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Impolítica de los derechos humanos.

Arendt, el "derecho a tener derechos" y la desobediencia


cívica

Étienne Balibar
Catedrático emérito de Filosofía Política en la Université Paris X y Distinguihed Profesor of Humanities, University of
California, Irvine
Traducción de D. Sarkis Fernández
Traducción: fr

Abstract:
La filósofa Hannah Arendt intentó volver(se) inteligible aquello que la acción política contiene de
imprevisible, confiriendo una función central a la categoría de acontecimiento. Mucho más que en
el caso de cualquier otro pensador contemporáneo, nos tienta afirmar que nunca ha escrito dos veces
el mismo libro, o dos libros conservando el mismo punto de vista. Aunque ésto no significa, en
ningún caso, que no constatemos en su obra marcadas continuidades, así como la insistencia de
ciertas cuestiones recurrentes, de las que dependen precisamente la apertura del horizonte filosófico
y los desplazamientos analíticos que opera. A partir de esta convicción, estructuraré un análisis
fundamentado en la discusión de ciertos elementos que pertenecen a momentos muy alejados unos
de otros, inscritos en contextos diferentes y de estilo absolutamente heterogéneo -historia, reflexión
especulativa, ensayo militante, periodismo- en un intento de reconstruir la que me parece constituye
una de las problemáticas centrales de sus reflexiones (quizás la problemática central): aquella que
atañe a la "política de los derechos humanos" y sus fundamentos, o mejor dicho a su ausencia de
fundamentos, es decir, a su carácter "in-fundado".

Impolítica de los derechos humanos. Arendt, el "derecho a tener derechos" y la desobediencia


cívica[1]
Toda gran obra tiene su historia: interior y exterior. Reflejando un desarrollo intelectual que a veces
comporta ciertas rupturas y respondiendo a transformaciones históricas que la fuerzan a
reorientarse. Podríamos pensar que esta afirmación es particularmente válida en el caso de una
filósofa como Arendt quien, en el intento de volver (se) inteligible aquello que la acción política
contiene de imprevisible, confiere una función central a la categoría de acontecimiento[2]. Mucho
más que en el caso de cualquier otro pensador contemporáneo, nos podemos afirmar que nunca ha
escrito dos veces el mismo libro, o dos libros conservando el mismo punto de vista. Aunque ésto no
significa, en ningún caso, que no constatemos en su obra marcadas continuidades, así como la
persistencia de ciertas cuestiones recurrentes, de las que dependen precisamente la apertura del
horizonte filosófico y los desplazamientos analíticos que opera. A partir de esta convicción,
estructuraré un análisis fundamentado en la discusión de ciertos elementos que pertenecen a
momentos muy alejados unos de otros, inscritos en contextos diferentes y de estilo absolutamente
heterogéneo -historia, reflexión especulativa, ensayo militante, periodismo- en el intento de
reconstruir la que me parece constituye una de las problemáticas centrales de sus reflexiones (quizás
la problemática central): aquella que atañe a la "política de los derechos humanos" y sus
fundamentos, o mejor dicho a su ausencia de fundamentos, es decir, a su carácter "in-fundado".
Una « crítica de los derechos humanos » muy paradójica
¿De donde proviene la persistente dificultad que presenta el discurso de Arendt sobre los derechos,
al menos desde un punto de vista filosófico? En primer lugar de la conjugación que opera entre una
de las críticas más radicales existentes a todo fundamento antropológico, y por tanto, de la teoría
clásica de los "derechos humanos" como fundamento del edificio jurídico y de su práctica política
correspondiente, y una defensa intransigente de su carácter imprescriptible (al menos en el caso de
algunos de ellos), que identifica prácticamente su menosprecio con la destrucción de lo humano.
¿Cómo se puede rechazar la teoría de la idea que existen unos "derechos humanos fundamentales"
(tal como proclaman la mayor parte de nuestras Constituciones democráticas y las Declaraciones
"universales" a las cuales se presupone una esencialidad en el orden normativo), y situar, al mismo
tiempo, en el corazón mismo de la construcción democrática una política de los derechos humanos
intransigente? ¿Cómo negar por un lado, aquello que se pretende poner en práctica por el otro?
El discurso desarrollado por Arendt en el que constituye (al menos en apariencia) su tratado
filosófico más sistemático, Human condition (1958)[3], no facilita precisamente la tarea. El término
"condición", que figura en el título, es exactamente la antítesis de la idea de "naturaleza"[4], puesto
que repudia doblemente las teorizaciones metafísicas o especulativas de la naturaleza humana.
Reiterando, por un lado, la tesis enunciada por Marx en la 6ª Tesis sobre Feuerbach[5] : no existe
una tal « esencia humana » universal o formal que se aloja en cada individualidad humana (por
ejemplo en la modalidad de un cogito; Arendt 1998, p.280 - en adelante); sino « únicamente », si es
que podemos decirlo así, una pluralidad de individuos humanos, y por tanto, una pluralidad de
relaciones entre ellos, más o menos conflictuales, constitutivas de su « mundo » común[6]. Por otro
lado, y esta vez en las antípodas de Marx, permitiendo nombrar el conflicto, profundamente
alienante, que se desarrolla entre dos tipos de « condiciones »: aquellas que podríamos llamar «
naturales », dado que conciernen a la reproducción de la vida, y aquellas que podríamos llamar «
políticas » (o cívicas), puesto que se refieren a la formación de un espacio público, donde lo común
es reconocido por la pluralidad de seres humanos en tanto que fin propio[7]. Arendt distingue como
uno de los caracteres típicos de la modernidad y de su alienación específica (alienación del mundo,
y no únicamente de sí o del sujeto: Arendt 1998, p.254, 264, 272) el hecho que la creciente
tecnificación de los procesos de reproducción de la vida en una "sociedad de masas" permita a los
seres humanos representarse la reproducción como su actividad por excelencia, substituyendo así la
búsqueda de la "buena vida", es decir la construcción de sus relaciones políticas, fundadas sobre la
irreductibilidad de "posiciones". Paradójicamente, es el desarrollo de una creciente artificialidad
aquello que tiende a "naturalizar" el ámbito de lo político, al mismo tiempo que contribuye a
"socializar" el mundo[8].
Para decirlo en terminología Derridiana, una alienación de tan magna radicalidad parece tener como
contrapartida la tarea de inventar una cosmopolítica « a venir », como sola modalidad de
emancipación que dota a la humanidad con los medios para reconstruir, de otra forma, lo « perdido
» en su historia. Sin embargo, debemos ser cautelosos en aras de evitar toda idealización del pasado,
inclusive del pasado griego donde se encuentra el origen de nuestro concepto de lo político, siendo
conscientes de la lección epistemológica implícita contenida en su pesimismo histórico y su
reticencia a profetizar el avenir[9].
Esto nos lleva a reformular la cuestión abierta por esta noción de política de los derechos humanos
que liga entre ellos los diferentes momentos de su « filosofía práctica », desde el análisis de las
tragedias de la historia contemporánea hasta el ideal republicano de la vita activa; conformándolo
como un dilema tan brutal como posible : ¿Cómo es posible mantener conjuntamente una forma
extrema de institucionalismo, explícitamente cercano a la crítica de las teorías del derecho natural
que podemos encontrar en Burke, y una crítica de la alienación del mundo, difícil de imaginar sin
referencia a un idea o a un modelo (Urbild, Vorbild) de lo humano, incluso si invertimos los
presupuestos antropológicos y las ideas metafísicas de la época clásica ?
Arendt y su « concepto de política »
Podríamos afirmar que encontrar una salida a este galimatías no es demasiado difícil, es más se
encuentra ya formulada en gran parte de los comentarios contemporáneos del ensayo On
Revolution. En efecto, ha llegado a instaurarse como lugar común en las discusiones, señalar que
para Arendt los « derechos humanos » no pueden concebirse como un origen a reencontrar (o a
restaurar) (como indicaban con su propio nombre las « revoluciones » de la época clásica), sino
únicamente como una invención (uno de los sentidos de la auctoritas) o como un comienzo
continuo (arché), (ver por ejemplo Ilaria Possenti 2002, p.99-en adelante). Es precisamente a través
de ese hilo conductor que podemos identificar el legado de Arendt en toda una parte de la filosofía
política contemporánea (o « no-filosofía », o más extensamente « anti-filosofía », compartiendo con
ella la inquietud por establecer una línea de demarcación que se efectúa en particular a través de la
crítica de lo originario, ya sea concebido en términos historicistas o trascendentales; Amiel 2001;
Abensour 2006). Criticando las ideologías « revolucionarias » clásicas, mientras reivindica a su vez
el « tesoro perdido de las revoluciones », Arendt toma sus distancias con respecto a toda
representación -explícita o latente- que concibe la revolución en tanto que restauración, o
redescubrimiento de un « derecho innato » (birthright), o de un estado originario de libertad e
igualdad; de manera que las « constituciones » se convierten en sistemas de garantías de unos
derechos preexistentes (tal como lo había enunciado ya Locke con una precisión inigualable)[10].
Por el contrario, Arendt insiste sobre la idea que las revoluciones, propiamente dichas, « instituyen
» o inventan lo humano, comprendidos los principios de reciprocidad o solidaridad colectiva, y es
por ello que ejercen un efecto duradero o inauguran la« permanencia » de los sistemas políticos
republicanos. Por lo tanto, no derivan de un fundamento, ni reciben su legitimidad de su carácter
universal a priori, sino que son ellas quienes provocan la entrada de lo universal en la historia.
Filosóficamente, nada se opone a eso que llamamos « sin fondo » (o ausencia de fundamento, in-
fundado) (Grundlosigkeit, groundlessness), una modalidad de articulación de la condición práctica e
histórica de los derechos humanos que invierte término a término cierta manera de fundar la política
a partir de una esencia metafísica. Sin duda, es esa idea del "sin fondo", la única que puede
autorizar una identificación de los derechos humanos con una práctica (o una actividad pura), al
precio, no obstante, del reconocimiento de su carácter históricamente contingente o « aleatorio
»[11].
Aunque asumo sin reservas una interpretación clásica de este tipo, no deja de parecerme
incompleta. Me parece importante dar un paso más, iluminando aquello que confiere a la tesis de
Arendt su extrema radicalidad: siguiendo el modelo dialéctico de la coincidentia oppositorum, la
autora no se contenta con designar la institución como fuente del derecho positivo, sino que ve en
ello una construcción de lo humano en tanto que tal, estimulando la idea de una política de los
derechos humanos en la que la disidencia -en su forma moderna de la "desobediencia cívica"- llega
a convertirse en la piedra angular de la reciprocidad fundadora de derechos. En este sentido, no se
trata de una postura historicista (o relativista), pese a que presente la construcción del sistema de
derechos de los individuos como absolutamente inmanente a la historia; y aunque, legitimando las
nociones de "poder" y "autoridad", encuentre el medio para situar en el corazón mismo de la archè,
o de la autoridad política, el principio paradoxal de anarchie; es decir de "no-poder" o de
contingencia de la autoridad. Esto nos conduce a reinterpretar la ausencia de fundamento o el "sin
fondo" de los derechos no sólo e tanto que tesis lógica, sino como una tesis práctica, política en sí
misma, pese a que se halle estructurada de un modo esencialmente antinómico. Toda construcción
política implica una articulación con su elemento contrario (que podríamos denominar
"impolítico"), y por tanto -al menos virtualmente- una recreación permanente de lo político a partir
de su propia disolución; y a fin de cuentas una imposibilidad práctica de separar de una vez por
todas la construcción de lo humano a través de la institución política y de su destrucción o
deconstrucción (que resulta en particular del hundimiento histórico de la institución, e incluso a
veces de su funcionamiento más cotidiano, o más "banal"). De hecho, es precisamente esta
articulación con su propio contrario la que constituye lo político en sí mismo.
No pretendo esconder, en ningún caso, la fragilidad y la imprecisión de estas formulaciones. Es por
ello que desearía que volviéramos nuestra mirada hacía los textos de Arendt (o al menos hacia
algunos de ellos), en busca de la posibilidad de desgajar una dialéctica de los contrarios como la
señalada, la cual coincidiría con la presentación de su propio « concepto de lo político », su Begriff
des Politischen. Para comenzar, se tratará de nombrar y localizar las problemáticas, esperando
poder ampliar la discusión a otros aspectos de la obra de Arendt, a partir de esta base. Partiré de las
relaciones que se entretejen entre la expresión ya célebre « derecho a tener derechos » (en inglés, de
forma más precisa: the right to have rights), la crítica del Estado-nación y aquello que denomino el
« teorema de Arendt » (su posición a contra-corriente de la modernidad en lo que concierne la
relación entre « hombre » y el « ciudadano »). A continuación, volveré la mirada hacia la manera
tan particular a partir de la que Arendt reivindica el modelo « griego» de democracia, o más bien
(dado que la autora no deja de recordarnos en qué medida la terminología originaria importa en este
caso) el concepto de isonomia que no significa, contrariamente a lo que podemos leer aún en
algunos casos, el equivalente de « democracia » (noción que mantienen en los debates griegos una
connotación fuertemente peyorativa), sino más bien el origen de una secuencia que pasa por las «
traducciones » latinas aequum ius y aequa libertas, abocando finalmente en nuestra idea de « égal
liberté » (igual libertad)[12]. En consecuencia, no se trata de un « régimen », sino de un principio o
una regla de constitución de la ciudadanía. Este giro aparente me permitirá concluir con la vuelta a
la manera en la que Arendt practica la antinomia, o desarrolla una concepción « impolítica » de la
política. Al respecto, insistiré especialmente sobre la modalidad anti-teológica de ese uso, que
debemos asociar en particular a la profundidad del ligámen moral y estético que mantenía Arendt
con la tragedia griega[13], y por consiguiente, con una noción de la « ley» que se desliga
metódicamente de la herencia de la soberanía, aunque sea bajo sus formas jurídicas positivas y
secularizadas.
El « teorema de Arendt »
¿Entonces, en qué consiste aquello que llamo el « teorema de Arendt », y qué relación mantiene con
la noción de « derecho a tener derechos »? Es sabido que en el último capítulo de la 2ª parte de los
Orígenes del Totalitarismo, consagrado a « la decadencia de la nación estado y el final de los
derechos del hombre »[14], Arendt desarrolla una tesis provocadora, aunque firmemente fundada en
la observación de las trágicas consecuencias de las guerras imperialistas que conllevaron la
aparición de masas de refugiados « sin Estado » y de seres humanos « superfluos ». Todos esos
seres humanos que -de alguna manera- parecen estar « de sobras », pero quienes siguen estando
físicamente presentes en el espacio mundial, comparten el hecho de encontrarse tendencialmente
privados de toda protección personal a causa de la destrucción o disolución de las comunidades
políticas de las que formaban parte; más allá de los esfuerzos de los organismos internacionales
-creados precisamente como tentativa de « repuesta » a esta situación sin precedente- y los cuales
no dejan de estar permanentemente amenazados de eliminación. Este hecho debe ser leído como
una de las consecuencias perversas de la historia del Estado-nación, que si bien ha servido de marco
histórico para la proclamación universal de ciertos derechos fundamentales de la persona, ha
identificado rigurosamente la pertenencia comunitaria con la posesión de una nacionalidad o con el
estatuto de ciudadano nacional (citizenship, en inglés de los Estados-Unidos, mantiene
esencialmente ese valor). Esta situación refuta de facto el fundamento ideológico proclamado por el
Estado-nación (en todo caso en la tradición democrática y republicana), donde los « derechos del
ciudadano» (es decir del nacional) aparecen como una construcción segunda, « instituyendo » o «
reconociendo » unos derechos preexistentes. Por el contrario, los « derechos humanos » otorgan a la
institución política (en práctica, al Estado) que los transforma en « derechos del ciudadano » su
principio de legitimidad universalista. No en el sentido de una universalidad extensiva, englobando
potencialmente toda la humanidad (dado que el Estado-nación se encuentra limitado por las
fronteras de su territorio y por sus propios criterios de pertenencia), sino significativamente, en el
sentido de una universalidad intensiva, la correspondiente a la ausencia de discriminaciones
internas y a la igualdad de libertad entre sus conciudadanos. En estas condiciones, deberíamos
admitir, tal como lo ha hecho prácticamente toda la tradición jurídica y filosófica moderna, que los
« derechos humanos » están dotados de una extensión mucho más amplia que los derechos del «
ciudadano », al ser lógicamente independientes, posibilitando el reconocimiento de la dignidad de
las personas que no pertenecen a una misma comunidad política, sino « solamente » a la comunidad
natural (o esencial) de los seres humanos. Por ello, convendría organizar internacionalmente su
protección en aquellos casos en que la solidaridad nacional ya no se aplica, y sobretodo en las
situaciones de guerra donde las comunidades nacionales entran en conflicto, excluyéndose unas a
otras[15].
Sin embargo, en la práctica ocurre exactamente lo contrario: cuando los derechos del ciudadano o
sus garantías correspondientes son abolidos o históricamente destruidos para a masas enteras de
individuos, los derechos humanos o de la persona lo son igualmente. Arendt habla entonces de una
« amarga confirmación de la crítica de Burke » dirigida contra la filosofía de los derechos humanos
en nombre de un anti-individualismo de principio y de la primacía otorgada a la institución histórica
sobre el universalismo trascendental[16]. Lo que se nos propone aquí es típicamente un elenchos (o
reductio ad absurdum) en la que la imposibilidad de la consecuencia refuta la premisa teórica. Es
aquello que llamo el « teorema » de Arendt, en un intento de subrayar que su argumentación no
tiene simplemente un valor empírico, sino un significado de principio. No se trata en ningún caso de
sostener que las consecuencias de la guerra y el imperialismo son prácticamente incompatibles con
las pretensiones ideológicas universalistas de las naciones, se debe encontrar igualmente una
compensación o un contrapeso práctico (por ejemplo una « política humanitaria »
internacionalmente reconocida). Cosa que no equivale únicamente a afirmar que a nivel de los «
principios » o del ideal moral los derechos humanos restan concebibles como el fundamento de los
derechos del ciudadano, cuya evolución los contradice de facto. El sentido de la argumentación es
exactamente el inverso, y es por ello que parece una provocación (un poco a la manera en que las
argumentaciones sofísticas aparecían para los Antiguos como provocaciones a la razón y la
tradición): si la abolición de los derechos del ciudadano significa también la destrucción de los
derechos del hombre, es porque en realidad los segundos reposan sobre los primeros y no a la
inversa. Al respecto existe una razón intrínseca, inherente a la noción misma de « derechos » y a su
carácter relacional, o más exactamente, a la idea de reciprocidad que les es inherente: los derechos
no son « propiedades » o « cualidades » que los individuos poseen cada uno por cuenta propia, sino
cualidades que los individuos se confieren los unos a los otros ; y es precisamente por ello que
instituyen un « mundo común » en el que éstos pueden ser considerados responsables de sus
acciones y opiniones. Ahí estriba la importancia crucial que adquiere la fórmula « derecho a tener
derechos »: el derecho a tener derechos es precisamente aquello de lo que son privados los « sin
Estado » y más generalmente los individuos y los grupos de excluidos que se multiplican en las
sociedades contemporáneas. Y entre los derechos de los que son privados los individuos, debemos
incluir el derecho político fundamental de exigir o de reivindicar sus derechos, o el « derecho de
petición» en el sentido de la época clásica. La tesis recíproca que se deriva, es que el derecho «
primero» es justamente el « derecho a tener derechos », tomado absolutamente, o en su
indeterminación (más adelante retomaré este punto), y en ningún caso un derecho « estatutario »
particular. En este sentido, se trata de un derecho sin fundamento a priori, tan contingente como lo
es la comunidad política ella-misma, o más precisamente, la existencia de una comunidad de
acciones políticas, un compromiso simultáneo de los individuos en la acción política común[17].
Paradójicamente (al menos desde la perspectiva de una doctrina metafísica del fundamento), este
derecho a tener derechos es a la vez absoluto y contingente. Es aquel que en la historia moderna, el
Estado-nación ha garantizado y suprimido alternativamente y de una manera violentamente
contradictoria, no solamente para grupos distintos (por ejemplo los ciudadanos de las potencias
coloniales y sus sujetos coloniales), sino, en algunas ocasiones, para los mismos (tal es el caso de
los judíos en Europa, emancipados en la época clásica y desnacionalizados, posteriormente
exterminados en el siglo XX, así como -en grados diversos- de otras categorías de « sin Estado »).
Para mesurar toda la magnitud de esta proposición, debemos esperar a la sección siguiente de los
Orígenes del Totalitarismo y a la interpretación que propone del devenir exterminador del Estado
totalitario. Arendt explora aquí todas las consecuencias del hecho que, según una concepción
universalista (y por lo tanto « humanista ») de la ciudadanía tal como la reivindican los Estados-
Nación, no existe, en el fondo, otra manera de excluir a alguien (o a alguna categoría) del disfrute
de los derechos del ciudadano que excluirlo de la humanidad misma. Recordemos que la cuestión
tratada en este punto no es la situación de los extranjeros, en tanto que ubicados a priori (o más
bien a partir de x momento según una cadena de rectificaciones fronterizazas) en el exterior del
territorio político del Estado, sino la producción continua de excluidos en el seno del Estado
mismo. Un proceso que comienza con la privación de los derechos cívicos, continúa con la
destrucción sistemática de la personalidad moral de los individuos que acaba con el respeto al que
éstos tienen derecho (y que se tienen ellos mismos), y se salda con el asesinato industrializado de
masas que destruye la individualidad o la « figura humana » en sí misma[18]. Comprendemos
entonces de qué manera el institucionalismo de Arendt no se asemeja en nada, en el fondo, con la
larga tradición que, desde Burke y Bentham, conduce al positivismo jurídico (por ejemplo de
Kelsen). La idea implícita en la critica arendtiana de los derechos humanos no es que únicamente la
institución crea los derechos positivos (al mismo tiempo que las obligaciones y las sanciones), cosa
que equivaldría a decir que fuera de la institución, la noción de « derecho » carece de sentido, y por
tanto los individuos no tienen derechos específicos, sino únicamente cualidades naturales
(biológicas, psicológicas, o culturales, etc.).
Pese a las apariencias, y a una cierta tendencia a inscribir a Arendt dentro de la corriente « neo-
clásica » al lado de figuras como Leo Strauss, no se trata tampoco de una vuelta a la noción antigua
de zôon politikon. Nos encontramos ante una idea mucho más radical y, filosóficamente, en sus
antípodas fuera de la institución de la comunidad -no en el sentido de una « comunidad orgánica »,
otro de los mitos naturalista, simétrico, sino en el de reciprocidad de acciones, aquello que Kant
llamaba el « comercio » o « la acción recíproca »- no hay seres humanos. Los seres humanos no
existen como tales, y por lo tanto no son, absolutamente hablando[19]. Nada es más erróneo que
leer Arendt como si intentara abolir o relativizar la asociación entre la idea de humanidad y la de
derechos en general, se trata más bien, de un intento de reforzarla (esta asociación). Arendt no busca
« relativizar » la idea de derechos (o de derechos humanos), sino inversamente, tornarla indisociable
e indiscernible de una construcción de lo humano que es el efecto interno, inmanente de la
invención histórica de las instituciones políticas. Con todo rigor, se debería afirmar que los seres
humanos « son sus derechos », o existen por o a través de ellos. No obstante, esta noción recubre
una profunda antinomia, ya que debemos constatar que las mismas instituciones que crean los
derechos, o más concretamente, por medio de las cuales los individuos devienen sujetos humanos al
conferirse recíprocamente derechos, constituyen asimismo una amenaza para lo humano, desde el
momento en el que destruyen esos mismos derechos, o los obstaculización en su praxis. Así lo
revela la historia del Estado-nación (y de su devenir imperialista, colonialista, exterminador);
aunque ciertamente ocurre lo mismo en el caso de otras formas políticas constituidas
históricamente. Incluyendo la polis griega, en la que el privilegio no reside en ningún tipo de
inmunidad en relación a esta contingencia trágica; sino quizás en el hecho que es mucho menos «
ideológica » o disimulada en lo que respecta a la forma de presentar y de justificar la exclusión que
el discurso universalista moderno.
Archè aoristos
Nos encontramos ahora en la medida de abordar las cuestiones suscitadas por la noción de
isonomia. Retomemos su sentido primero: una institución por o a través de la que los individuos se
confieren los unos a los otros derechos en la esfera política, comenzando por el derecho a la palabra
en pie de igualdad (isègoria), que permite reivindicar o legitimar todos los otros, y que se coagula
en la figura antropológica concreta « derecho a tener derechos ». Ya sea en La condición Humana
(Human condition) o en Sobre la Revolución (On Revolution) (dos libros en realidad
complementarios, escritos en el periodo siguiente a la revolución húngara contra la dictadura
estalinista y que desemboca en la triple « catástrofe » de los años 60 : la guerra americana de
Vietnam, las revueltas estudiantiles del 68 en el mundo y la guerra de los Seis Días entre Israel y los
Países Árabes que conduce a la ocupación de Jerusalén-Este y de los territorios palestinos) Arendt
no deja de insistir sobre la idea -típicamente « sofística »- según la cual, las formas sociales y
políticas no reemplazan una libertad e igualdad « naturales » de los seres humanos, por cierto grado
de desigualdad y tiranía. Por el contrario, las instituciones de la polis, en tanto que reposan sobre la
isonomia, provocan el nacimiento de la igualdad en la esfera pública, así como de la libertad en las
relaciones establecidas con el poder y la autoridad; instaurándolas en el lugar ocupado por las
jerarquías y dominaciones preexistentes. Así, no sólo la institución se encuentra en el origen de una
« segunda naturaleza », sino que ésta nunca estuvo precedida de ninguna suerte de primera
naturaleza real, o si lo fue, lo fue tan solo en el sentido de una indeterminación y posibilidad que
restan virtuales[20].
En este punto, emerge la importancia de un episodio filológico y filosófico sutil, aunque cargado de
consecuencias. Ya sea en The Human Condition[21] o en el ensayo Sobre la Revolución[22], Arendt
no se refiere inicialmente a la definición clásica de « ciudadano » (politès) griego para Aristóteles
en términos de reciprocidad del orden y de la obediencia (archein y archesthai, de donde procede el
"lugar" ocupado por el archôn y el archomenos)[23]; sino al episodio (sin duda ficticio) planteado
por Heródoto en el Libro III (« Thalie ») de sus Historias, a propósito del debate que estalló entre
los Persas en el momento de escoger un heredero, determinando a su vez la propia forma de
gobierno, después del asesinato del impostor que había tomado el poder tras la muerte de Cambises
en una conjura aristocrática (Heródoto 1967, p. 131 -en adelante.)[24]. Debemos remarcar que este
mismo episodio ocupa también una función crucial para Rousseau, considerado adversario íntimo
de Arendt en su proyecto de redefinición de lo político contra la tradición de la « filosofía política »,
y en concreto en lo que respecta al momento negativo de su crítica de la desigualdad, preámbulo de
la tentativa de imaginar un orden constitucional análogo a la naturaleza perdida (Rousseau 1964, p.
195)[25]. En este relato, cada uno de los tres príncipes persas susceptibles de ser designado para re-
fundar el Estado (Ótanes, Megabizes y Darío quien será finalmente escogido, dirigiendo
definitivamente a Persia en la vía opuesta a la de las polis griegas) aboga en favor de uno de los «
regimenes » típicos: la isonomia, la oligarchia y la monarchia[26]. La primera es definida como el
« gobierno de la masa del pueblo» (plèthos archon), en el sentido que, en primer lugar, los « asuntos
[del Estado] son situados en el centro» (es meson katatheinai ta prègmata), y en segundo, los cargos
son atribuidos por sorteo -aunque existe la obligación de rendir cuentas de su ejercicio-; así el «
público » conserva la decisión en último término (bouleumata panta es to koinon anapherei). Tan
sólo cuando esta solución extrema (una especie de « Noche del 4 de agosto » por anticipación) ha
sido rechazada por los nobles persas, Ótanes enuncia, en forma de reivindicación personal, la
fórmula que traduce su ideal político: oute archein oute archesthai ethelô, "je ne veux ni
commander ni obéïr aux autres" (no quiero obedecer ni ser obedecido) (Heródoto 1967, 83, 8).
Evidentemente Aristóteles (y tras él toda la tradición de la « filosofía política » centrada sobre la
ciudadanía) nunca hubiera podido ver en esa fórmula la definición de la virtud política: para que
haya ciudadanos, es imprescindible una archè, un principio de autoridad, aunque su autoridad sea
compartida, o « circule » ente los ciudadanos. El principio de Ótanes, tomado al pie de la letra, es
entonces un principio « anarquista ». Su consideración (para Arendt o para otros) nos obliga a
preguntarnos por el lugar que ocupa el « momento anarquista » en determinada concepción de lo
político.
Evidentemente no pretendo sostener que deberíamos catalogar a Arendt como « anarquista », o que
ésta proponga una indiferenciación entre democracia y anarquía (ella misma se defendió al respecto,
particularmente en su ensayo « On Civil Disobedience », que retomaremos más adelante, y en las
entrevistas realizadas en Alemania al final de su vida). Se trata más bien de entender como su
propia trayectoria está marcada por el abandono absoluto de todo positivismo al incluir en el origen
de la institución política, o más concretamente en el entorno indeterminado de este origen, un
momento de an-arquía imprescriptible, que debe ser constantemente reactivado precisamente para
que la institución sea política. La construcción de lo político, y por tanto la definición del «
ciudadano », no puede ser sino antinómica. Sin duda, la desobediencia y la obediencia a la ley no
son equivalentes, no podrían ser nunca puestas en el mismo plano por la institución; pero el hecho
es que sin posibilidad de desobediencia no hay legitimidad de la obediencia, una tesis que no
remite tanto (como en el caso de las formulaciones clásicas del "derecho de resistencia") a una
naturaleza humana imprescriptible o inalienable, como a la experiencia pragmática del nacimiento,
la historia y la decadencia de las democracias (las « constituciones de la libertad », en general).
Este sendero analítico nos lleva directamente a analizar la propuesta de Arendt en su ensayo sobre la
« desobediencia cívica », suscitado por los debates en torno a la guerra de Vietnam y la disidencia
que desató en el seno de la sociedad americana (Arendt 1970)[27]. Como sabemos, su tesis no tiene
nada de simple. Esto se debe principalmente a sus relaciones con los acontecimientos
contemporáneos que la enmarcan y en los cuales intenta intervenir de una manera específicamente
teórica: no se trata de forjar argumentos a favor o en contra de tal o cual « política », aunque Arendt,
de hecho, sí tome partido al respecto; sino de remontar a partir de problemas coyunturales hasta los
principios republicanos que éstos ponen en juego, y al mismo tiempo -tomando consciencia de la «
contingencia » de la historia a la que pertenecen- rectificar o retrabajar su comprehensión.
Arendt no otorga el nombre de « désobéissance civique» (desobediencia cívica)[28] a una simple
objeción de la consciencia individual, fundada sobre una reacción subjetiva al abuso de poder (o a
aquello que se percibe como tal): habla de « minorías organizadas », e incluso de « masas » (y de
movimientos de masas), que suscitan problemas de orden público y de reconocimiento del poder del
Estado (Arendt1972a, p. 55-109). Sin embargo, no se trata tampoco del simple hecho que un
régimen preso de una crisis de legitimidad deba hacer frente a fenómenos de insubordinación y de
creciente ilegalidad. En cierto sentido, es todo lo contrario: se trata de movimientos colectivos que,
en una situación determinada y con unos objetivos limitados, abolen la forma « vertical » de
autoridad a favor de una asociación « horizontal », para re-crear las condiciones de un
consentimiento libre a la autoridad de la ley. Se trata, a fin de cuentas, no de debilitar la legalidad,
sino de reforzarla, pese a que esta manera de defender la ley contra sí-misma (o contra su puesta en
escena arbitraria por parte del gobierno, la administración, los magistrados) no pueda ser
considerada jurídicamente que como « ilegal », o incluso criminal (en todo caso desde un punto de
vista institucionalista clásico para el que no existe diferencia entre « orden jurídico » y « orden
estatal »)[29]. En su análisis, aquello particularmente relevante es la insistencia en la idea de riesgo
que implica la desobediencia cívica: no se trata de incurrir el riesgo legal (la punición lógicamente
implicada en el hecho de infringir la ley o desobedecer a las autoridades constituidas), cosa
evidente, sino el riesgo político, es decir del error de juicio sobre la situación y sobre las relaciones
de poder que la componen; de manera que la intención de recrear la continuidad de la politeia o de
las condiciones de existencia del ciudadano « activo », podría bien transformarse en su contrario,
por una « truco de la razón » -o más bien de la historia- simétrico al de Hegel, llevando a su
destrucción definitiva.
Merece especial relevancia que Arendt cite de nuevo a Tocqueville en relación a su noción de «
dangers de la liberté » (peligros de la libertad) y se refiera a los « dangers de l'égalité » (peligros de
la igualdad) inseparables de la democracia. Estas nociones están en el centro del dilema político
inherente a los movimientos de disidencia y desobediencia civil, presos entre el autoritarismo y el
conservadurismo del Estado y la posibilidad de degeneración interior de esencia totalitaria:
Sans doute 'le danger de la désobéissance civique est fondamental', mais il n'est pas différent et il
n'est pas plus grave que le danger d'ordre général qui résulte du droit de libre association dont, en
dépit de son admiration, Tocqueville demeurait parfaitement conscient (...) Tocqueville savait bien
qu'il règne 'souvent dans le sein de ces associations une tyrannie plus insupportable que celle qui
s'exerce dans la société au nom du gouvernement qu'on attaque'. Mais il savait également que 'la
liberté d'association est devenue une garantie nécessaire contre la tyrannie de la majorité', que 'c'est
donc un danger qu'on oppose à un danger plus à craindre' et qu'enfin c'est donc en jouissant d'une
liberté dangereuse que les Américains apprennent l'art de rendre les périls de la liberté moins
grands' (...) Il n'est pas nécessaire de rappeler les anciens débats sur les mérites et les périls de
l'égalité, sur les avantages et les inconvénients de la démocratie, pour se rendre compte que tous les
mauvais démons pourraient de nouveau se déchaîner si le modèle premier des contrats d'association
(...) devait être définitivement abandonné. C'est ce qui pourrait se produire, dans les circonstances
actuelles, si ces groupes (...) devaient substituer à des objectifs réels des engagements de nature
idéologique, politique ou autre (...) La menace qui pèse sur le mouvement étudiant, le plus
important aujourd'hui des groupes qui pratiquent la désobéissance civile, n'est pas uniquement le
vandalisme, la violence, les emportements et les mauvaises manières, mais bien la contagion
croissante des influences idéologiques (maoïstes, castristes, staliniennes, marxistes-léninistes, et
ainsi de suite) qui conduisent en fait à la division et à la dissolution de l'association », c'est-à-dire la
privent de sa capacité de rassembler dans une dissidence commune un pluralisme interne de
tendances, modèle réduit de ce que peut être une société de citoyens, une « place publique[30].
(Arendt 1972, p. 104-105)
Estos problemas nos parecen ciertamente rebasados. Aunque la idea de contingencia o de
indeterminación (en lo que respecta a la necesidad o a los riegos del juicio) que inspira estas
consideraciones podría también formularse « en griego ». Por ejemplo remontándonos a la primera
definición de ciudadano propuesta por Aristóteles en la Politica: aquella que lo caracteriza como el
portador de una autoridad o de una archè « indeterminada » o « ilimitada », según la traducción por
la que nos decantemos en el caso de archè aoristos (aunque, sin duda, es necesario conservar ambas
connotaciones, en particular si no deseamos reducir inmediatamente esta característica a una simple
función institucional, cuyo contenido es la participación en las asambleas deliberativas y judiciales,
y por tanto el ejercicio del juicio en los procesos de decisión y rendición de cuentas, bouleuein kai
krinein)[31]. Esta definición (la primera de una serie que incluye tres) es fundamental, y dirige toda
la lógica ulterior. Pese a esto, no debemos olvidar que es también justamente aquella que Aristóteles
busca superar lo más rápido posible, sin duda en razón del peligro que comporta de una mutación
incontrolable de la democracia en tiranía. Sin embargo, no desparece en provecho de otras nociones
mejor sistematizadas o mejor definidas (en particular la segunda definición del ciudadano por la
alternancia de la autoridad y la obediencia: archein te kai archesthai dunasthai, 1277a30) sin dejar
un rastro periódicamente reactivado en la construcción de la politeia en tanto que régimen «
equilibrado » o « perfecto » (tanto como posible humanamente), porque neutraliza los
inconvenientes y adiciona las virtudes de los otros (en práctica solamente : la democracia y la
aristocracia). Este es el caso cada vez que se debe reactivar el fundamento de la polis a través de la
« dominación » o « control » (kurios einai) de aquellos mismos que la componen (la masa uniforme
de ciudadanos), cosa que hace que todo régimen sea en cierto sentido democrático (es más: un
régimen no puede ser anti-democrático)[32]. La tesis de Arendt, por contra, propone que l'archè
debe re-devenir ilimitada o indeterminada (aoristos) en la forma « negativa » de la desobediencia
cívica, ya que ésta anula el privilegio del poder, o permite resituar la capacidad de juzgar del lado
de unos ciudadanos « cualesquiera ». El problema « insondable » por definición (constantemente
objetado a Arendt) y tratado por ella como un desafío que pone a prueba la verdad de las
democracias, es incorporar a la institución su « contrario »: instituir la desobediencia como recurso
último frente a la ambivalencia del Estado, que lo convierte en detractor de las libertades y las
vidas, al mismo tiempo que en su « garante ».
¿Cómo desprenderse de la « servidumbre voluntaria »?
De esta manera, nos resta abordar una dimensión crucial de esta concepción antinómica que
podríamos asociar a cierto modelo « trágico » del sin-fondo de los derechos. El hecho de combinar
una tesis negativa -que llamo el « teorema de Arendt »- que identifica « por defecto » la
construcción de la relación propiamente humana con la posibilidad de un « derecho a tener
derechos » en el marco de una institución política que toma la forma de una comunidad histórica, y
una tesis positiva -que hace de la inclusión de un principio de desobediencia o de disidencia en el
corazón mismo de la obediencia, la condición de existencia de lo político (invirtiendo, por tanto, la
idea de cierre o completitud inherente a aquella de apertura o incompletitud)- , pone en cuestión
toda comprehensión puramente legal (o legalista) del derecho mismo. Oponiéndose a la tautología «
soberana »: la ley es la ley (Gesetz ist Gesetz), lo que significa que por su propia « no-violencia »
(en el sentido tan particular que Arendt otorga a esta noción) pone un límite a la « violencia de las
proposiciones tautológicas » derivadas de lo teológico a lo político[33]. Aquello que puede parecer
extraño, a menos que estemos ligeramente familiarizados con la dialéctica, es que la proposición «
negativa » (reducción al absurdo, o a la imposibilidad) enuncia en realidad la única condición de
posibilidad positiva de la institución, y que la proposición positiva tiene por contenido la idea de
una negatividad dialéctica inmanente a la « vida » de la ley, que acompañará toda su existencia
hasta en lo que se refiere a su aplicación (no limitándose a una « insurrección » fundadora del orden
jurídico considerado en su totalidad o al ejercicio de un « poder constituyente» abocado a
desaparecer en la constitución que él mismo produce).
La cuestión de la obediencia a la ley y la manera en que ésta es concebida por el positivismo
dominante (ligado « orgánicamente » con el funcionamiento del Estado moderno, incluso en tanto
que Estado de derecho o « rule of law ») no es retomada por Arendt de manera abstracta, sino en el
curso de aquello que, por razones históricas y personales fáciles de comprender, fue probablemente
« la experiencia crucial » de su vida de public intellectual: el caso Eichmann. Al respecto, debe
releerse cuidadosamente el capítulo de la obra Eichmann à Jérusalem[34] sobre « Les devoirs d'un
citoyen respectueux de la loi » (Arendt 2002, Cáp. VIII, p. 1149-1163), remarcando el efecto de
generalidad que produce la fórmula abstracta de su contexto; pero evitando asimismo prejuzgar la
relación que Arendt establece finalmente entre « estado de excepción » y « normalidad » del
Rechtsstaat. El capítulo termina con una interpretación provocadora del firme comportamiento de
Eichmann quien, en plena fase de descomposición del III Reich, (y por tanto mientras una parte de
los dirigentes nazis encargados de la puesta en práctica de la « solución final » intentaban « moderar
» la ejecución negociando intercambios de salvo-conductos para ciertos grupos de judíos
condenados al exterminio a cambio de mercancías estratégicas -o la esperanza de acuerdos
personales con los vencedores, los cuales obtuvieron en algunos casos-), mostraba una «
consciencia » intransigente en la ejecución de la orden de exterminio del Führer, tomando
necesariamente el riesgo de entrar en conflicto con sus superiores inmediatos. Arendt muestra que
no se debe ver en ello el signo de un « fanatismo » ideológico particular o de la crueldad
excepcional de Eichmann, sino por el contrario la ilustración de las consecuencias inevitables de
cierta concepción de la ley y de la obediencia a la ley, constitutiva de lo que llama, en la misma
obra, la « banalidad del mal ».
Tres rasgos principales parecen caracterizar la ley entendida en este sentido: su universalidad (el
hecho que no puedan admitirse excepciones, ni por tanto « hacer acepción de personas » en su
aplicación), su carácter imperativo (el hecho que requiere una obediencia incondicional, al pie de la
letra, y no una interpretación o una discusión por parte de los ciudadanos a quienes prescribe su
obediencia), y su absolutidad (este es el punto más problemático, dado que en el caso del sistema
jurídico del III Reich la « fuente » última del derecho no es el orden constitucional o la voluntad
general del pueblo expresada por la vía intermediaria de sus representantes, sino la palabra misma
de Hitler cuyas órdenes tienen « fuerza de ley », puesto que esta llamado a ser la encarnación de la
voluntad del pueblo alemán, incluso cuando éstas se mantienen « no escritas »). Aquello que Arendt
describe como « el fenómeno moral, jurídico y político central de nuestro siglo » reside entonces en
el tránsito -en el límite de ciertas características intrínsecas al formalismo jurídico- que opera la
siguiente inversión: de una función de construcción (o de conservación) del mundo común a una
función de destrucción, sin que por ello la forma misma sea alterada. Contra esta inversión, ni las
garantías de la forma jurídica misma (el hecho que la ley fuera promulgada según las reglas) ni los
mecanismos de defensa moral de la « consciencia » y de la « humanidad » constituyen unas fuentes
suficientes, al presuponer, como propone Arendt, el problema resuelto. Puesto que reside en el
significado mismo de la idea de "ley" en tanto que « orden »o expresión de la voluntad soberana:
Et de même que dans les pays civilisés, la loi suppose que la voix de la conscience dise à chacun : «
Tu ne tueras point », même si l'homme a, de temps à autre, des désirs ou des penchants meurtriers,
de même la loi du pays de Hitler exigeait que la voix de la conscience dise à chacun : « Tu tueras »,
même si les organisateurs de massacres savaient parfaitement que le meurtre va à l'encontre des
désirs normaux et des penchants de la plupart des gens. Dans le 3e Reich, le mal avait perdu cet
attribut par lequel la plupart des gens le reconnaissent généralement : l'attribut de la tentation. De
nombreux Allemands, de nombreux nazis, peut-être l'immense majorité d'entre eux, ont du être
tentés de ne pas tuer, de ne pas voler, de ne pas laisser leurs voisins partir pour la mort (...) et de ne
pas devenir les complices de ces crimes en en bénéficiant. Mais Dieu sait s'ils ont vite appris à
résister à la tentation. (Arendt 2002, p. 1162-1163)[35]
Aquello que, por un lado (el de la obediencia) aparece como « banalidad », « sentido del deber »
ejecutado hasta el final, aparece por el otro como « mal radical », siguiendo el uso crítico que hace
Arendt de esta categoría kantiana, y llevando simplemente al extremo la identificación de la ley con
la expresión de la voluntad, cuya autonomía puede volverse del bien hacia el mal. De la misma
manera, la servidumbre voluntaria (en la que la « buena voluntad » del individuo se vuelve contra
su capacidad de juzgar por sí mismo) aparece como la otra cara del proceso totalitario de
destrucción institucionalizada de lo humano, por la producción y la eliminación de los seres
humanos « superfluos ».
En este sentido, deberíamos esbozar la genealogía de la expresión « Gesetz ist Gesetz » o la ley es
la ley que suministra su expresión típica a la tautología del derecho. Sus orígenes son nebulosos,
aunque nos sintamos tentados por trazar una línea que remonta hasta ciertas máximas del derecho
romano (dura lex, sed lex), o, de forma muy diferente, a los debates de la tradición judía sobre la
obediencia a la Torah (de los que se hace eco Spinoza en el capítulo IV de su Tratado teleológico-
político). Pero el problema crucial parece residir en el tránsito del absolutismo a la ley en sí misma
que está inscrito en la prácticas de los legisladores contemporáneos de la institución del Estado-
nación, en particular en Bodin (y a continuación en Hobbes), pasando de la interiorización de la
soberanía de la voluntad a la forma de la ley en sí misma, que la despersonaliza, o la vuelve
independiente de la persona concreta del soberano y de las circunstancias de su decisión[36].
Evidentemente, el punto central es el hecho que la concepción de la ley en tanto que expresión de la
voluntad soberana (ya sea la del príncipe o la del pueblo) quien somete a « todos en general y cada
uno en particular » a un orden jurídico único, nos conduzca a hacer la economía del consentimiento
de los sujetos (y por consiguiente de su capacidad de contestación, a través de representantes o de
cuerpos intermedios, tal como había sido preservado de forma diversa por las monarquías feudales).
Al mismo tiempo que el Estado adquiere, según la expresión de los juristas, una « autonomía
procesal y decisoria », la ley deviene unilateral, lo que quiere decir que presume la obediencia de
los sujetos o, de hecho, una obediencia previa. No únicamente « le privilège de la loi est d'être
obligatoire sans l'accord des destinataires »[37], sino que « l'acte de souveraineté s'impose
unilatéralement lorsqu'on est [= dès qu'on est] en mesure de distinguer entre son ou ses auteurs et
ses destinataires (les tiers) qui sont assujettis à l'obligation d'obéissance préalable. Il se peut que la
loi du Souverain se heurte à l'opposition active de certains sujets, mais en droit, elle vaut dès qu'elle
est juridiquement parfaite, et donc elle vaut le cas échéant contre la volonté des destinataires. Elle
est par essence contraignante puisque le refus d'y obéir peut impliquer l'usage de mesures
d'exécution »[38] (Beaud 1994, p. 73-74). Esto vale especialmente en aquellos casos en que el
Soberano no es ya un príncipe individual, sino que se presenta como « el cuerpo de los ciudadanos
» mismos, y por tanto independiente de las modalidades de ejercicio del poder legislativo[39]. Esto
conduce inmediatamente a distinguir entre normas que son « contestables » (actos de magistraturas,
decisiones particulares del gobierno) y normas que deben mantenerse eternamente « incontestables
» (leyes a las que, una vez promulgadas, no podemos « apelar », sino únicamente cambiarlas por un
nuevo acto de soberanía), (Beaud 1994, p. 103)[40].
Llegados a este punto, podemos retomar una última vez el análisis de Arendt (más que nunca «
pensando sin contemplaciones », como ella misma lo reivindicaba; Arendt 2007, « Pensée et action
», p. 128, Discusión televisada en Toronto, del 3 al 6 de noviembre de 1972) para precisar
simultáneamente, cual es el trazo exacto de la línea de demarcación entre la institución « normal »,
« conservadora » de la ley y su institución perversa o « criminal » -si es que es posible trazarla
netamente-; y a través de que finta o cambio de paradigma Arendt intenta extraer las consecuencias
políticas (y por tanto, impolíticas) de la puesta en evidencia de una zona gris donde sus dos
extremos, paradójicamente, se unen. La noción de « servidumbre voluntaria » es imprescindible, no
porque aporte una solución (que no sería nunca, más que una repetición del enigma), sino porque
enuncia el problema de manera radical. Siempre que no la leamos como una simple descripción
empírica de situaciones en las que, en grados diversos, los sujetos consienten su servidumbre o
subordinación, por lo que ésta no puede explicarse simplemente como producto de ciertas
relaciones de poder; sino como una interrogación sin respuesta inmediata, o definitiva, sobre las
condiciones de posibilidad, en la constitución misma de la voluntad, de la obediencia incondicional,
o de la voluntad de obediencia sin la que el poder absoluto no puede existir.
Es precisamente esta problemática que había llamado la atención de Arendt cuando tomaba en serio
la referencia de Eichmann en su litigio contra el « imperativo categórico » kantiano y la aplicación
que hacía de su propia obediencia « por deber ». Arendt no solamente no ve una simple y llana
impostura, sino que la vincula a eso que en lenguaje contemporáneo llamamos "proceso de
subjetivación" inscrito en una cierta manera de interpretar la relación del ciudadano a la soberanía, a
través de la universalidad de la ley en tanto que intermediaria:
C'est alors qu'à la stupéfaction générale, Eichmann produisit une définition approximative, mais
correcte, de l'impératif catégorique : « Je voulais dire, à propos de Kant, que le principe de ma
volonté doit toujours être tel qu'il puisse devenir le principe des lois générales. » (...) Il se mit
ensuite à expliquer qu'à partir du moment où il avait été chargé de mettre en ½uvre la Solution
finale, il avait cessé de vivre selon les principes de Kant ; qu'il le savait, et qu'il s'était consolé en
pensant qu'il n'était plus « maître de ses actes », qu'il ne pouvait « rien changer ». Ce que, au
tribunal, il ne parvint pas à discerner est le fait qu'à cette « époque de crimes légalisés par l'Etat »,
comme il disait maintenant lui-même, il n'avait pas simplement écarté la formule kantienne comme
n'étant plus applicable, il l'avait déformée pour lui faire dire maintenant : Agis comme si le principe
de tes actes était le même que celui du législateur ou des lois du pays, ou, selon la formulation de «
l'impératif catégorique dans le 3e Reich » donnée par Hans Frank (...) : « Agis de telle manière que
le Führer, s'il avait connaissance de ton action, l'approuverait » (...) Certes, Kant n'a jamais rien
voulu dire de tel (...) Mais il est vrai que la déformation inconsciente d'Eichmann correspond à ce
qu'il nommait lui-même une adaptation de Kant « à l'usage domestique du petit homme ». Dans un
tel usage domestique, tout ce qui reste de l'esprit kantien est l'exigence qu'un homme doit faire plus
qu'obéir à la loi, qu'il doit aller au-delà du simple impératif d'obéissance et identifier sa propre
volonté au principe qui sous-tend la loi - la source d'où jaillit la loi (...) Pour une bonne part, on peut
trouver l'origine du soin horriblement minutieux avec lequel l'exécution de la Solution finale fut
conduite (...) dans cette étrange notion, en réalité fort répandue en Allemagne, selon laquelle obéir à
la loi signifie non seulement obéir aux lois, mais aussi agir comme si l'on était le législateur des lois
auxquelles on obéit. Ce qui donne la conviction que tout ce qui n'excède pas le simple appel du
devoir ne convient pas. Quel qu'ait pu être le rôle de Kant dans la formation de la mentalité du «
petit homme » en Allemagne, il ne fait aucun doute que, dans un certain sens, Eichmann suivait
effectivement les préceptes de Kant : la loi, c'était la loi, on ne pouvait faire d'exceptions (...) Pas
d'exceptions - voilà la preuve qu'il avait toujours agi contre ses « penchants », sentimentaux ou
intéressés, qu'il n'avait jamais fait que son « devoir » (...)[41]. (Arendt 2002, p. 1150-1151)
La expresión « uso doméstico » que utiliza aquí Arendt no es para nada secundaria. No significa
simplemente « personal » o « privado », sino que se opone al uso público de la « razón práctica »
que, en la verdadera doctrina kantiana tal como la entiende Arendt, convierte el descubrimiento de
principios (o máximas) de la acción conformemente a la ley, en un ejercicio de juicio. Es por ello
que la invocación a la « voz de la conciencia » no puede servir aquí de salvaguarda, sino que se
encuentra arrastrada por el flujo del mismo movimiento de perversión que el imperativo categórico
en sí mismo. Pero el punto más delicado de esta interpretación (que intenta « pensar en sus
extremos » las virtualidades de cierto concepto de ley) reside evidentemente en la proposición sobre
la identificación ideal entre sujeto y legislador. Para esclarecerlo vincularemos este pasaje con las
propuestas desarrolladas en la 3ª parte de los Orígenes del Totalitarismo sobre las relaciones entre el
Jefe y los miembros del « movimiento »:
« La tâche suprême du Chef est d'incarner la double fonction qui caractérise toutes les couches du
mouvement contre le monde extérieur ; et en même temps d'être le pont qui relie le mouvement à
celui-ci. Le Chef (...) revendique personnellement la responsabilité de tous les actes, faits ou
méfaits, commis par n'importe quel membre ou fonctionnaire dans l'exercice de ses fonctions. Cette
responsabilité totale constitue, sur le plan de l'organisation, l'aspect le plus important de ce qu'on
appelle le principe du Chef [Führerprinzip], selon lequel chacun des cadres, non content d'être
nommé par le Chef, en est la vivante incarnation, et chacun des ordres est censé émaner de cette
unique source toujours présente. Cette identification complète du Chef avec tous les sous-chefs qu'il
a nommés, et ce monopole de la responsabilité pour tout ce qui se fait, sont aussi les signes les plus
évidents de la différence décisive entre un dirigeant totalitaire et un dictateur ou un despote
ordinaire. Un tyran ne s'identifierait jamais à ses subordonnés, encore moins à chacun de leurs actes
(...) Cette responsabilité totale pour tout ce qu'accomplit le mouvement et cette identification totale
avec chacun de ses responsables ont une conséquence très pratique : jamais personne n'a
l'expérience d'une situation où il doit être responsable de ses propres actes ou peut en expliquer les
raisons (...) Le véritable mystère du Chef totalitaire réside dans une organisation qui lui permet
d'assumer la responsabilité totale de tous les crimes commis par les formations d'élite du
mouvement et de revendiquer simultanément la respectabilité honnête et innocente du plus naïf de
ses compagnons de route.[42] (Arendt 2002, IIIe partie, chap. XI : « Le mouvement totalitaire », p.
699-700)
Existe, por tanto, una simetría perfecta entre la manera en la que el Jefe, fuente de toda legitimidad,
incorpora las acciones de todos los sujetos, y la manera en la que éstos, interiormente, identifican su
voluntad, en lo que la distingue de las « inclinaciones » y de los « sentimientos » que Kant
consideraba « patológicos » (es decir, producto del arbitrio empírico de cada persona), a la del «
legislador », que ahora es mimetizada con la figura del Jefe[43]. Aunque nos encontramos mucho
más cercanos de la manera en la que La Boétie, en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria,
cuestionaba el mecanismo por el que en una tiranía perfecta (aquello que llama el poder de Uno) «
le tyran asservit les sujets les uns par le moyen des autres, et est gardé par ceux desquels, s'ils
valaient rien, il se devrait garder » (el tirano controla a los sujetos los unos por medio de los otros,
y es custodiado por aquellos de los que, si valieran algo, debería guardarse). En este punto nos
encontramos de nuevo con un proceso de identificación que convierte a cada individuo que dispone
de cierto « poder » en un « pequeño Uno » o como dice La Boétie en un « tyranneau » (tiranillo),
réplica exacta del Uno soberano:
Dès lors qu'un roi s'est déclaré tyran, tout le mauvais, toute la lie du royaume, je ne dis pas un tas de
larronneaux et essorillés qui ne peuvent guère en une république faire mal ni bien, mais ceux qui
sont tachés d'une ardente ambition et d'une notable avarice, s'amassent autour de lui et le
soutiennent pour avoir part au butin et être, sous le grand tyran, tyranneaux eux-mêmes (...) Car, à
dire vrai, qu'est-ce autre chose de s'approcher du tyran, que se tirer plus arrière de sa liberté, et, par
manière de dire, serrer à deux mains et embrasser la servitude ? (...) le laboureur et l'artisan, pour
tant qu'ils soient asservis, en sont quittes en faisant ce qu'on leur dit ; mais le tyran voit les autres
qui sont près de lui coquinant et mendiant sa faveur : il ne faut pas seulement qu'ils fassent ce qu'il
dit, mais qu'ils pensent ce qu'il veut, et souvent, pour lui satisfaire, qu'ils préviennent encore ses
pensées ; ce n'est pas tout, à eux, de lui obéir, il faut encore lui complaire, il faut qu'ils se rompent,
qu'ils se tourmentent, qu'ils se tuent à travailler en ses affaires ; et puis, qu'ils se plaisent de son
plaisir, qu'ils laissent leur goût pour le sien, qu'ils forcent leur complexion, qu'ils dépouillent leur
naturel (...) quelle condition est plus misérable que de vivre ainsi, qu'on n'ait rien à soi, tenant
d'autrui son aise, sa liberté, son corps et sa vie ?[44] (La Boétie 2002, p. 48-49)
Para retomar la situación descrita por Arendt -quien afirma una diferenciación entre la « tiranía »,
aunque sea absoluta, y el « totalitarismo » propiamente dicho- es necesario, por un lado, que la
voluntad particular (el « placer » y el « interés ») del Jefe sea reemplazado por la universalidad (o
más bien por la forma universal) de la ley, y por otro, que el proceso de identificación se extienda a
todos los sujetos, en el ejercicio de ese « poder » mínimo que significa el hecho de que cada uno se
ordene a sí mismo la obediencia, o identifique su voluntad con la del legislador.
Quizás entonces comprendamos mejor, cuál es el dilema que reside en el corazón de la crítica de la
ley-expresión-de-la-voluntad como « absoluto político », que recorre toda la reflexión de Arendt
sobre la historia contemporánea y su tentativa de reencontrar con la ayuda de los Griegos, y más
fundamentalmente de inventar, una acepción de la institución (del nomos) en la que el ejercicio
colectivo del juicio, que se enraíza en la libertad de palabra y se pone a prueba hasta en el riesgo de
la desobediencia, no constituya únicamente el fundamento ideal del poder legislativo, sino la
realidad cotidiana de su ejercicio y de su control por parte de la comunidad de ciudadanos. La
tautología del positivismo jurídico (la ley es la ley) es esencialmente inestable ; o bien requiere un
exceso de convicción o de sentido del deber por parte de los individuos, que puede -en las
circunstancias históricas extremas del totalitarismo- transformarse en una colaboración ciega con la
ejecución del crimen legal; o bien debe ser corregida, con todos los riesgos que esto comporta, a
través de la incorporación del « derecho de desobediencia » a la propia constitución (en el sentido
de una constitución « material », es decir de una práctica de las instituciones públicas, y no de un
texto normativo). Seguramente, sería un poco reduccionista proponer que cada uno de nosotros, en
tanto que ciudadano, no tiene otra salida para no devenir él mismo un « pequeño Eichmann » en
potencia, que transformarse en resistente a la autoridad (en « ciudadano contra los poderes »). De la
misma manera que sería ilusorio imaginar que un Estado o una sociedad en la que la desobediencia
cívica figurara entre los « derechos fundamentales » quedaría por ello inmunizada contra toda
degeneración totalitaria. Y sin embargo, a título cuanto menos de idea reguladora, esta es la elección
que, según Arendt, debe orientar nuestra comprehensión de lo político.
[1]
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Terray E, 1990, La politique dans la caverne, Editions du Seuil

Notes
[1] La versión original de este texto fue presentada en el Coloquio: "Hidden Tradition - Untimely
Actuality?", on the ocasión of the 100th birthay of Hannah Arendt, The Heinrich Böll Foundation,
Berlín, 5-7 October, 2006.
[2] Ver el pequeño libro para nada obsoleto de Anne Amiel, 1996.
[3] Traducido en francés en 1961 con el título de La condition de l'homme moderne. La primera
versión española, publicada bajo el título de La condición humana. Traducción de R.Gil Novales,
data de 1974. NdT.
[4] Ver Arendt 1998, p. 9-10. Arendt llega a declarar que « le défaut principal de la Condition de
l'homme moderne est ceci : c'est encore du point de vue de la vita contemplativa que je regarde ce
que la tradition appelle vita activa, sans jamais rien dire réellement sur cette vita contemplativa »
(Arendt 2007, p. 88). (El defecto principal de la Condición del hombre moderno es el siguiente: es
aún desde el punto de vista de la vita contemplativa que observo aquello que la tradición llama vita
activa, sin decir nada, realmente, sobre esta vita contemplativa)
[5] Recordemos que Arendt reclama la 11ª « Tesis sobre Feuerbach » como criterio de
diferenciación entre la filosofía profesional, « teórica », y la reflexión de los « hombres de acción »,
inmanente a la actividad política (ver. Arendt 1983, p.224). Sobre las relaciones de Arendt con la
obra marxiana en general, cfr. Anne Amiel 2001, p. 117-218.
[6] « Action, the only activity that goes on directly between men without the intermediary of things
or matter, corresponds to the human condition of plurality, to the fact that men, not Man, live on the
earth and inhabit the world. » (Arendt 1998, p. 7). (« La acción, única actividad que se da entre los
hombres sin la mediación de cosas o materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad,
al hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la tierra y habiten el mundo » ; Cfr. H.Arendt
1996, Trad. De M.Cruz. pp.21-22. NdT).
[7] Me refiero a « dos tipos », aunque es sabido que la fenomenología de The Human Condition
reposa sobre la distinción de « tres esferas » de la vita activa que corresponden respectivamente a la
« labor » (labor), el « trabajo » (work) y la « acción » (action). Entre los extremos (es decir, entre la
reproducción de la « vida » natural y el espacio « común » (Zwischenraum, inter homines esse) de
la vida pública, la mediación, que a su vez las articula y las mantiene separadas, está precisamente
constituída por el trabajo. Pero el análisis del capítulo consagrado a este tema en la obra (IV)
mostrará que esta mediación se esfuma por el efecto de la mecanización.
[8] Aquello que The Human condition llama « the unnatural growth of the natural » (p. 47). Ver
también « Le concept d'histoire », en Arendt 1972, p. 119-120.
[9] Evidentemente no me refiero al pesimismo antropológico (agustiniano, hobbesiano) tal como es
valorizado en la época por autores como Schmitt o Leo Strauss, sino al pesimismo histórico. A
caballo entre ambas concepciones, ver las reflexiones críticas de Arendt en torno a la idea de
progreso, básicamente en referencia a Kant (Arendt 2005, p. 187).
[10] La expresión « el tesoro perdido de las revoluciones » da título al último capítulo (VI) de On
Revolution. Y es retomada en el Prefacio de La crisis de la cultura (En castellano, el título del
capítulo se ha traducido como « La tradición revolucionaria y su tesoro perdido », trad. de Pedro
Bravo: 2004. NdT). Así Arendt emplea en varias ocasiones el aforismo de René Char en « Feuillets
d'Hypnos » : « notre héritage n'est précédé d'aucun testament » ("nuestra herencia no está precedida
de testamento alguno")
[11] Ver de nuevo el execelente desarrollo de Possenti, 2002, p. 31-32 et p. 95- en adelante. (« La
fondazione impossibile »).
[12] « Droits de l'homme et droits du citoyen. La dialectique moderne de l'égalité et de la liberté »,
en Balibar 1992, p. 124-150.
[13] En Was ist Politik ? (proyecto de obra publicado después de su muerte), Arendt cita en
particular Eschyle (Arendt, 1993, rééd 2003, p. 118).
[14] Hemos tomado como referencia la traducción de Guillermo Solana, 1987.
[15] Esto permite explicar los derechos políticos en tanto que derivación de la naturaleza que
« elaboran ». De ahí la paradójica proximidad con las teorías naturalistas del derecho de las
naciones, o de las razas (concebidas como « naciones esenciales ». O más exactamente el hecho que
el conflicto entre universalismo y racismo se desarrolle completamente dentro del paradigma de la
« naturaleza »: una naturaleza contra otra, o una interpretación de lo natural en la humanidad contra
otra. Cosa que denota una gran ambigüedad en el concepto mismo de « naturaleza » (cfr. por
ejemplo las reflexiones que Arendt dedica a las propuestas de Gobineau en Arendt 2002, p.431-en
adelante).
[16] Ces faits et ces réflexions apportent une confirmation ironique, amère et tardive aux fameux
arguments qu'Edmund Burke opposait à la Déclaration française des droits de l'homme. Ils semblent
étayer sa théorie selon laquelle ces droits étaient une « abstraction » et qu'il valait bien mieux, par
conséquent, s'en remettre à « l'héritage inaliénable » des droits que chacun transmet à ses enfants au
même titre que la vie elle-même, et proclamer que les droits dont le peuple jouissait étaient les «
droits d'un Anglais » plutôt que les droits inaliénables de l'homme (...) La force pragmatique du
concept de Burke prend un caractère irréfutable à la lumière de nos multiples expériences. Non
seulement la perte des droits nationaux a entraîné dans tous les cas celle des droits de l'homme ;
jusqu'à nouvel ordre, seule la restauration ou l'établissement de droits nationaux, comme le prouve
le récent exemple de l'Etat d'Israël, peut assurer la restauration des droits humains. La conception
des droits de l'homme, fondée sur l'existence reconnue d'un être humain comme tel, s'est effondrée
dès que ceux qui s'en réclamaient ont été confrontés pour la première fois à des gens qui avaient bel
et bien perdu tout le reste de leurs qualités ou de leurs liens spécifiques - si ce n'est qu'ils
demeuraient des hommes... » (Arendt, 2002, p. 602-603). (« Estos hechos y reflexiones aportan una
confirmación irónica, amarga y tardía a los famosos argumentos que Edmund Burke oponía a la
Declaración francesa de los derechos humanos. Parecen apoyar su teoría según la cual tales
derechos no eran más que una « abstracción » y que por tanto, más valía remitirse a « la herencia
inalienable » de los derechos que cada uno transmite a sus hijos de la misma manera que la vida
misma, y proclamar que los derechos de los que disfrutaba el pueblo eran los « derechos de los
ingleses », más que los derechos inalienables del hombre (...) La fuerza pragmática del concepto de
Burke adquiere un carácter irrefutable a la luz de nuestras múltiples experiencias. No únicamente la
pérdida de los derechos nacionales ha significado en todos los casos la pérdida de los derechos
humanos; hasta nueva orden la restauración o el establecimiento de los derechos nacionales, como
lo prueba el reciente ejemplo del Estado de Israel, puede asegurar la restauración de los derechos
humanos. La concepción de los derechos humanos, fundada sobre la existencia reconocida de un ser
humano como tal, ha sido destruida desde que aquellos que los reclamaban se han vistos
confrontados por primera vez a gentes que habían perdido absolutamente todo el resto de sus
cualidades o de sus vínculos específicos -si es que continuaban siendo seres humanos... ». NdT).
Anteriormente (ibid., p. 437-438) Arendt muestra como Burke prepara el racismo transfiriendo los «
privilegios hereditarios » de la nobleza a la nación inglesa en su conjunto (ver el comentario de
Possenti 2002, p. 28). La cuestión tan compleja del sentido de la obra de Burke es retomada por
Arendt 1973 (chap. 2, § V), distinguiendo esta vez entre las Declaraciones francesa y americana.
[17] Arendt lo designa como « el espacio intermedio » (Zwischenraum) o « el entre-dos humano »
(inter homines esse). Cfr. el comentario de Abensour 2006, p. 132.
[18] Estas son las tres etapas distinguidas en Les Origines du totalitarisme (Arendt 2002, p. 795
sq.).
[19] Aquí se encuentra el existencialismo de Arendt, si es que queremos utilizar esta categoría.
[20] Ver en particular los comentarios de Cassin 1995, p. 161-ss. (« Il y a du politique :
citoyenner »), p. 237-ss. (« La cité comme performance »), 248-en adelante (« Ontologie et
politique : la Grèce de Arendt et celle de Heidegger »). Asimismo compárese con la manera en la
que Bertrand Ogilvie trabaja la noción de segunda naturaleza a partir de su relectura de La Boétie,
discutiendo algunas formulaciones como las de « anthropologie négative » (antropología negativa)
o la de « anthropologie de l'altérité » (antropología de la alteridad) : « Anthropologie du propre à
rien », en Le Passant Ordinaire, Octubre 2003 ; « Au-delà du malaise dans la civilisation ; une
anthropologie de l'altérité infinie », en Fernand Deligny 2007, p. 1571-1579.
[21] Cito la que es actualmente la edición de referencia, Arendt 1998, p. 33.
[22] Citando la edición alemana, traducida y ligeramente revisada por la propia H.Arendt : Ueber
die Revolution, R. Piper Verlag, Muenchen 1968, rééd. Büchergilde Gutenberg (Frankfurt a. M. -
Wien - Zürich), p. 36-37.
[23] Cfr. Aristóteles, Politiques, III, 1277a25: el ciudadano perfecto es aquel que aprende
simultáneamente a dar y ejecutar bien las órdenes.
[24] Evidentemente no deja de resultar revelador que, en este relato, Heródoto haga emerger un
debate típico de la « razón » política griega (dibujado por los Sofistas, y retomado por Platón y
Aristóteles), que se sitúa en el origen de la tripartición de los regimenes políticos, desplazándolo al
lugar del Otro; es decir no sólo del enemigo hereditario, sino del Bárbaro, precisamente para
resaltar aquello que contiene de universal. Este hecho no pudo dejar de interesar especialmente a
Arendt, situándose en su reflexión sobre la imparcialidad de la historia, matriz de la política, de la
que las dos fuentes básicas para los Griegos son, a sus ojos, Homero y Heródoto (Arendt 1993, p.
92; 1982, p. 56).
[25] ¿Podríamos llegar a sugerir que Rousseau y Arendt divergen a partir de ese punto común o
« punto de herejía »? Debemos observar que si Rousseau elabora una interpretación « naturalista »
de la fórmula de Ótanes 'oute archein oute archesthai', es precisamente para nombrar la naturaleza
perdida, en la que no hay archè en el sentido de autoridad (de alguna manera: en archè oudemia
archè...); mientras que Arendt propone una interpretación « institucionalista » (oute archein oute
archesthai, es la conquista de la ciudadanía, es decir el derecho a tener derechos, y por tanto, la
posibilidad de abstenerse de revindicarlos o ejercerlos). Resaltándose de todo ello, la equivocidad
de la fórmula de Ótanes, suficiente para explicar su rastro histórico indeleble. Sobre la « fórmula de
Ótanes » y su perennidad, cfr., Terray 1990, p.210-ss.
[26] Compárese el resumen elaborado por Arendt con su uso personal: Arendt 2005, p. 471-472.
[27] La relectura de estos ensayos hoy día, en el contexto de las nuevas guerras llevadas a cabo por
el « mundo libre » y de sus consecuencias constitucionales sobre el estado de la democracia, no
puede evidentemente dejarnos indiferentes.
[28] Ya he explicado en otro lugar los porqués de mi preferencia por la traducción de civil
disobedience por désobéissance « civique » (cívica), más que « civile » (cfr. « Sur la désobéissance
civique », en Balibar 1998). Esta elección ha sido contestada, en particular por Jaques Sémelin en
Libération, 22-23 febrero 1997 (« Aux sources de la désobéissance civile »). Ver igualmente las
críticas de Yves Michaud : « Le refus comme fondation ? » (en Michaud 2006, p. 223-231).
[29] Evidentemente hago referencia a Kelsen, quien desarrolló esta tesis de manera sistemática a
partir de 1922 (Der soziologische und der juristische Staatsbegriff), haciendo de ella la piedra
angular de su teoría « general » de las normas jurídicas. Esto nos conduciría, si la presente
exposición no debiera mantenerse dentro de unos límites razonables, a esbozar la confrontación
entre el antinomismo tal como se presenta en Arendt y Max Weber (« legitimidad » como
probabilidad de obtener la obediencia, de la que su opuesto es la descripción de la « democracia »
de tipo « cívico » -la « ciudad , o el Estado como « ciudad » en general- como régimen
fundamentalmente « ilegítimo », es decir en el que la obediencia es improbable); y las formas que
adopta en las propuestas de Carl Schmitt (donde la cuestión del poder no se pone en términos de
« autoridad », archè, sino de « soberanía »; de ahí la importancia de la distinción establecida por
Arendt entre "violencia" y "poder", y la localización del elemento impolítico de la política no del
lado de la violencia "sagrada" que le es inherente, sino del de una no-violencia o una anti-violencia
esencialmente discursiva, o en este sentido "lógica"). La concepción del poder y de la resistencia
que le es inherente según Foucault constituiría una tercera línea comparativa fundamental.
[30] [Sin duda el « peligro de la desobediencia cívica es fundamental », pero no es diferente y ni
más grave que el peligro del orden general que resulta del derecho de libre asociación del que
Tocqueville, a pesar de su admiración, era perfectamente consciente (...). Tocqueville sabía que "en
el seno de esas asociaciones [reina] una tiranía más insoportable que la que se ejerce en la
sociedad en nombre del gobierno que atacamos. Pero sabía también que la libertad de asociación
se ha vuelto una garantía necesaria contra la tiranía de la mayoría", que "es entonces un peligro
que se opone al temor de un peligro mas grande aún", y que, finalmente, es cuando gozan de una
libertad peligrosa que los Americanos aprenden el arte de hacer menos grandes los peligros de la
libertad" (...). No hace falta recordar los antiguos debates sobre los meritos y los peligros de la
igualdad, sobre las ventajas y los inconvenientes de la democracia, para darse cuenta que todos los
malos demonios podrían desencadenarse de nuevo si se volvía a abandonar definitivamente el
primer modelo de los contratos de asociación (...). Es lo que podría ocurrir en las circunstancias
actuales si esos grupos llegaran a sustituir a unos objetivos reales, compromisos de forma
ideológica, política u otra... (...). La amenaza que pesa sobre el movimiento estudiantil, el grupo
más importante que hoy practica la desobediencia cívica, no es únicamente el vandalismo, la
violencia, los arrebatos y las malas maneras, pero más bien el contagio creciente de las influencias
ideológicas (maoístas, castristas, estalinianas, marxista-leninistas, y así en adelante) que llevan en
realidad a la división y a la disolución de la « asociación », es decir que la privan de su capacidad
de recoger en una disidencia común un pluralismo interno de tendencias, modelo reducido de lo
que puede ser una sociedad de ciudadanos, una « plaza pública »]. NdT.
[31] Aristóteles, Les Politiques, III, 1275a32. En cierto sentido este poder indeterminado demora
virtual, pero « comme il serait ridicule de ne pas reconnaître le pouvoir à ceux qui sont tout-
puissants » (como sería ridículo no reconocer el poder a los todo-poderosos) (kratistoi) ; es
también el poder de hacer y deshacer, de aceptar y de rechazar, tratándose finalmente de un poder
ilimitado, absoluto en su clase, sin « medida » intrínseca, « sans lequel il n'y a pas de peuple dans la
cité » (sin el cual no existe pueblo en la polis) (1275 b 6).
[32] Aristóteles, Politiques, III, 1275b5 : « c'est pourquoi l'on dit que c'est surtout dans la
démocratie qu'il y a du citoyen » (es por ello que afirmamos que es sobretodo en la democracia que
existe el ciudadano). Creo que detrás de la formulación de Aristóteles debemos restituir los debates
sobre el sentido de la isonomia (término del que, remarcablemente, hizo un uso muy acotado!), la
terrible polémica de Platón en el Libro VIII de la República (politeia) contra la democracia
identificada en tanto que régimen que degenera necesariamente en tiranía, a causa de su carácter
intrínsecamente « anárquico » (ninguno autoridad es respetada, ni pública ni doméstica, ni siquiera
aquella de los humanos sobre los animales...).
[33] Cfr. Stanislas Breton: « 'Dieu est dieu'. Essai sur la violence des propositions tautologiques »,
en Breton 1993, p. 131-140. ¿Deberíamos comparar la « no-violencia » arendtiana con otras
nociones antinómicas aparecidas al mismo tiempo o posteriormente en la filosofía política
contemporánea, en particular al « pouvoir des sans-pouvoir » (el poder de los sin-poder) de
Merleau-Ponty (quien ciertamente ha inspirado, como mínimo, la « part des sans-part » -la parte de
los sin-parte- de Jacques Rancière) ? No actuemos apresuradamente, ya que si bien remarcamos un
evidente paralelismo, debemos tener en cuenta que en el caso de Arendt es justamente el « poder »
quien representa esta no-violencia, o anti-violencia. Mientras que Merleau-Ponty habla de
« inventer des formes politiques capables de contrôler le pouvoir sans l'annuler » (« inventar formas
políticas capaces de controlar el poder sin anularlo ») (« Note sur Machiavel », en Merleau-Ponty
1960, p. 282).
[34] Cfr. La traducción española de Carlos Ribalta, H.Arendt, Eichmann en Jerusalén, Barcelona,
Lumen, 1999 (2ª ed.). NdT.
[35] (Y de la misma manera que, en los países civilizados, la ley supone que la voz de la conciencia
dice a cada uno: "No matarás", aunque el hombre tenga, de vez en cuando, deseos o inclinaciones
asesinas, de la misma manera la ley del país de Hitler exigía que la conciencia dijese a cada uno:
"Matarás", aunque los organizadores de las matanzas sabían perfectamente que el asesino iba en
contra de los deseos normales y de las inclinaciones de la mayoría de la gente. En el 3er Reich, el
mal había perdido este atributo por el cual la mayoría de la gente lo reconoce generalmente: el
atributo de la tentación. Muchos Alemanes, muchos nazis, quizás la mayoría de ellos, debieron ser
tentados de no matar, no robar, no dejar a sus vecinos desfilar hacia la muerte (...) y no volverse
cómplices de esos crímenes al beneficiar de ellos. Pero Dios sabe como aprendieron tan rápido a
resistir a la tentación). NdT.
[36] En lo que concierne a Bodin, sigo el extraordinario y lúcido comentario de Olivier Beaud, Titre
I : « La Loy ou la domination du souverain sur les sujets étatiques » (en Beaud 1994, pp. 53-130).
[37] (El privilegio de la ley consiste en ser obligatoria sin el acuerdo de los destinatarios). NdT.
[38] (El acto de soberanía se impone unilateralmente cuando nos encontramos en medida de
distinguir entre su o sus autores y sus destinatarios (los terceros) que son sometidos a la obligación
de obediencia previa. Es posible que la ley del Soberano choque con la oposición activa de ciertos
sujetos, pero en derecho, ésta es válida desde el momento en que es jurídicamente perfecta, y en
este caso es válida aún contra la voluntad de los destinatarios. Es por esencia constringente,
puesto que el rechazo a obedecer puede implicar el uso de medidas para su ejecución). NdT.
[39] Al respecto, encontramos su expresión más clara en el Contrato social de Rousseau, donde « la
misma » voluntad es disociada en tanto que « voluntad general » indivisible del pueblo y « voluntad
particular » de los sujetos de manera que la « distinción » entre autor y destinatarios conlleva como
consecuencia inmediata el derecho del soberano a « forzar a cada uno a ser libre » obedeciendo las
leyes de las que comparte la responsabilidad a través de su incorporación al cuerpo político.
[40] Obsérvese que en su interpretación del comportamiento « rigorista » de Eichmann, Arendt hace
referencia directamente a la forma perversa que toma esta característica en el régimen totalitario:
« Eichmann se rendait compte au moins confusément que ce n'était pas un ordre mais une loi qui les
avait tous transformés en criminels. La différence entre un ordre et la parole du Führer était que la
validité de cette parole n'était pas limitée dans le temps et dans l'espace, ce qui est la caractéristique
principale d'un ordre. » (Eichmann se daba cuenta al menos confusamente que no era una orden,
sino una ley la que los había convertido a todos en criminales. La diferencia entre una orden y la
palabra del Führer era que la validez de esta palabra no era limitada por el tiempo y el espacio,
característica principal de una orden. NdT).
[41] [Es entonces cuando, ante la estupefacción general, Eichmann produjo una definición
aproximativa, pero correcta, del imperativo categórico : "Quería decir, con respecto a Kant, que el
principio de mi voluntad siempre debe ser tal que pueda convertirse en el principio de leyes
generales." (...). Se puso luego a explicar que, a partir del momento en que había sido encargado
de aplicar la Solución Final, había dejado de vivir según los principios de Kant; que él lo sabía, y
que se había consolado al pensar que ya no era "dueño de sus acciones", que no podía "cambiar
nada". Lo que, en el juicio, no consiguió discernir es el hecho que en esa "época de crímenes
legalizados por el Estado", como decía él mismo ahora, no sólo había descartado la formula
kantiana no siendo aplicable nunca más, (sino que) la había deformado para hacerla decir ahora:
Actúa como si el principio de tus actos fuera el mismo que él del legislador o el de las leyes del
país o, según la formulación del "imperativo categórico en el 3er Reich" dada por Hans Franck
(...): "Actúa de tal manera que el Führer, si conociera tu acción, la aprobaría" (...). Ciertamente,
Kant nunca quiso decir nada parecido (...). Pero es verdad que la deformación de Eichmann
corresponde a lo que nombraba él mismo una adaptación de Kant "para el uso doméstico del
pequeño hombre". En un uso doméstico de ese tipo, todo lo que resta del espíritu kantiano es la
exigencia que un hombre tiene que hacer algo más que obedecer a la ley, tiene que ir mas allá del
mero imperativo de obediencia e identificar su propia voluntad con el principio que subyace a la
ley - la fuente de donde surge la ley (...). En buena medida, podemos encontrar el origen del
cuidado horriblemente minucioso con el cual se llevó a cabo la ejecución de la Solución final (...)
en esta noción rara, pero muy difundida en Alemania, según la cual obedecer a la ley significa no
sólo obedecer a las leyes, sino también actuar como si uno fuera legislador de las leyes que
obedece. Cosa que afirma la convicción que todo lo que no excede el mero llamamiento al deber no
conviene. Sea cual sea el papel que Kant haya tenido en la formación de la mentalidad del
"pequeño hombre" en Alemania, no cabe duda que, en cierto sentido, Eichmann seguía
efectivamente los preceptos de Kant: la ley, era la ley, no se podían hacer excepciones (...). Nada
de excepción - eh aquí la prueba que él siempre había actuado contra sus "inclinaciones",
sentimentales o interesadas, que sólo había cumplido con su "deber" (...).] NdT.
[42] (La tarea suprema del Jefe es encarnar la doble función que caracteriza a todas las capas del
movimiento contra el mundo exterior; y al mismo tiempo, estar en el puente que vincula el
movimiento a éste. El Jefe (...) reivindica personalmente la responsabilidad de todos los actos,
hechos o mal hechos, cometidos por cualquier miembro o funcionario en el ejercicio de sus
funciones. Esta responsabilidad total constituye, en el plano de la organización, el aspecto más
importante de lo que se llama el principio del Jefe [Führerprinzip], según el cual cada uno de los
ejecutivos, contentos de ser nominados por el Jefe, vuelven a convertirse en su viva encarnación,
suponiéndose que cada orden emana de una misma y única fuente siempre presente. Esta
identificación completa del Jefe con todos los sub-jefes que ha nombrado, y este monopolio de la
responsabilidad sobre todo lo que se hace, son también los signos evidentes de la diferencia
decisiva entre un dirigente totalitario y un dictador o un déspota ordinario. Un tirano no se
identificaría con sus subordinados, y aun menos con sus actos (...). Esta responsabilidad total por
todo lo que se cumple y esta identificación total con cada uno de sus responsables tienen una
consecuencia muy práctica: nunca nadie tiene la experiencia de una situación donde es
responsable de sus propios actos o puede dar cuenta de ellos (...). El verdadero misterio del Jefe
totalitario esta en una organización que le permite asumir la responsabilidad total de todos los
crímenes cometidos por las formaciones de élites del movimiento y reivindicar simultaneadamente
la respetabilidad honesta e inocente del más ingenuo de sus compañeros de ruta.) NdT.
[43] En este sentido, puede ser tentador, pese a las reservas bien conocidas de Arendt respecto al
psicoanálisis, discutir aquello que, sin embargo, acerca esta fenomenología de la teorización
Kantiana del « modelo » o « prototipo » (Urbild) a la moralidad subjetiva, es decir al Cristo, que es
de forma simultánea, simbólicamente, el « Jefe de la comunidad » de las personas morales
(Religión en los límites de la simple razón).
[44] (A partir del momento en que un rey se ha declarado tirano, todo lo malo, la bazofia del
reinado, no me refiero a un montón de ladroncillos y mutilados que no pueden hacer en una
republica ni bien ni mal, sino aquellos que manchados de una ardiente ambición y de una notable
avaricia, se amontonan en torno a él y lo respaldan para tener una parte del botín y ser, bajo el
gran tirano, tiranillos ellos-mismos (...) ¿Por qué, a decir verdad, en qué consiste acercarse al
tirano, sino en situarse por detrás de la propia libertad, y, por así decir, estrechar con dos manos y
abrazar la servidumbre? (...) El labrador y el artesano, por más sometidos que estén, se consideran
a salvo al hacer lo que se les ordena hacer; pero el tirano ve que quienes están cerca de él,
seduciéndole y mendigando su favor: no deben tan sólo hacer lo que él les dice, sino que deben
pensar lo que él desee, y a menudo, para satisfacerlo, deben adelantar también sus pensamientos; y
no es todo, no solo tienen que obedecer sino también complacerle, tienen que atormentarse,
matarse trabajando por sus asuntos; y luego, que les guste su placer, que dejen su gusto por el
suyo, que fuercen su complexión, que despojen su naturaleza (...). ¿Qué condición es más miserable
que vivir así, sin tener nada propio, teniendo por cuenta de otro su comodidad, su libertad, su
cuerpo y su vida?). NdT.

Para citar este artículo: Étienne Balibar, Impolítica de los derechos humanos. Arendt, el "derecho
a tener derechos" y la desobediencia cívica, Erytheis, 2, Noviembre de 2007,
http://idt.uab.es/erytheis/balibar_es.htm

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