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Economía y Justicia Social

63. También en la vida económico-social la dignidad de la persona humana y su vocación


integral, lo mismo que el bien de la sociedad entera, se han de honrar y promover. Porque el
hombre, autor de toda la vida económico-social, es asimismo su centro y su fin.
La economía contemporánea, como cualquier otro campo de la vida social, se caracteriza
por un creciente dominio del hombre sobre la naturaleza, por la multiplicación e
intensificación de las relaciones, y por la interdependencia entre ciudadanos, grupos y
pueblos, así como por la intervención, cada vez más frecuente, de la autoridad pública. Al
mismo tiempo el progreso en las técnicas de la producción y en el intercambio de los
bienes y servicios han convertido a la economía en un instrumento capaz de satisfacer
mejor las multiplicadas exigencias de la familia humana.
Mas no faltan motivos de inquietud. No pocos hombres, principalmente en las regiones
económicamente avanzadas, parecen gobernarse únicamente por la economía, hasta tal
punto que toda su vida, personal y social, aparece como impregnada por un cierto espíritu
economista, y ello tanto en las naciones de economía colectivizada como en las demás.
Cuando el desarrollo de la vida económica, orientada y ordenada de una manera racional y
humana, podría permitir una atenuación en las desigualdades sociales, con demasiada
frecuencia se convierte en un endurecimiento de las mismas, y, en algunas partes, en un
retroceso en las condiciones de vida de los débiles y en un desprecio de los pobres. En tanto
que muchedumbres inmensas carecen hasta de lo estrictamente necesario, algunos, aun en
los países menos desarrollados, viven en opulencia o disipan sus bienes. Coexisten lujo y
miseria. Mientras un pequeño número de hombres concentra un altísimo poder de decisión,
muchos se ven casi privados de toda iniciativa y de toda responsabilidad propias, por vivir
frecuentemente en condiciones de vida y de trabajo indignas de la persona humana.
Tales desequilibrios económicos y sociales se ponen de relieve tanto en los sectores
agrícola, industrial y de servicios, como también entre las diversas regiones, aun dentro de
una misma nación. Entre las naciones económicamente más avanzadas y las otras naciones
va surgiendo una oposición cada día más grave, que puede poner en peligro la paz misma
del mundo.
Los hombres de nuestro tiempo adquieren una conciencia cada vez más sensible frente a
esas desigualdades, puesto que están convencidos plenamente de que el desarrollo de la
técnica y la capacidad económica de que goza el mundo actual puede y debe corregir este
lamentable estado de cosas. Luego de todos se exige un gran número de reformas en la
vida económico-social y un cambio en las mentes y en la conducta. Para ello precisamente
la Iglesia ha elaborado, en el correr de los siglos y bajo la luz del Evangelio,
proclamándolos sobre todo en estos últimos tiempos, los principios de justicia y equidad
que, postulados por la recta razón, son la base tanto de la vida individual y social como de
la vida internacional. El Sagrado Concilio desea robustecer estos principios según las
circunstancias actuales y dar algunas orientaciones atendiendo, sobre todo, a las exigencias
del desarrollo económico.(Gaudium et Spes)
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29. Puesto que todos los hombres, dotados de un alma racional y creados a imagen de Dios,
tienen la misma naturaleza y el mismo origen, y también tienen la misma divina vocación y
el mismo destino, puesto que han sido redimidos por Cristo, necesario es reconocer cada
vez más la igualdad fundamental entre todos los hombres.
Cierto es que ni en la capacidad física, ni en las cualidades intelectuales o morales, se
equiparan entre sí todos los hombres. Sin embargo, toda clase de discriminación en los
derechos fundamentales de la persona, en lo social o en lo cultural, por razón del sexo, raza
y color, o por la condición social o la lengua o la religión, ha de ser superada y eliminada
como totalmente contraria al plan divino. Y bien de lamentar es que los derechos
fundamentales de la persona todavía no estén protegidos plenamente y por doquier: así
sucede cuando a la mujer se le niega el derecho a escoger libremente esposo y de abrazar su
estado de vida, o también el acceso a una educación y a una cultura igual a la reconocida al
hombre.
Aunque existen ciertamente justas diversidades entre los hombres, la igual dignidad de las
personas exige que se llegue a una condición de vida más humana y más justa. Porque
resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los
diversos miembros o pueblos de la única familia humana, puesto que son contrarias a la
justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana no menos que a la paz
social y a la internacional.
Las instituciones humanas, privadas, o públicas, cuidan de auxiliar a la dignidad y fin del
hombre, luchando al mismo tiempo activamente contra cualquier forma de esclavitud social
o política y procurando conservar los derechos fundamentales del hombre bajo cualquier
régimen político. Más aún; es conveniente que instituciones de este género se pongan, poco
a poco, al nivel de los intereses espirituales, que son los más altos de todos, aunque a veces
para alcanzar este deseado fin haya de pasar un largo periodo de tiempo.
30. La profunda y rápida transformación de la vida reclama con suma urgencia que no haya
ni uno solo que, despreocupado ante la evolución de las cosas o de la marcha de los tiempos
o concentrado en su inercia, se entregue plácido a una ética meramente individualista. El
deber de justicia y caridad se cumple cada día más y más si, contribuyendo cada uno, al
interesarse por el bien común, según su propia capacidad y las necesidades de los demás,
promueve también, favoreciéndolas, las instituciones públicas y privadas que, a su vez,
sirven para transformar y mejorar las condiciones de vida del hombre. (Gaudium et Spes)
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1928 La sociedad asegura la justicia social cuando realiza las condiciones que permiten a
las asociaciones y a cada uno conseguir lo que les es debido según su naturaleza y su
vocación. La justicia social está ligada al bien común y al ejercicio de la autoridad.
1929 La justicia social sólo puede ser conseguida sobre la base del respeto de la dignidad
trascendente del hombre. La persona representa el fin último de la sociedad, que está
ordenada al hombre:
La defensa y la promoción de la dignidad humana "nos han sido confiadas por el Creador, y
de las que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada
coyuntura de la historia" (SRS 47).
1930 El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su
dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella.
Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a
reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral (Cf.
Juan XXIII, Litt. Enc. Pacem in terris, 61: AAS 55 (1963) 274). Sin este respeto, una
autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de
sus súbditos. Corresponde a la Iglesia recordar estos derechos a los hombres de buena
voluntad y distinguirlos de reivindicaciones abusivas o falsas.
1931 El respeto a la persona humana pasa por el respeto del principio: "Que cada uno, sin
ninguna excepción, debe considerar al prójimo como 'otro yo', cuidando, en primer lugar,
de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente" (GS 27, 1). Ninguna
legislación podría por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes
de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades
verdaderamente fraternas. Estos comportamientos sólo cesan con la caridad que ve en cada
hombre un "prójimo", un hermano.
1932 El deber de hacerse prójimo de los demás y de servirlos activamente se hace más
acuciante todavía cuando éstos están más necesitados en cualquier sector de la vida
humana. "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis" (Mt 25, 40).
1933 Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan diversamente de nosotros. La
enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del
amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos (Cf. Mt 5, 43-44). La liberación en el
espíritu del Evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no
con el odio al mal que hace en cuanto enemigo. (Catecismo de la Iglesia Católica)
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47. Por tanto, no se justifican ni la desesperación, ni el pesimismo, ni la pasividad. Aunque


con tristeza, conviene decir que, así como se puede pecar por egoísmo, por afán de
ganancia exagerada y de poder, se puede faltar también --ante las urgentes necesidades de
unas muchedumbres hundidas en el subdesarrollo-- por temor, indecisión y, en el fondo, por
cobardía. Todos estamos llamados, más aún obligados, a afrontar este tremendo desafío de
la última década del segundo milenio. Y ello, porque unos peligros ineludibles nos
amenazan a todos: una crisis económica mundial, una guerra sin fronteras, sin vencedores
ni vencidos. Ante semejante amenaza, la distinción entre personas y Países ricos, entre
personas y Países pobres, contará poco, salvo por la mayor responsabilidad de los que
tienen más y pueden más.
Pero éste no es el único ni el principal motivo. Lo que está en juego es la dignidad de la
persona humana, cuya defensa y promoción nos han sido confiadas por el Creador, y de las
que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de
la historia. El panorama actual --como muchos ya perciben más o menos claramente--, no
parece responder a esta dignidad. Cada uno está llamado a ocupar su propio lugar en esta
campaña pacífica que hay que realizar con medios pacíficos para conseguir el desarrollo en
la paz, para salvaguardar la misma naturaleza y el mundo que nos circunda. También la
Iglesia se siente profundamente implicada en este camino, en cuyo éxito final espera.
Por eso, siguiendo la Encíclica Populorum progressio del Papa Pablo VI, con sencillez y
humildad quiero dirigirme a todos, hombres y mujeres sin excepción, para que,
convencidos de la gravedad del momento presente y de la respectiva responsabilidad
individual, pongamos por obra, --con el estilo personal y familiar de vida, con el uso de los
bienes, con la participación como ciudadanos, con la colaboración en las decisiones
económicas y políticas y con la propia actuación a nivel nacional e internacional-- las
medidas inspiradas en la solidaridad y en el amor preferencial por los pobres. Así lo
requiere el momento, así lo exige sobre todo la dignidad de la persona humana, imagen
indestructible de Dios Creador, idéntica en cada uno de nosotros.
En este empeño deben ser ejemplo y guía los hijos de la Iglesia, llamados, según el
programa enunciado por el mismo Jesús en la sinagoga de Nazaret, a « anunciar a los
pobres la Buena Nueva ... a proclamar la liberación de los cautivos, la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor » (Lc 4, 18-19).
Y en esto conviene subrayar el papel preponderante que cabe a los laicos, hombres y
mujeres, como se ha dicho varias veces durante la reciente Asamblea sinodal. A ellos
compete animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser
testigos y operadores de paz y de justicia (Sollicitudo Rei Socialis)

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