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REFLEXIONES EN TORNO A LOS LÍMITES NATURALES AL CRECIMIENTO

Roberto Bermejo Gómez de Segura


Universidad del País Vasco
Facultad de Ciencias Económicas

Resúmen:
Los autores clásicos consideraban que el crecimiento ilimitado era físicamente imposible. La revolución
neoclásica supone, entre otras cosas, la marginación de cualquier preocupación por los límites físicos durante
unos 100 años. Tampoco las escuelas neoricardiana y marxista han hecho nada por profundizar en el
pensamiento sobre este tema presente en sus fundadores.
Hoy en día, y a medida de que el problema ecológico se agrava, los economistas de estas escuelas participan
de la incipiente concienciación popular. Pero, al ser esta aún débil, no les lleva a ver las implicaciones que el
mismo tiene para sus paradigmas. Esto se traduce en que las tres escuelas tengan puntos básicos de
coincidencia: afirman la posibilidad y bondad del crecimiento continuo y su actuación se mantiene (con la
excepción parcial de la marxista) dentro de los valores de cambio. Por el contrario, la economía ecológica parte
de la afirmación de sentido común de que el crecimiento ilimitado es imposible en un medio físico finito, lo que
le lleva a trabajar por una economía en equilibrio con el mismo. Para ello, necesita demandar de las ciencias de
la Tierra la información pertinente sobre los límites físicos.

Roberto Bermejo Gómez de Segura


Universidad del País Vasco
Facultad de Ciencias Económicas

1. Breve repaso histórico al pensamiento económico en relación con los límites naturales al crecimiento
Los autores clásicos participaban, en general, de la idea de la imposibilidad física de mantener un crecimiento
ilimitado. A Malthus le preocupaba la supuesta existencia de una tendencia, inherente a los seres humanos, a
reproducirse ilimitadamente. A partir de esta visión sobre la dinámica poblacional, Ricardo desarrolló su teoría
de la tendencia al estancamiento del sistema capitalista, debido a que la utilización de tierras cada vez más
marginales encarecía los alimentos, y en consecuencia los salarios (que tendían a bajar al límite de
supervivencia), lo que deprimía los beneficios empresariales. J.S. Mill comprendía en su época madura la
imposibilidad de crecer ilimitadamente y abogaba por una economía de estado estacionario. Por último, Marx
declaraba la incompatibilidad entre el capitalismo y la preservación del equilibrio ecológico y la necesidad de
mantenerlo.
Por el contrario, la llamada revolución neoclásica supone la eliminación de cualquier preocupación por los
límites físicos. Se admitirá implícitamente que la Tierra es una fuente inagotable de recursos y un sumidero de
residuos de capacidad infinita. Mantendrá esta visión durante 100 años: "Entre 1870 y 1970, los economistas
ortodoxos (con algunas excepciones notables) creyeron que el crecimiento económico se podía sostener
indefinidamente" (Pearce y Turner, 90: 13).
Sin embargo, en la década de los 60 empezaron a hacerse evidentes los problemas ecológicos que estaba
creando el fuerte crecimiento económico de la posguerra. Como consecuencia de ello, los gobiernos de los
países más industrializados se empiezan a ver presionados por la opinión pública a desarrollar una política
ambiental y a dedicar fondos importantes a su aplicación. Ante esta situación, la economía ortodoxa no podía
seguir ignorando el problema y su primera reacción fue de alarma. En la primera conferencia de la OCDE sobre
“Economía y Medio Ambiente”, celebrada en 1984, se reconoce la citada postura, pero como algo superado
para entonces:
"Hace quince años había gran preocupación porque la acción medioambiental podía suponer una pesada, si no
intolerable, carga sobre las economías, disminuyendo el crecimiento, agravando el desempleo, aumentando la
inflación, inhibiendo la innovación y distorsionando el comercio" (OCDE, 85: 16).
Por lo tanto, se admitía, aunque de forma implícita, la incompatibilidad entre economía (identificada con
crecimiento, como es habitual) y ecología. A medida que el problema ecológico se ha ido agravando y
alcanzando dimensiones planetarias, la economía ortodoxa no ha podido seguir manteniendo la afirmación de
la incompatibilidad, porque sostenerla supondría la necesidad de sustituir el modelo económico por otro, ya
que ningún modelo económico puede mantenerse indefinidamente, si destruye la base física sobre la que se
asienta. Como este planteamiento resulta inaceptable para los defensores del sistema, la única vía de salida que
queda es defender la compatibilidad entre crecimiento ilimitado y protección de la naturaleza. Incluso se suele
ir más lejos: la defensa de que sólo a partir del crecimiento que se considera que impulsa la liberalización
económica se puede alcanzar la sostenibilidad. Y es que el sistema no puede dejar de crecer, porque su
objetivo es el incremento perpetuo del beneficio monetario. Victor Lebow expresa de forma meridiana la
necesidad de consumir siempre más para seguir creciendo:
"Nuestra economía, enormemente productiva (...) exige que el consumo se convierta en nuestra forma de vida,
que convirtamos en ritos la compra y la utilización de bienes, que busquemos nuestra satisfacción espiritual,
nuestra satisfacción del ego, en el consumo (...) Necesitamos que los objetos se consuman, se quemen, se
sustituyan todavía más rápido" (Durning, 94: 16)
Van en la misma línea las respuestas dadas por varios de los economistas ortodoxos más representativos a las
preguntas en este sentido de Carla Ravioli, en el libro “Economist and the Environment”. Samuelson considera
que es una equivocación identificar básicamente los problemas de contaminación con las naciones
industrializadas, y que no es real la propuesta de mantener "congelado" el PIB de los países ricos, para permitir
que los pobres puedan desarrollarse. Friedman afirma que tales propuestas van contra el derecho de los
ciudadanos a decidir libremente, que nadie sabe cuales son los límites de la Tierra, que se exageran los
problemas (cómo ocurrió en el pasado, según su opinión), para concluir que la sociedad tiene muchos
problemas y "el ambiental no es de los más serios". Por último, Hahn se muestra contrario a la idea de que hay
un consumo excesivo, porque considera que la mayor parte del consumo está mejorando mucho la situación de
la gente. No cree que va a haber una catástrofe debida al crecimiento continuado porque el mercado dará las
señales adecuadas antes de que se produzca. Estos economistas admiten que sólo conocen algo de los
problemas ecológicos a través de los medios de comunicación. Spaventa afirma: “no conozco acerca de esto
más que el hombre de la calle”. Pero este autor, cómo muchos de los entrevistados, declara “estar dispuesto a
confiar en sugerencias (...) de los economistas que se dedican a este tema específicamente”, es decir, confía en
la economía medioambiental (EMA), rama de la economía ortodoxa (Ravaioli y Ekins,95: 60 y siguientes).
Vamos a ver cuales son las propuestas de esta.
2. Las respuestas de la economía medioambiental
La piedra angular del edificio teórico de la EMA es la teoría de la internalización de las externalidades, pero su
última línea de defensa es la teoría de la desmaterialización de la economía, que descansa en última instancia en
la capacidad de la ciencia y la tecnología para lograrla. Es decir, se busca la solución fuera del universo
monetario, en la capacidad de los tecnólogos para alcanzar una economía sostenible.
2.1 Teoría de la valoración del ambiente
La única solución al problema ambiental que la EMA puede diseñar es una de mercado, porque como dice
Gustafsson (1998: 260), “(l)a economía estandar es economía neoclásica y esta es esencialmente la economía
del mecanismo de mercado”. Si se parte de la premisa de que el mercado desregulado es eficiente, la única
razón del problema ambiental es que se trata de bienes libres, es decir, bienes no apropiables privadamente,
por lo que el mercado actúa sin tenerlos en cuenta y por ello “tenderá a sobreutilizarlos”. Dicho de otra forma,
la actividad económica producirá efectos (externalidades), normalmente negativos, sobre otros agentes
económicos, sin que medie ningún pago por los mismos. Por ello, la solución será determinar su correcto valor
de mercado, para que los agentes económicos tengan en cuenta los costes ambientales, tal como opinan tres
reputados economistas medioambientales:
“Uno de los temas centrales de la economía ambiental, que es central también al pensamiento sobre desarrollo
sostenible, es la necesidad de asignar los valores adecuados a los servicios que provee el ambiente natural. El
problema central es que muchos de estos servicios son “libres”. Tienen precio cero simplemente porque no
existe mercado en el que su verdadero valor pueda ser manifestado a través de los actos de comprar y vender”
(Pearce, Markandya y Barbier, 94: 5, 7).
Habría que matizar la afirmación de que la valoración de los bienes libres es uno de los temas centrales de la
economía ambiental, en el sentido de que es el único verdaderamente central, porque, como dicen ellos, es
central para la sostenibilidad. Por otro lado, conviene subrayar su pretensión de calcular los “valores
adecuados” de los servicios ambientales (bienes libres), porque como dicen más adelante, estos realizan una
“función económica”, es decir, contribuyen al bienestar humano, y “esta simple lógica subraya la importancia
de valorar el ambiente correctamente y de integrar estos valores correctos en la política económica”.
Pearce y Markandya (1989: 121) aportan otro argumento. Declaran que, frente al rechazo de muchos, por ilícito
e inmoral, a dar un valor monetario al daño ambiental, este se justifica porque el dinero “es utilizado como la
vara de medir para indicar las pérdidas y ganancias en utilidad o bienestar”. La razón de ello es que “todos
expresamos nuestras preferencias cada día en términos de dinero”.
La técnica de valoración contingente es con gran diferencia la más utilizada. La valoración se obtiene
preguntando a la gente cuánto está dispuesta a pagar por la obtención de un beneficio ambiental, o cuánto
está dispuesta a recibir en compensación por tolerar un daño ambiental. Esta valoración se puede calcular
mediante las respuestas obtenidas a un cuestionario sobre un caso concreto, conocido previamente por las
personas entrevistadas o a través de la información facilitada por el entrevistador. Otra forma de obtenerla es
mediante las respuestas de los sujetos a diferentes estímulos en condiciones de laboratorio, en las que
responden a un cuestionario sobre una situación hipotética.
En estas técnicas se manifiesta una visión mercantilista, según la cual todo tiene su precio y las personas se
mueven sólo impulsadas por motivos económicos. Desde el punto de vista de la cientificidad de la medición
aparecen numerosos fallos. A la hora de determinar el valor nos encontramos con que hay una gran escasez de
datos sobre los niveles, interacciones sinérgicas y consecuencias de los contaminantes. El Centro para la
Conservación Biológica de la Universidad de Stanford reconoce que, por ejemplo, “los ecólogos están justo
empezando a investigar las relaciones entre biodiversidad (a diferentes niveles) y funciones de los ecosistemas
y entre estas funciones y bienestar humano. Las respuestas de los ecosistemas a las perturbaciones,
especialmente aquellas que suponen procesos no lineales e irreversibilidades, apenas han sido exploradas. Los
ecólogos tienen poco más que un sentimiento sobre las repercusiones e interacciones inherentes a las
actividades humanas, tales como la contaminación marina y humedales costeros y la producción de las
pesquerías” (Daily, Ehrlich y Alberti, 96).
No es lo mismo decir cuánto se está dispuesto a pagar que pagar efectivamente. En el contexto hipotético en
que se formula la pregunta las personas tienden a decir que están más predispuestas a pagar de lo que estarían
en una situación real. No se pueden aplicar los criterios de un mercado de mercancías privadas a un supuesto
mercado de bienes colectivos. En el mercado corriente el demandante puede tener acceso a una información
importante sobre la mercancía objeto de compra y conoce su precio, y sabe además que su decisión no va a
influir en las de otros posibles compradores. Esto no ocurre con los bienes colectivos y el conocimiento de la
predisposición a pagar del resto de la gente debe influir en la decisión de los encuestados.
Existe un gran número de recursos y de funciones ambientales, y no parece factible andar preguntando a la
gente por cada una de ellas. En caso de que se hiciera, la población se vería asaltada por una legión de
encuestadores. Para los recursos y funciones de carácter internacional y planetario no tiene sentido hacer la
encuesta en un país solo, y hacer encuestas mundiales multiplicaría enormemente los problemas apuntados
anteriormente. Especialmente en aquellos problemas que afectan a las bases de supervivencia de toda la
humanidad, las encuestas no pueden ofrecer una respuesta adecuada. Estos problemas sólo pueden
resolverse con el cambio de las pautas de consumo y de producción, no mediante el cálculo de los fondos
necesarios según lo que la gente responda que está dispuesta a pagar. Además, este cálculo no tiene sentido
¿Quién paga a quién? (Hueting, 91).
Tratar de dar valor a una totalidad tan compleja resulta un despropósito. Por ejemplo, las algas y las
cianobacterias son responsables del 40% de la fotosíntesis y dar un valor de mercado a las 0,2-1.0 millón de
especies estimadas es una tarea imposible (Gustafsson, 98: 263). Por último, la teoría de la internalización de
las externalidades presupone que los recursos naturales que tienen valor de mercado son gestionados de
forma sostenible. Sin embargo, estamos asistiendo a una destrucción masiva de recursos naturales: bosques,
suelo cultivable, caladeros, combustibles fósiles, etc.
2.2 La liberalización agudiza la insostenibilidad del sistema
Si la internalización de las externalidades permite alcanzar la sostenibilidad, no existe ningún impedimento
físico al crecimiento ilimitado y la liberalización (según nos dicen) permite obtener el máximo crecimiento
posible. Este pensamiento está plagado de contradicciones. Aquí analizaré dos: la que enfrenta, por un lado, la
liberalización y la capacidad de autogobierno de los estados y, por otro, la propia teoría de la internalización de
las externalidades y la liberalización del comercio.

Esta teoría pone la responsabilidad de la sostenibilidad en manos de los gobiernos, porque son los encargados
de la internalización de las externalidades. Pero, resulta evidente que la liberalización reduce la capacidad de
autogobierno de los estados. Dos son al menos las razones de este proceso, la decreciente incidencia de las
decisiones gubernamentales y los problemas de competitividad:

“La globalización reducirá la capacidad de los gobiernos nacionales para actuar unilateralmente. No sólo las
decisiones de los gobiernos individuales tienen menos impacto sobre los mercados globalizados, también
habrá presión creciente para no poner en peligro la posición competitiva de sus propias empresas por medio
de la toma de acciones unilaterales” (OCDE, 97b: 8).

El informe La dimensión social de la liberalización del comercio internacional, que la OIT presentó a la
cumbre G7 de Abril de 1996, también declara que “la globalización de la economía y la mayor competencia
internacional resultante ha limitado las posibilidades de los gobiernos de aplicar políticas económicas
autónomas” (Parlamento Europeo, 96: 33).

La creciente pérdida de capacidad de autogobierno se pone de manifiesto, entre otros muchos casos, a la hora
de aplicar la teoría de la internalización de las externalidades. Se admite que las valoraciones del ambiente
obtenidas aplicando la técnica de la Valoración Contingente dependen básicamente de tres factores: magnitud
del problema, nivel de renta, grado de conciencia ecológica. La valoración obtenida hay que introducirla en el
mercado y normalmente se postula que sea mediante la aplicación de impuestos equivalentes. Pero, como
admite el informe de la OCDE (1993: 84), La fiscalidad y el medio ambiente, existe una gran diversidad de
rentas, de niveles de conciencia ecológica y de problemas ambientales:

“En primer lugar puede haber diferencias importantes entre los países en cuanto a su vulnerabilidad a la
degradación del medio ambiente; cuando la capacidad del medio ambiente para asimilar la contaminación es
muy fuerte, la política puede ser menos restrictiva. En segundo lugar, como las rentas difieren mucho de unos
países a otros, es lógico que difieran también sus preferencias hacia la calidad del medio ambiente nacional”.

Si los factores que determinar la valoración son muy dispares de una país a otro, los impuestos también lo
serán, y en un contexto de liberalización del comercio como el actual, las empresas de los países con impuestos
más altos verán mermada su competitividad. Esta situación es reconocida frecuentemente en los textos de la
OCDE y de la UE, pero no pueden aceptar las consecuencias de la misma. Por ello, siempre buscan una salida
falsa: coordinación de las políticas ambientales. El citado informe de la OCDE admite que "la aplicación de
tasas medioambientales u otras medidas estrictas de política de medio ambiente, sin coordinación, se
acompaña de costos en términos de competitividad" (OCDE, 93: 86). La Comisión Europea (1996: 12) admite
también que son muy diversas "las condiciones, valores y prioridades" según los países, y declara que estas
variaciones "pueden solucionarse con frecuencia de forma eficaz mediante la armonización o la coordinación
internacional de las políticas de medio ambiente".

Pero esta solución carece de rigor, porque, si los costes son dispares, ninguna coordinación evitará que sigan
siéndolo. En ningún caso se profundiza en esta propuesta, se queda en una mera declaración carente de
argumentación. La OCDE y la AEMA admiten que la pérdida de competitividad ha obligado a no aplicar la alta
fiscalidad sobre la energía existente en Suecia, Dinamarca, Finlandia, Noruega y Holanda, a las empresas más
intensivas en energía (OCDE, 93: 96; AEMA, 96). Y esto ocurre en el seno de la Unión Europea, donde existe
una política ambiental común e instituciones de coordinación de las políticas sectoriales.

Si los impuestos ambientales no pueden aplicarse a las empresas que más recursos consumen y más
contaminan, para evitar su pérdida de competitividad, pierden su capacidad disuasoria de comportamientos
antiecológicos y se convierten en meros impuestos, es decir, en un medio de recaudación. El mercado, por lo
tanto, no recibirá las señales correctas y los comportamientos seguirán siendo antiecológicos, según la lógica
del pensamiento que analizo. Existe, en consecuencia, una contradicción entre pedir que se internalicen los
costes ambientales y prohibir las barreras aduaneras para las mercancías que no incorporen dichos costes.

Por otro lado, existe una amplia evidencia empírica que demuestra que la liberalización refuerza ampliamente el
carácter insostenible del sistema. Incrementa el comercio y lo tiende a mundializar. Estos dos factores
determinan el alargamiento creciente de los circuitos de materiales y el incremento del volumen de mercancías y
personas transportadas, lo que determina la proliferación de infraestructuras de transporte, con sus secuelas
de destrucción de tierras cultivables, hábitats, consumos de energía y materiales, etc. Pero el alargamiento de
los circuitos va mucho más lejos del que su puede suponer a partir de la creación de economías más abiertas.
La deslocalización productiva de las transnacionales multiplica la necesidad del transporte a larga distancia. Al
distribuir la producción de componentes por todo el planeta, obliga a transportarlos a los centros de
ensamblage, de donde los productos finales se distribuyen a todo el mundo. Por otro lado, la deslocalización y
las alianzas estratégicas entre empresas llevan a multiplicar los desplazamientos de materiales que son
absurdos desde la lógica general del sistema. Así, en un estudio del Instituto Wuppertal de Alemania se ha
calculado que la distancia total recorrida por los componentes de un yogur es de 7.000 millas, a pesar de que
estos componentes se pueden conseguir en un radio de 50 kilómetros alrededor de la planta de yogures
(Norberg-Hodge, 94). La misma lógica lleva a que muchos países exporten e importen cantidades similares de
productos idénticos. Esto le ocurre, por ejemplo, a GB con la leche y la mantequilla.

La liberalización obstaculiza el cumplimiento de las normas reguladoras del comercio internacional por razones
ecológicas, sociales, sanitarias, etc. Un estudio del Fondo Mundial para la Vida Salvaje (WWF) establece que
el acuerdo NAFTA "estimulará todavía más el comercio, tanto legal como ilegal, de pieles, objetos exóticos de
cuero, papagayos, aves de presa disecadas, productos derivados de tortugas marinas y otras especies
amenazadas muy valiosas" (French, 93: 268). Sólo el 1% de los camiones que pasan la frontera estadounidense
procedente de México es controlado, lo que está produciendo un deterioro de las condiciones sanitarias de los
alimentos importados. También, constituye un obstáculo creciente al logro de nuevos acuerdos
internacionales. A medida de que la liberalización avanza, gana adeptos y las transnacionales y sus grupos de
presión se fortalecen aún más, resulta cada vez más difícil llegar a acuerdos que suponen contravenir los
principios del libre comercio.
La liberalización ejerce una presión desreguladora sobre los países más avanzados. El hecho de que muchos
países tengan unas políticas ambientales muy lasas o inexistentes de facto, sin que ello suponga no sólo
ningún tipo de penalización, representa importantes ventajas para su comercio internacional. Esta presión se
intensifica por la desregulación ambiental que están realizando muchos países de la Periferia, con el objetivo de
atraer inversiones. Son ya 70 los países que han suavizado sus legislaciones ambientales y de recursos
(French, 98: 19). Por lo que estamos inmersos en una carrera hacia el fondo.

La liberalización uniformiza los productos y las tecnologías, lo que implica frecuentemente que no se pueden
adaptar a las particularidades ecológicas de cada lugar: “Por ejemplo, el acceso a tecnologías extranjeras puede
desplazar las tecnologías domésticas existentes, que están mejor adaptadas a las condiciones ambientales
locales” (OCDE; 97b: 67).

Muchos ecólogos consideran que el problema ambiental más importante es el impacto homogenizador y
degradador de la biota mundial que el comercio está provocando, al transportar las especies de unos países a
otros, intencionadamente o no. Esta “polución biológica es mucho más dañina que los tóxicos químicos, y
muchos ha demostrado se tan persistentes como los productos químicos menos degradables” (Ludwig, 96).
Este autor considera que incluso en las regiones más remotas del oeste estadounidense se pueden encontrar
cientos de especies no nativas y estima que están causando pérdidas en la agricultura y los bosques de miles
de millones de dólares al año en EE.UU., aparte de modificar los ecosistemas nativos.
2.3 Las curvas medioambientales de Kuztnets: la supuesta evidencia empírica de la
sostenibilidad del crecimiento ilimitado
La idea de que el crecimiento es, en última instancia, la única garantía de sostenibilidad, resulta
enormemente atractiva para los economistas ortodoxos. Y la forma más concluyente de
respaldarla es apelando a una supuesta evidencia empírica. Se argumenta que en las primeras
etapas del desarrollo el crecimiento determina aumentos de emisiones contaminantes y de
consumo de recursos, pero existe un nivel de renta per cápita (variable según los problemas) a
partir del cual la tendencia se invierte y las curvas de evolución de la degradación ambiental en
función de la renta tienen la forma de una U invertida. Se las suele llamar Curvas
Medioambientales de Kuznets (CMK). En consecuencia, con el crecimiento se desarrollaría un
proceso de desmaterialización de la economía, o dicho de otra forma, de desconexión de la
base física.
Simón Kuznets obtuvo el premio Nobel de economía en 1971 por su trabajo pionero sobre la
medida y el análisis del crecimiento histórico de las rentas nacionales en los países desarrollados.
Una de sus conclusiones se refiere a la relación entre nivel de renta y distribución de la misma, y
establece que al principio del desarrollo se produce un empeoramiento en la distribución de la
renta, pero a partir de un umbral la tendencia se invierte, por lo que la curva que relaciona
distribución de la renta en función de la evolución de la renta per cápita tiene la forma de una U
invertida. Pero Kuznets era consciente de que la distribución de la renta depende de las políticas
económicas: "El trabajo efectivo en este campo (distribución de la renta) exige el cambio de la
economía de mercado a la economía social y política" (Torras y Boyce, 98: 149).
A pesar de que la teoría de Kuznets está alejada de cualquier automatismo de mercado, un
nutrido grupo de investigadores estén intentado probar que las CMK existen, es decir, que a
partir de un nivel de renta la degradación ambiental tiende a disminuir naturalmente. El
precedente de la teoría es una investigación que Janicke y otros miembros de la Universidad de
Praga. Estudiaron las variaciones en relación con la renta de cuatro factores: consumos de
energía, acero y cemento y peso de mercancías transportadas. Analizaron su evolución en 31
países de la OCDE y del COMECON durante el período 1960-1985. Encontraron que se
producían las CMK en los casos del acero y el cemento y un estancamiento en la evolución de los
otros factores a partir de la crisis económica de la década de los setenta (Simonis, 89: 375 y
siguientes).
Los trabajos más influyentes han sido realizados por Grossman y Krueger, del US National
Bureau of Economic Research. Estos autores han desarrollado modelos econométricos para
buscar la relación de la renta y diversos indicadores ambientales. Llegan a la conclusión de que,
"mientras los incrementos en el PNB pueden ser asociados con un empeoramiento de las
condiciones medioambientales en los países muy pobres, la calidad del aire y del agua parece
beneficiarse del crecimiento económico una vez que se alcanza algún nivel de renta crítico. El
punto de cambio de tendencia en estas relaciones en forma de U invertida varía con los diferentes
contaminantes, pero en casi todos los casos se producen con una renta inferior a 8.000 dólares
(de 1985)" (Ferguson y otros, 96: 14).
La teoría es aceptada por el Banco Mundial, la OCDE, la Comisión Europea, etc., con variable
entusiasmo. El informe de la OCDE, Economic Globalization and the Environment, opina que
"algunas formas de contaminación exhiben una relación en forma de U invertida", por lo que "debe
ser considerado natural que (las economías en vías de desarrollo) exhiban unas características
contaminantes más intensivas que los países industrializados" (OCDE; 97b: 26). La Comisión
Europea se muestra más favorable a la teoría en su Comunicación Crecimiento económico y
medio ambiente: Implicaciones para la política económica, ya que le da un grado mayor de
generalidad. Considera que existe "una relación en principio directa y luego inversamente
proporcional (en forma de U invertida) entre las diferentes categorías de contaminación
medioambiental y el crecimiento económico". Aunque matiza esta afirmación al declarar que "no
hay lugar para la complacencia porque hay una serie de problemas medioambientales que han
empeorado en la última década" (Comisión Europea, 94: 6, 7).
Los defensores de las CMK consideran que son cuatro los factores que explicar el cambio de
tendencia hacia la sostenibilidad: terciarización de la economía; desarrollo tecnológico; aumento
de la capacidad de gasto y de la conciencia ciudadana acerca de los problemas ambientales. Si
bien en la primera fase de la industrialización la actividad económica se desplaza de la agricultura
a la industria, posteriormente se produce un cambio estructural hacia los servicios. Se asume que
el primer desplazamiento genera un incremento de los impactos ambientales, mientras que el
segundo los disminuye. Por otro lado, con el crecimiento económico se desarrollan tecnologías
que utilizan menos recursos y contaminan menos. Y, por último, "a medida que aumenta la renta
se está más dispuesto a pagar por una mayor calidad medioambiental" (Comisión Europea, 94:
5).
A continuación analizaré la validez de la teoría. Un destacado grupo de científicos (encabezados
por el premio Nobel en economía Arrow) muestra los elementos principales de la crítica a la
misma, en un artículo aparecido en la revista Science (April, 1995), y que ha tenido notable
resonancia. Considera que la teoría se muestra válida en el caso de contaminantes que generan
impactos locales y costes a corto plazo (tales como las emisiones de SO2, partículas y coliformes
fecales), pero no lo es para contaminantes con efectos a largo plazo e impactos y costes
dispersos (este es el caso del CO2); no estudia la evolución de los recursos, donde es mucho más
difícil encontrar casos positivos; no tiene en cuenta el cambio estructural que se está produciendo
en la economía mundial (Arrow y otros, 95).
Si bien es cierto que algunas de las actividades del sector terciario son menos degradantes del
ambiente que las de los otros dos sectores, también lo es que algunas de ellas lo son en gran
medida. El transporte es el foco principal de la contaminación de las ciudades y contribuye de
forma decisiva a los grandes problemas planetarios. El transporte consumía a principios de la
década de los 90 el 30% de toda la energía comercial y el 60% del petróleo, tal como nos
muestra la Agenda 21. La UE es consciente de que no va a poder reducir las emisiones de CO2
acordadas en Kioto, si no frena la actual escalada del transporte por carretera y aéreo (al ritmo
actual se incrementarán en un 40% en el periodo 1990-2010). El turismo está causando la
degradación de numerosas zonas de gran valor ecológico (Comisión Europea, 1998a y 1998b).
La terciarización de la economía no significa que disminuya la actividad de los otros dos sectores,
sino que su productividad crece mucho más rápidamente que la del sector terciario, por lo que se
tiende a concentrar la mano de obra y la creación de valor añadido en este sector. Pero las
producciones físicas del sector primario y secundario siguen aumentando, lo que se traduce en un
consumo creciente de recursos y en un aumento consiguiente de impactos. Los países del Centro
tienden a mantener un alto nivel de consumo y de emisiones contaminantes porque el incremento
del producto económico es básicamente el resultado del crecimiento de la productividad (medida
sin tener en cuenta la pérdida de bienes y servicios ambientales) porque la población permanece
estancada. Entre la cuarta parte y un tercio de las actividades que contribuyen a la generación de
renta (especialmente actividades del estado) no incrementan la productividad, porque por
definición no puede haber incremento de la misma. En la mayor parte del sector de servicios el
crecimiento de la productividad es escaso. Por lo tanto, su incremento tiene que venir del resto de
las actividades, que corresponden a los sectores primario y secundario. Estas actividades
constituyen el 30% del total, pero generan alrededor del 70% del incremento del producto
económico (Hueting, 90: 111; Hueting, 96: 85).
Con la mayor eficiencia provocada por el cambio tecnológico ocurre lo mismo que con el sector
terciario. Aunque en general son menos degradantes que las tradicionales, algunas de ellas tienen
un alto potencial destructor, que se manifestará en la medida de que se masifiquen. Existe una
abundante literatura que alerta de los enormes peligros potenciales de la biotecnología. Los trenes
de alta velocidad tienen un consumo energético próximo al de los aviones y la construcción de
ferrocarriles adecuados a las altas velocidades produce unos impactos ambientales muy
superiores a los de los ferrocarriles tradicionales. La mejora del rendimiento de los motores de
automóviles es ampliamente compensada por la saturación del tráfico, la utilización de automóviles
más pesados y por el crecimiento de las distancias recorridas por unidad de tiempo. La utilización
de materiales compuestos (tejidos con fibras naturales y artificiales, composites, etc.) impiden su
reciclado.
Ehrlich y Ehrlich (Ekins, 93: 92, 93) muestran que el desarrollo tecnológico no es suficiente para
compensar el efecto combinado del incremento de la población y del consumo per cápita a partir
de la siguiente identidad:
I= P.C.T
I es el impacto ambiental global de la actividad económica. P es el tamaño de la población. C es
la renta per cápita y constituye un indicador de la intensidad de consumo. T representa el impacto
ambiental por cada unidad de renta.
Tomando un período de 50 años, se supone que en este intervalo la población se duplica (lo cual
es una estimación razonable), que la renta per cápita C se cuadruplica (lo que se consigue con un
crecimiento anual cercano al 3%; este supuesto es modesto si la comparamos con lo ocurrido en
los 50 años últimos, ya que en este período la producción se multiplicó por siete (Kaul, 95: 185))
y que es necesario que el impacto ambiental actual sea reducido en un 50%. El resultado de estas
estimaciones es que para que la identidad se mantenga es necesario el impacto ambiental por
unidad de renta T se reduzca por un factor de 16, o lo que es lo mismo, en un 93%. Resulta
altamente improbable que esto se produzca y mucho más improbable que la citada reducción se
mantenga en períodos de tiempo sucesivos, porque el sistema necesita crecer ilimitadamente.
Si bien es cierto que la sensibilización ecológica suele tender a incrementarse con la renta, también
lo es que esta concienciación es muy superficial. Se muestra básicamente en aquellos aspectos
que no ponen en cuestión el modelo, y sobre todo la escala de consumo (separación de los
diversos materiales de las basuras domésticas; defensa genérica de la vida salvaje, etc). Cada vez
existe un mayor consenso acerca de que las causas del problema ecológico actual hay que
buscarlas principalmente en los hábitos de consumo y en las actividades tendentes a satisfacerlo
(Rothman, 98: 182). Crece la superficie de vivienda por persona, el número de automóviles y los
kilómetros viajados, los viajes aéreos, la propiedad de electrodomésticos, etc. La consecuencia
de ello es que aumenta el consumo de papel, de electricidad y la generación de residuos, aunque
su crecimiento es menos que proporcional en relación a la renta (Ropke, 99). Se ignora, además,
la existencia de un ecologismo de los pobres que es mucho más profundo, porque busca la
sostenibilidad como medio de mantener los recursos y las funciones a ellos asociadas, y así poder
preservar sus formas de subsistencia y culturas.
A pesar de lo dicho, las estadísticas nos muestran que los consumos de materiales y energía por
unidad de PIB son cada vez son menores. Así la AEMA (1995) informa que en las dos últimas
décadas los materiales y energía utilizados por unidad de producto han disminuido un 20 y un
50% respectivamente. Parece, por tanto, que este dato es contradictorio con lo dicho
anteriormente, pero esto es sólo aparente. Por un lado, es posible que, aunque los citados
consumos bajen, el crecimiento del PIB genere un crecimiento general de los consumos. Por otro
lado, el base estadística es inadecuada.
Muchos autores y organismos admiten que se está produciendo un desplazamiento de la industria
pesada hacia los países emergentes de la Periferia. El Foro General Consultivo sobre el Medio
Ambiente de la UE (FGCMA, 97: 44) afirma que se han producido cambios estructurales en los
países desarrollados, que se han traducido en el "desplazamiento de la industria pesada, con altos
ratios de consumo de recursos y de contaminación, a una industria ligera de consumo, con
muchos menos impactos ambientales". Los éxitos del Japón en eficiencia energética y control de
la contaminación se deben, en buena medida, al traslado de las industrias más intensivas en
energía y contaminantes a Indonesia, Malaysia, Taiwan, etc. Esta es la razón de que, por ejemplo,
haya pasado de fabricar 1,2 millones de toneladas de aluminio al año a sólo 140.000 toneladas
(Weizsacker y Jessinghaus, 92: 179). La OCDE reconoce que los efectos de estos cambios
estructurales son más importantes que las propias políticas ambientales:
"En particular, los cambios estructurales hacia los servicios en los países de la OCDE, y hacia
la industria en los países en vías de desarrollo, parecen haber sido más importantes que los
cambios en las políticas ambientales" (OCDE, 97b: 37).
Estos cambios hacen poco fiables las estadísticas que nos informan periódicamente sobre la
creciente eficiencia en el uso de materiales y energía. La causa de la falta de fiabilidad es que "las
estadísticas contabilizan la contaminación en base a la producción (en vez de en base al
consumo)" (OCDE, 97a: 26).
P.R.Ehrlich y otros han analizado la evolución de los consumos reales de materiales para EE.UU.,
Alemania, Holanda y Japón, es decir, teniendo en cuenta el balance de exportaciones e
importaciones. El resultado, tal como se aprecia en la fig. 1, es un descenso histórico del consumo
por unidad de PIB. Aunque el mismo tiende a estancarse desde mediados de la década de los 80.
Resultado lógico, si tenemos en cuenta que a partir de entonces se acaba la época de recursos
naturales caros, que se produjo como consecuencia de las dos crisis del petróleo.

Fig. 1 Materiales utilizados por unidad de PIB en cuatro países


Ehrlich, P.R. et al., 1999, “Knowledge and Environment”, in Ecological Economics, NO. 2,
August
A continuación los autores calculan el consumo de materiales per capita, es decir, introducen la
variable de incremento de renta. El resultado es un incremento de consumo, salvo para EE.UU.
Por último, calculan la evolución de los consumos totales, introduciendo además la variable de
incremento de población, y, como era de suponer, el consumo se incrementa especialmente a
partir de mediados de la década de los 80, excepto en el caso de EE.UU., que se estanca, tal
como se muestra en la figura 2.

Fig 2 Cantidad total de materiales utilizados en cuatro países


Ehrlich, P.R. et al., 1999, “Knowledge and Environment”, in Ecological Economics, NO. 2,
August

Estos resultados son coherentes con los obtenidos por otros muchos estudios. El Quinto
Programa reconoce que el medio ambiente de la Unión Europea se está deteriorando "lenta e
inexorablemente" (Comisión Europea, 92). El Council for Sustainable Development realizó en
1995 un estudio sobre la situación ambiental de nueve países industrializados y el resultado global
en todos fue negativo. Además, considera que el resultado hubiera sido mucho peor, en caso de
haberse producido un crecimiento importante, porque la mayor parte de los indicadores
considerados están correlacionados con el crecimiento económico (Alperovitz, 96: 4). Ekins ha
calculado la evolución en los países desarrollados de un indicador agregado de sostenibilidad
propuesto por la OCDE que incluye 10 factores, entre los que se encuentran emisiones per cápita
de CO2, SO2 y NOx, porcentaje de territorio protegido, especies en peligro de extinción,
generación de RSU, utilización de vehículos privados, etc. El resultado es negativo (Rothman, 98:
188).
3. El desarrollo es un bien posicional
Un bien posicional es, según Hirsh (1984), aquel que no se puede reproducir y está sujeto a una
amplia demanda, por lo que la mayoría de la población no puede acceder a él. Este es el caso,
por ejemplo, de viviendas situadas en un entorno natural de gran belleza. Pero, teniendo en cuenta
que el nivel de consumo de recursos y de impactos ambientales que se producen a escala
planetaria es ampliamente insostenible, y que la mayor parte de ellos está causado por el Centro,
resulta imposible la generalización de su modelo de desarrollo. En consecuencia, este desarrollo
resulta un bien posicional.
Esta conclusión resulta tan evidente que no requiere de muchas explicaciones. No obstante,
pretende dar algunos datos que ilustran las dimensiones de la conclusión. La UE reconoce y
cuantifica la disparidad en el consumo de recursos. Por ejemplo, el Quinto Programa muestra esta
disparidad entre la UE, EE.UU. y los países subdesarrollados:
"La Comunidad es consciente de que, junto con los otros países industrializados, sus 340 millones
de habitantes consumen una parte desproporcionada de los recursos mundiales (...) Un niño que
nazca en la Comunidad va a consumir veinte veces más recursos naturales a lo largo de su vida
que un niño que haya nacido en cualquiera de los países en vías de desarrollo (aunque va a
consumir la mitad que un niño nacido en EE.UU.)" (Comisión Europea, 92: 19).
Buscando una mayor precisión, el instituto Worldwatch muestra que a comienzos de la década de
los 90 los países industrializados (en los que viven un 20% escaso de la humanidad) consumían el
86% del aluminio y de los productos químicos, el 81% del papel, el 80% del acero y el 75% de la
madera y de la energía (Brown, 95: 145).
EE.UU. constituye un ejemplo paradigmático de modelo económico insostenible. Genera el 50%
de los residuos sólidos del planeta, a pesar de que tiene solo el 4% de la población mundial. En
1913 este país extraía las siguientes cantidades de recursos relativas al total mundial: el 95% del
gas natural; el 65% del petróleo; el 56% del cobre; el 43% de los fosfatos; el 39% del carbón; el
38% del molibdeno; el 37% de la bauxita; el 37% del cinc; el 36% del mineral de hierro y el 20%
del oro (Altvater, 94: 76). En este momento es ya el principal importador de petróleo (en 1994
importó el 52% del petróleo consumido (Flavin, 95: 46) y al final de la década es ya el 60%, y las
importaciones crecen un 3% al año), e importa grandes cantidades de la mayor parte de los
metales citados. Se estima que para el año 2050 se habrán agotado las reservas de estaño,
amianto comercial, culombio, mica en láminas, fosfato de alta calidad, estroncio, mercurio, cromo
y níquel (Rifkin, 90:139).
Hasta hace poco, el carácter radicalmente insostenible de una supuesta generalización del modelo
del Centro ha venido siendo un planteamiento teórico. Sin embargo, ahora se empieza a convertir
en realidad, especialmente por el caso chino. Este constituye el peor caso posible desde el punto
de vista ecológico. China tiene unos 1.300 millones de habitantes (el 22% de la población
mundial), ha venido creciendo desde hace dos décadas a una media del 10%, es decir,
multiplicando su producto económico cada 7 años (la crisis asiática sólo le ha reducido su
crecimiento en 2-3 puntos), y lo está haciendo imitando el modelo de producción y consumo del
Centro. Además, es un país muy pobre en recursos (7% de la tierra mundial cultivable, 3% de los
bosques, 2% de las reservas de petróleo, etc.), por lo que empieza a demandar una cuota
considerable de los recursos planetarios y a ser uno de los principales contribuyentes a la
degradación ambiental. Es el segundo emisor de CO2 y el primero de NOx, que son los
principales gases invernadero. Si China mantiene el ritmo de crecimiento de las dos últimas
décadas en las dos siguientes, su producto económico se multiplicará por tres y también su
contribución a los problemas plantarios. Rebasará la renta de EE.UU. en el 2010 (Brown, 98:
12).
4. El pensamiento neoricardiano y marxista
Hemos visto que David Ricardo pensaba que la economía capitalista tendía al estancamiento por
la acción combinada de la explosión poblacional y la finitud de las tierras de cultivo. Keynes se
mostró fervientemente partidario de la “autosuficiencia nacional”. En un trabajo de 1933, que lleva
el título citado, declara:
“Simpatizo, por tanto, con aquellos que minimizan, en vez de maximizar, las relaciones
económicas entre naciones (...) Pero dejemos que los bienes sean domésticos cuando esto resulte
razonable y adecuadamente posible; y, por encima de todo, dejemos que las finanzas sean
primordialmente nacionales” (Lang e Hines, 94: 128).
Estas ideas han sido consideradas por Robbins como la “aberración temporal de una mente
noble”. Pero, sir Roy Harrow, biógrafo oficial de Keynes, considera que éste sostuvo siempre la
idea de que “algún grado de autarquía era condición sine qua non de los experimentos
domésticos de una política de pleno empleo” (Daly y Goodland, 94: 75). Habría que decir,
además, que la autosuficiencia obliga a vivir preferentemente en base a los recursos propios y, en
consecuencia, a utilizarlos de forma sostenible. Al contrario de lo que ocurre ahora, que da la
impresión de que no hay límites, porque cuando destruimos los recursos propios los compramos
en el mercado internacional.
Esta opinión viene respaldada por la apuesta por un desarrollo autocentrado (que piensa que
debe basarse en el control poblacional) que realiza en su Teoría General. Aquí considera que las
causas económicas de las guerras son “la presión de la población y la lucha competitiva por los
mercados” y que “si las naciones aprenden a proveerse así mismas de pleno empleo mediante su
política doméstica (y, debo añadir, si alcanzan el equilibrio en su dinámica poblacional), no tiene
por qué haber fuerzas importantes tendentes a poner el interés de un país en contra de su vecino”
(Keynes, 64: 381, 382).
El pensamiento marxiano es contradictorio acerca de los límites naturales al crecimiento. Por un
lado, Marx tiene una clara visión del carácter insostenible del sistema capitalista y anuncia en
sentido general la destrucción de la naturaleza que sufrimos:
“Todo progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino también en el arte de esquilmar la
tierra (...) es a la vez un paso dado en el agotamiento de las fuerzas perennes que alimentan dicha
fertilidad (...) socabando a la vez las dos fuentes originarias de toda riqueza: la tierra y el hombre”
(Marx, 73: 423-4).
También, denuncia lo que hoy podemos definir como el caldo tóxico en que vivimos: “la
consecuencia necesaria de esta competencia es entonces el empeoramiento general de las
mercancías, la falsificación, la adulteración, el envenenamiento general tal como se muestra en las
grandes ciudades”(Marx, 72: 77).
Por último, comprende la necesidad de una relación armónica con el entorno natural: “La
naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre, o sea la naturaleza en cuanto ya no es cuerpo
humano: Que el hombre vive de la naturaleza quiere decir que la naturaleza es su cuerpo, con el
cual debe mantenerse en proceso continuo para no morir” (Marx, 72: 111).
Por otro lado, anuncia que en el comunismo se vivirá en un estado de abundancia material, sin
plantearse si esto será posible, sobre todo teniendo en cuenta la explosión poblacional que está
viviendo Europa en su tiempo. Sin embargo, también puede entenderse el comunismo como una
etapa en la que el crecimiento se ha detenido y la economía evoluciona.
A pesar de estas opiniones, Marx no incorporó la variable ecológica a su teorización, que gira
alrededor de la contradicción entre capital y trabajo, porque pensaba que una vez resuelta esta (y
opinaba que no se dilataría mucho) se resolverían las demás, entre las que se encuentra la que
enfrenta al capital y la naturaleza. La no resolución de la primera contradicción lleva a algunos
pensadores marxistas a retomar la citada tradición marxiana para crear un marximo ecológico:
“El marxismo ecológico advierte que las amenazas capitalistas para la reproducción de las
condiciones de producción no solamente amenazan a los beneficios y a la acumulación sino
también a la viabilidad del ambiente social y natural como medio de vida” (O´Connor, 90: 113 y
siguientes).
Esta sensibilidad sobre los límites naturales al crecimiento ilimitado que muestran los autores
citados no ha sido recogida, en general, ni por los economistas marxistas ni por los keynesianos.
En ellos hay una coincidencia básica con el pensamiento neoclásico en la necesidad de
crecimiento continuo. Sus discrepancias se refieren al reparto de la riqueza, al pleno empleo, al
desarrollo de la Periferia y al papel asignado al estado en la consecución de estos objetivos. Y,
aunque ambos tipos de economistas muestran una creciente sensibilidad sobre el problema
ecológico, esta no les lleva a poner en cuestión sus presupuestos básicos y en especial el del
crecimiento ilimitado. Ignoran, en consecuencia, los numerosos estudios realizados por las
diversas ciencias de la Tierra que nos informan que estamos sobrepasando los límites naturales y
los cada vez más angustiosos llamamientos de colectivos interdisciplinares. De entre ellos
conviene destacar por su importancia y representatividad el “Llamamiento para la acción” que
contiene el informe de la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo de
Naciones Unidas. Defiende la necesidad de cambiar el modelo de desarrollo y expresa “la
convicción de que la seguridad, el bienestar y la misma supervivencia del planeta dependen de
esos cambios ya” (CMMAD,87: 44, 45).
5. La evolución como condición de sostenibilidad
Durante mucho tiempo la ecología ha buscado explicar cómo trabajan los sistemas naturales,
cuales son las pautas que siguen para evolucionar y mantener su estabilidad básica, y por qué es
necesario preservar sus especies, estructuras y funciones. El concepto de ecosistema es central
para este estudio. En ecología se usa el término comunidad en el sentido de comunidad biótica
para indicar todas las poblaciones que viven en un área designada. La comunidad y el ambiente
inerte, no vivo, funcionan juntos en un sistema ecológico o ecosistema (Odum, 92: 29). Un
ecosistema consiste, en primer lugar, en una producción base de plantas que constituyen el
recurso original para una red compleja de consumidores (animales estructurados en niveles
tróficos de acuerdo con su dieta). Cada nivel despliega grados diferentes de diversidad de
especies, y el número de niveles corresponde con la diversidad funcional. En un ecosistema
cada especie realiza trabajos como fijar la energía solar, filtrar el agua en busca de nutrientes,
descomponer materiales para alimentarse, etc. Pero cada especie depende del resto del
ecosistema para su supervivencia.
Como los ecosistemas dependen de unos stocks dados de recursos materiales, el metabolismo de
la comunidad que forma este conjunto de organismos se mantiene a través del reciclado de
elementos críticos mediante la descomposición de la materia orgánica muerta (Jansson y Jansson,
94: 77). La energía que posibilita todo el proceso es suministrada por el sol. En consecuencia, las
dos funciones básicas que hacen operativos los ecosistemas son el ciclo de los materiales y el flujo
de energía.
La palabra economía deriva de la raíz griega oikos (hogar), al igual que la palabra ecología. Dado
que la palabra griega nomo significa administrar, economía es literalmente "la administración del
hogar". Y como logo es ciencia, ecología significa "la ciencia del hogar". El sentido del término
hogar es diferente en ambos casos. Es evidente que para la ecología el hogar es el sistema natural
y que para la economía “hogar” es un concepto más restrictivo. Se refiere a aquellos elementos
naturales que tienen una relación directa con el bienestar material de los seres humanos. Para la
economía ortodoxa el ámbito es aún más restrictivo: los valores de cambio. Pero no podemos
mantener el "hogar económico" si destruimos el hogar más general, el "hogar ecológico” (Jansson
y Jansson, 94: 89).
Por tanto, la economía humana constituye un subsistema del sistema más general formado por la
economía de la naturaleza, de la ecología. Una economía sostenible sólo puede funcionar a largo
plazo cuando se comporta igual que un ecosistema natural, mediante un permanente reciclaje de
una misma base de recursos y siendo alimentado el sistema con la fuente inagotable (a escala
humana) de la energía solar. Esto es lo que nos dice Boulding (1978):
“Para que la raza humana sobreviva, tiene que desarrollar una economía cíclica en la que todos
los materiales se obtengan de los grandes depósitos (aire, suelo y mar) y se devuelvan a ellos, y
todo el proceso se mueva por energía solar”.
En consecuencia, la economía ecológica parte de magnitudes físicas. Daly (1992: 17) declara que
se debe recordar permanentemente que economía sostenible (que define como economía del
estado estacionario) "es un concepto físico". Pero, la responsabilidad acerca de la sostenibilidad
no sólo concierne a la ciencia económica sino a todas las ciencias. La reflexión y dinámica social
se debe basar en que los científicos de la Tierra “determinen las reglas de juego de la
naturaleza y las comuniquen a los otros” (Daily, Ehrlich y Alberti, 96).
Un ecosistema deja de crecer y evoluciona, una vez que ha llegado a su maduración, porque
dispone de una base limitada de materiales. De igual forma una economía sostenible (o del estado
estacionario, como prefieren denominarla muchos economistas) no puede crecer más allá de los
límites que le impone el mantenimiento del stock de recursos. Hemos visto que hipotéticamente
puede mantenerse indefinidamente el crecimiento de los agregados monetarios, si el mismo se
realiza respetando el requisito anterior, pero en la práctica esto resulta imposible. Esto no es
obstáculo, para que se pueda producir un cierto crecimiento en términos monetarios en la medida
de que el avance tecnológico permita obtener más servicios de la misma base de materiales y
energía. Pero, esto se producirá una vez de que la economía se haya ajustado a los parámetros de
sostenibilidad, lo cual supone una drástica reducción en el uso de materiales y energía.
La economía del estado estacionario tiene su precedente histórico (aparte de los fisiócratas) en
John Stuart Mill, que fue testigo directo de las consecuencias ecológicas de la primera revolución
industrial realizada por Gran Bretaña. Defendía ya en 1857 el estado estacionario como un medio
de mejorar la situación de la gente de su época:
“No puedo, pues, mirar al estado estacionario del capital y la riqueza con el disgusto que por el
mismo manifiestan sin reparos los economistas de la vieja escuela. Me inclino a creer que, en
conjunto, sería un adelanto muy considerable sobre nuestra situación actual (...) Casi no será
necesario decir que una situación estacionaria del capital y la población no implica una situación
estacionaria del adelanto humano” (Mill, 96: 641).
Hoy en día, existe de un número ya amplio (y rápidamente creciente y cualificado) de economistas
que defienden la necesidad de parar el crecimiento de los países del Centro. El premio Nobel
Haavelmo considera que "el crecimiento de los países ricos es una idea terrible, pues no se
corresponde a las necesidades del medio ambiente" (Norgaard: 93: 131). Tinbergen (también
premio Nobel) y Hueting (1991: 56) defienden la urgencia de: "a) acelerar el desarrollo de nuevas
tecnologías, como el reciclado y las energías renovables; b) no permitir más crecimiento en los
países ricos; c) estabilizar la población mundial tan pronto como sea posible; d) mejorar la
distribución internacional de la renta". Estas ideas están siendo respaldadas total o parcialmente
por decenas de miles de economistas. Así, en 1998 2.000 economistas norteamericanos
(incluyendo seis premios Nobel en economía) pidieron parar el cambio climático (Ayres, 98).
La necesidad de que la economía evolucione a partir del uso sostenible de la base de materiales y
energía existente, obliga a definir la escala de tal uso. Y va ganando adeptos la idea general de
que es necesario reducir a la mitad el consumo mundial de recursos, así como las emisiones
contaminantes. Teniendo en cuenta que el 20% de la población es responsable del 80% del flujo
de los materiales, la necesidad de que la Periferia se desarrolle y el incremento previsible de la
población, es necesario que se produzca una reducción mucho más drástica en el Centro.
Algunos autores, agrupados en el Club del Factor 10, estiman que se deben reducir por este
factor en un periodo de 50 años. La propuesta está teniendo un eco aparentemente inusitado.
Una conferencia de Ministros de Medio Ambiente de la OCDE la ha asumido, así como el Plan
Nacional Ambiental de Austria (Gardner y Sampat, 99: 50). A primera vista, resulta paradógico
que se asuma un objetivo tan radical, pero está dentro de los presupuestos de la teoría de la
desmaterialización y un plazo tan largo que supone una presión importante sobre los políticos
actuales. Además, supone una interpretación sesgada de la propuesta del Club del Factor 10, ya
que este no considera que sea posible alcanzar el objetivo sólo a través del cambio tecnológico y
propugnan (como se manifiesta en el informe Factor 4 (Weizsacker y otros, 97), que algunos de
sus miembros realizaron para el Club de Roma) además el cambio del modelo de consumo.
A partir de estas premisas, el Instituto Wuppertal desarrolló en 1996 un plan de sostenibilidad
para Alemania: “el libro define cómo será una Alemania sostenible dentro de 50 años e indica las
principales políticas que deben de ser adoptadas”. Sus autores pretenden que sea también una
guía para los países desarrollados. Se han vendido unos 40.000 ejemplares del plan y 100.000
más de una versión reducida. El libro ha provocado “una avalancha de discusiones acerca de las
políticas de sostenibilidad en Alemania” (se han celebrado unos mil seminarios) y ha dado lugar a
que “numerosas ciudades y regiones alemanas se están poniendo en práctica algunas de las
propuestas” (Sachs y otros, 1998, ix, xi).
6. La dimensión social de la sostenibilidad
La sostenibilidad está unida de forma indisoluble al desarrollo humano. Un sociedad injusta es una
sociedad agresiva, porque una parte de ella priva de derechos a otra (normalmente la más
numerosa), y esta actitud se manifiesta en todas sus actuaciones: en relación con otras sociedades,
con la naturaleza, etc. Por ejemplo, sociedades tan injustas y violentas desde el punto de vista
social como la brasileña y la estadounidense se distinguen también por su agresividad con la
naturaleza. Desde otro punto de vista, la sostenibilidad requiere sociedades estables y
cohesionadas, porque para alcanzarla es necesario aplicar un proyecto a largo plazo y ninguna
sociedad inestable es capaz de llevarlo a la práctica. La necesidad de que las sociedades
desarrollen proyectos (planes) a largo plazo está determinada por varios factores: el modelo
actual está tan alejado de la misma que el cambio, de producirse, se irá materializando a lo largo
de un periodo prolongado de tiempo; es necesario tener en cuenta las repercusiones a largo plazo
de nuestras actuaciones; el mantenimiento de las economías dentro de la senda de la
sostenibilidad siempre será una tarea ineludible, etc.
Así que recuperar la capacidad de autogobierno de las sociedades se convierte en un requisito
imprescindible de sostenibilidad y de desarrollo humano. Sólo mediante él tienen la posibilidad de
dirigir sus economías hacia la satisfacción universal de las necesidades vitales en un marco de
sostenibilidad. Pero, a diferencia de lo que ha sido tradicional: la hegemonía de un poder estatal
centralizador, el desarrollo humano y sostenible obliga a la descentralización, de forma que las
comunidades locales se doten de un grado de autonomía y de autosuficiencia (esta es un requisito
de la primera) tan grande como sea racionalmente posible y conveniente. Porque los recursos y el
ambiente son primariamente locales y porque ninguna sociedad compleja puede ser estable y
cohesionada, si no está basada en comunidades locales fuertes.
Por último, la comunidad internacional necesita organizarse para la cooperación a escala
planetaria para, entre otras tareas, utilizar de forma equitativa y sostenible los recursos planetarios
y para preservar los grandes ecosistemas y las funciones ecológicas indispensables para la
preservación de la vida en el planeta. Todo ello obliga, entre otras cosas, a que se modifique el
derecho internacional, porque impide actuar sobre los países que actúen en contra de la
sostenibilidad global, invocando la soberanía nacional. Los acuerdos mayoritarios de Naciones
Unidas que vayan en defensa del equilibrio ecológico planetario, de los derechos humanos y de la
equidad, deben ser de obligado cumplimiento para todos los países, incluso para los que no los
hayan firmado. Esto es lo que propone la Declaración de la Haya (1980), suscrita ya por 30
países (French, 92: 279).
La dualidad indisoluble del desarrollo sostenible y humano no debe hacernos olvidar las
especificidades propias de las dimensiones física y social, tal como suele ocurrir, por ejemplo, a la
hora de definir sistemas de indicadores de sostenibilidad. Habitualmente se mezclan ambos tipos
de indicadores como si la naturaleza de los mismos fuera igual. Así, por ejemplo, hay sistemas de
indicadores donde predominan los indicadores sociales, lo que puede dar lugar a pensar que la
sostenibilidad mejora a pesar de que los indicadores físicos dicen lo contrario. Y, aunque a medio
y largo plazo esta falta de sintonía no se puede mantener, a corto plazo dará señales erróneas. La
sostenibilidad es un concepto físico que es determinante en última instancia, porque se refiere a los
límites que la naturaleza impone a las sociedades humanas, amenazando su supervivencia. Los
requisitos sociales tienen un doble carácter: por un lado, uno instrumental, sólo las sociedades
estables pueden ser sostenibles; por otro, uno trascendente, un cierto nivel de bienestar material
es condición ineludible del desarrollo humano. En consecuencia, es necesario evaluar de forma
autónoma la evolución de las realidades física y social, para posteriormente determinar las
repercusiones cruzadas de ambas dinámicas.

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