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Historia de sherezade Anónimo (cuento de Las mil y una noches)

Cuentan que en la época de los reyes sasánidas, en islas lejanas de la


India y la China, reinaba el rey Shariar, valeroso señor que poseía ejércitos
y heroicas caballerías. Gobernaba este rey con justicia entre los hombres,
y era así amado por los habitantes del país y de todo el reino. Sucedió, sin
embargo, que un día, habiendo salido de caza con la intención de pasar
fuera toda la jornada, regresó Shariar a palacio antes de lo previsto y
sorprendió a su esposa intercambiando abrazos de amor con un esclavo
negro. Esta infidelidad llenó su corazón de los más terribles y sanguinarios
pensamientos. Le abandonó la razón y, sin vacilar, mandó que
decapitaran a ambos en el acto. No contento con ello, hizo llamar a su
visir y le ordenó que trajera cada día a palacio a una joven doncella del
reino. Según se cuenta, el rey Shariar las desposaba, pero a la mañana
siguiente, lleno de odio hacia todas las mujeres, las hacía decapitar.
Durante tres años el rey Shariar hizo matar cada mañana a una nueva
esposa, sin que por ello hallase paz ni reposo su corazón. Recordaba lo
que había sucedido con su mujer y sentía una gran tristeza. Las fuerzas
iban abandonando su cuerpo y en su rostro se esfumaba el color de la
vida. Entretanto, en el reino se oían por todas partes lamentos y alaridos
de horror. Los padres, aterrados, huían de sus casas con sus hijas, y llegó
un día en que no quedó en la ciudad ni una sola doncella que pudiera ser
conducida a palacio. El visir, por más que buscó, no pudo encontrar a
ninguna joven, y regresó a su casa derrotado y con el alma traspasada de
miedo ante el furor del rey. Este visir tenía dos hijas de gran belleza y
dotadas de una delicadeza exquisita. La mayor se llamaba Sherezade y el
nombre de la menor era Duniazad. Sherezade, según dicen, había leído
más de mil libros, y conocía por tanto todas las leyendas y relatos
referentes a las épocas remotas, a los reyes de la antigüedad y a sus
profetas; había estudiado astronomía y medicina, y en su memoria se
almacenaban los más variados conocimientos transmitidos por poetas,
por reyes y por sabios. Era inteligente, educada, prudente y astuta, y al
hablar daba muestras de tanta elocuencia que escucharla constituía un
verdadero placer. Aquel día, al ver a su padre, Sherezade le preguntó
cuál era la causa de su pesadumbre. El visir se lo contó todo a su hija,
desde el principio hasta el fin, sin omitir nada. Entonces le dijo Sherezade:
—Por Alá, padre mío, entrégame al rey Shariar como esposa. Verás cómo
yo podré liberar de la muerte a las hijas de este reino; o, en caso contrario,
moriré como el resto de mis hermanas. —Alá te proteja y no te exponga
nunca a tan terrible suerte —replicó su padre, tembloroso. Pero tanto
insistió Sherezade en sus ruegos, que el visir acabó por acceder y mandó
preparar el ajuar nupcial de su hija. Entretanto, Sherezade instruyó a su
hermana menor: —Cuando esté con el rey en palacio te mandaré llamar,
y apenas te encuentres en su presencia debes decirme: “Hermana,
cuéntanos alguna historia maravillosa que nos ayude a pasar la noche”.
Entonces yo narraré unas historias que, con la ayuda de Alá, han de ser la
salvación de las jóvenes del reino. Y sucedió exactamente así. El visir llevó
a su hija a palacio y el rey no pudo sino alegrarse ante la belleza de
aquella nueva esposa. Pero, cuando Shariar se retiraba a sus aposentos
con Sherezade, ésta rompió repentinamente a llorar, exclamando: —¡Oh,
poderoso rey, tengo una hermana pequeña de la cual quisiera
despedirme! El rey mandó llamar a Duniazad. Apenas llegó, ésta se
acomodó a los pies del lecho y dijo: —Hermana mía, cuéntanos por favor
una historia que nos ayude a pasar la noche. Y el rey, que se sentía
angustiado y no podía dormir, aceptó de buen grado escuchar la
narración de Sherezade. Aquella primera noche la joven esposa empezó
a contar la historia de un pescador que caía en poder de un genio
maligno que estaba prisionero en una botella. Pero tantos y tan
maravillosos fueron los relatos que el rico mercader le iba contando al
genio maligno en su empeño por salvar la vida, que llegó el alba sin que
Sherezade hubiera dado fin a esta historia. —¡Oh, hermana mía! —
exclamó entonces Duniazad—. ¡Cuán dulces y sabrosas son tus palabras,
cuán llenas de delicia! —Pues nada son —contestó Sherezade—
comparadas con lo que os podría contar la próxima noche, si es que el
rey tiene a bien concederme un día más de vida. El rey pensó que sería
una lástima matar a su esposa sin haber oído el final de la historia, y por
primera vez en tres años durmió un sueño tranquilo. Al despertar, acudió al
salón del Supremo Consejo para administrar justicia, nombrando unos
cargos y destituyendo otros. Allí se encontraba el visir, demacrado y
vestido de luto, quien se llenó de asombro al enterarse de que su hija
había sobrevivido a su noche de bodas con el rey Shariar. Llegó por fin la
segunda noche y Duniazad propuso a su hermana que acabase la historia
del pescador y el genio, a lo que Sherezade respondió —Lo haré de todo
corazón, siempre que el rey me lo permita. Entonces el rey, lleno de
curiosidad, le ordenó que hablara, y Sherezade prosiguió su relato. Lo hizo,
sin embargo, con tal arte que, al llegar la mañana, el rey y Duniazad ya
estaban escuchando un nuevo cuento que, a su vez, quedó inconcluso. El
rey, para conocer su desenlace, decidió postergar por otro día la muerte
de su esposa. Y la misma decisión tomó al día siguiente y a los siguientes
días, porque Sherezade sabía interrumpir su narración cada vez en el
momento más interesante y justo cuando despuntaba el amanecer, o
bien trenzaba sabiamente un relato con otro, haciendo que el personaje
de un cuento contara un cuento en el que un personaje contaba un
cuento, de modo que una historia la llevaba a contar otra historia en una
narración interminable que se iba prolongando —como su propia vida—
noche a noche, semana tras semana, sin alcanzar nunca el final. Así se
sucedieron, una tras otra, mil y una noches, y en cada una de ellas el rey
Shariar escuchó extasiado las historias narradas por su esposa. Pero ocurrió
también que, transcurrido ese tiempo, habían nacido de la unión del rey
con Sherezade tres hijos varones. De modo que cuando ella hubo
terminado la historia de la noche mil y una, se puso de pie, besó el suelo
ante el monarca y le dijo: —Oh, rey del tiempo, el único de esta época y
de esta era. Soy tu esclava y desde hace mil y una noches te he ido
exponiendo los relatos extraordinarios de los que nos han precedido y te
he mostrado las enseñanzas morales de los antiguos. ¿Puedo expresar un
deseo ante ti? —Pide, Sherezade, para que yo pueda concederte —
respondió Shariar. Ella entonces llamó a las nodrizas y a los eunucos y les
ordenó: —Traed aquí a mis hijos. Volvieron con ellos sin demora. Eran tres
varones: uno ya caminaba, otro gateaba y el tercero era un niño de
pecho. Cuando los tuvo consigo, Sherezade los tomó y los puso ante el
rey. Besó el suelo una vez más y dijo: —Oh, rey del tiempo, éstos son tus
hijos. Te pido que me libres de la muerte por amor a estos niños. Si tú me
matas, ellos quedarán huérfanos, y ninguna otra mujer habrá que se
ocupe adecuadamente de su educación. El rey Shariar se echó a llorar,
estrechó a sus hijos contra su pecho y dijo: —Sherezade, ¡por Alá!, ya te
había perdonado antes de que viera a los niños, porque había visto que
eres casta, pura, noble y temerosa de Alá. Que Alá te bendiga ti, a tu
padre, a tu madre y a todos tus antepasados y descendientes. Ante El
prometo que te libraré de cualquier cosa que pueda hacerte daño. Ella
besó las manos y los pies del rey, se alegró mucho y le dijo: —Alá
prolongue tu vida y aumente tu prestigio y tu honor. La alegría se difundió
por el palacio real y pronto la noticia fue conocida en toda la ciudad. Fue
esa una noche excepcional, como ningún habitante del reino había visto
en toda su vida. Por la mañana el rey amaneció feliz, lleno de deseos de
hacer el bien. Mandó llamar a todos sus soldados, y éstos comparecieron.
Obsequió un magnífico y lujoso traje a su ministro, el padre de Sherezade,
y le dijo: —Alá te protegerá por tener una hija tan noble. Siendo mi
esposa, ella ha sido la causa de que yo me arrepintiera de haber matado
a las hijas de mi pueblo, pues he visto que es pura, casta e inocente.
Gracias a ella Alá me ha bendecido con tres hijos varones. Gloria a Alá
por estos dones preciosos. Enseguida regaló vestidos honoríficos a todos
los ministros, príncipes y grandes señores del reino. Ordenó engalanar la
ciudad durante treinta días y ninguno de los habitantes tuvo que
pagar ninguno de estos gastos, pues todos ellos se financiaron a cargo del
tesoro privado del rey. Las calles fueron adornadas con un lujo y un
esplendor de los que nadie tenía memoria. En las esquinas sonaban los
tambores y se tocaban las flautas, y los juglares y saltimbanquis deleitaban
a todos con sus juegos y malabarismos. El rey distribuyó regalos con gran
generosidad y dio limosna a todos los pobres y menesterosos, mostrándose
liberal con el resto de sus súbditos y habitantes del reino. De ahí en
adelante, tanto él como su pueblo vivieron con felicidad, contento,
alegría y gozo. Y así fue hasta que llegó aquel que distribuye todos los
deleites.

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