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OPORTUNIDADES?
Estas dos concepciones son excelentes: al fin y al cabo, queremos vivir en una
sociedad que sea a la vez relativamente igualitaria y relativamente meritocrática. Nos
escandalizan las brechas de ingresos que separan a los pobres de los ricos, así como
nos escandaliza la discriminación impuesta a las minorías, las mujeres, los
inmigrantes y los aborígenes que no pueden cambiar de posición social porque, de un
modo u otro, están asignados a su lugar. A primera vista, no se trataría de elegir entre
el modelo de posiciones y el de oportunidades, dado que una sociedad democrática
verdaderamente justa debe combinar la igualdad básica de todos sus miembros y las
“desigualdades justas” que surgen de una competencia equitativa. Por lo demás, los
que objetan esta competencia en la economía la aceptan de buena gana en la escuela o
en el fútbol.
Sin embargo, el hecho de que queramos a la vez la igualdad de posiciones y la igualdad
de oportunidades no nos dispensa de elegir el orden de nuestras prioridades. En
términos prácticos, es decir en términos de políticas sociales y programas políticos, no
se hace exactamente lo mismo según se elija en primer lugar una u otra. Por ejemplo,
no es lo mismo priorizar el aumento de salarios y la mejora de las condiciones de vida
en los barrios populares que implementar políticas educativas para que los niños de
esos barrios tengan las mismas oportunidades que el resto de acceder a posiciones
sociales más ventajosas. Una cosa es abolir una posición social injusta y otra permitir
que los individuos puedan superarla, sin cuestionarla. Ambas cosas son deseables,
pero hay que elegir cuál hacer primero.
Otro ejemplo: en una sociedad que necesariamente debe establecer prioridades, no es
lo mismo mejorar la calidad de la oferta escolar en los barrios desfavorecidos que
ayudar a los alumnos desfavorecidos más meritorios para que tengan la posibilidad de
unirse a la elite social. En otras palabras, no es lo mismo buscar que los miembros de
las minorías etno-raciales estén representados equitativamente en el Parlamento y en
los medios de comunicación que orientar la acción política a que los empleos que ellos
ocupan estén mejor remunerados y sean menos penosos. El argumento según el cual
todo debería hacerse al mismo tiempo no resiste los imperativos de la acción política,
que obliga fatalmente a elegir lo que parece más importante y más decisivo. Podemos
desear tanto la igualdad de posiciones como la igualdad de oportunidades, pero si no
queremos contentarnos con palabras estamos obligados a elegir el camino que
consideremos más justo.
La elección se impone porque estos dos modelos de justicia social no son solamente
esbozos teóricos. En los hechos, son impulsados por movimientos sociales diferentes,
que privilegian grupos sociales e intereses distintos. No movilizan y no construyen
exactamente los mismos actores ni los mismos intereses. Una persona no se define ni
actúa de la misma manera si lucha por mejorar su posición que si busca incrementar
las posibilidades de salir de esa posición. En el primer caso, el actor generalmente es
definido por su trabajo, por su “función”, por su “utilidad”… y por su explotación. En el
segundo caso, es definido por su identidad, por su “naturaleza”… y por la
discriminación que padece en tanto mujer o en tanto minoría estigmatizada. Por
supuesto, estas dos maneras de definirse, de movilizarse y de actuar en el espacio
público son legítimas, pero no deben ser confundidas, y en todo caso tenemos que
elegir cuál priorizar. No hace falta caer en una cosificación de las clases sociales, por
un lado, o de las minorías, por otro, para comprender que una sociedad no se percibe
y no actúa de la misma manera según elija ante todo las posiciones o las
oportunidades.
Posiciones