que debéis saber que el pa-
triotismo no reconoce edades ni condiciones y que ante la patria amenazada
debe levantarse tanto el joven como el anciano, el pobre como el rico, para
defender la honra de su común madre.
Siendo, pues, la causa que nos ha traído alrededor de nuestro glorioso
estandarte común a todos los hijos de nuestro querido Chile, deber es tam-
bién el que todos conozcamos las razones que nos han impulsado a aceptar el
estado de guerra a que nos ha provocado un gobierno desleal y sin fe, como
es el boliviano.
Bien es verdad que esas razones serán ya conocidas por la parte culta de
nuestra sociedad; mas, no así por aquella fracción que por lo general, perma-
nece extraña al movimiento diplomático del país.

* La Reacción, Talca, 18 de marzo de 1879.

254
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Mi misión, pues, señores, es puramente popular: me dirijo en particular


a los hijos del pueblo, para que, siéndoles conocidos los derechos que nos
asisten, sepan entrar al combate con todo el valor y la entereza que da la
justicia de una buena causa.
En primer lugar, señores, os haré notar que la materia de la discusión
entre Chile y Bolivia es la parte norte de nuestro territorio conocida con el
nombre de Desierto de Atacama.
Desde largos años atrás, Chile estaba en posesión de dicho terreno, po-
sesión que era justificada por valiosos documentos que existían y aseguraban
nuestros derechos. Mas Bolivia pretendió hacer valer lo que ella creía tener
y ya, antes del año 1866 habíamos sido importunados varias veces por sus
injustificadas pretensiones. Como era natural, cada república nombró su re-
presentante para arribar en advenimiento; pero la ambición e intransigencia
del gobierno boliviano hicieron infructuosa semejante medida.
Llega el año 66 y Chile resuelve entrar por la vía de los tratados; pero al
hacerlo, no fue por que reconociera derecho valedero alguno a Bolivia, sino
que impulsado por otros móviles, con los cuales Chile se creaba un honroso
antecedente entre sus demás hermanas de la América.
Esos móviles fueron: primero, el propósito siempre firme de nuestros
gobiernos para optar por el carácter de conciliación, a fin de mantener
inalterable el principio de fraternidad americana; y segundo, el ardiente
americanismo que unió a los pueblos del continente a causa de la guerra que
en ese entonces una parte de la América sostenía con España. Pero, sin em-
bargo, de nuestro desprendimiento el gobierno de Bolivia ha sido largamente
ingrato y más que ingrato, atrevido para lanzarnos un reto más que temerario,
injurioso e indigno de un país medianamente civilizado.
Vais a verlo, señores: antes del 66 nuestros dominios se extendían hasta
el grado 23 de la latitud sur, es decir, hasta cerca de tres leguas al norte de
Mejillones. Por el tratado de dicha fecha nuestro gobierno cedió a Bolivia
el terreno comprendido entre los grados 23 y 24, o lo que es lo mismo una
extensión de veinte leguas.
Quedaba, pues, así en poder de Bolivia el puerto de Mejillones y el que
ahora se llama de Antofagasta, pasando entonces la línea divisoria de las dos
repúblicas seis leguas más o menos al sur de este último puerto.
Ya veis, señores, de cuánta generosidad osó nuestro gobierno en homenaje
a la paz con sus vecinos.
Compréndase cuán reconocido debió ser el gobierno de Bolivia para con
Chile; pero no sólo olvidó este reconocimiento, sino que con su conducta
extraviada siguió siendo hostil a nuestro país, dejando ver de esta manera su
rústico carácter y su carencia completa de civilización.
En efecto, el tratado que ambas repúblicas firmaron estipulaba que goza-
rían por mitades del producto de las minas y demás explotaciones del terreno

255
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

cedido. Esta cláusula fue cumplida hasta 1870, fecha del descubrimiento de
Caracoles.
Estando este mineral en la faja de tierra cuyos productos debían, según
tratado, repartirse, justo era que Chile reclamase su correspondiente cuota;
pero Bolivia se negó a ello protestando razones que a todas vistas eran simples
falsías.
En verdad, señores, dos años sólo después vigente el tratado principia
Bolivia por infringirlo imponiendo contribuciones. Se reclama, pero estos
reclamos no son escuchados; por el contrario, se contesta a ellos dictando en
su Congreso una nueva ley que impone una contribución a la exportación
de salitre de Antofagasta, en que industriales chilenos comercian. Y esta ley
dictada contra todo derecho, implica la ruptura del tratado con Chile. Más
aún: la violación de nuestros derechos en este caso hiere, no sólo los inte-
reses chilenos sino que también ataca lo más sagrado que puede tener una
nación: esto es, su honra! Bolivia, pues, ha procedido atropellando todas las
consideraciones diplomáticas que las naciones deben guardarse. Rebaja así
su soberanía y no es digna de fe ni de respeto, sino del menosprecio que a
tal procedimiento corresponde.
Desde entonces ya el gobierno boliviano dejó ver la mala fe de sus procedi-
mientos, puesto que faltaba a compromisos tan solemnemente contraídos.
Después de esta negativa de Bolivia, Chile, cediendo siempre a su concilia-
dora diplomacia, trató nuevamente con ella el año 1873. Pero aprobado que
fue el arreglo por nuestro gobierno, Bolivia se negó a reconocerlo. ¡Siempre
dificultades de parte de ella! ¡Siempre falta de honor para cumplir sus compro-
misos! Una nación que no sabe respetar lo que promete, no merece el título
de tal, ni menos que con ella se traben relaciones de ningún género.
Bolivia, pues, se hizo indigna de medir su diplomacia con la diplomacia
chilena; mas Chile tenía que atender a sus hijos y, siendo los asientos mineros
del litoral explotados por industriales chilenos, hubo nuestro gobierno el
deber de garantizar sus intereses. Para conseguir su objeto, buscó un medio
de transacción definitiva o que al menos lo librase por largo tiempo de las
impertinencias de tan molestosos vecino. A este fin se proyectó un arreglo
que fue firmado por ambos gobierno el año 74. En este nuevo tratado, Chile
llevó su generosidad hasta renunciar de toda participación en el producto
de la exportación minera, y sólo se reservaba lo que el artículo 4º de dicho
tratado dice y es como sigue: “Los derechos de exportación que se impon-
gan sobre los minerales explotados en la zona de terreno de que hablan los
artículos precedentes no excederán la cuota de la que actualmente se cobra;
y las personas, industrias y capitales chilenos no quedarán sujetos a más con-
tribuciones, de cualquiera clase que sean, que a las que al presente existen.
La estipulación contenida en este artículo durará por el término de veinti-
cinco años”. Este artículo establece bien claro el sagrado deber que Bolivia se

256
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

impuso. Su gobierno que firmó ese tratado debió pues cumplirlo. Pero Bolivia
ha procedido como un farsante que no respeta su palabra y a quien poco le
importan los ataques a su honor.
Con semejante conducta, Chile, señores, ha sido insultado, ha sido burlado
en sus derechos!! Preciso es, pues, que le hagamos comprender a la ingrata
Bolivia que el país que fue bastante generoso cuando sólo se trataba de ceder
intereses es también bastante bravo para entrar al combate cuando se trata de
defender su honor. Si hemos sido provocados a la guerra, allá caminaremos
con todo el valor y la sangre fría que nos da la justicia de nuestra causa.
¡Valiente pueblo! ¡Alentaos! ¡Mostrad al mundo entero que no habéis
desmentido a tan bravos héroes como fueron vuestros padres. Mostrad que
sois dignos descendientes de tan ilustre generación y que la sangre que circula
por vosotros es la misma de los bravos del año 10!
Mirabeau, el coloso francés, decía a su nación: “Cuando expiró el postrer
Graco arrojó polvo al cielo; de aquel polvo se engendró Mario –Mario que
no fue tan grande al exterminar a los cimbrios como al anonadar en Roma
la aristocracia de la nobleza!!” Así también, señores, cuando los padres de
la patria derramaron con placer ilimitado su sangre fertilizando aún más
las feraces tierras de Chile, no se escapó a sus miradas que de aquella tierra
nacerían hombres que en las circunstancias apuradas de su nación, estarían
dispuestos a arrastrar todas las penalidades y a perecer con gusto en los campos
de batalla a trueque de mantener a salvo la integridad y derecho del país que
nos legaron cubierto de tan inmortales glorias!
¿Y que más halagüeño, señores, que combatir por la más preciosa de las
causas cual es la honra de la nación? ¿De la nación a quien se ha querido
pisotear como reptil, a quien se ha tildado de débil y degenerada?
¡Bolivia, señores, es víctima de una magna equivocación! Llena de mal
encubierta envidia, ha dicho que Chile es un país autómata, que se dejará
arrastrar por el primero que lo pretenda. Pero, señores, olvida Bolivia los es-
tupendos fracasos que en más de una ocasión Chile le ha hecho experimentar,
olvida que tiene hijos que ansiosos sacrificarán por él sus vidas, antes que una
nación sin fe, sin delicadeza e inconsciente de su proceder lleve a efecto sus
maquiavélicas miras!

Don Miguel Emilio Letelier


Me vais a permitir, ciudadanos, que también alce mi voz, animado por ese
sentimiento noble de patriotismo que todos debemos abrigar en las actuales
circunstancias.
No encontrareis en mis palabras nada que sea conforme a las reglas de
la oratoria; sólo si hallareis traducido en lo que os diré el sentimiento patrio

257
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

del chileno cuando defiende la honra de su nación vilmente pisoteada por


pérfidos enemigos.
Hace algún tiempo, señores, que algunas naciones vecinas, tales como
el Perú, la República Argentina y Bolivia, nos miran con cierta ojeriza o
envidia que sienta muy mal en repúblicas que poco ha se titulaban nuestras
hermanas.
El Perú se ha mostrado hostil a Chile, firmando secretamente un pacto
deshonroso con Bolivia en nuestra contra.
Semejante conducta, mezquina en concepto de todo hombre honrado,
avergüenza a sus mismos autores, y la prueba de ello es que han tenido y tienen
justo escrúpulo de proceder a la luz del día y mantienen en las sombras de la
oscuridad su pérfida obra.
Nada diré de la República Argentina, porque todos vosotros recordáis
todavía los hechos de ayer: usurpación, altanería insultos; nada omitió el
argentino para nosotros, confiando tal vez en nuestra paciencia y el espíritu
de paz, perjudicial a veces, que anima a nuestros gobernantes.
Refiriéndose a la actual cuestión con Bolivia, dice muy bien un escritor:
“El hecho sólo de haber consentido Chile que en el litoral se estableciese la
administración boliviana, es la prueba más irrefragable que puede ofrecer
al mundo de su amor a la paz y de la sinceridad de su espíritu conciliador y
fraternal”.
Por fin, Bolivia, más ingrata y más insolente que el Perú y la Argentina,
ha llevado las cosas hasta el último extremo, es decir, hasta tomar las armas
a nuestro pacífico Chile.
Ahora, ¿por qué esas naciones nos odian?
Dos son a mi juicio las causas principales:
En primer lugar la envidia.
No pueden soportar nuestros vecinos que tengamos un grado de civiliza-
ción tan superior a la que ellos poseen. Nos envidian la paz y tranquilidad en
que vivimos, porque ellos están siempre en continuas luchas interiores que
atrasan considerablemente la marcha de su progreso.
El chileno es cuerdo, trabajador incesante y prefiere mil veces la vida
independiente conquistada con el sudor de su frente antes que preocuparse
de vivir del presupuesto público como se verifica con cinismo sin igual en
nuestras repúblicas vecinas.
En segundo lugar, la mala política internacional que existe en Chile y
ese americanismo mal entendido que domina las regiones de nuestro poder
político.
Si Chile, cuando vio el mal cumplimiento del primer tratado que celebró
con Bolivia, se hubiese mostrado enérgico y dispuesto a hacer respetar sus
derechos y no hubiese firmado un segundo tratado que tampoco se respetó,
no nos veríamos hoy envueltos en esta guerra.

258
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Pero nuestra errada política ha ido hasta firmar un tercer tratado que los
bolivianos han estado muy lejos de respetar todavía.
Se me dirá que la guerra habría tenido lugar de todos modos al negarse
Chile a firmar el segundo o tercer tratado y al querer tomar posesión del
litoral, declarándolo su propiedad. Se comprende perfectamente: entonces
Bolivia no habría alzado tanto la voz como hoy lo hace, porque en ese tiempo
nuestros gobernantes no habían dado tantos traspiés en su política exterior
como sucede actualmente; los bolivianos se habrían guardado mucho de esa
altanería que hoy han usado con nosotros; y en una palabra, no nos habrían
tenido por cobardes como ahora nos juzgan en vista de nuestra actitud para
con la República Argentina y aún para con ellos mismos.
En nuestro poder el litoral, es claro que Bolivia no habría tenido la
peregrina idea de grabar con impuestos el salitre, como lo pretendió hacer
últimamente, creyendo tal vez que estábamos dispuestos como siempre a
transigir en su favor; pero no; ya se había llenado la medida y Chile se puso
de pie, sacudió su inercia y reclamó: “basta ya; mis hijos son fuertes y como
tales es preciso que sean respetados”.
Decía hace poco que nuestros enemigos nos tienen por cobardes. El
boliviano al creer tal cosa del chileno ha debido necesariamente cerrar los
ojos a la infinidad de hechos heroicos que cuenta nuestra historia desde que
Chile se hizo independiente hasta hoy mismo.
Por naturaleza el chileno es valiente y esforzado; corre por sus venas la
sangre de esos héroes de la independencia que a su vez encerraban en las
suyas la sangre del indómito araucano.
Empero, no trataremos de probar al boliviano con palabras nuestro
valor; muy luego tendrá ocasión de juzgarlo él mismo con hechos prácticos
de incontestable verdad.
Ciudadanos: es necesario que empuñemos la espada del combate y corra-
mos a él entusiasmados y dispuestos a perder hasta la última gota de nuestra
sangre por la patria, mostrando así al boliviano y al mundo entero que los
soldados chilenos son capaces de todo heroísmo cuando se trata de defender
sus fueros agredidos por injustos detractores.
He dicho.–

Don Guillermo Feliú Gana


Señores:

En la vida de las naciones ningún sentimiento las distingue tanto, ninguno


las ennoblece más como el patriotismo de sus ciudadanos que, electrizando
las fibras más sensibles del alma, las impulsa a lo grande, a lo desconocido,
a lo inmortal.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

En Chile, señores, ese fuego sagrado está bien vivo en el corazón de sus
hijos. Él es la herencia que nuestros padres nos legaron con ese hermoso
tricolor.
Al reto audaz que Bolivia nos lanzara, Chile se conmueve, pero espera.
Señala a su enemigo el camino de la moderación y de la prudencia, y sólo
cuando se ve despreciado, sólo cuando se le arroja el guante de la provocación,
salta como el leopardo herido, concentra sus fuerzas, lanza un grito de furor
y se precipita sobre Bolivia.
Ciudadanos, ha llegado el instante en que probéis a la América y el mundo
entero que permanecéis fieles al recuerdo de las glorias inmortales de Chillán
y de Rancagua, Chacabuco y Maipú.
Ha sonado la hora augusta y solemne en que la patria reclama de sus hijos
el cumplimiento de un deber santo y sagrado.
Como a impulsos de un choque eléctrico, levantémonos y acudamos a
defender el honor de Chile.
Que un solo grito resuene en todas partes, que un solo anhelo entusiasme
al corazón, que una sola y noble idea sea la divisa de nuestras almas.
Pueblo de Talca no empañéis las gloriosas páginas de vuestra historia.
Inspiraos en los grandes hechos de vuestros antepasados y procurad no des-
mentir sus honrosos antecedentes.
Allí en ese recinto donde un instante ha gozábamos de un rato de solaz,
allí cayeron en 1814, cumpliendo su deber de bravos, el infortunado Marcos
Gamero y el heroico Carlos Spano.
Allí probó Talca en 1859 que no fue de las últimas en acudir a la defensa
de su honor, ni indiferente al patriotismo que le legaron sus prohombres de
1810 y 1851.
Ceñido con la diadema de los bravos que ellos os legaron pura y glo-
riosa, y manteneos siempre a la vanguardia de los valientes y del más puro
patriotismo.
Que al grito de guerra acuda el joven y el viejo, el pobre y el rico y que
todos estrechándose en un noble y fraternal abrazo, formen la coraza de
acero en que vengan a embotarse los dardos cobardes e indignos de los que
ayer se titularon nuestros hermanos y hoy son nuestros más encarnizados
enemigos.
Dejemos de una vez a un lado ese vano orgullo, esas ridículas preocupa-
ciones de nobleza, indignas de una república democrática.
Demos a la América y el mundo entero este ejemplo sublime de
patriotismo.
Probemos que ante la patria en peligro, desaparecen los rangos, desapa-
recen las fortunas; que sólo quedan ciudadanos dispuestos a vender caras sus
vidas antes de empañar con un baldón ese glorioso estandarte.
¡¡La patria os llama, ciudadanos, acudid!!

260
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Y los que caigáis en el campo de batalla tened presente que para vosotros
comienza una nueva vida, la de la inmortalidad.
Y cuando hayáis cumplido vuestro deber, cuando hayáis lanzado vuestro
último suspiro, entonces nosotros arrojaremos lejos nuestros libros, ceñire-
mos la espada del combate y serena el alma y firme el corazón, agrupados en
torno de esa bandera que nuestros padres nos legaron tan pura y tan gloriosa
marcharemos contentos a pelear y el postrer deseo de nuestras almas juveniles
será un ardiente voto por la felicidad de la patria!
Probémosle a Bolivia que aquí se anida un pueblo de valientes […]224
mucho menos los reveses.
Probémosle que somos dignos descendientes de los que humillaron sus
pendones en Buin, y en Guía, en Casma y en Yungay”.

224 Texto dañado e ilegible (Nota del E.)

261
RECEPCIÓN DE LOS HÉROES DE LA COVADONGA*

Valparaíso

Por muchos años recordará el pueblo de Valparaíso las fiestas con que recibió
a los gloriosos marinos de la Covadonga el lunes 23 del actual.
Desde el día anterior en la mañana se principió a engalanar la ciudad. Casi
no quedó casa donde no se izó el pabellón nacional y se adornó la fachada
con flores y arrayanes.
Los edificios públicos, los monumentos, las plazas, las iglesias, todos
competían a porfía en engalanarse para recibir a los héroes.
Desde el amanecer las calles se veían atestadas de gente.
A las 7 y cuarto A. M. del día el vigía dio la señal de que la Covadonga
estaba a la vista, lo que fue comunicado a todos por tres cañonazos disparados
en el fuerte San Antonio.
A las diez y cuarto, el fuerte San Antonio disparó 21 cañonazos, era el
saludo que se hacía a la Covadonga; pues en ese momento fondeaba la gloriosa
goleta.
La Covadonga entró remolcada por el Loa y seguida por innumerables
lanchas que habían ido a recibirla hasta Concón.
Todos los buques, tanto de guerra como mercantes, recibieron a la goleta
empavesados y lanzando las tripulaciones estrepitosos hurras.
Apenas había fondeado la Covadonga, saltaron a bordo los miembros de
las diversas comisiones que habían ido de Santiago a saludar a sus heroicos
tripulantes. El señor Augusto Ramírez dirigió la palabra al comandante
Condell felicitándole a nombre de la prensa de Santiago. Condell bastante
emocionado contestó:
“Agradezco con el más vivo reconocimiento la felicitación que usted me
hace a nombre de la prensa de Santiago; ella se ha conducido en las circuns-
tancias por qué atraviesa el país de un modo que le hace el más alto honor y
que la coloca a una inmensa altura”.

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 4 de julio de 1879, pp. 219-226.

262
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

“Yo y mis compañeros no hemos hecho otra cosa que cumplir con nuestro
deber en la medida de nuestras fuerzas; la prensa de Santiago ha cumplido
el suyo dignamente”.
“Me complazco en enviar a la prensa de la capital mi más cordial parabién,
al mismo tiempo que expresarle mi gratitud por la honrosa comisión de que
usted viene investido”.
Todos se disputaban por abrazar al bravo comandante y demás oficiales.
En un momento la cubierta quedó llena de visitantes; fue necesario pro-
hibir la subida para no desatender la maniobra.
La tropa recibió trajes nuevos y se preparó para desembarcar.

Una comisión compuesta de los capitanes de navío señores Cavieses, Hurtado


y Riveros, comandante de arsenales señor Ramón Vidal Gormaz, comandante
de la O’Higgins señor Jorge Montt, fue a bordo a invitar a los héroes para que
bajasen a tierra.
En el muelle los esperaba la comisión de la Cámara de Diputados compues-
ta de los señores Ramón Barros Luco, Luis Jordán, Diego A. Elizondo y Gaspar
Toro; el alcalde de la Municipalidad de Valparaíso, señor Necochea, y el de la
Municipalidad de la Victoria, señor Macario Ossa y varios caballeros.
Desde el muelle hasta la Intendencia y calle de la Aduana formaban calle
los voluntarios del cuerpo de bomberos armados de Santiago que llegaron a
las doce a ese puerto en tren expreso, la artillería y el batallón cívico núm. 1
de Valparaíso al mando del señor Santa María.
En la puerta de la Intendencia los esperaban el señor Intendente
Altamirano, la comisión municipal de Santiago, la de tipógrafos y muchos
otros caballeros.
A la una llegaron a la plaza los alumnos del liceo, conduciendo ramos y
coronas. Uno de ellos, Ricardo Leones, lleva una corona más hermosa que
las demás. Está destinada al grumete Juan Bravo, que lleva carrera de ser un
Juan Bart.
Apenas han llegado los niños se oye el redoble del tambor y las tropas
tercian sus fusiles. Se acerca la hora deseada.
Todas las miradas se dirigen al muelle. Se ansia ver los que con tanta sere-
nidad y valor sostuvieron el honor del pabellón chileno en Punta Gruesa.
En el muelle había un arco triunfal, así como al llegar a la Plaza de la
Victoria. En ellos se leían los nombres de los oficiales que en Iquique con-
quistaron glorias inmarcesibles en la Esmeralda y Covadonga.
A la una y diez minutos todas las bandas de música tocaron la Canción
Nacional.
Condell apareció en el arco triunfal del muelle entre dos banderas coro-
nadas. Lo acompañaban los demás oficiales y la tripulación de la Covadonga,
formados de a dos en fondo.

263
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Gritos de entusiasmo atronaban el espacio. La multitud parecía agitada,


como el mar en tempestad.
Condell y demás llegaron hasta la Plaza de la Intendencia revelando en
los semblantes el inmenso júbilo de sus corazones, en vista de tan espléndido
recibimiento.
En la Plaza de la Intendencia el señor Agustín Montiel Rodríguez, desde
los altos del café Americano, dirigió la palabra de felicitación a nombre del
pueblo de Valparaíso. Su discurso fue muy aplaudido, sobre todo cuando,
señalando la estatua de lord Cochrane, dijo que la inmensa gloria de Iquique
haría estremecer el pedestal del héroe de la Independencia.
Después el niño Ricardo Lennes dirigió las siguientes palabras al bravo
grumete Juan Bravo:
“En el menor de los héroes de la Covadonga queremos saludar a los marinos
del 21 de mayo, que han dado a la patria en día imperecedero. Digno eres,
valiente grumete, de la corona de laurel que con regocijo te presentamos,
porque tú has probado que en Chile hasta los niños son leones cuando se
trata de la honra nacional”.
“Recibe lo que mereces y permite que en un fraternal abrazo estreche tu
corazón valiente a nombre de mis compañeros del liceo”.
¡Gloria a los valientes!
¡Salud al porvenir!
Al terminar, colocó una corona sobre las sienes del grumete y le dio un
abrazo.
En la puerta de la Intendencia se pronunciaron los siguientes discursos:
El señor Barros Luco (Ramón):
Comandante Condell, tripulantes de la Covadonga.
“Os saludo a nombre de la honorable Cámara de Diputados. Esta alta
corporación ha resuelto asociarse, a nombre de toda la República a la mani-
festación que os hace en este día el pueblo de Valparaíso”.
“Habéis dado una página brillante a la historia de nuestra marina”.
“Arturo Prat, Serrano, Riquelme, Aldea, Hyatt y muchos de vuestros
compañeros de la Esmeralda han muerto pero han muerto como héroes, ins-
cribiendo sus nombres en las páginas inmortales de la historia”.
«Ellos y vosotros habéis probado que el valor y el patriotismo son para el
soldado chileno blindaje más resistente que el fierro y el acero”.
“El combate naval de Iquique ha sido, a juicio de los primeros marinos del
mundo, un hecho de armas sin precedente en los fastos de las más gloriosas
guerras marítimas.
“Comandante Condell, acabáis de entrar a la bahía con vuestro peque-
ño buque a remolque y destrozado por las balas enemigas; empero habéis
sepultado para siempre en las aguas de Iquique al más fuerte acorazado de
la escuadra peruana”.

264
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

‘Marinos de la Covadonga, no trascurrirá mucho tiempo sin que volváis


a buscar las aguas de Valparaíso a bordo de un buque que tenga escrita con
letras de oro esta divisa memorable: GLORIA, ESMERALDA,VICTORIA”.

El señor Arlemon Frías


“Señor comandante”

“Habiéndome cabido la honra de presidir la comisión que el gremio de ti-


pógrafos de Santiago, por inspiración del patriotismo, tuvo a bien designar
para que en su nombre se asociara a las espléndidas ovaciones de que sois
objeto, tengo la grata complacencia de poner en vuestras manos la nota de
felicitación que aquel gremio envía al héroe de la Covadonga”.
“Y al dirigiros la palabra en el solemne momento de vuestro arribo al
puerto que os vio salir a conquistar glorias para la patria y que os ve llegar
cubierto de ellas, séame permitido interpretar los sentimientos de mis
representados”.
“Señor comandante Condell”
El gremio de tipógrafos de Santiago, uniendo su voz a las aclamaciones
de toda la república, dice que os contempla y admira por vuestro heroísmo
sin igual en el combate de Iquique, como admira y glorifica a los inmortales
héroes de la Esmeralda.

El Intendente señor Altamirano


“Señor comandante, señores oficiales, gloriosos tripulantes de la
Covadonga”

“Os saludo y os doy la bienvenida en nombre de esta ciudad que ayer os


despedía como madre cariñosa y que hoy os recibe con los brazos abiertos,
engalanada, sembrado de flores vuestros camino y el aire de aclamaciones”.
“Valparaíso entero está de pie para aplaudiros, para bendeciros, para
ensalzar vuestro nombre y vuestros hechos, y como Valparaíso os espera
toda la República, pues aparte de que veis a vuestro alrededor comisiones
de la Honorable Cámara de Diputados, de la Municipalidad de Santiago, de
la Municipalidad de la Victoria, todavía la capital se ha hecho representar
por comisiones de obreros y por el heroico Cuerpo de Bomberos Armados
que han hecho un penoso viaje con el exclusivo objeto de haceros guardia
de honor, y todavía agregaré que he recibido telegramas de casi todos los
Intendentes pidiéndome que os felicite en su nombre y en el de las provincias
que gobiernan”.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

“Es realmente bien hermoso lo que habéis hecho por la patria; pero la
recompensa es también hermosa y digna de vuestras hazañas”.
“Mirad un poco atrás. Hace poco más de un mes, cuando os daba el último
abrazo sobre la cubierta de la Covadonga y del Abtao, en los momentos en que
partíais para la guerra erais un puñado de buenos chilenos de quienes era
lícito esperar que supieran cumplir con su deber”.
“Pero cada uno de nosotros tenía derecho para creerse vuestro igual
porque, señores, los que formamos este inmenso pueblo que os rodea, tenemos
todos un corazón chileno y todos creemos poder ponernos en un momento
dado a la altura de los deberes que nos imponga la patria”.
“Mientras tanto, qué diferentes son nuestras respectivas situaciones hoy
día”.
“Nosotros seguimos siendo miembros desconocidos de la gran familia
humana”.
“Nuestros nombres vivirán lo que nosotros vivamos. Para nosotros el olvido
vendrá inmediatamente después de la muerte. Vosotros, por el contrario,
habéis escrito vuestros nombres en el libro de la historia, y allí quedarán
brillando para nuestra enseñanza y la de nuestros hijos”.
“Cuando en esto se piensa y se tiene corazón, hay una idea que viene a
la mente y es ésta: Si la resolución de morir o de sacrificarse por la patria, si
el heroísmo no naciera del corazón, debería nacer en un momento de me-
ditación y de calma”.
“¿Porque, señores, qué vale la vida que nosotros conservamos comparada
con vuestra gloria inmortal?”
“¡Ah! Haber tenido parte en esa jornada legendaria que pasará a las más
remotas edades con el título de combate de Iquique, haber tenido parte en la
ejecución de este cuadro maravilloso: allí la Esmeralda batiendo con el Huáscar
y contestando a las intimaciones de rendición de su poderoso enemigo con
la frase sublime de su inmortal comandante: un chileno no se rinde jamás, y
hundiéndose, en efecto, con su amado tricolor sin soltar la espada ni aban-
donar los cañones; y más allá la pequeña Covadonga, ese buque que en este
momento vemos meciéndose en nuestra bahía, que cada uno de vosotros
creería poderlo levantar si lo abrazara, y obligando, sin embargo, en medio
de su debilidad, a arriar su bandera a un poderoso blindado”.
“Tomar parte repito en la ejecución de este cuadro, dar esta gloria a la
patria, a la América imparcial y al mundo civilizado, es todo lo más a que
podía aspirar la imaginación de un hombre atacado por la fiebre y los delirios
del patriotismo”.
“Permitidme, señores, que no continúe porque no me permite hablar el
estado de mi salud; pero no quiero concluir, señor comandante, sin invitaros
a que vengáis conmigo y con esta inmensa concurrencia al templo. Sienta bien
a guerreros que no inclinaron su cerviz ni humillaron su estandarte ante los
hombres, doblar la rodilla delante del Dios de la Justicia”.

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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

“A Él le debemos nosotros la dicha de poseeros y a Él le debéis vosotros


los nobles sentimientos de vuestro corazón, sentimientos que en un momento
dado os elevaron a la altura del tremendo deber que os imponía la patria”.
“Y ahora, para manifestar los sentimientos del supremo gobierno y unir su
palabra a las aclamaciones de esta inmensa ovación, permitidme que ponga
en manos del comandante Condell el título de capitán de fragata efectivo con
que figurará desde hoy en la armada de la República”.
“Mañana pondré en manos de sus ilustres compañeros los ascensos que
el supremo gobierno les ha concedido y de que son tan merecedores”.
“Vamos al templo, señores”.
Estos discursos fueron saludados con estruendosas salvas de aplausos.
El entusiasmo no reconocía límites.
La comitiva se dirigió a la iglesia parroquial de los Doce Apóstoles por
entre arcos triunfales y bajo una no interrumpida lluvia de flores.

Al llegar a la Plaza de la Victoria, la comitiva se detuvo frente a la casa de la


señora Beauchef, esquina del lado del mar. En el extenso balcón de esta casa
estaban muchas señoritas y caballeros, y al enfrentar Condell, cantaron con
admirable maestría el himno de Yungay. El coro lo variaron en este sentido:

Cantemos la gloria
Del triunfo marcial
Que el buque chileno
Obtuvo en el mar.

Esta agradable sorpresa había sido ideada por la señora doña Amelia
Lanza.
Los aplausos atronaban el espacio en cada una de las estrofas.
Al entrar a la iglesia se abrió una granada dejando caer sobre las sienes
de Condell flores y coronas. También volaron varios pajaritos adornados con
cintas tricolores.
El señor gobernador eclesiástico don Mariano Casanova ofició el Te Deum
después de recibir en la puerta a Condell. La iglesia estaba adornada con gusto
exquisito. En el altar mayor había un trofeo ostentando en el centro la espada
del heroico Prat que había traído recientemente el comandante de Bolivia.
A las dos terminó la ceremonia religiosa y el bravo Condell pudo sustraerse
por un momento a las manifestaciones públicas e ir a su hogar donde tantos
corazones lo estrecharon con ternura y efusión.

Repetidas veces tuvo que salir a las ventanas ante las exigencias del pueblo. En
una de estas ocasiones salió con su tierno hijo y lo mostró al pueblo pronun-
ciando entusiasta el juramento de vencer o morir en la actual guerra.

267
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Los hijos del Presidente de la República le entregaron una medalla de oro


que le mandaba junto con una carta el arzobispo electo señor Taforó.
Una de las hermosas coronas obsequiadas a Condell llevaba una tarjeta
con este nombre: Julia Selar de Lynch e hijos.
En el arco de la Victoria había esta inscripción: El pueblo de Valparaíso a
los héroes de Iquique, 21 de mayo, Prat, Serrano, Uribe, Condell, Riquelme,
Latorre, Videla, Orella.
En los balcones de la Intendencia estaban las familias del Presidente de la
República, del señor Intendente Altamirano y otras. También se encontraba
el señor Ministro de Hacienda.
En los altos del almacén de música de Kirsinger llamaban la atención
cuatro estandartes de seda lujosamente bordados. Algunas casas ostentaban
sus fachadas completamente tapizadas de flores y coronas.
Los alumnos del liceo obsequiaron una corona a uno de los oficiales que
sacó el brazo derecho traspasado por una bala. La corona tenía esta dedica-
toria: “Honor a Enrique Reinold”.
El fotógrafo señor Spencer fue expresamente de Santiago y sacó vistas
de la Covadonga cuando entró remolcada por el Loa y vista del aspecto de la
plaza de la Intendencia cuando llegó a ella la comitiva.
Cuán distinta fisonomía presentaba en este día la ciudad y puerto de
Valparaíso.
El panorama no pudo ser más espléndido.
Los cielos y la mar esos infinitos se disputaban la supremacía para recibir
digna y espléndidamente a los héroes. El cielo está azul y sobre su fondo de
límpida luz se ostentan los colores caprichosos y magníficos de la púrpura,
del topacio, de gualda y de zafiro.
Los caprichosos cambiantes de colores hacían creer que también la
naturaleza se había tornado en juguetona, plácida y risueña conforme a las
palpitaciones del corazón.

En el arco del muelle se leía: “A los héroes de Iquique la patria


agradecida”.
Y en medio de coronas y tules los nombres de Prat, Serrano, Riquelme,
Condell, Aldea, Videla.
Era tanto el deseo de todos los visitantes de la Covadonga por sacar astillas
para llevar como recuerdo, que el bravo Condell, exclamó: “Lo que no han
hecho los enemigos, lo van hacer los amigos. Me van a dejar sin mi buque”.

***
El cuerpo de voluntarios bomberos de Santiago llegó a Valparaíso a las 11
y cuarto y su presencia fue una de las más agradables sorpresas, pues nadie
sabía su viaje.

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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Las variadas y difíciles evoluciones que hizo en la explanada con tanto


lucimiento como corrección, arrancaron aplausos estruendosos. Oficiales y
paisanos felicitaron a porfía al comandante señor Rogers.
En la noche, Condell fue objeto de nuevas manifestaciones en el teatro,
a donde lo condujo una comisión especial presidida por el alcalde señor
Necochea. Al entrar al teatro toda la concurrencia poniéndose de pie cantó
el himno de Yungay.
En casa de Condell los salones estaban llenos de visitantes. El héroe era
calurosa y repetidas veces abrazado.
La comisión municipal de Santiago llegó a las doce y medía del domingo.
Se componía de los señores Víctor Aldunate, Enrique Gandarillas, José Luis
Santa María y Guillermo Eyzaguirre.
No pudieron presentar a Condell la carta de felicitación de la Municipalidad
de Santiago por haberla mandado ya el gobierno al norte.
Don Macario Ossa saludó a Condell en nombre de la Municipalidad de
la Victoria.

***

Obligado por las mil invitaciones que se le había hecho de Santiago,


Condell y demás oficiales de la Covadonga tuvieron que trasladarse a ésta lo
que hicieron el día 27.
En Valparaíso los acompañó a la estación una concurrencia inmensa.

Ovaciones en el viaje
El viaje de Condell y su oficialidad, de Valparaíso a Santiago, fue una verda-
dera marcha triunfal. En todas las estaciones los pobladores locales y los de
los alrededores habían acudido por centenares, ávidos de ver de cerca a los
vencedores de Iquique.
En Limache todo el pueblo acudió a la estación: las señoritas, provistas
de ramilletes y coronas de flores, abordaron –por decirlo así– los vagones y a
porfía se apresuraban a manifestar a los bravos marinos los sentimientos de
admiración que llenaban sus almas de ángeles.
En Llay-Llay toda la población se hallaba embanderada; y al llegar el
convoy, repetidas salvas de fusilería saludaron su arribo, y los moradores se
estrechaban en la estación para admirar de cerca al que tan alto había levan-
tado el pabellón de la república.
En la estación de Renca se pronunciaron elocuentes discursos dirigidos a
los marinos, y se les obsequió con un sinnúmero de coronas y ramilletes.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Condell y sus oficiales, profundamente conmovidos ante esas espléndidas


manifestaciones de cariño y de gratitud, derramaron más de una lágrima en
presencia de ese pueblo chileno que sabe pagar con usura los beneficios que
recibe.
El legendario pago de Chile ha recibido en las estaciones intermedias de
Valparaíso a Santiago, un desmentido tan elocuente como el que le ha dado
la capital.
El pago de Chile de la ironía ha cedido desde ayer su puesto al pago de
Chile de la gratitud y de la justicia.

En Santiago
La capital no había presentado manifestación más popular, espléndida y
espontánea que la que se hizo a los héroes de la Covadonga.
Veinte mil personas se estrechaban en la estación de los ferrocarriles desde
las primeras horas de la mañana.
Comisiones de todas las sociedades militares, civiles y eclesiásticas de
Santiago; senadores, diputados, todo cuanto encierra Santiago de distinguido
se había aglomerado allí con la vista fija en el punto por donde debía llegar
el tren y con el corazón palpitante de ansiedad y de entusiasmo.
A las doce llegó la comisión municipal que en nombre de la ciudad de
Santiago fue a recibir a los héroes. Iban en la Góndola del ferrocarril urbano
y seguido por otro carro lujosamente adornado.
El patriotismo de los chilenos inspiró al artista que adornó esos carros
como inspiró a todo Santiago.
La comisión municipal llegó acompañada de uno de los marineros de la
Covadonga, el primer fogonero, que iba con una corona y que al llegar allí
como en todo el trayecto fue vitoreado por el pueblo.

***

Aunque se trataba de una manifestación esencialmente popular, estaban allí sin


embargo las brigadas de los alumnos de San Luis y de los Sagrados Corazones
y la banda de músicos del Regimiento de Granaderos.

Eran las doce y media. De improviso las bandas tocan el himno de Yungay
y el Himno Nacional. La concurrencia prorrumpe en aplausos.
Era que llegaba el tren con tanta ansiedad esperado.
Se ve un carro empavesado y cubierto de flores. Allí vienen los héroes.
Condell se deja ver. Viene con su humilde y glorioso traje de costumbre
y de batalla: gorra, levita y espada.

270
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Los aplausos estallan. Es todo un pueblo quien clamorea. Condell y sus


compañeros se manifestaron conmovidos.

***

Los reciben en sus brazos los miembros de la municipalidad, el señor


Intendente les dirige algunas hermosas palabras, que fueron recibidas con
muestras de vivo agradecimiento.
Después de muchos esfuerzos que hicieron decir al teniente Orella que
más fácil era combatir con los peruanos que recibir manifestaciones del
pueblo de Santiago, pudo la comitiva llegar al carro góndola que se les tenía
preparado.
Allí ocuparon lugar el señor Condell, teniente Orella, ingeniero Emilio
Cuevas, contador Enrique Reynolds, guardiamarina Eduardo Valenzuela, gru-
mete Juan Bravo, oficiales venidos de Valparaíso y municipales de Santiago.
Antes de ponerse en marcha la comitiva, el señor alcalde de la
Municipalidad, don Guillermo Mackenna, pronunció, en nombre de la cor-
poración y de la ciudad, el siguiente discurso:

Señor Condell, Señores oficiales:


La ciudad de Santiago, llena de admiración y de entusiasmo, envía aquí a
sus representantes para dar a vosotros la bienvenida y felicitación por vuestros
triunfos calificados ya por jueces imparciales sin precedente en el mundo.
Felices vosotros, señores, que sirviendo al país y llenándolo de gloria,
habéis conquistado ya la inmortalidad en los primeros años de la vida.
¡Feliz Chile al tener ciudadanos que son prenda segura de grandes días
para la patria!
No olvidéis, señores, que este pueblo que frenético os aplaude, recom-
pensa el pasado y exige para el porvenir.
El carro góndola se puso en movimiento pero el pueblo quitó los caballos
y arrastró el carro.
En el trayecto tan extenso hasta la plaza de Armas, las explosiones del
entusiasmo no cesaron: los hombres aplaudían con gritos y golpes de mano,
las señoras agitaban sus pañuelos, los músicos tocaban el himno de Yungay y
la canción nacional, las flores llovían a profusión y las banderas se agitaban
mientras las coronas ceñían las frentes de los héroes.
Nada más espléndido, nada más grandioso que el aspecto que presenta-
ba la Alameda en toda su extensión: todo Santiago, todo se encontraba allí,
desde el hombre de letras, el estadista, el banquero, hasta el honrado artesa-
no, el mozo de cordel y el gañán; desde la elegante y graciosa dama, hasta la
obrera, la simple mujer del pueblo. Y todos retrataban en sus semblantes el
noble entusiasmo de que sus pechos estaban poseídos; todos agitaban en el

271
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

aire sus sombreros y sus pañuelos, vitoreando a los gloriosos tripulantes de


la gloriosa Covadonga.
Ancianos, niños y mujeres querían a la vez manifestar a Condell, a Orella,
a todos los denodados tripulantes de la Covadonga, que el pueblo de Santiago
es agradecido, que esa agrupación de todas condiciones sociales, de todas las
edades, de todos los colores políticos tenían un solo corazón, una sola alma,
una sola voz pasa aplaudir a los heroicos marinos del 21 de mayo.
Y las flores, las coronas, los repetidos vivas lo probaban de sobra, junto con
ese inmenso océano de ciudadanos que se hacían un honor en descubrirse y
aclamar a los vencedores de Punta Gruesa.

***

Todos los edificios de la Alameda ostentaban en sus frentes el inmaculado tri-


color, que la compacta masa de pueblo que cubría el trayecto desde la estación
del ferrocarril hasta la calle del Estado, contemplaba con noble y legítimo
orgullo, mirando esa refulgente estrella que ha llevado a la inmortalidad a
Prat, Serrano, Riquelme y Aldea, y que ha cubierto de inmarcesible gloria a
Condell, Orella, Lynch y al pequeño e impávido grumete Bravo, el mimado
de todos los chilenos.
Junto con las flores que adornaban los balcones, muy preciosas flores,
todas nuestras elegantes, formaban una guirnalda sin par, iluminando con la
luz de sus ojos el esplendente cuadro que presentaba la Alameda.
Frente a la casa del señor Valdés comandante del batallón Yungay, un
piquete de 80 hombres servían de escolta a la banda del mismo cuerpo, que
al pasar el carro que conducía a Condell entonó la Canción Nacional, que
millares de voces repitieron con unísono entusiasmo.

***

En cada bocacalle, en cada parada que hacía el carro triunfal, el pueblo se des-
cubría, y Condell, Orella, Reynolds, Valenzuela, Cuevas y el valiente grumete
Bravo eran aclamados con delirio: coronas y flores llovían sobre ese puñado
de marinos, honra… de nuestra patria.

Después de haberse arrojado una lluvia de flores sobre la comitiva en su


trayecto por la calle del Estado, de los balcones de las casas, aquella llegó a
la plaza a las 2 tres cuartos.
El carro dobló por frente a la intendencia, y al enfrentar a este edificio,
se detuvo y el señor José A. Soffia declamó unas preciosas estrofas que fueron
a cada instante interrumpidas por aplausos.
En seguida la comitiva se dirigió a la puerta del Hotel Inglés en donde se
habían preparado magníficas habitaciones para los gloriosos vencedores.

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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

A las 3 de la tarde concurrieron todos ellos al magnífico lunch que la


comisión municipal les ofreció en el Santa Lucía.
A la entrada del hermoso peñón veíase un lujoso arco de arrayán que
servía de marco a una reproducción de la gloriosa Esmeralda ostentando en
sus flancos estas palabras: “Gloria y Victoria” coronado por una inmensa
guirnalda con esta leyenda: “El Santa Lucía a los héroes de Chile –Junio 27
de 1879-Mayo 21 de 1879”.
Desde la entrada, el gentío ocupaba todas las avenidas. Sólo se veían
semblantes llenos de regocijo, de entusiasmo, de santo amor patrio. Todos
se disputaban la mejor plaza para ver desfilar a los hijos mimados de la victo-
ria, a Condell, a Orella a todo ese puñado de valientes a quienes Chile tanto
debe.

El comedor del Restaurant, arreglado por el entusiasta administrador del


Santa Lucía, presentaba un magnífico aspecto.
A la testera y sobre una consola coronada con las banderas norteamericana
y chilena, mostrábase una de las granadas que el Huáscar enviara a Antofagasta
y que no alcanzó a estallar.
Haciendo vis-a-vis estaba la bandera de San Martín, la hermosa bandera
argentina, matizando su blanco y azul, con los colores chilenos, y sirviéndoles
de unión una hermosa corona de laurel que encerraba en caracteres de oro
esta fecha memorable: Mayo 21 de 1879.
El resto del salón cubríanlo las banderas brasileña, paraguaya, neograna-
dina, ecuatoriana, venezolana, uruguaya, mexicana y todas las de la América
Central, sirviéndoles de división –o más bien de unión– flores, arrayanes y
coronas con los matices del arco iris.
A las 4 se oyó el redoble del tambor. Se anunció la llegada de Condell.
Luego se presentó éste acompañado de los demás oficiales de la Covadonga,
en medio de los acordes del Himno Nacional.
La mesa tenía la forma de una media luna.
Ocupó el asiento de honor el comandante Condell y tenía a su derecha
al intendente de Santiago y a su izquierda al alcalde señor Mackenna.
Las personas que estaban sentadas a la mesa eran las siguientes:
Señores Recaredo Ossa, Eduardo Valenzuela guardiamarina de la
Covadonga, Juan de Dios Morandé, Enrique Reynolds, contador de la
Covadonga, Víctor Aldunate, Ramón A. Carrasco, Félix Mackenna, Juan Slater,
Benjamín Benítez, Alfredo Edwards, J. F. Mujica, C. Rogers, Cuevas (ingenie-
ro), V. Dávila Larraín, Jaraquemada, Vicuña Mackenna, teniente Orella, y
varios oficiales de las brigadas de San Luis y de los Sagrados Corazones.

***

273
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

El señor Vicuña Mackenna.– Señores: El patriota guardián del convento


de franciscanos de esta ciudad, fray José M. Madariaga va a recitar unos versos
en honor de nuestro ilustre huésped. Tiene la palabra.
Fray J. Madariaga recitó una hermosa y entusiasta composición poética
que levantó una tempestad de aplausos.
El señor Vicuña Mackenna presenta a su hijo Benjamín de 3 años al bravo
Condell y al presentarlo le dice: “Quiero que este niño conozca a los héroes
para que aprenda a ser valiente”.
El niñito le presentó un ramo de flores.
Condell tomó al niñito le dio un beso y lo devolvió al señor Vicuña
diciéndole:
Él será digno de su padre.

El señor Freire (intendente de Santiago).

Señores: Al bravo comandante Condell, a los bravos tripulantes de la


Covadonga.
Nosotros, admiradores de su gloria, nosotros que no encontramos palabras
para expresar lo que nuestro corazón siente, nos limitamos a decir a Condell y
a sus compañeros de gloria: ¡Vivan los héroes de Punta Gruesa! (Aplausos).
Y como mi palabra no podría jamás manifestar lo que la ciudad de
Santiago quisiera decir a los valientes de la Covadonga, la cedo a mi amigo
Vicuña Mackenna.

El señor Vicuña Mackenna.


Mi honorable amigo el Intendente de Santiago me cede la palabra para
proponer un brindis en honor de los héroes. Pero, por ventura, ¿necesito yo
pronunciarlo?
Cincuenta mil habitantes de Santiago, agolpados con pechos anhelosos
en la Alameda en pos del carro triunfal, he ahí un brindis digno de la capital
de Chile.
Este cerro histórico, estremeciéndose de alegría al recibir sus nobles hués-
pedes, he ahí otra estrofa del canto de entusiasmo que Chile de pie entona
en este momento a los vencedores de la Independencia.
Por consiguiente, la voluntad del intendente de Santiago está cumplida.
Por esto yo propongo, señores, un brindis muy diferente y os ruego que
lo bebáis de pie y en silencio. (Toda la concurrencia se pone de pie).
Señores, yo propongo un brindis a la memoria del capitán sublime que
cayó al pie del torreón enemigo y que al morir fijó su última mirada en la es-
trella querida que guió su alma heroica al cielo… (Grandes aclamaciones).
Propongo un brindis a los manes de aquel inmortal mancebo que encarnó
en su alma y en su vida pública, honrada, siempre austera y siempre valerosa,
las más altas virtudes de la juventud de Chile, y completó en esta edad fría y

274
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

egoísta, la leyenda imperecedera que en nuestra historia representan estos tres


nombres, emblemas imperecederos del alma de Chile y del chileno. Lautaro,
Manuel Rodríguez y Pedro León Gallo. (Indescriptible emoción).
Señores, que toda justicia sea hecha! Entre sus contemporáneos el último
capitán de la última Esmeralda vivirá como tal, hasta el fin de los siglos. Pero
respecto de sus hijos inocentes, de su esposa angélica, y de su madre santa, es
preciso que la ley consagre a la gloria y la justicia al patriotismo.
Brindo, señores, por la memoria del vicealmirante de la república Arturo
Prat, y porque su nombre pase revista, como los vivos, para su hogar y para
sus hijos. (Aplausos).

Después hicieron uso de la palabra los señores Vicente Dávila Larraín en


representación del Cuerpo de Bomberos; J. M. Dávila Baeza, secretario de la
municipalidad, y el señor A. R. Edwards.
Les siguió don Mauricio Cristi en representación de la prensa de
Santiago.
El señor Slater (J.) –He viajado y he leído mucho; pero nunca, ni en mis
viajes ni en mis discursos, he tenido noticia de gloria tan inmarcesible como
la que alcanzaron los héroes chilenos en Iquique. Brindo por ellos y porque
nunca la historia ha consignado hecho igual.
El señor Ossa (Macario). –En términos entusiastas brindó por aquel
denuedo sin igual que encerraban las palabras de Condell cuando al decirle
Prat: Comandante, no se rinda, Condell contestó: All right.
El señor Condell. –Creo de mi deber rectificar al señor Ossa, diciéndole que
mis palabras fueron en el sentido de que cada uno cumpliera con su deber.
El señor Ossa (Macario). –Me felicito de una rectificación que aumenta
la gloria como se ha aumentado el heroísmo a medida que se obtienen más
detalles. En nombre de la Municipalidad de la Victoria, felicito a los héroes
inmortales de Iquique. (Aplausos).
El señor Vicuña Mackenna. –Señores: Tomo pie de la noble rectificación
del bravo y modesto capitán Condell para añadir un laurel más a las pálidas
sienes del mártir que duerme en la arena de Iquique el sueño de la gloria.
Arturo Prat no dijo con su bocina al capitán de la Covadonga: “No os rin-
dáis”. Eso era excusado. Pero le dijo, sin hacer alto en ello, las palabras que
por señales hizo a su inmensa flota en Trafalgar el 21 de octubre de 1805 el
más bravo de los marinos conocidos del mundo, lord Nelson. “England expects
that every man will do his duty”.
Es decir, que Arturo Prat tradujo en Iquique el lenguaje universal del
heroísmo cuando dijo sencillamente, tranquilamente y mansamente: ¡Que
cada cual cumpla su deber!
Pero en medio de todo esto, yo me pregunto señores ¿quién ha sido el que
ha enseñado a héroes a todos estos niños de ayer? Y el nombre del almirante
Williams Rebolledo salta de todos los corazones a todos los labios.

275
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

(Al oír estas palabras, todos los concurrentes prorrumpen en estruendosos


aplausos y vivas al almirante Williams).
El Comandante Condell.
Señores: Me permito una interrupción. Si algo somos, si obtenemos algún
triunfo, si seguimos obteniéndolos, todo lo debemos a nuestro querido jefe,
a nuestro noble almirante, al que nos ha inculcado el amor a la patria y el
cumplimiento de nuestros deberes.
Si todavía él no ha tenido la fortuna de hallarse al frente de las naves
enemigas: yo, señores, lo juro por mi alma, sabrá morir e irse a fondo, si es
preciso, llevando en una mano nuestro querido tricolor, y en la otra el hacha
de abordaje. (Estrepitosos aplausos y vivas al almirante Williams).
Aseguro, señores, a nombre de mis compañeros y al mío, que todo cuanto
hemos hecho lo debemos a nuestro digno jefe, a nuestro padre en la marina.
(Aplausos).
Y por lo que a mí toca, lo juro, si algún triunfo he alcanzado, si alguna
gloria he obtenido, la deposito a los pies del almirante, porque a él la debo.
(Grandes aplausos).
El señor Vicuña Mackenna (continuando). –Y bien, señores. La justicia
ha sido hecha otra vez. El pueblo venga al captor de la Covadonga y al jefe de
nuestra gloriosa marina de toda sombra y todo menoscabo. El nombre del
contraalmirante Williams está siempre izado al tope como en el día de Papudo.
(Estrepitosas manifestaciones de entusiasmo).
Y aquí es preciso que os diga, señores, que todo es noble y grande en el
joven marino de Chile.
Escuchadme un instante.
Cuando el bravo comandante Latorre humilló en Chipana a dos buques
enemigos (uno de los cuales lleva dos meses de hospital en el Callao), le escribí
que el gobierno le debía la efectividad de su grado de capitán de fragata. ¿Y
sabéis lo que él me contestó? No, señor, que no piense en mí. Quien merece
un ascenso es mi segundo, el postergado teniente Molina; y ese ascenso y no
el suyo fue otorgado.
Esta mañana recibía una carta del bravo Orella, niño querido a quien llevé
como de la mano a la marina, y lo único que en su carta me decía, era esto:
–“Señor: Si tiene ocasión de hacer oír su voz, que sea en honor de nuestro
querido almirante, el verdadero y único autor de nuestras glorias, porque es
nuestro jefe y nuestro maestro”.
Y ahora mismo, aquí, ¿no habéis visto alzarse de su asiento, poseído de
generoso entusiasmo a este capitán, que prefiere hablar del cañón antes que
hablar el mismo, para pregonar la fama de su jefe infirmara al mástil como si
fuera una insignia. Por esto yo os propongo, señores, un brindis de entusiasmo
a toda nuestra marina, después del brindis del dolor. Os propongo un brindis
que abrace a todos los que combaten por la patria en el mar, desde el bravo

276
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

almirante Williams hasta el bravo grumete de la Covadonga Juan Bravo.– (¡Viva


Williams! ¡Viva Thompsom! ¡Viva la marina!).
El señor Soffia. Señores, el solo, el único poeta, es el que nunca miente,
el que sabe discernir las coronas del triunfo: ¡el pueblo! (Aplausos).
La gran epopeya que hoy glorificamos, no puede tener más versos que el
estruendo de los cañones que obligaban a rendirse a ese coloso que atacaba
a esa blanca gaviota que, surcando los mares, ostentaba el tricolor chileno y
supo anonadar al gigante que fementido quería hacerla en presa.
Y esto, señores, alguien lo llama un milagro. Y niños inocentes, al oír los
nombres de Condell, Orella, Lynch y demás valientes de la Covadonga, pre-
guntaban: ¿Son santos? –¡Sí, señores, santos son! Santos porque han hecho
milagros.
Si antes, ahora y siempre hemos admirado el heroísmo de Prat, y como
se ha dicho, su alma voló al cielo, esa alma buscó dónde anidarse y halló a
Condell.
Brindo por el heredero del alma de Condell. (Aplausos).
En seguida usaron de la palabra los señores Lazo, jefe de los alumnos del
Colegio de San Luis, como voluntarios de la patria y Juan de Dios Morandé, que
en una entusiasta improvisación aplaudió el heroísmo de nuestros marinos.
Siguieron todavía muchos otros discursos. Terminados, pidió la palabra
el comandante Condell.
Una salva de aplausos atronó el salón y todo el mundo se puso de pie.
El comandante Condell rogó a la concurrencia que ocupase sus pues-
tos y en seguida con franqueza y jovialidad dijo más o menos las siguientes
palabras:
“Cuando después de un día de borrasca deshecha, viene la calma, se
experimenta un gran goce; cuando después de un viaje penoso y lleno de
peligros, se llega al puerto, se experimenta otro goce no menor halagüeño.
Esto sucede en el mar.
“Yo, que casi no conocía la tierra, he venido a comprender que en tierra
sucede lo mismo. (Aplausos). Después de un viaje penoso y lleno de peripecias
me encuentro en medio de vosotros, aplaudido, encomiado, felicitado por
todo lo que Santiago tiene de noble, de grande y de digno. (Aplausos).
“A pesar de eso, no crean que quiero quedarme en tierra: mi elemento
es el mar”. (Grandes aplausos).
“¿Y qué he hecho yo para merecer esa distinción? (Estruendosas aclama-
ciones.) Cumplir sencillamente con mi deber y ser favorecido por la fortuna.
(Grandes aplausos).
“¿Vosotros creéis que eso se llama hacer algo grande? Yo me he hecho
esa pregunta y me contestáis afirmativamente. Sois entonces vosotros los
grandes, puesto que me habéis enseñado a conocer algo que yo no sabía”.
(Aclamaciones).

277
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

“Pues bien: ya que creéis que yo y mis compañeros hemos hecho algo que
merece las felicitaciones de una ciudad entera, voy a deciros lo que pienso.
(Profunda atención).
“Pienso que nadie merece esos aplausos con más justicia que quien nos
ha enseñado a cumplir con nuestro deber; nadie más bien que ese hombre
que tan alto levantó en el Papudo la bandera chilena. (Grandes aplausos).
Ese hombre, encarnación de lo sublime, de lo generoso y de lo heroico, que
jamás soportara que se arríe el pabellón glorioso de la república! (Entusiastas
aclamaciones).
“Sí, señores: el almirante Williams es y ha sido nuestro jefe: y con un
jefe como él, se aprende a ser valiente, se aprende a defender a la patria, se
aprende a morir antes que humillarse! (Estruendosos aplausos),
“Ahora voy a daros a nombre mío y de mis oficiales, las más afectuosas
gracias por el honor que nos habéis hecho. El Intendente de la provincia y la
ilustre municipalidad que tan dignamente preside; el Cuerpo de bomberos
armados, que como en Valparaíso ha acudido a hacernos honores; la prensa
de esta ilustrada capital, los colegios, el pueblo entero de Santiago vivirán
siempre en nuestros corazones como el más dulce y el más imperecedero de
los recuerdos!
“¡¡Pido, señores, una copa por esta entusiasta y culta ciudad que paga
con creces lo que ella, juzgando a los demás por ella misma, bautiza con el
nombre de un beneficio!!”
Imposible sería describir el entusiasmo que las palabras del comandante
Condell produjeron en los concurrentes. Los aplausos no cesaron hasta el
momento en que el señor Freire pidió un abrazo a Condell a nombre de la
oficialidad de Santiago.
El teniente Orella habló en seguida, y en una hermosísima improvisación,
manifestó que la conducta de todos los oficiales de marina se guiaba por la
del Almirante Williams, de quien Condell era el más entusiasta imitador.
Imitando a Condell, los marinos imitan a Williams, y ya saben con eso, sin
que nadie se los enseñe, que es su deber combatir para triunfar o morir con
honra cuando la fortuna es adversa.
El señor Orella fue calurosamente aplaudido y felicitado por los asistentes
que lo vitorearon repetidas veces.
El señor Vicuña Mackenna. Señores, antes de retirarnos cumplamos con
un dulce y triste deber.
Recordemos y saludemos con el respeto de nuestros corazones a dos
dignas mujeres de nuestro suelo: a una esposa que vestirá eterno luto y a otra
esposa que vestirá eterna gala. A la señora Carmela Carvajal, viuda de Prat, y
a la señora Matilde Lemus de Condell.
A las sublimes mujeres de Chile simbolizadas en la esposa, en la viuda y
en la madre.

278
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Levantada la mesa, Condell y sus compañeros se dirigieron en el coche


del gobierno a la Moneda.
Los marinos fueron recibidos por S. E., los ministros del despacho y un
gran número de senadores, diputados y miembros de la Municipalidad de
Santiago.
La mesa estuvo espléndida. Principió a las 6 y cuarto.
Asistieron los señores Ministro del Interior, Antonio Varas, Ministro
de Hacienda, Augusto Matte, Ministro de Justicia, Jorge Huneeus, Ramón
Rosas Mendiburu, Miguel Luis Amunátegui, Vicente Reyes, Mariano Sánchez
Fontecilla, Jorge Beauchef, Julio Zegers, Cornelio Saavedra, Manuel García de
la Huerta, Agustín R. Edwards, Marcial González, Intendente de Santiago, señor
Marín (uno de los que hizo la campaña de Yungay) y Ruperto Vergara.
A la derecha de S. E. estaba Condell y a la izquierda el señor Huneeus.
En la otra cabecera estaba el señor Varas que tenía a su derecha el teniente
Orella y a la izquierda el señor Matte, Ministro de Hacienda.
S. E. el Presidente de la República felicitó al señor comandante Condell,
seguro de que los marinos de la escuadra seguirán dando días de glorias y
prosperidad a esta república tan noble y generosa.

***

En el teatro, si no estaba todo Santiago, estaba todo lo que en el gran coliseo


cabía, como belleza, entusiasmo, patriotismo.
En el palco presidencial veíanse a Condell y Orella, y en el de la municipa-
lidad a sus demás compañeros, todos los cuales se mantuvieron de pie algunos
momentos agradeciendo las manifestaciones de que eran objeto.
En uno de los entreactos, Condell recibió una hermosa corona obsequiada
por algunos de sus amigos, con la siguiente carta:

Santiago junio 27 de 1879.


Señor Carlos A. Condell.
Presente.

Los infrascritos, hijos de Valparaíso residentes en ésta, conmovidos ante los


gloriosos hechos de los héroes de Iquique saludamos en la persona de Ud.,
a la digna oficialidad de la goleta Covadonga.
De usted afmos. y SS. SS. (Siguen muchas firmas).
El caballero encargado de entregar esta carta a Condell acompañó la de
una preciosa corona. Llevaba esta linda obra de mano, en que la naturaleza
disputaba en belleza al arte, tres cintas tricolores, en las que se veían impresas
las siguientes frases:
“A la oficialidad de la Covadonga, junio 27 de 1879. Los porteños residen-
tes en Santiago”.

279
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Concluido el primer acto un ciudadano desde uno de los palcos de tercer


orden, dirigió la palabra a las señoritas asistentes a las palcos, suplicándoles
a nombre del pueblo de Santiago obtuvieran del Presidente de la República
un ascenso para el grumete Bravo, quien, luciendo con orgullo una escara-
pela tricolor, era disputado en todos los palcos para llenarlo de cariños y de
confites.

***

El señor Condell pasó a las nueve y media a hacer una visita al palco de los
señores municipales.
En ese momento se presentó a Condell un niñito de seis años, Enrique
Waugh, y presentándole un medallón le dijo: Condell, por la admiración que
tu nombre inspira, mi madre te manda este medallón. Guárdalo como un
recuerdo de este niño que mañana te envidiará al caracterizar tu papel en la
representación de la María Cenicienta.
Pasaron en seguida a la mesa del té ofrecida a Condell y oficialidad por
el primer alcalde señor Elizalde.
Se pronunciaron los siguientes brindis:
El señor Irisarri.– Señores: Porque aquí todos se acuerdan de las glorias
de Chile; pero nadie se acordó de los enemigos; nadie se acordó ni del Perú
ni de Bolivia, brindo por ese olvido.
El señor Freire (intendente de Santiago.)–El intendente de Santiago, en
representación de la Ilustre Municipalidad de Santiago, de la Victoria y de
diversas comisiones, clubes y asociaciones, da la bienvenida y felicita al bravo
comandante Condell y sus valientes compañeros, e invita al pueblo de Santiago
a un hurra general a los vencedores de Iquique.
Brindaron después los señores don Wenceslao Prieto, Luis Pereira, Orella,
Edwards, Adolfo Ibáñez y muchos otros.
Condell contestó dando las gracias por las manifestaciones que había
recibido él y sus oficiales de la Ilustre Municipalidad.
El teatro, que estaba atestado como nunca de gente, presentaba un golpe
de vista verdaderamente deslumbrador.
Tal ha sido –descrita a grandes rasgos– la manifestación que Santiago ha
hecho al recibir a los vencedores de Iquique.
Ella ha correspondido a lo que debía esperarse de nuestra capital, y a lo
que merecen los bravos marinos de la Covadonga.

***

En los días subsiguientes continuaron las manifestaciones. Mencionaremos


algunas: el día sábado se les dio una comida en casa de don Ignacio Javier

280
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Ossa. Los valientes marinos fueron obsequiados y atendidos con esmero por
el dueño de la casa y su distinguida familia.
Se pronunciaron hermosos brindis en honor de los héroes y de la amada
patria.

***

El domingo se les ofreció un banquete en el Club de Setiembre. No resistimos


a dar una ligera reseña de esta magnífica fiesta.
Principiaremos por describir el salón, cuya magnificencia era la admira-
ción de todos.
Entre muchos y oportunos adornos que hacían del salón una maravilla
nos llamaron especialmente la atención un lujoso trofeo de armas y banderas
en cuyo centro se leía el nombre de Cochrane circundado por los de Blanco
Encalada, Simpson, Byron y Goñi, representando la antigua Marina de Chile,
e inscritos con caracteres azules sobre escudos blancos.
Haciendo frente a éste había otro trofeo en el centro del cual se leía el
nombre de Williams formado con flores y rodeado de los nombres de Latorre,
Thompson, Montt, López, Orella, Simpson, Uribe, Viel.
Del costado de la calle se admiraba un inmenso cóndor de cristal alum-
brado interiormente a gas cuyos resplandores iluminaban el nombre de
Condell formado con violetas y juncos y que coronaba un escudo chileno y
esta inscripción: Victoria. A los lados, dos estatuas de bronce sostenían gran-
des candelabros que hacían de esa parte del salón un foco de luz. Sobre dos
consolas de ébano llamaban la atención dos preciosos jarrones etruscos, de
un trabajo verdaderamente artístico y que formaban juego con las estatuas.
Al frente se encontraba otro trofeo aún más hermoso. Sobre un fondo
blanco y en el medio de una gran corona de laureles se leía el nombre de
Prat, en grandes caracteres de musgos, que se entrelazaba con guirnaldas de
yedra y unía los nombres de Serrano, Riquelme, Aldea y Hyatt, y por debajo
esta inscripción: Honor a los bravos. .
Servían como pedestal a este trofeo cuatro cañones de montaña, montados
en sus cureñas y sobre un banco de césped y musgo. Varios marineros de la
Covadonga tomaron asiento al pie de esos cañones.
Al frente de cada asiento había perfumados ramos de flores con cintas
de seda que en letras doradas llevaban esta inscripción: “21 de mayo de 1879.
Al héroe de Punta Gruesa”. En las numerosas banderas que coronaban los
castillos de pastelería se leían los nombres de Prat, Serrano, Riquelme, Videla,
Condell, Orella y demás héroes de la Esmeralda y Covadonga.
Poco después de las seis llegaba Condell y sus compañeros y la concurren-
cia tomaba asiento al rededor de la mesa, cruzándose desde el principio las
felicitaciones y saludos a los héroes de la fiesta.

281
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

El señor don Jovino Novoa, presidente del club, que ocupaba el centro de
la mesa. Tenía a su derecha al comandante Condell y éste al señor Huneeus.
Al frente se sentaba el señor Infante, vicepresidente, teniendo a su derecha
al señor Manuel Montt y a su izquierda al teniente Orella. El bravo sargento
Olave ocupaba una de las cabeceras de la mesa.
El señor Jovino Novoa ofreció el banquete abriendo la serie de entusiastas
y patrióticos brindis.
Muchos caballeros hicieron uso de la palabra, entre ellos recordamos
a los señores Varas A., Condell, Amunátegui Miguel L., Vergara Eugenio,
el caballero francés señor Mourgees, señor Mac-Iver, Tocornal I., Matte E.,
Puelma F., teniente Orella, Montt M. Por fin el señor Novoa leyó dos cartas
de los señores Álvaro Covarrubias y Carlos Swimburn en que deplorando no
poder asistir al banquete se adherían de todo corazón a su objeto.
A las diez de la noche terminaba la hermosa fiesta con que el Club de
Setiembre obsequió al comandante Condell y sus compañeros de gloria, per-
maneciendo todavía gran parte de la concurrencia en los lujosos salones del
club hasta la una de la mañana.

***

Al día siguiente se les obsequió con otro banquete en el Club de la Unión.


Todo lo que la pluma llegue a decir de esta manifestación, será pálido al
lado de la realidad. Penetrar al espléndido salón de billar del Club, convertido
en regia sala de banquete, sentirse completamente dominado por la belleza,
era todo uno.
Aquí trofeos, allá banderas, acá flores, más allá preciosos candelabros y
jarrones, luces a millares, cristales, magníficas porcelanas, todo reproducido al
infinito por los magníficos espejos que decoraban las paredes. Verdaderamente
que el arte había trasformado aquello en una sala de hadas más hermosa y
fascinadora que la imaginada en sus sueños por los poetas. El Club de la
Unión quiso festejar regiamente a nuestros héroes y a fe que lo consiguió de
un modo magnífico.
Poco después de las 6 P. M. comenzaron los invitados a tomar asiento
alrededor de la mesa. Como era natural, todas las atenciones de la distingui-
da concurrencia fueron para los bravos marinos, en cuyo honor se daba el
banquete.
Distinguida concurrencia hemos dicho: en efecto, ahí se veían las figuras
más prominentes de nuestro país en las ciencias, en las letras, en la política
y en las finanzas. Los señores Ministros de Estado y los presidentes de ambas
Cámaras ocupaban también un asiento en la mesa.
El primero en usar de la palabra fue don Adolfo Ortúzar, presidente del
Club, quien lo dedicó, en un hermoso brindis, a los heroicos marinos de la

282
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Covadonga. Inmediatamente después se puso de pie el comandante Condell


y al propio nombre y al de sus compañeros dio las más expresivas gracias por
la espléndida ovación de que eran objeto. Sus palabras concisas y brillantes,
levantaron una tempestad inmensa de aplausos y aclamaciones que duraron
algunos minutos.
Después del señor Condell hicieron uso de la palabra, en brindis tan
oportunos como brillantes, los señores Aldunate (don Luis), que hizo la his-
toria de las glorias marítimas de Chile; Amunátegui (don Miguel Luis), Gallo
(don Ángel Custodio) Zañartu (don Aníbal), Huneeus (ministro de Justicia),
Arteaga Alemparte (don Justo), Covarrubias (don Álvaro), Vergara (don
Rodolfo), distinguido miembro de nuestro clero y redactor de El Estandarte
Católico, que obtuvo aclamaciones estruendosas, Bulnes (don Manuel), Marín
(don Francisco), Reyes (don Alejandro), Barros Luco (don Ramón), Donoso
Vergara (don Francisco) y Vicuña (don Manuel), víctima de la persecución de
los peruanos, que pronunció uno de los brindis más justa y estrepitosamente
aplaudidos.
El banquete terminó a las diez de la noche en medio de vivas atronadores
a los héroes de Punta Gruesa y a los jefes de la Marina de la República.
Descrito con toda la rapidez que el tiempo nos ha permitido, tal ha sido
el gran banquete del Club de la Unión. Habrá tenido iguales en la capital,
pero ninguno superior.

***

Todavía el día miércoles la Sociedad de Agricultura obsequió con un lunch


a los valientes.
Después de un paseo por la quinta en que se les mostró el Museo Agrícola,
el Museo Nacional, el Hospital Veterinario y tantas otras particularidades de
aquel extenso jardín entraron al salón en que se había preparado la mesa:
ésta presentaba el más pintoresco aspecto. No se omitió ningún detalle ni
faltó ninguno de los refinamientos del mejor gusto.
El salón estaba arreglado del mismo modo con gusto exquisito.
Presidió el señor Rafael Larraín Moxó, quien tenía a su derecha a la señora
esposa de Condell y a su izquierda a una hermana de esta señora.
Al frente estaba Condell.
El señor Rafael Larraín Moxó, presidente de la Sociedad de Agricultura,
pronunció el primer brindis dedicándolo a la esposa del héroe Condell. Ella
conquistará, dijo, con sus virtudes y su talento el mérito y el aprecio de sus
conciudadanos como hoy lo ha conquistado su esposo con su inteligencia,
serenidad y bravura.
En seguida hablaron los señores Ovalle Matías, Barros Luco, Barros Lauro,
teniente Orella, Ossa Macario, Mena Marcos, comandante Condell, Mieres
Cox Nathan, Dávila Larraín y teniente Valenzuela.

283
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Los concurrentes se retiraron a las 5 de la tarde agradablemente im-


presionados por una fiesta campestre en que reinó tanto entusiasmo, como
cortesía y franqueza.

***

El mismo día el señor Guillermo Mackenna les daba en su casa un


banquete.
Estaban presentes muchos caballeros de los más respetables de nuestra
sociedad.
Al llegar Condell, su señora y el capitán Orella, se tocó la canción nacional
y después la obertura de Muda de Portici.
Se pronunciaron entusiastas y expansivos brindis por los señores Adolfo
Murillo, Santiago Mundt, Condell y Mackenna.

284
RECEPCIÓN A LOS PRISIONEROS DE LA ESMERALDA
EN VALPARAÍSO*

El puñado de valientes que sobrevivió a la heroica tragedia de Iquique y al


mal tratamiento que le dio el enemigo volvió a pisar el día 4 del presente
el suelo querido de su patria, siendo objeto de las manifestaciones más en-
tusiastas, fraternales y cariñosas de parte de sus compatriotas de Valparaíso
y aun de parte de muchos extranjeros que han sabido apreciar sus méritos
como valientes.
Poco antes de las tres de la tarde se desprendían muchas embarcaciones del
costado de la cañonera peruana Pilcomayo, buque que había conducido desde
Iquique a los prisioneros. Entre los botes se veían algunas chalupas fleteras
a cuatro remos trayendo a los héroes con su nuevo uniforme compuesto de
pantalón azul, cotona blanca y sombrero de paja. Los fleteros habían querido
tener el honor de ir a traer a los heroicos tripulantes de la Esmeralda.
En esos momentos resonaron los primeros vivas de la multitud de gente
que lineaba la explanada y en esos momentos también se pudo notar el efecto
que aquel saludo hacía en los prisioneros. Su actitud tranquila, su aturdimien-
to casi, pues no hicieron la menor demostración de júbilo, ni manifestaron
su grande emoción, que luego se conocía mejor al ver que muchos de ellos
se llevaban las manos a los ojos, mirándose como avergonzados. Aquellos
valientes derramaban en esos solemnes momentos lágrimas de ternura y de
reconocimiento.
En esos mismos momentos se efectuaba una escena por demás conmovedo-
ra: un bote en que se llevaba una gran corona se acercó a una de las chalupas
con prisioneros y fue entregada a un marinero, morenito, niño aún y muy
vivo, quien se la terció en el acto lleno de satisfacción, dando las gracias a su
hermana, que en el otro bote y con el pañuelo a dos manos puesto sobre los
ojos, lloraba al ver a su hermano lleno de vida y de gloria después de tantos
peligros y penalidades.
Después de aquellas escenas siguieron los botes su marcha con dirección
al muelle.

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 19 de diciembre de 1879, pp. 499-502.

285
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Desembarcaron en medio de la multitud y de las demostraciones de regoci-


jo y llegaron hasta el palacio de la intendencia, a cuyas puertas los aguardaban
dos carros adornados y la tropa que debía acompañarles.
Poco después salían precedidos de un carro con una banda de música y en
medio de un pueblo que no cabía por la calle y que tuvo que tomar los laterales
para buscar colocación en otros puntos más avanzados del trayecto.
Los balcones y ventanas de los edificios estaban completamente llenos de
gente, saliendo de todos ellos lluvia de flores y coronas que iban a caer sobre
los ya alegres prisioneros, quienes no cesaban de dar a las señoras galantemente
las gracias con sus sombreros, que incesantemente batían en el aire, porque
incesantemente también caían sobre ellos las flores y las coronas.
Esto sucedió en todo el trayecto, desde el muelle hasta la avenida de las
Delicias. Así fue que las calles quedaron sembradas de flores en toda la exten-
sión y los carros triunfales iban tan cubiertos de flores, como los prisioneros
de coronas.
Al llegar a la plaza de la Victoria, los prisioneros bajaron y se dirigieron
al atrio de la iglesia del Espíritu Santo, en donde debía tener lugar la reparti-
ción de las medallas. Este acto fue precedido por el inmortal comandante de
la Esmeralda, Arturo Prat, representado por un retrato al óleo hecho por el
señor Walton, el cual estaba colocado sobre la puerta principal de la iglesia y
que fue descubierto cuando ya se hallaban presentes todos los sobrevivientes
del combate naval de Iquique.
Fácil es de comprender la impresión que se apoderaría de los prisioneros
al encontrarse de repente y en esos momentos con el retrato de su querido e
inolvidable jefe. Un viva unánime salió de sus labios, pero ¿cuántos recuerdos
no agitarían en esos momentos sus corazones y cuántas lágrimas no rodarían
por sus tostadas mejillas?
Dos elocuentes discursos que publicamos más adelante, uno de ellos del
señor cura don Salvador Donoso y el otro del señor Intendente Altamirano,
fueron pronunciados al repartirles las medallas, volviendo en seguida a
tomar colocación en los carros y continuando con dirección a la avenida de
las Delicias.
Todo el camino se hizo en medio de una ovación continuada y de las más
populares que haya presenciado jamás Valparaíso.
En el Club Central se había preparado un banquete en honor de los
héroes.
Hermoso era el aspecto que presentaba el comedor del Club.
El salón se encontraba perfectamente adornado, con colgaduras de arra-
yán y coronas de laurel y flores de todos matices.
Al fondo, rodeado de una doble guirnalda de mirto y flores, se destacaba
un cuadro con los retratos de los jefes y oficiales que se encontraban a bordo
de nuestra gloriosa corbeta el memorable 21 de mayo. Sobre ese cuadro se

286
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

veía un arco de menuda verdura en que se leían estas palabras: Honor a los
héroes de la Esmeralda. Trabajo primoroso y de un efecto sorprendente era, y
con mucha justicia, el adorno que más llamaba la atención. Tenía además el
inestimable mérito de haber sido trabajado expresamente para ese acto por la
señora de Barazarte. Coronaba el arco una estrella con los colores nacionales,
también de flores y trabajada con tanto gusto y delicadeza como aquél.
A las seis de la tarde, más o menos, llegaban los festejados héroes, y
tomaban en la mesa el asiento que se les había designado. Se sentaron a su
lado el contraalmirante Goñi, el coronel Fáez, el comandante del Huáscar, el
rector del liceo don Eduardo de la Barra y varios otros jefes, oficiales y vecinos
distinguidos de Valparaíso.
Sin pérdida de tiempo se invita a los tripulantes de la Esmeralda a hacer
los honores a la bien provista mesa y conmovía ver a los mismos miembros
del club sirviéndolos y atendiéndolos con la solicitud que merecen los que
han asombrado al mundo con sus proezas.
A los postres, don Eduardo de la Barra tomó la palabra para ofrecerles el
banquete a nombre de los miembros del Club Central. El señor de la Barra
estuvo verdaderamente inspirado en su discurso, que fue muy aplaudido.
Habló de la gloriosa defensa de la Esmeralda, de ese hecho que ha colocado el
nombre de Prat y de todos sus ilustres compañeros a la cabeza de los héroes
del mar, y felicitó calurosamente a los marineros presentes que habían sido
mandados por tal jefe y sabido corresponder a ese alto honor hundiéndose
en el mar antes de ver arriada la bandera inmaculada de la patria.
Sin embargo, dijo el señor la Barra, estos marinos sencillos y abnegados
se preguntan sorprendidos qué han hecho para merecer los homenajes
de cariño, de respeto y de gratitud que se les dispensa. Y es porque en
esta hermosa tierra todos son héroes, sin saberlo, sin sospecharlo siquiera
cuando se trata de vengar los agravios inferidos a la patria. Como el águila
altanera se lanza audazmente a los espacios desde las crestas más elevadas
de nuestras montañas, sin medir la inmensidad que tiene bajo sus alas, así
el hijo de Chile se lanza al combate y pelea como un león, y muere con la
sonrisa en los labios vivando a la patria, como los tripulantes de nuestra
gloriosa Esmeralda.
Siguió al señor Barra un venerable anciano marinero de la Esmeralda. Dio
las gracias a los caballeros que les ofrecían tan opíparo banquete, y agregó
que aunque él era nacido en Grecia servía a Chile muchos años, era su verda-
dera patria, y como todos los sobrevivientes de la Esmeralda estaba dispuesto
a derramar de nuevo su sangre y a dar su vida por mantener el honor de la
bandera.
Otro de los tripulantes de la Esmeralda, el marinero José Rodríguez, dijo
que en el combate de Iquique sólo habían cumplido con su deber, y agregó
que hacía votos porque el Huáscar, que ahora tripulan, marche cuanto antes

287
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

a sacar de debajo de las baterías del Callao a la Unión y demás buques que
aún quedan a nuestros enemigos.
El capitán Peña, comandante del Huáscar, pide a los marineros de la
Esmeralda que olviden lo que han hecho por la patria, que olviden los pade-
cimientos de su cautiverio y que se preparen para cosechar nuevos laureles,
si es preciso, en defensa de Chile.
Don Evaristo A. Soublette pronunció un elocuente discurso, interrumpido
a cada momento por los aplausos y bravos entusiastas de los concurrentes.
Disertó largamente sobre la injusta guerra a que nos han provocado
dos repúblicas que no nos deben sino cariño y reconocimiento, y terminó
brindando por el hijo del pueblo, por el que nuestros enemigos denominan
roto, por esos ciudadanos que son incansables en el trabajo pacífico y héroes
cuando se trata de la defensa de la patria querida.
Son ellos los que con el combo y el arado hacen fructificar nuestros fera-
ces campos y arrancan las riquezas a las entrañas de la tierra; los que abren
caminos y construyen ferrocarriles en tiempo de paz; y son ellos también los
que olvidando hogar, familia, cuanto hay de grato en la vida, toman un fusil
cuando ven ofendida a su patria y van a morir tranquilos, sin esperanzas de
gloria, habiendo perdido en ocasiones hasta su nombre para tomar un número
en su regimiento. Y si la suerte quiere reservarles la vida, terminada la guerra
vuelven a sus pacíficas faenas tan ignorados como antes, sin orgullo, sin am-
bición de ninguna clase, llevando en su alma solamente la grata satisfacción
de haber cumplido con su deber. Este es el roto, incansable por su energía y
actividad en los trabajos de la paz, terrible en el combate.
La clase más ilustrada piensa, crea; él ejecuta.
Feliz la patria que posee tales hijos. Ella tiene que ser en todo tiempo
grande y feliz.
Recordando el señor Soublette el heroico sacrificio de la Esmeralda, dijo
que ese buque había peleado hasta quemar su último cartucho, y cuando
inundada ya la santabárbara y haciendo agua por todas partes, con casi toda
su tripulación fuera de combate, no tuvo cómo contestar a ese poderoso ene-
migo, le lanzó como último proyectil ese hermoso grito de ¡viva Chile! que
ha repercutido en el mundo entero.
El señor de la Barra, dando las gracias al señor Soublette por su hermo-
so discurso, dijo que no esperaba otra cosa del hijo de uno de los generales
héroes de la independencia americana, del hijo de la antigua Colombia, de
esa nación que confundía su sangre con la nuestra para dar independencia y
libertad a los mismos que hoy nos ultrajan y nos calumnian.
Habló en seguida de los hijos del pueblo, de esos que nuestros enemigos
llaman rotos, sin saber que ese apodo, que les lanzan como un estigma, es
ahora un timbre de honor.

288
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Dirigiéndose a los sobrevivientes de la Esmeralda, dijo que sentía verdade-


ramente que ya no tuvieran ocasión de dar nuevas pruebas de su heroísmo. La
campaña marítima puede decirse que está terminada, pues la Unión y demás
buques que quedan a los enemigos, en caso de encontrarse con alguno de
los nuestros no hará más que imitar a la Pilcomayo: embarcarse en los botes,
pegar fuego a la nave y pedir después auxilio a nuestros marinos para que
los tomen a su bordo. Y son esos los que dicen, con tanta petulancia como
ridiculez, que no han arriado su bandera! Ello es cierto; pero han hecho algo
peor: han desertado de su bandera en los momentos del peligro. No han
tenido siquiera la dignidad de su desgracia.
Dijo que la provincia de Tarapacá nos correspondía de derecho: prime-
ro, porque la tierra en que murió Prat debe ser chilena; y segundo, porque
chilenos han sido los que, escalando los Andes, barreta y combo en mano,
han construido las líneas férreas que las cruzan en todas direcciones, y han
dado vida a industrias que jamás hubieran sabido explotar los desidiosos
hijos del Perú.
El contraalmirante Goñi expuso que la marina ha sido en la actual guerra
fiel a sus antiguas tradiciones. Recuerda que desde los tiempos de Cochrane
le ha tocado siempre la tarea de despejar el camino a nuestras tropas.
Como uno de los viejos marinos, de los marinos que ya habían hecho
época, brindó por los jóvenes que ahora sostienen en el mar, con la energía
y el entusiasmo de sus padres, la gloriosa bandera de la república.
Brindó también por los heroicos marineros de la Esmeralda que se hallaban
presentes, y les anunció que tenían cuatro días de licencia para holgarse y
olvidar sus pasados padecimientos.
El señor de la Barra dijo que los marineros querían retirarse porque
tenían que cumplir con un doble deber: primero, acompañar los restos de ese
heroico guardiamarina Contreras, que ha muerto de las heridas que recibió
en Pisagua defendiendo el honor de la patria y, en segundo lugar, ir a hacer
una visita a la viuda de su heroico comandante Prat.
Todos, pues, dejaron la mesa, y los marineros, con los oficiales a la cabeza,
se dirigieron al hospital de la Providencia.
Tal fue la fiesta dada por los miembros del Club Central, en obsequio
de los sobrevivientes de la Esmeralda. Reinó en ella tanto orden como
entusiasmo.
Una tarjeta imperial conteniendo los retratos de todos los jefes y oficiales
de la Esmeralda, el 21 de mayo, fue obsequiada por los miembros del Club
Central, a los marineros sobrevivientes de ese buque.
Una cantidad de dinero, producto de una suscripción, les fue también
entregada por don Ignacio Prieto.
He aquí los discursos de los señores Donoso y Altamirano: El señor
Donoso, cura del Espíritu Santo:

289
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Gloriosos tripulantes de la heroica Esmeralda:


Al pisar las hospitalarias playas de vuestra amada patria, el inmortal Arturo
Prat os saluda y os bendice, y con él os saludan y os bendicen también todos
vuestros conciudadanos.
Desde el para siempre memorable 21 de mayo último, vosotros, restos
queridos de esa heroica tripulación, que vio hundirse en las profundidades
del océano a la invencible corbeta, habéis sido nuestro encanto y nuestro
orgullo.
Os lo decimos con grata satisfacción: “No ha trascurrido un solo día, una
sola hora, en que nuestros corazones hayan elevado al cielo ardiente e ince-
sante plegaria por vuestra ansiada libertad, por vuestro pronto y feliz regreso
al suelo de la patria”.
Al contemplaros hoy con indecible regocijo en medio de nosotros, sólo
tenemos una palabra de unísona e inmensa gratitud para exclamar profun-
damente conmovidos: “¡Bendito sea, una y mil veces, bendito el Dios de los
Ejércitos que tronchó las cadenas de vuestro cautiverio por las manos de
vuestros compatriotas!”
He aquí, señores, cómo paga la Divina Providencia el sacrificio de los
que, sobre el altar de la patria, inmolan generosos la vida por la defensa de
su honra.
¡Ah! Bien lo sabéis, gloriosos náufragos de aquella memorable jornada:
visteis intrépidos las sombras de la muerte y ahora contempláis justamente
asombrados los resplandores de la resurrección.
¡Gloria eterna al héroe sin par de esa sublime tragedia! ¡Honor imperece-
dero al inmortal Arturo Prat, y a vosotros que secundasteis sus esfuerzos!
Su grandiosa hazaña, que tan de cerca os pertenece, porque también es
vuestra, ha recorrido en alas del ángel de la fama todos los pueblos del orbe.
Y Chile, enaltecido hasta la cima de la gloria por él y por vosotros, ve su pura
y altiva frente ceñida para siempre por la aureola de la inmortalidad.
Os rendimos el homenaje de vuestro más sincero reconocimiento; porque
vosotros disteis el ejemplo con un denuedo que ha asombrado al mundo, y
ahora ninguno de los defensores de la honra de Chile quiere ser menos que
vosotros. Abristeis la senda de la victoria con una página digna de la epopeya.
Por ella han marchado nuestras huestes triunfantes, y no está ya lejano el día
en que entonemos el último cántico de triunfo, sobre las ruinas y despojos
de nuestros vencidos enemigos.
De nuevo os bendecimos aplaudiendo vuestro arrojo, y la historia de la
guerra de 1879 en que Chile está comprometido grabará en primera página
con letras de oro vuestros gloriosos nombres. Allí será Arturo Prat el Moisés
de esta brillante contienda y vosotros la porción escogida del nuevo pueblo
de Dios. Sí, señores, de Chile, donde la mano misteriosa que rige los destinos

290
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

del mundo de Colón ha querido bordar entre las olas del Pacífico y las rocas
de los Andes este nuevo Edén de inmensa ventura y de grandioso porvenir.
Recibid afortunados sobrevivientes de esta arca santa llamada Esmeralda,
recibid por tercera vez el tributo de nuestra admiración. La reina del Pacífico,
la opulenta y generosa Valparaíso, se siente feliz al abrazaros con su cariño
de madre y prepara ya el trofeo que esculpirá sobre el bronce imperecedero,
como la más rica joya de su diadema, la esfinge de esa Esmeralda inmortal con
sus gloriosos tripulantes.
Mientras tanto, el pueblo de Santiago os envía, en testimonio de gratitud,
estás medallas que pondrá sobre vuestros pechos generosos como recuerdo
de vuestra hazaña, el digno intendente de Valparaíso. Guardad con ellas las
fecha gloriosa de ese día inmortal, y al pisar la cubierta del Huáscar, ayer
vuestro enemigo y hoy vuestro vencido, no olvidéis que la estrella del tricolor
chileno; flameando en sus mástiles, os llevará de nuevo al campo de la gloria.
Id pronto y volved pues pronto cargados con los laureles cogidos por vuestro
valor en la misma ciudad de los reyes, rendida a vuestras plantas. Id y decid
a los hijos del Sol que la sombra de Arturo Prat ha infundido el temor a sus
ejércitos y la indomable altivez a nuestros soldados. Id y traednos la última
victoria en las cofas de vuestros blindados, cubierta en son de paz con la
sombra bienhechora de nuestra hermosa bandera. He dicho.
He aquí ahora el discurso que pronunció el señor Altamirano:
¡Marineros de la Esmeralda!
¡Guerreros invencibles!
En vuestro tránsito desde el barco tornado al enemigo hasta este sitio,
habéis sido objeto de una calurosa ovación.
Todas las clases sociales se han agrupado a vuestro alrededor para tribu-
taros el homenaje de su gratitud, que es la gratitud del país.
Mirad y veréis que todos los ojos lanzan rayos de orgullo, que todas las
frentes se alzan ardientes y altivas.
Y el delirante entusiasmo que notas en este pueblo, es el mismo que en
este momento pone de pie a toda la república a medida que el telégrafo lleva
de provincia en provincia la noticia de vuestro feliz arribo.
Al salir a recibiros reciban un mensaje de S. E. el Presidente de la República.
El deseaba que su palabra llegara la primera a vuestro oído para deciros que
por vuestras virtudes, por vuestro valor, por vuestra conducta ejemplar en la
grandiosa tragedia de Iquique habéis merecido el bien de la patria.
La ilustre municipalidad de Talca y su digno intendente me han honrado
también con el encargo de saludar a los que con su sangre han escrito la más
hermosa página de la historia nacional.
Y no os admiréis de esta unanimidad en el aplauso, de esta universalidad
en el júbilo. Vuestra llegada nos ha traído de súbito a la mente el recuerdo
de vuestra hazaña inmortal.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

¡El 21 de mayo!
Decidme, ¿Os acordáis de aquel día memorable, que para vosotros debió
ser el último, de aquel día en que sucesivamente dijisteis adiós a vuestro jefe
inmortal, a la vieja y querida nave que montabais y a vuestra propia vida?
¿Habéis calculado alguna vez toda la extensión de la hazaña portentosa que
entonces realizasteis?
¡Tal vez no! Vosotros, hombres del pueblo, sois tan grandes, tan heroicos
tan abnegados, tan patriotas, como humildes.
Sois siempre los primeros en el sacrificio y quedáis los últimos en la re-
compensa, sin que esto lleve amargura a vuestro noble corazón ni modifique
los impulsos de vuestra alma generosa.
Practicáis el culto de la patria, lleváis desde la cuna y dentro del pecho la
idea de que vuestra vida y vuestra sangre pertenecen a este Chile tan amado,
y a toda hora y en toda circunstancia estáis prontos para pagar esa sagrada
deuda. Por eso, cuando el honor de la bandera lo exige, sabéis descender
magníficos en vuestra tranquilidad y sublimes en vuestro heroísmo, a los abis-
mos del mar de Iquique, o trepar como leones a las cumbres de Pisagua, y si
Chile y su honor lo piden os batís uno contra cuatro en Dolores, uno contra
diez en Tarapacá.
¡Héroes del pueblo! dejadme repetir una vez más, que en vuestras virtu-
des patrióticas, en vuestro ancho pecho, en vuestros brazos robustos, está el
secreto de la grandeza de Chile!
No tardará el día en que este pueblo agradecido erigirá el monumento que
os debe y en él habrán de figurar tres héroes salidos de vuestras filas, los sargen-
tos Aldea, Abarca y Tapia esos hermanos en la gloria y en la inmortalidad.
¡Pero mientras llega ese momento nos sentimos felices en poseeros, no
por una concesión del enemigo sino en nombre de nuestra victoria y del
poder de Chile!
¡Sí! la patria gemía de dolor pensando que erais prisioneros, pensando que
la tumba del más grande de los héroes, del más ilustre de los hijos de Chile
estaba en país extraño y enemigo; pero el Ejército y la Marina de Chile han
creído que debían derramar torrentes de sangre por conquistar esa tumba y
para devolveros la libertad.
El sacrificio está hecho y el resultado se ha alcanzado.
Los restos del ilustre Prat reciben amparo y sombra amiga del tricolor
chileno.
Vosotros sois libres y volvéis a ser defensores armados de los derechos y
del honor de Chile.
Vuestra patria comienza a pagaros lo que os debe, y ahora mismo estamos
aquí para cumplir con el encargo del pueblo de Santiago que ha querido ma-
nifestaros de algún modo su gratitud. Santiago ha hecho acuñar estas medallas

292
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

que vuestro jefe inmediato, el contraalmirante señor Goñi, va a colocar en


vuestro pecho. Yo os pido las conservéis.
Llevad estas medallas en todos los grandes días de vuestra vida.
En el día del combate llevadlas siempre. Estas medallas os recordarán
que un día fuisteis grande, y harán que siempre lo seáis. Estas medallas os
recordarán que vuestro ilustre jefe os mira desde el cielo y sigue vuestros
pasos para que nunca os apartéis de la senda del deber. No olvidéis que estáis
condenados a ser siempre heroicos, siempre bravos, siempre grandes. Si algún
día os sentís débiles, mirad vuestra medalla y ella os hará fuerte.
Al ir a visitar a vuestras madres y a vuestras esposas llevad esta medalla en
el pecho, y las veréis orgullosas y felices.
Cuando conduzcáis a vuestras hijas al pie del altar para que el sacerdote
bendiga su amor, prended esta medalla en vuestro traje; vuestras hijas levanta-
rán entonces con altivez la frente, mirando igual a igual a las más encumbradas
posiciones, porque podrán decir que, si no son las hijas de la fortuna, son las
hijas del heroísmo y el honor.
Y ahora vosotros, señores que habéis sido testigos de las grandes virtudes,
de los grandes infinitos actos de heroísmo con que han ilustrado esta guerra la
Marina y el Ejército de Chile, acompañadme a lanzar este grito de justicia:
¡Honor a los hijos del pueblo!

293
RECEPCIÓN DE LOS RESTOS DE LOS HÉROES DE
TARAPACÁ Y ARICA*

Editorial del Diario Oficial


Marzo 13. –Hoy a las 4 y media de la tarde deben llegar a esta ciudad, escol-
tadas por numeroso cortejo de deudos, amigos y admiradores, las cenizas
del glorioso comandante del 2º de Línea, teniente coronel Ramírez, las de
Garretón y Cuevas, caídos como éste en un mismo campo y en un mismo día
de prueba y de victoria para las armas chilenas, así como las de Thomson y
Goicolea que en el reciente combate de Arica compraron con sus vidas el
alto honor de haber desafiado victoriosamente los 40 cañones que coronan
fortalezas de aquella plaza enemiga.
El gobierno de la República se ha apresurado a dictar para la pompa
fúnebre con que deben ser recibidas aquellas cenizas y para su decoroso en-
terramiento, todas las medidas que están dentro del círculo de sus facultades,
y que son además compatibles con la iniciativa que en estos casos es preciso
respetar de las familias de los ilustres difuntos y de la gratitud y admiración
de sus conciudadanos.
No serán, sin embargo, la sola pompa y el aparato de la intervención
oficial los que den a la recepción de esos restos queridos y a la ceremonia
de su enterramiento, el carácter popular y verdaderamente grandioso que
corresponde al heroísmo de nuestros valientes muertos por la patria y a la
gratitud de esta nación que ellos cubrieron con sus pechos.
La población entera de Santiago, interpretando sus propios sentimientos
y los de toda la República, acudirá a recibir, llena de solemne emoción y las
cabezas descubiertas, las reliquias ya frías de aquellos corazones que ayer no
más vio partir latiendo de entusiasmo y llenos de brío; al campo de prueba
y de heroísmo en que se juegan los destinos de Chile. Ninguna clase social
faltará a la cita de la gratitud, y todas confundidas en un solo sentimiento,
escoltarán la fúnebre procesión de nuestros héroes muertos y aún insepultos
hasta el templo en que la religión pide a Dios reposo y recompensa para los
que han cumplido su deber en la vida.

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 31 de marzo de 1880, pp. 594-602.

294
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Y esta manifestación no será, no, ni un estímulo para el posterior cum-


plimiento de las obligaciones contraídas para con la patria, que de ello no
ha menester el entero e incondicional patriotismo chileno. Será sólo el
cumplimiento de un deber por parte de la gran masa social; cuya dignidad y
derechos colectivos defienden actualmente nuestros ejércitos y en obsequio
de los cuales rindieron sus vidas los bravos soldados cuyas cenizas vuelven a
la ciudad nativa, a descansar en el lecho de tierra que les mulle la gratitud de
sus conciudadanos y que pronto decorarán, como es debido, el arte con sus
mármoles y bronces, la patria con sus recuerdos la historia con sus fallos.
¡Bienvenidos esos muertos que ya viven la vida de la inmortalidad, con-
quistada con su heroísmo!

Recepción de los restos de los héroes de


Tarapacá y Arica
Las ciudades de Valparaíso y Santiago han rendido a los mártires de Tarapacá
y Arica el justo tributo de cariño, admiración y respeto a que son acreedores
los que han dado su vida con sublime abnegación en aras de la honra de la
patria.
Los cadáveres gloriosos de Eleuterio Ramírez, Manuel T. Thomson,
José Antonio Garretón, Jorge Cuevas y Eulogio Goicolea que puede decirse
representaban a todos, desde jefe a soldado, los que se sacrificaron el 27
de noviembre en las cercanías de Tarapacá y el 27 de febrero en la rada de
Arica, han sido objeto de las espléndidas aunque fúnebres manifestaciones
que pasamos a narrar a la ligera.

En Valparaíso
El Paquete Maule que conducía los restos desde el norte llegó a las 8 de la
mañana del día 12 de marzo.
El recibimiento fue digno de los héroes y digno de Valparaíso.
Pero nada de ostentación bulliciosa y profana. La sencillez descolló en
todo, y sobre la sencillez, la compostura, el recogimiento que inspiraban
aquellos restos preciosos.
Tanto más notable ha sido esto, cuanto que era inmensa la muchedumbre
que formaba el cortejo. No se oían más que las marchas que tocaba la banda
militar y los cornetas del cuerpo de bomberos.
Poco antes de las siete de la noche se desprendían del Paquete de Maule
los botes con antorchas que traían los ataúdes.

295
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Se deslizaron lentamente y en buen orden sobre un mar tranquilo y re-


molcado por una lancha a vapor.
Mientras tanto ya estaba en tierra, a lo largo de la explanada y en medio
de una gran concurrencia, todo el cuerpo de bomberos y la tropa del Batallón
Cívico número 1 que debía formar escolta en el cortejo.
Desembarcados los ataúdes, se les colocó en los tres carros del cemente-
rio que se les tenían preparados y en dos gallos del cuerpo de bomberos que
habían sido adornados con mucho gusto, como que iban a ser destinados a
recibir los restos del comandante Ramírez y del comandante Thomson.
Como media hora se demorarían en formar la extensa línea y prender
las antorchas de los bomberos.
Por fin se pusieron en marcha poco después de las siete y media, tomando
la espaciosa calle de Blanco con dirección a la iglesia Matriz.
Primero iban los tres carros del cementerio con los restos de Garretón,
Cuevas y Goicolea, y en seguida los carros con los de Ramírez y Thomson.
Seguía un numeroso acompañamiento, todo de lo más importante de
Valparaíso, precedido por el señor Intendente de las comisiones enviadas de
Santiago, y cerraba la marcha la tropa del batallón cívico con su banda de
música a la cabeza.
Todo este numeroso y lucido cortejo, que ocupaba una extensión de
tres a cuatro cuadras iba encerrado por una masa de pueblo que marchaba
tranquilo y reverente como el cortejo mismo.
Después de llegar a la Iglesia Matriz, en donde tuvieren lugar los oficios
religiosos, el cortejo regresó por la calle de la Planchada y se detuvo en la
plaza de la Intendencia.
En esos momentos daban las nueve de la noche.
A pesar de la muchedumbre que llenaba ese recinto, en el mejor orden y
en medio de un silencio completo, el señor don Manuel Vicuña subió a una
tribuna que se había improvisado a los pies del candelabro de la plaza y con
voz solemne, robusta y bien acentuado pronunció un discurso que fue varias
veces aplaudido con entusiasmo por aquel atento auditorio.
El orador; después de tributar un elogio general a los cinco mártires que
se habían sacrificado por la patria, tributó particularmente sus elogios a su
amigo Manuel T. Thomson, a quien había podido conocer y apreciar bien.
Luego siguió la comitiva por la calle de la Aduana, del Cobo y San Juan
de Dios, torciendo por la de Bella Vista hasta llegar a la estación del mismo
nombre.
Allí terminó la manifestación con un discurso que pronunció don
Indalecio Segundo Díaz y que publicamos más abajo.
Tal ha sido la manifestación del pueblo de Valparaíso, de ese pueblo que
sabe recibir con el mismo amor y cariño a los vivos como a los muertos.

296
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

El discurso del señor Díaz a que nos hemos referido es el siguiente:

Señores:

El pueblo de Valparaíso, que ayer se vestía de gala y en medio de vítores y


aclamaciones recibía a los héroes que habían revivido en los combates, se
cubre hoy del mayor recogimiento y agrega a sus banderas colocadas a media
asta un fúnebre crespón. Es que hoy recibe los restos de los héroes que han
muerto por la patria, los restos de los que acribillados de balas han exhalado el
último suspiro en defensa del honor de Chile: Manuel T. Thomson, Eleuterio
Ramírez, Eulogio Goicolea, Garretón y Cuevas.
Al ver este espléndido cortejo se viene a la mente lo que nos dice la his-
toria de la entrada triunfal a la Ciudad Eterna de los despojos mortales del
vencedor romano.
Sí, señores y la historia de mañana hablará de una nueva Esparta que se
ha dado a conocer en la presente guerra, nacida al pie de la cordillera y en
la que sus hombres y mujeres han igualado, si no superado, aquellos hechos
mitológicos. En la primera página de esa historia se leerá en letras de oro esta
inscripción: Chile el heroico.
¿Por qué? Porque nuestra raza es una raza especial como ninguna otra
de la América, de hombres nacidos al pie de la cordillera y de hombres naci-
dos a la orilla del mar, de hombres nacidos en la aridez de los desiertos y de
hombres nacidos en la vegetación de los jardines, descendientes de esa mezcla
singular de raza araucana; que es como ninguna otra, pero jamás de aquellos
incas que se dejaban asesinar en tiempos de la conquista, como manadas de
corderos, en un solo día.
La prueba allí la tenemos: cinco fúnebres ataúdes que encierran otros
tantos mártires; y que los vemos iluminados con una luz más poderosa que las
antorchas de los abnegados bomberos, es la aureola de gloria que se esparce a
su alrededor. ¿Para qué hablaros de ellos que vosotros bien conocisteis? ¿Qué
deciros de Thomson, aquel marino de ojos grandes y rasgados y en cuyo rostro
llevaba impresa una resolución firme y severa? ¿Qué de Ramírez, de mirada
de águila, de rostro simpático pero de brazo de león? ¿Qué de Garretón, su
émulo? y ¿qué de Goicolea y Cuevas, de esos dos Cástor y Pólux, represen-
tantes de la juventud, de esa juventud que peleando al lado del veterano ha
mostrado que dominada por el sentimiento patrio es más poderosa que esas
terribles avalanchas que se desprenden de los Andes y que arrastran sobre sí
con cuanto encuentran en su paso devastador.
Chile no es ingrato con sus buenos hijos; la madre patria no puede ser
indiferente con los que se sacrifican por ella.

297
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

¡Sombras queridas de Ramírez; Thomson, Goicolea, Garretón y Cuevas!


Mirad la veneración que un pueblo entero tributa a vuestros despojos al con-
ducirlos al cementerio que los va a guardar. ¡Ah! no señores, el pedazo de
terreno de un cementerio es incapaz de contener restos tan queridos; la fosa
abierta por un sepulturero no puede ser su tumba. ¡Imposible! Su tumba es el
corazón de todos los chilenos, su losa el pabellón querido y la inscripción de
su lápida la escribieron ellos mismos con la pluma de sus espadas abriéndose
paso por entre las trincheras y baterías enemigas.
En Santiago.
A las nueve y media de la mañana del día siguiente, el señor intendente
Altamirano despedía en la estación del Barón de Valparaíso, el convoy porta-
dor de los nobles restos, que se ponían en marcha con dirección a Santiago:
El convoy se detuvo en Llay-Llay para recibir una corona que los vecinos de
aquel pueblo dedicaban a los mártires y otra corona especial que a su antiguo
jefe consagraba el subteniente del 2º de Línea don Alejandro Fuller.
A las 3.30 llegaba por fin a Santiago, siendo recibido por distinguidos y
numerosísimos grupos que ocupaban los andenes.
Se encontraban también el señor Intendente y la Ilustre Municipalidad.
Los carros portadores de los restos merecen mención especial, como tam-
bién lo merece el adorno de coronas y palmas que ostentaba la locomotora.
Los carros eran tres.
El primero contenía los restos de Garretón, Cuevas y Goicolea; una sencilla
inscripción circundaba la corona de inmortalidad: “Tarapacá” ¿Qué corazón
chileno podría olvidar el significado gigante de esta palabra?
El segundo, que encerraba los restos de Thomson, se honraba con su
escudo, en el que campeaba esta sencilla leyenda: “A Manuel T. Thomson,
Abtao, Papudo, Arica” el bautismo de fuego, la confirmación de la sangre, el
viático de la gloria.
En el interior, dos grandes pabellones cubrían el féretro custodiado por
trofeos de armas y poetizado con hermosas coronas.
El tercero contenía los sagrados despojos del inmortal Ramírez. En la
parte exterior, el nombre de Eleuterio Ramírez iba adornado con las leyendas
“Calderilla, Cerro Grande, Tarapacá, Calama”.
La parte interior estaba completamente tapizada de negro. En un extremo
campeaba un hermoso trofeo de armas colocadas sobre un tambor y encimadas
a su vez por una gran corona en cuyos lazos se leía: “Eleuterio Ramírez, héroe
de Tarapacá” y sobre está corona se destacaba como fuente de tanta gloria el
escudo chileno, a cuyo pie figuraba la leyenda “Por la razón o la fuerza”.
El extremo opuesto estaba ocupado por un gran trofeo de armas, entre
banderas y coronas.
Del cielo pendía una corona de flores artificiales, suspendida sobre el
féretro colocado en un pedestal vestido con terciopelo negro y cubierto con

298
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

las coronas obsequiadas por la Protectora de Valparaíso, El Asilo, la Sociedad


de Beneficencia de Señoras, los vecinos de Llay-Llay y la del joven Fuller, que
ya dejamos mencionado.
A las 4 tres cuartos se procedió a la ceremonia de colocar los féretros en
sus carros respectivos. Esta parte del programa fue encabezada por el siguiente
discurso de don Juan Miguel Dávila Baeza, secretario de la Municipalidad.
“Señores: Santiago, capital de esta patria querida, cumple hoy con un
deber santo. Llegan a su puerta los restos venerados, las reliquias sagradas
de aquellos cuya existencia terminó en los campos de batalla sosteniendo el
honor de nuestra bandera.
La ciudad viste con toda justicia el luto más sincero, y sus representantes
a cuyo nombre hablo, haciéndose intérpretes de ese sentimiento, tomen el
puesto que les corresponde: reciben con religioso respeto las cenizas de los
grandes hijos de la patria y les rinden el tributo que inspiran la gratitud y la
admiración del heroísmo.
El acero enemigo ha roto el lazo que unía a la materia las almas de
Thomson, de Ramírez, de Garretón, de Cuevas y de Goicolea; pero si ellos no
viven, su recuerdo permanecerá eternamente en la memoria de sus conciu-
dadanos, sus nombres serán un timbre de honor para la patria, figurarán con
orgullo en sus monumentos y ocuparán un lugar preferente en su epopeya. Su
ejemplo será, como ha sido ya el de Prat, el de Serrano, de Riquelme y demás
mártires del deber, fuente fecunda de nobles virtudes cívicas:
Esas almas que tanto amaron a su patria, que le dieron su sangre, habrán
recibido el premio a que son acreedoras, y desde la mansión divina, serán los
faros luminosos que guíen a nuestro Ejército en sus futuras victorias.
Cumplamos, pues con este triste deber y conduzcamos a la última morada,
con religioso respeto y con profunda gratitud, los restos de los que supieron
morir, como buenos, dando a la patria días de gloria y a nosotros un título
más para enorgullecernos de ser chilenos.
Estas sencillas pero sentidas palabras fueron escuchadas con recogimiento
solemne y aplaudidas respetuosamente desde el fondo del alma.
A las 5:20 minutos pudo ya ponerse en marcha el cortejo fúnebre en el
orden siguiente:
Abrían la marcha ocho batidores,
Seguía la banda de la Artillería que ejecutaba marchas fúnebres.
Alumnos de la Escuela Normal de Preceptores.
Id. de la de Artes y Oficios.
Carro de O’Higgins, que conducía los restos de Goicolea, llevando sen-
cillo adorno de flores y coronas entrelazadas con negra gasa. Este carro era
tirado por algunos carabineros de Yungay y marchaba rodeado por los deudos
del simpático joven, formándole guardia de honor algunos miembros del

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

batallón Guardias del Orden y dos marineros del departamento de arsenales


de Valparaíso,
Brigada de los Sagrados Corazones.
Carro de los Bomberos, que conducía los restos del malogrado joven
Cuevas. Este carro, cuyo adorno era idéntico al del anterior, era tirado por
miembros de la 4ª compañía de Bomberos (bomba francesa), y formaban la
guardia de honor algunos Guardias del Orden, agregándose los convalecientes
del Chacabuco al mando de un sargento y del capitán don Carlos Campos,
del mismo Cuerpo.
La urna de cristal, que contenía los restos del señor Garretón, era tirada
por soldados de la Guardia Municipal, algunos cadetes y otros tantos Guardias
del Orden.
Cubierto de coronas de flores, tapizado con fúnebre gasa y más que todo
acariciado por las miradas reverentes y la respetuosa simpatía de todo un
pueblo, marchaba en seguida el carro de Blanco, en cuyo interior fraterniza-
ban los restos de Ramírez y Thomson, así como en vida se conocieron en el
mismo sacrificio, en el mismo heroísmo, en el mismo martirio.
Los convalecientes del 2º de Línea no podían ceder a ningún corazón
el derecho de conducir los restos de tan querido jefe, ahí se veía a un lado,
pálidos y silenciosos, a los mismos que, arrogantes y audaces, desafiaron junto
a él a la muerte y el peligro, que volaban en las alas de un huracán de fierro
y de plomo.
En este severo grupo, en el que se confundían el espíritu de los muertos
con el alma de los vivos, era escoltado por 12 artilleros de Valparaíso y algunos
oficiales de graduación, entre los que notamos a los señores teniente coronel
don Egidio Gómez Solar, teniente coronel don Bernardo Gutiérrez, coman-
dante del escuadrón Maipú, don Rosauro Gatica, mayor del mismo cuerpo,
don Francisco Zúñiga y capitán de fragata don Carlos Pozzi.
Un detalle simpático. Rodeados por esa brillante comitiva, acariciados
por manos cariñosas, caminaban junto al féretro dos angelitos, dos pequeños
hijos de los dos ilustres fallecidos. Este carro fúnebre debía ser para ellos un
libro abierto en cuyas páginas leerán la historia del heroísmo viviente, del
valor sublime, de la abnegación sin límites.
En pos de este último carro iban las comisiones: militares, de marina;
de traslación de restos, de orden y otras, seguidas por el Intendente de la
provincia y los deudos de los fallecidos.
Por último, mandada por el jefe de la fuerza, don Arturo Claro, iba la
escolta, formada por los Cadetes, la banda de la Guardia Municipal, el Cuerpo
de Bomberos armados y el batallón Santa Lucía, con su banda respectiva.
La comisión de Valparaíso venía representada por algunos de los más
caracterizados vecinos de aquella nobilísima ciudad y encabezada por su
presidente don Benicio Álamos González.

300
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Don Benjamín Vicuña Mackenna presidió la primera parte de la ceremonia


y dispuso la colocación de los féretros en su lugar correspondiente.
Los carros del convoy venían enlutados por completo. Sobre el negro paño
se columpiaban cenefas blancas, armonizadas con rosetones y lazos negros;
completaban el adorno pequeños trofeos de palma, colocada en forma de
rayos triunfales, intercaladas con arrayanes, coronas de encina y de hiedra.
La marcha sólo ofreció de notable el orden perfecto que reinó durante
toda ella y el silencio con que la multitud acompañó el cortejo.
Éste recorrió las Delicias, se internó por la calle de Ahumada y llegó a la
Catedral a las 7 PM; el último féretro fue depositado bajo las bóvedas de este
templo a las siete y media.
En la Catedral, esperaban el acompañamiento el Seminario y las corpo-
raciones religiosas.
La multitud de acompañantes sólo puede ser calculada por quien sea capaz
de comprender la profunda simpatía que despiertan en el corazón chileno
los grandes hechos llevados a cabo por los hijos de Chile.
La estación era estrecha para contener a los favorecidos con el permiso
de entrada; los carros del ferrocarril urbano marchaban atestados de pasa-
jeros. Fue necesario colocar guardias para impedir los atropellamientos y
cerrar las rejas para evitar sofocaciones en el interior y perturbaciones en la
ceremonia.
Las Delicias estaban ocupadas por una innumerable multitud que seme-
jaba un meeting inconmensurable. Igual cosa debemos decir de la calle de
Ahumada, donde no había ventana sin muchos ojos, ni puerta sin muchos
pies empinados sobre los canceles, ni losa del pavimento que no estuviere
como alquilada para observatorio.
Las calles se veían muy adornadas.
Muy a la ligera vamos a mencionar las principales.
A la entrada de la estación se colocó una ancha banda con la siguiente
leyenda:
La patria, anegada en lágrimas, espera de rodillas los restos de sus hijos más
queridos.
A la entrada de la calle de Ahumada campeaba en la misma forma la
siguiente inscripción:
La ciudad de Santiago se prosterna delante del féretro de los grandes héroes y al
pasar los saluda.
En la puerta principal de la Catedral, había otra con la siguiente
leyenda:
El pueblo de Chile abre sus templos a las almas de los que por él murieron y en
nombre de la religión al recibirlas los bendice.

301
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

En las Delicias notamos muchas flores en los árboles, muchas banderas


en las manos y muchas manos de un patriotismo anónimo, pero siempre
simpático y sincero:
He aquí algunas de las casas cuyos adornos cogimos al vuelo con nuestros
ojos de cronista.
Antepecho de la estación, cortinajes negros, cenefas de arrayán. (Lista
de donativos).
Don Juan B. Echeverría: cortinajes.
Hotel del Sur: arcos y coronas en las puertas.
Don Marcial Plaza, Inspector de policía: flores, arcos de arrayán, coronas
de encina.
Don Víctor Aldunate: profusión de coronas y flores.
Doña Fortunata Soto: gran arco de arrayán y ciprés en la puerta, palmas
en las ventanas.
Señores Gandarillas y Larraín, grandes cortinajes negros.
Don Juan de Dios Bazo: profusión de flores, tules negros en el segundo
piso; coronas de hiedra y encina en el primero.
Don Miguel González: colgaduras en las ventanas, cenefas blancas en el
balcón, coronitas de arrayán y flores.
Hotel Oddo: colgaduras de tul negro; flores en los balcones.
Señores Matte y Pérez: tres grandes cortinas tricolores que colgaban desde
el segundo piso hasta el pavimento de la calle.
Palacio Arzobispal: gran adorno de cenefas negras con orla blanca; trofeo
de armas sirviendo de pedestal al busto de Prat.

Honras fúnebres
El lunes siguiente se celebraron en la iglesia Metropolitana unas solemnes
honras fúnebres que fueron pontificadas por el señor Obispo de Martyrópolis,
señor Larraín Gandarillas.
A la misa asistieron el Presidente de la República, los Ministros de Estado,
señores Gandarillas, Matte, Amunátegui, Santa María, los presidentes de
ambas cámaras, los jueces de los altos tribunales, jefes del ejército, diputados,
eclesiásticos, en fin, cuanto de notable encierra la capital, en el foro, en la
magistratura, en el ejército, en las letras, en el sacerdocio, en todas las esferas
sociales.
El catafalco donde estaban los restos era de lo más suntuoso. Las paredes
estaban enlutadas con terciopelo y millares de luces iluminaban las sombrías
bóvedas de la iglesia Metropolitana.

302
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

La ceremonia fue regida tal como lo merecían los mártires a quienes se


dedicaba.
Afuera estaban los bomberos armados, los cadetes, el batallón Santa
Lucía, la guardia de comerciantes, la brigada de San Luis, los carabineros
de Maipú y un pueblo entero que no podía penetrar a la vasta catedral, sin
peligro de asfixiarse.
Los bomberos de la 4ª hicieron la guardia alrededor del catafalco.
La batería del Santa Lucía disparaba de 5 en 5 minutos cañonazos que
repercutían en los corazones como los ecos del dolor más amargo y de la
despedida más dolorosa.
La misa terminó a las once de la mañana. El orden de la procesión fúne-
bre fue el mismo del día sábado, habiendo recorrido las calles del Puente,
Artesanos, Recoleta y Rosario hasta enfrentar la avenida del Cementerio.
En el puente de Calicanto se había arreglado un arco en el que se leía una
sentida inscripción y los nombres de los héroes en escudos tricolores.
En la botica de don Domingo Arís se leía otra inscripción que era el eco
de un populoso barrio de la capital.
Decía: Los habitantes de ultra Mapocho saludan los restos venerados de sus
héroes.
Las casas números 67 (de don Nicanor Molinare) y 86 de la calle de la
Recoleta estaban adornadas en sus fachadas con coronas y guirnaldas de
cipreses y siemprevivas.
La lúgubre fachada del Cementerio se había engalanado con ricos cor-
tinajes de terciopelo sobre el sitio donde está la linda inscripción: Esta que
juzgas tumba de los hombres se leía:
Chile en un solo pensamiento da con veneración el último adiós a los restos de
sus héroes.
En el Cementerio se había arreglado con gusto y elegancia el mausoleo
de los héroes; mausoleo facilitado por el señor Velasco y que estaba recién
construido. ¡Glorioso mausoleo que ha sido inaugurado con los restos de los
que figurarán en la historia como grandes entre los grandes y bravos entre
los bravos, que es como hoy viven en el corazón de todos los que tenemos el
gran orgullo de llamarnos chilenos!
En el mausoleo las coronas de los deudos eran tan hermosas y tantas que
nos fue imposible tomar nota de todas ellas.
Esas coronas tenían despedidas que eran una lágrima y expresiones de
corazón que eran un sollozo.
A mi inolvidable papá, Eleuterio Ramírez, decía una, su María Ercilia.
A mi amado papá… Rosa Amelia.
A mi querido abuelito, Delia Esmeralda Arrate.
Recuerdo de gratitud a mi querido jefe, Eleuterio Ramírez, su asistente
Bartolomé Rodríguez.

303
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Triste recuerdo a mi esposo, Gabriela de Ramírez.


Luego llegaron los hijos de la patria, esto es los hijos de los que han muerto
en la guerra y que reciben educación y cuidados paternales en la santa casa
que se denomina el Asilo de la Patria.
Fueron colocados al lado del mausoleo delante del cual había una plantilla
de laureles, rosas, siemprevivas y cipreses.
También llegaron los cadetes e hicieron la guardia alrededor de los
ataúdes.

Hubo varios discursos; he aquí el orden en que se pronunciaron:

Don Benjamín Vicuña Mackenna

Señores:

Durante la larga serie de años en que el triste deber de los supremos adioses
me ha conducido a este sitio fúnebre, no había presenciado jamás un espec-
táculo tan imponente como el que desde esta grada diviso y admiro…
He visto quizá mil veces gemir en estos senderos que son el reino silencioso
de la muerte, al padre, al hermano, al hijo, al amigo, al que ha traído en sus
brazos el dulce peso de su propia vida, la angélica frente de la hija robada
en la cuna a nuestro blando halago, ceñida de blancas rosas, o empapada en
llanto y cubierta con los ósculos de santo respeto, la cana cabellera del padre
venerable que nos guió en la vida.
¿Y quién, señores, no la venido aquí en más de un día, de esta vida recibida
en préstamo, con su pecho henchido en esos dolores imperecederos que son
como la devolución de nuestro aliento a los que exánimes se van?
¿Y quién, en días de religiosa y universal conmemoración, no ha visto ani-
marse estas melancólicas avenidas de túmulos y cipreses con bullidora vida y
cubrirse con altivos mausoleos de festones primorosos, mientras que el pobre
decoraba la humilde cruz del pobre, con lazo funerario y vestíanse todas las
lápidas todas las bóvedas y todas las efigies que aquí moran con frescas flores
cuyo rocío era de lágrimas?…
Pero hoy, en este severo cortejo de los muertos por el hierro, cuyos fére-
tros ha seguido taciturno y reverente todo un pueblo, el redoble ronco del
tambor y al toque pausado y grave de la campana funeral, no ha sucedido,
señores, nada de eso.
El grupo se ha convertido en masa, la corriente en ola, el llanto en lava,
la ciudad en mar humano y la íntima plegaria de los corazones y de los labios
en himno mudo que remonta el éter como el humo de la pira después de la
batalla, como la nube de incienso que en ondas suaves y calladas envuelve en
espirales las altas bóvedas del tabernáculo y apaga y armoniza con su aroma
las últimas preces de los sacerdotes.

304
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

¿Y por qué, señores, ha acontecido todo esto? ¿Por qué esta ciudad, de
suyo morosa, helada, que tiene el frío de los negocios antes que el calor em-
balsamado de las lágrimas, ha roto hoy la venda del espeso lienzo que ata su
alma para agolparse al riel, al tránsito enlutado, al templo, al mármol de los
sepulcros, en cuyos atrios la muchedumbre entristecida y clamorosa vaga y se
agita como si el Surgite mortui hubiera?

Porque era Chile la divisa santa


Que alentaba sus grandes corazones,
Y el que lucha por Chile no se espanta
Ni del fusil a los discordes sones,
Ni al horrible tronar de los cañones!

Y él, Thomson, el valiente,


Que lauro eterno conquistar desea,
Sobre su nave muere heroicamente,
Y cerca de él, el bravo Goicolea
Rinde su último aliento en la pelea.

Y el Ramírez, modelo de nobleza,


En cuyo pecho habitan
El pundonor, la audacia y la entereza
Y Garretón y Cuevas que le imitan
Al combate a morir se precipitan.

¡Fin envidiable, muerte bendecida!


Ante ella se sublima el pensamiento:
Os quisieron matar, y os dieron vida;
Os arrancaron el vital aliento,
Pero os alzó la gloria del firmamento!

Y hoy con amor mil seres os reciben


Y vienen a este sitio consagrado,
No a gemir, a alentar a los que viven,
¡Llorar no sabe un pueblo denodado
sobre la tumba heroica del soldado!

Recibid, caras sombras,


De Chile entero el homenaje ardiente!
¡Y tu patria adorada, que las nombras
Con gratitud, cobija eternamente
Bajo tu égida el sueño del valiente!

305
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

El señor don José Antonio Tagle Arrate pronunció el siguiente discurso…

Señores:

Nunca ha podido asociarnos, reunirnos, agruparnos en torno de una fosa un


motivo más justo, una causa más poderosa, que se nos impone a todos como
un tributo del sentimiento nacional para venerar estos despojos en que se
ensañara la muerte, estos restos queridos en que ayer no más se anidaron
almas de un temple superior, de una abnegación sin límites, de un amor
profundo a la patria que les vio nacer, de un aliento inquebrantable para
sostener la justicia y el derecho lastimados inconsultamente por dos naciones
antes amigas, que fueron auxiliadas en sus horas de angustia y sostenidas por
el brazo de Chile.
Nosotros lo sabemos, y con nosotros la mayor parte de las naciones civi-
lizadas con quienes cultiva relaciones la América del Sur: Chile siempre leal,
siempre noble, siempre honrado para llenar sus compromisos, para hacer
honor a su fe pública empeñada de cualquier manera que fuese, fue sorpren-
dido un buen día con trasgresiones y con atropellos gratuitos inferidos a su
honor por dos naciones, el Perú y Bolivia, que nos tendían la mano del amigo;
al mismo tiempo que fraguaban en la oscuridad del secreto pactos alevosos
para anonadarnos, para destruirnos, para humillarnos. Entonces sonó la
grande y solemne hora del sacrificio. Chile, paciente hasta la exageración, no
podía sin mengua de su honor, permanecer impasible ante tamaño ultraje;
suena el clarín de guerra, el templo de Juno abre sus puertas y comienza la lid
en que estamos empeñados y en que habrá de quedar sellada la virilidad de
la nación. Miles de hombres vuelan presurosos a tomar las armas y nuestros
pocos soldados que en ese momento existían son los primeros en correr al
campo de honor llenos de santo entusiasmo, con la frente erguida, con fe en
la victoria y con semblante alegre.
¿Por qué este movimiento general? ¿Por qué esta espontaneidad? ¡Ah!
señores: la historia explicará más tarde todas las causas, todos los sucesos,
todos los detalles y todos los perfiles de la fisonomía de esta guerra. Mientras
tanto, séame lícito decirlo: la causa primera y acaso primordial no es otra
que el sentimiento y hasta la costumbre arraigada y profunda que existe en
cada uno de los individuos de la familia chilena; de respetar la ley, de tributar
culto a sus instituciones, de manera que cuando alguien quiera conculcarlos,
hallará de pie a la nación toda para defender esos tesoros que son el secreto
de su poder y de su fuerza.
He ahí, a mi juicio, el secreto que producen los grandes capitanes y las
huestes heroicas que hoy forman el orgullo de la patria, que luchan en el
corazón del país enemigo no ya sólo contra los hombres sino contra la ruda

306
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

naturaleza de regiones inclementes y despiadadas. No importa, la estrella de


Chile irá adelante, límpida y pura, hasta tocar la meta de la jornada.
Llega el 21 de mayo de 1879, y se verifica en las afortunadas aguas de
Iquique el hecho más heroico y glorioso que acaso cuentan los anales del
mundo. El comandante Prat y sus segundos, Serrano, Riquelme y tantos
otros soldados abren la marcha fúnebre que los ha llevado al templo de la
inmortalidad, dejando tras de sí no ya sólo una estrella luminosa y radiante
cual ninguna, sino una prenda anticipada de la victoria final.
Nadie quiere quedarse atrás; todos desean aproximarse a esa altura. Vienen
los combates de Pisagua, Dolores y Tarapacá, Arica y el heroísmo del chileno
todo lo vence, todo lo quebranta, todo lo sacrifica en el altar de la patria.
Hemos vencido, sí: Todo presagia que venceremos mañana; pero si esto
nos llena de íntima alegría, también nos trae dolores acerbísimos y profundos
por la pérdida de vidas tan queridas para la patria, de corazones tan esforzados,
de hombres tan esclavos del deber y tan celosos de su honra; para quienes
el miedo y la cobardía no pasaron de ser palabras sin sentido, de las cuales
jamás pudieron darse cuenta.
¡Ah! señores: las sombras queridas de Ramírez, de Thomson, de Garretón,
de Goicolea, de Cuevas ante cuyos despojos hoy nos descubrimos reverentes,
pedirán al Dios de los Ejércitos la victoria de la que fue su patria, y ellos la
obtendrán, que sus plegarias llegarán indudablemente al trono del Eterno
como llegan siempre las plegarias de los buenos, las plegarias de la virtud.
Es grande ofrenda, insuperable ofrenda ante el Altísimo el sacrificio de
la vida por la patria; nada igual, nada comparable. Por esto nosotros, que aún
quedamos para seguirlos muy de cerca si es preciso, tenemos el deber sagrado,
ineludible de honrar la memoria de estos hombres no ya sólo grabando su
recuerdo en nuestros corazones, escribiendo sus nombres en letras de dia-
mante en el gran libro de la patria para trasmitirlos a las generaciones futuras
con toda su grandeza, sino haciendo nacionales sus afectos y sus simpatías,
sin olvidar uno solo de los seres que les fueron queridos y a cuyos amargos y
doloridos llantos hoy nos asociamos con toda la efusión del sentimiento.
¡Qué señores! ¡Me figuro a esa majestuosa cordillera de los Andes quedarse
atónita, ante el heroísmo de Ramírez! Me figuro al mar Pacífico asombrado ante
la serenidad de Thomson para desafiar y hasta para amar el peligro. ¡Parece
que esos hombres han participado de la naturaleza física que les vio nacer y han
querido hasta superarla! Fue necesario toda una bala de cañón para derribar a
Thomson que nos dejara siempre su cabeza y su corazón, es decir, su inteligencia
y sus sentimientos al servicio de la patria; fueron necesarias muchas balas de
rifle para cortar la vida de Eleuterio Ramírez y como si no fueran suficientes,
la cobarde alevosía enemiga allegó el fuego del incendio para extinguir tan
noble vida. ¡Ah, señores de la alianza contra Chile! ¡Qué cargo tan tremendo
la cuenta de vuestra responsabilidad! ¡Esperad un poco!

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

¡Mártires chilenos! ¡Bendita sea vuestra memoria!


Sí; será bendita vuestra memoria; y al mismo tiempo será vengada vuestra
pérdida. Aquí en este lugar de luto y de llanto, de consoladoras esperanzas,
de recuerdos indelebles; aquí en este lugar de muerte y de vida; juremos esa
justa venganza, retemplemos las fibras del amor a la patria para no olvidar la
grande enseñanza que nos legan todo por la patria, todo por Chile.
He dicho.

Después pronunciaron discursos don Carlos M. Vargas, a nombre de la


ciudad de Valparaíso, y un joven Pinochet Lebrun, a nombre del colegio del
Salvador.

El señor don Belisario del Fierro debió pronunciar el siguiente discurso


sobre la tumba de los héroes, si una repentina indisposición no se lo hubiese
impedido:

Señores:

Decir algunas palabras antes que el helado mármol del sepulturero guarden
para siempre los sagrados despojos que tenéis delante, es para mí una exigencia
del corazón, un acto de generosos recuerdos.
¡Hay instantes en la vida en que, elevando la vista y remontando la mente,
interrogamos al cielo la causa de tan inmensa desgracia; el motivo de tanto
luto, pesar y llanto pero entonces el cielo enmudece y callado recibe nuestras
lágrimas y contempla nuestro profundo dolor!
El pueblo de Chile viste hoy riguroso luto y reverente se agrupa alrededor
de este sarcófago recién abierto para tributar grandioso homenaje a los grandes
hechos, a las venerandas cenizas.de los guerreros de Tarapacá y del Océano.
¡Manes de estos ilustres héroes inspiradme en este instante para traducir
en palabras los recuerdos sublimes que la historia, que la epopeya deben
consignar en sus eternas y doradas páginas!
¡Próceres de la actual contienda recibid allá en la luz en que moráis el voto
de todo un mundo que os aclama como los regeneradores de un pueblo!
Thomson, de espíritu sublime, de alma generosa y bien templada, de
corazón sensible, de imaginación ardiente de un civismo sin igual, nació
con la predestinación de habitar el mar, y por eso en frágil barco surcando
las embravecidas olas afrontaba sereno el peligro; y al blandir de su espada,
al mirar del anteojo y al tronar del cañón, rendía al enemigo y enarbolaba
bandera de victoria.
Hoy, por sus heroicos hechos, el brillo de su nombre fulgura en el hermoso
cielo de la América, y la victoria lo aclama como grande desde los Andes al
mar; desde Panamá al Estrecho.

308
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Ramírez, de altos sentimientos, de majestuosa serenidad, de alma de acero,


de amor entrañable, de acendrado patriotismo, marchó airoso al primer grito
de guerra de la patria a defender su honor, su bandera, su integridad y con-
quistar en mil combates el laurel que para siempre ornará su frente.
Los nombres de Calama, Tarapacá y Ramírez se unifican, juntos resonarán
en los himnos marciales, en los cantos populares.
¡En el campo del honor las balas respetaron la vida del héroe, mas la
inmoló la mano inicua que prendió la hoguera!
Garretón, Cuevas y Goicolea, jóvenes aún, fueron nobles adalides de una
primera victoria y, habiendo rendido sus vidas en cumplimiento de su deber,
los proclama como héroes el aura popular.
¡Genios tutelares! a los mártires que se inmolaron en defensa de su patria,
formadles ancha corona con las constelaciones de estrellas que giran en los
espacios estelares:
¡Ellos han muerto! pero en cambio el Ejército y Armada de Chile rinden
hoy el homenaje debido a los grandes hechos de los que fueron sus compa-
ñeros abnegados, sus hermanos en el sacrificio.
¡Ellos han muerto! Pero en cambio la gloria de sus nombres irradiará
pura luz a través de los siglos y de las generaciones.
¡Ellos han muerto! Pero en cambio el pueblo de Chile bendice agradecido
su memoria y entonando un himno de amor y veneración modelará sus bustos
en bronce en día no muy lejano.
Hombres antes que benefactores, benefactores antes que guerreros,
guerreros antes que héroes, héroes, morarán perdurablemente en la azul
región.

Discurso pronunciado por don Manuel Luis Olmedo, subteniente del 2º de


Línea que fue herido en Tarapacá.

Señores:

Habéis oído la palabra sentida y elocuente de los respetables caballeros que


han hecho la apoteosis de los valientes a quienes hoy la patria recibe en su
seno y les tributa el homenaje de su eterno agradecimiento.
Permitid, entonces al último de los subalternos, del que fue comandante
don Eleuterio Ramírez y capitán don José Antonio Garretón, eleve también
su voz, no para glorificar a los que por sí solos supieron conquistar la inmor-
talidad, sino para testificar ante vosotros y ante el mundo entero, que el valor
y el sacrificio de estos dos soldados fue heroico en el campo de batalla.
Yo, señores, me encontré en el sangriento combate de Tarapacá.
Yo oí la palabra ardiente de ese ilustre jefe; cuando con un entusiasmo
digno de la causa que defendía y del valor que le caracterizaba, nos dirigía

309
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

a la pelea, y nos animaba con serenidad para no retroceder ante el plomo


enemigo.
Yo, señores, le vi herido y le oí rugir como el león en el peligro, no por el
dolor de sus heridas ni por el temor a la muerte, sino porque no podía vengar
a la patria ofendida, ni prever el final de esta sangrienta lucha.
Yo, señores, le vi cuando herido por segunda vez, se le suplicó retirarse
para que se atendieran sus heridas, a lo que él negándose contestó: “Mientras
quede un solo soldado yo estaré al lado de él”.
En efecto, Ramírez cumplió su palabra.
Allí, al lado nuestro, al lado de esa tropa que peleaba desesperada por la
desgracia de su jefe, rindió la vida: pero antes de recibir el último martirio
del cobarde enemigo, supo vender bien cara esa preciosa existencia, es decir,
como la venden los valientes.
Incapaz de tenerse en pie por la sangre que había perdido, herido dos
veces; y enviando a los suyos no su despedida, sino el aliento de bravo, trece
cadáveres, resultado de otros tantos disparos sobre enemigos que pasaron
cerca de él, prueban que Ramírez supo morir como valiente y desafiar el
peligro hasta el último instante.
Al fin, moribundo, su postrer disparo no tuvo la suerte de los anteriores
y el que escapó de ser su víctima, un teniente peruano, le dio en la frente un
balazo y concluyó con aquella existencia preciosa, con aquel jefe tan valiente
como caballero y tan noble como buen soldado.
Señores, Ramírez era un valiente y por eso dirigió a la pelea a bravos
como él.
Allí murieron Vivar, Garretón, Garfias, Fierro, Silva, Cotton, Morales,
López y tantos otros oficiales que como yo tenían orgullo en pertenecer a
ese regimiento y estar bajo las órdenes de tan digno jefe; y preguntad a los
testigos oculares de esa sangrienta jornada, acaso alguien retrocedió por la
muerte de alguien o si le amedrentaba lo desigual de la lucha por el número
de enemigos que nos acometieron y por la superioridad del terreno en que
nos encontrábamos colocados.
¡Ah! señores, Tarapacá será un recuerdo eterno para Chile. Allí cuenta
una gloria; pero también allí está la tumba de un hombre valiente y de una
juventud que merecía pelear bajo las órdenes de ese nuevo Leónidas como
le llama hoy el Ejército entero.
Los que heridos pudimos librar a la muerte, reverenciamos el nombre de
Ramírez, y al oírlo, lágrimas de gratitud ruedan por nuestras mejillas.
¡Comandante Ramírez!
Mientras en Chile haya valientes y haya hombres de corazón y de patrio-
tismo, tu sacrificio no será estéril.

310
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Habéis sembrado semilla en suelo fecundo y al ejemplo tuyo y al recuer-


do de tu nombre, mil valientes se levantarán terribles para vengaros y pelear
imitando vuestro ejemplo.
¡Comandante Ramírez!
Sabed que si el que habla supo admiraros en vida, sabrá recordaros en la
hora del peligro, cuando en pocos días más, mi brazo pueda gobernar el acero
y vaya al campo donde me llama el deber. Allí, si la suerte me fuese adversa,
lo que poco me importa, sabed al menos que uno de los vuestros sabrá pelear
como en Tarapacá y morir como murieron esa pléyade de valientes que os
tenían por jefe, por padre y por amigo.
¡Comandante, adiós!
Puede que pronto me ilumine tu sombra y os haga compañía para contaros
lo que ha sido de vuestro querido regimiento.

311
DISCURSO DEL SEÑOR MIGUEL LUIS AMUNÁTEGUI
EN EL FUNERAL DE RAFAEL SOTOMAYOR*

La guerra tiene un aspecto brillante y pintoresco, pero también tiene otro


lúgubre y sombrío.
Nuestras ciudades han visto atravesar por sus calles a numerosos batallones
con sus banderas al viento y las bayonetas al sol.
Nuestros puertos han visto salir de sus aguas a naves gallardas que, en
medio de las olas y de los aplausos, llevaban entre las tablas el porvenir de
la República.
Nuestros soldados han peleado grandes batallas, y obtenido grandes
victorias en tierra y en mar.
Está bien.
Pero de cuando en cuando suelen arribar a nuestras playas, y desde allí
llegar a nuestras poblaciones, cargamentos de heridos y remesas de ataúdes,
que forman un notable contraste entre las fiestas de ayer y las fiestas de
mañana.
Por legítimo que sea el alborozo producido por nuestros triunfos, el es-
pectáculo presente no puede menos que causar honda pena en todo corazón
bien puesto.
Un patriota eminente yace tendido para siempre en ese féretro que, dentro
de pocos momentos, vamos a depositar con mano trémula, en el oscuro sótano
destinado a ser su casa eterna.
Don Rafael Sotomayor ha prestado al país los más importantes servicios
en la tremenda lucha en que nos encontramos empeñados.
El Perú y Bolivia, dos naciones que juntas superaban a Chile en población
y en riqueza, le provocaron, sin motivo ni pretexto de ningún género, a una
guerra que no aguardaba y para la que no se hallaba preparada.
La guardia cívica estaba licenciada.
La tropa de línea estaba tan reducida, que era insuficiente para cubrir
las guarniciones.
Los buques estaban desmantelados y rotos.
Las tripulaciones estaban incompletas.
La hacienda pública estaba casi exhausta.

* Reproducido en Pascual Ahumada, Guerra del Pacífico, Vol. 2, tomo III, pp. 263-264.

312
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

Mientras tanto, el honor y la conveniencia exigían que, en vez de quedar


a la defensiva, agrediésemos pronto a los que desde años atrás, y en secreto,
maquinaban nuestro daño y aun nuestra ruina, y nos lanzaban inopinada-
mente insolente reto.
Para apreciar la magnitud de la empresa, basta advertir que Chile se de-
cidía a invadir a dos repúblicas que no sólo eran más populosas y se hallaban
más apercibidas, sino que además tenían por baluarte peñascosas sierras,
áridos desiertos.
La naturaleza parecía haberse esmerado en fortificar a nuestros
enemigos.
Lo que los chilenos tenían que vencer eran, más bien que las escuadras y
los ejércitos, las bravezas del mar, los rigores del clima, las penalidades de la
fiebre, las aflicciones del hambre, de la sed, del sol, de la arena y del polvo.
Los hombres que, por puro amor a sus conciudadanos, han arrastrado
los mayores sinsabores, trabajos y peligros por llevar a feliz término empresa
semejante, son por cierto acreedores a nuestra más profunda gratitud.
Han defendido con denuedo y eficacia la gloria, la prosperidad, la exis-
tencia de Chile, que nuestros enemigos pretendían desmembrar.
Don Rafael Sotomayor ha ocupado entre ellos uno de los lugares más
prominentes.
¡Bendita sea su memoria y la de los que se han portado cómo él!
El tributo de lágrimas y de alabanzas que traemos en esta triste ocasión,
es la justa recompensa de sus esclarecidos méritos:
Tan luego como se indicó a Sotomayor que en cooperación podía ser
útil en la ardua y dificultosa campaña que se iba acometer, aceptó el puesto
que se le ofreció, puesto al principio muy molesto, sin propósito de medro
o de ambición.
Lo único que deseaba era servir al país.
A las pocas horas de habérsele pedido que partiera, navegaba ya lejos
hacia el territorio enemigo, con menos preparativos de los que habría hecho
para un viaje de recreo.
Cuando se halló en la pesada labor, no hubo consideración que le im-
pulsara a dejarla.
Fue hasta cerrar los oídos, con la angustia en su corazón de padre, al
llamamiento de una hija idolatrada y moribunda que anhelaba por último
consuelo el verlo antes de expirar.
Sería inoportuno que, en este momento, me entretuviera en repetiros lo
que sabéis demasiado, todo lo que Sotomayor hizo con singular acierto para
trazar a nuestra escuadra y a nuestro ejército, el camino que conducía a la
completa derrota de las huestes enemigas.
Después de vencer dificultades sin cuento, don Rafael Sotomayor, cuya
actividad infatigable se duplicaba para salvar los obstáculos opuestos por el

313
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

hombre y por la naturaleza, sucumbió en la faena, víctima voluntaria del


trabajo, de la abnegación y del patriotismo.
La losa de una sepultura no es una tribuna adecuada para encomiar con
el desenvolvimiento que corresponde los méritos de quien, con sus ideas y
sus acciones, ha influido en la suerte de tres pueblos.
Me veo, pues, forzado a tasar mis palabras.
La Iglesia, apoyada en el Evangelio, afirma que viven eternamente allá
arriba los que mueren en Dios.
La patria, apoyada en la historia, afirma que viven eternamente acá abajo
los que mueren por ella y para ella.
La solicitud con que se recogen y honran los restos de nuestros muertos
ilustres, no sólo satisface una irresistible inspiración del alma, sino que además
procura un inmenso provecho.
El polvo santo de los grandes hombres no se convertirá así en ese barro
vil que el trágico inglés temía se emplease en los usos más vulgares.
El respeto de las tumbas es una enseñanza y un estímulo para las genera-
ciones presentes y venideras.
Se cree generalmente que un cementerio es la mansión del olvido y del
silencio, y que en su campo desolado no se escucha otro rumor que el que-
jido del viento que se estrella en los mausoleos o el canto de las aves que se
posan en los árboles.
Los que esto dicen se equivocan.
Un cementerio nunca es mudo.
Y al hacer tal aseveración, no me fijo en ese ruido misterioso, ese ruido
de eternidad que exhala una fosa, parecido a ese ruido sordo, extraño, ese
ruido de océano que arroja una concha marina. No.
Toda tumba tiene una voz clara, precisa, determinada, que ningún alfabeto
humano ha tratado de consignar, pero que el oído puede percibir aun a la
distancia: la voz de la persona que habita en ella.
Hay en este recinto una tumba –todos la conocen– que dice constante-
mente: “Estudia y aprende”.
Hay otra –todos la conocen igualmente– que dice: “Sé leal, conciliador
y generoso.
Omito las demás.
La tumba de Sotomayor repetirá siempre: “Sacrifica tu bienestar, tu mujer,
tus hijos, tu vida en servicio de la Patria, nuestra madre”.

314
HONRAS FÚNEBRES A LOS OFICIALES MUERTOS
EN TACNA*

Por la Intendencia se expidió el siguiente decreto con el fin de honrar a varias


de las gloriosas víctimas de la batalla de Tacna.

Santiago, junio 28 de 1880.

Una vez más Santiago tiene que rendir un tributo de dolor a los héroes muertos
en la presente campaña. Hace apenas pocos momentos que hemos conducido
a la última morada los despojos del señor ex Ministro de la Guerra don Rafael
Sotomayor, y hoy de nuevo el pueblo de esta ciudad recibirá en sus brazos a
los que sucumbieron en la última jornada.
Santa Cruz, el héroe de Pisagua, que peleó como bravo en Tarapacá y
que murió como mártir en Tacna; Silva Arriagada que se distinguió por el
arrojo en el mismo combate hasta que cayó muerto, y sus otros dos no menos
gloriosos compañeros, vuelven nuevamente a la ciudad que los vio partir, para
buscar una tumba en el seno de su patria.
Por eso es que la autoridad local hace un llamamiento al patriotismo de
Santiago, invitándolo para que mañana a las 4 pm se encuentre reunido en la
Estación Central de los Ferrocarriles a recibir estos queridos restos y para que
el miércoles próximo concurran a las honras que en su obsequio se celebrarán
en la Recolección Franciscana.
Con este fin y autorizado por el supremo gobierno, decreto el siguiente
programa para la recepción y traslación de los restos al Cementerio:

I
El martes 29 del presente, a las 4. P. M., se encontrarán reunidos en la Estación
Central del Ferrocarril del Norte la Ilustre Municipalidad de esta capital, la
comisión nombrada por el comandante general de armas en representación
del Ejército y las demás corporaciones civiles y religiosas, con el objeto de
recibir los ilustres muertos.

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 9 de julio de 1880, pp. 708-709.

315
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

II
La banda de música y una fuerza de cien hombres de la Guardia Municipal, se
encontrarán en el mismo lugar y la misma hora para hacer guardar el orden
y preparar la marcha del cortejo fúnebre.

III
Llegado el tren a la estación, los cadáveres serán recibidos por los deudos y
por las comisiones nombradas con anterioridad y trasladados al carro-góndola
convenientemente preparado.

IV
Dada la señal de marcha, el convoy se dirigirá por la línea del ferrocarril
urbano, torciendo por la calle del Estado y 21 de mayo hasta entrar a la iglesia
de la Recolección Franciscana, en cuyo lugar serán depositados los cadáveres
hasta el día siguiente.

Miércoles
I
El miércoles a las diez de la mañana se dará principio a las honras fúnebres
en honor de Santa Cruz, Silva Arriagada y demás gloriosos compañeros, con
asistencia de la ilustre municipalidad y demás corporaciones que hubieran
asistido el día anterior.

II
Concluidas las honras, cada cadáver será depositado en un carro a fin de
conducirlos al cementerio.

III
La comandancia general de armas decretará por su parte los honores que a ella
corresponden por la ordenanza general del Ejército tanto por las comisiones
como para las fuerzas del Ejército que deben asistir.

316
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

IV
Se nombra para correr con la ejecución del presente programa s los señores
don Carlos Mendeville, don José Luis Claro, don Julio Prieto Urriola, don
Manuel J. Novoa, y don Antonio E. Varas que tan patriótica como cumplida-
mente llenaron la comisión que esta Intendencia les confió para la recepción
de los restos del señor Sotomayor.
Anótese, comuníquese y publíquese, Z. Freire. Enrique Rodríguez,
secretario.

El martes 29, a las 4 y media de la tarde, llegaron a Santiago los cadáveres


de los valientes jefes Santa Cruz y Silva Arriagada y de los distinguidos oficiales
Dinator y Calderón.
La invitación hecha por la Municipalidad del pueblo de Santiago fue
espléndidamente correspondida por éste. Desde muy temprano una multi-
tud compacta rodeaba la estación central de los ferrocarriles para rendir los
postreros homenajes a los bravos campeones.
Llegados estos a la hora indicada, fueron conducidos por la línea del
ferrocarril urbano hasta el templo de la Recoleta Franciscana, en medio del re-
cogimiento que nuestro pueblo sabe guardar en tan solemnes circunstancias.
Concluido el servicio fúnebre, el convoy se dirigió al cementerio, en donde
se pronunciaron los siguientes discursos.
El señor don Luis Miguel Amunátegui.
Un jefe esforzado, de corazón intrépido y de brazo robusto, ha sucumbido
en medio de una victoria, a la cual su valor contribuyó eficazmente.
El comandante de Zapadores don Ricardo Santa Cruz va a dormir ahora
en su ataúd bajo la tierra el sueño de que no se despierta nunca.
El reposo de la eternidad ha venido súbitamente para él, en edad tempra-
na, después de tantas noches de insomnio pasadas en un campamento a cielo
raso. Ha muerto peleando con un denuedo sin igual al frente de su aguerrido
regimiento, y cooperando a la consecución de la espléndida victoria de Tacna,
que las naciones más poderosas desearían registrar en sus fastos.
Santa Cruz recibió en esta batalla heridas que han vertido a borbotones
su sangre y su gloria.
¡Curiosa antítesis de la suerte, que mezcla siempre la sombra con la luz!
Su primera oración fúnebre fue un cántico de triunfo: Su pomposo funeral
tiene el aspecto de una apoteosis.
La tumba de sus restos mortales es la cuna de su fama imperecedera.
La campaña actual, en que ha desempeñado un papel notable, ha sido
difícil, ardua, penosa, como la que más. La comarca en que se operaba podía
compararse a un potro de tortura colosal.
Leguas de caliches, leguas de guijarros, leguas de desierto bajo un sol de
fuego, sin ninguna gota de agua.

317
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Cada jornada ha sido una verdadera lucha contra la naturaleza, en la cual


siempre se ha vencido.
Todos los obstáculos han sido superados.
La arena que sabe oponer un lindero formidable a la furia del océano, ha
sido impotente para oponer una valla a la audacia de nuestros soldados.
Los caudillos del Perú y los de Bolivia habían proclamado a los cuatro
vientos, en ocasiones, que sus países eran nidos de águilas; y en ocasiones, que
eran guaridas de leones, de que los chilenos no lograrían apoderarse jamás.
Nuestras tropas han sabido allanar todos los estorbos para cautivar esas
águilas, y tomar esos leones, detrás de las rocas y de las trincheras que los
defendían.
El mayor Silva Arriagada, el capitán Dinator, el alférez Calderón, compa-
ñeros de Santa Cruz en la campaña, compañeros en el sepulcro, serán también
sus compañeros en la gloria.
Modelos de disciplina y modelos de bravura, ocuparán una página de
honor en los anales de Chile.
Se ha dicho, en un momento de amargura y de desesperación, que el
hombre es un cuajo de sangre, herencia de gusanos.
Este triste pensamiento se aplica a la parte física, pero no a la parte inte-
lectual y moral del individuo.
Las obras del sabio, los servicios del estadista, las hazañas del soldado
flotan durante siglos sobre las aguas del inmenso mar, sin que la terrible
vorágine pueda sumergirlos.
Esos trabajos constituyen el patrimonio del género humano.
La devorada polilla del tiempo no alcanza a roer la hoja de papel en que
se escribe la historia.

El señor José Antonio Soffia


Señores:

La patria interrumpe sus cantos de victoria para dar lugar a que las lágrimas
de la gratitud rieguen la tumba de sus héroes y el nunca arriado tricolor des-
cienda de su asta, en la que erguido ondeaba, para envolver entre sus pliegues
las amadas reliquias de sus defensores. ¡Envidiable sudario, pero digno tan
solo de los mártires del deber y de la abnegación!
¡Y a fe que el título de héroe y el dictado de mártires conviene a los gue-
rreros cuya memoria honramos!
¡He ahí en ellos, el primero, al joven bizarro jefe que tomó en Pisagua
posesión del suelo del Perú para convertirlo, con sus compañeros, en dilatada
escena de la gloria de Chile, y a los valerosos adalides del tremendo Santiago,

318
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

que en Arica y Tacna vencieron lo imposible! ¡Cadáveres tornan los que llenos
de vida y juventud partieron; pero en cambio, hoy alcanzan la apoteosis más
grande y más hermosa: la que discierne el pueblo a sus campeones!
En pos de la vida material nace para los servidores de la patria la aurora
de la inmortalidad; y mañana, cuando el bronce modele las figuras de los
que han sucumbido como buenos, cuando la historia recoja los brillantes
episodios de esta asombrosa cuanto dura campaña y los romances populares
eternicen sus fastos, el nombre de Ricardo Santa Cruz no será el postrero que
preocupe al artista y al poeta, que en él verán atados, con vínculos de indi-
visible unidad, la constancia y el denuedo, la lealtad y la entereza, la ciencia
y la virtud! ¡Y mientras haya en Chile quien lleve el uniforme del soldado,
habrá quien llore y quien recuerde al que fue, no jefe, y al padre y hermano
de sus subordinados!
Sí, señores, yo he traído estas palabras, que no invento, a esos bravos
Zapadores, hijos de nuestra frontera que, como el rayo en la tormenta, se
encuentran en su elemento en el campo de batalla entre el humo y el plomo;
los he oído, como vosotros, recordar al mejor de los hombres y llorar como
niños junto a este ataúd, a ellos, que han sabido matar como leones!
¡Cuánto es subido el precio que la fortuna impone para otorgar una
victoria! ¡Qué sacrificio y qué dolores exige! He aquí: encerrados en estos
negros féretros a los que ayer no más eran la dicha del hogar y la flor del
Ejército… Silva Arriagada, valiente entre los valientes y austero como su
Regimiento, diezmado, hecho pedazos, pero valeroso e indomable; Calderón,
hijo de una familia de héroes y por la sangre heredero de cívicas virtudes;
Dinator, tipo acabado del que todo lo olvida por cumplir el deber del chile-
no cuando la patria exige corazón y brazos vigorosos que sostengan y batan
victoriosos su bandera… ¡Qué ejemplos que imitar, qué lecciones tan nobles
que aprender!…
A pesar de esta fúnebre pompa, ¿no es cierto que no sólo es tristeza, sino
también envidia, lo que sentimos al sepultar entre flores nacidas en tierra chi-
lena a los que han tenido la suerte de sucumbir por ella en apartada zona?
Grande y merecida es esta manifestación del pueblo a sus valientes; pero
el único funeral digno de ellos será el estruendo de la última descarga que el
Ejército haga en la ciudad de los Reyes al afianzar en sus murallas el tricolor
de Chile, que ellos hasta la muerte defendieron.

319
PROCLAMA DEL GENERAL BAQUEDANO AL EJÉRCITO,
DESPUÉS DEL ASALTO Y TOMA DE ARICA,
EL 8 DE JUNIO DE 1880*

La historia de la guerra en que estamos empeñados contará entre sus brillantes


episodios la jornada de ayer. Difícilmente podrá acumular en otro punto la
naturaleza y la ciencia militar mayores elementos de fuerza y de resistencia;
posiciones naturales invencibles, fortalezas inexpugnables, poderosísima
artillería, minas convenientemente colocadas para estallar en el momento
conveniente, todo hacía de este puesto una poderosa ciudadela que podría sin
temeridad defenderse contra un grueso ejército. Sin embargo, en poco más
de una hora de combate, estuvieron en nuestro poder todas las fortalezas del
enemigo, sin que ni los cañones, ni las explosiones formidables de las minas,
ni el nutrido y mortífero fuego de fusilería hecho por dos mil hombres bien
parapetados, pudieran detener la marcha de nuestros soldados, que luchaban
a pecho descubierto.
Cupo en suerte vencer mayores resistencias, y por lo mismo adquirir mayor
gloria a los regimientos 3.p y 4.p de Línea, que han merecido bien de la Patria
con su bizarro comportamiento!
Reciban, pues, los bravos de esos dos cuerpos, las felicitaciones que les
envío en nombre de la Nación. Recíbanlas igualmente los regimientos Buin
y Lautaro, la Artillería de la división, el batallón Bulnes y los escuadrones de
Cazadores, y 1.p y 2.p de Carabineros de Yungay, porque todos ellos han cum-
plido noblemente con su deber en los puestos que se les designaron.
A los que cayeron en el campo debemos envidiarlos, porque tuvieron la
suerte de morir por la patria, honrándola con sus sacrificios y con la gloria
imperecedera que le han dado.
Entre ellos merece especial mención el teniente coronel don Juan José
San Martín, del regimiento 4p de Línea, que fue siempre un jefe distinguido
y murió heroicamente, preocupado hasta su último instante de la suerte y de
la gloria de su Patria.
El General en Jefe.

* Reproducido en Ahumada, Guerra del Pacífico, Vol. 2. tomo III, p. 216.

320
PROCLAMA DEL GENERAL BAQUEDANO AL EJÉRCITO, EN LA
TARDE DEL DÍA 12 DE ENERO DE 1881*

A los señores jefes, oficiales, clases y soldados del ejército:

Vuestras largas fatigas tocan ya su fin. En cerca de dos años de guerra cruda,
más contra el desierto que contra los hombres, habéis sabido resignaros a
esperar tranquilos la hora de los combates, sometidos a la rigurosa disciplina
de los campamentos y a todas sus privaciones. En los ejercicios diarios y en las
penosas marchas a través de arenas quemadas por el sol, donde os torturaba
la sed, os habéis endurecido por la lucha y aprendido a vencer.
Por eso habéis podido recorrer con el arma al brazo casi todo el inmenso
territorio de esta República, que ni siquiera procuraba embarazar vuestro
camino. Y cuando habéis encontrado ejército preparado para la resistencia
detrás de fosos o trincheras albergadas en alturas inaccesibles, o protegidas
por minas traidoras, habéis marchado al asalto, firmes, imperturbables y re-
sueltos, con paso de vencedores.
Ahora el Perú se encuentra reducido a su capital, donde está dando desde
hace muchos meses triste espectáculo de la agonía de un pueblo. Y como se
ha negado a aceptar en hora oportuna su condición de vencido, venimos a
buscarlo en sus últimos atrincheramientos para darle en la cabeza el golpe de
gracia y matar allí, humillándolo para siempre, el germen de aquella orgullosa
envidia que ha sido la única pasión de los eternos vencidos por el valor y la
generosidad de Chile.
Pues bien; que se haga lo que ha querido: derrotas sucesivas en el mar
y en la tierra, donde quiera que sus soldados y marinos se han encontrado
con los nuestros; que se resignen con su suerte y sufran el último y supremo
castigo.
Vencedores de Pisagua, de San Francisco y de Tarapacá; de Ángeles, de
Tacna y Arica: ¡adelante!
El enemigo que os aguarda es el mismo que los hijos de Chile aprendieron
a vencer en 1839 y que vosotros, los herederos de sus grandes tradiciones,
habéis vencido también en tantas gloriosas jornadas.

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 20 de febrero de 1881, p. 929.

321
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

¡Adelante! ¡A cumplir la sagrada misión que nos ha impuesto la patria!


Allí, detrás de esas trincheras, débil obstáculo para vuestros brazos armados
de bayonetas, os esperan el triunfo y el descanso; y allá, en el suelo querido de
Chile, os aguardan vuestros hogares, donde viviréis perpetuamente protegidos
por vuestra gloria y por el amor y el respeto de vuestros conciudadanos.
Mañana al aclarar el alba, caeréis sobre el enemigo; y al plantar sobre
sus trincheras el hermoso tricolor chileno, hallaréis a vuestro lado a vuestro
general en jefe, que os acompañará a enviar a la patria ausente el saludo del
triunfo diciendo con vosotros: ¡Viva Chile!
Manuel Baquedano.

322
PROCLAMA DEL GENERAL BAQUEDANO AL TOMAR
POSESIÓN DE LIMA, EL 18 DE ENERO DE 1881*

A los señores jefes, oficiales, clases y soldados del ejército:

Hoy, al tomar posesión, en nombre de la República de Chile, de esta ciudad


de Lima, término de la gran jornada que principió en Antofagasta el 14 de
febrero de 1879, me apresuro a cumplir con el deber de enviar mis más entu-
siastas felicitaciones a mis compañeros de armas por las grandes victorias de
Chorrillos y Miraflores, obtenidas merced a sus esfuerzos y que nos abrieron
las puertas de la capital del Perú.
La obra está consumada. Los grandes sacrificios hechos en esta larga
campaña obtienen hoy el mejor de los premios en el inmenso placer que
inunda estas almas cuando vemos flotar aquí, embellecida por el triunfo, la
querida bandera de la Patria.
En esta hora de júbilo y de expansión quiero también deciros que estoy
satisfecho de vuestra conducta, y que será siempre la satisfacción más pura y
más legítima de mi vida haber tenido la honra de mandaros.
Cuando vuelvo la vista hacia atrás para mirar el camino recorrido, no sé
qué admirar más: si la energía del país que acometió la colosal empresa de
esta guerra, o la que vosotros habéis necesitado para llevarla a cabo.
Paso a paso, sin vacilar nunca, sin retroceder jamás, habéis venido ha-
ciendo vuestro camino dejando señalado con una victoria el término de cada
jornada.
Por eso, si Chile va a ser una nación grande, próspera, poderosa y respe-
table, os la deberá a vosotros.
En las dos últimas sangrientas batallas, vuestro valor realizó verdaderos
prodigios.
Esas formidables trincheras que servían de amparo a los enemigos, to-
madas al asalto y marchando a pecho descubierto, serán perpetuamente el
mejor testimonio de vuestro heroísmo.
Os saludo otra vez valientes amigos y compañeros de armas, y os declaro
que habéis merecido bien de la Patria.

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 20 de febrero de 1881, p. 972.

323
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Felicito especialmente a los jefes de división, coroneles Lynch y Lagos,


por la serenidad que han manifestado en los combates y por la precisión con
que han ejecutado mis órdenes; a los jefes de las brigadas y a los jefes de los
cuerpos, por su arrojo y por el noble ejemplo que daban a sus soldados; a
éstos, en fin, por su bravura sin igual.
Debo también mis felicitaciones y mi gratitud a mi infatigable colaborador
el general don Marcos Maturana, jefe de estado mayor general; al comandante
general de artillería, coronel don José Velásquez, que tanto lustre ha dado
al arma de su predilección; al comandante general de caballería y jefes que
servían a sus órdenes.
En cuanto a los que cayeron en la brecha, como el coronel Martínez, los
comandantes Yávar, Marchant y Silva Renard, los mayores Zañartu y Jiménez y
ese valiente capitán Flores, de artillería, que reciban en sus gloriosas sepulturas
las bendiciones que la patria no alcanzó a prodigarles en vida.
Cumplido este deber, estrecho cordialmente la mano de todos y cada
uno de mis compañeros de armas, con cuyo concurso he podido realizar la
obra de tan alto honor y de tan inmensa responsabilidad que me confió el
Gobierno de mi país.
Manuel Baquedano.

324
DISCURSOS EN EL BANQUETE EN HONOR DE
MANUEL BAQUEDANO EN VALPARAÍSO*

Ofreció el banquete el señor Álvaro Covarrubias, en los siguientes


términos:

El señor Covarrubias.– Señor general en jefe; señores jefes de nuestro heroico


Ejército y Escuadra:

Observador tranquilo y atento de los sentimientos del país, he aceptado con


placer el honor que se me ha dispensado de ofreceros el presente banquete
como un testimonio de reconocimiento profundo por los eminentes servicios
que han prestado a la República el heroico Ejército y Escuadra que vosotros
representáis en este instante.
Hace dos años apenas vivía la República tranquila, entregada a las gratas
y provechosas labores de la paz.
Nada podía presagiar entonces que habían de romperse en breve las
amistosas relaciones que se había esforzado en cultivar con las Repúblicas
del Perú y de Bolivia.
Los servicios que en diversas épocas había prestado al primero de esos
países con el espíritu más elevado y previsor, y las concesiones tan generosas
como benévolas que había dispensado al segundo, la autorizaba para contar
no solamente con la consideración y respeto que se deben los pueblos cultos,
sino además con su amistad sincera.
Al servicio del primero, habíamos puesto nuestros ejércitos y nuestra
pequeña escuadra para ayudarle a conquistar su independencia.
A su servicio los pusimos por segunda vez para ayudar a recuperar su
autonomía.
A su servicio estuvieron por tercera vez para ayudarle a conservar su
integridad territorial.
Respecto del segundo de aquellos pueblos, nuestro país había tenido
siempre las contemplaciones de un hermano mayor.

* El Ferrocarril, Santiago, 27 de marzo de 1881.

325
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Dan de ello testimonio espléndido los diversos tratados en que fuimos


desligándolo del cumplimiento de las obligaciones que a nuestro favor había
contraído, sin que tuviéramos para él más que palabras de la más exquisita
cortesía.
¿Qué motivos más fundados para vivir tranquilos?
Y todavía habíamos cuidado de consignar en nuestro último pacto con
Bolivia el principio salvador del arbitraje con el propósito de alejar hasta la
posibilidad de un rompimiento.
¿Qué mucho era entonces que hubiéramos reducido nuestro ejército hasta
dejarlo limitado únicamente al número de plazas necesarias para custodiar
nuestras fronteras interiores; y que hubiera desarmado nuestra escuadra para
dedicarla a exploraciones científicas a lo largo de nuestras costas?
Pero… ¿no sabéis vosotros de qué manera correspondieron aquellos dos
países a la lealtad de Chile? Nuestra confianza se había interpretado como
testimonio de debilidad; nuestro amor por la paz como prueba de flaqueza.
No: Chile tenía honrosísimas tradiciones históricas para consentir que se
burlaran los tratados solemnes, y que entre las sombras de un odioso misterio
se tramaran pactos encaminados contra su seguridad y contra su honor.
El sabía que no se había extinguido el fuego de Chacabuco y de Maipú
en el corazón de sus hijos.
Sabía que los captores de la María Isabel habían de encontrar en nuestros
marinos heroicos imitadores.
Sabía que nuestro Ejército y Escuadra conocían de antemano el camino
de la victoria.
¡Por eso no dudó!
La empresa era gigantesca; y el país comprendió desde el primer momento
sus proporciones inmensas… Estábamos extenuados por una larga crisis eco-
nómica y teníamos que luchar con dos países sobre uno de los cuales había
derramado la naturaleza sus tesoros.
Éramos dos millones de hombres y había que hacer frente a dos países
cuya población excedía de 5.000.000 de habitantes.
Teníamos que organizar escuadra para batirnos con los que se llamaban
los “señores del Pacífico”.
Teníamos que improvisar ejércitos para transportarlos a los campos de
batalla a más de dos mil leguas de distancia, con municiones y bagajes.
Y todo esto, que había parecido imposible, se ha realizado, señores, porque
el país tuvo fe en la justicia de su causa, y en el valor heroico e indomable de
sus nobles hijos.
Dos años han transcurrido desde que iniciamos esta obra de titanes,
atendidas las condiciones de Chile; dos años de los más nobles y generosos
sacrificios para nuestros valientes marinos y soldados durante los cuales han
tenido que vencer al enemigo en los campos de batalla, y a la naturaleza,

326
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

haciendo marchas forzadas por desiertos arenosos y cálidos y por crestas


empinadas, casi inaccesibles.
Esos años, señores, no se cuentan por sus días, sino por las hazañas de
nuestros heroicos defensores.
Ellos han venido a probar que el país tuvo razón cuando fio a la pujanza
de sus brazos la defensa de su honor y de sus derechos.
Y dos años han bastado para sentar nuestra entera tranquilidad sobre
bases verdaderamente indestructibles para establecer nuestra preponderancia
en el Pacífico, para poner a nuestras plantas el poder de nuestros orgullosos
enemigos; para hacernos árbitros de los destinos de dos pueblos que ayer
no más nos amenazaban con una guerra de exterminio, para presentar a la
República ante la faz del mundo con toda la augusta majestad del poder y
todos los brillantes resplandores de la gloria.
Señores: nuestros homenajes más entusiastas y sinceros al ilustre general
Baquedano y contraalmirante Riveros y demás jefes que han sabido colocar sobre
la frente de la República la corona inmortal que ella ostenta ahora con orgullo.

Contestó el general Baquedano:

El general Baquedano.– (Toda la concurrencia se pone de pie).– Me siento muy


conmovido, señores, en este momento, y es tanta mayor mi impresión cuanto
que en esta reunión está lo más escogido de la sociedad de Santiago.
Me felicitáis por las victorias de nuestro ejército; pero al agradecéroslo,
me cabe decir que a mi lado han estado a la vez los viejos soldados de la
patria, los jóvenes soldados que, dejando el hogar y sus caricias, fueron en el
campamento rivales en heroísmo e igualaron en empuje y en gloria a los que
ya sabían cuál era la misión del chileno.– (Grandes y estrepitosos aplausos y
vivas). ¡Esta guerra ha probado que el enemigo sabe que a los hijos de Chile
no les es desconocida la senda del triunfo! (Estrepitosos aplausos).
En Esparta se hizo legendario el valor; en Chile ya está grabado que el
valor es patrimonio de sus soldados.– (Grandes aplausos y vivas al general
Baquedano).– Las insignias del grado han sido la disciplina en el campamento,
la igualdad y el estímulo en la batalla.
Agradeciendo vuestra felicitación, sólo puedo deciros que ella me obliga a
repetiros que para el Ejército de Chile y los que tienen la honra de mandarlo,
no hay otra divisa que la victoria o la muerte.– (Aplausos y vivas estrepitosos
al general Baquedano).

He aquí algunos de los brindis:

El señor Vicuña Mackenna.– Señores: Esta manifestación verdaderamente


maravillosa del patriotismo y de la gratitud de un pueblo, tan inusitada entre

327
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

nosotros, tal vez nunca vista antes en Chile; este agrupamiento espontáneo
y caluroso de los espíritus que ha buscado, como en Roma, el anfiteatro, es
decir, el sitio más amplio, más solemne y decoroso de la ciudad; esta alianza
entusiasta de los corazones y de los labios que ha ido a pedir sus más ricas galas
al jardín, todas sus pompas al arte majestuoso, sus más valiosos trofeos a los
arsenales, al vino su más generosa espuma, al pensamiento sus más brillantes
alas, al alma su fuego, al sol su luz; esta fiesta deslumbradora que nos haría
creer en la transfiguración del día, si los más hermosos luceros de la noche
no brillasen allí, cual en diáfano firmamento, para alumbrar nuestro engaño,
sería, señores, pábulo tal vez suficiente al impetuoso anhelo de glorificación
patriótica que aquí nos ha convocado.
Pero, señores, ni eso ni mucho más que eso, sería jamás sobrado para la
ínclita fama, para la posteridad austera, para la eterna justicia de los venide-
ros fallos.
Señores: Nos hallamos todavía demasiado cerca de la montaña para co-
lumbrar su altiva cúspide: la nube que amortaja a la gloria, como la nube al
sol naciente, como el polvo a la batalla que termina, no nos deja discernir aún,
con transparente claridad, los altísimos perfiles del sendero, que fue durante
dos años el itinerario luminoso de los inmortales.
¡Ah, señores! ¿Sabéis cuál castigo, la única devolución de gloria que
nosotros impondríamos hoy a los que por cualquier transitorio motivo empe-
queñeciesen, ingratos, la grandeza de los hechos sólo ayer consumados?
Ese castigo y con indemnización impuestos a los que de tal mengua se hi-
ciesen voluntariamente reos, sería únicamente, señores, obligarlos a vivir…
Sí, señores. Desde esta hora al final del siglo, el tosco andamio de los
artífices habrá sido retirado por la mano augusta de la historia, del zócalo y
de la pirámide a que hoy hallase provisoriamente arrimado… Y entonces la
cabeza del coloso, reflejando impasible en su sino, coronada de imperecederos
bronces, la luz del astro que nace y la luz del astro que se pone, se cernirá
eternamente por encima de las nubes y por encima de todas las envidias.
Arrojemos, si no, señores, una mirada al grandioso y movible panorama
del mar y del desierto, que han sido nuestro vario y alternativo campo de
batalla.
Los peruanos, asustadizos siempre, habían dividido su tierra en zonas para
mejor resistirnos. Esas eran las zonas del miedo, y una a una fueron cayendo
delante del herraje de nuestras descubiertas, que de jornada en jornada reco-
rrieron mil leguas, desde la boca del Loa al río de la Chira, junto a Paita…
Pero entre esas zonas de la cobardía, decretadas por el dictador de la
dinamita, la imaginación enfermiza de los eternos vencidos, visitadas por las
mil visiones del Dante y de Milton en el infierno, forjó una zona terrible, la
zona del averno en torno a Lima, su postrer guarida y su postrer orgullo, el
orgullo de Satán.

328
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

¡Y bien! A aquel paraje siniestro, envueltos como sombras en pavorosa


noche, velada la luna por lóbrega túnica, asados los vengadores fieros en
crispadas manos, silenciosos los pechos, ágiles los músculos, llegaron al fin
a la zona de la muerte los que en su marcha por un tercio de la América no
habían conocido la fatiga. Y arrojando al suelo todos los pesados arreos de la
armadura de batalla, como los gladiadores en la arena, conducidos por los
cien gloriosos capitanes que aquí liban sus copas de honor entre nosotros,
hicieron de la escondida dinamita, en la densa noche, linternas de destellos
para alumbrar su camino; y ayudados por sus siniestros resplandores escala-
ron la falda, el monte, el médano, el foso, el muro, el morro, el cielo… y allí,
entre las mil rotas cureñas capturadas a un tiempo por el brazo, el Putagán y
la culata, enclavaron las astas de las banderas de Chile, para que las divisara
desde sus almenas la trémula ciudad, diciéndoles ellos con el eco de sus pro-
pios cañones conquistados: ¡Al fin!, ¡henos aquí!
Tal fue, señores, la diadema de relucientes llamas que coronó la campaña
que la historia llamará de los desiertos. Pero antes que esa serie de prodigios
se cumpliera en tierra firme, allá, señores, en el mar brumoso del otoño de
los trópicos, entre ráfagas de candente fuego que calentaron la cresta de las
olas, un piloto sublime, guía, piloto y genio de Chile, que aguarda todavía en
olvidada tumba el ósculo de la patria en lágrimas, subió una mañana, antes de
la alborada, como en los morros, al más alto mástil de su capitana, y encendió
en ella, con su brazo y con su alma, la antorcha vívida que fue el faro común de
los que surcan la onda y de los que orillaron su playa en busca de victorias.
Señores: lo que se ha verificado en esta doble campaña del nauta y del
guerrero, no tiene precedentes, no tiene semejanzas, no tiene emulaciones
en la historia de la América, antes de la conquista ni después de la conquista,
antes de la independencia ni después de la independencia.
¿Sabéis señores por ventura, lo que como número y como metal fue el
Ejército que en Chacabuco expulsó al dominador extranjero haciendo de
una tribu una nación?– Fue sólo la brigada Barceló, aquella denodada tropa
que, como la de O’Higgins en la cuesta histórica, sostuvo sola en la primera
hora el ímpetu enemigo.
¿Sabéis señores lo que fue el afamado ejército unido de Chile y del Plata,
que en Maipo redimió la América nuestra?– Fue apenas la división Sotomayor,
atravesando las lomas de San Juan como el libertador atravesara el lomaje
de Espejo… En Maipo, señores, pelearon nueve batallones. En Chorrillos
entraron en línea de combate veintiún regimientos, en todo cincuenta y
cuatro batallones.
¿Queréis todavía, señores, saber lo que como fuerza efectiva representaba
el ejército de tres naciones que venció a la España en Ayacucho?– Fue de sobra
la división Lynch, trepando con el paso de Córdoba, la inaccesible cresta,
después de nueve horas de incesante y titánico combate.

329
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Señores: Lo que tales hombres han hecho, nadie lo hiciera antes que ellos;
nadie lo hará probablemente después de ellos. Y entonces, señores, si es cierto
que la gloria es una resurrección, Bolívar desde la cumbre del Chimborazo, San
Martín en la cima de los Andes chilenos, Sucre en la cresta del Condorcanque,
Bulnes en la falda volcánica del Punyan, Cochrane y Blanco en lo alto de las
cofas de sus naves-almirantas, descubre hoy su yerta frente, y arrojando a las
banderas los fragmentos de sus coronas, gritan a la muchedumbre que asiste
al desfile de los que pelearon por el mar y por la tierra, desde el pórtico de
la inmortalidad:– ¡Paso a los Titanes!
He empleado, señores, la palabra heroica tomada en préstamo a la le-
yenda prehistórica.
Pero, de la edad de la fábula a la edad prosaica, incrédula y recelosa en
que hoy vivimos, hay, señores, una diferencia muy digna de ser tomada en
cuenta.
Los titanes legendarios que combatieron a los dioses, fueron vencidos al
fin de porfiada lucha, por el rayo del Olimpo.
Pero los titanes de Chile, que llevando a su cabeza al ilustre caudillo,
cuyo acento de guerra acababais de oír, apagada por las justas ovaciones de
la gratitud, escalaron una en pos de otra las seis cumbres de Pisagua y San
Francisco, de los Ángeles y de Tacos, de Arica y de Chorrillos, y esos titanes
del Nuevo Mundo no fueron, señores, jamás vencidos.
Por eso, señores, os pido una copa por ellos y por él.

330
DISCURSO DE CELIA ALLENDE EN HONOR DEL GENERAL
DON MANUEL BAQUEDANO,
SANTIAGO, 14 DE MARZO DE 1881*

La noche del lunes y a la hora en que se quemaban los fuegos para diversión
del ejército victorioso, el comandante Calderón introdujo hasta la puerta del
general a la niñita Celia Allende, la que declamó el siguiente discurso que fue
vivamente aplaudido por la parte más escogida de la concurrencia.
“Este inmenso concurso de pueblo os probará, general, que entráis en
esta gran capital victorioso, si los violentos latidos de vuestro corazón gue-
rrero, no os lo hubieran advertido cien veces. ¡Ah!, ¡qué gloria, general!!! ¡Y
pensar que no es la primera capital del continente que os abre de par en par
las puertas de su opulencia!! ¡Qué hijos tiene Chile, general! ¡Qué gloria tan
pura y tan inmensa le procuran!
Pero permitidme hacer una salvedad en homenaje al sentimiento patrio.
Entráis en este gran día a la capital de Chile en son de victoria y arrullado por el
universal concierto de vítores y aplausos, pero sólo y únicamente, permitidme
decirlo muy alto, general, porque lo hicisteis otra vez con paso de vencedores
y llevando por guía una espada brillante de triunfos no interrumpida en la
histórica, menguada y falaz capital de los Pizarro. Sois grande general, sois
prudente y bravo: digno heredero de vuestro nombre ilustre; pero ¿habrías
sido capaz de trocar los papeles? ¡Ah!, no, ¡mil veces no!! El sol irradia, vivifica
y da vida; sus rayos, aunque poderosos, se le someten.
¡Cómo reiríais, general, con la necia petulancia de vuestros batidos,
pretendiendo celebrar la derrota de vuestros ejércitos, en ese pequeño Edén
que se llama el Santa Lucía! ¡Ah!, entrar los peruanos a Santiago, ciudad de
héroes!! ¿Olvidaban acaso que sus llaves de oro eran manejadas por el invicto
general Baquedano, el San Pedro de este segundo cielo? ¡Ah!, tal pretensión,
apenas si merece una sonrisa dominguera.
Mirad, general, ese pueblo como os aclama; ved a mi sexo como os admira;
fijaos en la actitud de la República y tentad a medir vuestra felicidad y gloria.
Este pueblo admira en voz la prudencia que os distingue, y bate palmas en
homenaje a vuestra valentía.
¡Tantos triunfos, general, segados por vuestra espada! ¿Cómo queréis que
la patria no esté de gala, si vos le regaláis tan rico y brillante traje?

* El Ferrocarril, Santiago, 20 de marzo de 1881.

331
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

¡Pero en medio de esta natural alegría, un denso velo oculta la suma de


tanta ventura! ¿Qué se hicieron muchos de vuestros mejores y más esforzados
capitanes? ¿Por qué no llegan ufanos al lado de su general, cobijando la ban-
dera de la patria, como sus predilectas y legítimas custodias? ¡Ah!, ¡general,
no queráis que mis lágrimas interrumpan este dilatado y universal concierto,
entonado en vuestro honor y gloria! ¡La gloria tiene su pedestal y para oprimir
la cima, tenemos que ascender sus gradas con rigor matemático! ¡Qué amarga,
general, es la grandeza comprada a tanto precio!! Pero en cambio, el brillo
de nuestras armas es purísimo; ¿quién osará empañarlo?
Bien general, salud a vuestro brillante ejército. Habéis colmado la feli-
cidad de vuestra patria. Ella os festeja, os aclama y cubre de flores vuestro
triunfal camino. ¿Alcanzará a haceros olvidar vuestras penosas privaciones de
campamento, vuestras largas amarguras, ese cruento martirio que duró desde
los Ángeles, vuestra primer diadema, hasta Lima, esa definitiva y solemne
coronación de vuestras glorias?
Su voluntad es grande como su reconocimiento, general: oíd cómo os
aplaude.
El ilustre guerrero se mostró muy complacido y cumplimentó y festejó
con flores, dulces y caricias a su tierna y tan elocuente admiradora.

332
DISCURSO PRONUNCIADO POR DON JUSTO ARTEAGA
ALEMPARTE A NOMBRE DE LA PRENSA A PROPÓSITO
DE LA LLEGADA DE LOS EXPEDICIONARIOS A VALPARAÍSO,
MARZO DE 1881*

En nombre de la prensa de Santiago, saludo a los legionarios de la gloria


chilena y a sus invictos capitanes.
Nuestra alma siente inmenso entusiasmo, mas no sorpresa al veros por
arcos de triunfos levantados por la alegría y el reconocimiento; pues cuando
os dábamos el adiós de la partida, estábamos ciertos de que saldríamos
vencedores.
Conocíamos a los soldados de Chile. Sabíamos que eran de esta raza
chilena que no conoció el miedo ni la fatiga, y que poseen esas dos grandes
virtudes que forman a los grandes pueblos: el trabajo en la paz, el heroísmo
en la guerra.
¿Qué no han vencido estos invencible, ya como hombres de paz o ya como
hombres de guerra?
Hombres de paz, han arrancado a los Andes sus tesoros, han vestido nues-
tros campos de doradas espigas, han suprimido montes, ríos y precipicios para
nuestras comunicaciones, que debían servir a nuestra grandeza en la paz.
Hombres de guerra, han escalado las cimas más escarpadas para con-
quistar las banderas del enemigo, y han suprimido las fortificaciones más
inexpugnables, saltando por sobre crestas y tomándolas a la bayoneta, para
abrir camino a las victorias de Chile.
Hombres de guerra, han asegurado su dominio con el aliento homérico
de su valor.
Hombres de paz, lo bautizaron chileno con el sudor de sus frentes.
Hombres de guerra, lo han consagrado eternamente con la sangre de
sus hijos.
Así lo quisieron nuestros enemigos con su jactancia incurable y tristí-
sima, que los llevó hasta soñar con imponernos fácil, pronta y tremenda
humillación.
Miraban el mapa de América y veían que Chile era un jirón de tierra per-
dido entre los Andes y el mar. La mole de granito podía aplastarlo. La cólera
del mar podía inundarlo. Pero olvidaban que la mole de granito lo enseñaba
a ser fuerte y el mar lo enseñaba a ser sufrido, emprendedor y audaz.

* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 16 de mayo de 1881, pp. 1061-1062.

333
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Tomaban su estadística, contaban su población y nuestra población.


Éramos dos millones de hombres. Eran ellos cinco millones.
Pero no contaban sus corazones.
Estudiaban nuestra situación militar, y advertían nuestro desarme.
Estudiaban nuestra situación financiera, que no era afortunada.
Estábamos derrotados. No teníamos población, ni soldados, ni escudos.
Pero no habían acertado a estudiar ni habían sospechado siquiera a este
Chile grande, infatigable, heroico, fundido en moldes titanes; a este Chile
que no detiene ni la sed ni el sol, ni el desierto con sus arenas que abrasan y
sus nieblas que hielan, ni los campos atrincherados, ni las cimas, ni las plazas
coronadas de cañones, ni el número, ni la muerte; a este Chile que resolvió
volver con su escudo cubierto de laureles, o sobre su escudo cubierto de
laureles empapados en lágrimas del patriotismo reconocido y asombrado;
a este Chile que ha probado no dice palabras de jactancia cuando dice: ¡O
vencer o morir!
Ha vencido y ha levantado a Chile al rango del primer pueblo de la
América del Sur.
Señores legionarios: jamás dudó Chile de vuestra victoria, y puedo afir-
márosla desde que hablo en nombre de la prensa, que ha escuchado momento
tras momento las palpitaciones del alma nacional.
Chile estaba cierto de que habíais hecho pacto con la victoria o con la
muerte.
¡Dios y vuestro valor han confirmado la noble confianza de Chile!

334
REPARTICIÓN DE LAS MEDALLAS A LOS VENCEDORES
DEL EJÉRCITO PERÚ-BOLIVIANO,
17 DE SEPTIEMBRE DE 1884*

Este acto solemne tuvo lugar el 17 de septiembre de 1884, y el pueblo de


Santiago vio en ese día con doble regocijo que, a las manifestaciones de júbilo
por el aniversario de nuestra independencia nacional, se asociaba también a
los guerreros afortunados que acababan de dar cima a la segunda campaña
en que había estado en juego la suerte del país.
Fue un espectáculo grandioso, que no se borrará jamás de la memoria
de los que tuvieron la suerte de presenciarlo, esa reunión en que los repre-
sentantes del ejército y de la marina recibieron las medallas que la patria
agradecida acordó dar a sus buenos y leales servidores. El Campo de Marte
sirvió ese día de templo improvisado de la Inmortalidad y los que penetraron
a ese recinto para recibir el premio de sus sacrificios y de sus esfuerzos en la
última campaña, tendrán en el templo definitivo que levantará la historia, el
puesto envidiable reservado a los que han luchado por la patria y enaltecido
su gloria, dándole la supremacía, ganada con un tesón inquebrantable, sobre
otros pueblos que pretendieron dominarla y avasallarla.
La decoración era digna de la augusta escena que se desarrollaba ese día.
El local elegido, la elipse del Parque, permitió dar a los cinco mil hombres
reunidos en ese sitio una colocación conveniente, mientras que en el extremo
sur, la gran tribuna presidencial, las carpas y palcos adyacentes, formaban
como un anfiteatro desde donde se dominaba la imponente línea formada
por los batallones y el enorme concurso de espectadores que circundaba la
elipse en todo su trayecto.
Santiago entero hubiera deseado presenciar esa ceremonia que no ha
sido nunca sobrepujada en brillo, y asociarse a los aplausos tributados a los
que habían merecido el bien de la Patria. Pero no fue posible que cientos de
miles de espectadores encontrasen colocación y uniesen sus voces de júbilo a
los que saludaban a los guerreros, al acercarse a recibir las medallas ganadas
en la más noble y generosa de las lides.

* Reproducido en El lector del soldado chileno (Santiago, Imprenta Cervantes, 1890),


pp. 146-164.

335
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Desde las 12 del día indicado, todo era vida y movimiento en el Campo
de Marte: la elipse, cubierta de menuda yerba, servía de campamento a las
densas columnas de soldados, cuyos vistosos uniformes formaban un pintores-
co contraste con la verde alfombra del campo, en la cual la tropa descansaba
sobre las armas. En las avenidas de los alrededores, un inmenso número de
carruajes y jinetes en continuo movimiento, daba una fisonomía especial a
esa parte del paseo.
Al penetrar a la elipse S. E. el Presidente de la República, una salva de
veintiún cañonazos anunció que la ceremonia iba a comenzar en breve. Al
mismo tiempo, las nueve bandas de músicos reunidas en el Parque, tocaban
todas a la vez la Canción Nacional, cuyos ecos resonaban armoniosamente en
todos los ámbitos del paseo. Por todas partes la animación se hizo general,
notándose un movimiento extraordinario de vehículos en las cercanías de
la tribuna presidencial y de los palcos que se levantaban a uno y otro de sus
lados.
Instalado el Presidente de la República en la tribuna que le estaba reser-
vada, y antes de procederse a la distribución de las medallas, se pronunciaron
los siguientes discursos:

El Excmo. Señor Presidente de la República


Saludo, general, en vuestra persona, a los jefes y oficiales, clases y soldados
del Ejército, de la Marina y de la Guardia Nacional que juntamente con
haber hecho la más gloriosa campaña, han dado relevantes pruebas de valor,
disciplina, moralidad y sufrimiento. Ni la sed en el desierto, ni el hielo de las
nieves en las sierras, ni las escabrosidades de los campesinos en las montañas,
ni las fatigas de las marchas, ni las sorpresas en el mar, abatieron jamás a su
ánimo durante un solo instante, ni contuvieron o amenguaron su vigoroso
empuje.
Estoy seguro de que en este caluroso y cordial saludo me constituyo en
intérprete del sentimiento público y gratitud nacional.
Me congratulo que me haya cabido la honra de dar cumplimiento, en
medio del regocijo público, ya la ley del Congreso que condecora con una me-
dalla de honor el pecho de cada jefe y soldado del Ejército como de la Marina
y Guardia Nacional, y el de varios ciudadanos que llevaron a la obra común
valioso contingente y no excusaron tampoco el peligro en los combates.
Simboliza la medalla la gloria alcanzada en bien de la patria y el deber
cumplido con patriótica abnegación.
Sé bien, general, que no la mancillaréis jamás y que, como siempre ha
sucedido, ella será objeto de respetuosa veneración para el ciudadano, el
marino y el soldado chilenos. Andando los tiempos, cuando en medio de la

336
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

paz, que es la vida normal de nuestra patria, se vea desfilar a uno de nuestros
ciudadanos, soldados o marinos, prendida al pecho la medalla que hoy se
distribuye, se dirá con legítima envidia y a la vez religioso respeto: “Perteneció
al Ejército, a la Marina o a la Guardia Nacional que más nombre, más poder
y más grandeza aseguró a la República”.

El señor general don Manuel Baquedano


Con la más profunda gratitud recibo de manos de V.E. esta medalla, que
representa el más alto premio que la Nación podía conceder a los servicios
de su Ejército.
Del mismo modo la recibirán todos mis compañeros de armas, que se
sentirán orgullosos de haber merecido los lisonjeros conceptos que V.E. ha
emitido respecto de ellos en esta solemne ocasión.
Por mi parte, siento solamente que no se hallen todos presentes en este
lugar. Yo recuerdo a los que están lejos, con el arma al brazo todavía en las
fronteras de la República, y recuerdo muy especialmente a los que murieron
por la patria cumpliendo heroicamente con su deber. Se me figura que estos
últimos han de oír en la tumba la voz de su general que asocia sus nombres a
los de los vivos, diciéndoles que estas recompensas les corresponden en primer
lugar a ellos, que ofrecieron a su patria el sacrificio de sus vidas.
Por lo demás, Excmo. Señor, yo declaro aquí que los jefes, oficiales,
clases y soldados del Ejército que tuve la honra de mandar, no hicieron en la
campaña otra cosa que cumplir estrictamente con su deber. Lo cumplieron,
sufriendo en el desierto y en la tierra enemiga toda clase de privaciones, y lo
cumplieron también cuando entraban en batalla prometiéndose, como los
antiguos espartanos, que no saldrían vivos del campo si no salían vencedores.
Así vencieron, dando a Chile su presente grandeza, afianzando su poder y
cubriendo su bandera y su nombre, que ahora son respetados en América y
ventajosamente conocidos en todo el mundo, de una gloria que no se eclip-
sará jamás.
De la misma manera, señor Presidente, cumplirá el Ejército con su deber
en la paz. Los soldados de la República serán, en todo caso, los guardianes
fieles de la ley y se distinguirán siempre por su obediencia y lealtad a las au-
toridades de la Nación. En eso tienen cifrado su honor.
Por lo demás, yo debo, en el momento en que el país otorga al Ejército
los premios que se le debía porque los había merecido, recomendarlo a la
consideración y a la justicia de las autoridades nacionales. Ojalá, señor, no
olviden nunca, ni V.E. ni el país, que los soldados son buenos servidores pú-
blicos y que ellos tendrán siempre su más firme baluarte en el orden interno
y los derechos que corresponden a la República como nación soberana.

337
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

El señor Ministro de la Guerra don Carlos Antúnez


Excelentísimo señor, señores:

Hay actos solemnes en la vida de los pueblos, cuyo recuerdo la historia recoge
como monumento de su grandeza o para trasmitirlo como útil enseñanza a las
generaciones futuras. Así, señores, el acontecimiento que ahora celebramos
marca una época histórica, representa el momento en que el corazón de todo
los pueblos de Chile late a impulsos del mismo sentimiento; el sentimiento
de gratitud a los servicios prestados a la patria.
En este instante cada chileno quema un grano del incienso que rodeará
de hermosa aureola la inmortalidad de la patria; así como pasado el temporal
surgen de la tierra esos vapores sutiles que forman las nubes de oro y nácar
que coronan nuestros Andes majestuosos.
Cinco años hace que los tambores y trompetas sonaban la generala, y el
alma de cada chileno se enardecía con ese inmutable patriotismo que nos
legaron los fundadores de la Independencia: se pretendía empañar el brillo
de nuestra hermosa estrella, y Chile se sintió herido. Su espada envainada,
pero no enmohecida, no brillaba al sol de los combates desde el día en que
en los campos de Yungay, por segunda vez, consolidó la independencia de la
familia americana.
Chile, entregado con avidez a labrar su porvenir hacia la vida de la paz,
esa vida civil de un pueblo que organiza concienzudamente sus instituciones
dirigido por el talento de sus estadistas y bajo la salvaguardia de sus patriotas
ciudadanos; Chile, a quien la naturaleza no dotara con aquel opulento cúmulo
de riquezas espontáneas que pródiga regaló a sus hermanos de la América,
ha necesitado regar su estrecho suelo con el sudor del trabajo para arrancar
a los valles sus simientes y extraer del seno de las montañas sus argentadas
vetas. El trabajo y el orden eran su tarea, comprendiendo que sólo en la paz
encontraría su ventura. Pero, al verse arrastrado a una guerra que no provo-
có levántese todo el país obedeciendo a un solo impulso; pueblo y gobierno
tuvieron un solo anhelo: la grandeza de la patria.
Mientras unos empuñaban la espada o el rifle del combate, otros pre-
paraban y organizaban los elementos; mientras los unos combatían en los
campos de batalla, los otros araban la tierra para que la madre común, al
llorar la sangre derramada por su honra, no tuviera que lamentar también
las privaciones de la miseria.
Esta es, señores, la gran gloria de Chile; todos sus hijos combaten cuando
la patria los llama; y no se crea que la patria es grata únicamente al ojo entero
que manda la granada a sembrar el espanto y la muerte en la enemiga fila:
también es grata al hijo pacífico que labra sus campiñas y acumula sus riquezas;
lo es al general que organiza los cuadros para el ataque, como lo es asimis-
mo para con el estadístico que busca los recursos, los elige, los ordena y los

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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

remite. Por eso la Patria glorifica al mártir que escribió en Iquique el canto
primero de la epopeya grandiosa que asombró a la América y al mundo; y hoy
todo Chile canta la última estrofa de esa epopeya, coronando las sienes de los
vencedores con el laurel de la victoria que los hombres de trabajo cultivaban
mientras los héroes combatían.
La patria ha esperado con ansias este feliz momento en que la gratitud
de un pueblo va a simbolizar con honrosa medalla el monumento de su
grandeza, escogiendo como su más digno pedestal el pecho de los héroes
que le dieron gloria.
Hecha la reconciliación con el enemigo de ayer, que es el hermano de
hoy, y cicatrizadas las heridas que dejan los combates, se aguardaba sólo el
regreso a la Patria de los últimos combatientes para dar a todos el galardón
de la Victoria, satisfaciendo a la vez con ello el más elevado sentimiento del
corazón de nuestros compatriotas.
Y cuando el sol de septiembre nos trae el recuerdo de la epopeya gloriosa
de nuestra emancipación, hemos querido hacer más grandes y más gloriosos
aquellos días del pasado que nos dieron patria y libertad, mostrando a las
generaciones futuras que la herencia que nos legaron nuestros padres hemos
sabido recogerla para trasmitirla doblada a nuestros hijos.
Es para la nación motivo de pesar profundo no ver regresar al suelo natal
todos los hijos de esta patria querida, yaciendo tantos de ellos en la huesa in-
diferente de tierra extranjera y otros envueltos en el sudario frío del profundo
océano. Pero si no le cupo en suerte sobrevivir a su propia Gloria, la patria
y el mundo les han abierto las puertas del templo de la inmortalidad, y a las
hojas del grande árbol de nuestra historia legendaria se mueven armoniosas
al soplo inmortal de sus heroicos hechos; sus nombres esclarecidos serían los
que irradien hasta el confín de las generaciones para enseñar eternamente a
los chilenos cómo se lucha por la patria hasta vencer o morir.
A ellos y a vosotros, la nación os seguía anhelosa en todos los actos con
que sellabais su grandiosa epopeya; en la tierra y en el mar, en las fragosidades
del desierto y en los balances de las olas, en el asalto como en el abordaje, allí
os seguía el alma entera de todo Chile, la mirada tierna y vigorizante de la
madre patria, que hoy abre sus brazos gozosa y agradecida para estrecharos
en su seno.
Vais a recibir la medalla de la gratitud de un pueblo; al trasmitirla a
vuestros hijos como una herencia de honor, podréis cifrar en ella un singular
orgullo, porque los premios que los pueblos conceden por el órgano de sus
representantes son un destello de su estrella nacional que alumbra el pecho
del valiente, señalándole como un ejemplo que debe imitarse.
Recibido el galardón que la patria agradecida os discierne, militares y
paisanos, ejército, armada y pueblo, debemos todos confundirnos en un noble
y común anhelo: el engrandecimiento de Chile por el trabajo y el orden.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Vosotros, a quienes el país deja depositario de su fuerza, seréis los guar-


dianes de sus costas y de sus fronteras. Os toca corresponder a esta confianza
manteniendo con riguroso respeto la disciplina y siendo la salvaguardia del
orden y de las instituciones. Vuestra misión es sagrada porque las armas que
brillaron victoriosas bajo el sol de los trópicos, deben reflejar siempre puros
y brillantes los resplandores de la estrella de Chile, símbolo de su libertad y
de su justicia.
Y vosotros, los que volvéis al hogar, trocando el arma por el arado, la tác-
tica por el texto, cambiando la vigilancia del campamento por las vigilias del
estudio, no olvidéis que si la Victoria en los combates da lustre a la bandera,
es sólo el trabajo, el orden y el respeto a las leyes lo que verdaderamente
engrandece a las naciones.
Al concluir, permitidme repetiros una vez más que no debemos olvidar
que Chile necesita de todos sus hijos y que sólo en la unión de todos ellos
encontrará su fuerza y su prosperidad.

El Señor Don Benjamín Vicuña Mackenna


Excmo. Señor Presidente, Señores Generales, Almirantes, Jefes, Oficiales y
soldados del Ejército y de la Armada de la República:
Permitidme, señores, en este día de augusta glorificación, glorificaros a
vosotros mismos.
Permitidme aclamaros en nombre de la patria, por la patria y para la
patria.
Permitidme que esta palabra humilde sea depuesta al pie de las banderas
que nos habéis devuelto orladas de cien victorias, como el lazo que ata en un
solo trofeo todos nuestros laureles y todas nuestras coronas.
Nosotros nos hemos agrupado aquí, a la sombra majestuosa de esta especie
de tabernáculo de la Gloria, solo para pagaros sagrada deuda en nombre de
la nación reconocida.
Porque vosotros en todas partes habéis sido grandes, habéis sido dignos
hijos de Chile, habéis merecido todos sus aplausos y todas sus bendiciones.
¿Qué os ha detenido, a la verdad, en vuestro camino hacia la cúspide en
que la patria ostenta su altiva, radiosa frente, limpia como su cielo, refulgente
como su sol?
¿El mar?
No; porque cada quilla de nuestras naves iba abriendo para nosotros el
surco de la victoria desde el Estrecho al Istmo.
¿El desierto?
No; porque, sofocada la garganta, apretado al brazo el bruñido rifle,
candente la planta, uncido el fornido pecho altivo a los cañones en la arena,

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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

habéis recorrido todos los médanos y los trópicos, venciendo ingrato la natu-
raleza antes de vencer al hombre, ingrato como ella.
¿Las sierras?
No; porque cada áspera ladera enemiga ha sentido el acompasado desfile
de vuestros batallones; cada sendero andino conserva la huella del hierro del
casco de vuestros bridones; cada garganta ha resonado con vuestros cánticos
de Guerra, y allí, hasta la más alta punta, habéis seguido a los que huían, y
dejando escrito con vuestra sangre roja esta leyenda, que los siglos recordarán,
entre las rocas: ¡Aquí estuvo Chile!
¿O ha sujetado por acaso vuestra planta, el hambre, el cansancio, el des-
mayo de las ásperas e inacabables marchas?
No; porque, apoyados en vuestros sables, sostenidos en la culata de vues-
tros fusiles, a la manera de los titanes de la fábula, habéis escalado todas las
montañas del Perú hasta los picos donde las águilas esconden sus nidos; y
contadas una a una vuestras jornadas, algunos de vuestros regimientos han
recorrido espacios y leguarias que habrían bastado para hacer por entero el
giro del orbe.
¿O fue, por último, la pestilencia de los valles ponzoñosos o de las que-
bradas malditas de las sierras, que os atajó a medio camino?
No, otra vez, porque, dando entonces ejemplos de una resignacion al deber
y la disciplina, de que se enorgullecería el más sufrido ejército del mundo,
vosotros arrimábais vuestras armas a la puerta de los hospitales y allí labrábais
silenciosos con vuestras manos los toscos ataúdes que habían de guardar los
cadáveres del camarada y el vuestro propio, en homenaje a la callada y sublime
obediencia del chileno.
Habéis renovado así en el espacio de cinco años por entero el vocabulario
de vuestra guerrera fama; puesto que desde hoy hácese forzoso esculpir en el
reverso de los viejos escudos de las glorias nacionales, los nuevos emblemas
que habéis agregado a vuestros pabellones.
Al respaldo de Rancagua es preciso escribir, Iquique; al respaldo de
Chacabuco, Tacna; al respaldo de Maipo, Chorrillos; en pos de Casma, Angamos;
en pos de Yungay, Huamachuco.
Señores generales, jefes, oficiales y soldados del tercer Ejército de Chile
en el Perú: nuestros padres pelearon dentro de sus propios lares, heroicas
e invencibles lides, trazadas por la naturaleza, y nos legaron imperecedera
leyenda de hechos inmortales.
Iquique fue, de esa suerte, el faro de granito de la primera etapa, y todavía
arde y brillará en los venideros tiempos dentro de su fanal de nítido diaman-
te, la luz del sublime genio que encendió la llama del ejemplo en todos los
corazones combatientes.
El blanquecino promontorio de Angamos, llamado en quichua el Fantasma,
abrió paso y dio rumbo a los gigantes que de lejos llegaban, señalando a sus

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

conductores, a guisa de mudo centinela, la grieta de los farellones, que ocul-


taban la escondida entrada al campo de la lid.
Y por esto Pisagua fue el pórtico del heroísmo chileno; los Ángeles, su
empinada escalinata, y más allá, en Tacna, y más allá, en Arica, brillaban im-
pávidos altísimos alcázares de fuego que abrieron sus puertas de granito al
tumulto de las banderas entretejidas de laureles, que habían sido ya paseadas
por la mar y por la tierra, en alas de atrevidos cóndores de indómito vuelo.
Y cuando, conducidos en seguida al hinchado empuje de la flota de guerra
más formidable que surcara el mar Pacífico desde Anson a Cochrane, y desde
Blanco a Prat, vosotros, soldados y marinos de Chile, llegasteis a los valles
tropicales que envuelven en perfumes y deleites al Nápoles de América, en
dos mañanas le quitasteis sus dos coronas: la corona del mar en el Callao; la
corona de los Andes en Lima, y entre vuestros trofeos las trajisteis.
Mas ¡ay! No todo fue fortuna en tan porfiada lid.
Acabo de pasar en rápida revista los nombres de vuestras hazañas veladas,
de vuestros cementerios cubiertos de lágrimas y de arenas.
¿Os acordáis, señores, antes del sol de Tacna, del helado campamento
de Quebrada Honda, cuando un soldado héroe, jefe de servicio, una noche
dejaba dormidos bajo la lona de su tienda sus dos hijos… y al volver a ella,
después de la victoria, traía sobre sus hombros sus dos cadáveres, que más
tarde debía cubrir con el suyo propio, trocado en lápida y en llanto?
¿Os acordáis de la callada vigilia al pie del Morro, cuando en medio del
círculo de sus oficiales, sentados como él en el suelo, señalábales su jefe con
el brazo los opacos muros que a la primera luz del alba debían atropellar con
sus brazos, sus pechos y sus vengadoras bayonetas, en el fragor de cruenta
batalla tres inmortales regimientos? ¿Y os acordáis en pos, cuando, silenciado
el rugido de cien cañones, al caer las almenas desplomadas por la pólvora,
vióse de súbito la línea de las cumbres cubierta de banderas y de estrellas y
al pie del mástil un gigante de simpático y amable rostro que se llamó Pedro
Lagos, sosteniendo exánime en sus brazos a un héroe de su escuela que se
llamó San Martín?
¿Os acordáis, todavía, señores, de aquella solemne noche en que, serpen-
teando por la arenosa tablada de Lurín, veinticinco mil chilenos, esparcidos
en negras y silenciosas columnas, velada la brillante luna de los trópicos por
manto propicio de tenues nubes, y oprimidos los corazones por los presen-
timientos, avanzaban sin que quedara en la arena un solo rezagado, al final
asalto y a la muerte?
¡Ah! ¿No era, por ventura, en esas horas de los adioses supremos, de las
memorias queridas, del santo hogar guardado por la madre que ora, por la
esposa que llora, por la virgen que espera… cuando vosotros soñábais que
este propio día, el más hermoso de vuestra carrera de soldados ciudadanos,
había de lucir para vosotros, aquí, bajo este cielo azul, en este divino paisaje

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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

de luz, de armas, de árboles en flor, de rostros risueños, de campos cargados


de dones y atributos, de adorables mujeres de dulce mirar, de niños que, col-
gados al regazo de las madres, os tienden con alborozadas almas sus brazos
y coronas, de soldados invictos, de pechos de hierro, de tostados rostros,
colocadas a la manera de columnas de bronce en el estado de la patria y en
el orden de batalla?
¿Y no es verdad que, entonces, en tales horas de dolorosa angustia, so-
ñabais también que, juntas estas dos deidades de la vida, la familia que ama
y la nación que premia, os abrirían de consuno sus refulgentes brazos para
estrecharos más apretadamente contra su seno y depositar en vuestra frente
vencedora, el ósculo de la paz que simboliza la estrella que acaba de ceñiros
la mano del supremo mandatario del Estado?
Y bien, señores generales, jefes, oficiales, soldados y marinos de Chile, es
así cómo el sueño de la noche que precede a la batalla, queda cumplido.
¿No oís las alegres bandas que llenan el ámbito de festivos clamores? ¿No
escucháis los mil rumores del popular regocijo? ¿No llega hasta el fondo de
vuestras almas el destello de otras almas que os acarician con su mirada y su
amor? ¿No sentís entre el ruido de las armas y el estrépito del cañón las salvas
de las generaciones que os aclaman?
Todo eso, señores, es el sueño del campamento que se cumple.
Pero ese cuadro de los delirios felices realizados, señores generales, jefes,
oficiales, soldados y marinos de la República, no sería completo si aquí, todos
nosotros, puestos de rodillas, como en presencia del altar de los holocaustos
antiguos, no honrásemos, al propio tiempo, la noble, la santa memoria de
los que, como vosotros, sonaron en la ventura y en la gloria, pero que ¡ay!
no despertaron.
Para vosotros entonces, señores, la vida y sus senderos de flores, esta lujosa
tribuna de los premios, esa pradera de esmeraldino tapiz, aquella suntuosa
ciudad de placeres y descansos, esta grandiosa fiesta que se asemeja a una
resurrección. Y para ellos, para los que rindieron voluntaria, juvenil, gloriosa
existencia, esas blancas y majestuosas cimas, que remedan colosales mausoleos,
o forman digna, eterna, radiosa diadema en torno a la frente de los que no vol-
vieron, pero que nosotros bendecimos aquí con el salmo de las imperecederas
gratitudes. Señores generales jefes, oficiales, soldados y marinos del Ejército
y de la Armada de Chile, un augusto y recíproco deber queda desde hoy por
todos llenado. Vosotros habéis salvado a Chile, y Chile os cubre de coronas.
Vosotros habéis glorificado a la patria, y la patria os glorifica a su turno.
Excmo. Señor Presidente, cuando se tiene la dicha de poseer, siquiera
en préstamo, el poder supremo de la Nación que ha producido semejantes
hombres, el corazón debe latir orgulloso y desahogado dentro del pecho,
y el pensamiento que lo ilumina y lo guía, es dueño de levantarse, así, sin
esfuerzo, en sus propias briosas alas a las regiones donde se engendran,

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

anidan y viven las grandes cosas de la tierra perecedera y de la inmortalidad


que no acaba.

El Señor don Isidoro Errázuriz


Excmo. Señor, señores jefes oficiales, señores:
Durante setenta años han sido consagrados en este país los hermosos
días de la mitad de septiembre a la conmemoración de los sucesos que pro-
dujeron el advenimiento de Chile a la existencia de nación independiente
y soberana.
Durante setenta años, ha subido anualmente el pueblo chileno al Capitolio
a coronar las estatuas de los fundadores del Estado; y las flores y las verdes
ramas del entusiasmo patriótico se han amontonado en torno de la cuna
simbólica de nuestra emancipación nacional. En este año, celebrará Chile,
además del principio de su vida de pueblo libre, extraordinarios acontecimien-
tos militares y políticos que importan para la República la entrada a la edad
viril. Tan súbito y tan radiante se ha levantado sobre el horizonte el sol del
engrandecimiento nacional, que los astros, cuya modesta luz ha alumbrado
hasta aquí nuestro camino, se han puesto pálidos, como las postreras estrellas
del alba, a la aproximación del nuevo día.
Una transformación profunda y de consecuencias incalculables se ha ope-
rado en nuestra vida nacional. En demanda de justicia y reparación, hemos
salido de nuestras fronteras, y hemos desplegado ante el extranjero fuerza y
pujanza que no nos atribuía la opinión general. La esfera de nuestro dominio
se ha ensanchado; nuestros recursos han crecido de un golpe; ha despertado
en nosotros la conciencia de nuestro deber y de nuestro derecho respecto
a las naciones vecinas; hemos salido de nuestro aislamiento para aceptar la
comunidad internacional con sus pasiones y sus intereses, sus zozobras y sus
grandezas, sus solidaridades y sus antagonismos. La edad viril ha comenzado
para Chile.
Hace apenas cinco años que esta seria evolución nos habría parecido
inverosímil y remota. Trabajados por dificultades de la situación económica,
vivíamos más que nunca enervados sobre la barreta y el combo, procurando
devolver, a fuerza de labor y perfeccionamiento, la inhabilidad que escapaba
a las antiguas industrias nacionales. No queríamos ver ni oír nada de lo que
pasaba fuera de nuestras fronteras, y los buques y las armas eran carga pesada
de que pensábamos desprendernos. No sentíamos siquiera el ruido sordo de
la mina que una diplomacia audaz corrió bajo nuestras plantas, favorecida
por el desprestigio que nuestro aislamiento producía.
No era esto causado por el enervamiento; era fruto de una ilusión, que
nos hacía esperar que basta ser un pueblo laborioso para vivir tranquilo, que

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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

basta olvidar al mundo internacional para que éste se olvide de nosotros.


Por eso fue que Chile no experimentó turbación ni temor, al encontrarse
de repente en presencia de una alianza de dos vecinos acostumbrados desde
la cuna al ruido de las armas y uno de los cuales, merced a su riqueza, a su
virilidad y a los ensanches de su cultura, había alcanzado en el continente
prestigio y simpatías.
Por eso fue que nuestro país acudió en masa a las armas, cambiando los
instrumentos del trabajo por el fusil del infante, y con el mismo brazo acos-
tumbrado a romper la roca en las entrañas de la tierra y a derribar colinas,
redujo a la impotencia a sus enemigos, después de dos años engrandecimiento
nacional.
La obra de esos dos años y de la época posterior admite, sin duda, di-
versidad de apreciaciones en cuanto a los procedimientos de ejecución. Los
especialistas discutieron sobre ella durante muchos años. Pero entretanto,
a los ojos del hombre de Estado y del observador de levantado espíritu, a
los ojos del mundo espectador de la contienda, líneas y colores vigorosos se
destacan en el glorioso cuadro. Fue una obra de hombres y de políticos. Fue
la obra de un pueblo nacional, patriota y capaz de inmensa abnegación. Fue
una obra en que debemos muy poco a la ciega fortuna; en que a cada paso,
encontramos en nuestro camino al hombre y la naturaleza coaligados contra
nosotros, y los vencimos mediante nuestra sola fuerza.
Durante la campaña marítima, que fue brillante prólogo de las terrestres,
los trasportes del enemigo escaparon felizmente a la persecución tenaz de
nuestros cruceros y a la vigilancia de nuestro bloqueador. Nosotros no tuvi-
mos esa suerte; una combinación fatal de circunstancias, hizo caer en manos
enemigas una nave con valioso cargamento; y una combinación no menos
fatal colocó, el 21 de mayo de 1879, a los dos buques más débiles de nuestra
escuadra en presencia de los dos más poderosos del adversario.
La casualidad ciega, estuvo, con eso, también contra Chile; pero estuvo
por Chile esa fuerza inmensa del alma que se llama el heroísmo, estuvo
con nosotros el espíritu que levantó al cielo de la inmortalidad al espartano
Leónidas y el día que debió ser de desastres y ruinas fue día de gloria para la
armada y para la patria.
Y en tierra, no pelearon tampoco los dioses por nosotros. De Pisagua a
San Francisco; de Tacna a Arica; de Chorrillos a Miraflores, la casualidad, la
naturaleza y el hambre coaligadas estuvieron contra Chile, y contra todo eso
bastó el empuje del Ejército, se triunfó a fuerza de valor y de constancia; y
es digno de notar, por vida de refutación de las baladronadas con que el ad-
versario se complace en consolar su amor propio y su derrota, que en todas
las grandes jornadas, desde Pisagua hasta Miraflores, conservamos fuera de
la acción fuerzas suficientes para hacer frente a cualquiera eventualidad y
contener cualquier refuerzo del enemigo.

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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico

Entre batalla y batalla hay que contar todavía con bloqueo para los ma-
rinos; y para el Ejército con las marchas bajo el sol ardiente, por el arenal y
las calicheras; con la sed, la dolorosa nostalgia de vivir lejos del hogar y lejos
de la patria.
Y todavía, después de la batida del león, hay algo que repugna a los ins-
tintos del soldado de Chile: la corrida del zorro, que duró tres años y costó
tanta pérdida de buenas vidas como las grandes batallas del 81 y que no habría
tenido para el soldado compensación alguna, si de la escarpada sierra andina
no hubiera hecho brotar el ejército de ocupación el rayo de luz brillante de
Huamachuco que le envolvió, una vez más, en el resplandor de sus antiguas
glorias.
Todo esto ¿de qué fue obra? ¿Al esfuerzo de quiénes lo debemos? Al
esfuerzo de todos, a la concurrencia de los diversos factores que componían
la entidad nacional que hizo frente al enemigo, en tierra y en mar, adminis-
trativa y militarmente.
Fue obra, y lo debemos a la intrepidez natural del soldado y a la oficia-
lidad llena de aliento y de pericia, que contuvo y lanzó alternativamente la
corriente impetuosa y la disciplina, y que, en horas críticas, como al frente
de las aspilleras mortíferas de Miraflores, formó trincheras para la tropa con
centenares de los de sus mejores miembros. Lo debemos a los jefes que tuvo
sucesivamente el Ejército de Chile, a cuyo esfuerzo fue debido el manteni-
miento de la disciplina y de la armonía y a quienes incumbe la gloria, como
les incumbía la responsabilidad.
Lo debemos todavía a los hombres que en la administración y la diplo-
macia montaron, durante la época memorable, la guardia de honor y de la
seguridad de Chile.
Mientras ejército y armada cumplían su deber frente al enemigo, cuidaba
el Gobierno de organizar, y a esta acción se debió que tuviésemos superio-
ridad sobre el adversario, en su propio país, en provisión, en movilidad, en
uniforme. Velaba el Gobierno por mantener la libertad y por mantener la ley.
Velaba observando el horizonte diplomático y procurando disipar las nubes
que en él se formaran en diferentes épocas.
Fue la victoria obra de todos los que hacían la guerra, obra que emana de
la fuente pura del deber, aprendido en la escuela del trabajo y de la legalidad.
Obra de hombres y obra de patriotas. Obra a que hace solidarios al ejército,
y al pueblo, al Congreso y al Gobierno. De esta solidaridad y de la parte prin-
cipal que han tenido en ella los jefes, oficiales y soldados, son emblemas las
medallas que adornan vuestros pechos y que constituyen los eslabones de una
gran cadena de unión que enlaza a Chile entero.
Habéis llevado a Chile, jefes y oficiales del ejército, en vuestros brazos
robustos al término de la corriente amenazadora que separaba su infancia de
su edad viril. Habéis levantado sobre vuestras espadas el edificio de la segunda

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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización

patria. Chile de hoy es en gran parte vuestra hechura; y vuestros nombres y


la memoria de vuestros hechos son patrimonio nacional. Y cuando hablo de
vosotros, lleno con la imaginación los claros que la muerte en la batalla y
en la ambulancia ha dejado en vuestras filas, y siento, en esta tribuna, pasar
a los gloriosos capitanes y soldados que supieran morir por Chile acudir al
llamamiento de la recompensa nacional.
En donde quiera se halle desplegado el pabellón de Chile, al viento de los
combates o al viento de regocijo nacional, se acercarán sedientas de patriotis-
mo esas queridas sombras, y en la primera fila la del inmortal caudillo de mar
y de sus compañeros de la Esmeralda, que rescataron tan noblemente con el
sacrificio de sus vidas el compromiso de velas por la virginidad del estandarte
y los gallardos mancebos del Chacabuco que repitieron cuatro años después,
en el villorrio de Concepción, la memorable hazaña del 21 de mayo de 1879,
como si hubieran querido ratificar el compromiso tremendo que el Ejército
lo mismo que en la Armada de Chile, esta tradición de que al enemigo no se
entrega sino cadáveres.
Aceptemos, soldados y ciudadanos, esa tierna y unificante comunidad y
sancionemos por todos los medios que la memoria agradecida permite a un
pueblo culto y libre. Las naciones no necesitan para mantener incólumes su
poder y su honor, solamente naves y cañones, fusiles y soldados; no necesitan
solamente riqueza y aprendizaje militar, organización y alianzas. Ejército y
fortalezas, que las miradas del vulgo no descubren siempre a primera vista
suelen contribuir de una manera harto eficaz a la defensa de las fronteras. Las
figuras de los héroes que murieron por el santo culto de la patria montan la
guardia en los umbrales del territorio y alejan de ella la agresión. A Chile lo
cubrían en la fortuna su Ejército y su administración; lo cubrían, antes que
todo, el prestigio que ha alcanzado durante los últimos cinco años, con sus
virtudes patrióticas y militares, y lo cubrirá el cordón hermoso que forman
en torno de él las almas de los capitanes y soldados que murieron al pie del
inmaculado tricolor.

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