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El príncipe de Tarsis
Antonio Sánchez-Escalonilla
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–Aquí tenéis una medusa, esos animales que nos causan tantas
molestias en la playa. Como los demás celentéreos, el noventa y
cinco por ciento de su cuerpo es agua. Observad su aspecto gelati-
noso y transparente. Sus tentáculos surgen en el borde del cas-
quete, y su musculatura les permite contraerse rápidamente. Es su
mecanismo de propulsión.
Héctor se frotó los ojos. El conserje también dijo que no era aconse-
jable detenerse al borde del umbral, pero no se refería a la puerta
del Museo. ¿Las piezas dormían? ¿Podían las estatuas de piedra y
metal despertar de su sueño?
Otra ráfaga luminosa y la profesora pasó a describir la anatomía de
las hidras.
Lo peor de todo era que Virgilio sabía dónde vivía. Aunque faltara a
su cita, el conserje podría encontrarle en su propia casa.
–Su aspecto es el de un saco diminuto, con un extremo que les
permite adherirse al suelo y, seguramente, Héctor posee sobrados
conocimientos sobre ellas, a juzgar por su escaso interés en mi
clase.
La profesora abandonó la lección y miró con disgusto al muchacho.
¿Y si Virgilio comentaba algo a los directivos del Museo? Todo el
mundo parecía muy excitado con el asunto de las esfinges. Podría
meterse en un buen lío.
–Héctor, ¿te importaría continuar con la lección de celentéreos,
por favor?
Por supuesto, nadie creería al guardián del Museo. ¿Dónde se ha
visto que un chaval tuerza estatuas de metal a cien metros de dis-
tancia?
–¡Héctor!
La realidad tomó la forma hostil de una profesora de Biología con
los brazos cruzados, que acribillaba al chico con la mirada. A su
alrededor, los estudiantes lo miraban con ojos expectantes, diver-
tidos con el espectáculo que estaban a punto de presenciar.
–¿Sí, señorita?
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–Ha sido una historia apasionante –dijo con frialdad–, pero me refe-
ría a la hidra de agua dulce y no a los monstruos de tus vídeo–juegos.
Mañana quiero sobre la mesa de mi despacho un trabajo de veinte
páginas sobre los celentéreos. Hidrozoos, escifozoos y antozoos. Al
menos así emplearás tu imaginación en algo más útil.
El incidente en clase de Biología hizo que Héctor ganara algunos
puntos de popularidad entre sus compañeros. Quizás por eso un
par de chicas se acercaron a su mesa en el comedor y estuvieron a
punto de sentarse junto a él, dispuestas a escuchar más historias.
Hubieran podido ser sus dos primeras amigas pero, por desgracia, un
muchacho de tipo atlético llamado Rubén, capitán del equipo de
fútbol, lo estropeó todo.
–Dejad tranquilo al soñador. Ya tiene bastante con su monografía de
celentéreos.
Héctor comenzó a tomar su almuerzo en solitario. Apenas había
probado un bocado cuando escuchó una voz chillona su lado.
–¿Puedo sentarme a comer contigo?
El muchacho menudo que había empezado a aplaudirle en clase
se encontraba a su lado, con una bandeja en las manos. Sonreía
mostrando su aparato dental y le miraba con ojos vivarachos, tras
sus gafas de cristales sucios. Era el clásico chaval de pequeña esta-
tura que suele encontrarse en todas las clases de tercero de ESO:
menos desarrollado que la media y con el aspecto de un niño de
primaria colado entre los mayores. A menudo era objeto de burlas
porque aún no había cambiado la voz.
Antes de que Héctor respondiera ya se había sentado frente a él.
–¡Chico, estuviste alucinante en clase de Biología! Nunca había
escuchado nada igual. Hablabas como si tú mismo hubieras visto
a Hércules luchando con la hidra. Creí que la sangre me salpicaría de
un momento a otro.
–Gracias, pero creo que hice el ridículo.
–¡Qué va! ¡Si moló mazo! ¡Ah! Me llamo Álex. Ya sé que tú eres
Héctor, y que llevas cuatro días en Madrid.
Los chicos se dieron la mano.
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