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6: Cultura
Apunte de Cátedra 6
Cultura
Apunte de Cátedra
[Se reproducen aquí en parte los capítulos sobre el concepto de cultura publicados en Apertura a la
Antropología, 2008; 93-128]
Ariel Gravano
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el primero abarca una realidad más total (todo lo que el hombre hace) y el segundo una más
reducida (cierto tipo de obras), sino porque conforman dos perfiles de una misma moneda, ya
que -como veremos- nada de lo que el hombre hace deja de tener un carácter significante, y
esto nos da pie para comenzar a abordar la complejidad del fenómeno y los interrogantes ya
citados.
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En realidad, la cultura del hombre -como fenómeno- existe desde que el hombre es
hombre y produjo el primer artefacto, como se vió cuando estudiamos los procesos de
hominización y humanización. Pero la palabra cultura aparece en 1750 (pleno Iluminismo),
enunciada por el estadista y filósofo francés Anne Robert Jaques Turgot: cultura es -dice- el
“tesoro de signos” que constituye la “herencia social” de la Humanidad1, que propende, a la
reproducción de los hombres sobre la base de la transformación de la naturaleza.
Con la expresión “tesoro de signos” se sintetizaba lo que nosotros hoy englobamos en la
noción de cultura en un sentido amplio, que incluye básicamente el lenguaje, sus imágenes
materializadas en relatos, íconos, gestos, que aluden a valores, metáforas, símbolos, y que se
“atesoran” precisamente porque los grupos sociales (y en conjunto la Humanidad, dirá
Turgot) le asignan valor, sentido y necesidad de preservarlos.
Mitos, creencias, tabúes, cultos, ideas, recetas, sistemas de clasificación, transformados
también en prácticas: ceremonias, ritos, oraciones, cantos, formas de conseguir y tratar el
alimento, criar a los niños, de saludar, de considerar a los mayores, a las mujeres, a los
hombres, todo de acuerdo con valores implícitos o expresados públicamente. Lo que nosotros
incluimos en el conjunto de representaciones simbólicas que refieren a significados
compartidos y a prácticas llevadas a cabo en forma regular precisamente por estar valoradas
culturalmente.
La primera asociación es con la noción de cultivo; esto es: lo que hacen o producen los
hombres, lo que no es natural. Y un eje inicial constitutivo del concepto puede ser señalado
por esta distinción entre herencia social y herencia biológica. Esta última es lo que los
hombres -a nivel de su especie- tienen en común con el resto de los seres vivos. Pero la
cultura, los signos, hacen que los hombres se diferencien cualitativamente del reino de lo
puramente orgánico, constituyendo un algo más, que el componente biológico no puede
explicar.
A ese algo más, la cultura, cada generación debe aprenderla en su totalidad, ya que no
se recibe por legado genético. De acuerdo con esta noción inicial, todos los hombres son
igualmente capaces de producir cultura, poseerla, transmitirla y fundamentalmente
renovarla, ya que en la cultura no hay copia; siempre implica innovación, porque el signo es
eso: un resultado de la relación dialéctica entre algo familiar (p.e. el significante, la forma) y
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“Poseedor de un tesoro de signos que tiene la facultad de multiplicar hasta el
infinito, el hombre es capaz de asegurar la conservación de las ideas que ha
adquirido, de comunicarlas a otros hombres y de transmitirlas a sus sucesores
como una herencia constantemente creciente”, decía Turgot [1750] (en Harris
1978: 12).
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algo nuevo: el efecto de significado que puede tener en los receptores. Por eso la cultura es un
terreno de interminables interpretaciones de esos signos que, para mayor precisión,
llamaremos símbolos2.
Hablar de símbolo (o de representación simbólica) implica situarnos en el salto
cualitativo que da nuestra especie en su ruptura con lo dado de su naturaleza. El símbolo se
constituye por sustitución respecto de un referente real o imaginario: cualquier palabra
remite a una cosa, a un estado, a “algo” que actúa de referente de lo que la palabra misma
significa.
Pero el símbolo sólo re-presenta (vuelve a presentar), no “es” esa cosa, estado o
situación, sino que, por medio de la abstracción y la síntesis, es posible incluir en él
numerosos casos particulares de referentes que se condensan en el mismo símbolo y hacen
posible la comunicación y la comprensión.
Además de la representación, la cultura incluye los modelos o convenciones en que los
hombres hacen todo, incluyendo sus actividades más ligadas a lo orgánico y natural, como las
formas y normas para comer, vestirse, unirse sexualmente, más que ingerir alimentos,
abrigarse o reproducir la especie. En otras palabras: en ninguna cultura los seres humanos
solamente se nutren, se abrigan o se reproducen: siempre a cada una de esas actividades se
les da una significación, que implica gustos, identidades, orgullos o desprecios compartidos,
normas sobre lo que hay que comer y cómo y en qué momento; qué ponerse sobre el cuerpo y
sobre lo que no hay que hacer con él para no recibir las burlas del conjunto (resultado de la
perplejidad). Y los actos sexuales no dejan de estar regidos por tabúes (eso no se hace, eso no
se toca, eso no se dice, con ése o aquélla no, etc.) y valores ponderados (económico,
sentimental, estético, etc.).
La cultura, entonces, implica hablar de prácticas y representaciones simbólicas,
acciones de vida que adquieren significación establecida por los actores que las comparten y
no sentidos dados en forma natural. Y además implica el establecimiento de modelos que
sirven para la acción, que actúan como parámetros para la atribución de esas significaciones
y valores.
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La constitución misma de la cultura en el reino de lo simbólico implica situarnos
en el terreno de lo arbitrario y lo convencional, de lo que no tiene un sentido
natural o fijo, como podría ser el sentido de las señales que sirven para
establecer la comunicación entre los animales, sino sentidos construidos en
forma explícita o implícita como valores de esa cultura.
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El concepto de trabajo de Marx y Engels es el equivalente a la base de la
producción humana, pero no se reduce ni al trabajo ni a la producción como los
entiende la economía capitalista, como mercancía. “Lo que hoy se llama trabajo
no es más que un fragmento diminuto y miserable de la formidable y
poderosísima producción” La moral mercantilista aleja al trabajo de la totalidad
de los matices que tiene la vida humana, incluida la diversión y el placer, “a
pesar de que también eso es producir” (Marx & Engels: La Ideología Alemana),
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Si decimos que los significados o sentidos no son algo dado sino construcciones
permanentes, también tenemos que tomar nota que en las culturas siempre se establecen
-como afirmamos recién- modelos de lo que hay que hacer, decir, etc. Los monumentos nos
dictan a quiénes debemos venerar y recordar como modelos de acción para el futuro. Los
himnos nos dictan a qué símbolos debemos atenernos para mantener una cierta identidad.
Las ceremonias y ritos nos dictan qué debe repetirse, evocarse, mantenerse. Estas serían
funciones de la cultura que tienden a la reproducción, a la actualización y re-presentación de
ciertos valores, ciertas ideas y no otras.
Y hemos repetido la palabra dictar porque precisamente esos dictados son mensajes que
apuntan a la reproducción porque representan intereses que tratan de imponerse,
conservarse, mantenerse. Y esto es así porque esos valores o ideas a mantener están en riesgo
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“La vida consiste precisamente en que un ser sea al mismo tiempo, en el
mismo instante, el que es y otro. La vida no es, a su vez, más que una
contradicción albergada en las cosas, y en los fenómenos y que se está
produciendo y resolviendo incesantemente: al cesar la contradicción, cesa la
vida...” (Engels: Anti Dühring; 127).
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Cuando Benito Mussolini manda a prisión a Gramsci, ordena a sus carceleros:
“que ese cerebro deje de pensar”...
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El concepto de alternidad no se reduce al de contra-hegemonía o “hegemonía
alternativa” (Williams 1980:132 y ss.) sino que abarca procesos de conflicto u
oposición latentes, de hecho, no sólo de lucha explícita. Es lo que hace que los
mensajes hegemónicos se tornen necesarios para los sectores dominantes, ya
que ponen en riesgo ese dominio.
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aún contrarios a ellos? ¿Por qué “aceptamos” la hegemonía? Porque vivir en la cultura
implica vivir en un mundo de significados en construcción permanente y no en un mundo de
ideas fijas, transparentes o verdaderas de por sí, cuyo sentido no pueda ni deba ser
contrastado, interpretado y verificado respecto a condiciones reales.
La opacidad de nuestra vida -aquellas representaciones de la realidad que se nos
“escapan” dentro de la totalidad- es la que nos impide conocer todo, saber todo, estar por
encima de los símbolos, pero a su vez es la que nos permite -parafraseando a Engels- estar
vivos, contradiciendo, desentrañando, desenmascarando permanentemente nuestras propias
condiciones de existencia, transparentando mediante nuestra conciencia.
En este proceso, lógico es que las fuerzas de mayor poder tanto comunicativo cuanto
material -como dice Marx- se impongan como las más importantes, verdaderas o hasta
“inevitables”. Por eso la cultura hegemónica efectiva es aquella que se ejerce con flexibilidad,
que se adecua a situaciones y cambios. La hegemonía “no actúa en forma impositiva ni
unidireccional” (García Canclini 1987: 23), sino que opera mediante cambios, ambigüedades
y sentidos cruzados, en los que básicamente lo que se dirime es el poder de imponer por
consenso sentidos ajenos y aún contrarios a los intereses de quienes se los apropian.
Lo importante es que los mismos contenidos culturales pueden resultar hegemónicos,
esto es conservadores de intereses dominantes en un contexto y contrarios a esos intereses en
otros contextos. Es lo que ejemplifica Gramsci con la religión: las mismas creencias y los
mismos ritos pueden esgrimirse para consolidar a sectores dominantes como para luchar
contra ellos. Es precisamente lo que llama “lucha cultural” (Gramsci 1976: 126).
Como estamos viendo, la relación entre la cultura y el contexto de lucha por los
significados -en términos de dominación y hegemonía- no puede estar ajena a la realidad de
la lucha de clases, ya que implica identificar quién ejerce el poder de dictar o pretender dictar
los valores, los modelos, las representaciones, los símbolos y, por lo tanto, determinar las
acciones y los hechos sociales. Pero también nos obliga a categorizar los procesos de
confrontación (oposición explícita) y alternidad (que puede ser una oposición objetiva pero
no declarada respecto al dominio) con relación a los significados dominantes. Por eso
hablamos de puja y contradicción.
Podemos decir que la cultura no brinda la imagen de una laguna apacible, sino que se
parece más al oleaje permanente de un mar embravecido, a una confrontación permanente, a
una lucha por dar, cambiar y reproducir sentidos. Con esto afirmamos que la cultura no
responde a un único orden, lógica o sentido, sino que será precisamente el reinado de la
diversidad, de la heterogeneidad, por su carácter de magma de contradicciones permanentes
y una “arena de luchas” (al decir del semiólogo Valentim Voloshinov) por dar, compartir o
imponer significados.
[…] Cultura, entonces, es el conjunto de operaciones simbólicas y prácticas mediante las
cuales el hombre está en el mundo transformándolo, produciéndolo como un mundo
específicamente humano. Es el conjunto de prácticas y representaciones simbólicas mediante
las cuales, en una determinada sociedad, grupo u organización, la gente, los pueblos, los
sectores sociales, dan sentido, en forma compartida (aún dentro de la heterogeneidad de
intereses y valores determinados por la estructura social), a las acciones y actividades que
realizan.
Se habla del sentido antropológico del concepto de cultura cuando ésta se atribuye a
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todos los hombres, sin establecer juicios de valor sobre cuáles manifestaciones podrían
eventualmente ser o no cultura, o ser más o menos “cultas” o “tener” menos o más cultura.
Este sentido ni siquiera tiene en cuenta estas cuestiones, no se las plantea: se parte de la base
de que toda manifestación (material o simbólica) producida por cualquier grupo humano es
cultura. Este es el concepto que más ha sido utilizado por los antropólogos, iniciales
especialistas en el tema de la diversidad, precisamente por haber apropiado y redefinido el
concepto de cultura en estos términos.
El hecho de partir de la noción de una cultura distribuida por igual -en tanto tal- entre
todos los hombres es lo que hace posible concebir la diversidad entre las manifestaciones de
esa cultura genérica como culturas -en plural-, como diversidad. De esta cuestión surgirá más
adelante el problema de dónde está el límite entre una y otra cultura, porque pensar una
diversidad implica obligarse a establecer elementos en común y elementos que distinguen y,
por lo tanto, hacen posible una identificación entre unidades, como pueden ser cada cultura
en particular (la cultura mapuche, la cultura europea, la cultura nahualt, la cultura
trobriandesa), en distintas escalas.
Hablamos de cultura en un sentido antropológico cuando nos ocupamos de todo lo que
los seres humanos hemos construido en el mundo y todo lo que nos representamos de ese
mundo, las formas de hacer, de pensar y de expresar. Desde este punto de vista, no hay
distingos de más o menos cultura, mejor o peor cultura: todos producimos cultura.
El uso antropológico es relativista cultural, ya que afirma la validez igualitaria de la
pluralidad de culturas, sin que sea admisible que una prepondere sobre otra y cada una deba
ser comprendida en sus propios términos, es decir: tal como la interpretan sus propios
miembros. La paradoja es que la definición más clásica, que ha servido para fundamentar la
perspectiva antropológica, es la de Tylor que vimos al inicio, enunciada en el contexto de la
Inglaterra colonialista y desde la concepción evolucionista, según la cual a la “civilización”
occidental se la pre-concebía como el pináculo de la evolución humana y al mismo tiempo se
atribuye la cultura en particular a la totalidad de la especie y a la totalidad de cosas que la
especie hace. Aplicada hoy, abarcaría desde la narración de un chiste hasta la más complicada
ceremonia religiosa, desde la fabricación de una canoa hasta una nave espacial.
Cuando nos referimos al sentido antropológico, entonces, no estamos hablando de la
cultura entendida como conocimientos refinados, o formas de buena educación, ni tampoco
las bellas artes o la literatura. Este último sentido del concepto sería el uso iluminista, y es el
de uso más recurrente. Si bien es opuesto al sentido antropológico, tienen entre sí relaciones
que se remontan al surgimiento del concepto mismo.
Vimos que la matriz de gestación de la noción de cultura y sobre todo la apropiación
más generalizada es la del iluminismo como tendencia del pensamiento occidental y la
Modernidad como paradigma histórico e ideológico de ese pensamiento. Esto es lo que
explica que el mismo sentido antropológico, que establece la universalidad de la producción
de cultura como patrimonio de la especie humana, sea eclipsado -en situaciones concretas de
uso- por la valoración asimétrica de las diferencias culturales propias de los procesos de
colonialismo y conquista de las que emergieron.
En efecto, la diversidad fue concebida a partir del contraste entre las culturas “otras” de
los territorios colonizados y los valores de las culturas consideradas modernas y civilizadas,
que no eran otras que las de las sociedades dominantes y de sus sectores dominantes. Estos
valores fueron tomados como parámetros desde los que era posible establecer
representaciones etnocéntricas desde culturas pre-concebidas como superiores hacia culturas
consideradas inferiores, lo que muchas veces era expresado como un conflicto entre los
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De esto resulta no sólo que se considere que hay personas, sectores o pueblos más
cultos que otros sino que haya actividades valoradas como propiamente culturales y otras que
caerían lisa y llanamente en el campo de la “in”-cultura o de lo que no sin esfuerzo podría
“aspirar a ser” cultura.
Más allá que el rótulo “humanista” pueda ser un tanto engañoso, digamos que esta
actitud iluminista hacia la cultura es la propia de todos los sistemas de enseñanza, pero
mucho más de los dominantes y por nosotros más conocidos. Éstos últimos se establecen
sobre la base de la idea de un recinto oscuro de por sí (el alumno, etimológicamente, del latín:
alumni, equivalente a un ser sin luz), al que se debe iluminar con la transmisión de
determinados contenidos elegidos de antemano y concebidos como superiores, los que
finalmente él debe ser capaz de reproducir, o sea repetir en forma lo más cercana al modelo
que recibió. Es como, si desde esta posición humanista no se considerara cultura a los valores
de quien todavía no está dentro del sistema formal de apropiación de esos valores: la
educación.
Por eso, el punto de vista humanista establece parámetros que supuestamente sirven
para “medir” el grado de cultura pero a la vez es tolerante ante el otro y, a su manera,
relativamente relativista cultural, ya que considera que cualquiera (persona, pueblo, sector
social) puede escalar o evolucionar desde lo menos perfecto a lo más perfecto, por medio de
la educación en los valores considerados superiores.
De algunos distinguidos argentinos que mechan palabras en francés en su habla
cotidiana, están seguros de cuál tenedor es el apropiado para cada tipo de manjar, se quejan
de lo atascante del tránsito alrededor del Trastévere romano, enarcan sus cejas los fines de
semana ante las páginas culturales de los diarios y a situaciones complicadas les atribuyen el
ser algo “kafkiano”, se suele decir que son “personas cultas”.
Se acostumbra a denominar “cultura general” a un conocimiento acumulado que en
gran medida sirve para establecer una distinción entre los que lo tienen y -paradójicamente-
la generalidad de las personas.
Para agregado cultural de las embajadas se suele nombrar a quien se ha destacado por
su notoriedad en actividades “culturales” por antonomasia, como la literatura, la pintura o la
música “culta”.
Están quienes ritualizan en forma más que abundante la ingesta de bebidas de eufóricos
efectos sin caer en el descontrol, por lo que se les admira su “cultura alcohólica”.
Desde este uso, entonces, vimos que tendría más cultura quien comparte ciertos y
determinados conocimientos, distribuidos en forma distintiva: para saber cuál es el tenedor
más apropiado hay que pertenecer a tal grupo de iniciados en la materia; lo mismo para
conocer tal o cuál término extranjero o lo que se considera cultura “general”, como
conocimiento acumulado. Para saber cuán enmadejado es el tránsito en el centro de Roma
hay que haber estado en Roma, y para saber que algo complejo puede ser “kafkiano” hay que
haber leído a Kafka, y así de seguido.
Acá es necesario no confundir lo verdadero con lo verosímil (lo que es y lo que se cree
que pueda ser). Porque la cuestión de fondo es que para ninguna de estas imágenes es
necesario conocer lo que se dice que se conoce sino ostentarlo, que no es lo mismo. En otras
palabras: lo importante es el valor simbólico que puede adquirir la posesión del conocimiento
de cierto bien distintivo de cultura, lo que representa para ese grupo y para el resto social del
cual ese grupo intenta diferenciarse, apareciendo como “culto”.
Queda claro entonces el carácter socio-céntrico y elitista del sentido humanista o
iluminista de cultura. La especificidad de las páginas culturales de un periódico y de la
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agregaduría diplomática estarían también basadas sobre este sentido, que produce la
valoración de ciertas y determinadas actividades como propiamente culturales,
principalmente las artístico-literarias y de éstas sólo algunas, y principalmente manifestadas
en los centros dominantes. El chisme de la cola del mercado, el refrán en una conversación de
café, el canto de la tribuna futbolera o los cuentos de Jaimito, por ejemplo, no entrarían
dentro de esta clasificación, como tampoco sus ejecutores como “gente de la cultura”.
Y el ejemplo de la cultura “alcohólica” es interesante porque se apartaría de estas
concepciones de lo culto como lo exclusivamente artístico-erudito o como contenido de
conocimiento. Si al que toma mucho se le nota, es un borracho; si no se le nota, es un
hombre culto (de alcohol). La ostentación, lo que se muestra, es lo más importante, aunque la
cantidad real sea la misma.
En el fondo, la perspectiva que prevalece es la de la cultura como algo cuantificado,
acumulable, seleccionable y centralizable, siempre determinada por el sujeto que se
auto-atribuye el poder de cuantificar, acumular, seleccionar y centralizar ciertos valores
supuestamente “más” culturales.
Unidad de contrarios
El sentido antropológico sirve para tomar conciencia que todas las manifestaciones
humanas de cualquier latitud y cualquier época son, han sido y serán cultura, como parte de
la producción simbólico-material de la especie, transmitida en términos de signos aprendidos
y arbitrarios, compartidos y en transformación permanente, y que todas las sociedades y
grupos son productores de cultura, sin que sea posible distinguir en términos de más o de
menos. En consecuencia, nos permite realizar una crítica respecto de las posiciones
etnocéntricas, sociocéntricas y elitistas respecto a la cultura, que en gran medida coinciden
con el sentido que Stocking tipifica como humanistas y en general situamos como iluministas.
Pero debemos tomar nota que ambos sentidos constituyen un par de opuestos que
conforman una unidad, ya que uno se constituye y define en función del otro y, como
veremos enseguida, adquieren un valor analítico y de transformación social sólo si se los ve
en esta unidad de contrarios.
Por ahora digamos que si bien todas las sociedades poseen cultura por igual, no existe
grupo humano que no pondere, dentro de su misma cultura, unos valores por sobre otros.
Lo que equivale a expresar que ninguna cultura deja de reivindicar, enseñar o imponer
ciertos valores, comportamientos o creencias por encima de otras. Si bien las culturas pueden
diferir sobre quién realiza la socialización y educación de los niños (los futuros “sucesores” de
la definición de Turgot), en ninguna cultura se deja de señalar qué se debe decir, qué se debe
tocar, qué se debe hacer, etc., en suma: ninguna cultura, paradójicamente, deja de ser
iluminista consigo misma, con lo que el relativismo cultural extremo encuentra otro punto de
crisis en sí mismo.
[…]
¿Cómo situarse desde una posición y acción transformadora con esta base conceptual
del concepto de cultura?
Evidentemente el concepto antropológico, manejado en forma hipertrofiada, como
hemos visto, tiende a la reproducción del statu quo. Su utilidad se dará siempre y cuando se
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lo maneje como un contrario en unidad con el concepto iluminista. Es difícil pensar una
transformación social sin apelar a un sentido de la cultura como aprendizaje continuo, de
acuerdo con determinados valores y no de absolutizaciones de lo relativo.
Sólo de la combinación dialéctica y constante entre pares analíticos (material-simbólico,
etnocentrismo-relativismo, iluminista-antropológico) se pueden dar cuenta de la realidad
más allá de las naturalizaciones y los preconceptos. Si se recorren las modificaciones que fue
sufriendo la postura de la UNESCO respecto a las cuestiones culturales, se podrá encontrar
de lleno con una dinámica entre la perspectiva iluminista y la antropológica, entre concebir la
cultura como todo lo creado por el hombre y el modo de vida de los pueblos y advertir a la vez
contra los peligros de la provincialización (uno de los efectos del relativismo extremo) de las
realidades culturales, que conlleva al ahistoricismo y la aceptación de modelos estáticos y
congeladores de la historia.
Si la cultura no se hereda más que socialmente y se debe aprender todo en cada
generación, nada puede obligarnos a naturalizar ni el progreso continuo ni un mundo mejor
como algo garantizado de por sí, por el mero transcurrir de los tiempos. Es la Historia, como
eslabonamiento de contradicciones, la que puede construir el progreso, pero también puede
no hacerlo. Y es la acción de los hombres, dentro de las contradicciones de cada sistema
social, la que determina que los cambios sean posibles.
“La fantasía es como la veleta y es como una antena la conciencia del hombre. Amo a
las dos. Las dos en mi tejado vibran como una rosa”, escribió el poeta argentino Raúl
González Tuñón (1905-1974). Tanto la fantasía como la conciencia entran dentro de la
cultura, pues se construyen mediante la dimensión simbólica de las acciones humanas. Es
imposible escindir una de otra, como es imposible, en el mundo humano, dejar de lado el
vuelo creador de las representaciones y el proceso de profundización de la conciencia social,
en el terreno fértil que las contiene como herramienta de análisis y transformación: la
cultura.
Cuerpo y cultura
Lo material y lo simbólico
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hacha como herramienta, la tecnología con la cual fue realizada, en una palabra, el aspecto
utilizado del artefacto. Un diseñador se detendría en sus líneas y formas, un artista en su
valor estético; un coleccionista en su valor como reliquia, y un anticuario en su valor
monetario. Asimismo, un análisis de laboratorio nos brindaría el detalle de su composición
química, determinando a su vez su antigüedad. Sin embargo, un hacha de piedra supone un
conjunto de elecciones, que implican tanto su eficacia, su valor estético y tecnológico, pero
esta hacha adquiere su sentido pleno en el contexto de una cultura particular. Lo que
Lévi-Strauss llama un sistema de elecciones posibles; es decir, esta hacha de piedra es una y
no otra de tantas posibles. Es un producto material dotado de significado, dentro de un
contexto específico. En otros términos, la observación de Lévi-Strauss hace referencia a la
existencia de un sistema cultural particular que opera en elecciones arbitrarias a menudo
percibidas como estrictamente funcionales (utilizando como ejemplo un hacha de piedra, un
objeto aparentemente simple y rudimentario).
Estas observaciones no se limitan al estudio de las llamadas sociedades “primitivas”.
Historiadores como Eric Hobsbawm han percibido con precisión la dimensión simbólica de
la cultura material, tal como surge de las descripciones pormenorizadas que hace del mundo
capitalista del siglo XIX, de donde surge la estrecha relación entre “el interior burgués”, los
objetos que lo habitan, y los valores estéticos, morales, religiosos, las prescripciones de clase
y los símbolos de status. En La era del capitalismo, Hobsbawm se refiere al mundo burgués
del siglo XIX de la siguiente forma:
“Permítasenos comenzar el análisis de esta sociedad... con la
descripción de las ropas que vestían sus miembros y los intereses que las
rodeaban. El hábito hace al monje, decía un proverbio alemán, y ninguna
otra época lo entendió tan bien como ésta, en la que la movilidad social
podía colocar a un gran número de personas en la situación,
históricamente nueva, de desempeñar nuevos (y superiores) roles sociales,
y, en consecuencia vestir las ropas apropiadas. [...] La impresión más
inmediata del interior burgués de mediados de siglo es de apiñamiento y
ocultación, una masa de objetos, con frecuencia cubiertos por colgaduras,
cojines, manteles y empapelados y siempre, fuese cual fuese su naturaleza,
manufacturados. Ninguna pintura sin su marco dorado, calado, lleno de
encajes e incluso cubierto de terciopelo, ninguna silla sin tapizado o forro,
ninguna pieza de tela sin borlas, ninguna madera sin algún toque de
tomo, ninguna superficie sin cubrir por algún mantel o sin algún adorno
encima. Sin ninguna duda era un signo de bienestar y status. [...] Los
objetos expresaban su precio... los objetos eran algo más que simples
útiles, fueron los símbolos del status y de los logros obtenidos... [...] Sus
objetos al igual que las casas que los albergaban eran sólidos... La
dualidad entre solidez y belleza expresaba una neta división entre lo
material y lo ideal, lo corporal y lo espiritual, muy típica del mundo de la
burguesía; sin embargo en él, tanto el espíritu como el ideal dependían de
la materia, y únicamente podía expresarse a través de la misma o, en
última instancia a través del dinero que podía comprarla. Nada era más
espiritual que la música, pero la forma típica en que entró en los hogares
burgueses fue el piano, un aparato excesivamente grande, elaborado y
caro”.
Vemos entonces cómo, tanto en el estudio de las sociedades arcaicas como en las
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Consumo de signos
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