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Retórica y ritual en
la Guerra del Pacífico
CDD 22
983.0616 2010 RCA2
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Primera edición, marzo de 2010
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Diseño de portada: Elena Manríquez
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o transmitida en manera alguna por ningún medio sin permiso previo del editor.
Armas de persuasión masiva.
Retórica y ritual en
la Guerra del Pacífico
Carmen Mc Evoy
(Edición y estudio preliminar)
Ediciones
Centro de Estudios Bicentenario
Santiago
2010
ÍNDICE
Presentación 15
II) DOCUMENTOS:
Oratoria sagrada
2) Pastorales:
– Pastoral del obispo de Santiago Joaquín Larraín Gandarillas
(5 de abril de 1879) 145
– Carta pastoral del obispo de Concepción José Hipólito Salas
(8 de abril de 1879) 148
– Pastoral del obispo de Ancud Francisco de Paula Solar
(12 de mayo de 1879) 160
7
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
8
Indice
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Para Juliana, por el regalo de tu vida.
“Sí, señores, y la historia de mañana hablará de una nueva Esparta
que se ha dado a conocer en la presente guerra,
nacida al pie de la cordillera y en la que sus hombres y mujeres
han igualado si no superado aquellos hechos mitológicos”.
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PRESENTACIÓN
Las sociedades son la suma de sus historias de guerra. Por tratarse de un evento
que modela como ningún otro las identidades culturales, la guerra requiere
de una retórica integradora que, además de producir una imagen victoriosa
e incluso un destino manifiesto, sea capaz de perfilar los rasgos esenciales del
enemigo. El análisis del discurso nacionalista que emerge en Chile a partir de
la Guerra del Pacífico y la función que en su diseño conceptual cumplieron los
hombres de palabras es el tema central de este trabajo. Los encuentros entre
guerra y memoria se han convertido en materia de una renovada reflexión
historiográfica. Trabajos recientes muestran cómo la exacerbación de la me-
moria y la experiencia de la guerra son fenómenos inseparables. Así, guerra,
memoria e historia conforman una trilogía que evoca relaciones tendientes
a construir identidades colectivas.
Un caso paradigmático del uso de la memoria histórica con fines ideo-
lógicos es el conocido relato en el que Gonzalo Bulnes –el más importante
historiador de la Guerra del Pacífico– reproduce la conversación entre Patricio
Lynch y un grupo de soldados chilenos y peruanos heridos en combate.
Teniendo como testigo de excepción al marino francés Abel Henri Bergasse
Du Petit Thouars, la meta de Bulnes fue probar que el conflicto trinacional
no era propiedad de sus directores, sino que él le pertenecía a un pueblo
iniciado en el discurso nacionalista. La gran lección que Bulnes intentó
transmitir, por intermedio de aquel soldado herido que afirmó estar peleando
por una patria distante, fue que el poder de Chile no radicaba tan solo en
la eficacia de sus armas convencionales. Para Bulnes el triunfo final en Lima
estaba íntimamente asociado al grado de ideologización de los habitantes del
país vencedor; la república de Chile contaba con un imaginario nacional del
que carecían sus rivales. Conformado por un conjunto de símbolos, palabras
y rituales que informaban su identidad colectiva, este marco conceptual dis-
ponía, además, de un sistema comunicacional y de una sociedad entrenada
para decodificarlo.
A pesar de que fueron sólo tres los soldados entrevistados por Lynch y
no obstante que la victoria chilena se debió en buena cuenta a la labor de
una maquinaria político-militar hábilmente manejada desde La Moneda, el
relato esencialista de Bulnes ha resistido el embate del tiempo. Es por ello
que, parafraseando a Hayden White, es posible afirmar que el nacionalismo
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual durante la Guerra del Pacífico
chileno es real no tanto porque existió como cifra estadística, sino porque sus
productores tuvieron la habilidad de construir imágenes imborrables. Una de
las que aún permanece en nuestra memoria, a pesar del tiempo transcurrido,
es la de aquel soldado herido en combate ofreciendo una cátedra de nacionalis-
mo a un oficial francés y a un grupo de peruanos derrotados y confundidos.
Además de los aspectos logísticos y estratégicos que toda guerra requiere,
esta también demanda un relato que le provea de legitimidad. La narrativa de
la guerra surge en los campamentos militares, pero también se va gestando
en las oficinas de redacción de los periódicos, en los púlpitos de las iglesias y
en los escritorios de los publicistas. No obstante la importancia que exhibe la
Guerra del Pacífico como memoria colectiva, el campo de estudio que abarca
su proceso de elaboración intelectual no ha recibido, salvo escasas excepcio-
nes, el interés de los historiadores. Abordar la guerra como representación y
como relato intertextual permite descubrir la existencia de un frente ideoló-
gico diseñado sobre la base de una vieja tradición retórica que para Chile se
remonta a los años de la Independencia. La “guerra de las palabras” colaboró,
qué duda cabe, en el proceso de fortalecimiento de la joven identidad chilena
ayudando, mediante la creación de un mapa cognitivo, a cristalizar aquello
que Anthony Smith define como moralidades significativas. Son estas las que
deben de ser emuladas por la colectividad en su conjunto.
El reconocido historiador Alfredo Jocelyn-Holt ha cuestionado el carácter
esencialista del nacionalismo chileno al afirmar que este no puede ser con-
cebido como una mentalidad profunda, asentada y colectiva. Partiendo de
la premisa de que la apelación a lo nacional es un instrumento básicamente
político, Jocelyn-Holt sostiene que el éxito obtenido por el nacionalismo en
su país no parece radicar en que aquel fue una variante más elaborada que
la de sus vecinos, sino al hecho de que dicha creación guarda una estrecha
relación con factores contingentes que poco o nada tienen que ver con el
nacionalismo en sí. El carácter compacto del territorio chileno, la ausencia
de fuerzas regionales que conspiran contra la centralización, la homoge-
neidad racial, una iglesia relativamente débil, y una sorprendentemente
quieta población rural, ayudaron a enraizar el nacionalismo en Chile. Este
país –concluye Jocelyn-Holt– no fue más nacionalista que otros países, sino
que allí fue bastante más fácil que el nacionalismo floreciera. Es indudable
que análisis como los anteriores y otros más recientes ayudan a comprender
los elementos estructurales que colaboraron en el proceso de construcción
identitaria en Chile1. Sin embargo, al soslayar la importancia de los aspectos
retóricos y rituales del proyecto nacionalista nativo, es decir, al olvidar aquella
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Presentación
Francisco (eds.), Nación y Nacionalismo en Chile, siglo XIX (Santiago, Centro de Estudios
Bicentenario, 2009), vol. 1, pp. XI-XXVIII.
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Presentación
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ARMAS DE PERSUASIÓN MASIVA.
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5 Jay Winter, Site of memory, sites of mourning. The Great War in European cultural history
(Cambridge, Cambridge University Press, 1995), y del mismo autor War and remembrance
in the twentieth century (Cambridge, Cambridge University Press, 1999).
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6 El libro de William Sater La imagen heroica en Chile, Arturo Prat, santo secular (Santiago,
Centro de Estudios Bicentenario, 2005) es hasta el momento el mejor ejemplo de las
enormes posibilidades que ofrece la historia intelectual para explorar los aspectos
culturales de la Guerra del Pacífico. Dentro de esta tendencia revisionista debemos
ubicar también a los trabajos pioneros de David Home y de Gabriel Cid. Para el punto
anterior ver: Home, Los huérfanos de la Guerra del Pacífico: el “Asilo de la Patria”, 1879-1885
(Santiago, Centro de Investigaciones Barros Arana/LOM, 2007); y Gabriel Cid, Guerra
y conciencia nacional: La Guerra contra la Confederación en el imaginario chileno, 1836-1888
(Tesis para optar al grado de Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de
Chile, 2009).
7 El tema de la oratoria chilena ha sido analizado en el excelente libro de Manuel Vicuña,
Hombres de palabras: oradores, tribunos y predicadores (Santiago, Sudamericana/Centro de
Investigaciones Diego Barros Arana, 2002). Su ensayo bibliográfico es sumamente com-
pleto. Sobre el rol que cumplieron la prensa y la oratoria en la política latinoamericana
del siglo XIX ver el trabajo pionero de Iván Jaksić (ed.), The political power of the word:
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press and oratory in nineteenth-century Latin America (London, Institute of Latin American
Studies, 2002).
8 Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 20 de octubre de 1879, pp. 376-377.
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abrir al ser humano un cofre lleno de riquezas para beneficio de los demás.
Por ser un medio de comunión efectiva y afectiva, Mora atribuyó a la oratoria
un valor casi sacramental. Ella redimía de la soledad, del aislamiento; extraía
de la educación bienes individuales a la vez que colectivos, y rechazaba el
interés personal, que tendía a prescindir de todo compromiso activo con los
requerimientos de la vida en sociedad. Una relación íntima entre la retórica y
la razón autorizaba a que la palabra fuera convertida en un eficaz instrumento
de comunicación, hermanando al género humano, dando cuerpo a las socie-
dades, alentando la civilización y aumentando el progreso.18 La elocuencia
no era, sin embargo, un don natural. En un artículo que Mora escribió sobre
ese tema el gaditano señaló que la oratoria era un arte muy difícil y que sólo
podía adquirirse a fuerza de ejercicios, estudios y meditaciones.19
Que la elocuencia podía tornarse en un instrumento clave para conquis-
tar el poder político dio cuenta el manifiesto que fue enviado para ser leído
entre los seguidores del General Ramón Freire, Intendente Gobernador de
Concepción. En el acto que ha sido considerado como la partida de naci-
miento de la revolución de “los pueblos” contra la dictadura de Bernardo
O’Higgins, Freire acusó a una “Convención ilegítima” de parir “el monstruoso
feto de una constitución que la opresión de las bayonetas hizo reconocer al
pueblo de Santiago”. Utilizando una argumentación propia del republicanis-
mo clásico, el general denunció la “arbitraria voluntad del supremo poder”
de O’Higgins, quien no había permitido que los pueblos encontraran su
lugar en “el areópago” republicano.20 Tanto Mora –a quien Manuel de Salas
describió como “un literato de un saber y fraseología extraordinarios”–21 como
Freire –el “ciudadano militar” rescatado recientemente por Gabriel Salazar–
fueron conscientes del esplendor de las palabras y de los usos políticos de
18 Sobre Mora resulta imprescindible leer su Oración inaugural del curso del Liceo de Chile
pronunciada el 20 de abril de 1830 (Santiago, Imprenta de R. Rengifo, 1830). Para una
aproximación a su vida ver el trabajo clásico de Miguel Luis Amunátegui, Don José Joaquín
Mora. Apuntes Biográficos (Santiago, Imprenta Nacional, 1888). Para su relación con Chile
ver Alamiro de Ávila Martel, Mora y Bello en Chile (Santiago, Universidad de Chile, 1982).
Para su paso por el Perú véase el extraordinario trabajo de Luis Monguío, Don José Joaquín
de Mora y el Perú del ochocientos (Berkeley, University of California Press, 1967). En un
trabajo reciente Gabriel Cid ha explorado el rol que Mora y otros emigrados europeos
jugaron en el desarrollo de la prensa republicana. Cf. Cid, “Prensa y conocimiento: El
Mercurio Chileno, 1828-1829” en Gabriel Cid (recopilación y estudio), El Mercurio Chileno
(Santiago, DIBAM/Centro de Investigaciones Barros Arana, 2009), pp. 11-43.
19 José Joaquín de Mora, “De la elocuencia parlamentaria”, 1 de mayo de 1828, reproducido
en Cid, El Mercurio Chileno, pp. 96 y ss.
20 Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile (1800-1837). Democracia de los pueblos.
Militarismo ciudadano. Golpismo oligárquico (Santiago, Sudamericana, 2005), p. 173.
21 Para los aportes de Mora al desarrollo cultural de Chile ver Bernardo Subercaseaux,
Historia de las ideas y de la cultura en Chile. Tomo I. Sociedad y cultura liberal en el siglo XIX,
J.V. Lastarria (Santiago, Editorial Universitaria, 1997), pp. 24-30.
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Para los hombres educados bajo los dictados del iluminismo dieciochesco,
la elocuencia, el decoro, el arte y la educación contribuían a la formación
de una sociedad civilizada en la que debían reinar las virtudes republicanas.
“Si queréis ser libres como hombres –subrayó Mariano Egaña al inaugurar
el Instituto Nacional en 1813– es preciso que seáis ilustrados; de lo contra-
rio, vuestra libertad será la de las fieras”.23 El decoro se fundamentaba en
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24 Para el caso norteamericano ver Kenneth Cmiel, Democratic eloquence: The fight over popular
speech in nineteenth century America (New York, Morrow, 1990).
25 Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile, pp. 23-24. Alfredo Jocelyn-Holt
argumenta que la cultura es un territorio de disputa ideológica que merece más atención
que la que ha recibido. Véase El peso de la noche. Nuestra frágil fortaleza histórica (Santiago,
Planeta, 1998), pp. 29-39.
26 Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile, pp. 32 y 36.
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33 Ibídem, p. 52.
34 El análisis de los cambios en la justificación de la Guerra de la Confederación y la cita
de Egaña en Cid, Guerra y conciencia nacional, p. 41.
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35 Bernardo Subercaseaux, Historia del libro en Chile (alma y cuerpo) (Santiago, Andrés Bello,
1993), pp. 47-48. El autor observa que este discurso civilizatorio siempre recurrió a
metáforas de tipo militar.
36 Una interesante discusión sobre el complejo de superioridad chileno respecto de la bar-
barie de sus vecinos en Simon Collier, Chile: The making of a Republic, 1830-1865. Politics
and Ideas (Cambridge, Cambridge University Press, 2003), pp. 145-172. Recientemente
Alejandro San Francisco, “‘La excepción honrosa de paz y estabilidad, de orden y libertad.
La autoimagen política de Chile en el siglo XIX’”, en G. Cid y A. San Francisco (eds.),
Nación y Nacionalismo, Vol. 1, pp. 55-84.
37 Justo Arteaga Alemparte, “El Advenedizo”, El Nuevo Ferrocarril, Santiago, 22 de septiembre
de 1879.
38 Ibídem.
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ambos la apuesta fue por la civilización, término que debido a sus múltiples
interpretaciones fue territorio de permanentes disputas ideológicas. 43 La
misión civilizadora de la Iglesia, que presuponía un encuentro armónico entre
“la moral y la estadística”, fue fundamental en la construcción del “patriotismo
cristiano” que fue diseminado desde los púlpitos de los templos durante la
Guerra del Pacífico.44 En un discurso que el mismo Casanova pronunció con
ocasión del regreso del ejército expedicionario a Santiago en marzo de 1881,
el sacerdote afirmó que la guerra era un acto de castigo y de regeneración para
el Perú y que Dios había escogido a Chile como instrumento de sus “altísimos
designios”. De acuerdo con el gobernador eclesiástico de Valparaíso, los rayos
que se desprendían de cualquier enfrentamiento bélico eran convertidos por
Dios en un “maravilloso rocío” que refrescaba el seno de la tierra para, de esa
manera, hacer germinar los “más bellos frutos de la civilización”.45
El derrotero ideológico de otro de los discípulos de Mora, el maestro de
oratoria Jacinto Chacón, permite entender los trasvases entre la tradición
retórica liberal y su par católica, cuyos representantes brillaron entre 1879 y
1884. La labor de Chacón –quien escribió el Curso de elocuencia sagrada (1849)
para el uso de los eclesiásticos americanos– se inscribe dentro de los intentos
de la Iglesia chilena por dotar a su clero de una tradición retórica capaz de
enfrentar a la de sus enemigos, los liberales.46 La trayectoria de Chacón –un
liberal radical que en algún momento de su vida decidió retirarse al convento
de Santo Domingo para estudiar Teología– es en verdad fascinante. En su
etapa secular, el profesor del Instituto Nacional y futuro espiritista no sólo
suscribió las leyes metafísicas del progreso desde una perspectiva temporal,
43 Gail Bederman opina que mientras las elites masculinas norteamericanas usaron el
término “civilización” para mantener sus privilegios de clase, género y autoridad racial,
otros sectores marginales, las mujeres y los negros se sirvieron de la idea para demandar
igualdad ante la ley. La discusión se encuentra en Manliness and Civilization. A Cultural
History of Gender and Race in the United States, 1890-1917 (Chicago, The University of
Chicago Press, 1995), pp. 23-24.
44 Para el encuentro entre la moral y la estadística ver Serrano, ¿Qué hacer con Dios en la
república?, pp. 72-75.
45 Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 16 de mayo de 1881, pp. 1058 y ss. Definido por
primera vez en 1771, el concepto “civilización” surgió en el mundo occidental en estrecha
asociación con el término “religión”. Así, el primer texto que menciona la palabra en
su sentido “moderno” –el Dictionaire Universel– señalaba que aquella nueva forma de
sociabilidad encontraba un aliado natural en la religión, la cual, además de ser la pri-
mera impulsora de la civilización, era un “útil freno de la humanidad”. Una interesante
discusión sobre la voz civilización en Jean Starobinski, “La palabra civilización”, Prismas.
Revista de Historia Intelectual, Nº 3, 1999, pp. 9-36.
46 Las reformas de los liberales y de los clericales han sido analizadas por Sol Serrano e
Iván Jaksić en su estupendo artículo “Church and Liberal State strategies on the disse-
mination of print in Nineteenth-Century Chile”, en Jaksić (ed.), The political power of the
word, pp. 64-85. Una versión más elaborada de esta discusión se halla en Serrano, ¿Qué
hacer con Dios en la república?
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Jacinto Chacón.
47 Subercaseaux, Historia de las ideas y la cultura en Chile, pp. 51-52, e Historia del libro en
Chile, pp. 76-77.
48 Vicuña, Hombres de palabras, p. 56. Para la relación entre la Universidad de Chile y la
Iglesia ver Serrano, Universidad y nación, pp. 89-95. El estudio más completo de Bello es
sin lugar a dudas el extraordinario libro de Iván Jaksić, Andrés Bello: La pasión por el orden
(Santiago, Editorial Universitaria, 2001).
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50 Vicuña, Hombres de palabras, pp. 60-66, y Serrano y Jaksić, “Church and Liberal State
Strategies”.
51 Vicuña, Hombres de Palabras, p. 73. Para un análisis del activo rol de la Iglesia luego del
triunfo en Yungay ver Cid, Guerra y conciencia nacional, cap. III. Para la participación de
la Iglesia durante la Guerra del Pacífico ver Mc Evoy, “De la mano de Dios”, pp. 5-44.
52 Subercaseaux, Historia del libro en Chile, pp. 50-51.
53 Serrano, Universidad y Nación; y Serrano y Jaksić, “Church and Liberal State Strategies”,
p.69.
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58 José Victorino Lastarria, “El manuscrito del diablo” (1849), en Sergio Grez Toso, La
“cuestión social” en Chile, ideas y debates precursores, 1804-1902 (Santiago, DIBAM/Centro
de Investigaciones Diego Barros Arana, 1995), pp. 93-108.
59 Maurice Zeitlin, The civil wars in Chile (or the bourgeois revolutions that never were) (Princeton,
Princeton University Press, 1984). Para los cambios sociales y económicos que sirven
de sustento a lo que Zeitlin considera como un aborto de revolución burguesa ver
pp. 21-48.
60 Vicuña, Hombres de palabras, pp. 85-91.
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61 Para este punto se pueden revisar los siguientes documentos, La inauguración de la estatua
ecuestre del capitán general don Bernardo O’Higgins en mayo de 1872 (Santiago, Imprenta
Nacional, 1872); Programa de las festividades cívicas de septiembre de 1872, guía especial de los
visitantes a la Exposición de Artes e Industrias (Santiago, Imprenta de La República, 1872);
Programa de las festividades que tendrán lugar en la próxima semana con motivo del 18 de septiembre
(Santiago, Imprenta de la Librería de El Mercurio, 1877); Bernardo O’Higgins. Recuerdo
de la fiesta del héroe el día 20 de agosto de 1876; ejemplo y lección (Valparaíso, Imprenta del
Deber, 1878). El funeral de Bernardo O’Higgins ha sido analizado en detalle en mi artí-
culo “El regreso del héroe: Bernardo O’Higgins y su contribución en la construcción del
imaginario nacional chileno, 1868-1869”, en Carmen Mc Evoy (ed.), Funerales republicanos
en América del Sur: Tradición, ritual y nación, 1832-1896 (Santiago, Centro de Estudios
Bicentenario/Instituto de Historia, Universidad Católica de Chile, 2006), pp. 125-155.
62 Una discusión sobre el contexto socioeconómico del funeral de O’Higgins en Mc Evoy,
“El regreso del héroe”, pp. 138-146.
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63 La corona del héroe. Recopilación, de datos y documentos para perpetuar la memoria del jeneral
don Bernardo O’Higgins (Santiago, Imprenta Nacional, 1872), p. 89.
64 Ibíd., pp. 101-103.
65 Ibíd., pp. 104-105.
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66 Ibíd., p. 113.
67 “Bolívar deslumbrado por su omnipotencia […] Miranda glorioso pero turbulento […]
Belgrano y Rivadavia firmando en favor de monarquizar la América […] O’Higgins no
fue nada de eso […] la vida de aquel ilustre Capitán fue de una sola pieza […] Jamás
vaciló, jamás tuvo miedo, jamás escondió su pecho a los peligros […] No sería fácil en-
contrar en los anales americanos una existencia más unida y más compacta en la acción
del patriotismo, en la lealtad de la idea y en la constancia de un propósito”. Discurso
recogido en La inauguración de la estatua ecuestre, p. 4.
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la armonía eran los agentes precursores de toda obra posible y los medios
siempre guardaban una proporción admirable con el fin.68
La inhumación del héroe de Rancagua se llevó a cabo a las cinco de la
tarde en olor de multitud. Los discursos que se pronunciaron en el cemen-
terio santiaguino aludieron a los múltiples rostros de O’Higgins, mostrando
cómo el nuevo símbolo patrio abrazado por Chile podía ser portador de los
innumerables fragmentos de una sociedad en busca de una elusiva cohesión
cultural, lo que ciertamente se correspondía con la imagen unívoca y a la
vez polivalente del Padre Fundador. El Chile transfigurado del que habló
Chacón en la explanada de Valparaíso se encontró con la transfiguración del
ser humano en ancestro. La cuasi santificación de ese héroe cristiano, de la
que habló Donoso, además de hacer evidente la simbólica reconciliación de
O’Higgins con la Iglesia, permitió eludir el tema de la descomposición de
su cuerpo físico y, por analogía, del cuerpo político chileno. Así, mediante
la alquimia verbal liderada por quienes le rindieron tributo en esa tarde de
verano, O’Higgins fue convertido en signo y significado: hombre, héroe de
Rancagua, Padre Fundador, exiliado liberal, guerrero, depositario de todas
las virtudes republicanas, pero principalmente “Chile-nación”. Los restos que
se enterraron el 13 de enero de 1869 fueron homenajeados con discursos que
apelaban al olvido: “Echemos un velo sobre sus errores”, solicitó el presiden-
te de la Cámara de Diputados, Vargas Fontecilla. O’Higgins había pagado a
la naturaleza humana “ese tributo de debilidades” del que nadie se hallaba
exento. Lo que había que recordar fundamentalmente era su vena republicana.
De ello dio cuenta el discurso de Diego Barros Arana, quien subrayó en su
alocución los esfuerzos del estadista por democratizar a la sociedad chilena.
La abolición de los títulos de nobleza, el establecimiento de los cementerios
para evitar los entierros en las iglesias, la creación de los paseos públicos, la
fundación de los primeros mercados, la creación de la Biblioteca Nacional,
la fundación del Instituto Nacional y la promoción de la agricultura, entre
otras, fueron las obras de quien puso en Chile los cimientos de una sociedad
culta y civilizada. Por último, Víctor Borgoño trajo a la memoria el hecho de
que el ejército siempre se mantuvo fiel a O’Higgins: “Los corazones militares”
nunca cedieron a la tentación del “odio civil”.69
Es comprensible que en una ceremonia como la anteriormente descrita
no apareciera el político chileno que se enfrentó a la Iglesia y mucho menos
quien luchó contra el Congreso, amenazó abiertamente la hegemonía de los
“pelucones” y decretó la muerte de Carrera y de Manuel Rodríguez. Mediante
una serie de artilugios verbales, el hombre complejo y contradictorio fue bo-
rrado de la memoria colectiva de los miles de chilenos que por primera vez
tomaron contacto con su existencia. Dicho de otra manera, O’Higgins fue
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70 Horacio Pinto Agüero, De la fiesta de la inauguración del monumento del capitán general don
Bernardo O’Higgins hecha para la corona del héroe (Santiago, Imprenta Nacional, 1872).
Véase también La inauguración de la estatua ecuestre.
71 Para una descripción detallada de una fascinante ceremonia patriótica en la cual el ba-
rroco y el discurso republicano se entremezclaron de una manera notable ver Bernardo
O’Higgins. Recuerdo de la fiesta del héroe.
72 Manuel Vicuña, “El bestiario del historiador: las biografías de ‘monstruos’ de Benjamín
Vicuña Mackenna y la identidad liberal como un bien en disputa”, Historia, Nº 41, Vol. 1,
2008, p. 214.
50
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73 Benjamín Vicuña Mackenna, El Partido Liberal Democrático. Su origen, sus propósitos y sus
deberes (Santiago, Imprenta Franklin, 1876).
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74 El viaje del señor Benjamín Vicuña Mackenna a las provincias del sur. Febrero 14-Marzo 5 de
1875 (Valparaíso, Imprenta de La Patria, 1876), pp. 33-37.
75 “Discurso pronunciado por el señor Vicuña Mackenna en el meeting del 13 de febrero en
el Circo Trait al despedirse de la capital”, en El viaje del señor Benjamín Vicuña Mackenna,
p. 42.
76 “Discurso pronunciado por el señor Vicuña Mackenna en el banquete de Talca el 16 de
febrero”, en El viaje del señor Benjamín Vicuña Mackenna, p. 44.
77 “Discurso pronunciado por el señor Vicuña Mackenna en la instalación del club del
voto libre en Talca el 11 de febrero”, en El viaje del señor Benjamín Vicuña Mackenna,
pp. 48-49.
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79 Correspondencia de Antonio Varas sobre la Guerra del Pacífico (Santiago de Chile, Imprenta
Universitaria, 1918), pp. 38-41 y 164. El revelador título de un libro publicado en Santiago
el mismo año del estallido de la guerra muestra el tipo de guerra que se intentaba pelear.
Para el punto anterior ver El Derecho de la Guerra según los últimos progresos de la civilización
(Santiago, Imprenta Nacional, 1879).
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cristianos. El rescate del legado cristiano para los tiempos de guerra proveyó a
muchos de los publicistas católicos de una magnífica oportunidad para probar
no sólo la potencia de la oratoria sagrada, sino el poder de la infraestructura
moral y material de la cual disponía la corporación religiosa chilena.80 Uno
de los temas que el obispo Hipólito Salas discutió abiertamente en El guerrero
cristiano, texto que escribió ex profeso para los soldados en campaña, fue la
urgente necesidad que tenía el Estado de asociarse con la Iglesia, debido a
que ella era la mayor proveedora de los valores trascendentales capaces de
crear la sociedad disciplinada que cualquier república en guerra requería.
En el libro de Salas, así como en los sermones pronunciados regularmente
en los templos capitalinos y provincianos y en los editoriales de El Estandarte
Católico y de El Mensajero del Pueblo, asoma la retórica de una Iglesia política-
mente activa, cuyo objetivo fue reivindicar para sí los dominios del espíritu,
de la cultura y de la disciplina social.81
La religión, en palabras de Ireneo Moza, reunía todos los blasones para
colaborar con la patria en peligro. En la conferencia titulada “Amor patrio”,
pronunciada el 31 de mayo de 1879 en la iglesia metropolitana de Santiago,
el fraile capuchino recordó que la patria, sin la religión, estaba condenada
al fracaso. Moza –cuya “conferencia”, publicada en El Estandarte Católico en
fascículos, fue vendida a cinco centavos el ejemplar para solventar los gastos
del regimiento del 4º de Línea– remarcó que “un ejército compuesto de
individuos preparados a morir para obedecer a Dios” era “invencible”. Moza
defendió al clero de los ataques de “los perversos ciudadanos”, de aquellos
“patriotas afeminados” que no comprendían que era imposible desafiar a la
Iglesia en el campo cultural que ella dominaba muy bien.82 La Iglesia era di-
fícilmente superable en la misión de “lanzar leones a la pelea en los campos
de batalla”83 y menos en esa otra tarea –igualmente valiosa– que era abrir las
puertas del cielo a los combatientes.84 De las observaciones de importantes
miembros del clero, cuyo aporte teórico y logístico a la empresa de la guerra
resulta innegable, se deduce que en el marco del conflicto internacional la
Iglesia en Chile se propuso fortalecer su posición política resaltando su acervo
ideológico, el cual, junto con su infraestructura organizativa, fueron puestos
a disposición de la sociedad y el Estado.
80 Este argumento y buena parte del que sigue ha sido trabajado en detalle en mi artículo
“De la mano de Dios”, pp. 5-44.
81 Ibídem. La posición de Salas respecto de la Guerra del Pacífico en José Hipólito Salas, El
guerrero cristiano (Valparaíso, Imprenta del Mercurio, 1880).
82 Ireneo Moza, Amor patrio, conferencia del reverendo capuchino Ireneo de Moza (Santiago,
Imprenta del Estandarte Católico, 1879).
83 Salas, El guerrero cristiano.
84 Esteban Muñoz Donoso, “La victoria está en manos de Dios”, El Estandarte Católico,
Santiago, 5 de abril de 1879 (ver apéndice).
55
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
El riquísimo legado católico fue puesto a prueba en 1879 por las vanguar-
dias religiosas que participaron en la Guerra del Pacífico. Conceptos como
el de la guerra justa, la regeneración moral por el sufrimiento, el heroísmo
virtuoso del guerrero cristiano, la eternidad, la fe, el culto mariano y el poder
de la oración –de innegable estirpe católica– sirvieron para dotar de sentido
y de legitimidad a un conflicto internacional que exhibió, desde sus inicios,
un complicado frente ideológico. De la elaboración de un discurso bélico
que contuviera y exaltara una multitud de alegorías relacionadas con la esfera
de lo sagrado dependía en parte la satisfacción de aquellas necesidades que
resultaban funcionales a los objetivos del Estado chileno. Así, la obediencia,
la disciplina, la fe ciega y el sacrificio exigido a esos miles de soldados que
se enviaron a pelear y morir en tierras lejanas fueron algunos de los valores
que, desde sus trincheras ideológicas, los publicistas católicos reformularon
y masivamente difundieron a lo largo de templos, plazas, periódicos, puertos
de embarque y campamentos.
56
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
todo Chile sabía que mentían los enemigos de la Iglesia cuando aseguraban
que ella debilitaba y afeminaba los corazones. Lo que ocurría era justamente
lo contrario: además de purificar el patriotismo mediante la imposición al
ciudadano de la consigna del Macabeo –“Debes morir antes que ver la deshonra
de tu patria”– la Iglesia era la encargada de “bendecir las armas, resguardar
al acerado pecho del guerrero con un talismán precioso, pedir diariamente
en el tremendo sacrificio el triunfo de Chile” e incluso participar en forma
activa, en la persona de sus capellanes, en aquellos difíciles combates donde
el sacerdote y el soldado morían “envueltos en una misma bandera”.85
La multitudinaria novena a la Virgen del Carmen oficiada en la iglesia
metropolitana a pocos días de la declaratoria al Perú evidencia el compromiso
del clero con la causa bélica. La ceremonia religiosa, decretada por Joaquín
Larraín Gandarillas para la segunda y tercera semana de abril de 1879, fue
descrita como un acontecimiento excepcional en el cual “una sola plegaria
arrancada del fondo de las almas” se elevó directamente a Dios “de los labios
de ocho o diez mil personas” reunidas diariamente en la catedral de Santiago.
Era imposible –proseguía la nota de El Estandarte Católico– que “tantos clamores
suplicantes” no llegaran “al cielo”, inclinando a favor de Chile “la protección
divina”.86 El auditorio, conformado por miles de personas, en su mayoría muje-
res, debió de quedar estupefacto por las poderosas palabras que pronunciaron
durante nueve días consecutivos los oradores sagrados entrenados para este
tipo de torneo verbal. Los temas que los jóvenes sacerdotes –formados bajo la
égida de maestros de la oratoria como Chacón, Casanova y el mismo Larraín
Gandarillas– abordaron en los sermones de la metropolitana estuvieron aso-
ciados a la legitimación de un conflicto bélico de dimensión internacional.
Sin embargo, si se analiza con detenimiento el contenido de los sermones,
se podrá verificar también cómo dicha liturgia trascendió ampliamente los
aspectos meramente coyunturales relacionados con la Guerra del Pacífico.
La “gramática de la violencia” que se fue articulando durante los decisivos
años en que el clero chileno sobrevivió a la defensiva resultó fundamental en
un escenario de conflicto bélico internacional. Partiendo de esta premisa, no
resulta una coincidencia el observar que los temas que marcaron la vieja y vio-
lenta polémica con el liberalismo, a los que alude Ricardo Krebs –Chile, “país
exclusivamente católico”; la oración como medio para profesar públicamente
la fe; la participación de Dios en la historia humana; la unión del Estado y la
85 “Discurso religioso pronunciado por el presbítero don Ramón Ángel Jara al terminar
la rogativa el 21 de abril de 1879”, en Discursos religiosos-patrióticos predicados en la catedral
de Santiago (ver apéndice).
86 El Estandarte Católico, Santiago, 22 de abril de 1879. En su edición del 19 de abril, uno
de sus articulistas señaló que la “sociedad” de Santiago asistía en su totalidad a pedir
por la protección divina de la nación y para que Dios no permitiera que Chile fuera
derrotado en los campos de batalla.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Iglesia; la justicia como privilegio de los píos y los periódicos como armas de
guerra–, reaparecieran con nuevos bríos en el contexto del enfrentamiento
entre Chile, Bolivia y el Perú.87
La novena de abril de 1879 y las ceremonias religiosas que le sucedieron
a lo largo y ancho del país pueden ser analizadas como episodios de aquella
extenuante guerra ideológica en la que el clero chileno se embarcó desde
mediados del siglo XIX en adelante.88 En ese sentido, Vergara utilizó el púl-
pito catedralicio para proseguir su denuncia del “negligente abandono de la
oración pública” en Chile. La “invasión del ateísmo” había provocado que los
gobernantes eliminaran a la oración de “sus labios sellados por la indiferencia”.
En una defensa abierta de los fueros de la Iglesia, que no debían reducirse
–como lo deseaban los liberales– tan solo al ámbito de lo privado, Vergara
subrayó que sin la oración pública eran vanos los esfuerzos por salvar a la patria
en peligro. Muñoz Donoso, por otro lado, estableció ese vínculo indisoluble
entre la patria y la religión que las ideas secularizadoras intentaban destruir
y denunció el “terrible egoísmo” que reinaba entre la juventud chilena. Sin
embargo, fue a Ramón Ángel Jara a quien se le encomendó la misión de
criticar, en su discurso de clausura, a una sociedad que, debido a ideologías
extremistas, se alejaba día a día de la religión cristiana. Por ello, momentos
antes de terminar la novena, Jara brindó un especial tributo a la fe cristiana,
con la finalidad de oponerla al “monstruo de la impiedad” que engañaba a
los chilenos. Abrazar dicha fe ayudaría a que la Iglesia tomara en sus manos
“el timón” que conduciría a Chile “por el camino de la gloria”.89
El Boletín Eclesiástico, El Estandarte Católico y El Mensajero del Pueblo fueron,
entre 1879 y 1883, importantes vehículos de diseminación de un vigoroso
nacionalismo de estirpe católica, a la vez que los espacios organizativos de
una nación en armas. No resulta entonces exagerado afirmar que la guerra,
el “patriotismo cristiano” y el activismo cívico confluyeron en esas importantes
publicaciones. El Estandarte Católico –que en su primer editorial se definió como
un periódico de guerra–, además de publicar los artículos que con motivo del
conflicto bélico escribieron regularmente sus redactores, reprodujo de manera
sistemática pastorales, cartas desde el frente de batalla,90 listas de donativos que
con motivo de la guerra se recababan en Santiago y en las provincias, e infinidad
87 Ricardo Krebs et al., Catolicismo y laicismo. Seis estudios (Santiago, Ediciones Nueva
Universidad, 1981), pp. 17-28.
88 Para características puntuales de esta guerra entre la Iglesia y los sectores laicos, la cual
fue eminentemente ideológica, ver Krebs, Catolicismo y laicismo, pp. 10-74, y Serrano,
¿Qué hacer con Dios en la República?
89 Vergara, “Discurso de apertura”; Muñoz Donoso, “La guerra en manos de Dios” y Jara,
“Discurso de clausura” (ver apéndice).
90 Las denominadas “Cartas de un recluta”, escritas por el capellán Marchant Pereira,
fueron publicadas entre el 22 de marzo y el 7 de agosto de 1880 en El Estandarte Católico.
En el 2004 fueron reeditadas por Paz Larraín y Joaquín Matte, Testimonios de un capellán
58
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
castrense en la Guerra del Pacífico: Ruperto Marchant Pereira (Santiago, Centro de Estudios
Bicentenario, 2004).
91 Mc Evoy, “De la mano de Dios”. Para discusiones con el clero peruano ver Esteban
Muñoz Donoso, “Escándalos infundados”, El Estandarte Católico, Santiago, 2 de junio de
1879, y Rodolfo Vergara, “La conducta de nuestros enemigos y la nuestra”, El Estandarte
Católico, Santiago, 24 de abril de 1879. Probablemente, la discusión más intensa entre
el clero peruano y el chileno ocurrió luego de la expedición a Mollendo, una de cuyas
consecuencias fue el incendio de una capilla peruana. Las pastorales a las que me refiero
en mi análisis aparecen en el apéndice.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
a sus fieles al señalarles que su misión era “dejar bien establecida” la justicia
de la causa nacional, porque en ella se fundaba “buena parte” de la esperanza
de alcanzar la victoria.92
Además de exponer las bases legales de la guerra –uno de los temas que
obsesionó al clero y del que nos ocuparemos más adelante–, la comunidad
eclesial debía rezar compulsivamente, dar muestras permanentes de morali-
dad y estar dispuesta a asumir todo tipo de sacrificios personales, entre ellos
entregar la propia vida y la de los seres queridos a un abstracto denominado
“patria y religión”. Esto, sin embargo, no aseguraba el apoyo de una divinidad
que sometía constantemente a sus fieles a una serie de pruebas de resistencia
física y mental. “Oh Dios omnipotente –recordaba Casanova–, la suerte de
Chile está siempre en tus manos”. Para lograr una estratégica alianza con el
“Señor de los Ejércitos”, para ganar su voluntad, la república imaginada por la
Iglesia debía convertirse en el brazo armado de la justicia divina. No obstante,
la misión no quedaba muy clara para los delegados del poder celestial, porque
cuando Dios “llamaba a un pueblo para que se levantara contra otro pueblo”,
el elegido no siempre conocía lo que su amo tenía en mente y mucho menos
“los crímenes que debía de vengar”.93
Mariano Casanova.
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Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
La Guerra del Pacífico –afirmó Casanova ante sus fieles– era un acto de
castigo para el Perú, y Dios había usado a Chile como instrumento de sus
altísimos designios. El prelado recordaba que tres veces la república sudame-
ricana había sentido la voz divina que le decía “levántate y camina hacia el
Perú”. La primera fue para probar “su fraternidad cristiana”, la segunda para
desbaratar “los planes ambiciosos de un terrible caudillo” y la tercera para
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
dar cuenta de que “la ira de Dios” había caído sobre esa nación pecadora.98
“Por fin la mano de Dios tendió irritada y tremenda sobre la cabeza tan ligera
como orgullosa de la nación peruana. Todo cuanto dijimos desde la primera
hora se ha cumplido al pie de la letra”, coincidió con Casanova el editorialis-
ta de El Mercurio a escasos días de la victoria final en Lima. “¿Qué poder –se
preguntaba el periodista– tuvo la bendición del ejército peruano por parte
de su vicario castrense?” Era evidente que ninguno. Ello a pesar de que los
peruanos celebraron una serie de rituales, como fue el caso de la conmemo-
ración de la batalla de Ayacucho, en que solicitaron la ayuda pública del Dios
de las batallas “para aniquilar hasta el último de los bárbaros invasores”.99
Observando los resultados concretos era obvio que la divinidad tenía un fa-
vorito y que este sería beneficiado por el alto nivel moral de su población.
La retórica sagrada logró transformar una guerra por recursos económi-
cos en una cruzada por la redención y purificación de la nación vecina, pero
sobre todo fue capaz de trascender los círculos intelectuales de la Iglesia. En
las estrofas del poema “¿Dónde vas joven soldado?”, panfleto que tuvo amplia
difusión en el frente de batalla y que incluso alcanzó a ser reproducido en
la prensa de Chiloé, su autor –un anónimo combatiente, según sabemos–
declaraba que su lucha no tenía más sentido que “llevar la luz del progreso”
a un pueblo yaciente entre las sombras de su “propia miseria”, cuya ablución
correría por cuenta del sagrado “humo de la pólvora”, improvisado antídoto
para la “contagiosa lepra” que lo afectaba. El Perú, esa “mansión habitada por
la muerte”, aquel territorio ocupado “por un cadáver macerado”, sería final-
mente desinfectado con la “humareda salvadora” de la artillería chilena.100
La teoría de la “guerra justa” surgió en el mundo occidental para justificar
la violencia y para establecer los límites a los que se podía llegar en un conflicto
armado. Teniendo como base un puñado de conceptos que fueron esgrimidos
para construir una excusa lo suficientemente sólida como para ir a luchar, la
teoría formulada por San Agustín intentó dar respuesta a un dilema moral
fundamental: ¿es justificable que los cristianos participen en una guerra? La
solución a este problema reconoció una forma de conflicto bélico totalmente
desconocida para la Roma secular, esto es, una guerra en la cual la voluntad
de Dios era capaz de manifestarse y en la que la misma divinidad aprestaba
a su pueblo para acudir a las batallas.101 El “retorno de lo reprimido”, que la
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Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
(Notre Dame, Notre Dame University Press, 1994). Otra interpretación sobre el tema es
la provista por Jean Bethke Elshtain (ed.), Just war theory (Oxford, Basil and Blackwell,
1992). Una visión alternativa pero que también se nutre de los trabajos de Walzer es
la de James Turner Johnson, Tradition and the restraint of war: A moral historical inquiry
(Princeton, Princeton University Press, 1981).
102 De acuerdo a Elshtain, una de las mayores expertas en el tema de la “guerra justa”,
el discurso cristiano nunca estuvo libre de connotaciones belicistas. El Libro de las
Revelaciones, por ejemplo, es una “historia fantasmagórica” de la lucha apocalíptica
contra la Bestia. Según la autora, la afirmación del discurso guerrero por parte de la
cristiandad surge cuando los líderes cristianos aceptaron el Antiguo Testamento como
una porción importante de las Sagradas Escrituras. Elshtain, Just war theory, 127.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
103 Muñoz Donoso, “La guerra en manos de Dios” (ver apéndice). El concepto de “la guerra
justa” no fue ajeno al clero peruano. La visión agustiniana del conflicto internacional
fue un elemento clave en la pastoral que el arzobispo limeño Francisco Orueta envió
a sus fieles el 5 de abril de 1879, con motivo del inicio de las hostilidades. Publicada
en ese mismo año, la carta de Orueta subrayó que cuando el Perú ofrecía su “generosa
mediación” para evitar la lucha entre dos repúblicas hermanas, Chile reaccionó decla-
rándole la guerra. Partiendo de una percepción de que la guerra era “injusta y violenta”,
Orueta se preguntaba si es que la razón había abandonado a los hombres públicos del
país vecino, pues no se podían romper de una manera tan radical “los antiguos vínculos
de dos pueblos” con tradiciones e historias compartidas. Ante “tan evidente injusticia”
por parte de Chile, Orueta apelaba al vínculo entre la patria y la religión, convocando a
los peruanos a pelear con la convicción de que Dios estaba de su lado. Francisco Orueta,
Carta pastoral que el Iltmo. y Rmo. Sr. Dr. D. Francisco Orueta y Castrillón, arzobispo de Lima,
dirige al clero y fieles de su arquidiócesis con motivo de la guerra declarada al Perú por la República
de Chile (Lima, Tipografía de “La Sociedad”, 1879).
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Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
105 Muñoz Donoso, “Oración fúnebre en honor a los chilenos muertos en la jornada naval
de Iquique” (ver apéndice).
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Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
Santiago. En un contexto en el que la tarea del soldado era sacrificar su vida por
Dios y por la patria mientras su familia debía resignarse ante tamaña decisión
es posible entender la carta que Clorinda Caldera envió a El Constituyente de
Copiapó. La religión del deber –señaló en su misiva– ordenaba sacrificar en
el “altar de la patria” lo más “caro al corazón”: por esa razón, Caldera puso
a disposición del Ministerio de Guerra a su hijo de diecisiete años. Robusto,
fuerte y ansioso de medirse con los enemigos de Chile, su único vástago iba
a la guerra con la consigna de dar días de gloria a su tierra o morir como
valiente en su defensa.106 Esto último fue lo que le ocurrió a Tobías Morales,
quien en vísperas de caer abatido en Tarapacá le escribió a su progenitora
para comunicarle que deseaba morir por su patria, “su segunda madre”.
Tocan “marcha en este momento para seguir adelante, no puedo escribirte
más, adiós querida mamá, adiós queridas hermanas, hasta la eternidad, por
si me toca la felicidad de morir al pie del tricolor chileno”, fueron las últimas
palabras que Josefa Vergara recibió de su hijo. En el homenaje que le tributó
Talca, su lugar de nacimiento, se recordó que bajo aquella modesta casaca
de subteniente se ocultaba el alma de un “Leónidas” chileno. La sangre de
Morales había regado las arenas del desierto, sus restos mutilados se habían
quedado en el campo de honor, pero su recuerdo, como el fuego fatuo de
las tumbas, alumbraría la llama imperecedera de la gloria, al mismo tiempo
que su espíritu ocuparía un lugar en los espacios infinitos de la inmortalidad.
La familia de Morales debía consolarse, por lo tanto, con la idea de que su
deudo había sido liberado de la triste condición humana para elevarse a la
eternidad.107
Lo más grato a los ojos de Dios era la resignación de una madre desolada
o una esposa anegada en llanto por la separación del hijo o del esposo. Estas
mujeres sufrientes –opinó uno de los oradores sagrados ante una iglesia aba-
rrotada de ellas– debían ofrecer al Todopoderoso “su propio dolor, sus justas
lágrimas, no sólo por la salvación de los seres queridos sino también por el
triunfo de la patria”. Por disponer de un bien en demanda en situaciones de
catástrofe nacional, como lo era la vida eterna, una de las metas de la Iglesia
fue hegemonizar el “mercado del consuelo”. Los soldados en combate, lo
mismo que sus familiares, recibieron mediante sermones, pastorales y artículos
periodísticos una serie de mensajes subliminales sobre la muerte. Estos per-
mitieron, al menos en teoría, superar el trauma de fallecer en tierra extraña.
Para revertir este temor existía una eternidad, que esperaba por todos aquellos
que dormían tranquilos la víspera del combate y al lucir la aurora del día en
que iban a morir reían y cantaban “como los mártires de la antigua Roma al
subir las ensangrentadas arenas del circo”. El propósito del clero fue quebrar
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Salvador Donoso.
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Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
108 Para una discusión similar para el caso de la guerra civil norteamericana véase Drew
Gilpin Faust, This Republic of suffering: Death and the American Civil War (New York, Alfred
Knopf, 2008), y Mark A. Schantz, Awaiting the heavenly country: The Civil War and America’s
culture of death (Ithaca, Cornell University Press, 2008). Un análisis de los cambios de
mentalidad sobre la muerte en Chile, en Marco Antonio León, Sepultura sagrada, tumba
profana: los espacios de la muerte en Santiago, 1883-1932 (Santiago, DIBAM/LOM, 1997).
109 Peter L. Berger, The sacred canopy: Elements of sociological theory of religion (New York, Anchor
Books, 1969), p. 51.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
cesar y, un poco más afuera, otros cuatro jarrones con ramas de ciprés. Al
frente, podían observarse trofeos militares formados por canchones, fusiles,
banderas, revólveres, hachas de abordaje, bayonetas, espadas y balas. La música
estuvo a cargo de un grupo de artistas líricos, que entonó sentidas vigilias que
impresionaron a la concurrencia. Ceremonias similares a la presidida por el
alto clero chileno en Santiago se repitieron en cada iglesia de la república.
Para el corresponsal de El Estandarte Católico encargado de describir el ritual
para aquellos que no pudieron asistir a la catedral, la capital del país había
pagado una deuda sagrada. La ceremonia en honor a Prat y a los caídos en el
Pacífico sur era una prueba concreta de que el amor a la patria y el amor a la
religión iban siempre unidos en “estrechísimo y consolador abrazo”.
Si bien a estas alturas del análisis ya hemos logrado identificar un puñado
de conceptos que permiten reconocer la vieja tradición cristiana de la guerra
santa, cuyo potencial retórico fue acreditado durante la Guerra del Pacífico,
es poco lo que sabemos sobre el nombre específico que sus imaginativos pro-
motores dieron a su modelo de nacionalismo, el cual debió competir con otras
propuestas que, como veremos más adelante, eran igualmente creativas.110
Lo que sí empieza a clarificarse es el proceso mediante el cual una fascinante
amalgama de imágenes patrióticas y de tradiciones clásicas y medievales se
cristalizó en Chile. Este producto cultural ingresó en las mentes de miles de
chilenos gracias a la destreza de un clero dotado de una larga experiencia en
los usos de la retórica y de los medios de comunicación. Un texto que puede
permitirnos mover la discusión del campo conceptual al nominal es “El pa-
triotismo cristiano” (1884). Este ensayo vuelve al tema explorado por Esteban
Muñoz Donoso cinco años antes en la novena de la metropolitana.111 El amor
patrio –señalaba el autor del artículo, publicado en El Estandarte Católico– era
un sentimiento que Dios había colocado en el corazón humano. Rechazar al
enemigo, defender los intereses patrios, proteger las vidas y fortunas de los
connacionales, conquistar nuevos países y enriquecer la propia nación, entre
otros, eran asuntos que formaban parte de la agenda patriótica. La lengua, la
historia y los afectos eran también elementos fundamentales de esa identidad.
110 La “guerra santa” es una historia de textos religiosos, pero también del comportamiento
humano, por la necesidad que sienten los hombres por justificar la violencia que desatan.
Tan asombrosa es la continuidad en el tiempo de “la guerra santa” como sus extraordi-
narias interpretaciones. En el caso del “Himno de la república”, escrito por Julia Ward
Howe, para la guerra civil en EE.UU, la gramática de la violencia que se evidencia en el
texto no hizo sino recuperar aquella retórica de las cruzadas que por siglos el cristianismo
utilizó en su lucha con los infieles. Véase Peter Partner, El Dios de las batallas. La guerra
santa desde la Biblia hasta nuestros días (Madrid, Oberón, 2002), pp. 16-18.
111 El Estandarte Católico, Santiago, 1 de marzo de 1884. Para la opinión de Muñoz Donoso,
consultar “Discurso sobre el patriotismo considerado como virtud cristiana” (ver
apéndice).
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Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
Sin embargo, para ese mundo visible existía su contraparte invisible que le
daba vida y movimiento, tal como “el alma al cuerpo”.
Junto con el amor patrio, existía otro sentimiento “más elevado” que impul-
saba a mirar todas las cosas con los ojos de la fe. Teniendo todos los redimidos
el mismo Padre, gozando de un mismo parentesco, más estrecho que el de
la carne y la sangre, los creyentes sentían una obligación primordial hacia el
patriotismo cristiano. Este concepto aludía al cielo, al cual todos los hombres
de fe sin morada segura en el mundo caminaban inexorablemente. El mundo
era una tierra extraña, donde los hombres vivían rodeados de enemigos, y por
ello Dios era el guía y la esperanza del caminante. Para el patriotismo cristiano,
del cual también darán cuenta la oratoria sagrada y la prensa católica que
circuló durante la guerra, las glorias del mundo eran inferiores a las celestiales
y, si era preciso, el cristiano sufriría mil privaciones con tal de terminar con el
destierro y regresar a su verdadera patria en el cielo. Lejos de ser un perjuicio,
“el patriotismo sobrenatural”, preñado con el regalo divino de la fe, era un
auxilio poderoso para “el patriotismo natural”. Siendo ambos inspirados por
Dios para realizar sus designios, de ningún modo se contradecían, más bien
se complementaban. La grandeza de la patria chilena –concluyó el autor de
la iluminadora pieza– dependía justamente de su relación con la fe cristiana.
Luego de conocer esta definición, que nos acerca un poco más a la matriz
de la retórica católica que floreció en la guerra, es posible entender mejor el
universo mental de esa docena de oradores católicos cuya tarea fue convencer
a audiencias multitudinarias de que la muerte era el ansiado pasaporte para
adquirir una ciudadanía que, sin lugar a dudas, no era de este mundo.
Una obra que sintetiza de manera magistral el proyecto cultural que la
Iglesia fue consolidando entre 1879 y 1884 es El guerrero cristiano. Escrito por
José Hipólito Salas, obispo de Concepción, el texto –que fue publicado en
1880– hace evidente la influencia de Maistre, Balmes y Donoso Cortés en la
teoría de la guerra santa chilensis. Salas, quien fue secretario y mano derecha
de Rafael Valentín Valdivieso, dedicó su libro al Ejército de Chile y se presen-
tó ante aquellos que no lo conocían como un soldado de la causa católica.
Inspirándose en un texto escrito por el sacerdote M. Louis Veuillot, el que
fue dirigido al ejército francés, Salas definió la guerra como una “expiación”
y “una regeneración por la sangre”. Por la guerra, los pueblos abandonados al
sensualismo de los goces materiales despertaban de su sueño, se rejuvenecían y
regeneraban, y se hacían sobrios, frugales, económicos y abnegados. El obispo,
cuyo libro se convirtió en material de lectura en los campamentos militares,
era de la opinión de que Chile había sido forzado a entrar en una guerra que
nunca buscó. Afortunadamente, logró colocarse bajo la protección del “Dios
de los Ejércitos”, que lo era también de la justicia y del derecho. Desde ese
momento fue la mano divina la que dirigió a favor de Chile “los incidentes y
acontecimientos” de la guerra. Porque la misma había avivado la fe entre los
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medio de que Dios se valía para castigar a las naciones, era necesario explicar
con claridad por qué Chile, “un pueblo honrado y pacífico”, debía actuar de
brazo armado de la divinidad contra las repúblicas vecinas. El pecado original
de Bolivia fue romper un “tratado solemne” y el del Perú, una combinación
de alta traición e ingratitud. Lo peor, sin embargo, era que ambos habían
“pactado sigilosamente” la deshonra y el exterminio de Chile112. “¿Por qué
han decretado tu muerte, cómo concertaron la muerte de José los envidiosos
hijos de Jacob? ¿Por qué se te hiere por la espalda como hieren los cobardes y
se te obliga a salir a la arena del combate para probar que tu mano encallecida
por el arado no ha olvidado el manejo glorioso de la espada?”, se preguntó
Ramón Ángel Jara frente a los miles de fieles que se congregaron en la Catedral
metropolitana para honrar a la Virgen del Carmen. La prensa católica describió
a Bolivia como una nación bárbara y despótica, y el Perú fue referido como
un país cuya fabulosa riqueza era despilfarrada por sus corruptos habitantes.
En el editorial “Pobre Perú”, publicado en El Estandarte Católico, el sacerdo-
te Rodolfo Vergara atisbó la “mano de la fatalidad” cayendo inmisericorde
sobre una “nación angustiada” con la finalidad de castigar a un “pueblo de
siervos gobernado por una bandada de cuervos”. El Perú era un país vicioso,
caracterizado por el fraude y la usurpación;113 un “pueblo ajusticiado por la
sentencia de lo desconocido, para lección y experiencia de los demás”.114
Vergara creía que “la mano implacable de un poder superior” abatiendo al
vecino tenía por finalidad “hacer probar a ese pueblo orgulloso la última de
las humillaciones”.115 Chile era una suerte de Israel sudamericano que había
logrado marchar exitoso a la Tierra Prometida que Dios decidió arrebatar
de las manos de sus “ociosos y corrompidos habitantes para entregársela por
virtuoso y trabajador”.116 La idea que subyacía a estos escritos era que Dios
juzgaba a las naciones en el campo de batalla, y por ello la derrota colocaba
a Bolivia y el Perú en una situación de inferioridad no sólo militar, sino fun-
damentalmente moral.117
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majestad” que debía “adornar la Casa del Señor”.119 En palabras del General
Escala, los capellanes dirigidos por Fontecilla habían provisto de una nueva
vida a “hombres empedernidos, encenegados en el vicio”, no sólo de origen
chileno, sino a esos otros “infelices” que habitaban el territorio enemigo y
que jamás visitaron el templo cuando estuvieron bajo la dominación de las
naciones enemigas. Estos relatos, junto con otros desperdigados en la prensa
católica en Chile, permiten corroborar que “la guerra santa” liderada por la
Iglesia vio en la frontera norte una magnífica oportunidad para expandir la
civilización cristiana entre una población de “herejes e irredentos”.120
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121 Rodolfo Vergara, “La paz”, El Estandarte Católico, Santiago, 6 de mayo de 1881.
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pacifista del Nuevo, el obispo de Martirópolis subrayó que los libros santos
hablaban no sólo del Señor de los Ejércitos, sino del Dios de la paz. Era a la
Providencia a la que se le tenía reservado el acto de “mover los corazones y
dirigir los acontecimientos humanos para que a los horrores de la guerra”
sucedieran “los beneficios de la paz”. Por ello, el Vicario Capitular ordenó
una nueva novena, esta vez con fines pacificadores, suplicando a Dios que
enviara al Perú y Bolivia sentimientos de paz, para que cesasen cuanto antes
los gravísimos males producidos por la guerra.122
A pesar de los miles de muertos que quedaron regados en el camino que
unió Antofagasta con Chiclayo, la guerra fue percibida como una bendición
enviada por Dios a Chile, y de ello dieron cuenta el vibrante sermón pro-
nunciado por Casanova en Valparaíso y también el que Donoso ofreció en la
catedral de la antigua capital virreinal en honor a los soldados chilenos caídos
en San Juan y Miraflores. Fue en Lima, una ciudad que –en palabras de Jara– se
asemejaba a una esclava humillada solicitando limosna de los generales chile-
nos, donde el clero de la república vencedora se posesionó, al menos por unas
horas, de la sede de una Iglesia que, durante varios siglos, fue civilizadora y
que, por su estrecha cercanía con el imperio, fue además universal. “Bajo las
bóvedas de la catedral, que ungió a los virreyes y al Libertador” –recordaba
un editorial de El Mercurio–, se hizo “la conjunción de la gloria” que elevó a
Chile a “la cumbre de los pueblos americanos”.123 Estas palabras, que aluden
a un claro intento por reconfigurar simbólicamente las jerarquías culturales
del pasado, nos ayudan a poner en perspectiva el sermón que Donoso pro-
nunció en la capital peruana. En esa oportunidad, con el permiso del General
Baquedano y contraviniendo la opinión del clero peruano, que defendió por
todos los medios a su alcance su jurisdicción eclesiástica, Florencio Fontecilla,
capellán mayor del Ejército, ofició una misa en la Catedral metropolitana de
Lima por el eterno descanso de los soldados chilenos muertos en vísperas de
la caída de la capital peruana.124
Una frase extraída del libro de los Macabeos dio inicio al sermón de
Donoso, quien afirmó ante cientos de oficiales y soldados que “la sangre
chilena vertida a torrentes en Chorrillos y Miraflores” era “un holocausto
122 “Preces para obtener la paz”, en Boletín Eclesiástico, o sea colección de edictos y decretos de
los prelados del Arzobispado de Santiago de Chile (Santiago, Imprenta El Correo, 1887),
tomo VIII, pp. 76-81.
123 El Mercurio de Valparaíso, Valparaíso, 20 de enero de 1881.
124 Los capellanes que prestaron sus servicios en esas decisivas batallas fueron Florencio
Fontecilla, Javier Valdés Carrera, Luis Montes, Esteban Vivanco, Marcos Aurelio Herrera,
Eduardo Fabrés, Juan Capistrano Pacheco, Elzeario Triviño y Juan B. Labra. En su informe
a Baquedano, Fontecilla dio cuenta de que los capellanes Salvador Donoso y Joaquín
Díaz llegaron a Chorrillos el día 14 de enero y prestaron valiosos servicios en la batalla
de Miraflores.
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125 “Oración fúnebre por los chilenos muertos en las batallas de Chorrillos y Miraflores”
(ver apéndice).
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126 Homenaje a don Isidoro Errázuriz al partir a Europa (Santiago, Imprenta de La Época, 1887),
pp. 21 y 29.
127 Homenaje a don Isidoro Errázuriz, p. 8; Vicuña, Hombres de palabras, p. 109.
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Isidoro Errázuriz.
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131 Para este punto véase María Teresa Uribe, “El republicanismo patriótico y el ciudadano
armado”, Estudios Políticos, Nº 24, 2004, pp. 75-92. Un estupendo análisis en la misma
dirección en Hilda Sábato, Buenos Aires en Armas: La Revolución de 1880 (Buenos Aires,
Siglo XXI, 2009).
132 Salazar, Construcción de Estado en Chile. Podría también argumentarse que la democracia
de los pueblos guarda una estrecha relación con la idea del “pueblo soberano” presente
en Sociabilidad chilena, la obra cumbre de Francisco Bilbao.
133 Uribe, “El republicanismo patriótico y el ciudadano armado”.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
asociado con el deber de llevar armas, presupuesto del cual se derivó toda
la legislación sobre milicias republicanas no solamente en Chile,134 sino a lo
largo y ancho de Hispanoamérica.135 La virtud republicana exigía, de acuerdo
con María Teresa Uribe, la presencia de un ciudadano armado, y la línea de
separación entre las demandas de la participación política y las de la acción
bélica era muy tenue.136
La revitalización del asociacionismo, de las guardias nacionales y de la
prensa provinciana colaboró en el fortalecimiento de las identidades locales.
Mediante un proceso de reinvención política, poco estudiado hasta la fecha,
cada provincia chilena retomó, a partir de las declaratorias de guerra a Bolivia
primero y después al Perú, el lenguaje de la nación en armas. El editorial “La
defensa de la patria”, publicado en el diario El Chilote, sintetizó el espíritu de
cuerpo que se apoderó de Chile. “Tomar las armas y marchar a la lid” era el
primer deber de todas las provincias del país. Mientras las milicias armadas
se preparaban para defender la “honra nacional” contra los enemigos de “la
dignidad”, los ancianos y los jóvenes, las damas y los niños, debían también
demostrar su apoyo a la causa patriótica. En su revelador escrito, el periodista
chilote congratulaba a la Municipalidad de Ancud, la cual se organizó rápi-
damente en “comisión central de la provincia” para elaborar un acta y luego
recolectar donativos para la guerra.137 Los rituales mediante los cuales una
serie de pueblos dio inicio a las acciones bélicas permiten explicar el proceso
de fortalecimiento de identidades locales en el marco de una guerra inter-
nacional. En el caso de San Fernando, por ejemplo, a pocos días del 14 de
febrero, su población marchó en masa hacia la plaza de Armas con la finalidad
de demostrar su apoyo al presidente Pinto. En la ceremonia, “un grupo de
notables” entregó al intendente Soffia un acta que debía ser elevada al supre-
mo gobierno. En el documento, la provincia señalaba que “no era indiferente
al grito de la patria” y, por ello, su “pueblo” se ponía de pie para ofrecer al
Jefe de Estado “sus hijos, sus intereses y su propia existencia, si así lo exigiera
el honor de la República”.138 En Loma Baja, el subdelegado de la localidad
134 Para este tema ver Roberto Hernández Ponce, “La Guardia Nacional de Chile: apuntes
sobre su origen y organización, 1808-1848”, Historia, Nº 19, 1984, pp. 53-114; Joaquín
Fernández, “Los orígenes de la Guardia Nacional y la construcción del ciudadano-soldado
(Chile, 1823-1833)”, Mapocho, Nº 56, 2004, pp. 313-327, y James A. Wood, “Guardias de
la nación. Nacionalismo popular, prensa política y la guardia cívica en Santiago, 1828-
1846”, en G. Cid y A. San Francisco (eds.), Nación y Nacionalismo en Chile, siglo XIX, vol. 2,
pp. 205-232.
135 Manuel Chust y Juan Marchena (eds.), Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía
en Hispanoamérica (1750-1850) (Madrid, Iberoamericana/Vervuert, 2007),
136 Uribe, “El republicanismo patriótico y el ciudadano armado”, pp. 80-81.
137 El Chilote, Ancud, 10 de mayo de 1879.
138 La Juventud, San Fernando, 23 de febrero de 1879.
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143 “Discursos pronunciados en el mitin del 9 de marzo de 1879 realizado en Talca” (ver apén-
dice). Gabriel Cid sostiene que en 1879 el legado de la Guerra contra la Confederación
fue retomado, dentro de ese contexto “el mito de Yungay” alcanzó un reposicionamiento
importante, tanto en su dimensión discursiva como ritual. El “sustrato mitogénico” de
la victoria chilena sobre el ejército confederado fue utilizado para movilizar a la socie-
dad e inspirarle confianza a partir del episodio del 20 de enero de 1839. Cid, Guerra y
conciencia nacional, cap. V.
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fue sin lugar a dudas Adrien Horeau. En febrero de 1880, el creativo empre-
sario se presentó en la Intendencia de Santiago para solicitar la aprobación
de un programa para celebrar las fiestas patrias. Horeau creía necesario que
“Chile entero” debía ponerse “de pie” para solemnizar los futuros triunfos
de los expedicionarios. Su programa contemplaba grandes simulacros de
batallas, representando en Santiago los hechos de Calama, Pisagua, Dolores,
Agua Santa y Tarapacá. Dichos simulacros debían ir aderezados de corridas
de toros con picadores, toreadores y espadas, cuya actuación emularía los
eventos ocurridos entre “la nobleza y los caballeros de Granada” en los siglos
X y XI. Para la noche santiaguina, Horeau proponía “combates de fuegos ar-
tificiales, de toros chilenos contra toros peruano-bolivianos”. En el programa
tampoco estuvieron ausentes las clásicas carreras de burros, de ensacados, de
velocípedos, náuticas (de cerdos y patos), palos ensebados, rompecabezas,
descogotamiento de gallos, títeres, volantines, bailes y cantos populares. El
programa del evento propuesto, que se publicó en El Ferrocarril, incluía también
la coronación de “la joven más virtuosa de la ciudad”, un acto que sería seguido
por un novedoso espectáculo consistente en millares de globos, además de
desplegar el tricolor nacional y “derramando a cierta altura fuegos artificiales
y miles de ramilletes de flores con versos en honor de todos los héroes (vivos
y muertos) en la defensa nacional”. En su petitorio a la autoridad capitalina,
el empresario solicitaba el uso del Campo de Marte, ya que calculaba entrete-
ner a veinte mil personas, a quienes opinaba debía cobrárseles entre 10 y 20
centavos por la entrada. El aspecto militar de la representación requería del
apoyo de la Intendencia, y por ello Horeau solicitó un batallón de infantería,
cañones antiguos, caballos y uniformes bolivianos, chilenos y peruanos para
vestir a los encargados de representar al ejército nacional y al de la Alianza
en las batallas virtuales que se pelearían antes los miles de chilenos que no
podían asistir a los enfrentamientos reales que ocurrían en el norte.149
Transformar la guerra en un espectáculo público y extraer de esta empresa
ventajas económicas no fue una idea exclusiva de Adrien Horeau. A pocos
días de la declaratoria de guerra al Perú, un periodista de El Estandarte Católico
sugirió que los araucanos, quienes debían llegar a Valparaíso para enrolarse en
el ejército expedicionario, podían ofrecer “un espectáculo guerrero” en Viña
del Mar. Sus vestidos tradicionales y su “terribilísimo chivateo” convocarían a
un público al que se le cobraría entre 50 centavos y un peso por la entrada.
El entusiasta periodista estaba seguro de que todo Valparaíso y los pueblos
aledaños asistirían por millares a participar del “espectáculo más imponente”
que podía presenciarse en vida. Con cuatro presentaciones, calculaba, podrían
reunirse cerca de 120.000 pesos, suma que se destinaría a la organización de
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153 “Recepción de los restos de los héroes de Tarapacá y Arica” (ver apéndice).
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
conquistar las mentes y los corazones de las masas. Este objetivo fue logrado
mediante el uso de una serie de carteles didácticos que fueron paseados a lo
largo de la ciudad junto a los ataúdes de los caídos en combate. “Tarapacá.
¿Qué corazón chileno podría olvidar el significado gigante de esta palabra?”
fue la leyenda que apareció junto al carro que paseó los restos de Garretón,
Cuevas y Goicolea por las calles de Santiago. Las casas, los edificios públicos e
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Santiago mandó acuñar para premiarlos debían ser usadas en todo momento
ya que ellas eran el recordatorio del heroísmo y también del compromiso del
hombre del pueblo con la patria. “Al ir a visitar a vuestras madres y a vues-
tras esposas llevad esta medalla en el pecho y las veréis orgullosas y felices”.
Cuando conduzcáis a vuestras hijas al pie del altar, recomendó el hombre que
cumplió un papel clave durante los primeros meses de la ocupación, “prended
esta medalla en vuestro traje; vuestras hijas levantarán entonces con altivez la
frente, mirando de igual a igual a las más encumbradas posiciones, porque
podrán decir que no son las hijas de la fortuna, son las hijas del heroísmo y
el honor”. Las poderosas palabras de Altamirano sirvieron para publicitar la
idea de que la heroicidad era un bien simbólico que permitía al hombre del
común conquistar posiciones de honor y de privilegio, antes negadas a él y
a su respectiva familia.
Si la participación en el frente externo ennoblecía al pueblo, su inter-
vención en las celebraciones patrióticas lo convertía en parte constitutiva de
la nación en armas. La pompa y la gestión gubernativa de las conmemoracio-
nes no eran elementos suficientes para transformar a los rituales en eventos
populares y grandiosos. Así lo entendió el burócrata encargado de cursar las
invitaciones al funeral de los oficiales muertos en Tacna cuando señaló que
la población entera de Santiago y de toda la república tenía la obligación de
acudir a brindar su homenaje a “las reliquias ya frías de aquellos corazones”
que ayer latían entusiasmados por defender a Chile. Ninguna clase social debía
faltar a “la cita de gratitud y todas confundidas en un solo sentimiento” debían
escoltar en procesión a los caídos en combate. Lo anterior era visto por el
vocero de Pinto como “el cumplimiento de un deber de la gran masa social,
cuya dignidad y derechos colectivos” eran defendidos día a día por el Ejército
nacional.154 Un funeral era –como bien lo señaló José Antonio Soffia– “la
manifestación del pueblo a sus valientes”,155 y por esa razón todos los chile-
nos debían involucrarse en aquella liturgia cívica, ya fuera tejiendo coronas
de flores, confeccionando banderolas, portando antorchas, empujando las
góndolas, pronunciando discursos o participando en las diversas comisiones
encargadas de organizar la ceremonia del adiós. En el caso de las pompas
fúnebres en honor de Ricardo Santa Cruz y de Silva Arriagada, el gobierno
decretó un programa para la recepción y traslación de los militares muertos
hasta el cementerio general. Una comisión nombrada por el comandante de
armas representaba al Ejército, mientras que un comité civil, conformado por
los mismos personajes que con anterioridad se habían encargado de hacer
los preparativos para las honras fúnebres de Rafael Sotomayor, asumió la
responsabilidad de establecer paso por paso el programa del evento.
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157 “Discurso del señor Miguel Luis Amunátegui en el funeral de Rafael Sotomayor” (ver
apéndice).
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158 “Discursos en honor del General Manuel Baquedano en Valparaíso” (ver apéndice).
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159 “Discurso de la niñita Celia Allende en honor al General Baquedano” (ver apéndice).
160 “Discurso de Eduardo de la Barra en el Club Central en honor a los prisioneros de la
Esmeralda” (ver apéndice).
161 Este análisis en Mc Evoy, “¿República nacional o república continental?”.
162 “Discursos en honor del General Manuel Baquedano en Valparaíso” (ver apéndice).
163 “Discurso de José Antonio Tagle Arrate en la ceremonia en honor a los caídos en Tarapacá
y en la rada de Arica” (ver apéndice).
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164 “Discurso de Indalecio Segundo Díaz en la ceremonia en honor a los caídos en Tarapacá
y en la rada de Arica” (ver apéndice)
165 En la carta que Carmela Carvajal le envió a Miguel Grau, con ocasión del combate de
Iquique, la viuda de Prat incorporó al rival de su esposo en el mundo de la antigüedad
clásica: “Es altamente consolador en medio de las calamidades que origina la guerra,
presenciar el grandioso despliegue de sentimientos magnánimos y luchas inmortales
que hacen revivir en esta América las escenas y los hombres de la epopeya antigua”. La
cita aparece en Gonzalo Vial, Arturo Prat (Santiago, Andrés Bello, 1995), p. 272.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
un artista para alzarle a cada combatiente una estatua y para cantarle a cada
héroe su “epopeya” particular.166
Para José Antonio Soffia, poeta y autor del Canto a O’Higgins con ocasión de
la traslación de sus restos, “la gran epopeya” chilena podía tener más versos que
“el estruendo de los cañones” que obligaron a rendirse a ese “coloso” que ata-
caba a una blanca gaviota que surcaba los mares ostentando el tricolor. Fue esa
débil ave la que supo “anonadar al gigante” que, de acuerdo con Soffia, quería
hacerla prisionera. La epopeya era la hija predilecta de la memoria colectiva
y de esa conexión estuvieron conscientes tanto los predicadores como los
oradores. “Si ellos no viven” –señaló Juan Miguel Dávila refiriéndose a Ramírez,
Thomson, Goicolea, Garretón y Cueva–, “su recuerdo” debía permanecer en
la memoria de todos sus conciudadanos. Los nombres de todos los muertos
en combate eran un “timbre de honor para la patria” y, por ello, ocuparían
siempre un lugar preferente en la “epopeya” nacional. Ante la tumba de los
“ilustres héroes” se postró Belisario del Fierro buscando inspiración. Sólo por
medio de ella se lograrían traducir en palabras los recuerdos sublimes que “la
epopeya” debía consignar en sus “eternas y doradas páginas”. “Os quisieron
matar y os dieron vida os arrancaron el vital aliento pero os alzó la gloria del
firmamento”, clamó en ese mismo tono Vicuña Mackenna. El premio por
defender la dignidad de la república era el recuerdo en la memoria colectiva,
pero también los símbolos concretos que, como las medallas conmemorativas,
convertían a los soldados de simples mortales en héroes nacionales. En el dis-
curso pronunciado el 17 de septiembre de 1884 con ocasión de la repartición
de medallas entre los vencedores de la guerra, el ministro Carlos Antúnez
recordó que la patria glorificaba al mártir que en Iquique había escrito “el
canto primero de la epopeya grandiosa que asombró a la América y al mundo”,
pero también que no olvidaba a todos los soldados anónimos que habían
participado en la última estrofa de esa grandiosa saga que había ocurrido en
“la tierra y en el mar, en las fragosidades del desierto y en los balances de las
olas, en el asalto como en el abordaje” de las naves enemigas.167
El modelo histórico de los oradores fue el de la guerra de la Independencia.
De acuerdo con el obispo Salas, la ruptura con España exhibía suficientes méri-
tos para constituir una epopeya: “guerra de gigantes en valor, de patriotas más
abnegados que los de Esparta, no menos intrépidos que los antiguos romanos y
en nada inferiores a los soldados de Pelayo”. El obispo de Concepción opinaba
que la República de Chile estaba recogiendo la cosecha de la fecunda semilla
plantada en 1810. Con las innumerables proezas demostradas en la guerra
contra Bolivia y el Perú, los expedicionarios no hicieron más que añadir nuevas
106
Carmen Mc Evoy Estudio preliminar
glorias a las antiguas.168 El largo peregrinaje que llevó a Chile desde su infancia
republicana hasta su edad adulta fue sintetizado por Vicuña Mackenna en el
discurso que pronunció en Valparaíso para honrar al General Baquedano.
La Guerra del Pacífico fue, para uno de sus más entusiastas publicistas, una
suerte de ritual de iniciación, siendo el momento culminante el ingreso de
los expedicionarios en el “averno” peruano, esto es, en la ciudad de Lima.
“Envueltos como sombras en pavorosa noche” llegaron al fin “a la zona de la
muerte” los que “en su marcha por un tercio de la América no habían conocido
la fatiga”. Esa hazaña no hubiera podido ocurrir sin el ejemplo de Prat, quien
con su brazo y con su alma “encendió la antorcha vívida que fue el faro común”
de los soldados de Chile. Vicuña opinaba que lo ocurrido entre 1879 y 1884
no tenía precedentes en la historia de América. Lo que los expedicionarios
habían realizado era un evento histórico irrepetible y por ello fundacional.
Dentro de una línea similar de pensamiento, Justo Arteaga Alemparte aludió
al “aliento homérico” de los expedicionarios, quienes, fundidos en el molde
de los titanes, habían vencido la sed, el sol, el desierto, las plazas coronadas
de cañones y finalmente la muerte. Fue debido a lo increíble de la tarea que
Chile se coronó como el “primer pueblo de América del Sur”.
El deseo de inmortalidad, íntimamente ligado al universo mental de la
epopeya, es un tema que marcó tanto la oratoria sagrada como la secular. En
el caso de los predicadores, el asunto fue resuelto con la promesa de la ciuda-
danía celestial para todos aquellos que morían con honor. Para los oradores
seculares, el mayor desafío fue mantener viva la memoria de los héroes para,
de esa manera, trascender el efecto corrosivo del tiempo. “Se ha dicho en un
momento de amargura y desesperación” –afirmó Miguel Luis Amunátegui
en uno de los discursos pronunciados en el cementerio capitalino– que el
hombre era “un cuajo de sangre, herencia de gusanos”. Este triste pensamiento
–opinaba el biógrafo de Mora– se aplicaba a la parte física, pero no a la parte
moral e intelectual del individuo. Las obras del sabio, los servicios del esta-
dista y las hazañas de los soldados flotaban durante siglos sobre las aguas del
inmenso mar, sin que la terrible vorágine pudiera sumergirlos. El hombre de
letras opinaba que la devoradora “polilla del tiempo” no alcanzaría a roer “la
hoja de papel” en la que se escribían los actos excepcionales de los forjadores
de la nación chilena169. “Tenemos el deber sagrado e ineludible de honrar
la memoria de estos hombres”, propuso José Antonio Tagle Arrate ante la
tumba de los caídos en Tarapacá. La empresa intelectual consistía no sólo
en grabar su recuerdo en los corazones de todos los que asistían al funeral,
sino en escribir sus nombres en letras de diamante en el libro de la patria y
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los funerales de Estado a los caídos en batalla, habían apuntado en esa misma
dirección; sin embargo, la retórica integradora encontró su verdadero senti-
do en el evento que celebró el fin de la guerra. Para mantener incólumes su
poder y su honor, las naciones no necesitaban sólo de equipo militar, riqueza,
organización y alianzas estratégicas. Existía además una fuerza inmaterial ex-
tremadamente poderosa que también las sostenía. La nueva fuente de energía,
rescatada por Errázuriz, estaba constituida por las figuras de los héroes que
habían muerto por el santo culto de la patria, los cuales montaban guardia en
los umbrales del territorio nacional. Aparte de su Ejército, su administración
y el prestigio alcanzado durante cuatro años de victorias militares, a la repú-
blica la protegía el “cordón hermoso formado por las almas de los capitanes
que murieron al pie de su inmaculado tricolor”. Para decirlo de otra manera,
Chile entraba en su edad adulta de la mano de una cantidad indeterminada
de fantasmas benevolentes. Porque si bien es cierto que para Errázuriz –como
para la mayoría de los liberales– la Providencia simplemente no definía la
historia humana, el notable orador recurrió a una ficción capaz de resguardar
a una república que no negaba su interés en participar de todos los azares de
la comunidad internacional, pero que tampoco ocultaba sus temores frente a
las consecuencias prácticas de su ambición. La incertidumbre, la pérdida de
identidad e incluso el persistente reclamo de los vecinos derrotados no eran un
problema para una nación que, a partir de la victoria en la Guerra del Pacífico,
reformuló su excepcionalidad levantando fronteras mentales con la finalidad
de blindarse contra los problemas derivados de una inquietante modernidad.
No cabe la menor duda de que el uso de un lenguaje arcaico para definir una
guerra que, en teoría, debió enrumbar a la nación por nuevos derroteros tuvo
consecuencias concretas en el futuro de la República de Chile, que en 1891
debió enfrentar una sangrienta guerra contra ella misma.
110
ORATORIA SAGRADA
DISCURSO DE APERTURA PRONUNCIADO
POR EL PRESBÍTERO DON RODOLFO VERGARA ANTÚNEZ
EL 13 DE ABRIL DE 1879*
Ha llegado, señores, para la Patria una hora de dolorosa prueba. Por la pri-
mera vez, para casi todos los que estamos aquí presentes, resuena en nuestras
costas el grito de guerra extranjera. Y ese grito, repercutido desde el desierto
hasta el Estrecho, ha despertado a Chile que dormía sobre sus laureles el
sueño del trabajo.
Durante veinte años de venturosa paz había dejado enmohecer sus armas y
colgado la espada en el muro que guarda los trofeos de sus victorias. La mano
teñida con la sangre derramada en Chacabuco, Maipú y Yungay había enca-
llecido con el uso de la azada y del combo: de la azada que da fecundidad a
nuestros campos y del combo que perfora nuestras montañas para arrancarles
el sueño de sus riquezas.
Tan largo tiempo acariciado por la paz, Chile amaba el sosiego tanto como
la serenidad de su cielo y la hermosura de sus floridos valles; y por conservarlo
ha hecho hasta hoy cuanto era compatible con su dignidad de nación soberana
y civilizada. El buen sentido nacional comprendía que la tranquilidad interior
y exterior era elemento indispensable para el arraigo de sus instituciones, la
extensión de su comercio, el desenvolvimiento de la industria, el progreso
de las artes, el adelanto de las ciencias y de cuanto constituye la vida de los
pueblos; y por eso lo habéis visto, señores, afianzar el orden con mano robusta
en el interior y ser generoso hasta el desprendimiento y magnánimo hasta el
sacrificio en el exterior.
Pero ¿qué es lo que lo obliga hoy a dar sentido adiós a sus queridas tra-
diciones de paz?
Bien lo sabéis, señores: dos naciones, que hasta ayer estrechaban nuestras
manos con las efusiones de la amistad, han pactado sigilosamente nuestra
deshonra y nuestro exterminio. La una ha faltado a públicos y solemnes com-
promisos; y la otra, sin que precediera agravio de nuestra parte, sino antes
bien antiguos y señalados servicios, se ha aliado con la primera para matar
nuestra preponderancia.
113
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Y Chile, que si ama la paz, mucho más ama su honra, ha aceptado el reto y
se ha lanzado a los campos de batalla. Solo, sin más compañía que su derecho
y la justicia de su causa, va tranquilo a la guerra confiado en la protección
divina e inflamado por el recuerdo de sus pasadas victorias. Herido en la fibra
más delicada de su alma, sin contar siquiera el número de sus enemigos, ha
resuelto antes que vivir sin honor, morir con honra.
Pero, señores, vanos serían nuestros esfuerzos, estériles la pujanza y he-
roísmo de nuestros valientes, si el Dios que gobierna que el rayo y enfrena
las tempestades, que tiene en sus manos la suerte de los individuos y de las
naciones y a quien obedece la victoria y el desastre, no se dignase amparar
nuestra causa y bendecir nuestros sacrificios.
Y ¿cómo empeñar a favor nuestro su protección omnipotente? Uno de los
medios más eficaces, y que él mismo nos ha enseñado, es la oración humilde,
fervorosa y perseverante. Y si queremos que la oración sea un poder invencible,
coloquémosla en las manos de la Reina del cielo a fin de que ella la valorice
con sus propios merecimientos.
He aquí lo que venimos a hacer, señores, por decreto de la autoridad
diocesana. Durante una serie de nueve días todos los templos de esta vasta
Arquidiócesis resonarán con una misma y sola plegaria, implorando por la
mediación de la augusta Patrona de nuestras armas, la protección del Dios
de los Ejércitos.
Y al aceptar la honra de venir a dar principio a esta solemne rogativa,
cúmpleme el deber de demostraros la eficacia de la oración y el poder de
intercesión de María. Permitidme que para llenar mi cometido, dejando de
lado otro género de demostración, sólo pida a la historia sus ineludibles en-
señanzas. Cuento para ello con las bendiciones del cielo.
I
No hay para las naciones azote más cruel que el de la guerra. Millares de vidas
segadas en flor, familias abandonadas a la orfandad y la miseria, campos de-
vastados y teñidos de sangre, relaciones comerciales interrumpidas, hambre,
luto y lágrimas, he ahí señores el horrible cortejo de la guerra. Pero el derecho
natural, el derecho de gentes y el derecho divino están de acuerdo en afirmar
que la guerra, por dolorosa que sea, es a veces severa e imperiosa necesidad y
un mal de que la Divina Providencia sabe sacar grandes bienes. Y cuando ella
llega, toca a los ciudadanos ofrecer ante el altar de la Patria todo género de
sacrificios, incluso el de la propia vida. Porque el patriotismo es una virtud
cívica y cristiana juntamente, y un deber que imponen de consuno la religión
y la patria.
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Documentos Oratoria sagrada
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
¿Quién dio bríos a Judith, la heroína de Betulia, para hacer morir al filo
de su espada al más poderoso enemigo de su patria? ¿Quién dirigió la mano
de David, casi niño, para derribar a Goliat, el gigante atleta que infundía
pavor en el corazón de los más valientes? La fuerza de Dios alcanzada por la
oración.
¿Quién infundió fiereza indomable en el pecho de los intrépidos Macabeos
para alcanzar, al frente de un puñado de héroes, victorias que hicieron temible
en toda la tierra el nombre de Judá? Es que esos esclarecidos guerreros que
morían exclamando: dulce est decorum est pro patria mori ¡qué dulce y glorioso es
morir por la patria!… fiaban la suerte de las armas, no a la fuerza de su brazo,
sino al poder de la oración y de la penitencia. Ellos peleaban orando.
Pero pudiera decirse, señores, que esas estupendas maravillas eran sólo
patrimonio de ese pueblo querido de Dios que fue conducido por un camino
de prodigios hasta la tierra de la libertad. No, señores: la historia de los pueblos
católicos guarda también en sus páginas la memoria de análogos prodigios.
Recordad, si no, el hecho glorioso que abrió al catolicismo las puertas de
Francia, de esa nación que ha sido el Israel del catolicismo por sus proezas
y caídas, por sus triunfos y reveses, sus infidelidades y sus actos de generosa
fe. Clodoveo su rey bárbaro, fue atacado en las llanuras del Tolbiac por otros
bárbaros. En lo más reñido del combate ve que sus soldados vuelven cobarde-
mente la espalda al enemigo. Acuérdase en ese instante del Dios de su esposa
Clotilde cuyo poder le había oído ponderar. Lo invoca, y la victoria sigue su
oración. El fiero sicambro adoró entonces lo que había quemado y quemó
lo que había adorado.
Ved a los bravos montañeses de la Helvecia antes de las gloriosas jornadas
de Granson y de Morat. De rodillas, frente a frente a sus invasores, colocaban
su libertad amenazada al amparo de la oración. Y no bien se había apagado
la plegaria en sus labios, cuando se lanzaron al combate más rápidos que las
águilas y más valerosos que los leones, sin dejar otra huella de la invasión que
un movimiento de blancas osamentas.
Y ¿quién no contempla con enternecimiento al santo rey Osvaldo plantar
por su propia mano la cruz en una eminencia que dominaba el campo de
batalla en la víspera de un combate decisivo contra los Bretones? Postrado
allí con sus valientes, coloca la suerte de su patria entre los brazos del signo
de la redención: y ese signo, que venció al mundo, coronó sus armas con
espléndida victoria.
Y ¿cómo olvidar al bravo entre los bravos, a Godofredo de Buillon?
Vedlo frente a las legiones innumerables de los osados enemigos del nombre
cristiano. El sol acababa de levantarse sobre el horizonte y las limpias armas
reflejaban todavía los primeros albores de la mañana. Montado en rápido
corcel recorre las filas prestas al combate; alienta el valor de sus soldados se-
ñalándoles el cielo por recompensa de su heroísmo y el mundo cristiano por
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Documentos Oratoria sagrada
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
II
Cuando venimos desde hoy a violentar el cielo con nuestros clamores suplican-
tes en favor de la causa de la Patria, nada nos importa tanto como colocarnos
en manos de María para que ella los presente ante el trono de su Hijo. Su
intercesión de madre puede más que todas nuestras súplicas. Omnipotentia
suplicante la han llamado con razón los Padres de la Iglesia, porque nada
puede rehusar Dios a la mujer afortunada que mereció ser la Madre del Verbo
encarnado. Si tenemos la dicha de interesarla en nuestro favor, ya podemos
entonar el himno de victoria.
Y si por ventura no fuera bastante ardorosa vuestra confianza, dejadme,
señores, interrogar una vez más las enseñanzas de la historia.
Los marineros y militares de los pueblos católicos se han colocado siempre
bajo su protección; porque saben que la Estrella de los mares ilumina con luz
del cielo el derrotero de los navegantes, y que la que ha sido comparada a un
ejército ordenado en batalla asiste con fuerza del cielo a los combatientes que la
invocan en la hora del peligro. Apenas hay un puerto de mar en que no se alce
la cúpula de algún santuario a María que alegra el corazón de los navegantes
que lo divisan al través de las brumas del Océano. Apenas hay armada de guerra
que no haya bautizado con su nombre alguna de sus naves, ni soldado católico
que no cuelgue en su cuello algunas de sus imágenes queridas. Guillermo el
Conquistador, Enrique de Portugal y el mismo inmortal Colón atribuían el
éxito de sus empresas marítimas a la protección de María, a cuya honra, y en
testimonio de gratitud, levantaron suntuosos templos.
Una de las páginas brillantes de la historia de España es la que recuerda
la grandiosa lid llamada de las Navas de Tolosa, que dio fin a la dominación
mahometana. Doscientos mil moros llenaban la vasta llanura en que iba a de-
cidirse el predominio de la Cruz o de la Media Luna. Don Alonso de Castilla
apenas contaba con la mitad de ese número; pero en cambio inflamaba su
pecho la confianza en la protección de María que el pueblo católico había
impetrado con fervorosa plegaria y cuya imagen campeaba en el estandarte
de Castilla. Descogida al viento la santa bandera, vuelven hacia ella sus ojos los
medrosos combatientes, y sienten henchida el alma de irresistible denuedo;
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Documentos Oratoria sagrada
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
del 5 de abril había alumbrado con sus más puros rayos el triunfo decisivo de
nuestra causa en los llanos de Maipú.
Desde entonces Chile ha colocado la suerte y la ventura de la Patria en
el regazo de su celestial Patrona; y cada vez que asoma la prueba y el peligro
corre a sus pies como el tierno niño a los brazos de su madre. En testimonio
de su amor agradecido pasea en triunfo anualmente su imagen querida por
nuestras calles y por nuestras plazas al son de músicas marciales y entre las
detonaciones del cañón.
Unos muros a medio hacer, envueltos en el polvo del camino, y donde
crecen sin obstáculos las yerbas silvestres son mudos delatores de una deuda
no satisfecha y de una promesa no cumplida.
Hoy que en nuestro horizonte internacional se agrupan nubarrones
conductores del rayo de la guerra; hoy que enemigos poderosos amenazan
nuestra honra y estabilidad; hoy, en fin, que Chile vuelve a sacar la espada de
su vaina para defender hasta la muerte el tesoro de su dignidad, cúmplenos el
gratísimo deber de venir de nuevo a agruparnos en torno de la que es nuestra
Madre como católicos y nuestra Patrona como chilenos.
¡Soberana Emperatriz de los cielos y de la tierra!, vos en cuyas manos ha
puesto el cielo los tesoros de su bondad y de su clemencia, prestad atento
oído a las súplicas perfumadas por el amor filial que os enviará este pueblo
durante la serie de estos bellos días. Alargad vuestra diestra cariñosa a esta
tierra que os pertenece por el amor y que os ha escogido por su especial
Patrona. Iluminad a nuestros magistrados en cuyas manos están colocados los
destinos de la patria; dad pujanza invencible al brazo de nuestros soldados;
sed la estrella conductora de nuestros denodados marinos; encended en el
pecho de los chilenos los generosos ardores del patriotismo para que en estos
momentos de suprema angustia no haya más interés que el de la Patria ni
más bandera que la que tremoló en Chacabuco y Maipú; enjugad el llanto de
nuestras viudas y sed vos la madre de nuestros huérfanos. En fin, conducidnos
al triunfo por el camino de la justicia y del honor y dadnos después la dulce
paz que tanto amamos!
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DISCURSO SOBRE EL PATRIOTISMO CONSIDERADO COMO
VIRTUD CRISTIANA, PRONUNCIADO POR EL PRESBÍTERO
DON ESTEBAN MUÑOZ DONOSO, EL 15 DE ABRIL DE 1879*
Así exhortaba, señores, a sus soldados el heroico Judas Macabeo para que
peleasen con invencible valor en defensa de los altares, en defensa de las es-
posas, en defensa de los hijos y en defensa de la patria. Esas sencillas palabras
demuestran el concepto que debemos formarnos de esta nobilísima virtud del
patriotismo que hoy inflama a todo corazón chileno, desde el Loa, que riega
las ardientes arenas del desierto, hasta el Cabo, azotado por las tempestades
del polo. ¡Ah! sí, el patriotismo es el que llena también hoy los templos de
esta populosa ciudad, el que os trae a vosotros aquí, al pie de la Virgen del
Carmelo, patrona de nuestros ejércitos, para poner en sus manos la honra
de nuestra Patria querida, para hacer violencia a los cielos y alcanzar por la
intercesión de nuestra Reina adorada que brille sobre la frente de Chile el
laurel de la victoria.
Para, si cabe, encender más en vuestros corazones el fuego sagrado con
que el Macabeo hacía invencibles a sus ejércitos, exhortándolos a morir antes
que ver impotentes la ruina de la patria, yo quiero considerar el patriotismo
como una virtud cristiana: a la luz de la doctrina católica, de las enseñanzas
de la Iglesia y las Santas Escrituras.
Ese noble entusiasmo por contribuir a la defensa de la honra nacional,
esa agitación varonil, esos heroicos sacrificios de los intereses más caros, pu-
dieran parecer a alguien un estrépito vano que en nada se relaciona con el
bien eterno de hombre. No, señores, el verdadero patriotismo es agradable
a Dios, es una virtud religiosa, fecunda en actos de vida eterna.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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Documentos Oratoria sagrada
y cada cual contenta con la parte que le cupo en suerte, procurase cultivarla y
vivir en ella sin ambicionar las ventajas relativas de las demás. Sin ese misterioso
lazo del patriotismo, los hombres habrían intentado vivir todos en aquellas
regiones más favorecidas de la naturaleza, aunque para ello no hubiese sido
menester matarse los unos a los otros. Las regiones adonde el sol no enviara
tan suaves sus rayos, donde la tierra no produjese casi espontáneamente al
ciento por uno, no fuesen tan puras y abundantes las aguas, tan sazonados
los frutos, tan galanas y hermosas las flores, habrían quedado convertidas en
espantosos desiertos. Luego es ayudar a la ejecución del plan divino sobre la
humanidad aquí en la tierra, es cumplir la voluntad de Dios, obedecer a los
racionales dictados del patriotismo.
Así, bien considerada esta virtud no es más que un aspecto de la caridad
con Dios, puesto que sirve para dar cumplimiento a sus designios soberanos,
comprende los deberes mismos del culto debido a la divinidad, los deberes que
tiene el hombre respecto a su familia y respecto de las legítimas autoridades.
Estas obligaciones son todas de origen divino, ya se atienda a la ley natural
ya a la revelada, y la virtud que ayuda a cumplirlas agrada evidentemente a
Dios, es un tributo del amor que le debemos. Si el patriotismo os ha traído
aquí, ¿no es cierto que os reúne para rendir pública y solemnemente a Dios
los homenajes del culto, presentados por las manos purísimas de la Virgen
del Carmelo?
El patriotismo es fuente fecunda de las virtudes sociales, encerradas en
esta palabra admirable: caridad con los prójimos. ¿No es él quien os hace hoy
arbitrar todo género de recursos para cumplir en las obras de misericordia?
¿No es él quien os excita hoy a aliviar la suerte de los desgraciados, a acopiar
vestidos, remedios y demás cosas que requieren los defensores de la Patria
para marchar al combate, para ser curados de sus heridas o recibir cristiana
sepultura si caen en la arena de los héroes? ¿No es el patriotismo el que os
prepara a enjugar las lágrimas de la viuda desolada o del huérfano infeliz?
¿No es él, por fin, quien mueve las delicadas manos de la joven doncella para
proporcionar hilas y vendas con que enjugar la sangre de tan nobles heridas?
¿Y qué es todo eso sino una obra grande de caridad cristiana?
Si hacer bien a nuestro prójimo es hermosa virtud, si sacrificarse por él,
si morir en defensa de un inocente es acción heroica de virtud ¿cuánto más
no será sacrificarse o morir no sólo por uno sino por todos nuestros conciu-
dadanos, por el bien común, por el bien social? Está escrito que no hay mayor
acto de caridad que el dar la vida por nuestros hermanos.
Por eso, según la doctrina católica, se considera mártir al soldado que
muere por la patria o en defensa de una causa justa, siempre que de algún
modo se relacione su sacrificio con la gloria de Dios. A la verdad ¿por qué
van a morir o a sobrellevar todo género de privaciones y peligros nuestros
valientes soldados? ¡Ah, señores, por todos nosotros! Ellos corren a la muerte
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
y exponen gustosos sus pechos a las balas por defender la honra de Chile, por
evitar que un injusto enemigo pase a cuchillo a nuestros hermanos, insulte a
las mujeres, destruya las propiedades, ultraje los templos, desbarate y rompa las
leyes que Dios ha establecido para la libertad y autonomía de los pueblos, en
fin, porque vale más morir en la guerra que ver la ruina de la patria. Quoniam
melius est nos mori in bello quam videre mala gentis nostrae.
¡Oh, doctrina consoladora para el héroe desconocido, cuyo nombre nadie
repetirá, y que al caer moribundo en la sangrienta arena del desierto, recuerda
a la esposa adorada, al hijo querido que ya no volverá a ver, pensar que si los
hombres no aprecian su sacrificio, el Dios del cielo le bendice, enjugará las
lágrimas de los deudos, y lo revestirá a él con las luces de una eterna victoria!
La Iglesia, señores, en tanta estima tiene a esta virtud del patriotismo, que
autoriza cuanto he dicho en su honor.
Ella bendice el cristiano y generoso amor a la patria, colma de privilegios
y favorece al soldado, y en ocasiones no ha perdonado sus propios tesoros por
defender el patrio suelo.
La Iglesia ha colocado sobre los altares la virtud del patriotismo al lado
de las demás virtudes heroicas que resplandecen en los hombres sublimes
que llamamos santos. ¿Quién es un San Luis, rey de Francia, sino un gran
patriota y un gran cristiano? Por la bien entendida honra de su patria lucha
hasta perder la libertad y exponer cien veces la vida; desciende de su regio
trono para oír las quejas del último mendigo; es el gran patriota que estuvo
preocupado siempre de la gloria y felicidad de la Francia.
¿Quién es un San Fernando de Castilla? Otro gran patriota no menos
patriota que santo, que luchó siempre por la libertad de su reino, y vencedor
invicto en cien batallas, mereció por sus ínclitas virtudes y por su patriotismo y
valor cristianos ser colocado en los altares. Un San Enrique de Alemania y tantos
héroes de la religión, que sería largo enumerar, son una prueba evidente del
alto aprecio que hace la Iglesia católica de la santa virtud del patriotismo.
Libros enteros de las Sagradas Escrituras podría citaros que son un canto
sublime entonado al patriotismo. Entre otros, ahí están los de Ester, Judith y
los dos de los Macabeos.
Yo veo un joven pastor, de gallarda presencia, de hermosísima figura,
suelta al aire la blonda cabellera, avanzar solo y desarmado contra un coloso
de carne humana, que cubierto de bronce y acero, blandiendo enorme espada
y poderosa lanza, le prepara una espantosa muerte. ¿Por qué corre a morir
ese joven hermoso en la flor de los años? ¡Ah! El soberbio filisteo ha insultado
a Israel, nadie se atreve a recoger el guante, el ejército de Saúl tiembla en
presencia de un solo hombre y negra deshonra cae sobre la patria de David.
Por eso el joven pastor no trepida en sacrificarse, no teme ser despedazado
por la mano del gigante, no teme a Goliat que puede ahogarle entre sus
acerados brazos. Cede al dulce impulso del patriotismo y confiando en Dios,
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Documentos Oratoria sagrada
se abalanza sin más armas que una honda: la dispara y vence. Así comienza
David su gloriosa carrera por un acto sublime de patriotismo que las Santas
Escrituras enaltecen; David es en ellas un hombre según el corazón de Dios,
y la vida de ese hombre se reduce en buena parte a pelear incesantemente
por la libertad y engrandecimiento de su patria.
Yo veo un anciano tan venerable por sus canas como por sus heroicas
virtudes. Es Matatías, padre de los valientes Macabeos. El impío Antíoco había
hecho temblar con sus crueldades y tiranía a todo Israel: Jerusalén cautiva y
desolada, la profanación reinaba en el lugar santo y los simulacros de impuras
deidades recibían las adoraciones del pueblo de Dios. El venerable Matatías no
puede soportar por más tiempo las desgracias de su patria, huye de Jerusalén,
va a desahogar su amarga pena en la soledad del desierto. Junta en Modin a
sus hijos, parientes y amigos y exclama llorando: “¿Por qué he venido yo al
mundo para ver la ruina de mi patria?” Y luego excita a los suyos a derramar
hasta la última gota de sangre en defensa de la religión y de la patria. Mas los
secuaces del tirano llegan hasta el retiro mismo de Matatías e intentan que el
anciano y santo sacerdote idolatre como los demás. “No, dice él, no, Matatías
no obedecerá a las nefandas órdenes de Antíoco; antes morirá despedazado
que abandonar la religión santa de sus padres”. Y tomando un puñal lo clava
en el corazón del satélite del déspota, y luego despedaza sobre el ara sacrílega
de los ídolos a un insolente israelita que se atreve a apostatar en su presencia.
Y el anciano Matatías, lleno de santa indignación y de sublime patriotismo,
señala sus viejas manos ensangrentadas con sangre de tiranos y de sacrílegos,
recorre los desiertos y los campos encendiendo por doquier el fuego sagrado
del amor a la libertad, a la religión y a la patria. Se alzaron a su voz esas legio-
nes de héroes inmortales que uno contra cien lucharon por tan santa causa,
libertaron a Israel y alcanzaron eterno renombre.
La Escritura nos presenta a Matatías y a sus generosos hijos los Macabeos,
como bellos ideales del más puro patriotismo y los ensalza como héroes glorio-
sos a los ojos de Dios y de los hombres. ¿Y qué decía el más ilustre de ellos, el
invencible Judas? “Vale más morir en la guerra que ver la ruina de la patria”.
Melius est nos mori in bello quam videre mala gentis nostrae.
Por fin, señores, he aquí un ejemplo más elocuente: El Dios encarnado,
Aquel cuya verdadera patria es la luz inaccesible de la divinidad, y que fue
engendrado entre los resplandores eternos, antes que el lucero brillase, el
divino Jesús quiso también legarnos entre las demás virtudes un ejemplo de
patriotismo. No es sangriento, sino apropiado al carácter de paz y dulzura del
Redentor. Tendió una vez su vista sobre la ciudad de Jerusalén, y arrasados en
llanto los ojos, exclamó: “¡Oh Jerusalén, Jerusalén! Ciudad que apedreas a los
justos y matas a los profetas, ¡cuántas veces quise cobijarte debajo de mis alas
como la gallina cobija a sus polluelos, y tú no quisiste! ¡Ah, si hubieras conocido
la hora de tu redención!…” Lágrimas divinas caen sobre las desgracias de la
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“LA GUERRA EN MANOS DE DIOS”.
DISCURSO PRONUNCIADO POR DON ESTEBAN MUÑOZ
DONOSO EL 19 DE ABRIL DE 1879*
Hay, señores, un Dios omnipotente que rige la suerte de las naciones como
rige la suerte de los individuos. La doctrina que entrega la humanidad a los
caprichos del acaso y hace del Dios del Cielo un ser cruel e indiferente con
sus propias obras, es una doctrina anatematizada por la Iglesia, reprobada
por la sana filosofía y en evidente oposición con las Santas Escrituras. No, el
Creador que hace cumplir exactamente las leyes que vio en el orden físico,
hace con mayor razón cumplir las del orden moral que atañen a los individuos
y a las sociedades.
Por eso exclama inspirado el Rey-profeta: “¡Tú, Señor, juzgas a las naciones,
tú, Señor, las llenas de ruina y desolación, tú, Señor, conculcas aun aquí en la
tierra la cabeza de los reyes y de los gobiernos malvados! Judicabit in nationibus,
inplebit ruinas, conquassabit capita in terra multorum”.
Las naciones, como tales, no reciben premios ni castigos eternos, ellas no
sobreviven más allá del tiempo, y justo es que en el tiempo tengan la sanción
de sus obras. La mano de la providencia se hace palpable en la vida de los
pueblos. Abrid, señores, la historia de las naciones y veréis que toda ella se
reduce a la ejecución de este juicio tremendo de Dios, que las engrandece,
las humilla o las borra de la faz de la tierra según sean las virtudes o los vicios
sociales. Sí, Él juzga a las naciones: Judicabit in nationibus.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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Documentos Oratoria sagrada
han visto más grandes y desastrosas guerras. La Iglesia católica, si los pueblos
modernos quisieran oírla, podría aún hacer mucho en bien de la paz, como
ha conseguido endulzar un tanto la guerra y atenuar sus consecuencias, si
bien no del todo extinguirla. Pero se desprecia su voz, y, doloroso es decirlo,
guerras habrá hasta el fin de los tiempos, y precisamente inauditas y espantosas
guerras serán señales del fin.
¿Y qué es la guerra, señores? Es una ola de sangre que se extiende sobre
los prados floridos, los jardines deliciosos y los convierte en yermos horribles;
es un río de fuego que toca a las más populosas ciudades y las reduce a míse-
ras pavesas. ¿Qué es la guerra? Es un huracán espantoso donde resuenan los
gritos del odio, de la venganza y de la muerte y los gemidos del huérfano y
de la viuda y el llanto desesperado y el estertor de la agonía. ¿Qué es por fin
la guerra? ¡Ah! señores, es la ira de Dios que vuela con alas de llama venga-
dora sobre torrentes de lágrimas y sangre, precedida de turbación y de luto,
seguida de la miseria, el hambre y la desolación: a su pavoroso paso los reinos
florecientes se tornan en vastos cementerios.
Cuando Dios quiere castigar y anonadar a los pueblos suelta contra ellos
el monstruo de la guerra.
Resolvió pulverizar a la soberbia Nínive y desató contra ella la guerra, y la
inmensa Nínive quedó convertida en una llanura reluciente. Resolvió castigar
a esa antigua Babilonia, trono de tantos y poderosos imperios, soltó contra ella
el monstruo de la guerra. ¿Y qué fue de la Reina del Oriente, la ciudad de los
palacios de oro, de la muralla gigante, de los jardines suspendidos? ¡Ah! la guerra
la redujo a lo que hoy vemos: ruinas miserables, selvas de insectos venenosos,
lago pestilente, triste soledad. ¡En los palacios de Semíramis y de Nabuco, donde
brilló la gloria de Alejandro, duerme hoy tranquilo el león del desierto!
Roma, la invencible Roma se enseñoreó de todos los pueblos; jamás hubo
poder comparable a su poder ni pujanza igual a su pujanza; sus patricios eran
más ricos que los reyes de la tierra; sus legiones hacían temblar los límites del
mundo. Pero ¡ay! pecó delante de Dios y Dios desató contra ella el monstruo de
la guerra. El monstruo se asió a su garganta, le despedazó el corazón y abrazó
con sus alas de fuego las invictas águilas romanas. Y el vándalo y el huno, el
godo y el germano se convidaron al festín de las naciones y se dividieron el
cadáver de la ciudad que se decía eterna.
En tiempos más modernos, ¿qué se hizo el cetro de Carlos V y de Felipe II,
dónde está esa monarquía que, según la expresión de un tribuno, tuvo al sol
por brillante de su diadema y a los mares por esmeralda de su sandalia? Pecó
también contra la humanidad y fue presa de la guerra: la guerra despedazó
ese cetro y redujo a jirones esos vastos dominios.
Los libros santos nos presentan la guerra como el medio de que Dios se vale
para castigar a las naciones. Ved si no la historia del pueblo de Israel. Aunque
este pequeño pueblo no sea comparable en su importancia política con los
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
grandes imperios que acabo de citar, fue, empero, el escogido por Dios para
hacer brillar su providencia de un modo visible y milagroso; para que indujé-
semos de su conducta con Israel, la que, valiéndose de los medios naturales,
observa con las demás naciones. Y bien, señores, ¿qué hacía Dios cuando pecaba
su pueblo? Enviaba contra él la guerra; lo entregaba en manos del filisteo, del
moabita, del amalecita, del egipcio y de los poderosos reyes de Asur.
Sin embargo, no siempre la guerra es castigo para entrambos beligerantes,
frecuentemente es castigo para uno y prueba y premio para el otro. Dios saca
bienes de los males y con ser la guerra lo que es, Él la convierte en azote del
vencido y en gloria y prosperidad del vencedor. El pueblo que sabe sobrellevar
esta prueba y que al sentirla, despierta entre sus hijos el patriotismo, la caridad,
el culto de Dios, el desprendimiento y demás virtudes sociales y particulares,
se hace comúnmente digno del premio; sobre todo, si a esos títulos una la
defensa de una causa justa. Los reinados de David, Exequías y Josafat fueron
fecundos en terribles guerras, lo que no impidió que la nación prosperara
y llegara a ser en tiempo del primero una de las más gloriosas del Oriente.
Esas guerras sirvieron de prueba y de premio al pueblo de Dios y de castigo
para las naciones enemigas. La misma reflexión podríamos hacer respecto
de todos los pueblos: el Señor los juzga y, según sus obras, se vale del mismo
agente que humilla a unos para engrandecer a los otros.
II
Ahora bien, señores, ¿qué carácter tendrá probablemente la actual guerra
a que se ve arrastrada nuestra Patria? ¿Será castigo o prueba para Chile?
Examinemos este punto en cuanto sea permitido rastrear los ocultos designios
de la Providencia. Abramos el corazón a la esperanza: yo creo firmemente
que esta guerra en que a su pesar se ve sumergida nuestra patria, será para
Chile una prueba fecunda en beneficios y tremendo castigo para el Perú y
Bolivia. Como el Señor se valía de Israel para castigar a los cananeos y filis-
teos, se valdrá hoy de Chile para castigar a nuestros gratuitos enemigos. ¿Y
por qué? porque está escrito señores: Justitia elevat gentes miseros autem facit
populos peccatum; la justicia eleva a las naciones, y el pecado las sumerge en
abismo de miseria. Entra en los planes de la providencia proteger tarde o
temprano a los pueblos que pelean por la justicia. Y nuestra causa es justa,
digan lo que quieran nuestros enemigos. No tengo para qué demostrar lo que
la prensa, la tribuna y la diplomacia han evidenciado. Nuestra causa es justa:
basta recordar que Bolivia quebrantó un tratado solemne, faltó a la fe jurada,
a su palabra de nación soberana. A este hecho se opondrán sofismas falaces,
pero jamás de dará de él una explicación satisfactoria. Chile que había espe-
rado cerca de doce años para impedir la guerra, agotó los medios pacíficos,
130
Documentos Oratoria sagrada
instó repetidas veces, casi llegó hasta humillarse; y sólo cuando vio enlodada
su honra de nación, y la honra para las naciones es la vida, entonces y sólo
entonces desenvainó su generosa espada. Con la rapidez y el coraje del león
cobardemente herido, saltó sobre su presa, se echó sobre ella; y no la soltará,
mediante el auxilio de Dios, la justicia de su derecho, la constancia y el valor
indomable de sus hijos.
Ni es menos justa la guerra contra el Perú. Esta nación se coaliga contra
nosotros sin pretexto alguno razonable, se pasa al bando enemigo, se con-
vierte en beligerante sosteniendo ocultos tratados contra Chile y enviando
armas a Bolivia, al mismo tiempo que con sus pérfidas palabras nos ofrecía
un arbitraje de paz. ¿Habría algún antiguo resentimiento del Perú en contra
de Chile y se aprovechaba de la ocasión de la venganza?
Sí, señores, Chile había cometido un gran crimen contra el Perú. ¿Sabéis
cuál es? Cuando apenas salíamos pobres y desangrados de esa lucha titánica
de nuestra Independencia, cuando los héroes de Chacabuco y Maipo pedían
el justo reposo de sus fatigas, Chile mandó a esos héroes generosos a derramar
de nuevo su sangre en defensa del Perú, aunque para ello fuese menester
agotar los últimos recursos y exponerse a sí mismo a inminente peligro de
perderse. Chile fue a libertar al Perú, lo enseñó a pronunciar la dulce palabra
de libertad, lo enseñó a sostenerla. Más tarde, cuando un soldado ambicioso
pretendió quitar al Perú su autonomía, Chile corrió de nuevo en su auxilio,
abrió y agotó sus tesoros y sacrificó por él la flor de sus hijos. Cuando última-
mente el Perú se vio acometido por la España, Chile, aunque desprevenido
para la guerra y teniendo que hacer ingentes gastos, aunque estaba en las
mejores relaciones de paz, comercio y amistad con el invasor, pasa por todo
a trueque de auxiliar al Perú, se pone a su lado y por él ofrece en holocausto
sublime la reina del Pacífico, la floreciente ciudad de Valparaíso. ¡Oh, el Perú
cuesta a Chile torrentes de oro y de sangre generosa! Mas el Perú olvida hoy
tantos sacrificios y los corresponde con horrenda ingratitud: con el insulto,
con la calumnia y con el odio a muerte. Pero hay un Dios en el cielo que no
olvida estas cosas, ni la fraternidad de las naciones, y que tiene muy presente
la justicia que como tales practique para enaltecerlas o castigarlas; Justitia
elevat gentes miseros autem facit populos peccatum.
Perdonad, señores, que me haya detenido en un asunto que os pudiera
parecer ajeno a esta cátedra sagrada; pero necesitaba dejar bien establecida
la justicia de nuestra causa, porque en ella fundo yo, en buena parte, nuestra
esperanza de victoria.
Pero me diréis, si la guerra es castigo del pecado, todo debemos temer-
lo, pues somos pecadores. Cierto, somos pecadores y precisamente por eso
llenamos los templos de Dios para pedir misericordia por la intercesión de
María, para alcanzar de la divina clemencia que nuestros pecados personales
no recaigan sobre la suerte de la Patria querida. Y ¿por ventura son santos
131
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
III
Pero aun en el supuesto, señores, de que por nuestros pecados tuviéramos
irritada a la divina justicia y la actual guerra fuese un castigo para Chile, la
religión nos ofrece medios de convertirla en útil prueba y sacar abundantes
bienes de lo que era un mal.
Me bastaría recordaros la historia de Nínive pecadora y Nínive penitente.
Recorramos y practiquemos esos medios, y de todos modos la Patria será salva,
la victoria vendrá.
La oración es el primero de esos medios: pero no me detendré a hablaros
de su excelencia y eficacia, por cuanto este punto ha sido ya ante vosotros
suficientemente dilucidado.
No olvidéis, señores, que la guerra es castigo del pecado; por consiguiente
la abstención de él, el espíritu de penitencia, la práctica de las virtudes, son
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Documentos Oratoria sagrada
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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DISCURSO RELIGIOSO PRONUNCIADO POR EL PRESBÍTERO
DON RAMÓN ÁNGEL JARA AL TERMINAR LA ROGATIVA
EL 21 DE ABRIL DE 1879*
I
Señores:
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
¿Y por qué todo esto, señores? ¡Ah! Un solo grito me responde, desde el
marino que guarda las puertas de Chile en Magallanes, hasta el soldado que
defiende al Loa en el desierto, un solo grito de ¡guerra! porque la Patria está
en peligro. ¡Guerra! ¡Tremenda desgracia, señores! La guerra aunque nos
traiga la victoria, ella no se canta sino sobre escombros y cenizas, sobre mon-
tañas de cadáveres y extensos lagos de sangre. ¡Durísima prueba nos aguarda,
y quiera Dios sea ésta la última página del libro de desgracias que, hace siete
años, viene la Patria escribiendo…!
¡Oh, Chile! Si Dios te ha dado por pabellón un cielo cuyo purísimo azul
envidian los cielos de la Italia y de la Persia, ¿por qué ese cielo se nubla y se
corrompen tus aires, que dos crueles epidemias han diezmado tus ciudades?
Si Dios ha engastado en tu suelo esos gigantes de granito, cuyos cabellos son
de nieve, cuyos pies son de hermosísimas quebradas y cuyo corazón de plata
y oro, ¿por qué esconder sus riquezas y en vano hiere sus entrañas el combo
del minero? Si Dios ha dado prodigiosa fecundidad a tus llanuras, para que
descanses a la sombra de tus viñedos y sobre una alfombra de doradas y pró-
digas espigas, ¿por qué tu suelo se agota, se emponzoñan tus vides, se hace
estéril la semilla y la oruga tala nuestros campos? Si tan noble y magnánimo
es el corazón de tus hijos que no reparan sacrificios, aun el de la propia vida,
cuando se trata de auxiliar y defender a los hermanos del mundo de Colón,
¿por qué han decretado tu muerte, como concertaran la muerte de José los
envidiosos hijos de Jacob? ¿Por qué se te hiere por la espalda, como hieren los
cobardes y se te obliga a salir de la arena del combate para probar que tu mano
encallecida por el arado no ha olvidado el manejo glorioso de la espada?
¡Ah, señores! Digitus Dei est hic: la mano de Dios se ostenta aquí. No sois
vosotros de los ilusos que obedecen a las supuestas leyes del destino y del
ocaso, sois cristianos y sabéis que ni la hoja del árbol se mueve sin la voluntad
de Dios. Y, al notar este contraste de salubridad, riqueza y paz de que Chile
ha disfrutado con las pestes, crisis, inundaciones, pobreza, incendios voraces.
Y el azote de la guerra, que, en el espacio de siete años, ha sufrido, nuestra
nación concluye, que no en vano Dios permite que los elementos aflijan de
vez en cuando a las naciones.
Enseña San Agustín que sólo Dios tiene en sus manos el secreto de sacar in-
mensos bienes de los males que tolera, y bueno es, señores, que los hijos de Chile,
en presencia del azote de la guerra, alcemos nuestros ojos para preguntar
al cielo qué virtudes nos faltan y qué tesoros debe reportarnos esta terrible
calamidad.
No extrañéis, señores, que, en mi ardiente amor a la Patria, antes que
resuene el himno de triunfo en el combate, yo me adelanté a cantar victoria,
como sacerdote del Señor. Porque, al declararnos injusta guerra nuestros
enemigos, nos han traído tres hermosas coronas que empezaban a marchitarse
en las sienes de la República: la justicia, la fraternidad y la fe. Propter veritatem,
136
Documentos Oratoria sagrada
II
¡La Justicia! He aquí, señores, una palabra que ha llegado a ser la síntesis de
la felicidad del individuo y de los pueblos. Hicieron de ella una divinidad los
paganos y consagrándole magníficos templos y ofreciéronle valiosos sacrifi-
cios. Nuestros libros inspirados, para elogiar a sus más grandes hombres, no
necesitan sino decir que fueron justos. Noé y Abraham, Jacob y Tobías, Simeón
y Zacarías se destacan entre las grandes figuras de la ley antigua por el solo
nombre de varones justos que supieron merecer.
Y, no es raro que del arpa de David brotaran torrentes de armonía para
cantar la virtud de la Justicia, y que el Maestro Divino llamara Bienaventurados
a los que con hambre y sed la buscan y que la Iglesia apellide justos a los
santos que moran el cielo. Nada de esto es extraño, señores, porque la justicia,
que debe dar a cada uno lo que es suyo, engendra necesariamente todas las
demás virtudes que se relacionan con Dios, el prójimo y nosotros mismos. Es
una virtud cardinal porque ella establece el orden recto de la inteligencia,
en el corazón y aún en el cuerpo mismo del hombre, y es ella la virtud que
más nos asemeja a Dios, que es infinitamente justo, porque sabe dar a cada
cual lo que merece.
“No me habléis, exclamaba el inspirado Chateaubriand, no me habléis de
hombres felices, sin la virtud de la Justicia, ni me habléis de pueblos civiliza-
dos en que no alce su trono la Justicia, porque esa civilización es peor que la
barbarie…”. En los individuos la Justicia reside en la conciencia; pero en los
pueblos reside en sus mandatarios, que forman la conciencia de las naciones.
Son ellos los encargados por Dios para representar a su Justicia infinita aquí
en la tierra y a sus manos confía el pueblo la guarda de sus derechos.
He aquí señores por qué la Justicia, si es necesaria bajo toda forma de
Gobierno, es la base fundamental en el sistema republicano. La Libertad y la
Fraternidad son quimeras si la Justicia no establece la Igualdad. La democracia
137
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
138
Documentos Oratoria sagrada
III
La fuerza está en la unión y en la discordia está la muerte. No son los formida-
bles ejércitos ni las numerosas embarcaciones ni los inmensos capitales ni las
variadas producciones ni las ciencias ni las artes lo que constituye el progreso
y la felicidad de un pueblo. Dicho progreso y bienestar están basados en la
unión de las inteligencias y los corazones. La concordia hace invencibles a
las naciones. Como la Polonia, mártir de la Europa y el Paraguay, mártir de la
América, los pueblos unidos serán destruidos, pero jamás vencidos.
Y ningún sistema de gobierno, como el democrático exige más esta nece-
sidad de la unión. Una república dividida, precisamente llama a la anarquía
y levanta con sus propias manos el trono de donde ha de destrozarla los
tiranos.
He aquí, señores, los motivos porque los Padres de nuestra patria quisie-
ron grabar con letras de fuego en el dulce corazón de los chilenos la palabra
Fraternidad. Ese fue el lazo de oro que hizo invencible a los generales y soldados
de la Independencia en los campos del Roble y Chacabuco, y si ese lazo se
debilitó un tanto en la retirada de Rancagua fue para estrecharse más en los
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
llanos de Maipú, haciendo que el león de Iberia, cayese destrozado por las
garras del cóndor de Chile.
Bien sabían nuestros mayores que la concordia es el cimiento que une
las piedras de un muro, el centro que une todos los radios del círculo, el
vínculo que liga las familias, las ciudades y las naciones. Quitad el cimiento y
el muro caerá; quitad la fraternidad, y los ciudadanos se desgarrarán entre sí.
Nuestros padres conocían que el precepto divino “Amaos los unos a los otros”
era la base de la felicidad social. En esa escuela de fraternidad cristiana se ha
formado el espíritu público de Chile, sin faltar a veces lecciones sublimes en
heroísmo o sacrificio. Esa misma plaza vio un día al ilustre O’Higgins arrancar
de su pecho la banda del poder, antes que ver la Patria teñida con la propia
sangre de sus hijos.
Más de medio siglo, señores, hemos navegado el mar de la vida política,
hinchando siempre nuestras velas el soplo de la paz. Si alguna vez el horri-
ble monstruo de la guerra civil ha asomado su cabeza, no ha sido sino para
darnos, pocos momentos después, un abrazo más estrecho: ligera sombra que
ha hecho resaltar más la belleza del colorido. Nuestro mutuo amor no es un
secreto para el mundo, y no hace mucho que un sabio francés escribía en sus
apuntes de viaje: “Todo lo perdona el chileno, menos que se ofenda al último
de sus hermanos. La fraternidad es la pupila de sus ojos”.
Mas ¡ay!, señores, preciso es confesarlo. De poco tiempo acá, yo no sé
qué espíritu del infierno comenzaba a recorrer nuestra Patria, sembrando
la cizaña de la discordia y apagando en nuestras almas la llama del amor. La
ola de la política crecía por momentos. Los partidos se multiplicaban por
instantes y con ellos la desunión de nuestro pueblo se acrecentaba. La dis-
cordia había penetrado hasta el santuario de la familia y veíamos con dolor
divididos los esposos, al padre en lucha con sus hijos y al hermano enemigo
del hermano. Una nube siniestra comenzaba a cubrir nuestro cielo y en el
seno de la República hervía un volcán de bajas pasiones y mezquinos intereses,
que amenazaba estallar. En vano los prudentes querían poner un dique al
torrente porque de Norte a Sur desataba con ímpetu sus aguas… la industria
y el comercio comenzaban a temer… los hijos de la Iglesia hacían supremos
esfuerzos de abnegación y patriotismo… y muchos buenos ancianos nos decían
llorosos que quisieran bajar al sepulcro antes que ver a Chile deshonrado
por sus hijos. Pero, ¡bendito seáis, Señor! Salutem de inimicis nostris: nuestra
salvación, señores, nos la han traído nuestros propios enemigos. “¡Juremos
el exterminio de Chile, se dijeron dos naciones, en secreta coalición. Yo, dijo
la una, romperé mis compromisos, pues no tengo honra alguna que perder;
a mí, dijo la otra, me falta el valor para herir de frente a ese pueblo que me
dio la libertad; le tenderé mi mano para acariciar la suya y por la espalda le
clavaré el puñal!” ¡Ah! ¡Pérfidas naciones! ¡Y quién sabe si, después de lavar
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Documentos Oratoria sagrada
nuestra ofensa en la pelea, todavía tendrá Chile piedad para vosotras, y una
vez más os dará lo que le sobre de riqueza y prosperidad!
Mientras tanto, ¿qué sucede?, preguntó sorprendido a sus magistrados
nuestro pueblo. Y ellos respondieron, con la historia de la diplomacia en la
mano, que la honra de la Nación había sido pisoteada y que era preciso de-
fender su honor. Pues bien, ¡a defenderlo! exclamaron, y quebrando todos los
partidos políticos sus espadas ante el altar de la patria, se dieron el abrazo de
fraternidad, y Chile, en pocos días, ha recobrado la rica herencia de amor que
empezábamos a perder. Hoy, Chile no es más que un solo hombre, vestido de
guerrero, con el tricolor en su izquierda y una luciente espada en su derecha.
Una sola es su cabeza y uno solo su corazón. Y ese corazón de Chile está allá
en las arenas del desierto. Allá está nuestro amor y nuestra vida. Y, así como
el hijo amante que ve peligro a su madre, escucha atento las palpitaciones de
su corazón; así, señores, tenemos nuestro oído siempre fijo en el corazón de
la patria, cuyos latidos nos trae con sus palpitaciones el telégrafo.
Sí, un solo sentimiento nos domina, y es el amor a nuestro suelo y el amor
a nuestros hermanos. Y ¡ay de aquel menguado que quisiera turbar nuestra
dulce fraternidad por miserables ambiciones! ¡Su nombre pasará al libro de
nuestra historia para escribirse en la página reservada a los traidores!
¡Ángel hermoso que guardas los destinos de Chile! Despliega tus alas
de oro, cruza las ciudades y los mares, llega hasta nuestras naves y nuestras
legiones y diles a nuestros bravos que ni un solo instante les olvidamos en la
ausencia. Diles que aquí estamos, al lado de sus hijos, sus esposas y sus madres;
que si en la lid sucumben, nada teman por ellos; nuestros hogares serán los
hogares de sus viudas y nuestras madres las madres de sus huérfanos. Diles
que su pan y su vestido lo buscamos de puerta en puerta y que sus gloriosas
heridas serán curadas por manos de ángeles y por vendas perfumadas por la
inocencia y la piedad… ¡Y después, vuela, Ángel bello, al cielo y presenta a
Dios el cuadro de un pueblo unido por los lazos del amor y Dios nos mandará
sus bendiciones!
IV
Nada hay, señores, que despierte tanto el sentimiento religioso del hombre
como el dolor y la desgracia. Es entonces, cuando la vista de nuestra miseria y
nuestra nada nos obliga a buscar, en el seno de la religión, los consuelos de la
Fe. En presencia de la muerte, cae de rodillas el impío y sus lágrimas empapan
la oración que vierte sobre el sepulcro de sus hijos. Así también, señores, las
grandes calamidades públicas despiertan en los pueblos los sentimientos de fe.
Apenas amenazaban los peligros al pueblo de Israel y los hijos de los patriarcas
caían al pie de sus altares. La presencia de los bárbaros hizo piadosa a Roma;
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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Documentos Oratoria sagrada
del Vaticano. ¿A qué abismos nos íbamos arrastrando y qué triste porvenir
nos aguardaba? Mas, he aquí, señores, que una calamidad terrible nos viene
a sorprender. Al grito de ¡guerra! se estremece nuestra patria, comprende la
gravedad del peligro, divisa la ola de sangre y fuego que puede ahogar nuestras
ciudades, e irresistiblemente la fe de su corazón se despierta y cayendo de
rodillas clama al cielo: “¡Salva nos Domine, perimus!” “Sálvanos, Señor, que pe-
recemos”. Basta un solo instante, y el error y la impiedad huyen despavoridos,
avergonzados de su impotencia para aliviar al hombre en sus desgracias, y la
Religión y la Fe extienden su manto de oro para cubrir de nuevo a su pueblo
y señalarle con sus manos el cielo, de donde nos viene la esperanza.
“Los contratiempos de la vida son alas con que volamos hacia lo alto”,
dice San Cipriano. Por esto las almas más heladas hoy se vuelven hacia Dios;
no hay un solo corazón que no se sienta precisado a orar, y la Iglesia, el sa-
cerdote, el Templo y el altar forman hoy nuestro consuelo y alientan nuestra
confianza. Hoy ya todos los chilenos saben que no de los antros tenebrosos
de las logias nos vendrá la salvación; que ella, sí, nos bajará del cielo, por las
manos de María; Hoy todo Chile sabe que mentían los enemigos de la iglesia,
diciendo que ella debilita y afemina los corazones. Ella, purificando el patrio-
tismo, impone al ciudadano la consigna del Macabeo: “Debes morir antes que
ver la deshonra de tu patria”. Ella bendice nuestras armas, resguarda al acerado
pecho del guerrero con talismán precioso, pide diariamente en el tremendo
sacrificio nuestro triunfo, y mañana sabréis que el sacerdote y el soldado han
caído en combate, envueltos en una misma bandera…
¡Oh, Fe cristiana, oh, Fe divina, mensajera de los cielos, mi corazón de
sacerdote y de chileno te saluda. Recibe a Chile de nuevo en tus brazos, des-
troza para siempre el monstruo de la impiedad que le engañaba, toma en tus
manos el timón y conduce a Chile por el camino de la gloria!
V
A impulsos de este sentimiento religioso, señores, el pueblo entero, al iniciarse
nuestra contienda, ha corrido al templo, a depositar al seno de María, sus
temores y a buscar en su regazo la esperanza. Durante nueve días de plegaria
y de oración nos habéis edificado por la indulgencia con que habéis oído al
sacerdote y el recogimiento que habéis guardado en nuestro templo. Una
lucha que iniciamos con el Miserere del perdón, no puede terminar sino con
el Te Deum de la acción de gracias.
Mas, estos días ya han corrido y nuestro corazón se resiste a desprender-
se de esa imagen querida del Carmelo… ¡Nos consolaba tanto vernos todos
reunidos, bajo las bóvedas del templo! Pero forzoso es que partamos. Sí, ya
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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NOS DON JOAQUÍN LARRAÍN GANDARILLAS, POR LA GRACIA
DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA,
OBISPO DE MARTYRÓPOLIS IN PATIBUS IN FIDELIUM
Y VICARIO CAPITULAR DE LA ARQUIDIÓCESIS
DE SANTIAGO, EN SEDE VACANTE, ETC.*
145
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
para Él que haya poca o que haya mucha gente’. (Macab. Lib. II, cap. 3).
Exhortándolos a la confianza en Dios y al amor de la patria, invocaban al
Señor y se lanzaron a la pelea; y un puñado de valientes derrotaba a grandes
ejércitos.
Unámonos todos los chilenos, en las graves circunstancias en que se
encuentra nuestra patria querida, a fin de obtener, por medio de humilde y
fervorosa oración, que Dios proteja la justicia de nuestra causa. Imploremos
con filial confianza la protección de Jesucristo, Salvador y Soberano del mundo,
que tiene en sus manos el destino de las naciones, para que mire con piedad
la nuestra, que tanto reverencia su santo nombre y tan religiosamente adora
a su divino corazón. Pongamos por intercesora a Nuestra Señora, la Santísima
Virgen María, y roguémosle que con sus benditas manos ofrezca al cielo la
oración de este pueblo, que tan de corazón la ama y procura glorificarla y
servirla.
Mas como los males temporales suele mandarlos o permitirlos la divina
Justicia en castigo de los pecados, que detienen por otra parte y alejan de
los hombres los dones de la divina Misericordia, procuremos arrepentirnos
y purifiquémonos con la penitencia, y de esta suerte ofreceremos con cora-
zones limpios nuestras plegarias al Señor y a su madre Inmaculada. Pero en
las calamidades públicas, acostumbra la Iglesia invitar a sus hijos a que oren
unidos ante los sagrados altares, y así conviene que lo hagan el clero y fieles
de la arquidiócesis durante la presente guerra.
Con este fin ordenamos lo siguiente:
1.º Durante nueve días se hará en la Iglesia Metropolitana, en las parro-
quias y en las demás iglesias sujetas a la jurisdicción diocesana una rogativa
para obtener la protección divina a favor de Chile en la presente guerra,
para que haga cesar cuanto antes los males que ocasiona, para que ilumine a
nuestros gobernantes, para que espiritual y corporalmente proteja a nuestro
ejército y a nuestra armada, para que estreche íntimamente a todos los chilenos
con los dulces lazos del amor a la religión y del amor a la patria. La rogativa
comenzará el Domingo trece del actual, en que celebra la Iglesia la gloriosa
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.
Durante el novenario de la rogativa, después de la misa conventual, se
cantarán o rezarán en latín las letanías del Santísimo Nombre de Jesús con
las dos oraciones que las siguen; aprovechando para ello la concesión que se
ha hecho a este Arzobispado por rescripto de la Sagrada Congregación de
Ritos del 8 de enero del presente año.
Por la tarde o la noche se hará un piadoso ejercicio para obtener lo que
deseamos por la intercesión de Nuestra Señora del Carmen, patrona de los
ejércitos de la república. Formarán parte de la piadosa distribución el rezo de
una tercera parte del Rosario, el rezo o canto de las Letanías Lauretanas de la
Santísima Virgen, y algún devocionario en su honor. Puede hacerse exposición
146
Documentos Oratoria sagrada
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CARTA PASTORAL DEL ILMO. SR. OBISPO DE LA CONCEPCIÓN
NOS JOSÉ HIPÓLITO SALAS, POR LA GRACIA DE DIOS Y LA
SANTA SEDE APOSTÓLICA OBISPO DE LA CONCEPCIÓN, ETC.–
AL CLERO Y FIELES DE LA DIÓCESIS, SALUD EN NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO*
I
Ha sonado ya para nuestra patria, queridos hermanos, la hora de durísima
prueba, ha llegado el tiempo de la guerra, tempus belli, y sangre chilena corre
a estas horas en tierra extraña. Calama es el primer teatro del sangriento
drama que se representa entre tres repúblicas, Chile, el Perú y Bolivia, ayer
hermanas y hoy divididas por la tremenda ley de la guerra. Chile ha resuelto
sostener por las ramas su buen derecho y, con fe en Dios y en la justicia de su
causa, entrega al patriotismo, a la lealtad y a la varonil entereza de sus hijos
la defensa de sus intereses, su honor, porvenir y dignidad.
Y en presencia de los hechos que revelan este estado de cosas para nues-
tro país, los chilenos todos tienen austeros deberes que cumplir y grandes
y hasta heroicas virtudes que practicar. La patria en peligro por una guerra
que desde luego se ve con proporciones colosales, tiene derecho a pedir el
concurso activo y eficaz de sus hijos para salvar con sus intereses vitales el lugar
distinguido que ha sabido conquistarse entre los pueblos cultos. Recordaros
esos deberes y excitaros a la práctica de esas virtudes es un deber de nuestro
ministerio, queridos hermanos, y venimos hoy a cumplirlo con la íntima con-
vicción de que, como siempre, recibiréis nuestras enseñanzas como las del
Pastor de vuestras almas.
Pero antes, déjanos decir en la sencillez de nuestro corazón cómo consi-
deramos la guerra y cómo miramos el carácter, la misión y las cualidades del
soldado y del guerrero que figuran en ella. El cuadro es digno de profundas
meditaciones de todo hombre de corazón y de fe.
148
Documentos Oratoria sagrada
II
La guerra no es sólo el arte de talar y destruir, no es sólo la fuente de dolores,
de lágrimas y de sangre; no lleva sólo en su seno el saco, la devastación y la
muerte, sino que también por inescrutables designios de la Providencia, de
esta que con razón se llama calamidad para los pueblos, puede surgir para
ellos luz, verdad y virtud, y de consiguiente regeneración moral, política y
social. La guerra eleva o abate a las naciones, según sea el grado de mora-
lidad o corrupción en que se hallan colocadas y por la guerra en no pocas
ocasiones los pueblos abandonados al sensualismo de los goces materiales, y
enervados por esta causa, despiertan de su sueño de muerte, se rejuvenecen
y regeneran, se hacen sobrios y frugales, económicos y abnegados. El supre-
mo dominador de reinos y de Reyes, de Repúblicas y de Príncipes, que en la
lengua de nuestra sagrada liturgia hiere para sanar y perdona para conservar,
percutiendo sanas et ignoscendo conservas, se vale de este medio, usa de cuando
en cuando este tremendo resorte para corregir, curar y sanar a naciones y
familias, a individuos y a Gobiernos. Esto dice la historia y lo confirma la
experiencia de todas las edades.
“La ley terrible de la guerra, ha dicho un gran filósofo, es un capítulo de
la ley general que rige al universo. En el vasto dominio de la naturaleza reina
la violencia, y desde que se sale del reino insensible, se encuentra la muerte
violenta escrita sobre la fachada misma de la vida. Los seres animados se
destruyen recíprocamente y por todas partes se ve seres vivientes devorados
por otros seres. Y a la cabeza de estas razas numerosas de animales que se
devoran, se halla colocado el hombre, cuya mano destructora nada respeta de
cuanto vive; mata para nutrirse, mata para vestirse, mata para adornarse, mata
para atacar, mata para defenderse, mata para instruirse, mata para divertirse
y mata a veces por matar”.
¿Qué extraño es entonces que de este instinto, de esta ley, si se quiere,
universal para todo el linaje humano, venga también el otro instinto y la otra
terrible ley de la guerra? Parece en ocasiones “que la tierra estuviera sedienta
de sangre, y no se contentara con la derramada por la espada de la ley, dice
el mismo escritor; pues cuando la guerra se enciende, el hombre arrebatado
por un furor sobrenatural, ajeno del odio y de la cólera, porque ha nacido
para amar, marcha intrépidamente a la batalla a dar o recibir la muerte y nada
puede resistir a la fuerza que le arrastra a los combates”. ¡Enigma terrible,
profundo misterio que se encierra en las entrañas de la humanidad!
Por esto no ha faltado quien mirase en la guerra “consecuencias de
un orden sobrenatural, tanto generales como particulares, que son poco
conocidas porque son poco investigadas; pero que no por ello son menos
incontestables”.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
“¿Quién podrá dudar que la muerte que se recibe en los combates se tiene
por la muerte más gloriosa? ¿Y quién podrá creer que las víctimas de estas
luchas espantosas hayan derramado inútilmente su sangre?”.
“La guerra tiene, además, cierto atractivo inexplicable que arrastra a los
hombres a ella y sus resultados ordinariamente escapan absolutamente de las
previsiones humanas. Hay guerras que envilecen a las naciones y las envilecen
para siglos; otras las perfeccionan de todos modos, y, lo que es más extraor-
dinario, reemplazan bien pronto las pérdidas momentáneas con aumentos
visibles, de riquezas y población. La historia nos ofrece muchas veces el espec-
táculo de poblaciones ricas tomando incremento en medio de los combates
más sangrientos”. Y es esto lo que debe esperarse en las guerras emprendidas
para sostener los santos fueros del derecho y de la justicia y para conservar
incólumes las santas leyes del honor y de la dignidad de los pueblos.
Pero “hay guerras viciosas, guerras de maldición, que reconoce la con-
ciencia mejor que el raciocinio, y las naciones que las hacen reciben heridas
mortales en su poder y en su carácter. Entonces se ve al vencedor degradado,
y gimiendo bajo el peso de los laureles; mientras que en las tierras del ven-
cido no encontraréis al cabo de algún tiempo un solo taller o un arado que
indique la falta del hombre”.
Este merecido castigo que el cielo impone a los agresores injustos, lo
esperamos, no caerá sobre Chile que no ha provocado guerras injustas y de
maldición. La mano vengadora del Señor imprime siempre el padrón de
ignominia en las frentes culpables por la violación de la fe prometida en los
pactos, o por el engaño y la perfidia en las relaciones sociales. Y gracias a
Dios, nuestra Patria no se halla manchada con el oprobio de estos atentados
contra el derecho de gentes.
Mas, sea lo que fuere, hermanos nuestros, de la exactitud de esas obser-
vaciones, que tomamos de un gran pensador del presente siglo, la verdad es
que no sin misterio y sin alguna razón profundísima nuestros libros santos,
divinamente inspirados, en muchos lugares dan a Dios el título de El Dios de
los Ejércitos, y lo cierto es que la guerra con todos sus horrores y no embar-
gante el bellorum nequitia, (malicia de las guerras) de que nos habla nuestra
sagrada liturgia, da ocasión a la práctica de esclarecidas virtudes, despierta el
sentimiento religioso, destierra la indolencia de los corazones helados por la
incredulidad, o el egoísmo, inspira nobles y generosas resoluciones, levanta los
caracteres abatidos por la molicie y el sensualismo, y sobre todo, hace elevar
los ojos al cielo e invocar con fe la protección de Aquel que tiene en sus manos
el corazón de los hombres y la suerte de los pueblos. En las supremas horas
de angustia y de peligro las naciones cristianas, como los individuos, doblan
la rodilla ante el Rey de los Reyes y Señor de los Señores, ante Jesucristo, Rey
inmortal de los siglos; y esto lejos de amenguar el valor, de enervar el brío y
la entereza, y do cortar las alas al genio, los realza, enaltece y perfecciona.
150
Documentos Oratoria sagrada
III
Y en verdad que para esperarlo tenemos sobrada razón: pocos corazones hay
más bien dispuestos para las grandes y heroicas virtudes como los corazones
de los soldados cristianos. El cristianismo es una milicia, una constante gim-
nástica de pruebas y de valor: el cristiano es un soldado de Cristo, milis Christi
Jesu, que no depone sus armas sino con el último suspiro que arranca de su
pecho el último combate de la vida. La abnegación, el valor, el espíritu de
sacrificio, la fortaleza, la constancia, la resignación, el trabajo, y sobre todo,
la obediencia al deber, y la obediencia hasta la muerte, como la del Maestro
celestial, ved aquí al cristiano en las luchas del tiempo para conquistar coronas
en la eternidad.
¿Y es por ventura otra cosa el soldado en sus tiendas de campaña, en el
vivas de un ejército o en el campo de batalla? ¿Hay obediencia como la suya
al frente del enemigo? ¿Hay grandeza de alma, abnegación y energía como
la suya para cumplir austeros deberes con peligro de la vida, y a veces con el
voluntario y heroico sacrificio de la misma en las aras del deber y del honor?
¿Quién como el soldado prodiga su sangre y da su vida por el amor de su
patria y de sus hermanos? Y un labio divino ha dicho: “no hay mayor caridad
que dar uno la vida por sus hermanos”.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Además, y sin duda por estas consideraciones, “uno de los fenómenos más
dignos de atención, dice José de Maistre, es que la profesión de la guerra lejos
de degradar al hombre, lejos de imprimir el carácter de ferocidad al que la
ejerce, tiende por el contrario a suavizarlo y perfeccionarlo. El hombre más
honrado es por lo común el más honrado militar. En el comercio de la vida,
los militares suelen ser más amables, más accesibles, y me han parecido más
serviciales y atentos que el resto de los hombres. En medio de las tempestades
políticas se manifiestan generalmente defensores intrépidos de las máximas
tutelares del orden social. La religión entre ellos se une fuertemente con el
honor, y en el caso mismo en que la ofenden gravemente, no le rehusarían su
espada, si de ella tuviere necesidad”.– (Veladas de San Petersburgo.)
“Se habla mucho de la licencia de los campamentos, continúa el mismo autor,
y es muy grande sin duda, pero el soldado no encuentra los vicios allí, sino
que los suele llevar. Un pueblo moral y austero suministra siempre excelentes
soldados, que solamente son terribles en el campo de batalla. La virtud y la
misma piedad se saben aliar con el ardimiento militar y exaltan al guerrero
en lugar de enervarlo… El estado militar se conforma tanto con la moralidad
del hombre que no entibia las dulces virtudes que parecen tan opuestas a la
profesión de las armas. Los caracteres más pacíficos aman la guerra, la desean y
la hacen con pasión. A la primera señal, el joven amable, acostumbrado desde
niño a mirar con horror la violencia y la efusión de la sangre, abandona el
hogar de sus padres y corre con las armas en la mano a buscar en el campo
de batalla al que llama su enemigo.
“Y ni por esto, el espectáculo de la guerra endurece el corazón del verda-
dero militar; en medio de la sangre que vierte puede ser tan humano, cuanto
puede ser casta la esposa fiel en medio de los transportes del amor. Desde
que vuelve la espada a la vaina, recobra sus derechos la santa humanidad y los
sentimientos más exaltados y generosos se encuentran entre los militares”.
A causa de esto, la diestra pluma del elocuentísimo Marqués de Valdegamas,
Juan Donoso Cortés, trazaba en uno de sus más admirables discursos, el para-
lelo entre el soldado y el sacerdote, que vamos a reproducir con placer.
“No sé señores, decía este rey de la elocuencia parlamentaria, en enero
de 1850, no sé señores, si habrá llamado vuestra atención como ha llamado
la mía, la semejanza, casi la identidad entre las dos personas que parecen
más distintas y más contrarias; la semejanza entre el sacerdote y el soldado:
ni el uno ni el otro viven para su familia: para el uno y para el otro en el sa-
crificio, en la abnegación está la gloria. El encargo del soldado es velar por la
independencia de la sociedad civil. El encargo del sacerdote es velar por la
independencia de la sociedad religiosa. El deber del sacerdote es morir, dar
la vida como el buen pastor por sus ovejas. El deber del soldado, como buen
152
Documentos Oratoria sagrada
153
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
IV
Como quiera, carísimos hermanos, la guerra es una calamidad y hay que
aceptar sus azares y consecuencias, y por lo mismo con más fervor y más
frecuencia que nunca debemos elevar al Padre de las misericordias y señor
de todo consuelo humildes, constantes y fervientes plegarias para que cubra
con su protección a los jefes y soldados del ejército chileno, y con el espíritu
marcial y las virtudes guerreras les conceda en toda su plenitud el espíritu
cristiano y las virtudes evangélicas. Así, creyentes prácticos en el hogar, en el
cuartel y en el campamento, se batirán como leones en la hora de las batallas;
que a jefes y soldados conceda el Señor espíritu de confianza y de fe y a todos
dé por divisa el lema del ejército republicano del ínclito Judas Macabeo, vivere
aut mori fortiter, vivir o morir con valor, que también era el lema del primero
y más grande de nuestros capitanes en la guerra de la independencia: vivir
con honor o morir con gloria.
El militar cristiano es en cierta manera un hombre de Dios que debe
pedir al cielo sus inspiraciones y decir al Señor con David, poeta inspirado y
guerrero insigne del pueblo escogido:
“Tú eres, oh Dios mío, el que fortaleciste mis brazos y adiestraste mis
manos para la pelea”.
“Perseguiré a mis enemigos y los alcanzaré, y no volveré atrás hasta que
queden enteramente deshechos”.
“Los destrozaré y no podrán resistir: caerán debajo de mis pies”.
“Porque tú me revestiste de valor para el combate y derribaste a mis pies
a los que contra mí se alzaban”.
“Hiciste volver las espaldas a mis enemigos delante de mí y desbarataste
a los que me odiaban”. Ps. 17.
He aquí, carísimos hermanos, el lenguaje de la fe en los labios del sol-
dado que de ella recibe sus inspiraciones y su denuedo en los momentos de
combate, y por esto antes o después de haber alcanzado la victoria repite con
aquel valiente entre los valientes de los ejércitos del Señor:
“Bendito sea el Señor Dios mío, que adiestra mis manos para la pelea y
mis dedos para manejar armas.
“Él es el asilo mío, mi amparo y el protector mío en quien tengo mi es-
peranza”.– Ps. 143.
El soldado cristiano que aprende en esta escuela la ciencia de su noble
profesión, no se intimida en los peligros, no se abate en los reveses , ni se engríe
en las victorias. Igual consigo mismo, soporta sin murmurar el duro trabajo
y las fatigas de la carrera militar, y cuando suena la hora de los combates, y
se halla al frente del ejército enemigo, no cuenta el número de sus legiones,
ni confía sólo en la fuerza de su brazo; eleva sus ojos al cielo, invoca a Dios,
y se lanza y cae sobre las huestes enemigas como el rugiente león sobre su
154
Documentos Oratoria sagrada
presa. Él sabe muy bien que cuando se pelea por el derecho y la justicia, por
la patria y sus instituciones y “cuando el Dios del Cielo quiere dar la victoria;
lo mismo tiene para Él que haya poca o mucha gente porque el triunfo no
depende en los combates de la multitud de las tropas, sino del Cielo que es
de donde dimana toda fortaleza”.– 1.º Macab. S. 18 y 19.
Pidamos pues, hermanos queridos, este espíritu de fe y de confianza re-
ligiosa para todo el ejército chileno y los valientes jefes que lo dirigen en el
actual conflicto con las repúblicas del Perú y Bolivia: que no tengan miedo
a sus enemigos para que los venzan y después de la victoria vuelvan a sus ho-
gares a gozar tranquilos con la protección divina los frutos de la dulce paz ut
hostium sublata formidine, tempora sint tua protectione tranquilla.
Sí, hermanos queridos, “oremos con todas nuestras fuerzas para que
Dios aparte de nosotros y de nuestros amigos el miedo, que tiene sujeto a sus
órdenes, y que puede destruir en un momento las mejores combinaciones
militares; (De Maistre.) “Las batallas se pierden, decía un ilustre general
creyéndolas perder”.
Y buena cosa es, y muy agradable a los ojos de Dios, salvador nuestro
que hagamos súplicas y oremos también por todos los que están constituidos
en altos puestos, por los que dirigen los destinos de nuestra patria a fin de
que el Dios de bondad los ilumine y les dé el don de consejo, de sabiduría y
de prudencia, de piedad, de rectitud y de justicia en el manejo de todos los
negocios públicos y en la dirección de la guerra. Pidamos a Dios que gober-
nantes y gobernados no tengan más que un solo corazón y una sola alma en la
defensa de la patria común. Sembrar la división y la discordia, sea por abusos
de autoridad, sea por espíritu de partido, o sea por sistemática oposición al
poder, siempre ha sido, y hoy más que nunca lo es, obra satánica y maldita
por Dios.
Aprovechar todas las fuerzas vivas del país, agruparlas, disciplinarlas y
dirigirlas a un objeto común, elegir los hombres de inteligencia, de probidad,
de fe y de valor, donde quiera que se hallen, para que ocupen el puesto que
deben ocupar en el presente conflicto; elevarse sobre la turbia atmósfera de
las pasiones políticas y de las exigencias del círculo para dominar las circuns-
tancias y colocar muy alto el pabellón de la república, ved aquí la obra de los
que mandan, y secundar estos nobles, elevados y patrióticos propósitos con
espíritu de sacrificio, de abnegación, de desinterés, y de santo y ardoroso
entusiasmo cristiano, es la obra de los que obedecen.
Santos deseos, rectos consejos, obras de justicia, sancta desideria, recta
concilia, justa opera son preciosos dones del altísimo Dios. Santos deseos para
el bien y felicidad de la patria, rectos consejos para el acierto en las medidas
que se adopten en su dirección y defensa, y obras de justicia, igual para todos,
sin excepción de personas, sin odios ni rivalidades, he aquí el milagro que,
con la unión de los hijos de Chile, hemos de pedir, queridos hermanos, al
155
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
V
Pero en esta santa tarea no nos olvidemos de nosotros mismos. La guerra
es un azote del cielo provocado a veces por los pecados de los hombres. En
nuestro país eminentemente católico y moral, de algunos años a esta parte,
la impiedad de propios y extraños, en reducido número por fortuna, se ha
ostentado cínica y altanera; se ha blasfemado de Dios y de su Cristo, se ha
insultado a la iglesia y sus ministros, se ha despreciado u olvidado la moral de
Evangelio y ha cundido como gangrena la indiferencia y el amor desordenado
a los goces materiales; un lujo desmedido ha invadido casi todas las clases de
nuestra sociedad y la molicie, junto con la relajación de costumbres, el olvido
de los deberes religiosos y la disminución de la piedad de otros tiempos han
sido la consecuencia de tales antecedentes. Las calamidades de la guerra, si
las sabemos aprovechar, pueden ser un remedio para estas enfermedades
sociales, y esto es lo que pide a Dios la santa Iglesia Católica en su inspirada
liturgia; ad remedia correctionis utamur.
156
Documentos Oratoria sagrada
Hemos, pues, pecado y debemos confesarlo a gritos para que Dios tenga
piedad y misericordia de nosotros y perdone a su pueblo, lo rehabilite y lo
salve. Siempre que la nación escogida olvidaba el pacto y la antigua alianza
con su Dios y señor, Dios irritado la entregaba al filo de la espada de sus
enemigos y la sometía a vergonzosa y humillante servidumbre; pero, apenas
ese pueblo de grandes promesas y de altísimos destinos se humillaba, vestía
el saco y, cubriendo su cabeza con polvo y ceniza, decía en la amargura de
su arrepentimiento y dolor peccavimus, hemos pecado, el Dios de sus padres
Abraham, Isaac y Jacob, lo perdonaba, las victorias sonreían a sus ejércitos y
sus enemigos eran disipados como la arista que el viento se lleva.
Y también nosotros, hermanos queridos, volvámonos así a nuestro Señor;
hagamos santas obras de penitencia, y la plegaria que arranque de los corazo-
nes penitentes y lavados con la sangre de Cristo será indudablemente eficaz
en la presencia de Dios.
Y no sólo la oración por sí y por otros es la que manda la religión y pide
la patria a sus hijos en esta ocasión sobre modo grave y solemne. La acción,
las obras, que dan el más elocuente testimonio del amor, son las que tiene
derecho a exigir el santo amor de la religión y la patria.
Cada cual, en su esfera de actividad, en la medida de lo posible, debe
acreditar el amor a su patria no con palabras que el viento se lleva sino en
obras y con verdad. El amor que rehúsa la acción, las obras, por el objeto que
ama no es verdadero amor: amor qui renuit operari non ese verus amor.
Al hombre piden la religión y la patria la fuerza de su brazo, el poder de
su inteligencia, su fortuna y corazón; que los den sin reserva según sus posi-
bilidades, y que todos se preparen con moral austera, prudente economía y
levantado pecho para las eventualidades del porvenir.
A la mujer piden la religión y la patria, la sensibilidad exquisita, la ternura
de su corazón para convertirlas en provechosa labor para nuestros hermanos
que soportan las fatigas y los peligros de la vida militar. Que siquiera durante
la guerra actual haya un paréntesis al lujo en los vestidos y menajes domésticos;
y si una parte de este ahorro lo aplicasen nuestras jóvenes y matronas a las
necesidades del ejército, sería un subsidio importantísimo, que llevaría a sus
corazones no los placeres frívolos del lujo y de la vanidad, sino las satisfacciones
purísimas del deber santamente cumplido con generoso desprendimiento.
¡Qué grande es la matrona, qué bella y simpática es la poderosa virgen
cristiana ocupada como la mujer fuerte de la Escritura, en el trabajo manual
para el socorro de sus hermanos! ¡Qué precioso ejemplo el de la modestia y la
sencillez al lado de las bellezas físicas y morales! ¡Qué edificante espectáculo
ver en la máquina de coser, o con la aguja o la tijera en la mano a la joven
cristiana haciendo o cortando vestidos para el soldado! La religión no puede
dejar de bendecir estas obras y la patria agradecida las mandará inscribir en
sus monumentos y contar en sus anales.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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Documentos Oratoria sagrada
JOSÉ HIPÓLITO,
Obispo de la Concepción.
Por mandato de S. S. Ilma.– Delfín el Valle, Secretario”.
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PASTORAL DEL ILUSTRÍSIMO OBISPO DE LA DIÓCESIS
D. FR. J. FRANCISCO DE PAULA SOLAR, POR LA GRACIA
DE DIOS Y DE LA SANTA SEDE APOSTÓLICA,
OBISPO DE S. CARLOS DE ANCUD*
I
Aún no se habían cicatrizado en el ánimo de los habitantes de esta ciudad
Episcopal las hondas heridas producidas por el último incendio, cuando
vino a reagravar nuestro pesar la desastrosa guerra a que ha sido arrastrada
nuestra república por el Perú y Bolivia, cuyos gobiernos olvidando los víncu-
los de sincera fraternidad que les impone nuestro común origen, religión,
costumbres y conveniencias recíprocas, han colocado al Supremo Gobierno
de Chile en el doloroso, pero inevitable deber de dictar medidas prontas,
activas y eficaces que, al mismo tiempo de sostener a la altura de nación
soberana e independiente nuestra honra y nuestra dignidad mantengan in-
cólumes nuestros legítimos intereses agredidos audazmente. Ya concebiréis,
carísimos Diocesanos, que para llevar a cabo tan ardua y penosa empresa,
el Supremo Gobierno de los Chilenos, y en la poderosa y eficaz protección
del Señor, dispensada siempre con liberalidad a los que se empeñan en la
defensa de una causa justa y legitima, como es la nuestra.
Muy lejos estamos de poner en duda que el fuego sagrado de amor
a la patria deje de atender en el pecho de mis amados Diocesanos, en su
calidad de ciudadanos Chilenos. Sin embargo de esto, como pastor de esta
apartada Diócesis y miembro de la gran familia chilena, debo dirigiros
en esta vez mi palabra, autorizada por tan noble causa, para robustecer
vuestro patriótico espíritu, según la doctrina del Evangelio: de suerte que
vuestros heroicos esfuerzos sean eficaces y fecundos en resultados para
nuestra amada patria.
160
Documentos Oratoria sagrada
II
Todo el que se ajuste concienzudamente al dictamen de la razón y del buen
sentido común, no puede desear la guerra para ninguna nación y menos para
su patria; porque aquella, en concepto de los filósofos, es una de las mayores
desgracias de la humanidad y en el de la teología y revelación un azote con
que Dios amenaza a los pueblos por sus infidelidades. Al paso que el estado de
paz es el elemento constitutivo de la ventura y prosperidad de las naciones, de
los pueblos y de los individuos. Por eso la santa iglesia inspirada en la doctrina
de nuestro Divino Salvador, encamina sus miras a que reine entre sus hijos el
don precioso de la paz; y las naciones y los pueblos que profesan sinceramente
el cristianismo sin la mezcla de una falsa política ciñéndose a estos principios
que, según Montesquieu, han creado cierto derecho de gentes, sólo apelan
al ejercicio del derecho de la fuerza, que constituye el estado de guerra, en
los casos de agresiones contra la honra y soberanía, contra su libertad, su te-
rritorio y demás intereses vulnerados y no satisfechos, procediendo la nación
agredida en todos sus actos con la mayor prudencia y circunspección, así en
pesar los motivos que hacen ineludible la declaración de guerra, como en
excogitar los medios de llevarla a su feliz término. Esto demuestra, carísimos
diocesanos, que si el cristianismo recomienda la paz como un don traído del
cielo a los hombres, también permite la guerra defensiva, que es la única justa
y legítima, y la que por su naturaleza está llamada a conservar en toda su fuerza
y vigor los derechos que conciernen a las naciones y a restablecer, en caso de
una invasión, el buen orden y la armonía recíproca. El mismo Dios que era
el jefe Supremo de la nación Judía reglamentó las guerras justas que debían
sostener con sus enemigos y las depuró de las atrocidades que cometen hasta
el día las naciones bárbaras; y ningún pueblo hubo, según Diodoro de Sicilia,
que sobre este punto, tuviera leyes más suaves y moderadas.
III
Fundados en los motivos que ha expresado el Supremo Gobierno, decimos,
carísimos Diocesanos, que es justa y legítima por parte de Chile la guerra
declarada a los gobiernos del Perú y Bolivia. Y, que halla enumerada, por consi-
guiente, entre las defensivas que permite el cristianismo, sin que sean necesario
repetir aquí esos motivos, por hallarse consignados con claridad y distinción
en los boletines oficiales y en los diarios que todos han visto. Basta decir que
ellos han merecido el aplauso general del país, según era de esperarlo, y han
tranquilizado a los ministros de las potencias extranjeras, con quienes Chile
ha cultivado constantemente relaciones pacíficas y cordiales.
161
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
IV
De la justicia y legitimidad atribuida a Chile, en estricto derecho, en esta con-
tienda, fluye naturalmente la conclusión que, empeñado en ella el supremo
gobierno, ha tenido sobrada razón a esperar el concurso activo y eficaz de
todos los chilenos. Así lo ha comprendido el país, y por esto hemos visto con
la mayor alegría de nuestro ánimo, que todo ciudadano, desde el desierto de
Atacama hasta el Cabo de Hornos, al primer grito de “guerra” anunciado por
los diarios, se ha puesto de pie, y se prepara a intervenir en ella del modo más
eficaz. No puede calcularse a punto de desarrollo ni duración; pero, a juzgar
por la arrogancia improvisada del Perú y Bolivia, emanada de su coalición
y su designio premeditado de humillar la cerviz de Chile, será terrible a los
beligerantes. Cumple ahora a todos vosotros, carísimos Diocesanos, llenar
con prontitud el deber sagrado que os impone la patria amenazada por sus
enemigos, volando a su defensa en alas de vuestro acendrado patriotismo.
Llegada es la época en que todo ciudadano capaz de tomar las armas, acuda
presuroso al son de la trompeta, y, cual militar esforzado. Ocupe el puesto
que se le asigne. Nadie sin incurrir en la nota de cobarde o de traidor a la
patria, no hallándose legítimamente impedido, puede excusarse de prestar
sus servicios con denuedo y perseverancia. En general, todos, sin distinción
de edad, clase, condición, estado, sexo y profesión, han de cooperar con su
contingente de ilustración, pericia, influencia, fortuna o intereses a la defensa
de su patria agredida, funcionando cada cual en la esfera de sus atribucio-
nes, y en proporción a sus aptitudes, y según la necesidad y circunstancias lo
requieran.
Si no todo ciudadano se encuentra hábil para tomar las armas y enro-
larse en las filas de nuestros bravos militares, ninguno sin embargo ha de
162
Documentos Oratoria sagrada
considerarse incapaz; ya sea como los Párrocos, avivando entre sus feligreses el
fuego sagrado de amor a la patria, e inculcándoles los altos deberes que pesan
sobre ellos, lo mismo que los sabios respecto de los ignorantes, y los padres
respecto de sus hijos, los ricos, cercenando de sus gastos superfluos alguna
parte, y aún los pobres en cuanto lo permitan sus cortos haberes depositando
todas sus erogaciones espontáneas en manos de las comisiones, destinadas a
colectar fondos para la guerra. Ora las dignas señoras pueden dedicarse con
provecho a confeccionar los vestuarios que fuere preciso al equipo de las
tropas, y a preparar los útiles necesarios y convenientes a la curación de los
heridos, ora la tierna juventud, celebrando los triunfos de nuestros héroes
con las producciones de su ingenio, bajo la dirección de sus hábiles maestros,
y destinando su producto al remedio de las necesidades más apremiantes. En
fin todas estas clases de nuestra sociedad y otras que individualizamos, han
de cooperar al sostenimiento y al feliz término de esta guerra, en que se halla
comprometido seriamente el honor, los intereses y el porvenir venturoso de
nuestra amada patria.
Tal es la senda inspirada por la religión y el sentido común, y legada
para esplendor de nuestro nombre por los próceres de nuestra gloriosa
Independencia. El recuerdo de sus victorias no lejanas, debidas a su fe firme
y vigorosa y a su ardiente patriotismo. Ha sido siempre para todo ciudadano
Chileno un fuerte estímulo que le hace arrostrar con serenidad imperturbable
todo género de sacrificios, incluso el de su propia vida.
Toda vez que son reclamados en obsequio de su patria. Así es, carísimos
Diocesanos, cómo el ciudadano chileno ha ornado siempre su frente con los
laureles del triunfo, y la patria agradecida consigna sus nombres en la historia
con una página de oro a fuera del galardón eterno que les aguarda. Y aquí
es donde debo encomiar a ese valiente y abnegado ejército de mar y tierra, a
quien ha cabido la suerte de presentarse primero que vosotros al frente del
campo enemigo, que ha principiado la campaña con un valor y entusiasmo
insuperables, y que aguarda con ansia el momento decisivo de nuestra suerte.
Ellos son y deben ser un objeto muy caro a nuestro corazón, y no dudo que
de ellos ha de poder hacerse un día el cumplido elogio que el historiador
sagrado formó en otro tiempo de la estirpe santa de los Macabeos, por haberse
mostrado resueltos a morir por su patria y por sus leyes. Constantes effecti sunt,
et pro legibus, et patria mori, parati.– Mach. 2 c. 8.º v.21.
Que su noble ejemplo sea imitado por las clases que componen la familia
chilena de estas tres provincias de mi Diócesis de manera que llamados al
servicio activo por las autoridades locales, acudan presurosos a secundar los
esfuerzos heroicos de nuestros compatriotas del norte.
163
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
V
La patria satisfecha de la cooperación unánime y ardorosa de sus hijos, enar-
bola con santo orgullo el pabellón tricolor, símbolo de sus pasados y futuros
triunfos, y sin contar el número de sus enemigos se lanzan a la lid majestuosa
y brillante. Siendo también piadosa por excelencia, enarbola al mismo tiempo
el estandarte de su fe religiosa, como que es su timbre más glorioso y su más
firme escudo de defensa en sus necesidades y peligros. Las naciones cristianas
que, como la nuestra, no se han contaminado aún con ciertos errores de la
época, no miran las calamidades públicas como puro accidentes, sin relación
alguna con los designios del cielo si bien como oportunos avisos que nos
llaman al fiel cumplimiento de nuestros deberes, respecto a él y a nosotros
mismos. Por eso al primer asomo de una gran calamidad, como la guerra,
ordenan negativas públicas, sabiendo que ese Dios que dirige la naturaleza a
su fin, desde el sol hasta la hoja caída del árbol, movido por los ruegos de sus
fieles servidores, o por los gemidos del pecador, puede y quiere, o librar a los
pueblos completamente de ella, o abreviar los días de la prueba, sacándoles
triunfantes de sus enemigos.
Es muy fácil, asegura el historiador sagrado que muchos sean vencidos
por unos pocos; y en la presencia de Dios no hay diferencia entre librarnos
con pocos o muchos, porque la victoria de la guerra no depende de la multi-
tud del ejército, sino de la fortaleza que desciende del cielo. Machab. 3.º 18,
19. ¡Ay de aquella nación que espera únicamente de sus propias fuerzas la
gloria del triunfo! No sería raro ni sorprendente que saliera defraudada en
sus halagüeñas esperanzas. Así vemos que por no haber acudido a él de un
modo conveniente, muchas generaciones de los primitivos tiempos y algunos
de los recientes, unos han desaparecido, como desaparece la hoja seca ante
el violento huracán y otras han decaído de su grandeza y esplendor.
Muy al contrario vemos que sucede cuando los pueblos y sus gobernan-
tes, ofreciendo a Dios en tal conflicto la sinceridad de su amor junto con el
arrepentimiento de sus flaquezas, empeñan su bondad y su misericordia. El
piadoso Josafat orando en el templo de Jerusalén circundado de su pueblo y
de los sacerdotes y Levitas, triunfa, aún sin combatir, da las diversas naciones
que se habían confederado para destruirlos, toma sus cuantiosos despojos, y
rinde en seguida al Señor el justo tributo de su gratitud: los ilustres Macabeos,
con un puñado de valientes, desbaratan en cien combates las numerosas
huestes adunadas contra su patria y sus leyes: el gran Constantino con el
Lábaro, insignia gloriosa de nuestra santa religión, triunfa de la orgullosa
Roma dominada por Majencio: las legiones Romanas a punto ya de sucumbir
en los montes de la bohemia, sacian su ardiente sed y derrotan a los Quados
y Mancomanos socorridos del cielo por la súplica humilde y confiada de la
legión Melitina, compuesta en su totalidad de soldados cristianos. Y si nuestro
164
Documentos Oratoria sagrada
Chile se cuenta hoy entre las naciones libres es por eso cuanto los padres de la
patria pusieron la justicia de su causa, y sus heroicos esfuerzos por sostenerla,
bajo la protección del Señor y de la soberana reina del cielo, cuya poderosa
intercesión se confiesan deudores así ellas como sus descendientes.
Veis, carísimos Diocesanos que la bandera tricolor de Chile enarbolada y
sostenida por sus hijos, continua para nuestra dicha y felicidad, plantada en
el pabellón invencible del Dios de los Ejércitos, y a ese trono inaccesible debe-
mos penetrar, valiéndonos para ello del arma poderosa que puso en nuestras
manos el mismo Dios. Apelemos a la oración común y particular, como lo han
hecho esos hombres de fe, esperanza y caridad. Y con ella empañaremos su
omnipotencia, bondad y clemencia de manera, que descienda sobre nuestro
ejército de mar y tierra el don de fortaleza indispensable para triunfar de los
enemigos, el don de sabiduría y de consejo sobre nuestros dignos gobernantes,
a fin de que todas sus altas deliberaciones tengan el más feliz éxito; y el don
de piedad y de temor de Dios sobre todos los chilenos de suerte que trabajen
con empeño en la santificación de sus almas, y tributen al señor la alabanza,
el honor y la gloria que le debemos por mil títulos, y especial protección.
Orad, carísimo Diocesanos, sin intermisión, y como el piadoso Josafat y su
pueblo, pedid al Señor con toda la efusión de vuestra alma no permita que
esta su heredad sea puesta a merced de los que intentan reducirla al oprobio
y ludibrio de las gentes. Ne des haereditatem tuam in perditionom.
Vuestras oraciones no se volverán inútiles y tendrán la misma eficacia que
las que hacían los Patriarcas y otras almas piadosas, siempre que las dirijáis
adornadas de fe viva, pureza de intención y perseverancia, y, sobre todo, en
nombre de Jesucristo, que tiene por cierto mejores títulos para ser atendido
que todos los justos que han florecido en la antigua y nueva ley, y descansando
además sobre su palabra infalible. Si quid petieritis Patrem etc.– Joan 16,23.
Vosotros, venerables sacerdotes y amados Párrocos que, por vuestro minis-
terio estáis en inmediato contacto con los pueblos encomendados a vuestro
cargo pastoral, explicadles de continuo la necesidad e importancia de orar con
frecuencia en la situación difícil que atravesamos, y los requisitos que han de
acompañar a su ocasión, para que sea acogida favorablemente. Hacedles enten-
der el verdadero amor a la patria, y lo que están obligados a hacer en obsequio
de ella; y al mismo tiempo, que se ejerciten en buenas obras para hacerse dignos
de la divina protección que buscamos rendidos. Sin olvidaros, en fin, de clamar
vosotros, no sólo entre el vestíbulo y el altar, como los sacerdotes de la antigua
ley, sino en el augusto sacrificio que inmoláis diariamente, que es el más grato
a Dios y el más conducente a conseguir las gracias que solicitamos.
Y para que nuestra plegaria, hecha en público y en común, a modo de
una columna de incienso suba condensada por el afecto universal hasta el
seno de Dios, y pueda ser más fácilmente despachada, pasamos a prescribir
las ordenaciones siguientes:
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
J. FRANCISCO DE PAULA,
Obispo de Ancud.
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ALOCUCIÓN RELIGIOSO-PATRIÓTICA DE RAMÓN ÁNGEL JARA
EN LA DESPEDIDA DEL BATALLÓN CHACABUCO*
Soldados de Chacabuco:
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Pues bien, no salgáis del templo, sin haber antes jurado, sobre la empuña-
dura de vuestras armas, que grabaréis en vuestros corazones estas dos palabras:
virtud y abnegación; ¡ellas os llevarán a la victoria!
Dios ha impuesto al hombre el deber sagrado de amar a la patria y de
defenderla, hasta rendir por ella la vida, si es preciso. El guerrero cristiano va,
pues, al combate, obedeciendo a su conciencia y desempeñando el honroso
cargo de ministro de la justicia de Dios. Para cumplir su cometido lo abandona
y lo sacrifica todo. Inmola hasta su propia voluntad para no recorrer más ley
que la de del jefe superior; sabe que el libro de la vida y su valor se inflama
ante la idea de que, si en lid sucumbe, su alma volará a los cielos, porque ha
muerto mártir de su deber y en el puesto en que Dios le ha colocado.
Así se explica cómo la virtud hace invencible al soldado cristiano, cómo le
purifica y le engrandece hasta trocarlo en santo! Así se explica cómo el héroe
que canta Homero se empequeñece y apaga ante la gloria del héroe inmortal
de Tasso. Los triunfos de Agamenón no alcanzan a borrar la disolución de
sus costumbres, en tanto que la fe y la piedad de Godofredo, la forman una
aureola de grandeza que deslumbra.
En ese tipo del militar cristiano aprendieron nuestros viejos guerreros
que no hay soldado más valiente que el más virtuoso soldado. Bien lo sabéis
vosotros: purificando sus conciencias, al pie de los altares, se encendía el he-
roico ardimiento de los bravos de nuestra independencia, y nuestras crónicas
refieren que, más de una vez, se vio al ilustre O’Higgins, a la cabeza de su
tropa, rezar devotamente el rosario para que María protegiera. ¡Ah! Que el
batallón Chacabuco sea inmaculado en sus costumbres, y tened seguro que él
será modelo de disciplina militar y de heroísmo en el combate ¡que la virtud os
guíe y la iglesia y la patria recogerán con respeto vuestros nombres, y nuestras
hazañas serán sublimes lecciones para los hijos de nuestros hijos!
Como del sol brota la luz, así de la virtud nace la abnegación. ‘Si me pre-
guntáis, decía el gran Turena, ¿cuál es el secreto de la victoria? Yo respondo
sin vacilar, que la abnegación de los soldados. La más hábil dirección de un
general de nada sirve si el corazón del soldado no la acepta con entusiasmo
y la realiza sin temor.
A la verdad, si el guerrero no se impone la generosidad del sacrificio,
deja de ser el defensor de la honra de su patria, para trocarse en un esclavo
asalariado: para él será lóbrega prisión el cuartel, despotismo la ordenanza,
crueles tiranos son sus jefes, insoportables las privaciones del campamento, y
por fin, de terrores y zozobras la hora tremenda del combate.
No así el soldado a quien inspira una sublime abnegación: convencido
de su augusta misión su corazón olvida todo amor y sentimiento que pueda
debilitar un tanto al sagrado amor de la patria.
Defendedla; su cuartel es la escuela en que departe su descanso con los
compañeros de la fila; en cada jefe ve un amigo, y su valor suspira el feliz
168
Documentos Oratoria sagrada
instante en que pueda castigar al enemigo, aunque preciso sea caer envuelto
en su bandera. ‘Abnegación soldados –gritaba Napoleón a sus ejércitos en los
campos de Marengo– y os respondo de la victoria!’. Pues bien; que esa hermosa
palabra se grabe en vuestros pechos, valientes del Chacabuco!
Vais a emprender una jornada, donde cada paso que deis marcará una
huella de generosos sacrificios. Comenzáis por abandonar vuestras familias
y continuaréis por sufrir el cansancio, el hambre y el frío hasta concluir por
derramar vuestra sangre y morir así si es necesario; pero, tened abnegación,
y no queráis seguir jamás el camino que el desaliento muestra a los cobardes,
sino fijar siempre la mirada en el templo de la gloria que os aguarda!
¡Virtud y abnegación! Ese es el lema que ha de hacer inmortal nuestra
bandera.
Mas, vuestros momentos son preciosos, y preciso es que partáis llenos de
fe y de ardoroso entusiasmo volad a los campos del honor; pero antes dad
una última mirada a ese cielo purísimo que nos cubre, a esas montañas de
granito, hinchadas de riquezas, a esos ríos que se desatan caudalosos, a esos
bosques en que gorjean nuestras aves, a esos jardines que esmaltan nuestras
flores; mirad nuestras ciudades con sus templos y palacios, mirad nuestros
hogares, medid las riquezas de amor que ellos encierran, y después decidme si
no marcháis dispuestos a sucumbir todos, antes que permitir que tan valiosos
tesoros hubieran de ser la herencia de Perú y Bolivia esos Judas traidores de
mi patria!
¡Ah, sí! Por el Dios de nuestros padres, denodados guerreros, salvad a
Chile, defended nuestra libertad.
Id a reuniros con los valientes soldados que pueblan el desierto; llevadle
nuestra admiración y nuestros recuerdos, y ellos al ver a la flor de nuestra
juventud y a nuestros mejores obreros formando una brillante legión, se
inflamarán aún más en sacro fuego para defender la patria que tales hijos
engendra.
Partid, y recordad, soldados del Chacabuco, que a vosotros toca hacer
este nombre doblemente glorioso en nuestra historia.
Chacabuco ha sido hasta hoy el campo de una gran victoria; mañana será
además el nombre que recuerde una hueste de guerreros invencibles.
Partid, y cuando llegue el día, no distante, en que el sol os sorprenda
armados en batalla, teniendo al frente los ejércitos enemigos y sintáis rodar
nuestros cañones y herir el suelo con sus cascos nuestros corceles y oigáis los
ecos del clarín y los redobles del tambor que os anuncien la hora decisiva
¡ah! evocad entonces los nombres gloriosos de O’Higgins, los Carreras y los
Rodríguez; acordaos del Roble, Chacabuco y Maipo, e invocando al Dios de
los Ejércitos y a María la reina de nuestras armas, lanzaos como leones sobre
los pérfidos enemigos. Romped sus filas, sembrad la muerte, pisotead sus
manchados estandartes, y cuando les hayáis vencido, abridles vuestros brazos,
169
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
170
ORACIÓN FÚNEBRE EN HONOR DE LOS CHILENOS MUERTOS
EN LA JORNADA NAVAL DE IQUIQUE, EL 21 DE MAYO DE 1879,
PRONUNCIADA EN LA CATEDRAL DE SANTIAGO POR EL
P. D. ESTEBAN MUÑOZ DONOSO, EL 10 DE JUNIO DE 1879*
Excelentísimo señor172:
Ilustrísimo señor173:
Señores: ¡yo no sé si cantar o llorar!…
171
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
174 Salmos 8.
172
Documentos Oratoria sagrada
173
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Ahora bien, señores, ¿en qué grado practicaron ese heroísmo los chile-
nos muertos en Iquique? En el más alto grado, en el holocausto de sus vidas
sacrificadas en aras de la patria. ¡Ah! nuestros corazones agradecidos se com-
placerán en recordar una y otra vez las circunstancias de acción tan generosa:
la gratitud besa siempre la mano del bienhechor.
El 21 de mayo de 1879 será una época memorable y gloriosísima en
nuestra historia; se grabará con letras de oro al lado del 5 de abril y del 12
de febrero.
Bien lo sabéis: la Esmeralda y la Covadonga, las más débiles de nuestras
naves fueron sorprendidas entonces en la rada de Iquique por el Huáscar y
la Independencia, todo el nervio de la marina peruana. Dos férreos colosos de
estos en que el arte moderno de la guerra acumula todos los elementos de
muerte y destrucción, al mismo tiempo que los hace casi invencibles, atacan
a dos viejas y gastadas naves de madera.
Un solo barco de aquella clase ha bastado para poner en fuga o vencer
a numerosas escuadras. Por eso apenas se extendió el rumor de la sorpresa,
el dolor embargó vuestros corazones, creíste locura pensar en la victoria. Os
olvidasteis del heroísmo, medio natural de que Dios se vale para proteger a
los débiles. Esas naves tenían gloria y esa gloria inspiró a sus capitanes y los
hizo más fuertes que el hierro y el acero. Arturo Prat ha recibido orden de
mantener el bloqueo de Iquique y la cumplirá aunque sea contra el poder de
toda la escuadra enemiga: muerto él, se romperá el bloqueo; mientras viva,
no. ¡He ahí el mártir del deber! Pudo ceder a la fuerza mayor y rendirse sin
disparar un tiro; no habría merecido alabanza, pero tampoco nota de cobar-
de: muchos valientes hay en la historia que en tales circunstancias rindieron
su espada. Pudo después de dos horas de tenaz resistencia arriar el pabellón
chileno; Prat y los suyos habrían sido prisioneros gloriosos. Pudo, siquiera,
ya agotadas las municiones y muerta la mayor parte de la tripulación, y sin la
menor esperanza de triunfo, salvar su vida, quedando incólume y altísimo el
honor. No, resiste y lucha y ataca hasta morir. ¡He ahí el héroe!
¡Y cuánta serenidad en ese heroísmo sublime del guerrero cristiano
que se sacrifica por la patria! No teme; no se turba; alienta a los suyos; los
hace prometer que no se rendirán aunque lo vean cadáver: a todo atiende y
aprovecha hasta el último soplo de vida en dañar el enemigo. ¿Quién puede
pintar, señores, ese cuadro de horror y de gloria? Mi alma vuela en aras de la
admiración y de la gratitud, a esas olas agitadas, rasga esas nubes de himno
pavoroso y contempla a ese puñado de héroes sin par. Están en la flor de sus
años, muchos son casi unos niños; pero nadie flaquea, todos quieren morir
por la patria. Luchan contra torrentes de mortífero fuego de parte de mar
y de parte de tierra, contra nuevas y numerosas embarcaciones y contra el
incendio en su propia nave. ¡Cada cual en su propio puesto, nadie se rinde!
174
Documentos Oratoria sagrada
Brilla en sus frentes serenas, cual rayo celestial, la resolución sublime de morir
antes que arriar el pabellón chileno.
¡Cómo se abrazan los unos a los otros y se dan la eterna despedida! ¡Oh
dolor! ¡Esperar a cada instante por largas horas el momento supremo; ver el
espectro horrible de la muerte que se complace en derramar gota a gota su
acíbar sobre corazones juveniles llenos de esperanza y de vida! ¡Cuántas tiernas
y queridas visiones se les presentan entre el himno del combate y les hablan el
lenguaje del alma! ¡Aquella es la imagen de los ancianos padres que conjuran
al hijo para que no enlute sus canas, que no los abandone en los últimos años
de una vida consagrada toda a sus desvelos y solicitud! Esta es la imagen de
una esposa que desgreñada y sumergida en llanto, tiende los brazos al que es
la mitad de su corazón y le dice: ‘¿por qué me condenas a prematura viudez?’
Allá son los hijos queridos que por la vez postrera se cuelgan al cuello de su
padre, y claman llorando: ‘¡Ay, te vas para siempre! ¿Qué te hemos hecho
para que nos dejes en mísera orfandad?’. Pensar que una sola palabra habría
bastado a nuestros héroes para satisfacer a tan dulces y nobles sentimientos, y
que no la pronunciaron por aumentar tu gloria, ¡oh cara patria! ¡Eso inflama
a todo corazón chileno de admiración y gratitud!
Sí, después de Dios, la imagen de la patria los sostuvo en tan dura prueba.
Yo los veo dirigir de vez en cuando, sus miradas al sombrío horizonte que les
oculta a su hermoso Chile: buscan por última vez estas altas montañas, estas
verdes llanuras, estos ríos, estos bosques, estas ciudades y hasta las olas amigas
de este tranquilo mar. ¡Ah! el recuerdo de las alegrías pasadas, de los beneficios
que deben a su patria los conforta más y más en su heroica resolución.
Largas horas de sangriento y desigual combate tienen a la Esmeralda llena
de estragos, heridos y cadáveres. El enemigo desesperando ya de ver arriar
el glorioso tricolor chileno resuelve cantar su vergonzosa victoria. Aquella
inmensa roca de acero se lanza contra nuestra frágil y despedazada nave. Esta
le opone los pechos de sus valientes, y en vano el choque siembra muerte y
destrozos, porque sólo se oyen los vítores a la patria ¡nadie se rinde! El sublime
Prat hace un esfuerzo supremo, da el grito y el ejemplo de abordaje y, hacha y
revólver en mano, salta sobre la cubierta del Huáscar, esperando quizás poder
estrellarlo contra las rocas.
¡Un segundo y más terrible choque acaba de destrozar a la Esmeralda,
pero aún truena el cañón chileno y nadie se rinde! Un nuevo héroe, Ignacio
Serrano, con unos cuantos valientes siguen las huellas de Prat y caen sobre
la inexpugnable cubierta del Huáscar… un tercer golpe abre los abismos
bajo los pies de nuestros heroicos compatriotas; pero el postrer aliento de la
Esmeralda es un último disparo dirigido por el animoso joven Riquelme: ¡la
nave se hunde y todavía nadie se rinde! Cuando el enemigo espera la palabra
rendición, suena como salido de las olas el último ¡viva Chile!, digno epitafio
de aquella tumba abierta en el inmenso mar. Así desapareció esa nave gloriosa,
175
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
176
Documentos Oratoria sagrada
de madera. Nunca se aplicaron mejor, las palabras del Macabeo: “no pende la
victoria del número de los ejércitos, sino de esa fortaleza que viene del cielo”.176
Bien podemos exclamar con Isaías: Ululate navis maris quia devastata est fortitudo
vestra. Llorad naves del mar porque ha sido destruido vuestro poder.
No estéis orgullosas de las humanas invenciones, porque le basta a Dios
encender el heroísmo de un valiente para destrozaros y dar la victoria a quien
la merezca.
Prat y sus guerreros sabían bien que convenía sentar heroicos antecedentes
en los principios de la tremenda lucha a que ha sido arrastrada la nación. Dar
en tales circunstancias un glorioso trofeo al enemigo, era envalentonarle y
sembrar el desaliento entre nosotros, al mismo tiempo que abrir el camino
de la deshonra. Por eso el héroe decía a sus marinos: Nunca se ha arriado el
pabellón chileno en nuestras naves; no seremos nosotros los primeros en co-
meter tamaña cobardía, antes de la muerte! Ellos dieron un ejemplo sublime
a nuestros soldados de mar y tierra, y estoy seguro de que tendrá imitadores.
Sí, valientes, sí, jóvenes que me escucháis, así se ama a la patria, así se pelea
por ella, como Condell y sus marinos de la Covadonga; así se muere por ella,
como Prat y sus marinos de la Esmeralda!
Esos mártires del patriotismo han enseñado a las naciones que Chile en-
gendra héroes dignos de la epopeya, que el egoísmo y los placeres no enervan
a sus hijos, y que le sobran robustos brazos para defender sus derechos, su
honor y libertad. Las naciones lo han oído con estupor y entusiasmo, porque
hazañas como la de Iquique son honra de la humanidad. Chile ha sido en-
salzado por los más poderosos pueblos de la tierra, y hasta su crédito público
ha reportado frutos del heroísmo de sus hijos.
Expergis cimini et laudate qui habitatis in pulvere. Sí, despertaos y cantad vo-
sotros los que habitáis el polvo del sepulcro. Levantaos, sombras ilustres de los
Padres de la patria y cantad, porque vuestra sangre no ha sido estéril, porque
vuestros hijos no han olvidado lo que se debe a la patria y al honor. Ancianos
que visteis la lucha titánica de nuestra Independencia, regocijaos, porque la
juventud que se levanta también da a Chile días de gloria y de esplendor! Y
tú, ¡oh patria mía! inclina tu frente inmaculada, y cíñete el nuevo lauro que
Prat y Condell te han entretejido, él brilla a la vez con el sublime heroísmo
de Rancagua y con la gloria inmortal de Maipo!
Alabemos a Dios, señores, alabemos al Dios de los Ejércitos. Está su invi-
sible mano dirigiendo nuestra prosperidad en la contienda e inclinando la
victoria en nuestro favor. Su providencia se ejerce de una manera especial en
las naciones; y cuando horribles guerras amenazan destruir a unas y engran-
decer a otras, Él, que a cada cual ha señalado su misión, dirige los ejércitos de
177
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
modo que no siempre venzan los más poderosos, sino aquellos que defienden
la justicia, y que han de contribuir a la ejecución de sus planes soberanos.
Por eso, cuando llega la hora y cuando el débil va a ser deshecho, manda
sobre sus hijos el heroísmo como un rocío de luz y humilla a los fuertes y a
los soberbios.
No ha mucho y aquí mismo el pueblo de Santiago invocaba la protección
de Dios por medio de la Virgen poderosa. Y bien, cuando os preparábais no
más para esa solemne manifestación de fe y de piedad, ya una de nuestras naves
ponía en vergonzosa fuga a dos barcos enemigos. Cuando con el mismo objeto
la invocábais en otra solemne rogativa, se obtuvo la espléndida victoria de
Iquique. Podemos creer piadosamente que no son desoídas nuestras súplicas
y que Dios está con nosotros. Oh, si Él nos protege ¿a quién temeremos? ¡Ah!
¡no te salvarán de sus manos, ingrato Perú, ni tus férreas naves, ni tus muros
erizados de cañones, ni a ti Bolivia, el valladar de tus espantosos desiertos!
Pero, señores, continuemos ya nuestras preces por las almas de los que
han dado por nosotros su sangre y su vida. Prat y los suyos se aprestaron al
combate, escudados bajo la santa enseña de la Patrona de nuestros ejércitos:
ejemplo edificante de cristiana piedad!
El Dios de las infinitas misericordias, así firmemente lo esperamos,
derramó sus gracias sobre aquellos mártires del deber y del patriotismo.
Ellos eran hombres de fe, y sin duda no olvidaron purificar sus corazones en
aquellos instantes supremos. El heroísmo ejerce en el alma tan bienhechora
influencia, que la desprende de los afectos terrenales y la prepara a recibir el
rocío de la gracia. Fácilmente arde el amor de Dios en quien se deja matar por
cumplir la voluntad divina, y muere por sus hermanos. El soldado cristiano,
que tiene recta intención, es mártir.
Oremos, señores, por todos los hermanos que ya han muerto como buenos
en la presente guerra; por los que cayeron en Calama y en las diversas expe-
diciones de nuestras naves, y en la Esmeralda y la Covadonga. Oremos también
por las almas de los mismos enemigos: todos son hijos de Dios y a las playas
eternas no llegan las divisiones ni los odios de este mundo.
¡Oh Dios mío! Mira este inmenso pueblo que rodea tus altares, desde el
supremo magistrado hasta el último ciudadano aquí están para suplicarte que
tengas piedad de esos muertos queridos. ¡Ah Señor! Atiende a nuestras lágri-
mas de gratitud: atiende al dolor de los deudos que fue también el dolor de
las víctimas: atiende a la generosidad de su sacrificio y a su tremendo martirio.
Purifica, Señor, sus almas de las humanas fragilidades, oye los tristes gemidos,
los ayes del perdón que por ellas exhalan el pontífice y el sacerdote! Hable
sobre todo, por ellas la sangre divina de Jesús vertida en ese santo altar. Que
la justa gloria que han adquirido en la tierra, sea sólo el emblema de su gloria
inefable en los cielos. Amén”.
178
ORACIÓN FÚNEBRE POR LOS HÉROES DE LA ESMERALDA Y
LA COVADONGA MUERTOS GLORIOSAMENTE EN LA RADA DE
IQUIQUE EL 21 DE MAYO DE 1879, PRONUNCIADA
EN LA IGLESIA DEL ESPÍRITU SANTO DE VALPARAÍSO
EL 10 DE JUNIO DEL MISMO AÑO POR EL PRESBÍTERO
SALVADOR DONOSO*
I
Hemos vestido de fúnebre crespón las naves de este templo, y si me preguntáis
¿cuál ha sido la causa?, os lo aseguro, no sabría responderos.
Porque, señores, ni veo aquí los tristes despojos de la muerte, ni siento
en mi pecho los helados del dolor. ¡Ah! ¡No! Veo, al contrario, triunfante y
risueña a esa hija del cielo que se llama inmortalidad, cubriendo con sus alas
de fuego a los heroicos defensores de Chile, que desde el 21 de mayo de 1879
han conquistado con su sangre eterna y noble vida.
Cuando como ellos se llega al fin de la jornada tocando con la mano esa
aureola de luz inmortal, que nunca apaga entre sus densos pliegues la noche
del olvido, no es dado gemir ni es lícito llorar.
Hubo un momento en que se nublaron nuestros ojos y tembló de indecible
amargura nuestro corazón al oír por la primera vez el horrendo relato de esa
sublime y sin igual tragedia.
Es verdad; no podemos negarlo. Pero esa hora aciaga pasó como una
sombra, y al través de los resplandores de una gloria que no tiene semejante,
llegó presto la hora solemne de entonar al Dios de los Ejércitos el himno de
victoria.
Por eso, señores, nuestra amada patria, la nueva Esparta del Pacífico,
más feliz que la invicta tierra de Leónidas, porque vive a la sombra de la
cruz, se acerca hoy a los altares del verdadero Dios, no para llorar abatida la
pérdida de sus caros hijos, sino para elevar resignada la plegaria de su amor
reconocido.
179
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
II
Es Dios, señores, quien ha engrandecido al hombre poniendo sobre su frente
desde la altura de los cielos, una diadema de estrellas.
Cuando el inspirado salmista contempla a este ser prodigioso, recién
salido de las manos de su supremo autor, no puede menos de exclamar jus-
tamente maravillado: Gloria et honore coronasti cum Domine”.177 ¡Gran Dios! ¡Te
has coronado de gloria y de honor y has puesto bajo tus plantas las obras de
tu mano!
Y cual si no bastara este último elogio, penetrando de nuevo en las pro-
fundidades de su misteriosa grandeza, vuelve a exclamar:
“Signatum est super nos lumen vultus tui domine” ¡Señor! un rayo de vuestra
luz resplandece sobre nuestro rostro.178
Con todo, señores, hay algo todavía más admirable en esta obra maestra,
esmerada miniatura del universo visible, algo más bello y más noble que ese
resplandor divino: es el corazón. Los amores de Dios, esos grandes y profun-
dos amores de donde nace cuanto se agita en los espacios se anidan como en
su propio altar en esta entraña sublime. Y si el mismo Dios sopla ese fuego
180
Documentos Oratoria sagrada
III
La religión y la patria tienen los suyos, según el amor que ha movido sus almas
excelsas. Los unos llevan en sus manos las palmas del triunfo, porque se han
sacrificado por la defensa de la fe y se llaman mártires; los otros ostentan en
sus sienes las coronas de la victoria, porque se han inmolado por la defensa
del suelo que les vio nacer y se llaman héroes.
A estos últimos pertenecen sin duda los valientes marinos de nuestras
naves, sumergida la una con sin igual denuedo en las olas del extranjero mar,
victoriosa la otra con sin igual arrojo contra formidable enemigo.
Cuando partían de nuestras hospitalarias playas, abandonando sus ho-
gares y dejando en la zozobra a sus madres, a sus esposas y sus hijos, ¿quién,
sí, quién pregunto yo al cielo y a la tierra que fueron testigos de su dolorosa
separación, les llevó al peligro y les abrió gloriosa tumba en las profundidades
del océano? ¡Ah! ¿Quién me preguntáis a vuestro turno? Vosotros y ya lo sabe-
mos. El heroísmo del amor patrio, ese misterioso sentimiento que levanta a
las almas y las hace más poderosas que la muerte. “Fortis ut mort dilectio”179 ha
dicho la sabiduría eterna. “El amor es más fuerte que la muerte”. Y el amor
a este suelo bendito, donde encontramos la cuna de nuestra existencia y los
sepulcros de nuestros padres ¡ah! es indomable, es invencible.
181
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
IV
Sobre todo, señores, cuando a ese amor tan alto, tan vasto y tan profundo se
asocian el amor y la justicia. Entonces Chile, iluminado por la fe de Cristo y
sostenido por su ardiente caridad, no transige jamás.
Lo sabéis. Vivía no ha mucho tranquilo y contento en el seno de dulcí-
sima calma.
Tendía sus brazos como buena hermana a esas dos repúblicas vecinas y
recibía en sus florecientes ciudades a sus viajeros que venían a compartir con
nosotros el pan de la fraternidad americana.
¡Oh! ¡Qué tristes y dolorosos recuerdos!
Ayer no más éramos hermanos y sentados a la mesa del mismo festín,
unidos por los vínculos de la misma religión y a la sombra de la bendita cruz,
veíamos por sobre nuestras cabezas darse abrazados el ósculo de la amistad
cristiana a la Justicia y a la Paz. Mas hoy, violada injustamente la primera, ha
ocupado el lugar de la segunda el monstruo feroz de la guerra, más terrible
y desastroso que el huracán de la tormenta.
Lo hemos visto venir con todos sus horrores y mil y mil veces con lastimeros
ayes le hemos maldecido.
Pero la justicia ultrajada reclama sus fueros y antes que rendirse clama
venganza como la sangre inocente del casto Abel y poco le importa que falte
la tierra a sus plantas, porque ella siempre mira a las alturas del cielo.
V
Tal es, señor, el móvil poderoso que ha conmovido las almas de esos bravos
defensores del honor y de la justicia de Chile al ver aproximarse el momento
supremo del sangriento sacrificio.
Desde que avistaron a lo lejos el humo siniestro de las terribles naves
enemigas reunidas en solemne asamblea, a la sombra del tricolor chileno,
juraron por el honor de su nación “vencer o morir”. Dieron la última mirada
y el último adiós a la tierra bendita de sus valientes progenitores, y lanzando al
aire los gritos atronadores de un patriótico entusiasmo, comenzaron el desigual
combate. No podían ceder, ¡ah! no! Como el inmortal Cambroune al caer la
noche sobre los campos de Waterloo, dijo un día por el honor de la Francia:
“La guardia muere, pero no se rinde”; el inmortal Arturo Prat a nombre de
Chile repitió con no menos denuedo: “Un chileno no se rinde jamás”. Y en
presencia del peligro, sin contar el número de sus enemigos, sin medir el
poder de sus cañones, sin trepidar un momento ante la imagen espantosa de
segura e inevitable muerte, todos ellos como los antiguos Macabeos destinados
182
Documentos Oratoria sagrada
VI
Luchar contra toda esperanza, con la seguridad ineludible de tremenda
inmolación, ¡oh! ¿Qué nombre tiene este delirio sublime? ¡Heroísmo! me
responderéis.
Sí, ¡heroísmo!; pero esa palabra es todavía fría, no satisface nuestro asom-
bro ni alcanza a interpretar fielmente los interesantes episodios de una hazaña
en que doscientos hombres son todos héroes, grandes y gigantescos héroes.
Y no creáis que exagero señores, porque en verdad se han reído de la
muerte. Heridos, mutilados, bárbaramente destrozados, casi espirantes, sin-
tiendo correr en sus venas las últimas gotas de su sangre, todavía lanzaban
gritos de alegría y en medio de una agonía viviente de cuatro largas horas
entonaban el himno postrero de un heroísmo eterno. No sé si en la historia
del heroísmo humano se haya escrito una página igual. Francamente no la
conozco, y por eso la inmolación y la derrota de esa invicta nave es a mi juicio
más que una victoria, más que un espléndido triunfo.
Prat, Serrano, Aldea y demás tripulantes de la invencible Esmeralda,
muertos sobre la cubierta del blindado enemigo, gritando antes de sucumbir:
“¡Rendíos, rendíos!” es algo nunca visto, nunca oído en los mejores siglos de
la insigne intrepidez cristiana.
¡Ah, señores! El mundo entero volverá sus ojos para contemplar mara-
villado el sitio de ese inaudito drama. El sepulcro abierto entre los pliegues
del mar de Iquique por nuestra indomable corbeta, será siempre un sitio
de honor donde aprenderán a inmolarse los valientes de todos los pueblos.
183
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Cuando crucen esas aguas los insignes marinos de la rica Albión, o de la pu-
jante república del Norte, estoy cierto que descubrirán su frente para pagar
respetuoso tributo de admiración a esos hombres que han engrandecido a su
nación con gloria sin igual. Gloria magna glorificaverunt gentem suam.
VII
¡Oh, purísimo amor! Ángel de luz que oíste de cerca los clamores de nuestros
héroes, confundidos con el horrísono estampido de los cañones enemigos,
dinos una vez más ¿de dónde has venido y cuál es tu nombre?
¡Oh! Oigo tu acento divino y resuena en mis oídos como una melodía
celestial: “Te conozco y te admiro, vienes del cielo y te llamas amor patrio”.
¡Ah! es verdad. “Dulce et decorum est pro patria mori”.182 “Es tan dulce y
honroso morir por la patria”.
He aquí, señores, el misterioso secreto de esa acción que en alas de la
fama llevará el nombre de Chile como un emblema de grandeza moral a todos
los horizontes del orbe.
La Divina Providencia nos ha enriquecido con ese don magnífico y es
hoy el día de agradecer sus beneficios. La luz de la fe cristiana nos ilumina
con sus divinos resplandores, y es preciso que sepáis que sobre el pecho de
cada uno de nuestros soldados y de nuestros marinos, nosotros, mismos en
el nombre de Dios hemos puesto la insignia de su fe. Creen y esperan; aman
a su nación con caridad cristiana, y sabrán inmolarse por ella con heroísmo
también cristiano.
Por eso, señores, la augusta religión de Jesucristo alza su mano y ben-
dice, como madre cariñosa, el sacrificio de esos abnegados e intrépidos
guerreros.
¡Chile querido! ¡Bendita patria mía! Has visto la primera epopeya de esta
atroz contienda, y tus hijos sucumbiendo por tu amor el inmortal 21 de mayo
de 1879, en las aguas del extranjero mar, se han hecho dignas de ti. ¿Honrarás
eternamente su memoria?
¿Dirás a los hijos de sus hijos que te han dado días de gloria, vertiendo
sobre tus aras noble y pura sangre? ¡Ah! No lo dudéis, señores.
El dolor y las lágrimas de hoy se convertirán mañana en dulce y alegre
recuerdo.
Las madres, las esposas y los hijos de esos valientes que hoy deploran con
justicia su amarga separación, bendecirán su memoria y depositarán coronas
de frescas rosas y de fragantes azucenas sobre el monumento imperecedero
184
Documentos Oratoria sagrada
que la nación agradecida elevara en las plazas de sus populosas ciudades para
inmortalizar sus nombres.
Llegará presto el día en que la poesía popular mezcle sus acentos a la lira
inspirada en los grandes vates que cantan ya esa heroica hazaña. El labriego,
rompiendo la tierra con su arado, entonará himnos sencillos a esos héroes,
sintiendo caer de su frente el sudor de su trabajo sobre esta tierra engran-
decida por sus hazañas. Las madres de nuestros soldados, al ponerse el sol,
después de haber recogido las doradas espigas, o los maduros racimos de la
vid, en sabrosa conversación y bajo el techo de su pacífico hogar, contarán a
sus nietos que viven en una nación afortunada, que como las más felices del
orbe, encuentra en su historia proezas grandiosas y héroes increíbles.
Sí, señores, llegará esa época, y a la sencilla relación de los tranquilos mo-
radores de nuestras fértiles campiñas, responderá el bullicioso esplendor de
nuestras opulentas ciudades. El mármol y el bronce reproducirán eternamente
esas efigies inmortales, y en los magníficos palacios como en las humildes
chozas, veremos esos semblantes animados todavía con el resplandor de la
gloria que han legado a su pueblo como la más preciada y grandiosa heren-
cia. La poesía, la elocuencia, la armonía, el arte, en una palabra, bajo todas
sus bellas formas, contribuirán a la glorificación de nuestros héroes y dará a
Chile un asiento de preeminencia en el augusto senado de las más célebres
naciones del mundo.
¡Ah! ¡Y cómo no olvidar el lúgubre cuadro en ese mar teñido con sangre
generosa y cubierto de víctimas ilustres, al mirar no lejano el brillo de su
hermosa perspectiva!
Pero basta, señores.
VIII
Volvamos de nuevo a buscar nuestras inspiraciones en el seno misterioso de
la hija sublime del mártir divino del Calvario, y ella nos dirá que es la cuna
verdadera donde nacen los héroes. Sin duda, señores, cuando ella abre las
puertas del cielo a los que cumplen con su deber y ofrece una eterna vida a
la virtud y al sacrificio de noble inmolación, la muerte no es la muerte.
Al contrario, es el principio de la vida y lo que humanamente llamamos
tumba se convierte en templo, cielo sagrado de Dios, donde nuestras cenizas
reciben el rocío y la semilla de la inmortalidad.
Sin esa lisonjera esperanza las lágrimas que vierte nuestro corazón por la
pérdida de seres queridos no se enjugarían jamás.
Y hoy mismo no habría consuelo a nuestro quebranto, recordando que
en la flor de la vida han sido agotadas por la guadaña de la muerte existencias
tan justamente queridas, si no supiéramos que sus almas son inmortales. Toda
185
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
186
ORACIÓN FÚNEBRE POR LOS VALIENTES GUERREROS
DE CHILE MUERTOS EN TACNA Y ARICA, PREDICADA
POR EL PRESBÍTERO DON SALVADOR DONOSO
EN LA IGLESIA PARROQUIAL DE SAN FELIPE,
EL VIERNES 2 DE JULIO DE 1880*
I
Señores:
187
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Pero al lado de los mártires están los héroes, y a los unos como a los otros
les cubre con su manto el ángel de la gloria.
Por eso llamo felices a los bravos defensores de mi patria, que en Tacna
y Arica nos dieron espléndida victoria, invocando en su ayuda al Dios de los
Ejércitos.
¡Oh! son felices; sobre ellos reposa el honor y la gloria, y no podemos
llorarles sino aplaudirlos con santo entusiasmo.
Vemos entristecidos sus hogares, huérfanos a sus hijos, vestidas de fúnebre
crespón a sus madres y a sus esposas, y todavía en nombre de la patria, en cuyas
aras sucumbieron, nos atrevemos a decirles como el Cristo a la viuda de Naín:
“No lloréis, amables criaturas, no vertáis lágrimas de duelo sobre sus gloriosos
sepulcros”. No. Ellos viven en el corazón agradecido de sus conciudadanos y
en las páginas brillantes de una historia imperecedera.
Reprimid con cristiana resignación vuestros sollozos y juntos depositemos
sobre sus tumbas agrestes frescas rosas y fragantes lirios, porque grande ha
sido su sacrificio y más grande todavía su heroísmo.
II
La abnegación y el heroísmo no son señores sentimientos de la tierra. El polvo
vil que hoyan nuestras plantas no es capaz de inflamar esa llama sagrada que
impulsa al hombre a la inmolación generosa de su vida por el amor irresistible
de la patria: no, de ninguna manera.
De coelo fortitudo est. La fortaleza, ese don divino, viene del cielo. La fe le
cubre en vuestro pecho con sus vivos resplandores, la esperanza lo alienta
con su inspirado soplo y la caridad lo ensancha y lo dilata con su poder
sobrenatural.
Cuando el soldado escucha los acentos de esas tres virtudes, que lo elevan
a Dios y lo hacen poner en Él toda su confianza, es invencible. No hay quien
pueda detener su empuje y la victoria le sonríe y se inclina a su pasaje como
si le perteneciera de derecho.
Teniendo delante de sus ojos la bandera de su patria, siente en sus en-
trañas un fuego abrasador, y jura por ella “vencer o morir”. Tal es el lema del
soldado chileno.
Por eso, señores, cuando se dio el grito de alarma y el clarín guerrero
resonó en nuestras ciudades y en nuestros campos, vimos con asombro a
millares de pacíficos ciudadanos que se disputaban el honor de ocupar un
puesto en las filas de nuestro ejército. Jóvenes y ancianos, ricos y pobres
abandonaban sus hogares, olvidaban sus más risueñas esperanzas, sus más
acariciados ensueños para ir, para ir pronto, ¿adónde? ¡Oh! A playas inhospi-
talarias, a desiertos intransitables, a montañas inaccesibles, para luchar con
188
Documentos Oratoria sagrada
III
Las hazañas y los héroes de la independencia dormían tranquilos el sueño de
la paz. Hasta nosotros mismos habíamos olvidado el temple y el empuje de los
ilustres nietos de O’Higgins y Carrera, de Bulnes y de Freire. Más de una vez,
os lo decimos con sencilla ingenuidad, al ver sobre nuestras cabezas, tendidas
en son de ataque, las negras alas del genio de la guerra, nos decíamos con
cierta desconfianza, viendo desfilar nuestras legiones que marchaban a playas
extranjeras: ¡Gran Dios! ¿Cuál será el éxito final de esta funesta contienda?
¿Serán estos los mismos soldados de Chacabuco y de Maipo?”
¿Serán ellos, señores? Los conocéis y ya los conoce el orbe todo. Dignos
y aventajados vástagos de los próceres de nuestra emancipación política,
los soldados que hoy defienden el honor de Chile son admirables, son
invencibles.
Marchan al peligro como si fueran a una fiesta; duermen tranquilos la
víspera del combate y al lucir la aurora del día en que deben morir, ríen y
cantan como los mártires de la antigua Roma al subir desde las ensangrentadas
arenas del Circo a la cima de la eterna Sion.
Para medir, señores, toda la abnegación y todo el denuedo de nuestros
bravos combatientes es necesario recordar sus privaciones y sus sacrificios
sin cuento.
¡Oh! ¿Cómo, cómo no agradecer los favores y la protección decidida
que día a día recibimos del cielo? La fe nos enseña que todo don perfecto
desciende del Padre de las luces, y este don tan precioso de amar con delirio
a la patria lo hemos recibido de Dios. ¡Bendito sea una y mil veces bendito,
hoy y en todas las generaciones venideras que recuerden el 26 de mayo de
1880 y el 7 de junio de este mismo año, tan célebre y tan fecundo para nuestro
amado Chile!
189
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Y ya que debo recordarles las victorias de esos dos días, tan solemnes
como inmortales para la República, permitid, señores, que a la vez que alabo
el sacrificio aplauda también el heroísmo de nuestros bizarros batallones.
IV
Después de haber recorrido desde Ilo hasta Tacna, largo y penosísimo camino,
combatidos por el calor de un sol tropical durante el día y por el frío del polo
durante la noche, diezmados por un clima mortífero, azotados por el hambre
y el cansancio, casi rendidos por la fatigosa marcha, llegan al fin a presencia
del enemigo.
La hora del ataque está ya próxima, y cada uno se cree feliz, porque ha
sonado el momento supremo de dar, a costa de su sangre, nuevas glorias a
la patria.
¡Santo heroísmo! ¡Cuántas vidas hermosas, cuántas esperanzas halagüe-
ñas, cuántos jóvenes amables van a caer al fiero golpe de la muerte en tus
aras sagradas! ¡Oh dolor! ¡Oh guerra cruel! ¿Quién pudiera despedazar tus
armas y apagar tus furores con el soplo celestial del amor de Jesucristo que
nos enseña la fraternidad y el perdón?
Pero ¡oh triste condición del humano linaje! Violó un día los fueros de la
justicia profanando la ley eterna de Dios y la guerra, ese monstruo nefando,
pactó con la muerte la ruina y el exterminio de los desgraciados culpables.
He aquí, señores, una necesidad horrenda pero inevitable. Nuestros va-
lientes guerreros han tenido que someterse a ella y desempeñaron su misión
con increíble denuedo, con indomable valor. Pro legi bus et patria mori parati.184
Allí están prontos a sucumbir por la defensa de sus leyes y por el honor de
su nación.
Mas, ¿qué va a suceder? Los ejércitos aliados del Perú y Bolivia, descansa-
dos y parapetados en formidables trincheras, destrozarán en pocos momentos
a nuestros soldados, rendidos de cansancio y que afrontan sus tiros a pecho
descubierto. ¿No veis que ellos anticipan la victoria y preparan ya las vian-
das del festín y las flores con que han de ser coronados? ¡Oh! Aún no han
aprendido ni han escarmentado con tantos como repetidos desastres. Buscan
todavía la victoria, y no se convencen que les ha vuelto las espaldas, porque
Dios está con nosotros.
190
Documentos Oratoria sagrada
V
¡Ea! intrépidos guerreros de mi patria. ¡Adelante! El sol del 26 de mayo os
contempla y alumbra con sus rayos de fuego vuestro espléndido triunfo. La
hermosa estrella del tricolor chileno simboliza el amor de nuestra patrona
jurada, Nuestra Señora del Carmen, cuyo escudo lleváis en vuestro pecho
con el sagrado escapulario. Habéis elegido el día miércoles, consagrado a su
culto por la piedad de los fieles, y aquí, en el seno de vuestra patria, muchas
almas fervientes elevan al cielo sus plegarias y sus votos para aumentar vuestro
heroísmo.
De nuevo, ¡adelante! en el nombre de Dios y en el nombre de vuestros
conciudadanos que os admiran y os bendicen. La mano del sacerdote ha
dado la absolución a los que ya se despliegan en batalla, y doblando su ro-
dilla, con las armas rendidas en señal de adoración y respeto al Dios de los
Ejércitos, recitan en uniforme acento su última plegaria. Así pelea, señores,
el soldado cristiano, y si cae en medio de la lid, espera por su generoso
sacrificio una vida mejor y una patria más feliz. Con esta íntima y profunda
convicción se lanzaron al ataque los vencedores de Tacna. En pocos instan-
tes, a paso de carga, llegaron al pie de las trincheras enemigas erizadas de
cañones y fusiles. Recia fue la contienda, sangrienta y dolorosa la jornada,
pero en tres horas 8.000 infantes chilenos despedazaban y dispersaban a 12
o 14.000 aliados.
Impertérritos, terribles, indomables como el huracán que arranca de raíz
los robles de la selva, ellos, sí, ellos, los invictos del Atacama, los denodados
del Naval, del Valparaíso, del Coquimbo y Zapadores, los esforzados del glo-
rioso 2º de Línea, los héroes sin igual de Tarapacá, los valientes a toda prueba
del Santiago, del Esmeralda, del Chillán, del Chacabuco, de la Artillería de
Marina y de los Cazadores del Desierto, todos en suma, rivalizando en coraje
y denuedo, escalan las trincheras y hacen tremolar el tricolor chileno sobre
las rocas de la fiera fortaleza. Mirad, señores, mirad una vez más ese campo
de honor; 600 muertos y 1.500 heridos atestiguan con su sangre que no hay
baluarte para el valor chileno y que en vano se parapetan los que con ellos
se baten.
¡Oh! no sabría pintaros mi admiración y mi asombro por todos y por
cada uno de esos hermanos nuestros tan heroicos como magnánimos. En la
historia de otros ataques de pueblos famosos por su valor, encontramos uno
que otro héroe, a veces cientos de héroes como los trescientos espartanos de
las Termópilas hasta hoy asombro del mundo. Pero aquí, en el Alto de Tacna,
hay miles de héroes, todos son héroes, jefes y soldados, sin que podamos decir:
éste fue más arrojado, aquél más intrépido.
191
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
VI
Pero con todo, en medio de la gloria que esparce sus purísimos reflejos sobre
la frente de los muertos y de los vivos, oigo el clamor de los heridos y el dolo-
rido y lastimero delirio de los que piden una gota de agua en el silencio de la
oscura noche, y tiemblo de horror y me sobrecojo de espanto.
¡Dios mío! ¡Dios de paz y de misericordia! ¡No es ya tiempo que pongas
término a tamaña calamidad! ¡Ah! Cuán justa era la ira de tu siervo David
maldiciendo las montañas de Gelvöe, en cuyas ensangrentadas faldas caían
para no levantarse más sus amables y fieles compañeros Saúl y Jonatás.
También hemos visto nosotros exhalar en las pendientes de Tacna su
último suspiro a esos jóvenes ilustres, que eran una esperanza y un porvenir
para este suelo querido. Benditos sean ellos, felices y alabados, porque reposa
sobre sus yertas y rígidas frentes la corona de la inmortalidad. ¡Héroes de
Tacna, como quiera que os llaméis, Santa Cruz o Torreblanca, Guerrero o
Martínez, Ramírez o Arce, poco importan las letras de vuestros gloriosos nom-
bres, recibid con nuestros más ardientes homenajes, la plegaria de nuestro
amor ante el trono del Dios de las victorias, en quien creísteis y esperasteis la
recompensa de vuestra noble y sublime inmolación!
Pero continuemos, señores, y veamos cuanto antes otra victoria no menos
costosa y no menos atrevida para nuestros infatigables soldados.
VII
Rendido Tacna, era necesario marchar sin pérdida de tiempo sobre la plaza de
Arica, en cuya formidable ciudadela y en cuyo eminente Morro, el Gibraltar
de la América del Sur, se encontraba el último baluarte de nuestros porfia-
dos enemigos. Allí era necesario afrontar peligros sin cuento, ruinas y fosos,
trincheras y fortificaciones, preparadas con calma y dispuestas con todos los
últimos recursos del arte de la guerra.
Pero en vano, vuelvo a repetirlo; Dios está con nosotros y la victoria nos
pertenece.
Quedaban aún intactas y animosas las tropas de reserva. La flor de ese
ejército sin rival en su desprecio por la muerte y en su inmenso cariño por la
patria. Buin, 3º 4º de Línea con el Bulnes se disputan y se sortean el honor
de morir en la contienda.
Se ha tirado esa suerte terrible, y en la madrugada del 7 de junio, en 50
minutos mal contados, el 3º y 4º de Línea en unión del Lautaro, rinden la
plaza y aplastan al enemigo como una montaña que se derrumba y aplasta al
débil arbusto que se mecía en su falda.
192
Documentos Oratoria sagrada
120 muertos y 300 heridos escriben con su sangre la fecha de ese día, que
leerá, con inaudita admiración el viajero que ponga su planta sobre esa roca,
mudo testigo de tan horrenda como inmortal tragedia.
Y por tercera vez, séame dado, señores, en presencia de tantas víctimas
inmoladas en la flor de la vida, maldecir al monstruo de la guerra, aunque
se ostente a mis ojos vestido de púrpura, coronado de yedra y alzando en sus
manos humeantes el cetro de un nuevo triunfo.
Pero no por eso dejo de admirar a mis queridos hermanos, envueltos en
el humo de la pólvora y tendidos en esas colinas gloriosas por la sangre con
que han sido regadas.
Allí sobre las cenizas de esas cien víctimas y de ese Jonatás hermoso que
se llama San Martín, muerto a la sombra de su bandera después de haber
recibido con profunda emoción cristiana la absolución del sacerdote, no
puedo menos de volver a exclamar:
Beate eritis. Seréis felices, porque lo que hay de honor y pura gloria con la
virtud de Dios reposa sobre vosotros.
¡Ah! ¿Y puede acaso encontrarse una muerte más honrosa que la que ellos
tuvieron por la defensa de su patria? Sin duda. Dulce et decorum est pro patria mori:
Morir por la patria, rendir una vida firme y robusta como el cedro, risueña y
lozana como la palmera del desierto, es dar a la madre la más bella corona,
el más puro y honroso timbre de gloria. No es digna de tristes gemidos y de
dolorosos suspiros esa noble inmolación. El corazón late como un volcán, y
al estallar de júbilo y de admiración, confunde la risa con el llanto, el gemido
con el himno de contento.
Lo hemos visto, señores, y el país entero ha batido palmas, ha levantado
trofeos, ha recorrido las ciudades y los campos, gritando con delirio: ¡Gloria,
gloria eterna a los héroes de Tacna y a los héroes de Arica!
VIII
Mas ¡ay dolor! esa gloria humana pasa como pasan las nubes del firmamento,
como pasan los segundos del tiempo y el sonoro tañido de las campanas que
anuncian en nuestros templos la noticia feliz de la victoria.
Sobre la humana gloria, fugaz y efímera, está la gloria de Dios. Sólo a Él
el honor, y he aquí el último tributo de nuestra gratitud a nuestros hermanos
inmolados en el fragor de la pelea.
Han caído, después de haber doblado la rodilla delante del cielo y de
haber golpeado sus pechos en señal de arrepentimiento delante del sacer-
dote de Cristo. Los celosos capellanes de nuestro ejército, después de dar la
absolución a los que marchaban al combate, han recogido el último suspiro
con la última plegaria de la mayor parte de los que allí sucumbieron. ¡Oh
193
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
IX
En esa noche aciaga, después de la victoria de Tacna, muchos de nuestros
heridos pasaban tendidos en la tierra desnuda hasta el día siguiente. No había
sido posible recogerlos.
Uno de nuestros ayudantes de campo recorría ese lúgubre sitio, sembra-
do por todas partes de muertos y de heridos. Oía con el alma desgarrada los
clamores de esos infelices, cuando a lo lejos distingue palpablemente una voz
tierna y afinada que canta con dulce melodía. Se aproxima y puede escuchar
de cerca la plegaria de un soldado que delira, próximo a expirar por la pér-
dida de sangre y el hambre que le agobia. ¿Sabéis, señores, cuál era su canto
delirante, el último himno de ese cisne que partía a un mundo mejor? ¡Ah! él
cantaba esta estrofa celestial: “Virgen del alma mía, ¿cuándo será ese día?”
Soñaba con la madre de Dios, le pedía tal vez en su éxtasis desfalleciente
el día feliz de su gloriosa muerte. Y tal vez en esa misma noche cumplía sus
santos votos.
¿Cómo entonces podemos dudar ni por un momento que ellos son feli-
ces? Beati eritis. Seréis bienaventurados, porque todo lo que hay de honor y
de gloria reposa sobre vosotros con la virtud de Dios.
De ellos nos es lícito decir sin temor de son exagerados: Beati mortui qui
in Domino moriuntur.185 Bienaventurados los muertos que duermen en el
Señor.
¡Héroes de una santa causa! ¡Mártires ilustres del amor a la patria! No
os damos el último adiós como a los que parten desde su lecho de dolor. No,
valientes y denodados triunfadores de Tacna y Arica. Jamás nos despediremos
de vosotros. Viviréis y viviréis siempre en nuestros más gratos recuerdos y en
nuestras más fervientes oraciones. Escribiremos vuestros nombres ilustres
en el gran libro de la patria. Elevaremos arcos de triunfo y monumentos de
194
Documentos Oratoria sagrada
X
Y cuando así hablemos invocando el amor de la patria por quienes se inmo-
laron generosamente, en nombre de la adorable religión que les enseñaron
sus madres cristianas para saber vencer y saber morir, diremos al Dios de los
Ejércitos:
Monarca Supremo del cielo y de la tierra; Árbitro de la vida y de la muerte,
de la paz y de la guerra, recibid el holocausto de esa sangre generosa vertida
a torrentes con noble valor por la defensa de la patria. Escuchad benigno las
ardientes plegarias de tantas madres que lloran a sus hijos, de tantas esposas
que claman por sus amantes esposos y de tantos hijos que deploran al pie del
ara santa la orfandad de sus padres, inmolados por ese amor bendito. ¡Oh!
¡Gran Dios! que en vuestros secretos designios habéis decretado la victoria para
los ejércitos de Chile, y la vergonzosa derrota para las armas de las repúblicas
aliadas, coronad vuestra obra.
Haced que aprovechemos el triunfo, no para enorgullecernos con necia
vanidad, sino para adoraros y bendeciros con humilde reconocimiento. Que
conozcamos y confesemos que es vuestra la victoria y que es vuestro el valor
y el arrojo con que han combatido nuestros ejércitos.
Y como última y suprema plegaria, nacida de lo íntimo de nuestras almas
iluminadas por los resplandores de vuestra santa religión, dignaos perdonar
las humanas flaquezas de esos ínclitos guerreros y abrirles cuanto antes las
puertas de la Jerusalén celestial.
¡Dios de bondad! que olvidáis misericordioso nuestros extravíos y mise-
rias, dad el eterno reposo a los que en vos confiados rindieron sus almas en
noble lid. Requiescant in pace. ¡Que descansen en vuestra amable y dulce paz!
Así sea.
195
DISCURSO PRONUNCIADO POR EL PRESBÍTERO
DON SALVADOR DONOSO EN LA IGLESIA DEL ESPÍRITU
SANTO EN CELEBRACIÓN DEL TRIUNFO DE ARICA*
I
Señores:
Con acentos de inmenso y uniforme regocijo entonemos una vez más este
hermoso cántico de un pueblo justamente entusiasmado el día solemne de
espléndida victoria.
Sí, señores: cantemos al Dios de los Ejércitos el himno de nuestra profun-
da gratitud, y con los ángeles que anunciaron al universo el nacimiento del
Supremo Libertador de las naciones, exclamemos sinceramente conmovidos:
¡Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y gloria en la tierra a los héroes
ilustres que han vertido su sangre generosa sobre el altar de la patria!
¡Ah, señores! ¿Y quién podría dudarlo? Jamás pueblo alguno ha tenido
más justos títulos que el pueblo chileno para admirar y bendecir a la Divina
Providencia que ha velado con solícita mirada por la suerte feliz de sus armas.
Dando expansión a nuestro santo júbilo, inspirado por el sublime amor a esta
patria querida, repitamos una vez más: ¡Bendito sea, mil y mil veces bendito
el Dios de las misericordias!
Y ¿cómo no bendecirlo, señores, cuando desde el día en que fuimos
provocados a desigual e injusta guerra por las repúblicas aliadas del Perú y
Bolivia, ser chileno es un timbre de honor, que la misma Divina Providencia
se ha encargado de enaltecer con continuos e inmortales triunfos?
* Reproducido en Ahumada, Guerra del Pacífico, Vol. 2, tomo III, pp. 232-233.
196
Documentos Oratoria sagrada
II
Lo sabéis, señores, y lo sabe ya el mundo todo. Desde Antofagasta hasta el
Callao, y desde Calama hasta Arica por los arenales candentes del desierto y
por sobre las olas embravecidas del mar nuestros intrépidos soldados y nuestros
denodados marinos han paseado siempre triunfante el glorioso tricolor chile-
no. ¡Ah! ¡Hermosa bandera de mi patria, cuán gallarda te ostentas cubriendo
con tu sombra ese altar, donde se oculta con velo misterioso el Dios de nuestros
padres que nos ha enseñado a amar tan de veras a nuestra patria!
Con esa fe inquebrantable de una vida mejor, y conquistada por noble
y levantada abnegación, en tantos y tan desiguales combates, menores en
número, luchando con el hambre, el cansancio y la sed, nuestros hombres de
bronce ¡ah! ¡Qué denuedo tan invencible! Jamás, ni una sola vez, cedieron
la victoria al enemigo.
Al contrario, la han llevado por todas partes en la punta de sus terribles
bayonetas, y han escrito para siempre en las páginas de nuestra hermosa
historia, como lema en cierto modo infalible: “¡Chile no se rinde jamás!” Sí,
señores, y no creáis que me ciega el resplandor de esa llama sagrada que arde
en mi pecho de chileno y centellea en la pupila de mis ojos. No, los hechos
hablan por mí.
III
Prat, el grande, Riquelme, Aldea y demás invictos tripulantes de nuestra glo-
riosa Esmeralda han escrito sobre las olas ensangrentadas del mar de Iquique,
el 21 de mayo de 1879, a nombre de la marina de nuestro amado Chile, este
epitafio sublime: “Vencer o morir”.
Ramírez, Valdivieso, Urriola, Garretón, Cuevas, Garfias y demás héroes
de la tremenda tragedia de Tarapacá han escrito a su turno sobre las arenas
calcinadas del desierto, el 27 de noviembre del mismo año, a nombre del
ejército chileno, un epitafio semejante: “Muertos, pero no vencidos”.
IV
Por eso, señores, cuando oímos todavía el mágico y no interrumpido acento
de victoria en Calama, victoria en Iquique, victoria en Angamos, victoria en
Pisagua, victoria en Agua Santa, victoria en Dolores, victoria en los Ángeles,
victoria en Sama, y todavía victoria en Tacna y victoria en Arica y en todas
partes, victoria adonde quiera que llegan nuestras naves y colocan sus plantas
197
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
nuestros soldados, oyendo el nombre de otros héroes, que como los bizarros
Santa Cruz, San Martín y demás bravos inmolados últimamente a centenares
sobre ese altar repleto ya de víctimas ilustres, con la vista fija en los cielos y
con el corazón ardiendo de vivísimo amor por esos hermanos nuestros tan
gloriosos como queridos, no podemos menos que exclamar con indecible
gratitud. Cantemus Domino. Cantemos, sí, cantemos al Señor, porque con sin
igual magnificencia ha desplegado sobre el azul de nuestro puro cielo el manto
sagrado de su divina protección, y porque con mano de bronce ha hundido
en el polvo a nuestros soberbios enemigos y ha dejado flotando sobre las olas
del mar a sus amedrentados navegantes.
V
¡Oh! señores, qué contraste tan rápido y tan doloroso para los que provocaron
la contienda! ¡Justicia de Dios! ¡Recibe hoy el homenaje de nuestra admiración
y de nuestro culto!
¿Qué se ha hecho esa escuadra poderosa? ¿Dónde están sus naves for-
midables? ¡Ah! Las unas sepultadas en lo profundo del océano y las otras en
nuestro poder a las puertas del Callao, que hoy cuenta y espera hora por hora
el último momento de su rendición inevitable.
Y de nuevo, señores, permitidme una pregunta más y perdonad. ¿Dónde
están esos numerosos y aguerridos batallones de la desgraciada Alianza? ¡Ah!
¿No los veis derrotados y dispersos? Después de sembrado el campo de cadá-
veres, se han deshecho al golpe irresistible de nuestras huestes, como el soplo
de la tempestad dispersa y deshace las hojas marchitas de los árboles.
¡Ah! ¿Y cómo no reconocer esta marcada protección del cielo? Si Dios
está con nosotros, quién podrá detener el vuelo de ese cóndor audaz que
simboliza el empuje de nuestra fuerza? Ha volado desde la cima de los Andes
y no volverá a su nido de rocas y de nieve hasta que no haya despedazado el
corazón del Sol, que apenas alumbra entristecido el camino por donde huyen
los que se llaman sus hijos.
VI
Pero no; perdonad, Dios de paz y de amor, perdonad este arranque de humana
vanidad. Al celebrar los triunfos que nos habéis concedido con tan pródiga
mano, no queremos la ruina de nuestros enemigos. No; sabemos que somos
todos vuestros hijos y que ellos son nuestros hermanos de ayer, extraviados y
obcecados hoy por una venda fatal que oculta a sus ojos la justicia de nuestra
causa.
198
Documentos Oratoria sagrada
¡Gran Dios! ¡Árbitro supremo de los humanos destinos! Romped esa densa
venda y haced que vean los resplandores de la paz, como el arco iris de su
única esperanza en la horrible tormenta que aún les amenaza.
Antes que el hambre invada sus ciudades y la miseria cubra de duelo y de
lágrimas sus hogares entristecidos por cien derrotas, que se sometan, Supremo
Juez de las naciones, que se sometan al fallo inexorable de vuestra divina jus-
ticia. Enviadles desde el cielo al ángel de la reconciliación para que les diga
de nuestra parte, que si hemos sido leones en los campos de batalla, seremos
sus hermanos a la sombra de la cruz, que nos enseña a olvidar perdonando
con cristiana generosidad.
¡Sea, buen Dios, sea la sangre vertida en Tacna y Arica el último holocausto
pagado a vuestra justicia para que termine presto esta larga y penosa contienda!
Oíd las plegarias de tantas almas inocentes que claman sin cesar por el día
feliz en que han de volver, llenos de contento y de gloria, al seno de su patria
esos abnegados defensores de su honra, que han creído y esperado en vuestro
poder, magistrados, sacerdotes y fieles que rodeáis este santuario.
Y entretanto, entonemos un solemne Te Deum de gracias y alabanzas al
Altísimo para que en su infinita misericordia se digne grabar con letras de oro
sobre la frente de Chile, vestida hoy de gala y ceñida de laureles, esta palabra
de supremo contento: “Victoria y siempre victoria”.
199
ORACIÓN FÚNEBRE PRONUNCIADA POR EL PRESBÍTERO
FRANCISCO BELLO CELEBRADA EN HONOR A LAS VÍCTIMAS
DE LA GUERRA EL 11 DE AGOSTO DE 1880*
I
El corazón chileno es bastante grande, bastante noble y piadoso para que a
sus delicados sentimientos pueda escaparse que los públicos homenajes tribu-
tados a la memoria de los valientes de la escuadra y del ejército, son el justo
patrimonio de todos los ilustres mártires de la patria, en la presente guerra;
de todos, repito, desde ese invencible coloso de los mares, cuya sangre por
mano aleve derramada es y será la execración del pabellón enemigo, hasta
el último de nuestros queridos y cristianos soldados. Si pomposas ovaciones
ha hecho la patria a esos inmortales genios de la guerra, que en prematuro
sacrificio han sido y serán la semilla de mil y mil héroes gloriosos, de mil y
mil sublimes holocaustos. Cantemos hoy las proezas de valor del grande y del
pequeño, del marino y del soldado, del jefe que con su denuedo y sabiduría
manda, anima y fortalece, y del súbdito que obediente hasta la muerte a las
ordenanzas y disciplinas de la guerra, dirige certera puntería, quema hasta
el último cartucho, se bate cuerpo a cuerpo y rinde su vida, en medio de las
balas, antes que retroceder un palmo, en presencia del enemigo.
Fúnebre es la ceremonia que presenciamos, nuestras plegarias van marca-
das con el acento más triste y angustioso y al fijar nuestra vista sobre esa tumba
querida, raudales de llanto brotan de nuestros ojos. ¡Ah! señores, siempre
200
Documentos Oratoria sagrada
II
Un solo testimonio bastaría, señores, para fundar la justicia de nuestros elogios,
el de una sangre vertida en aras del más santo patriotismo, para rescatar la vida,
honra y libertad de millares de nuestros queridos compatriotas, derramada
para mantener incólume la dignidad de una nación libre, soberana, noble
sin ostentación, fiel en sus relaciones con el extranjero, pero sin doblez ni
hipocresía, hospitalaria y benigna hasta el exceso, e incapaz de herir a nadie
en sus legítimas susceptibilidades.
201
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
III
Sólo la fe, señores, puede imprimir en el corazón del soldado cristiano esa
sublime abnegación de sí mismo, que haciéndolo esclavo de una severa dis-
ciplina militar, si no le asegura en todo caso la ruina del adversario, siempre
le da derecho al título de valiente y a veces de esclarecido mártir de la patria.
Y ¿por qué? Porque la fe es la primera disciplina del alma; porque la fe es la
sola virtud capaz de mantener a raya ese entusiasmo y exaltada imaginación
del soldado valiente; porque la fe siendo la única autorizada voz de la obe-
diencia cristiana, es asimismo la única voz de obediencia para el guerrero en
los campos de batalla. ¿Por qué? Porque sin ella el coraje suele convertirse
en egoísmo, el entusiasmo bélico en extravagante delirio, la osadía, ora en
imprudente confianza, ora en temeridad presuntuosa. La abnegación inspirada
en la fe es la que da idea al soldado cristiano del último y más encumbrado
perfeccionamiento de la disciplina militar: obedecer sin saber a menudo a
dónde marcha y casi siempre sabiendo a ciencia cierta que camina a la muerte
casi siempre mirando bajo sus pies el sepulcro donde deben arrojarlo las
metrallas y bayoneta del enemigo.
¿Sabéis, señores, por qué el Cristo de nuestro Evangelio es la personifica-
ción por excelencia de todo lo grande, de todo lo bello, de todo lo sublime
y heroico llevado hasta lo infinito? Porque la divina iglesia que fundara es
la iglesia santa, gloriosa, inmaculada, sin sombra alguna de imperfección
y defecto.188 Ah! no es difícil explicar este misterio: nadie ignora que los
202
Documentos Oratoria sagrada
203
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
la guerra: pero ver, como hemos visto por nuestros propios ojos, esa pléyade
de abnegados jóvenes, de lo más distinguido de nuestra culta sociedad, que
en la edad de oro de una lozana juventud, impávidos se ríen de la muerte,
despreciando enérgicamente los halagos de la fortuna, los encantos del hogar
y las dulces relaciones de la amistad. ¡Oh! esto es altamente conmovedor, esto
inflama al corazón, arrebata de entusiasmo y nos obliga a todos a postrarnos
de hinojos ante esa tumba veneranda, para bendecir al Supremo Rey de las
naciones que hizo de nuestro Chile la nación grande y robusta y de sus hijos
una compacta legión de guerreros.
IV
Nadie es digno del apostolado divino sino aquel que es llamado por Dios como
Aarón;190 así también podemos decir por analogía que si en el corazón de
nuestros amados compatriotas está impresa una ingénita vocación a las armas,
es su valor heroico el signo inequívoco de su sublime llamamiento.
¿Y este valor en qué podemos resumirlo? En el desprecio impávido a la
muerte emanado de esa cristiana abnegación que viene a demostrar de una
manera irrefragable al militar cristiano, que eso que llamamos vida temporal,
no es sino una prolija y no interrumpida manera de morir y que las que juz-
gamos tumbas de los hombres, porque en ellas descansan sus cenizas, son la
cuna donde el alma renace a mejor vida.191 Aunque el arte militar, como dice
un eminente escritor, no carece de medios oportunos para inspirar el valor,
y aunque esas falanges de fuego, esos cascos y corazas, esas espadas lucientes,
esos tambores y clarines que baten marcha, lo encienden y exaltan podero-
samente en el alma del guerrero pero sin recurrir al cielo, sin ir más arriba
en busca de esa llama misteriosa, lo que hallaréis en el alma del guerrero no
será el desprecio magnánimo de la muerte, sino a lo más un olvido y a veces
un cobarde y premeditado olvido de la muerte.192 Convengo francamente,
señores, que el olvido de la muerte puede ser a veces un preservativo contra
esa siniestra potencia que consume en un instante los más arrogantes ejércitos,
el miedo temida divinidad a la cual el paganismo consagró templos y altares,
y espantoso flagelo con el cual suele el Todopoderoso castigar la injusticia
de las naciones. Irruasti super eos fornido et pavor.193 Sin embargo, nadie dirá
que nuestros guerreros hayan tenido necesidad de premunirse contra ese
fantasma pavoroso que forja casi siempre en el soldado la conciencia cierta
204
Documentos Oratoria sagrada
V
Señores, ¿qué súbita conmoción me domina en este instante? Recuerdos su-
blimes se agolpan a mi mente, veo desfilar ante mis ojos tantos y tan patéticos
cuadros de nuestros hechos de guerra, tan impresos conservo en mi memoria
los manes venerables de los héroes de nuestro ejército y escuadra que para-
logizada mi mente y arrebatado mi corazón de entusiasmo no acierto, en mi
desaliñada elocuencia, a formular el pomposo elogio que se merece la flor y
nata de nuestros valientes marinos.
Heroico comandante de nuestra siempre querida y malograda Esmeralda,
¿qué diré en mi acendrado cariño y loca veneración que te profeso, qué diré
que corresponda a la magnitud de tus hazañas, al sobrehumano heroísmo de
tu valor y a la abnegación sin límites de tu varonil corazón? Grande tu alma
como el inmenso océano que te sirviera de sepulcro y belicoso tu espíritu
como las rugientes ondas que espumosas siempre de ira, viven en perpetua
agitación, ultimado pudiste ser por monstruo aleve, nunca vencido; que si en
legítimo certamen te batieras y feroz espolonazo no hundiera para siempre
en los abismos la humilde ciudadela de tus hijos, hoy Chile, como en otro
tiempo Israel alborozado del nuevo David contra insolente Goliat, celebraría la
victoria. ¿Y qué pensar señores del intrépido Serrano, cuyo arrojo desmedido
en nada desdice al de su bravo comandante; que, arrebatado como él en justa
ira, se abalanza como un león sobre el gigante que debía exterminarlo, pero
con la conciencia de que el mutilado cadáver de su heroico compañero y el
suyo propio acribillado de balas, sobrecogería de pánico a sus enemigos y los
obligaría tarde o temprano a confesar su impotencia?
¡Oh! ni uno solo de los detalles de la sangrienta tragedia de Iquique
puede pasarse en silencio y para hacer justicia a nuestros marinos, debemos
ingenuamente confesar que si Prat, Serrano, Videla, Aldea y Riquelme son
los más célebres protagonistas de la escena, todos los demás tripulantes de
nuestra malograda navecilla son un portento de abnegación y heroísmo; si,
todos vieron la muerte a sus pies y serenos la despreciaron, todos lucharon
contra ella palmo a palmo y todos prefirieron antes hundirse para siempre
en los abismos que arriar un instante el tricolor chileno.
205
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
VI
Pero no es solo a los héroes de Iquique a quienes se deben tributar hoy justos
elogios, debemos hacer el estudio completo de las virtudes de nuestros dis-
tinguidos marinos y es vastísimo el horizonte que ellas abrazan. Recordaréis,
señores, el periodo de nuestra guerra que precedió a la gloria hazaña de
Punta Angamos, en donde merced a la pericia del bravo y experimentado
jefe de nuestra escuadra y al coraje del nunca bien ponderado comandante
del Cochrane, es rendido en justa lid el famoso monitor peruano. Por lo que
en nosotros pasaba en aquel tiempo podréis calcular la impaciencia y exas-
peración que produciría en nuestros marinos el proceder que rehuyendo en
todo caso el leal combate, no reconoció más táctica militar que la inacción,
la sorpresa, el escondite y la fuga, cuyas armas de defensa fueron las brumas
del océano y la oscuridad de la noche y cuya única presa, en más de medio
año de sacrificio, fue un desarmado buque de transporte. Es evidente que el
único fin que perseguían nuestros adversarios era exasperar la paciencia de
nuestros marinos, para obligarlos así, o a desistir de la empresa de mantener
el bloqueo de los puertos, lo que era acrecentar para ellos los medios de
defensa, o a emprender una aventura de expedición, cuya solución habría
sido, ora la rápida fuga de la escuadra peruana a sus arsenales de guerra, ora
una indolente inacción de sus blindados que diera tiempo a la rehabilitación
para ellos de armas, cañones y demás elementos de guerra.
¡Ah! sabían perfectamente nuestros marinos que el trabajo pertinaz lo
vence todo, y que la disciplina del valor es la previsión concienzuda de los
más mínimos detalles de la victoria; no podían ignorar que la exaltación y
delirio de un instante, si podía proporcionarles un efímero triunfo, podía
también acarrearles una lamentable ruina; y sobre todo, inspirados por la fe
de su religión no podía ocultárseles que la paciencia engendra siempre una
esperanza segura y que el que vive sostenido por esa áncora divina es imposible
que se pierda: Patientia autem probationem, probatio, vero spem spoes autem non
confundit.194 Combatieron como leones, es verdad, desafiaron con serenidad los
más inminentes peligros, pero nunca perdieron la previsión, la calma serena
y la constancia que es necesario tener siempre, y sobre todo en la hora de los
reveses y desastres: testigo Punta Gruesa, en donde, gracias a la sangre fría
e intrepidez del bravo Condell, un enorme arrecife vino a ser el sepulcro de
su formidable enemigo y el puerto de salvación de su humilde y afortunado
barquichuelo. ¡Bendita religión que así enseñas al guerrero la santa disciplina
del valor, capaz de producir para la patria héroes como los de Chipana, Punta
Gruesa y Punta Angamos y mártires como los del 21 de mayo, en la siempre
206
Documentos Oratoria sagrada
VII
Continuemos nuestra obra señores, que para dar cima a nuestra empresa,
tenemos aún que hacer la exploración de otro campo exuberante de gloria
para Chile y riquísimo en virtudes para los guerreros de nuestro ejército del
norte.
El valor del soldado chileno en la presente campaña está tan a la vista
que la simple narración que hacen los partes oficiales acerca de los diferentes
hechos de armas habidos en el litoral es una prueba concluyente. Pero ¿quién
se ha atrevido jamás a poner en duda que el soldado chileno es un león en
la hora del combate, un Hércules, una fiera que jamás esquiva el golpe y que
si puede ser devorada en desigual condición, no sabe lo que es rendirse? El
soberbio estreno que un puñado de hombres a la cabeza de Vargas y San Martín
hicieron, asaltando las trincheras de Calama y obligando a los enemigos a
rendir la plaza, en medio de una lluvia de balas; ya revela muy a las claras el
207
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
temple de alma de aquellos soldados con quienes tenían que medir sus fuerzas
nuestros adversarios de tierra. Ahí está Pisagua, ese eterno momento de gloria
para el inmortal Santa Cruz y los cuatrocientos bravos que les acompañaron a
repechar esas pendientes alturas, defendidas por más de novecientos valien-
tes bolivianos, situados en las más oportuna localidad para arrasar con sus
fortificaciones la escasa infantería de nuestro ejército. Sin embargo ¿quién
puede detener a esas águilas altaneras, que sin temor de cegar, en fuerza
de los vivos resplandores que arroja el nutrido fuego de artillería y fusilería
del enemigo, impávidos clavan su vista en la cima que debían escalar, y sin
retroceder un ápice en forzada marcha, avanzan y siempre avanzan, atacan a
diestro y siniestro al enemigo, arrollan sus cañones, saltan fosos y trincheras,
y cuando les falta el aliento, jadeantes de fatiga, se aferran de las rocas para
seguir trepando la cuesta y coronar en sacrificio?
Oh! no, sé cómo expresaros el asombro que me causa la intrépida ab-
negación de nuestros virtuosos veteranos. Héroes esforzados de Dolores,
Tarapacá, Ángeles y Buena Vista, ¿a dónde camináis presurosos? ¿Ignoráis, por
ventura, los intransitables desiertos y fragosas encrucijadas que os cerrarán el
camino? ¡Dios mío, Dios de justicia y misericordia! tened piedad de nuestros
queridos soldados; son valientes y sacrificados hasta el extremo; su acendrada
virtud los hará soportar resignados el hambre, la sed, el cansancio y las mil
penalidades de un ejército que va buscando al enemigo que huye y que no
descansará hasta encontrarlo, combatirlo y arruinarlo, aunque sea en el paraje
más desamparado y peligroso. ¿Pero Señor quedarán frustradas las esperanzas
de tantos nobles corazones, o tendrán la dicha de tomar posesión alguna vez
de la tierra prometida? ¡Ah! señores, no pocas veces ha visto que en ejércitos
colocados en la tremenda condición que se encontraba el nuestro, más de una
discordia se ha suscitado: entre los soldados, más de una desesperada queja
en la tropa; y quién sabe cuántas veces, si una general sublevación ha venido
a romper la estrecha concordia que los unía. ¡Oh! abnegados guerreros del
ejército chileno, como quiera que os llaméis, batallón Atacama o regimiento
Zapadores, Buin 2º, 3º, y 4º de Línea o regimiento Santiago, Cazadores del
Desierto, Chacabuco, Navales o regimiento Esmeralda, Valparaíso, Lautaro,
Coquimbo, Chillán, Cazadores, Carabineros de Yungay y Artillería de Marina,
el orbe entero aplaudirá siempre vuestra inquebrantable sumisión e invicto
sacrificio. Cristianos de corazón ante todo, no podías ignorar que una razón
representa catorce mil razones, una voluntad catorce mil voluntades, y que
esa razón y esa voluntad constituyen una suprema autoría militar. Obediencia
ciega y afectuosa habéis dicho, es la indispensable condición de la victoria;
la duda, la vacilación, todo lo destruiría y reduciría a la nada las fuerzas de
nuestro ejército.
Era de esperarse señores que un ejército de seis mil combatientes que se
batía contra otro de once mil quinientas plazas, como sucedió en el famoso
208
Documentos Oratoria sagrada
VIII
La brillante victoria de Dolores tuvo lugar, como lo sabéis, el 19 de noviembre
del año próximo pasado; pues, quién lo hubiera creído, ocho días más tarde
dos mil cuatrocientos soldados, enterados con el regimiento 2º de Línea,
el Chacabuco, los Zapadores, Artillería de Marina libraban en Tarapacá el
combate más peligroso y desesperado que se registra en los anales de nuestra
guerra, ¡Oh, asombroso heroísmo! Ignoraban por una parte que las huestes
enemigas ascendían a más de siete mil combatientes, nada hubiera sido todo
eso, pero ni las tropas de reserva llegan a reforzarlos. ¡Oh cruel incertidum-
bre! y para colmo de desgracia, muertos de hambre, extenuados por la sed y
el cansancio de tan penosa travesía, todo se presenta con el aspecto del más
negro y doloroso revés.
Ya calcularéis la horrible carnicería de tan tremendo y desigual combate
y la frenética desesperación de esos valientes del 2º de Línea y Zapadores,
que si lograban rescatar su muerte con la de cinco o seis de sus vengativos
adversarios, temían que al fin pudiera concluirse la moneda. ¿Qué sordo, qué
irónico murmullo es el que se percibe en el campamento enemigo? Parece
que cuentan con la victoria; delirio de un instante, sólo les dura el valor
mientras sus fuerzas son triplicadas en número a las de nuestros intrépidos
veteranos; vislumbran apenas el arribo de nuestras tropas de reserva (que no
arribaron hasta la mañana siguiente) y aterrados de pavor emprenden la re-
tirada, abandonan la ciudad y marchan veloces a esconderse a las sierras más
apartadas del continente. Bendito seáis, en nombre de Dios, oh invencibles
del Chacabuco, Zapadores y, sobre todo, del inmortal 2º de Línea, contra
quien parece haber estrellado todas sus furias el monstruo desolador de la
guerra. Mas, ¡oh dolor, oh inmenso dolor! las lágrimas asoman a mis ojos y
un tristísimo recuerdo conturba mi pecho en este instante. Ya adivináis mi
pensamiento, sí, derribado fue por rayo fulminante el heroico e infatigable
209
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Ramírez, murió el valiente entre los valientes, el león indomable que durante
más de una hora sostiene por sí solo con sus predilectos del 2º de Línea la
batalla más sangrienta e inesperada, dejó de latir el magnánimo corazón de
este intrépido Macabeo que para alentar a sus hijos en el valor y la perseve-
rancia, sólo sabe formular esta sentencia en su doloroso lecho de muerte: “es
mejor mil veces morir que presenciar la ruina de nuestra patria”. Melius est
mori quam videre ruinam gentis nostra.196
IX
Toca ya a su término mi honroso cometido e ingenuamente, confieso que es
cuando me siento más incapaz para coronar la obra que merced a vuestra
reconocida indulgencia me he atrevido a iniciar. Frescos están en vuestra me-
moria los recuerdos del glorioso 26 de mayo y del inmortal 7 de junio de 1880
y hoy como desde el primer momento que llegó a nosotros la fausta noticia
de los soberbios triunfos de Tacna y Arica, Chile todo entero se hace lenguas
para exaltar el heroísmo sin igual de nuestros infatigables soldados.
Sí, no puedo pasar en silencio los incomparables méritos de los imperté-
rritos del Atacama, de los invencibles del Valparaíso; de los infatigables del
Santiago, del Coquimbo y de los Zapadores y de los intrépidos del Naval, de
la Artillería de Marina, del Chacabuco, de la Esmeralda y de los Cazadores
del Desierto. No me extraña absolutamente, señores, que ni el hambre, ni la
sed, ni los rigores de la intemperie, ni los padecimientos del clima, ni género
alguno de tribulaciones haya podido amortiguar el celo, el decidido entusias-
mo de aquellos héroes invulnerables. Esos soldados que veis intrépidos escalar
el campamento enemigo, destrozar trincheras enormes erizadas de cañones y
fusiles y clavar en lo más empinado de las fortalezas el pabellón nacional, esos
bravos militares son cristianos, y cristianos fervorosos, son hombres que no
viven sólo del pan, sino que ávidos de la palabra de Dios, como aquellas turbas
que seguían a Jesús por el desierto, han escuchado en tiempo oportuno la voz
amiga, llena de unción y de virtud de sus celosos capellanes; son hombres que
todo lo emprenden por Dios y que marchan a la lid en la íntima convicción
de que la gloria humana es tan fugaz como el humo, la vida presente está
repleta de miserias y tribulaciones y que no puede esperarse dicha completa
sino en la región en donde habita la luz inaccesible del Señor, el gozo y la
gloria sempiterna. Tremenda fue, señores, la batalla de Tacna; ocho mil de
nuestros soldados debían en sólo tres horas arruinar y dispersar a cerca de
catorce mil aliados, lo más aguerrido y disciplinado de las fuerzas del enemigo;
210
Documentos Oratoria sagrada
211
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
X
Mas ¡ay! señores, que en el espontáneo arrebato que ocasiona el recuerdo
de las famosas hazañas de nuestros héroes de Tacna, nada hemos dicho en
honor de los valientes del Buin, del 4º de Línea y el Bulnes que en Arica se
disputan y deciden por la suerte el derecho de entrar en batalla y dar su vida
por la patria.
Es cierto que la defensa del enemigo en este puerto era imposible y que
sitiados por mar y tierra y sin poder contar con tropas de refuerzo, debieron
capitular evitando un nuevo revés y el inhumano derramamiento de sangre.
Obstinados, no queréis transigir honrosamente, porque contáis con reducir,
con vuestras minas, la formidable ciudadela a un vasto y desolado cementerio;
no queréis dar tregua a vuestro encono, porque os parecen indestructibles
vuestros fosos, trincheras, volcanes de dinamita y sobre todo vuestro orgulloso
Morro. ¿Qué os parece intrépidos del 3º y 4º de Línea y del Lautaro, qué os
parece tamaña provocación? ¿Queréis una nueva deshonra para el pabellón
nacional; ciegos, queréis morir vosotros e inundar de lágrima a vuestras
familias y sembrar el pánico y el terror por todas partes? Pues bien, ciento
veinte muertos y trescientos heridos nos costará la victoria; pero a torrentes
correrá la sangre de vuestros porfiados compañeros, caerán por tierra vues-
tros fuertes, y en el mismo encumbrado Morro que domina vuestros mares,
eternamente se registrará esta tremenda inscripción: “La sangre chilena sólo
sirve de execración para el infeliz obstinado”. No se dirá jamás, señores, que
nuestros soldados provocaron con indolente apatía tamaña inhumanidad;
bien lo sabían nuestros enemigos; el soldado chileno es una fiera cuando se le
hiere por la espalda, siempre pronto a perdonar; pero si se le ultraja cuando
benigno tiende su mano al vencido, en furor se exalta, lo exaspera la ruin y
cobarde hipocresía y, como en Arica, no sólo se rehabilita su valor para castigar
a los ofensores presentes, sino que, avivando en su memoria el recuerdo de lo
pasado, triplica el empuje de su osadía y hace ver con los hechos que, si mano
vengativa pudo un día derribar a valientes como Thomson, el comandante
del Huáscar, hay momentos provocados por el enemigo en que se pagan muy
caro las ofensas hechas al vencedor.
212
Documentos Oratoria sagrada
XI
Pero, señores, no debemos contentarnos tan solo con la apología de las vícti-
mas de la guerra del Pacífico, ni con la simple admiración de sus eminentes
virtudes, ni la patria reportaría del sacrificio de sus hijos el fruto convenien-
te ni los defensores de nuestro hermoso pabellón reputarían fecundé una
sangre que no fuese la semilla de una nueva generación de soldados valientes
y de ciudadanos llenos de abnegación y patriotismo. Contemplar en toda su
desnudez el genio de la guerra con sus alas de fuego, sus ojos ennegrecidos
por la ira, su cabellera teñida en sangre, empuñando en su brazo el acero
de la muerte y sentado sobre un montón de hacinados cadáveres, y poder
vislumbrar siquiera que algo de bueno podría traer a la humanidad ese airado
mensajero de las iras del Señor, parece verdadera paradoja; sin embargo, ese
tan maldecido monstruo derramará sobre nuestro Chile bienes inmensos si
no los despreciamos, si voluntariamente no queremos torcer el desarrollo
de los acontecimientos de la guerra, y si, por un malentendido egoísmo, se
sacrifican a fines bastardos los altos designios de la Providencia del Señor, en
época tan solemne para el país, como es la que atravesamos. ¿Y las virtudes
de nuestros amados soldados?
He aquí, señores, la bella y abundante cosecha que a costa de tanta sangre,
tantas lágrimas y sacrificios, la patria ofrece a los hijos adorados de su alma.
¿No es verdad que después de haber explorado los principales hechos de armas
de nuestro esclarecido ejército y marina, experimenta el corazón chileno un
gozo, una satisfacción indefinible, al contemplar las virtudes de que nos dan
ejemplo nuestros cristianos soldados?
Ea, nobles hijos de la República de Chile, que a todos nos aprovechan los
ejemplos que nos legan las gloriosas víctimas muertas en la presente guerra
por la defensa de los sacrosantos derechos de la patria ofendida, y por con-
servar inmaculado el lustre de nuestra querida bandera: al alto magistrado,
para que imite de nuestros valientes ese heroico espíritu de sacrificio, que
formaría siempre gobernantes cristianos, mandatarios llenos de misericordia
y caridad para con el pueblo y que se desvivirán por proporcionarle la mayor
suma de libertades, niveladas en ese sistema cristiano, único capaz de enca-
minar a las naciones al verdadero y rápido progreso, único que puede hacer
la felicidad de los pueblos; al rico poderoso para que sepa que debe sazonar
con la mortificación y el generoso desprendimiento de sí mismo esas muelles
delicias de la opulencia que tanto enervan el valor y que llegan a veces hasta
sofocar en el corazón la llama del patriotismo; al súbdito ciudadano para que
se convenza una vez más que sólo en la escuela de la obediencia es donde
se aprende a ser mártir de su deber y mártir de su patria, por el voluntario
holocausto de sí mismo; y hasta al sacerdote, para que al contemplar los sa-
crificios, las lágrimas y la sangre que cuestan al soldado su intenso amor a la
213
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
patria, considere, que si tanto vale la madre patria que le vio nacer, cuántos
sacrificios, cuántas cruces y tribulaciones no debe estar dispuesto a experi-
mentar en su religioso corazón, por la defensa del honor, independencia y
sagrados fueros de la Santa Iglesia de Jesucristo.
Pueblo de Santiago, cuando ves en torno de esa tumba al Jefe Supremo
de la nación y al Pontífice de la iglesia chilena, a los más altos dignatarios del
foro y la magistratura y a tus legítimos representantes de ambas Cámaras, es
porque las cenizas encerradas en esa urna preciosa, merecen los más sublimes
y afectuosos homenajes. Pronto elevará la patria a nuestros héroes arcos de
triunfo y en el mármol y en el bronce inscribirá con letras de oro sus glorias
y virtudes; pronto la historia nacional consignará en sus páginas, para eterna
memoria las mil hazañas y prodigios del invencible soldado: toca hoy a la igle-
sia de Santiago, entusiasta admiradora de los triunfos y virtudes del ejército
chileno, bendecir con sus plegarias el glorioso sepulcro de sus hijos; orad,
nos dice, orad por vuestros amados hermanos de la guerra y ofreced tiernos
sufragios por sus almas, que la voz de la fe hoy os advierte, que es santa obra
y saludable pensamiento elevar al cielo fervorosa oración por los difuntos.197
Rendid eternas gracias al Todopoderoso, que pesando en la balanza de su
infinita justicia la santidad de la causa que sostenemos y las virtudes de los
ínclitos guerreros, que con su sangre la defienden, inclinó de nuestra parte la
victoria desde el primer instante de la lucha, coronó de honor y gloria inmortal
a nuestro Chile y hoy de pura inmarcesible palma al militar cristiano.
XII
Y vos, augusto rey del universo, que al poner ante los ojos del chileno esa
inmensa y majestuosa cordillera habéis querido recordarle a cada instante,
que si puras son sus glorias y virtudes como la blanca nieve que embellece sus
colinas, sublime debe ser el renombre de su fama cual las empinadas crestas
que la coronan, haced que el holocausto ofrecido ante las aras de la patria,
por esa falange de valientes, apresure la final y definitiva victoria de nuestra
guerra, que dando a Chile una paz firme y honrosa, le resarcirá sobradamente
las lágrimas y sangre que siempre cuestan al vencedor sus laureles y coronas.
Y mientras llega ese ansiado momento venid, o Dios de consuelo y misericor-
dia, venid a enjugar el llanto de todos aquellos, que si no han sido víctimas
de las balas y cañones en los campos de batalla, han ofrecido a la patria el
tierno y doloroso sacrificio de un esposo, de un hijo, de un padre idolatrado.
Que esas lágrimas benditas; presentadas, hoy a vos, Dios de bondad, por el
214
Documentos Oratoria sagrada
ángel tutelar de nuestra patria, hagan penetrar hasta los cielos el incienso
de nuestra ferviente oración y acaben de purificar de todas sus humanas
flaquezas y miserias a nuestros queridos marinos y soldados. Si la sangre de
Jesús, que acaba de inmolarse por ellos en el ara sacrosanta, y las fúnebres
preces, llenas de unción y caridad que los ministros del Santuario van a dejar
oír ante esa tumba idolatrada, abrirán a nuestros hermanos las puertas de la
divina Jerusalén, en donde disfrutarán eternamente de la dulce paz de los
escogidos. Así sea.
215
DISCURSO RELIGIOSO-PATRIÓTICO PRONUNCIADO POR EL
CURA VICARIO DE CHILLÁN, PRESBÍTERO DON VICENTE DE
LAS CASAS, EN LA SOLEMNE RECEPCIÓN Y COLOCACIÓN
QUE SE HIZO EN LA IGLESIA MATRIZ DEL ESTANDARTE
PERUANO DEL BATALLÓN IQUIQUE Nº 1 DE LAS GUARDIAS
NACIONALES,198 EL 9 DE SEPTIEMBRE DE 1880*
I
En nombre de nuestra augusta y veneranda religión católica, recibo, señores,
este glorioso trofeo de espléndida victoria, que habéis querido depositar en
el templo de Aquél que, gobernando en los cielos, es el árbitro supremo de
las naciones, el Soberano Señor de los señores.
Dominado el corazón del más intenso júbilo y de la gratitud más profun-
da, voy señores, con mano trémula de emoción, a conducirlo al pie de estos
altares, adonde día por día hemos venido a recitar el Miserere de incesante
súplica, y repetidas veces a entonar el Te Deum de los brillantes triunfos por
los nuestros obtenidos. Allí voy a presentarlo hoy como el fruto precioso de
aquel humilde clamor y de este inagotable y sin igual heroísmo.
Sacerdote, yo me postro reverente ante el Dios de las batallas, que liberal
y magnánimo ha sido y será para nosotros el Dios de las victorias.
Chileno, yo saludo entre los transportes de purísima alegría a esta patria
feliz, sagrado objeto de nuestros más tiernos amores de nuestro más legítimo
entusiasmo.199
198 Tomado en el Morro de Arica en el asalto dado a esta plaza el 7 de junio de 1880.
* Boletín de la Guerra del Pacífico, Santiago, 6 de noviembre de 1880, pp. 800-803.
199 Salmos 45, v. 11.
216
Documentos Oratoria sagrada
II
Hacéis bien, señores. Hacia una obra de doble justicia, rindiendo este home-
naje de reconocimiento y gratitud al Dios de los Ejércitos e interpretando así
los sentimientos más genuinos de aquellos bravos, que con valor indomable lo
ganaron, pasando sobre torrentes de sangre, e inmolándose por hecatombes
en las aras benditas de la patria.
Sí: bien está el emblema y prenda singular de tan difícil y glorioso triunfo
en la casa de aquel Dios, que vive y es adorado en nuestros religiosos templos,
como en nuestros guerreros campamentos, siendo a la vez maestro generoso
y omnipotente Protector.
III
Tal hicieron nuestros padres, señores, cuando desde la aurora misma de nues-
tra emancipación consagraron a Dios las primicias de sus laureles. Los imitáis
dignamente, y las sombras queridas de esos ilustres próceres, radiantes de una
gloria que no acaba, se alzarían hoy de sus tumbas, removidas por los ecos
de ¡victoria! se gloriarían ufanos de ver tales hijos, que han sabido conservar
incólumes los preciosos legados de su fe y de su heroísmo.
Así, la ofrenda de este bellísimo estandarte es digna por su significado del
Dios a quien se consagra, y de esta generación de atletas que en real y honrosa
lid le conquistara. Conviniendo con el egipcio en la efigie de antiguos ídolos,
con el romano por su llama ante la loba y águila de aquellos, y aun por su
escudo con la media luna del musulmán, sin el brillo de la gloria, empero,
está muy lejos de rivalizar con la fresca y lozana flor de lis, ni con el victorioso
oriflama de Saint-Denis. Lo sabéis, señores, y gracias al Dios Omnipotente, su
sol se ha eclipsado ante la refulgente estrella de Maipú, y ennegrecido con el
humo del cañón vencido, viene a ser purificado aquí con el suave aroma del
incienso de justiciera expiación.
Símbolo de las glorias pasadas de una nación ayer hermana, es hoy una
aureola más, que esplendorosa, brilla en las sienes purísimas de nuestra
patria.
¡Justicia de Dios, señores! y sólo la grandeza de esta gloria nuestra puede
dar la magnitud de la deshonra que ha caído sobre ese pueblo vencido, casi
expirante, pero aún no escarmentado.
217
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
IV
Sabéis, señores, lo que es un estandarte, y lo que un estandarte arrancado
victoriosamente al enemigo. Para una nación nada hay más ignominioso,
nada más tristemente fatal.
“Los soldados, dice el mariscal de Sajonia, han de mirar como un deber
sagrado el no abandonar sus banderas y los que las custodian deben arrostrar
todos los peligros y sucumbir ante que rendirse”200.
Esta es, señores, la escuela del chileno. A él todo puede faltar en el mo-
mento del combate: el sustento, que encontrará en su valor; el descanso a que
menos que nunca entonces aspirará; las municiones y las armas, que le brotarán
de los suelos y hasta donde alcance su robusto brazo; su jefe mismo que tanto
ama y que le dirija y aliente; sin todo esto sabrá pelear y sabrá vencer; pero sin
bandera no. Antes de perderla habrá ya mil veces perdido la vida.
Ahí están en confirmación, señores, esas dos gloriosas etapas de una
misma sublime epopeya: Iquique y Tarapacá. Ahí perdió, si, el chileno dos
banderas, pero… la primera, descendiendo majestuosa y pura a guardar en
los abismos, como preciosa perla en su concha, el testamento sagrado del
más grande de nuestros héroes, testamento escrito en sus pliegues con sus
últimas espirantes miradas y sellado con su sangre y la de sus heroicos com-
pañeros; la segunda, en desigual contienda, de sorpresa, defendida sólo por
veinticinco bravos, no llegará a las manos enemigas hasta no quedar sino uno
con el aliento de la vida.
Pero no basta al chileno, señores, defender su bandera hasta morir; no vive
tranquilo si no alcanza a reconquistarla victorioso. Y la bandera del Huáscar
victimario, vendrá a ser el trofeo expiatorio de su víctima Esmeralda, y la en
Tarapacá perdida será después de Tacna conquistada, y ese estandarte que ahí
tenéis y que ayer no más enseñoreándose soberbio en las alturas del Morro,
dominaba los mares del Perú, tumba de nuestra querida Esmeralda y sobre
esos campos regados con la sangre de bravos en Tarapacá, será el testimonio
vivo de la expiación sangrienta de aquellas dos horribles felonías.
V
¡Prat! ¡Barahona! nombres ilustres, heroicos defensores de nuestro tricolor
querido, tendréis bien pronto vuestro digno vengador, el inmortal San Martín,
y en este trofeo el fruto de vuestra inmolación.
200 Bergler.
218
Documentos Oratoria sagrada
219
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
VI
¿Dónde encontrar, señores, una flor bastante galana y bella para orlar las
sienes de nuestros héroes? ¿Dónde oro y brillantes bastante puros, y que sus
glorias no los eclipsen? ¿Dónde mármol y bronce bastante duros que sirvan
de pedestal al monumento eterno de su nombre? La tierra no brota esas
flores, señores, ni guarda en sus entrañas esos brillantes ni ese bronce. Sólo
en los cielos, a donde han sido trasplantados en alas de su fe religiosa y de su
inmolación heroica, podrán recibir la corona dignamente merecida. Protector
tuas sum, et merces tuas magna nimis.202
VII
En efecto, señores, la fruición eterna de Dios ha sido siempre el premio su-
perabundante del valor en cuanto virtud. Es Dios de quien viene, Él quien lo
inspira, lo dirige y lo bendice, acordándole aun en el tiempo ordinariamente
como premio la victoria.
“Dios, dice Bossuet,203 es el que forma los guerreros, les inspira el valor y les
da las otras cualidades naturales y sobrenaturales del corazón y del espíritu.
“La victoria no es diosa, agrega el inmortal obispo de Hipona,204 sólo Dios
es el señor y dueño de la victoria. Victoria dea non est, sed Deus solus victoria.
“Y esta victoria no pende del mayor número de combatientes, sino del
cielo viene la bravura y el éxito brillante, agrega el doctor San Bernardo.205
–Non in multitudine exercituun est victoria belli, sed de coelo fortitude est.
La Providencia Divina se cierne majestuosa y omnipotente en la hora del
combate por sobre el silbar incesante de las balas, el atronador estampido del
cañón, el agudo clarín de bélicas canciones, y decreta en esos momentos las
coronas de triunfo cual cumple a sus designios soberanos.
En todos los actos del hombre hay, dice el gran Ventura Raitlica,206 cier-
tamente algo humano; pero en la guerra sobre todo, según el orden divino,
el aturdimiento y el buen tino, la cobardía como el valor, el egoísmo como
la abnegación sirven, sin saberlo, a la realización de los juicios altísimos de
Dios.
El genio de la guerra, Napoleón, después del sangriento y gran triunfo de
Wagram, decía al pasar los Alpes, a un ayudante suyo: “Gran cosa os parece el
220
Documentos Oratoria sagrada
VIII
Así sólo se explica, señores, ese prodigio que a fuerza de repetirse entre
nosotros llega a ser casi una ley: esa trasformación súbita que se opera en
aquel modesto y tranquilo labrador de nuestros campos, convertido a la voz
de la patria, de oculto y pacífico morador de nuestras vírgenes florestas, en
aguerrido veterano y defensor intrépido de su bandera.
No es sólo el carácter, señores; no es sólo la sangre de bravos que circula
por sus venas, ni la esmerada disciplina, ni las auras purísimas y benéficas in-
fluencias de este suelo feliz, la única fuente, ni aún la principal de ese heroísmo
sin nombre con que el chileno viene asombrando al orbe entero.
Sí, señores: gracias al cielo, el soldado, el militar chileno, es católico,
eminentemente católico.
Vedlo en acción, en el momento más solemne de su vida: con semblante
pálido de emoción, no de miedo, el oído atento a la primera voz de mando, la
mirada centelleante y fija en su querido pabellón, dirige a él su faz inundada
de majestuosa serenidad. ¿Qué desea? ¿En qué piensa? ¿Qué hace? Desea sólo
cumplir con su deber; piensa en su patria, en su madre, esposa e hijos, seres
queridos de su corazón simbolizados en un tricolor, y así como acaba de pasar
rápida revista a las armas, la pasa ya a su conciencia.
Mira la muerte de frente y no la teme, descubre los peligros sólo para
arrostrarlos, marcha con paso firme en compacta falange o por mitades; y
cuando ha sonado ya el clarín del combate, bajo un diluvio de balas, lo veréis
tranquilo, ardoroso, trepar por escarpadas breñas, correr sobre pesada arena
y sin mirar a los que caen y, sí, únicamente a su bandera, sembrando la muerte
por do quiera, sólo atiende a ganar el primero el puesto de mayor peligro,
cumplir con su deber. ¿Quién ha infundido en él esa idea tan clara y noble
del deber? ¿Quién alienta su coraje para hacerlo trepar por los escalones del
sacrificio hasta las aras mismas de la inmolación?
221
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Efectos tan portentosos no reconocen sino una gran causa, más que
humana, divina.
Y ¿quién, señores, inspira a nuestros más nobles y dignos jefes ese golpe
de vista revelador de la situación y de las debilidades enemigas que sorpren-
de? ¿Quién esa concepción pronta, esa observación prudente, esa resolución
inquebrantable y vigorosa ejecución en los momentos precisos y decisivos?
A semejanza de las grandes montañas, cuya cima pasa sobre las nubes y
las tempestades, conservan su calma en las alturas, así los veremos reposados
y serenos, dominando la situación. Pero, señores, no lo olvidéis: es necesario
que, como ellas, se eleven sobre las nubes presagiadoras de la tormenta más
allá de las tempestades humanas, y… que toquen a los cielos.
IX
A tales jefes y a tales soldados, Dios da la victoria, Dios de cuyas manos está
pendiente. Et quis dat victorim, nisi ipse Deus?208
Con tales soldados y con tales jefes, en una hora serán nuestros los
formidables castillos de duro risco, pasando sobre minas de treinta y cinco
quintales de dinamita, una sola; se vencerán lugares invencibles y hasta a la
desesperación misma enemiga, que ¡infeliz! habría llegado aún a fortificar,
profanándolos, el campo de los que fueron209.
Con tales jefes y con tales soldados, en fin, Arica, la inexpugnable, rodeada
al norte, sur y oriente de fortificaciones insalvables y del mar al occidente,
en su interior repleta de volcanes, Arica será chilena. Es que un solo lugar,
señores, le queda sin defensa, su cielo; y toda resistencia es inútil, la ira de
Dios ha caído sobre el Perú;210 y el robusto cóndor de los Andes prenderá
vuelo sobre sus formidables y altísimos baluartes y descenderá rápido, impo-
nente, vengador, sobre Arica, y clavará su poderosa garra en el corazón de
ella y plantando allí el tricolor victorioso, arrancará de su Morro este mismo
gloriosísimo trofeo, para testimonio eterno de gratitud hacia Dios y del he-
roísmo sin nombre del chileno.
Grande, pues, fue su ignominia, como grande es nuestra gloria y grande
debe ser nuestra gratitud a Dios, qué tal nos la concediera. A Domino factum
est istud, et est mirabile in ceulis nostris.211
222
Documentos Oratoria sagrada
X
Sobre un bello y espacioso carro, plantado había un árbol empinado y fron-
doso; en su copa brillaba una cruz; bajo ella flameaba una bandera varia en
su color. Los más bravos de la nación montaban el carroccio y debían a todo
trance defender esta bandera.
He ahí, señores, uno de los trofeos guerreros más simbólicos de las re-
públicas italianas.212 Nosotros no lo tenemos, señores; pero plantado en el
corazón del chileno, crece el árbol de la santa libertad; lo domina la cruz, la
cruz, señores, de cuyos brazos pende diecinueve siglos hace, la humanidad;
bajo esa cruz flamea nuestro nunca vencido tricolor, y dos millones de hijos
lo custodian y defienden con su sangre; y la fe hasta la devoción piadosa,
el valor hasta el heroísmo sublime, son la herencia sagrada de estos bravos
defensores.
Nada más justo, pues, señores, nada más altamente honroso para noso-
tros mismos, que consagrar este hermoso trofeo, como testimonio vivo de
nuestra gratitud y constante plegaria, a ese Ser Omnipotente, Dios que rige
los destinos de las naciones, y que ha venido en nuestra protección. Deus
virtutum nobiscum.
Y ¿dónde colocarlo mejor que en su santo templo, símbolo como es de
una nueva victoria que El nos ha acordado por medio de nuestros valientes,
y testigo mudo pero elocuente de otros213 que en esta misma guerra nos
concediera bondadoso?
Fuera del templo, ese trofeo no sería sino un valioso objeto de curiosidad;
aquí, es la prueba esplendida y gloriosa de la protección del cielo y del heroico
e irresistible empuje de nuestro ejército.
Y cuando el monstruo horrible de la guerra, del que Dios quiere siempre
librarnos venga otra vez a visitar nuestra pacífica y floreciente nación, y acu-
damos como hoy, como siempre, a implorar su omnipotente auxilio en este
templo, la vista de este trofeo reanimará nuestra fe religiosa y avivará más y
más nuestro patriotismo. Aquí, vuestras esposas, señalando a sus nobles hijos
esta enseña de gloriosa victoria, les darán las preciosas lecciones de la fe y del
sublime heroísmo, con esa ternura y elocuencia con que sólo saben y pueden
darlas los labios de una madre. Aquí también con eso lenguaje mudo, pero
amorosamente insinuante del maternal cariño, le enseñarán a ser honrados
ciudadanos, heroicos combatientes, prácticos y fieles creyentes y fervorosos
hijos de María del Carmen, nuestra bondadosa y jurada protectora.
223
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
XI
Sí, Virgen querida del Carmelo, depositaria augusta de nuestras más puras
glorias nacionales, baluarte inexpugnable de nuestros bravos, estrella salvadora
de nuestros mares, patrona jurada de nuestras armas: ¡salva a Chile! ¡No le
abandones jamás! Recibe el tributo de nuestra amorosa gratitud, mientras el
religioso y agradecido pueblo de Chile eleva el monumento espléndido de
vuestra gloria y devoción.214
¡Chile querido! ¡Que al despertar el sol por entre la canosa cabellera de
los Andes, no alumbre jamás tu apostasía ni tu deshonra! ¡Que jamás empa-
lidezca el iris de nuestro tricolor, iluminado siempre por el lábaro eterno de
la Cruz!
¡Nobles chilenos, oíd!… Antes que se oscurezca el azul purísimo de su
cielo, antes que se agoten sus dilatadas campiñas, antes que deje de ser lo
que es, que nuestra patria abandone o desprecie sus tradiciones religiosas y
guerreras.
Señores: el Dios de los Ejércitos está con nosotros. Deus virtutum est no-
biscum. ¡Seámosle gratos, seámoslo siempre a nuestros bravos! Victoriosos,
exclamemos agradecidos con Turena: “El enemigo ha sido derrotado, loado
sea Dios”.
¡Legisladores de mi patria, inspiraos en Él!
¡Valientes defensores de ella, invocadle!
¡Hijos del pueblo, hermanos nuestros, amadle!
¡Y vosotras también, nobles matronas, dignas jóvenes, id a preparar ya
las más hermosas coronas para nuestros valientes; perfumadlas, sí, con el
noble encantador aroma de vuestra fervorosa oración y de vuestra angelical
inocencia!
¡Sepamos, señores, aprovechar nuestras victorias! ¡Y no lo olvidemos jamás
que sin fe religiosa y al compás de los himnos de victoria y, aun en la hornaza
misma de la libertad; se pueden fraguar hierros que aprisionan los espíritus
y que matan a las naciones! He dicho.
224
ORACIÓN FÚNEBRE POR LOS JEFES, OFICIALES Y SOLDADOS
CHILENOS MUERTOS EN LOS COMBATES DE CHORRILLOS
Y MIRAFLORES, PREDICADA EN LA CATEDRAL DE LIMA
EL 3 DE FEBRERO DE 1881, POR EL PRESBÍTERO
DON SALVADOR DONOSO*
I
No sé, señores, por qué extraña aberración de la naturaleza humana se viste de
duelo y se cubre de fúnebre crespón el templo santo de Dios, donde se paga
tributo al heroísmo sublime del amor a la patria. La eterna gloria de los que
rinden su vida en defensa del suelo querido que les vio nacer, no es el ángel
de la muerte que llora sobre la tumba con sus alas plegadas en testimonio de
un dolor inconsolable. ¡Ah! no: es al contrario el ángel de la resurrección,
que sube al cielo con rápido vuelo, llevando en sus sienes una aureola de luz,
que simboliza la dichosa inmortalidad.
He ahí, por qué yo habría cubierto de blancos lirios y de fragantes rosas
ese féretro sagrado, y tañendo marchas triunfales, al son de alegres armo-
nías, habría exclamado y con los mensajeros del rey de los ejércitos: “Gloria
a Dios en lo más alto de los cielos y en la tierra paz a los hombres de buena
voluntad”.
La sangre chilena, vertida a torrentes en los reñidos encuentros de
Chorrillos y Miraflores, ha sido, señores, un holocausto digno de las espléndi-
das victorias que la Divina Providencia ha decretado concedernos. El heroico
sacrificio de nuestros invencibles guerreros no ha sido infructuoso, y ya ellos
sellaron de antemano esa ansiada paz, que Chile ofrece gustoso a las repúbli-
cas aliadas en su contra. Muriendo con honor por la hermosa bandera que la
patria confiaba a su defensa el día que abandonaron sus hospitalarias playas,
han consolidado para siempre su antigua grandeza y le han dicho al morir:
“¡Oh dulce patria! ¡Asilo sagrado de nuestras madres, de nuestras esposas y
225
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
II
La constancia y el amor son, en verdad, señores, las dos preclaras virtudes que
llevan a término feliz toda obra importante y toda empresa colosal.
Con la primera se conquista la corona del triunfo y de antemano así ha
decretado el que es la infalible verdad: “Non coronabilus nisi qui legitime certave
it”. No será coronado sino el que peleare legítimamente. Poco importa que
se trate de las luchas del espíritu humano en pro de la virtud o de las que
una ley fatal y funesta impone a los pueblos en la defensa de la justicia y del
derecho ultrajados.
La victoria pertenece siempre al que ha recibido del cielo el don de la
fuerza: “Decielo fortitudo est”, y al que sabe ser constante para llegar hasta el fin
sin medir las dificultades y sin temer los peligros.
Ahora bien, señores, para que la constancia cristiana nos rinda sus armas,
es necesario que busque sus inspiraciones y su aliento en una fuerza superior a
los elementos y más poderosa que el miedo a la muerte. ¿Y cuál es esa fuerza?
me diréis. ¡Ah! la poseéis y la bendecís. El viejo libro en que Dios habla a los
hombres la señala y la clasifica a la vez como el poder más omnímodo e irre-
sistible: “Hosrtis ut mors dilectio”. “El amor es más fuerte que la muerte”. Tal
es, señores, el secreto de ese heroísmo que a través de toda resistencia nos
226
Documentos Oratoria sagrada
ha traído hasta aquí, abriendo a nuestro ejército victorioso de par en par las
puertas de esta ciudad, último término de nuestra legítima aspiración.
III
Ese elogio hecho por Dios mismo de los ilustres Macabeos, guerreros incom-
parables de la Historia Santa, es, sin duda, el más brillante panegírico de las
víctimas egregias de Chorrillos y Miraflores, sobre cuyos agrestes y solitarios
sepulcros vierten hoy nuestros corazones lágrimas ardientes de agudo dolor.
“Nos han dado ejemplo de constancia y siempre estuvieron preparados a morir
por sus leyes y por su patria”. Y no me ciega ni el amor a mis hermanos ni el
entusiasmo natural que despierta la victoria, al ver flamear por todas partes el
bello estandarte de la patria. ¡Ah! no, y bendita sea la Divina Providencia que
ha permitido no se empañe el brillo de esa estrella que simboliza el glorioso
porvenir de Chile, en cuyo corazón arde el fuego del amor patrio inflamado
por el amor a la religión.
IV
Esos dos amores, tan hermosos como sublimes, y tan vastos como profundos,
han realizado de común acuerdo los prodigios sin cuento de inaudito valor
que el mundo todo admira en el soldado chileno. Desde la hora siniestra en
que fuimos provocados a la guerra, la chispa divina de ese fuego sagrado se
inflamó en todas las almas, y de un extremo a otro de nuestra floreciente
República, no hubo más que un solo pensamiento, un solo deseo, una sola
ambición: la defensa y la gloria de Chile.
Nos unimos en torno de la bandera tricolor y con la conciencia de la
justicia de nuestra causa, olvidando todo lo que pudiera distraernos, comen-
zamos en el nombre de Dios, árbitro supremo de los destinos humanos, esta
lucha que cuesta ya tantos sacrificios de dinero, de sangre y de heroísmo.
Mas señores, mientras subía al trono del Eterno la incesante plegaria del
sacerdocio y del pueblo, del niño y del anciano, de la virgen y de la matrona,
que se ponían bajo el amparo de la Divina Providencia, los hombres capaces
de empuñar el acero, sin distinción de clase ni condiciones, desde el obrero
acaudalado de las grandes ciudades hasta el labriego pacífico de nuestros
feraces campiñas, corrían a aumentar las filas de nuestro ejército. Un pueblo
que consigna, por mar y tierra, desde Iquique hasta Angamos y desde Pisagua
hasta Miraflores responde con tanto entusiasmo como espontaneidad al grito
de alarma, es evidente, no puede ser vencido. Tanto más, señores, cuanto que
227
Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
V
Pero no es esto solo: hay más todavía, mucho más. Para apreciar en toda su
extensión la energía y el empuje irresistible de nuestros bravos guerreros, es
necesario contemplar de cerca y con profunda admiración las dificultades y
peligros de la empresa acometida. Debía lucharse, no sólo contra las balas
enemigas, sino contra todos los elementos de destrucción agrupados en larga
y penosísima jornada desde Antofagasta hasta Lima. Mañana, la historia, juez
frío e imparcial de los grandes acontecimientos que acaban de desarrollarse en
las playas que borda el mar Pacífico, dirá al orbe todo, cuál ha sido la pujanza
y el esfuerzo de nuestros jefes y soldados para recorrer los áridos desiertos de
Tarapacá, para escalar las empinadas cimas de Pisagua, para coger en una red
de acero el morro de Arica, para allanar las famosas trincheras del Campo de
la Alianza, sobre todo, para llegar hasta las puertas de esta ciudad, después de
haber rendido uno a uno los fuertes y poderosos reductos de Villa, San Juan,
Chorrillos y Miraflores. ¡Ah! señores, Roma y Esparta, en sus mejores días, no
han contado con guerreros más valientes ni con proezas más heroicas.
VI
Quisiera señalar su puesto de honor a cada uno de nuestros valientes batallo-
nes y discernir la palma al que hubiese descollado más por su pericia que por
su arreglo. Pero al lado de esos leones invencibles del Buin, del Chacabuco,
del Santiago, del 2º , del Chillán, del Esmeralda, del Curicó, de Zapadores,
del Valdivia, del Caupolicán, de Artillería de Marina, del Concepción, del
Valparaíso y de Navales, que destrozan al enemigo al pie de sus formidables
trincheras, veo a esas águilas audaces del Atacama, del Coquimbo, del Talca,
del 3º y 4º, del Lautaro, del Melipilla y del Quillota, que escalan las alturas y
dominan los terribles parapetos, pasando veloces, sin contar sus muertos por
sobre los fosos, la minas aleves y las mortíferas ametralladoras. Y no sería leal
ni justo sino hiciera honroso recuerdo de la brillante artillería de esa temible
caballería, que con los nombres de Granaderos, Cazadores y Carabineros de
228
Documentos Oratoria sagrada
Yungay han renovado las antiguas proezas de otros héroes y de otros nombres
ilustres, cuya sangre corre por vuestras venas y cuyo valor hace palpitar aun
vuestros corazones.
No terminaría, señores, si me propusiera detallar todos los episodios de
esta larga y fúnebre tragedia. Si fuera artista, a cada combatiente le alzaría una
estatua, y si fuera poeta a cada héroe le cantaría una epopeya. Pero reuniendo
en un solo cuadro todas las batallas y todos los hombres que han sucumbido
por mi patria, coronada hoy de tantos laureles, yo acentuaría los colores de
mi pincel sobre los campos de Chorrillos y Miraflores.
Aquí, en esta línea tan vasta como escarpada, es donde el enemigo ha
desplegado mayor actividad y se ha sostenido con mayor encarnizamiento.
Defendía el corazón del Perú, mejor dicho, la cabeza de su rico territorio;
tenía, pues, derecho para resistir con tenacidad y quizás ha dado la última
prueba de su amor patrio. No le niego por lo tanto una rama de laurel para
las tumbas de sus numerosos muertos y mi humilde plegaria llegará hasta el
trono de Dios, por el reposo eterno de sus almas iluminadas con los resplando-
res de nuestra misma fe cristiana, y abrasadas por el fuego de la caridad, que
nos enseñan que somos hijos de un mismo padre y hermanos en el corazón
de Jesucristo.
VII
Sí, señores, por muy elevada que sea la gloria de nuestras armas y el mérito
de nuestros héroes, jamás podremos aplaudir los desastres y los horrores de
ese monstruo feroz que se llama la guerra. Cuando al caer el sol en los días
memorables del 13 y del 15 de enero último, contemplábamos abismados
y silenciosos las piras fúnebres de Chorrillos y Miraflores, iluminando con
siniestro fulgor esos millares de cadáveres tendidos en el polvo y despezados
por el plomo. ¡Ah! ¡Oh, dolor! ¡Oh, sumo dolor! sentíamos en nuestras almas
destrozadas y abatidas como si las oprimiera el peso de una inmensa montaña.
Y cuando oíamos el grito desgarrador de esos miles de heridos, hacinados
por la necesidad del momento sin poderles prestar eficaz socorro: ¡Oh, Dios
mío! ¿Quién sabe medir la profunda y vasta tristeza que ahoga el corazón en
un mar de penas para maldecir una y mil veces esa bárbara ley de dirimir por
la espada las cuestiones que debieran resolverse por la palabra inteligente y
justiciera?
Pero ya que es forzoso pagar tributo, a esa ley de horror y de muerte, los
que exponen su vida y vierten su sangre para restablecer el orden y cimentar la
justicia, merecen en la tierra un homenaje de indecible gratitud. Sus nombres
deben pasar a la posteridad como un tesoro de inapreciable valía, y el polvo del
olvido nunca podrá ocultar bajo la losa del sepulcro sus gloriosas cenizas. En
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
los altares de los mártires y en las tumbas de los héroes está escrita la historia
de las grandes acciones de los individuos y de los pueblos, y esos son los sitios
sagrados donde se aprende a morir por la religión y por la patria.
VIII
La historia de Chile en esta guerra gigantesca es para nosotros una epopeya
inmortal, que tiene tantos cánticos sublimes cuantos han sido sus combates y
tantos nombres ilustres cuantos han sido los hombres que se han sacrificado
por su honra. ¡Oh! ¿Quién de nosotros pronunciará jamás los nombres de
Prat y de Serrano, de Thomson y de Aldea, de Ramírez y de Santa Cruz, de
San Martín y de Torreblanca; sin sentir profunda conmoción de asombro y
gratitud? Y ahora, señores, recorriendo de nuevo desde Lurín hasta Miradores
esa vía crucis con tantos calvarios, ¿quién no siente la necesidad de detenerse
para besar el polvo teñido con sangre generosa y para bendecir la memoria de
Martínez y de Yábar, de Marchant y de Zañartu, de Silva Renard y Zorraindo,
de Flores, de Rivera, de Serrano, de Concha, de Losa, de Díaz Gana y de tantos
otros, cuyos nombres pronuncian con respeto nuestros labios y guarda con
lágrimas de fuego nuestro corazón?
¡Nobles guerreros, denodados patriotas, almas heroicas! recibid hoy el
homenaje de nuestro inmenso cariño y las bendiciones de todo un pueblo
que ebrio de entusiasmo os aclama como a sus hijos predilectos. Todavía están
frescas las heridas y el alma oprimida por nuestra separación. ¡Siccins separat
amara mors! ¡Oh! ¡Así divide los lazos de la fraternidad humana la amarga
muerte! Pero mañana, cuando el tiempo y la resignación cristiana hayan en-
jugado las lágrimas de tantos ojos afligidos y hayan mitigado las angustias de
tantos corazones lacerados, los días 13 y 15 de enero de 1881, reunirán al de
la nación chilena, cual si fuera una sola familia, y en alegre fiesta se entonarán
himnos de gloria a los que hoy deploramos. Los hogares vestidos de duelo se
ornarán de flores, y esos seres queridos que lamentan tanta calamidad, sentirán
en sus pechos la dulce e inexplicable satisfacción de contar entre los suyos a
los héroes de Chorrillos y Miraflores.
IX
Séame dado, señores, en vuestro nombre y en el mío, desde esta cátedra de
verdad y de consuelo, elevar un voto ardiente de humilde súplica al Dios de las
misericordias, para que pronto mitigue en los hogares, hoy entristecidos por
la muerte, la amarga pena de las madres, de las viudas y de los huérfanos, que
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Documentos Oratoria sagrada
231
DISCURSO PRONUNCIADO POR EL SEÑOR GOBERNADOR
ECLESIÁSTICO DE VALPARAÍSO, MARIANO CASANOVA,
EN EL SOLEMNE TE DEUM DE ACCIÓN DE GRACIAS POR LA
ENTRADA DEL EJÉRCITO DEL NORTE, CELEBRADO EL 12 DE
MARZO DE 1881 EN LA PARROQUIA DEL ESPÍRITU SANTO*
Desde que Moisés entonó este cántico de acción de gracias a orillas del Mar
Rojo, al ver libre al pueblo escogido y sumergido en el abismo al orgulloso
Egipto, pocas veces habrá podido repetirse con mayor oportunidad que en
esta augusta ceremonia. Sí, cante a Dios himnos de alabanza toda la República
porque ha querido coronarla de gloria y honor, cantemus Domino, que cuanto
hagamos será siempre poco para pagar al cielo la deuda de eterna gratitud que
nos imponen tantos y tan espléndidos triunfos. Confiesen hoy los magistrados
y el pueblo con el real profeta que el Todopoderoso es quien ha castigado a
los que sin razón nos hacían guerra. Tu percusisis adversantes mihi sine causa;
del Señor nos ha venido la victoria y Él es quien nos colma de bienes y nos
bendice, Domei est salus et super populum tuum benedictio tua.215
¿Quién habrá, señores, que no vea en nuestros triunfos de mar y tierra,
la mano bondadosa de la Providencia? ¿Quién pudo esperar tanta gloria y un
desenlace tan feliz y tan espléndido?
El Dios que eleva o abate a las naciones, según le agrade, ha hecho llegar
para Chile la hora de su grandeza. La desconocida colonia, que ayer no más
apenas figuraba cual imperceptible trazo en aquel imperio colosal sentado
sobre dos mundos, con general asombro, ha medido sus fuerzas con el antiguo
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SALUTACIÓN HECHA EN NOMBRE DE LA RELIGIÓN
AL EJÉRCITO Y ARMADA DE CHILE EL DÍA DE SU
ENTRADA TRIUNFAL A LA CAPITAL POR EL
PRESBÍTERO RAMÓN ÁNGEL JARA*
I
Excelentísimo señor Presidente de la República Aníbal Pinto
Ilustrísimo señor obispo de Martyrópolis y vicario capitular de Santiago, doctor
don Joaquín Larraín Gandarillas
¡Bienvenidos seáis, señor general, señor contraalmirante, señores jefes,
oficiales, clases y soldados de nuestro ejército y armada!
Al pisar, después de una larga ausencia, los umbrales de este suelo, la patria,
vestida con las ricas galas que vuestros sacrificios le han comprado, ceñidas sus
sienes con los hermosos laureles que vuestra espada le ha segado, e iluminada
su frente con los resplandores de la gloria inmortal que vuestro heroísmo ha
conquistado, como una tierna madre, orgullosa de sus hijos, os ha salido al
encuentro para estrecharles contra el pecho y regar vuestra frente con las
lágrimas de su ardiente gratitud…
La patria, al hacer vuestra apoteosis, os ha dado cuanto tiene: de sus ma-
gistrados el respeto, de sus sabios el talento, de sus poetas la inspiración, de sus
artistas el genio, de sus músicas las armonías para llenar los aires con vuestro
nombre, de sus jardines las flores para que sirvan de alfombra a vuestro paso,
y de sus ciudadanos los delirios del entusiasmo y las locuras del amor.
Mas, vosotros, ilustres jefes y esforzados escuadrones, como herederos
legítimos que sois de los vencedores de Chacabuco y Maipo, de Guía y Yungay,
cubiertos todavía con el polvo de cien combates, venís a golpear a la puerta
del templo para doblar vuestra rodilla, deponer vuestras coronas e inclinar
nuestras banderas ante el altar del Dios de los Ejércitos.
¡Ah! Conocíamos el temple de vuestras auras; sabíamos que erais solda-
dos cristianos, y por eso aquí os aguardábamos a la sombra del santuario, los
ministros del Señor.
Como discípulos de una misma escuela, la escuela del sacrificio, el sacer-
dote y el soldado, sin conocerse, se aman, y sin vivir bajo un mismo techo, son
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
II
¡Con cuánta razón, señores, la Religión y la Patria tributan tan espléndidas
ovaciones a nuestros ínclitos soldados! Ellos, durante los dos años de la difícil
contienda a que fuimos provocados, han realizado, en la tierra y en el mar,
tales hazañas, y proezas, que cada una de ellas, por sí sola, bastaría para inmor-
talizar su nombre. Y si el prólogo de esta sublime historia que fue la jornada
homérica de Iquique ganó para nuestra escuadra la admiración del mundo,
el epílogo de ayer, que fue escrito en Miraflores, ha eternizado la audacia y
el valor de nuestro ejército.
Lima, la ciudad que ayer no más, por su soberbia, nos recordaba a la antigua
Roma, hoy cargada de cadenas, marcha uncida al carro de nuestros triunfos;
Lima, la ciudad que ayer no más, por sus riquezas, nos recordaba a Cartago,
hoy recibe de limosna el pan y el agua del vencedor chileno, y cubriendo su
desnudez con los jirones de la bandera implora el perdón, como las esclavas de
la Grecia, postrada de rodillas y besando la espada de nuestros generales.
El Callao, ese nido de rocas y de acero, donde el enemigo reputábase in-
vencible, hoy ofrece seguro abrigo a nuestras tropas, y sus defensores de ayer
apenas han tenido valor para encadenar la boca de sus cañones y para trocar
sus naves poderosas en teas funerarias de su tristísima agonía.
240
Documentos Oratoria sagrada
III
Tal es la plegaria que la República de Chile, personificada en vosotros, ilustres
vencedores, viene a elevar ante los altares del Señor. Y al hincar ante Dios
vuestra rodilla y al deponer ante sus aras vuestros triunfos, habéis ganado una
corona que eclipsa por su brillo a las que el mundo os da.
No lo olvidéis, esclarecidos militares: cuando la gloria no publica otra
grandeza que la miseria humana, es un relámpago que brilla, es una estela
que deshace el aire, es un sonido que disipa el viento, es una flor que apenas
nace cuando muere… Mas, cuando la gloria se tributa a Dios y se devuelve
al cielo lo que es suyo, la gloria, entonces, no muere con el tiempo, salva los
horizontes estrechos de este mundo, sube, llevada por los ángeles, hasta el
trono de la Divinidad, y allí, en el seno de la justicia y de la caridad infinitas,
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
cosecha para sus hijos un laurel que mantiene siempre fresco el Sol de la
eternidad…
He aquí el espléndido triunfo que os hará verdaderamente grandes ante
Dios y ante los hombres. ¡Guerreros de mi patria, doblad, pues, ante ese altar,
vuestras sienes justamente levantadas; presentadle en homenaje vuestras es-
padas, terribles en la lid porque llevan la muerte y el espanto; aquí sagradas
porque simbolizan la fe de vuestras almas, y deponed vuestras coronas, si no
queréis que se marchiten!
¡Inclinaos ante Dios, también vosotras, gloriosísimas banderas, reliquias
veneradas de nuestro amor! Vosotras que tremolasteis al viento en Pisagua y
en Dolores, en Tarapacá; y en los Ángeles, en Tacna y en Arica, en Chorrillos
y Miraflores; vosotras que alentasteis el valor y el sacrificio de nuestras huestes;
vosotras que escuchasteis los últimos adioses de nuestros mártires generosos;
vosotras que venís manchadas con la sangre de nuestros héroes; vosotras que
venís agujereadas por las balas y ennegrecidas por el humo de los combates;
vosotras que sois la síntesis de nuestro orgullo nacional; inclinaos también
vosotras, y que los ángeles de Chile os formen con sus alas un tabernáculo
de honor…
IV
¡Satisfecha ya nuestra fe, id, cumplidos militares, a llevar el consuelo y la alegría
a vuestros hogares que os aguardan! ¡Id a reclinar vuestras frentes coronadas
sobre el seno de vuestras madres; id a recibir el abrazo de vuestras esposas; id
a cubrir de besos las puras mejillas de vuestros hijos!
Mas, si os salieran al encuentro, cubiertas de negro luto, las viudas de-
soladas y os preguntaran por qué a vosotros os cupo en suerte la gloria y sus
esposos la inmolación y la muerte, aliviad sus penas, diciéndoles que cayeron
como bravos y que expiraron contentos porque dieron la vida a la patria con
su sangre. Y si encontraseis a vuestro paso un puñado de huérfanos desvalidos
que, anegados en llanto, preguntan por qué viene vacío el puesto de sus padres,
¡ah! enjuagad su lloro, decidles que la patria de los héroes es el cielo…
¡Ilustres vencedores, id a envainar vuestras armas, id a descansar sobre
vuestros laureles; y que os acompañen las bendiciones de Dios y de los
hombres!
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ORATORIA CÍVICA Y CULTURA
DE LA MOVILIZACIÓN
CEREMONIA PATRIÓTICA EN VALPARAÍSO CON OCASIÓN DE
LA DECLARATORIA DE GUERRA A BOLIVIA. DISCURSOS DE
ISIDORO ERRÁZURIZ, MÁXIMO LIRA Y FRANCISCO MORENO*
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
llevaba su palabra de aliento y de consejo hasta las alturas del Olimpo en que
divisamos a los que debemos creer, de hoy en más, protectores de los intereses
y del honor de Chile.
Damos a continuación los discursos de ambos oradores, que eran a cada
momento interrumpidos por los aplausos de la concurrencia.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
Fue eso lo que vio Valparaíso, con la alta previsión de los pueblos viriles,
cuando vino a este mismo lugar a comunicar su espíritu levantado a los con-
ductores del país a suplicarles que no arriasen la bandera nacional ante la
insolencia extranjera; a pedir al vencedor inmortalizado en esa estatua que
continúe protegiéndonos con su sombra y con el ejemplo de sus acciones,
y que inspire en los que le han heredado en el puesto de defensores de la
patria aquellas generosas ideas y aquellas altas resoluciones que lo elevaron
a él hasta ese pedestal que dieron a Chile un lugar prominente entre los
pueblos sudamericanos.
Pero ya que aquel error es irreparable echamos por ahora el velo del olvido
sobre el pasado y conservemos de aquellos tristes sucesos sólo un recuerdo
que nos sirva de enseñanza saludable.
Conservemos el remordimiento de aquellas debilidades como un estímulo
para volver a ser fuertes, y saquemos de la vergüenza de aquella caída la noble
resolución de levantarnos.
Y nunca, señores, hubo día más propicio que el presente para empezar la
obra de nuestra redención. Chacabuco bien lo sabéis vosotros fue el desquite de
Rancagua; la victoria de 1817 fue la reparación de la derrota de 1814; y si el 12
de febrero mereció ser esculpido con letras de oro en los anales de las glorias
chilenas, fue porque en aquel día memorable los caídos se levantaron, los débiles
probaron que habían recuperado sus fuerzas y la regeneración comenzó.
Hagamos pues, en el aniversario glorioso de aquella fecha el voto solemne
de imitar en cuanto nos sea dable aquellos esfuerzos, aquellos sacrificios y
aquel heroísmo. Que el eco de aquellas proezas sea para vosotros la voz om-
nipotente que gritó en las puertas del sepulcro: ¡Lázaro, levántate! ¡Voz que
fue obedecida y que realizó el milagro portentoso de una resurrección!
Ciudadanos: no fue Chile quien provocó el presente conflicto; no fue
Chile quien faltó a la fe jurada; no fue Chile quien, movido por instintos de
innoble codicia, ha pretendido consumar en el litoral un acto de verdadero
vandalaje. Somos nosotros los provocados, nosotros los engañados, nosotros
los despojados.
Un día se oyó en los tristes desiertos de Bolivia el ruido de unos pasos
repercutidos por los ecos prolongados de aquellas pavorosas soledades. Eran,
señores, los pasos atrevidos de los exploradores chilenos que iban a arrancar
a aquella tierra que parecía maldita, el secreto de los tesoros que ocultaba
en su seno.
Más tarde se oyó en esos mismos desiertos el ruido de la azada, de la
barreta y del combo. Eran los industriales chilenos, eran los peones chilenos
que habían llevado a aquellas soledades la industria activa, el trabajo fecundo,
el progreso y la civilización universal.
Y después se escucharon allí todavía los agudos silbidos de la locomotora
y los multiplicados rumores de un enjambre de hombres de acción, cuyo
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Francisco Moreno
Después del señor Lira, usó de la palabra don Francisco Moreno, quien, sobre
poco más o menos dijo lo siguiente:
Ciudadanos: yo también he estado en Caracoles y Antofagasta; yo también
he regado con el sudor de mi frente aquellos campos y aquellas rocas fecun-
dados por el trabajo de los chilenos.
Yo puedo hablar de lo que he visto, y he visto por mis propios ojos el modo
indigno con que en aquellos puntos son tratados vuestros compatriotas. El
trabajador, el minero, el pequeño industrial son tratados allá como perros;
para ellos no hay más ley que el antojo de un subprefecto imbécil, ni más
protección que los caprichos de mandatarios criminales, que no tienen más
ocupación que la orgía más repugnante.
A todos nuestros reclamos sólo se contesta: ¡No! Ustedes no tienen de-
recho ninguno, porque son extranjeros, y no hay protección sino para los
bolivianos. Para los chilenos, no hay sino el rifle y la cárcel; yo mismo he visto
a un subprefecto descargar su revólver sobre un chileno que se quejaba de
los ultrajes de aquellos caribes.
No sólo se trata de poner en peligro la vida de nuestros paisanos, sino
que se les roba sus propiedades, bajo el pretexto de ridículas e infames leyes
aduaneras. Ya que no podían cargar nuestros productos naturales, se han dado
a imaginarse que todo lo que llevamos es producto elaborado. Para ellos la
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
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DISCURSO DE ISIDORO ERRÁZURIZ A LAS TROPAS
EMBARCADAS EN LA SANTA LUCÍA
EL 24 DE FEBRERO DE 1879*
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
que al leer los partes del combate puedan enorgullecerse de vosotros vuestros
hijos, hermanos y esposas.
“Soldados, que os anime el gran espíritu de la patria. ¡Yo os saludo y os
bendigo, soldados de Chile!”.
Los soldados aplauden y gritan ¡Viva Chile!
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DISCURSOS PRONUNCIADOS EN EL MEETING
DEL DÍA 9 DE MARZO REALIZADO EN TALCA*
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
cedido. Esta cláusula fue cumplida hasta 1870, fecha del descubrimiento de
Caracoles.
Estando este mineral en la faja de tierra cuyos productos debían, según
tratado, repartirse, justo era que Chile reclamase su correspondiente cuota;
pero Bolivia se negó a ello protestando razones que a todas vistas eran simples
falsías.
En verdad, señores, dos años sólo después vigente el tratado principia
Bolivia por infringirlo imponiendo contribuciones. Se reclama, pero estos
reclamos no son escuchados; por el contrario, se contesta a ellos dictando en
su Congreso una nueva ley que impone una contribución a la exportación
de salitre de Antofagasta, en que industriales chilenos comercian. Y esta ley
dictada contra todo derecho, implica la ruptura del tratado con Chile. Más
aún: la violación de nuestros derechos en este caso hiere, no sólo los inte-
reses chilenos sino que también ataca lo más sagrado que puede tener una
nación: esto es, su honra! Bolivia, pues, ha procedido atropellando todas las
consideraciones diplomáticas que las naciones deben guardarse. Rebaja así
su soberanía y no es digna de fe ni de respeto, sino del menosprecio que a
tal procedimiento corresponde.
Desde entonces ya el gobierno boliviano dejó ver la mala fe de sus procedi-
mientos, puesto que faltaba a compromisos tan solemnemente contraídos.
Después de esta negativa de Bolivia, Chile, cediendo siempre a su concilia-
dora diplomacia, trató nuevamente con ella el año 1873. Pero aprobado que
fue el arreglo por nuestro gobierno, Bolivia se negó a reconocerlo. ¡Siempre
dificultades de parte de ella! ¡Siempre falta de honor para cumplir sus compro-
misos! Una nación que no sabe respetar lo que promete, no merece el título
de tal, ni menos que con ella se traben relaciones de ningún género.
Bolivia, pues, se hizo indigna de medir su diplomacia con la diplomacia
chilena; mas Chile tenía que atender a sus hijos y, siendo los asientos mineros
del litoral explotados por industriales chilenos, hubo nuestro gobierno el
deber de garantizar sus intereses. Para conseguir su objeto, buscó un medio
de transacción definitiva o que al menos lo librase por largo tiempo de las
impertinencias de tan molestosos vecino. A este fin se proyectó un arreglo
que fue firmado por ambos gobierno el año 74. En este nuevo tratado, Chile
llevó su generosidad hasta renunciar de toda participación en el producto
de la exportación minera, y sólo se reservaba lo que el artículo 4º de dicho
tratado dice y es como sigue: “Los derechos de exportación que se impon-
gan sobre los minerales explotados en la zona de terreno de que hablan los
artículos precedentes no excederán la cuota de la que actualmente se cobra;
y las personas, industrias y capitales chilenos no quedarán sujetos a más con-
tribuciones, de cualquiera clase que sean, que a las que al presente existen.
La estipulación contenida en este artículo durará por el término de veinti-
cinco años”. Este artículo establece bien claro el sagrado deber que Bolivia se
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
impuso. Su gobierno que firmó ese tratado debió pues cumplirlo. Pero Bolivia
ha procedido como un farsante que no respeta su palabra y a quien poco le
importan los ataques a su honor.
Con semejante conducta, Chile, señores, ha sido insultado, ha sido burlado
en sus derechos!! Preciso es, pues, que le hagamos comprender a la ingrata
Bolivia que el país que fue bastante generoso cuando sólo se trataba de ceder
intereses es también bastante bravo para entrar al combate cuando se trata de
defender su honor. Si hemos sido provocados a la guerra, allá caminaremos
con todo el valor y la sangre fría que nos da la justicia de nuestra causa.
¡Valiente pueblo! ¡Alentaos! ¡Mostrad al mundo entero que no habéis
desmentido a tan bravos héroes como fueron vuestros padres. Mostrad que
sois dignos descendientes de tan ilustre generación y que la sangre que circula
por vosotros es la misma de los bravos del año 10!
Mirabeau, el coloso francés, decía a su nación: “Cuando expiró el postrer
Graco arrojó polvo al cielo; de aquel polvo se engendró Mario –Mario que
no fue tan grande al exterminar a los cimbrios como al anonadar en Roma
la aristocracia de la nobleza!!” Así también, señores, cuando los padres de
la patria derramaron con placer ilimitado su sangre fertilizando aún más
las feraces tierras de Chile, no se escapó a sus miradas que de aquella tierra
nacerían hombres que en las circunstancias apuradas de su nación, estarían
dispuestos a arrastrar todas las penalidades y a perecer con gusto en los campos
de batalla a trueque de mantener a salvo la integridad y derecho del país que
nos legaron cubierto de tan inmortales glorias!
¿Y que más halagüeño, señores, que combatir por la más preciosa de las
causas cual es la honra de la nación? ¿De la nación a quien se ha querido
pisotear como reptil, a quien se ha tildado de débil y degenerada?
¡Bolivia, señores, es víctima de una magna equivocación! Llena de mal
encubierta envidia, ha dicho que Chile es un país autómata, que se dejará
arrastrar por el primero que lo pretenda. Pero, señores, olvida Bolivia los es-
tupendos fracasos que en más de una ocasión Chile le ha hecho experimentar,
olvida que tiene hijos que ansiosos sacrificarán por él sus vidas, antes que una
nación sin fe, sin delicadeza e inconsciente de su proceder lleve a efecto sus
maquiavélicas miras!
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
Pero nuestra errada política ha ido hasta firmar un tercer tratado que los
bolivianos han estado muy lejos de respetar todavía.
Se me dirá que la guerra habría tenido lugar de todos modos al negarse
Chile a firmar el segundo o tercer tratado y al querer tomar posesión del
litoral, declarándolo su propiedad. Se comprende perfectamente: entonces
Bolivia no habría alzado tanto la voz como hoy lo hace, porque en ese tiempo
nuestros gobernantes no habían dado tantos traspiés en su política exterior
como sucede actualmente; los bolivianos se habrían guardado mucho de esa
altanería que hoy han usado con nosotros; y en una palabra, no nos habrían
tenido por cobardes como ahora nos juzgan en vista de nuestra actitud para
con la República Argentina y aún para con ellos mismos.
En nuestro poder el litoral, es claro que Bolivia no habría tenido la
peregrina idea de grabar con impuestos el salitre, como lo pretendió hacer
últimamente, creyendo tal vez que estábamos dispuestos como siempre a
transigir en su favor; pero no; ya se había llenado la medida y Chile se puso
de pie, sacudió su inercia y reclamó: “basta ya; mis hijos son fuertes y como
tales es preciso que sean respetados”.
Decía hace poco que nuestros enemigos nos tienen por cobardes. El
boliviano al creer tal cosa del chileno ha debido necesariamente cerrar los
ojos a la infinidad de hechos heroicos que cuenta nuestra historia desde que
Chile se hizo independiente hasta hoy mismo.
Por naturaleza el chileno es valiente y esforzado; corre por sus venas la
sangre de esos héroes de la independencia que a su vez encerraban en las
suyas la sangre del indómito araucano.
Empero, no trataremos de probar al boliviano con palabras nuestro
valor; muy luego tendrá ocasión de juzgarlo él mismo con hechos prácticos
de incontestable verdad.
Ciudadanos: es necesario que empuñemos la espada del combate y corra-
mos a él entusiasmados y dispuestos a perder hasta la última gota de nuestra
sangre por la patria, mostrando así al boliviano y al mundo entero que los
soldados chilenos son capaces de todo heroísmo cuando se trata de defender
sus fueros agredidos por injustos detractores.
He dicho.–
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
En Chile, señores, ese fuego sagrado está bien vivo en el corazón de sus
hijos. Él es la herencia que nuestros padres nos legaron con ese hermoso
tricolor.
Al reto audaz que Bolivia nos lanzara, Chile se conmueve, pero espera.
Señala a su enemigo el camino de la moderación y de la prudencia, y sólo
cuando se ve despreciado, sólo cuando se le arroja el guante de la provocación,
salta como el leopardo herido, concentra sus fuerzas, lanza un grito de furor
y se precipita sobre Bolivia.
Ciudadanos, ha llegado el instante en que probéis a la América y el mundo
entero que permanecéis fieles al recuerdo de las glorias inmortales de Chillán
y de Rancagua, Chacabuco y Maipú.
Ha sonado la hora augusta y solemne en que la patria reclama de sus hijos
el cumplimiento de un deber santo y sagrado.
Como a impulsos de un choque eléctrico, levantémonos y acudamos a
defender el honor de Chile.
Que un solo grito resuene en todas partes, que un solo anhelo entusiasme
al corazón, que una sola y noble idea sea la divisa de nuestras almas.
Pueblo de Talca no empañéis las gloriosas páginas de vuestra historia.
Inspiraos en los grandes hechos de vuestros antepasados y procurad no des-
mentir sus honrosos antecedentes.
Allí en ese recinto donde un instante ha gozábamos de un rato de solaz,
allí cayeron en 1814, cumpliendo su deber de bravos, el infortunado Marcos
Gamero y el heroico Carlos Spano.
Allí probó Talca en 1859 que no fue de las últimas en acudir a la defensa
de su honor, ni indiferente al patriotismo que le legaron sus prohombres de
1810 y 1851.
Ceñido con la diadema de los bravos que ellos os legaron pura y glo-
riosa, y manteneos siempre a la vanguardia de los valientes y del más puro
patriotismo.
Que al grito de guerra acuda el joven y el viejo, el pobre y el rico y que
todos estrechándose en un noble y fraternal abrazo, formen la coraza de
acero en que vengan a embotarse los dardos cobardes e indignos de los que
ayer se titularon nuestros hermanos y hoy son nuestros más encarnizados
enemigos.
Dejemos de una vez a un lado ese vano orgullo, esas ridículas preocupa-
ciones de nobleza, indignas de una república democrática.
Demos a la América y el mundo entero este ejemplo sublime de
patriotismo.
Probemos que ante la patria en peligro, desaparecen los rangos, desapa-
recen las fortunas; que sólo quedan ciudadanos dispuestos a vender caras sus
vidas antes de empañar con un baldón ese glorioso estandarte.
¡¡La patria os llama, ciudadanos, acudid!!
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
Y los que caigáis en el campo de batalla tened presente que para vosotros
comienza una nueva vida, la de la inmortalidad.
Y cuando hayáis cumplido vuestro deber, cuando hayáis lanzado vuestro
último suspiro, entonces nosotros arrojaremos lejos nuestros libros, ceñire-
mos la espada del combate y serena el alma y firme el corazón, agrupados en
torno de esa bandera que nuestros padres nos legaron tan pura y tan gloriosa
marcharemos contentos a pelear y el postrer deseo de nuestras almas juveniles
será un ardiente voto por la felicidad de la patria!
Probémosle a Bolivia que aquí se anida un pueblo de valientes […]224
mucho menos los reveses.
Probémosle que somos dignos descendientes de los que humillaron sus
pendones en Buin, y en Guía, en Casma y en Yungay”.
261
RECEPCIÓN DE LOS HÉROES DE LA COVADONGA*
Valparaíso
Por muchos años recordará el pueblo de Valparaíso las fiestas con que recibió
a los gloriosos marinos de la Covadonga el lunes 23 del actual.
Desde el día anterior en la mañana se principió a engalanar la ciudad. Casi
no quedó casa donde no se izó el pabellón nacional y se adornó la fachada
con flores y arrayanes.
Los edificios públicos, los monumentos, las plazas, las iglesias, todos
competían a porfía en engalanarse para recibir a los héroes.
Desde el amanecer las calles se veían atestadas de gente.
A las 7 y cuarto A. M. del día el vigía dio la señal de que la Covadonga
estaba a la vista, lo que fue comunicado a todos por tres cañonazos disparados
en el fuerte San Antonio.
A las diez y cuarto, el fuerte San Antonio disparó 21 cañonazos, era el
saludo que se hacía a la Covadonga; pues en ese momento fondeaba la gloriosa
goleta.
La Covadonga entró remolcada por el Loa y seguida por innumerables
lanchas que habían ido a recibirla hasta Concón.
Todos los buques, tanto de guerra como mercantes, recibieron a la goleta
empavesados y lanzando las tripulaciones estrepitosos hurras.
Apenas había fondeado la Covadonga, saltaron a bordo los miembros de
las diversas comisiones que habían ido de Santiago a saludar a sus heroicos
tripulantes. El señor Augusto Ramírez dirigió la palabra al comandante
Condell felicitándole a nombre de la prensa de Santiago. Condell bastante
emocionado contestó:
“Agradezco con el más vivo reconocimiento la felicitación que usted me
hace a nombre de la prensa de Santiago; ella se ha conducido en las circuns-
tancias por qué atraviesa el país de un modo que le hace el más alto honor y
que la coloca a una inmensa altura”.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
“Yo y mis compañeros no hemos hecho otra cosa que cumplir con nuestro
deber en la medida de nuestras fuerzas; la prensa de Santiago ha cumplido
el suyo dignamente”.
“Me complazco en enviar a la prensa de la capital mi más cordial parabién,
al mismo tiempo que expresarle mi gratitud por la honrosa comisión de que
usted viene investido”.
Todos se disputaban por abrazar al bravo comandante y demás oficiales.
En un momento la cubierta quedó llena de visitantes; fue necesario pro-
hibir la subida para no desatender la maniobra.
La tropa recibió trajes nuevos y se preparó para desembarcar.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
“Es realmente bien hermoso lo que habéis hecho por la patria; pero la
recompensa es también hermosa y digna de vuestras hazañas”.
“Mirad un poco atrás. Hace poco más de un mes, cuando os daba el último
abrazo sobre la cubierta de la Covadonga y del Abtao, en los momentos en que
partíais para la guerra erais un puñado de buenos chilenos de quienes era
lícito esperar que supieran cumplir con su deber”.
“Pero cada uno de nosotros tenía derecho para creerse vuestro igual
porque, señores, los que formamos este inmenso pueblo que os rodea, tenemos
todos un corazón chileno y todos creemos poder ponernos en un momento
dado a la altura de los deberes que nos imponga la patria”.
“Mientras tanto, qué diferentes son nuestras respectivas situaciones hoy
día”.
“Nosotros seguimos siendo miembros desconocidos de la gran familia
humana”.
“Nuestros nombres vivirán lo que nosotros vivamos. Para nosotros el olvido
vendrá inmediatamente después de la muerte. Vosotros, por el contrario,
habéis escrito vuestros nombres en el libro de la historia, y allí quedarán
brillando para nuestra enseñanza y la de nuestros hijos”.
“Cuando en esto se piensa y se tiene corazón, hay una idea que viene a
la mente y es ésta: Si la resolución de morir o de sacrificarse por la patria, si
el heroísmo no naciera del corazón, debería nacer en un momento de me-
ditación y de calma”.
“¿Porque, señores, qué vale la vida que nosotros conservamos comparada
con vuestra gloria inmortal?”
“¡Ah! Haber tenido parte en esa jornada legendaria que pasará a las más
remotas edades con el título de combate de Iquique, haber tenido parte en la
ejecución de este cuadro maravilloso: allí la Esmeralda batiendo con el Huáscar
y contestando a las intimaciones de rendición de su poderoso enemigo con
la frase sublime de su inmortal comandante: un chileno no se rinde jamás, y
hundiéndose, en efecto, con su amado tricolor sin soltar la espada ni aban-
donar los cañones; y más allá la pequeña Covadonga, ese buque que en este
momento vemos meciéndose en nuestra bahía, que cada uno de vosotros
creería poderlo levantar si lo abrazara, y obligando, sin embargo, en medio
de su debilidad, a arriar su bandera a un poderoso blindado”.
“Tomar parte repito en la ejecución de este cuadro, dar esta gloria a la
patria, a la América imparcial y al mundo civilizado, es todo lo más a que
podía aspirar la imaginación de un hombre atacado por la fiebre y los delirios
del patriotismo”.
“Permitidme, señores, que no continúe porque no me permite hablar el
estado de mi salud; pero no quiero concluir, señor comandante, sin invitaros
a que vengáis conmigo y con esta inmensa concurrencia al templo. Sienta bien
a guerreros que no inclinaron su cerviz ni humillaron su estandarte ante los
hombres, doblar la rodilla delante del Dios de la Justicia”.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
Cantemos la gloria
Del triunfo marcial
Que el buque chileno
Obtuvo en el mar.
Esta agradable sorpresa había sido ideada por la señora doña Amelia
Lanza.
Los aplausos atronaban el espacio en cada una de las estrofas.
Al entrar a la iglesia se abrió una granada dejando caer sobre las sienes
de Condell flores y coronas. También volaron varios pajaritos adornados con
cintas tricolores.
El señor gobernador eclesiástico don Mariano Casanova ofició el Te Deum
después de recibir en la puerta a Condell. La iglesia estaba adornada con gusto
exquisito. En el altar mayor había un trofeo ostentando en el centro la espada
del heroico Prat que había traído recientemente el comandante de Bolivia.
A las dos terminó la ceremonia religiosa y el bravo Condell pudo sustraerse
por un momento a las manifestaciones públicas e ir a su hogar donde tantos
corazones lo estrecharon con ternura y efusión.
Repetidas veces tuvo que salir a las ventanas ante las exigencias del pueblo. En
una de estas ocasiones salió con su tierno hijo y lo mostró al pueblo pronun-
ciando entusiasta el juramento de vencer o morir en la actual guerra.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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El cuerpo de voluntarios bomberos de Santiago llegó a Valparaíso a las 11
y cuarto y su presencia fue una de las más agradables sorpresas, pues nadie
sabía su viaje.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
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Ovaciones en el viaje
El viaje de Condell y su oficialidad, de Valparaíso a Santiago, fue una verda-
dera marcha triunfal. En todas las estaciones los pobladores locales y los de
los alrededores habían acudido por centenares, ávidos de ver de cerca a los
vencedores de Iquique.
En Limache todo el pueblo acudió a la estación: las señoritas, provistas
de ramilletes y coronas de flores, abordaron –por decirlo así– los vagones y a
porfía se apresuraban a manifestar a los bravos marinos los sentimientos de
admiración que llenaban sus almas de ángeles.
En Llay-Llay toda la población se hallaba embanderada; y al llegar el
convoy, repetidas salvas de fusilería saludaron su arribo, y los moradores se
estrechaban en la estación para admirar de cerca al que tan alto había levan-
tado el pabellón de la república.
En la estación de Renca se pronunciaron elocuentes discursos dirigidos a
los marinos, y se les obsequió con un sinnúmero de coronas y ramilletes.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
En Santiago
La capital no había presentado manifestación más popular, espléndida y
espontánea que la que se hizo a los héroes de la Covadonga.
Veinte mil personas se estrechaban en la estación de los ferrocarriles desde
las primeras horas de la mañana.
Comisiones de todas las sociedades militares, civiles y eclesiásticas de
Santiago; senadores, diputados, todo cuanto encierra Santiago de distinguido
se había aglomerado allí con la vista fija en el punto por donde debía llegar
el tren y con el corazón palpitante de ansiedad y de entusiasmo.
A las doce llegó la comisión municipal que en nombre de la ciudad de
Santiago fue a recibir a los héroes. Iban en la Góndola del ferrocarril urbano
y seguido por otro carro lujosamente adornado.
El patriotismo de los chilenos inspiró al artista que adornó esos carros
como inspiró a todo Santiago.
La comisión municipal llegó acompañada de uno de los marineros de la
Covadonga, el primer fogonero, que iba con una corona y que al llegar allí
como en todo el trayecto fue vitoreado por el pueblo.
***
Eran las doce y media. De improviso las bandas tocan el himno de Yungay
y el Himno Nacional. La concurrencia prorrumpe en aplausos.
Era que llegaba el tren con tanta ansiedad esperado.
Se ve un carro empavesado y cubierto de flores. Allí vienen los héroes.
Condell se deja ver. Viene con su humilde y glorioso traje de costumbre
y de batalla: gorra, levita y espada.
270
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***
***
En cada bocacalle, en cada parada que hacía el carro triunfal, el pueblo se des-
cubría, y Condell, Orella, Reynolds, Valenzuela, Cuevas y el valiente grumete
Bravo eran aclamados con delirio: coronas y flores llovían sobre ese puñado
de marinos, honra… de nuestra patria.
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“Pues bien: ya que creéis que yo y mis compañeros hemos hecho algo que
merece las felicitaciones de una ciudad entera, voy a deciros lo que pienso.
(Profunda atención).
“Pienso que nadie merece esos aplausos con más justicia que quien nos
ha enseñado a cumplir con nuestro deber; nadie más bien que ese hombre
que tan alto levantó en el Papudo la bandera chilena. (Grandes aplausos).
Ese hombre, encarnación de lo sublime, de lo generoso y de lo heroico, que
jamás soportara que se arríe el pabellón glorioso de la república! (Entusiastas
aclamaciones).
“Sí, señores: el almirante Williams es y ha sido nuestro jefe: y con un
jefe como él, se aprende a ser valiente, se aprende a defender a la patria, se
aprende a morir antes que humillarse! (Estruendosos aplausos),
“Ahora voy a daros a nombre mío y de mis oficiales, las más afectuosas
gracias por el honor que nos habéis hecho. El Intendente de la provincia y la
ilustre municipalidad que tan dignamente preside; el Cuerpo de bomberos
armados, que como en Valparaíso ha acudido a hacernos honores; la prensa
de esta ilustrada capital, los colegios, el pueblo entero de Santiago vivirán
siempre en nuestros corazones como el más dulce y el más imperecedero de
los recuerdos!
“¡¡Pido, señores, una copa por esta entusiasta y culta ciudad que paga
con creces lo que ella, juzgando a los demás por ella misma, bautiza con el
nombre de un beneficio!!”
Imposible sería describir el entusiasmo que las palabras del comandante
Condell produjeron en los concurrentes. Los aplausos no cesaron hasta el
momento en que el señor Freire pidió un abrazo a Condell a nombre de la
oficialidad de Santiago.
El teniente Orella habló en seguida, y en una hermosísima improvisación,
manifestó que la conducta de todos los oficiales de marina se guiaba por la
del Almirante Williams, de quien Condell era el más entusiasta imitador.
Imitando a Condell, los marinos imitan a Williams, y ya saben con eso, sin
que nadie se los enseñe, que es su deber combatir para triunfar o morir con
honra cuando la fortuna es adversa.
El señor Orella fue calurosamente aplaudido y felicitado por los asistentes
que lo vitorearon repetidas veces.
El señor Vicuña Mackenna. Señores, antes de retirarnos cumplamos con
un dulce y triste deber.
Recordemos y saludemos con el respeto de nuestros corazones a dos
dignas mujeres de nuestro suelo: a una esposa que vestirá eterno luto y a otra
esposa que vestirá eterna gala. A la señora Carmela Carvajal, viuda de Prat, y
a la señora Matilde Lemus de Condell.
A las sublimes mujeres de Chile simbolizadas en la esposa, en la viuda y
en la madre.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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El señor Condell pasó a las nueve y media a hacer una visita al palco de los
señores municipales.
En ese momento se presentó a Condell un niñito de seis años, Enrique
Waugh, y presentándole un medallón le dijo: Condell, por la admiración que
tu nombre inspira, mi madre te manda este medallón. Guárdalo como un
recuerdo de este niño que mañana te envidiará al caracterizar tu papel en la
representación de la María Cenicienta.
Pasaron en seguida a la mesa del té ofrecida a Condell y oficialidad por
el primer alcalde señor Elizalde.
Se pronunciaron los siguientes brindis:
El señor Irisarri.– Señores: Porque aquí todos se acuerdan de las glorias
de Chile; pero nadie se acordó de los enemigos; nadie se acordó ni del Perú
ni de Bolivia, brindo por ese olvido.
El señor Freire (intendente de Santiago.)–El intendente de Santiago, en
representación de la Ilustre Municipalidad de Santiago, de la Victoria y de
diversas comisiones, clubes y asociaciones, da la bienvenida y felicita al bravo
comandante Condell y sus valientes compañeros, e invita al pueblo de Santiago
a un hurra general a los vencedores de Iquique.
Brindaron después los señores don Wenceslao Prieto, Luis Pereira, Orella,
Edwards, Adolfo Ibáñez y muchos otros.
Condell contestó dando las gracias por las manifestaciones que había
recibido él y sus oficiales de la Ilustre Municipalidad.
El teatro, que estaba atestado como nunca de gente, presentaba un golpe
de vista verdaderamente deslumbrador.
Tal ha sido –descrita a grandes rasgos– la manifestación que Santiago ha
hecho al recibir a los vencedores de Iquique.
Ella ha correspondido a lo que debía esperarse de nuestra capital, y a lo
que merecen los bravos marinos de la Covadonga.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
Ossa. Los valientes marinos fueron obsequiados y atendidos con esmero por
el dueño de la casa y su distinguida familia.
Se pronunciaron hermosos brindis en honor de los héroes y de la amada
patria.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
El señor don Jovino Novoa, presidente del club, que ocupaba el centro de
la mesa. Tenía a su derecha al comandante Condell y éste al señor Huneeus.
Al frente se sentaba el señor Infante, vicepresidente, teniendo a su derecha
al señor Manuel Montt y a su izquierda al teniente Orella. El bravo sargento
Olave ocupaba una de las cabeceras de la mesa.
El señor Jovino Novoa ofreció el banquete abriendo la serie de entusiastas
y patrióticos brindis.
Muchos caballeros hicieron uso de la palabra, entre ellos recordamos
a los señores Varas A., Condell, Amunátegui Miguel L., Vergara Eugenio,
el caballero francés señor Mourgees, señor Mac-Iver, Tocornal I., Matte E.,
Puelma F., teniente Orella, Montt M. Por fin el señor Novoa leyó dos cartas
de los señores Álvaro Covarrubias y Carlos Swimburn en que deplorando no
poder asistir al banquete se adherían de todo corazón a su objeto.
A las diez de la noche terminaba la hermosa fiesta con que el Club de
Setiembre obsequió al comandante Condell y sus compañeros de gloria, per-
maneciendo todavía gran parte de la concurrencia en los lujosos salones del
club hasta la una de la mañana.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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RECEPCIÓN A LOS PRISIONEROS DE LA ESMERALDA
EN VALPARAÍSO*
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
veía un arco de menuda verdura en que se leían estas palabras: Honor a los
héroes de la Esmeralda. Trabajo primoroso y de un efecto sorprendente era, y
con mucha justicia, el adorno que más llamaba la atención. Tenía además el
inestimable mérito de haber sido trabajado expresamente para ese acto por la
señora de Barazarte. Coronaba el arco una estrella con los colores nacionales,
también de flores y trabajada con tanto gusto y delicadeza como aquél.
A las seis de la tarde, más o menos, llegaban los festejados héroes, y
tomaban en la mesa el asiento que se les había designado. Se sentaron a su
lado el contraalmirante Goñi, el coronel Fáez, el comandante del Huáscar, el
rector del liceo don Eduardo de la Barra y varios otros jefes, oficiales y vecinos
distinguidos de Valparaíso.
Sin pérdida de tiempo se invita a los tripulantes de la Esmeralda a hacer
los honores a la bien provista mesa y conmovía ver a los mismos miembros
del club sirviéndolos y atendiéndolos con la solicitud que merecen los que
han asombrado al mundo con sus proezas.
A los postres, don Eduardo de la Barra tomó la palabra para ofrecerles el
banquete a nombre de los miembros del Club Central. El señor de la Barra
estuvo verdaderamente inspirado en su discurso, que fue muy aplaudido.
Habló de la gloriosa defensa de la Esmeralda, de ese hecho que ha colocado el
nombre de Prat y de todos sus ilustres compañeros a la cabeza de los héroes
del mar, y felicitó calurosamente a los marineros presentes que habían sido
mandados por tal jefe y sabido corresponder a ese alto honor hundiéndose
en el mar antes de ver arriada la bandera inmaculada de la patria.
Sin embargo, dijo el señor la Barra, estos marinos sencillos y abnegados
se preguntan sorprendidos qué han hecho para merecer los homenajes
de cariño, de respeto y de gratitud que se les dispensa. Y es porque en
esta hermosa tierra todos son héroes, sin saberlo, sin sospecharlo siquiera
cuando se trata de vengar los agravios inferidos a la patria. Como el águila
altanera se lanza audazmente a los espacios desde las crestas más elevadas
de nuestras montañas, sin medir la inmensidad que tiene bajo sus alas, así
el hijo de Chile se lanza al combate y pelea como un león, y muere con la
sonrisa en los labios vivando a la patria, como los tripulantes de nuestra
gloriosa Esmeralda.
Siguió al señor Barra un venerable anciano marinero de la Esmeralda. Dio
las gracias a los caballeros que les ofrecían tan opíparo banquete, y agregó
que aunque él era nacido en Grecia servía a Chile muchos años, era su verda-
dera patria, y como todos los sobrevivientes de la Esmeralda estaba dispuesto
a derramar de nuevo su sangre y a dar su vida por mantener el honor de la
bandera.
Otro de los tripulantes de la Esmeralda, el marinero José Rodríguez, dijo
que en el combate de Iquique sólo habían cumplido con su deber, y agregó
que hacía votos porque el Huáscar, que ahora tripulan, marche cuanto antes
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
a sacar de debajo de las baterías del Callao a la Unión y demás buques que
aún quedan a nuestros enemigos.
El capitán Peña, comandante del Huáscar, pide a los marineros de la
Esmeralda que olviden lo que han hecho por la patria, que olviden los pade-
cimientos de su cautiverio y que se preparen para cosechar nuevos laureles,
si es preciso, en defensa de Chile.
Don Evaristo A. Soublette pronunció un elocuente discurso, interrumpido
a cada momento por los aplausos y bravos entusiastas de los concurrentes.
Disertó largamente sobre la injusta guerra a que nos han provocado
dos repúblicas que no nos deben sino cariño y reconocimiento, y terminó
brindando por el hijo del pueblo, por el que nuestros enemigos denominan
roto, por esos ciudadanos que son incansables en el trabajo pacífico y héroes
cuando se trata de la defensa de la patria querida.
Son ellos los que con el combo y el arado hacen fructificar nuestros fera-
ces campos y arrancan las riquezas a las entrañas de la tierra; los que abren
caminos y construyen ferrocarriles en tiempo de paz; y son ellos también los
que olvidando hogar, familia, cuanto hay de grato en la vida, toman un fusil
cuando ven ofendida a su patria y van a morir tranquilos, sin esperanzas de
gloria, habiendo perdido en ocasiones hasta su nombre para tomar un número
en su regimiento. Y si la suerte quiere reservarles la vida, terminada la guerra
vuelven a sus pacíficas faenas tan ignorados como antes, sin orgullo, sin am-
bición de ninguna clase, llevando en su alma solamente la grata satisfacción
de haber cumplido con su deber. Este es el roto, incansable por su energía y
actividad en los trabajos de la paz, terrible en el combate.
La clase más ilustrada piensa, crea; él ejecuta.
Feliz la patria que posee tales hijos. Ella tiene que ser en todo tiempo
grande y feliz.
Recordando el señor Soublette el heroico sacrificio de la Esmeralda, dijo
que ese buque había peleado hasta quemar su último cartucho, y cuando
inundada ya la santabárbara y haciendo agua por todas partes, con casi toda
su tripulación fuera de combate, no tuvo cómo contestar a ese poderoso ene-
migo, le lanzó como último proyectil ese hermoso grito de ¡viva Chile! que
ha repercutido en el mundo entero.
El señor de la Barra, dando las gracias al señor Soublette por su hermo-
so discurso, dijo que no esperaba otra cosa del hijo de uno de los generales
héroes de la independencia americana, del hijo de la antigua Colombia, de
esa nación que confundía su sangre con la nuestra para dar independencia y
libertad a los mismos que hoy nos ultrajan y nos calumnian.
Habló en seguida de los hijos del pueblo, de esos que nuestros enemigos
llaman rotos, sin saber que ese apodo, que les lanzan como un estigma, es
ahora un timbre de honor.
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del mundo de Colón ha querido bordar entre las olas del Pacífico y las rocas
de los Andes este nuevo Edén de inmensa ventura y de grandioso porvenir.
Recibid afortunados sobrevivientes de esta arca santa llamada Esmeralda,
recibid por tercera vez el tributo de nuestra admiración. La reina del Pacífico,
la opulenta y generosa Valparaíso, se siente feliz al abrazaros con su cariño
de madre y prepara ya el trofeo que esculpirá sobre el bronce imperecedero,
como la más rica joya de su diadema, la esfinge de esa Esmeralda inmortal con
sus gloriosos tripulantes.
Mientras tanto, el pueblo de Santiago os envía, en testimonio de gratitud,
estás medallas que pondrá sobre vuestros pechos generosos como recuerdo
de vuestra hazaña, el digno intendente de Valparaíso. Guardad con ellas las
fecha gloriosa de ese día inmortal, y al pisar la cubierta del Huáscar, ayer
vuestro enemigo y hoy vuestro vencido, no olvidéis que la estrella del tricolor
chileno; flameando en sus mástiles, os llevará de nuevo al campo de la gloria.
Id pronto y volved pues pronto cargados con los laureles cogidos por vuestro
valor en la misma ciudad de los reyes, rendida a vuestras plantas. Id y decid
a los hijos del Sol que la sombra de Arturo Prat ha infundido el temor a sus
ejércitos y la indomable altivez a nuestros soldados. Id y traednos la última
victoria en las cofas de vuestros blindados, cubierta en son de paz con la
sombra bienhechora de nuestra hermosa bandera. He dicho.
He aquí ahora el discurso que pronunció el señor Altamirano:
¡Marineros de la Esmeralda!
¡Guerreros invencibles!
En vuestro tránsito desde el barco tornado al enemigo hasta este sitio,
habéis sido objeto de una calurosa ovación.
Todas las clases sociales se han agrupado a vuestro alrededor para tribu-
taros el homenaje de su gratitud, que es la gratitud del país.
Mirad y veréis que todos los ojos lanzan rayos de orgullo, que todas las
frentes se alzan ardientes y altivas.
Y el delirante entusiasmo que notas en este pueblo, es el mismo que en
este momento pone de pie a toda la república a medida que el telégrafo lleva
de provincia en provincia la noticia de vuestro feliz arribo.
Al salir a recibiros reciban un mensaje de S. E. el Presidente de la República.
El deseaba que su palabra llegara la primera a vuestro oído para deciros que
por vuestras virtudes, por vuestro valor, por vuestra conducta ejemplar en la
grandiosa tragedia de Iquique habéis merecido el bien de la patria.
La ilustre municipalidad de Talca y su digno intendente me han honrado
también con el encargo de saludar a los que con su sangre han escrito la más
hermosa página de la historia nacional.
Y no os admiréis de esta unanimidad en el aplauso, de esta universalidad
en el júbilo. Vuestra llegada nos ha traído de súbito a la mente el recuerdo
de vuestra hazaña inmortal.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
¡El 21 de mayo!
Decidme, ¿Os acordáis de aquel día memorable, que para vosotros debió
ser el último, de aquel día en que sucesivamente dijisteis adiós a vuestro jefe
inmortal, a la vieja y querida nave que montabais y a vuestra propia vida?
¿Habéis calculado alguna vez toda la extensión de la hazaña portentosa que
entonces realizasteis?
¡Tal vez no! Vosotros, hombres del pueblo, sois tan grandes, tan heroicos
tan abnegados, tan patriotas, como humildes.
Sois siempre los primeros en el sacrificio y quedáis los últimos en la re-
compensa, sin que esto lleve amargura a vuestro noble corazón ni modifique
los impulsos de vuestra alma generosa.
Practicáis el culto de la patria, lleváis desde la cuna y dentro del pecho la
idea de que vuestra vida y vuestra sangre pertenecen a este Chile tan amado,
y a toda hora y en toda circunstancia estáis prontos para pagar esa sagrada
deuda. Por eso, cuando el honor de la bandera lo exige, sabéis descender
magníficos en vuestra tranquilidad y sublimes en vuestro heroísmo, a los abis-
mos del mar de Iquique, o trepar como leones a las cumbres de Pisagua, y si
Chile y su honor lo piden os batís uno contra cuatro en Dolores, uno contra
diez en Tarapacá.
¡Héroes del pueblo! dejadme repetir una vez más, que en vuestras virtu-
des patrióticas, en vuestro ancho pecho, en vuestros brazos robustos, está el
secreto de la grandeza de Chile!
No tardará el día en que este pueblo agradecido erigirá el monumento que
os debe y en él habrán de figurar tres héroes salidos de vuestras filas, los sargen-
tos Aldea, Abarca y Tapia esos hermanos en la gloria y en la inmortalidad.
¡Pero mientras llega ese momento nos sentimos felices en poseeros, no
por una concesión del enemigo sino en nombre de nuestra victoria y del
poder de Chile!
¡Sí! la patria gemía de dolor pensando que erais prisioneros, pensando que
la tumba del más grande de los héroes, del más ilustre de los hijos de Chile
estaba en país extraño y enemigo; pero el Ejército y la Marina de Chile han
creído que debían derramar torrentes de sangre por conquistar esa tumba y
para devolveros la libertad.
El sacrificio está hecho y el resultado se ha alcanzado.
Los restos del ilustre Prat reciben amparo y sombra amiga del tricolor
chileno.
Vosotros sois libres y volvéis a ser defensores armados de los derechos y
del honor de Chile.
Vuestra patria comienza a pagaros lo que os debe, y ahora mismo estamos
aquí para cumplir con el encargo del pueblo de Santiago que ha querido ma-
nifestaros de algún modo su gratitud. Santiago ha hecho acuñar estas medallas
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RECEPCIÓN DE LOS RESTOS DE LOS HÉROES DE
TARAPACÁ Y ARICA*
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En Valparaíso
El Paquete Maule que conducía los restos desde el norte llegó a las 8 de la
mañana del día 12 de marzo.
El recibimiento fue digno de los héroes y digno de Valparaíso.
Pero nada de ostentación bulliciosa y profana. La sencillez descolló en
todo, y sobre la sencillez, la compostura, el recogimiento que inspiraban
aquellos restos preciosos.
Tanto más notable ha sido esto, cuanto que era inmensa la muchedumbre
que formaba el cortejo. No se oían más que las marchas que tocaba la banda
militar y los cornetas del cuerpo de bomberos.
Poco antes de las siete de la noche se desprendían del Paquete de Maule
los botes con antorchas que traían los ataúdes.
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Señores:
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Honras fúnebres
El lunes siguiente se celebraron en la iglesia Metropolitana unas solemnes
honras fúnebres que fueron pontificadas por el señor Obispo de Martyrópolis,
señor Larraín Gandarillas.
A la misa asistieron el Presidente de la República, los Ministros de Estado,
señores Gandarillas, Matte, Amunátegui, Santa María, los presidentes de
ambas cámaras, los jueces de los altos tribunales, jefes del ejército, diputados,
eclesiásticos, en fin, cuanto de notable encierra la capital, en el foro, en la
magistratura, en el ejército, en las letras, en el sacerdocio, en todas las esferas
sociales.
El catafalco donde estaban los restos era de lo más suntuoso. Las paredes
estaban enlutadas con terciopelo y millares de luces iluminaban las sombrías
bóvedas de la iglesia Metropolitana.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Señores:
Durante la larga serie de años en que el triste deber de los supremos adioses
me ha conducido a este sitio fúnebre, no había presenciado jamás un espec-
táculo tan imponente como el que desde esta grada diviso y admiro…
He visto quizá mil veces gemir en estos senderos que son el reino silencioso
de la muerte, al padre, al hermano, al hijo, al amigo, al que ha traído en sus
brazos el dulce peso de su propia vida, la angélica frente de la hija robada
en la cuna a nuestro blando halago, ceñida de blancas rosas, o empapada en
llanto y cubierta con los ósculos de santo respeto, la cana cabellera del padre
venerable que nos guió en la vida.
¿Y quién, señores, no la venido aquí en más de un día, de esta vida recibida
en préstamo, con su pecho henchido en esos dolores imperecederos que son
como la devolución de nuestro aliento a los que exánimes se van?
¿Y quién, en días de religiosa y universal conmemoración, no ha visto ani-
marse estas melancólicas avenidas de túmulos y cipreses con bullidora vida y
cubrirse con altivos mausoleos de festones primorosos, mientras que el pobre
decoraba la humilde cruz del pobre, con lazo funerario y vestíanse todas las
lápidas todas las bóvedas y todas las efigies que aquí moran con frescas flores
cuyo rocío era de lágrimas?…
Pero hoy, en este severo cortejo de los muertos por el hierro, cuyos fére-
tros ha seguido taciturno y reverente todo un pueblo, el redoble ronco del
tambor y al toque pausado y grave de la campana funeral, no ha sucedido,
señores, nada de eso.
El grupo se ha convertido en masa, la corriente en ola, el llanto en lava,
la ciudad en mar humano y la íntima plegaria de los corazones y de los labios
en himno mudo que remonta el éter como el humo de la pira después de la
batalla, como la nube de incienso que en ondas suaves y calladas envuelve en
espirales las altas bóvedas del tabernáculo y apaga y armoniza con su aroma
las últimas preces de los sacerdotes.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
¿Y por qué, señores, ha acontecido todo esto? ¿Por qué esta ciudad, de
suyo morosa, helada, que tiene el frío de los negocios antes que el calor em-
balsamado de las lágrimas, ha roto hoy la venda del espeso lienzo que ata su
alma para agolparse al riel, al tránsito enlutado, al templo, al mármol de los
sepulcros, en cuyos atrios la muchedumbre entristecida y clamorosa vaga y se
agita como si el Surgite mortui hubiera?
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Señores:
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Señores:
Decir algunas palabras antes que el helado mármol del sepulturero guarden
para siempre los sagrados despojos que tenéis delante, es para mí una exigencia
del corazón, un acto de generosos recuerdos.
¡Hay instantes en la vida en que, elevando la vista y remontando la mente,
interrogamos al cielo la causa de tan inmensa desgracia; el motivo de tanto
luto, pesar y llanto pero entonces el cielo enmudece y callado recibe nuestras
lágrimas y contempla nuestro profundo dolor!
El pueblo de Chile viste hoy riguroso luto y reverente se agrupa alrededor
de este sarcófago recién abierto para tributar grandioso homenaje a los grandes
hechos, a las venerandas cenizas.de los guerreros de Tarapacá y del Océano.
¡Manes de estos ilustres héroes inspiradme en este instante para traducir
en palabras los recuerdos sublimes que la historia, que la epopeya deben
consignar en sus eternas y doradas páginas!
¡Próceres de la actual contienda recibid allá en la luz en que moráis el voto
de todo un mundo que os aclama como los regeneradores de un pueblo!
Thomson, de espíritu sublime, de alma generosa y bien templada, de
corazón sensible, de imaginación ardiente de un civismo sin igual, nació
con la predestinación de habitar el mar, y por eso en frágil barco surcando
las embravecidas olas afrontaba sereno el peligro; y al blandir de su espada,
al mirar del anteojo y al tronar del cañón, rendía al enemigo y enarbolaba
bandera de victoria.
Hoy, por sus heroicos hechos, el brillo de su nombre fulgura en el hermoso
cielo de la América, y la victoria lo aclama como grande desde los Andes al
mar; desde Panamá al Estrecho.
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Señores:
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DISCURSO DEL SEÑOR MIGUEL LUIS AMUNÁTEGUI
EN EL FUNERAL DE RAFAEL SOTOMAYOR*
* Reproducido en Pascual Ahumada, Guerra del Pacífico, Vol. 2, tomo III, pp. 263-264.
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HONRAS FÚNEBRES A LOS OFICIALES MUERTOS
EN TACNA*
Una vez más Santiago tiene que rendir un tributo de dolor a los héroes muertos
en la presente campaña. Hace apenas pocos momentos que hemos conducido
a la última morada los despojos del señor ex Ministro de la Guerra don Rafael
Sotomayor, y hoy de nuevo el pueblo de esta ciudad recibirá en sus brazos a
los que sucumbieron en la última jornada.
Santa Cruz, el héroe de Pisagua, que peleó como bravo en Tarapacá y
que murió como mártir en Tacna; Silva Arriagada que se distinguió por el
arrojo en el mismo combate hasta que cayó muerto, y sus otros dos no menos
gloriosos compañeros, vuelven nuevamente a la ciudad que los vio partir, para
buscar una tumba en el seno de su patria.
Por eso es que la autoridad local hace un llamamiento al patriotismo de
Santiago, invitándolo para que mañana a las 4 pm se encuentre reunido en la
Estación Central de los Ferrocarriles a recibir estos queridos restos y para que
el miércoles próximo concurran a las honras que en su obsequio se celebrarán
en la Recolección Franciscana.
Con este fin y autorizado por el supremo gobierno, decreto el siguiente
programa para la recepción y traslación de los restos al Cementerio:
I
El martes 29 del presente, a las 4. P. M., se encontrarán reunidos en la Estación
Central del Ferrocarril del Norte la Ilustre Municipalidad de esta capital, la
comisión nombrada por el comandante general de armas en representación
del Ejército y las demás corporaciones civiles y religiosas, con el objeto de
recibir los ilustres muertos.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
II
La banda de música y una fuerza de cien hombres de la Guardia Municipal, se
encontrarán en el mismo lugar y la misma hora para hacer guardar el orden
y preparar la marcha del cortejo fúnebre.
III
Llegado el tren a la estación, los cadáveres serán recibidos por los deudos y
por las comisiones nombradas con anterioridad y trasladados al carro-góndola
convenientemente preparado.
IV
Dada la señal de marcha, el convoy se dirigirá por la línea del ferrocarril
urbano, torciendo por la calle del Estado y 21 de mayo hasta entrar a la iglesia
de la Recolección Franciscana, en cuyo lugar serán depositados los cadáveres
hasta el día siguiente.
Miércoles
I
El miércoles a las diez de la mañana se dará principio a las honras fúnebres
en honor de Santa Cruz, Silva Arriagada y demás gloriosos compañeros, con
asistencia de la ilustre municipalidad y demás corporaciones que hubieran
asistido el día anterior.
II
Concluidas las honras, cada cadáver será depositado en un carro a fin de
conducirlos al cementerio.
III
La comandancia general de armas decretará por su parte los honores que a ella
corresponden por la ordenanza general del Ejército tanto por las comisiones
como para las fuerzas del Ejército que deben asistir.
316
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
IV
Se nombra para correr con la ejecución del presente programa s los señores
don Carlos Mendeville, don José Luis Claro, don Julio Prieto Urriola, don
Manuel J. Novoa, y don Antonio E. Varas que tan patriótica como cumplida-
mente llenaron la comisión que esta Intendencia les confió para la recepción
de los restos del señor Sotomayor.
Anótese, comuníquese y publíquese, Z. Freire. Enrique Rodríguez,
secretario.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
La patria interrumpe sus cantos de victoria para dar lugar a que las lágrimas
de la gratitud rieguen la tumba de sus héroes y el nunca arriado tricolor des-
cienda de su asta, en la que erguido ondeaba, para envolver entre sus pliegues
las amadas reliquias de sus defensores. ¡Envidiable sudario, pero digno tan
solo de los mártires del deber y de la abnegación!
¡Y a fe que el título de héroe y el dictado de mártires conviene a los gue-
rreros cuya memoria honramos!
¡He ahí en ellos, el primero, al joven bizarro jefe que tomó en Pisagua
posesión del suelo del Perú para convertirlo, con sus compañeros, en dilatada
escena de la gloria de Chile, y a los valerosos adalides del tremendo Santiago,
318
Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
que en Arica y Tacna vencieron lo imposible! ¡Cadáveres tornan los que llenos
de vida y juventud partieron; pero en cambio, hoy alcanzan la apoteosis más
grande y más hermosa: la que discierne el pueblo a sus campeones!
En pos de la vida material nace para los servidores de la patria la aurora
de la inmortalidad; y mañana, cuando el bronce modele las figuras de los
que han sucumbido como buenos, cuando la historia recoja los brillantes
episodios de esta asombrosa cuanto dura campaña y los romances populares
eternicen sus fastos, el nombre de Ricardo Santa Cruz no será el postrero que
preocupe al artista y al poeta, que en él verán atados, con vínculos de indi-
visible unidad, la constancia y el denuedo, la lealtad y la entereza, la ciencia
y la virtud! ¡Y mientras haya en Chile quien lleve el uniforme del soldado,
habrá quien llore y quien recuerde al que fue, no jefe, y al padre y hermano
de sus subordinados!
Sí, señores, yo he traído estas palabras, que no invento, a esos bravos
Zapadores, hijos de nuestra frontera que, como el rayo en la tormenta, se
encuentran en su elemento en el campo de batalla entre el humo y el plomo;
los he oído, como vosotros, recordar al mejor de los hombres y llorar como
niños junto a este ataúd, a ellos, que han sabido matar como leones!
¡Cuánto es subido el precio que la fortuna impone para otorgar una
victoria! ¡Qué sacrificio y qué dolores exige! He aquí: encerrados en estos
negros féretros a los que ayer no más eran la dicha del hogar y la flor del
Ejército… Silva Arriagada, valiente entre los valientes y austero como su
Regimiento, diezmado, hecho pedazos, pero valeroso e indomable; Calderón,
hijo de una familia de héroes y por la sangre heredero de cívicas virtudes;
Dinator, tipo acabado del que todo lo olvida por cumplir el deber del chile-
no cuando la patria exige corazón y brazos vigorosos que sostengan y batan
victoriosos su bandera… ¡Qué ejemplos que imitar, qué lecciones tan nobles
que aprender!…
A pesar de esta fúnebre pompa, ¿no es cierto que no sólo es tristeza, sino
también envidia, lo que sentimos al sepultar entre flores nacidas en tierra chi-
lena a los que han tenido la suerte de sucumbir por ella en apartada zona?
Grande y merecida es esta manifestación del pueblo a sus valientes; pero
el único funeral digno de ellos será el estruendo de la última descarga que el
Ejército haga en la ciudad de los Reyes al afianzar en sus murallas el tricolor
de Chile, que ellos hasta la muerte defendieron.
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PROCLAMA DEL GENERAL BAQUEDANO AL EJÉRCITO,
DESPUÉS DEL ASALTO Y TOMA DE ARICA,
EL 8 DE JUNIO DE 1880*
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PROCLAMA DEL GENERAL BAQUEDANO AL EJÉRCITO, EN LA
TARDE DEL DÍA 12 DE ENERO DE 1881*
Vuestras largas fatigas tocan ya su fin. En cerca de dos años de guerra cruda,
más contra el desierto que contra los hombres, habéis sabido resignaros a
esperar tranquilos la hora de los combates, sometidos a la rigurosa disciplina
de los campamentos y a todas sus privaciones. En los ejercicios diarios y en las
penosas marchas a través de arenas quemadas por el sol, donde os torturaba
la sed, os habéis endurecido por la lucha y aprendido a vencer.
Por eso habéis podido recorrer con el arma al brazo casi todo el inmenso
territorio de esta República, que ni siquiera procuraba embarazar vuestro
camino. Y cuando habéis encontrado ejército preparado para la resistencia
detrás de fosos o trincheras albergadas en alturas inaccesibles, o protegidas
por minas traidoras, habéis marchado al asalto, firmes, imperturbables y re-
sueltos, con paso de vencedores.
Ahora el Perú se encuentra reducido a su capital, donde está dando desde
hace muchos meses triste espectáculo de la agonía de un pueblo. Y como se
ha negado a aceptar en hora oportuna su condición de vencido, venimos a
buscarlo en sus últimos atrincheramientos para darle en la cabeza el golpe de
gracia y matar allí, humillándolo para siempre, el germen de aquella orgullosa
envidia que ha sido la única pasión de los eternos vencidos por el valor y la
generosidad de Chile.
Pues bien; que se haga lo que ha querido: derrotas sucesivas en el mar
y en la tierra, donde quiera que sus soldados y marinos se han encontrado
con los nuestros; que se resignen con su suerte y sufran el último y supremo
castigo.
Vencedores de Pisagua, de San Francisco y de Tarapacá; de Ángeles, de
Tacna y Arica: ¡adelante!
El enemigo que os aguarda es el mismo que los hijos de Chile aprendieron
a vencer en 1839 y que vosotros, los herederos de sus grandes tradiciones,
habéis vencido también en tantas gloriosas jornadas.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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PROCLAMA DEL GENERAL BAQUEDANO AL TOMAR
POSESIÓN DE LIMA, EL 18 DE ENERO DE 1881*
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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DISCURSOS EN EL BANQUETE EN HONOR DE
MANUEL BAQUEDANO EN VALPARAÍSO*
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
nosotros, tal vez nunca vista antes en Chile; este agrupamiento espontáneo
y caluroso de los espíritus que ha buscado, como en Roma, el anfiteatro, es
decir, el sitio más amplio, más solemne y decoroso de la ciudad; esta alianza
entusiasta de los corazones y de los labios que ha ido a pedir sus más ricas galas
al jardín, todas sus pompas al arte majestuoso, sus más valiosos trofeos a los
arsenales, al vino su más generosa espuma, al pensamiento sus más brillantes
alas, al alma su fuego, al sol su luz; esta fiesta deslumbradora que nos haría
creer en la transfiguración del día, si los más hermosos luceros de la noche
no brillasen allí, cual en diáfano firmamento, para alumbrar nuestro engaño,
sería, señores, pábulo tal vez suficiente al impetuoso anhelo de glorificación
patriótica que aquí nos ha convocado.
Pero, señores, ni eso ni mucho más que eso, sería jamás sobrado para la
ínclita fama, para la posteridad austera, para la eterna justicia de los venide-
ros fallos.
Señores: Nos hallamos todavía demasiado cerca de la montaña para co-
lumbrar su altiva cúspide: la nube que amortaja a la gloria, como la nube al
sol naciente, como el polvo a la batalla que termina, no nos deja discernir aún,
con transparente claridad, los altísimos perfiles del sendero, que fue durante
dos años el itinerario luminoso de los inmortales.
¡Ah, señores! ¿Sabéis cuál castigo, la única devolución de gloria que
nosotros impondríamos hoy a los que por cualquier transitorio motivo empe-
queñeciesen, ingratos, la grandeza de los hechos sólo ayer consumados?
Ese castigo y con indemnización impuestos a los que de tal mengua se hi-
ciesen voluntariamente reos, sería únicamente, señores, obligarlos a vivir…
Sí, señores. Desde esta hora al final del siglo, el tosco andamio de los
artífices habrá sido retirado por la mano augusta de la historia, del zócalo y
de la pirámide a que hoy hallase provisoriamente arrimado… Y entonces la
cabeza del coloso, reflejando impasible en su sino, coronada de imperecederos
bronces, la luz del astro que nace y la luz del astro que se pone, se cernirá
eternamente por encima de las nubes y por encima de todas las envidias.
Arrojemos, si no, señores, una mirada al grandioso y movible panorama
del mar y del desierto, que han sido nuestro vario y alternativo campo de
batalla.
Los peruanos, asustadizos siempre, habían dividido su tierra en zonas para
mejor resistirnos. Esas eran las zonas del miedo, y una a una fueron cayendo
delante del herraje de nuestras descubiertas, que de jornada en jornada reco-
rrieron mil leguas, desde la boca del Loa al río de la Chira, junto a Paita…
Pero entre esas zonas de la cobardía, decretadas por el dictador de la
dinamita, la imaginación enfermiza de los eternos vencidos, visitadas por las
mil visiones del Dante y de Milton en el infierno, forjó una zona terrible, la
zona del averno en torno a Lima, su postrer guarida y su postrer orgullo, el
orgullo de Satán.
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Señores: Lo que tales hombres han hecho, nadie lo hiciera antes que ellos;
nadie lo hará probablemente después de ellos. Y entonces, señores, si es cierto
que la gloria es una resurrección, Bolívar desde la cumbre del Chimborazo, San
Martín en la cima de los Andes chilenos, Sucre en la cresta del Condorcanque,
Bulnes en la falda volcánica del Punyan, Cochrane y Blanco en lo alto de las
cofas de sus naves-almirantas, descubre hoy su yerta frente, y arrojando a las
banderas los fragmentos de sus coronas, gritan a la muchedumbre que asiste
al desfile de los que pelearon por el mar y por la tierra, desde el pórtico de
la inmortalidad:– ¡Paso a los Titanes!
He empleado, señores, la palabra heroica tomada en préstamo a la le-
yenda prehistórica.
Pero, de la edad de la fábula a la edad prosaica, incrédula y recelosa en
que hoy vivimos, hay, señores, una diferencia muy digna de ser tomada en
cuenta.
Los titanes legendarios que combatieron a los dioses, fueron vencidos al
fin de porfiada lucha, por el rayo del Olimpo.
Pero los titanes de Chile, que llevando a su cabeza al ilustre caudillo,
cuyo acento de guerra acababais de oír, apagada por las justas ovaciones de
la gratitud, escalaron una en pos de otra las seis cumbres de Pisagua y San
Francisco, de los Ángeles y de Tacos, de Arica y de Chorrillos, y esos titanes
del Nuevo Mundo no fueron, señores, jamás vencidos.
Por eso, señores, os pido una copa por ellos y por él.
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DISCURSO DE CELIA ALLENDE EN HONOR DEL GENERAL
DON MANUEL BAQUEDANO,
SANTIAGO, 14 DE MARZO DE 1881*
La noche del lunes y a la hora en que se quemaban los fuegos para diversión
del ejército victorioso, el comandante Calderón introdujo hasta la puerta del
general a la niñita Celia Allende, la que declamó el siguiente discurso que fue
vivamente aplaudido por la parte más escogida de la concurrencia.
“Este inmenso concurso de pueblo os probará, general, que entráis en
esta gran capital victorioso, si los violentos latidos de vuestro corazón gue-
rrero, no os lo hubieran advertido cien veces. ¡Ah!, ¡qué gloria, general!!! ¡Y
pensar que no es la primera capital del continente que os abre de par en par
las puertas de su opulencia!! ¡Qué hijos tiene Chile, general! ¡Qué gloria tan
pura y tan inmensa le procuran!
Pero permitidme hacer una salvedad en homenaje al sentimiento patrio.
Entráis en este gran día a la capital de Chile en son de victoria y arrullado por el
universal concierto de vítores y aplausos, pero sólo y únicamente, permitidme
decirlo muy alto, general, porque lo hicisteis otra vez con paso de vencedores
y llevando por guía una espada brillante de triunfos no interrumpida en la
histórica, menguada y falaz capital de los Pizarro. Sois grande general, sois
prudente y bravo: digno heredero de vuestro nombre ilustre; pero ¿habrías
sido capaz de trocar los papeles? ¡Ah!, no, ¡mil veces no!! El sol irradia, vivifica
y da vida; sus rayos, aunque poderosos, se le someten.
¡Cómo reiríais, general, con la necia petulancia de vuestros batidos,
pretendiendo celebrar la derrota de vuestros ejércitos, en ese pequeño Edén
que se llama el Santa Lucía! ¡Ah!, entrar los peruanos a Santiago, ciudad de
héroes!! ¿Olvidaban acaso que sus llaves de oro eran manejadas por el invicto
general Baquedano, el San Pedro de este segundo cielo? ¡Ah!, tal pretensión,
apenas si merece una sonrisa dominguera.
Mirad, general, ese pueblo como os aclama; ved a mi sexo como os admira;
fijaos en la actitud de la República y tentad a medir vuestra felicidad y gloria.
Este pueblo admira en voz la prudencia que os distingue, y bate palmas en
homenaje a vuestra valentía.
¡Tantos triunfos, general, segados por vuestra espada! ¿Cómo queréis que
la patria no esté de gala, si vos le regaláis tan rico y brillante traje?
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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DISCURSO PRONUNCIADO POR DON JUSTO ARTEAGA
ALEMPARTE A NOMBRE DE LA PRENSA A PROPÓSITO
DE LA LLEGADA DE LOS EXPEDICIONARIOS A VALPARAÍSO,
MARZO DE 1881*
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
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REPARTICIÓN DE LAS MEDALLAS A LOS VENCEDORES
DEL EJÉRCITO PERÚ-BOLIVIANO,
17 DE SEPTIEMBRE DE 1884*
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Desde las 12 del día indicado, todo era vida y movimiento en el Campo
de Marte: la elipse, cubierta de menuda yerba, servía de campamento a las
densas columnas de soldados, cuyos vistosos uniformes formaban un pintores-
co contraste con la verde alfombra del campo, en la cual la tropa descansaba
sobre las armas. En las avenidas de los alrededores, un inmenso número de
carruajes y jinetes en continuo movimiento, daba una fisonomía especial a
esa parte del paseo.
Al penetrar a la elipse S. E. el Presidente de la República, una salva de
veintiún cañonazos anunció que la ceremonia iba a comenzar en breve. Al
mismo tiempo, las nueve bandas de músicos reunidas en el Parque, tocaban
todas a la vez la Canción Nacional, cuyos ecos resonaban armoniosamente en
todos los ámbitos del paseo. Por todas partes la animación se hizo general,
notándose un movimiento extraordinario de vehículos en las cercanías de
la tribuna presidencial y de los palcos que se levantaban a uno y otro de sus
lados.
Instalado el Presidente de la República en la tribuna que le estaba reser-
vada, y antes de procederse a la distribución de las medallas, se pronunciaron
los siguientes discursos:
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
paz, que es la vida normal de nuestra patria, se vea desfilar a uno de nuestros
ciudadanos, soldados o marinos, prendida al pecho la medalla que hoy se
distribuye, se dirá con legítima envidia y a la vez religioso respeto: “Perteneció
al Ejército, a la Marina o a la Guardia Nacional que más nombre, más poder
y más grandeza aseguró a la República”.
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Armas de persuasión masiva. Retórica y ritual en la Guerra del Pacífico
Hay actos solemnes en la vida de los pueblos, cuyo recuerdo la historia recoge
como monumento de su grandeza o para trasmitirlo como útil enseñanza a las
generaciones futuras. Así, señores, el acontecimiento que ahora celebramos
marca una época histórica, representa el momento en que el corazón de todo
los pueblos de Chile late a impulsos del mismo sentimiento; el sentimiento
de gratitud a los servicios prestados a la patria.
En este instante cada chileno quema un grano del incienso que rodeará
de hermosa aureola la inmortalidad de la patria; así como pasado el temporal
surgen de la tierra esos vapores sutiles que forman las nubes de oro y nácar
que coronan nuestros Andes majestuosos.
Cinco años hace que los tambores y trompetas sonaban la generala, y el
alma de cada chileno se enardecía con ese inmutable patriotismo que nos
legaron los fundadores de la Independencia: se pretendía empañar el brillo
de nuestra hermosa estrella, y Chile se sintió herido. Su espada envainada,
pero no enmohecida, no brillaba al sol de los combates desde el día en que
en los campos de Yungay, por segunda vez, consolidó la independencia de la
familia americana.
Chile, entregado con avidez a labrar su porvenir hacia la vida de la paz,
esa vida civil de un pueblo que organiza concienzudamente sus instituciones
dirigido por el talento de sus estadistas y bajo la salvaguardia de sus patriotas
ciudadanos; Chile, a quien la naturaleza no dotara con aquel opulento cúmulo
de riquezas espontáneas que pródiga regaló a sus hermanos de la América,
ha necesitado regar su estrecho suelo con el sudor del trabajo para arrancar
a los valles sus simientes y extraer del seno de las montañas sus argentadas
vetas. El trabajo y el orden eran su tarea, comprendiendo que sólo en la paz
encontraría su ventura. Pero, al verse arrastrado a una guerra que no provo-
có levántese todo el país obedeciendo a un solo impulso; pueblo y gobierno
tuvieron un solo anhelo: la grandeza de la patria.
Mientras unos empuñaban la espada o el rifle del combate, otros pre-
paraban y organizaban los elementos; mientras los unos combatían en los
campos de batalla, los otros araban la tierra para que la madre común, al
llorar la sangre derramada por su honra, no tuviera que lamentar también
las privaciones de la miseria.
Esta es, señores, la gran gloria de Chile; todos sus hijos combaten cuando
la patria los llama; y no se crea que la patria es grata únicamente al ojo entero
que manda la granada a sembrar el espanto y la muerte en la enemiga fila:
también es grata al hijo pacífico que labra sus campiñas y acumula sus riquezas;
lo es al general que organiza los cuadros para el ataque, como lo es asimis-
mo para con el estadístico que busca los recursos, los elige, los ordena y los
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Documentos Oratoria cívica y cultura de la movilización
remite. Por eso la Patria glorifica al mártir que escribió en Iquique el canto
primero de la epopeya grandiosa que asombró a la América y al mundo; y hoy
todo Chile canta la última estrofa de esa epopeya, coronando las sienes de los
vencedores con el laurel de la victoria que los hombres de trabajo cultivaban
mientras los héroes combatían.
La patria ha esperado con ansias este feliz momento en que la gratitud
de un pueblo va a simbolizar con honrosa medalla el monumento de su
grandeza, escogiendo como su más digno pedestal el pecho de los héroes
que le dieron gloria.
Hecha la reconciliación con el enemigo de ayer, que es el hermano de
hoy, y cicatrizadas las heridas que dejan los combates, se aguardaba sólo el
regreso a la Patria de los últimos combatientes para dar a todos el galardón
de la Victoria, satisfaciendo a la vez con ello el más elevado sentimiento del
corazón de nuestros compatriotas.
Y cuando el sol de septiembre nos trae el recuerdo de la epopeya gloriosa
de nuestra emancipación, hemos querido hacer más grandes y más gloriosos
aquellos días del pasado que nos dieron patria y libertad, mostrando a las
generaciones futuras que la herencia que nos legaron nuestros padres hemos
sabido recogerla para trasmitirla doblada a nuestros hijos.
Es para la nación motivo de pesar profundo no ver regresar al suelo natal
todos los hijos de esta patria querida, yaciendo tantos de ellos en la huesa in-
diferente de tierra extranjera y otros envueltos en el sudario frío del profundo
océano. Pero si no le cupo en suerte sobrevivir a su propia Gloria, la patria
y el mundo les han abierto las puertas del templo de la inmortalidad, y a las
hojas del grande árbol de nuestra historia legendaria se mueven armoniosas
al soplo inmortal de sus heroicos hechos; sus nombres esclarecidos serían los
que irradien hasta el confín de las generaciones para enseñar eternamente a
los chilenos cómo se lucha por la patria hasta vencer o morir.
A ellos y a vosotros, la nación os seguía anhelosa en todos los actos con
que sellabais su grandiosa epopeya; en la tierra y en el mar, en las fragosidades
del desierto y en los balances de las olas, en el asalto como en el abordaje, allí
os seguía el alma entera de todo Chile, la mirada tierna y vigorizante de la
madre patria, que hoy abre sus brazos gozosa y agradecida para estrecharos
en su seno.
Vais a recibir la medalla de la gratitud de un pueblo; al trasmitirla a
vuestros hijos como una herencia de honor, podréis cifrar en ella un singular
orgullo, porque los premios que los pueblos conceden por el órgano de sus
representantes son un destello de su estrella nacional que alumbra el pecho
del valiente, señalándole como un ejemplo que debe imitarse.
Recibido el galardón que la patria agradecida os discierne, militares y
paisanos, ejército, armada y pueblo, debemos todos confundirnos en un noble
y común anhelo: el engrandecimiento de Chile por el trabajo y el orden.
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habéis recorrido todos los médanos y los trópicos, venciendo ingrato la natu-
raleza antes de vencer al hombre, ingrato como ella.
¿Las sierras?
No; porque cada áspera ladera enemiga ha sentido el acompasado desfile
de vuestros batallones; cada sendero andino conserva la huella del hierro del
casco de vuestros bridones; cada garganta ha resonado con vuestros cánticos
de Guerra, y allí, hasta la más alta punta, habéis seguido a los que huían, y
dejando escrito con vuestra sangre roja esta leyenda, que los siglos recordarán,
entre las rocas: ¡Aquí estuvo Chile!
¿O ha sujetado por acaso vuestra planta, el hambre, el cansancio, el des-
mayo de las ásperas e inacabables marchas?
No; porque, apoyados en vuestros sables, sostenidos en la culata de vues-
tros fusiles, a la manera de los titanes de la fábula, habéis escalado todas las
montañas del Perú hasta los picos donde las águilas esconden sus nidos; y
contadas una a una vuestras jornadas, algunos de vuestros regimientos han
recorrido espacios y leguarias que habrían bastado para hacer por entero el
giro del orbe.
¿O fue, por último, la pestilencia de los valles ponzoñosos o de las que-
bradas malditas de las sierras, que os atajó a medio camino?
No, otra vez, porque, dando entonces ejemplos de una resignacion al deber
y la disciplina, de que se enorgullecería el más sufrido ejército del mundo,
vosotros arrimábais vuestras armas a la puerta de los hospitales y allí labrábais
silenciosos con vuestras manos los toscos ataúdes que habían de guardar los
cadáveres del camarada y el vuestro propio, en homenaje a la callada y sublime
obediencia del chileno.
Habéis renovado así en el espacio de cinco años por entero el vocabulario
de vuestra guerrera fama; puesto que desde hoy hácese forzoso esculpir en el
reverso de los viejos escudos de las glorias nacionales, los nuevos emblemas
que habéis agregado a vuestros pabellones.
Al respaldo de Rancagua es preciso escribir, Iquique; al respaldo de
Chacabuco, Tacna; al respaldo de Maipo, Chorrillos; en pos de Casma, Angamos;
en pos de Yungay, Huamachuco.
Señores generales, jefes, oficiales y soldados del tercer Ejército de Chile
en el Perú: nuestros padres pelearon dentro de sus propios lares, heroicas
e invencibles lides, trazadas por la naturaleza, y nos legaron imperecedera
leyenda de hechos inmortales.
Iquique fue, de esa suerte, el faro de granito de la primera etapa, y todavía
arde y brillará en los venideros tiempos dentro de su fanal de nítido diaman-
te, la luz del sublime genio que encendió la llama del ejemplo en todos los
corazones combatientes.
El blanquecino promontorio de Angamos, llamado en quichua el Fantasma,
abrió paso y dio rumbo a los gigantes que de lejos llegaban, señalando a sus
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Entre batalla y batalla hay que contar todavía con bloqueo para los ma-
rinos; y para el Ejército con las marchas bajo el sol ardiente, por el arenal y
las calicheras; con la sed, la dolorosa nostalgia de vivir lejos del hogar y lejos
de la patria.
Y todavía, después de la batida del león, hay algo que repugna a los ins-
tintos del soldado de Chile: la corrida del zorro, que duró tres años y costó
tanta pérdida de buenas vidas como las grandes batallas del 81 y que no habría
tenido para el soldado compensación alguna, si de la escarpada sierra andina
no hubiera hecho brotar el ejército de ocupación el rayo de luz brillante de
Huamachuco que le envolvió, una vez más, en el resplandor de sus antiguas
glorias.
Todo esto ¿de qué fue obra? ¿Al esfuerzo de quiénes lo debemos? Al
esfuerzo de todos, a la concurrencia de los diversos factores que componían
la entidad nacional que hizo frente al enemigo, en tierra y en mar, adminis-
trativa y militarmente.
Fue obra, y lo debemos a la intrepidez natural del soldado y a la oficia-
lidad llena de aliento y de pericia, que contuvo y lanzó alternativamente la
corriente impetuosa y la disciplina, y que, en horas críticas, como al frente
de las aspilleras mortíferas de Miraflores, formó trincheras para la tropa con
centenares de los de sus mejores miembros. Lo debemos a los jefes que tuvo
sucesivamente el Ejército de Chile, a cuyo esfuerzo fue debido el manteni-
miento de la disciplina y de la armonía y a quienes incumbe la gloria, como
les incumbía la responsabilidad.
Lo debemos todavía a los hombres que en la administración y la diplo-
macia montaron, durante la época memorable, la guardia de honor y de la
seguridad de Chile.
Mientras ejército y armada cumplían su deber frente al enemigo, cuidaba
el Gobierno de organizar, y a esta acción se debió que tuviésemos superio-
ridad sobre el adversario, en su propio país, en provisión, en movilidad, en
uniforme. Velaba el Gobierno por mantener la libertad y por mantener la ley.
Velaba observando el horizonte diplomático y procurando disipar las nubes
que en él se formaran en diferentes épocas.
Fue la victoria obra de todos los que hacían la guerra, obra que emana de
la fuente pura del deber, aprendido en la escuela del trabajo y de la legalidad.
Obra de hombres y obra de patriotas. Obra a que hace solidarios al ejército,
y al pueblo, al Congreso y al Gobierno. De esta solidaridad y de la parte prin-
cipal que han tenido en ella los jefes, oficiales y soldados, son emblemas las
medallas que adornan vuestros pechos y que constituyen los eslabones de una
gran cadena de unión que enlaza a Chile entero.
Habéis llevado a Chile, jefes y oficiales del ejército, en vuestros brazos
robustos al término de la corriente amenazadora que separaba su infancia de
su edad viril. Habéis levantado sobre vuestras espadas el edificio de la segunda
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