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Necesidad de leer a Ivan Illich hoy

GIORGIO AGAMBEN

1. Tal vez sólo hoy la obra de Ivan Illich esté conociendo aquello
que Benjamin llamaba «la hora de la legibilidad». Si, por un lado,
su primera recepción en la década de 1970, centrada sobre todo
en Deschooling Society (1971) y Medical Nemesis (1976), le había
asegurado difusión y éxito, había, por el otro, marcado su
malentendido. El debate en el número de la revista L’Arc entre
Gilles Martinet y Jean-Marie Domenach (1975) resulta instructivo
desde este punto de vista: Illich aparece aquí, o bien como un
cristiano que critica la ciencia en nombre de ideales comunitarios
retrógrados o, por el contrario, como «el primer investigador
social de nuestro tiempo, como Marx lo fue para el suyo». En
cualquier caso, el pensamiento de este «iconoclasta acreditado»,
como lo definía en aquellos años un diario reconocido, se
encuadraba sin dificultad en la crítica de las instituciones que
había marcado la larga oleada del 68.
Es tiempo de leer a Illich desde una perspectiva completamente
diferente. Si la filosofía implica necesariamente una
interrogación de la humanidad y la no-humanidad del hombre,
entonces su investigación, que se ocupa de la fortuna del género
humano en un momento decisivo de su historia, es
genuinamente filosófica, como filosófico es su método, la
arqueología, que él desarrolló autónomamente con respecto a
Foucault. En este sentido, evocando al ángel de la historia de
Benjamin, que se dirige hacia el presente teniendo los ojos fijos
en el pasado, él se compara más bien a un cangrejo, que se dirige
hacia el pasado fijando la mirada en el presente.

2. Se puede decir que no hay un ámbito en el conocimiento de


nuestro presente que la mirada de cangrejo de Illich no haya
renovado en profundidad. Sin embargo, se trata en todos los
casos de un análisis global, que embiste el mismo sistema a
través del cual los hombres han buscado en todos los tiempos
asegurar su subsistencia. Según Illich, este sistema combinaba
dos modos diferentes de producción: uno autónomo, que
producía valores de uso destinados a la esfera doméstica o —
como Illich la prefiere llamar— vernacular y no al mercado, y uno
heterónomo, destinado a la producción de mercancías para el
mercado. Si la expansión del sistema heterónomo (ciertamente
mayoritario en términos de cantidad) supera un cierto umbral,
más allá del cual la producción autónoma se desvanece y deja su
lugar a aquello que Illich llama trabajo-sombra (es decir, el
trabajo no retribuido del consumidor para volver utilizable la
mercancía adquirida en el mercado), se constata entonces una
«contraproductividad paradójica», en virtud de la cual la
producción heterónoma causa un efecto opuesto al que se
proponía alcanzar. Se podría llamar «teorema del caracol» el
ejemplo con el cual Illich ilustra icásticamente esta
contraproductividad: el caracol, después de haber sumado un
cierto número de espiras a su concha, interrumpe su actividad; si
continuara, una sola espira más aumentaría 16 veces el peso y el
volumen a transportar.
Es este teorema el que Illich demuestra en sus análisis
justamente célebres de la escuela que, sin reducir las
discriminaciones sociales, vuelve a los individuos incapaces de
aprender por sí solos; de la medicina que, expandiéndose más
allá de un cierto límite, acaba produciendo enfermedades
iatrogénicas y, a la vez, expropia a los hombres de la capacidad
de soportar su dolor y mitigar el de los otros; de los transportes
veloces y costosos que, en vez de ahorrarle tiempo a quien se
sirve de ellos, exigen en realidad en términos globales un mayor
número de horas y, por lo tanto, una menor velocidad con
respecto a la bicicleta.
A comienzos de la década de 1970, la indagación de un grupo de
sociólogos verificó la hipótesis de Illich, demostrando que, en
términos de «tiempo generalizado» (que comprende por
consiguiente también las horas de trabajo necesarias para la
adquisición y el mantenimiento del automóvil), el automovilista
francés promedio recorre 15 500 kilómetros al año, pero
consagra a su automóvil 1550 horas al año, lo cual significa que
emplea una hora para recorrer 10 kilómetros, contra los 13 de la
bicicleta. Sin embargo, puesto que la política de los transportes
se proponía objetivos de productividad económica y los intereses
de los individuos, desde ese momento la construcción de
autopistas y de vehículos se intensificó.
Si los análisis de Illich han sido ampliamente discutidos, no
menos importantes son aquellos que ha dedicado a las así
llamadas «profesiones inhabilitantes», que monopolizan una
cierta actividad expropiando a los hombres que hasta entonces
la habían practicado (podemos agregar al catálogo illichiano la
categoría de los arquitectos, que, desde el momento de su
aparición en el siglo XIX, han expropiado a los hombres la
capacidad de construir de la que habían dado muestra por
milenios); la crítica de las nociones de escasez y de necesidad,
que definen la economía de la era industrial y el Homo
œconomicus constitutivamente necesario que le corresponde, a
la vez cliente ideal del mercado capitalista y súbdito perfecto de
la asistencia estatal; la crítica del fetiche vida y de la bioética,
solidaria suya; la genealogía de los servicios de la secularización
del pastorado eclesial; y, no por último, la reconstrucción
estupenda de la transformación que sufren el libro y la lectura
desde el siglo XII hasta hoy (In the Vineyard of the Text, 1993).
En todas estas investigaciones, está en cuestión una amenaza
que concierne a la humanidad del hombre — a condición de
precisar, sin embargo, que por «humanidad» no se entiende aquí
una naturaleza biológica o culturalmente presupuesta, sino
simplemente las prácticas inmemoriales a través de las cuales los
hombres se vuelven la vida posible, es decir, aquella dimensión
que Illich ha llamado «convivialidad». Problema filosófico por
excelencia, si la filosofía es en primer lugar la memoria de la
antropogénesis, es decir, del devenir humano del viviente
hombre.

3. No es posible comprender una época histórica ni un


pensamiento si no se conoce la experiencia del tiempo que
constituye su condición. Precisamente la lucidez con la que Illich
sitúa su pensamiento con respecto a esta experiencia define la
pertinencia, a menudo irrefutable, de sus análisis. Es conocida la
tesis de Schmitt según la cual todos los conceptos políticos son
conceptos teológicos secularizados. Esta tesis tiene que ser
precisada en el sentido de que esos conceptos secularizados son
hoy esencialmente conceptos escatológicos. Si el pensamiento
contemporáneo ha buscado eludir un arreglo de cuentas con su
propia situación histórica, recurriendo a conceptos
evidentemente inadecuados como fin de la historia, poshistoria,
posmodernidad, esto es porque se funda realmente en una
secularización de la escatología cristiana. Por esto Illich, con un
gesto que recuerda a la proyección benjaminiana del mesianismo
en la historia profana, puede tomar la palabra de su tiempo y
mirar en él desde una perspectiva declaradamente apocalíptica.
«Atribuirme la idea de que nuestra época sea una época
poscristiana —declaró en las extenuantes conversaciones con
David Cayley— sería completamente equivocado. Por el
contrario, creo que nuestra época es, paradójicamente, la época
más explícitamente cristiana, la cual podría estar muy cercana al
fin del mundo».

4. El concepto tal vez central de la escatología secularizada de la


modernidad es el de crisis. No sólo en la economía y en la
política, sino en todo ámbito de la vida social, la crisis coincide
hoy con el estado normal. De los tres campos semánticos que
confluyen en la historia de este término (el jurídico-político de
«juicio» en un proceso o en una asamblea, el médico de
momento decisivo en una enfermedad, y el teológico de juicio
final) sólo los dos últimos han contribuido a definir su significado
en la modernidad.
Sin embargo, ambos significados sufren una transformación que
concierne a su indicio temporal. Krisis significaba en la medicina
antigua el juicio con el que el médico reconoce si el enfermo
sobrevivirá o morirá, mejorará o empeorará. Este juicio coincide
con un momento preciso en el desarrollo de la enfermedad, que
Galeno llama «días decisivos (krisimoi, dies decretorii)». En el
concepto moderno de crisis, en el que ésta se vuelve una
condición permanente, la conexión con un instante de la decisión
comienza a faltar. La crisis es separada de su «día decisivo» y
prolongada indefinidamente en el tiempo.
Lo mismo le sucede al juicio final de la tradición teológica: el
juicio era inseparable del fin de la cosa juzgada. Como escribe
Tomás, «el juicio concierne al término, a través del cual las cosas
son conducidas a su fin» (S. th. Suppl. q. 88, art. 1). «No se puede
dar el juicio a una cosa mutable antes de su consumición […] por
eso es necesario que el juicio final advenga en el último día, el
único en el que se puede decidir completa y manifiestamente
aquello que concierne a cada hombre» (ibid.,, III, q. 59, art. 5). En
la secularización moderna de la «crisis», el juicio resulta en
cambio separado de su conexión esencial con el fin y es hecho
coincidir con el decurso cronológico, de tal modo que la cosa no
puede nunca ser pensada en su cumplimiento y en su finalidad
propia. Consiguientemente, la facultad de decidir de una vez por
todas se debilita y la decisión incesante no decide propiamente
nada.

5. Es a esta pérdida de la capacidad de juzgar en la modernidad a


la que Hannah Arendt ha dedicado su reflexión en el libro sobre
la banalidad del mal. La facultad de pensar y la facultad de juzgar
son, para Arendt, distintas y, a la vez, están inextricablemente
conectadas. El pensamiento no es una facultad cognitiva, sino
aquello que vuelve posible el juicio sobre el bien y sobre el mal,
sobre lo justo y lo injusto. Lo que le faltaba a Eichmann no era ni
el raciocinio ni el sentido moral, sino la facultad de pensar y, por
consiguiente, la capacidad de juzgar las acciones propias.
Illich representa la reaparición intempestiva en la modernidad de
un ejercicio radical de la krisis, de una llamada a juicio sin
atenuantes de la cultura occidental: krisis y juicio tanto más
radicales, porque provienen de uno de sus componentes
esenciales: la tradición cristiana. Como Benjamin, Illich se sirve,
en efecto, de la escatología mesiánica para neutralizar la
concepción progresista del tiempo histórico. Y lo hace según dos
modalidades estrechamente entrelazadas: por un lado la
experiencia del kairós, del instante decisivo, que quiebra la línea
continua y homogénea de la cronología; por el otro la capacidad
de pensar el tiempo en relación con su cumplimiento. El instante
intemporal de la decisión y la novissima dies en la que el tiempo
se consuma son, en los términos de Arendt, las dos puertas que
el pensamiento entreabre a la facultad del juicio. Pero en el
instante del juicio, el eschaton y el «ahora» coinciden sin
residuos.
Es justamente esta situación original con respecto al tiempo y a
la historia lo que define la pertinencia y la fuerza de la «crisis»
illichiana de la modernidad. Cada una de sus investigaciones
adquiere su verdadero sentido sólo si se la sitúa en la perspectiva
unitaria de aquello que podemos considerar, junto a las de
Hannah Arendt y de Günther Anders, como una de las críticas
más amplias y coherentes de los poderes devastadores del
progresismo, del «Absurdistán o infierno en la tierra» que éste,
con todas sus buenas intenciones, ha realizado.
Si, como habíamos visto, esta crítica tenía sus raíces en la
tradición cristiana, era, sin embargo, inseparable de la
consciencia de la responsabilidad de aquella tradición en el
destino de la modernidad. Si algo distingue el pensamiento de
Illich de las críticas progresistas o reaccionarias de nuestra
sociedad, es justamente su enraizamiento en aquella tradición y,
a la vez, la capacidad de salir de ella sin reservas en dirección de
la filosofía. Y si la filosofía no es una disciplina, sino una
intensidad que puede animar cualquier ámbito, en el caso de
Illich la filosofía nace, entonces, como una intensificación del
campo de tensiones del cristianismo de cara a las consecuencias
catastróficas de su perversión secular.

6. Para comprender la situación de Illich con respecto a la


tradición teológica hay que partir de las conversaciones citadas
con David Cayley publicadas con el título The Rivers North of the
Future (2005), «Los ríos al norte del futuro», y en las cuales —
como en una entrevista precedente con el mismo Cayley— él,
independientemente de toda intención testamentaria,
ciertamente intentó proporcionar una clave de lectura de toda
su obra. En ambas entrevistas aparece en cierto momento la
expresión mysterium iniquitatis («el misterio del mal»), en
referencia al carácter inédito y extremo del mal con el que el
hombre moderno ha de arreglar cuentas. «El mysterium
iniquitatis es un mysterium porque puede ser comprendido sólo
a través de la revelación de Dios en Cristo. […] Pero creo también
que el mal misterioso que entró en el mundo con la Encarnación
puede ser investigado históricamente y que, para esto, no
necesitamos ni fe ni credo, sino sólo una cierta capacidad de
observación. ¿No es cierto que nuestro mundo está estropeado
como en ninguna época precedente? Cuanto más me empeño en
examinar el presente como entidad histórica, más me parece
confuso, absurdo e incomprensible: me obliga a aceptar una
serie de axiomas para los cuales no encuentro ningún paralelo en
las sociedades pasadas y pone a la vista una combinación
increíble de horrores, crueldad y degradación, que no tiene
precedentes en otras épocas históricas […]. ¿Cómo explicar este
mal extraordinario? Este problema podría ser considerado bajo
una luz complemente nueva, partiendo del presupuesto […] de
que no estamos frente a un mal de tipo ordinario, sino frente a la
corrupción de lo mejor que adviene cuando se institucionaliza el
Evangelio y cuando el amor es transformado en demanda de
servicios. La primera generación de cristianos se dio cuenta de
que se había vuelto posible un género misterioso —¿cómo lo
debería llamar?— de aberración, deshumanidad, negación. Su
idea del mysterium iniquitatis me provee una clave para
comprender el mal frente al cual estamos hoy y para el cual no
puedo encontrar una palabra. Como hombre de fe, tendría al
menos que llamarlo la misteriosa traición o la perversión de ese
tipo de libertad que los Evangelios trajeron».
Esta larga cita muestra bastante bien la particularidad de la
aproximación de Illich a lo contemporáneo: si él reconoce con
claridad su fundamento teológico, no renuncia por esto a la
indagación puramente histórica. La especificad de su crítica
consiste más bien justamente en la indagación de la modalidades
a través de las cuales se ha cumplido el paso de lo extrahistórico
a lo histórico y de lo teológico a lo profano: cómo, por ejemplo,
las nociones de amor, libertad y contingencia, que el cristianismo
había inventado, son transferidas a los servicios, al Estado y a la
ciencia, produciendo exactamente lo contrario de lo que ellas
eran en su origen; y cómo las concepciones de la Iglesia como
societas perfecta se acabaron con la producción de la idea
moderna del Estado como detentor del gobierno integral de la
vida de los hombres en todos sus aspectos. Éste es el paradigma
de la corruptio optimi quae est pexima, a través del cual Illich
observa la historia de la Iglesia.

7. La expresión mysterium iniquitatis proviene de la segunda


epístola de Pablo a los tesalonicenses. En esta epístola Pablo,
hablando de la Parusía del Señor, describe el drama escatológico
como un conflicto que ve por un lado al mesías, y por el otro a
dos personaje que él llama «el hombre de la anomia», ho
anthropos tes anomias (lit. «el hombre de la ausencia de ley»), y
«aquel que retiene» (ho katechon): «Que nadie los engañe de
ninguna manera. Antes debe venir la apostasía y revelarse el
hombre de la anomia (ho anthropos tes anomias), el hijo de la
destrucción, aquel que se contrapone y se eleva por encima de
todo lo que porta el nombre de Dios o recibe un culto, hasta
sentarse en el templo de Dios, monstrándose él mismo como
Dios. ¿No recuerdan que cuando estaba todavía entre ustedes,
les decía esto? Ahora saben lo que lo retiene actualmente de
manera que no se revele más que en su tiempo. El misterio de la
anomia (mysterion tes anomias, que la vulgata traduce como
mysterium iniquitatis) está ya a la obra. Pero sólo hasta que
aquel que retiene sea apartado de en medio, y es entonces
cuando el impío (anomos, lit. «el sin ley») será revelado, y el
señor Jesús lo hará desaparecer con el soplo de su boca» (2 Tes.
2, 2-11).
Mientras que el «hombre de la anomia» ha sido
concurrentemente identificado por la tradición exegética con el
Anticristo de la primera epístola de Juan (2, 18), para «aquel que
retiene» ya a partir de Agustín —que habla de él en la Ciudad de
Dios (XX, 19)— ha sido propuesta una doble interpretación.
Según algunos (entre quienes se encuentra Jerónimo y, entre los
modernos, Carl Schmitt, que ve en el katechon la única
posibilidad de concebir la historia desde un punto de vista
cristiano) la alusión es al Imperio Romano, que actúa como un
poder que retiene la catástrofe del fin de los tiempos; según
otros —entre quienes se encuentra un contemporáneo de
Agustín, Ticonio— aquello que retrasa el drama escatológico es
la naturaleza dividida de la Iglesia, que tiene un lado santo y
luminoso y, a la vez, un lado oscuro y siniestro, en el cual crece y
mora el Anticristo.
Es en esta tradición exegética donde se inscribe de algún modo
también la lectura particular que Illich hace del mysterium
iniquitatis. No se trata para él, según una interpretación que ha
encontrado amplia difusión entre los filósofos y los teólogos
contemporáneos, de un misterio metahistórico, de un hondo
drama teológico que paraliza y vuelve enigmática toda acción y
toda decisión, sino de un drama histórico, por lo tanto, como
habíamos visto, de aquella corruptio optimi pexima que, a través
de un proceso secular, ha llevado a la Iglesia a dar a luz, en su
seno, su perversión anticrística en la modernidad. Y en este
drama histórico, en el que el eschaton, el último día, coincide
con el presente, con el «tiempo de ahora» paulino, y en el que la
naturaleza dividida —a la vez crística y anticrística— del cuerpo
no sólo de la Iglesia, sino de toda sociedad y de toda institución
humana, alcanza al fin su apocalíptico desvelamiento, es de este
drama histórico que Illich eligió sin reservas y sin ambigüedad
formar parte.

8. También Gender, el libro de 1982 que aquí se vuelve a


proponer, tiene que ser situado en esta perspectiva. Como Illich
escribe más de diez años después en el importante prefacio a la
segunda edición alemana (hasta aquí inédita en italiano),
también este libro nace de la «repugnancia» frente a la «terrible
corrupción de aquello que es más excelente», que hasta el final
siguió siendo para él «el enigma en el cual arrojar luz». Pero, al
mismo tiempo —sugiere Illich— el libro marca un viraje en la
investigación de su autor. La pérdida del género y su
transformación en sexualidad —que constituye el tema del
libro— son tratadas aquí no ya en la forma de una «crítica
agresiva» de la modernidad, sino en aquella, «ponderada», de
una investigación sobre la «historia social del “nosotros” vivido»,
es decir, de una reflexión «sobre la mutación en los modos de la
percepción» del cuerpo y de sus relaciones con el mundo que,
bajo la presión de los «rituales mitopoiéticos» (Illich nombra
entre éstos la escuela, la medicina, la misión, la urbanística, los
transportes, la propaganda) han llevado al deterioro y a la
pérdida de innumerables formas de vida vernaculares. Hay que
agregar aquí una importante precisión a cuanto hemos dicho
sobre el rigor de la crítica de Illich a la modernidad. El juicio es,
para él, tanto más implacable, en cuanto que se trata de su
memoria y de su única posibilidad de salvación de aquel universo
vernacular que él no se cansa de evocar y describir en todos sus
aspectos. El juicio es despiadado, porque en él las cosas
aparecen como perdidas e insalvables; la salvación es benigna,
porque en ella las cosas aparecen como injuiciables. El difícil
trama de juicio y salvación define el ethos particular de la
escritura y del pensamiento de Illich.
Es justamente este desplazamiento suyo en la ardua cresta entre
juicio y salvación, entre memoria histórica y crítica del presente
el que puede explicar el desorientamiento y casi el desconcierto
con el que el libro fue inicialmente acogido. La reivindicación del
«género» (gender es en inglés una categoría exclusivamente
gramatical) —que permanece en una «dualidad del humano»
que distingue «los lugares, los tiempos, los utensilios, las tareas,
los modos de hablar, los gestos asociados a los hombres de
aquellos asociados a las mujeres»— contra el «sexo», concebido
en cambio como la polarización de todas aquellas características,
dignidad y derechos que, a partir de finales del siglo XVIII, se
atribuyen en modo idéntico a todos los seres humanos, era
demasiado insólito a un oído moderno para ser íntegramente
aceptable. En el mismo sentido, la crítica de la «aspiración
organizada de las mujeres a la igualdad económica», prisionera
de la misma lógica capitalista que creía combatir, era en aquellos
años todavía precoz. Queda la circunstancia singular de que,
algunos años después —al menos a partir del libro de Judith
Butler Gender Trouble (1991)— el término gender se impone
hasta transformar la propia denominación de los estudios sobre
el feminismo, reformulados ahora en la nueva rúbrica académica
de los Gender studies. En el libro de Butler, sin embargo —que
además critica el primado de la dimensión biológica del sexo
contra la cultural del género— el nombre de Illich no aparece.
Muchas señales dejan conjeturar que, también en este ámbito, el
pensamiento de Illich haya alcanzado la hora de su legibilidad.
Pero ésta sólo será posible hasta cuando la filosofía
contemporánea se decida a arreglar cuentas con este maestro
celebérrimo y, sin embargo, obstinadamente mantenido en los
márgenes del debate académico

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