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Introducción
La vida de todos los seres humanos, nace, crece, se desarrolla y llega a su
madurez, en, por, y para el “encuentro”. El “encuentro” de los padres comunica
la vida al hijo; el “encuentro” de los padres y los hijos, y de los hermanos entre
sí, constituye la familia, principio y fundamento de la sociedad y de la Iglesia.
El “encuentro” con las personas cercanas abre nuestra mente y nuestro
corazón al mundo, da lugar a la amistad, y hace posible que la sociedad crezca
y se desarrolle con vitalidad.
“Encontrarse” con otro implica situarse frente a él, cara a cara con él, para
conocerlo, para amarlo y recibir su amor, para establecer con él una relación
de amistad en la que cada uno comunica al otro, da al otro, lo que él mismo
es, lo que siente y vive en su corazón, su esencia humana, su intimidad
personal.
Jesús es Dios que se encarna porque quiere “encontrarse” con nosotros, los
seres humanos de todos los tiempos y de todos los lugares; Dios que se abaja,
Dios que se anonada porque desea ponerse en nuestra situación para
mirarnos cara a cara, desde nuestra misma altura, conocernos y darse a
conocer, amarnos y establecer con nosotros una relación de amistad íntima y
profunda, comunicarnos lo que Él es – su divinidad -, para hacer florecer
nuestra humanidad.
Si damos una mirada inteligente a los evangelios, podemos decir con certeza
y seguridad, que toda la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte
-e incluso sus apariciones después de la resurrección-, fue una larga serie de
“encuentros personales”, en los cuales comunicó a los hombres y mujeres con
quienes compartió su existencia en el mundo, su fe, su amor y su esperanza.
María Magdalena y Simón Pedro, Zaqueo y la mujer adúltera, la cananea y su
hija, la hemorroísa y el ciego Bartimeo, Jairo y su hija, Lázaro, Marta y María
de Betania, Mateo y Tomás, Felipe y Andrés, el joven rico y la mujer
encorvada, Juan y Santiago, el hombre de la mano seca y el endemoniado de
Gerasa, la viuda pobre y el sordomudo, José de Arimatea y Dimas, el buen
ladrón, Nicodemo y el leproso agradecido, la suegra de Pedro y el centurion
romano, Simón de Cirene y todos los hombres y mujeres que se cruzaron en
su camino, nos dan su testimonio: su “encuentro” con Jesús marcó para cada
uno de ellos y de manera definitiva, su vida.
La mujer adúltera
Juan 7:53-8:11
53
Cada uno se fue a su casa;
8 y Jesús se fue al monte de los Olivos.
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Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les
enseñaba.
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Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en
adulterio; y poniéndola en medio,
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le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de
adulterio.
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Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué
dices?
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Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia
el suelo, escribía en tierra con el dedo.
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Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros
esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.
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E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra.
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Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno,
comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y
la mujer que estaba en medio.
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Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer,
¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?
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Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y
no peques más.
Reflexión
Reflexión
Resulta curioso que este evangelio primero nos habla de Jesús que pide
agua y al final será la mujer quien le pedirá agua a Jesús.
Para la mujer el agua es aquello por lo que ella se esfuerza. Aquello que
le produce alegría cuando lo obtiene. Recordemos que se trata de una
época en la que la gente común no tenía acceso directo al agua en sus
hogares. Tenían que caminar algunos kilómetros para conseguirla.
Jesús llega así a nuestra vida: nos encuentra ahí en lo que más nos motiva,
lo que nos mueve, lo que nos da energía y vida. Lo que nos entusiasma.
Lo que nos cuesta. Por lo que nos esforzamos. Él quiere darnos eso, pero
resignificado, recubierto de un valor mayor: se da Él mismo, es Él aquello
que buscamos y por lo que nos movemos. Él se ofrece de modo gratuito,
sin condiciones previas, de modo ilimitado.
Dicho en otras palabras, Jesús puede hacer que lo que nos mueva, motive,
aquello que nos atrae y nos entusiasma sea Él mismo. Es ahí cuando nos
encontramos con nosotros mismos. Como lo hizo la samaritana…
Pero antes de esto, la samaritana pasa por varias etapas. De una primera
fase que la llamamos sentido literal a una fase de sentido espiritual-
metafórica. Es decir, del sentido literal de agua viva (que puede entenderse
como agua de una corriente pura y no estancada-contaminada), a agua en
el sentido cristológico: Jesús como Aquel que la salva. Aquel que nos
salva.
Nada le impide a Jesús a llegar al corazón de esta mujer. Hasta que ella
reconoce: Él me ha dicho todo lo que he hecho. Este auto reconocimiento
se da casi al mismo tiempo que Jesús, como acto seguido del auto
reconocimiento de Jesús como Mesías. Como el Salvador. Como su
Salvador. Cuando ella lo reconoce de ese modo, ella se reconoce a sí
misma.
Reflexión:
Por eso llega a Jesús. Por eso le pide un consejo para vivir. Pero al llegar
a donde Jesús, se encuentra con que Él le pide un cambio de vida.
Cambiar de su vida a la vida de Jesús. Seguirlo.
Pero antes, Jesús fija su mirada en el joven. Algo que por tantos siglos
habían pedido los judíos: mírame Señor, déjame ver Tu rostro. Todo esto
lo está viviendo el joven. Jesús establece una relación. Pero no cualquier
tipo de relacion: se nos dice que Jesús lo vió de tal manera que se veía el
amor que tenía por él.
Encontrarse con Jesús es encontrarnos con una mirada que nos ama.
Encontrarse verdaderamente con Jesús es encontrarnos con un rostro que
irradia amor, que nos ilumina por el amor que siente por nosotros.
Reflexión