En este artículo, se presenta la transición democrática española de la década de los setenta
como modelo positivo en el estudio comparado relativo a los procesos de democratización. Dado que el proceso de democratización español se considera modélico, la finalidad para los estudiosos es analizar los factores fundamentales que la propiciaron, para conocer qué requisitos son necesarios en otros países que pretenden instaurar y consolidar democracias. Este artículo examinará las diversas maneras en que la teoría comparada de la democratización, ha presentado a la transición española, como un modelo generalmente positivo. Lo que convirtió a las transiciones del sur de Europa en algo más que un simple proceso de “normalización europea” fue el que se presentaran como representantes de un “tercera ola” de democratización a escala global. Tomando como referencia el famoso esquema de Huntington, la primera ola de democratización comenzó a finales del siglo XVIII tras las revoluciones democrático-liberales; la segunda ola comenzó en la postguerra tras la II Guerra Mundial; la tercera ola, daría comienzo con las transiciones durante la segunda mitad de la década de los setenta en el sur de Europa, incluyendo cambios de régimen en Latinoamérica y también en Asia, y culminaría con lo ocurrido durante la década de los noventa en Europa del Este. De estas transiciones, la española ha sido considerada universalmente como la más exitosa y la más consolidada. De esta forma, la transición española no solo normalizó el estatus del País dentro de Europa, sino que además convirtió a España en un modelo global tanto de democratización como de consolidación democrática. De esta periodización democrática establecida por Huntington, se sigue que España y otros países de Europa que comenzaron a democratizarse durante la década de los setenta, se hallan más “atrasados” o menos modernizados que otros Estados europeos. Se asume así que España sirve como modelo de democratización, no para Europa, donde se considera que la democracia llevaba “décadas arraigadas”, sino para países en vías de desarrollo. En este esquema, España actúa como puente modélico entre la Europa a la que se ha unido recientemente, y el mundo en vías de desarrollo del cual emerge. El problema de esta dicotomía implícita es que ofrece una versión demasiado romántica de la existencia de una tradición democrática europea “arraigada” especialmente en Occidente. Pero si miramos de cerca la historia de nuestro continente, como señala Mazower, la democracia tuvo, con pocas excepciones, una tradición frágil e inestable en Europa hasta su consolidación precisamente en la década de los setenta y no antes. Mazower defiende que esta realidad ha sido desfigurada en la historiografía y la cultura popular europeas, por la tendencia a marginar las otras dos tradiciones con gran influencia durante el siglo XX en Europa: el fascismo y el comunismo. Al mismo tiempo, el marco de la guerra fría, basado en la confrontación entre dos bloques ideológicos antagónicos, contribuyó a consolidar esta “naturalización” entre democracia y “Oeste”, como parte del esfuerzo por establecer demarcaciones claras entre el “nosotros” y “ellos”. De este modo, se interiorizó en la Europa occidental la idea ficticia de que la tradición Europea es profundamente democrática, cuando de hecho, las nuevas democracias europeas surgidas en la posguerra eran en muchos casos más experimentales que tradicionales. Por ello, hasta finales de los sesenta no se puede considerar a la democracia como consolidada y arraigada. Por esta razón, la decisión de separar la transición española y portuguesa del proceso de democratización europea de la posguerra es realmente arbitraria. La razón que justifica la diferencia entre el modelo español y el de otras democracias anteriores como la alemana o la austríaca, es que se asume que la versión española es más accesible para países en vías de desarrollo, pues se considera de hecho, que España procede de ahí, dando por hecho que estaba más atrasado. Todo esto presupone una barrera ficticia entre la Europa occidental “profundamente” democrática y más “avanzada”, y la Europa del sur, no democrática y atrasada. Esto hizo pensar a los observadores, que la democratización de los países de la Europa del sur constituía una “nueva fase”, en la cual la democracia se extendía más allá de sus “fronteras naturales”, cuando en realidad, en casi todos los lugares democráticos de Europa, la consolidación de la democracia era verdaderamente reciente en los años setenta. Pamela Radcliff trata en este texto cuatro enfoques distintos que intentan explicar el porqué del éxito de la transición democrática española. El primer enfoque es el enfoque estructural, que al mismo tiempo considera la democratización de las naciones como un producto de la “modernización”. Este fue el enfoque predominante sobre la explicación de las transiciones democráticas durante la década de los sesenta y principio de los setenta. Según la teoría expuesta por Seymour Martin Lipset en 1959, antes de que un país pudiera llevar a cabo con éxito una transición democrática, debía pasar por ciertos estados de “modernización” social y económica (GB se toma como modelo). En este contexto, la democratización suponía la culminación de un largo proceso económico, social y político al que se supone que tienden de manera lineal todas las naciones, aunque estas se hallen en distintas etapas de desarrollo de dicho proceso. De esto se sigue la democratización no es accesible a todas las naciones, pues esta depende del desarrollo estructural de las mismas. Dentro de este enfoque, la democratización española se considera como la culminación de un proceso que comenzó con la reestructuración de la economía, lo cual supuso un mayor desarrollo, abriendo las puertas a un mayor crecimiento económico mediante una economía más liberalizada e industrializada, así como a un mayor avance y pluralismo social y cultural. De un mayor desarrollo de la estructura económica fruto de ampliar las libertades económicas, se seguía al mismo tiempo un mayor desarrollo de la estructura social. Desde este punto de vista estructuralista, estos cambios estructurales internos al proceso de modernización, prepararon a España para la democracia de varias maneras (pp. 246-247). En términos generales, esta perspectiva asumía que el desarrollo económico traería consigo una amplia gama de cambios sociales y culturales que hacía más propicio el terreno sobre el que poder construir un régimen democrático. Este esquema parecía cumplirse en el caso español tomado como modelo de democratización, sirviendo de poderoso ejemplo para el vínculo entre “modernización” y democratización que establece este enfoque. Sin embargo, esta visión se encuentra con determinados problemas. Inherentes a las explicaciones estructurales son la ausencia de acción y elección humanas libres y voluntarias, así como un rígido determinismo. En dicho determinismo se tenía una indudable confianza en la beneficiosa fuerza de la modernidad, considerada como un proceso histórico al que la humanidad tiende inevitablemente. Al mismo tiempo, con esto último se fundía la idea de que el desarrollo de las estructuras económicas, impulsado por esas fuerzas de la modernidad que define el devenir histórico, determinaba el desarrollo social, cultural y político propicio para llevar a cabo un proceso de transición democrática exitoso. Sin embargo, existen ejemplos en la historia que parecen rebatir estos supuestos teleológicos implícitos en este enfoque. El nazismo alemán, en ejemplo, ha sido considerado por la mayoría de los expertos como una vía alternativa real a la modernidad, que pudo haber triunfado en el mundo. De este modo, se demostraba que un mismo desarrollo estructural económico y social podría dar como resultado tanto el fascismo como la democracia. Y de ello se sigue que el desarrollo histórico de la humanidad no sigue una única vía, no es lineal, pues ante un mismo escenario o desarrollo estructural siempre caben diversas alternativas posibles. No obstante, si bien dichos factores estructurales no determinan, considero que condicionan en gran medida la posibilidad de la instauración de un régimen democrático liberal, pues este siempre es más compatible y se desarrolla mejor con una economía de libre mercado, competitiva y más capaz de generar riqueza. Sin embargo, es cierto que las explicaciones estructurales no pueden explicar la periodización específica de la transición política, dado que los factores o condiciones estructurales eran diferentes, y en algunos casos muy distintas, y sin embargo han dado lugar a regímenes democráticos por igual. De igual modo, naciones con un menor desarrollo económico y social que otras, sin embargo han alcanzado antes la democracia. Pero esto no supone que, tomando España como referencia, el desarrollo económico no pueda proporcionar un contexto favorable para las transiciones democráticas. Lo que sucede es que es un factor condicionante, pero no es en sí un factor causal directo o único y absoluto. Los analistas cuantitativos han establecido correlaciones muy fuertes entre democracia y desarrollo económico. En casi todos los países con una economía de libre mercado y productiva, los ingresos son más elevados y poseen regímenes democráticos, pero existen excepciones; del mismo modo que a la inversa, en casi todos los países con una economía menos desarrollada y con ingresos más bajos, se dan regímenes autoritarios, salvo excepciones también. De este modo, Larry Diamond, con el fin de salvar esas excepciones, considera que aún más significativo que el desarrollo estructural de la economía, es el índice de desarrollo humano (IDH), el cual no toma únicamente el PNB (producto nacional bruto), sino además otros factores sociales y políticos como por ejemplo la redistribución de ingresos, la búsqueda de la disminución de la desigualdad social, la garantía estatal de derechos sociales etc. Lo que estas estadísticas sugieren es que existe un nivel umbral de desarrollo (económico y humano) que debe alcanzarse para que la democratización se convierta en una posibilidad real. Superado ese umbral, entonces la transición democrática es posible. Sin embargo, el hecho de que se supere dicho umbral, no conduce automáticamente a la democratización porque no es una causa directa, aunque si puede condicionar y favorecer la emergencia de la misma. En definitiva, si bien la compleja relación establecida entre desarrollo y democratización desde los años setenta ha debilitado los supuestos lineales y deterministas de este enfoque, el debate ideológico fundamental sobre la relación entre desarrollo económico por un lado, y político por otro, mantiene su intensidad. Están aquellos que entienden capitalismo, desarrollo y democracia como procesos íntima y lógicamente conectados; y están aquellos que lo consideran procesos contradictorios en lugar de auto-reforzantes. El segundo enfoque, por el contrario, considera que, de la mano de Huntington, existe una dimensión global externa de la democratización. La conexión entre desarrollo económico y democratización que tratábamos en el enfoque anterior, es extrapolado a un nivel global. Así, el desarrollo de la economía liberal a nivel global trajo consigo un aumento del consenso democrático a esta escala geográfica. La conexión entre globalización económica y fomento de la democracia, se aprecia con claridad desde esta perspectiva. En este contexto de influencia global, Huntington subraya la contribución de las instituciones regionales, internacionales y globales al impulso generalizado hacia la democratización experimentado desde los setenta. El consenso predominante de que la democracia era la única salida posible (en pleno contexto de la guerra fría), ayudó a crear un clima en el que la democratización podía entenderse como parte intrínseca de ese desarrollo en el que, a nivel global, se concebía el régimen democrático como el modelo político a seguir. Al igual que ocurre con el enfoque anterior, el problema que plantea la teoría globalizadora de la democratización radica en su falta de precisión. Aunque la mayoría de los expertos están de acuerdo con Huntington en que hubo factores internacionales que contribuyeron a crear la oportunidad para que se dieran tantas transiciones democráticas en tan breve plazo de tiempo, pocos defenderían la postura de que dichos factores fueron la causa principal de una transición concreta. La idea de la existencia de un clima global de democratización tiene sentido a nivel general y puede tener influencia en algunos casos concretos, pero no explica por qué unos países experimentaron la transición en un momento determinado y otros no. Hacia finales del siglo pasado, de hecho, la tesis globalizadora parecía menos convincente todavía. Desde una perspectiva más crítica con esta tesis, se destaca una influencia variable pero no determinante de factores internacionales externos, y aunque se considera que juegan un papel, este es secundario y no influye de forma determinante en la democratización. Otros autores, de hecho, afirman que la globalización económica, el aumento del capitalismo de libre mercado a escala global, ha traído consigo, por el contrario, un socavamiento de la democracia occidental en lugar de promoverla en el mundo, debido al supuesto aumento de la desigualdad y de la pobreza que esta conlleva en países donde está ya implantada o en vías de transición. La muy diferente relación entre globalización y democratización en Latinoamérica, demuestra también el carácter variable, y no fijo o determinante, de dicha relación. De este modo, el clima internacional global que impulsó el proceso de democratización durante la tercera ola no tuvo un impacto uniforme en todas las regiones, lo cual demuestra que no es un factor único y determinante del mismo. Idéntico argumento se puede aplicar al impacto global de la Iglesia católica después de Concilio Vaticano II. Se considera desde esta perspectiva que tras dicho evento, la Iglesia Católica contribuyó de manera determinante a ese clima global propicio para la democratización en los lugares de tradición católica. La observación de Huntington de que dos tercios de las transiciones de la tercera ola antes de 1991 ocurrieron en países católicos es sugerente, pero un análisis más profundo revela que la influencia concreta de la Iglesia varió mucho de país a país. Este argumento, sin embargo, sostiene que la Iglesia, al abrazar valores democráticos como el pluralismo religioso, la tolerancia, la justicia social y la democracia como tal, se transformó en una fuerza global de democratización. No obstante, en este punto, se observa que, si bien a nivel macro el Vaticano II proporcionó ciertamente un discurso que integraba el catolicismo y la democracia, favoreciendo de algún modo la transición hacia la democracia en los lugares con tradición católica, a nivel micro su impacto dependía de las dinámicas internas de cada Iglesia nacional. Según la Iglesia de cada nación, tendría una mayor o una menor influencia el discurso del Vaticano II a nivel global, que en cualquier caso, estaba lejos de ser determinante. En definitiva, la tesis de la globalización funciona mejor al mismo nivel que el modelo anterior, es decir, como parte de un ambiente propiciatorio, pero no determinante. El contexto internacional es importante, (tal y como demuestra el caso español y la diferencia entre la democracia de la década de los años 30 y la de los años 70), pero no en el sentido de que opere como una fuerza uniforme e inevitable a nivel global o como un mecanismo explicativo causal concreto. Lo cierto es que, detrás de esta teoría, se encuentran pocas evidencias que conecten procesos económicos y políticos internacionales con momentos de transición específicos. El tercer enfoque a tratar es el enfoque elitista. Ante la imprecisión de los dos modelos anteriores, esta perspectiva en lugar de centrarse en procesos “inevitables” de larga duración y a gran escala, puso la atención en decisiones a corto plazo tomadas por individuos concretos, las cuales tuvieron como resultado la caída del régimen autoritario y el establecimiento de un régimen democrático. Este enfoque recibe el nombre de “agente de las élites”, el cual encontramos en el estudio de O’Donell y Schmitter (1986). En opinión de ambos autores, fue la crisis de legitimidad del régimen autoritario entre las mismas élites autoritarias, lo que llevó a un proceso de autotransformación. Así, las desencantadas élites buscarían nuevas opciones tales como reformas liberalizadoras y, eventualmente, entablar negociaciones en tanto que oponentes moderados al régimen. Si tenía éxito la negociación entre líderes autoritarios y líderes de la oposición, producirían un acuerdo sobre un nuevo conjunto de “reglas del juego” definidores de los nuevos parámetros sobre los que crear un nuevo sistema de instituciones democráticas. Resulta significativo que el caso español, una vez más, parece ser el que mejor ejemplifica la nueva teoría de que las decisiones tomadas por las élites, y no las precondiciones estructurales, fueron las que pusieron en marcha el exitoso proceso de democratización. Este modelo establece un cuadro limitado de actores, los cuales disfrutan de una capacidad de acción amplia para tomar las decisiones cruciales que llevarían al éxito o al fracaso de la democratización. Este modelo no establece precondiciones estructurales necesarias y determinantes para la democratización, convirtiéndola en algo que podría ser diseñado a través de una política deliberada entre élites progresistas y conservadoras que se sientan a negociar. Se considera de hecho que ni siquiera es necesario que los actores que forjaban estas políticas fueran demócratas. La cultura democrática, tanto en las élites como en la población en general, emanaría de un buen conjunto de instituciones, aunque estas hubiesen sido establecidas por conveniencia y no por convicción. Para di Palma, como para otros, el caso español servía de ejemplo consumado de esta labor exitosa de las élites. Según Richard Gunther, las lecciones derivadas de este modelo serían, primero, el pequeño número de personas implicadas en la toma de decisiones importantes; y segundo, el pragmatismo y la flexibilidad de dichos individuos fruto de su independencia a la hora de tomar posición y no ceder a las presiones populares. Al mismo tiempo, existe también una historia de élites cuya decisión de no interferir constituye un componente implícito de este modelo. En concreto, la abstención de las élites militares en el proceso de transición se ha considerado como un factor importante en la determinación de su éxito, para lo cual era necesario que el poder militar se hallara subordinado al poder civil o estatal. Un poder militar autónomo, sin control del Estado, inhibe la democratización. Solo en el caso de que el ejército se halle subordinado al poder civil puede consolidarse la democracia. Si bien este proceso de subordinación de la autoridad militar a la autoridad civil se ha considerado cumplido en el caso español desde el fracasado golpe militar de 1981, en la mayoría de las otras democratizaciones de tercera ola fuera del sur de Europa, se trata por el contrario de un factor que ha impedido una consolidación democrática plena, dado que no se ha producido debidamente. Sin embargo, el optimismo generado por este enfoque culminó a principios de los noventa. Si bien fueron pocos los que restaron importancia a las decisiones de las élites a la hora de precipitar el cambio de régimen y establecer instituciones democráticas sólidas, si hubo muchos que calificaron estas condiciones de necesarias pero no suficientes para llevar a a cabo una transición y consolidación democrática. Si en los ochenta, todos los que defendían este modelo consideraban que la toma de decisiones por parte de la élite constituía el núcleo esencial del modelo español, a finales de siglo esta aserción se había vuelto más discutible. La debilidad de la democracia rusa y de otras exrepúblicas soviéticas que habían sido “diseñadas” por élites siguiendo el modelo, movió a los expertos a considerar la necesidad de nuevos factores adicionales capaces de explicar el éxito de la democratización en unos casos pero no en otros. Comenzaba a sospecharse pues que, el hecho de que España fuera una de las pocas democracias consolidadas a finales del siglo XX, podría derivar del contexto más amplio en el que las decisiones de las élites tuvieron lugar. Será a través del concepto de la “sociedad civil” como se incorpora este contexto más amplio, surgiendo otro enfoque nuevo. Así, en la década de los noventa, se aceptó otro nuevo instrumento explicativo. El concepto de sociedad civil es definido como el espacio donde ciudadanos particulares se aúnan para conseguir objetivos públicos comunes. Situada entre el Estado y el ámbito privado de la vida personal y familiar, la sociedad civil es el ámbito en el que el conjunto de la ciudadanía contribuye a la consecución de un determinado bien público e intenta mover al Estado para que actúe. Es un espacio plural donde cada grupo intenta hacer oír sus demandas. Los defensores de este concepto, empezando por Tocqueville en el siglo XIX, han sostenido que una sociedad civil fuerte es el sello de una democracia saludable, y se consigue garantizando su participación, el pluralismo y la restricción del poder estatal. La capacidad de una sociedad civil fuerte y vibrante para dominar o influir en el Estado constituye la clave de la adaptación de este concepto a la teoría de la democratización; pues se convierte así en un factor clave en el proceso de democratización. Así, los expertos han defendido que los principales impulsos para la liberación de regímenes autoritarios, procedían de fuerzas movilizadoras dentro de la sociedad civil. En el caso español, la presión “desde abajo”, ya cobrara formas de sindicato, manifestaciones públicas o movimientos sociales, fue lo que convenció a las élites de tomar medidas reformistas y abrir el proceso de transición. De esta manera, las decisiones de las élites venían condicionadas por el contexto social en el que se llevaban a cabo. Uno de los atractivos de este enfoque respecto al anterior, es que aumenta el número de actores y de posibles escenarios en el proceso de transición. Al afirmar que las transiciones se preparaban en la sociedad civil, los expertos recontextualizaron el proceso de democratización como un proceso participativo más amplio. Esta perspectiva de la transición “desde abajo” también facilitó la inclusión de los personajes femeninos en la historia. Debido a que casi nunca tuvieron puestos de poder en los regímenes autoritarios ni destacaron entre los líderes de la oposición, la narrativa del enfoque de élites anterior es esencialmente masculina. En general, las mujeres han tendido a participar en política a un nivel informal en organizaciones sociales vinculadas a temas de calidad de vida. Por tanto, si este tipo de asociaciones formaban parte de la sociedad civil que determinaba o influía decisivamente en las decisiones de las élites, entonces se puede afirmar que las mujeres “estaban también presentes” en el proceso de democratización: fueron agentes activos. La idea de que las transiciones democráticas se preparan en la sociedad civil constituye un argumento común en este enfoque, pero sus teóricos se dividen respecto a la interpretación de cómo funcionan esos vínculos. Si bien al comienzo ese vínculo se explicaba a su vez en relación de dependencia con un determinismo estructural claro, en los años noventa el enfoque de la sociedad civil se caracterizaba por su voluntarismo, centrándose en la agencia contingente de múltiples actores. Se puso así el énfasis en el poder de la agencia humana voluntaria, pero a diferencia del enfoque elitista, defendía que esta agencia era compartida más ampliamente con la población en general, aunque no se les pudiera localizar tomando dichas decisiones. El enfoque de la sociedad civil intentaba evaluar la participación popular como una variable independiente. En la nueva atención prestada a la sociedad civil como factor de democratización, se hallaba implícito un debate sobre la democracia misma, sobre la posibilidad misma de si el pueblo, “desde abajo”, puede tener un auténtico poder de influencia en la toma de decisiones políticas fundamentales. Para la escuela partidaria de la agencia de las élites la democratización se halla firmemente asentada en el Estado, y su culminación se produce en el establecimiento de instituciones gubernamentales diseñadas desde arriba. En cambio, para los partidarios de la sociedad civil, la democratización es un proceso participativo, definido no por instituciones, sino por un contexto social más amplio. Sin embargo, hay datos extraídos de la realidad que cuestionan este enfoque, pues se perciben sociedades en las que la sociedad civil era más débil que otras donde era más fuerte y vibrante y, sin embargo, en las primeras se consolidó el proceso de democratización, mientras que en las segundas no (pone de ejemplo los casos de España y Brasil). Otra fuente de discrepancia es la diferente perspectiva adoptada por los expertos a la hora de decidir qué aspecto específico de la sociedad civil contribuye a la transición democrática. En un extremo se encuentran los teóricos que incluyen cualquier tipo de actividad asociativa con independencia de su conexión con temas públicos o políticos, siempre que dicha actividad estimule “la confianza social”. En el otro, están aquellos que limitan su estudio a movimientos dentro de la sociedad civil con agendas democráticas concretas. Sin embargo, a nivel general, las asociaciones de la sociedad civil abren un espacio autónomo o semi-autónomo en el interior de una dictadura, a partir del cual se promueve el pluralismo y se establecen las condiciones para un posible diálogo entre sociedad y Estado. A través de este diálogo, las organizaciones de la sociedad civil aprenden a articular intereses colectivos y a presentar demandas así como a desarrollar destrezas y hábitos de autoorganización. Estas destrezas y hábitos les preparan para ejercer el papel de ciudadanos democráticos activos, de participar activamente en el ejercicio del poder político, en lugar de limitarse a ser clientes pasivos de un Estado autoritario. Cuanto más se organizan y más se hacen oír estas asociaciones, y cuanto más se diversifican sus demandas y más en pugna entran, más difícil le resulta al Estado autoritario mantener su legitimidad. Es en este punto donde la presión desde abajo puede tener influencia directa en forzar a las élites a llevar a cabo reformas. Para los oponentes del modelo de sociedad civil, es esta una tendencia peligrosa y contraproducente. Las organizaciones de la sociedad civil pueden ser “inciviles” en su comportamiento, o simplemente irrelevantes en su contribución a la práctica democrática. Estas, pueden ser una fuerza positiva para la democratización, pero solo en el contexto de un Estado y unas instituciones democráticas fuertes. La combinación de un Estado débil y una sociedad civil fuerte puede ser letal. Por lo que los proyectos democráticos deberían centrarse en apoyar instituciones estatales y de partido, y no movimientos sociales. La mayoría de los teóricos de la sociedad civil, coincidiría en la premisa básica de que la democratización fracasará, si no se instaura a su vez un Estado a la par con instituciones fuertes y democráticas, independientemente de la participación popular. De esto se desprende que no basta apelar al factor de la voluntad de la sociedad civil, sino que otros factores son necesariamente relevantes para comprender el porqué del éxito de los procesos de transición. De hecho, la tendencia finalmente parece orientarse hacia el análisis multifactorial, al reconocer que tanto el desarrollo económico, como las decisiones de las élites, como la participación popular, como las fuerzas globales, desempeñan su papel en el resultado final. De nuevo, el modelo español sirve de referencia a este enfoque multi-factorial. Los procesos de transición democrática serían fruto del impacto combinado de todos esos factores. Donde los expertos todavía no se ponen de acuerdo es donde poner el énfasis, pues una cosa es reconocer la contribución de múltiples factores y otra organizarlos en orden jerárquico. A su vez, una cosa es reconocer un modelo multifactorial, y otra analizar los mecanismos interactivos entre esos cuatro factores que conducen al proceso democratizador. Por último, Pamela Radcliff termina analizando los límites del modelo español de transición democrática. Cuando los teóricos de la democratización pasaron, a finales de los noventa, de analizar la transición a estudiar la consolidación democrática (transición y consolidación son dos etapas distintas de la democratización), empezaron a discutir la calidad del régimen democrático que emergió de dicha vía de transición. Los teóricos de la consolidación se han agrupado en dos campos, los minimalistas y los maximalistas. Para los minimalistas, la consolidación se produce cuando las instituciones democráticas son establecidas y se celebran las primeras elecciones democráticas competitivas. Para los maximalistas, la consolidación se entiende como un proceso continuo en el que la cultura democrática penetra cada vez más en los ciudadanos y los actores políticos. Dese la perspectiva maximalista algunos si se atrevería a defender, según Radcliff, que la consolidación democrática en España no ha sido un éxito absoluto. Hay así una línea de investigación abierta interesada por la calidad democrática española. El debate se centra en la participación popular y en la capacidad real que posee de involucrarse en los procesos democráticos de toma de decisiones. Algunos, a raíz de los escándalos de corrupción, consideran que en España la democracia es demasiado elitista o estatista, en la que no existen vínculos fuertes entre las instituciones del Estado y la sociedad civil. Esto se considera que es fruto del modo elitista en que se consumó la transición democrática española, el cual eliminó desde el principio la participación de los grupos populares, instalando un régimen democrático solo en un sentido institucional formal. El punto de vista contrario apunta no a la vía de democratización, sino a los hábitos autoritarios en la sociedad que sobrevivieron a la caída del Régimen. El otro hilo de discusión sobre los límites del modelo español se refiere a llamada “cuestión regional”. Si bien la mayoría de los análisis iniciales de la transición consideraba la autonomía regional como un tema resuelto con éxito, la creciente polémica sobre esta materia ha llevado a la reconsideración de esta cuestión. El proceso en el País Vasco difícilmente puede subsumirse bajo el éxito general del “modelo español”. Se considera que el País Vasco ha seguido un modelo de transición fracasada, pues no se ha integrado en el modelo español. Esta bifurcación del modelo español podría socavar su propia coherencia como modelo, afectando así de forma importante a su percibida exportabilidad, con lo que el análisis de las causas de este modelo de transición para reproducirlo posteriormente en otros lugares, comienza a generar dudas. A medida que el caso español se hace cada vez más difícil de categorizar en cuanto a su consolidación democrática, así como en cuanto a sus causas, también comienza a decrecer su utilidad como modelo en un proyecto de democratización global.