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14 FRAGMENTOS PARA UNA POÉTICA EDUCATIVA

Carlos Skliar

Pensar como escuchar. Todo pensamiento nace en otro sitio, en


otra soledad, en otra persona. La noche no puede ordenarse a
voluntad, ni tampoco los ríos recorren los sitios que deseamos. Un
concepto se sostiene por la fuerza brutal de lo que no miramos, por
la banalidad de creer en lo que apenas está frente nuestro o por
todo aquello que se vuelve indiferente a las palabras. ¿Qué pensar,
cómo hacerlo cuando uno no va hacia el tiempo, sino el tiempo
hacia uno? Pensar a partir del anuncio de un abismo: lo que
creíamos antes no eran más que muletas precarias derrumbadas
al caminar de espalda. Pensar como desear: la boca tiembla.
Pensar como fragilidad: el sentir es primero. Pensar como temblor
de la lengua: uno debería callarse si quisiéramos que algo ocurra.
Mirar como tocar. Hacer de cuenta que es posible acariciar las
rarezas, tocar la parte más esquiva del sol, o la curva del
relámpago, o la transparencia de los lados de la lluvia. Mirar con
prudencia, para que el tiempo se lleve su propia soledad. Mirar con
estupor: como si el deseo estuviera encendido desde antes. Mirar
con ternura: como si no hubiera más que infancia. Mirar con
sencillez: lo mirado no precisa ser nombrado ni arrastrado. Mirar
como acompañar un cuerpo aún indeciso. Mirar para afirmar lo
presente, lo que permanece ni muy lejos ni muy cerca: mirar
enredado al alrededor. Mirar como lo opuesto de escaparse. Mirar
como escuchar.
Enseñar como mostrar. No como torsión hacia el dolor: mostrar el
árbol que aún no existe, la trayectoria invisible de un sonido hasta
su inesperada palabra, la rebelión de una idea y sus cenizas, el
instante en que la lluvia es posterior a su semblanza. Enseñar
como señalar, no como acusación de ignorancia: señalar hacia lo
más lejano y lo más próximo, darse cuenta de lo mínimo y olvidar
lo absoluto, mirar hacia los lados como quien se sumerge en
turbulencias. Enseñar como dar, no como mezquindad partida: dar
lo que nos viene, lo que no es nuestro, lo que todavía no nace ni
muere, dar la voz que ya se tenía en el instante que no se sabía.
Enseñar como partir, no como llegada a puerto.
Hablar como conversar. El mundo dicta travesías, enredos aún
vacíos, tránsitos ocultos y direcciones prohibidas. Hablar como
tocar: las palabras son garras, sobrevuelo, piel abierta, aire
enrarecido. Hablar sin sobreponer cuerpos. Hablar cuando el gesto
haya partido, cuando no exista dádiva ni perdón ni complacencia.
Hablar con voz baja, inclemente, desguarnecida. Hablar para decir
lo inocultable, para nombrar algo de luz cuando ya no queda nada,
para dar aroma al desierto, humedad a las despedidas. Hablar
desde la punta de los pies cuando se es ciénaga y con el vientre
cuando se es niño. Hablar cuando alguien se curva y es de exilio
su impotencia. Hablar como dudar, como imponer círculos abiertos
entre las líneas rectas, como destruir el hábito de la lengua. Hablar
para susurrar que toda verdad es incierta.
Aprender como escapar: de la voz alta, de la línea que nunca
rebalsa, de lo que se supone centro. Aprender como salir: salir al
mundo, a lo indeciso, subirse al movimiento de las cosas, acariciar
las periferias. Aprender de aquello que se escapa y escaparse con
aquello que está demasiado quieto. Aprender como darse cuenta
que una nube y otra nube no conforman ningún pájaro, como
inspirar y no como quejido, como pies desnudos sobre una tierra
incierta. Aprender de todo lo que se sonroja, de lo que tiembla, de
lo que no tiene nombre y nace y muere y ya no existe. Aprender
para nada. Aprender como inutilidad para engañar al tiempo.
Aprender durante la caída de la hoja, durante el descenso de la
lluvia, durante el declive de la espalda. Aprender de los vaivenes,
de las zozobras, de lo que nunca nos observa. Aprender como
fragilidad: exponerse al viento. Aprender como desear: mirar una
mirada, deshacerse el pensamiento.
Desear como respirar. El escondite ya no existe, no hay velos ni
argumentos ni resquicios. Por eso sorprende: nadie se acostumbra
a su cuerpo desnudo tanto tiempo. La ropa ni siquiera está por
dentro, todo es piel, incluso las vísceras, incluso el espacio. El
deseo y la soledad son enemigos. El deseo es el aire impenetrable
que no duerme. La soledad es el hábito. Desear como morder,
como el desplante de la norma, como aquello que tendrá que
acontecer hasta antes de la muerte. Desear como quebrar el
trazado ya pensado. Desear como destruir el pacto con los espejos.
Desear como la tormenta que nunca acaba. Desear, no como ley.
Sí como desordenado fundamento.
Esperar como atravesar. Nada es tan importante, cada cosa lo es:
un libro cerrado que espera su canto, una risa absuelta, el doblez
de la piel. Esperar sin sillas, sin puertas cerradas. Esperar lo
pasado en el presente, como si lo que viniese fuera una
desatención. Se espera hacia atrás porque el futuro tiene rostro
amargo, sucio, voraz. Esperar como temblar: esperan los ojos
aquello que los pies caminan, espera la boca aquello que todavía
no dirá. Esperar como un bosque claroscuro. Esperar la lluvia sin
adelantarse al resguardo, esperar el amor sin delatar el adiós,
esperar al niño sin obligarlo a la noche. Esperar como
transformarse. Esperar como detención.
Educar como caminar. Encontrar el propio paso, el propio peso y
la propia liviandad, la breve y fugaz medida de los átomos, las
circunferencias y las páginas escritas o todavía blancas. Quitarse
de uno, de lo que yo se es, de lo que yo se sabe: lo idéntico a sí
mismo no provoca sino necedad y hartazgo. Irse al mundo: a las
tumbas de los poetas, a los cielos próximos, al pasado menos
reciente, a la duración de lo frágil, a los gestos que todavía están
inmóviles. Educar como retirarse, irse lejos de casa, lejos de todo
punto de partida. Educar como respiración: nada se aprende del
ahogo. Educar como escapar: de la apatía, de la tiranía, del
vozarrón. Educar como regresar a ese sitio donde nunca estuvimos
antes.
Escribir como no morir. Al contrario: hay demasiada vida cuando
las palabras recorren los sitios abandonados, los oscuros
pasadizos donde el cuerpo no pasa, la imposible claridad de una
tarde cuando aún es madrugada. Pero la vida significa tantas
cosas: la casa sola, el destierro de cada hombre, el abismo al que
nos asomamos, la voz que es el hilo más débil para anudarnos y,
sobre todo, los ojos que se abren y comienzan a desear lo que
nunca vieron. Decir lo que ya se ha dicho, pero con otras palabras.
Encontrar el secreto que nunca nos confesaron.
Cuerpo como lenguaje, no como frontera: lo que el cuerpo no
puede dejar de sentir, ni escuchar, ni mirar, ni pensar, ni decir, ni
decirse. Un lenguaje habitado por dentro y no apenas revestido por
fuera. Como la piel, también el lenguaje toma a veces la forma de
un latido cardíaco o de una agitación del respirar o de un extraño y
persistente movimiento; otras veces, se convierte en muralla, en
defensa, en contención. No debería utilizarse el lenguaje solo como
recubrimiento o encubrimiento de la vida. Deberíamos ser capaces
de un lenguaje como sentido y no solo como sensibilidad. El
lenguaje como desorden, como desobediencia, como una suerte
de rebelión frente a un mundo que cada vez nos envejece más de
prisa. Un lenguaje a flor de piel. Una piel a flor de lenguaje.
Saber como soltarse. Quienes ya saben están amarrados a una
cosa que desea moverse todo el tiempo. No se dan cuenta que es
lo otro lo que nos lleva a rastras: un perro pasea a su dueño, una
mesa recibe a los comensales, un pez exánime nos habla del agua
impura, la noche nos hace vulnerables. Y algún libro –es decir:
algún amigo- nos da las palabras que nunca tuvimos.
Verdad como atención. Se trata sólo de escuchar. Como si no
hubiera más que un lenguaje que nunca es tuyo, hecho de
fragmentos que no se poseen. Como si por un instante lo ajeno se
volviera próximo y lo próximo, prójimo. Como si dejaras tus oídos
en medio del camino y prescindieras de cada palabra conocida.
Como si cada desconocido encarnase la posibilidad de una verdad.
Preguntar como vaciar. Hasta hace no demasiado tiempo lo
humano era la incógnita de lo humano. Lo desconocido provocaba
pasión y miedo y eso mismo era la vida. Cada quien hacía lo que
bien pudiera: amaba con partes distintas de su cuerpo, soñaba con
otro tiempo en otro sitio, miraba lejos y pensaba cerca, reclamaba
para sí lo que aún no era de nadie ni todavía existía. Había quienes
nada podían, es cierto. Y también quienes todo lo podían y duraban
una ráfaga. Si es verdad, como se dice, que los tiempos han
cambiado y que ya nada es como era, será porque el mundo está
repleto de especialistas y porque la incógnita parece estar vacía.
Ignorar como buscar. No saber qué palabra es la que pronuncia el
primer temblor y su posible desvanecimiento. No saber quién
guarda las historias que nunca se cuentan o el silencio que persiste
más allá del consuelo. No saber desde cuándo una sombra nos
sigue ni cuando nos suelta. No saber qué es la lluvia cuando aún
no ha venido, ni el rastro de un pájaro cuando aún no hizo vuelo.
No saber de qué está hecha la belleza, a no ser de fe, de ceguera
y fuego. Dudar siempre de qué lado de una pesadilla nos
encontramos, así como jamás saber si hubo un sueño o fuimos
soñados por otros. Carecer de nociones sobre el amor cuando se
ama y menos sobre la vida en ese instante en que todo está
demasiado calmo. No imaginar el decorrer el tiempo, porque no hay
sonido o hueso o sangre que logre detenerlo. Desconocer qué
seguirá a la voz que nos llama, al cuerpo que viene, al ardor que
abraza. Todo lo que sabemos de nosotros proviene de cada una
de nuestras ignorancias...C.S

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