Академический Документы
Профессиональный Документы
Культура Документы
Desde los tiempos coloniales hasta bien entrado el siglo XIX los gauchos vivieron en la
zona del Litoral (provincias de Entre Ríos y Corrientes) y en la pampa húmeda
(provincias de Buenos Aires y Santa Fe).
Hacia 1600 aparecen en el Litoral los gauderios o changadores. Estos fueron los
primeros gauchos. Pocos años después los encontramos ya en la campaña
bonaerense. El ganado cimarrón tuvo mucho que ver con la presencia del gaucho en
estas tierras. En efecto, había por entonces en las desiertas llanuras pampeanas,
miles de cabezas de vacas y caballos salvajes, sin dueño, denominados cimarrones.
Yesos hombres -que luego se llamaron gauchos- empezaron a alejarse hacia la
campaña donde podían subsistir sin mayor esfuerzo, pues con ese ganado de nadie
satisfacían sus necesidades de sustento. Para comer bastaba con faenar un animal; lo
demás lo brindaba la naturaleza: no les hacía falta nada más.
De este modo empieza a dibujarse la imagen del gaucho: libre, sin trabajo ni vivienda
fija, recorre a caballo grandes distancias y duerme al descampado sobre su recado
cuando lo sorprende la noche en la soledad de la llanura. Lleva una vida nómade y
apartada de las ciudades.
Por entonces, las autoridades dan permiso a los dueños de tierras para realizar
vaquerías, es decir, para recoger y faenar el ganado cimarrón. El gaucho trabaja en
ellas y debido a las expediciones que tienen que hacer para buscar el ganado, se van
alejando cada vez más de los centros poblados y se diseminan por las pampas.
Fueron pues los primeros paisanos que fundaron una sociedad campesina.
Sabemos que hacia 1661 el gaucho deambula de rancho en rancho -así se le decía a
su rústica casa-, con sus infaltables lazos y facones, vestido con calzoncillos blancos,
chiripá, poncho y sombrero. Tales prendas y los aperos de su caballo son los únicos
bienes del gaucho, para quien la sociedad se reduce a la familia y a los compañeros
de pulpería.
Su primitiva casa era un miserable refugio, pero a medida que se afinca, el gaucho
levanta el rancho de paredes de barro y cubre la puerta con un cuero. Como le
bastaba matar una vaca o novillo para alimentarse, comía casi exclusivamente carne
-asada y sin sal, porque ésta era muy cara-. Del animal sacrificado solo aprovechaba
un trozo de carne y el cuero de las patas para hacerse un par de botas o para
canjearlo por yerba, galletas, etc.
Tal tipo de existencia continuó hasta que a principios del siglo XVIII el ganado cimarrón
había disminuido tanto por causa de tales matanzas, que las autoridades dejaron de
otorgar permisos para vaquear.
Cuando se fundó la ciudad de Buenos Aires se repartieron las tierras: las más
extensas y alejadas se llamaron estancias. Al principio, los límites entre una y otra
eran simplemente los ríos y arroyos, aunque a veces se construyeron zanjas
divisorias.
Las nuevas estancias ocuparon buenos terrenos altos, con declive para que el agua
de lluvia no se estancara y provistos de aguadas naturales. Los dueños no las dirigían
personalmente sino que delegaban el mando en mayordomos y capataces.
En ellas vivían en pobres ranchos los esclavos y los gauchos que trabajaban como
peones. Como esas estancias tampoco tenían cercos era necesario aquerenciar el
ganado; es decir, aprovechar la costumbre de éste de permanecer en un sitio
determinado. Para lograrlo durante tres o cuatro meses se lo arreaba hacia lugares
apropiados. Esta tarea se llamaba formar rodeo estable. Con tales rodeos iban
constituyendo el ganado de la estancia.
El aumento del número de estancias causó otra modificación en las costumbres del
gaucho: comenzó a abandonar la vida nómade y a conchabarse para trabajar. Él era
quien mejor sabía realizar las nuevas tareas que la estancia requería: formar rodeo,
castrar y marcar la hacienda. Sin embargo, en cuanto reunía el dinero que necesitaba
para comprar sus "vicios" (yerba o tabaco) volvía a la vida libre. Por esta razón se los
llamaba también arrimados.
En las primeras décadas del siglo XIX, las estancias mejoran sus instalaciones y
aumentan su personal porque cada vez se intensifica más la exportación del cuero y el
interés por la explotación de la carne vacuna. Se inicia asimismo el cultivo de los
campos y la mejora de las razas por cruza con animales importados.
El gaucho desaparece
Todos los hechos señalados y los que van a producirse desde 1850, transforman poco
a poco al gaucho en paisano.
Por esa época comenzaron a alambrarse los campos para señalar sus límites y los
propietarios de ganado se volcaron en contra de los gauchos que mataban animales
ajenos. Muchos se vieron condenados a viajar por los caminos bordeando los campos
sembrados, con la amenaza constante de ser apresados sin la papeleta de conchabo
-el certificado de trabajo- y sufrir calabozo o cinco años en la milicia. A esto se suma la
inmigración: miles de campesinos extranjeros se afincaron en la campaña. Como se
adecuaban mejor al trabajo de la tierra, desplazaron al gaucho. Fue entonces cuando
éste debió elegir su futuro: algunos no aceptaron perder su forma de vida sin
sujeciones, otros quedaron en las estancias trabajando como peones.
Entre el gaucho de las vaquerías y el paisano de este momento, no hay tanta distancia
en años como en el cambio que se produce en el personaje.
La figura del gaucho no puede separarse de su vestimenta. Así como la llanura fue su
ambiente y el caballo su medio de movilidad, el traje lo individualizó.
Su vestimenta de fiesta era un chaleco abierto -prendido con dos botones- que dejaba
ver los pliegues de la camisa; o una casaca corta que adornaba con botones de plata,
y con lujosa rastra en la cintura. Protegía su nuca con el pañuelo serenero que
coronaba con un sombrero de copa alta.
Pero hay diferencias entre las ropas que usaron los primeros gauchos y los de épocas
posteriores: el chiripá reemplazó al primitivo pantalón corto de tipo andaluz y el tirador
tachonado de monedas y patacones de plata, reemplazó al cinto.
Por otra parte, el cuchillo, en lugar de usarse sujeto al costado izquierdo o adelante, se
empezó a colocar sobre los riñones -enganchado al tirador- como lo llevan
actualmente nuestros paisanos.
El gaucho y su caballo son casi una misma imagen: nada hacía el gaucho sin su
caballo y nadie montaba como él. Mostraba en ello una naturalidad que solo puede
conseguir quien desde niño prefiere cabalgar antes que caminar.
También era hábil en el rodeo, que en esta época consistía en reunir al ganado en un
lugar para revisarlo, separar animales para la compra y la venta o vigilar su estado.
Con las boleadoras su puntería también era infalible: podía bolear un ñandú o un
novillo a grandes distancias. Las boleadoras, el lazo y el rebenque, junto con el
cuchillo, fueron para el gaucho herramientas de trabajo y también armas.
Baste recordar que durante las Invasiones Inglesas y la Reconquista, los ingleses
cayeron atontados al ser enlazados o boleados por los gauchos, y con el rebenque
-que llevaban adentro de la funda de cuero bien trenzado una barra de metal- podían
matar de un solo golpe. Nunca se separaban de él.
A todo esto debemos agregar que el terreno no poseía secretos para el gaucho. En
una sola ojeada reconocía una huella, o seguía un rumbo guiado por árboles o pastos.
Se orientaba también por la posición de los astros o algunas aguadas, y su finísimo
oído apoyado en la tierra lo ponía sobre aviso de la proximidad de los indios. Estos
magníficos guías, que podían conducir sin dificultades a los viajeros a través de la
pampa, se llamaban baquianos, y de ellos se dijo que eran "La brújula de la pampa".
Durante las guerras de la Independencia, fueron muy útiles al ejército criollo, pues
nada más que por el movimiento de los animales o los casi invisibles desgarrones en
las plantas, podía informar del paso del enemigo y hasta decir cuántos hombres eran.
Las diversiones
La taba, las carreras de caballos y de sortijas, las payadas, el pato, la riña de gallos, la
caza de avestruces y venados, los juegos de naipes, fueron todas diversiones de los
gauchos. La pulpería era su principal centro de reunión y el lugar donde pasaban
muchas horas probando su suerte en juegos de azar, mientras alguno punteaba en la
guitarra un melancólico yaraví, y otros se convidaban con aguardiente.
El pulpero atendía a sus clientes detrás de una fuerte reja, que dividía el negocio,
porque a menudo había peleas y no era cuestión de que le destrozaran la mercadería.
Estos establecimientos eran también almacenes y tenían frente a la casa una cancha
para el juego de carreras, que fue una de los entretenimientos favoritos del gaucho.
En las carreras intervenían dos jinetes, que iban en camisa, descalzos y con una
vincha en la frente para sujetar el cabello. Montaban en pelo a sus caballos y mientras
los espectadores hacían sus apuestas se preparaban para la largada. A la orden de los
jueces partían al galope a través de los 300 ó 400 metros, que debían recorrer.
Las riñas de gallos fueron otro pasatiempo predilecto. En este juego se enfrentaba a
dos gallos especialmente entrenados para la pelea, y se los hacía luchar hasta que
uno moría, los gauchos se entusiasmaban y eran capaces de apostar todo cuanto
tenían.
Las armas
La platería criolla nace con el hombre de campo y lo acompaña desde los primeros
tiempos. Fue un elemento imprescindible para su trabajo, para defenderlo en alguna
pelea y en los días de fiesta lo enriqueció de lujo junto a su caballo.
El tiempo fue decantando usos y costumbres y cada provincia impuso sus gustos y su
carácter, pero todas en conjunto dieron origen a la platería criolla, sin duda, la platería
tradicional por excelencia.
Las armas comunes fueron el cuchillo, el facón y la daga, amén de las boleadoras y
del pesado rebenque o talero, contundente en sumo grado cuando se los sabía
manejar hábil y serenamente.
El cuchillo.
El cuchillo es el complemento más valioso del gaucho; casi parte de su propio ser.
Imaginar al gaucho sin su cuchillo es más difícil aún que imaginarlo sin caballo. Fue
todo para él: cuchillo y tenedor para comer, mondadientes, elemento para matar
animales, instrumento para cuerear, útil de toda su artesanía y herramienta de todas
las tareas y arma defensiva y ofensiva.
El cuchillo es un instrumento de hierro acerado con un solo corte. Consta de una hoja
de variados tamaños y proporciones. Esta hoja termina en punta y en su extremo
opuesto se encuentra adherida a un mango o cabo de metal, madera o asta. Los hubo
también encabados sobre piedras o arandelas de cuero revestidos en ocasiones por
primorosos tejidos en tientos de cuero crudo. Los cuchillos no poseen gavilán, sólo
tienen una especie de nudo entre la hoja y el mango que se llama "botón de la hoja".
La hoja del cuchillo consta de punta, filo y lomo. La punta es el extremo agudo del
instrumento. El filo es la parte amolada del mismo. Abarca toda su hoja, siendo más
delicado cuando se acerca a la punta. El último tercio cercano al mango es bastante
grueso. El gaucho usó esta tercera parte del filo como hacha.
El lomo en los cuchillos es la parte gruesa y contraria al filo. Suele tener labraduras en
su superficie, efectuadas como simples adornos, para parar un tajo en una lucha o
como cuentaganado.
La hoja del cuchillo se encuentra adherida al cabo por medio de un apéndice o espiga,
formando así la empuñadura o mango.
El facón.
Arma de defensa o combate, aunque el gaucho también la usó para terminar o faenar
una res, cazar o cuerear, e incluso para ayudarse a comer. El origen del término viene
del portugués "faca": cuchillo y "facón" aumentativo del mismo. Técnicamente se trata
de un arma blanca que se diferencia del puñal y de la daga por que la hoja presenta
un solo filo, y en ocasiones un pequeño contrafilo.
El puñal.
Arma blanca con hoja de acero y punta, que lleva guardapuño entre el cabo y la hoja.
Se emplea para clavar de punta. Tiene filo y contrafilo, pero este último llega a hasta la
cuarta parte de la hoja y es su característica distintiva. Es una variedad cuyo uso
subsiste hasta nuestros días.
El rebenque.
Látigo corto de cuero, cuyo cabo mide más de 30 cm. y lleva en una extremidad, la
lonja que debe tener el mismo largo que el cabo. Consta de manija, cabo, paleta y
lonja. Tiene en un extremo una manija u ojal del tamaño de una pulsera para colgarlo
de la muñeca, de los dedos o del cabo del cuchillo y en el otro extremo, dos lonjas de
cuero de vacuno sobadas y unidas por sus orillas por una costura, que no llegará más
allá que hasta cinco o seis centímetros antes de cubrir su borde, para quedar libres en
ese punto y golpearse entre sí en el instante del azote. Esos extremos se llaman
"lenguas" y a veces especifican la variedad del rebenque, como ser "el rebenque de
dos lenguas". Además, dicha lonja en total, es diez o quince centímetros más larga
que el cabo del rebenque.
Rebenque de argolla: rebenque de cabo corto, que lleva como manija una gran
argolla. La paleta es ancha. La lonja es poco más o menos extensa que el largo total
del cabo con argolla y manija.
Las boleadoras.
Las boleadoras fueron las primeras armas de guerra usadas por los indígenas. El
gaucho las adquirió en el siglo XVIII convirtiéndola en arma formidable y elemento útil
para la caza y el trabajo, fueron usadas para atrapar avestruces, ganados y otros
animales.
Actualmente las boleadoras son una reliquia que, si bien ya no se usa como arma de
trabajo, el gaucho la sigue usando como adorno, cuando ensilla su caballo con pilchas
de lujo. Hay piezas de exquisita factura artesanal donde las bolas son de marfil y se
encuentran enriquecidas con monedas, como patacones, o discos de plata y oro
ricamente cincelados.
La rastra.
Hoy en día, también se usan cierres de dos botones, con o sin chapa central, llamados
yuntas.
Los estribos.
El gaucho de las llanuras empleó una variedad grande de estribos. Aunque todos
concordasen entre sí por una característica: su capacidad limitada exclusivamente a la
punta del pie. Desde el porteño clásico de arco de pura plata cincelada o repujada, el
de brasero, de idéntico material, a los de búfalo y plata, la serie de suelas
superpuestas y madera, o los de asta de carnero, y varios otros más primitivos aún,
fueron de su incumbencia.
En cuanto a los "braseros" (llamados por los uruguayos y entrerrianos "de campana"),
eran casi exclusivamente de plata o de plata y oro, así como los caños y pasadores de
sus estriberas, y ofrecían distintas formas y labrados, siendo su peso hasta de dos
kilogramos cada uno. Ateniéndonos a la iconografía, parecen haber sido más
típicamente porteños los referidos "de arco", pues se los ve con más frecuencia en
grabados de época.
El freno.
Hasta fines del siglo XIX, puede decirse que no existió en nuestra región pampeana
más que un modelo de freno, el conocido por criollo o de candado, que llevaba cuatro
argollas, barbada circular de hierro, alto puente y pontezuela también de hierro, fija,
uniendo sus piernas curvadas en forma de S.
En sus arreos de lujo, el gaucho, lo adornaba con copas de plata, discos cincelados
que, ajustados sobre las piernas del freno, ocultaban la boca del caballo y pontezuela
de este metal. La pontezuela era movible y jugaba vistosamente en sus engarces a
cada escarceo del animal, pero las había también fijas como las de los frenos
ordinarios de puro hierro. A éstas se les solía llamar "pampas", pues pertenecían al
tipo más popular entre los indios de esas tribus, que sobresalían como habilísimos
plateros y eran muy dados a lucir soberbios emprendados.
Cabezada y Riendas.
El arte de los plateros de otrora tuvo tal vez sus más originales expresiones en la
factura de cabezadas y riendas, lo mismo que en la de fiadores, espuelas y estribos.
Con raras excepciones, las primeras se hacían de chapones, cadenillas o malla de
plata o plata y oro, esmeradamente repujadas y cinceladas, sin que entrase en su
ajuste una sola partícula de cuero, puesto que hasta las presillas se sustituían con
curiosos cierres del mismo metal y de diversos sistemas. Veíanse por lo tanto trabajos
admirables, descollando los de los artífices riograndeses y uruguayos, con esos
trenzados en finísimas hebras de plata que el buen gusto de algunos coleccionistas
nos permite contemplar hoy día.
Los bailes
El Gato
Bailecitos
"Bailecitos" o "bailes de dos", se les llamó, en forma genérica, a todas las danzas de
nuestro campo en que intervenían dos bailarines, un hombre y una mujer.
Individualizados, cada "bailecito" tenía su nombre propio - y a veces más de uno,
como en los casos que son simples derivaciones o arreglos de una danza tipo -: gato,
escondido, palito, firmeza, marote, cuando, zamba, chacarera, huella y otros más. En
el norte argentino existe una danza conocida como "El Bailecito", que carece del
zapateo típico; en lugar de éste, los bailarines se toman de la mano y dan más vueltas
en giro de rueda.
El Malambo
El malambo constituye una excepción dentro de nuestros bailes, pues es un verdadero
contrapunto de zapateo entre dos hombres: es baile masculino. Cada variación en la
forma de zapatear se llama "mudanza", o sea figura distinta, y como es lógico, vence
en la contienda el que logre superar a su rival en la variedad de recursos. Las
"mudanzas" son ejecutadas por rigurosos turnos y al son de un rasguido en la guitarra,
cuyos tonos se repiten hasta el infinito. Se dice que ha habido "malambeadores"
capaces de hacer cincuenta y más "mudanzas". De lo que se puede dar fe es que
algunos de sus cultores, por la agilidad, sentido rítmico, elegancia y resistencia física,
podrían ponerse a la par de muchos bailarines clásicos, sin desmerecerlos. El
malambo fue, en los bailes tradicionales, lo que la payada de contrapunto en el canto:
un verdadero torneo de habilidad gaucha.
El Pericón
El pericón no fue tan popular como el gato, pero ello se explica por ciertas dificultades
naturales, que alcanzan también a otros bailes de la época y conspiraban contra su
práctica frecuente: la música y el número de parejas necesarias. El último de los
gauchos sabía rasguear y cantar un gato; una mujer y un hombre bastan para bailarlo.
En cambio el pericón, danza grave, requería un músico y cantor con especial
versación de una cantidad de figuras y movimientos que se ejecutan a medida que
éste los ordena o, en su defecto, un director, al que se le llama "bastonero". El
"bastonero", aunque no baila, era elegido con sumo cuidado, pues de su ingenio, de
su inventiva para matizar las órdenes y los momentos con ciertos retruécanos
picarescos, dependía, en gran parte, el éxito de la danza. Jorge M. Curt cita la
siguiente letra, llena de gracejo criollo, y con voz de mando, lo que indica que es el
guitarrero y el cantor el que dirige el baile en esa oportunidad:
La muy indina;
Cinco conmigo;
De su marido;
Redonda vuelta!
En contraposición con la letra anterior, esta otra, también del mismo baile, dice del
fondo poético y delicado que se encuentra, con frecuencia, en el espíritu del hombre
de campo:
Los pobrecitos.
Los gauchos llamaban al pericón "baile de cuatro", por ser éste el mínimo de bailarines
necesarios, aunque puede aumentarse la cantidad -siempre en número par- con lo que
el baile gana en duración y en atractivos. Como es fácil comprender, no siempre en
una reunión improvisada podía contarse con todos esos elementos y por ello es que el
pericón no alcanzó la difusión de otros bailes de su época.