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Gabino Barreda
II
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BARREDA, GABINO, Oración cívica. Pronunciada en la Plaza de Guanajuato el 16 de septiembre del
presente año, por el ciudadano Gabino Barreda, y la poesía dicha en la misma por el ciudadano Ramón
Valle. Guanajuato, 1867, Imp. Por los Hermanos Hernández, calle de Alonso letra Y. Edición facsimilar,
Universidad de Guanajuato, 1981. [Se ha respetado en todos los casos la ortografía del original. A. O.]
5
Discurso al que, probablemente por instrucción del gobierno federal encabezado entonces por
Benito Juárez, se dio el título de Oración cívica.
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Leopoldo Zea es uno de los pocos académicos que se ha dedicado al estudio del positivismo en
México de manera exhaustiva, aunque en sus bibliografías podemos encontrar una serie de autores que, en
su momento, se hicieron cargo tanto afirmativa como críticamente del arribo y el arraigo del pensamiento
positivista en nuestro país. En particular, la obra de Barreda ha recibido mucha atención en el ámbito
educativo, pero muy poco en el filosófico, de modo que, al margen de homenajes y discursos laudatorios
y mas o menos superficiales, podemos consignar las obras de AGUSTÍN ARAGÓN, Essai sur l´histoire du
positiviseme au Méxique. París, Societé positiviste, 1898; SAMUEL RAMOS, Historia de la filosofía en
México, México, CNCA, 1993; JOSÉ VASCONCELOS, “Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas”,
en Antonio Caso y otros, Conferencias del Ateneo de la Juventud, México, UNAM, 2000; José Fuentes
Mares, “Prólogo” a Gabino Barreda. Estudios, México, UNAM, 1973; además del trabajo ya clásico de
Leopoldo Zea: El positivismo en México. Nacimiento, apogeo y decadencia, México, FCE, 1968. Sobre
la influencia del positivismo en general y en el ámbito cultural iberoamericano, en un listado mínimo
podemos mencionar a ABELARDO VILLEGAS, Panorama de la filosofía iberoamericana actual, Buenos
Aires, EUDEBA, 1963 y Utopía y revolución en América Latina, México, Siglo XXI, 1978, y a AUGUSTO
SALAZAR BONDY, ¿Existe una filosofía en nuestra América?, México, Siglo XXI, 1968.
7
BREMAUNTZ, ALBERTO, La educación socialista en México, México, s/e 1943. pp.37-50. LARROYO,
FRANCISCO, Historia comparada de la educación en México, México, Porrúa, 1947, pp. 191-203. Ver,
igualmente, VALADÉS, JOSÉ C., El porfirismo. Historia de un régimen 1876 a 1884, México, Porrúa, 1941.
8
FUENTES MARES, JOSÉ o. c., pp. XIV-XVIII.
9
Ver, SALAZAR BONDY, A., ¿Existe una…?, o. c. p. 19; Villegas, A. Panorama…, o. c. pp. 9 y ss.
por «…la liberación del hombre de su culpable incapacidad» como dijera Kant.10 Es
preciso, en consecuencia, formar en nuestra niñez, desde las primeras letras, el culto
amoroso al conocimiento y la verdad científica, pero tanto o más importante será
preparar a nuestra juventud en las materias y quehaceres intelectuales, científicos y
técnicos que requiere urgentemente la modernización del país: de ahí el énfasis en
la formación preparatoria —universalista, amplia, multidisciplinaria, como diríamos
ahora— como antesala imprescindible de la educación profesional.11
Ahora bien, para Barreda queda claro que dicha cruzada tendrá como objetivo
primario el proceso educativo, que es justamente el fundamental, pero no el único. Es
el conjunto de la población y no exclusivamente los educandos el destinatario de las
ideas barredianas, porque es el imaginario colectivo —la concepción del mundo y de
la vida de la gente común— el escenario máximo en el que habrá de darse la lucha
más encarnizada en contra del dogma y el oscurantismo. De ahí que ese proceso de
liberación cultural, de esa emancipación mental, como él la llama, deba contar con el
concurso de una filosofía positiva, de un complejo de ideas y conceptos verdaderos
fundados en la razón y en el conocimiento práctico, técnico y científico del mundo.12
Ni más ni menos porque el enemigo ideológico no es de poca monta: el clero católico,
hasta ahora dueño casi absoluto de la educación básica y de los procesos ideológico-
culturales en cuyo seno se forman la conciencia y el saber de sí del pueblo mexicano.
Barreda, como muchos de sus correligionarios, no ignora, ni niega, que el
mexicano sea un pueblo creyente, y que sea católico. Sin embargo, aun desde su
condición subordinada y explotada ha sabido encontrar los resquicios por donde
casi imperceptible pero efectivamente se filtraron y maduraron las armas de su
liberación: la emancipación científica, la emancipación religiosa y la emancipación
política.13 Fuerzas históricas y sociales que ya tan tempranamente como la época
del descubrimiento de América, de la mano de Bartolomé de las Casas y Alonso
de la Veracruz habrían cuestionado seriamente las bases mismas de la dominación
española: la complicidad de la iglesia católica en la destrucción de las Indias y la
subordinación al Papa. De manera que los trescientos años por los que se prolongó
el dominio español en América fueron el resultado de la obcecación de quienes no
quisieron o no pudieron ver que el paso y el cabal cumplimiento del proyecto de la
historia son inexorables; y que esa triple emancipación inevitablemente buscaría y
finalmente encontraría a partir de 1810 los caminos y los términos de su realización.14
Pero quienes entonces se negaron y opusieron al arribo de la libertad son los mismos
que a lo largo del siglo y aún ahora (1867) se aferran obstinadamente a los privilegios
que les ofrece y otorga la conservación a contracorriente de un mundo ya caduco.
Porque, escribe Barreda «…nada es más contrario al verdadero espíritu católico, que
esa supremacía de la razón contra la autoridad, y nada, por lo mismo, puede identificar
mejor su decadencia, que esa lucha en la que se ve obligada a entrar, en la cual tenía
que sostener con la razón o con la fuerza, lo que solo hubiera debido apoyar con la
10
KANT, IMMANUEL, “¿Qué es Ilustración?”, en Filosofía de la historia, México, FCE, p. 25.
11
Ver. BARREDA, G. “Carta dirigida al C. Mariano Riva Palacio…”, en Estudios, o. c. pp. 19-36.
12
Ib., passim.
13
BARREDA, G. Oración cívica, pp. 1-4.
14
Ib.
fé.»15 Es pues ese “espíritu católico,” que además de mantener a los pueblos sujetos
a la autoridad del dogma encuentra en las clases privilegiadas terrateniente y militar
sus más firmes apoyos el que debe desterrarse definitivamente de nuestra vida pública
y privada.
Aceptando que a Barreda corresponde establecer como plataforma político-
filosófica de la reconstrucción educativa y la modernización de México la filosofía
positivista; aun cuando él mismo haya escuchado las lecciones de Augusto Comte y
en su biblioteca, como apunta Fuentes Mares,16 ocupen un lugar especialísimo los seis
tomos del Cours de Philosophie Positive, no es él ni el primero ni el único positivista
mexicano. La tradición consigna a Pedro Contreras Elizalde, amigo personal de
Juárez, como el primer pensador que trajo las ideas positivistas a nuestro país, y
quien pudo influir en el presidente para convocar a Barreda a redactar la nueva ley de
instrucción pública de diciembre de 1867.17 Sin embargo, contamos con el ejemplo de
las investigaciones sociológicas, antropológicas, económico-políticas y lingüísticas
de Francisco Pimentel publicadas a partir de 1864 o los trabajos geográficos e
historiográficos de Manuel Orozco y Berra publicados entre 1853 y 1856 (los dos
pensadores cercanos al conservadurismo) para mostrar que en México no eran
ni desconocidas ni ajenas las ideas positivistas, sobre todo entre la intelectualidad
activa, aun cuando ésta se identificase política e ideológicamente con el pensamiento
conservador. Y con mayor razón cuando sabemos que ya desde 1836 la Academia
de Letrán, fundada por los hermanos Lacunza, cobijaba el cultivo y la difusión de
una forma del pensamiento quizá todavía no positivista en sentido estricto pero si
científico, naturalista, laico y anticlerical.18 La diferencia empero entre unos y otros, es
decir, entre positivistas de filiación conservadora o liberal, estriba en que los segundos,
por intermediación de Barreda, le confieren al positivismo un carácter eminentemente
programático. Porque bajo su consideración, la fuerza emancipadora del pensamiento
positivo no puede ser patrimonio exclusivo de unos cuantos intelectuales sino de
todos los mexicanos que desde las más diversas ocupaciones y trabajos participan
en la reconstrucción del país y lo disponen en la senda del progreso. Cuando hacia el
final de la Oración cívica Barreda dice: «Conciudadanos: que en lo de adelante sea
nuestra divisa Libertad, Orden y Progreso, la libertad como medio, el orden como
base, el progreso como fin»19 habiendo anteriormente enumerado los medios legales y
materiales que ya «nos han puesto en el camino de la civilización», rubrica el sentido
programático de su discurso, el que, empero, no culmina sin antes efectuar una suerte
de envío de carácter más ideológico que práctico: «Que en lo sucesivo una plena
libertad de conciencia, una absoluta libertad de exposición y de discusión, dando
espacio a todas las ideas, y campo a todas las inspiraciones, deje esparcir la luz por
todas partes, y haga innecesaria e imposible toda conmoción, que no sea puramente
espiritual, toda revolución que no sea meramente intelectual. Que el orden material,
conservado a todo trance por los gobernantes y respetado por los gobernados, sea
15
Ib., p. 9.
16
FUENTES MARES, o. c. p. X.
17
ZEA, L. El positivismo y la…, o. c. p 56, (nota); apud. en Aragón, A. o. c. pp. 18 y ss.
18
MARTÍNEZ, JOSÉ LUIS, La expresión nacional, México, CNCA, 1993. pp. 43-52.
19
BARREDA, G. Oración…, p. 28.
el garante cierto y el modo seguro de caminar siempre por el sendero florido del
progreso y de la civilización.»20
Mas tal programa no puede llevarse a cabo si las ideas abstractas no han adquirido
cierta terrenalidad, es decir, si no han atravesado por un proceso de adopción y
aclimatación cuyos efectos en el corto y mediano plazos puedan ser visibles o
palpables; lo que en el caso de nuestro país no es ni histórica ni socialmente posible
hacia 1867. En los hechos, la nación se encuentra en un estado lamentable, su hacienda
publica apenas alcanza para pagar los sueldos de los funcionarios (resignados a vivir
en “la medianía republicana”), su infraestructura carretera se remonta a la Colonia, sus
obrajes no han conocido la introducción de las modernas máquinas que en Inglaterra
o los Estados Unidos marcan el paso de la industrialización a gran escala, sus puertos
son una irrisión y el proceso de urbanización de las grandes capitales apenas es un
buen deseo. De manera que en ausencia clara de ese “progreso material” el Dr. Barreda
se vea en la obligación de demostrar la fuerza, la terrenalidad de su pensamiento, no
a través de pruebas concretas y palpables (con las que no cuenta) sino a partir de
un recurso teórico-discursivo cuya genialidad y originalidad reposan en su destreza
para encuadrar la historia lejana y presente de nuestro país en el proceso general del
desarrollo de la humanidad, al empatarla ceñidamente con el esquema positivista del
devenir histórico en el que la humanidad, destinada inexorablemente a alcanzar la cima
de su desarrollo intelectual y material en el estadio histórico que Comte denomina
Positivo, se ve obligada a transitar y superar definitivamente los estadios previos y
menos desarrollados del devenir humano: el Teológico y el Metafísico.21 Es aquí, ante
la necesidad de convencer a la naciente opinión pública sobre la absoluta pertinencia
de las ideas positivistas en donde es preciso para Barreda ensayar la factura de lo que
líneas arriba llamamos “una lección de historia filosófica”.
A nuestro juicio, en la factura de dicha lección no se trata únicamente, como
lo afirma Leopoldo Zea, de «servirse de la filosofía positiva»22 para narrar algunos
fragmentos de la historia de México; como si Barreda se hubiera limitado a montar en
un esquema preestablecido ciertos hechos de sobra conocidos. No, lo que Barreda lleva
a cabo en la Oración cívica es una lectura y una interpretación de la historia patria,
ciertamente en clave positivista, en donde lo importante no es el canon interpretativo
en sí mismo, sino el uso hermenéutico y con ello eminentemente comprensivo con el
que se le aplica, lo que deja muy atrás la simple narración histórico-positiva de los
hechos para adquirir por momentos la hondura y la dignidad que desde sus primeras
formulaciones, con Gianbattista Vico y con Voltaire, han distinguido a la historia
filosófica.
La afirmación anterior implica inevitablemente una paradoja. Para nadie es un
secreto —por lo menos por lo que respecta al plano de las formalidades metodológicas
y especialmente en sus aplicaciones historiográficas—, que el canon positivista
y el canon histórico-filosófico son de todo grado incompatibles. Es justamente la
20
Ib.
21
Ib., p. 2 y passim. Ver, igualmente, AUGUSTE COMTE, Curso de filosofía positiva, (Lecciones 1 y 2).
Barcelona, Orbis, 1980, pp. 26-29.
22
ZEA, L., El positivismo y la…o. c., p. 57.
apelación al hecho, al dato, a lo que puede ser consignado por documentos y soportado
en pruebas fácticas fehacientes lo que constituye la materia básica del historiador
positivista, quien, justamente para conservar la objetividad y la verdad de aquello que
investiga, se abstiene desde luego de externar opiniones y juicios de valor; porque el
historiador positivista no interpreta, sino consigna, no imagina o evoca, sino constata.
Su compromiso, aunque éste haya sido enunciado por el espiritualista Leopold
von Ranke, es con los hechos «como verdaderamente sucedieron.» Para realizar
eficientemente su labor, el historiador positivista cuenta con un instrumental teórico
preciso en el que no pueden faltar una serie de leyes y axiomas universales que, como
sucede en todo proceder científico, le permiten constatar y probar lo objetivo y cierto
de su dicho. En el caso particular de la historia positivista la ley comtiana de los
tres estados por los que inexorablemente debe transcurrir el devenir histórico de la
humanidad (teológico, metafísico y positivo) le permiten establecer con la objetividad
deseada el carácter progresivo o retardatario de los hechos, probar si estos se inscriben
en «el camino del progreso y la civilización» o si pretenden «retardar y enmascarar
el resultado final», que por estar sujeto a una ley histórica es «fatal e inexorable».23
Por su parte, el historiador filósofo se da vuelo justo en eso que el buen positivista
se prohíbe: opina (con aplomo o ligereza), juzga (de manera sumaria o comedida),
interviene de plano y abiertamente en lo estudiado buscando, por detrás de los hechos,
la intención, los deseos, la conciencia y el espíritu del sujeto (siempre humano) que
participa activamente en los procesos —que para el historiador filósofo son históricos
no porque hayan sucedido y ya, sino en razón de que sucedieron como efecto de un
quehacer y de una voluntad humanas—. En consecuencia, para el historiador filósofo
el hablar o no de leyes en la historia le tiene sin cuidado. Su proceder es comprensivo,
su instrumental teórico es siempre relativo y puntual; no prueba lo que dice porque
aquello a lo que se refiere no son hechos, sino intenciones o sentidos que nadie se
ocupa de documentar y nunca se registran como dato. De modo que el historiador
filósofo no se pregunta por los hechos «como verdaderamente sucedieron» sino por
su sentido histórico profundo, y solamente en cuanto este ilustra una forma de vida,
un proceder humano, un amplio proceso civilizatorio o un horizonte socio-cultural de
dimensiones históricas, toda una “era” o toda una “edad del mundo”.24
23
BARREDA, G., Oración…, o.c., passim.
24
Sobre la historia filosófica las posiciones están hasta nuestros días completamente divididas entre
quienes la consideran un género imprescindible, como Dilthey, Ortega y Gasset o “nuestro” transterrado
Gaos, y quienes la desechan por completo, por considerarla una actividad «que evoca la historia pero
no invoca a la historia» (Carbonell), como los propios positivistas Langlois y Signobos, los fundadores
antipositivistas de la escuela de los Annales, Febvre y Bloch, Jacques Le Goff y, en general, las escuelas
historiográficas contemporáneas, deudoras todas ellas del neo-positivismo anglosajón. Sin embargo, en los
últimos veinte años, después de lo que Paul Ricoeur ha llamado «el estallamiento del modelo nomológico-
deductivo» de interpretación histórica, nuevas formas de hacer historia como la historia conceptual de
Reinhardt Kosellek, la historia cultural de Chartier, Rioux y Sirinelli, y las intervenciones del propio
Ricoeur, Ernest Gellner, Hans Blumemberg y Tzvetan Todorov han mostrado que la historia filosófica, a la
que no puede reprochársele ninguna deficiencia teórica, metodológica y hasta técnico-escriturística (lo que
pone de mal humor a los historiógrafos “de oficio”), sigue teniendo sentido y contribuye significativamente
en la construcción del saber histórico del mundo. Véase: CARBONELL, CHARLES-OLIVIER, La historiografía,
México, FCE, 1986, RICOEUR, PAUL, Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato
histórico, México, Siglo XXI, 1995. RIOUX, J-P., y SIRINELLI, J-F., Para una historia cultural, Madrid,
«Este deber, y esta necesidad, es, la de hallar un hilo que pueda servirnos de guía y
permitirnos recorrer, sin peligro de extraviarnos, este intrincado dédalo de luchas y de
resistencias, de avances y de retrogradaciones, que se han sucedido sin tregua en este
terrible, pero fecundo período de nuestra vida nacional: es, la de presentar esta serie de
hechos, al parecer extraños y excepcionales, como un conjunto compacto y homogéneo,
como el desarrollo necesario y fatal de un programa latente, si puedo expresarme así,
que nadie había formulado con precisión, pero que el buen sentido popular había sabido
adivinar con su perspicaz empirismo; es la de hacer ver que durante todo el tiempo en que
parecía que navegábamos sin brújula y sin norte, el partido progresista, al través de mil
escollos y de inmensas y obstinadas resistencias, ha caminado siempre en buen rumbo,
hasta lograr, después de las más dolorosas y las más fecundas luchas, el grandioso resultado
que hoy palpamos, admirados y sorprendidos casi de nuestra propia obra: es en fin [aquella
necesidad] la de sacar conforme al consejo de Comte, las grandes lecciones sociales que
deben ofrecer a todos, estas dolorosas colisiones que la anarquía, que reina actualmente
en los espíritus y las ideas, provoca por todas partes, y que no puede cesar hasta que la
doctrina verdaderamente universal, reúna todas las inteligencias en una síntesis común.»29
27
Ib. p. 39.
28
Hasta aquí, apelando a Comte y no a Hegel, pero conservando exactamente el mismo sentido
explicativo cuasi-causal que conserva la filosofía comtiana de la historia, procede Barreda en la Oración
cívica, ver, p. 2; pero solo “hasta aquí”, como veremos en seguida.
29
BARREDA, G. Oración…, o. c., p. 2.
30
Ib. p. 15.
31
No hay que olvidar que en los albores de la historia filosófica Voltaire, en algún lugar del Ensayo
sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, había indicado que se disponía a escribir «como
filósofo y como ciudadano», es decir, con todos los elementos de conocimiento histórico y empírico con
los que pudiera contar para reconstruir narrativamente la historia universal con acuerdo a la Razón (con
lo cual actuaba como philosophe, es decir, como científico social); pero igualmente como citoyen, como
ciudadano, contando con el hecho de que su historia contribuyera significativamente a la liberación mental
de sus contemporáneos. Ver, VOLTAIRE (PIERRE MARIÉ AROUET), Ensayo sobre las costumbres y el espíritu
de las naciones, México, CGE, 1964.