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Este documento presenta 14 fragmentos para una poética educativa de Carlos Skliar. Los fragmentos exploran temas como pensar, mirar, enseñar, hablar, aprender, desear, esperar y educar de maneras no convencionales que desafían las nociones tradicionales. El autor propone abordar estas actividades como procesos abiertos, fluidos y basados en la fragilidad, la duda y la ignorancia en lugar de certezas. El objetivo general es promover una educación que fomente la apertura, la curiosidad y la capacidad de
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14 FRAGMENTOS PARA UNA POÉTICA EDUCATIVA CARLOS SKLIAR
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14 FRAGMENTOS PARA UNA POÉTICA EDUCATIVA CARLOS SKLIAR
Este documento presenta 14 fragmentos para una poética educativa de Carlos Skliar. Los fragmentos exploran temas como pensar, mirar, enseñar, hablar, aprender, desear, esperar y educar de maneras no convencionales que desafían las nociones tradicionales. El autor propone abordar estas actividades como procesos abiertos, fluidos y basados en la fragilidad, la duda y la ignorancia en lugar de certezas. El objetivo general es promover una educación que fomente la apertura, la curiosidad y la capacidad de
Este documento presenta 14 fragmentos para una poética educativa de Carlos Skliar. Los fragmentos exploran temas como pensar, mirar, enseñar, hablar, aprender, desear, esperar y educar de maneras no convencionales que desafían las nociones tradicionales. El autor propone abordar estas actividades como procesos abiertos, fluidos y basados en la fragilidad, la duda y la ignorancia en lugar de certezas. El objetivo general es promover una educación que fomente la apertura, la curiosidad y la capacidad de
Pensar como escuchar. Todo pensamiento nace en otro sitio, en
otra soledad, en otra persona. La noche no puede ordenarse a voluntad, ni tampoco los ríos recorren los sitios que deseamos. Un concepto se sostiene por la fuerza brutal de lo que no miramos, por la banalidad de creer en lo que apenas está frente nuestro o por todo aquello que se vuelve indiferente a las palabras. ¿Qué pensar, cómo hacerlo cuando uno no va hacia el tiempo, sino el tiempo hacia uno? Pensar a partir del anuncio de un abismo: lo que creíamos antes no eran más que muletas precarias derrumbadas al caminar de espalda. Pensar como desear: la boca tiembla. Pensar como fragilidad: el sentir es primero. Pensar como temblor de la lengua: uno debería callarse si quisiéramos que algo ocurra. Mirar como tocar. Hacer de cuenta que es posible acariciar las rarezas, tocar la parte más esquiva del sol, o la curva del relámpago, o la transparencia de los lados de la lluvia. Mirar con prudencia, para que el tiempo se lleve su propia soledad. Mirar con estupor: como si el deseo estuviera encendido desde antes. Mirar con ternura: como si no hubiera más que infancia. Mirar con sencillez: lo mirado no precisa ser nombrado ni arrastrado. Mirar como acompañar un cuerpo aún indeciso. Mirar para afirmar lo presente, lo que permanece ni muy lejos ni muy cerca: mirar enredado al alrededor. Mirar como lo opuesto de escaparse. Mirar como escuchar. Enseñar como mostrar. No como torsión hacia el dolor: mostrar el árbol que aún no existe, la trayectoria invisible de un sonido hasta su inesperada palabra, la rebelión de una idea y sus cenizas, el instante en que la lluvia es posterior a su semblanza. Enseñar como señalar, no como acusación de ignorancia: señalar hacia lo más lejano y lo más próximo, darse cuenta de lo mínimo y olvidar lo absoluto, mirar hacia los lados como quien se sumerge en turbulencias. Enseñar como dar, no como mezquindad partida: dar lo que nos viene, lo que no es nuestro, lo que todavía no nace ni muere, dar la voz que ya se tenía en el instante que no se sabía. Enseñar como partir, no como llegada a puerto. Hablar como conversar. El mundo dicta travesías, enredos aún vacíos, tránsitos ocultos y direcciones prohibidas. Hablar como tocar: las palabras son garras, sobrevuelo, piel abierta, aire enrarecido. Hablar sin sobreponer cuerpos. Hablar cuando el gesto haya partido, cuando no exista dádiva ni perdón ni complacencia. Hablar con voz baja, inclemente, desguarnecida. Hablar para decir lo inocultable, para nombrar algo de luz cuando ya no queda nada, para dar aroma al desierto, humedad a las despedidas. Hablar desde la punta de los pies cuando se es ciénaga y con el vientre cuando se es niño. Hablar cuando alguien se curva y es de exilio su impotencia. Hablar como dudar, como imponer círculos abiertos entre las líneas rectas, como destruir el hábito de la lengua. Hablar para susurrar que toda verdad es incierta. Aprender como escapar: de la voz alta, de la línea que nunca rebalsa, de lo que se supone centro. Aprender como salir: salir al mundo, a lo indeciso, subirse al movimiento de las cosas, acariciar las periferias. Aprender de aquello que se escapa y escaparse con aquello que está demasiado quieto. Aprender como darse cuenta que una nube y otra nube no conforman ningún pájaro, como inspirar y no como quejido, como pies desnudos sobre una tierra incierta. Aprender de todo lo que se sonroja, de lo que tiembla, de lo que no tiene nombre y nace y muere y ya no existe. Aprender para nada. Aprender como inutilidad para engañar al tiempo. Aprender durante la caída de la hoja, durante el descenso de la lluvia, durante el declive de la espalda. Aprender de los vaivenes, de las zozobras, de lo que nunca nos observa. Aprender como fragilidad: exponerse al viento. Aprender como desear: mirar una mirada, deshacerse el pensamiento. Desear como respirar. El escondite ya no existe, no hay velos ni argumentos ni resquicios. Por eso sorprende: nadie se acostumbra a su cuerpo desnudo tanto tiempo. La ropa ni siquiera está por dentro, todo es piel, incluso las vísceras, incluso el espacio. El deseo y la soledad son enemigos. El deseo es el aire impenetrable que no duerme. La soledad es el hábito. Desear como morder, como el desplante de la norma, como aquello que tendrá que acontecer hasta antes de la muerte. Desear como quebrar el trazado ya pensado. Desear como destruir el pacto con los espejos. Desear como la tormenta que nunca acaba. Desear, no como ley. Sí como desordenado fundamento. Esperar como atravesar. Nada es tan importante, cada cosa lo es: un libro cerrado que espera su canto, una risa absuelta, el doblez de la piel. Esperar sin sillas, sin puertas cerradas. Esperar lo pasado en el presente, como si lo que viniese fuera una desatención. Se espera hacia atrás porque el futuro tiene rostro amargo, sucio, voraz. Esperar como temblar: esperan los ojos aquello que los pies caminan, espera la boca aquello que todavía no dirá. Esperar como un bosque claroscuro. Esperar la lluvia sin adelantarse al resguardo, esperar el amor sin delatar el adiós, esperar al niño sin obligarlo a la noche. Esperar como transformarse. Esperar como detención. Educar como caminar. Encontrar el propio paso, el propio peso y la propia liviandad, la breve y fugaz medida de los átomos, las circunferencias y las páginas escritas o todavía blancas. Quitarse de uno, de lo que yo se es, de lo que yo se sabe: lo idéntico a sí mismo no provoca sino necedad y hartazgo. Irse al mundo: a las tumbas de los poetas, a los cielos próximos, al pasado menos reciente, a la duración de lo frágil, a los gestos que todavía están inmóviles. Educar como retirarse, irse lejos de casa, lejos de todo punto de partida. Educar como respiración: nada se aprende del ahogo. Educar como escapar: de la apatía, de la tiranía, del vozarrón. Educar como regresar a ese sitio donde nunca estuvimos antes. Escribir como no morir. Al contrario: hay demasiada vida cuando las palabras recorren los sitios abandonados, los oscuros pasadizos donde el cuerpo no pasa, la imposible claridad de una tarde cuando aún es madrugada. Pero la vida significa tantas cosas: la casa sola, el destierro de cada hombre, el abismo al que nos asomamos, la voz que es el hilo más débil para anudarnos y, sobre todo, los ojos que se abren y comienzan a desear lo que nunca vieron. Decir lo que ya se ha dicho, pero con otras palabras. Encontrar el secreto que nunca nos confesaron. Cuerpo como lenguaje, no como frontera: lo que el cuerpo no puede dejar de sentir, ni escuchar, ni mirar, ni pensar, ni decir, ni decirse. Un lenguaje habitado por dentro y no apenas revestido por fuera. Como la piel, también el lenguaje toma a veces la forma de un latido cardíaco o de una agitación del respirar o de un extraño y persistente movimiento; otras veces, se convierte en muralla, en defensa, en contención. No debería utilizarse el lenguaje solo como recubrimiento o encubrimiento de la vida. Deberíamos ser capaces de un lenguaje como sentido y no solo como sensibilidad. El lenguaje como desorden, como desobediencia, como una suerte de rebelión frente a un mundo que cada vez nos envejece más de prisa. Un lenguaje a flor de piel. Una piel a flor de lenguaje. Saber como soltarse. Quienes ya saben están amarrados a una cosa que desea moverse todo el tiempo. No se dan cuenta que es lo otro lo que nos lleva a rastras: un perro pasea a su dueño, una mesa recibe a los comensales, un pez exánime nos habla del agua impura, la noche nos hace vulnerables. Y algún libro –es decir: algún amigo- nos da las palabras que nunca tuvimos. Verdad como atención. Se trata sólo de escuchar. Como si no hubiera más que un lenguaje que nunca es tuyo, hecho de fragmentos que no se poseen. Como si por un instante lo ajeno se volviera próximo y lo próximo, prójimo. Como si dejaras tus oídos en medio del camino y prescindieras de cada palabra conocida. Como si cada desconocido encarnase la posibilidad de una verdad. Preguntar como vaciar. Hasta hace no demasiado tiempo lo humano era la incógnita de lo humano. Lo desconocido provocaba pasión y miedo y eso mismo era la vida. Cada quien hacía lo que bien pudiera: amaba con partes distintas de su cuerpo, soñaba con otro tiempo en otro sitio, miraba lejos y pensaba cerca, reclamaba para sí lo que aún no era de nadie ni todavía existía. Había quienes nada podían, es cierto. Y también quienes todo lo podían y duraban una ráfaga. Si es verdad, como se dice, que los tiempos han cambiado y que ya nada es como era, será porque el mundo está repleto de especialistas y porque la incógnita parece estar vacía. Ignorar como buscar. No saber qué palabra es la que pronuncia el primer temblor y su posible desvanecimiento. No saber quién guarda las historias que nunca se cuentan o el silencio que persiste más allá del consuelo. No saber desde cuándo una sombra nos sigue ni cuando nos suelta. No saber qué es la lluvia cuando aún no ha venido, ni el rastro de un pájaro cuando aún no hizo vuelo. No saber de qué está hecha la belleza, a no ser de fe, de ceguera y fuego. Dudar siempre de qué lado de una pesadilla nos encontramos, así como jamás saber si hubo un sueño o fuimos soñados por otros. Carecer de nociones sobre el amor cuando se ama y menos sobre la vida en ese instante en que todo está demasiado calmo. No imaginar el decorrer el tiempo, porque no hay sonido o hueso o sangre que logre detenerlo. Desconocer qué seguirá a la voz que nos llama, al cuerpo que viene, al ardor que abraza. Todo lo que sabemos de nosotros proviene de cada una de nuestras ignorancias...C.S