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la nacionalidad.
La identidad nacional supone la existencia de presupuestos comunes, gestados desde los orígenes
de los Estados - Nación, a partir de la institucionalización de fronteras políticas y simbólicas. No
puede explicarse si no es a través de una formación sociohistórica y dentro de ella de las distintas
posiciones estructurales globales que se pueden ir concretando de lo particular a lo general:
nación, género, etnia, clase socia entre otras.
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Son los proyectos políticos, y no las diferencias culturales, los que unen o separan los destinos de
los hombres. De hecho no se requirieron diferencias culturales significativas para que los
latinoamericanos se desangraran en terribles guerras como la Guerra del Pacífico, la de la Triple
Alianza, en el Siglo XIX y la Guerra del Chaco en el Siglo XX, en las que por supuesto no estaban
en juego otros intereses que no fueran los de las potencias imperialistas. Tampoco fueron un
obstáculo, esas supuestas diferencias, para que, en sentido contrario, durante las décadas del ’60
y ’70, muchos soñáramos con una gran patria latinoamericana.
En esta recreación utópica hay aspectos temporales y espaciales. A fines de la década del ´60 y
comienzos del ´70, amplios sectores de la vida política y social se hicieron eco de un proyecto
político generándose una corriente solidaria y de integración en varios de los países del Cono Sur.
Desde una perspectiva global, este proceso se inscribe en lo que Samir Amin llama la Era de
Bandung, tomando como hito la Conferencia de Bandung de 1955, que da origen al llamado Tercer
Mundo, esta era finaliza en 1975 cuando comienza la reformulación política del Nuevo Orden
Internacional con la reestructuración que termina con el Tercer Mundo. En América Latina el hecho
precursor fue la Revolución Cubana y la finalización de esta etapa significó el comienzo de una
época, signada por regímenes dictatoriales, en la que se profundizaron las desigualdades internas.
La década del ’80 inauguró un período de restauración democrática en nuestros países bajo una
auspiciosa esperanza ciudadana. En poco tiempo se mostraría su fragilidad y vulnerabilidad con el
sometimiento a los dictados del Nuevo Orden Mundial y sus imposiciones, mediante la sujeción
económica mediada por los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, la
Organización Mundial de Comercio y el Banco Mundial. En los inicios de los ’80 algunas
expresiones sociales en el campo de la cultura auguraban un resurgimiento de la voluntad de
integración de ciertos sectores.
La integración regional se ve obstaculizada al interior de los Estados, por dos situaciones que son
consecuencias directas y dramáticas de la aplicación del modelo neoliberal:
1. La desintegración social interna en sociedades polarizadas, con altos niveles de pobreza y
concentraciones de la riqueza en pequeños grupos. América Latina es el lugar del mundo que
presenta mayor índice de desigualdad.
2. Por la crisis de las instituciones democráticas y consecuentemente, del pleno ejercicio de la
ciudadanía. Ambos factores conspiran contra las posibilidades de estructuración regional que
requiere, además de los acuerdos formales entre los Estados, del compromiso de la acción
colectiva que debe sustentarse en la confianza y credibilidad institucional.
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Las acciones colectivas presuponen la transformación de los sujetos en actores sociales sin que,
necesariamente, esto implique acciones directas desde el Estado. Es decir, los derechos de
ciudadanía pueden ejercerse fuera de la órbita de lo estatal tales como: movimientos sociales,
centros comunitarios, asambleas de ciudadanos. Esta es una tendencia que se verifica con mayor
intensidad, en la medida en que refleja la crisis de la noción moderna de ciudadanía como sistema
de integración política dentro del sistema estatal.
Los motivos que explican esta reformulación son:
1. La crisis del estado de bienestar que debilita la dimensión social de la ciudadanía;
2. La disociación social causada por el persistente desempleo masivo, la falta de fuentes de
trabajo y las nuevas formas que revisten las desigualdades;
3. El reconocimiento de nuevas formas de ciudadanía, por ejemplo la ciudadanía cultural; y
4. La automarginación de la esfera pública por la crisis de representación del sistema político.
Estas acciones no suplen la responsabilidad del Estado, cuando no se garantizan los principios
fundamentales de justicia social y democracia, se obturan los mecanismos de participación. Se
produce una suerte de desafiliación nacional, un sentimiento de exclusión que relativiza la noción
subjetiva de pertenencia y resulta en la erosión de las lealtades colectivas, es necesario repensar
la relación entre nacionalidad y ciudadanía. Para ello es imprescindible la modificación de la
agenda política del Estado para enfrentar el desafío que significa un proceso de integración
regional genuino. La integración supone procesos de democratización en los que la ciudadanía,
como modo singular del vínculo entre lo individual y lo colectivo, sea alcanzada de hecho y de
derecho al interior de cada uno de los Estados y más allá de sus fronteras políticas. Esto es
particularmente sensible ante la realidad del desplazamiento poblacional que se está produciendo
entre nuestros países.