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Vanegas
Fernando
Tropical Guetto
TROPICAL GUETTO
Fernando Vanegas
EDICIÓN Y CORRECCIÓN
Olga Marina Molina C.
MONTAJE Y DIAGRAMACIÓN
Sonia Velásquez
ARTES FINALES
Henry M. González
DISEÑO DE COLECCIÓN
José Gregorio Vásquez, 2016
IMAGEN DE PORTADA
Carmen Michelena
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No encuentro dónde sentarme, solo hay un lugar
vacío junto a la señora de la que hablé antes, que me son-
ríe desde una mesa y me invita a acompañarla.Yo miro a
otro lado como si no hubiera visto su gesto, concentrado en
buscar una forma de pasar el rato. Salgo del restaurante y
me siento en el borde de una acera. El cemento está hir-
viendo y apenas hay sombra para resguardarme. Pienso
que a fin de cuentas nada de eso tiene importancia, así
que regreso al libro. Paso los ojos por las páginas inten-
tando borrar todo lo que me acosa —el calor, el can-
sancio, el terrible aburrimiento—, y de a poco lo voy
consiguiendo: me sumerjo en algo que ocurre lejos de
aquí, de este espacio, de este tiempo, me alejo de todo,
excepto del hambre que aguanta cualquier distracción.
Reviso el bolso otra vez con esperanza. Consigo un viejo
caramelo de miel cubierto por algunas hormigas muer-
tas, víctimas de la seducción del dulce, y, sin pensarlo de-
masiado, me lo echo en la boca y empiezo a chuparlo
mientras prosigo con la lectura.
Ahora, en este punto en el que me encuentro sentado
leyendo un libro cuyo nombre no diré porque poco tiene que
ver con ustedes, creerán que en esta historia sucede lo
que siempre pasa cuando se viaja. De pronto estarán se-
guros: dirán que aquí no hay sorpresa posible, mirarán a los
lados y se preguntarán a dónde va todo esto. Quizá algu-
nos, poco creyentes del poder de una página que apenas
empieza, se verán tentados a cerrar el libro o, lo que sería
peor, a proseguir con la historia siguiente dejándome de
lado sin importar que vague eternamente en ese instante en
el que se detuvo mi viaje. Pero atentos, no caigan en el
error, permítanme proseguir, confíen en quien les habla.
El chirrear de unas ruedas que queman el asfalto
me sobresalta. Levanto la vista y veo que una minivan
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acaba de estacionarse al lado del surtidor de gasolina.
Pienso que será inútil, quizá no vieron el aviso anun-
ciando que no hay combustible. Sigo leyendo, olvido la
minivan y el asfalto caliente, hasta que escucho el rítmico
movimiento de unos tacones viniendo directo hacia mí. Es
un mariachi. Lleva en la mano izquierda una botella de cer-
veza y en la derecha su sombrero charro, me descubre mi-
rándolo y sonríe, se contonea disfrutando de su falsa
realidad mexicana. Pasa a mi lado sin decirme nada, solo
sigue sonriendo mientras me observa y se mete al baño de
caballeros, unos cuantos metros a mi derecha.
Son personas peculiares los mariachis, cuando
niño mi madre me dijo que eran músicos fracasados adic-
tos a la fiesta. Todo músico debe ser adicto a la fiesta.
Toda música es una fiesta. Toda fiesta es un fracaso.
Quizá yo debí ser mariachi.
Vuelvo a mirar la minivan, se bajan más falsos me-
xicanos, seis para ser exactos, me fijo en la parte trasera
del vehículo y leo: Mariachi Sol de Michoacán, en letras
doradas sobre un paisaje desértico. Ninguno de los seis
me mira, están debatiendo qué hacer con la falta de com-
bustible, azuzados por el ánimo de las botellas de ron que
los veo sacar de la minivan y dejar en el suelo. Parecen no
llegar a una conclusión.
Tan bello que está, que dios me lo cuide, papito, es-
cucho decir a una voz ronca pero melodiosa al lado de mi
oreja. Por alguna razón no me alarmo, volteo lentamente y
veo al primer mariachi sonriéndome. No le digo nada, no
me dice nada. Se pone el sombrero y camina hacia sus
amigos mientras silba una canción que estoy seguro de
conocer. Cuando llega le dice algo a sus compañeros. Un
instante después todos los mariachis me están mirando:
sentado en la acera, sudado, con un libro sobre las piernas
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y chupando un caramelo que hace rato ya me está dando
asco. Yo los miro de vuelta, protegido por la engañosa
intimidad de los lentes de sol y, solo para ponerle aventu-
ra a todo esto, les sonrío. El mariachi que me habló da
una carcajada fortísima y me lanza un beso. De algún lu-
gar sacan otra botella pero no alcanzo a ver de qué es,
echan un chorro de licor al suelo, me ven por última vez
y se marchan haciendo chirrear de nuevo las ruedas sobre
el asfalto.
Yo por mi parte abandono la lectura mientras son-
río en la soledad de mi acera por lo que acaba de pasar.
Voy al baño, me lavo la cara y salgo justo a tiempo para
abordar el autobús.
El viaje debe continuar.
Se consume el camino, voy pensando en la canción
que silbó el mariachi, pienso en lo que me dijo y me pre-
gunto qué sentido tiene todo aquello, si acaso tiene uno.
A dónde me lleva esa canción y los buenos deseos de un
músico triste, borracho y desconocido. Quizá hay cosas
que no significan nada, concedo, quizá pienso en todo
esto solo para ayudarme a gastar el tiempo, a mantener la
mirada perdida al otro lado del cristal, y levantar con ello
el silencio necesario para alejarme de la dulce señora que
me acompaña y que sigue insistiendo en hablarme.
Pasan las horas, a ratos duermo, a ratos despierto y
sigo cuestionándome. Estoy seguro de conocer la can-
ción, es más, casi puedo asegurar que la sé de memoria,
que en las noches de borrachera la he cantado con mis
amigos bajo el cielo de cualquier ciudad venezolana.
Paseo la memoria por el registro de todas las rancheras
que alguna vez he escuchado y ninguna encaja en el rit-
mo lento y golpeado del silbido de aquel mariachi. El
chofer enciende la radio. Como si existiera el destino,
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mientras pasan las emisoras, suena un instante de la can-
ción y doy con la respuesta: no era ranchero aquel ritmo,
era norteño, de esas canciones llenas de acordeón y mala
suerte. Dicen que venían del sur, en un carro colorado.
Tarareo satisfecho al tiempo en que se detiene el autobús a
un lado de la carretera.
Veo por la ventana y me consigo con un puesto de
vigilancia de la Guardia Nacional. Nos hacen bajar. Cada
quien coge su equipaje y nos ordenan en fila para irlo re-
visando, uno por uno, pacientemente, jugando con la
tranquilidad de los viajeros.
Quedan tres personas para que sea mi turno, miro a
los lados. Dicen que venían del sur, en un carro colorado.
No alcanzo a recordar más de esa vieja canción, me pre-
gunto cómo termina, parece que fue hace tanto que la son-
risa del mariachi me habló del futuro y me deseó suerte.
Paralela a mí está la dulce señora. Ya no insiste. La
miro y le pregunto si cree en las señales del destino. Ella me
miray no responde.Luego dice que sí, que el destino está es-
crito. Yo le sonrío, me disculpo por haber sido tan grosero
antes, le digo que ha sido un mal día para mí, que estoy algo
estresado, algo preocupado. Ella me dice que no me dis-
culpe, que aún nos queda viaje para charlar un poco. No le
contesto. Mientras me acerco a la mesa donde minuciosa-
mente revisan el equipaje voy pensando en el destino y cru-
zo los dedos rogando porque los buenos deseos de aquel
mariachi se cumplan, que Dios me cuide, que sus palabras
no sean mera literatura y sirvan de algo, cruzo los dedos
para que las cosas no signifiquen nada y no existan las se-
ñales para adivinar el futuro, porque la dulce señora se equi-
voque y nada esté escrito.
Un guardia me señala, me pide que abra el bolso.
Me toca a mí ahora y eso es todo, no podré decir nada
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más mientras los ojos del militar van recorriendo el inte-
rior de mi equipaje y yo aprieto los dientes hasta casi par-
tirlos. No podré decir nada más, es cierto, pero recuerden
que esta es una historia letal, corta y letal, y he ahí el final
que siempre supimos.
8
Historias de la gente
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a entender cómo podía convencerlos de que esas palabras
extrañas en el cuaderno valían tanto como el pan. Viajó y
conoció el mundo, se fue llenando de experiencias, de
historias que frente al pizarrón va dejando volar hasta los
oídos de ellos cuando la clase se pone aburrida. Cómo lo
admiro por todo eso, maestro, se lo juro. Les habla de la
libertad, de la vida, de los horizontes que alguna vez vio,
entonces los niños vienen, me dicen todo eso con una
sonrisa inmensa y el corazón se me llena de alegría por-
que entre tanta mierda que tenemos aquí, usted intenta ha-
cer que florezca algo bueno.
Me contaron que pintó la escuela, que nadie le dio
plata para la pintura, que los sábados se venía temprano
y pasaba la brocha por las paredes como si eso también
fuese enseñar, y yo no sé si es verdad porque últimamen-
te salir de aquí está difícil, pero si sí lo hizo, si es cierto
todo lo que me cuentan, usted es un santo, maestro.
Dicen que vino por cuenta propia, que nadie lo man-
dó para acá como castigo. Vea qué valiente es, cuánto valor
tienen esas manos y esos ojos azules que aquí es tan raro ver.
Gracias por venir, maestro, a este lugar donde nadie quiere
estar, y gracias porque aquella vez que quisieron cerrar la
escuela usted fue firme, certero: esta escuela no la cierra
nadie, no sean tan cabrones, y si no me quieren pagar pues
no me paguen. Eso fue lo que les dijo y yo desde acá aplau-
día por dentro, pensaba en el día en que por fin lo conociera,
y quizá usted no me cree, tal vez por andar mirando a los la-
dos buscando la salida, por estar tan concentrado en esto que
tengo en la mano no me está escuchando, pero acomódese,
maestro, si quiere un café se lo mando a traer mientras espe-
ramos la respuesta que viene atravesando el día para decirle
cómo vamos a terminar con este asunto.
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Yo sé todo lo que pasa en este sitio, supe de usted
antes de verlo llegar y un día, maestro, supe que las cosas
empezaron a salir mal. No lo digo porque usted haya de-
jado de ser el héroe vestido con camisa que nos cuentan
los niños, no, por ese lado puede estar tranquilo. Me re-
fiero a Manuel, el niño moreno de su clase, el más bajito
de todos. Fíjese en ese hombre que está allá parado, tan
serio, el que fácilmente se camufla en cualquier rincón,
él también se llama Manuel y es el papá del niño del que
le hablo. Ahí comenzó el inconveniente, maestro.
La clase, según entiendo, empieza todos los días a
las ocho de la mañana: cantan el himno nacional, hacen
la fila y entran al salón. Pero un día Manuel no llegó a
tiempo. Se le hizo tarde y usted no quiso dejarlo entrar
porque la puntualidad es un tesoro, porque usted perdona
todo menos a un mentiroso y a un impuntual, y resulta
que Manuelito se volvió las dos cosas cuando usted le
preguntó dónde había estado, por qué había llegado tan
tarde, y él le contestó, con esa honestidad tan bonita de
los niños, que lo perdonara, que no había podido llegar a
tiempo, que había estado ocupado con la gente. ¿Con
cuál gente, Manuel? Quiso saber usted. Con la gente del
monte, maestro, fue la respuesta.
Cuando Manuel llegó nos sorprendimos porque era
temprano, es decir, se supone que a esa hora todos los ni-
ños están en clase, y a Manuel su papá le dio una cachetada
por haberse escapado de la escuela. El pobre niño se puso
a llorar, estaba inconsolable. La verdad es que nuestros ni-
ños son buenos, maestro, yo no creí que Manuelito se hu-
biera escapado de la escuela, así que lo mandé a llamar y le
pregunté qué había pasado, entonces él me contó todo y yo
me quedé, si le soy honesto, muy preocupado, pero dejé ir
el asunto porque no todo en la vida se puede tomar en
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serio, menos cuando uno tiene tantos problemas como en
estos días estamos teniendo nosotros.
Al día siguiente todos los niños llegaron a tiempo.
Manuel salió más temprano que nunca, fue el primero en
llegar. La clase transcurrió de forma usual hasta que usted
mandó a cerrar los cuadernos y pidió la tarea. En esa ocasión
fue Isabel, la de las ojeras, la niña que le dijo que no había
podido hacerla por haber pasado la noche ocupada con la
gente del monte. Usted la castigó sin recreo. Luego fueron
María y Mario, los hijos de Carlota, quienes dejaron de ir
dos días a la escuela, y poco a poco usted fue escuchando en
boca de todos esa excusa que tanto lo irritaba; hasta que un
día, al final de la clase, escribió en el pizarrón, en letras
grandes, polvorientas y blancas, la palabra mito, la palabra
leyenda, la palabra mentira, y empezó a hablar de lo que ha-
bía dicho Manuel, de la excusa de su tardanza, de lo feo que
es mentir. Dijo que las mentiras no llevan a nada, y Manuel
susurró que no eran mentiras. Usted lo mandó a callar.
Después dijo que los mitos también son una forma de men-
tir. Habló del Chupacabras, de los fantasmas, del Silbón, y
luego habló de la gente, de la gente del monte, maestro, de
nosotros, ¿se da cuenta? Empezó a decir que por creer en
esas pendejadas era que el país estaba tan mal, y los niños se
miraban unos a otros, desconcertados, pero usted no se dio
cuenta, maestro, y siguió diciendo que nada de eso existía,
que le daba vergüenza verlos asustados por esas cosas.
Le quiero preguntar, maestro, qué tengo que ver yo
con el Chupacabras o si es que el encierro nos ha puesto
tan pálidos que ya parecemos fantasmas.
De pronto los niños dejaron de venir cuando los
llamaba a que se ocuparan de algún encargo; pregunté el
motivo de su ausencia y me dijeron que estaban castigados,
que tenían que quedarse por la tarde arreglando la escuela.
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Usted empezó a decir que nosotros éramos una mentira,
que la gente del monte no existía, que no éramos más que
los ruidos de la noche y el viento entre los árboles.
¿Cómo se le ocurrió, maestro, en qué estaba
pensando?
Al principio yo no quise hacer nada, porque yo lo
respeto, hasta lo admiro, por todo lo que ha hecho con
nuestros niños, pero la gente estaba inquieta por lo que
usted decía. Debe entender que nosotros estamos aquí
por una idea, por unos ideales que cada día nos cuestan la
piel. Si usted dice que no existimos, está diciendo que esa
idea está muerta, y sin idea, maestro, esto no tiene senti-
do, esto no puede seguir adelante. Esta camisa verde ca-
muflaje vale tanto como la bandera tricolor que hondea
en el patio de su escuela.
Así que no pude hacer más nada que esperar, esperar
a que entrara en conciencia, a que olvidara esas ideas tan
peligrosas que trajo consigo. Maestro, usted no quiso olvi-
dar, por el contrario dijo que al que volviera a hablar de la
gente del monte lo expulsaba de la escuela, y hasta allá no
pude llegar a defenderlo.
Por su culpa es que está aquí, por sus palabras tuvi-
mos que traerlo, por eso lo mandé a llamar y lo tengo sen-
tado frente a mí ofreciéndole ese café que ni siquiera ha
probado, como si el silencio fuera la salida a todo esto,
como si acaso hubiera una salida, maestro. Mientras yo
hablo usted debe pensar que la ignorancia lo excusa, que
no sabía lo que hacía. Ahora nada de eso importa, aquí no
hay excusas capaces de salvar ninguna vida. También
yo quise excusarme una vez y la única respuesta que tuve
fue el cuerpo de mi hijo muerto. Créame, el tiempo pasó
y se lo llevó con él, y, aunque usted no se dé cuenta, sus
salidas ya se marcharon.
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Ahora dígame, maestro, cómo es eso de que yo no
existo, cómo es eso de que este rifle es una mentira y que
la gente del monte no es más que un susurro del viento.
II
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mirando, se lleve ese amor tan bonito, ese amor que tantas
veces me tiró al suelo.
Usted siempre fue un niño de armas tomar, un mu-
chachito libre y callejero.
No llueve, ojalá lloviera, porque sé que a usted le
gusta la lluvia. Ojalá la cerveza estuviera más fría y me
quedara algún cigarro para darle, algún consejo que le ha-
blara del dolor y del tiempo, de la vida y de esas cosas que
seguramente otros sabrían contar y de las que yo jamás oí.
Ojalá pudiera mirarlo y decirle que nada está pasando,
que esté tranquilo, pero aunque quiera, no olvide que esta
es una despedida, Marcos, porque sobrará quién se lo re-
cuerde, incluyéndome.
Quisiera preguntarle por qué, odiarlo y llevarlo afue-
ra sin derramar una sola lágrima, conseguir una botella de
aguardiente para olvidar todo este asunto y despertar con
algún pesar nuevo, distinto al que nos acompaña. Quisiera
hacerlo, juro que sí, pero nada de eso sucederá. Hijo mío,
no le preguntaré por qué, ya no vale de nada saber cuándo
fue que usted y yo nos hicimos lo que somos. Cuándo olvi-
dó la verdad que recorre estas calles por las que cien ve-
ces lo vi caerse jugando fútbol. Cuándo, maldito sea el
día, usted creyó ser más libre y veloz que una bala.
Yo sé que fue usted quien más sintió mi ausencia,
sus hermanos no supieron lo que fue estar solos mientras
yo me perdía entre los matorrales y, si bien entiendo ese
vacío que pudo sentir cuando la vida me reclamaba lejos,
jamás entenderé el resto, no podré, aunque intente hasta
que muera, dibujarme su rostro con una marca de odio,
crimen y muerte.
Hijo mío, no llore, no cuente los minutos. Aún pode-
mos alargar esta cerveza y mirarnos a la cara como se mira
a la familia que se quiere, a los amigos que se van lejos.
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No me pregunte si olvido que usted es mi hijo, ¿no
me está escuchando? Si hace falta le digo otra vez que lo
quiero, que daría mi vida si fuera necesario por no verlo
atravesar esa puerta que tan pálido lo pone, pero la res-
puesta más sencilla no cabe aquí, Marcos, y eso usted
siempre lo supo. Cuando puso el pie en el camino equi-
vocado ya sabía que quizá con el próximo paso detonaría
la mina, aunque eso no pasó y usted siguió adelante, dán-
dole la espalda a las voces frías que decían su nombre cada
noche, no quiso creer que también usted era un hombre
como cualquiera hasta que sintió bajo la suela del zapato el
chasquido metálico que antecede al desastre, y vino co-
rriendo a pedirme perdón, a rogarme salvación. Aquí no
hay lugar para la falsa valentía, para los que caminan
pisando fuerte sin preguntarse quién los está mirando.
Usted hizo cada cosa que pudo por encontrar lo que
nadie quiere, por verle la cara a la gente que nadie conoce.
Ahora me pide que salga, que hable con ellos, y yo le
pido que entienda que yo soy parte de ellos. Hijo mío, en es-
tas montañas la gente somos todos y a usted la trampa se la
puso su propia idiotez: creer que aquí una amenaza se olvi-
da, que una ofensa desaparece, pensar que una navaja pue-
de cortar cualquier miedo y que usted era el más bravo
cuando la verdad es que aquí el mal toma forma en lo que to-
dos saben y nadie dice. Ahora me mira y me suplica que
los detenga, créame cuando le digo que lo haría, que el pri-
mer disparo lo recibiría yo, créame porque el amor de un
padre no haría menos que eso, Marcos, pero no olvide a los
niños, a sus hermanitos, no olvide que no estamos solos, que
ese amor de padre del que le hablo no es suyo solamente, no
los olvide aunque hace años usted haya dejado de verlos
como su familia, aunque ellos estén durmiendo y nosotros
estemos acá, tan cerca, hablando de la muerte.
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No puedo salir, Marcos, no puedo salvarlo, no puedo
recibir las balas que tienen su nombre porque sus herma-
nos esperan verme cuando despierten, y son tan buenos,
tan inocentes todos, como lo fue usted alguna vez.
Suelte ese cuchillo, no sea estúpido, al menos por
una vez escúcheme y recuerde que fue su arrogancia la
que lo trajo hasta acá. Límpiese la cara, arréglese la ca-
misa y respire hondo. Míreme, Marcos, quiero recordarlo
como el hijo al que siempre amé. Míreme, Marquitos,
míreme llorar y entienda que el amor también se ve así de
triste, véame llorar ahora porque allá afuera mis ojos no ten-
drán piedad y, si me quiere abrazar, hágalo en este instante.
Recuerde que, cuando crucemos esa puerta, ya no seré su
papá: seré el verdugo, seré la gente, Marcos, la gente del
monte, la gente que castiga.
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Relato de amor y pérdida
en una noche merideña
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—Disculpe, ¿dónde queda el bar que se llama
Cibeles?
—Para abajo.
—¿Para abajo?
—Sí, salgan a la calle y caminen para abajo—dijo
apuntando con un dedo hacia la puerta. Luego sonrió
y no dijo nada más.
Pensamos que el lugar debía tener un aviso grande
y luminoso, lo suficientemente llamativo para que la re-
cepcionista considerara que no necesitábamos más señas,
así que nos aventuramos a no insistir.
La ciudad estaba fría, helada más bien, y me agrade-
cí a mí mismo por haber escogido usar la chaqueta negra
que llevaba encima.
Apenas habíamos caminado un par de cuadras,
quizá solo una, cuando empezaron a caer las primeras
gotas de lluvia que veíamos desde nuestra llegada. Gotas
gruesas, grandes, pesadas. Nos refugiamos en la entrada
de un restaurante. Yo fui el primero en hablar. Les pregunté
si querían que nos regresáramos y Natalia me miró, me
dijo que no, que era imposible regresarnos porque ella
había ido a vivir la noche y no pensaba volver a su habi-
tación antes del amanecer. Luego la miré a ella, a la mu-
chacha que me había llevado consigo, y le pregunté si
quería caminar bajo la lluvia.
—Claro, vamos. Igual no está lloviendo tan duro—
dijo.
Empezamos a caminar otra vez, calle abajo. Con
cada paso que dábamos la lluvia endurecía, las gotas se
hacían más grandes, el agua se enfriaba y comenzaba a
caer desde los techos. Volví a agradecerme por haber traído
la chaqueta.
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¿Cuánto había que caminar para llegar al bar con
nombre de diosa? No tenía idea. Ni siquiera sabíamos en
qué dirección quedaba Cibeles, pero a pesar de eso caminá-
bamos con la determinación de quien conoce un camino que
ha andado una y otra vez. Así que seguimos adelante, sin
preguntarnos nada, sin dudar nada.
No habían pasado más que unos minutos y ya la
lluvia era torrencial. El agua escapaba a borbotones por las
alcantarillas y había pequeños ríos inundando la calle.
Entonces la tomé de la mano y le dije que era mejor que
corriéramos.
—Es mejor que corramos.
—¿Estás seguro? —me preguntó con la mirada
quieta en mis ojos, como si yo tuviera escondida alguna
certeza capaz de guiarnos en medio de esa ciudad.
Y no, no estaba seguro, si corríamos la lluvia nos
iba a seguir, pero pocas cosas puede hacer uno bajo la llu-
via más que intentar huir, así que le dije que sí, que lo
estaba, y empezamos a correr.
Primero corrimos nosotros, calle abajo, con suerte
en dirección a Cibeles. Luego Natalia nos alcanzó, se puso
a nuestro lado sin decir nada. Corriendo nos terminamos
de empapar. Ya no tenía sentido seguirlo haciendo y, aun-
que no había forma de mojarnos más, atravesamos las ca-
lles a toda velocidad vueltos sombras ajenas a ese lugar,
jóvenes sombras bajo la lluvia. Las luces de los carros que
pasaban se reflejaban en los charcos de agua de la acera y
nos encandilaban los ojos. A veces no sabía si iba a pisar en
el vacío y a dar vueltas por el piso. Me daba miedo imagi-
narme tropezando y cayendo, pero no podía hacer nada
porque ella estaba a mi lado y parecía feliz, parecía segura
con cada paso que daba y yo confiaba en esa felicidad, en
esa seguridad tan grande que tenían sus ojos.
21
Finalmente Natalia empezó a correr más rápido,
nos pasó a la carrera y vimos su pelo rojo y mojado agi-
tarse frente a nosotros. Cómo puede correr así, es impo-
sible, pensé. Pero no lo era, era lo más posible del mundo
porque Natalia lo estaba haciendo ante mi mirada incré-
dula, y si ella podía hacerlo quizá yo también pudiera, así
que lo intenté, apreté la mano de ella y apuré el paso, corrí
cegado por la lluvia. Fue entonces que sentí el frío, un frío
terrible en uno de mis pies. Luego el primer chispazo de do-
lor, una punzada: el castigo de haber pisado en falso. Bajé la
mirada, el pie me reclamaba más cuidado, lo había metido
en un charco hondo de lluvia estancada y sucia.
—¿Estás bien? —me preguntó ella viéndome así.
—Estoy bien, tranquila —le dije, pero el pie me
estaba matando.
Nos habíamos detenido. Natalia había seguido su
camino y podíamos ver cómo se alejaba. Vamos, sigamos,
dije, Natalia se va a perder. Así que volvimos a correr, casi
olvidando que el dolor seguía ahí con nosotros, conmigo.
Al principio intenté mantener el paso, aunque el
pie me dolía quise seguir la velocidad de ella. Fue impo-
sible. Poco a poco me fui quedando atrás, rezagado, fui
sintiendo cómo su mano le pedía a la mía que se apurara,
cómo me halaba queriendo ayudar, y yo no podía, no
pude. Quise hacerlo y el dolor del pie no me dejaba.
Luego me soltó la mano, siguió adelante tras su
amiga que ya no se alcanzaba a ver en la distancia.
Apúrate, creo que dijo. Nos vemos luego, creo que
dijo. Adiós, creo que dijo. O quizá dijo Te espero, o
¿Dónde estás? O no dijo nada y solo escuché el repique-
teo constante de las gotas contra los techos.
Respiré. Me limpié el agua de la cara para ver me-
jor hacia dónde iba y empecé a correr nuevamente. Corrí
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rápido, tan rápido que el pie dejó de dolerme o al menos
eso quise creer, tan rápido que ya no escuchaba nada más
que mis propios pasos y mi propia voz preguntándose a
dónde habrían ido. Corrí, calle abajo otra vez, no sé si al
norte o al sur. Quizá hacia donde habían ido ellas, quizá
hacia ese bar que se llamaba Cibeles, seguro que allí de-
bían estar, porque si no ¿dónde más, dónde más? ¿Dónde
más estarían metidas? ¿En qué rincón de esa ciudad de la
que tan poco sabía yo?
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Formas de encontrar la soledad
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el tiempo de ir al doctor. Aun así, y a pesar del riesgo que co-
rro de cercenar el interés literario de este multicolor pai-
saje de posibilidades, la razón escogida puede quizá no ser
la más pintoresca ni entretenida pero, como se advirtió al-
gunas líneas atrás, estamos hablando con la verdad. Dicho
lo anterior vale dejar por sentado que el motivo por el que
este joven, que en adelante llamaremos Ernesto, se ha man-
tenido alejado del odontólogo durante tantos años no es otro
que el tedio de la espera. Permítanme explicarles con ma-
yor detalle: Ernesto odia sin reparos tener que esperar, y este
es un odio que, para quien vive en un país donde todo pare-
ciera estar en pausa, donde hasta lo más breve se tarda,
puede hacer de la vida un eterno martirio.
La verdad es que Ernesto no odia la espera sola-
mente por el simple hecho del tiempo perdido, que es tal
vez la razón por la que la mayoría de nosotros odiamos
esperar. Su condición se extiende hasta los más íntimos
detalles de esos instantes que pasa viendo la espalda de
alguien en la fila del banco, o el vidrio trasero de un auto
cuando se estanca en el tráfico de vuelta a casa. Ernesto
odia tener el tiempo suficiente para verse obligado a con-
centrar su atención en cosas que realmente no le importan.
Si bien a través de los años, y de las múltiples terapias
de relajación a las que ha tenido que someterse para hacer
más llevadera su existencia, ha logrado mantener la calma
en ciertas situaciones de espera en las que no hay más op-
ción que aguantarse, aun así, luego del considerable
tiempo invertido por Ernesto en aprender a enfrentar las
adversidades, hay cosas que para él siguen siendo impo-
sibles, detestables, cosas entre las que se encuentra, siendo
la peor de todas, el tener que soportar la compañía de
quienes, como él, están esperando.
Ernesto, en su afán de mantenerse alejado de todas
las situaciones donde esperar sea el orden del día, no tie-
26
ne experiencia alguna en los rituales propios de ir al
odontólogo en un hospital público, rituales de los que,
como ustedes seguramente sabrán, depende cuánto tiempo
durará la espera. Consideren esto y entenderán por qué
no llegó con suficiente anticipación a su cita de las 2 de la
tarde, por el contrario, llegó con cinco minutos de retraso,
cinco minutos que bastaron para darle rienda suelta a lo
que pasa en esta historia.
II
27
Una por una van entrando las personas que están
antes que Ernesto, y aunque sabe que esto significa que
su turno se acerca, también sabe que en situaciones como
esa solo la presencia de otros puede salvarlo de esa clase
de individuos que tanto desprecia, la clase de personas
que buscan en todos lados una conversación, una charla
amistosa, esos que ven en sus semejantes un potencial
blanco para contar sus historias y que, además, siempre
quieren intercambiar impresiones sobre cualquier cosa.
Ernesto se inquieta, no podría soportar tanto.
Solo queda una persona por ser atendida antes de
que sea su turno, al parecer su nerviosismo era infundado,
hasta el momento nadie le ha dirigido la palabra. Ernesto
se siente aliviado, vuelve a sonreír: ha salido bien libra-
do de esta aventura. La última persona se pone de pie, ca-
mina hasta la puerta del consultorio, pone la mano en el
pestillo, se detiene, voltea la cara y mira a Ernesto. Detrás
de mí viene la señora que está allá, dice señalando con el
dedo a una mujer que desde su llegada a la sala de espera ha
estado hablando por teléfono. Al sentirse aludida la mujer
voltea, agradece a gritos al hombre que acaba de entrar y lo
mira sonriente. Ya voy, dice.
Las palabras van saliendo de la boca de la mujer
que acompaña a Ernesto, unas tras otras, pero él no en-
tiende de qué habla, sabe que hay ideas, recuerdos, imá-
genes ajenas que intentan meterse en su cabeza. Se
rehúsa. No quiere saber nada de eso, quiere levantarse y
marcharse sin pensar en nada, dejar atrás todo aquello
que le martilla el cráneo, las manos; todo lo que parece
quebrarle cada hueso del cuerpo. Ernesto se ve ponerse
en pie, se ve alejarse a través del pasillo; sin embargo el
sonido de la voz de la mujer lo trae de vuelta a la silla que
parece amarrarlo junto al dolor de muela, al presente, al te-
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dio, a la compañía en la espera infinita que lo aplasta una
y otra vez hasta que el tiempo parece extenderse más allá
de lo posible. Lo único que logra comprender de todo lo
que ha dicho la mujer es el Hasta luego casi amenazante
que usó como despedida.
Vuelve a la vida, respira, se sabe solo y en paz.
Piensa en lo que dijo la mujer, su despedida fue una pro-
mesa y cuando el odontólogo, luego de arreglar su muela,
le dice que tantos años de abandono le han dejado un saldo
de caries que debe atender a la brevedad, es decir, a partir
del día siguiente, entiende el porqué.
Golpeado por la experiencia Ernesto regresa a su
cita con el odontólogo, pero en esta ocasión va armado:
lleva un libro y su reproductor de música. Nuevamente
está vacío el pasillo, incluso está ausente el golpeteo de
las voces que escuchó antes. Claro que, como en toda pá-
gina que se precie por ser verdad y literatura al mismo
tiempo, las cosas no salen bien. Ernesto encuentra a la
mujer del día anterior sentada en la sala de espera, aguar-
dando ansiosa por compañía. Apenas da los buenos días,
se sienta y saca el libro que llevó como escudo, empieza
a leer y la mujer sigue en silencio. Cuando está por iniciar
la segunda página ella empieza a contarle lo que le hacen
al paciente que en ese momento está en el consultorio:
habla como una experta, le dice que es un proceso largo,
un tratamiento poco convencional, le dice que tendrán
que esperar un buen rato. Ernesto no responde nada, se
concentra en la lectura, pero ella sigue hablándole de dien-
tes partidos, de prótesis bucales hechas quién sabe dónde,
hasta que Ernesto se da por vencido. La mujer derriba su
primera muralla. Ahora saca el reproductor, se coloca los
audífonos y pone el volumen al máximo. Comprueba
que no escucha nada. Queriendo asegurarse de que su
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compañera ha entendido el mensaje voltea a verla y, para
su amarga sorpresa, ella continúa hablando. Sus labios
bailan, incluso puede ver el movimiento de la lengua de
la mujer dentro de su boca. Él no escucha, pero da lo mismo,
ella sigue allí, insistiendo, hablando a su lado.
Sabe de su hijo enfermo de sarampión. Sabe de su
esposo empleado en una empresa de transporte, de su hija,
la mayor, casada con un panadero. Sabe que los pies se le
hinchan por las noches. Sabe que la Coca- Cola es lo peor
que ha podido inventar el hombre. Sabe el precio de los to-
mates en el mercado. Sabe que está un poco pasado de
peso. Sabe que su camisa le queda grande. Sabe que a la se-
ñora Ana, la peluquera, le mataron el hijo el mes pasado.
Ernesto sabe eso y mucho más gracias a ella, que
se despide con una sonrisa y le dice que se ven mañana.
A partir de entonces todos los días se repite la his-
toria. Ernesto sigue sin comprender por qué ella no en-
tiende: él no quiere hablar. Ernesto no le responde, clava
la cara en un libro, tararea las canciones que suenan en el
reproductor, finge conversar por teléfono mientras ella
habla, pero pareciera que el mensaje no llegara hasta esa
mujer que se contenta con esperar el momento preciso
antes de volver a empezar con su cántico interminable de
historias, consejos y preguntas.
A Ernesto aún le quedan siete citas para ir al odon-
tólogo, su boca estaba realmente mal y no sabe cómo
hará para soportar esa situación una semana más. No se
cree capaz de lograrlo, y no lo logra.
Finalmente, como un puente incapaz de soportar el
temblar de la tierra, como la petición de unos ojos tristes
ante los que es imposible negarse, cede.
Uno de esos días en los que la mujer de la sala de
espera le dispara una pregunta, Ernesto responde, no
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sabe por qué, quizá solo para dejar de escuchar la voz de
ella decide interrumpirla con la propia y así, sin saber la
razón, desde ese instante empiezan a charlar, se vuelve el
interlocutor que ella buscaba, habla de forma automáti-
ca, apenas piensa lo que dice, pero habla, y para aquella
mujer eso es más que suficiente.
Le cuenta de su madre, de su padre y de su hermana.
Le cuenta de los seis gatos que tuvo cuando era niño. Le
cuenta del accidente en motocicleta que lo dejó en cama
por tantos meses. Le cuenta de su ansiedad. Le cuenta de
sus viajes, y ella sonríe porque, si bien le gusta hablar,
también es buena escuchando a quienes tienen algo qué
decir. Le cuenta de uno o dos amores. Le cuenta de la tris-
teza que le produce cierto tono en la voz de las personas.
Le habla de eso y de mucho más, y Ernesto sigue igno-
rando el porqué, pero le continúa hablando hasta que la
enfermera los interrumpe y están obligados a despedirse.
Con el pasar de los días termina por aceptarla
como parte del decorado de la sala de espera, ya desde
antes de verla se pregunta de qué le hablará, se imagina
cómo estará vestida. Al llegar la saluda y se presta a escu-
charla y a responder, una y otra vez, hasta el momento en
que ella se marcha sonriente.
Como sucede siempre con las cicatrices o con los
olores fuertes de ciertos lugares, a fuerza de verla a diario
termina por acostumbrarse, por conocerla, por hacerle él
algunas preguntas y no dejar que las horas se le escapen en
un monólogo perpetuo.
Por fin llega la tarde en la que tiene que ir al odon-
tólogo por penúltima vez. Está emocionado. Dentro de
poco podrá volver a su rutina. Entra al edificio, lleva las
mismas gafas de sol del primer día. Mira al ascensor y lo
descubre vacío, prefiere ir por las escaleras. Sube un
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escalón a la vez. Atraviesa el pasillo, dobla a la izquierda,
llega al fondo frente a la puerta número siete y encuentra
en total soledad la sala de espera. Ernesto se sienta, no
dice nada, no piensa nada. La enfermera dice su nombre.
Él se levanta y camina hasta el consultorio. Ya adentro
hace lo de siempre: abre la boca y aguarda a que termine la
sesión del día. Cuando finaliza escupe y se limpia con
una servilleta, antes de irse voltea y le pregunta al doctor y
a la enfermera si acaso la mujer de la sala de espera vino
más temprano hoy. Ellos le preguntan el nombre de la
mujer de la que habla y Ernesto admite que no lo sabe,
pero la describe y ellos la recuerdan. No, ella terminó su
tratamiento ayer, le dice la enfermera.
Ernesto rehace sus pasos por el pasillo de granito,
cuando llega al pie de la escalera decide seguir derecho,
hacia el baño. Abre la puerta, está vacío. Se acerca al
lavamanos, se mira al espejo y empieza a llorar.
Tiene ahora un nuevo problema: ha conocido
la soledad.
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Es de día y hablamos
de su pasado un desconocido y yo
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No respondí, lo dejé estar con su tristeza, pero él si-
guió y, como ya dije, estaba en su derecho de contar la
historia que le diera la gana. En cualquier caso, yo no tenía
mucho que contarle a nadie.
—Es imposible que la gente entienda, estamos todos
solos y así es imposible. ¿No cree?
—No lo sé —le respondí, y ahora era yo quien mi-
raba la botella.
—¿No lo sabe? —preguntó. Si en verdad no lo
sabe es porque no ha estado poniendo atención. Observe,
mire atentamente.
Entonces se puso de pie y recogió un bastón que había
estado tumbado al lado de su asiento sin que yo lo hubiera
visto. Cojeaba de la pierna izquierda. No, no cojeaba sola-
mente, daba la impresión de tener la pierna colgada en la ca-
dera, de que fuera un pedazo de carne completamente inútil.
Cuando se incorporó totalmente me miró y señaló su pier-
na. Nuevamente me pidió que estuviese atento.
—Más atento que nunca —le dije.
Empecé a seguirlo con la mirada mientras avanza-
ba hacia un grupo de personas, unas siete u ocho, que be-
bían alrededor de una mesa en la parte más oscura del
local. Cuando estuvo lo bastante cerca para que ellos es-
cucharan empezó a hacer ruido afincando el bastón con
fuerza en el piso cada vez que daba un paso, y al mismo
tiempo gemía lastimero como si el movimiento de la
pierna muerta le doliera inmensamente. Todos los del
grupo voltearon a mirarlo, algunos susurraban y clavaban
la mirada en el bastón intentando disimular la curiosidad.
Uno de ellos se puso de pie, se le acercó y le preguntó si es-
taba bien, si acaso necesitaba ayuda. Él lo miró a los ojos
por unos segundos, y sin decirle nada, le dio la espalda y
regresó a mi lado.
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—Ve, ¿lo comprende ahora? No entienden nada,
nadie entiende nada.
—Francamente yo tampoco entiendo —le contesté.
—Claro, es evidente, usted está solo y tampoco
entiende nada, pero descuide, ahora está conmigo.
—¿Y cómo cambia eso el asunto?
—Es sencillo, si usted está conmigo no puede estar
solo, y así es mucho más fácil entender.
Volví a quedarme en silencio.
—Verá —dijo, poco antes de cumplir veinte años, a
mi vecino le regalaron una motocicleta: blanca, grande,
perfecta para dar vueltas por la ciudad en esos días en los
que vagabundear era lo más dulce de la vida. Su papá apa-
reció un día con la bendita máquina y una sonrisa. Era mi
mejor amigo, ¿sabe? Y claro que, aunque su alegría fue in-
mensa, no menor fue la mía. Sabía que la motocicleta, en
esencia, sería para uso de ambos, para darle vida a un con-
tinuo recorrer de avenidas, calles y veredas a toda la velo-
cidad que podía ofrecer la fantástica motocicleta blanca.
El viento en la cara, las risas, irnos a la montaña a tomar
ron y a celebrar por lo largo de las noches.
Entonces detuvo su relato, me miró y me preguntó
si lo estaba escuchando.
—Lo escucho —le contesté. Una motocicleta
blanca, su amigo, usted, el viento.
—Sí, exactamente, y luego la sangre y las heridas.
¿Cuánto tiempo cree que pasó desde el primer día que
volamos alucinando encima de aquella fantástica máqui-
na blanca hasta el día del accidente? Le aseguro que no
fue mucho. Qué podíamos saber nosotros de la mala
suerte, cómo íbamos a saber que la mala suerte estaba de
nuestro lado. Juro que me vi caer lentamente, atravesar
el aire, que vi cómo la piel de mi pierna izquierda iba
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quedando pegada en el asfalto caliente. ¿Ha escuchado
usted alguna vez el sonido de un hueso que se rompe?
Recuerdo que yo estaba tendido boca abajo entre los es-
combros de la motocicleta, inmóvil, y que me veía como
si estuviese fuera de la escena, como si ese no fuera yo,
como si el que gritaba maldiciones y se tomaba la pierna
entre un charco de sangre y la tela desgarrada fuese otro.
Fue mala suerte, solo eso. No pudo ser otra cosa. Una
vez, cerca de la media noche, bajo la lluvia, borrachos y
alegres, volamos por la autopista a cien por hora, baila-
mos entre las luces de los carros y nos reímos de ello; al
final llegamos a casa y nada pasó. En cambio esa mañana la
curva no era muy pronunciada, no íbamos tan rápido y la
calle estaba vacía, pero aun así las cosas salieron mal.
¿Cómo se le llama a eso sino mala suerte?
Mi cerveza se había acabado hacía rato. Yo no lo
había notado, él sí. Por eso se había quedado callado y me
miraba esperando que yo pidiera otra para poder conti-
nuar, así que la pedí y le devolví la mirada.
—Pasé un tiempo en el hospital, en una habitación
blanca iluminada por un gran ventanal apostado detrás
de la cabecera de la cama. Había una mesita, una jarra de
agua y una bolsa de quién sabe qué sustancia que me en-
traba por la vena del brazo derecho. Pasé internado varias
semanas, mi pierna había sufrido graves lesiones, mis ma-
nos tenían quemaduras y por todo el pecho se me exten-
día una mancha violeta que me recordaba cada instante
de lo que había pasado.
Me fijé en sus manos y efectivamente pude ver el
brillo particular que tiene la piel quemada, la forma única
como refleja la luz.
—Al principio todo era soledad. La cama de al lado
permanecía vacía, silenciosa pero presente, amenazando
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mi tranquilidad con la promesa de que cualquier día podía
amanecer otro cuerpo maltrecho junto a mí. Esa posibi-
lidad me atormentaba. Las enfermeras me llenaban de
analgésicos para que descansara sin armar demasiado al-
boroto. Farmacosueños, farmacocalma. Finalmente llegó
alguien a la cama de al lado, alguien que vendría a ser mi
compañero de reclusión, que vendría a llenar mis horas de
sus propios silencios e historias que, siendo tan distintas a
las mías, terminaron pareciéndose a mi propia salvación y
me hicieron comprender que nadie entiende nada.
—Oiga, la verdad es que yo… —no me dejó
terminar.
—Tranquilo, sea paciente. Aquí tiene un cigarro
—me interrumpió extendiéndome una cajetilla y un
encendedor.
—Gracias —le dije, y volví a caer en mi mutismo.
—Lloraba todas las noches, yo lo escuchaba al
otro lado del biombo azul celeste que separaba nuestros
dolores. Lloraba todas las noches excepto aquellas en las
que estaba muy sedado para poder hacer algo. Lloraba
todas las noches y su llanto siempre era igual, lento, suave,
resignado. Lloraba con una tranquilidad infinita que me
daba miedo y yo no hacía nada, lo dejaba llorar, era indife-
rente, quería que mi indiferencia le dijera que yo estaba ahí
por error y que nada tenía que ver su enfermedad, fuera cual
fuera, conmigo. Digo que no me importaban él ni su llan-
to, que me era indiferente, pero un día no pude soportarlo
más, él seguía llorando sin pausa y sin perdón, y yo se-
guía desvelándome, acompañándolo sin querer en su
inexplicable agonía, hasta que, sin haberle visto la cara
siquiera una vez, le pregunté si le dolía mucho. ¿Sabe
qué me respondió?
—¿Qué?
37
—Dejó de llorar, se quedó callado por un rato largo
y finalmente dijo: ¿Qué importa el dolor? ¿Qué puede
importar el dolor ahora? Eso fue lo que me dijo.
—¿Solamente?
—Sí, solo eso.
—¿Y qué tenía?
—No sé, nunca lo supe. Después de eso no volvió
a llorar por las noches, no hacía el menor ruido. Pasaron
un par de días y se marchó del hospital. Él estaba como
estoy yo ahora, él entendía. Él también estaba triste.
—Entiendo.
—No, no creo que entienda, nadie entiende nada,
¿sigue sin darse cuenta? Jamás sabré qué le pasó a ese tipo,
jamás entenderé sus lágrimas. Ahora me pongo de pie, ca-
mino cojeando por la calle y cualquiera, como esos que
están allá —dijo señalando al grupo que seguía bebiendo
alrededor de la mesa—, me ven y me preguntan si estoy
bien, si necesito ayuda, si me duele mucho la pierna.
Nadie me pregunta si me dolió la muerte de mi amigo, ni
cuántas veces he ido al cementerio a contarle cómo me va,
o qué flores suelo llevarle. ¿Cómo pueden ellos entender
algo? Es imposible porque cada quien está solo con su
propia historia, aunque nadie lo sepa, y eso es lo más tris-
te que puede haber, eso es lo más triste que hay.
Cuando terminó de hablar se puso de pie otra vez,
cogió el bastón y caminó hacia la salida sin haberse des-
pedido. Antes de salir volteó la cara y me señaló su pierna
muerta a la vez que me guiñaba un ojo, después siguió
caminando y vi cómo los susurros volvían a levantarse
entre las personas que veían pasar a aquel hombre cojo.
Casi puedo asegurar que el par de hombres que estaban
de pie junto a la puerta debatían si debían ofrecerle ayuda.
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Pedí otra cerveza y me puse a pensar en lo que me
había dicho, también pensé que apenas eran las diez de la
mañana y que el final del día aún estaba lejos. Luego vi
entrar a un hombre alto y delgado que se sentó a mi lado,
a tres puestos de distancia. Pidió una cerveza. Solo está-
bamos los dos en la barra, y yo había llegado primero, así
que podía contarle la historia que me diera la gana.
39
Mi corazón, nene,
una vez tocó la gloria
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Los primeros pasos los di con mis tías, en la navi-
dad del 85, al son de la cumbia callejonera del indio, del
único, del grande y eterno, Pastor López. Luego vino un
sinfín de ritmos que le metieron pólvora a mis huesos y
me volvieron la pieza que no podía faltar en cualquier
rumba del barrio que quisiera volverse legendaria. Nunca
sabré a cuántas muchachas dejé lisiadas de tantas vueltas,
solo recuerdo los suspiros, las voces murmurando Ojalá
me saque a bailar. Y no es que fuese guapo, no, de eso
nada: morenito y condenado a la calvicie desde niño. Yo
nunca pude ser de esos que se quedaban en las esquinas to-
mando ron y fumando tranquilos. Yo en cambio tenía el
don, el toque, el sabor.
Hubo un pedazo de la historia nacional en el que ser
un buen bailarín, bueno de verdad, era mejor que ser un
buen hombre. Ser un buen bailarín le daba a uno razones
suficientes para creer que podía coger a una muchacha por
la cintura y llevarla al estacionamiento del club, o al cuarto
de la mamá del dueño de la casa, y despedazarle la ropa, la
inocencia o lo que quisiera, con el mismo compás con el
que seguía la voz del cantante de turno. Bailar era bueno y
bueno era yo, el mejor. A muchos les sobraba la dedica-
ción, la técnica o la pasión necesaria, pero yo tenía eso y
además tenía la magia. ¿Qué es la magia? La magia es
entregarse, la magia es no poder pensar en nada mientras
giras, es sentir que la vida no es más que el centímetro de
suelo donde vas a poner el pie cuando cambie la nota. La
magia es darlo todo, dejarlo todo, arriesgarlo todo, y a
veces, perderlo todo en un instante.
En esos días, cuando llegó el futuro, ya mi destino
estaba trazado. Estudiaría danza y me haría un profesional
del baile. Que si salsa, merengue o boleros. Que si paso-
doble o vallenato. Lo aprendí todo, cada detalle se volvió
parte de mí, cada secreto fue mío.
42
No hay que ser muy incisivo para adivinar, después
de lo que he dicho, que me convertí en el mejor bailarín de
la clase y pronto en el mejor de la academia, así que, cuan-
do me armé de valor y le dije al director que quería ganar
algo de plata, que necesitaba trabajar porque por mucha
magia que se tenga uno también tiene que comer, uno tam-
bién puede pasar hambre, él me miró de arriba abajo y
me dijo ¿Mucha plata?Y yo le dije No. Entonces sonrió,
me dio un pedazo de papel donde había escrita una direc-
ción, una hora y una fecha.
¿Usted sabe bailar vals, verdad? preguntó cuando
ya me iba. El vals lo inventé yo, le respondí.
Este es un país rumbero. Un país triste, es verdad.
Golpeado, sí. Pero rumbero como ninguno, y ese es el pa-
raíso para alguien que, como yo lo hice alguna vez, vive
de la fiesta.
Aquí siempre hay una fiesta que recién comienza.
Primero fui profesor de vals a domicilio. Me tocó
enseñarle a mover las piernas a quinceañeras, damas de
honor, primos, hermanos y a uno que otro novio flaco y
sin gracia. Fui un éxito, por supuesto. Luego el director
de la academia me puso a dar clases de merengue y más
tarde de salsa, de la brava. Qué rico era escuchar a una
mujer decir Profe con la boca pintada de rojo y las rodillas
temblando de cansancio.
En fin, después de dar muchas clases y aprender
cientos de ritmos, ante los ojos de todos yo era el mejor
bailarín que habían visto. La promesa más grande de la
danza nacional. Le dije al jefe —porque ya le decía
jefe— que necesitaba ganar más. Y él me dijo ¿Mucho?
Y yo le dije Sí. Su respuesta fue una tarjeta con el número
de un tal Ignacio.
43
Una vez vi una película donde el protagonista se
planteaba la siguiente interrogante: ¿es mejor ser inteli-
gente o tener suerte? El protagonista nunca la respondía
y al final terminaba muerto. Si me hubiera tocado res-
ponder a mí, hubiese dicho que era mejor ser bailarín
y conocer a Ignacio.
Gracias a él acabé metido en la vorágine divina que
se abre entre los camerinos, el telón y el escenario. Pro-
bando aplausos que eran para el cantante o para la or-
questa pero que yo, bailando sin ser notado, sentía míos.
Con su ayuda me volví el bailarín más cotizado, todos me
querían en sus coreografías, a su lado en los conciertos, y
así pasaron bajo mis pies cientos de teatros, programas de
televisión, miles de bailes elegantes, carnavalescos, lle-
nos de excesos y brillantez, llenos de la dulce lujuria que
uno solo puede rozar con la punta de los dedos mientras
dura la pieza y se dibuja en el suelo un nuevo camino
entre los acordes.
Por mucho tiempo así fueron mis días y mis no-
ches, y así se acercó el final sin que me diera cuenta.
Yo escribía poemas, creo que ya lo mencioné, cada
vez que se acababa el baile pero la calentura no, cada vez
que la fiebre quedaba viva, cada vez que sentía el corazón
a punto de estallar, es decir, con mucha frecuencia. Escri-
bía poemas y aunque parezca, no lo digo por alardear. A di-
ferencia de mis pasos, mi poesía nunca fue un alarde,
nunca tocó ningún cielo, simplemente era otra forma de
descargar la pasión que en la pista no alcanzaba a domi-
nar. Escribía poemas, y lo cuento porque la poesía es la
clave de mi desgracia.
Ahora sí, a lo que vine.
La noche en que toqué la gloria estaban sonando
Los Melódicos, y no se atreva a preguntarme quiénes son
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Los Melódicos, porque dejo esta historia hasta aquí y me
voy. Era diciembre, quizá, o tal vez era solo una noche
cualquiera en la que alguien tenía algo por celebrar. El
hecho es que yo estaba sobre la tarima dándole vida e
imagen a la música que tocaba la orquesta. Bailé hasta el
agotamiento. De camino al final del espectáculo empecé
a fijarme en la gente del público: sentados junto a sus tra-
gos relucientes de whisky o champaña, siguiendo mi an-
dar con la mirada, sonriendo, hinchados de felicidad.
Movían los hombros, las manos y los pies, como querien-
do bailar, como si supieran lo que era estar en medio de las
luces, como si fueran ellos quienes, en secreto, llevaran
las riendas del show. No entendí de dónde salía aquel pla-
cer, debí sospechar, debí temer, debí ver en sus sonrisas el
presagio de mi desastre y adivinar alguna señal del destino,
pero simplemente cerré los ojos y bailé mejor que nunca,
creyendo que su éxtasis era culpa de lo intenso de mi bai-
le, creyendo haberlos contagiado con mi ritmo.
Cuando bajé del escenario Ignacio me esperaba junto
a otro de los bailarines. Me ofreció un trago y me propuso
que nos fuéramos con Los Melódicos. Vamos, dijo, nos es-
tán invitando. Y sin poder creer tanta suerte, acepté.
Yo estaba acostumbrado a vivir de fiesta, a los ama-
neceres extraños y misteriosos, es verdad, pero aquella no-
che el embrujo fue distinto. Los Melódicos, la mejor
orquesta que ha conocido este mundo, la más grande de
todos los tiempos, estaba junto a mí. Las mujeres se veían
descomunalmente preciosas, los tragos emborrachaban
más, los cigarros aparecían en mis labios sin saber siquiera
cómo habían llegado ahí.
Así festejaban los dioses de la fiesta, así rumbeaban
los dueños de la música, y fue en medio de ese encanta-
miento que la vi a ella, a la más divina, a Liz.
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No tengo idea de quién la trajo hasta mi lado.
Parecía simplemente que el espacio entre nosotros se
extinguía y apenas la vi, escuché que el vacío se llenaba de
su música: Mi corazón, nene. Mi corazón, nene, mi co-
razón te amó con gran pasión.
Nació la belleza en medio de su canto, en medio de
aquella canción que tantas veces había bailado antes.
Hablamos de todo, de cualquier cosa, de nada en
particular, hasta que una de las voces anónimas que nos
acompañaban, quizá Ignacio o cualquier otro, soltó la
bomba, aquel Él es uno de los bailarines, Liz, y también
es poeta, que la hizo mirarme de otra manera.
Sus ojos se iluminaron. A Liz, a la bella, a la diosa
del merengue, le gustaba la poesía.
Léeme un poema, me pidió, y qué podía hacer yo
más que obedecer. No tenía ningún poema conmigo —esa
noche, entre tantas, me había quedado sin poesía—, pero
era imposible confesarle eso a ella. Entonces muy sereno,
sin temblar siquiera, me acerqué a su oído y le susurré un
par de palabras, después la tomé de una mano y le dije En
la pista, en la pista es que escribo yo.
Cuántas canciones bailamos, no sé. Si me inventé
algún poema para ella, no lo recuerdo. Solo sé que esa
noche conmigo bailaba el fragmento más hermoso que
ha tenido la música latina. Y fue celestial.
Entre canción y canción íbamos a la barra, nos tomá-
bamos un trago, charlábamos, reíamos, luego volvíamos a
bailar. Entre canción y canción encontrábamos una forma
nueva de seguir la música, cada vez más rápido, sumergi-
dos en un baile caótico ajeno a esta tierra. Entre canción y
canción me dijo que con nadie había bailado tanto como
conmigo, que con nadie había bailado así, que nadie lo ha-
cía tan bien como yo y que a partir de esa noche estaría a
46
su lado en cada concierto, me dijo que solo con ella bai-
laría de ahí en adelante y que juntos alcanzaríamos las es-
trellas, la fama. Entre canción y canción, entre su pelo
liso y el vestido apretado que llevaba encima esa noche,
entre el grito violento de una trompeta y sus promesas de
futuro, entre el ron y el ritmo de mis manos junto a las su-
yas, toqué la gloria y la perdí.
Fue esa noche cuando, por primera vez, me traicio-
nó el baile.
Liz me miraba, bellísima, y yo escuchaba una y
otra vez aquel Mi corazón, nene, mi corazón, nene, mi co-
razón te amó con gran pasión. Entonces fue que empezó a
girar tomada de mi mano. Una vuelta tras otra fue acele-
rando. Tres vueltas, cuatro vueltas, cinco, seis. Quiso su-
birle la velocidad a la pasión de los instantes y yo la
guiaba, después todo se fue al infierno. A mitad de la úl-
tima vuelta, cuando la canción casi terminaba, su pelo se
enredó en mis dedos sin que me diera cuenta. De pronto
me vi en medio de la pista de baile con la peluca rubia de
Liz colgándome de la mano. Ella siguió bailando por
unos segundos más hasta que, para mi tormento, cesó la
música y solo se escuchó el gritó implacable que dio
aquella preciosa mujer al saberse descubierta.
Cuando el grito acabó, el tiempo siguió su curso.
Entonces supe que debía correr por mi vida. Una ola de
gente enfurecida se me vino encima, dos o tres alcanzaron a
patearme antes de que emprendiera la huida, algunas bo-
tellas vengadoras se estrellaron contra mi espalda o atra-
vesaron el aire zumbando amenazantes, pero seguí
corriendo, maldiciendo a la suerte por lo que pasaba. Estaba
a punto de salir del club, casi alcanzaba la libertad de la
calle, cuando una de las botellas estalló en mi cabeza. Perdí
el equilibrio en el preciso instante en que empezaba a bajar
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por las escaleras que daban al estacionamiento. Rodé es-
calones abajo. Al principio supe que estaba cayendo, lue-
go solo sentí el golpe de mis huesos contra el suelo. Los
que me perseguían se quedaron en silencio mirándome
desde arriba, quizá preocupados. Sin embargo, cuando re-
cobré algo de mi conciencia y logré ponerme de pie, vi en
sus rostros las ganas de seguirme persiguiendo. No bastaba
esa porción de desgracia para el infeliz que era yo.
Sudado, borracho, triste y herido, corrí otra vez sin
saber a dónde, sin fijarme en el sonido seco que escucha-
ba cada vez que daba un paso, hasta que empecé a sentir
el dolor. Sentía un cuchillo perforando mi cadera cada
vez que movía la pierna izquierda, apenas podía caminar
conteniendo las lágrimas y los gritos, cojeando, despa-
cio. Sin ritmo.
Casi amanecía cuando encontré un pedazo de ace-
ra dónde sentarme a descansar. El sol empezó a salir, de-
trás de una montaña, y me alumbró la desdicha. Tú
corazón solo me dio dolor, susurré.
Un par de días después supe que no podría volver a
bailar nunca más: el daño en mi cadera, culpa de la caída,
era irreparable. Aunque eso lo supe luego, en ese mo-
mento solo sabía que estaba amaneciendo y que era hora
de volver a casa.
48
Una taza de café llena de hormigas
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confirmar lo alejado que está su pasado. Recuerda tam-
bién que debe ponerse en pie porque la mañana se le está
yendo de las manos, recuerda que debe cambiar el bom-
billo del cuarto de huéspedes, recuerda que Boris no le
contestó el teléfono la noche anterior. Boris, el que sonríe
cuando despierta.
Abraham repasa cada una de las cosas que confor-
man su rutina y que le ayudan a evadir los momentos de
aburrimiento, esos que nunca se ausentan en la vida que
lleva consigo mismo, rutina que por demás lo hace sentir
levemente satisfecho y que al mismo tiempo lo descubre
observando los haces de luz que recorren su domicilio
como la única compañía que tiene.
Se despereza, estira los brazos tanto como puede y se
siente repentinamente alto. Esa sensación siempre le ha gus-
tado, lo hace sentir lejos del mundo y de sus angustias, aun-
que eso no sea más que una amable hipocresía de la vida. Se
viste: pantalón marrón, camisa blanca. No usa calzado
cuando está en casa. Sale de su habitación y camina hasta la
cocina, al otro lado del pasillo. Enciende el fuego y pone una
jarra de aluminio llena de agua sobre una de las hornillas, en
otra jarra pone la bolsa de tela que sirve de filtro y le echa un
par de cucharadas de café. Justo antes de que el agua empie-
ce a hervir le agrega azúcar, luego la vierte sobre la segunda
jarra y el humo empieza a salir. Demora algunos minutos en
ese proceso hasta que finalmente el café está hecho. Escoge
una taza y la llena, el humo sigue saliendo con intensidad.
La pone sobre la mesa y empieza a preparar el resto de su de-
sayuno. Escucha golpes en la puerta. Se limpia las manos
con un trapo, casi con afán camina hasta la entrada del apar-
tamento, se asoma por la mirilla y no ve a nadie. Fija la mi-
rada en la puerta del apartamento de en frente, atento a
adivinar alguna señal de vida, pero nada pasa. Revisa el bu-
50
zón, quizá allí encuentre alguno de los sobres verdes que no
hace mucho solían llegarle con romántica frecuencia. Solo
consigue sobres llenos de cuentas por pagar. Los agarra y
los deja sobre una repisa sin revisarlos. Vuelve a la cocina y,
mientras escoge si quiere mantequilla con su pan o si lo pre-
fiere solo, va tanteando la mesa con la mano hasta adivinar
dónde está la taza de café. La coge y, unos segundos des-
pués, siente el tacto de algo suave sobre su piel, voltea la cara
buscando descubrir qué es y ve que la taza está llena de hor-
migas, de esas diminutas y amarillentas que tanto aman el
dulce y que Abraham, en venganza, empieza a aplastar con
el dedo índice de su mano izquierda. Pronto entiende que
son demasiadas así que no tiene otro remedio más que va-
ciar su taza de café y buscar la jarra para llenarla otra vez, o
al menos eso pretende antes de darse cuenta de que allí tam-
bién han invadido las hormigas.
Bota el café por la tubería y, una vez más, cumple
paso a paso el ritual de la preparación. Solo que, esta vez,
ya no tiene azúcar para echarle.
Primero maldice para sus adentros a las hormigas,
entonces piensa que, después de todo, quizá fue el destino,
y esa es la oportunidad perfecta para abrir la puerta de su
apartamento, cruzar el pasillo, tocar el timbre en casa de
Boris e insistir una vez más. Boris promesa de una ternu-
ra que se va. Boris juventud ajena. Boris, ese a quien
Abraham quisiera preguntarle cómo está, por qué no ha
vuelto a visitarlo. A quien Abraham quisiera recordarle
que siempre está en casa, que siempre está solo y que
siempre es bienvenido. Como antes, como al principio.
Toca el timbre una vez, un toque prolongado, y se
detiene. Espera unos instantes, no escucha nada. Lo toca
un par de veces más. Luego regresa a su apartamento.
51
Sin café y sin tantas otras cosas, Abraham decide
volver a la cama, pasar el resto del día durmiendo o preten-
diendo hacerlo, urgiendo al tiempo por el final, pero el ti-
tilar cansado de una luz a punto de rendirse en la
habitación de huéspedes le recuerda que debe salir a com-
prar el bombillo que le hace falta y, por supuesto, a com-
prar un poco de azúcar. Mientras se pone los zapatos
concluye que también aprovechará para traer cigarros y al-
quilar alguna película que lo ayude a distraer la noche. Tal
vez una película biográfica o algún thriller policíaco, largo
y lleno de reveses. Quizá algo que ya haya visto para evitar
malas sorpresas. En realidad cualquier película le vendría
bien, cualquier argumento que lo aleje del suyo.
Busca las llaves del apartamento, se las echa al bol-
sillo y va hacia la puerta. En el camino se arrepiente.
Devuelve sus pasos hasta el dormitorio, hurga en el clo-
set, escoge un suéter azul marino, más por desconfianza
con el cielo que por otra cosa, y sale esperando no tardar
mucho en volver.
A lo largo del camino de regreso, Abraham vaga-
mente cree recordar que le faltó algo por comprar, también
se pregunta si hizo bien en no alquilar una película. Es ver-
dad que cuando estuvo frente al estante nada le pareció
adecuado, pero lo es también que no tiene mejores planes
y, si bien una película mala no es la mejor opción, quedarse
esperando que el día acabe mirando la pared no es una al-
ternativa consoladora. Luego de pensarlo un rato se dice
que ya no vale la pena arrepentirse, no suele salir de casa
más que una vez al día, solo por situaciones excepciona-
les lo hace en dos o tres ocasiones, y esas situaciones se
presentan, cuando mucho, dos veces cada mes.
Tendrá que arreglárselas lo mejor que pueda con lo
que tiene.
52
De vuelta a casa deja lo que compró sobre el me-
són de la cocina y decide tomar una ducha. El agua está
fría, helada, tal como le gusta. Cuando sale del baño aún
tiene gotas colgando de sus pantorrillas. No se preocupa
en secarlas, también le gusta la sensación de tener las go-
tas deslizándose por sus piernas. Regresa a la cocina,
busca entre los paquetes el bombillo nuevo para la habi-
tación de huéspedes, arrastra una silla y empieza a cam-
biarlo, cosa que tenía pendiente desde hace algunos días,
pero que había ido aplazando por culpa de la misma in-
sistente pregunta que siempre lo persigue: ¿acaso vale la
pena? ¿Acaso vale la pena que haya luz en una habitación
a la que nunca entra nadie? Por supuesto que no, es su
respuesta, pero a pesar de eso igual lo cambia.
Solo un fiel consumidor de café, y con esto me re-
fiero a alguien que no sale de casa cada mañana sin haber
tomado tres o cuatro tazas, podrá entender el malestar ge-
neralizado que ahoga al cuerpo a lo largo del día en esas
ocasiones en las que, por una u otra razón, no pudimos
tomar la necesaria porción matutina de cafeína y azúcar,
y esto lo digo para que todos entiendan de dónde salió ese
dolor de cabeza que ha mantenido a Abraham con el ceño
fruncido por horas, es decir, desde su intento frustrado de
beber café esa mañana.
Luego de poner el bombillo nuevo en la habitación de
huéspedes, Abraham decide que hará café otra vez. Sabe
por experiencia que el dolor de cabeza que lleva encima es
culpa de no haber tomado ni una sola taza en lo que va del
día. Va a la cocina y repite el proceso de la mañana: las ja-
rras, el fuego… ¿el azúcar? Abraham, olvidaste el azúcar,
se dice, y por segunda vez en el día piensa que el destino
lo está mirando a los ojos, ve en su olvido la oportunidad
de otra visita sorpresa al apartamento de Boris.
53
Boris el distante. Boris otra forma de sentir la
ausencia.
Toca el timbre cuatro veces seguidas, espera. Luego
dos veces más, espera. Nadie responde. Acerca la oreja
tanto como puede a la puerta y escucha cómo se extingue
el ruido de un televisor, después oye pasos ligeros y agita-
dos. Abraham se atreve a usar su voz. Boris, dice, Boris, re-
pite, ¿Estás ahí? Nuevamente nadie responde, solo queda
la puerta cerrada frente a él.
Sirve una taza grande de café sin azúcar. Camina
hasta la sala y se sienta en la mecedora que siempre le ha
parecido su mueble más cómodo. Pone la taza de café so-
bre una mesa en la que también descansa un portarretratos
vacío donde solía estar una fotografía de su familia.
Abraham lo ve y de inmediato desvía la mirada, prefiere
concentrarse en alguno de sus cuadros. Tal vez en el pai-
saje del barco acorazado en medio de una tormenta, ese
siempre le ha parecido el más bonito, o el de la mujer des-
nuda cuyo nombre hasta el momento sigue sin recordar.
Pero es inútil, todo lo que ve le muestra el mismo vacío
que guarda el portarretratos, así que concentra su mirada
en un punto indeterminado de la pared e imagina quién
sabe qué cosa.
Se agacha, recoge la taza y ahí está otra vez aquella
sensación suave sobre su mano. Mira y ve a las hormigas
corriendo por todos lados, algunas ya están ahogadas,
otras todavía intentan nadar. El café está amargo, pero a las
hormigas parece no importarles. Abraham vuelve a mirar
la pared, se lleva la taza a los labios y de un solo trago
bebe todo el contenido. Sigue con la mirada congelada en
el mismo punto, en silencio. De pronto se pone de pie,
vuelve a sentir aquel cosquilleo suave, solo que esta vez
es en la garganta, y es que quizá el café estaba muy caliente
54
para beberlo de golpe o quizá son las hormigas que trepan
intentando sobrevivir. Tal vez es solo la soledad que en
esta ocasión viene desde adentro.
Vuelve a sentarse.
Quizá no se trata más que de una ficción de esas
a las que siempre estuvo acostumbrado.
55
Vicio
57
que, luego de haber atravesado innumerables clases
como esa, nada en mí había cambiado. Tantos años des-
pués yo seguía siendo el mismo. El tiempo, además de
haberme envejecido, no había conseguido alterar mi vida
estando ahí dentro, todo permanecía igual, no había en-
contrado ninguna pasión especial allí. Así que finalmente
desistí: me puse de pie, guardé mi cuaderno y salí del
salón dispuesto a no volver jamás.
Tal como ya dije, mi renuncia no fue radical. Quizá
por razones fuera de mi propia comprensión, quizá por
culpa de la costumbre, durante un tiempo seguí yendo a
clases, soportando por una o dos horas la voz del profe-
sor, las letras sobre la pizarra, mientras mi conciencia me
decía que no valía la pena estar ahí, que era inútil, que es-
taba perdiendo mi tiempo, mi dulce juventud. Con el
paso de los días ya no era capaz aguantar más de una
hora, después no más de unos minutos. Me levantaba y
me iba del salón cada vez con mayor frecuencia. Cada
vez mi presencia era más breve.
Mi nombre es Macías. Bueno, en realidad mi nom-
bre es Edgar Macías, pero la gente solo me llama por mi
apellido, así lo prefiero, y así me llamaron a gritos mis
compañeros al verme pasar frente al salón donde estaban.
Quisieron saber por qué me había salido de la clase, pre-
guntaron si pensaba entrar a la siguiente.
—No —les dije —yo no voy a entrar más.
—Pero es el último semestre, Macías —dijeron.
Seguramente creyendo que era una estupidez lo que esta-
ba haciendo, preguntándose a quién podía ocurrírsele se-
mejante cosa estando tan cerca del final.
—Yo sé, yo sé —contesté. Y no podía comprender
su afán por volver a sentarse, a escuchar lo que tantas ve-
ces antes habían repetido otros profesores, esas esperanza-
58
doras mentiras. Cómo podían soportar lo que para mí, a
esa altura, era doloroso, lo que consideraba incluso un
atentado contra mí mismo. No podía entenderlos, pero
tampoco podía culparlos, así que preferí sonreírles, de-
cirles que no debían preocuparse por mí y alejarme cami-
nando por los brillantes y solitarios corredores que más
tarde conocí mejor que nadie.
Durante los primeros días, después de haber tomado
mi firme decisión, pasaba los ratos sentado, a veces leyen-
do, a veces fumando, esperando el momento de regresar a
casa. Esto cambió pronto: mis días mutaron hasta conver-
tirse en un continuo vagar por los edificios, los pasillos, las
plazas y los jardines, por cada rincón de la universidad que
hasta entonces había permanecido ajeno a mí. Tenía tiempo
de sobra para caminar por todos lados, para mirar el cielo
acostado en cualquier pedazo de grama cubierta de hojas
secas. Descubrí muchos lugares dentro de la ciudad uni-
versitaria que no había pisado antes: terrenos baldíos o
apenas habitados por el esqueleto de alguna construcción
que nunca se terminó, puentes oxidados, perdidos en me-
dio del jardín botánico, entradas clandestinas y, claro, fue
gracias a esos vagabundeos que encontré las canchas.
II
59
quedarme; me senté en las graderías que bordeaban el
campo de fútbol, cerca de un grupo de personas que apenas
me miraron cuando llegué, prendí un cigarro y dejé que co-
rriera el tiempo, sin saber muy bien qué estaba esperando.
No sé si fue culpa del cansancio o del aburrimiento,
o quizá del clásico e inconfundible encanto que tiene el
humo de la marihuana cuando se quema y que, pasados
unos minutos, ya me rodeaba por completo. Lo cierto es
que cuando se acabó el cigarro, sentí la impostergable
necesidad de acostarme y dormir un poco. Sin saber la
razón, estaba agotado, así que, ajeno a cualquier sospe-
cha, me tendí sobre las gradas, cerré los ojos y me perdí
entre el sueño.
Intentaré ilustrarlo lo mejor que pueda.
Imaginen que van corriendo por una calle que está
impecablemente vacía y que se vuelve cada vez más em-
pinada a medida que corren. Imaginen que la calle, de tan
empinada, se va transformando en una pared, en un muro,
y que ustedes no pueden salir de ella, no pueden hacer
más que seguir corriendo. Tarde o temprano, la pared es
tan vertical que caen, víctimas de una caída libre y veloz.
Imaginen la intensidad del pánico que sentirían, el miedo
que los embargaría en la caída, pero imaginen también
que ese miedo no es tal, que no sienten pánico ni le temen
a la muerte, sino que en su lugar esa intensidad se convier-
te en placer, en calma. Imaginen que sienten una feroz
alegría. Imaginen que, mientras caen, miran hacia abajo y
descubren que no hay nada, que están cayendo hacia el va-
cío. Imaginen que la caída es larga, larguísima, tan larga
que en cierto punto ustedes se dan cuenta de que en rea-
lidad ya no están cayendo, descubren que más bien están
suspendidos en medio de la nada y, de un momento a otro,
entienden que lo que de verdad están haciendo es volar.
60
Imaginen que vuelan sobre un espacio inmenso, sobre una
oscuridad abrumadora que no los asusta, una oscuridad en
la que se sienten, como nunca antes, en casa.
Desperté, además de alarmado por la hora, siendo
dueño de una prodigiosa certeza: nunca en mi vida había
dormido tan bien como acostado sobre las gradas del
campo de fútbol de la universidad. Nunca.
Llegué a casa al final de la tarde. Las horas se ha-
bían pasado volando mientras dormía en las gradas, y
desde entonces no podía pensar en otra cosa más que en
lo celestial que había sido cada instante de aquella siesta,
en lo improbable que era dormir tan bien sobre un pedazo
frío de cemento. Aun así, a pesar de mi escepticismo, ha-
bía sucedido. Veintitrés años de vida y jamás había des-
cansado, ni por casualidad, tanto como en ese lugar. Era
como si hubiese entrado en un estado de suspensión per-
fecta entre la vida y la muerte, un coma ligero y amable,
una oscuridad encantadora.
Seguía sin dar crédito a lo sucedido así que, para
despejar todas las dudas, decidí poner a prueba la calidad
de aquel sueño. Esa misma noche, al momento de irme a
dormir, me dispuse a descansar igual que lo había hecho
en la tarde. Quería saber si ese perfecto descanso en ver-
dad había sido culpa de las gradas o de algo distinto. Si
dormía igual de bien en mi propia cama todo se aclararía,
y quizá hasta terminaría riéndome del asunto, pero, si
fracasaba en mi intento, las cosas serían distintas.
Evidentemente, fracasé.
No logré conciliar el sueño sino hasta bien entrada
la madrugada. Aunque esto, después de darle vueltas un
rato, no me inquietó. Supuse que por haber dormido toda
la tarde, era de esperarse que por la noche no tuviese sue-
ño. Decidí dejar el experimento para otra ocasión.
61
De vuelta a la universidad pensé que podía hacer la
prueba a la inversa, es decir, acostarme nuevamente en las
gradas del campo de fútbol y ver si volvía a caer en ese esta-
do único de sueño que había sentido el día anterior. Justo an-
tes de llegar al lugar, vi al mismo grupo de personas que
antes habían estado fumando yerba cerca de mí. Sospeché
de la influencia que pudo haber tenido el humo marihuano
sobre la siesta celestial así que, intentando llegar a la más
honesta verdad, me alejé de ellos tanto como pude.
Doblé el suéter que llevaba para que sirviera de al-
mohada, me acosté otra vez sobre las gradas, y empecé a
preguntarme si funcionaría, si todo lo que estaba hacien-
do no sería producto de tanto tiempo libre, de mis días de
vago caminante. Me pegunté si era posible que estuviese
enloqueciendo, si no sería ya demasiada la inutilidad en
la que estaba sumergida mi vida.
Luego vino la oscuridad.
Cuando volví a la vida ya era de noche. Me despertó
el ruido del tráfico nocturno en la avenida que pasa junto
a la universidad. Había sucedido otra vez: la suspensión
de la vida, lo hondo del sueño, lo que, aunque intente ser jus-
to con la verdad, no sé contar con palabras. Uno cree saber
lo que es caer dormido, cree saber lo que es estar soñando,
hasta que conoce la calmada oscuridad del verdadero sueño,
del sueño del que hablo. Entonces ya no hay remedio.
Una vez más fui a las canchas. Una vez más me
tendí sobre las gradas. Una vez más caí al vacío y apenas
fui capaz de regresar. Era real, todo aquello era real.
III
62
mente o si algo más allá de mí me arrastró. Sencillamente,
cuando uno se para al borde de un acantilado y ve la inmen-
sidad del mar, el comienzo del océano, ¿cómo puede ser
capaz luego de conformarse solo con una fotografía o con
un libro que hable de él? ¿Me explico? Espero que sí, por-
que lo mismo me sucedió.
Lo único que quería hacer era ir a la universidad,
caminar hasta las canchas y dormir tanto como fuera po-
sible, hasta el final de los tiempos si me lo permitían.
A veces, de camino a las gradas del campo de fútbol,
me encontraba a algunos de mis antiguos compañeros de
clase. Me veían, me saludaban, me decían que el semestre
aún no estaba perdido, que todavía podía rescatarlo y gra-
duarme. Yo solo me reía, les respondía que estuvieran tran-
quilos, que yo estaba mejor que nunca, y seguía mi camino.
Cuando llegaba a las canchas saludaba a quienes, como yo,
iban a diario, y que poco a poco se fueron acostumbrando
a mi presencia. Si bien yo no iba a apostar, ni a fumar mon-
te, ni a cogerme a nadie; iba en busca de mi vicio particular,
del encantamiento que me regalaba la oscuridad, el sueño,
y ellos entendían, o pretendían entender.
Al principio, antes de caer dormido, pensaba en la
vida, en cosas trascendentales, o me dedicaba a contem-
plar intentando describir en mi cabeza lo que veía, lo que
escuchaba: los árboles agitándose, la risa de algún desco-
nocido, tal vez alguna canción sonando a lo lejos. Me
acostaba y paseaba los ojos por el cielo buscando com-
prender lo que estaba pasando, queriendo encontrar algu-
na respuesta que, lo entiendo ahora, nunca existió. Sin
embargo poco después dejé eso atrás. Me bastaba con cerrar
los ojos y de inmediato bajaba a las profundidades más
dulces de la inconsciencia.
Cuando uno está soñando no suele saber que está
soñando. Todo, aunque sea irreal e imposible, pareciera
63
ser lo más lógico y evidente del mundo. Es más, incluso
nos preguntamos cómo fue que esas cosas que están su-
cediendo en el sueño no habían sucedido antes. Claro
que, al despertar, descubrimos que todo fue una fantasía,
y empezamos a notar cada uno de los detalles incon-
gruentes que intentaron mostrarnos la mentira, los deta-
lles que no quisimos ver mientras duraba el sueño. Por el
contrario, dormido en las gradas, para mí el sueño adquiría
otras dimensiones. Sabía plenamente que soñaba, que esa
oscuridad, esa calma, sucedían dentro de mí. Aunque no
estoy siendo tan exacto como quisiera con esta explica-
ción. Más bien diré que, mientras soñaba, sabía que mi
cuerpo estaba sobre las gradas del campo de fútbol de la
universidad y que yo estaba fuera de él, en un espacio al
que era imposible llegar cargando ese montón de carne.
Pero lo importante no es eso que acabo de decir, lo impor-
tante es que, aunque supiera la verdad, aun estando claro de
que nada de lo que sucedía era posible, seguía soñando.
¿Cuántas veces, al darse cuenta de que están en medio de
un sueño, este sigue siendo igual? En cambio yo, cuando
me repetía que todo era parte de un sueño, nada cambiaba.
Seguía volando a mil kilómetros por hora en medio de la
nada, conociendo lugares absurdos y hermosos, saborean-
do el viento que pasaba a través de mí como si yo no fuese
más que una voz retumbando en el vacío.
Al comienzo despertaba voluntariamente después
de haber estado dormido por un par de horas pero, luego de
haberme agarrado confianza, los visitantes usuales de las
gradas me despertaban antes de marcharse. Decían que
ya era tarde, que lo mejor era que me fuera porque aquel
lugar no era muy seguro, me contaron que a algunos de
ellos los habían asaltado ahí mismo. Yo los escuchaba so-
bresaltado, más que por temor a la inseguridad, por haber de-
jado abandonado el sueño.
64
La verdad es que, desde mi primera siesta en las
gradas, tuve la impresión de que cada vez que volvía a
dormir el sueño era el mismo, es decir, que quedaba en
pausa cuando despertaba y que al regresar seguía adelan-
te. Por eso, antes de regresar a la realidad, intentaba darle
alguna clase de conclusión, como si acabara un pequeño
capítulo de un libro infinito para que la sensación de nos-
talgia que me embargaba al despertar no fuera tan grande
y destructiva.
IV
65
despertara. Era uno de los vigilantes de la universidad. Yo
estaba atontado, llevaba todo el día allí durmiendo, así
que tardé unos segundos en responderle cuando me pre-
guntó qué estaba haciendo tirado en el piso, incluso creo
que le respondí con balbuceos incoherentes. De inmedia-
to hizo que me levantara y empezó a revisar mis cosas en
busca de yerba o algo así, y si bien no encontró nada, dijo
que no quería volver a verme acostado por ahí como un
mendigo. Se podrán imaginar la terrible angustia que se
me vino encima. Me era imposible concebir no poder re-
gresar al sueño que había dejado en pausa.
Pasé la peor noche de mi vida en casa, dando vuel-
tas, fumando un cigarrillo tras otro, presa de un terror
compulsivo. No pude dormir, la cama me resultaba incó-
moda, repugnante. ¿Cómo dormir si sabía que hacerlo no
era más que una patética imitación del sueño que ya co-
nocía? ¿Cómo hacerlo si ya había visto el mar y ahora solo
me quedaba el consuelo de una fotografía?
Al día siguiente regresé a la universidad en un estado
lamentable, con los nervios destrozados. Fui a las canchas
y comprobé con amargura que el vigilante seguía rondan-
do por los lugares donde yo solía dormir. Estaba devastado,
no sabía qué hacer, así que me fui. Volví a los viejos días de
andar por todos lados sin saber a dónde iba, hasta que lle-
gué a una conclusión que el cansancio no me había dejado
ver: lo único que debía hacer para remediar mi situación
era encontrar un nuevo lugar desde donde viajar a la os-
curidad que tanta falta me hacía.
No tardé mucho en encontrarlo.
Uno de los edificios abandonados y a medio cons-
truir que había visto antes trajo consigo la respuesta que
buscaba. Llegué y de inmediato supe que allí nadie me mo-
lestaría. Quizá corría el riesgo de que me asaltaran, pero
66
valía la pena. Apenas entré sentí el peso de las horas que
tenía sin regresar al sueño. Me senté en el suelo, apoyé la
espalda contra una columna desnuda y perdí el conoci-
miento, sonriente.
El infinito era más grande. El viento era frío, sin
embargo yo no temblaba, solo era capaz de sentir gozo.
Conocí el amor en medio de la soledad. Conocí la paz.
Estaba en el corazón de la oscuridad, sí, pero allí brilla-
ban los colores más puros del universo. Volví a caer, esta
vez más rápido. Volví a volar, solo que ahora lo hacía más
alto. La felicidad era más intensa, la alegría más violenta.
Todo lo imposible me pertenecía.
He ahí el hallazgo del que hablo: mientras más pene-
traba en las entrañas de la universidad, mientras más escon-
dido era el lugar donde me tendía a dormir, más profundo era
el placer, más largo era el sueño, mayor era el tiempo que
podía permanecer perdido en el que ahora se había vuelto
mi único camino.
Nunca pude volver a dormir en casa, la noche se
me iba en un constante estado de ansiedad, aguardando
que fuera momento de ir allá, al otro lado. Descubrí que,
mientras más profundo era el sueño, peor era mi estado
cuando regresaba. Me volvía lento, pesado, un cuerpo
convulso de ojos desorbitados. Y, es evidente, la única
forma de arreglar aquello era soñando un rato más.
Todo minuto despierto era opaco, pálido, hueco.
67
dicho que todo estaba bien, que simplemente había esta-
do ocupado. Y él respondió que no me veía bien, que es-
taba flaco, que tenía ojeras y me veía cansado. Me dijo
que lucía marchito. Marchito, esa fue la palabra que uti-
lizó. Cómo me voy a ver cansado, cabrón, si me la paso
durmiendo, quise responderle. Marchito está usted, hi-
jueputa, quise gritarle. Pero no lo hice. Me limité a man-
darlo a la mierda, a mirarlo con odio y a largarme.
VI
68
para que mi búsqueda fuera fructífera, tuve que sacrificar
muchas horas de sueño, cosa que a esas alturas me costa-
ba muchísimo, y que me sumergía en un estado de temblo-
roso automatismo. Poco antes de cumplir una semana
sin haber dormido como solía hacerlo, es decir, poco antes
de derrumbarme por completo, encontré el lugar indicado.
Mil veces había pasado sobre los puentes oxidados y per-
didos del jardín botánico, puentes que nadie usaba, puen-
tes a los que nunca iba nadie, ni siquiera los vigilantes.
Puentes que siempre estuvieron ahí para mí, y bajo los
cuales no había mirado antes.
Escogí el que me pareció más abandonado y bajo el
que, al explorar atentamente, encontré un espacio lo su-
ficientemente grande donde colocar una sábana y una al-
mohada, un lugar ideal para hundirme en el sueño. Y así
lo hice.
Desde el fondo del océano empecé a subir, nadaba
acompañado por criaturas brillantes, eléctricas, que repe-
tían mi nombre y decían Ven. Podía ver algo moverse al
final del agua. Por alguna razón sabía que debía ir hasta allá,
tras las criaturas, hasta la superficie, y al llegar vi cómo se
transformaban en mariposas, en murciélagos, vi que el
cielo estaba cubierto de ramas gruesas en constante mo-
vimiento, lleno de hojas inmensas y multicolores que se
extendían en todas las direcciones, de las que no podía
ver el origen ni el final y que, cuando eran golpeadas por
la brisa, dejaban caer la voz de mi madre cantándome una
canción de cuna una mañana de enero, y también el canto
de mil pájaros, el gemido de mil mujeres, el grito de to-
das las notas que han sonado, suenan y sonarán en esta
tierra. Era una quimera, era música que desvariaba dando
tumbos entre las estrellas, música imposible, música que
seguramente solo se podía conocer en el momento exac-
to previo a la muerte, pero que yo estaba escuchando
69
mientras sentía que todo mi cuerpo lloraba de emoción,
inmóvil, diminuto, consumido por la belleza, por lo tóxico
del placer.
VII
70
trando los pies, emprendí el camino de regreso. Cada
parte de mi cuerpo me gritaba que por favor descansara
un rato, que por favor soñara. Cuando me acerqué al
puente me recorrió un escalofrío. Quién sabe cuántos
días había pasado allí abajo, y nadie me había encontrado,
tal vez nadie me había buscado siquiera. Entendí que, si
me acostaba nuevamente, si dormía otra vez, quizá no
despertara nunca, quizá permaneciera eternamente en la
oscuridad, y eso me llenó de miedo, estaba aterrado, pero
solo al principio porque, si estando al otro lado me sentía
tan bien, si allá todo era tal como debía ser, ¿por qué asus-
tarme? ¿Por qué temer? ¿Por qué no soñar un poco más?
71
Finales de fiesta
***
73
estar frente a la puerta, me arrepiento y no toco el timbre.
Me siento en el suelo del pasillo, con la espalda apoyada
en la pared, saco un cigarro, me lo pongo en los labios y
recuerdo que no tengo yesquero ni fósforos. Lo vuelvo
a guardar.
Sentado en el pasillo pienso en distintas cosas:
pienso en lo raro que ha sido el viaje, pienso que en algún
momento tengo que regresar, pienso en el futuro de la li-
teratura venezolana, pienso en mis amigos, pienso en que
debí haber traído fuego, pienso en la fiesta.
Me pregunto si adentro habrá mujeres bonitas, cruzo
los dedos porque sí, y porque haya más de dos. No qui-
siera entrar y encontrarme con que solo hay una; en esa
situación, irremediablemente, el flaco terminará cogién-
dosela y yo terminaré solo. Si hay dos, las cosas mejoran,
pero no mucho. Entonces el asunto es un azar que se de-
cide entre el negro y yo, a ver quién lleva la suerte.
También cruzo los dedos porque no haya hombres gua-
pos, al menos no más guapos que yo o, peor aún, con más
labia. Eso sería un problema.
Llevo casi media hora sentado en el mismo pedazo de
suelo, la verdad es que estoy bastante bien aquí. Se abre la
puerta del apartamento y junto al estruendo de la música sa-
len Isa, Mar y Ori. A las tres las conozco desde hace bastan-
te, siempre las veo cuando vengo a la ciudad. Me miran y se
sorprenden de que esté ahí sentado, me preguntan cuánto
tiempo llevo esperando, les contesto que no mucho, que
acabo de llegar. Me levanto, Ori me coge de la mano y me
dice que entremos. Antes de atravesar la puerta vuelvo a mi-
rar el pasillo y pienso en que quizá, por haber llegado antes
que ellos, tengo alguna oportunidad esa noche.
Apenas entro barro el lugar con la mirada. Hay un
par de chicas más, no tan bonitas, no tan feas. También
74
hay dos tipos, más jóvenes que yo, que a primera vista no
parecen ser competencia. Me siento en un mueble marrón
a esperar que regresen mis amigos. No han pasado más
de diez minutos cuando uno de los tipos se acerca y me
pregunta si tengo yerba, le digo que no. Se decepciona y
vuelve junto al otro, veo que mueve la boca, seguramente
le está contando la triste noticia.
Camino por el apartamento, es grande: tres habita-
ciones, una sala, una cocina y un balcón. No veo el baño
por ninguna parte. Entro en la cocina a buscar un yesque-
ro, unos fósforos o algo para encender el cigarro que ten-
go en pausa desde hace rato. Por fin consigo uno, saco el
cigarro, lo prendo. Abro la nevera y veo las botellas que nos
aguardan. Sonrío por dentro. Las muchachas salen de uno
de los cuartos, me dicen que estaban terminando de arre-
glarse y me piden que sirva los tragos. Vale, contesto.
Pongo los vasos plásticos sobre el mesón de la cocina, les
echo hielo, ron y Coca-Cola. Al mío le exprimo un limón.
Me pregunto cuántas veces en la vida he servido tragos pa-
recidos, luego los reparto entre los presentes.
En la cocina hay una ventana que da a otros edificios,
me acerco, miro el paisaje: las luces, la montaña que se aso-
ma en el fondo de la escena. Es una buena vista. Pienso en la
belleza. Levanto el vaso y le doy el primer trago.
Este soy yo preguntándome qué será de mí el resto
de la noche.
Sigo viendo por la ventana, tengo cierta fama de tipo
retraído así que por un rato nadie se molesta en hablarme.
Escucho alboroto, salgo de la cocina y descubro que el fla-
co y el negro ya están de vuelta. El negro me guiña un ojo.
Yo le sonrío. Las muchachas les cuentan que me encontra-
ron sentado en el pasillo, ellos se ríen.Traen un par de bo-
tellas extra, me las dan y me piden que las guarde.
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Vuelvo a entrar en la cocina, abro la nevera y mientras las
voy guardando pienso que el negro debía referirse a las bo-
tellas cuando dijo que había olvidado algo.
De lejos advierto cómo los mismos muchachos que
al principio me preguntaron si tenía marihuana se acercan
al flaco y al negro. Es inútil, ellos tampoco tienen.
La fiesta sigue su curso, los tragos corren cada vez
más rápido, la felicidad comienza a ser posible.
Todos los presentes se van turnando para colocar mú-
sica, el desfile de ritmos es, además de variado, bastante ex-
traño. Cuando es mi turno de musicalizar la noche me
angustio, no quiero poner algo que a nadie le guste. Sentado
frente la computadora dudo por algunos minutos, finalmen-
te escojo una canción y aprieto las manos, preocupado, has-
ta que el flaco dice que es una buena elección y puedo
respirar con alivio. Digo que no quiero poner más nada y me
levanto, una de las muchachas que no conozco toma mi
lugar, instantes después cambia la canción, apaga la luz,
se para en medio de la sala del apartamento, levanta a las
manos y comienza a bailar.
Este soy yo en medio de la fiesta viendo cómo uno a
uno mis amigos se unen a la mujer que baila. Este soy yo
dando un trago tras otro, llenándome de valentía. Estoy soy
yo acercándome. Estoy soy yo empezando a bailar.
Llegan más invitados, tres mujeres y un tipo. Isa
hace las presentaciones, yo no alcanzo a oír ninguno de
los nombres. Justo como pasó antes la pareja de mucha-
chos se acerca al recién llegado, supongo que esta vez tie-
nen éxito porque los veo alegrarse.
Como me sucede siempre, en cierto punto de la fies-
ta, la música comienza a agobiarme y empiezo a sentir una
urgente necesidad de silencio. Busco un escondite y decido
meterme nuevamente en la cocina, me sirvo un trago más y
vuelvo a pararme frente a la ventana que va dejando en-
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trar el aire frío de la noche andina. Me gusta la tranquilidad
de sentir que estoy en medio de la rumba y al mismo tiempo
lejos de ella. Luego de unos minutos de estar ahí escucho pa-
sos, volteo y encuentro al tipo que llegó con las tres mujeres.
Se para a mi lado sin decir nada. Tiene un porro en la mano.
Le da un jalón profundo y sopla el humo con fuerza a través
de la ventana como si quisiera impregnar cada rincón del
mundo con su aliento. Lo escucho reírse. Me mira, sigue
sin decir nada, me da el porro y se va.
De vuelta al centro de la fiesta veo que el negro y
el flaco ya han conseguido pareja. Bailan como si no
existiera en el mundo otra cosa más que el cuerpo de la
mujer que tienen en frente. De algún lado empiezan a sa-
lir unos destellos intermitentes de luz blanca que cortan
la oscuridad y me recuerdan que por andar distraído me
estoy quedando solo. Me acerco a una muchacha acepta-
blemente bonita, le sonrío, le digo mi nombre y la invito
a bailar. Accede. Bailamos varias canciones, luego nos
sentamos y charlamos un rato. Me pregunta que qué hago
con mi vida, le respondo que escribo poemas que proba-
blemente nadie leerá nunca. Me mira, dice que está con-
fundida, dice que no entiende, yo le respondo que lo
olvide y que bailemos un poco más. Cuando nos senta-
mos otra vez pienso en lo difícil que es alcanzar la ver-
dad, en que todo el mundo, en el fondo, debe estar tan
cansado como yo. Me gustaría decirle eso a ella y hacer
que al menos compartamos algo honesto, pero su mirada y
las ganas que tengo de tirármela hacen que desista y en
lugar de contarle nada pongo mi mano sobre sus piernas,
las acaricio, y le digo que tiene unos ojos preciosos, que
son del color del infinito. Se sonroja y agradece el cum-
plido. La clásica charla de los ojos hermosos. Me pre-
gunto cómo es posible que se crea un halago tan estúpido
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y al mismo tiempo me alegro de que lo haga. Volvemos
a bailar.
Este soy yo perplejo ante las luces, con el corazón
vibrando al ritmo de una música que no entiendo pero
que, sin querer, ya tengo entre los huesos. Estoy soy yo
sintiendo el calor del ron caminándome por la cara, em-
pezando a sentir la lengua pesada y la vida alegre. Estoy
soy yo buscando a una mujer que tenga algo de belleza
para compartir conmigo.
Regreso a la ventana, el aire pareciera estar inmó-
vil, prendo un cigarro y compruebo que ya tengo encima
la torpeza del borracho, sin embargo aún me queda
aguante para el resto de la noche.
Cambian la canción, suena el ritmo del desorden,
hacemos un círculo y empezamos a bailar saltando sin
sentido. De vez en cuando alguien se para en medio de
todos y baila para los demás. Veo a mis amigos bailando
también, bebiendo y sonriendo, a punto de ser felices entre
las sombras. Pienso en nosotros, en lo diferentes que so-
mos el flaco, el negro y yo, me pregunto cómo es posible
el amor que siento por ellos, cómo hemos logrado aguan-
tarnos durante tanto tiempo. Es mi turno de ir al centro
del círculo, bailo por unos segundos, luego alguien me
hala fuera de ahí. Es el negro. Camina hasta el baño, yo lo
sigo y al llegar veo que el flaco ya nos está esperando.
Este soy yo escuchando atentamente las instruc-
ciones. Este soy yo enrollando un billete de dos bolívares
mientras veo cómo el negro esparce el polvo sobre el bor-
de del lavamanos. Este soy yo inhalando cocaína por
primera vez en veintiún años de vida. Este soy yo y este es
el sabor amargo del que tantas veces escuché.
Salimos del baño y regresamos al vórtice rumbero
de la noche. Las muchachas nos han estado esperando.
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Volvemos a bailar, reímos, bebemos. Se van vaciando
una a una las botellas. Vamos al baño un par de veces más
y al salir seguimos festejando, cada vez la música suena
más fuerte que antes, cada vez las luces se hacen más in-
tensas. Pareciera que el espacio entre nosotros se acaba,
nos acercamos, nos tocamos, nos vamos convirtiendo en
una sola persona que canta y grita sin darse cuenta de lo
lejos que está el cielo. De pronto alguien me besa, es el
flaco. Nos reímos. Luego soy yo quien lo besa. Al vernos
el negro se acerca y nos besamos los tres.
La fiesta brilla y nosotros brillamos con ella.
El flaco y el negro se van con sus chicas a besarse en
los rincones. Yo me beso un poco con la mía, le meto mano,
pero las ganas se me quitan así que regreso a la ventana.
Reviso mis bolsillos y confirmo, con cierta amargura, que
solo me queda un cigarro. Lo saco, lo prendo. Intento soplar
tan fuerte como lo hizo el tipo hace rato y casi lo consigo.
Veo cómo el humo se va perdiendo entre el viento, cómo
desaparece, cómo se vuelve parte del dulce aroma de la
ciudad.
Me acerco al negro y le digo que vayamos al baño,
sin separarse de la boca de su chica me dice que está ocu-
pado. Insisto. La bolsa está en la mesa, responde. La agarro
y me encierro en el baño.
***
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Camino hasta los cuartos, todas las puertas están tranca-
das. Adentro están cogiendo. Adivino en qué habitación
está el flaco y le grito que me dé los cigarros, un instante
después abre la puerta y me los lanza. Voy a la cocina, re-
viso por todos lados y consigo casi media botella de ron,
la única sobreviviente. Arrastro una silla hasta la ventana
y me siento.
Este soy yo contemplando la madrugada desde la
ventana de un séptimo piso. Este soy yo, dueño de algún
sueño, hijo de alguna esperanza, arrastrando conmigo el
peso de mi generación, pensando en las posibilidades, en
las oportunidades perdidas, en el futuro. Este soy yo y so-
mos todos, creyendo que aún queda tiempo. Este soy yo
dándole un trago más a la botella. Este soy yo prendiendo
el último cigarro, extrañando algo que dejé olvidado en
algún lugar del camino. Este soy yo y este es el palpitar
violento de mi sangre. Este soy yo y este es mi viaje. Este
soy yo mirando el espacio vacío que tengo en frente, que-
riendo echarme a volar a través del amanecer. Este soy
yo, una vez más, aprendiendo a despedirme.
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Índice
Corta y letal 3
Historias de la gente 9
Vicio 57
Finales de fiesta 73
Este libro se terminó de imprimir
en agosto de 2016,
en los talleres de la Fundación
Imprenta de la Cultura,
Caracas, Venezuela.