Вы находитесь на странице: 1из 82

La revolución rusa como problema

histórico
Hemeroteca, Libros, Pensamiento 7 noviembre, 2017 Francisco Fernández Buey

Se dice frecuentemente que la “cuestión rusa” se ha convertido en la piedra de toque del


pensamiento marxista. Para hablar con propiedad habría que decir que tal cuestión ha
sido siempre (al menos desde que empieza a utilizarse el término “marxismo”) motivo
de investigación y también de apasionados debates entre los revolucionarios. La
formación social rusa fue el objeto prioritario de los estudios del viejo Marx, y el
análisis de la actual sociedad soviética sigue siendo el centro de atención de las
principales corrientes en las que se ha ido fragmentando el movimiento comunista en las
últimas décadas. La persistencia y la constancia con que en un lapso de tiempo tan
dilatado reaparece el problema de la naturaleza de aquella revolución puede
considerarse sin más como un factor demostrativo de que en este caso no se trata de una
discusión académica o de escuela como ha habido tantas en el marxismo de los últimos
tiempos. Ya el simple planteamiento del problema por el propio Marx refuerza la idea de
que, por el contrario, se trata de uno de los nudos principales de la historia
contemporánea.
Vale la pena recordar aquí, aunque sea sumariamente, las ideas del viejo Marx sobre
Rusia porque todavía ahora se suelen olvidar con cierta frecuencia. Este olvido conduce
a seguir planteando el tema simplemente como si se tratara de una contraposición entre
lo que la revolución rusa ha sido en la realidad y el esquema de desarrollo histórico
esbozado en El Capital, con la consecuencia implícita de tener que elegir entre la teoría
supuesta y lo que es definido como “socialismo real”. Precisamente hace algo más de
cien años, en una carta enviada al director de la Otetschestwennyi Sapiski, Karl Marx
salía al paso de lo que consideraba como una infundada extensión al caso de Rusia del
esquema histórico expuesto en El capital. Según esa abusiva generalización, mediante
la cual –en palabras de Marx– se interpretaba el esbozo histórico de la génesis del
capitalismo en Occidente como una teoría histórico-filosófica de la marcha general que
el destino impondría a todo pueblo, la sociedad rusa tendría que pasar inevitablemente
por los mismos traumas que la acumulación capitalista, la industria manufacturera y el
desarrollo de la gran industria determinaron en Inglaterra y en otras sociedades de la
Europa occidental. Marx rechazaba el carácter suprahistórico de esa conclusión y
oponía a ella varias consideraciones particulares:

1.a Que el esquema histórico de El Capital tenía validez solamente para el caso de las
sociedades que aquella obra había estudiado, esto es, para el caso de las sociedades del
occidente europeo.

2.a Que el análisis histórico comparativo permite observar que sucesos muy similares
pero que tienen lugar en medios diferentes conducen a resultados totalmente distintos.

3.a Que el caso de la formación social rusa, en la cual resaltaba la solidez y resistencia
verdaderamente atípicas de la comuna aldeana tradicional, a diferencia de lo ocurrido y
de lo que estaba ocurriendo en otras sociedades tanto de occidente como de oriente,
exigía un estudio particularizado antes de definirse dogmáticamente acerca de la
inevitabilidad de la etapa entendida en el sentido europeo-occidental.

Algunos años después, luego precisamente de haber profundizado en el estudio


particular de la formación social rusa, el propio Marx llegaba a la conclusión
(compartida con algunos teóricos del populismo ruso) de que la comuna aldeana
tradicional constituía el punto de apoyo de la regeneración social en Rusia. ¿Quería
decir esto que Rusia podía saltarse la etapa capitalista, la fase de proletarización de los
agricultores, e ir hacia el comunismo desarrollando justamente los aspectos
comunitarios de las relaciones que aún dominaban en buena parte del agro ruso? Esa era
al menos la idea que parecía desprenderse de la carta escrita a Vera Zassulich el 8 de
marzo de 1881, en un momento en el que las desgracias familiares y su propia
enfermedad minaban ya definitivamente la salud de Marx.

Cierto es que su razonamiento en esas fechas está dirigido sobre todo a combatir el
concepto de la inevitabilidad de un determinado decurso histórico válido para todos los
países del mundo y, más concretamente, la idea de la repetición en el caso de Rusia de
lo ya ocurrido en otros países de la Europa occidental. Pero, aún llegando a la
conclusión de que el desarrollo del capitalismo no era inevitable en Rusia y creyendo,
por el contrario, que existían elementos favorables suficientes para la
conservación/transformación revolucionaria de la comuna aldeana, no se encontrarán
tampoco en aquella carta afirmaciones absolutizadoras. Basta con comparar su
redacción definitiva con el borrador (mucho más largo y elaborado) de la misma para
darse cuenta de que Marx se niega a predecir el futuro ruso mediante aseveraciones
tajantes. Por eso el razonamiento está salpicado de condicionales y disyuntivas. Aun así,
sin embargo, la idea conclusiva era clara: “Gracias a una combinación de circunstancias
únicas, la comuna aldeana, todavía establecida por toda la extensión del país, puede
despojarse gradualmente de sus caracteres primitivos y desarrollarse directamente como
elemento de la producción colectiva a escala nacional”.

Pero para ello eran necesarias, según Marx, dos condiciones. Primera, la revolución en
Rusia. Pues sólo una actuación rápida y decidida de la voluntad de
conservación/transformación de la comuna aldeana podía oponerse con éxito a los nada
despreciables factores (internos y externos) de disolución de la misma. Segunda, la
revolución proletaria en occidente. De tal manera que si la revolución rusa “daba la
señal” para una revolución en el mundo capitalista desarrollado, complementándose
ambas, la propiedad común de la tierra todavía resistente en Rusia sería el punto de
partida de “una evolución comunista”.

Tal era en lo esencial la idea de Marx sobre el futuro ruso.

II

Los bolcheviques en general y Lenin en primer lugar recogieron una parte de ese
razonamiento y obviaron la otra. Esto es, consideraron que la revolución rusa podría
realizarse, mantenerse y profundizarse siempre que tuviera lugar también la revolución
mundial, la revolución europea, o al menos la revolución socialista en el país en que
parecían existir mayores posibilidades para el cambio (Alemania). Pero, por otra parte,
abandonaron la idea de que era posible pasar al comunismo moderno desde el
comunitarismo primitivo de la comuna aldeana. Al abandono de esta idea contribuyeron
sin duda varias razones que es difícil resumir sin una referencia detallada a la evolución
del contexto histórico ruso y europeo desde 1880 hasta 1917. Así y todo, y aun a
sabiendas de que sin el detalle sobre esa evolución histórica se corre el peligro del
esquematismo, pueden señalarse aquí algunas de esas razones. La más formal de ellas –
pero tampoco despreciable– es que ninguno de los dirigentes bolcheviques llegó a
conocer hasta muchos años después de la revolución de octubre la totalidad del
razonamiento de Marx sobre la comuna aldeana (señaladamente no conocieron la carta a
Vera Zassulich y la importante primera redacción de la misma). Ese desconocimiento
afecta muy probablemente a las conclusiones de Lenin en El desarrollo del capitalismo
en Rusia en el sentido de que la revolución pendiente en el país era una revolución
democrático-burguesa. En efecto, si esa obra se lee no desde el conocimiento de lo que
ha pasado luego sino desde el conocimiento de la situación rusa en 1880/1890 es difícil
sustraerse a la impresión (afirmada por varios estudios actuales del tema) de que Lenin
hinchó los datos relativos al desarrollo capitalista de Rusia en aquel momento,
exagerando con ello la existencia de factores semejantes a los europeo-occidentales y
que conducían a la disolución inevitable de la comuna aldeana.

Con todo, más importante que la existencia de ese factor de desconocimiento de la obra
de Marx al respecto es, para explicar el por qué del abandono bolchevique de la idea de
la posibilidad del paso de la comuna rural al comunismo moderno, el mismo desarrollo
material de Rusia hasta 1917. Sobre esto no puede caber ninguna duda: el avance del
capitalismo y la disolución de las relaciones precapitalistas agrarias fue un hecho. ¿Una
necesidad histórica? Efectivamente, una necesidad histórica si se entiende por tal el
objetivo de la base material de aquella sociedad + la voluntad de una parte importante
de la población (por lo menos de la burguesía rusa, de sectores del campesinado y de la
vanguardia política del proletariado industrial) en el sentido de transformar a Rusia en
un país lo más parecido posible a los de la Europa occidental. No hará falta añadir, sin
embargo, que esa coincidencia bastante general no implica necesariamente coincidencia
en los proyectos político-sociales de los principales grupos que actuaban como
portavoces de las varias clases en lucha.

Como argumento a favor de la corrección de la tesis de Lenin y en contra de las ideas


del viejo Marx suele citarse el éxito del proyecto político bolchevique en octubre de
1917. Pero este es un argumento muy poco sólido. En primer lugar porque oculta la
escasísima realidad social del partido bolchevique (escasísima sobre todo en el campo, y
en un país en el que la población campesina seguía constituyendo el 80% de la
población) entre 1903 y febrero de 1917, y porque olvida que el éxito bolchevique en
octubre se debió sustancialmente a su buena captación de las repercusiones de la guerra
imperialista en las varias clases sociales rusas. Y en segundo lugar porque no considera
el hecho evidente de que la proletarización acelerada del campesinado ruso en los años
treinta de este siglo es precisamente la continuación y consumación de las medidas
disolventes de la comuna aldeana tradicional adoptadas con anterioridad por varios
ministros de la época zarista.

Podría decirse, pues, que en esa necesidad histórica que refutó la prognosis del viejo
Marx sobre Rusia tuvo también su papel (más importante de lo que suele decirse) la
voluntad bolchevique de seguir en este aspecto el ejemplo de países como Inglaterra,
Alemania y los Estados Unidos de Norteamérica. En cualquier caso, lo cierto es que el
desconocimiento, el olvido (o el históricamente necesario abandono, como se prefiera)
de la hipótesis de Karl Marx sobre la comuna aldeana obligó a Lenin a forzar la
semejanza de la revolución en curso en Rusia con las revoluciones democrático-
burguesas de la Europa occidental.

Si se tiene en cuenta la fuerza con que Marx acentuó la particularidad, la diferencia, de


la formación social rusa por comparación con otras sociedades de la Europea occidental
y si se piensan las implicaciones sociales de su hipótesis acerca del paso de la comuna
aldeana tradicional al comunismo moderno, se comprende que no empleara el término
de revolución democrático-burguesa para definir la revolución
conservadora/transformadora de la comuna rural. Y se comprende también que, al
emplearlo, Lenin se sintiera inmediatamente en una situación bastante embarazosa. En
realidad una buena parte de la obra de Lenin entre 1905 y 1917 viene a ser en lo
esencial un dar vueltas en torno a la explicación de la revolución democrático-burguesa
rusa. Y no creo que sea desmerecer el genio político de Lenin el afirmar que, pese a las
muchas veces que se refirió a ese tema, no logró tampoco dar una definición
satisfactoria de la naturaleza de esa revolución democrático-burguesa rusa.

Así, ya en 1905/1906 la revolución popular rusa era para Lenin una revolución
democrático-burguesa como nunca hubo otra en parte alguna, una revolución que si
fracasaba, esto es, si el acuerdo entre la burguesía y el zarismo lograba abortar la
insurrección, se parecería a las revoluciones democrático-burguesas de la Europa
occidental (o sea, según sus propias palabras, sería un aborto), mientras que, en cambio,
si salía triunfante daría lugar no a un poder burgués sino a la dictadura del proletariado
y del campesinado. Después de la insurrección de febrero, entre marzo y octubre, Lenin
mantuvo la opinión de que la revolución en ciernes era entonces proletaria y socialista.
Pero en los últimos meses de su vida, al hacer historia comentando la crónica de
Sujánov, afirmó que la revolución de octubre había sido por sus objetivos inmediatos
una revolución democrático-burguesa desarrollada luego en un sentido socialista. Lenin
era de los revolucionarios que no se detienen ante los nudos gordianos teóricos: ¿cómo,
si en abril de 1917 se decía que la revolución en ciernes era proletario/socialista, afirmar
en 1923 que en lo esencial había sido una revolución democrático-burguesa? El nudo
que no se desata, se corta: “no hay ninguna muralla china entre ambas revoluciones.”

¿No hay ahí, en ese cortar el nudo gordiano, un intento de llegar a cuadrar formalmente
el círculo de la peculiaridad, de la particularidad de la revolución rusa (asiática, oriental,
pero vocacionalmente europea por decisión de sus protagonistas) con aquel esbozo
histórico del Capital que se consideraba válido para el desarrollo de las sociedades
occidentales? Lenin parece haber intuido esto cuando afirmó, al referirse temáticamente
a la cuestión de la naturaleza de la revolución, que la revolución rusa introducía ciertas
correcciones desde el punto de vista de la historia universal en el camino típico del
desarrollo del capitalismo y de la democracia burguesa. Pero sobre todo cuando definió
a la formación social rusa salida de la revolución de octubre como un capitalismo de
estado diferente del capitalismo de estado conocido en el mundo occidental.

En suma, la dificultad de caracterización por Lenin de la revolución rusa (y sus


constantes matizaciones) se explica por el hecho de que creyó conveniente y necesario
analizar la situación de su país precisamente con aquellas categorías que el viejo Marx
consideraba válidas para la Europa occidental. Y esa dificultad, que no es sólo, por
supuesto, una dificultad de Lenin, explicaría también quizá el que cuando en abril de
1917 afirma por vez primera que la revolución en curso en Rusia es una revolución
proletario/socialista casi nadie le entendiera. (A lo cual se podría añadir todavía la
hipótesis de que la rapidez con que entendió Stalin –casi el único entre los dirigentes
bolcheviques y además el menos teórico de ellos– ese giro de Lenin en abril de 1917 se
debió a que el georgiano interpretó razonablemente que lo que estaba en juego en
aquella circunstancia no era la redefinición de la naturaleza de la revolución en ciernes,
sino meramente la cuestión del poder, de la toma del poder).

III

Perdidas las matizaciones teóricas de Lenin y derrotada la revolución proletaria en


Hungría, en Alemania, en Austria y en Italia, la descripción de la revolución rusa que se
impuso entre los bolcheviques y más en general en el movimiento comunista
encuadrado en la III Internacional fue un esquema simplificado de las tesis de Vladímir
Ilich. Dicho esquema, que se ha ido repitiendo una y otra vez sin mayores
consideraciones, venía a decir lo siguiente: a) las varias insurrecciones
proletario/campesinas de 1905/1906 habrían constituido una revolución democrático-
burguesa abortada, inacabada; b) la insurrección de febrero de 1917 habría sido una
revolución democrático-burguesa consumada con éxito por el hundimiento del régimen
zarista, y, finalmente c) la insurrección de octubre de 1917 que dio el poder a los
bolcheviques habría sido una revolución proletaria y socialista. En la década siguiente el
propio Stalin redondearía ese esquema con la afirmación de que Rusia había superado
ya la primera fase del comunismo (la llamada etapa socialista) y estaba a punto de entrar
en la segunda, esto es, a punto de construir la sociedad comunista propiamente dicha.
Pero ya antes de que Stalin añadiera esa última nota altamente ideológica y justificadora
de su propio poder al esquema histórico dominante, en la III Internacional habían
manifestado serias dudas sobre su licitud y corrección varias corrientes comunistas,
desde Gramsci a Bordiga, desde Korsch a Pannekoek, pasando por Mattick y los
internacionalistas de Holanda. Así en 1920, defendiendo las conquistas de la revolución
de octubre contra el mecanicismo de la socialdemocracia, Gramsci dudaba en cambio de
que una revolución pudiera ser definida como socialista por el hecho de haber sido
dirigida por el proletariado e incluso teniendo en cuenta la voluntad de transformación
en un sentido socialista de sus protagonistas. Y con mayor radicalidad aún una década
más tarde el grupo de comunistas internacionalistas de Holanda consideraba aquel
esquema como un mero recubrimiento ideológico del jacobinismo de los bolcheviques;
para ellos la idea de que la revolución de febrero era una revolución burguesa mientras
que la de octubre se definía como proletario/socialista constituía “un absurdo”. Y esto
por el hecho de que tal visión “supone que un desarrollo de siete meses habría sido
suficiente para crear las bases económicas y sociales de una revolución proletaria en un
país que apenas si acababa de entrar en la fase de su revolución burguesa”. La
conclusión de esta crítica del esquema dominante era la concepción de las
insurrecciones de febrero y de octubre como un proceso unitario de transformación
burguesa de la sociedad rusa. En ese mismo sentido se manifestarían Pannekoek,
Mattick y Kosch.

La perspectiva que dan los sesenta años cumplidos de la revolución rusa y el


conocimiento del desarrollo de la formación social soviética desde 1917 permiten
afirmar sin mayores dudas que tanto la crítica del esquema “canónico” por los
comunistas internacionalistas como su descripción de los hechos como un proceso
unitario de transformación burguesa eran acertadas en lo esencial. Tal vez desde esa
misma perspectiva podrían añadirse algunas otras consideraciones:

1a Que ese proceso unitario de transformación burguesa, acelerado luego desde el


poder, tiene peculiaridades de desarrollo propias de un país en el límite entre Europa y
Asia y se ha visto condicionado además, en su origen, por la implantación del
imperialismo capitalista occidental, y, en su desarrollo, por la nueva división
internacional del trabajo que lleva consigo la difusión del imperialismo. Esta
complicación del esquema de los comunistas internacionalistas permite explicar la
coincidencia, en la evolución de la Unión Soviética, de factores inicialmente tan
contrapuestos como el asiatismo (en el plano político) y el taylorismo (en el plano
económico y de organización del trabajo).

2a Que el mantenimiento del esquema ideológico interpretativo de la revolución rusa,


dominante en la III Internacional, ha conducido a una hipostatización del concepto de
revolución proletaria semejante a la que ya se había impuesto con respecto a la
revolución burguesa (esto es, la consideración de la revolución francesa como
revolución burguesa por antonomasia, cuando es precisamente la excepción). La
generalización ahistórica de ese modelo esquemático es semejante, aunque contraria, a
la que denunciara Marx para el caso de El Capital y ha llevado al movimiento
comunista a varios errores de importancia. Uno en Oriente, al subvalorar el papel del
campesinado por comparación con lo ocurrido en Rusia (de ahí la equivocación paralela
de los proyectos políticos de Stalin y de Trotski para la China de los años veinte/treinta);
otro en Occidente, al sobrevalorar los factores de atraso económico y cultural en países
capitalistas desarrollados o por lo menos relativamente desarrollados (buscando todavía
en fechas no muy lejanas el paralelo con la revolución democrático-burguesa rusa y
repitiendo mecánicamente que no hay muralla china entre esa revolución y la
proletaria).

Nota bibliográfica

 V.I. Lenin. Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática.


Traducción castellana en Obras Escogidas, tomo 1, pág 477 y siguientes.
 V.I. Lenin. Con motivo del cuarto aniversario de la revolución de octubre.
Traducción castellana en Obras Escogidas, tomo 3, Págs. 659-668.
 V.I. Lenin, Nuestra revolución (A propósito de las notas de N. Sujánov).
Traducción castellana en Obras escogidas, tomo 3, págs. 792-795.
 Grupo de comunistas internacionalistas de Holanda “Tesis sobre el
bolchevismo” en Pannekoek, Korsch. Mattick, Crítica del bolchevismo.
Barcelona, Anagrama, 1976.
 Rudi Dutschke, Lenin (Tentativas de poner a Lenin sobre los pies). Traducción
castellana, en Icaria, Barcelona, 1977.

Texto publicado en el extra nº 2 de El Viejo Topo, 1978. Reproducido en el libro


1917. Variaciones sobre la Revolución de Octubre, su historia y sus consecuencias.
Autodeterminación y Estado federal
Españas, Libros 3 octubre, 2017 Francisco Fernández Buey

A la vista del papel jugado por Izquierda Unida en la Declaración de Estella que ha
precedido a la actual tregua en el País Vasco muchas personas se preguntan si se puede
estar a la vez a favor del derecho a la autodeterminación y a favor de un estado federal
en lo que llamamos España.

Nuestra respuesta a esa pregunta es afirmativa: sí, se puede. No es la única respuesta


posible, pero es una respuesta plausible y se puede argumentar con coherencia desde la
izquierda. Eso es lo que voy a intentar hacer aquí.

El reconocimiento del derecho a la autodeterminación de pueblos, naciones, etnias y


culturas no tiene por qué identificarse con nacionalismo, y menos con nacionalismo
políticamente organizado. De hecho, la mayoría de las corrientes de la izquierda no-
nacionalista ha defendido tradicionalmente el derecho a la autodeterminación.

No me parece buen argumento sacar a colación en este contexto, como a veces se hace,
los efectos de la globalización económica, la crisis del estado-nación, las dependencias
de las burguesías periféricas respecto de las empresas transnacionales, las constricciones
del Tratado de Maastrich/Amsterdam etc., etc,. para acabar concluyendo que, en tales
condiciones, el derecho a la autodeterminación de los pueblos es anacrónico. Es verdad
que esas circunstancias obligan, o pueden obligar, a concretar en la práctica la forma de
ejercicio del principio, pero no lo niegan sin más.

Para evitar equívocos hay que decir que el derecho a la autodeterminación no es


contemplado en la actual Constitución española y que la definición del mismo que dio la
Carta de las Naciones Unidas de 1945, en una línea predominantemente anticolonialista
y antirracista, sólo sería aplicable al actual estado español mediante una lectura jurídico-
política muy restrictiva. Por eso, para lo que aquí nos interesa, conviene entender el
derecho a la autodeterminación como solución democrática posible para los colectivos o
realidades nacionales diferenciadas dentro de los Estados actuales y, en tal sentido,
adoptar la definición del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966.

Se entiende entonces la autodeterminación como derecho de los pueblos a establecer


libremente su condición política y a proveer a su desarrollo económico, social y
cultural. Esta caracterización obvia la difícil cuestión de definir “nación”, pero admite
que el derecho a la autodeterminación no concierne sólo a los individuos sino también a
las colectividades que tienen unas mismas raíces cultural-nacionales.

Es importante añadir, porque últimamente hay muchos equívocos sobre esto, que la
defensa del derecho a la autodeterminación se ha hecho siempre desde la izquierda por
razones democráticas: por respeto a las diferencias en el ámbito internacional, en un
contexto colonial, y por respeto a las minorías culturales en el ámbito de los estados
plurinacionales o multiétnicos en los que una sola nación aparecía o se presentaba como
la nación titular del Estado.

También se debe precisar que, desde la izquierda, el derecho a la autodeterminación se


ha defendido siempre como un derecho colectivo (de los pueblos, comunidades o
formaciones culturales), no única ni principalmente como un derecho individual, de las
personas individualmente consideradas. Es un error decir que, en esto de la
autodeterminación, no hay derechos colectivos. Y es una falacia implicar, en el actual
debate sobre la autodeterminación en España, que sólo hay derechos individuales,
porque eso es tanto como estar diciendo que la mayoría absoluta del conjunto de los
ciudadanos del Estado tiene derecho (precisamente por ser la mayoría) a negar de hecho
la autodeterminación a los ciudadanos de nacionalidades, culturas o colectivos
minoritarios. Si así fuera no habría nada más que discutir.

Para hablar con justicia y ecuanimidad sobre este asunto todavía hay que añadir otras
dos cosas.

Una: en ocasiones la izquierda socialista y comunista ha afirmado teórica y


programáticamente el derecho de los pueblos a la autodeterminación y luego lo ha
negado u olvidado en la práctica. Nuestra Constitución actual es resultado, entre otras
cosas, de esa negación y de ese olvido. Pero sería una injusticia hacer cargar ahora a
toda la izquierda con esa culpa de 1978. Una parte de la izquierda de entonces que está
en la izquierda de hoy no votó la Constitución (entre otras razones por esa razón), una
parte de los nacionalistas de ayer que están en el nacionalismo de hoy sí votaron la
Constitución (por posibilismo, por pragmatismo o por otras razones que no son aquí del
caso)*. Y todos, o casi todos, hicieron lo que hicieron en 1978 constreñidos en gran
parte por las imposiciones del ejército español.

Dos: una parte de la izquierda de ayer (incluida una parte de la izquierda que defendió el
derecho a la autodeterminación) no fue federalista sino unitarista o estatalista. En
España y fuera de España. Casi todas las corrientes de la izquierda han corregido ese
punto de vista en las dos últimas décadas. No hay razón para considerar este dato, que
en un estado plurinacional y multilingüístico es favorable en general, como un motivo
de enfrentamientos electoralistas hoy, pues en la práctica, si uno no quiere usar las
palabras como espantajos, hay menos distancia entre federalismo y confederalismo (en
sus diversas formas posibles) que entre separatismo y defensa del estado unitario.

Lo que de verdad importa para una izquierda que afirma a la vez el derecho a la
autodeterminación y la posibilidad de configurar un Estado federal es aclarar qué quiere
decir con esas palabras en concreto, aquí y ahora. Pero antes de entrar en las
concreciones una fuerza democrática de izquierdas debe dejar claro este principio: que
por encima de su propia opción -la federal en el caso de Izquierda Unida- está el
reconocimiento del derecho a la autodeterminación, cuyo ejercicio incluye la
posibilidad de que quienes se autodeterminan estén por la independencia o la
confederación. Creo que se puede decir que la aceptación de este principio es el punto
que distingue hoy a IU de otras fuerzas sociopolíticas que se declaran federalistas. Y el
punto a partir del cuál se puede mantener con coherencia la opción en favor de una
salida política negociada al conflicto vasco, que, obviamente, no es sólo conflicto entre
vascos.

Parece evidente que la respuesta a la pregunta sobre quiénes se autodeterminan o son


sujetos del derecho a la autodeterminación condiciona ya, al menos en parte, la
propuesta acerca de quienes se federarán en un futuro Estado.

Si la respuesta a esa pregunta es simplemente “se autodeterminan los individuos o las


personas del conjunto del Estado actual”, no hay tema. Una respuesta así niega el
problema. Se puede decir, desde luego, que sería muy buena cosa que los individuos o
las personas se autodeterminaran respecto de este Estado (o de cualquier otro Estado),
pero entonces entramos en otro asunto. Ese otro asunto es importante, pero no es el
asunto del que se trata cuando se está hablando de una nueva configuración del Estado.

Si la respuesta a esa pregunta es “se autodeterminan todas y cada una de las actuales
comunidades autónomas”, entonces, evidentemente, hay tema, pero iríamos a parar
adonde ya fuimos a parar en 1978 con alguna que otra complicación jurídico-política
adicional. Subsumir el derecho a la autodeterminación en el “todos tienen el mismo
derecho” y afirmar luego que todos deben federarse equivale a negar de hecho el
ejercicio del derecho a la autodeterminación a quienes lo pedían previamente.

Parece, pues, que lo sensato es restringir el derecho a la autodeterminación a aquellas


comunidades cuyos ciudadanos han manifestado ya en otras circunstancias históricas su
deseo de autodeterminarse: Euskadi, Cataluña y Galicia. Y luego discutir, en concreto,
qué quiere decir hoy en día, y en nuestro marco geográfico, autogobierno pleno.

Es cierto que esta restricción implica una discriminación. Pero hay una manera
razonable de argumentar a favor de esta discriminación sin herir a los demás. Esa
manera no es discriminar por el nombre, entre “comunidades históricas” y las otras
(puesto que las otras son tan históricas como éstas), sino a partir de las preferencias
manifestadas por los ciudadanos de las distintas comunidades: como hay dudas
fundadas sobre si la mayoría de los ciudadanos de estas tres comunidades querrían o no
federarse en un Estado llamado España está justificado conceder el derecho y preguntar
sobre ello. En cambio, no parece haber dudas sobre las preferencias de la mayoría de los
ciudadanos del resto de las comunidades actuales. Y, en todo caso, si por la razón que
fuera esas dudas surgieran ahora podrían tratarse aparte y atenderlas convenientemente.

Este planteamiento da por supuesto que en el actual Estado plurinacional y


plurilingüístico de las autonomías hay, tendencialmente, cuatro comunidades (no es
necesario emplear la palabra “nación” en este contexto): Euskadi, Cataluña, Galicia y
España. Afirmar, como a veces se hace, que las tres primeras comunidades son
“naciones” y la cuarta no lo es sólo sirve para desviar la cuestión hacia esencialismos
históricos y para provocar reacciones en cadena de nacionalismos inexistentes o casi
(castellano, aragonés, andaluz, extremeño, etc., etc.) que siempre acaban dando, antes o
después, en españolismo encubierto, o, mejor dicho, en anticatalanismo y antivasquismo
que se hace españolista por exclusión. Las declaraciones recientes de Jordi Pujol en el
primer sentido y de Rodríguez Ibarra y Pedro Pacheco* en el segundo se retroalimentan
y confirman que ese es un mal planteamiento.

En vez de partir de consideraciones historicistas se puede partir, también en esto, de


presunciones basadas en preferencias actuales. Puede ser que la mayoría de los
catalanes, vascos y gallegos se considere hoy en día (por motivos distintos) españoles,
pero no hay por qué dar eso por supuesto. Son muchos los catalanes, vascos y gallegos
que no se consideran españoles, al menos en primera instancia. En cambio, parece
razonable pensar que si España fuera la “pequeña España” la mayoría de los ciudadanos
de la mayoría de las comunidades del actual estado de las autonomías no verían
problema y tal vez la mayoría de los ciudadanos de las otras tres comunidades
(Cataluña, Euskadi y Galicia) podrían sentirse a gusto en la Federación resultante. No se
puede afirmar que eso taxativamente, pero es una presunción razonable a tenor de lo
que dicen las encuestas y se oye en la calle.

Si se admite la presunción anterior, basada en una interpretación de las


preferencias manifestadas por las poblaciones, entonces se puede concretar algo más
sobre la consideración del futuro estado desde el punto de vista político y jurídico, y
particularmente sobre la diferencia entre las comunidades llamadas impropiamente
“históricas” y las otras. A la hora de concretar el tema lingüístico, aunque no exclusivo,
es importante. De modo que lo más sensato, atendiendo a la historia y al presente de eso
que llamamos “España”, seguramente sería una federación de cuatro estados (Euskadi,
Cataluña, Galicia y España).

Es posible, sin embargo, que, también en este caso, lo mejor acabara resultando
enemigo de lo bueno: es discutible si el resto de los ciudadanos de las comunidades
autónomas implicadas (y en particular Canarias, Baleares, el País Valenciano y
Andalucía) se sentirían a gusto en lo que pasaría a ser “la pequeña España” en una
federación de cuatro estados o comunidades. Caben, desde luego, otras opciones. Por
ejemplo, un estado confederal con federaciones previas, libremente aceptadas, entre
comunidades próximas por razones lingüístico-culturales o de otro tipo, un estado
federal “asimétrico”, etc.

No se puede ocultar que cualquiera de esas opciones es problemática. La federalización


de todas las actuales comunidades autónomas en pie de igualdad es problemática por la
reticencia a ello existente en una parte importante de las poblaciones de Cataluña,
Euskadi y (tal vez) Galicia. La confederación de cuatro estados es problemática por la
reticencia existente a quedar integradas en el cuarto entre la población de Andalucía,
Canarias, etc. así como por la división de la población en País Valenciano, Baleares y
Navarra. El federalismo asimétrico es problemático por el temor, manifestado en las
comunidades más pobres, en el sentido de que tal solución agrandara las diferencias
socioeconómicas ya existentes.

La problematicidad de cualquiera de estas opciones tiene que ser asumida de entrada. Si


no hubiera problema no estaríamos hablando del asunto. Pero esta problematicidad no
tendría por qué ser dramática en un marco en el que se establecieran previamente tres
requisitos:

1ª un pacto explícito para la reforma constitucional;

2ª el compromiso de articular consultas populares directas con preguntas claras y


sencillas al respecto.

3ª el compromiso de respetar todos los resultados de estas consultas.

Al concretar ahora sobre este punto parece más importante establecer los requisitos
mencionados que entrar en el detalle sobre la articulación jurídico-política del
federalismo (puesto que caben diferentes formas posibles de federalización).

Un estado federal, libremente aceptado, que no fuera la simple prolongación del actual
estado de las autonomías (por el procedimiento de llamar estados a las actuales
comunidades o el “café para todos”, que se dice) debería corregir a la vez dos tipos de
injusticias históricas: la lingüístico-cultural y la económico-social.

Puesto que partimos de esa doble desigualdad realmente existente, el federalismo que se
propugna tendría que basarse también en una doble discriminación positiva: a favor de
las comunidades con lengua propia distinta del castellano y a favor de las comunidades
comparativamente en peor situación económico-social. Un federalismo asimétrico que
sólo contemplara la primera discriminación positiva sería socialmente injusto; un
federalismo asimétrico que sólo contemplara la segunda discriminación positiva sería
político-culturalmente injusto. Pero un federalismo sin más, que no contemplara
ninguna de las dos discriminaciones positivas, dejaría abierto el problema que la
propuesta de un nuevo modelo de estado aspira a resolver. Un federalismo realmente
solidario sería aquel que tratara de corregir a la vez los dos tipos de desigualdades
históricas.

Desde el punto de vista estrictamente político se está discutiendo mucho en los últimos
tiempos (y no sólo en España) sobre el tipo de federalismo más adecuado. En líneas
generales puede decirse que la izquierda europea, en la lucha por la igualdad social, ha
ido pasando del jacobinismo al federalismo por atención a la importancia que tiene el
respeto a las diferencias histórico-culturales, en el marco de estados-nación
pluriculturales.

Hoy parece estar imponiéndose en diferentes ámbitos la propuesta de un “federalismo


cooperativo y solidario”. Por federalismo cooperativo se entiende, sobre todo en Italia,
la potenciación de las autonomías territoriales con posibilidad de acuerdos
interregionales en el marco estatal y europeo dentro de los ámbitos no reservados al
Estado (ámbitos aún por definir con precisión, dada la crisis del estado-nación
tradicional), autonomización financiera de los entes regionales locales, transformación
del Senado en una Cámara de las regiones (o nacionalidades) y compromiso de
solidaridad interregional. Esta propuesta incluye lo que se llama “federalismo fiscal”. El
federalismo fiscal se suele presentar ahora como una implicación del “Estado ligero”, en
la medida en que éste transferiría funciones a los niveles inferiores de gobierno. Es en
ese sentido en el que se dice a veces que el Estado español de las autonomías es ya
federalizante o cuasifederal.

En el caso de estados plurinacionales y plurilingüísticos, como es el nuestro, el


federalismo cooperativo tendría que añadir a eso el reconocimiento extraterritorial de
las lenguas de las nacionalidades que no son la propia de la nacionalidad titular del
Estado, esto es, una reforma constitucional que reconozca el derecho de cualquier
ciudadano a expresarse en su propia lengua en sus relaciones con las administraciones
del Estado en determinados servicios así como el derecho de los representantes públicos
a expresarse en su propia lengua en el seno de la institución respectiva.

Todo lo cual constituye un minimum que, vistos los programas de los partidos políticos
del arco parlamentario, podría ser generalmente aceptado (con la salvedad, en unos
casos, de reservarse el derecho a la confederación y con la salvedad, en otros, de que el
reconocimiento del derecho a la autodeterminación garantice constitucionalmente el
potencial ejercicio de la independencia). Si la tregua en el País Vasco se consolida y se
dejan a un lado las truculencias electoralistas en curso, no se ve motivo de fondo que
impida discutir y negociar racionalmente sobre el abanico de posibilidades que van
desde el federalismo así entendido a la confederación. Lo importante en ese debate es
que quede claro hasta dónde se quiere llegar y qué es lo que se está dispuesto a pactar.

Una complicación adicional del problema se deriva de la composición actual de las


poblaciones de Cataluña y el País Vasco, una parte sustancial de las cuales procede de la
inmigración de trabajadores castellanohablantes y de lo que ha sido hasta hace poco
tiempo la administración y la organización de la justicia, la enseñanza, la sanidad, etc.
en un estado unitario o en un estado de las autonomías en el que el Tribunal
Constitucional tenía que resolver sobre la marcha conflicto por conflicto en torno a
competencias.

También ese punto conviene empezar disipando equívocos y lugares comunes muy
extendidos.

En la situación actual es temerario considerar como un todo homogéneo este segmento


de trabajadores y funcionarios cuya lengua propia o principal ha sido el castellano en
Cataluña y en Euskadi. Es también temerario liquidar el asunto por el procedimiento de
declarar que tales flujos migratorios terminaron en los años setenta y que la integración
en el lugar de recepción se ha concluido. Los datos sociológicos y sociolingüísticos
disponibles a este respecto indican, más bien, que existe un amplio abanico de actitudes
que no se corresponden necesariamente ni con la conciencia de una nueva nacionalidad
ni con la conciencia de una nacionalidad dual. La única presunción que parece plausible
en este punto es que la gran mayoría de los trabajadores inmigrantes y la gran mayoría
de funcionarios de lengua castellana no se sienten en Cataluña o en el País Vasco como
si estuvieran en otro estado (en Francia, Alemania o Suiza, por ejemplo). Y si esto es así
no es exagerado suponer que tal status (y la percepción del mismo) tendería a cambiar
en una federación de estados. Es lógico, por tanto, que una propuesta federal aborde
también con concreción este cambio preguntándose cómo se reconocen los derechos de
las minorías castellano-hablantes en las comunidades que, federándose, postulan la
existencia de una “lengua propia”.

En el ámbito de las instituciones políticas el problema es menor: bastaría con garantizar


el uso normalizado, oral y escrito, del euskera, catalán y gallego en el parlamento
federal y el uso normalizado del castellano en los parlamentos vasco, catalán y gallego.
La primera cosa obliga a una corrección que tal vez ni siquiera necesite ser
constitucional, sino meramente reglamentaria. La segunda cosa sólo obliga a la
corrección de actitudes, puesto que (con la excepción de algunos incidentes menores en
el Parlament de Cataluña) ya es normal el uso del castellano en los debates que tienen
lugar en estos parlamentos. Y, por lo demás, es de suponer que la corrección de actitudes
contrarias al uso del castellano en estos parlamentos, en nombre de la lengua propia, se
derivaría fácilmente de la otra garantía: la de poder usar con normalidad las otras
lenguas en el parlamento federal.

Más concreción exige, en cambio, la resolución de esos problemas en el ámbito


administrativo, de la enseñanza y de la administración de justicia, por ejemplo. También
en este caso parece que es prematuro entrar aquí en el detalle, pero se pueden adelantar
algunas sugerencias. Para facilitar la discusión se podría proporcionar a los afiliados de
IU federal los materiales del debate que ha tenido lugar sobre uno de estos asuntos (el
de la administración de justicia) en el ámbito de Jueces por la Democracia y/o algunos
otros materiales recientes sobre el concepto de “lengua propia” en comunidades (como
Cataluña y Euskadi) en las cuales la primera lengua de una parte importante de la
población sigue siendo el castellano.

Hay una tendencia en curso, razonable y procedente de ámbitos distintos, a revisar el


concepto de “lengua propia” en situaciones así. Lo razonable de esta revisión en curso
es que no niega el carácter prioritario (por motivos históricos) de la lengua de la
comunidad (catalán o euskera), sino que, de una parte, abandona el esencialismo
lingüístico aceptando que la otra lengua “también es propia” y, de otra parte, acepta que,
en el contexto actual, siguen siendo necesarias, y justas, medidas protectoras (la llamada
discriminación positiva) en favor de la lengua (histórica) de la comunidad
correspondiente. Es interesante el que esa revisión del concepto de “lengua propia” se
esté produciendo no en un mismo ámbito ideológico-político sino en ámbitos diferentes
y con conclusiones político-ideológicas distintas. Pues eso prueba, indirectamente, que
se puede tratar el asunto de las lenguas con cierta independencia de las convicciones
político-ideológicas.

Primeros epígrafes del texto Autodeterminación y Estado federal, publicado en el


libro Sobre federalismo, autodeterminación y republicanismo.
Entre Mayo del 68 y la guerra de
Vietnam
Movimientos sociales, Pensamiento 15 mayo, 2018 Francisco Fernández Buey

El primer problema acerca del que hay que decidir cuando se habla del período que
comprende la guerra de Vietnam y la contestación estudiantil de los 60 es este: cuáles de
las manifestaciones culturales y político-culturales de entonces tienen que ser
consideradas realmente novedosas y al mismo tiempo más representativas.

Para decidir sobre esto hay que solventar dos obstáculos previos. El primero es que la
contestación estudiantil y la cultura a la contra afectó a numerosos países, desde los
Estados Unidos de Norteamérica a Japón y desde México a Checoslovaquia, pasando
por Francia, Alemania, Italia, España, Polonia, etc. Y eso sin hablar de la llamada
“revolución cultural” china. Es imposible reducir todo eso a un mínimo común
denominador.

El segundo obstáculo que hay que superar es que todo lo relativo al 68 se ha


conmemorado y analizado tantas veces, y desde ópticas tan diferentes, que no es fácil ya
distinguir entre lo que fueron manifestaciones realmente representativas de la época y lo
que son reconstrucciones de la misma en función de aquellas otras cosas que más han
cuajado luego o que más eco han tenido en nuestras sociedades.
Pondré un ejemplo sobre esto. Se ha hecho habitual afirmar que durante aquellos años,
en torno a 1968, toman cuerpo los tres principales movimientos sociales “nuevos” del
siglo XX: ecologismo, feminismo y pacifismo. Pero el estudio de los documentos de
aquellos años desautoriza esta afirmación y obliga a numerosas matizaciones en los
casos de París, Praga, Barcelona, Milán o Berlín, aunque resulta, sí, más verosimil para
el caso norteamericano. Es más: si se da prioridad a los casos, emblemáticos, de la
contestación estudiantil en París, a la universidad crítica berlinesa o el disenso
ciudadano en Praga seguramente habría que decir que feminismo, ecologismo y
pacifismo han nacido algo después y precisamente en oposición a la línea principal de la
cultura sesentayochesca. Teniendo en cuenta esta consideración, y también las
limitaciones de tiempo, me he inclinado por priorizar tres de las manifestaciones
culturales que tomaron cuerpo en esos años: el nacimiento de la contracultura en USA,
el papel del situacionismo en Francia y la propuesta berlinesa de universidad crítica y
abierta. Esto significa atender preferentemente (aunque, desde luego, no sólo) a la
influencia que tuvieron en esos años ideas expresadas por Theodore Roszak, Herbert
Marcuse, Guy Debord y Rudi Dutchke.

La intervención norteamericana en Vietnam data de los primeros años de la década de


los sesenta, de la época de la administración Kennedy. Comienza con el envío de
asesores de los servicios de inteligencia en apoyo del régimen existente en Vietnam del
Sur y se convierte progresivamente en intervención militar abierta desde 1964. La
guerra de Vietnam se prolongaría durante toda la década hasta la retirada definitiva de
las tropas de los EE.UU en 1972. El momento culminante de la guerra tuvo lugar, sin
embargo, en la segunda mitad de la década de los sesenta, que es también el momento
en que se multiplican los movimientos estudiantiles y universitarios en todo el mundo
según una secuencia que incluye California, Madrid y Barcelona, Berlín, París, Milán,
Praga, Londres, Ciudad de México, Pekin, Tokio, Varsovia, Frankfurt y muchas otras
ciudades con una población universitaria importante.

Con independencia de las causas inmediatas de la eclosión de estos movimientos


estudiantiles, en todos los casos estuvo presente la protesta contra la guerra de Vietnam,
y más concretamente contra la invasión militar norteamericana de la región del Sudeste
asiático. En Estados Unidos de Norteamérica la protesta inicial, en 1964, contra el
autoritarismo vigente en la gestión de las universidades, y concretamente en Berkeley
(California), se juntó en seguida con la lucha en favor de los derechos civiles y ésta con
la oposición, cada vez más generalizada, al reclutamiento para la guerra. En
Latinoamérica la protesta estudiantil enlazó en seguida con el antinorteamericanismo
tradicional, agudizado por lo que se consideraba una nueva agresión imperialista, y ésto
con la atracción por la actividad de la guerrilla, de la que el poeta salvadoreño Roque
Dalton dijo por entonces que era “lo único limpio que quedaba en el mundo”.

Ernesto Che Guevara había vinculado las luchas guerrilleras con el llamamiento a crear
varios Vietnam; y después de su muerte, en 1967, esa idea guevarista fue repetida en
numerosas movilizaciones estudiantiles no sólo en el cono sur sino también en algunas
ciudades europeas. Los ecos de la protesta contra la intervención norteamericana en
Vietnam en favor de un régimen dictatorial desprestigiado entre la población y de aquel
llamamiento de Ernesto “Che” Guevara llegaron también a Europa. Este eco era ya muy
perceptible en los discursos de los líderes estudiantiles de la Universidad Libre de
Berlín aquel mismo año 1967. Y desde 1968 se convirtió en el elemento unificador de
las vanguardias más politizadas prácticamente en todos los lugares en que cuajó la
protesta estudiantil: en París, en Milán y en Roma, en Madrid y en Barcelona, en
Londres, etc.

La importancia de la protesta contra la guerra, que actúa como transfondo o hilo rojo
unificador de la gran mayoría de las protestas estudiantiles de la segunda mitad de los
sesenta en todo el mundo, es un hecho reconocido por todos los autores que se han
ocupado de los movimientos sociales y de la cultura juvenil de esta época. Con matices
y diferentes acentuaciones aparece en las obras, documentos, panfletos y ensayos que se
pueden considerar más representativos de aquel momento: en las obras de Theodore
Roszak sobre el nacimiento y desarrollo de la contracultura en los EE.UU; en el análisis
que entonces hizo Noam Chomsky sobre el papel de los intelectuales; en las
conversaciones y discusiones de Herbert Marcuse con los estudiantes berlineses, en
1967, sobre el fin de la utopía; en las imágenes que han quedado de las asambleas y
manifestaciones de los estudiantes de la Sorbonne y de Nanterre durante la rebelión de
mayo de 1968; en los manifiestos inaugurales del “Living Theater”; en los documentos
del movimiento estudiantil italiano y en los documentos del movimiento estudiantil en
España a partir de 1967.

Habría que añadir que la protesta contra la guerra de Vietnam fue también en esos años
el principal factor de aproximación entre los movimientos y organizaciones estudiantiles
y muchas otras manifestaciones político-culturales, o culturales en sentido amplio,
animadas por diferentes intelectuales, artistas y profesionales tanto en Europa como en
otros lugares del mundo. Esta protesta contra la guerra está muy presente en la actividad
de Bertrand Russell en Gran Bretaña y de Jean Paul Sartre en Francia; en las
declaraciones del Movimiento Pugwash, formado por científicos de todo el mundo
comprometidos en la lucha contra las armas nucleares y contra la utilización de armas
químicas y biológicas; en las canciones de los Beatles, de Bob Dylan y de Joan Baez; en
los relatos contemporáneos de Norman Mailer; en el teatro de Peter Weiss y en el cine
de Bertolucci.

No hay más que repasar la lista de los primeros firmantes del manifiesto para la
creación de un tribunal internacional llamado a juzgar los crímenes de guerra en
Vietnam, manifiesto animado por la Bertrand Russell Peace Foundation, en 1967, para
darse cuenta de la dimensión y pluralidad de este otro movimiento que tantos puntos de
contacto tuvo con el movimiento universitario: Gunther Anders, Lelio Basso, Simone de
Beauvoir, Lázaro Cárdenas, Stokely Carmichael, Josué de Castro, Vladimir Dedijer,
Isaac Deutscher, Danilo Dolci, Jean-Paul Sartre, Laurent Schwartz, Peter Weiss.

Es importante decir que ninguno de esos autores era en 1967-1968 “pacifista” en el


sentido que luego tomaría esta palabra a mediados de los ochenta, ante el espectro de
una guerra librada con armas nucleares en el escenario europeo. Todos ellos estaban a
favor de una salida negociada y honorable de la guerra, pero todos ellos condenaban la
intervención norteamericana en Vietnam, como una manifestación de “la barbarie del
mundo libre”, llamaban la atención de la opinión pública sobre la destrucción que el
ejército norteamericano estaba llevando a cabo con napalm en las selvas vietnamitas y
apoyaban, además, con mayor o menor decisión según los casos, el punto de vista de Ho
Chi Mihn, presidente de Vietnam del Norte, y del Frente de Liberación de Vietnam, el
vietcong de Vietnam del Sur, orientado entonces por el partido comunista aunque con
participación de otras personalidades (por ejemplo, de una importante minoría budista).
Eran, eso sí, antimilitaristas, simpatizantes de la revolución, aunque críticos también de
la burocratización del socialismo en la Unión Soviética. Eran declaramente
anticapitalistas y aceptaban, en aquel caso exremo, la necesidad de la violencia para
hacer frente a la violencia. Con algunos matices que luego comentaré el abanico de
ideas representado por estos autores fue también el que predominó en las vanguardias
de la mayoría de los movimientos estudiantiles de la época.

3
Pero lo que acabó convirtiéndose en 1968 en uno de los hilos de las movilizaciones
estudiantiles y universitarias no estuvo, naturalmente, en su origen. Se suele decir que la
revuelta de Berkeley fue el primer aldabonazo de los movimientos estudiantiles. Eso
ocurría en el otoño de 1964. Y su causa inicial fue la protesta contra la forma autoritaria
de gestionar la universidad pública. Quienes iniciaron la protesta en los EE.UU eran en
su mayoría los hijos de las clases medias del final de la segunda guerra mundial, jóvenes
que habían nacido justo al acabar la guerra, excelentes estudiantes (como Mario Savio)
y que mostraban su descontento tanto por la forma en que estaban siendo tratados por
los órganos directivos de la universidad como por la inadecuación de los programas
académicos y por la discriminación de las minorías, en particular de los negros. En este
incipiente movimiento estudiantil norteamericano hay un vínculo muy claro con el
movimiento, más amplio, en favor de los derechos civiles. De hecho, el conflicto nació
en Berkeley como una extensión del movimiento en favor de los derechos civiles para
convertirse casi inmediatamente en un conflicto que ponía el acento en los problemas de
fondo de la universidad, de la “Multiversidad”, como la llamaron.

En la primera revuelta de Berkeley aparece ya uno de los temas que se reiteraría en


todas las protestas estudiantiles de la segunda mitad de la década: la contradicción
existente entre lo que para las autoridades académicas (en EE.UU o en Europa) era
definido como progresiva “masificación” de la universidad y que para los estudiantes
que se rebelaban era profunda inadecuación de la universidad a la ya inevitable
generalización de la enseñanza superior en una fase nueva. La extensión del principio de
igualdad de oportunidades chocaba clamorosamente con las viejas estructuras
universitarias. He dicho “generalización inevitable” de la enseñanza superior. Y quería
justificar aquí el uso de este adjetivo. Inevitable, en primer lugar, por las consecuencias,
muy evidentes, del crecimiento demográfico que se había producido al acabar la
segunda guerra mundial. Hay que tener en cuenta a este respecto que, en aquel
momento, en América y en varios de los países europeos, más del 50% de la población
tenía menos de 25 de años de edad. Eran, pues, muchísimos los nacidos entre 1945 y
1950 que estaban llamando a las puertas de las universidades. E inevitable, en segundo
lugar, porque la recuperación económica de la postguerra, las transformaciones
tecnocientíficas aplicadas a la producción y la vigencia del principio de igualdad de
oportunidades obligaban a los Estados a abrir el entonces aún muy restringido acceso a
los estudios universitarios.

De ahí surgen dos conflictos paralelos que en la segunda mitad de la década de los
sesenta pasarían a primer plano. El primero tiene que ver con la persistencia de las
formas autoritarias en la vida universitaria: en la relación profesor/alumno determinada
por el “mandarinato” y la clase magistral sin discusión ni crítica y en la gestión
tecnocrática de la universidad en manos exclusivamente de las autoridades.
Precisamente de la crítica de esta situación surgió el tan perceptible elemento
“antiautoritario” en todos los movimientos estudiantiles de la época.

Hay, desde luego, muchos matices entre el “antiautoritarismo” de los estudiantes de


Berkeley entre 1964 y 1967, de los estudiantes de París y Berlín entre 1967 y 1968 y de
los estudiantes de Madrid o Barcelona a partir de 1968; matices que pueden analizarse a
partir de la comparación entre la idea marcusiana de la “tolerancia represiva” funcional
a las sociedades industriales avanzadas, la idea berlinesa de la “contrauniversidad”, tan
funcional al particular estatus que la ciudad de Berlín, dividida, tenía entonces, y el
carácter antidictatorial, prodemocrático, antifranquista, que el movimiento estudiantil
tuvo aquí en sus orígenes. Pero hay que decir que, a pesar de las diferencias, pronto se
produjo una identificación en la crítica del autoritarismo, con la crítica de la tecnocracia
y con la crítica de la sociedad de consumo. Esta identificación es patente ya en algunos
de los documentos del movimiento estudiantil barcelonés a finales de 1966 y comienzos
de 1967, documentos que esbozan el enlace con lo que sería la línea principal de los
otros movimientos estudiantiles europeos desde 1968.

El segundo conflicto se produjo en torno a los contenidos y las materias de los estudios
académicos universitarios. Tanto en Berkeley y en otras universidades norteamericanas
como en las principales universidades europeas los estudiantes de Letras, Economía y
Ciencias Sociales principalmente (pero, en algunos casos, también los de Derecho,
Arquitectura e Ingeniería) consideraban anacrónicos los planes de estudio entonces
existentes y/o exclusivamente funcionales a la formación autoritaria en la sociedad de
consumo. En todas partes hubo una misma insistencia: planes de estudio y temarios
estaban muy alejados de los problemas cotidianos (sociológicos, sexuales y
psicológicos) que más interesaban entonces a los jóvenes. Fue la denuncia de la
incapacidad institucional para tratar estos problemas desde una perspectiva global, no
fragmentaria, lo que acabó de poner en crisis la universidad tradicional, “napoleónica”,
“tecnocrática” o “autoritaria”, como se decía, según los países.

Sobre estos dos conflictos tomó cuerpo un tercero: el conflicto entre generaciones, el
conflicto intergeneracional. Esto no es nada nuevo. Está presente, de manera más o
menos abierta o larvada, en cualquier momento histórico. Pero en aquellos años se
acentuó y agudizó por el motivo demográfico antes dicho (el peso cuantitativo de los
jóvenes en la pirámide de edades) y porque la mayoría de los jóvenes dejaron de creer
que sus mayores tuvieran que seguir dirigiendo la universidad y la sociedad en la forma
en que lo hacían. Vieron en esta forma un obstáculo que se oponía a que cuajaran las
nuevas ideas, creencias y costumbres que estaban surgiendo.

He dicho ya que para los estudiantes que se rebelaban en la segunda mitad de la década
de los sesenta esta creencia tomó la forma de oposición abierta al autoritarismo en los
centros de estudio (gestionados por los mayores). Habría que añadir ahora que desde
1968 esta crítica se amplió al autoritarismo existente en la familia (dominada por la
estructura patriarcal), en las relaciones entre los sexos y en conjunto de la vida social
(en la que lo que contaba eran los gustos, las costumbres, los gestos, la vestimenta, las
expectativas y las necesidades de los mayores). De modo que la forma mínima e inicial
de la protesta juvenil fue oponer otros lenguajes, otra imagen física, otros espacios para
la relación, otra manera de vestir, otra manera de entender las relaciones sexuales. En
suma, otra manera de estar en el mundo.

Para ponerse en situación en esto basta con reflexionar sobre un hecho, en mi opinión
decisivo, muy relacionado con la demografía: si los 90 son los años de la “viagra”, la
píldora para viejos en una sociedad envejecida, los 60 son los años de la píldora
anticonceptiva, entonces la “píldora” sin más, para jóvenes de una sociedad en la que
los jóvenes eran mayoría y exigían algo más que la palabra. Y para entender la pérdida
de predicamento de los mayores en aquellas circunstancias y la dimensión auténtica de
este conflicto hay que tener en cuenta otros dos factores: la dificultad que los jóvenes
tenían entonces para disfrutar de las relaciones sexuales en un espacio propio de la casa
familiar y la relativa facilidad con que, en cambio, se podía encontrar un empleo estable
(o casi) en sociedades para las cuales el pleno empleo era casi un dogma. A partir de ahí
se entiende bien el que el “irse de la casa paterna” para vivir con otros jóvenes en
comunas (urbanas o rurales) se generalizara a una edad bastante temprana.
Independientemente del éxito o del fracaso de tantas experiencias de este tipo, ahí está
origen de otro de los movimientos del momento: las comunas como alternativa a la
familia tradicional y como prefiguración de un nuevo tipo de relación social.

La forma extrema del conflicto intergeneracional tomó cuerpo en una idea que pronto se
convirtió en slogan del Free Speech Movement y que luego se repetiría muchísimas
veces en todos los casos de contestación estudiantil: “Desconfía de los que tienen más
de 30 años”. Esa idea nació entre estudiantes universitarios. Pero cuajó también fuera de
las universidades, al margen de las protestas, de la contestación y de las ocupaciones de
las aulas: en las fábricas y en la sociedad en general. De ahí nace la “cultura juvenil”,
con su aspiración a la diferenciación en todo: en el vestir, en el relacionarse con otros,
en el aparentar, en la forma de oir música o de hacer teatro, en el contar. A medida que
la contstación estudiantil fue en aumento, desde 1964 a 1969, tanto en Estados Unidos
como en Europa la edad media de los participantes en asambleas, sentadas,
demostraciones lúdicas y manifestaciones de protesta sería aún más baja, al incorporarse
numerosos estudiantes de la enseñanza secundaria que estarían entonces entre los 14 y
los 17 años.

Si se compara la revuelta de Berkeley en 1964 con las protestas y movilizaciones que


tuvieron lugar en esa y otras muchas universidades norteamericanas o europeas desde
1967 hay una cosa que ha cambiado. En 1967 la crisis empezó en Berkeley con una
sentada de un grupo de postgraduados contra el reclutamiento para la Marina entre
miembros del sindicato estudiantil. Los efectos de la guerra de Vietnam sobre la
juventud norteamericana están ya en primer plano. Se empiezan a conocer no sólo los
efectos de la barbarie sobre el pueblo vietnamita sino también el número de muertos
entre los jóvenes norteamericanos enviados a la guerra. Y este conocimiento convierte
la protesta en el objección a las armas y la objección en insumisión, en desobediencia
civil.

Es el momento de decir que la movilización estudiantil de aquellos años jugó un papel


muy importante en el desenlace de la guerra de Vietnam. El que la fase más aguda de
esta guerra, entre 1967 y 1969, se resolviera finalmente a favor del contendiente más
débil (militar, tecnológica e industrialmente) es una anomalía histórica, una
excepcionalidad. Y esta excepcionalidad no se puede explicar únicamente a partir de la
inteligencia militar, política y organizativa del vietcong, de Ho Chi Minh y del general
Giap. Ni siquiera añadiendo a eso la reconocida capacidad de resistencia del pueblo
vietnamita a lo largo del siglo. Para que esto llegara a ocurrir hay que tener en cuenta
otros tres factores. El primero de ellos fue la mera existencia en las proximidades del
conflicto de otras dos potencias militares (la URSS y China). Pero los otros dos factores
tienen que ver precisamente con la amplitud de la protesta contra esta guerra (no sólo
juvenil ni sólo universitaria). Primero en los EE.UU. al producirse una “contracultura”
que acabó dando en crisis social interna. Y luego en toda Europa.

¿Qué rasgos tuvo lo que entonces se llamó “contracultura”? Muy heterogéneos. Tan
heterogéneos que sin el transfondo de la guerra de Vietnam, que actuó como elemento
catalizador, seguramente la “contracultura” nos parecería un mosaico de ideas y
actitudes fragmentadas, incomponibles. Lo primero que hay que decir a ese respecto es
que lo se llamó “contracultura”, aunque cuajó mayormente entre los jóvenes, sobre todo
en EE.UU., es una combinación de expectativas y actitudes juveniles con teorizaciones
de los seniors que influyeron o quisieron dar un sentido, bien más global, bien más
particular y concreto, al movimiento de protesta en marcha: Theodore Roszak y Herbert
Marcuse, Allen Ginsberg y Alan Watts, Timothy Leary y Carlos Castaneda, D.L Laig y
Paul Goodman eran, en su mayoría, autores de los que, si nos atenemos al slogan antes
mencionado, habría que haber desconfiado por su edad.

La “contracultura” de aquellos años tuvo, para empezar, un halo neorromántico. En su


filosofía y en su práctica hay varios temas y actitudes que recuerdan el romanticismo
histórico. Enumeraré algunos: la crítica radical de la ciencia y del complejo
tecnocientífico; el comunitarismo; la atracción por el misticismo y por las religiones
orientales; el énfasis rusoniano que se puso en la vuelta a la naturaleza; el papel central
que se concedió a los sentimientos y la imaginación frente a la razón tecnocrática e
instrumental; la atracción por las drogas y los alucinógenos (tanto por evasión como por
experimentalismo); la importancia concedida a lo cognitivo frente al punto de vista
analítico; la tendencia a relacionar todo con todo, al pensamiento holístico; la aspiración
a una psicología crítica de las alienaciones y al mismo tiempo geltaltista, etc.

La cultura a la contra tuvo una primera y aparente manifestación ya en el lenguaje


mismo. En los países anglosajones se hizo habitual en aquellos años hablar de (y
defender) “anticulturas” y “antientornos”, “antiteatro” y “antipoesía”; las comunas eran
presentadas como “antifamilias”; la liberación psíquica y sexual se asimilaron a la
“contrapsiquiatría”; los experimentos alternativos en el ámbito de la enseñanza se
llamaron “antiescuela” o “contrauniversidad”. Se aspiraba, en todos los casos, a crear
“contrainstituciones”. “Contra” y “anti” quería decir, en suma, definitivamente fuera del
sistema o, a lo sumo, en sus márgenes. De ahí nació también la aspiración a otra prensa,
a la prensa underground (no sólo a un uso alternativo de los medios de comunicación
existentes) así como la idea de crear redes o canales de comunicación escritos o de
transmisión de músicas y de imágenes fuera de los circuitos institucionalmente
establecidos.

Puesto que para la contracultura la forma alternativa era tan esencial como los
contenidos se difundió la idea de que en todo -anti hay ya un elemento de subversión de
lo establecido. Así, por ejemplo, en las entonces muy divulgadas justificaciones del
LSD y de otras drogas. He aquí una: ”El imperio se enriquece, se urbaniza y depende
cada vez más de cosas materiales, y es entonces cuando los nuevos movimientos
subterráneos salen a la superficie […] Todos son subversivos. Todos tienen un mismo
mensaje: drógate, sintoniza, abandona. ¿Acaso puede funcionar el mundo sin LSD?”.
Lo interesante es que en ese ámbito llagaran a aproximarse y a coincidir figuras tan
distintas como el hippy radicalmente pacifista, los panteras negras defensores de la
violencia en favor del poder negro en EE.UU. y dirigentes estudiantiles que, como
Mario Savio, el principal organizador de la protesta en Berkeley, eran al mismo tiempo
los mejores estudiantes del stablisment universitario. Tal vez, pues, lo más característico
de lo que se llamó “contracultura” fue la proliferación de formas y actitudes distintas en
un marco que Herbet Marcuse definió en sy momento como “el gran rechazo”, “la gran
negación”. Del dinero, de la sexualidad reprimida, del poder establecido. Mientras un
día los hipiies de Nueva York invadían la bolsa y hacían pedacitos con los billetes de
dólar para luego tirarlos como confetti, otro día en San Francisco aparecían grupos que
se manifestaban por el centro urbano completamente desnudos para llamar la atención
sobre la tolerancia represiva en cuanto a las costumbres sexuales. Lo que no era
obstáculo para coincidir luego en las marchas contra la guerra con panteras negras,
guevaristas y maoístas.

No es fácil entender ahora cómo llegaron a combinarse dos almas tan distintas en la
contracultura americana de los sesenta: el alma hyppi y el alma revolucionaria
(guevarista, marxista, marcusiana, de los panteras negras). Pero fue así. Y la explicación
de eso seguramente fue la facilidad de la traducción recíproca de los lenguajes de
tradiciones y actitudes tan diferentes ante el asunto central de la guerra de Vietnam. Por
debajo de las diferencias en la crítica de la guerra en curso y más allá de las diferencias
de lo que entendían por “paz” grupos y movimientos tan distintos, la oposición al
reclutamiento, las llamadas a la deserción y la desobediencia civil unificaban lenguajes.
Vertirse de flores, usar “bicis blancas” en la ciudad dominada por el automóvil,
diferenciarse persistentemente de los mayores en la forma de vestir, dejarse el cabello
largo, huir de la familia para ir a establecerse en una comuna rural, proletarizarse,
mezclarse con los negros donde eso estaba mal visto, organizar marchas contra la
guerra, participar en una “sentada” en la que se cantaba el “No, no nos moverán” o el
“Submarino amarillo”, publicar un periódico underground: son formas varias, unas
veces en competición, otras en aproximación, de lo que se llamó el Gran Rechazo,
formas que seguramente no habrían coincidido sin el espectro de fondo que atenazaba a
los jóvenes y a sus familias: la guerra de Vietnam.

Julián Beck, director del “Living Theater”, que había sido expulsado de Nueva York en
1964, lo dijo así en un manifiesto versificado, que es al mismo tiempo un homenaje al
68, escrito en Londres y que lleva por título “Paradise Now”:

1968
Soy un mago realista
Veo a los adoradores del Che
Veo al hombre negro
forzado a aceptar
la violencia
Veo a los pacifistas
desesperar
y aceptar la violencia
Veo a todos, todos, todos
corrompidos por las vibraciones
vibraciones de violencia de la civilización
que están sacudiendo nuestro único mundo
Queremos
zaparles
con santidad
Queremos
levitarles
con alegría
Queremos
desarmarles
con filtos de amor
Queremos
vestir al infeliz
con una túnica blanca
Queremos
revestir de música y verdad
nuestra ropa interior
Queremos
que el país y sus ciudades resplandezcan
con actos creadores.
Y lo haremos
irresistible
incluso a los racistas
Queremos cambiar
el carácter demoníaco de nuestros oponentes
en una exaltación creadora.

“La imaginación al poder”. De todas las frases acuñadas por los movimientos de
aquellos años, ésta es la más célebre. Y la más repetida. Tan célebre y tan repetida que
hace ya mucho tiempo que se trivializó. Ya no quiere decir nada o quiere decir cualquier
cosa. Cuando se la usa ahora, por lo general sugiere una de estas dos cosas: hyppis y
provos, protesta lúdica, ecologista y pacifista. Y a veces cuando se la emplea ahora
acaba queriendo decir casi lo contrario de lo que quiso decir la primera vez que alguien
la escribió en un muro. Voy a restituir su sentido original. Esa frase cerraba una breve
pero contundente declaración de principios en la entrada principal de la Sorbona de
París asediada por la policía. Decía así:

“Queremos que la revolución que comienza liquide no sólo la sociedad capitalista sino
también la sociedad industrial. La sociedad de consumo morirá de muerte violenta. La
sociedad de la alienación desaparecerá de la historia. Estamos inventando un mundo
nuevo original. La imaginación al poder”.

No me extraña que un situacionista como Guy Debord se muriera de risa, diez años
después, al constatar lo que la “sociedad del espectáculo” había conseguido hacer con
esa y otras muchas frases célebres del movimiento del 68.

En relación con esta risa de Guy Debord hay todavía un par de nociones que surgieron
entonces al calor de la cultura a la contra, entre los Estados Unidos y Europa. La
primera es la noción de “paradigma”, que, desde su primera formulación por T.S. Kuhn,
invadió las ciencias sociales y la historiografía de la época. La segunda es la noción de
“proletarización” (en su doble acepción de “pobre” y “proletario”).

Se podría decir que “paradigma” es la palabra que más plásticamente resume el espíritu
de la contracultura de los 60, su talante postpositivista y neorromántico. Lo recubre
todo: una nueva concepción del mundo (aunque no sea del todo explícita), un nuevo
método globalizador u holístico de aproximación a la realidad y una nueva manera de
entender el papel de la ciencia en su historia, la ciencia en acto (tan vinculada al “poder
desnudo”). “Paradigma” es una palabra que recoge el distanciamiento de la época
respecto de las cosmovisiones o concepciones del mundo tradicionales y prefigura al
mismo tiempo una nueva concepción que quiere integrar lo local y lo planetario, lo
global y lo particular, la pluralidad y la complejidad. El éxito de la palabra (en seguida
se habló de “nuevos paradigmas” en todos los campos y aún se habla de eso) radica en
que permite enlazar bien el espíritu crítico de la contracultura con la reorientación de las
ciencias sociales académicas que aspiraban a su institucionalización universitaria.

La otra palabra es “proletarización”. En el ámbito anglosajón eso alude generalmente a


la revalorización de “lo pobre” en la cultura propia: en la pintura, en la música, en la
poesía, en el cine, en el teatro, en el vestir. Apunta a una inversión de los valores
vigentes, hacia una transmutación de todos los valores establecidos, pero
particularmente allí donde se cree que es posible actuar y crear efectivamente de manera
alternativa (no en el ámbito de la política institucional, del poder político, que se ve ya
muy alejado, inalcanzable). Lo pobre acepta su vínculo directo con “lo underground”,
pero tiende a rebasarlo provocadoramente.

En Europa, en cambio, y sobre todo en Francia, Holanda, Alemania e Italia, la llamada


sesentayochesca a la “proletarización” trata de enlazar en forma directa con aquella
parte de las tradiciones revolucionarias, un día vanguardistas, que se habían conservado
más vivas y más críticas: ciertas corrientes anarquistas y marxistas que quedaron
desplazadas ya en los años veinte y treinta por el leninismo y por el estalinismo. La
Internacional Situacionista en Francia, los “enragés” del mayo francés, el movimiento
de los “provos” en Holanda y la mayoría de los dirigentes de la universidad crítica en
Berlín o del movimiento estudiantil en Italia son exponentes de este punto de vista, que
también se encuentra representado en algunas de las organizaciones estudiantiles de
Madrid y Barcelona (sobre todo después de 1968).

La llamada a la “proletarización” refleja bien, en Europa, la tensión interna de un


movimiento que nació en la Universidad, entre estudiantes, pero que quería enlazar
cuanto antes y como fuera con el movimiento obrero, con los trabajadores de las
fábricas, o, como en caso de Berlín, con el “proletariado mundial” representado por los
pueblos del Tercer Mundo. “Proletarización” quería decir, además, “control obrero”,
“autogestión” de la producción. Y esa idea es inseparable, en aquel momento histórico,
de dichos tan conocidos y repetidos como que “bajo el pavés está la playa” o que “la
humanidad sólo será feliz el día en que el último burócrata haya sido colgado con las
tripas del último capitalista”.

Hoy esto seguramente suena a chino. Pero en su momento el general De Gaulle


entendió muy bien, en francés, aquel lenguaje. No hay que olvidar a este respecto que el
momento decisivo del mayo francés, cuando De Gaulle desaparece de París para
entrevistarse con los jefes del ejército (un hecho histórico muy bien captado, por cierto,
en una célebre película de Louis Malle), se produjo justo en la semana en que
estudiantes y obreros habían logrado, por fín, conectar, hacerse entender, en las fábricas
y en la calle. Y que todo lo que vino después, a pesar de la emotiva despedida del
movimiento estudiantil — ”Esto es sólo el comienzo”– no fue precisamente “un
comienzo”, como se quería, sino un final de época. Pero eso lo sabemos ahora. No
entonces.

Fuente: Texto para los cursos de Ética y filosofía política impartidos por Francisco
Fernández Buey en la UPF.
Einstein: socialismo y gandhismo
Libros, Pensamiento 18 abril, 2018 Francisco Fernández Buey

La comparación de las intervenciones públicas de Einstein al término de la segunda


guerra mundial (en particular los artículos aparecidos en Atlantic Monthly y su réplica a
los científicos soviéticos) con su célebre ensayo de 1949 sobre el socialismo, publicado
en Monthly Review, y con lo que escribió en manifiestos, cartas y aforismos de los años
siguientes sugiere continuidad, desde luego, pero también radicalización en la crítica al
poder desnudo y en la afirmación de la necesidad de hacer algo a favor de una
alternativa. Mientras tanto, a finales de 1948 se le había descubierto un aneurisma en la
aorta abdominal por lo que tuvo que estar varias semanas en un hospital. Tal vez eso
explica que llama a sus notas autobiográficas, escritas poco después, “una necrología”.
En cualquier caso, en 1950 Einstein sabía que le quedaban pocas fuerzas e hizo
testamento. Nombró albacea a Otto Nathan y a éste y a su secretaria, Helen Dukas,
administradores de sus bienes. En 1951 la muerte de su hermana Maja, con la que había
vuelto a vivir desde 1939, ensombreció su carácter un poco más. Salía poco de casa y
apenas aparecía ya en actos públicos. Pero siguió prestando su nombre y su palabra en
las ocasiones en que creyó oportuno dar su opinión; y siguió comunicándose con
numerosos corresponsales tanto norteamericanos como europeos.

Si hubiera que subrayar los tres rasgos principales que configuran la reflexión político-
moral de Einstein en sus últimos años, además de su insistencia en la necesidad de un
gobierno mundial, seguramente habría que tomar en consideración estos: la defensa del
socialismo como alternativa a la anarquía económica de la sociedad capitalista; la
reiteración de las formas de lucha gandhianas para resistir al poder desnudo; y la
afirmación de la necesidad de una cultura ética para garantizar la supervivencia de la
especie humana en la era nuclear. En lo que hace al primer punto su intervención de más
entidad fue, como se ha dicho ya, el ensayo de 1949 para Monthly Review titulado “¿Por
qué el socialismo?” Aquella fue, además, una de las pocas ocasiones en que Einstein se
ocupó de temas económico-sociales con alguna extensión.

Aunque estaba escribiendo para una revista marxista hecha mayormente por
economistas, Einstein iniciaba su artículo, curiosamente, tratando de captar la
benevolencia de un lector que con seguridad esperaba mucho del análisis económico.
Por eso se pregunta Einstein en ese contexto si es aconsejable que una persona como él,
inexperta en asuntos económicos y sociales, dé su opinión acerca del socialismo. No
sólo contesta que sí a la pregunta, sino que enseguida pasa al ataque. Dice que la
economía no es una ciencia como la astronomía; que la economía opera con un método
distinto porque, como disciplina social, tiene que hacer frente a muchas variables
interrelacionadas; y añade que una ciencia así tiene poco que decir sobre el socialismo
del futuro. Aduce, al decir esto, dos razones que hubiera suscrito el Marx de la crítica a
la economía política. Primera: que la economía ha nacido en la fase todavía depredadora
del desarrollo hu mano, mientras que el socialismo lo que pretende es precisamente
superar esa fase. Y segunda: que, justamente por ser ciencia, la economía no puede crear
fines ni inculcarlos en los humanos.

Ya esto le permite plantear la cosa, sin inhibiciones, en términos que no son


propiamente económicos, sino más bien filosóficoantropológicos. Se inspira para esto
en el punto de vista institucionalista de Veblen. Argumenta Einstein que el ser humano
es al mismo tiempo una criatura solitaria y un ser social y que tener en cuenta esta
duplicidad es importante para abordar el asunto del socialismo. Pero en ese contexto
seguramente una de las cosas que llaman la atención del lector es una afirmación que
sólo dos años antes había rechazado, por exagerada, en la polémica que mantuvo con los
científicos soviéticos, a saber: que la anarquía económica propia de la sociedad
capitalista de la época es la fuente de todos los males. Este aserto resume un
diagnóstico de la sociedad capitalista del momento, a partir del cual Einstein reproduce
las críticas al capitalismo que han sido habituales en la tradición socialista: las
consecuencias negativas de la concentración de capitales y de la existencia de los
monopolios, la imposibilidad de lograr el pleno empleo en este sistema, la constante
obstaculización de la defensa de los intereses de los trabajadores, el fomento de una
cultura individualista orientada por la competitividad y por la búsqueda del éxito
individual, etc.

Si el diagnóstico es mucho más crítico de la anarquía capitalista que el que había hecho
al comienzo de los años treinta, su alternativa es también más radical. En este caso no se
trata ya de introducir algunas correcciones a lo que se suele llamar libertad de mercado,
sino que propone abiertamente el establecimiento de una economía socialista. Einstein,
que había iniciado su argumentación en ese artículo con una declaración de modestia
acerca de sus conocimientos de economía, no entra, claro está, en detalles sobre tal
economía socialista. Pero sí expresa dos restricciones a las que había hecho referencia
ya en otros escritos suyos: que la economía socialista debe ir acompañada por un
sistema educativo orientado hacia objetivos sociales; y que hay que evitar los peligros
que conllevan la planificación burocrática y la centralización del poder político. El
supuesto de ambas restricciones es, desde luego, el respeto a los derechos individuales
de la persona. Aunque concluye interrogativamente, con preguntas acerca de la
protección de los derechos del individuo, ya antes de llegar al final había dicho Einstein
lo esencial: “Hay que recordar que una economía planificada no es todavía el
socialismo. Una economía planificada podría ir unida a la esclavización completa de la
persona.

Einstein con el poeta y filósofo bengalí Rabindranath Tagore

Para exponer con ecuanimidad el punto de vista del último Einstein sobre el socialismo
hay que tener en cuenta que un año después, en 1950, todavía añadiría otra restricción a
esas dos. Después de declarar que estaba convencido de la necesidad del socialismo,
escribía: “No creo que el socialismo pueda resolver el problema de la seguridad
internacional. Al contrario. El socialismo aumenta la concentración del poder político.
Además, en cuanto al problema de la paz creo que en los círculos socialistas existe a
veces un optimismo que a mí me parece totalmente infundado”. Esto lleva ya al
segundo asunto, el de la renovación del pacifismo. Como al final de los años veinte
también ahora, a medida que la perspectiva de un acuerdo internacional sobre desarme y
control de armamentos y la perspectiva de un gobierno mundial se fueron alejando del
horizonte, Einstein radicalizó su punto de vista pacifista.

En sus intervenciones posteriores a 1950 el tema del gobierno mundial, aunque


reaparece intermitentemente, pasa a segundo plano. En esta inflexión posiblemente
influyó el hecho de que el mismo comité de los científicos atómicos que en un principio
había aceptado el punto de vista de Einstein sobre el gobierno mundial acabó dividido
en ese punto. Además, la situación internacional había desembocado ya en una crisis
que hacía ilusorio seguir proponiendo a la administración norteamericana una iniciativa
supranacional de aquel tipo. El Joint Outline War Plan de los Estados Unidos para los
años 1948-1949, esto es, antes de que la Unión Soviética contara con armas atómicas,
preveía ya un bombardeo atómico de setenta ciudades enclavadas en territorio de la
URSS. A finales de 1949 el gobierno norteamericano había decidido no sólo aumentar la
fabricación de bombas atómicas sino además desarrollar bombas de hidrógeno, a pesar
de la opinión contraria de una parte del General Advisory Committee que entendía en
los asuntos relacionados con dicha energía. La oposición de algunos científicos, como,
por ejemplo, Enrico Fermi, e incluso de administradores que procedían del Proyecto
Manhattan, como Robert Oppenheimer, volvió a sacar a la luz pública el tema del
destino trágico de los físicos. Ellos y los científicos en general fueron los últimos
interlocutores de Einstein, los destinatarios de un discurso que fue acentuando cada vez
más la importancia de los factores psicológicos, el papel de la subjetividad y la urgencia
de una cultura de la paz. Tal es el marco de la recuperación del gandhismo por Einstein.

Ya en 1939 con ocasión del sexagésimo aniversario del líder hindú, Einstein había
escrito un elogio del mismo en el que se advierten las viejas convicciones que siempre
le acompañaron: el recelo ante todo tipo de autoridad no basada en la moral y la
oposición a la alta política tecnológicamente orientada. Aquel elogio de Gandhi
terminaba con estas palabras: “Puede que las futuras generaciones no sean capaces de
creer que un hombre como éste se paseó alguna vez por esta tierra en carne y hueso”. En
enero de 1948, al enterarse del asesinato de Gandhi, escribió que había sido el único
estadista que representaba en la esfera de la política aquella concepción superior de las
relaciones humanas a que debemos aspirar con todas nuestras fuerzas. En años
siguientes él hizo todo lo posible para que el ideario gandhiano llegara a las
generaciones por venir.
Efectivamente, el gandhismo sería desde 1950 una constante en la reflexión político-
moral de Einstein. Está presente en una entrevista radiofónica concedida a principios de
ese mismo año sobre la lucha por la paz, y en una declaración, en junio, en la que dice
que de todos los políticos de la época Gandhi es el hombre que ha tenido las ideas más
elevadas. En esta declaración añadía: “Tendríamos que esforzarnos por actuar de
acuerdo con su espíritu, no utilizar la violencia en defensa de nuestra causa y negarnos a
participar en todo lo que consideramos malo y perjudicial”. Aunque en esos meses de
1950 Einstein ha expresado a un corresponsal su duda de que la huelga de hambre
pudiera cuajar entre el público norteamericano como método de resistencia, siguió
defendiendo las ideas de Gandhi. Vuelve a mencionar su nombre en 1951 en relación
con el tipo de reforma moral, cultural y educativa que consideraba necesaria. En 1952,
en una carta al pacifista Jacques Hadamard, Einstein relaciona el gandhismo con el viejo
principio médico: No hacer daño; y durante aquel mismo año escribe que considera a
Gandhi como “la única figura política verdaderamente grande de nuestro tiempo”. Ya en
1953 Einstein proponía el gandhismo como método prioritario de actuación para resistir
a las brutalidades del macartismo. Por último, en 1954, presentaba el gandhismo como
la mejor forma de concretar el derecho de los hombres a no-cooperar con un estado, el
norteamericano, cuyas actuaciones, en el ámbito de la política exterior, estaban
poniendo en peligro la pervivencia de la especie y, en el de la política interior, la
dignidad de la persona.

La afirmación de lo que él llamaba el método revolucionario de la no-cooperación en el


sentido gandhiano se puede considerar como la herencia última del pensamiento
político-moral de Albert Einstein. Lejos ya de la idea según la cual al poder sólo puede
oponerse el poder, el Einstein septuagenario subraya sobre todo aquellos excepcionales
ejemplos históricos en los que la moralidad, la voluntad de resistencia y la solidez de
convicciones de los individuos y de los pueblos han sido más fuertes que los poderes
materiales establecidos. El tono de estos últimos escritos recuerda el de alguno de sus
discursos a los jóvenes pacifistas alemanes de la época prenazi; objeción de conciencia,
no-cooperación y desobediencia civil volvían a ser los temas más repetidos. El último
combate de Einstein contra los procedimientos inquisitoriales del macartismo no fue
sólo denuncia de la transgresión de los derechos del hombre en un momento malo; fue
también una negativa a la utilización jurídico-formal, por parte de los sometidos a
investigación, de ciertas cláusulas de la Constitución norteamericana, una negativa al
arreglo, al compromiso con el poder. ”Esta negativa”, dijo, “no debe basarse en el
conocido subterfugio de la enmienda quinta de la Constitución, sino en la consideración
de que es vergonzoso para un ciudadano sin tacha someterse a ese procedimiento
inquisitorial porque ese procedimiento viola el espíritu de la Constitución”.

La principal preocupación de Einstein, en lo que hace a estos temas, durante sus últimos
años remite a la pregunta sobre cuál es la forma mas adecuada y efectiva de actuación
ciudadana para una minoría crítica, sin representación política, que acepta en lo esencial
las reglas del juego de la democracia representativa y defiende incondicionalmente los
derechos humanos, pero que al mismo tiempo es consciente de la manipulación de
hecho de dichas reglas y derechos en beneficio de intereses económicos y militares
oligárquicos. Al descartar la violencia organizada por motivos morales, a Einstein le
quedaba el recurso a la desobediencia civil. Se carteó con algunos jóvenes que la
practicaban, los defendió y expresó su admiración por su valor moral. Pero al llegar a
ese punto todavía son necesarias un par de precisiones.
Albert Einstein y Leo Szilard con la carta dirigida al presidente Roosevelt

Primera: Einstein no se planteó la pregunta sobre los métodos de actuación en su sentido


más general, sino casi siempre en relación directa con la situación existente durante
aquellos años en los Estados Unidos de Norteamérica. No era asunto ni intención suyos
elaborar una teoría política de la resistencia y de la supervivencia en la era nuclear. De
ahí que tampoco pretendiera presentar el gandhismo como la única forma de actuación
político-moral en cualquier estado donde reinara el despotismo. Sobre este punto siguió
pensado que hay que distinguir en función de las circunstancias y siguió defendiendo la
actitud que él mismo había mantenido desde el ascenso de Hitler al poder.

Segunda: incluso cuando, en relación con los científicos contrarios a las armas
nucleares, Einstein se sumó al movimiento de resistencia frente a la manipulación de las
comunidades científicas por los gobiernos, lo que estaba esbozando era algo muy laxo
desde el punto de vista organizativo y muy abierto desde el punto de vista político, esto
es, un grupo internacional de presión cuyo centro de interés sería la crítica de las
políticas científico- tecnológicas imperantes. En esa propuesta puede verse, sin duda,
uno de los orígenes de la orientación cosmopolita o mundialista de algunas de las
asociaciones no gubernamentales de científicos y expertos de las décadas que siguieron,
señaladamente la que representó el movimiento Pugwash. Pero, dado el carácter laxo y
muy abierto de este movimiento, sería una exageración valorar la propuesta de Einstein
como una alternativa a las organizaciones anticapitalistas e internacionalistas entonces
existentes. Más razonable es valorarla como un complemento propio de la época de la
autocrítica de la ciencia, como una iniciativa que enlaza con otras tradiciones
liberadoras, reforzando su fundamento moral y llamando su atención respecto de
problemas nuevos e insoslayables.

Fuente: Capítulo del libro de Francisco Fernández Buey Albert Einstein. Ciencia y
conciencia.
La revolución rusa no fue una utopía
Hemeroteca, Pensamiento 27 julio, 2017 Francisco Fernández Buey

Retoma aquí Fernández Buey su serie sobre la Utopía, con una reflexión que
viene como anillo al dedo frente a todos los que reprochan a los
nuevos movimientos su supuesta debilidad en el planteamiento de
alternativas.

¿Fue la revolución rusa de octubre de 1917 una utopía? Los contemporáneos de aquella
revolución tuvieron tres respuestas diferentes para esta pregunta.

La primera respuesta dice: sí, fue una utopía en el sentido peyorativo de la palabra; fue
desde el principio una fantasía, una ilusión, porque socialismo es sinónimo de
abundancia, de gran desarrollo de la industria y de las fuerzas productivas en general, y
la Rusia de entonces, el topos en el que se pretendía construir el socialismo, era un país
económica y culturalmente atrasado (por lo menos en comparación con la Europa
occidental de la época). Según esto, los bolcheviques soñaban despiertos. Tal fue la
respuesta de la mayoría de los teóricos marxistas de la socialdemocracia alemana de
entonces.

La segunda respuesta dice: sí, fue una utopía, aunque en el sentido positivo de la
palabra; fue una aproximación al topos bueno, el intento de realización (parcial e
imperfecta) de un ideal, el ideal socialista, en las condiciones históricas dadas y, en ese
sentido, una utopía concreta, apreciable. Esta fue la respuesta de todas aquellas personas
que pensaban que el espíritu de utopía es consustancial al movimiento revolucionario y
al ideal emancipador o liberador.

La tercera respuesta dice: no, no fue una utopía; no fue una utopía en la acepción
positiva de la palabra porque los sujetos que hicieron la revolución no querían tener
nada que ver con utopías en el sentido de las fantasías y las ensoñaciones; y tampoco
fue una utopía en la acepción negativa de la palabra porque, aunque la revolución no
cumplía con los requisitos teóricos establecidos para la construcción del socialismo, los
hombres y mujeres que la hicieron tenían la voluntad de poner las condiciones para
hacer posible el topos bueno, la sociedad socialista. Esta respuesta fue la de Antonio
Gramsci en 1918.

José Carlos Mariátegui


El debate que produjo la contestación a aquella pregunta ha llegado hasta nuestros días.
Y este debate es, entre otras cosas, un episodio significativo de lo que valen las
palabras, de lo que cuenta en la historia quién y cómo las usa y de la importancia que
tiene reconstruir el concepto cuando una palabra, en este caso la palabra “utopía”, ha
quedado deshonrada. Vistas las cosas desde hoy, la tercera respuesta, la de Gramsci, es,
sin duda, la más aguda de las respuestas que se dieron entonces a la pregunta. Para
juzgar las cosas así importa poco que la revolución de 1917 acabara derrotada y que
Gramsci haya sido un perdedor, un revolucionario sin revolución. Al fin y al cabo las
pocas cosas de verdad importantes que se han dicho o escrito sobre estos asuntos las han
escrito perdedores: de Platón a More, de Savonarola a Bloch, de Maquiavelo a Walter
Benjamin y de Bartolomé de las Casas a Mariátegui y Guevara.

La respuesta de Gramsci suena un tanto paradójica. Se puede resumir así: la revolución


rusa fue a la vez una revolución contra el capital (o sea, una revolución anticapitalista) y
contra El capital (o sea, una revolución contra el libro célebre de Karl Marx). Y, siendo
las dos cosas al mismo tiempo, no tiene por qué considerarse, sin embargo, como una
utopía. ¿Cómo se come eso? Para entenderlo bien hay que probar a invertir el sentido
corriente de las grandes palabras (utopía, orden social, socialismo), que están
degradadas por el uso y el abuso, y recuperar el concepto auténtico que recubren. Esto
obliga siempre a pensar por cuenta propia, con la propia cabeza, no sólo cuando se está
en una determinada tradición (la socialista en este caso) sino incluso cuando se está en
un partido político (el socialista o socialdemócrata que se quiere comunista, en su caso).

Hacia 1918-1919 Gramsci era un joven socialista revolucionario impresionado por lo


ocurrido en Rusia. Ni más ni menos que tantos otros revolucionarios de entonces
(socialistas, anarquistas, comunistas, libertarios e incluso liberales): como Lukács y
Pestaña, como Pannekoek y De Leon, como Karl Korsch y Piero Gobetti. Pero aquel
joven Gramsci no era un marxista típico: no era un marxista de manual, ni de libro, ni
académico. No sabía tanto de Marx como Lenin, Kautsky, Trotsky o Rosa Luxemburg.
Era un filólogo, pero no un marxólogo. Sabía de historia, pero no era un materialista
histórico propiamente dicho. Daba mucha importancia a lo económico en el quehacer de
los hombres en sociedad, pero no era determinista. Y daba tanta
importancia importancia a la voluntad y a la subjetividad en la historia que, oyéndole
hablar, parecía de una tribu distinta a la de los marxistas del momento.

La interpretación gramsciana de la revolución rusa como una rebelión, tan inevitable


como voluntarista, que, contra las apariencias, entra en conflicto con las previsiones del
primer volumen de El capital, fue en su momento tan atípica como sugerente. Gramsci
ha sido uno los primeros socialistas en darse cuenta de la dimensión del problema
político- social implicado por una situación muy nueva en la historia de la humanidad, a
saber: la situación de un proletariado que era minoritario en el conjunto de la sociedad
rusa, que en 1917 no tenía apenas nada que llevarse a la boca y que, sin embargo,
resultó ser hegemónico, en un océano de campesinos, durante el proceso revolucionario
propiciado por la guerra mundial; la situación paradójica, en suma, de una clase social
que nada tiene, excepto –nominalmente– el poder político.

Gramsci adopta un punto de vista original: niega que haya leyes históricas con carácter
absoluto; se opone a la aplicación de esquemas genéricos, muy abstractos (tomados de
la interpretación del desarrollo normal de la actividad económica y política del mundo
occidental), a la historia de Rusia; postula que todo fenómeno histórico tiene carácter
individual o particular y que, por tanto, tiene que ser es tudiado en su concreción; afirma
que el desarrollo histórico se rige por el ritmo de la libertad y acaba poniendo en primer
plano el papel de la psicología, de la voluntad, de la subjetividad de los individuos que
actúan desde y ante la necesidad particular. Rebate así Gramsci la opinión de que la
revolución en curso tenga que ser considerada como una utopía.

Piotr Kropotkin

Observa Gramsci que la intención de cambiar el mundo de base, de transformarlo en un


sentido igualitario, socialista, tal como se expresa en el canto de La Internacional, suele
identificarse vulgarmente con la utopía. La palabra degeneró, quedó deshonrada, a partir
del momento en que se impuso el punto de vista según el cual toda propuesta de
transformación, de cambio radical del mundo capitalista en que vivimos, es utópica, es
una utopía, una ensoñación, ilusión irrealizable. Pero Gramsci distingue entre el sentido
histórico que tuvo la utopía desde el Renacimiento y, sobre todo, en el siglo XIX, y el
uso contemporáneo, ya habitual en el siglo XX, de la palabra. Históricamente con la
utopía se quería proyectar en el futuro un fundamento del orden nuevo que quitara a los
de abajo, a los pobres y proletarios que querían cambiar el mundo, la impresión de salto
en el vacío. Este es el lado bueno de las utopías históricas, Pero lo que hace utópica en
un sentido negativo o peyorativo –argumenta Gramsci– la aspiración al ideal de un
orden nuevo no es la afirmación del principio moral (igualitario) que conlleva esta
aspiración, sino el detalle sobre lo que debe ser la ciudad ideal, sobre la sociedad del
futuro. La verdadera utopía negativa es la pretensión de que, para anticipar el orden
nuevo, hay que basarse en una infinidad de hechos, en lugar de basarse en un solo
principio moral, en función del cual luego se actúa. Lo que hace del ideal una utopía es,
para Gramsci, la pretensión de calcular lo incalculable, de prever más de lo que
razonablemente el hombre puede prever tratándose del futuro. Algo parecido había
escrito el anarquista ruso Piotr Kropotkin: “Es imposible legislar para el futuro. Todo lo
que podemos hacer con respecto al porvenir es precisar vagamente las tendencias
esenciales y despejar el camino para su mejor y más rápido desenvolvimiento”.

El defecto de las utopías, que Gramsci llama “orgánico”, o sea, sustantivo, estriba
íntegramente en esto: en creer que la previsión puede serlo de hechos, cuando lo
razonable es pensar que en cuestiones sociopolíticas y socioculturales la prognosis, la
anticipación, sólo puede serlo de principios o de máximas jurídicas. Las máximas
jurídicas (el derecho, el ius, es, para Gramsci, la moral actuada, en acto) son creación de
la voluntad de los hombres. Si se quiere dar a esa voluntad colectiva una dirección
determinada, hay que proponerse como meta lo único que razonablemente puede serlo,
pues en otro caso se cae en el detallismo, y el exceso de detalle anticipado sobre la
organización del futuro, después de un primer entusiasmo, hace que las voluntades se
ajen, se disipen, que la voluntad individual y colectiva decaiga y que lo que fue
entusiasmo inicial se convierta en mera ilusión o en desilusión escéptica o pesimista.

Esta manera de ver las cosas supone una inversión de lo que el realista cree
habitualmente. Éste tiende a pensar que la aspiración declarada a un orden nuevo será
tanto más utópica cuanto más genérica y de principios porque la afirmación de
principios deja muchos cabos sueltos acerca de qué ha de ser en concreto la sociedad del
futuro. Gramsci, en cambio, mantiene que la aspiración al socialismo se degrada y se
convierte en (mala) utopía cuanto más intentemos detallar cómo funcionará esa
sociedad del futuro: a más detalle más degradación de la aspiración.

Reflexionando sobre el significado de la revolución rusa Gramsci descubre el Escila y


Caribdis de la utopía. Scila: la conversión del ideal en programa detalladísimo para el
futuro a partir de la consideración (en principio razonable) de que si no se perfila con
todo detenimiento y concreción cómo serán la ciudad y la sociedad del futuro los que
tienen que cambiar la sociedad presente no se moverán porque les parecerá que no hay
garantías y se resignarán. Caribdis: presumir de que es posible pasar definitivamente de
la utopía a la ciencia, imaginar una ciencia superior a la que se da el nombre de
“socialismo científico” y concluir, de manera determinista, que la buena aplicación del
método que funda esta ciencia tiene que conducir a la sociedad armónica, regulada,
socialista, con la consideración (razonable también) de que los hombres no van a
cambiar el mundo fantaseando sobre el futuro sino conociendo las leyes de la historia
como se conocen las leyes de la naturaleza.

Ernst Bloch
Esta reflexión de Gramsci deja abierto un problema interesantísimo que ha llegado hasta
nuestros días y del que hay un eco más reciente en la oposición entre el principio
esperanza de Ernst Bloch y el principio de responsabilidad de Hans Jonas. El problema
se puede formular así: ¿hasta dónde se puede concretar y precisar en la anticipación del
orden nuevo cuando se ha llegado a la conclusión de que la mera afirmación del reino
de libertad como principio es tan utópico (en el sentido negativo) como utópica es la
pretensión de prefigurar en detalle lo que será la sociedad futura? ¿Puede la buena
utopía, la utopía concreta que no quiere verse reducida a ensoñación, ilusión o fantasía,
afirmar algo más que lo que Gramsci llamaba principios o máximas jurídicomorales y
Kropotkin “precisar vagamente las tendencias esenciales”? O planteado de otra manera:
¿es posible escapar al Escila y Caribdis de la utopía por la vía de una futurología que no
sea utópica en el sentido peyorativo de la palabra? ¿Lo ha intentado realmente el
pensamiento socialista? La respuesta a esta otra pregunta tiene que ser: sí, lo ha
intentado. Y lo sigue intentando. Ese intento consiste en precisar por la vía negativa. O
sea: no diciendo “el socialismo será así y así”, sino diciendo más bien: “el socialismo no
podrá ser así y así” porque quererlo sería tanto como: a) rebasar las capacidades
humanas, o b) entrar en contradicción con los principios jurídico-morales que nos
proponemos plasmar. Por esa vía negativa el pensamiento socialista acaba
encontrándose con Maquiavelo: “Conocer los caminos que conducen al infierno para
evitarlos”.

Hans Jonas

Ya los clásicos del socialismo fueron algo más allá de los principios jurídico-morales.
Precisaron, por ejemplo, al hablar del trabajo, que el socialismo no aspira a superar toda
división del trabajo (puesto que hay una división técnica del mismo que es condición
sustantiva para la producción de riqueza), sino precisamente ese tipo de división social
fija que hace que los hijos y los nietos de los trabajadores manuales sigan siendo
trabajadores manuales mientras que los hijos y los nietos de los empresarios,
funcionarios e intelectuales sigan disfrutando de los privilegios de sus antepasados.
Precisaron, por ejemplo, al hablar de la distribución en la futura sociedad de iguales,
que el socialismo no aspira a repartir entre los trabajadores el fruto íntegro de su trabajo,
porque del producto social total habrá que deducir fondos para la reposición de los
medios de producción consumidos, fondos para la ampliación de la producción y
proveer, entre otras cosas, un fondo de reserva contra accidentes y perturbaciones
debidas a fenómenos naturales cuya cantidad no se puede calcular con criterios de
justicia sino, a lo sumo, según el cálculo de probabilidades.

Precisaron, por ejemplo, al hablar del producto que habrá que destinar al consumo antes
de llegar al reparto individual, que, aunque se simplifique drásticamente el aparato
burocrático y aún aspirando a ello, se deben tener en cuenta los costes generales de la
administración, lo que hay que dedicar a escuelas, a la sanidad y a otras necesidades
sociales como las de los impedidos, inválidos e imposibilitados que en las sociedades
anteriores han ido a cargo de la beneficencia.

Precisaron, por ejemplo, cómo pagar al trabajador en una sociedad socialista cuando se
ha establecido ya el control social de la producción, a saber: mediante un vale que
certificaría lo que el trabajador ha aportado, deduciendo en él lo que aporta al fondo
colectivo; vale con el que el trabajador individual podrá obtener de los depósitos
sociales de bienes de consumo una cantidad que cuesta lo mismo que su trabajo (en el
sentido de que es equivalente).

Precisaron, por ejemplo, que siendo el trabajo el criterio principal por el que ha de
regirse el derecho en la sociedad socialista, la concreción de la igualdad, más allá de las
abstracciones, tiene que tener en cuenta las diferencias de aptitudes, capacidades y
situaciones de los ciudadanos trabajadores, por lo que habrá que introducir algún tipo de
discriminación, o sea, de derecho de la desigualdad, en este caso positiva, para
favorecer a los que estén en peor situación de partida.

Y si se quiere seguir hablando de socialismo en serio, sin perder el espíritu positivo de


la vieja utopía, habrá que seguir precisando en esa línea. Precisando sobre lo que,
racional y plausiblemente, no puede ser. Esa es la vía que, con el tiempo, condujo a la
nueva utopía, a la utopía rojiverde, al socialismo ecológicamente fundamentado. Y esa
es, en mi opinión, la única vía que permite juntar utopía y ciencia sin que las dos
palabras se peguen entre ellas ni caer en un cientificismo en el que no puede creer hoy
en día ningún aspirante a científico social que se precie.
Prólogo a Con su propia cabeza
América Latina, Pensamiento 14 junio, 2017 Francisco Fernández Buey

La gran mayoría de los libros publicados en estos últimos años sobre Ernesto
Guevara han puesto el acento en diferentes aspectos de su biografía. Han sacado a
la luz algunos de los rasgos del carácter del Che que hasta hace poco eran
insuficientemente conocidos o valorados.

Estos libros, de intención biográfica en su mayoría, han revelado también algunos de los
motivos últimos que llevaron a Guevara a prolongar la actividad guerrillera en África y
en América Latina después del triunfo de la revolución cubana.

Aun sin entrar a discutir la intención o la calidad de estas biografías, se puede decir que
tales publicaciones han contribuido a mantener la leyenda del Che aventurero
romántico, tal como ésta se difundió inmediatamente después de su trágica muerte en
Bolivia. Y ya esto se puede considerar un resultado muy notable, sobre todo si se tiene
en cuenta lo que han cambiado el mundo y las ideologías dominantes sobre el mundo en
los cuarenta y tantos años transcurridos desde entonces.

Es, en efecto, fascinante comprobar cómo, a pesar del hundimiento de casi todo lo que
navegó en siglo XX bajo la bandera del comunismo, la figura del guerrillero comunista
por antonomasia de los años cincuenta y sesenta sale así reforzada e incluso enaltecida
en un mundo que se ha ido por un lado muy distinto del que Guevara hubiera querido.
Para explicar lo que puede parecer una paradoja de nuestro tiempo conviene tener en
cuenta que algunas de las más difundidas aproximaciones a la figura del Che suelen
ahora dejar en segundo plano, o poner en sordina, precisamente su pensamiento
marxista y su concepto de comunismo para, desde ahí, acentuar la singularidad única
del activista que se propone un imposible (o lo que se considera un imposible desde una
visión distanciada de aquella historia).
No sé si quienes así se aproximan a la biografía del revolucionaro argentino-cubano
tienen o no conciencia plena de lo que es tán haciendo con el Che. Pero es seguro que al
privilegiar el estudio de los rasgos más llamativos de su carácter sobre lo que fue en
realidad su pensamiento marxista y su reflexión teórica comunista lo que se consigue es
demediar a Ernesto Guevara: convertirlo en un personaje de ficción romántica que
todavía (¡Ay, todavía!) podría ser presentado por los más jóvenes a los señores
bienestantes de nuestra sociedad sin que se sobresalte el padre gruñón y semicínico que
dice una y otra vez de él mismo que se ha hecho mayor para seguir creyendo en
ideologías, pero que en realidad tra ta de ocultar a los hijos que, con los años, se ha
hecho de derechas. Algo parecido ha estado ocurriendo, por cierto, sobre todo en Italia,
con otro héroe de la tradición marxista y comunista: An tonio Gramsci.

Ese parece ser el destino de los revolucionarios que un día, no tan lejano, se atrevieron a
pensar con su propia cabeza, discutiendo a veces con los ideológicamente más próximos
sobre la mejor forma de hacer posible el socialismo en esta Tierra de aquí abajo, no en
la Babia de las “almas bellas” o en el País de Nunca Jamás de brechtiana memoria. Lo
que era secundario desde el punto de vista ético-político —su disidencia en el marco de
la tradición comunista— pasa a ser presentado como el aspecto principal, casi único, de
sus vidas. Y lo que fue esencial para ellos —combatir en concreto al capitalismo y al
imperialismo e implicarse personalmente en ello con los que diferían en la táctica
pero compartían el objetivo de una sociedad alternativa— queda reducido a una especie
de residuo utópico que, en las circunstancias actuales, permite a los bienestantes
concluir: “También yo pensé así, utópicamente, alguna vez”. Se da la circunstancia de
que quienes nunca fueron en realidad utópicos en el buen sentido de la palabra, ni
pasaron nunca del vago pensar el socialismo al hacer que compromete, se sienten así,
gracias a esta operación intelectual, doblemente reconfortados al escuchar que lo que el
Che defendía con tanta convicción era en el fondo otra utopía y que su vida misma no
dejó de tener contradicciones. Ahora todo el mundo va en busca de contradicciones en
los grandes. Tal vez porque eso sirve para justificar las pequeñas contradicciones del
normópata cotidiano que somos.
Vendrán tiempos en que el Che dejará de ser un rostro con halo postromántico grabado
en una camiseta o utilizado convenientemente por las agencias de publicidad para
vender. Cuándo llegarán esos tiempos no lo sé. Lo que sí sé es que para que esos
tiempos lleguen antes tenemos que reconstruir su figura, entenderlo por entero, en su
pensamiento y en su acción. Y para eso se necesita aclarar no sólo qué tipo de marxista
y qué tipo de comunista era Ernesto Guevara, sino también qué pensaba de la
mundialización del capital, qué concepción tenía del imperialismo realmente existente,
por qué llegó a la conclusión de que la construcción del socialismo en la URSS se había
metido en una vía muerta y por qué dio tanta importancia a la subjetividad y a los
estímulos no materiales en la construcción de una sociedad de iguales alternativa.

No hace mucho, en un artículo publicado en Le Monde Diplomatique sobre el Che y los


movimientos revolucionarios contemporáneos, escribía James Petras que la importancia
de Guevara para el potencial impulso revolucionario contemporáneo no hay que
buscarla tanto en sus consideraciones tácticas sobre la guerrilla, aplicadas a
circunstancias coyunturales específicas, cuanto en su análisis general de la política, en
sus reflexiones sobre la acción política y sobre las estructuras económicas. Petras
añadía, en ese contexto, que reducir los pensamientos de Guevara, como se ha hecho
tantas veces, a discusiones tácticas sobre la lucha guerrillera o sobre la lucha armada es
entenderlo muy mal y que la aproximación más fructífera a su figura consiste hoy en
dilucidar sus ideas sobre el imperialismo y en recuperar sus reflexiones, para dialogar
con él, acerca de la relación entre subjetividad y condiciones o circunstancias objetivas.

Comparto en esto el enfoque metodológico de Petras. Y creo que eso es precisamente lo


que empieza a hacer aquí, en este ensayo sobre el socialismo en la obra del Che, Manolo
Monereo.

Monereo se detiene poco en las biografías más recientes porque su punto de partida y su
enfoque son muy distintos de los de Castañeda, Lee Anderson o Kalfon. Conoce las
obras de éstos, y las tiene en cuenta, pero no se para a discutir con sus autores. Rebate a
Castañeda en algún punto concreto y, cuando tiene que con textualizar el pensamiento
de Guevara en algún asunto oscuro, prefiere los escritos de Serguera y de Paco Ignacio
Taibo. En sus viajes a Cuba, Monereo ha podido consultar algunos de los trabajos aún
inéditos de Guevara custodiados por María del Carmen Ariet, pero puede declarar,
brevemente y en nota, que no cree que estos trabajos cambien sustancialmente la
perspectiva de su investigación.

Todo lo cual seguramente parecerá al lector de este libro muy razonable, puesto que lo
que aquí importa no son las revelaciones biográficas o autobiogáficas sino las ideas de
Guevara sobre el marxismo, sobre lo que fue la revolución cubana, sobre lo que po dría
ser la transición al socialismo, sobre los problemas que plantea la planificación en
relación con el mercado, sobre las debilidades del modelo soviético de entonces y sobre
la dirección que estaba tomando el imperialismo norteamericano de la época.

Manolo Monereo ha privilegiado en este ensayo el estudio de las ideas del Che durante
años 1962 a 1966. Y ha puesto el acento precisamente en un punto que por lo general se
minusvalora o que suele tratarse como de pasada: sus ideas sobre la economía en un
sentido amplio, es decir, sobre la estructura de las formaciones socioeconómicas y sobre
la forma concreta que la producción y el consumo pueden tomar en una sociedad nueva,
alternativa, como lo era la cubana de entonces. Y, al reconstruir el pensamiento del Che
sobre estos puntos, ha utilizado ampliamente las actas que han quedado (o que están
disponibles) de las intervenciones de Guevara en las reuniones bimestrales que mantuvo
con su equipo del Ministerio de Industria.

Esto es algo que tiene muchísimo interés para todas aquellas personas que han pensado
en el socialismo no como una palabra taumatúrgica, ni siquiera como un movimiento
llamado a cambiar el mundo de base, sino como una forma de sociedad igualitaria en la
que hay probar en la práctica que se produce, se consume, se vive y se está mejor que en
cualquier otro tipo de sociedad anterior. Ante esto el revolucionario tiene que
convertirse en estadista y la ideología y la teoría aprendidas tienen que dejar paso al
sentido común cultivado. El grito, el eslogan y la palabra, incluso la voluntad
revolucionaria encuentran en ese caso su réplica inmediata: cómo hacer realmente para
que los de abajo, los históricamente desposeídos produzcan mejor, consuman mejor y
vivan mejor. Ese ha sido el gran problema que sigue al acto revolucionario por
antonomasia. Y ahí, en la cotidianeidad del servir a los otros desde la responsabilidad
del dirigente, se necesita un tipo de valentía muy distinto del que se pide al
revolucionario en la sierra.

Monereo muestra aquí hasta qué punto fue Guevara valiente e innovador también en
esto, a la hora de pensar en cómo combinar estímulos materiales y estímulos morales
para mejorar la producción y mejorar al mismo tiempo la forma de vida de las gentes. Él
no era un economista. No era un experto en teoría económica ni en política económica.
Como marxista, se sabía su Marx y su Lenin. Y como leninista, conocía las viejas
polémicas que habían tenido lugar sobre esto en la Unión Soviética. Pero sabía también
que en Marx sólo hay ideas generales sobre la prefiguración de la sociedad socialista y
que el mundo había cambiado mucho desde la muerte de Lenin. Había que trabajar, por
tanto, con un ojo puesto en una teoría insuficiente y el otro en la resolución apremiante
de los problemas socioeconómicos de la población cubana. Es en esas circunstancias,
más que en las declaraciones genéricas, donde se prueba la ductilidad con que se acepta
que el marxismo es “una guía para la acción”.

El ensayo de Monereo resulta particularmente agudo en el análisis del pensamiento de


Guevara en aquellas circunstancias, y en su comparación con lo que decían o escribían
simultáneamente el Manual de Economía Política de la Academia de Ciencias de la
URSS, Bettheleim y Mandel. No es este el único punto en que Monereo establece un
particular y fructífero diálogo con las ideas del Che. También lo hace respecto de otras
cuestiones discutidas, por ejemplo, al analizar su estimación de la situación
internacional en la primera mitad de la década de los sesenta o al referirse a las
opiniones de Guevara sobre la nueva política económica (nep) en la URSS, que
considera “un misterio”.

El lector de hoy puede tal vez encontrar alguna dificultad para identificarse con el
lenguaje en que eran discutidas en los años sesenta estas cuestiones del producir mejor,
consumir mejor y vivir mejor que en el capitalismo. Guevara, como todos, era hijo de su
tiempo. Y Monereo reproduce lo que era su tiempo respetando aquel lenguaje que la
teoría económica hoy dominante ignora porque ignora casi todo de lo que un día se
llamó “economía política”. Así que voy a hacer uso de la vieja amistad y de la
amabilidad con que él me ha pedido que le acompañe aquí, después de tantos años de
compartir los mismos fines y las mismas ilusiones, para acabar con una sugerencia
dirigida a los lectores más jóvenes. Es drástica y me tendrán que creer bajo palabra: por
debajo de aquel lenguaje de Guevara sobre los estímulos no-materiales a la producción,
sobre “la ley del valor a escala mundial” o sobre la negación de la “categoría mercancía
en la relación entre empresas estatales” lo que de verdad está latente es la última
discusión seria sobre economía (política) del siglo XX; lo demás, lo que ha venido
después, han sido discusiones sobre diferentes formas de la crematística y de los valores
de cambio.

Hasta es posible que Guevara se fuera al Congo, y luego a Bolivia, porque vio venir eso:
el dominio de la crematística sobre el economizar en sentido amplio. En cuyo caso se
entendería mejor incluso el misterio de sus reservas respecto de lo que fue la nueva
política económica leninista de la URSS en los años veinte.

Prólogo escrito por Francisco Fernández Buey para el libro de Manolo Monereo.
Volver a leer a Gramsci
Pensamiento 27 abril, 2017 Francisco Fernández Buey

Desde la aparición de la edición crítica de los Quaderni del carcere preparada por
Valentino Gerratana (Einaudi, Turín, 1975) han visto la luz en Italia muchas piezas
inéditas del epistolario de Gramsci y de Julia y Tatiana Schucht, su mujer y su cuñada
(que fue la persona que más cerca estuvo de Gramsci entre 1927 y 1937), así como un
considerable número de documentos que aclaran aspectos poco conocidos de la
biografía del pensador sardo y permiten interpretar mejor ciertos pasos oscuros de los
cuadernos que escribió en las cárceles musolinianas. Entre estos últimos documentos, lo
más importante para el conocimiento preciso de lo que fue la evolución de Antonio
Gramsci durante los años de la cárcel es la correspondencia entre Piero Sraffa y Tatiana
Schucht, que fue publicada en 1991.

Por otra parte, y en relación con esta documentación nueva, los estudios gramscianos
han crecido exponencialmente en todo el mundo. En el último tercio del siglo XX
Gramsci dejó de ser “la moda” en que quiso convertirle cierto politicismo de la década
de los setenta y pasó a ser estudiado como un clásico del pensamiento político. Los
politiqueros dejaron de citar su nombre en vano y los oportunistas descubrieron que el
nombre de Gramsci ya no era utilizable para sus negocios cotidianos. Pero la influencia
intelectual de Gramsci se ha mantenido entre las personas serias que se dedican a las
ciencias sociales, a los estudios culturales y a la crítica de la política. Y, por supuesto,
entre las personas que aprecian la veracidad en política; personas que, con el tiempo y
sus avatares, han pasado a ser las que mejor conectan con aquello que un día se llamó
“espíritu revolucionario”.

Es cierto que ahora apenas se habla ya de la actualidad de Gramsci. Pero eso es una
ventaja para el conocimiento de su obra, que nunca fue “actual” en el sentido trivial que
suele dar a esta palabra la industria dominante en las cosas del papel y de la imagen. En
Gramsci no hay recetas. Hay, en la mayoría de sus escritos, “verdades despiadadas” que
en su época no gustaron ya ni a los mandamases, ni a los pingos almidonados, ni a los
devotos de los catecismos. Los mandamases de su época decretaron que había que
impedir que aquel cerebro siguiera pensando; los pingos almidonados le ignoraron con
la consideración de que no fue un experto en nada que diera títulos (ni filósofo de
profesión, ni historiador de escuela, ni sociólogo licenciado, ni intelectual de pose, ni
político triunfante); y los devotos de los catecismos se sintieron incómodos ante él y le
dejaron solo por sus ironías, por su talante autocrítico o por lo que llamaban “sus
antinomias”. De manera que el mejor Gramsci habrá sido siempre un autor póstumo.

Un autor así protestaría ante cualquier intento de hacer con su vida y con su obra,
incluso como reacción ante el olvido, una hagiografía. Todo lo que Gramsci escribió en
su madurez lo consideró “primera aproximación”, independientemente de lo que fuera
aquello de lo que trataba (la historia de los intelectuales italianos, la teoría política, el
conocimiento de la estructura del canto décimo del Infierno en la Divina Comedia de
Dante, la interpretación de Maquiavelo o la evolución del americanismo). Varias veces
escribió que tenía la impresión de haberse equivocado en su vida. Pero ninguna de esas
veces dijo que se había equivocado en aquello por lo que le criticaban los mandamases,
los pingos almidonados y los amantes de catecismos.

Quien lea hoy a Gramsci probablemente llegará a la conclusión de que se equivocó en


cosas importantes que él consideraba certezas, creencias sólidamente establecidas o por
establecer. Yo también lo pienso. Pienso que se equivocó en algunas cosas que, décadas
después, otros seguimos considerando importantes y equivocándonos, tal vez, con él.
Pero también pienso que es una lástima que se equivocara al hacer previsiones sobre lo
que podría haber sido una verdadera reforma moral e intelectual en el mundo grande y
terrible del siglo XX, porque los descendientes de los que acertaron contra él no nos han
dejado un mundo mejor. De manera que de Gramsci se podría decir algo parecido a lo
que dijo Brecht de la buena gente: incluso cuando se equivocan en una encrucijada, nos
hacen pensar en lo que podría haber sido el camino recto. Que llegue a haber camino,
aunque sea oblicuo, hacia una sociedad regulada, pacífica y de iguales, como la que él
quería, no depende ya de Gramsci. Depende de nosotros, de los lectores de Gramsci en
la época del posfordismo, de la fragmentación de la clase obrera, del uniformismo
cultural inducido, de la sociedad del espectáculo, de la nueva esclavitud, de la
prostitución rampante de las hijas y nietas de los que tanto esperaron de la reforma
moral e intelectual, pero también de la protesta contra la globalización imperial.

Gramsci quiso ver en la filosofía de la praxis una herejía de la “religión de la libertad”,


del liberalismo del siglo XIX y parte del XX. E intuyó que el filósofo democrático y
laico del futuro tendría que verse las caras precisamente con la religión de la libertad
profundizando el sentido de aquella herejía. Algo no muy distinto estaba pensando en
Francia, con otro lenguaje pero con una sensibilidad parecida ante la desgracia de las
pobres gentes, aquella otra gran solitaria que fue Simone Weil. Y no es casual que los
nombres de Antonio Gramsci y Simone Weil aparezcan frecuentemente juntos en la
América Latina de hoy cuando se quiere volver a pensar en la liberación de los
explotados, de los oprimidos y de los desvalidos.

Uno de los grandes equívocos del cambio de siglo ha sido la aceptación generalizada,
sin crítica, de lo que impropiamente se llama “neoliberalismo”, que tiene tan poco que
ver con el liberalismo histórico como el maquiavelismo con el Maquiavelo histórico o
como alguno de los marxismos con el Marx histórico. Esta aceptación generalizada del
“neoliberalismo” está creando en nuestras sociedades tanta confusión que la palabra
misma “libertad” corre el riesgo de convertirse en un concepto deshonrado, de tan
identificada como está con la libertad de mercado y la libre circulación de mercancías
mientras se impide el libre movimiento de los seres humanos que se ven obligados a
emigrar. La única mercancía a la que se niega la libertad de circulación es hoy en día
justamente “la mercancía” en que, según Marx, había convertido el capitalismo al ser
humano.

El que esto se esté haciendo precisamente en nombre del “liberalismo” revaloriza la


reflexión de Gramsci, en sus últimos cuadernos de la cárcel, sobre el filósofo laico y
democrático en diálogo crítico con la “religión de la libertad”. Aquellas notas suyas eran
también tentativas, de “primera aproximación”, pero, en su brevedad y fragmentariedad,
hay alguna sugerencia que nos ayudaría en el presente a dar un nuevo valor a la palabra
libertad. Desde luego prolongando la intención herética, por seguir hablando como
Gramsci y con Gramsci. Lo cual obligaría a sacudir la modorra mental, a realizar un
esfuerzo intelectual para llamar a las cosas que recubre el rótulo “neoliberalismo” por su
verdadero nombre: capitalismo que no sólo mercantiliza y explota al ser humano, como
hacía en la época de Gramsci, sino que especula con lo que el trabajador produce,
metamorfosea estos productos en valores bursátiles contagiando la especulación a los
trabajadores mismos y esclaviza o prostituye a la población sobrante, a todos aquellos,
niñas, niños, mujeres y varones, que no caben ya en la regulación legal de la división
internacional del trabajo en el Imperio. En vez de ver en el “neoliberalismo” una mera
prolongación del liberalismo histórico, esta otra caracterización de las cosas, de lo que
hay en el mundo globalizado, facilitaría seguramente un diálogo fructífero con los
herederos del liberalismo histórico que, como Piero Gobetti, el editor de La revolución
liberal, supieron apreciar el pensamiento y la acción de Antonio Gramsci, y, a través de
ellos, con todos aquellos liberales de verdad que descubrieron hace ya tiempo que en
este mundo hay que ser algo más que liberales: por lo menos libertarios.

Un segundo motivo que hay que conviene valorar hoy es la lectura que Gramsci hizo de
Maquiavelo y la comparación que estableció entre marxismo y maquiavelismo. De esta
lectura se deriva una revalorización de la política en su acepción más noble, una
concepción de la política como ética de lo colectivo. Una idea, por tanto, que, sin echar
la ética por la borda, permite distinguir con claridad entre lo que es un partido político y
lo que son mafias o sectas, entre política (propiamente dicha) y delito.

Hay que llamar la atención, por último, sobre la reflexión gramsciana acerca de la
lengua y los lenguajes en su relación con la política. Gramsci fue un filólogo que dejó la
filología académica por la política revolucionaria, pero que nunca olvidó su formación
filológica. Esta combinación produjo uno de los marxismos más originales del siglo
XX, un marxismo atento a la dimensión prepolítica, cultural, de las luchas entre las
clases sociales y sensible a la dialéctica existente entre internacionalismo y persistencia
de los sentimientos nacionales. De esas tres cosas y del hombre Gramsci, es decir, de la
tragedia del revolucionario que reflexiona sobre lo público y lo privado en las cárceles
mussolinianas, trata este libro. Un libro que pretende interesar por la vida y la obra de
Antonio Gramsci a todos aquellos que en el “mundo grande y terrible” de la
globalización siguen dando importancia a la ética de la resistencia.

Extracto del prólogo del libro de Francisco Fernández Buey Leyendo a Gramsci
Los herederos de Marx
Hemeroteca 9 enero, 2017 Francisco Fernández Buey

1.- LA HERENCIA Y SUS ALBACEAS

La disputa sobre la herencia y los herederos de Karl Marx ha hecho correr ríos de tinta
surtidos por mala sangre marxista y no marxista al menos desde que a finales del siglo
pasado Eduard Bernstein, el albacea testamentario de la obra de Marx y de Engels,
escribiera aquella conocida provocación de que “el objetivo final, sea cual sea éste, no
es nada para mí; el movimiento lo es todo”. Pero ésta no fue solo una historia de ríos de
tinta, de polémicas académicas acerca del sentido del marxismo o de disputas teóricas
sobre la estrategia a seguir por las masas proletarias para alcanzar su liberación; fue
también una historia de enconados combates que terminó, al menos provisionalmente,
con la derrota de la clase obrera alemana revolucionaria. Probablemente Rosa
Luxemburgo, a quien se debe una refutación del reformismo social que ha pasado a la
historia como texto clave del marxismo posterior a Marx, no podía prever siquiera por
entonces que aquel gran partido socialdemócrata cuya degradación teórica estaba
criticando en 1900 iba a colaborar veinte años después en su asesinato.

Una historia de sangre, pues, en la que la vertida por Rosa fue solo su porción en el
holocausto obrero organizado por una burguesía agresivamente imperialista con el
apoyo directo o indirecto de quienes propiciaban una transición pacífica, ordenada,
regulada, al socialismo, y no porque los protagonistas de este debate fueran particular y
personalmente partidarios de la violencia indiscriminada o de resolver toda cuestión por
la vía de las armas, sino porque, como había explicado Marx, la violencia es una
realidad inherente a la sociedad capitalista.

En efecto, ya la expropiación que priva a la gran masa del pueblo de la tierra, de los
medios de vida y de los instrumentos de trabajo, la llamada prehistoria del capital, está
marcada por toda una serie de métodos violentos, tiene lugar –dice Marx en El Capital–
“con el más despiadado vandalismo y bajo el acicate de las pasiones más infames, más
sucias, más mezquinas y más odiosas”. De igual modo, también la lucha parcial del
trabajador por limitar la duración de la jornada de trabajo y la resistencia del capitalista
a ello produce constantemente un conflicto que se decide, que se resuelve, por la fuerza,
por la violencia: “Así hay, pues, una antinomia, derecho contra derecho, sellados ambos
por la ley del intercambio mercantil. Y entre dos derechos lo que decide es la violencia.”
¿Cómo no pensar que así iba a ser también cuando llega a su culminación el proceso de
concentración de empresas y de centralización de capitales? ¿Cómo no pensar que la
violencia se impondría también en ese proceso por el cual la mayoría de los capitalistas
son expropiados progresivamente por unos pocos y esta minoría, por último,
expropiados por la gran mayoría del pueblo, por la masa del pueblo? Bernstein, y con él
–aunque más cautamente– una buena parte de los dirigentes parlamentarios y
sindicalistas de la socialdemocracia, negaba esa previsible conclusión del proceso
revolucionario porque, en su opinión, la premisa principal de Marx no se estaba
cumpliendo. Esto es: no había concentración empresarial, no había centralización de
capitales, no había polarización social, sino todo lo contrario: una situación en la que las
crisis estaban en vías de superación, en la que la pequeña y media burguesía crecía, en
la que, finalmente, hasta el proletariado podía ir conquistando parcelas de poder
económico y gubernativo que harían innecesario el asalto al poder político.

No había, por tanto, meta final, porque la meta final era algo que se estaba conquistando
día a día con los votos para el parlamento, con las cooperativas, con la participación
activa en las tareas de las empresas. Para aquellos dirigentes sindicales la huelga misma
y en especial la huelga política de masas era un instrumento que había dejado de ser útil
a la clase obrera, un método de lucha atávico que debía ser abandonado a las minorías
anarquistas desesperadas, o, a lo sumo, una reminiscencia del jacobinismo blanquista
entre la clase obrera avanzada alemana.

Así empezaba una interpretación de la herencia de Marx, una exégesis que contaba
formalmente con el beneficio de estar en posesión de documentos inéditos no sólo de
Marx sino también del último Engels, los cuales podían ser manipulados a conciencia de
acuerdo con los intereses tácticos inmediatos.

La primera manipulación se había producido ya en vida de Engels cuando ciertos


escritos de éste y señaladamente su prólogo de 1895 a Las luchas de clases en Francia
fueron publicados incompletos, limados de sus puntas más revolucionarias. Aquellos
“marxistas” pretendieron –y en cierto modo lo consiguieron, pues hasta hace
relativamente pocos años no se ha conocido la versión completa del llamado
“testamento político de Engels”– hacer del compañero de Marx uno más en el coro de
los pacíficos justificadores de una vía parlamentaria, electoral, al socialismo. Es cierto
que la conclusión de Engels en aquel escrito ponía el acento en la importancia de
aprovechar las posibilidades de la legalidad capitalista vigente, y muy particularmente el
sufragio universal, como camino hacia la conquista del poder por la clase obrera no sólo
en Alemania sino también en otros países europeos. Con ello Engels trataba de adaptar,
de acuerdo en esto con los dirigentes social-demócratas, los métodos de lucha de las
clases trabajadoras a los cambios de circunstancias que se habían producido en Europa
desde los días de las leyes de excepción y de las persecuciones contra los socialistas.
Hasta aquí el acuerdo. Negar que en los últimos escritos de Engels hay un cambio de
tono con respecto a las ilusiones revolucionarias de los años cuarenta, o incluso con
respecto a los relativamente más cercanos acontecimientos que dieron lugar a la
Comuna de París, sería además de absurdo un falseamiento de la historia. El viejo
Engels, como también –por lo demás– el viejo Marx, vio seguramente con un
optimismo excesivo el avance de la propaganda legal del socialismo y juzgó, tal vez
apresuradamente, demasiado débil al enemigo. Por ello acentuó su polémica con el
anarquismo y con el blanquismo insistiendo cada vez con más fuerza, como había hecho
el propio Marx, en su idea de siempre de la revolución realizada por la mayoría del
pueblo, no por los partidos y menos por las sectas.

Pero hay una línea muy nítida de separación entre el lúcido realismo estratégico del
último Engels y el oportunismo reformista de los Bernstein y de los sindicalistas y
parlamentarios “marxistas” alemanes de la época. Esa línea pasa precisamente por la
parte de la argumentación de Engels censurada en su “testamento”, por la afirmación
explícita de la necesidad de la revolución.

Y tampoco en este caso por exaltación de la violencia o por seguir manteniendo la


palabrería de otras épocas (como en gran parte hicieron luego los sindicalistas
“revolucionarios” a lo Sorel, para acabar alabando las violencias del fascismo
mussoliniano), sino por consciencia histórica revolucionaria, casi habría que decir: por
sano sentido común revolucionario. Engels sabía que la mayoría parlamentaria es
insuficiente para que el proletariado llegue a conquistar el poder, y en aquel mismo
escrito dejaba constancia del carácter probablemente ineludible que en el proceso
revolucionario tiene ese otro elemento de la lucha política que es la fuerza. No porque el
proletariado desee imponer por la fuerza la transformación de la sociedad capitalista, ni
por el atraso cultural de las masas populares (como solía aducir entonces y como sigue
aduciendo todavía hoy la propaganda burguesa), sino precisamente por el previsible
hecho de que el enemigo de clase se aferra al poder haciendo uso de la superioridad
militar que le da el aparato de estado.

Ya un par de años antes el propio Engels había tenido que salir al paso de una
tergiversación parlamentarista de su pensamiento: “Para empezar, yo no he dicho que
‘el partido socialista conquistará la mayoría y entonces tomará el poder’. Al contrario,
he subrayado que hay diez probabilidades contra una de que la clase dominante utilice
la violencia contra nosotros mucho antes de alcanzar ese momento: pero esto nos
llevaría del terreno de la mayoría de votos al terreno de la revolución”. Y en una carta a
Lafargue (12-II-1892): “…..el valor del sufragio universal consiste para nosotros en que
muestra con toda exactitud el día en que hay que echar mano a las armas para hacer la
revolución; hay incluso diez probabilidades contra una de que, si los trabajadores
utilizan con habilidad el sufragio universal, los Círculos dominantes se vean obligados a
transgredir la legalidad, es decir, a colocarnos a nosotros en la posición más favorable
para llevar adelante la revolución”.

Ningún canto a la violencia, pues; simple reconocimiento del importante grado de


probabilidad de que el enemigo acuda a la fuerza, y realista conclusión en el sentido de
que la clase obrera y sus organizaciones habrán de estar preparadas para esa
eventualidad.

En cualquier caso, para justificar la tesis reformista el “marxismo” socialdemócrata


alemán de la época iba a dar un paso más. No bastaba con manipular al viejo Engels;
había que salvar el escollo de las declaraciones explícitas de Marx particularmente sobre
el tema de la dictadura del proletariado. Pues Marx había aludido en diferentes
ocasiones a la necesidad de una fase intermedia, de transición del capitalismo al
comunismo, en la que el proletariado en el poder se vería obligado a dominar
despóticamente para someter a los antiguos explotadores, para llevar a la práctica las
medidas necesarias que garantizarán la conquista de la democracia, esto es, la
democracia real para la mayoría de la población. Fue preciso, por tanto, interpretar el
“Mensaje de marzo de 1850 a la Liga de los Comunistas”, escrito por Marx en
colaboración con Engels y en el cual se habla en concreto de las medidas que la clase
obrera alemana se vería obligada a tomar en el probable (entonces parecía probable)
caso de un estallido de la revolución, como un documento de inspiración blanquista sin
continuidad en la obra de los fundadores del marxismo; fue preciso recontar las veces
que el término ‘dictadura del proletariado’ aparecía en la obra de Marx, para concluir,
erróneamente, que se trataba de un concepto escasamente documentado y por ende de
perfiles no muy definidos.

Pero también en este caso la nueva interpretación de Marx, su revisión desde el punto de
vista reformista, chocaba no sólo con los textos sino con la realidad. En 1852 Marx
escribía en una carta a J. Weydemeyer, hoy muy conocida y sólo ignorada por quienes
quieren taparse los ojos ante los hechos, entre otras cosas, lo siguiente: “Lo que yo he
aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases va unida solo a
determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases
conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no
es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una
sociedad sin clases”. Y en 1852 Marx había roto ya con los blanquistas, había disuelto el
comité central de la Liga de los Comunistas, no veía posibilidades revolucionarias
inmediatas en Europa y estaba fundamentalmente dedicado al trabajo preparatorio para
la redacción de lo que habría de ser El Capital. Dicho de otro modo: no estaba influido
por el blanquismo sino que precisamente lo criticaba de forma abierta e incluso con
crueldad; no estaba imbuido por el apasionamiento de la proximidad de la revolución
sino, en lo esencial, centrado en el trabajo científico de recogida de material para la
redacción de una crítica de la economía política. Más tarde, en 1871, Marx identificaría
con la Comuna de París la dictadura proletaria; y todavía más tarde, en 1875,
combatiendo contra aquella “especie de democratismo que se mueve dentro de los
límites de lo autorizado por la policía y vedado por la lógica” (el programa de Gotha del
Partido Socialista Obrero de Alemania), Marx escribía:

“Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la


transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde
también un período político de transición cuyo estado no puede ser otro que la dictadura
revolucionaria del proletariado.”

2.- LENIN Y ROSA: RETORNO A MARX

Lenin maquillado (julio 1917). Foto realizada para un pasaporte a nombre de K. Ivanov,
obrero de una fábrica de armas.

Cuando un autor declara que su aportación al estudio de la sociedad ha sido entre otras
cosas (y hay que reconocer que Marx es aquí modesto) la demostración de que la lucha
de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado; cuando luego ve la
materialización de la dictadura del proletariado en el primer gobierno –aunque efímero–
obrero que ha existido en la historia; cuando, finalmente, combatiendo al mismo tiempo
contra la ilusión anarquista acerca del estado y contra la degradación estatalista del
propio marxismo, reafirma su concepción al respecto, ponerse a contar cuantas veces
sale el término en su obra era (y es) una tarea inútil, de eruditos académicos o de
potenciales mixtificadores de la realidad existente. Precisamente contra esa corriente de
dilapidadores de la herencia de Marx, frente al “marxismo” de cátedra y el reformismo,
Rosa Luxemburgo en Alemania, y Lenin en Rusia representaron a principios de este
siglo el aire sano de la recuperación del marxismo vivo, concorde además con la
apreciación realista de las cosas nuevas, de los movimientos nuevos.

En su recuperación del pensamiento de Marx ambos trataron de dar además una


explicación del hecho de la degradación de la socialdemocracia alemana. Pues la
manipulación de los textos de Engels o la tergiversación de la herencia y los herederos
de Karl Marx no podía ser sino la manifestación de una realidad más profunda, de una
realidad que afectaba directamente a sectores no despreciables de la clase obrera
europea (en especial inglesa y alemana): esa realidad nueva era el imperialismo y, con
éste, la potencial degradación ideológica y política de las capas superiores más
favorecidas del propio proletariado en los países dominantes.

Ambos también vieron con rapidez y en profundidad el dilema entre reforma y


revolución que se abría para la clase obrera, reafirmándose (frente a Bernstein y los
“revisionistas”) en las tesis de Marx acerca de la anarquía creciente de la producción
capitalista, acerca de la tendencia histórica a la agudización de las contradicciones
básicas de la sociedad burguesa así como acerca del proceso de concentración
monopolista de empresas y capitales en tanto que factor objetivo que mina el sistema…
Y por encima de las diferencias que les enfrentaron en cuestiones como la organización
del partido político de la clase obrera, el derecho de las naciones a la autodeterminación,
el arranque de la construcción del socialismo en la URSS o la interpretación de las crisis
en el capitalismo según Marx, Lenin y Rosa restauraban de nuevo la concepción
marxiana del período de transición sabiendo ver la distinción cualitativa existente entre
la “democracia” burguesa y la “democracia” proletaria.

Rosa Luxemburgo

Probablemente el camino más fácil para comprender la identidad de criterios en tantas


cosas y las diferencias de talante y de concepción propias del marxismo de Lenin y de
Rosa Luxemburgo sea una “lectura paralela” de los textos escritos por uno y otro entre
1900 y 1917. La simple enumeración de sus publicaciones desde la polémica de 1903
sobre el tema de la organización y los respectivos trabajos sobre la primera revisión de
Marx (Rosa: Reforma o revolución, 1900; Lenin: Marxismo y revisionismo, 1907;
Lenin: Un paso adelante, dos pasos atrás; Rosa: Problemas de organización de la
socialdemocracia rusa, ambos de 1904), o sobre la revolución rusa de 1905 (Rosa:
Huelga de masas, partido y sindicato; Lenin: Las enseñanzas de la insurrección de
Moscú, ambos de 1906), o sobre la definitiva crisis de la socialdemocracia al estallar la
primera guerra mundial (Lenin: La bancarrota de la II Internacional, 1915; Rosa: La
crisis de la socialdemocracia, 1916), etc. da ya una idea de la identidad de
preocupaciones. En cuanto a la diversidad de enfoque y de talante, el propio lector
puede comparar por sí mismo los textos. Aquí me voy a limitar a establecer un breve
parangón de las posiciones de ambos en torno a la revolución rusa de 1905.

Mientras, durante los años que están entre los dos siglos, se mantuvo la situación de
relativa “normalidad” de la lucha de clases, la tesis gradualista de ocupación progresiva
de las instituciones y aprovechamiento de la legalidad se fue imponiendo sobre todo en
Alemania; al mismo tiempo las concesiones en el plano sindical por parte de los
dirigentes del proletariado iban en aumento. Por eso mismo quienes estaban en contra
de la táctica exclusivamente parlamentaria habían basado su argumentación hasta
entonces en la defensa de los principios marxistas y en la crítica de reformismo como
utopía derechista. Pero cuando en 1905 estalla la revolución rusa los más sensibles entre
los revolucionarios europeos vuelven sus ojos hacia ella en busca de enseñanzas, de
“lecciones históricas” aplicables también en sus respectivos países. Rosa Luxemburgo
estuvo entre éstos.

A partir del conocimiento de los acontecimientos rusos Rosa formula su hipótesis de la


huelga política general de masas. Según este planteamiento la respuesta a la utopía
reformista la están dando ya las mismas masas obreras y populares. Se trata,
precisamente, de la huelga política de masas convocada, no por decreto o planificación
del partido, sino por las nuevas instituciones independientes y unitarias de los obreros
rusos, los soviets. Eso es lo que, según Rosa, habría que hacer también en la Alemania
del momento: crear la psicología, el estado de ánimo necesario entre las masas para que
éstas impulsen la huelga general. El elemento que palía, pues, la insuficiencia de la
combinación de rutina sindical y lucha parlamentaria es la preparación psicológica,
ideológica y política de las masas para la huelga política general.
Lo que Rosa supo ver antes que la mayoría de los revolucionarios de la época (y, desde
luego, antes que Lenin) fue la importancia de las instituciones político-sindicales que la
clase obrera rusa había creado espontáneamente durante aquella revolución. Y ese fue
seguramente el rasgo más peculiar del talante político de Rosa Luxemburgo durante
toda su vida: captar los elementos nuevos, revolucionarios, que brotan de la acción
misma de las masas, dejar que esos elementos se desarrollaran por sí mismos con la
consideración de que la tarea central de la dirección en la lucha obrera y popular no es
ordenar, planificar, sustituir, sino sencillamente orientar, preparar.

Lenin, que en ese momento no da todavía gran importancia al hecho central del
surgimiento de los soviets y que incluso ve en esos organismos de la clase obrera
enojosos competidores, va, en cambio, más lejos que Rosa en otro sentido.
Probablemente sin conocer el texto completo del “testamento político de Engels” se fija,
sin embargo, en el elemento central: los cambios técnico-militares producidos desde
1848. Y ello porque tiene en cuenta también el elemento central de la revolución de
1905: la derrota de la insurrección (Rosa no habla de la derrota; sólo reflexiona sobre
los aspectos positivos de la experiencia rusa); no niega el carácter espontáneo o semi-
espontáneo de la huelga general y del arranque de la insurrección. Pero eso es,
justamente, lo que le parece insuficiente. Y por ello concluye lo contrario que Rosa:
“Hoy debemos, en fin, reconocer públicamente y proclamar bien alto la insuficiencia de
las huelgas políticas”. La reflexión de Lenin sobre la revolución de 1905 empieza
precisamente en el punto en que termina la reflexión de Rosa: el carácter de la
insurrección en el futuro, la lucha por ganarse al ejército.

Tal era el talante político de Lenin.

3.- ¿Y HOY?

Hoy suele decirse que el marxismo ha entrado ya a formar parte de la cultura occidental;
que es, como el cristianismo, como el liberalismo, como la consciencia histórica
ilustrada, parte integrante del acervo cultural del occidente. Afirmaciones de éste o
parecido tenor se hacen desde ángulos y posiciones políticas diferentes, con finalidades
varias e incluso contrapuestas, todas las cuales constituyen un abanico que abarca desde
sectores minoritarios de las iglesias católica y protestante hasta militantes
revolucionarios pasando por intelectuales de formación liberal.

León Trotski
Pero, por otra parte, parece ser también una constatación habitual la de que seguir
empleando hoy el término marxismo sin más aclaraciones se presta a confusión. El dato
en el cual se basa ese generalizado juicio es el florecimiento de escuelas teóricas
“marxistas” contrapuestas y la multiplicación de partidos, movimientos, organizaciones
o grupos que se declaran marxistas. La conclusión que suele sacarse de la repetida
observación de ese dato es que el marxismo está en crisis, pues lo que ocurre en él a
partir sobre todo de los años sesenta no sería una mera disgregación teórica sino una
división real, con raíces en la dispersión y división real de la principal de sus fuentes: el
movimiento obrero entendido como movimiento internacional.

Lo que de esos dos tipos de afirmaciones sale a la luz es una situación, al menos a
primera vista, contradictoria.

De un lado estaría el hecho difícil de negar de que apenas quedan ya historiadores


burgueses académicos o sociólogos burgueses académicos (cultos, por supuesto) que no
admitan estar utilizando el marxismo como método de trabajo. Un marxismo, pues, que
crece, que se desarrolla, que gana adeptos incluso en sectores importantes de la
burguesía, que tiene que ser aceptado hasta por no pocos miembros individuales de la
clase social contra la cual combate. Ese desarrollo está documentado en todos los
continentes por el aumento de las ediciones de los “clásicos” y por la constante
progresión de las ventas en librerías de textos escritos por pensadores, economistas,
filósofos e historiadores marxistas.

Y pese a ello, los más lúcidos de entre los pensadores marxistas de esta hora no dejan de
describirnos una situación de crisis en la teoría y de desorientación en la práctica. Basta
con recordar aquí el prólogo de Louis Althusser (1965) a Pour Marx, en el que pone de
manifiesto la pobreza del marxismo francés anterior a los años sesenta; o las
declaraciones de Lukács en 1966 recogidas en el libro Conversaciones con Lukács; o la
intervención de Valentino Gerratana en el simposio de 1 971 celebrado en Roma acerca
del marxismo italiano de los años sesenta; o la más reciente declaración de Lucio
Colletti en la entrevista concedida a la revista New Left. Todos ellos, desde diferentes
perspectivas y con orientaciones para el futuro que en ocasiones difieren de forma
bastante sustancial, coinciden en poner de manifiesto el carácter escolástico, dogmático,
acrítico del marxismo del período estaliniano, pero también el raquitismo y la pobreza,
desde el punto de vista del conocimiento de las realidades presentes, del llamado
“marxismo occidental”.

¿Crisis de crecimiento, por tanto? Esa es una opinión, desde luego; bastante difundida y
que suele recurrir para su fundamentación a la comparación con el desarrollo del
cristianismo. Viejo motivo ya utilizado por el propio Engels y, después de él, por tantos
otros en los primeros años de este siglo. Pero si no se quiere pasar por la excesiva
generalidad de la filosofía hegeliana de la historia tal vez pueda decirse que lo
característico de esta crisis es la disgregación de los dos aspectos sustanciales y
complementarios de la concepción de Marx: el marxismo como ciencia y el marxismo
como programa de transformación revolucionaria o comunismo crítico.

Esa separación probablemente tiene su base determinante en el hecho de que la


revolución proletaria triunfará por vez primera en uno de los estados más atrasados de
Europa desde el punto de vista de la maduración de las contradicciones capitalistas
propiamente dichas, de manera que, por así decirlo, el principio general de la teoría de
Marx y el principio de la realidad entraban en conflicto. Gramsci lo definió muy
plásticamente al hablar de “revolución contra El Capital” y (aunque probablemente
exageraba al ver demasiadas connotaciones positivistas en Marx) esa fórmula sigue
reflejando todavía bien una perplejidad de la cual el “marxismo occidental” no acaba de
saber cómo salir. Máxime si se tiene en cuenta que “la excepción” rusa ha sido seguida
por las “excepciones” china, cubana, vietnamita, etc. hasta convertirse, al menos hasta
el momento, en regla de las revoluciones.

Antonio Gramsci

La división que esa “perplejidad” creó en el marxismo de occidente fue resuelta en la


mayoría de los casos de forma unilateral: o bien afirmando la supuesta teoría de El
Capital contra los hechos revolucionarios rusos –como en el caso de la
socialdemocracia–, o bien afirmando la voluntad, la práctica revolucionaria del
proletariado ruso contra la degradación positivista y cientificista de la doctrina –como
en el caso del joven Gramsci o del joven Lukács. La complementación
subjetividad/objetividad, teoría de la sociedad/voluntad revolucionaria se rompe así en
el dilema entre cientificismo o ideologismo sobre el cual lo mejor que ha producido el
marxismo contemporáneo es, posiblemente, reflexión histórica.

Esto explicaría, por una parte, el hecho de que la producción más sólida del marxismo
hoy suela ser el análisis de la situación de los países dependientes donde no existen
todavía las condiciones de maduración que Marx preveía para la construcción del
socialismo, y, por otra parte, la relativa sorpresa con que fueron acogidos en occidente
los sucesos de 1968. A ello hay que añadir que la reflexión histórica acerca de, por
ejemplo, el carácter de los acontecimientos revolucionarios de los años veinte o de la
crisis de los años treinta no siempre se integra en la fundamentación de las estrategias
de la clase obrera en Europa. El riesgo de una situación así es que el marxismo acabe
convirtiéndose en ciencia de los dominadores e ideología de los oprimidos. O sea, para
decirlo nuevamente con Gramsci, que El Capital se convierta en el libro de la burguesía
mientras el proletariado actúa únicamente por voluntad revolucionaria. Riesgo, porque
si esa voluntad no tiene detrás teoría que fundamente la práctica política siempre puede
recaer en una mera mímesis de las actitudes y hábitos dominantes en la sociedad
capitalista.

Esto es, en parte, lo que está ocurriendo ya en la Europa occidental, y no sólo en ella.
Como en el momento de la primera crisis, reaparecen en ciertos medios marxistas, junto
a la comparación con el cristianismo (a veces falseando la historia del mismo y, con
ella, también la historia del marxismo), algunos de los temas característicos del debate
sobre el “revisionismo”.

Cabecera del artículo original de Francisco Fernández buey publicado en el número 1 de


El Viejo Topo (1976).

No es casual el que en un momento de “pausa relativa”, de relativa estabilidad del


capitalismo, el testamento político de Engels vuelva a asaltar a los textos marxistas de
hoy. No es casual e incluso seria un buen síntoma si no fuera porque… otra vez empieza
a citarse a Engels como le citaba la socialdemocracia alemana, esto es, censurando su
reflexión sobre los cambios militares y olvidando sus advertencias acerca de la relación
entre mayorías parlamentarias y revolución.

Y lo mismo podría decirse acerca del tema de la dictadura del proletariado, tan
negativamente popularizado hoy por el PCF. Sorprende que tantos años citando
peyorativamente a Bernstein no haya dejado en las cabezas de los actuales liquidadores
de la concepción marxiana de la dictadura del proletariado ni siquiera el recuerdo de las
argumentaciones de aquel a quien en otro tiempo combatieron. Pues si al menos hubiera
quedado un poso de las críticas de aquellos años empezarían a descubrirse nuevamente
a sí mismos en Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia. Ábrase
el libro por el capítulo III, apartado C, titulado “Democracia y socialismo” (pág. 120 y
ss. de la edición castellana de Fontamara) y se encontrarán la mayor parte de los
argumentos actuales sobre la democracia y el Estado en los países civilizados
superiores, que decía Bernstein.

Y ahora ábrase este otro: Felipe Rodríguez, Crítica de la Unidad Popular, Chile 1970-
1973: Orrego –periodista de la línea Frei en la democracia-cristiana chilena– formula
una estrategia que él llama “la táctica de los generales rusos”. Consiste en dejar que el
enemigo avance de tal manera en territorio adverso que le sea imposible abastecer sus
líneas de vanguardia, por lo que finalmente se quiebra el centro de estabilidad de sus
operaciones.

“En este caso ‘el Moscú’ de Allende –continúa Orrego– es la paralización del transporte
y del comercio y será en la profundización de ese conflicto en donde se gestarán los
elementos de su propia debilidad interna; al no poder sustituir la infraestructura en
conflicto”.

Entre uno y otro texto han pasado ochenta años. Y en esos ochenta años, Lenin (con su
formulación de lo que es en realidad, no ahistóricamente, en abstracto, la “democracia”
burguesa y la “dictadura” proletaria) y Gramsci (con su formulación de la estrategia del
paso de la guerra de movimiento y del ataque frontal a la guerra de posición y del cerco
recíproco). Aunque no lo parezca.
Sobre marxismo y anarquismo
Conferencia, Pensamiento 25 agosto, 2016 Francisco Fernández Buey

Conferencia pronunciada el 24 de mayo del año 2000 en el Ateneo de Barcelona

Se nos pregunta si es posible renovar hoy en día lo que fue el diálogo entre
Marx y Bakunin. Voy a contestar brevemente a esta pregunta para
luego argumentar mi punto de vista. La respuesta es: sí; no sólo es
posible sino que además es necesario. Y sería bueno, y razonable, que
este diálogo enlazara con el momento en que Marx y Bakunin aún
colaboraban, es decir, con aquel momento anterior a la creación de
la Primera Internacional en que Marx defendía el socialismo como
“conquista de la democracia” y Bakunin traducía al ruso el
Manifiesto comunista.

Dicho eso querría añadir enseguida que los motivos del desacuerdo que estuvieron en el
origen del enfrentamiento histórico entre marxismo y anarquismo durante la Primera
Internacional han caducado; que los motivos de fondo por los que chocaron Marx y
Bakunin en la década de los setenta del siglo pasado hace mucho tiempo que quedaron
superados; y también los motivos de fondo que enfrentaron a marxistas y anarquistas
durante la guerra civil española. Quedarse en ellos, quedarse en aquellos motivos, no
tiene sentido. O para decirlo con más precisión: poner esos motivos en primer plano
sólo tiene sentido desde el punto de vista historiográfico.

Concretaré un poco más esta convicción mía. Tanto si pensamos en el debate histórico
sobre la mejor forma de organización de los de abajo para su liberación (o sea, sobre si
ésta ha de ser predominantemente política o predominantemente socio-sindical) como si
pensamos en la controversia sobre centralismo democrático o confederación, o en el
debate entre espontaneidad voluntarista y dirección consciente (que llega desde fuera de
las clases trabajadoras), o el debate acerca de la extinción o abolición del Estado, o en la
controversia entre Marx y Bakunin sobre la forma de entender la historia y la naturaleza
humana (que es lo que está por debajo de la controversia sobre acracia o dominación de
clase), en todos los casos la conclusión a la que me parece que hay que llegar es la
misma: hace mucho tiempo que las posiciones sobre estos temas se han hecho
transversales y no corresponden ya propiamente a posiciones exclusivas de
organizaciones marxistas y de organizaciones anarquistas.

Allí donde estos debates siguen estando en primer plano no hay apenas realidad social
con la que enlazar. Y allí donde hay realidad social con una intención transformadora
(en algunos de los movimientos sociales críticos y alternativos del mundo actual) lo que
fue el ideario marxista y lo que fue el ideario anarquista (o libertario) se han ido
fundiendo o casi.

Por eso, en líneas generales, hace ya varias décadas que ni los medios de comunicación
ni lo que se suele llamar “opinión pública” distinguen con claridad entre ideas y
actuaciones anarquistas e ideas y actuaciones marxistas. Más bien las confunden,
confunden constantemente marxismo y anarquismo. Esto que digo era ya muy patente
en los años setenta, durante el ciclo en que concluyen las movilizaciones de 1968. Un
ejemplo: la tendencia generalizada de la prensa alemana a considerar “anarquistas” a los
principales componentes de la Fracción del Ejército Rojo, el grupo Baader-Meinhof,
cuando, obviamente, la formación de los mismos era más bien de orientación marxista
en casi todo lo esencial. Otro ejemplo: la tendencia, existente también por entonces, y
no sólo en la prensa desinformada y manipuladora, a considerar “anarquista” el
bordiguismo, que toma su nombre de Amadeo Bordiga, uno de los fundadores históricos
del Partido Comunista de Italia, enfrentado luego con Lenin, crítico de la URSS e
inspirador en las décadas siguientes de varios grupos comunistas minoritarios, sobre
todo en Italia y en Francia.

Creo que se puede decir que casi todas las cosas interesantes para un punto de vista
revolucionario que tomaron cuerpo en torno a 1968, tanto en Europa como en los EE
UU de Norteamérica, son el resultado de la integración de ideas marxistas y anarquistas;
esta integración o complementación se produjo a partir de la reconsideración crítica
entonces en curso de las ortodoxias tradicionales correspondientes. Esta reconsideración
crítica afectó no sólo a la versión estalinista y postestalinista del comunismo marxista,
sino también a algunas de la ideas-fuerza del propio Marx (por ejemplo, la noción de
“fuerzas productivas”) y de Bakunin (por ejemplo, la idea de “acción directa”).

Dos síntomas de lo que estaba cambiando por entonces tanto en el universo marxista
como en el universo anarquista son los siguientes: 1º el choque entre Federica Montseny
y Cohn-Bendit, en uno de los congresos anarquistas más sonados de la época, justo
después de los principales acontecimientos de mayo del 68 en Francia; y 2º el choque de
los principales representantes del movimiento estudiantil italiano (que se consideraban
marxistas en su mayoría) con el PCUS y con el PCI.

Pondré ahora algunos ejemplos de la fusión, integración o complementación de ideas


marxistas y anarquistas:

1º La obra y la actividad de Guy Debord (el autor de La sociedad del espectáculo y de


las Consideraciones sobre la sociedad del espectáculo) en los márgenes, por así decirlo,
de la Internacional Situacionista; una obra de la que algunos pensamos que tuvo un
carácter premonitorio de lo que iba a pasar en el capitalismo tardío o globalizado;

2º La influencia de la obra de Karl Korsch en toda una serie de grupos y organizaciones


antiautoritarias de finales de los años sesenta y comienzos de la década de los setenta, lo
cual es relevante para la idea que quiero defender si se tiene en cuenta que Karl Korsch
había sido un marxista histórico que en algunos aspectos derivó hacia el anarquismo ya
durante los años de la guerra civil española;

3º La orientación de la obra de Murray Bookchin, tal vez el anarquista más influyente


en el movimiento ecologista social, sobre todo a partir de los ensayos recogidos con el
título de Por una sociedad ecológica, donde, después de criticar duramente la idea y la
práctica del socialismo, caracteriza precisamente la sociedad ecológica alternativa como
“anarco-comunista”, desarrollando la idea común (formulada por Marx y compartida
por Bakunin) de una sociedad en la que regiría el principio: “de cada uno según sus
posibilidades; a cada uno según sus necesidades”.
4º La evolución del movimiento de los autónomos en Italia (y luego en otros países
europeos), en el que se integran muy pronto elementos de la tradición marxista y de la
tradición anarquista;

5º Lo que ocurrió aquí mismo, entre nosotros, con el efímero Movimiento Ibérico de
Liberación (MIL), en el que se funden, también muy pronto, guevarismo marxista y
libertarismo.

Este constante intercambio de ideas marxistas y anarquistas, e incluso la fusión o


integración, más menos conscientemente buscada entre ambas, se puede rastrear
igualmente en algunas de las revistas alternativas que se publicaron en España entre
1976 y 1981, por ejemplo, en Negaciones (donde el punto de vista “consejista” hace de
puente entre las dos tradiciones), o en El viejo topo (en cuya primera etapa se especuló
varias veces sobre la actualización dialogada de marxismo y anarquismo), o, con otros
matices, en Teoría y práctica y en la revista vasca Askatasuna (donde la influencia de las
ideas de Debord, de un lado, y de Toni Negri, de otro, es muy patente, al menos en mi
recuerdo).

Este proceso interactivo y transversal ha sido, desde luego, por lo que hace a Cataluña y
a España, no sólo minoritario sino, como era de esperar, excéntrico respecto de los dos
polos tradicionales del marxismo y del anarquismo: el PCE y la CNT. Por lo que yo sé,
en esos ámbitos todos los intentos de suscitar una reflexión y un diálogo de estas
características sobre anarquismo y marxismo han fracasado hasta ahora.

Hubo, sin embargo, a finales de la década de los setenta algo así como una iniciativa
para repensar en común la nueva situación, sin ocultar las diferencias existentes entre
las tradiciones; una iniciativa que se puede considerar todavía ahora como un
antecedente interesante de lo que estamos haciendo hoy aquí. Me refiero al intercambio
epistolar entre Joan Martínez Alier y Manuel Sacristán, hecho público en las páginas del
número 8 de la revista Materiales, y hace poco mencionado en un libro sobre la
tradición libertaria en Cataluña. Hay que aclarar que Martínez Alier estaba entonces,
entre 1977 y 1978, si la memoria no me falla, peleándose con la CNT en una fase nueva
de “Solidaridad obrera”; y Manuel Sacristán, a su vez, estaba entonces peleándose con
la dirección del PSUC sobre el “eurocomunismo” precisamente desde la revista en la
que se produjo aquel diálogo y que fue el origen de la actual mientras tanto.

Aunque breve, aquel fue un intento de hacer balance crítico de lo que habían sido
marxismo y anarquismo pensando hacia el futuro. Había, además, en el caso de este
intercambio (que sería algo más que epistolar, puesto que Martínez Alier pasó en
seguida a colaborar durante algún tiempo en la revista mientras tanto) un vínculo teórico
y práctico que permitía pensar en una aproximación: la convicción de la importancia
que tenía integrar la problemática ecológica en la perspectiva tradicional (marxista y/o
anarquista) de transformación social.

Pero justamente la confrontación y el diálogo entre Martínez Alier y Sacristán, que sin
duda fueron productivos para la formación de otras personas más jóvenes (yo mismo
creo haber aprendido unas cuantas cosas de aquella experiencia) refuerza lo que acabo
de decir sobre el carácter excéntrico de este tipo de circulación de ideas marxistas y
anarquistas: los dos, Martínez Alier y Sacristán, quedaron fuera de lo que era la línea
principal de preocupaciones de las organizaciones respectivas, la CNT y el PCE-PSUC.
La ilusión “eurocomunista” que, como se sabe, pronto acabaría en nada, minorizó a
Sacristán; y Martínez Alier, en el otro lado, se vio acusado de “marxista”. Esto, aunque
no suele recordarse ya, también es parte de nuestra particular “transición”. Y, sin
embargo, sin esas influencias entrecruzadas apenas podría explicarse el origen del
movimiento antinuclear en Cataluña, que ha sido una de las bases del posterior
ecologismo social. Y no sólo aquí.

Querría añadir, de todas formas, que el fracaso de estos pocos intentos de reflexionar en
común sobre lo que estaba ocurriendo en el plano ideológico y en las prácticas sociales
desde 1968 no se debió sólo a la fijación de las direcciones de las dos principales
organizaciones marxistas y anarquistas, sino también a los prejuicios arraigados en la
mayoría de los intelectuales entonces comprometidos con una y otra opción, es decir, a
la tendencia (de la que también yo tengo que autocriticarme) a mirar mucho más hacia
atrás, hacia el pasado, hacia los grandes debates de otros tiempos, que hacia adelante,
hacia los problemas a los que habría que hacer frente en el inmediato futuro.

Basta con repasar los documentos de las Primeras Jornadas Libertarias celebradas en
Barcelona (parcialmente recogidos en Ajoblanco) y compararlos con lo que se estaba
escribiendo por entonces en algunas de las revistas teóricas marxistas no
particularmente vinculadas al PCE (como Zona abierta o El cárabo, por ejemplo) para
darse cuenta, de golpe, de hasta qué punto la fijación respecto de los debates del pasado
ha contado entre nosotros al hablar del presente. Y basta con repasar lo que ha sido la
evolución política de muchos de los intelectuales que entonces llevaban la voz cantante
en esto de la confrontación entre anarquismo y marxismo (Semprún Maura, Racionero,
José Ribas, el Savater del “Panfleto contra el todo”, de un lado; Tamames, Solé Tura,
Claudín, Paramio o Escudero, de otro) para ilustrar a los más jóvenes sobre la inanidad
de aquella superposición de discursos.

Ahora querría precisar que cuando digo que los motivos de fondo del enfrentamiento
histórico entre marxismo y anarquismo han caducado no pretendo implicar en esta
afirmación que haya que olvidar o silenciar la historia de los conflictos, controversias,
desavenencias y enfrentamientos físicos. Creo que hay que volver sobre esta historia
porque es lo que ha dado cuerpo a tradiciones diferenciadas, particularmente en el
movimiento obrero. Pero también me parece que es hora ya de reflexionar sobre esta
historia en común, y tal vez partiendo de aquellos casos más dolorosos que nos obligan,
precisamente por ello, a revisar tópicos y prejuicios. No para ocultar o justificar nada,
sino para explicar y superar situaciones.

Dolores Ibárruti. La Pasionaria. Secretaria General del PCE

Para no demorarme en esto pondré otro ejemplo: Tierra y libertad, la excelente película
de Loach, habría ganado en intensidad dramática, y nos habría hecho pensar más a
todos, si en las secuencias dedicadas a la Barcelona de 1937 hubiera introducido una
reflexión sobre esta circunstancia: Camillo Berneri, anarquista italiano, que acababa de
criticar muy agudamente la táctica de Federica Montseny, lee en Radio CNT-Barcelona
el elogio fúnebre de Antonio Gramsci, comunista marxista, también italiano, que murió
víctima del fascismo mussoliniano, y él mismo muere asesinado unas semanas después
seguramente víctima de otros que luchaban contra el fascismo, admiraban a Gramsci y
criticaban a su vez el punto de vista anarquista sobre guerra y revolución. Berneri y
Gramsci estaban entonces, por así decirlo, en los márgenes de las dos tradiciones. Pero
hoy en día pensar en sus destinos, comparar sus obras y ponerlos a dialogar idealmente
nos sitúa en el centro de la reflexión que hay que hacer.

Esa es una forma posible de enlazar con el pasado. Pero si lo que se pretende es
reanudar un diálogo que, por lo demás, está en la calle, en algunos de los movimientos
sociales existentes, hay todavía otra forma, tal vez menos conflictiva, de orientarse:
pensar en una política cultural alternativa para el presente, que es lo que algunos están
haciendo ya al replantearse una cultura ateneísta a la altura de los tiempos. Esta debería
tener una agenda propia, autónoma, no determinada por la imposición de las modas
culturales ni por el politicismo electoralista de los partidos políticos.

Federica Montseny. Líder de la CNT. Ministra de la República.

Importa poco el que, al empezar, unos hablen de conquista de la hegemonía cultural y


otros de aspiración a la cultura libertaria omnicomprensiva. Lo que de verdad importa es
ponerse de acuerdo sobre qué puede ser ahora una cultura alternativa de los que están
socialmente en peor situación, una cultura autónoma que dé respuesta al modelo
llamado “neoliberal” y a lo que se llama habitualmente “pensamiento único”. Por
desgracia, la tradición politicista de unos y la tradición activista de otros no deja mucho
tiempo todavía ni siquiera para pensar en lo que debería ser la agenda de una cultura
ateneísta alternativa. Se dedica mucho más tiempo a la crítica, por lo demás fácil, del
consumismo y de los programas televisivos más vistos. Habría que preguntarse, en
cambio, cómo se sale en nuestras sociedades del “malestar cultural” y cómo se
construye una nueva cultura de la solidaridad internacionalista, qué redes de
comunicación (más o menos subterráneas o minoritarias) existen ya y qué redes habría
que crear para un uso alternativo de los medios de comunicación existentes.

Para eso seguramente se necesitan “grupos de afinidad” distintos de los existentes.


Éstos, en la mayoría de los casos, han sido inducidos por la cultura dominante: bien por
razones técnicas (cuando la afinidad queda reducida al uso de tales o cuales tecnologías
de la información y de la comunicación en constante expansión), bien por motivaciones
estrechamente políticas (derivadas, además, de la agenda electoral de los partidos
políticos mayoritarios). Los “grupos de afinidad” que más falta hacen ahora tendrían
que arrancar justamente de la experiencia libertaria, la cual pone el acento no en lo
político, ni el uso de tal o cual técnica, ni en la limitación de las actividades a un solo
asunto, sino en lo social y en lo cultural (en un sentido amplio); y que, de paso, entiende
el pluralismo como pluralidad de ideas, como método para facilitar la inventiva y
garantizar la descentralización desde abajo, no como permanente cristalización de la
superposición de corrientes.
Notas sobre Gramsci consejista con
algunos problemas de hoy como fondo
Hemeroteca 1 agosto, 2016 Francisco Fernández Buey

1. ¿PUEDE TODAVIA LA NATURALEZA VOLVER A ENTRAR HOY POR LA


VENTANA… ?

A primera vista reflexionar ahora sobre el marxismo del Gramsci consejista puede
parecer a algunos romántica nostálgica o mero ejercicio de historicismo académico. Y
en cierto sentido es explicable que así ocurra, pues si siempre hubo quienes creyeron
que los consejos son un mito peligroso, un ejemplo de caos y de desorden semi-
anárquico cuya repetición habría que evitar, hoy la tropa de quienes constantemente
llaman la atención en las asambleas y en los actos públicos sobre los riesgos del
desorden ha aumentado de forma muy considerable. Para esa tropa todo movimiento
naciente, de la naturaleza que sea, salido del fondo de la pasión revolucionaria de un
grupo social o de la simple desesperación ante el crecimiento del paro, esto es, surgido
de la espontaneidad intuitivamente consciente de la crisis en que nos estamos moviendo,
parece ser algo inconsistente, despreciable o al menos molesto; sus eslóganes (por orden
de degradación del pensamiento revolucionario) suelen ser estos: recuperar, corregir,
encauzar, capitalizar.

Precisamente por eso creo que en este caso resulta imprescindible dejar clara la
motivación y el objeto de estas notas desde el título. Se trata de reflexionar sobre el
Gramsci consejista con la vista puesta en los problemas de hoy. Más explícitamente: con
la intención de contribuir a combatir lo que me parece un doble error bastante extendido
entre nosotros. En primer lugar, contra ese talante que va ganando adeptos y que
consiste en considerar los movimientos y las luchas en curso como una propiedad
privada sobre la cual se cree tener derechos adquiridos bien sea por particularismo
sectario, bien por afirmación implícita del ius primi occupantis. Un talante este que se
expresa por lo general en las consabidas declaraciones tantas veces escuchadas por
todos en los últimos tiempos: “¡Que no se desmanden! ¡Que no se nos vaya esto de las
manos!”

La motivación más inmediata y reciente que me mueve a pensar que ese combate se ha
hecho urgente y que, por tanto, hay que empezar a darlo sistemáticamente y pronto es la
siguiente. No sé si las lágrimas de algunos trabajadores de la empresa Roca en el
momento de finalizar la huelga, y tras haber decidido la vuelta al trabajo, son
representativas de algo más que la conjunción de la alegría por el deber obrero cumplido
y la manifestación última del cansancio acumulado durante tantos días de resistencia; no
sé si representan también la rabia por el silencio o la maledicencia con que la prensa
burguesa ha tratado esa huelga. Pero sí creo saber que esa forma de luchar y de volver al
trabajo habría de ser motivo de recapacitación autocrítica para todos aquellos que
formamos parte hoy de una central sindical, así como para aquellos otros que
sinceramente aspiran a una transformación revolucionaria de la sociedad en que vivimos
sin estar sindicados. Y como el asunto no es del todo nuevo, alguna lección se podrá
sacar probablemente de la lucha de un hombre como Gramsci que durante los años 19 y
20 de este siglo se vio varias veces en situaciones así.

El otro error contra el que hay que combatir, en mi opinión, es precisamente la


desvirtuación idealista de los consejos, esto es, la idea mucho más minoritaria, desde
luego, pero también bastante extendida, que que en toda forma de organización obrera
hay ya un consejo por lo menos en embrión; concepción esta que, además de olvidar el
hecho de que colectivos de delegados obreros de fábrica o de obra electos y revocables
han existido muchas veces fugazmente sin llegar a cuajar en consejos propiamente
dichos a lo largo de la historia del movimiento obrero, suele edulcorar, por otra parte, la
historia misma del consejismo como si el nacimiento de ese tipo de instituciones fuera
ya, sin más, la garantía de voluntad revolucionaria frente al burocratismo de los
sindicatos. Con esa deformación de la realidad y de la historia del movimiento obrero se
puede caer en el infecundo equívoco organizativista de deducir mecánicamente la
bondad revolucionaria de una línea política a partir de un determinado tipo de
organización.

Criticar esa deformación por esquematismo no tiene porque ser, sin embargo, negación
de la actualidad del tema de los consejos. Al contrario: es un hecho que el comienzo de
la actual crisis económica del sistema imperialista ha dado lugar, al menos desde 1968,
a un resurgimiento, aunque contradictorio y con altibajos múltiples, de esas
instituciones de la clase obrera que parecían olvidadas en las dos décadas anteriores de
relativa estabilidad del capitalismo. De modo que no es de extrañar que hasta un grupo
tan tibiamente radical como el ala izquierda de la socialdemocracia alemana empiece a
reivindicar una cierta extensión de los consejos para potenciar así ese sindicalismo
muerto que es el alemán de hoy y hacer frente a las consecuencias de la crisis. Hace solo
unos años Alfonso Leonetti, compañero que fuera de Antonio Gramsci en la redacción
de la revista L’Ordine Nuovo, recordaba, reflexionando también él sobre este lema de
la actualidad de los consejos, unas conocidas palabras de Lenin al respecto: “Si se echa
a la naturaleza por la puerta vuelve a entrar por la ventana…”

No es fácil que esa metáfora de corte vitalista tolstoyano procedente en Lenin


probablemente de una reciente relectura de Resurrección vaya a calar enseguida en las
masas de la Europa occidental. Pero pese a ello y a sabiendas de la dificultad del asunto
cabe preguntarse ¿puede todavía hoy la naturaleza (= los consejos) volver a entrar por la
ventana? Yo creo que sí, y que de cumplirse las previsiones de economistas y ecólogos
en el sentido de que la crisis civilizatoria en que estamos no ha hecho más que empezar,
formas consejistas de uno u otro tipo, tal vez con contenidos políticos diferentes, van a
florecer en los próximos tiempos en fábricas, barrios y universidades de varios estados
europeos. Pero pienso también que dada la degradación de la “naturaleza” o, dicho sin
metáfora, dado el desprestigio en esos mismos ámbitos de lo que un día fueran soviets
en la URSS, habrá que colaborar un tanto abriendo un poco la ventana. Es decir,
acentuando el papel de la subjetividad y de la consciencia para que esa “naturaleza”,
destrozada por tantas contaminaciones, vuelva a imponerse en las masas objetivamente
interesadas en ello. Abrir, pues, un poco la ventana. En ese esfuerzo, por desgracia
escasamente denotado en la metáfora, algo puede ayudarnos quizá la reflexión sobre la
historia. Y, entre otros, Gramsci.

2. “LOS CONSEJOS: LA GRAN IDEA DEL SIGLO XX”

Entre 1917 y 1921, o sea, entre el momento del estallido de la revolución rusa y lo que
podríamos considerar como el principio de la derrota de la revolución proletaria en
occidente, hay tres o cuatro años que conocen un enorme, aunque desigual, auge de los
consejos de fábrica. En gran parte ese auge se debió, sin duda, al triunfo de los soviets
en el país de los zares, pues sin él muy probablemente la repetida experiencia y el
espectacular alcance de los consejos en la Europa occidental no habrían sido tales. Pero
el surgimiento y la expansión de los consejos no se debió exclusivamente al éxito de los
soviets rusos en octubre de 1917, como lo prueba el que consejos obreros con formas
semejantes existieran ya antes de esa fecha en algunos puntos, por ejemplo en los
Estados Unidos de Norteamérica, propiciados por la corriente sindicalista que allí
representó Daniel De Leon, o en Inglaterra. Esto quiere decir, en suma, que los consejos
estaban en el aire, en el ambiente, como instituciones de nuevo tipo que brotaban de
forma espontánea o bien impulsados por diversos núcleos de trabajadores
revolucionarios organizados (casi siempre comunistas y anarquistas) en los principales
centros industriales del capitalismo del momento.

Es más. En el debate acerca de los consejos obreros que tuvo lugar al término de la
primera guerra mundial entre los destacamentos de trabajadores de vanguardia hubo,
visto desde hoy, cierta confusión. La falta de información o la información deformada
de que en ocasiones dan prueba los principales teóricos y activistas implicados en el
mismo (Gramsci incluido) fue una de las causas de no pocos errores tácticos y de ciertas
ilusiones revolucionarias. Por eso cuesta trabajo creer que cincuenta y tantos años
después de aquellos hechos, cuando la documentación existente al respecto debería ser
suficiente para superar los elementos equívocos de la polémica, siga siendo bastante
habitual encontrar confusiones similares a las que se produjeron entonces.

De ese ilusionado exceso de optimismo da fe la aceptación prácticamente sin critica, por


parte de la mayoría de los teóricos consejistas de la época, de la declaración de Lenin
(en marzo de 1919) en el sentido de que entonces existía ya “un embrión del sistema de
soviets”, de la dictadura del proletariado, en los rate alemanes, en los shop stewards
committes [comités de delegados de fábrica] ingleses y “otras instituciones análogas”
en otros países. Y algo parecido podría decirse también de las consideraciones de
Antonio Gramsci acerca de los industrial workers of the world norteamericanos en la
fase de ascenso de los consejos en Italia.

Hoy sabemos, aunque a veces eso se quiera seguir ignorando por esquematismo o por
beata repetición acrítica de las citas célebres, que a mediados de 1919, momento de la
celebración del I Congreso de la III Internacional y de la implantación de los consejos
en Turín (a los que hay que suponer que se refería Lenin también al hablar de “otros
países”), la realidad no era exactamente lo que se deduce de aquella declaración de
Wladimir Ilich: los i.w.w. norteamericanos casi no existían ya en la práctica y sus restos,
luego de sufrir una durísima represión, se habían convertido en pequeñas sectas con
escasísima influencia en el proletariado de aquel país, y, por otra parte, los s.s.c. ingleses
eran ya a principios de 1919 una sombra de lo que habían sido en los años de la guerra.
Ver, por tanto, para este momento concreto, en tales instituciones un embrión del poder
soviético no correspondía a los hechos, como parcialmente iba a reconocerse en las tesis
acerca de la cuestión sindical aprobadas en el II Congreso de la IC. Ese embrión existía
a lo sumo en los rate alemanes y mucho menos claramente en los consigli italianos
implantados exclusivamente en el centro industrial de Turín.

Comité de ocupación de la Fiat. Turín, 1920

Pero ese reconocimiento, resaltado entre otros por el historiador italiano M. Salvadori
en un excelente articulo sobre revolución y conservación en la Europa de 1919/1920, no
quita un ápice de la transcendental importancia de los consejos norteamericanos e
ingleses en la historia del movimiento obrero revolucionario de aquellos países, como
tampoco oscurece la lucidez de la crítica anti-sindicalista de Gramsci; sirve
sencillamente para poner de manifiesto la complejidad de la maduración de la
revolución en occidente y secundariamente para llamar la atención en este caso acerca
de los peligros del zinovietismo y del anarco-comunismo actuales cuando reeditan
textos de aquellos años sin ningún tipo de orientación historicocrítica.

Vale la pena añadir, de todas formas, que si en la mayoría de los casos los consejos de
fábrica fueron una creación espontánea o semi-espontánea de las masas trabajadoras, su
origen no fue siempre el mismo. En unos lugares aparecen como forma primaria de
asociación para la defensa de los intereses de la clase obrera ante la inexistencia de
organizaciones sindicales previas; en otros, como forma superior de organización ante la
inoperancia de los sindicatos tradicionales en un momento de crisis del capital y de
ofensiva de los trabajadores; en otros, finalmente, su origen estuvo en comisiones
internas de trabajadores en las fábricas propiciadas por los propios empresarios (y
legalmente reconocidas) con el objetivo de encontrar interlocutores válidos en la
negociación sobre los contratos de trabajo y con la finalidad adicional, más o menos
explícita, de provocar el particularismo de los obreros en cada fábrica. Un ejemplo del
primer tipo son los soviets rusos de 1905; ejemplos del segundo son los shop stewards
committes que surgen en Inglaterra frente a las tendencias conciliadoras de las trade-
unions, o los más importantes de los rate alemanes; ejemplos del tercer tipo fueron
algunos de los consejos o comisiones creados en Alemania antes de la primera guerra
mundial.

3. UNA PALABRA NUEVA EN LA ITALIA DE 1919: “LOS CONSEJOS DE


FÁBRICA TIENEN SU LEY EN SÍ MISMOS, NO PUEDEN NI DEBEN
ACEPTAR LA LEGISLACIÓN DE LOS ÓRGANOS SINDICALES… “

Sobre el origen de los consejos de fábrica turineses es mejor dejar hablar al propio
Gramsci: “En las empresas de Turín existían ya antes [de 1919] pequeños comités
obreros, reconocidos por los capitalistas, y algunos de ellos habían iniciado ya la lucha
contra el funcionarismo, el espíritu reformista y las tendencias constitucionalistas o
legalistas de los sindicatos. [ .. ] Pero la mayor parte de esos comités no eran sino
criaturas de los sindicatos; las listas de los candidatos a esos comités (comisiones
internas) eran propuestas por las organizaciones sindicales, las cuales seleccionaban
preferentemente obreros de tendencias oportunistas que no molestaran a los patronos y
que sofocaran en germen cualquier acción de masas. Los seguidores de L’Ordine
Nuovo propugnaron en su propaganda, ante todo, la transformación de las comisiones
internas, y el principio de que la formación de las listas de candidatos tenía que hacerse
en el seno de la masa obrera, y no en las cimas de la burocracia sindical. Las tareas que
indicaron los consejos de fábrica fueron el control de la producción, el armamento y la
preparación militar de las masas, su preparación política y técnica”.(1)

La critica y el rechazo de la orientación reformista de los sindicatos está, pues, también


aquí, en el principio de los consejos obreros, combinada en este caso con el
aprovechamiento en un sentido creador de ambiguas formas organizativas anteriores.
Pero la teorización gramsciana al respecto no se limita a enjuiciar críticamente las
tendencias reformistas o falsamente revolucionarias dominantes en los sindicatos de la
época sino que penetra en el fondo del problema del sindicato como institución. La
sustancia de esa teorización podría resumirse como sigue.

Los sindicatos –argumenta Gramsci– han surgido históricamente como una


consecuencia directa del capitalismo, es decir, de la necesidad que los trabajadores
tienen de vender su fuerza de trabajo al mejor precio posible; son, por tanto,
instituciones inherentes al propio modo de producción capitalista, instrumentos para la
negociación contractual de los trabajadores que permite a estos alcanzar mejores
condiciones de vida, pero que por su misma naturaleza concurrencial y por los objetivos
que se proponen no llevan dentro de sí nada que apunte hacia la sociedad nueva, hacia
la sociedad comunista. Consiguientemente, el sindicato “puede ofrecer al proletariado
expertos burócratas, técnicos preparados en cuestiones industriales de índole general,
pero no puede ser la base del orden proletario”, no puede ser instrumento para la
renovación radical de la sociedad. (2)

Además, la crisis del estado liberal capitalista conlleva y hace salir a la luz también la
crisis de las organizaciones sindicales. En un doble sentido: la fase imperialista, con sus
transformaciones del aparato productivo particularmente como consecuencia de la
guerra mundial, da nuevo valor al trabajador en el interior de la fábrica, como
productor, y desvela, por otra parte, la insuficiencia de la dirección obrera externa de
los lugares de trabajo que es característica de los sindicatos. El resultado de esas
modificaciones es la evidencia con que sale a la luz el contraste entre obreros
sindicados, afiliados al sindicato, y obreros no-sindicados, los cuales, sin embargo,
comparten una misma problemática y una misma lucha. La palabra nueva es, desde este
punto de vista, investigar la organización de la fábrica como instrumento de producción
para encontrar en ella, en el obrero como productor, como creador y no como simple
asalariado, el germen del futuro estado, de la democracia nueva.

Portada de la revista en la que se publicó este artículo.

Ahora bien, la prefiguración modélica del nuevo estado en la democracia obrera


encarnada por los consejos de fábrica no tiene que olvidar, claro está, el resto del
entramado social. Eso quiere decir que dentro de la fábrica misma los obreros habrán de
contar con la valoración de otras categorías en la época menos numerosas pero, como ya
afirmaba el propio Gramsci, “no por ello menos indispensables”: los técnicos de la
producción y de la administración, los trabajadores intelectuales. Con respecto a la
colaboración de los técnicos en el control obrero de la producción y en la construcción
del nuevo estado Gramsci partía del exacto reconocimiento del cambio que se había
producido en las relaciones entre los componentes de esta categoría y el empresario
industrial, señalando con mucha precisión y lucidez para el momento en que escribe
(1920) un hecho al que sólo varias décadas después nos hemos habituado a considerar
como esencial. A saber, que el “técnico se reduce también a productor, vinculado al
capitalista mediante anudamientos y crudas relaciones de explotado a explotador. Su
psicología pierde las incrustaciones pequeñoburguesas y se hace proletaria, se hace
revolucionaria“. (3) Es verdad que en esa última identificación (la psicología del
técnico se hace proletaria, se hace revolucionaria) hay una muestra del residuo idealista
y en este caso también mecanicista en la teoría gramsciana de los consejos basada, tal
vez en exceso, en el productivismo. Pero no mucho después de escribir eso, como en
tantas otras ocasiones, Gramsci vuelve sobre el tema, recapacita y añade el dato
sustantivo de que los empresarios industriales suscitan o tratan de suscitar
artificialmente la competición entre obreros y técnicos, dato este que le permite
concluir, con más justeza, que los sistemas de trabajos tienden a hermanar a esos
actores de la producción y les impulsan a unirse políticamente. Fuera de la fábrica los
comités obreros se complementarían con comités de barrios representativos de otras
categorías de trabajadores y con organizaciones campesinas equivalentes articulando así
el conjunto un sistema de democracia proletaria que habría de constituir el embrión del
futuro sistema de los soviets políticos, cuya base es la asamblea y cuyo principio está en
la consideración de que las representaciones o delegaciones tienen que ser emanación
directa de las masas y estar vinculadas a éstas por un mandato imperativo.

Prescindiendo ahora por razones de espacio de las notas características de los consejos
desde el punto de vista de su organización interna, (4) conviene, sin embargo, hacer una
referencia, aunque sea esquemática, al programa de los consejos de Turín publicado en
L’Ordine Nuovo del 8 de noviembre de 1919 y cuya redacción suele atribuirse a
Antonio Gramsci. Esa declaración programática, cuya lectura integra podría ser
seguramente un buen antídoto contra el particularismo de las sectas pequeñas y grandes
de hoy, revela ante todo el talante antisectario, profundamente democrático e
internacionalista de lo verdaderamente nuevo. Un espíritu que se manifiesta ya en la
modestia de empezar declarando que “más que un programa, [el documento] pretende
ser exposición de conceptos… para fijar una plataforma de discusión” en torno a la
nueva forma del poder proletario; o en la consideración de que un programa de trabajo
revolucionario ha de estar siempre abierto a continuas, profundas y radicales
innovaciones, puesto que también en esto se trata de prefigurar el tipo de relaciones
entre los hombres que existirán en la futura sociedad; o en la negativa a arrogarse el
derecho de ocupación por ser los llegados en primer lugar, ya que esa es precisamente la
práctica de los sindicalistas tradicionales: o en la claridad, intransigente en los
principios pero respetuosa de la necesidad unitaria de lucha obrera, con que se trata el
tema de la relación entre consejos y sindicatos. Así, por ejemplo:

“Los obreros organizados en el seno de los consejos aceptan sin discusión que la
disciplina y el orden de los movimientos económicos, parciales o colectivos, sea
establecida por los sindicatos siempre y cuando las directrices de los sindicatos las
establezcan los comisarios de fábrica como representantes de la masa trabajadora.
Rechazamos como artificial, parlamentario y falso cualquier otro sistema… Pues la
democracia obrera no se basa en el número ni en el concepto burgués de ciudadano, se
basa en las funciones del trabajo, en el orden que la clase trabajadora asume
naturalmente en el proceso de producción industrial profesional y en las fábricas”. (5)

4. “EL MARXISMO ES EL VERDADERO LIBERTARISMO”

Como en algunos otros lugares, durante esos años comunistas y anarquistas fueron
también en Italia los principales impulsores de los consejos de fábrica contra el poder
empresarial y frente a la voluntad del ala reformista del partido socialista y a los
continuos obstáculos que en todo momento levantó en el camino de la extensión de las
nuevas instituciones obreras la dirección de los sindicatos. Juntos, comunistas y
anarquistas, firmaron el llamamiento convocando un congreso nacional de los consejos
de fábrica –en un momento en el que la ofensiva de la clase dominante se anunciaba ya–
que, de haberse celebrado, tal vez habría cambiado el curso de los acontecimientos
posteriores haciendo más potente la resistencia obrera. No fue posible. Pero tampoco
fue ese el único paso de la colaboración. En L’Ordine Nuovo, la revista orientadora de
los consejos de fábrica de Turín, dirigida por Antonio Gramsci, se dio el caso inhabitual
de la presencia activa en la redacción de un anarquista, Carlo Petri, al cual se deben
algunos análisis de gran interés sobre el desarrollo de los soviets en Rusia además de
otras aportaciones del valor en el debate entre las distintas tendencias socialistas y
comunistas en la Italia de esos años. De la estima que Gramsci sentía por el valor
humano, la orientación comunista y la capacidad intelectual de Petri hay varias piezas
documentales en distintos números de la revista.

Fruto de esa colaboración en el debate y de la intensidad con que Gramsci pensaba y


vivía la necesidad de la libertad son algunas de las páginas que todavía hoy cuentan
entre las más equilibradas y agudas que se han escrito desde el marxismo sobre la
relación entre socialismo y anarquismo. En efecto, frente a los propios anarquistas que
le atacan desde la revista Volontà, Gramsci no admite que el socialismo haya de ser
considerado como adversario del anarquismo, puesto que “adversarias son dos ideas
contradictorias, no dos ideas diversas”; piensa, por el contrario, que el trabajo en común
es absolutamente imprescindible para la realización de la revolución en Italia y solo se
exaspera ante la demagogia, ante el verbalismo de quienes acusan a los comunistas de
hacer “política” ignorando que la actividad propia entre las masas es otra forma de hacer
política, otra concepción de la política, una concepción que precisamente por sus
declaraciones verbales abstractas, históricas, prolonga y continúa la visión liberal de la
burguesía: el burgués era anárquico antes de que su clase conquistara el poder político,
el burgués sigue siendo anárquico después de la revolución burguesa porque las leyes de
su estado no son coactivas para él y seguirá siendo anárquico después de la revolución
proletaria porque entonces se dará cuenta de que el estado es sinónimo de coacción y
luchará contra el.

En esa aversión de Gramsci al verbalismo que sustituye el análisis por el grito y que
declama contra la realidad sin comprenderla está la base de una separación que recorre
todos sus artículos polémicos con los anarquistas: “¿Es posible llegar a un acuerdo en el
debate polémico entre comunistas y anarquistas? Es posible cuando se trata de grupos
anarquistas formados por obreros conscientes de la clase a la cual pertenecen; no es
posible cuando se trata de grupos anarquistas de intelectuales, profesionales de la
ideología”, (6) y de ahí también la distinción entre anarquismo y libertarismo según la
cual en la creación histórica todos los obreros son libertarios. Tal es el contexto en el
que hay que entender las afirmaciones de Gramsci en el sentido de que los consejos de
fábrica de Turín fueron una creación libertaria de la clase obrera y los comunistas los
verdaderos libertarios.

La posibilidad de un mayor entendimiento entre comunistas y anarquistas quedó cortada


inicialmente, como se sabe, por las 21 condiciones impuestas en el II Congreso de la IC
celebrado en Moscú durante el verano de 1920 y particularmente por las tesis allí
aprobadas sobre sindicatos y consejos de fábrica. Esas tesis, en las que se recogían de
un modo “realista” las consecuencias de la derrota de los consejos de fábrica en Italia y
la progresiva inclinación de la mayoria de los rate alemanes hacia el reforzamiento
social democrático, resultaron tan “sobresaturadas de espíritu ruso” (para decirlo con las
mismas palabras que Lenin un par de años después) que tuvieron un triple efecto del
que sólo se buscaba parte: la disidencia de los socialistas, la ruptura con los anarquistas
y la definitiva pérdida para el movimiento del comunismo consejista. Sabemos, a través
de nuestro Pestaña entre otros, lo que esas tesis representaron para el anarquismo en
España y en Italia.

Y no me parece descabellado formular la hipótesis de que esas mismas tesis (juntamente


con el estado de ánimo creado por la derrota de los consejos en Italia, desde luego) están
en el fondo de la pasividad de Gramsci en los primeros meses de 1921.

NOTAS

(1) “El movimiento turinés, de los consejos de fábrica”, en Antología (selección y


traducción de Manuel Sacristán), Madrid. Siglo XXI. 1974. p. 89.

(2) “Sindicatos y consejos”, en A. Gramsci, A. Bordiga, Debate sobre los consejos de


fábricas, Barcelona. Anagrama. 1976. pág. 73.

(3) “Lo strumento de lavoro” en L’Ordine Nuovo del 14 de febrero de 1920.

(4) Puede verse un esquema de esas notas en la selección citada en (2).

(5) “Il programa deo commissari di reparto”, en L’Ordine Nuovo (1919/1920), Turín,
Einaudi. 1972. 192- 199.

(6) “Discorso agli anarchici” en L’Ordine Nuovo cit. pág. 397.

Fundamentalismo
Pensamiento 4 junio, 2016 Francisco Fernández Buey

En el Principio del Fin de la Historia no había Dios ni valor alguno positivo en qué
creer. En el Principio del Fin de la Historia no sólo Dios había muerto, sino que también
había muerto el viejo y presunto sujeto de la historia. La Naturaleza estaba muerta: nos
había abandonado. El Socialismo había muerto por derrumbamiento. La política había
muerto de asco por decreto de los filósofos. El Arte había entrado en la fase del
Remurimiento. La Filosofía se despedía académicamente con su pañizuelo de retales.
Era el fin de las ideologías. La sociedad ya no era industrial pues la sociedad industrial
había muerto. La Cultura Occidental estaba en su segundo ocaso. Su anunciaba por
doquier el fin del Estado de Bienestar. Todo era crisis, muerte y derrumbes
concomitantes. Los dioses de los indígenas pobres habían muerto. Los dioses de los
ricos se habían escondido para siempre.

Ahí naciste tú, amable lector.

II

Exploración de las fuentes del río Orinoco (fragmento), de Remedios Varo. 1959

En el Principio del Fin de la Historia el mundo seguía siendo un caos. Y casi todo el
mundo, por abajo, lo sabía. Cohen: Everybody knows; Egoyan: Exótica. Pero los
mandarines y los papas llamaban a este caos Nuevo Orden Internacional. Los ideólogos
y los políticos de los países ricos no acababan de ponerse de acuerdo en cómo nombrar
este caos. Unos decían de él que es “el mejor de los mundos posibles”; otros repetían
que “todo va bien”. Vista desde abajo, la época del Principio del Fin de la Historia tenía
otro nombre. Se la conocía como época de la Gran Migración al Norte, o también como
época del Gran Retorno al Corazón de las Tinieblas.

En el Principio del Fin de la Historia aún existía la palabra, pero ésta era ambigua. La
única acción humana reconocida era llamada elección racional. Se daba por supuesto
que el hombre era libre. La libertad consistía en elegir aquello para lo cual cada
individuo era inducido y seleccionado por sus superiores. Preguntarse “libertad, ¿para
qué?” estaba penalizado con un capón intelectual. Se suponía que todo individuo estaba
bien informado sobre las alternativas y que elegía en consecuencia. Vistas desde abajo,
las alternativas se llamaban “guatemala” y “guatepeor”. Los pobres eran considerados
mayormente tontos; los ricos eran considerados mayormente inteligentes. Pasar de la
primera categoría a la segunda era sencillo. Pero la sencillez había sido desterrada del
mundo,

En el Principio del Fin de la Historia todo era complejo. El universo estrellado sobre
nuestras cabezas era complejo. La naturaleza en torno era compleja. Las leyes de la
naturaleza un poco más complejas que la naturaleza misma. La sociedad era muy, muy
compleja. Las leyes por las que regían las sociedades mucho más complejas que las
leyes de la naturaleza. Para tratar de dilucidar la complejidad de las leyes de la
naturaleza había máquinas informáticas de naturaleza compleja. Para tratar de dilucidar
las leyes que rigen los movimientos sociales había departamentos de sociología aún más
complejos que las máquinas construidas para dilucidar las leyes de la naturaleza.

En el Principio del Fin de la Historia todo estaba en orden pero todo orden era
provisional. Se consideraba que este orden era provisional porque todo lo que hay en el
mundo es provisional y complejo. La complejidad de las leyes de la naturaleza enseñaba
a los humanos a amar la complejidad y la provisionalidad. Y los humanos estaban
convencidos de que, si el orden natural era provisional, más provisional aún tenía que
ser el orden social. La provisionalidad del orden social no podía ser demostrada, solo
sugerida. Pero, inductivamente, la provisionalidad era una creencia compartida y, por
ello consistente: con varios siglos de experiencia a las espaldas. Nadie dudaba de la
provisionalidad del orden social establecido. Como todo era complejo, se suponía que la
explicación de tal provisionalidad también tenía que ser compleja. Y como la sospecha
acerca de la provisionalidad del orden social estaba mal vista, nadie quería ser acusado
de conspirador contra la provisionalidad del orden social. De manera que, en el
Principio del Fin de la Historia, la provisionalidad del orden social se presentaba como
una conclusión, también provisional, de las leyes de la naturaleza, provisionales y
complejas.

III

En el Principio del Fin de la Historia el hombre decidió crear al hombre para poner
orden en el caos provisional. El hombre empezó a clonarse a sí mismo. Lo hizo en unos
cuantos días después de experimentar con E-coli, ratones, ranas, ovejas y vacas. Así
pudo elegir el sexo de sus hijos y de sus ángeles. Los filósofos del Principio del Fin de
la Historia sabían ya, por tanto, el verdadero sexo de los ángeles, una cuestión largo
tiempo investigada. El resto de los mortales de la época del Fin de la Historia
aprendieron de los filósofos que el sexo de los hombres es complejo, muy complejo; y
provisional, más provisional que el resto de las cosas del mundo. Y, por consiguiente,
cambiante. Los varones eran mitad varones y mitad hembras; las hembras, mitad
hembras y mitad mujeres. Por eso, aunque la biología les favorecía, había menos
mujeres que varones en el mundo. Poco a poco el hombre completo y provisional de la
época del Fin de la Historia fue aplicando ciertas variantes de la Teoría de los Juegos a
la Elección Racional de los Sexos. Cuando el hombre empezó a clonarse a sí mismo los
chicos resultaron complejos y las chicas, clonadas del gen costillar del más grande de
los chicos, un poco más complejas todavía. Unos y otras, por supuesto, tenían
conciencia de su provisionalidad clónica.

IV

En el Principio del Fin de la Historia, cuando ya no había Dios y la Naturaleza nos había
abandonado y el hombre empezó a clonar hombres, existían, en la Aldea Global, dos
jardines. Uno estaba al Norte del Edén y se llamaba, etimológicamente, “Occidente”. El
otro estaba al Sur del Edén y se llamaba, por derivación “Tercer Mundo”.

En el Jardín del Norte del Edén había un árbol frondoso de cuyos hermosos frutos todos
podían hipotéticamente comer. Se llamaba Árbol de la Buena Vida. Aunque la
posibilidad de comer de los hermosos frutos del Árbol de la Buena Vida era también
provisional y compleja, los hombres que vivían en el jardín del Norte del Edén se daban
por satisfechos porque sabían que en este mundo todo es provisional y complejo.

En cambio, el árbol que había en el Jardín del Sur del Edén no era frondoso y, además,
sus frutos no se podían comer. Se decía de él que era el Árbol de la Ciencia del Bien que
acaba Mal. Y tenía un aspecto muy parecido a una higuera. Pero no era una higuera
normal. Era una higuera transgénica mal clonada. Consecuencia, al parecer, de la
maldición de un Dios de antes de la época del Fin de la Historia, de un Dios que no
pudo soportar el que la higuera madre no diera frutos cuando la Divinidad más los
necesitaba. Los hombres que vivían en el Jardín del Sur del Edén llamado Tercer Mundo
hubieran preferido otro tipo de árbol: complejo y provisional, sí, pero que diera frutos.
El suyo era un árbol de otro tipo: sencillo, consistente, claro, distinguible; pero no daba
frutos. Y por tal motivo el hambre de los pobladores del Jardín que había al Sur del
Edén era también elemental, consistente, claro y distinto.

V
El jardín del Edén de Hieronymus Bosch (El Bosco), 1500-1505

Como el hambre no deja captar la sustancia compleja y provisional de las cosas, los
pobladores del Jardín del Sur del Edén eran de natural simples de espíritu y más bien
materialistas. Sus filósofos sólo tenían una doctrina: se es lo que no se come y si no se
come no se es. Los Habitantes del Jardín del Sur del Edén no aceptaban las tesis de que
el mundo fuera complejo y provisional. Por esta razón los filósofos y los habitantes del
Jardín del Sur del Edén eran considerados por los cultos del otro jardín como primitivos
fundamentalistas.

En cierto modo, esta opinión parecía fundada, pues en otros tiempos, cuando no había
más que un jardín en el mundo, antes de su división en dos, los únicos habitantes del
mismo eran los que ahora están en el Jardín del Sur del Edén. En aquellos tiempos,
anteriores a la formulación de la Teoría de la Relatividad Universal, el Sur del Edén era
en realidad el Este del Edén. Esta verdad estaba ya provisionalmente probada por la
ciencia compleja y provisional construida en el Jardín del Norte del Edén: nuestros
padres y nuestras madres, los padres y las madres de toda la Humanidad, procedían en
su origen del Jardín del Este del Edén. Esta verdad no se pudo probar definitivamente
porque, ya en el siglo XX, las armas de los hombres del Norte del Edén destruyeron
gran parte de lo que todavía quedaba del lugar en que se suponía que estuvo ubicado el
Este del Edén. Pero, a pesar de ello, todavía quedaban indicios suficientes en un mundo
en el que todo era complejo: los actuales pobladores del Sur del Edén, descendientes de
los que un día habitaron el Este del Edén, eran incomparablemente más hermosos,
mejor proporcionados y corrían más y mejor que los demás en todas las pruebas
importantes de los Juegos Olímpicos.
Siendo, por tanto, anteriores a los habitantes del Jardín del Norte del Edén, es natural
que se considerara primitivos a los actuales pobladores del Sur del Edén. Pero en la
época del Principio del Fin de la Historia había otras razones de peso para considerar así
las cosas. En los antiguos tiempos estas gentes cometieron el error de comer del fruto
del árbol que entonces se llamaba de la Ciencia del Bien y del Mal, sin darse cuenta de
que el Bien (comido) se convierte necesariamente en Mal (pensado). El Bien (comido)
convertido en Mal (pensado) es lo que las religiones suelen llamar un Pecado Original.
Y aunque en la época del Principio del Fin de la Historia muy pocos hombres creían ya
en el Pecado Original, los filósofos e ideólogos del Jardín del Norte del Edén, y muchos
de sus habitantes, seguían manteniendo, por deducción de los principios lógicos de la
complejidad y la provisionalidad, que los habitantes actuales del Jardín del Sur del Edén
tienen una culpa original. El Pecado Original no debe ser confundido, sin embargo, con
la Acumulación Originaria. Pues, para la filosofía de lo complejo y provisional, el
primero es un pecado mortal mientras que el segundo sólo lo es venial.

VI

Además de ser culpables del Pecado Original, los habitantes actuales del Jardín del Sur
del Edén han cometido otro pecado más reciente, casi tan grave como el anterior: son
modernos en vez de ser posmodernos. Como no creían que el mundo fuera complejo y
provisional sino que el hombre es libre de por sí y que puede ir a cualquier sitio con
solo proponérselo, en la época del Principio del Fin de la Historia fueron muchos los
hombres del Jardín del Sur del Edén que, con esas ideas, se propusieron probar también
el fruto del Árbol de la Buena Vida.

Este propósito pudo haber sido un buen silogismo práctico pero partía de un error en la
argumentación: se basaba en un lógica anacrónica, típicamente moderna, con un sólo
principio elemental. Tal principio se denominó en un tiempo Derecho Internacional de
Gentes; y reza así: el mundo es de todas las gentes, independientemente de que hayan
nacido al Norte, al Sur, al Este o al Oeste del Edén, y, por tanto, cada cual puede viajar
por todas y cada una de las partes del mundo. Es sabido que este principio se inventó en
el Norte del Edén y durante siglos fue puesto en práctica por sus habitantes modernos.
Ello reportó incontables beneficios a los habitantes del Jardín del Norte del Edén y no
pocos inconvenientes a los demás. Pero los habitantes actuales del Jardín del Sur del
Edén no habían caído en la cuenta de que en la época del Fin de la Historia un principio
moderno no puede tener validez para los posmodernos. Y esa ignorancia indocta es
razón suficiente para que ahora se les llame antiguos o primitivos. Pues ser antiguo o
primitivo a su tiempo, o sea, cuando toca, está justificado. Pero ser moderno en la época
de la posmodernidad, no tiene justificación alguna: eso es vivir a destiempo, no ser ni
siquiera contemporáneos de la época del Principio del Fin de la Historia.

Los habitantes del Jardín del Sur del Edén, en la época del Principio del Fin de la
Historia, amaban la Libertad. Igual que los otros. Igual que todos los hombres. Porque
estaban hechos de la misma pasta. Pero no sabían todavía que la Libertad se dice de
muchas maneras: de tantas como el ser aristotélico. Mientras que los habitantes del
Jardín de Norte del Edén llamaban a la libertad Mercado, los habitantes del Jardín del
Sur del Edén aún pensaban, en su materialismo ingenuo, que el nombre propio de la
libertad es Satisfacción de las Necesidades Básicas. Identificaban primitivamente la
Libertad con el comer y con el beber, con el derecho a la vivienda, con la supervivencia
y la posibilidad de procreación. Tal vez por eso se sentían paradójicamente atraídos por
el Árbol de la Buena Vida que crecía en el Jardín del Norte del Edén.

VII

Sabiendo esto, los filósofos e ideólogos de la época del Principio del Fin de la Historia
enviaron al Jardín del Sur del Edén un emisario clónico. Como se estaba todavía en fase
de experimentación, éste tomó inicialmente la forma de cormorán, voló desde Alaska
hasta Mesopotamia y se posó sobre el Árbol de la Ciencia del Bien que da el Mal para
otear desde allí el horizonte y convencer a los habitantes del Jardín de Sur del Edén de
la gran verdad: la libertad sólo la da el Mercado (Milton en la Guerra del Golfo). Y
como los habitantes del Jardín del Sur del Edén eran materialistas ingenuos, le creyeron.
Creyeron que así serían inmortales como dioses, y empezaron a importar el fruto del
Árbol de la Buena Vida. Así comprendieron, de pronto, que el mundo es complejo y
provisional. Pero enseguida se abrieron sus ojos y cayeron en la cuenta de algo que
había pasado desapercibido en el otro Jardín: además de complejo y provisional, el
mundo resultaba ser contradictorio. Y a partir de entonces vivieron contaminados por la
Serpiente de la Contradicción, una metáfora envenenada de lo que en otros tiempos se
llamó Dialéctica. Así es como el cormorán clónico se transformó en serpiente clónica,
una especie mucho más experimentada en el mundo posmoderno.

La Serpiente de la Contradicción susurró a los habitantes del Jardín de Sur del Edén una
nueva verdad. Como todas las verdades nuevas, también ésta se dijo susurrando. Porque
las verdades susurradas son más verdades. Y ningún ser creado está mejor dispuesto
para el susurro que la Serpiente de la Contradicción. Esta les dijo que el moderno
Derecho de Gentes vale para todos. Y les insinuó que la Verdadera Libertad no consiste
en importar el fruto del Árbol de la Ciencia de la Buena Vida, sino en trasladarse al
Jardín donde se produce este árbol, donde hay frutos abundantes para todos. Así es
como los más osados de los habitantes del Jardín del Sur del Edén decidieron trasladarse
al Jardín del Árbol de la Buena Vida llevando la Serpiente de la Contradicción encima.
Y de este modo empezó el subperíodo de las grandes Migraciones de la época del
Principio del Fin de la Historia: desde el Jardín del Árbol de la Ciencia del Bien que
acaba Mal hacia el Jardín del Árbol de la Buena Vida.

VIII

Los nuevos migrantes no podían trasladarse al Jardín del Árbol de la Buena Vida en
medios de comunicación rápidos pero complejos y provisionales, sino en viejos medios
de transporte muy simples y zozobrantes. Reinventaron la antigua arca de los Tiempos
del Gran Diluvio y empezaron la Gran Migración hacia el Norte. Hicieron el camino de
Kurtz al corazón de las tinieblas sólo que en la dirección contraria. Y con ello
contribuyeron a que se ratificara el insistente rumor de que eran primitivos. Pues, en
efecto, hay que ser primitivo para jugarse la vida en esas condiciones y con la Serpiente
de la Contradicción ente lo moderno y lo posmoderno a cuestas. En vez de hacer de la
necesidad virtud, de acuerdo con los principios de la nueva lógica posmoderna, los
habitantes del Jardín del Sur del Edén aprendieron la lección del cormorán que se
trasladó de Alaska a Mesopotamia y luego se dejaron seducir nuevamente por la
Serpiente: hicieron vicio de la necesidad.
Como tú, hipócrita lector. Como los humanos expulsados del Paraíso por ser algo más
que animales.

Y la semilla de la contradicción de la Serpiente quedó en sus vientres. No un Dios, sino


la necesidad, les expulsó de un Jardín que algunos, los menos, llamaban Paraíso.
Entonces se sintieron desnudos y perplejos: también ellos entre guatemala y guatepeor.
Si, acosados por el hambre, la sed y las enfermedades, migraban al Jardín del Norte
jugándose la vida, al llegar allí se les decía que estaban confundiendo la libertad de los
modernos con la libertad de los posmodernos, que es libertad para los que ya la tienen
pero libertinaje para los que aspiran a tenerla. Si se dejaban vencer por el miedo a la
muerte y se quedaban en el Jardín del Sur del Edén se les exigía que sustituyeran el té
de menta del Árbol de la Ciencia del Bien que acaba Mal por la Coca-cola y la
Hamburguesa del Árbol de la Buena Vida; y, donde ni siquiera esto llegaba, se les pedía
que sustituyeran el cus-cus comunitario por elecciones formalmente democráticas.

IX

El Infierno de Hieronymus Bosch (El Bosco), 1500-1505

Algunos de los habitantes del Jardín del Sur del Edén siguieron este consejo durante
algún tiempo con ayuda del Fondo Monetario Internacional del Jardín del Norte del
Edén. Pero Caín nunca duerme. En la Aldea Global, el viejo agricultor tomó la forma de
un perro clónico, también en fase de experimentación. Los arados se convirtieron en
espadas, los camellos en tanques. El cayado de Caín, en armas automáticas fabricadas
en el Jardín del Norte del Edén. Con la Cola-cola y la Hamburguesa llegaron también
las nuevas enfermedades sin que se erradicaran las viejas. Cuando los antiguos cultivos
ni siquiera paliaban ya las nuevas hambrunas muchos campesinos creyeron descubrir un
nuevo Paraíso. No es verdad que la religión sea siempre el opio del pueblo pobre. Hay
al menos un sitio en el Planeta Tierra en el que el opio es, de verdad, el opio del pueblo.
Hay al menos un sitio en el Jardín del Sur del Edén en que las drogas son ahora una
necesidad vital del pueblo y para el pueblo.
Así la droga se convirtió en un paliativo del hambre en el Jardín del Sur y en remedo del
Paraíso que nunca existió en el Jardín del Norte. Hubo, sí, un momento en que los
primitivos se hicieron posmodernos y empezaron a identificar la Verdadera Libertad con
la Libertad de Mercado. Implicaron en ella el comercio de drogas de amplio consumo
en el Jardín del Norte. Pero en ese momento los filósofos e ideólogos del Jardín del
Norte les cambiaron las reglas del juego: la Libertad de Mercado permite traficar con
armas automáticas pero no permite traficar con drogas que no hayan sido permitidas
previamente por la libertad de mercado. Así se llegó definitivamente a la conclusión de
que el Paraíso no es para humanos. Y así se redescubrió, en la época del Principio del
Fin de la Historia, que la única forma de acercarse a lo que algunos llaman Paraíso es
conocer los caminos que conducen al Infierno para evitarlos. Paradoja por paradoja ésta
no es mala. Al menos puede servir a todos.

Tomando pie en un pensamiento como éste los habitantes del Jardín del Sur del Edén,
que un día también creyeron, como los del Norte, que sus dioses habían muerto, los
resucitaron armándolos hasta los dientes. El tiempo de la Gran Migración mutó en
época del Choque de Civilizaciones. Era, se dijo, la Guerra Civil Mundial. Una guerra
virtual y desigual en la que los dioses resucitados del Jardín del Sur del Edén luchaban
empuñando las armas fabricadas en el Jardín del Norte del Edén contra los fabricantes
de sus propias armas que no cesaban de fabricar otras más posmodernas para combatir,
a su vez, a los dioses antiguos. En esta guerra los hombres buenos, fabricantes de armas
posmodernas, eran héroes de la razón; los dioses malos, nuevamente resucitados,
demonios del fundamentalismo.

Las guerras hacen a todos simples. Todo el mundo lo sabe. Así ocurrió también en la
guerra del cormorán que se trasladó de Alaska a Persia para que los hombres del Jardín
del Sur del Edén supieran lo que es contaminación ambiental. En la época del Principio
del Fin de la Historia, hasta los niños posmodernos saben ya que Alaska ha sido la cuna
de la civilización y Persia la cuna de la barbarie. Lo demuestra a posteriori el hecho de
que en Persia sólo se balbucea el inglés. Y si ya cuando allí sólo se balbuceaba el griego
los persas eran bárbaros ¿qué decir de ellos en la época del Principio del Fin de la
Historia? Siendo esto así, una nueva y gran verdad, simple y elemental, empezó a
complicar todo lo que hasta entonces era complejo y provisional; los niños del Jardín
del Norte del Edén aprendieron enseguida la Buena Nueva: todo en el mundo era
complejo y provisional menos la Filosofía de la Historia del Choque de Civilizaciones
que había de ser clara, simple y distinta. Así se hizo la luz que ilumina nuestros
corazones posmodernos: a un lado los habitantes del Jardín de Sur empeñados en
resucitar a sus dioses y a otro lado los habitantes del Jardín del Norte que sabían
fehacientemente que todos los dioses han muerto.

Mucho han cambiado las cosas del mundo desde la época en que, según el mito, había
un sólo Jardín del Edén. Muchas vueltas han dado los filósofos al significado de los dos
árboles que hubo en aquel jardín primigenio que salió del Big-Bang en Seis Días. Los
hombres han vivido desde entonces múltiples revoluciones: tecnológicas, científicas,
artísticas, literarias, filosóficas. Por arriba, los hombres se han acostumbrado a llamar
revoluciones a las reacciones. Por arriba, los hombres cultos dicen que la revolución
alimenta monstruos y acunan a los de abajo con un cuento repetidamente traducido a
todos los idiomas del mundo: el cuento infantil consistente en ignorar o disfrazar a los
monstruos que vivían antes de las revoluciones. La palabra todavía existe pero se ha
hecho ambigua. Nada es lo que era. Sólo la Filosofía de la Historia del Choque entre
Civilizaciones sigue siendo lo que fue desde los antiguos tiempos en que hubo un solo
jardín del Edén entre el Tigris y el Eufrates: el Bien contra el Mal, la Razón (de los
nuestros) contra el Fundamentalismo (de los otros).

Eso es, en realidad, el eterno retorno. Los dioses han muerto porque tenían que morir.
En la época del Principio del Fin de la Historia los hombres lo saben. Alguien creyó que
este saber convertiría en superhombre al homo sapiens. Visto desde arriba, así es en este
mundo: el superhombre es el hombre posmoderno con conciencia del fin de la
modernidad y del eterno retorno. El superhombre de la época del Fin de la Historia sabe
ya que no hay progreso, que todo es decadencia. Y, por arriba, la conciencia de la
decadencia nos hace libres. Nuestro mundo es libre. Nuestro mercado es libre. Las ideas
fluyen libremente en el mundo gracias a los monopolios de la información. Los
capitales fluyen libremente gracias a la imaginación creadora de los financieros.
Muertos los dioses, los confesores se baten en retirada. El superhombre no tiene que
arrepentirse personalmente de nada. Sólo sufre por tener que cargar sobre sus hombros
el arrepentimiento colectivo: el error de una historia en espiral de la que los individuos
que no son superhombres cuelgan de un péndulo excéntrico que se mueve
monótonamente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, de revolución a
reacción y vuelta a empezar.

El superhombre de la época del Fin de la Historia tiene ya suite permanente reservada


en el Hotel Abismo. Desde su atalaya el superhombre del Jardín del Norte del Edén
contempla con pasión y arrobamiento el fin de todas las crisis. Se ha hecho a la idea de
que la crisis con conciencia de la crisis es menos crisis. La nave de los locos navega:
Herzog echa un pulso a Sebastian Brandt. Es pecado preguntar hacia dónde navega esa
nave. Lo que importa es navegar: Leopardi sin contexto. El superhombre es un titán de
la nave de los locos. Sabe que sabe que la conciencia del eterno retorno nos hace libres a
los de arriba. Incluso cuando naufragamos. El naufragio es dulce. Los restos de todos
los naufragios de la historia celebran el reencuentro y se hacen posmodernos. También
para ellos, un día partidarios del pensamiento crudo, el mundo se ha vuelto complejo,
muy complejo.

Y, mientras tanto, el infrahombre se multiplica en el corazón de las tinieblas. Allí, en el


Jardín del Sur del Edén, lugar de procedencia de la Humanidad, aún los dioses viven.
Allí no ha llegado la noticia de la muerte de Dios. Se copula como si no hubiera eterno
retorno, como si la historia tuviera un sentido, como si la flecha del tiempo fuera cosa
de humanos. Allí se pasa hambre como si la necesidad existiera, como si la naturaleza
aún estuviera regida por leyes mecánicas y deterministas. Allí se sobrevive, se mora y se
muere como si no hubiera mercado libre ni libre albedrío ni libre circulación de
capitales. Allí se mata sin conciencia de la contradicción. Allí se ignora la contradicción
que supone matar con las armas fabricadas en el Jardín del Norte del Edén para que el
ejército de los niños tenga que retornar, contra su voluntad, al corazón de las tinieblas y,
en funciones humanitarias, expropiar a los que se matan con las mismas armas que les
vendieron los que mandan ahora en el ejército de los niños.

Allí, en el Jardín del Sur del Edén, se vive aún en la contradicción porque,
desgraciadamente, no hay conciencia de la contradicción. Y no hay conciencia de la
contradicción porque los dioses allí no han muerto. Y los dioses allí no han muerto
porque no hay conciencia del eterno retorno de los cosas. Y no hay conciencia del
eterno retorno de las cosas porque el infrahombre del Jardín del Sur del Edén vive aún
en la ilusión desgraciada de que el mundo no es complejo, complejo, complejo, sino
simple, y grande y terrible: como el hambre, como el amor, como la reproducción, como
la generación, como la muerte.

Así es como va. Todo el mundo lo sabe.

Ya no hay utopías, dice el último Decretazo del Filósofo del Norte. No: no las hay para
quien no las necesita.

***

Nota de los editores (Salvador López Arnal y Jordi Mir Garcia)

“Modesta contribución a la erradicación del fundamentalismo” es uno de los artículos


que el autor de Leyendo a Gramsci, Para la tercera cultura y Sobre Manuel
Sacristán publicó en la revista cultural vallisoletana El signo del gorrión (número 17,
invierno de 1999, pp. 107-121). Miguel Casado, otra de las almas de aquella
publicación inolvidable, nos ha facilitado una copia del texto. Muchas gracias querido
amigo.

Reeditamos el texto el día 4 de junio de 2016. Francisco Fernández Buey, nuestro Paco,
el Paco de tantos ciudadanos, estudiantes y activistas hubiera cumplido hoy 73 años. El
artículo, en nuestra opinión, es uno de sus textos -que son muchos- más penetrantes y
clarividentes. Por su fuerza literaria, política, analítica y filosófica. Por si faltara algo,
sigue siendo de rabiosa -e indignada- actualidad. En su memoria, en su honor.
Enseñándonos, racional y emocionalmente, como siempre hizo.

Вам также может понравиться