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Jessica Cortez Franco

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El Edipo de Weber
“Cuando se muere es como cuando se nace: se tiene tanta legitimidad como una página en blanco…”.

Convocatoria abierta
Antes de la muerte de Asimov, muchos de los hombres convocados al primer seminario de "cabezas
ordenadas" (nombre que para algunos de los invitados era un exceso) no querían intercambiar palabras.
Sus diferencias teóricas y de personalidad eran radicales y sus antipatías terribles.
Asimov confeccionó una larga lisia para este seminario, pero como buen divulgador y editor, decidió
trabajar experimentalmente con un pequeño grupo. Su situación de reciente fallecimiento, su simpatía a
flor de piel y su notable manejo enciclopédico sobre diversos temas le facilitaron las cosas.
El más difícil de encontrar fue Piaget. Estaba trabajosamente pegado a una cuartilla de papel, donde
intentaba describir las etapas en que se pierde la conciencia al morir: tema antípoda de sus grandes
trabajos sobre la toma y construcción de conciencia del niño al hombre. Pero con su habitual espíritu
aventurero, accedió a que su nombre apareciera en la convocatoria.
Freud fue todo un caso. Estaba interrogando nuevamente a Anna O. aun cuando tenía claro desde hacía
décadas que ya no podía encontrar nada nuevo en su histeria y que, además, esta bendita mujer lo tenía
harto. Había intentado psicoanalizar a Anaís Nin, pero Henry Miller había montado en cólera. Así que le
venía muy bien este debate para descargar ciertas tensiones acumuladas en ese incidente. El Miller lo había
tratado groseramente y había insinuado que no era "exactamente" un psicoanálisis lo que Freud quería
hacer con Anais. Todos saben que este doctor gozaba de una fama de moralista extremo.
Max Weber tenía un pequeño círculo de reflexión con Durkheim y Marx, que a pesar de sus grandes y
dramáticas diferencias, les permitía juntarse una vez cada 22 años y medio. Entonces, examinaban en qué
estado estaban las ciencias sociales. Tanto Weber como Marx esperaban que en 22 y medio años más,
pudieran contar con la grata presencia de Habermas.
August Comte no tenía ganas de ver a nadie y rumiaba su ira frente a las opiniones que aseveraban que él
(!) había vulgarizado y copiado a Saint– Simon. Como buen francés estaba preparando una respuesta
apasionada y de fondo a esta calumnia. Al final aceptó la invitación, porque vio la posibilidad de lanzar
merecidas pullas al petulante de Weber y poner en su lugar a ese otro gordo alemán desaseado, que tanto
problema le había generado a la humanidad con sus locas ideas. Desde luego, se refería a Marx.
A nadie se le ocurrió, de manera afortunada, traer a Althusser, especialmente después de que éste había
estrangulado con una media de seda a su mujer de toda la vida. En la cabeza de uno de los participantes
que no explicitó su opinión, el estrangulamiento era analógico a un corte epistemológico.
Sherlock Holmes estaba reponiéndose de un pasón excesivo de cocaína y al principio no comprendió cuán
"elemental" era la invitación. Por otra parte, llevaba muchos años en una de sus recurrentes caídas
depresivas. Tenía el obsesivo temor de que el profesor Moriarty le hurtara su pipa y su violín, dos
instrumentos claves en el proceso reflexivo y en el perfil de personalidad de este detective. Pero accedió
ante la posibilidad de conocer de cerca a los demás invitados, especialmente al doctor Freud, a quien
consideraba un muy buen detective que usaba un método muy semejante al de él.
Femand Braudel seguía en su reflexión sobre los ciclos de larga duración en la historia y no le interesaba,
por ahora, buscar interlocutores, los que inevitablemente caerían, según él, en reflexiones circunscritas en
ciclos de mediana duración o coyunturales. Por lo demás, tenía comprometida para la fecha en cuestión,
una partida de ajedrez con Lucien Febvre. Después de hacerse rogar bastante, como buen historiador,
decidió aceptar, siempre y cuando se cambiara la hora.
Asimov tuvo que lidiar así con diferentes caracteres y la verdad es que, al final de la organización del evento
estaba exhausto. Casi igual que con el trabajo que le demandó la revisión de "La Nueva Guía de la Ciencia".
Por momentos se le ocurrió mandar todo al demonio, pero concluyó que por el hecho de estar todos
muertos, era notablemente cruel mandarlos al demonio... podía resultar cierto.
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El lugar para la reunión fue un bucólico rincón tiempo– espacio alejado de los grandes circuitos
intergalácticos y bastante a trasmano de la entrada al estado muerte. Asimov temía que si se moría algún
notable, se transformara en la novedad del momento y esto dispersara a los participantes.
El último en ser ubicado fue Husserl. Estaba tratando de explicar su idea de la fenomenología a Descartes,
el que no entendía ni pizca sobre qué era eso de "ir a la cosa misma". Curiosamente fue Kafka quien
interfirió en la explicación, logrando que el ordenado, racional y coherente Descartes aceptara (por lo
menos) que Husserl algo interesante había dicho.
Husserl trabajaba en su nueva teoría de la "no existencia empírica" o de la "no cosa que existe", pero no se
atrevió a contar a nadie semejante investigación. Aceptó la convocatoria sin condiciones, lo que fue
odiosamente recibido por Marx y Freud. Para estos dos se trataba de una muy mala noticia, casi podían ver
cómo este filósofo hermético y oscuro, iba a enredarlo todo en un debate que no prometía ser ni claro ni
fácil.

Preparando la movida
Se eligió un presidente de debates (Asimov, por supuesto) y un secretario de actas. Algunos sugirieron
ubicar a Borges, pero fue Piaget el que les recordó que éste era casi ciego y que, en todo caso, se podía
invitar a su mujer, la japonesita– argentina María Kodama que no sólo era los ojos de Borges, sino una
erudita crítica de sus trabajos. Pero Weber atinó en señalarles que la María estaba aún viva y no se valía
matarla para tenerla de secretaria.
Otros sugirieron a Neruda y, si bien todos reconocían en él a un gran poeta, no era racional que un acta
tuviera la forma de una oda galáctica. Por lo demás, el poeta trabajaba un análisis semiótico de la obra de
Octavio Paz, quien, según Neruda, cada día se hacía más injustamente famoso. Opinión que compartía
Frida Kahlo.
Husserl se propuso a sí mismo, pero el silencio y las miradas irónicas de todos fueron signos de un claro
rechazo.
Al final Holmes propuso a su imponderable, ordenado y sistemático amigo, el doctor Watson quien fue
sacado de un exclusivo restaurante francés, ubicado en un shopping de ese lugar tiempo– espacio.
Se fijó como procedimiento un método estricto que contenía dos grandes cláusulas. Uno: “estaba
estrictamente prohibido enunciar, señalar o insinuar defectos personales, vicios, gestos o tics, que
permitieran apabullar al contrincante. Mucho menos se podía insultar a alguno de los parientes de los
concurrentes, de lo que se creía absolutamente capaz a Freud o Comte. La segunda cláusula impedía
organizar fuerzas de cambio, tumultos, motines, explosiones o protestas en el seno del debate. Marx y en
parte Weber, eran los más peligrosos de hacer tales cosas. Comte en persona redactó el acápite.
Aunque no estaba en las cláusulas, sí era un implícito el rechazo a invitar amigos para apoyar las tesis
expuestas y, desde luego, la completa censura de todo tipo de chiflidos, rechiflas, aplausos o gestos
obscenos en los debates. Cualquier panelista podía incurrir en estos excesos, excepto Holmes, su amigo
Watson y Asimov.
La sala tenía grandes ventanales que miraban directamente al centro de nuestra galaxia. La presencia de
algunos hoyos negros, impedían que la luz de una supernova inundara el recinto.
Había una larga mesa, hecha de algún extraño material sintético, dispuesta para la ocasión.
Se habían atornillado las sillas al suelo, para evitar que los participantes se las lanzaran. No existía una
prohibición taxativa de fumar, pero se miraba con cierta molestia las pipas de Piaget y Holmes y, muy
especialmente, el tabaco de Freud.
El servicio de cafetería, aunque no era de lujo, era aceptable considerando el poco tiempo de preparación.
Había un stock especial de Lipton Tea para Holmes y Piaget.
Por otra parte, el sistema de apoyo administrativo no estuvo a tiempo, a lo que se sumaron las grandes
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dificultades que tuvieron Asimov y Piaget para explicar al resto, lo que era un software y cómo se utilizaba
un personal computer de pantalla líquida.
– Señores panelistas – empezó Asimov, con un inglés arrastradito (idioma oficial del encuentro SUGIERO
UNA LENGUA MUERTA O UNA DE MAYOR ANTIGUEDAD)–, la verdad es que esto resultó de una
conspiración entre los originarios de lengua francesa e inglesa, contra los alemanes y su recurrente
tendencia a los tecnicismos filosóficos. Señores, nos hemos juntado...
– ¡Reunido!, exclamó irónicamente Marx. Todos lo miraron con sorpresa e indignación.
–¡Herr Marx –dijo Freud– usted es un neurótico parlante!.
– ¡Señores! – Repitió Asimov en ruso, lo que le permitió ganar en sorpresa para tomar la iniciativa de
moderador– Se trata de poner en debate alguno de los planteamientos básicos de cada cual. Sin pretender
extendemos en los intrincados sistemas que cada uno de ustedes ha creado, dijo pasando al inglés.
Piaget en voz baja le comentó a Holmes: por lo menos hemos construido algo (bien o mal), pero este Isaac
sólo se ha dedicado a divulgar: que yo sepa no ha descubierto nada. Escribe tanto que me irrita: además,
sólo es posible que lo haga con grandes equipos de apoyo.
Weber, que estaba cerca, lo miró y entre dientes le dijo algo en alemán. Por la cara de Piaget, no era
exactamente una gentileza. Mientras tanto, Asimov desde la cabecera de la mesa y con el gordo doctor
Watson a su lado, subía el tono de voz.
– Buscamos hacer mínimamente comprensibles los planteamientos de ustedes, toda vez que esos
pensamientos han afectado a tanta gente. Les ruego que entiendan que la noción afectar, no es usada en
este caso en un sentido peyorativo y menos como acusación. Como diría Popper: se trata de un término
explicativo.
Comte preguntó quién era Popper, lo que provocó una carcajada de toda la colonia alemana del lugar. "¡Jo,
jo, jo, jo, no sabe quién es Popper!", era el comentario generalizado.
Holmes observó que Durkheim le pasaba disimuladamente un papelito a Marx, quien lo leía y asentía con la
cabeza. Esto sería un incidente nada de ingenuo a futuro.
– Bueno, bueno, dijo Asimov. Tendrán la posibilidad de explicar una idea y responder, en tiempo limitado
las consultas que se les hagan. Si nos comportamos como gente civilizada, podríamos organizar un
seminario más amplio y actualizado en los próximos tiempos.
– Sí – dijo Watson dándole la palabra a Freud–.
– Miren, antes de empezar, creo que falta una personificación humana, una expresión clave en la
formación de nuestra imagen de realidad y como insinué en "El Malestar en la Cultura", también clave en el
proceso de socialización del sujeto psicológico...
– ¡Concrete!, vociferó Piaget y agregó: disculpe doctor Freud, pero todos conocemos su tendencia a
deleitarse con las palabras. Espero que no lo tome como nada personal.
– Está bien, falta una mujer. ¿Es que ninguno de ustedes tuvo madre acaso?
– Sí, pero jamás nos enamoramos de ella –dijo Weber indignado–.
Asimov golpeó la mesa y habló particularmente bajo, lo que obligó a todos a guardar silencio.
– Seamos lógicos. Concuerdo con el doctor Freud que faltan mujeres. Por ejemplo, Madame Curie que,
como sabemos, descubrió e investigó las propiedades del radio hasta infringirse su propia muerte. Ella
tiene el nivel académico suficiente, pero por la escasez de tiempo para la preparación de este evento no
fue invitada ni ella ni otra representante de su género.
– ¿Pensó también el nombre de Rosa Luxemburgo? – Preguntó Marx–.
– No tengo nada contra ella –respondió Asimov– es justo, obvio y lógico, pero empecemos con los que

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estamos.
– ¡Quiero decirles algo!, interrumpió Comte. Se me ocurre que para una próxima ocasión hay que invitar a
Oscar Waiss. a Byron y Shelley; ojalá también a Rimbaud.
– ¿Por qué? –preguntó Sherlock extrañado–.
– Verá, el conocimiento de lo real no sólo se expresa a través del lenguaje científico, sino también en el
arte, la literatura, la música –aclaró Auguste Comte. Weber lo contempló perplejo y comentó:
– Viniendo de usted es un gran avance. Jamás pensé que un positivista duro haría semejante aseveración.
Comte respondió con rapidez y sarcasmo:
– Es que en mi aburrimiento de las últimas décadas, he revisado sus textos y no son del todo bobos.
Se miraron todos esperando alguna nueva sana de ironías, pero fue la voz reflexiva y casi infantil de Piaget,
la que retomó el control del encuentro por segunda vez y en menos de una hora:
– Miren. Todos queremos a alguien más aquí para polemizar o tener apoyo, pero ese no es el camino
correcto. Infiero que Marx querría zarandear a Stalin y quizás a Mao; Weber a Gramsci; Freud a Marcuse;
Comte a Mosca; Holmes a John Le Carré; Durkheim a Raymond Aron. Yo mismo quisiera decirle tres o
cuatro cosas a Mach.
– Asimov tiene razón. Hay que empezar de una maldita vez –señaló Durkheim–.
– Sí, lo apoyó Piaget; con ideas simples ir construyendo un sistema más complejo que contenga nuestras
reflexiones, pero que sea superior a la suma de las partes.
– Tengo una sugerencia –exclamó Watson–: que partamos por el orden en el cual estamos sentados y no
por secuencia alfabética, creo que es más dinámico. El truco de Watson estaba orientado a otorgarle la
primera palabra a Sherlock.
– Bien, señor Holmes, tiene usted la palabra –dijo Asimov–.
– Quiero previamente señalar algo. Y esto va particularmente para usted, doctor Freud. Mi verdadero
padre es Sir Arthur Conan Doyle, quien jamás quiso reconocerme ni a mí ni mi labor como detective. Pero
como manteníamos una relación de amor/odio, me inventó como personaje y se puso a escribir novelas
con mis hazañas. Mi padre conoció a mi madre en Belfast, en un ambiente que gestaba las condiciones para
que un pequeño grupo de hombres y mujeres, como ustedes saben, formara el IRA.
– ¡No está en una consulta psicoanalítica! – Interrumpió Comte con sequedad–.
– Está bien, no quiero ser odioso. Mi método –dijo Sherlock– es observar, analizar, comparar. Jamás
dejarme impresionar por lo grande, por la mirada primera. Formulo hipótesis sobre la base de pequeños
hechos. Mediante la investigación del terreno, descubro detalles sobre la personalidad del criminal, los
motivos y la forma del crimen. Es frecuente que las policías tiendan a adoptar las hipótesis más fáciles (que
siempre son las más engañosas), para explicar unos pocos hechos, ignorando lo pequeño. Esto los
entrampa en fórmulas de las que después no pueden salir. ¿Cómo les diría?... Teorizan antes de tener
evidencias, de suerte tal que empiezan a retorcer las evidencias para que se ajusten a sus teorías. Yo hago
lo contrario: primero el hecho, después la hipótesis, y por último, la teoría general.
– ¡En más de una vez he visto que hay método en su locura! – Apuntó Watson– Se los puedo asegurar.
– Si ustedes recuerdan, continuó Sherlock, los trabajos de Peirce comprenderán mi procedimiento de
inferencia lógica sobre la base de la inducción y la deducción, que son cosas completamente distintas, pero
que deben ser complementadas. Soy hijo del mundo Victoriano, de la época de la deducción y el
positivismo. Mi frase recurrente con Watson es "elemental", pero lo elemental no es lo menor, es la
pequeña síntesis de muchos detalles. Ustedes deben recordar la influencia que ejercieron sobre mí los
trabajos del doctor Darwin, de Albert Spencer, John Stuart Mill. Ya sé, me tratarán de positivista, pero con
este método concreto y simple, descubro asesinos e intrigas; resuelvo problemas.

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– ¡Esto es evidente. Como diría usted: elemental! –señaló Weber– pero no logra, con ese procedimiento,
explicar las causas sociales y culturales del crimen, ni el rol del policía. De las policías, como grandes
conglomerados burocráticos que exudan racionalidad capitalista. Usted para mí es un inteligente policía
con cultura de la clase media inglesa.
– Qué quiere usted que yo diga frente a semejante obviedad, don Max. Usted no opina sobre mí, me
clasifica –se defendió Holmes–.
– Tiene razón Weber –intervino Durkheim–. Justamente mis análisis sobre el suicidio, demuestran que el
hecho social se antepone al acontecimiento individual: de suerte tal, que un asesinato es mucho más social
que particular.
Marx los miraba a todos con deleite y volvió a leer el papelito que Durkheim le había entregado al inicio del
evento.
– Digan lo que digan – se interpuso Watson– Sherlock resuelve crímenes que ninguno de Uds. podría
solucionar. Es más, cuando Holmes cae en estados reflexivos, sólo acompañado de su violín, da rienda
suelta a la imaginación, a la reconstrucción ideal del motivo, el momento y la forma del crimen. Nada más
lejos del positivismo obtuso.
– Aceptemos que estamos frente a un ciudadano inteligente – señaló Marx– pero la trama social no es
tejida en las manos de un policía por más inteligente que sea, sino de las relaciones que los hombres
establecen entre sí para reproducir sus condiciones materiales de existencia...
– ¡Y morales!. Agregaron casi al unísono Durkheim y Weber.
– Justamente, insistió Marx. Si ustedes examinan lo que el pobre Althusser denominó mi período de 'Marx
Chico' o mi periodo 'precientífico', según él, yo le concedo una importancia superlativa a lo que Uds.
denominan 'elementos morales', pero los integro en la matriz relación– social. Lean trabajos como "La
Ideología Alemana" o los Grundrisse. Pero ya saben, creo que de mis trabajos se infiere, como gran pista, la
noción y la relación poder. Es curioso que nadie reparara en esto, hasta literatura del tipo Michael Foucault,
Norbert Elias o Elias Canetti.
– Qué tiene eso que ver con el crimen o el delito – preguntó Piaget.
– Sí tiene que ver – respondió Marx– ya que el poder se ejerce sobre los cuerpos biológicos.
– Se me ocurre – señaló Freud– que los motivos de un crimen, tienen que ver con la irrupción del ello en
los niveles del yo y del súper– yo. Es una suerte de grito, que reprimido, irrumpe de pronto frente a una
situación insostenible, en el perenne conflicto entre instinto y cultura, entre subconsciente y consiente.
Como sabrán, la suerte no siempre favorece a lo civilizado.
– Me parece muy simple su explicación señor Freud– señaló Asimov.
– Es sólo una hipótesis que hay que comprobar – opinó Piaget.
El ruido fue leve, pero todos prestaron atención a la puerta compuesta por haces de láser químico. Asimov
se irguió cuidadosamente y con perplejidad e intriga, caminó hacia la entrada.

El diálogo se escuchó en toda la sala.


– ¡Mister Charles! Querido amigo, me fue imposible encontrarlo, de ahí que no fuese invitado. Por lo
demás, supe que estaba reclasificando su archivo de notas.
– Comprendo Isaac – dijo Darwin con un flemático acento inglés. Pero no es mi propósito hacerme invitar,
sólo quiero escuchar, desde algún rincón, las doctas opiniones que se están formulando. Verá, mi timidez
me ha impedido muchas veces defender mis tesis con suficiente fuerza. Sé que hay parte de ellas que
tienen que ser ajustadas, pero opino que, en lo central, mi modelo de la evolución es correcto.
– Quién lo podría dudar, dijo sonriendo Asimov.

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Marx y Weber se habían parado y a codazos intentaban llegar primero a la puerta lo que produjo un
pequeño tumulto a la entrada de la sala.
– ¡Charles, tu libro era formidable!– dijo Carlitos.

– Y el tuyo – respondió Darwin– una gran pieza.


Weber que se sintió desplazado, tomó a Darwin por los hombros y gentilmente lo invitó a sentarse.
Al avanzar hacia un rincón de la sala. Darwin iba haciendo un extraño ruido producido por las Conchitas y
pequeños fósiles que ocultaba en su largo abrigo. En su mano sostenía la última edición revisada de "El
Primer Antepasado del Hombre" de D. Johanson y M. Edey.
Sherlock intentó averiguar disimuladamente el título del texto que sostenía en su mano Darwin. Pero éste
se desplazaba raudo a su rincón. Es más, Sherlock le comentó luego a Watson, que Darwin transportaba el
clásico manual de Master y Johnson sobre la felicidad sexual.
Femand Braudel, que había pasado completamente inadvertido y que le correspondía hablar, opinó
después de despertar:
– Está pasando lo que me temía. Todos hablan de ciclos de corta duración, de coyuntura; cuando habría
que hacer énfasis en los de larga duración, como ya he dicho.
– Aprovechando que ya despertó, ¿por qué no nos explica de qué se trata eso? – lo increpó Husserl, que
era otro que estaba tratando de enchufarse en semejante polémica, con un dejo despectivo y de distancia.
– Verán. Al revés de ustedes, precisó Braudel, seré breve. Toda mi reflexión, elaborada sobre la base de los
trabajos de Lucien Febvre y Marc Bloch, en el contorno de la Universidad de Estrasburgo, consiste en
reactualizar y revisar lo que se ha entendido por historia, en cuestionar la historia del Gran Relato.
– ¡Desde el poder!– apuntó Durkheim.
– Veo que me ha seguido, querido amigo... Continúo. Se trata de no mutilar la vida de las sociedades entre
las diversas disciplinas, no separar al hombre social del cultural o del económico. Intentar construir una
historia global. No sólo buscar un nuevo método, sino nuevos sujetos y temáticas sociales, olvidados o
despreciados por la historia académica clásica, por la historia– acontecimiento... Si me siguen mirando con
desprecio, les diré en tres palabras lo que pienso y ya, agregó. Es necesario distinguir en el análisis
histórico, ciclos de larga duración de naturaleza geo– histórica; de duración media, remitida a las
transformaciones económico– sociales y de duración corta, vinculados a los sucesos políticos, militares y
diplomáticos...
– Y eso era todo– dijo Weber.
– No. respondió violentamente Braudel. Sobre la base de este modelo escribí mis trabajos sobre el
mediterráneo en la época de Felipe II. Cosa que para todos Uds.
Habría resultado una misión imposible, como lo llamaría cierto programa de televisión. Ya he hablado
suficiente, pero les diré una última cosa: La historia social. la nueva historia, nace desde trabajos como el
mío.
Asimov miró directamente a Husserl y sonriendo le dijo:
– Edmundo, vaya a la cosa misma, como usted mismo propugna con su habitual claridad.
– ¡Te pasaste Isaac!. Festejó Watson, acompañado de sonrisas generalizadas en la sala.
– Miren, continuó Braudel. La crisis de las ciencias en Europa, que hasta hoy no se resuelve, es una crisis del
racionalismo occidental, de la forma trunca, parcial y chata en que se concretó históricamente, que cosificó
la conciencia del hombre. Lo que intento es dejar a la experiencia desenvolverse, demostrar la cosa misma,
exhibirla y poder lograr que esa experiencia, cualquiera sea, hable con su propio lenguaje y no sea
interrogada a través de un pretendido método científico, que la ahoga y la supone, pero no la entiende.
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Comte saltó de su silla y parado sobre ella le dijo:
– Es usted un mago. Es claro que hay que reorganizar las ideas, pero para hacer eso hay que comprender y
fijar con rigor positivo, las leyes de evolución intelectual de la humanidad y no andar inventando cosas o
cositas inescrutables.

– No es exactamente racional pararse arriba de una silla– respondió Husserl, cerrando su libreta de notas
de un golpe.
Sherlock lo miró con desconfianza, pero terminó por señalar: es elemental. La cosa misma hasta pueda ser
que alguna vez me sirva.
Piaget dejó su pipa sobre el cenicero, juntó las manos, se acomodó los lentes, porque de volado creyó que
le correspondía su turno y señaló:
– Mi convicción es que no hay una frontera insalvable entre lo vital y lo mental, entre lo biológico y lo
psicológico. Cada organismo asume una experiencia anterior y se adapta a nuevas situaciones más
complejas. Lo que yo trato de demostrar es que la lógica, por ejemplo, nace de la coordinación general de
las acciones que a su vez se apoyan en las coordinaciones nerviosas y hasta en las orgánicas. Pero es una
respuesta a los desafíos del desarrollo cognoscitivo. Hay grados de conciencia en todos los niveles, pero
grados. Me intereso por los problemas del conocimiento, en tamo pueden ser abordados científicamente.
Trato de construir un puente entre la teoría del conocimiento y la biología, basándome en el estudio del
desarrollo de la inteligencia, la psicogénesis de las nociones. El niño y su desarrollo ha sido mi guía de
reflexión.
– Miren, continuó Freud. Cuando los órganos sensoriales y la motricidad ensanchan el campo de actividad
de un organismo, por ejemplo de un niño, las necesidades biológicas adoptan un aspecto de curiosidad
implícita que sigue floreciendo. Por otra parte, creo que los filósofos deben investigar, y no guitarrear
tanto, y los investigadores conocer algo más de filosofía. Quiero aprovechar la ocasión, para hacer una
confesión y de paso un reconocimiento (Freud tomó aire y continuó con la misma parsimonia). Lamento
haber comprendido larde los descubrimientos del doctor Marx y su paso de la noción trabajo a la de fuerza
de trabajo, que es justamente un problema de las condiciones de construcción del conocimiento. O sea la
noción fuerza de trabajo, sólo podía nacer a partir de la expansión industrial moderna.
Todos lo observaban como un señor venerable, que infundía respeto por la ternura, rigor y claridad de su
reflexión. Fue Durkheim el que, con absoluta tranquilidad y olvidando que el inglés era el idioma escogido,
le dijo:
– Monsieur Piaget. su teoría es interesante, pero olvida lo social.
– No, Emile, respondió Jean. Mi noción de psicogénesis supone también un ámbito sociogenético. Trato de
integrar (no de escindir) el análisis. No se puede entender al hombre si no es en sociedad.
Se respiraba paz por primera vez en la ya larga y agotadora jornada.
Comte intervino sin pedir la palabra (a esa altura, ya estaba claro que había que tomarse la palabra):
– Lo clave, y donde radica mi originalidad, es establecer la clasificación y la integración de la ciencia,
garantizando una doble exigencia fundamental de la que depende la vida y el desarrollo de la sociedad
humana, la de orden y progreso.
– ¡Como cualquier dictador latinoamericano! intervino Marx, rompiendo nuevamente la tranquilidad que
había logrado la fluida exposición de Comte. Pero August no estaba dispuesto a callar:
– La crisis política, tratada en mi teoría de la Ley de los Tres Estados, supone que esta crisis política y moral
de la sociedad deriva, en última instancia, de la anarquía intelectual, de las profundas divergencias
espirituales que nos separan, respecto a la imperiosa necesidad de estabilidad y orden social. Señores, el
desorden político nace de la anarquía intelectual y esta anarquía corresponde a la excesiva especialización
reinante en el campo científico.

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– ¡Este sujeto es insufrible!, murmuró Weber.
– El espíritu humano – continuó Comte– corre el riesgo de perderse en pequeños detalles y polémicas, por
lo que les ruego que lean con atención mi trabajo "Curso de Filosofía Positiva". Los cambios deben darse en
orden: las sociedades son organismos. Ud. bien lo sabe señor Piaget – el aludido negó con la cabeza– y
debe ser estudiada en dos dimensiones: la de la estática social o análisis de sus condiciones de existencia y
orden; y la de la dinámica social o análisis de sus movimientos y progresos. Es más. Les quiero decir que el
orden se construye sobre el consenso que asegura la solidaridad de los elementos del sistema: el progreso
debe ser organizado de manera tal que asegure la solidaridad, pues de otro modo la sociedad se
desintegraría – concluyó Comte.
– ¡Increíble! – Estalló Marx– que después de tanta tragedia humana, usted sea capaz de sostener una
teoría que olvida un par de sencillas palabras: crisis y cambio. Con ese esquema no se explica ni su propia
vida.
– Tiene razón usted en criticar así a Comte, lo apoyó Piaget, levantando la pipa con la mano derecha y
expulsando con energía el humo de su boca. Le correspondía opinar a Durkheim, quien fue sorprendido
nuevamente por Sherlock escribiendo papelitos.
– Verán, partiré del supuesto que, por lo menos ustedes, conocen mi texto sobre el suicidio y ojalá el de la
División del Trabajo Social. Mi nudo problemático es la relación entre el individuo y la sociedad. Yo
sostengo que hay una primacía de la última sobre el primero y que lo que permite comprender a los
individuos y su forma de asociación entre sí, es el análisis de los tipos de solidaridad que se dan entre ellos.
Piensen, tenemos dos tipos de solidaridad evidentes: la mecánica y la orgánica que corresponden a grupos
primarios o secundarios, respectivamente. En el primer tipo existen las formas más primitivas de conexión
entre los individuos, hay escasa diferenciación, por lo cual existen pocas probabilidades de conflicto: se
trata de sociedades simples. En el segundo tipo de sociedad...
– De formaciones sociales, interrumpió Marx.
– La solidaridad orgánica – continuó Durkheim– es compleja. Implica la diferencia entre los individuos,
diversos tipos de intereses y motivaciones y, por tanto, la tendencia al conflicto entre ellos. Para evitar esto
es necesaria alguna autoridad exterior que diseñe los límites. Se darán cuenta que estoy hablando de las
sociedades industriales. Esa autoridad exterior, que es moral, social y normativa, la denomino conciencia
colectiva: está compuesta por el todo, por algo exterior a los individuos y supone un conjunto de creencias
y sentimientos comunes. Esto evita la guerra de todos contra todos. Al desaparecer estas normas se cae en
estados anímicos.
– En momentos de crisis, interrumpió nuevamente Marx.
– De neurosis e histerias colectivas, agregó Freud.
– De aumento de la delincuencia, complementó Sherlock. Durkheim los miró y señaló:
– Les agradezco que complementen mis teorías: pero están todos equivocados.
Weber había puesto sobre la mesa una ficha de libro donde, con una pluma de tinta roja, había hecho un
pequeño esquema. Los miró a todos, uno por uno. Comte, luego lo acusó de haberle sacado la lengua o, a
lo menos, de "infringirle" una morisqueta. Empezó con estas palabras su intervención:
– Miren, al igual que uno de Uds., espero que más de algún texto mío sea conocido y, desde luego, quiero
tener la certidumbre que jamás me hayan confundido fonéticamente con mi conciudadano Carlos Marx.
Porque en esto de los Max y los Marx, se produce más de algún equívoco.
Con voz potente, de profesor alemán, continuó su reflexión, agitando los brazos como si quisiera volar.
– Durkheim – dijo Weber– advirtió en "El Suicidio", el posible error de explicar tan definitivo acto, a partir
de la voluntad de quien lo realiza. Durkheim afirma que la intencionalidad de los actores es un
inobservable: no tiene valor metodológico. Yo tengo la certidumbre de que los individuos, con sus
intenciones y justamente por ellas, son unidades de análisis, son observables teóricos. Intento combinar los
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métodos de un historiador con los de un politólogo y un sociólogo. Esto se refleja en toda mi obra. Quiero
superar de una vez. la odiosa dicotomía entre ciencias de la naturaleza y del espíritu. Es cierta la acusación
de que polemizo implícitamente con Marx, pero la verdad es que lo hago con sus vulgarizadores más que
con él mismo. Con sus epígonos, con los hijos de la socialdemocracia alemana. Intento desarrollar el
materialismo económico en el ámbito de lo militar y lo político, de las burocracias y los administradores del
poder, porque me preocupa el carácter que cada día asume más la sociedad capitalista. Si recuerdan mi
trabajo "La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo" o mejor aún, mi obra póstuma "Economía y
Sociedad", verán que en ellos señalo que el capitalismo, entendido como sistema de empresas lucrativas,
unidas por relaciones de mercado, ha existido en múltiples lugares. Empero, será sólo en la Europa de los
siglos XV al XVII donde comienza a florecer. A estas alturas Weber exponía con más calma:
– La causa de esto (y se lo digo a usted particularmente, doctor Marx) es que. además de los datos
económicos, en Europa se sumó la aparición de una ética protestante (como cualquier hijo de vecino sabe),
que favorece el nivel individual de desarrollo e impele comportamientos acordes con el espíritu de lucro y
las relaciones de mercado, esto es original de Europa y no de la China o de la India.
El Doctor Holmes, con voz fuerte interrumpió a Weber:
– Usted ya se habrá dado cuenta de que mi método consiste en aislar la causa fundamental del
capitalismo...
– Es histórico comparativo, murmuró Darwin tímidamente desde su rincón.
– ¡Bingo! – gritó Weber ya que si, comparando sociedades diversas, logramos aislar las variables en el
ámbito de lo económico, lo social, lo político, lo cultural, lo religioso y, al hacer esto, descubrimos que hay
rasgos que no son compartidos, es obvio, entonces, que esos rasgos tienen un alto valor explicativo para
describir las diferencias entre sistemas sociales. Observen. La ética protestante es un rasgo de los orígenes
del capitalismo como sistema social en Europa del Norte y. en menor grado, en el Sur. Pero no es todo.
– Me lo temía, murmuró Durkheim.
– En mi análisis histórico – continuó Weber– hay un giro sociológico cuando se construyen tipos ideales. Es
decir, se explica uno o varios puntos de vista encadenados a un conjunto de fenómenos aislados difusos y
discretos, para formar un esquema de pensamiento homogéneo. Las conductas burocráticas, por ejemplo,
o los tipos de dominación, carismática, tradicional, burocrática, monocrática o de tipo puro. Observe,
Freud, que el punto de partida de esta forma de pensar es el actor y la acción social, las relaciones sociales
y los hombres concatenados a ellas e interactuando.
– Se puso marxista, dijo irónicamente Durkheim.
– De ninguna manera. Weber definitivamente no estaba dispuesto a ceder la palabra. El doctor Marx cree
ilusamente en la posibilidad de una sociedad superior al capitalismo, que rompa la jaula de hierro, la
racionalidad burocrática.
Un "sí" relampagueante se escuchó en la sala.
– Y de gente más inteligente que usted – agregó Marx– ... por lo menos como científico social.
– Lo que quiero decir, si me dejan terminar, es que la sociología es una ciencia en pañales, que busca
entender la acción social para, a partir de ahí, explicar causalmente su desarrollo y efecto. No sean ciegos.
Miren la familia, el Estado o cualquier institución. Observen que deja de tener sentido cuando no hay
relaciones sociales que le den contenido. Más aún. a estas alturas era un Weber eufórico y desatado– lo
básico en la vida social es la acción humana que busca el logro de determinados fines, sobre la base de la
utilización racional de los medios para obtenerlo. Cualquiera de ustedes que piense, se dará cuenta de que
hay tres formas de comportamiento probable: la acción tradicional, la acción afectiva y la acción valórica–
Y es justamente la noción de tipo ideal, la que permite analizar cada uno de estos niveles. Pero señores, les
quiero decir algo: es clave, en la conducta humana, el reconocimiento de un orden legítimo, que le otorgue
validez y racionalidad a lo que se acepta. Sé que Parsons hablaba de la autoridad moral, pero él lo usaba en
un sentido mucho más funcionalista que procesal: mucho más absoluto que histórico. Para mí la
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legitimidad ha venido mutándose hasta hoy. Pero es cada día más.

John Stuart MILL (1806– 1873)


Filósofo inglés y una de las mentes relevantes del empirismo inglés. Hijo de James Mill, de quien recibió la
formación en las ideas del utilitarismo y del radicalismo filosófico. Fue su padre quien se encargó
personalmente de su educación: le enseño griego a los tres años, latín y aritmética a los ocho, lógica a los
doce y economía política a los trece. Su única entretención era una caminata diaria con su padre, que lo
examinaba oralmente. En 1820 visitó Francia y a su regreso, estudió historia y filosofía. Durante su juventud
fue un ferviente maltusiano. Su Sistema de Lógica con los cuatro cánones del método inductivo, le valieron
su paso a la fama universal.
Obras: Sistema de Lógica (1843). Principios de Economía Política (1848). Auguste Comte y el Positivismo
(1865). Tres ensayos sobre religión (1874). Sobre la Libertad (1859).
Legitimidad que racionaliza y hace soportable el poder político y empresarial; lo que de suyo es terrible.
Creo que de aquí, alguien podría inferir una teoría crítica de la razón instrumental.
– Es claro, pero imperfecto – acotó Marx.
– Observe Carlitos, racionalidad y dominación burocrática son dos temas ensamblados al capitalismo;
ambos alcanzan su máxima expresión en él. Pero le quiero decir algo más; estoy desencantado de ese
mundo. Comprendo que el desarrollo de la razón burocrática, de las relaciones impersonales, configurará
una jaula de hierro que es imposible contener. Cualquier intento por destruir esta razón terrible, nos
conducirá al desastre.
– Me irrita que sólo discutan entre ustedes – los increpó Asimov.
– ¡Elemental!, dijo Holmes.
– ¡Qué pulsión habita en esas almas', sonrió Freud. Son el uno para el otro.
– Mire Isaac, dijo Marx quitándole la palabra a Weber. Un hombre no puede volver a ser niño sin ser pueril.
– ¡Notable!, dijo Piaget emocionado. Marx continuó sin inmutarse ante las palabras de Piaget:
– Pero acaso no goza con la ingenuidad el niño y no debe el hombre, aspirar a reproducir, en un nivel más
elevado, la verdad del niño ingenuo. Acaso, en la naturaleza infantil no revive el carácter original de cada
época en su verdad natural. La infancia social de la humanidad no puede, entonces, en lo más bello de su
desarrollo, evitar ejercer el eterno atractivo de lo que ya no volverá. Miren, hay niños mal educados y niños
precoces; muchos pueblos antiguos pertenecen a alguna de estas categorías.
Piaget ensimismado, le ofreció su pipa recién armada. Marx con tono triunfal, vociferó:
– Los griegos eran niños normales.
– Dígame, qué tiene que ver esto en su debate con Weber, masticó Comte.
– Cómo se nota que usted está más enredado con la cosa que el propio Husserl. Observe, por lo demás, yo
ya lo dije en 1857 (la ironía de Marx, tenía exasperado a Comte). Carlitos siguió hablando dándole la
espalda:
– El atractivo que ejerce sobre nosotros el arte griego, no está en contradicción con el escaso desarrollo de
la sociedad en que creció. Más bien, es su resultado indisolublemente ligado al hecho de que las
condiciones sociales inmaduras en las que nació este arte, jamás se repetirán. Su ingenuidad es hermosa e
insuperable; y hoy, como antes, es arte.
– Perdón Carlitos, ¿me permite que lo llame así?
– Por supuesto, estimado Sherlock, respondió Marx, cediéndole la palabra al detective.
– Verá usted. Es notable su reflexión, pero no entiendo en qué refuta a Weber (Sherlock mostraba un
sincero interés en los planteamientos del padre del marxismo. Este retribuyéndole, parecía estar
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hablándole sólo a él).
– Comprenda mi lógica, Weber enfatiza el peso de la ética en la construcción de una formación social, que
él denomina capitalismo. Saca importantes conclusiones, pero no se da cuenta de que no explica cómo
nace la ética protestante, que según él, es el catalizador del capitalismo. Al igual que algunos seguidores
míos, que explican todo a partir de los factores económicos, pero no explican el origen de esos factores
económicos. Al incurrir en este... eh, lapsus diría nuestro amigo Freud, no perciben que una sociedad
alternativa al capitalismo nace como conciencia crítica de este sistema, como toma de conciencia, diría
usted profesor Piaget; pero no se desarrolla evolutivamente a la manera darwinista (ruido de Conchitas en
la sala) sino en conflicto, en crisis, como rechazo a lo existente, al orden de lo real. La ética weberiana fue
resultado de una aguda crítica o crítica social al orden político de la Roma papista, en los orígenes del
capitalismo. Es decir, la ética resulta de un proceso previo, no es por sí misma autora de todo.
Darwin se incorporó en su rincón con señales acústicas por el ruido de sus conchitas en el bolsillo. Dejó su
libro en el suelo, que recibió las miradas indagadoras de Sherlock, y dijo:
– Disculpen que me atreva a opinar y, a riesgo de ser ridículo, quiero decirle don Carlos, que mi teoría es
muchas veces comprendida en la lógica de mi ilustre amigo Comte. No tengo nada personal contra él y creo
que usted se dejó influir por el inminente conocimiento científico del doctor Engels. Pero si reflexiona, se
dará cuenta de que la evolución es una categoría tensa y conflictiva. Hay saltos posibles, mutaciones:
siempre estamos en evolución, aunque sea lenta e imperceptible.
Marx se estiró las mangas de su habitual saco negro, sacó el reloj de su chaleco y pensó en su mujer. Miró
con aprecio a Darwin y pensó para sus adentros, profundamente alemanes, que el conocimiento es siempre
solidario, siempre complementario.
No era usual que Marx pidiera disculpas o que se autocriticara, como en la época de los jóvenes hegelianos,
pero dio un sencillo y tan contúndeme "sí", que no se logró concatenar dos hechos, que después serían
ampliamente discutidos por Piaget y Sherlock; el apagón y el grito en su relación de causalidad y secuencia
temporal. Primero fue el apagón, luego vino el grito.

Fulminan a Freud
Freud reflexiona y teje una línea estratégica que busca confrontar a Marx con Weber, a Darwin con
Sherlock, a Comte con Asimov y a Durkheim con Watson. Braudel y Husserl no son problema. Quería
producir un estado de histeria colectiva para demostrar entre los propios participantes, que eran tanto
hombres como animales.
Tejía cual araña, este entramado, mientras todos bostezaban desde el alma pensando que el ilustre vienés,
alumno de Charcot y enemigo de Janet, diría la letanía de costumbre:
"...en la base de mi teoría está la razón conflictual entre consiente y subconsciente, entre cultura y
sociedad, frente a instinto y deseo, entre orden civilizatorio y el desborde del instinto. Uno de los ejes de mi
modelo es el Edipo porque ahí se sintetizan múltiples fragmentos de nuestro ámbito, de lo instintivo. Y por
favor, no me mencionen el hecho de que a alguno de mis ilustres colegas, se le ocurrió inventar el complejo
de Electra de puro envidioso."
Todo esto ocurría cuando se oscureció todo.
Se abrió, bajo los pies de Freud, un pozo tiempo– espacio. El amargo en su boca produjo un escurrimiento
de saliva. Algunas pequeñas moléculas cayeron sobre la mesa.
El grito era diferente a los acumulados en el sistema de memoria de todos los presentes.
Watson diría luego "que no era humano", con lo que quería decir que jamás se había escuchado grito
similar. Braudel despertó nuevamente de un salto, pero no entendió la oscuridad. Asimov se paró en busca
de Sherlock.
En ese mismo momento, éste recibía, de manos de Watson, un revólver reglamentario calibre 38 de cañón
corto.

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Marx pensó que eran Bakunin o Proudhon los que realizaban, juntos o por separado (no importaba), una
acción directa contra el encuentro. Recordó los consejos de Engels, aprendidos en la Comuna de París y se
lanzó rodando al suelo.
Piaget alcanzó a creer que la madre de algún niño, indignada por las investigaciones, aportillaba su
participación. O tal vez, algún niño en persona se sentía humillado y quería asustarlos con un apagón;
también podían ser Chomsky o Monod los que, por algún motivo curioso, decidían impedirle volver a
exponer. El instante de no– luz me fugaz, efímero, pero suficiente para que alguno de los presentes tuviere
tiempo de asesinar a Freud.

Al volver la onda corpúsculo– luz, su cuerpo se desintegraba en millones de moléculas. En el tugar donde
había estado sentado, había estampada una mancha calórica: sobre la mesa su habano y un cuaderno de
notas era todo lo que quedaba.
La perplejidad fue colectiva. En ninguno de sus cuentos, Asimov logró concebir semejante espectáculo. Su
magnífica reunión de cabezas notables terminaba en un notable asesinato.
Sherlock encendió su pipa y le pidió a Watson su violín: éste, enfadado, le dijo que no lo llevaba consigo.
Marx le preguntó directamente a Piaget:
– ¿Ud. qué cree?, ¿cuáles son los motivos político– sociales de tan brutal coyuntura?
– A su lado, un Piaget envejecido, se encogió de hombros y se sentó deprimido en su silla.
Weber pidió café para él y Marx: dos tazas de té, una para Sherlock y otra para Piaget y una suficiente dosis
de azúcar y sacarina para todos. Asimov sentenció:
– Es claro que alguno de nosotros precipitó la muerte cósmica de Freud. Si bien no existe un sistema de
justicia, en esta escala de tiempo espacio y no deseo llamar a Kelsen o Montesquieu, sí creo que
compartiremos, casi todos, cierta noción de ética. No hablo de un castigo punitivo o algo de estilo jacobino
y más alejado aún de mí un lunático como Torquemada. Pero... quiero saber el porqué de este acto.
Tenemos en esta mesa a algunas de las mejores cabezas de la humanidad. Llegó la hora doctores, señores o
como quieran que les diga y, disculpen el estilo, pero ahora deben demostrar cuánto saben. ¿Quién o
quiénes pueden dilucidar este terrible embrollo? Se dan cuenta todos, supongo, que si no se aclara este
crimen, no hay más debates. ¡Quién querría venir a un lugar donde puede ser asesinado, donde puede
volver a morir!.
Asimov estaba desecho por el acontecimiento:
Realmente no podía concebir un crimen de esta calaña. Apenado continuó hablando:
– Perdón, decía: quién puede, quién sabe qué pasó. Qué método permite, más que otro llegar a la verdad.
Se pararon todos, pero sólo algunos tenían la respuesta posible. Sin embargo, más de uno creía tenerla. La
noticia se extendió rápidamente.
Byron se dio vuelta en la arena embetunado en bronceador mientras tomaba el sol en el mediterráneo de
Braudel e indicó lapidariamente: "construyeron un Frankenstein colectivo".
Agatha Christie pensó, conductistamente: "alguien tiene un motivo: ese es el punto".
Thomas Jun, para sus adentros, reflexionó sobre que cada vez que hay una crisis de paradigmas, se
construye un nuevo evento que altera el orden de lo preexistente.
John Le Carré, que casualmente se encontraba en la ex– Leningrado, fue informado por el módem no–
tiempo de su buró y despejó a Karla su archienemigo soviético, como eventual asesino. Lo hizo por el
simple hecho de que la URSS no tenía condiciones de existencia real ni formal. Pero pensó, íntimamente,
que era un caso típico del viejo Circus y más aún del rechoncho Smiley.
Mario Bunge estaba en Suiza. Se enteró por Le Carré y pensó en su viejo trabajo sobre las normas de la
investigación: esperaba que alguno de los benditos concurrentes a ese foro lo hubiera leído.

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El general Toro, ex– jefe de una de las policías latinoamericanas, que en ese momento se encontraba
cesante, consultó alguno de los clásicos trabajos sobre inteligencia política. Pero concluyó que el motivo
ero científico y sugirió el nombramiento de un ministro en visita.
Un afamado escritor colombiano de nombre Gabriel, que pasaba su año sabático en Cuernavaca (Estado
Morelos, México) llamó por teléfono a un destacado neurólogo para consultar sobre "si podía afectar el
stress galáctico la cordura de un científico", pero no llegó a conclusión y decidió seguir tomando piña
colada y bailando vallenato.
Se consultó a George Lucas, que se encontraba en Hollywood, editando un nuevo capítulo de la "Guerra de
las Galaxias". Respondió lacónicamente, que su tema era el cine y que ya tenía suficientes problemas con
los impuestos de la administración Bush como para buscar otros.
Se llamó a la CÍA y su director de relaciones públicas señaló que su preocupación en ese momento era
saber qué pasaba en Alemania, en el Este de Europa e incluso en Los Ángeles.
De cualquier forma, respecto a un debate donde había tanto teórico alemán junto, ellos no tenían interés
de opinar. Que llamaran al FBI o, en última instancia, le preguntaran a Kohl.
El teléfono de la KGB demoró en responder. El mecánico ruido del teléfono de Moscú, tenía la monotonía
de un Lada mal afinado. Por fin una voz de grabadora, respondió en varios idiomas con pésima
pronunciación. Este teléfono se encuentra fuera de servicio por no pago, intente nuevamente en un tiempo
prudencial. Asimov comprendió, después de esta ronda de consultas a no– vivos, a vivos– vivos y a vivos–
lentos, que la respuesta no estaba en otro lugar. Se encontraba en esa sala y, lamentablemente o no, en
esos personajes.
Asimov, apoyando una rodilla sobre el perfil de la mesa, limpió los lentes con su corbata. Miró
escrutadoramente, a los presentes y sentenció:
– El ser humano no tiene nada de espectacular. Su fuerza, velocidad, olfato, vista, oído, diseño esquelético,
está muy por debajo de otros mamíferos. Pero ha logrado dominar el planeta y construir una forma de
organización social denominada civilización. Gracias a las cualidades de su cerebro, cambió todo en menos
de ocho mil años. Pero observo con tristeza que sigue actuando, en el fondo de nuestras almas, un lobo
que devora a sus semejantes.
Se paró. Giró casi grotescamente sobre uno de sus tobillos y se mantuvo de espaldas al grupo de "cabezas
ordenadas". Ahí había ocurrido un crimen perfecto... o casi perfecto.
Asimov levantó desproporcionadamente la voz pestañeó rápido y sentenció en una mezcla de ruso e inglés
californiano:
– ¡Por Dostoievski un crimen más contra la razón!.
Sin darse cuenta, toma la pipa de Piaget al pasar por el respaldo de su asiento. Este último no quiso pedirle
que se la regresara en virtud del estado de conciencia difusa que se vivía. Piaget decidió chuparse el dedo y
reflexionó para sus adentros que el único que podía criticarle con rigor científico ese acto era Freud, pero
estaba muerto.
Sherlock miró de soslayo la actitud infantil de Piaget: la pipa de éste en la boca de Asimov y decidió
registrar estos hechos para la búsqueda de algún significado. Intentó recordar la secuencia de los sucesos,
el apagón, el grito, el desconcierto generalizado, el doctor Marx agazapado bajo una silla. En fin todos los
personajes de la trama reunidos en un acto único, su reacción frente al pánico.
Se preguntó por qué el asesino tuvo que apagar la luz: acaso no implicaba eso que el victimario tuvo que
moverse hasta el lugar donde se encontraba Freud sin ser visto. Desechó en principio esta hipótesis
deductiva, ya que el asesino del venerable doctor, tendría que haberse desplazado hasta donde Freud y
regresar, a su lugar, en 20 segundos.
Pero era claro que el maldito apagón jugaba un papel, un rol y que fue producido con intencionalidad como
diría Weber.
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Recordó que Watson le había entregado un revólver, lo sacó sin darse cuenta de su bolsillo, mientras todos
lo miraban impresionados. Habló con el acento moderado de un sabueso:
– Esto es un arma caballeros, una síntesis mercantil de relaciones sociales, de violencia y dominio.
– ¡Usted me plagia!, dijo Marx sonriendo.
El detective le respondió:
– No, herr Marx, sólo lo leo.
Sherlock, se paró y examinó el lugar que poco antes ocupaba apoltronadamente el polémico Freud.
Observó pelotitas burbujas de saliva sobre la mesa. Sacó un pequeño cristal lo comprimió contra la saliva,
procurando que esta última se adhiriera al vidrio. Sherlock le pidió a Watson: "Preocúpese de esto":
entregándole el cristal.
Recordó que en "Crimen y castigo" de Dostoievski, se produce una relación entre una ramera y un criminal.
Por motivos que no comprendería hasta más tarde, imaginó al pobre Dostoievski sufrir, enfermo
desterrado, pobre y atormentado. Este jugador desterrado, que ni siquiera tenía tiempo para corregir sus
escritos, había imaginado mejor que él la trama de un crimen y mejor que Comte, la de un castigo.
Recordó de paso a Flaubert el que afirmaba que existía una palabra exacta para cada cosa de este mundo.
Holmes pensó que nadie de los que estaban allí tenía ninguna palabra exacta para describir lo que había
pasado.
No era el Sherlock inductivo– deductivo, era un poco otro buscando en la literatura alguna palabra que le
permitiera imaginar nuevas hipótesis. Pensó que era tan importante descubrir al asesino como entender al
asesinado: en el alma de éste último estaban los motivos que guiaron al primero.
Meditó: Hay asesino. Hay asesinado. Hay motivos, pero no sólo motivos. No sé quién fue el asesino y. como
si esto mera poco no hay cuerpo. Hay unas gotas de saliva, algunos cabellos, un grito y una desaparición.
Decidió esperar los resultados del laboratorio y escuchar la opinión de los sospechosos, es decir, de todos.
– Trágico, patético y grotesco, escupió Durkheim, entre murmullos. Las normas, las conducías no sólo se
rompen en el mundo de los vivos– vivos, también entre nosotros, sentenció este francés de nombre
extraño.
– Anomia, pérdida de valores, pérdida de ética – continuó Durkheim– a eso nos conduce el crecimiento
desenfrenado de lo social. Me temo que esta lógica comprimirá al individuo con el correr del tiempo y
quisiera que existiera una autoridad respetable y respetada, fuera de toda la contingencia diaria. Una
suerte de árbitro a lo Hobbes o a lo Montesquieu. Es decir, gente fuera de toda sospecha.
– A veces pienso que Freud tendría que ser analizado como mister Jekyll y Hyde en la famosa fábula
dualista de Stevenson. Recuerden que no sabemos, hasta el capítulo IX de la obra, la identidad de estos dos
que eran uno, señaló Watson con cierta pérfida ironía.
– Se me ocurre – continuó Watson– que los sentimientos íntimos del doctor Freud, lo llevaron a un auto–
aniquilamiento, a un suicidio premeditado con el rigor de un médico y la obsesión de un psicoanalista.
Opino que quiere inducimos a un estado neurótico colectivo. ¿No se les ha ocurrido que puede estar vivo y
oculto en algún lugar? Aunque no descarto del todo que se haya suicidado. En el primer caso– le señalaré
en su cara que es un viejo ruin y macabro: en el segundo, una pobre víctima de sus teorías.
Marx formuló con cierta tensión en la voz:
– Lo que importa no es tanto el crimen mismo, como hecho singular– tampoco la ruptura de la norma; sino
la comprobación, una vez más, de que las relaciones de dominio basadas en la explotación del trabajo, sea
este manual o intelectual, son las que producen estados de explosión psicológica. Si nos engañó o
efectivamente fue asesinado, poco importa. La violencia se produce y reproduce porque el hombre es lobo
del hombre, enemigo de sus iguales. Y este estado de agresividad, históricamente determinado, puede y
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debe ser superado.
No tengo idea de quién asesinó a Freud (Marx exponía sus reflexiones con su clásica tranquilidad), o si él
nos juega una broma, pero sí sé qué conduce social e históricamente a un hombre repleto de frustración, a
aniquilar a un igual. Sé que el delito nace como noción en una sociedad que tiene que vigilar, castigar,
ejemplificar y corregir, como lo ha investigado Michel Foucault, en las últimas décadas de este siglo.
El desconcierto casi general era profundo y tenía un sabor patético, los rostros repletos de rictus y algunos
tics, las miradas aprensivas y las voces entrecortadas bloqueaban la capacidad analítica de los participantes.
Se vivía una atmósfera densa, casi pegajosa.
En algún lugar próximo al evento, el doctor Freud reflexionaba sobre los efectos de su experimento.
Intentaba calcular el tiempo que le llevaría explicar su propósito e impedir que todos los participantes en el
debate se sintieran manipulados como vulgares pacientes. Escribía una larga carta desde su buhardilla
sobrecargada de muebles vieneses y repleta de notas críticas a los trabajos de Lacan. Tenía claro que
muchos pensarían que se había excedido, otros le pagarían con la misma medida.
Su carta comenzaba así:

"Estimados panelistas y colegas del mundo científico:


Braudel y yo decidimos hace algunas semanas, poner en práctica un ejercicio de campo que permitiera
examinar y medir las reacciones grupales e individuales frente a un asesinato inopinado y misterioso. Al
principio, sería Braudel la aparente víctima, yo me encargaría de observar en la sala misma las reacciones,
luego persuadido de que por encima de su voluntad. Braudel es un dormilón, lo que ponía en riesgo el
experimento, decidimos que yo fuese.
Mi convicción es que no hay método científico que pueda explicar la lógica de un crimen. Éstos no están
dotados de una lógica distinta que se apoye en criterios de normalidad. Un crimen es justamente lo
contrario, una fractura, una ruptura de lo normal y un despeñarse en lo patológico, en el reino de lo
irracional."
La carta continuaba con comentarios sobre un texto llamado "Sicoanálisis: Escuela Freudiana", de 1926. y
"Moisés y la Religión Monoteísta", de 1939.
Era una carta extensa e inconclusa. Freud estaba por llenar una nueva cuartilla, cuando recibió una llamada
de Asimov invitándolo a debatir sus propósitos directamente con los participantes del evento.
Piaget se revisó los bolsillos de su raído gabán en busca de cierta pipa que le permitía relajarse por el
impregnado olor a madera noble que conservaba; al buscar en su bolsillo encontró un pequeño papel roído
con la letra de Marx y un mensaje de éste a Asimov, escrito con aparente tensión y con una configuración
caligráfica como la que se produce al utilizar las rodillas como escritorio.
La frase, en alemán, decía: Cuidado con Braudel, que se hace el dormido. El pulso de Piaget se aceleró y
buscó con la mirada a Asimov, al tiempo que se preguntaba cómo había llegado el papel a su bolsillo.
Caminó hacia Asimov, pero se encontró frente a frente con Marx, y sin mediar palabra le entregó la raída
cuartilla: éste la ley y sin mirarlo le dijo: Nos encontraremos en la pequeña biblioteca en una hora más;
mientras tanto cuídese porque corre un peligro dramático.

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Patricio Rivas Herrera

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