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Gabriel Cebrián

© STALKER, 2003
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Ilustración de tapa: “Fuegos de San


Juan”, por el autor.

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Los fuegos de San Juan

Gabriel Cebrián

Los fuegos de
San Juan

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Gabriel Cebrián

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Los fuegos de San Juan

“En aquellos días los hom-


bres buscarán la muerte, y no la
encontrarán; querrán morir, pe-
ro la muerte huirá de ellos.

Apocalipsis, 9.6

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Gabriel Cebrián

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Los fuegos de San Juan

PRIMERA PARTE
I

Unos movimientos bruscos, y luego el ruido siseante


de los frenos de aire del ómnibus despertaron a Gas-
par. El vehículo estaba ingresando en la terminal de
autobuses de un pequeño pueblo en la costa maríti-
ma de la Provincia de Buenos Aires. Sintió que le
dolía un poco el cuello, debido a la posición en que
se había quedado dormido sin darse cuenta. Lo esti-
ró, cabeceando en ambas direcciones. Sobre su plexo
descansaba, abierto en la página en la que el sueño
lo había sorprendido gradual pero inexorablemente,
Autres écrits, de Jacques Lacan. Lo tomó, dobló el
ángulo superior de la hoja y lo cerró. A continuación
pasó su mano por la comisura de la boca del lado de-
recho, para quitarse los restos de saliva viscosa que
habían drenado mientras dormía. Miró por la venta-
nilla. La tarde gris amenazaba lluvia. El pueblo lucía
entonces más sombrío y pequeño que cuando había
pasado por allí, el verano anterior. No sabía si iba a
acostumbrarse a la vida pueblerina, ahora que la
suerte parecía estar echada.
Luego de un par de frenadas quizá más bruscas de lo
razonable, el ómnibus se detuvo en la plataforma.
Solamente cuatro o cinco pasajeros habían llegado
hasta aquel pueblo. Se incorporó, con el libro en una
mano y un pequeño bolso en la otra, caminó hasta la
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Gabriel Cebrián

puerta que se abría ante él mediante el mismo siste-


ma neumático que los frenos, descendió los escalo-
nes y puso pie, finalmente, en Cañada del Silencio.
Vaya un nombre. Parecía concordar plenamente con
la característica de parsimonia atemporal que se po-
nía de manifiesto nomás era vista la aldea de casas
bajas desde la loma en la que estaba emplazada la
terminal. Ninguna persona a la vista, salvo las que
descendían el ómnibus detrás de él; solo tres perros
corriéndose entre sí y ladrando en la plaza de estilo
antiguo, ubicada frente al escueto edificio de la dele-
gación municipal, a su derecha.
Esperó que le dieran su equipaje, cargó con sus dos
grandes valijas y preguntó al muchacho que recibía
los ticket y las propinas, por la inmobiliaria en don-
de debían entregarle las llaves de la casa de la calle
Belgrano, que había rentado unos días antes, a ins-
tancias del médico del pueblo. El joven le indicó dos
cuadras a la derecha, pasando la Delegación, de la
mano de enfrente. Todo quedaba muy cerca, allí; eso
era, al menos, una ventaja.
Luego de dos cuadras fatigosas, debido al pesado e-
quipaje, encontró la oficina inmobiliaria. Dejó una
maleta en el suelo y accionó el picaporte, mas la
puerta estaba cerrada. A continuación se produjo un
zumbido eléctrico potente, que en el silencio reinan-
te lo sobresaltó, y la puerta se destrabó sin interven-
ción alguna de su parte. La empujó para dar paso a
su humanidad y los avíos, tomó la valija del piso e
ingresó en una oscura oficina. Un igualmente oscuro
individuo, detrás de un escritorio amplio que ocupa-
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Los fuegos de San Juan

ba casi la totalidad de la estancia, ni siquiera se in-


corporó para recibirlo. Gaspar amontonó sus valijas
y bolso sobre el piso y saludó:
-Buenas tardes.
-Buenas tardes –le respondió el hombre; serio, enju-
to, algo calvo, con ojos sin brillo y profundas ojeras
violáceas y arrugadas. Entre ellas sobresalía una na-
riz angosta pero alargada y en forma de pico que le
daba cierto aire de pajarraco. Una verruga rojiza so-
bre el pómulo derecho completaba la tan poco agra-
ciada fisonomía. Lucía un traje gris ceniciento, una
camisa blanca con cuellos puntiagudos, como se u-
saban hace muchos años, y una corbata negra. Sos-
tenía un cigarro de hoja de gran tamaño, a medio fu-
mar y sin brasa, con la ceniza ingresando en el inte-
rior del cilindro ya, entre el índice y el medio de la
mano izquierda, la que apoyaba sobre el vidrio del
escritorio y debajo del cual se podían ver vagamente
en la semipenumbra unas fotos familiares igualmen-
te vetustas, al parecer.
-Soy Gaspar Rincón –se presentó, mientras tomaba
asiento aún sin ser invitado. La cortesía no parecía
ser atributo de las gentes de por allí, si iba a tomar
como parámetro a ese sujeto tan desagradable.
-Ah, sí, encantado –Le respondió, sin tender siquiera
la desocupada mano derecha. –El Doctor Sanjuán
me avisó que llegaba hoy. ¿Conoce la propiedad?
-No.
-Bueno, ya ha sido locada para usted –dijo, con un
dejo de impaciencia, cosa que Gaspar encontró im-
procedente y afrentosa. Mas no dijo sino:
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Gabriel Cebrián

-Ya lo sé.
-Está en la Avenida Belgrano al 200.
-Eso también lo sabía –aclaró secamente. –Solamen-
te he venido a buscar las llaves.
El hombre desagradable advirtió la animosidad que
se había generado en Gaspar, y preguntó, con tono
lejanamente contemporizador, si sabía adónde
quedaba dicho domicilio. Gaspar asintió, aunque no
era cierto. Solo quería munirse de las llaves y mar-
charse de esa oficina tan pequeña y oscura, habitada
por esa especie de subhumano arrogante. Éste se le-
vantó con cierta dificultad (circunstancia que bien
podría explicar, en todo caso, por qué no se había in-
corporado para saludarlo), fue hasta un pequeño ar-
mario ubicado detrás de su sillón; extrajo del bolsillo
superior de su pantalón las llaves que pendían de un
llavero de cadena, escogió una y abrió la portezuela.
Del lado interior de ésta pendían otros varios juegos,
colgando de diversos clavitos rotulados cada uno por
una etiqueta pegada sobre ellos. Dijo, como para sí:
“a ver... acá está”; tomó uno, cerró y trabó nueva-
mente el mueble, en forma meticulosa. Gaspar estu-
vo tentado de preguntarle si ocurrían muchos robos
en ese pueblo, dada la seguridad que observara eran
aplicadas al ingreso a la oficina y luego, también, al
armario. Pero no tuvo ganas de seguir intercambian-
do palabras con el ceniciento sujeto. Los pueblos son
más tranquilos en este sentido, según dicen. Así que
tal vez fuera simplemente la paranoia del vejete. To-
mó las llaves con cuidado de no hacer contacto con
la piel apergaminada de la mano que se las tendía,
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Los fuegos de San Juan

recogió su equipaje, y cuando iba a abandonar la


oficina, oyó que el viejo le decía:
-Cualquier cosa que vea que no esté en orden, nos
avisa.
-Claro –respondió, y se marchó pensando que el
contrato y todas las demás formalidades, ya habrían
sido cumplimentadas por el Doctor Sanjuán. Mejor.

Nuevamente en la calle advirtió que en la esquina,


siguiendo la direción en la que había arribado a la
inmobiliaria, parecía cortar una avenida. Se encami-
nó hacia allí, y al llegar notó que era una calle de u-
na sola mano, solo que un poco más ancha que las
demás. Unas banderillas colgando de piolines que
cruzaban la calzada y un cierto aire en la arquitec-
tura, además de algunos comercios, sugerían que se
trataba de una de las arterias principales de aquel
pueblo. Sintió que si así era, pues bien, sin duda le
iba a costar bastante acostumbrarse a tanta medianía
pueblerina. En un principio, cuando recibió la oferta
del Doctor Sanjuán, hasta había elaborado fantasías
románticas respecto de una existencia más natural,
sana, simple y sencilla que la que había experimen-
tado, ya que había nacido y crecido en la urbe capi-
talina. Pero una cosa eran las proyecciones mentales
y otra la realidad, sí. Eso lo sabía muy bien, así que
no era momento de mostrarse sorprendido. Había a-
ceptado el trabajo, y debía acomodar su sistema a la
nueva modalidad ambiental; debía, mínimamente,

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Gabriel Cebrián

tomar responsabilidad respecto de sus propias deci-


siones.
Llamó su atención el hecho de que nadie circulaba
por allí, tampoco. Por un momento recordó los pue-
blos fantasmas que había visto en los westerns cuan-
do niño. Solo faltaba una bola de espinos rodando en
el viento. Consideró entonces un error no haber pre-
guntado al viejo de la inmobiliaria adónde quedaba
la casa. Pero ya era tarde para ello. Luego de per-
manecer allí parado unos momentos, descansando
los brazos y la espalda, decidió tomar a la derecha.
En esa dirección parecía haber más movimiento
(bueno, era un decir; por un lado, la topografía ur-
bana así lo sugería, y por otro, en dirección contraria
la calle se terminaba apenas un par de cuadras más
allá). En la esquina siguiente encontró una especie
de garita de madera, casi sobre el cordón de la ve-
reda. Había sido pintada quién sabe cuándo, dado
que la pintura celeste se había ajado y caído en va-
rias partes de su superficie. Una especie de ventana,
que se abría hacia fuera y quedaba colgando a modo
de puente levadizo, parecía cumplir una función de
mostrador. Ya a unos metros, se percató que se tra-
taba de un kiosco. Se dirigió a la ventanilla. Desde la
oscuridad interior, un par de ojos lo miraron sin pro-
nunciar palabra. Era muy poco lo que podía verse
desde fuera, y de algún atávico modo tuvo reminis-
cencias de confesionario. Pidió una tira de aspirinas.
Una mano morena se las tendió.
-Un peso cincuenta –dijo escuetamente una voz gra-
ve y aguardentosa.
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Los fuegos de San Juan

Gaspar rebuscó en sus bolsillos y dio con el cambio


justo. Se lo alcanzó hasta el mero borde del rec-
tángulo abierto, con la sensación que, de meter la
mano allí, sería casi lo mismo que hacerlo en la jaula
de un animal peligroso. La gente de esos andurriales
no parecía muy amigable que digamos, al menos con
los forasteros. Sí, la previsión acerca de las circuns-
tancias existenciales en provincia habían sido quizá
demasiado románticas. Aunque también quizá se es-
tuviera apresurando y prejuzgaba. Ojalá así fuera.
-¿Si es tan amable –preguntó finalmente, por necesi-
dad y además para testear las últimas presunciones
sociológicas que se había formulado,- podría decir-
me cómo ir a la calle Belgrano al 200?

Esta vez la respuesta no fue tan telegráfica, y tampo-


co fue respuesta, sino repregunta:
-¿Va a ocupar la casa de Belgrano 217?
-Sí, pues. ¿Cómo lo sabe?
-Hay muy pocas casa desocupadas en el pueblo.
-Claro, debí suponerlo.
-Una cuadra en el sentido en el que llegó aquí, y
cuatro a la izquierda.
-Muchas gracias.
Se quedó esperando lo que para él parecía ser parte
de una liturgia inconciente, el consabido “de nada”.
Luego de una pausa en la que su trivial y tácita de-
manda interior se hizo evidente, y no hallando no
obstante ello respuesta alguna, alzó las valijas, dio
media vuelta e inició el camino en la dirección indi-
cada.
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Gabriel Cebrián

Ya sentía que la base de su espina dorsal finalmente


cedería y se quebraría por el sobrepeso, cuando fue
llegando al 217 de la calle Belgrano. Un par de cua-
dras más abajo, siguiendo la pendiente, podía verse
el verdor del campo. La casa era tradicional, no muy
antigua. Un pequeño paredoncito, con dos pilares
entre los que se ubicaba una verja de alambre color
verde que alcanzaba los dos metros, quizá. Por
detrás de ellos, un espacio verde a modo de jardín,
pero en el que solo había, en su centro, una palmera
enana. Y más allá, la casa amarilla, cuyo frente
consistía en una ventana cuya persiana pintada de
verde, como la verja, y una puerta de madera oscura.
Volviendo a la línea de edificación, más allá del pa-
redoncito con verja, una puerta de caño y alambres
en igual estilo permitía acceder a una veredita de
baldosas que llegaba hasta la puerta de madera; y
después de otro pilar, un portón doble igualmente
conformado que verja y puerta exterior, permitía el
acceso de vehículos a un pasaje que comunicaba con
los fondos, todo de tierra y pasto medio seco. En el
fondo se distinguía un árbol de grandes dimensiones
que después descubrió, era un nogal.

Quitó el cerrojo mecánico de la portezuela, que ser-


vía solamente para mantenerla en su sitio. Caminó
con las manos libres hasta la puerta de madera oscu-
ra, introdujo la llave y abrió. Un intenso olor a hu-
medad salió a darle la bienvenida. Oteó una especie
de sala, bastante pequeña, y volvió por las maletas.
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Los fuegos de San Juan

Las ingresó, las depositó en el piso, y antes de echar


un vistazo al resto de la casa, se arrojó en un sofá
verde a respirar el aire rancio, que de todos modos,
sus agitados pulmones necesitaban.
Girando la cabeza, hacia su derecha, pudo entrever
gracias a la luz que entraba por la puerta abierta, una
cama de metal. Eso era todo cuanto podía ver desde
allí. A su frente, una pequeña mesa ratona y un par
de sillones individuales iguales en estilo al sofá do-
ble en el que se había arrojado. A su izquierda, una
ventana con postigos de metal, que de acuerdo a lo
previsto desde afuera, daba al corredor donde po-
drían aparcarse hasta un par de vehículos no muy
grandes. Igual, él no tenía. Aún, ya que si la paga
que le había prometido el Doctor Sanjuán se hacía
efectiva, pronto lo tendría.
Inspiró profundamente y se levantó mientras exha-
laba. Tal vez fuera cierto eso que primero hacían los
karatecas, y luego los tenistas, boxeadores, etcétera,
al proferir ruidosas exhalaciones para acompañar los
movimientos rápidos y esforzados. Fue hasta la ha-
bitación que había entrevisto, y levantó la persiana.
Al entrar la luz pudo ver la cama armada, con un a-
colchado bordó bastante arratonado y tan desgastado
que en algunas partes se alcanzaba a ver la trama de
la tela de base, amarillenta. Del otro lado, un ropero
voluminoso y al parecer antiguo que hacía juego con
la mesa de noche. La cama rompía el estilo, pero
bueno... al menos, hacía juego con un crucifijo de
bronce que presidía la cabecera, en cuyo pie alguien
había puesto, quién sabe cuándo, una rama de olivo.
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Gabriel Cebrián

El Cristo propiamente dicho, absolutamente conven-


cional y de una aleación distinta a la de la cruz que
lo sostenía, no parecía ser un trabajo de fundición
muy prolijo que digamos. Gaspar, pese a la vincu-
lación de su nombre con la tradición Cristiana, no e-
ra un hombre creyente. Pero igual, el Cristo quedaría
allí. Estaba dispuesto a dejar las cosas como estaban,
a no ser que por alguna razón lo entorpecieran o
molestaran particularmente.
Una puerta en la pared opuesta a la ventana daba a
otro cuarto, acondicionado como escritorio, y de di-
mensiones similares al anterior. No entraba allí luz
natural. Probó el interruptor, y se percató que la e-
lectricidad estaba activada. Una lámpara de varias
bombillas, de las cuales solo dos funcionaban, se en-
cendió. Era del tipo de las que tienen colgando figu-
ras abstractas de vidrio, a modo de ornamento. No
estaba mal. Pudo ver entonces un escritorio de ma-
dera oscura, con un sillón de base en cruz y sostén
de resorte, tapizado de verde y cuyos brazos eran ta-
blas curvadas que iban desde los costados del respal-
do a los ángulos externos del asiento. Dos sillas y u-
na biblioteca completaban el mobiliario. La bibliote-
ca tenía un sector clausurado por una portezuela con
cerradura, en un todo análoga a la que había visto en
la oficina inmobiliaria. Inmediatamente eso llamó su
atención. Verificó que estaba cerrada, y comprobó a
simple vista que las llaves que poseía no se corres-
pondían con tal cerrojo. Tenía dos llaves, segura-
mente la otra serviría para la puerta que daba a los
fondos. Bueno, por ahora, el contenido de esa cajue-
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Los fuegos de San Juan

la en la biblioteca sería un misterio. Aunque el resto


del mueble se encontraba vacío, y todo daba a pen-
sar que allí dentro tampoco habría nada.
Prosiguió con el reconocimiento de su nueva mora-
da. Una pequeña galería, al frente de esa segunda ha-
bitación, un baño antiguo pero confortable, la coci-
na-comedor de la cual podría decirse exactamente lo
mismo, y un pequeño cuarto en el cual solamente
podía permanecerse de pie, rodeado de estanterías a-
dosadas a las paredes, que a todas luces únicamente
podía servir de alacena. Finalmente, la puerta de
hierro y vidrio que daba al fondo. Comprobó la lla-
ve, que anduvo perfectamente. Aunque la fragilidad
de la puerta hacía relativa toda la seguridad que pu-
diera aportar la a su vez rudimentaria y endeble ce-
rradura. Bueno, en líneas generales, su vivienda no
estaba mal, si uno podía habituarse a una casa de
construcción antigua, en las afueras de una pequeña
aldea rural no muy lejana del mar, rodeado de gente
que parecía permanecer encerrada y cuyo potencial
de relacionarse socialmente resultaba casi nulo... to-
do ello sin considerar, en otro orden, las vivencias
que podrían haber quedado encerradas allí, entre e-
sas viejas paredes; experiencias de las personas –se-
guramente numerosas- que habían vivido ahí. Si
bien no era dado a consideraciones de tipo teosófico-
espiritista, tendía a creer que las vibraciones emocio-
nales, especialmente las intensas, podían generar at-
mósferas que permanecían a través del tiempo, en
los lugares adonde se desarrollaron, impregnándolos
de su característica. Sentía esa casa algo deprimente;
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Gabriel Cebrián

pero pensándolo bien, con toda seguridad tal sensa-


ción se debía al cúmulo de circunstancias que estaba
atravesando, y no a una energía residual hipotética
concentrada en la vieja vivienda con el paso de los
años. Sí, lo razonable era pensar eso.

II

Luego de tomar un baño, desempacar, ordenar un


poco las cosas, comprobar que había vajilla sufi-
ciente y cambiar la ropa de cama, advirtió que el
único libro con el que podía ocupar la biblioteca del
escritorio era el que había traído para leer en el viaje,
detalle que podría considerarse menor tratándose de
otra persona que no fuera Gaspar. Y ello sin contar
que necesitaría sus libros para consulta ni bien co-
menzara a desarrollar su actividad profesional. Aun-
que, según parecía, la parquedad e incluso animosi-
dad que había notado en el mínimo trato con la gente
de allí, conspiraba contra las más elementales reglas
que correspondían al debido intercambio comunica-
cional en el que se basaba la psicoterapia, tal como
él la interpretaba. De todos modos, estaba volviendo
a apresurarse y seguramente estaba prejuzgando otra
vez, a caballo de su estado anímico y de un par de
experiencias fallidas.

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Los fuegos de San Juan

Decidió ir a dar una vuelta por el pueblo, lo que re-


sultaría en un todo de acuerdo con lo que suele ca-
racterizarse como “la vuelta del perro”. De paso po-
dría sondear y convencerse de que la gente de pro-
vincia era jovial, espontánea y comunicativa, de a-
cuerdo a lo que es usual oír, y lo que había tenido o-
portunidad de comprobar en la Facultad, en el trato
con sus camaradas del interior.
Mientras salía, ya de noche cerrada, recordó que el
Doctor Sanjuán –a quien conocía únicamente por
correspondencia electrónica- le había hecho saber
que en Cañada del Silencio resultaba imprescindible
la concurrencia profesional de un psicólogo, dada la
característica peculiar de parte de sus habitantes, que
había desarrollado una extraña fobia a partir de cier-
tas fantasías y algunos hechos fortuitos, sin mayores
precisiones acerca de una y de otros. Sonaba raro,
mas la promesa de una paga importante, facilitada
por un subsidio estatal destinado para tal fin, y la e-
ventualidad de hallar una rareza clínica que proba-
blemente le permitiría desarrollar algún estudio o te-
sis original, lo decidieron finalmente a abandonar la
vida de ciudad para aventurarse en la empresa que
comenzaba. Eso, sin contar que estaba desocupado a
una edad en la cual le resultaba ya muy molesto vi-
vir a costas de su padre.
Salió a la calle. Una niebla incipiente difuminaba la
tenue luz que proyectaban los pequeños faroles en
cada esquina. Tomó hacia su derecha, única direc-
cion posible a no ser que su intención hubiera sido la
de pasear por el campo. En la esquina vio los talleres
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Gabriel Cebrián

y oficinas del diario local, llamado “La Voz de Ca-


ñada”, según la pintura adherida a los vidrios del la-
do interior. Bueno, Cañada del Silencio al menos te-
nía una voz. Enfrente se levantaba un formidable
chalet de piedra, en medio de un cuidado y extenso
parque. Era, sin lugar a dudas, la vivienda más im-
portante del pueblo. Si bien no había visto mucho,
no parecía haber mucho que ver, así que la conjetura
era por demás plausible.
Siguió caminando, pasó por la inmobiliaria ya cerra-
da a esas horas, llegó a la misma esquina que esa
mañana y la tomó en igual dirección. Antes de llegar
a la esquina del kiosco-garita, advirtió que sobre la
vereda de enfrente había un edificio de dos pisos en
el que funcionaba un hotel. A su frente, en la planta
baja, delante de la conserjería, se observaba un ser-
vicio de bar. Sentados en las mesas escasamente ilu-
minadas por una luz mortecina cuya fuente no le re-
sultaba visible desde allí, vio a cinco o seis parro-
quianos bebiendo y quizá departiendo. Hacia allí di-
rigió sus pasos, atravesó la puerta transparente y o-
cupó una mesa al lado de la vidriera, del otro lado de
la puerta en el que estaban ubicados los clientes. No
más se sentó, notó que era objeto de la más des-
carada y meticulosa observación por parte de todos
los presentes, incluído el supuesto conserje y barman
a la vez, que lo miraba apoltronado sobre el mostra-
dor sin siquiera dar señal de querer atenderlo o to-
mar el pedido. Ante esa situación, casi se vió obliga-
do a pronunciar un “Buenas noches”. “Buenas no-
ches”, le respondieron casi a coro y con aire de autó-
20
Los fuegos de San Juan

matas, como si el mero hecho de saludarlo los dis-


trajera de la minuciosa inspección ocular de la que lo
hacían objeto. Aprovechando que el encargado del
lugar tampoco le quitaba los ojos de encima, le in-
dicó por señas que fuera a atenderlo. Luego de unos
largos momentos durante los cuales la situación no
varió, el hombre dejó de sostener su cabeza en las
manos, separó los codos del mostrador, lo rodeó y se
acercó hasta la mesa. Allí se quedó parado, sin decir
palabra. Por segunda vez en el día se sintió ofusca-
do. Preguntó qué había para comer.
-Especial de jamón y queso.
-¿Solo éso?
-Solo eso. O ingredientes de vermouth, si prefiere.
-Bien, tráigame un Cinzano con ingredientes.
El hombre, un gordo cincuentón, calvo, rubicundo y
de asimismo rojizos bigotazos, sin decir más, dio
media vuelta y se marchó a preparar el pedido. Los
demás lo seguían mirando. Eran gente al parecer
basta, vestidos quien más quien menos, a la usanza
del paisano. Al menos dos de ellos, por lo que podía
ver, usaban rastra de botones. En la mesa, al lado de
vasos de vino y platos, también descansaban dos o
tres sombreros criollos. Ya comenzaba a hartarse del
escrutinio visual, por lo que giró su cabeza para mi-
rar la calle desierta.
Sería difícil. El poco ejercicio que había desarrolla-
do en su profesión, siempre había sido con pacientes
de su misma condición sociocultural, es decir, con
personas de distintas edades y niveles económicos,
pero inmersas en una misma atmósfera mental, den-
21
Gabriel Cebrián

tro de una misma estructura psicoambiental. Ahora


parecía que tendría que vérselas con personas tan di-
símiles a él mismo y a su experiencia, que proba-
blemente debería iniciarse en los mecanismos inter-
nos de funcionamiento de una visión diferente inclu-
so en un nivel cósmico. Sería difícil, seguramente.
Era todo tan extraño... incluso la forma en que había
tomado contacto con el Doctor Sanjuán. El verano
anterior, en ocasión de un breve paseo por la costa,
estaba tomando una copa en un bar frente a la playa,
casi a medianoche. En eso vio venir desde la costa
una hermosa mujer rubia, en bikini, mojada como si
recién saliese del mar, aunque la temperatura y el
viento no hacían muy apto que digamos el clima pa-
ra tal actividad. Caminaba al acaso cuando lo vio.
Inesperadamente, se dirigió a él y le pidió que le in-
vitara una copa. ¿Cuál es tu nombre?, le preguntó ni
bien indicó al mozo que alcance un trago más. Ella
se presentó como Magdalena. Gaspar hizo un co-
mentario acerca de lo valiente que había que ser para
entrar al mar en esas condiciones, y ella le respon-
dió, enigmáticamente: Oh, pero yo no he entrado al
mar. He salido de él. Le pareció gracioso, de modo
que le preguntó si acaso era una sirena. Algo así, sí,
puedes creerlo, respondió ella, mientras tomaba la
copa que le alcanzaba el mozo. A continuación, ella
se había mostrado interesada por saber qué hacía
Gaspar, y cuando se enteró que era un psicólogo de-
socupado, tomó una servilleta y pidió una lapicera al
mozo. Anotó un E-mail, que resultó ser el del Doctor
Hilario Sanjuán, y le sugirió que se comunicara allí
22
Los fuegos de San Juan

y planteara su situación. Intrigado, dio voz a algunos


interrogantes. Como gozando de los aires de miste-
rio que parecían ser atributo esencial de su persona-
lidad, Magdalena apuró la copa y comenzó a retirar-
se. Gaspar, sintiendo que la beldad aquella se le es-
capaba, preguntó finalmente si podían volver a ver-
se. Ella le respondió que con toda seguridad lo ha-
rían, si era que se comunicaba al correo electrónico
que acababa de darle. De más está decir que ésta,
más que ninguna otra, fue la causa que lo llevó fi-
nalmente a escribir.

Ahora volvía el mozo-conserje, bandeja en mano.


Depositó sobre la mesa un posavasos de cartón con
propaganda de Cerveza Quilmes, el Cinzano ya pre-
parado, y los diversos platitos de ingredientes, sin
decir absolutamente nada. Gaspar, que acostumbraba
decir “gracias” luego de ser servido, esta vez no lo
hizo.
Al cabo de un rato, las miradas, ya un poco menos f-
jas, dejaron de incomodarle, así que procedió a co-
mer y beber más o menos tranquilamente.
Seguía sorprendiéndole el escaso tránsito, tanto el
vehicular como el de peatones.

III

Cumplió el trámite de oblar su consumición tan tele-


gráficamente como parecía ser la usanza por esos
23
Gabriel Cebrián

andurriales, y luego abandonó la mesa sin dejar pro-


pina, esta vez, sin pronunciar el deseo de buenas no-
ches manifestado al ingreso. Salió a la niebla, ahora
mucho más espesa, y comenzó a desandar el camino
hasta calle Belgrano número 217. Los faroles sola-
mente ofrecían un área blanca a su alrededor, en la
que, esforzando un poco la vista, podían diferenciar-
se las pequeñas partículas de agua en movimiento
que constituían la cerrazón visual. Caminó pegado a
las paredes, dado que las referencias visuales solo al-
canzaban a una mínima distancia. Por un momento
se sintió inseguro, vulnerable en aquel pueblo de-
sierto y relativamente hostil, privado ahora incluso
de una referencia visual adecuada. Llegó a la esqui-
na de calle Belgrano y dobló a la izquierda, en direc-
ción a su casa. Allí, los faroles eran aún más escasos
y menos potentes, la blancuzca claridad se tornó a-
hora oscuridad húmeda y fantasmal. Después de un
día tan inquietante, solo le faltaba eso. Hallar su nue-
va morada casi a tientas.
Llegado que hubo a la siguiente esquina, un hueco
negro pareció abrirse a su izquierda; entonces recor-
dó el chalet de piedra con un amplio terreno a su al-
rededor y se tranquilizó. Pero unos pasos más ade-
lante se quedó congelado al oír una voz proveniente
al parecer del lado ciego.
-Buenas noches.
Era una voz de jovencita, cristalina y melodiosa.
Sintiendo su pulso latir en las sienes y todos los pe-
los del cuerpo erizados, se volvió en dirección a la
voz y alcanzó a ver como materializándose desde la
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Los fuegos de San Juan

negrura neblinosa a una niña rubia, enfundada en u-


na campera cuadrillé con capucha, muy bonita y de
ojos dulces de un tono claro, difícilmente precisable
debido a la escasa visibilidad. No debía tener más de
once o doce años. Pasado el sobresalto, respondió:
-Buenas noches.
Se quedaron viendo durante unos momentos. Él, aún
con un rictus de susto; ella, con una sonrisa apacible
y despreocupada. Era la primera sonrisa que veía en
aquel pueblo. Aunque el contexto era inquietante,
por cierto. ¿Qué hacía una niña en la húmeda oscu-
ridad de la noche, hablando confiadamente con un
forastero, tan tranquila y tan segura de sí misma?
Como parecía que podía quedarse así indefinida-
mente, Gaspar le preguntó:
-¿Qué estás haciendo ahí, en la oscuridad, en una no-
che como ésta?
-Lo mismo que todas las demás noches.
-¿Saben tus padres que estás aquí?
-No tengo padres.
-¿No...
-Bah, sí, debo tenerlos. Pero no sé adónde están.
-¿Cómo es eso? ¿Dónde vives?
-Aquí, en el pueblo. Bah, a veces. A veces me voy
por ahí.
-Quiero decir, ¿dónde es tu casa?
-No tengo casa.
-No te creo.
-¿Por qué habría de mentirte?
-No lo sé. De todos modos, no luces como una pe-
queña abandonada que vive en las calles.
25
Gabriel Cebrián

-No soy eso que tu dices.


-Eso es obvio.
-Pero tampoco estoy mintiendo. No soy una peque-
ña. O sí, pero solamente si te refieres al tamaño.
-Ah, ¿no? ¿Y qué eres, entonces? ¿Acaso un fantas-
ma que viene a asustarme?
-Digamos que al principio lo logré, ¿no es cierto?

Aquella inquietante aparición no se comportaba ni


hablaba como la niña que parecía ser. Gaspar sintió
cómo el sobresalto del principio, que no había cesa-
do del todo aún, se convertía en un miedo creciente.
Mas intentó recobrar su aplomo diciéndose a sí mis-
mo que era absurdo sentir temor de una niña, por
más rara que fuese.

-Bueno –intentó llevar el diálogo a una instancia de


mayor concisión, -dime qué te traes.
-¿Yo? –Preguntó la niña, con una ingenuidad tal que
difícilmente podía ser fingida. –Yo solo te deseé las
buenas noches cuando pasabas por aquí –y luego a-
ñadió, con ironía: -Mis padres me enseñaron de esa
forma.
-Ah, entonces tienes padres.
-Mira, nos estamos moviendo en círculos. Aquí yo
tendría que decirte que no tengo, o que sí, que debo
tenerlos. Pero que no sé adónde están. Y si me lo
permites, te daría un consejo. Ten mucho cuidado
con esas repeticiones, con esas jugadas reiteradas
que en el juego de ajedrez solo pueden resumirse en

26
Los fuegos de San Juan

tablas. Aquí, en Cañada del Silencio, puede resultar


un juego muy peligroso, Gaspar.
-¿Cómo sabes mi nombre? –Preguntó, conciente de
que sus pelos habían vuelto a erizarse.
-Tú me lo dijiste.
-No, no recuerdo habértelo dicho.
-Tú me lo dijiste.
-No, estoy seguro que no lo he hecho.
-Acabo de advertirte acerca de la peligrosidad de in-
gresar en diálogos como éste.

Gaspar se sintió amenazado. La única persona que


parecía dispuesta a dialogar gentilmente con él era
una niña extraña, aparecida como de la nada, que de-
cía ser mayor de lo que en realidad se veía y que co-
nocía espontáneamente su nombre. También parecía
estar al tanto de algunas particularidades propias de
aquel lugar, en el que las recurrencias dialécticas, se-
gún lo que ella decía, constituían algo así como un
extraño y difuso peligro. Por un momento, la apari-
ción de la niña le recordó la aparición que en el ve-
rano había hecho ante él mismo Magdalena, quien
dijo haber salido del mar; y advirtió que, si bien pa-
recía haber bastantes años de diferencia entre ambas,
los rasgos faciales eran similares de un modo osten-
sible.
-¿Cómo te llamas, tú? Inquirió secamente.
-Ves, ésa es la impronta que debe darse al diálogo.
Debes huir como de la peste de juicios analíticos o
cosas por el estilo, aquí.
-¿Eh?
27
Gabriel Cebrián

-Sabes de lo que hablo.


-Estás rehuyendo a mi pregunta. No me hagas repe-
tirla. Caería en eso mismo acerca de lo que me estás
alertando.
-No entiendo como haces.
-¿Cómo hago qué?
-Hablar de algo mientras piensas en otra cosa.
-¿Cómo dices?
-Mientras decías lo que decías estabas pensando que
no hablo como debería hablar una persona de mi e-
dad. Lo cierto es que no tengo la edad que tú crees.
Pero eso ya te lo dije y si seguimos así, de este mo-
do, nos va a encontrar la eternidad hablando de lo
mismo.
-Aún no me has respondido. De alguna manera me
estás obligando a detenerme en las mismas viejas
preguntas.
-No suelo responder a lo que mi interlocutor ya sabe.
-Yo no soy como tú –aclaró engañosamente Gaspar,
intentando seguir el sentido que la niña trataba de
imponer, echando mano a la vieja maniobra psicoló-
gica de correr al supuesto enajenado para el lado en
que se disparaba. –Yo no conozco el nombre de la
persona con la cual hablo, si no me lo dice.
-Estás yendo hacia atrás, otra vez.
-No es así. He agregado un elemento.
-Sí, el que supones un nuevo elemento es tu inten-
ción de seguirme la corriente a ver si te enteras de
algo, ¿verdad? De algo que pueda servirte para aco-
modar lo que está pasando a tu lógica. Estás peor de
lo que yo creía. No recuerdas haberme dicho tu
28
Los fuegos de San Juan

nombre, y ahora pretendes que lo he adivinado. Y


por otra parte, aseguras que no conoces el mío, cosa
que sé positivamente que no es verdad. Yo te he di-
cho mi nombre, y tú me has dicho el tuyo.
-No es así.
-Dime cómo me llamo.
-Eso, deberías decírmelo tú.
-Anda, tú lo sabes.
-No lo sé –respondió, pensando que tal vez hubiera
debido decir “Magdalena”, pero eso no habría sido
más que entrar en el juego de la pequeña, que pare-
cía ella misma estar intentando sacarle de mentira
verdad.
-No ves, pierdes dos casilleros. Tal vez si hubieras
dicho lo que tenías en mente, habríamos avanzado
algo. Mira, creo que estoy perdiendo mi fe en ti. Tal
vez no salgamos nunca de esta niebla.

Entonces Gaspar advirtió que la niebla era tan


espesa que no era capaz de ver nada. Salvo a la
pequeña, que parecía generar un fulgor propio; y no
era que lo veía, sino que su razón le decía que de
otra manera, sería incapaz de verla a ella, como lo e-
ra respecto de todo lo demás, como por ejemplo, sus
propias manos, las que intentaba divisar colocándo-
las incluso a menor distancia de la que lo separaba
de aquella aparición, sin conseguir hacerlo.

29
Gabriel Cebrián

IV

-¿De qué se trata todo esto? ¿Quién eres?


-Agregaste una pregunta y reiteraste otra. O sea, per-
maneces en el mismo lugar. Esta niebla suele tra-
garse a las personas, ¿sabes? Sería bueno que te des-
pabiles. Ahora resultaría ocioso que inquieras nueva-
mente acerca de qué se trata todo esto, y por supues-
to, mucho más aún que vuelvas a preguntarme quién
soy y obligarme de ese modo a repetirte que tú lo sa-
bes.
-Esto parece el estúpido cuento de la buena pipa.
-Ya lo creo, tienes razón. Pero no soy yo la respon-
sable de que las cosas sean así.
-Es una noche horrible. ¿Tienes adónde ir?
-No. No tengo adónde ir, ni tampoco tengo por qué
ir a sitio alguno.
-Te iba a ofrecer que duermas en mi casa.
-¿Puedo fiarme de ti?
-¡Por supuesto! –Dijo Gaspar, e inesperadamente pa-
ra él, la niña prorrumpió en carcajadas a su reacción.
-Está bien, está bien. Pero ten en cuenta una cosa: e-
res tú quien necesita de un lazarillo. En estas condi-
ciones, jamás encontrarías tu casa, ni aún tanteando
las paredes.
-Eso es lo que crees –aseguró él, no muy seguro en
su fuero íntimo.
-¿Quieres probar? –Desafió la niña, en tanto una pre-
gunta cobraba entidad en la conciencia de Gaspar.
¿Hallaría su casa aún sin que él le dijera la direc-
ción? Entonces, la mocosa lo tomó de la mano y
30
Los fuegos de San Juan

continuó diciendo: -Anda, grandulón, camina. Eres


capaz de enfermar si sigues humedeciéndote.

La niebla era concreta. De algún modo funcionaba


sobre su conciencia y lo ponía a merced de una apa-
rición a la que ya no veía ni aún en su fulgor propio,
sino que la única referencia que tenía ahora de ella
era su manita, que lo conducía, supuestamente, hacia
su nueva morada sin que siquiera le hubiera men-
cionado dónde quedaba. Debía estar asustado, mas
una especie de apatía emocional que mucho tenía
que ver con el esponjoso aletargamiento de su vista
le impedía agitarse del modo que su razón parecía
exigirle. Caminó con paso inseguro, guiado por una
aparición que tenía mucho de irreal y por supuesto,
nada de lógica o razonabilidad de acuerdo a cual-
quier parámetro de experiencia previa al que pudiese
haber echado mano. Momentos después se detuvie-
ron, por supuesto a instancias de la niña, que dijo
con connivencia tal que invertía completamente toda
relación fundada de caracteres cronológicos entre
ambos:
-Aquí está tu puerta de reja, cegatón. Si quieres te a-
compaño dentro, o si vas a estar más tranquilo, me
marcho. Como prefieras.
-No, ven, pasa –ofreció gentilmente Gaspar, pero en
el fondo quería más que nada averiguar qué era lo
que había detrás de todo aquel extraño suceso. Mien-
tras empujaba la puerta de reja y se acercaba a tien-
tas a la otra, llave en mano, oyó que ella le decía, co-
mo respondiendo a su pensamiento:
31
Gabriel Cebrián

-Está bien, pero te aclaro que tengo mucho sueño.


No tengo ninguna gana de andar respondiendo las
mismas preguntas.
-No has respondido ninguna aún –observó Gaspar,
en tanto accionaba su encendedor para hallar la ce-
rradura. La niña rió suavemente. Finalmente entra-
ron. Encendió la luz y mientras cerraba la puerta, la
niebla, en forma de humos que se le antojaron mias-
máticos, dibujó unas volutas móviles que se fueron
desvaneciendo. Jamás había visto algo como eso.
Se quedaron viendo uno al otro durante unos instan-
tes. Gaspar, ansioso y sumido en un mar de dudas y
temores. La niña, ligeramente sonriente y al parecer,
gozando del dominio absoluto de la situación. Final-
mente, él le preguntó:
-¿Cómo sabías que vivo aquí?
-No vives aquí. Llegaste hoy.
-Ahá. Tienes razón. ¿Y cómo... –se interrumpió ante
la evidencia que iba a reiterarse.
-Todo el pueblo lo sabe. Bah, casi todo. Si te sirve
para dejar de torturarte con misterios que lo son so-
lamente para ti, considéralo así. Cualquier persona
que llegue a este pueblo, debe acostumbrarse a que
todo el mundo sepa de ella. No soy adivina, o bruja,
o cualquier otra fantasía que se te pueda ocurrir.
Simplemente, presto oídos a lo que se comenta.
-No me has dicho tu nombre.
-Te he dicho... bueno, que tú lo sabes. Por favor, no
me obligues a repetirme, ¿quieres? Tal vez la niebla
ingrese y vuelva a apresarte aquí dentro.
-Eso no es posible.
32
Los fuegos de San Juan

-Tampoco te reiteres tanto, tú. Ya has dicho eso mis-


mo de un montón de cosas en un rato, y sin embar-
go, ocurrieron. ¿O no?
-Está bien. Oye, no tengo nada de comer, aquí. Solo
puedo ofrecerte un té.
-No, gracias, hazte para ti si te apetece. Yo tan solo
necesitaría unas mantas –indicó, mientras se apoltro-
naba en el sillón verde. Él se las alcanzó. Luego, en-
tró en su habitación, cerró la puerta, se desvistió y se
dispuso a dormir por vez primera en aquella cama.
El sueño tardó en venir, la extrañeza del primer día
en Cañada del Silencio lo había agitado mucho, y
más aún la rara niña que dormía en el sillón de la sa-
la. Si bien había tomado contacto con ella de un mo-
do que parecía irreal, contaba con que no fuera a tra-
erle problemas más terrenales, como podría ser por
ejemplo una eventual denuncia por pederastia. Final-
mente se durmió, y soñó algo que tenía que ver con
Magdalena, pero fue lo suficientemente difuso y le-
jano como para no poder precisar circunstancia algu-
na.

Los gallos cantaban en todo el derredor. Fue un des-


pertar tan clásico como inusual para Gaspar. Debía
ser muy temprano, dado que según decían los gallos
cantaban al romper el alba. Se estiró, vio el crucifijo
de metal desde un punto de vista contrapicado y re-
33
Gabriel Cebrián

cordó que una niña desconocida y misteriosa, se ha-


bía presentado ante él como materializada en una es-
pesa niebla. Tal reminiscencia, acompañada del sen-
tido de irrealidad que había impregnado toda la se-
cuencia de hechos, lo llevaron a vestirse rápidamen-
te y salir a ver al extraño huésped. Por supuesto, no
estaba allí. Fue hasta la cocina, y tampoco. Lo mis-
mo ocurrió en el resto de la casa, pero cuando ingre-
só al escritorio, se percató que la portezuela de la ca-
ja en la biblioteca estaba abierta. La tapa caía a cien-
to ochenta grados, dejando ver el interior vacío. Lo
siguiente que hizo fue comprobar que tenía las llaves
en el bolsillo del pantalón, y que todas las puertas y
ventanas estaban cerradas. Era imposible que la niña
las hubiera tomado, ya que Gaspar era de sueño li-
viano y la hubiese oído ni bien accionara el pica-
porte de la puerta de su dormitorio. Aparte, debía ha-
ber echado llave desde fuera, y la única manera de
poder hacerlo era poseyendo una copia. Ésa era una
real posibilidad, más allá de cualquier especulación
esotérica o clínica.
El día era soleado, y el contraste hacía lucir como
mucho más fantástica la experiencia de la noche an-
terior. Si no hubiera sido por la portezuela de la bi-
blioteca, habría dudado de su entidad real. Pero la
puerta aquella, que él había comprobado, se encon-
traba cerrada, ahora estaba abierta; y si había algo en
su interior, jamás, probablemente, lo sabría.
Luego de ir al baño y prepararse un té –que era toda
la substancia que tenía, por el momento-, abrió la
puerta y salió al fondo. Había una pequeña cuadrí-
34
Los fuegos de San Juan

cula de baldosas, y más allá, el pasto algo crecido.


Hacia su izquierda, un galpón abierto en el que se
veía un piletón para lavar ropa y algunas herramien-
tas, entre ellas, una vetusta podadora de césped. A su
frente, y donde el cuadro de baldosas terminaba, una
bomba para extraer agua cuya boca drenaba en una
pequeña pileta de cemento. Más atrás, en el centro
del espacio abierto, se levantaba un viejo aljibe. Y
por detrás de todo, un árbol del cual pendían unas
pelotitas verde claro y una edificación cuadrangular
que correspondía a un antiguo excusado, cuyo dete-
rioro y suciedad le hicieron descartar de plano su e-
ventual puesta en funcionamiento. Hacia la derecha,
donde desembocaba la entrada de autos, un alambra-
do bajo y endeble separaba la propiedad de un terre-
no baldío que ocupaba toda la esquina. Siguiendo la
pared que delimitaba el fondo de su casa, ya en el re-
ferido terreno, podía distinguirse algo así como un
corredor angosto y largo, de unos dos metros de alto,
cubierto de enredaderas y malezas. Quién sabe qué
función habría cumplido en el pasado... parecía tener
que ver con alguna cuestión ferroviaria, pero no se
observaban en la cercanía vías ni ninguna otra cosa
que así lo indicara.
Volvió a su terreno. Algunas de las pelotitas verdes
que caían del árbol, se habían descompuesto y ad-
quirido tonalidades oscuras, incluso negruzcas. To-
mó una, ya casi reseca, y quitó con su pulgar la
membrana ennegrecida, para hallar dentro algo co-
mo un carozo o semilla de madera rugosa. Le pare-
ció conocido, de modo que siguió quitando el tejido
35
Gabriel Cebrián

marchito hasta quedarse con una pequeña nuez. In-


tentó romperla con las manos, pero resultó demasia-
do dura, así que fue hasta la puerta y la apretó entre
ella y el marco hasta oír el crujido. Quitó los frag-
mentos de cáscara y vio la parte comestible algo a-
plastada por la presión. La quitó y la probó. Estaba
muy buena. Tenía nueces, y en cantidad. Ya era al-
go.
Volvió al interior de la casa y se dijo que ya era hora
de entrevistarse con el Doctor Sanjuán. Se aliñó un
poco el pelo frente al espejo del baño, volvió a echar
llave a la puerta del fondo, antes de salir vio la man-
ta sobre el sofá verde que había sido usada, según
parecía, por una niña que tenía la llave de su casa o
que era capaz de abrir cerrojos y cerrarlos desde fue-
ra. O algunas otras posibilidades, como ya había
pensado, que probablemente obedecieran a posibles
maniobras esotéricas de parte de ella, o a patologías
mentales de su parte.

Salió de nuevo a la calle. Una mujer volvía del algún


mercado con una bolsa llena de mercaderías. Él de-
bía hacer algo así, organizarse un poco en ese senti-
do. Tenía una alacena vacía que llenar. Y no mucho
dinero, esperaba que Sanjuán pudiera adelantarle al-
go. Ahora bien, ¿adónde vivía el tal Sanjuán? Segu-
ramente todos, en ese pueblucho, lo conocían. Le ha-
bía pasado su domicilio por E-mail, pero obviame-
te, había olvidado anotarlo. No se preocupó mucho,
sabía que era un personaje conocido del pueblo. Lo
que no había tomado en cuenta era la escasa, por no
36
Los fuegos de San Juan

decir nula, capacidad de comunicación de sus habi-


tantes. Mientras no tuviera que volver a hablar con
el agente inmobiliario...
Pero no, no iba a hacer falta. Cuando pasaba por el
diario tuvo la idea de ingresar a preguntar allí. La
gente de un medio de comunicación debía, a más de
cumplir con su función, ser comunicativa. Al menos,
eso habría sido lo lógico. Entró sin tocar a la puerta.
Un hombre regordete, morocho, semicalvo, con bi-
gotes anchos y de anteojos, lo saludó:
-Buenos días. Usted debe ser el nuevo vecino –le di-
jo, sorprendiéndolo con su amabilidad aún a pesar de
las disquisiciones previas acerca de la gente de los
medios.
-Buenos días. Sí, soy Gaspar Rincón y me acabo de
mudar a la casa de la esquina, acá en calle Belgrano.
-Encantado, joven. Soy Carlos Rentería, pero me di-
cen Cholo. Puede decirme así usted, si prefiere. ¿Así
que ocupó la casa del 217? –La recurrencia a la
mención del número de su nueva morada pareció co-
menzar a estas alturas a inquietar a Gaspar, quien de
todos modos no tenía razón objetiva para tal sensa-
ción.
-Sí, exacto. –Y aprovechando la fluidez del diálogo
procedió a inquirir, en la forma más sutil que se le
ocurrió:
-Parece ser célebre, esa casa, ¿no es verdad?
-Pues no, que yo sepa. ¿Por qué lo dice?
-Porque sucede que con todos quienes he hablado,
tienen presente el número.

37
Gabriel Cebrián

-Ah, pero sabe qué pasa, éste es un pueblo pequeño,


vea.
-Sí, lo he notado –observó, tratando de dar a su ase-
veración el carácter menos peyorativo posible.
-Por eso. Sabemos todos los números, que no son
tantos.
-Claro, claro.
-Usted viene de la Capital, ¿verdad?
-Sí.
-Claro, por allá es otra cosa. Dicen que uno no sabe
ni quién vive al lado de uno.
-Sí, suele ser así.
-No me gustaría vivir en un lugar como ése, vio.
-Uno se acostumbra a todo. Es cuestión de costum-
bre.
-Puede ser, pero la verdad es que no me veo.
-La gente de por acá es un poco huraña, ¿no es así? –
Se aventuró a preguntar, aún a riesgo de quedar mal
con la única persona que se había mostrado amable;
y eso sin contar a la niña, cuya amabilidad relativa –
ya que pareció más atención que amabilidad- prove-
nía de una fuente para él inclasificable en términos
de experiencia previa.
-No, joven, no es así. Por ahí es un poco descon-
fiada, sobre todo con los forasteros. Pero va a ver
que ni bien lo conozcan un poco, la cosa va a cam-
biar.
-Bueno, me agrada oír eso.
-No tenga dudas.
-¿Y quién ocupaba la casa de Belgrano 217, antes?
-Hace rato que está desocupada, vea.
38
Los fuegos de San Juan

-Ahá.
Que yo recuerde, hace unos cuantos años la ocupó
un bancario, que trabajaba acá en la sucursal del
Provincia. El pobre no llegó a jubilarse y volverse a
su ciudad, murió acá.
-Ahá.
-Después vino un médico, o algo así. O sea, trabaja-
ba para el Doctor Sanjuán. Nunca supe a qué se de-
dicaba, o cuál era su especialidad. Ése duró poco, di-
cen que se ahogó en el mar.
-Bueno, con razón se acuerdan de la casa... parece
estar maldita...
-Oh, qué ocurrencia. Son cosas que pasan, vea. No
vaya a impresionarse por lo que le cuento...
-No, está bien, yo decía, nomás. Resulta que hom-
bres solos, como yo, ambos corriendo la misma
suerte... dicen que no hay dos sin tres.
-Bueno, déjese de embromar, joven... Gaspar, me di-
jo, ¿no? Mire las cosas que dice...
-Aparte, en la jerga quinielera, el 17 es la desgracia,
para colmo.
-Bueno, si sabía que era tan cabulero no le decía na-
da.
-No, está bien, Don Cholo, es broma.
-Ah. Me había parecido que se estaba julepiando.
-No, nada de eso. Dígame, necesito hablar con el
Doctor Sanjuán. ¿Usted podría decirme adónde pue-
do encontrarlo?
-Pues aquí enfrente. Ése es su chalet –le respondió,
señalando la importante vivienda de piedra desde cu-

39
Gabriel Cebrián

yo jardín, la noche anterior, había cobrado materiali-


dad la fantasmal niñita.

VI

Empujó la portezuela baja de madera entre los dos


pilares y avanzó por un camino igualmente pétreo
hacia el lujoso chalet. Llegó a una especie de alero
de tejas y observó la fina cristalería de los ventana-
les. También llamó su atención la calidad y termina-
ción de la puerta, al parecer de roble. Había dinero
allí; sí, señor.
Oprimió el botón del timbre y un melodioso ding
dong llegó hasta sus oídos. Poco después, una muca-
ma negra y ataviada clásicamente según su oficio, a
la usanza de Hollywood, abrió la puerta y le pregun-
tó qué deseaba.
-Soy Gaspar Rincón – se presentó. –Acabo de llegar
de la Capital. Desearía entrevistarme con el Doctor
Sanjuán, si es posible.
La morena lo hizo pasar y tomar asiento en un mo-
biliario acorde al resto de la ostentosa ambientación
y ornamentos. Ingresó por un pasillo y a poco volvió
y le indicó seguirla. Así lo hizo, y luego de recorrer
algunos metros de un pasillo oscuro, ingresaron en
un escritorio. El Doctor Sanjuán se levantó y estiró
la mano hacia el recién llegado, saludándolo efusiva-
mente. Parecía que la animosidad de la gente de Ca-
ñada del Silencio había sido solo una impresión, o
40
Los fuegos de San Juan

como le había dicho momentos antes el Cholo Ren-


tería, mera desconfianza inicial. El diligente Doctor
era un hombre alto, de unos cincuenta años, ligera-
mente canoso, de buena estampa física y rasgos deli-
cados, ojos claros y un don de gente que se eviden-
ciaba tanto en su tono como en sus movimientos.
Luego de indicarle tomar asiento y de hacer lo pro-
pio, le preguntó:
-¿Cuándo llegó?
-Ayer a la tarde.
-Hombre, podía haberme avisado y venía a cenar a-
quí conmigo...
-No me pareció prudente importunarlo. Mire, entre
que tomé un baño, acomodé un poco las cosas, reco-
nocí la casa, etcétera, se hizo un poco tarde, ¿sabe?
No me pareció adecuado...
-Mire, ésta es su casa, ¿me entiende?
-Agradezco su hospitalidad.
-Fíjese que mandé a rentar esa casa para usted, sola-
mente por no ser tan invasivo y respetar su intimi-
dad; si no, le hubiera ofrecido que se instale acá mis-
mo.
-Oh, pero hizo muy bien. Jamás me atrevería a un a-
buso semejante.
-No sería un abuso, sería un gusto, en todo caso. Ve-
a, la casa es muy grande, a veces me hallo solo, y me
encanta poder conversar con alguien que no perte-
nezca al populacho de esta aldea. Digo, con alguien
pulido, de la ciudad, formado en universidades...
-Bueno, creo que eso puedo entenderlo. Ayer estuve
dando una vuelta, comí algo en el hotel de por acá, y
41
Gabriel Cebrián

tuve oportunidad de comprobar... –se interrumpió, e-


valuando la eventualidad de parecer arrogante o des-
considerado.
-Sí, dígalo, de comprobar que la gente de por aquí es
basta e ignorante.
-Bueno, yo no quería decir eso.
-Dígalo, ya que así es.
-Bueno, me pareció algo hosca y me molestó la ma-
nera en que me observaban, sin el menor indicio de
ubicuidad.
-Lo sé, lo sé, por eso le decía que hubiera sido bueno
que me llame ni bien bajó del ómnibus. Y dígame,
¿qué le pareció la casa?
-Me pareció adecuada. La verdad, podría resultar un
poco amplia para mí solo, pero está de lo más bien.
Me encanta el nogal que tiene en los fondos.
-Ah, sí. Es un árbol noble y añoso. Pero volviendo a
la casa en sí, se habituará. De todos modos, por la
limpieza en general no debe preocuparse. Haydée, la
mujer que lo condujo hasta acá, se hará cargo de e-
lla.
-No, pero...
-Pero nada, Gaspar. No vamos a pretender que un
profesional de sus quilates pierda tiempo en menes-
teres como ésos, ¿verdad?
-Mire, Doctor, con todo respeto, usted no me cono-
ce. Podría resultarle un fiasco, ¿sabe? Ya estoy te-
miendo no estar a la altura de las circunstancias, cré-
ame.
-Oh, por favor no diga eso. Aparte, en cierto modo,
seguramente involuntario, está descalificándome.
42
Los fuegos de San Juan

-¿Perdón?
-Digo que ya lo he tratado durante unos breves mi-
nutos; y si bien mi temperamento analítico me ha
llevado a evaluarlo de un modo similar al que los pa-
lurdos ésos lo hicieron anoche, claro que en otro ni-
vel y con otra altura, éste al parecer breve lapso de
tiempo que hemos compartido hasta ahora, digo, me
permite decirle desde ya que usted es un joven agu-
do mentalmente y un serio y responsable profesio-
nal, munido de todas las herramientas conceptuales
necesarias para un óptimo desarrollo de sus aptitu-
des.
-Bueno, espero que sea así, ya que, a pesar del breve
lapso que mencionara usted, parece estar más seguro
de ello que yo.
-Es usted humilde, Gaspar.
-No, trato de ser objetivo.
-Bueno, dejemos eso. ¿Qué le gustaría almorzar?
-Mire, Doctor Sanjuán, usted es muy amable, pero...
-Vamos, no toleraré una negativa.
-No, iba a decirle que estoy un poco preocupado por
saber las características y condiciones del desempe-
ño que espera usted de mí.
-Hay tiempo para eso. De todos modos, he de ade-
lantarle que no se trata de un desempeño covencio-
nal.
-Sí, algo ya me había anticipado por correo.
-Bueno, pero ahora no me ha contestado qué le gus-
taría tomar para el almuerzo.
-Lo que usted escoja está bien para mí.

43
Gabriel Cebrián

-Déjeme agasajarlo, al menos en la primera comida


que tomaremos juntos.
-Bueno, entonces... ¿tiene una parrilla?
-Sí, claro, pero... ¿cuál es la idea?
-Si le parece, yo prepararía un asado.
-De ningún modo. No voy a ponerlo a trabajar justo
hoy.
-Entonces, elija usted el menú.
-Ve, le dije, usted es un muchacho muy hábil. Ha si-
do una muy buena manera de salir del paso y evitar-
se la responsabilidad de la elección. Dejemos enton-
ces que Haydée prepare lo que quiera. Es una mag-
nífica cocinera.
-Está bien. Pero me gustaría preguntarle algo, si no
es un atrevimiento de mi parte.
-Adelante, pregúnteme lo que quiera.
-Usted dijo que se sentía solo, en este pueblo. Aparte
de Haydée, ¿vive alguna otra persona en esta casa? –
Inquirió, dado que las facciones y el color de los o-
jos del Doctor le recordaban vagamente a los de la
niña que la noche anterior parecía haber salido de a-
llí.
-Bueno, Haydée trabaja, y pasa buena parte de su
tiempo en esta casa, pero no vive aquí. La única per-
sona que sí lo hace, es mi hija.
-Ah, me parecía.
-¿Sí?
-¿Es una niña de unos diez, o doce años?
-Oh, no. Es una mujer de veintidós años, ya. ¿Y por
qué me pregunta eso?

44
Los fuegos de San Juan

-No, porque anoche pasé por aquí... ¿vio la niebla


que se levantó anoche?
-Sí, es común eso para esta altura del año.
-¿Sí? ¿Tanta?
-¿Tanta, fue?
-No podía ver mis propias manos.
-Ah, no, por ahí no tanta. Pero decía que pasó por
aquí...
-Claro que entonces no sabía que era su casa. La
cuestión que venía casi a tientas, cuando una niña
rubia salió de su jardín y me abordó.
-Ah, claro. Ya sé de quién se trata. Es la pequeña A-
nnie –dijo, y esbozó una sonrisa.
-No me dijo su nombre en ningún momento. Es una
personita de lo más extravagante.
-Ni que lo diga. Es tremenda. Suele andar por aquí,
dando vueltas. Seguramente vio a un desconocido y
aprovechó la oportunidad de jugarle alguna broma.
-Y vaya que lo hizo. Consiguió desconcertarme real-
mente. ¿Quién es?
-Es una niña con alteraciones mentales, no muy gra-
ves, según creo. Usted es el especialista, quizás ten-
ga oportunidad de tratarla y verá por usted mismo.
-Me dijo que no tenía casa, ni padres.
-Eso no es cierto. Vive sobre la costa. Sus padres no
son mucho más sanos que ella. Y ella vive escapán-
doseles. Pero siempre vuelve, así que ellos han lle-
gado a tomar como naturales sus aventuras noctur-
nas.
-¿Y cuál sería su patología, según usted lo ve?

45
Gabriel Cebrián

-Mire, yo soy médico clínico, sería una muy lega o-


pinión, la mía. Lo único que puedo decirle es que su
patología responde a muchos de los rasgos caracte-
rísticos de lo que yo he dado en llamar “el Síndrome
de Cañada del Silencio”
-Ahá –pronunció Gaspar, mostrándose muy interesa-
do, como lo estaba, ante la mención del eventual de-
sequilibrio típico que sería objeto de su análisis. –
Me interesaría saber todo cuanto pueda decirme a-
cerca de él.
-Lo sé, lo sé, pero me parece muy pronto para abor-
dar temas laborales. Ya tendremos quizá demasiado
tiempo para el intercambio profesional, ¿no le pare-
ce?
-Como usted diga –concedió, cuando en realidad, no
le parecía. –Aunque si me disculpa, voy a volver so-
bre el tema de esa niña...
-Annie.
-Sí. Sabía mi nombre sin que yo se lo hubiese dicho.
-Claro, pero puede haberlo oído de boca de alguien
más.
-¿Le parece? ¿Usted ha hablado de mí con la gente
del pueblo?
-Bueno, mínimamente, que recuerde, con el agente
inmobiliario. Quizá él lo haya mencionado.
-¿Le parece? Se lo ve como un individuo muy parco.
-Sí, esa puede ser la imagen que tuvo usted. Entre
nosotros, y francamente, es un chismoso peor que
cualquier comadre en la peluquería.
-Bueno, siendo así...
-¿Qué le ha hecho creer? Ésta Annie...
46
Los fuegos de San Juan

-No, nada, sencillamente, me desconcertó.


-Le gusta jugar el rol de adivina. Hay veces que de-
muestra mucho talento, y su predilección consiste en
tratar de parecer extravagante. Es una chiquilla ver-
daderamente inteligente. Podría contarle muchas a-
nécdotas acerca de cómo ha conseguido embaucar a
cantidades de gentes, sobre todo a los turistas que
suelen invadirnos en verano cuando las plazas hote-
leras de la costa se agotan. Incluso ha generado al-
gunos problemas, ha impresionado tanto a algunas
personas que han tenido que ser atendidas debido a
cuadros de pánico. Claro que se trataba de personas
básicamente desequilibradas y demasiado crédulas.
-Pero eso no parece algo muy normal que digamos...
-Por eso le dije, Annie no es una niña normal. Es de-
masiado inteligente para su edad, y tiene tendencia a
provocar situaciones morbosas y engaños sutiles
que, en algunos casos, son procesados por las vícti-
mas de una forma normal; pero en otros, cuando por
temperamento o predisposición, alguna persona a-
tiende y cree sus manipulaciones, puede resultar da-
ñada.
-Entiendo –dijo Gaspar, deseando fervientemente
volver a encontrar a la niña y averiguar bien qué ha-
bía detrás de su presunta neurosis.

47
Gabriel Cebrián

VII

El diálogo había derivado en generalidades, tales co-


mo la descripción de la vida en la capital y sus dife-
rencias con la de provincia, de algunas caracterís-
ticas y atractivos de la zona, de pesca, de ciertos per-
sonajes locales, etcétera. Gaspar prestaba oídos y
mantenía la concentración en tales banalidades sola-
mente para mantener el hilo de la conversación, toda
vez que únicamente dos o tres tópicos le interesaban.
Uno, el que tenía que ver con su desempeño profe-
sional y la contraprestación monetaria correspon-
diente; otro, la patología atípica que parecía haberse
localizado allí; y en un orden más personal, el even-
tual reencuentro tanto con la pequeña Annie como
con la hermosa y sensual Magdalena, por distintos
motivos, obviamente.
El aroma de una comida casera y agradable llegó
hasta el escritorio. Ya había pasado el mediodía
cuando la negra Haydée se apersonó y anunció que
la mesa estaba servida. Se dirigieron al comedor –
Gaspar por delante como había indicado con gesto
caballeresco el anfitrión,- y cuando ingresaban, el jo-
ven se detuvo bruscamente, provocando una ligera
colisión con el Doctor. Allí, sentada a la mesa, ex-
quisitamente iluminada por la luz del sol que desde
la ventana atravesaba unos tules y se derramaba do-
rada sobre ella, estaba Magdalena, observándolo con
una sonrisa a la vez cautivante e intencionada.

48
Los fuegos de San Juan

-Ah, estabas aquí ya –dijo el Doctor. –Creo que ya


se conocen, ¿no?
-Yo no sabía... –comenzó a aclarar Gaspar, en tanto
Magdalena, sin abandonar la expresión de disfrute
que la situación le provocaba, se incorporó y lo salu-
dó con un beso. Luego, los tres tomaron asiento.
-No sabía que era su hija -completó al fin la frase,
tratando de dejar traslucir lo menos posible el im-
pacto que la presencia de la dama le había produci-
do.
-Claro –explicó ociosamente el Doctor,- si ha sido e-
lla quien ha propiciado nuestro contacto...
-¿Cómo estás, Gaspar?
-Bien, ¿y tú?
-Oh, muy bien, contenta de que estés por aquí. Tu
sabes, es bueno poder departir con alguien diferente,
alguien más parecido a uno.
-Me decía tu padre.
-Sí, por supuesto. Nos viene bien cambiar de aire y
hablar con gente de la capital, máxime tratándose de
una persona culta e instruida.
-Bueno, trataba de explicarle a tu padre que quizá no
sea lo que ustedes esperan.
-Sí, seguro que lo eres. Salta a la vista –aseguró ella.
-Parecen ser tan gentiles como perceptivos –dijo
Gaspar, no muy seguro de que los calificativos que
empleaba fuesen los adecuados. En eso entró Hay-
dée, cargando una fuente humeante de la cual aso-
maba el mango de un cucharón. La depositó sobre la
mesa y comenzó a servir, primero a Gaspar, como
correpondía al protocolo. Vio un guisado amarrona-
49
Gabriel Cebrián

do, algo oscuro, con rodajas de papa, guisantes, ce-


bolla y unas porciones de carne cortada en forma ar-
bitraria, grandes y pequeños, de distintas formas, al-
gunos como desgarrados sin el menor cuidado. Eso
llamó su atención. Mientras la mucama proseguía
sirviendo a los otros comensales, el Doctor Sanjuán
retomó la palabra:
-Bueno, los grandes encuentros se producen así, de
manera fortuita.
-Oigan , ya les dije que me siento algo intimidado
por los comentarios que formulan acerca de mí sin
conocerme lo suficiente.
-¿Intimidado? –Preguntó Magdalena. -¿Qué podrías
temer?
-Ya le decía a tu padre, no estar a la altura de vues-
tras expectativas.
-Y yo le decía a él –se apresuró a informar el Doc-
tor- que sabemos muy bien con quién estamos tra-
tando... –Iba a continuar, pero su hija lo interrumpió:
-O sea, estamos cayendo en diálogos recurrentes.

La frase que dejó caer como al acaso, produjo a Gas-


par una sorpresa tal que casi le fue imposible disi-
mular. En cambio, Sanjuán miró con fiereza a su hija
durante un par de segundos. A pesar del estupor, el
joven lo advirtió con claridad. Inmediatamente re-
cordó el parecido físico que había observado entre la
pequeña que ellos llamaban Annie y el recuerdo, a-
hora presente, de la agraciada Magdalena. Tal vez
compartieran también la patología. Para salvar el ba-

50
Los fuegos de San Juan

che que se había producido en el diálogo, el Doctor


se apresuró a comentar:
-Mi hija ha tenido oportunidad de compartir una co-
pa con usted. Yo, aparte de la correspondencia y de
la suerte de currículum informal que puedo deducir
de ella, he platicado casi toda esta mañana con usted.
Así que Gaspar, lo invito a dejar de lado cualquier
modestia o humildad de su parte y al propio tiempo
lo insto a asumir que, sin lugar a dudas, está sobra-
damente calificado para desempeñarse en este pue-
blo.
-Está bien, me convencieron –concedió Gaspar, más
que nada con el propósito de terminar con lo que se
había llegado a convertir en una situación molesta. Y
a continuación añadió: -Hablando de eso, y sepan
disculpar mi ansiedad, me gustaría saber qué es lo
que se espera que yo haga.
-Antes coménteme qué le parece el estofado de Hay-
dée –hasta ese momento, Gaspar ni se había percata-
do que, por una mínima cuestión de cortesía, debió
decir algo acerca de la comida.
-Claro, disculpen, está tan bueno que ni siquiera me
da tiempo a comerlo –intentó justificarse. -Lo mis-
mo este Merlot.
-Sin embargo, te da tiempo para hablar –observó
Magdalena, provocando otra mirada furibunda de su
padre.
-Cierto, pero eso es debido a mi temperamento laca-
niano –replicó Gaspar, quien a falta de razones obje-
tivas, apeló a lo que podría considerarse una hum-
orada pero de lo cual tampoco estaba seguro, mas
51
Gabriel Cebrián

era lo suficientemente ambigua como para neutrali-


zar la evidencia en su contra. Sin embargo, Sanjuán
la festejó estentóreamente, y recomendó a su hija no
practicar juegos verbales con un joven intelectual de
fuste, circunstancia que hizo que Gaspar gozara de
un breve momento de triunfo. Volviendo al tema del
guisado, preguntó que clase de carne era aquella, ya
que la encontraba sabrosa pero rara. El Doctor le
respondió que se trataba de un ciervo que había ca-
zado días antes.
-Mire usted. Es la primera vez que como carne de
ciervo, entonces.
-No es muy usual en la Capital, claro.
-Es verdaderamente buena.
-Ya lo creo. Sí, es una de las pequeñas compensa-
ciones de la vida rural. Ahora volvamos a su consul-
ta acerca de un tema que parece preocuparlo más de
lo debido, esto es, la cuestión laboral.
-Imagínese.
-Claro, pero por eso le digo. No debe preocuparse
tanto, por eso. Vayamos por partes, primero lo pri-
mero. Dígame, ¿le parece bien un sueldo de tres mil
pesos mensuales?
-¿Qué es lo que dice? ¡Me parece fantástico! Oiga,
usted me escribió que la paga era superior a los mil
quinientos, pero ¿tres mil? ¿No es mucho, eso?
-No, no lo creo así. Eso, descontando además que la
locación del inmueble de calle Belgrano corre por
cuenta de la Fundación.
-No, de ningún modo. Eso ya me parece excesivo.

52
Los fuegos de San Juan

-Ya le dije, es una necesidad social que tenemos que


cubrir. Y bajo ningún punto de vista permitiría que
usted deje de lado su vida, las posibilidades de vivir
en una ciudad con todo lo que ello implica, su fami-
lia, sus afectos, para venir a enterrarse acá y encima
no recibir una compensación adecuada. Piénselo así,
aparte de honorarios, estaríamos pagándole algo que
podría considerarse como una suerte de indemniza-
ción.
-Yo le agradezco, pero...
-Pero, nada. Si está de acuerdo, ese tema ya está ce-
rrado. Ahora pasaremos a hablar de las funciones
que deberá asumir, si le parece.
-Me parece muy bien. Lo escucho.
-Bien, en principio, le comento que muchas personas
vienen a mi consultorio a plantearme problemas re-
feridos a su especialidad, a falta de un profesional i-
dóneo en tales disciplinas. Lo que haría yo, en prin-
cipio, es derivárselos.
-Entiendo. Me parece muy bien.
-Es más, ya he dicho a algunos pacientes que conta-
ría con su concurrencia, y lo están esperando con an-
siedad.
-Bueno, me esforzaré por ayudarlos, entonces.
-Y dígame, ¿adónde piensa atenderlos?
-No sé. Esperaba que usted me lo indicara.
-Verá, en la clínica hay pocos espacios, y sobre todo,
según mi criterio, resultan absolutamente inadecua-
dos para el tipo de terapia que usted deberá efectuar.
Así que quedan dos posibilidades: o acondicionamos
el escritorio de su casa en la calle Belgrano, o lo ha-
53
Gabriel Cebrián

cemos con alguna de las habitaciones de aquí mis-


mo.
-Oh, no, no me gustaría alterar el orden de esta fami-
lia.
-No sería así, créame. ¿No es cierto, Magda?
-Sería un placer, cambiar un poco las rutinas. Mira,
Gaspar, mi padre pasa el día en la clínica o dando
vueltas por el campo, o pescando. Yo, simplemente
languidezco, veo televisión o leo. Me encantaría que
atiendas aquí, al menos vendría gente, habría movi-
miento, sucederían cosas nuevas...
-No, yo les agradezco, sinceramente, pero estaría
más cómodo en mi casa, digo, si a ustedes les pare-
ce.
-No, está bien –acordó el Doctor. Magdalena, por su
parte, hizo un visage de desagrado. –Siendo así, pues
dígame cuándo le parece que estará en condiciones
de atender.
-Mañana mismo, si usted así lo dispone.
-¿No necesita poner en orden las cosas, conseguir un
sofá...?
-¿Un sofá? –En este punto, Gaspar tuvo que conte-
nerse para no soltar una risa que bien podría haberse
malinterpretado. –No, yo no utilizo sofá. Prefiero
hablar con el paciente cara a cara, escritorio de por
medio.
-Bueno, sepa disculpar mi visión tradicional y tal
vez arcaica de su profesión –se justificó Sanjuán, ad-
virtiendo inmediatamente su concepto arquetípico de
la psicoterapia.

54
Los fuegos de San Juan

Entró nuevamente Haydée, retiró los platos y colocó


los de postre. Se retiró y volvió al instante con una
especie de budín acaramelado. Sirvió las porciones,
y esta vez, Gaspar se adelantó a elogiarlo.
-Mmmmh, exquisito. Budín de nuez, ¿no es así?
-Sí, Haydé lo prepara exquisito –dijo Magdalena.
-Claro que -intervino el doctor – es casi una invita-
ción suya, este postre.
-¿Cómo dice?
-Claro, que el otro día fui a ver las condiciones en
las que se encontraba la casa de calle Belgrano y me
tomé el atrevimiento de tomar algunas nueces.
-Ah, claro, está muy bien. Sobre todo si iba a darle
un destino tan apropiado, vea.
-¿Qué tiene que hacer, por la tarde?
-¿Yo? Nada, pues. Hasta mañana lunes, si es que co-
mienzo con mi tarea...
-Entonces vamos a tirar unos tiros por ahí. Vayamos
de caza.
-Nunca he practicado la caza. Es más, no he usado
nunca un arma de fuego.
-Siempre hay una primera vez para todo, en la vida.
-Sí –acordó la joven. –Siempre es bueno pasar por
experiencias nuevas. No reiterar siempre los mismos
esquemas, volver una y otra vez a las mismas situa-
ciones, ahogarse en rutinas.

55
Gabriel Cebrián

VIII

Luego del estampido, la lata de aceite vacía que es-


taba momentos antes sobre un poste de alambrado,
voló hacia atrás y rebotó tres o cuatro veces antes de
detenerse sobre el pasto. El Doctor Sanjuán acababa
de demostrarle prácticamente cómo se usaba la esco-
peta del doce. La detonación, mucho mayor a la que
esperaba, sobresaltó a Gaspar, quien tenía en sus
manos, con verdadera aprensión, un arma de simila-
res características.
-Ve, es algo muy sencillo. Usted tiene que apoyar la
culata acá, inclinar la cabeza, cerrar un ojo y con el
otro mirar este fierrito que está acá, que se llama
“testigo”, de modo que quede justo en medio de esta
ranura de acá...
-Mire, Doctor, la verdad es que me asusta un poco,
este tema.
-Vamos, hombre, déjese de embromar. No hay mu-
chas cosas que pueden hacerse por acá, ¿sabe? Ésta
es una de las más divertidas, así que le recomiendo
que no se la pierda, y menos teniendo en cuenta que
en cuanto rompa el hielo le encantará. Ánde, dispá-
rele a esa lata.
Gaspar levantó el arma y la apoyó en el hueco de su
hombro derecho. Dirigió el caño hacia una segunda
lata apoyada a unos veinte metros, sobre otro poste,
y antes de jalar el gatillo se volvió un instante y pre-
guntó:
-Oiga, ¿tiene mucho retroceso esta escopeta?
56
Los fuegos de San Juan

-Bueno bueno bueno bueno... ¿era usted el que no


sabía nada de armas?
-Está bien, he visto televisión, también, ¿sabe? Y a-
demás he oído hablar.
-Claro, por supuesto, solo estaba bromeando. Ape-
nas patea un poco. Solamente tire el pie derecho un
paso hacia atrás, y cualquier cosa aguante el peso
sobre él. Pero es mucho ruido, nomás. A lo sumo
salta un poquito. Agárrela fuerte, y no se haga pro-
blemas. Solo cuesta el primero.

Tiró del gatillo con dedo tembloroso. El resorte, al


principio rígido, perdió tensión de golpe y el estam-
pido, esta vez más cercano, lo aturdió ligeramente.
No obstante vio caer su lata, no tan aparatosamente
como la anterior, pero al menos, le había dado.
-¡Muy buen tiro! –Festejó Sanjuán. -¿Vio que le di-
je?
-Sí, no parece tan difícil.
-No lo es. Aparte, está cargada con perdigones. Ve-
remos si encontramos perdices. Para ciervos, o chan-
chos salvajes, se preparan postas de plomo. Pero ésa
es la segunda materia. Vamos paso a paso.
-Está bien, como usted diga. Usted es el instructor de
cacería –dijo Gaspar, pensando que aquella no era u-
na mala forma de embolsar tres mil pesos por mes.
-¿Necesita otro tiro de prueba?
-No, está bien, creo que ya tengo el concepto.
-En ese caso, nos conviene rumbear para allá. Por
entre los matorrales de cola de zorro, salen perdices,
y hasta liebres. No hay que apuntarle como a las la-
57
Gabriel Cebrián

tas. Las latas no se espantan. Hay que tirarles al


bulto, rápido, ni bien las ve que se espantan. Con
cuidado, eso sí. Debemos ir caminando en la misma
línea, y nunca tirar para el costado de golpe, ¿entien-
de?
-Entiendo.

Mientras caminaban en el sentido indicado, y sin


mediar comentario previo, el Doctor comenzó a ha-
blar de cierto problema que no le había referido du-
rante el almuerzo.
-Se trata de un problema familiar –explicó.
-Creo que lo imagino –aventuró Gaspar.
-Ah, ¿sí? ¿Y qué es lo que imagina?
-Bueno, según yo veo, su único familiar parece ser
Magdalena. No hay que ser muy suspicaz, en ese
sentido.
-Ahá.
-Y en base a algunas cosas que me pareció advertir
durante el almuerzo, ella no está muy bien, ni mucho
menos conforme con la vida que lleva.
-Es usted muy observador.
-No tanto, pero gracias, de todos modos.
-Sí, se trata de ella.
-¿Está acaso afectándola a ella también lo que usted
ha dado en denominar “Síndrome de Cañada del Si-
lencio”?
-¿Cómo se ha dado cuenta de eso?
-Mire, si no hubiera sido porque anoche me topé con
la pequeña Annie, probablemente no lo habría podi-
do inferir.
58
Los fuegos de San Juan

-Ve, no me equivocaba en nada, respecto de usted...


es un joven muy agudo, tal como le dije. Dígame,
por favor, cómo, o mejor dicho, por qué relaciona a
la pequeña Annie con mi hija.
-Bueno, básicamente porque las dos hicieron refe-
rencia a las frases recurrentes. Claro que con dife-
rente impronta, pero me pareció significativo.
-Usted me sorprende, ¿sabe? Creo que fue una exce-
lente idea contratarlo.
-Gracias –dijo Gaspar, mientras pensaba que por el
momento dejaría suelto el cabo del parecido físico
entre el propio Doctor, su hija y esa suerte de apari-
ción llamada Annie. Y ello por una cuestión de mera
prudencia. –Y digo, sin pretender que vayamos a de-
jar de lado la debida concentración en aras de la ca-
cería, ¿podría informarme algo acerca de la etiología
que corresponde al síndrome ése que usted mencio-
na?
-Es un poco largo, y realmente dificultoso para un
lego como el que le he dicho que soy. Pero lo inten-
taré. Vea, para ello, debería hacer un poco de histo-
ria.
-Adelante, cuantos más detalles me dé, tanto mejor.
-Siendo así... sinceramente, no vaya a pensar ni por
un momento que comparto las disparatadas hipótesis
que puedan inferirse, más o menos directamente, de
mi relato. Trataré de interpretar, de algún modo, lo
que piensan o creen los afectados.
-Pero claro, Doctor, lo entiendo perfectamente, y eso
me ayudará mucho, créame.

59
Gabriel Cebrián

-En cierto modo me estoy previniendo, dado que se


trata de cuestiones tan extravagantes y supersticio-
nes tan patéticas que me avergonzaría sobremanera
que usted...
-No se preocupe, ya tomé nota de ello.
-En ese caso... todo parece haber arrancado con la
llegada, hace ya unos veinte años, de un barco. En
realidad, no es que llegó, sino que encalló aquí, en
estas costas.
-Encalló un barco aquí, qué extraño.
-Sí, pero eso no es lo más extraño.
-Seguramente. Disculpe.
-No, está bien. Fue una noche de niebla muy espesa.
-Oh.
-Claro, como la que dice usted que hubo anoche.
Pero no se va a sugestionar, ¿no?
-No, mire, sus previsiones parecen contar más para
mí que para usted, por lo visto –observó Gaspar, y
ambos rieron, aunque en el ánimo del joven algo, si-
nestésicamente, se nubló. –Continúe, por favor. No
me haga caso.
-Bueno, al día siguiente, unos muchachos del pueblo
fueron de madrugada a pescar, y vieron el mástil,
mar adentro. Debido a los palos, y a los velámenes
rotos, advirtieron que era una nave de vela. Como el
invierno estaba a punto de comenzar, la mañana era
muy fría, así que desistieron de ingresar al agua a a-
veriguar si había llegado alguien en él. Sin embargo,
se comunicaron con el pueblo y dieron la nueva. Al
poco rato, vio cómo suceden las cosas en los sitios
en donde nada sucede, la playa estaba llena de gente.
60
Los fuegos de San Juan

Era tal el pisadero que cuando alguien observó que


los náufragos, en todo caso, debían haber dejado
huellas en la arena, ya era absolutamente imposible
discernir nada. Entraron con lanchas, y volvieron
desconcertados. Dijeron que se trataba de una espe-
cie de galeón, pero aquellos individuos no eran ave-
zados en temas navieros, y mucho menos en térmi-
nos históricos. Lo que sí parecía ser incontrovertible,
era su antigüedad.
-Mire usted, una especie de barco fantasma.
-Claro que eso fue exactamente lo que dijeron. Y tal
suposición fue abonada fuertemente por la circuns-
tancia que, apenas unos minutos después de que los
hombres de las lanchas volvieran, y justo momentos
antes que arribara el fotógrafo del diario, la cosa a-
quella, haya sido lo que haya sido, había desapareci-
do bajo las aguas y nunca más volvió a ser vista.
-Es realmente una historia muy extraña, pero no me
parece tan impactante como para provocar una se-
cuela psicológica semejante.
-Es que aún no he terminado.
-Disculpe que lo haya interrumpido.
-No, en todo caso, viene bien para intercalar lo que
puede parecer una digresión, pero que en realidad es
una aclaración necesaria. Cañada del Silencio es un
bonito pueblo, tiene estos campos, está cerca del
mar, la tierra es buena; y la gente también lo es, solo
que es muy dada a las fantasías y a las supesticiones.
Ello al grado que cíclicamente hacen su aparición
seres fantásticos como “la Llorona”, o “el Lobizón”,
o el mismo legendario Basilisco. Hay montones de
61
Gabriel Cebrián

personas, algunas que normalmente parecen decha-


dos de ecuanimidad y sentido común, diciendo que
han oído a una o visto a los otros. Es cierto que
cuando se pone de moda la Llorona, por ejemplo, yo
también la oigo, pero no me cabe duda que es algún
gracioso que se entretiene a costa de la credulidad a-
jena. La cuestión que a partir de aquel suceso no fal-
taron personas que decían haber visto entre la niebla
la figura de un marino que respondía a estereotipos
antiguos, con aires de bucanero, o algo así, divagan-
do enloquecido, e incluso arrojando mandobles a
diestra y siniestra con su sable a enemigos invisibles.
-Parece parte del folklore propio de la zona, esto
también, ¿no es verdad?
-Sí, y si me pregunta a mí, estoy seguro que es así.
Pero la cuestión es que cuando había pasado alrede-
dor de un año, y ya el número de presuntos avistajes
del sujeto aquél crecía de modo llamativo, sucedió
que algunas personas comenzaron a decir que se les
aparecía en sueños; y aún más, que hablaban con él
en medio de la niebla, aún en vigilia. A todas luces,
un fenómeno de sugestión que parecía comenzar a
provocar alucinaciones colectivas.
-No es difícil generar una psicosis cuando las condi-
ciones internas y externas reciben tanto estímulo.
-Claro que sí, usted me reafirma en mi convicción de
que he efectuado el análisis correcto, ¿ve?
-Me agradaría saber qué dijeron las personas que
dicen haber hablado con el fantasma.
-Eso resulta curioso, eso precisamente era lo que iba
a decirle. Que los testimonios son contestes en cuan-
62
Los fuegos de San Juan

to a los mensajes recibidos. Dicen que hablaba una y


otra vez las mismas cosas.
-¿Qué clase de cosas?
-Que no les fuera a pasar lo mismo que a él, que la
maldición de San Juan los obligaría a recalar siem-
pre en los mismos puertos. O que el infierno es la
reiteración de las mismas situaciones, y que el mis-
mo demonio habla en círculos.
-Que el demonio habla en círculos...
-Eso decían que les dijo. A mí, qué quiere que le di-
ga, me parece una versión oligofrénica de la balada
del viejo marinero, de Coleridge, no sé si la leyó...
-Sí, la leí, y sabe qué, parece usted tener razón –con-
cedió Gaspar, sonriendo; aunque a pesar de la refe-
rencia poética, centraba su atención en el palmario
componente lingüístico que traslucía en el aún inci-
piente esbozo de la sintomatología.
-No sabría decirle a ciencia cierta el grado de razón
que me asiste. Pero lo que ocurrió a continuación fue
que las personas que decían haberlo visto, o no, me-
jor debería decir las que lo oyeron, o que dicen ha-
berlo oído, se pusieron medio obsesivas con el tema
de la reiteración.
-Sí, pero eso es casi una contradicción en los térmi-
nos, fíjese. La obsesión, sin ir mas lejos, es esencial-
mente reiterativa.
-Bueno, no lo había visto de ese modo, pero ahora
que lo dice...
-Ya conocía esa cuestión. Es decir, eso es lo que me
remarcó precisamente la pequeña Annie anoche.

63
Gabriel Cebrián

-Sí, ella es la que manifiesta haberlo visto con más


frecuencia.
-Y también, según parece, Magdalena lo ha visto.

El Doctor Sanjuán se quedó viéndolo unos momen-


tos. Luego asintió. Gaspar entonces explicó:
-Me llamó la atención -como ya le dije recién,- du-
rante el almuerzo, que ella formulara una observa-
ción respecto de una repetición en el diálogo. Y ade-
más que usted reaccionara, aún sin palabras, ante u-
na objeción que hubiese resultado casual y entera-
mente inocente, y que habría pasado absolutamente
inadvertida para mí de no haberme topado antes con
la niñita, como también le comenté. Aunque debo
estar repitiéndome.
-¡No empiece usted! –Exclamó Sanjuán, y profirió
unas risas. -Lo dicho. Es usted un eminente psicólo-
go. Sí, Magdalena dice que el individuo ése se con-
tacta con ella en sus sueños.
-Es una forma de elaboración de las fantasías, según
lo que podría parecer a primera vista, sin algunas se-
siones que lo verifiquen.
-¿Usted estaría de acuerdo en atenderla?
-Hombre, es mi función, ¿verdad? Mucho más si us-
ted me lo pide, con todas las consideraciones que ha
mostrado hacia mi persona. Claro que ella debe estar
de acuerdo, también.
-Mire, Gaspar, cualquier cosa que sea novedosa la
encararía sin dudar un instante.
-Pero en honor a la verdad, Doctor, hay algunas co-
sas que sucedieron anoche que no me cierran.
64
Los fuegos de San Juan

-¿Respecto de la pequeña Annie?


-Sí.
-Ella me acompañó hasta casa, y me dio no sé qué
dejarla sola allí, en la noche, con esa niebla, así que
la invité a pasar y le ofrecí el sillón del living para
que duerma.
-Ahá.
-Luego cerré todo, y me fui a dormir a mi vez. La
cosa es que a la mañana siguiente, no estaba. Las lla-
ves quedaron en el bolsillo de mi pantalón, y no hay
modo que las haya tomado de allí sin que yo me des-
pertara. Tengo el sueño muy liviano, ¿sabe?
-Seguramente hay muchos modos de salir de allí, so-
bre todo para una pilluela de su calibre.
-Así, pues hombre, si hay tantos modos de salir, de-
be haber otros tantos para entrar, cosa que no me re-
sulta tranquilizadora.
-Bueno, he dicho que para una diablilla ágil, peque-
ña y despierta como Annie. De todos modos, no se
preocupe. No se registran casos de delito, casi, en
Cañada del Silencio. Nadie va a entrar subrepticia-
mente a su casa, créame. Tal vez solamente la pe-
queña, cosa que igual, no creo que vaya a hacer. Pro-
bablemente nada más lo haya hecho para inquietarlo,
para jugar esas bromas que le decía.
-Sí, pero eso no es todo. Cuando llegué a la casa por
primera vez, observé una cajuela con llave que era
parte del mueble biblioteca del estudio. Obviamente,
llamó mi atención. Comprobé que se hallaba cerra-
da.
-¿Con llave?
65
Gabriel Cebrián

-Sí. Pero mientras me estaba asegurando que la niña


esa no se hubiera escondido en algún lugar de la ca-
sa, advertí que la portezuela ahora estaba abierta,
colgando de las bisagras.

Mientras contaba esto, una detonación casi lo para-


lizó. Unos veinte metros al frente, un ave pequeña y
parduzca daba unos saltos agónicos, para luego que-
dar inerte sobre el pasto.

IX

Llenó la copa del añejísimo brandy que el Doctor


Sanjuán le había regalado luego de la cena. Lo pro-
bó, y aún a pesar que no era una persona avezada ni
mucho menos en virtudes sibaríticas, o al menos en
las que hacen a un medianamente buen catador, pu-
do advertir la nobleza y antigüedad de aquellas ce-
pas. No tenía televisor, ni radio, ni más libro que a-
quél que lo había acompañado durante el viaje. So-
los él y la noche pueblerina.
A pesar del frío, decidió salir a beberla en el fondo.
Mientras miraba la bóveda celeste, estrellada como
no recordaba haberla visto, pensó en aquel extraño
día que había pasado, prácticamente en su totalidad,
con el Doctor. Muy poco había agregado a su juicio
después que hubo cobrado la primera pieza. A partir
de allí, las perdices habían aparecido en gran núme-
66
Los fuegos de San Juan

ro, y hasta él mismo tuvo que vencer el tabú de sen-


tirse un asesino y gatillar en dirección a las aves. Él
mismo había derribado dos o tres, ya que a una le
dispararon en forma simultánea, de modo que no se
pudo saber cuál de los dos le había dado. En cambio,
su nuevo amigo había atrapado más de diez, las que
iba recogiendo y guardando en una bolsa que pendía
de su cinturón. Comentó que Haydée haría un exqui-
sito escabeche con ellas, y además observó que era
muy cuidadosa para extirpar los perdigones, dado
que, caso contrario, podían ocasionar sorpresas muy
desagradables a la dentadura de los comensales.
Durante la cena, Magdalena se había mostrado ca-
llada y como taciturna. Solo pudo percibir algo de
entusiasmo en ella cuando su padre le anunció que al
día siguiente, hacia las cinco de la tarde, Gaspar la
recibiría para su primera sesión de análisis. El Doc-
tor, en cambio, había hablado casi todo el tiempo de
las virtudes del joven, en la cacería, en los concep-
tos, en su calidad profesional, etc. etc. etc. No solo
había logrado ponerlo incómodo, sino que hasta ha-
bía comenzado a sospechar que algo debía haber de-
trás de toda esa lisonja excesiva. Y de la cuantiosa
paga, y de su actitud obsequiosa. Encima de todo a-
quello, el contexto algo tenebroso ya de Cañada del
Silencio y sus folklores de bucaneros fantasmas
conspiraban también para arrojarlo a un cuadro de
sensibilidad alerta, casi alarmada.
El brandy estaba bueno, sí señor. No acostumbraba
fumar mucho, pero la ocasión parecía ameritar un
buen cigarrillo. No más había accionado el encende-
67
Gabriel Cebrián

dor cuando una serie de pequeñas luces titilaron so-


bre la boca del aljibe. No podían ser otra cosa que
luciérnagas, pero la sincronicidad con que había o-
currido lo dejó pasmado. Pasado un poco el estupor,
pensó que mal podían ser luciérnagas en una noche
tan fría, pero se tranquilizó diciéndose que quizá por
allí las cosas fueran distintas, o que tal vez no hubie-
ra sido otra cosa que una ilusión óptica producto de
su imaginación exacerbada por tantas cuestiones
nuevas y singulares. Se quedó mirando un buen rato,
pero el fenómeno, si es que había existido, no se re-
pitió. Al cabo de unos minutos, había acabado el ci-
garrillo y la tibieza del brandy lo había devuelto a su
estado emocional corriente.
De pronto, y a pesar de la clara noche de fase lunar
creciente, la niebla comenzó a levantarse otra vez.
Había decidido entrar de nuevo en la casa cuando
desde atrás, sin ningún aviso o ruido previo, la pe-
queña Annie le dijo Hola, provocándole un sobresal-
to tal que dejó estrellar la copa, casi vacía, contra el
piso de ladrillo. Se volvió hacia ella impelido por el
propio movimiento instintivo de defensa, que le ha-
cía al propio tiempo manifestar atávicas funciones
involuntarias como el escalofrío a lo largo de su es-
pina dorsal. Se quedó viéndola con cierto aire de fu-
ria. Ella sonreía, parecía gozar del terrible susto que
acababa de propinarle.
-Nunca vuelvas a hacer eso, ¿me oyes?
-¿Qué nunca vuelva a hacer qué?
-Aparecerte así, subrepticiamente, dentro de mi casa.
-No estoy dentro de tu casa.
68
Los fuegos de San Juan

-Olvídalo, sabes a lo que me refiero. No vuelvas a


hacerlo, ¿me oyes? –Trató de reconvenirla severa-
mente, mas halló como respuesta una mirada que,
sin decir palabra alguna, de algún modo le observaba
que estaba incurriendo en una reiteración.
-¿Qué diablos es lo que estás haciendo aquí? ¿Acaso
es la niebla la que te trae?
-Si la niebla te trae, no importa gran cosa. Lo que sí
debería importarte es tratar de que la niebla no te lle-
ve.
-No empieces con las frases crípticas. Recién te co-
nozco y ya me estás cansando, ¿sabes?
-¿A qué llamas frases crípticas?
-A esas cosas que afirmas pretendiendo que tienen
sentido cuando no tienen pies ni cabeza.
-Ah, pero sí tienen sentido. Pasa que aún no lo ha-
llas. Pero es cuestión de tiempo. Y fundamentalmen-
te, de que llegues a aprender a pensar que las cosas
no siempre se ajustan a tus criterios.
-Oye, no necesito clases de una niña freak que juega
a asustar turistas haciéndose la misteriosa.
-Ya te he dicho que no soy una niña.
-Bueno, yo voy adentro, ¿quieres pasar? –le dijo,
con la real intención de someterla a un interrogatorio
exhaustivo y descubrir realmente qué había pasado
la noche anterior, quién era verdaderamente y qué
quería.
-Está bien, si no te incomoda.
-Me incomoda que andes husmeando y apareciendo
de golpe donde no debes.

69
Gabriel Cebrián

-Estás un poco agresivo, conmigo. Que yo recuerde,


no te he hecho nada. Solamente te acompañé hasta
aquí cuando andabas algo perdido en la niebla.
-Tienes razón, discúlpame –concedió, mas no obs-
tante continuó en la misma vena. -¿Y? ¿Vienes o te
quedas allí?

Entraron a la cocina. Gaspar puso el agua para el ca-


fé –Ya su alacena estaba atestada de provisiones que
esa misma tarde, mientras cazaban, Haydée había al-
macenado- y se sirvió más brandy en otra copa.
-Bebes como mi padre.
-¿Acaso tienes uno?
-Tú sabes la respuesta.
-Según tú, yo sé todas las respuestas. Mirá, quiero
que hablemos como amigos, ¿vale?
-No me tomaría la molestia de hablar contigo si no
considerara que lo necesitas, ¿sabes? No estoy aquí
porque no tenga nada que hacer, ni mucho menos. Y
olvida la peregrina idea de que soy una fantasiosa a
la que le gusta asustar turistas. ¿Acaso quieres que te
asuste a tí?
-No, no quiero. Quiero que seas sincera conmigo y
dejes de comportarte de manera extraña.
-Oye, desde mi punto de vista, quien se comporta en
forma extraña eres tú. ¿Qué has aprendido en la Uni-
versidad? ¿Qué eres el paradigma de la realidad y el
juez absoluto de los juicios verdaderos?
-No, precisamente todo lo contrario, supongo que he
aprendido a ver las cosas desde varios enfoques.

70
Los fuegos de San Juan

-Entonces deja de tratarme como a un párvulo al que


lo están reconviniendo todo el tiempo debido a su in-
experiencia y su insensatez. Ayer estabas perdido en
la niebla, y te aseguro que ésa es una situación muy
poco recomendable para un individuo que, como es
tu caso, no maneja los códigos de tal experiencia; y
conste que no me estoy refiriendo al mero fenómeno
climático, sino a lo que realmente es esa niebla.
-¿Y qué es lo que verdaderamente es, esa niebla?
-Ojalá lo supiera.
-¿De qué hablas, entonces?
-Bueno, mi ventaja sobre ti es que, si bien no sé lo
que es, sé, positivamente, que no se trata de una nie-
bla y nada más.
-¿Y cómo sabes eso?
-Porque me ha llevado.
-¿Adónde?
-No lo sé. Nada allá es como aquí. Sé que yo tampo-
co era así, antes de eso.
-¿Cómo dices?
-Tú eres el profesional, aquí. ¿Acaso hablo como u-
na niña? ¿Qué clase de preguntas haces? Hasta que
no caigas en la cuenta que no se trata de un estúpido
psicoanálisis de ésos que tan bien tienes conocidos
en teoría, no avanzaremos un ápice, créeme, y la nie-
bla ahí afuera nos devorará, y esta vez quizá no pue-
da engañarla.

Gaspar se incorporó como para terminar de preparar


el café y servirlo, aunque en realidad lo hizo para ga-
nar unos segundos durante los cuales tratar de clari-
71
Gabriel Cebrián

ficar un poco lo que estaba sucediendo. Por una par-


te, sentía que era imperioso romper algunos de sus
códigos y estructuras racionales para poder interpre-
tar lo que la persona aquella, niña o lo que fuere, tra-
taba de transmitirle. Pero por otro temía profunda-
mente la peligrosidad que tal maniobra podía conlle-
var en referencia a su propia estabilidad psíquica.
Sirvió las tazas y se sentó frente a Annie. Tuvo la
certeza que ella sabía qué era lo que él estaba pen-
sando. Decidió esperar a que la supuesta niña dijese
lo que tenía que decir. No tuvo que esperar demasia-
do.
-Dicen que el Cristo fue tentado por el demonio, en
el desierto.
-Así dicen.
-Pero él se resistió, y fue capaz de rechazar las gran-
diosidades ofrecidas.
-Ahá. ¿Y? ¿Qué tiene que ver con lo que estábamos
hablando?
-Dímelo tú.
-¿Acaso piensas que el Doctor Sanjuán es el demo-
nio?
-Te olvidas de incluir a Eva en la pregunta –le res-
pondió entre risas, y añadió: -No, no creo que sea el
demonio. Pero tal vez algún día participe de él.
-¿A qué te refieres?
-Ése amigo tuyo es un individuo muy oscuro y peli-
groso.
-Tal vez estés dicendo eso solo porque él conoce tus
trucos.

72
Los fuegos de San Juan

-No soy tan estúpida como tu crees. Sé muy bien por


qué lo digo. A ver, dime, por ejemplo, ¿cuánto tiem-
po crees que hace que él está por aquí?
-No lo sé. No hablamos de eso. Creí que era nativo
de por aquí.
-Pues no. Llegó tan solo unos cuantos días antes que
el misterioso galeón, ése del que estuvieron hablan-
do hoy mismo.
-¿Cómo sabes eso?
-Me lo contaron las perdices –dijo, y volvió a reír.
-No me divierten tus juegos.
-No estoy jugando.
-Me gustaría saber cómo hiciste para salir de aquí, a-
noche.
-A mí también, puedes creerme.
-Es muy difícil hablar contigo.
-Lo sé. Pero no lo hago adrede.
-Tampoco sabes cómo abriste la cajuela de la biblio-
teca, ni lo que había en su interior, seguramente.
-No he sido yo quien hizo eso.
-Eres la única que ha estado aquí.
-No estés tan seguro de eso.
-Ves, estoy inclinándome a pensar que es cierto que
te gusta alarmar a las personas.
-Hace apenas poco más de veinticuatro horas que es-
tás aquí, en Cañada del Silencio. Pronto tendrás mu-
chas oportunidades de decidir si lo que estoy hacien-
do es jugar con tus emociones o alertándote acerca
de cosas que muy bien podrían sucederte si no abres
los ojos, y sobre todo, la mente. Ves, me obligas a
repetirme –observó finalmente, mientras echaba una
73
Gabriel Cebrián

ojeada temerosa hacia la puerta que daba a los fon-


dos.
-¿A qué temes? ¿Acaso al fantasma del bucanero?
-Te crees muy listo, ¿verdad? Sin embargo, hace só-
lo unos momentos viste las luces en la boca del alji-
be –Gaspar se sirvió otro brandy. Ella entonces le
preguntó: -Ése licor te lo dio Sanjuán, ¿no?
-Sí. ¿Crees que pueda estar envenenado?
-En cierta forma. Seguro que no contiene cianuro, o
estricnina. Mas tal vez contenga sustancias más suti-
les.
-No lo creo. Sabe verdaderamente bien.
-Seguro. Por eso hablaba de... bueno, ya sabes.
-No quieres caer en reiteraciones... sabes, pienso que
eso es una fobia, no creo que haya nada de malo en
tal circunstancia.
-Lo que sabes o dejas de saber ha perdido pertinen-
cia desde que tomaste contacto con Sanjuán y deci-
diste venir aquí, tentado por el sexo y la codicia.
-No voy a permitirte que me hables así, y menos que
te comportes como si supieras todo, incluso las moti-
vaciones que he tenido o no para venir a trabajar a
este pueblo.
-No pierdas tu tiempo y tu energía peleando contra
mí. Te harán falta para cuando abras los ojos. Y eso,
si no los tienes completamente nublados para ese en-
tonces, claro.
-¿Quién eres?
-Ya lo sabes, y aparte ya te lo dijo tu “amigo” San-
juán. Es obvio que prefieres creerle a él.
-¿Quién eres?
74
Los fuegos de San Juan

-Oye, ese jueguito que comienzas a intentar puede


resultar muy peligroso para ambos –le dijo, tratando
disuadirlo; y el temor que su expresión trasuntaba
mientras volvía a mirar hacia la puerta que daba a
los fondos, según le pareció a Gaspar, era absoluta-
mente genuino.
-¿Quién eres?
-Déjalo ya. Estás haciendo una estupidez que puede
costarnos muy cara.

Era la primera vez que sentía que estaba dominando


la situación, desde que había conocido a la niña.
Siempre había sido él quien se sorprendía, e incluso,
asustaba, con los comentarios y actitudes raros e in-
quietantes de ella. Ahora, al parecer, la cosa había
cambiado, y si bien no era aconsejable exacerbar los
efectos de una fobia, al menos en teoría, parecía que
ésa era la única manera de alcanzar un mínimo plano
de igualdad desde el cual articular un diálogo más
provechoso para ambos. Así que persistió:
-¿Quién eres?
Los ojos de la pequeña Annie, que habían quedado
fijos en la base de la puerta, se abrieron desmesura-
damente mientras le recriminaba:
-Eres un imbécil.
Gaspar siguió la mirada de ella, y el aplomo tan re-
cientemente logrado, se esfumó al advertir que la
niebla, densa y pesada, comenzaba a ingresar por
debajo de la puerta de hierro. La niña no dijo más, se
incorporó y salió a toda carrera hacia la parte delan-
tera de la casa. Gaspar la siguió, intentando conte-
75
Gabriel Cebrián

nerla. Llegó al living, y no la halló. Tanto la puerta


como las ventanas, estaban cerradas. Procedió a lo
que parecía haberse constituido en rutina, la buscó
por toda la casa. No estaba. La agitación y las pul-
saciones en sus sienes le daban la medida de la an-
siedad a punto de devenir en pánico. Volvió a la co-
cina, y pudo ver algunas pequeñas volutas de vapor
que se disipaban ni bien ingresaban al interior de la
casa. Solo es un poco de niebla, se dijo a sí mismo,
tratando de recuperar la compostura. En la misma
vena se sirvió más brandy y lo bebió sin cuidado ni
mesura, de modo que se volcó un poco por las comi-
suras. El Doctor Sanjuán tenía razón, la pequeña dia-
blilla era experta en eso de sugestionar y asustar a la
gente. Aunque le costaba dar un sentido lógico a sus
desapariciones tan flagrantes. Puso llave a la puerta
del fondo, tratando de reprimir el tabú que le pro-
vocaban los menguantes vapores que entraban por
debajo. Copa en mano, encendió un cigarrillo más y
decidió ir a acostarse. Tal vez consiguiera dormir, a
pesar del mal momento que la pequeña Annie le ha-
bía hecho pasar con sus diabluras y trucos de presti-
digitación. El temor, aún minimizado por su ánimo
de negación del mismo, lo llevó a cerrar también la
puerta de la cocina que daba al pasillo. Mientras lo
hacía, pudo ver otra vez, a través de los vidrios opa-
cos de la del fondo, a las inexplicables luciérnagas
titilando, difusas debido a la niebla, del otro lado.

76
Los fuegos de San Juan

Había tardado mucho en dormirse, y cuando lo hizo,


tuvo pesadillas. Soñó que estaba a bordo de un barco
a la deriva, atado a la mesana, debatiéndose con las
amarras infructuosamente, sintiendo el dolor de las
ajustadas sogas en sus muñecas. También sentía el
balanceo fuerte y sostenido de un mar encabritado, y
las salpicaduras en cada golpe de proa. Sabía, en esa
suerte de certeza tan apodíctica como infundada pro-
pia del trance onírico, que el resto de la tripulación
estaba muerta, que él era el último sobreviviente,
aunque por poco tiempo. Cuando despertó estaba
mareado, y parecía haber amanecido hacía ya un
buen rato. Mientras se vestía, se dijo a sí mismo que
era una cuestión muy normal el haber soñado aque-
llo, en virtud de las experiencias que venía atrave-
sando cada vez que la pequeña Annie se le aparecía.
Salió al fondo y, a la luz clara del día, todo lucía
normal y previsible. Tal vez lo fuera, tal vez se estu-
viera obsesionando debido a tantos cambios en su
vida y a la extraña atmósfera del lugar, tan teñido de
leyendas y supersticiones. Y a la interacción con in-
dividuos tan extraños, ya que, a decir verdad, si bien
la niña era absolutamente extravagante, tanto San-
juán como su hija no le iban muy en zaga.
Luego de un frugal pero nutritivo desayuno, decidió
salir a dar otra vuelta por el pueblo. Repentinamente,
un montón de misterios e interrogantes habían i-
rrumpido en su experiencia personal, y necesitaba
77
Gabriel Cebrián

referencias que le permitieran formarse un cuadro


mínimo de situación sobre el cual articular la míni-
ma estrategia asequible. Encerrado en su casa, no i-
ban a aparecer sino las provenientes de los Sanjuán y
de la pequeña y extraña Annie. Con referencia a las
maquinaciones de esta última, y de las fantasmago-
rías sugeridas tanto por ella misma como por el pro-
pio Doctor (por más que insistiera en poner el acento
en que las consideraba meras supercherías), debía
concentrarse y no perder de vista que se trataba, en
el peor de los casos, de aberraciones morbosas sin o-
tro sustento que distorsiones enfermizas de la mente,
individual o colectiva, respecto de las cuales tendría
que tener mucho cuidado de confundirse o involu-
crarse en modo alguno.
Salió. Caminó unas cuadras y entró en una panade-
ría. Había unas cuantas personas, así que debió es-
perar su turno. En la pared detrás del mostrador, una
pintura mostraba un haz de espigas de trigo, y una
leyenda semicircular sobre ellos afirmaba que el sol
sale para todos. Llegó su turno y la mujer entrecana
y regordeta, que se había mostrado tan amable y
simpática con sus clientes, le preguntó, o al menos e-
so fue lo que podía deducirse del ligero cabeceo des-
deñoso, qué quería.
-Oigame –dijo visiblemente ofuscado, -no tiene por
qué atenderme si no quiere.
-Bueno, ¿va a llevar algo o no? No tengo tiempo pa-
ra perder, sabe.
-Lo único que quiero es saber por qué se dirige a mí
en esta forma tan desagradable.
78
Los fuegos de San Juan

-¿Busca problemas? Le aclaro que somos una comu-


nidad muy pacífica, y no toleramos muchos atrope-
llos de forasteros.
-No busco problemas. Simplemente, le reitero que
me gustaría saber por qué tiene esos modos tan ina-
decuados para conmigo.
-No reitere preguntas tontas, ¿quiere? –y se dirigió a
la siguiente persona en la cola, una matrona con ru-
leros debajo de un pañuelo en la cabeza, que apartó a
Gaspar con el codo y pidió medio kilo de criollitos.
Tal parecía que dependía absolutamente de Haydée
para conseguir el mínimo sustento alimenticio. El
cartel no decía la verdad. En Cañada del Silencio,
por lo visto, el sol no salía para todos.

Siguió caminando, observando que las mujeres que


andaban por ahí de compras, o simplemente chismo-
rreando en la puerta de sus casas, lo observaban con
curiosidad y también con lo que le pareció ser un de-
jo de desprecio, e incluso de miedo. En la puerta del
edificio de una sucursal bancaria había un mendigo,
sentado sobre una bolsa de arpillera. Estaba vestido
a la usanza gaucha, como muchos hombres de por
allí. Solo que en tonos grises empastados por la mu-
gre. El sombrero era un poco más oscuro, las barbas
largas y canosas daban más con el gris del conjunto,
que a la vez se veía contrastado con el tono cobrizo
de su rostro aindiado. Sus manos gruesas y largas, e-
ran también muy morenas y apergaminadas. Con e-
llas partía un mendrugo, y sobre la arpillera también
había restos de comida, seguramente mendigados, u-
79
Gabriel Cebrián

na botella y un vaso con vino. Todo estaba dispuesto


ordenadamente para un prolijo almuerzo. Al pasar,
Gaspar le deseó un buen provecho. Para su sorpresa,
el extraño viejo lo convidó:
-Si gusta... –dijo.
-Oh, no, gracias, mire, recién almorcé –le respondió,
pero no quiso dejar pasar la oportunidad de conver-
sar con la única persona, a no ser los Sanjuán, que le
había mostrado amabilidad en aquel pueblo. –Pero si
no le molesta, podría sentarme a conversar un rato.
-Como guste. Pero deberá aceptar al menos tomar un
trago de vino. Ésa es mi condición.
-Solamente si usted acepta venir en otra ocasión a
compartir el almuerzo o la copa conmigo, a mi casa.
-Lo siento. No admito condiciones. Si la ocasión se
da, pues, se dará. Vea, mocito, aunque parezca otra
cosa, a mí el Tata Dios no me hace faltar nada, ¿en-
tiende? Haga el favor de no tratarme como a un po-
bre diablo, que no lo soy. Si estoy así es porque me
dan las ganas, nomás.
-Seguro, no quise decir eso. Solamente me parecía
una forma de responder a su amabilidad.
-Si es eso lo que quiere hacer, pues siéntese y déjese
de cosas –dijo, mientras extraía otro vaso y lo servía
hasta el cuello. Gaspar, tal lo indicado en tono seve-
ro pero gentil, se sentó frente a él.
-¿Cómo es su gracia, mozo?
-Gaspar Rincón.
-Bueno, pues, y yo soy el Viejo Medina. A su salud –
brindó, chocaron los vasos y bebieron. El tinto de
aquella botella sin etiqueta no estaba nada mal.
80
Los fuegos de San Juan

-¿Qué se trae? –Preguntó de modo sopresivo el Vie-


jo.
-¿Cómo dice?
-Digo que qué se trae.
-¿Y por qué me pregunta eso?
-Vea, Gaspar Rincón, soy un hombre viejo pero aún
no me he atontáo. Sé cuando un mozo de su edad
viene y se planta frente a mí con un entripáo, y en-
tonces, ya que lo estoy convidando a mi mesa con
buena voluntá, le voy a pedir que sea franco, pues.
Del mismo modo que yo lo soy con usté.
-Entiendo –concedió Gaspar, advirtiendo que no po-
día ni debía tratarlo como a una persona limitada o
fácil de manejar. –Cuente con ello. Primero que na-
da, Don Medina, no es que quiera excusarme, pero
es usted la primera persona que me trata amable-
mente en este pueblo, ¿sabe?
-Seguro.
-¿Y usted podría decirme por qué es eso?
-De un tiempo a esta parte, la gente de este pueblo
ha cambiáo mucho, ¿sabe? Antes no era ansí.
-Desde que llegó ese barco... –tanteó Gaspar.
-¿Qué barco? Ese cuento del barco es puro invento.
Nadie, que yo sepa, lo ha visto. Uno dice que lo vio
el otro, y así. Pero directamente, nadie que le pre-
gunte usté le dirá “sí, yo lo vi”. Y después la cues-
tión esa del pirata. Yo estoy día y noche en la calle, y
jamás lo he visto. Pura imaginación, mozo. Ya de-cía
mi agüelo, hay que tenerle miedo a los vivos, no a
los muertos. Con este facón que usté ve, he dijun-

81
Gabriel Cebrián

tiao a varios, y denguno me ha venido a reclamar na-


da, que yo sepa.
-Pero la gente de aquí lo cree...
-Ya le he dicho, mozo, que la gente de por acá no es
la mesma. De un tiempo a esta parte no hace más
que hablar de cosas raras, vea. Y la cosa empezó
cuando llegó ese dotor. Creo que fue él, con algún
gualicho, que ha traído la maldición a esta tierra.
-¿Se refiere al Doctor Sanjuán?
-Sí, a ese mesmo me refiero, que de santo no tiene
nada. Si mi madre estuviera viva, sabría que hacer
con ese juéputa. Mi madre era india, ¿sabe?
-Mire usted. ¿Y por qué está tan seguro que el Doc-
tor es el responsable de que la gente de aquí haya
cambiado tanto?
-Porque la gente, que estaba contenta que había lle-
gao un dotor, jué a verlo en procesión, vea. Y en vez
de curarse, la mayoría salió hablando zonceras.
-Pero yo lo he tratado, y me parece una persona de
lo más normal.
-Sí, eso parece. Pero a veces, mozo, las cosas no son
lo que parecen.
-Lo sé.
-Güeno, fíjese bien, entonces. Por primero, le digo
que la gente de por acá lo trata mal porque sabe que
usted se trae algo con ese dotor.
-Ah, ¿sí?
-¡Pues claro! ¿Qué se creía que pasaba?
-No sé. Pensé que era solo que no les gustaban los
forasteros.

82
Los fuegos de San Juan

-Me hubiera gustado que supiera como era la hospi-


talidá de esta gente hace unos pocos años, nomás.
-¿Y usted? ¿Por qué está siendo tan amable conmi-
go?
-Yo soy el Viejo Medina, vea. Hijo del Simón Medi-
na y de la india Petra. No me vuá dejar embaucar
por el primer pituco que viene acá con el título de
dotor y le da cualquier porquería y le envenena las
entendederas a la gente. Nunca tomé denguna de sus
porquerías ni aceté nadita que pudiera venir de esa
casa. –Gaspar tuvo un reflejo de memoria que lo lle-
vó a su cocina, la noche anterior, cuando la pequeña
Annie le habló de ciertas “sustancias sutiles”.
-¿Usted cree... –comenzó a inquirir Gaspar, alarma-
do, mas el Viejo lo interrumpió:
-Hasta el cura, vea, que siempre había sido un hom-
bre sensato, nomás empezó a acetar convites del do-
tor, ahi nomás se puso a hablar las mesmas zonceras
que el resto, y hasta ha dáo misas pa’huyentar fan-
tasmas. Una locura, ¿sabe?
-Sí, eso parece.
-Usté mesmo.
-¿Yo mismo qué?
-Digo, que usté mesmo ha venido aquí convocáo por
él, y ha acetáo su comida y su bebida. A como veo
yo el asunto, debe cuidarse mucho, ¿sabe?
-¿Cómo sabe eso?
-Todo el pueblo lo sabe. Todo el pueblo oserva al
dotor, y si no le han hecho nada entuavía es por mie-
do. Algunos lo quieren, pero eso es porque son de
mala entraña como él –a continuación, clavó los pe-
83
Gabriel Cebrián

queños y sesgados ojos en los suyos, y añadió: -De-


siguro ha tenido ya visiones, usté, ¿no es verdá?
-No... sí... no sé qué decirle.
-Ya me lo ha dicho, mozo. Alcance el vaso.
-Gracias –dijo Gaspar, turbado, mientras estiraba el
vaso para otro trago que realmente necesitaba.

Siguió caminando, mientras pensaba en todas las co-


sas que le había informado el Viejo Medina. Parecía
muy seguro de sus dichos, pero ¿a quién iba a pres-
tar oídos? ¿A un hombre formado en la Universidad,
de gustos refinados, con un determinado nivel cultu-
ral, sensato y coherente, o a un viejo mestizo y bebe-
dor, pordiosero y -según él mismo había dicho- pen-
denciero y homicida? No había mucho que cavilar a-
cerca de semejante opción. Aunque el Viejo parecía
merecer crédito, de algún modo, dada esa altiva dig-
nidad mantenida aún a pesar de las circunstancias
exteriores tan precarias.
Llegó a otra plaza, frente a la cual se ubicaba una es-
cuela y la Iglesia. Resolvió dirigirse hacia esta últi-
ma para hablar con el párroco y corroborar lo que
momentos antes le había informado el Viejo Medi-
na. Dio la vuelta al edificio del templo y observó que
la casa parroquial se hallaba más allá de un florido
patio. Llamó golpeando las manos y salió una mujer
gorda que seguramente estaba abocada a los queha-
ceres domésticos, ya que se secaba las manos en el
delantal mientras le preguntaba qué quería, con tono

84
Los fuegos de San Juan

neutro, sin mostrar animosidad pero tampoco lo


contrario.
-Necesitaría hablar con el Padre.
-¿De parte de quién?
-No me conoce, soy nuevo en el pueblo. Mi nombre
es Gaspar Rincón.
-Espere un momento –indicó, y volvió adentro. Al
cabo de unos pocos segundos, regresó y le informó
que el Padre Carlos no podía atenderlo, dado que no
se encontraba bien de salud.
-¿Sabe cuándo podré verlo, más o menos?
-No, no lo sé.
-Está bien, gracias. –Mientras daba la vuelta y se re-
tiraba, tuvo la certeza que la indisposición del cura
era simplemente una falsa excusa. En realidad, no
quería entrevistarse con él.

XI

A eso de las cuatro y media ya se había bañado,


cambiado, acicalado y perfumado para recibir a su
primer paciente. Le costaba mucho alcanzar un mí-
nimo equilibrio emocional, tanto por las circunstan-
cias azarosas que se le habían venido encima desde
el mismo momento en el que decidió aceptar la ofer-
ta de Sanjuán, como por la inminente sesión, en la
que debía analizar las causas, efectuar diagnóstico y
determinar tratamiento para muchacha que no solo
no le era indiferente, sino que en mucho era la causa
85
Gabriel Cebrián

eficiente de su actual situación. Y que parecía, al


mismo tiempo, padecer un síndrome extraño que in-
cluía elementos tétricos y muchas veces, para él, i-
nexplicables. Aparte de todo ello, la aseveración del
Viejo Medina acerca de eventuales agentes alucinó-
genos o psicotrópicos administrados fraudulenta-
mente por el Doctor, si bien resultaba en buen grado
alarmante, al menos le proporcionaba una base ra-
cional sobre la que apoyar su tambaleante sistema de
creencias. Solo una cosa parecía no encajar en esa
hipótesis: la primera noche, cuando apareció y desa-
pareció misteriosamente la pequeña Annie, aún no
había aceptado convite alguno de Sanjuán.

A las cinco en punto tocaron a la puerta. Se apresuró


a abrir y allí estaba Magdalena, enfundada en un
pantalón negro de cuero muy ajustado y un pulóver
blanco. Una oleada de perfume dulce y arrobador
entró a la casa antes que ella. Sonriente, le tendió un
paquete, que contenía, según dijo, un pastel de nue-
ces que le había preparado Haydée, especialmente
para la ocasión. No obstante la advertencia que le
había formulado el Viejo pocas horas antes, sabía
que iba a comer de él. La hizo pasar y le ofreció ca-
fé, o brandy. Ella aceptó los dos.
Mientras calentaba el café y servía el brandy, Gaspar
le dijo que aquél no era un buen modo de iniciar una
terapia, bebiendo brandy, pero explicó que lo hacía
para que se encontraran cómodos y rompieran el
hielo.

86
Los fuegos de San Juan

-Qué terapia ni ocho cuartos –le respondió ella, para


su sorpresa, y continuó: -He venido acá para conver-
sar un rato contigo, y de paso darle el gusto a mi pa-
dre, no creas que he venido a que me analices. Yo no
necesito eso.
-Oh, bueno, pero... tú sabes, yo quedé con él...
-Ya sé en qué quedaron, lo cierto es que me importa
un bledo.
-Debes saber que voy a cobrar por ello, y no me gus-
taría estafar a la persona que me ha dado este trabajo
y esta oportunidad.
-Bueno, podemos darle impresiones e informes acer-
ca del supuesto tratamiento. Puedes elaborar infor-
mes que den cuenta de mis progresos; ya que de to-
dos modos estoy completamente sana. Aparte, tal
vez sea finalmente un tratamiento, en rigor realizado
de una manera menos ortodoxa, dado que supongo
que me ayudará mucho hablar contigo, sea como se-
a. Míralo de ese modo, y listo.
-Tal vez podría tomarlo así otra persona; el proble-
ma es que yo, lamentablemente, tengo algunos prin-
cipios que me impiden obrar de tal manera.
-Es una lástima. Vas a obligarme a que me marche
sin una cosa ni la otra, entonces.
-¿Por qué no eres razonable y accedes a contarme las
mismas cosas en situación de terapia? No hay una
gran diferencia, más que nada, debemos evitar invo-
lucrarnos afectivamente, o al menos pretenderlo.
-¿Y así que gracia tendría?

87
Gabriel Cebrián

-Mira, no sé si tendría gracia, pero sí sé que me per-


mitirá ser más objetivo con respecto a ti, y de esa
forma podré ayudarte mejor.
-No creo mucho en tu ciencia, sabes. No me refiero
a ti puntualmente, sino a la ciencia que practicas,
claro.
-No es condición necesaria. Está bien, vamos a hacer
una cosa. Ni desarrollaremos lo que se dice una tera-
pia tradicional, por vanguardista que fuere, ni dialo-
garemos en forma totalmente amical como tú lo pro-
pones. Más bien acercaremos posiciones y haremos,
si estás de acuerdo, una relación intermedia entre
ambos tópicos.
-Está bien, hagámoslo. Pero confío en que a poco tu
buen criterio primará y advertirás lo ocioso de efec-
tuarme terapia.
-Es lo más probable, y me encantaría que así fuese,
créeme. Entonces, no tendremos que pasar al estu-
dio, beberemos el café y charlaremos aquí en la co-
cina, ¿te parece?
-¡Pues claro!

Gaspar sirvió los cafés y puso en medio el budín que


había preparado Haydée y un cuchillo. Magdalena se
ocupó de rebanarlo. Observó sus hermosas manos,
su pelo, sus ojos, y entonces se dijo a sí mismo que
la cuestión esa del no involucrarse emocionalmente
con el paciente era, en ese caso, una causa perdida.
Iba a tratar de que sus sentimientos e incluso pasio-
nes no le enturbiaran el juicio, y lo primero que de-
bía hacer a tal fin era no negarlos.
88
Los fuegos de San Juan

-¿Extrañas la ciudad? –Preguntó ella.


-No es así como funciona esto. Deberías hablarme
de ti, y no viceversa.
-Convenimos que las cosas no iban a desarrollarse
de acuerdo a cánones estrictos.
-Pero también que no íbamos a invertir totalmente
los roles.
-No recuerdo haber acordado eso.
-Para mí, quedó dicho cuando acordamos acercar las
posiciones.
-Ésa es una inferencia desmadrada.
-Oh, no. Es una muy simple y directa.
-No soy tan ignorante como para que me juegues
trucos logicistas, ¿sabes?
-Ni por un momento he pensado eso, pero he de re-
conocer no obstante que tu agudeza me sorprende.
-Entonces, ¿estamos ahora dentro de los parámetros
convenidos?
-Me temo que quien está arrojando señuelos verbales
eres tú, no yo.
-Nada de eso. ¿Qué es lo que quieres saber de mí?
-Todo lo que quieras contarme.
-No hay gran cosa que contar.
-Si dices eso, estaré tentado a pensar que en realidad
no hay muchas cosas que “quieras” contarme, y par-
ticularmente deduciré que sí hay muchas cosas que
“no quieres” contarme. –Ella sonrió, y le aclaró:
-Tal vez sea que hay muchas cosas que, en realidad,
“no sé” cómo contarte.

89
Gabriel Cebrián

-No es necesario que lo hagas así, de primeras. Tó-


mate tu tiempo, para eso es que sirven todos estos
coloquios previos. Háblame de lo que quieras.
-Mira, no sé... te diría que todo es tan simple por a-
quí... la gente es tan simple... los oigo parlotear
siempre las mismas tonteras, regocijarse con sus ma-
gras ocurrencias, darse importancia por las cuestio-
nes más baladíes, en fin... por un lado, me da pena, y
por otro me hace sentir como que no pertenezco a
ese género. Como si fuera esencialmente diferente a
ellos.
-Créeme si te digo que muchas veces he sentido algo
muy parecido a eso, aún en la Capital.
-No solo te creo, sino que lo sospechaba. Tú también
eres diferente. Lo sospeché desde el momento en
que te vi, detrás de tu copa, en el bar de la playa.

Gaspar estuvo tentado a preguntar por qué habia sos-


pechado tal cosa, pero inmediatamente advirtió que
de ese modo llevaría el asunto a temas de estricta ín-
dole personal, de una manera por demás prematura,
así que se abocó a explicar:
-Mira, hay algo engañoso en todo eso. En principio,
todos, en alguna medida y en distintos niveles, nos
creemos alguien especial, y probablemente lo sea-
mos...
-Oh, no vengas con eso. Tú sabes muy bien a lo que
me refiero.
-Tal vez no lo sepa tan bien como crees.
-Solo conseguirás hacer todo más difícil si vas a ar-
gumentar con lugares comunes propios de la clase
90
Los fuegos de San Juan

de gente de la que te digo nos es esencialmente dis-


tinta. No necesitas bajarme al nivel de ellos para pre-
tender que me has curado de algo, te lo aviso.
-Oye, no estoy tratando de rebajarte ni mucho me-
nos. Yo simplemente estaba haciendo hincapié en e-
se setimiento de originalidad propio de cada indivi-
duo, nada más.
-Conoces la diferencia entre individuo y persona,
¿no es así?
-Claro, pero...
-Bueno, deberías tenerla en cuenta, entonces.
-Noto que estás un poco reactiva.
-Pasa que detesto que trates de relativizar lo que di-
go en base a aseveraciones de sentido común que só-
lo sirven al común de la gente. Y si yo te digo que
tanto tú como yo no pertenecemos a ese conjunto, sé
muy bien lo que te estoy diciendo.
-Necesitaría argumentos más firmes para acordar
con eso.
-Ahí tienes a la pequeña Annie, ¿acaso crees que to-
do el mundo puede verla?
-¿Qué cosa dices?
-Mira, me has obligado a hablar de cosas que no de-
bo. Olvídalo, ¿quieres?
-No, no pienso hacerlo. Me gustaría saber qué signi-
fica eso que acabas de insinuar.
-Aún no me fío totalmente de ti. Seguro irás corrien-
do a contárselo a mi padre.
-No tengo por qué hacer tal cosa.
-Oh, sí que tienes. Tienes principios, lealtad, una
buena paga, etcétera.
91
Gabriel Cebrián

-Estás siendo irónica.


-No hago más que repetir lo que tú has dicho.
-Yo no he dicho tal cosa. Es más, uno de mis
principios fundamentales es no repetir a nadie lo que
oigo en terapia.
-Entonces, ¿es eso lo que estás haciendo conmigo?
-Otra vez estamos en el punto de partida. Y según
tengo entendido, tanto a ti como a la pequeña Annie
les resulta nefasto el tema de las repeticiones –aven-
turó, intentando poner en juego elementos que lo de-
rivaran hacia los asuntos vinculados tanto con su in-
terés personal como con los probables síntomas del
desequilibrio mental de Magdalena.
-No lograrás nada azuzándome de este modo.
-No estoy azuzándote, ni nada por el estilo. Simple-
mente, ya que has venido aquí, a conversar, o a tra-
tarte, pretendo que no tengas reservas conmigo. Es
la única manera que, de un modo u otro, yo podría a-
yudarte.
-¿No le comentarás nada a mi padre de cuanto te di-
ga?
-Nada que tú no quieras que le comente. Claro que
deberé darle informes acerca de tu estado y evolu-
ción, tú sabes.
-Eso ya lo convinimos. Y ahora que has manifestado
tu conocimiento de mi supuesta fobia, voy a pedirte
que trates de evitar, sí, este tipo de circunloquios.
Haré de cuenta que confío en ti, y te diré cosas que
no he hablado jamás con nadie. Y si traicionas mi
confianza, por más cuidado que tengas, me enteraré,
y entonces todo habrá terminado entre nosotros.
92
Los fuegos de San Juan

-Puedes confiar en mí.


-Podría llegar a creerte; sin embargo, me gustaría del
mismo modo creer que tú, puedes confiar en ti.
-A veces hablas como la pequeña Annie.
-Obvio.
-Son muy unidas?
-Solíamos serlo.
-¿Se han distanciado?
-Sí, un universo entero nos separa.
-No te entiendo.
-Lo sé.
-¿Tienes a bien explicarme qué quieres decir?
-Annie y yo somos gemelas.
-Pero eso no puede ser. Tienes por lo menos diez a-
ños más que ella.
-Claro. De lo que tú no te has enterado es que ella
murió cuando teníamos once años.

Gaspar se sorprendió tanto que a punto estuvo de


volcar el brandy mientras llevaba la copa a su boca.
Magdalena lo miraba fijamente, con mirada fría,
dando a entender que de ningún modo estaba ha-
blando en broma. Luego de pasado el pico de estu-
por, él afirmó, casi balbuceante:
-Pero eso no puede ser. Anoche nomás estuvimos
bebiendo un café, acá mismo...
-¿Ella bebió? –Ante la pregunta, Gaspar recordó que
había desaparecido sin haber tomado nada del café,
que esa misma mañana había arrojado a la pileta an-
tes de lavar la taza.

93
Gabriel Cebrián

-No, se fue antes de tocarlo –concedió. –Pero eso no


quiere decir nada.
-Claro, como tampoco quiere decir nada que aparez-
ca y desaparezca cuando le da la gana, ¿verdad?
-No puedes estar hablando en serio –dijo, aunque la
duda se había clavado como una estaca de angustia
en su garganta. – Tu padre me dijo...
-¡Mi padre te dijo! ¿Qué fue lo que te dijo mi padre?
¿Te dijo adónde encontrarla, acaso? ¿O te arrojó una
sarta de imprecisiones que solamente sirvieron para
tranquilizarte, para evitar que vieras lo evidente?
-¿Qué cosa es lo evidente? –Inquirió casi a gritos,
superado por la situación de estar aceptando interior-
mente semejante desquicio.
-Que Annie ya no es de este mundo.
-No puedes sostener semejante delirio. Estás peor de
lo que supones, Magdalena.
-Bueno, si eso es lo que crees... si vas a ponerte terco
en negar la realidad, seré yo quien termine hacién-
dote terapia.
-¿De qué realidad estás hablando? Los muertos no se
aparecen en la realidad.
-En circunstancias normales, no.
-¿Y qué es lo que hace que las circunstancias aquí
sean anormales? ¿Acaso las drogas que suministra tu
padre sin el consentimiento de sus víctimas? ¿No se-
rá todo esto tan solo producto de alucinaciones?
-Es un principio de explicación, si quieres. Pero ha-
brás de saber, si es que ya no lo sabes, que tal su-
puesto no agota el universo de fenómenos extraños a
los que estamos siendo sometidos.
94
Los fuegos de San Juan

-¿Quién demonios es tu padre, acaso? ¿El Barón Von


Frankenstein?
-Mira, he confiado en tu aplomo, no te desmorones
tan rápido. Esto recién está empezando.
-Hablando de eso, flaco favor me hiciste cuando me
pediste que contactara con él, si las cosas son así co-
mo dices.
-Necesitaba ayuda. Y ya te dije, supe que eras tú en
el momento en que te vi. Lamento haberte arrastrado
a esto, pero creo que eso no fue un resorte de mi de-
cisión, tampoco.
-Ah, ¿no? ¿Y de quién fue?
-No sé que fuerzas nos guían. ¿Acaso tú lo sabes?
-Yo estoy tratando de mantener la cordura en medio
de una banda de locos.
-Bueno, emtonces era cierto que este pueblo necesi-
taba un psicólogo.
-Según tus afirmaciones, es más probable que haga
falta un exorcista. Mira, sinceramente no puedo to-
mar en serio la historia ésa de que Annie está muer-
ta.
-Es difícil de creer, ¿no? Yo tampoco podía creerlo
cuando murió. Y tampoco daba crédito las primeras
veces que se me apareció, después.
-Hablas como si todo eso fuera cierto.
-Eres tan tonto... tu terquedad te lleva a negaciones
tan flagrantes que te conducirán a una neurosis paté-
tica. Trata de ser un poco menos rígido, ¿quieres?
-¿Puedo hacerte una pregunta?
-La harás de todos modos.

95
Gabriel Cebrián

-¿Por qué continuás viviendo con tu padre, si esa es


la idea que tienes acerca de él?
-Tú eres el psicólogo. Dímelo tú.
-Sabes a lo que me refiero.
-Jamás podría irme. Y no porque no quiera.
-¿Te domina de algún modo?
-Él domina a quien quiere, no solamente a mí.
-Sin embargo, desde cierto punto de vista, lo estás
traicionando, contándome todas estas cosas, verda-
deras o no.
-Es cierto. Me mandó a buscar una persona para sus
fines, y yo hallé una para los míos propios.
-¿Cuáles son sus fines?
-No lo sé muy bien. Solo sé que tenemos que andar
con mucho cuidado. Mira, sé cuán difícil resulta to-
do esto para ti. Tal vez lo mejor que podrías hacer es
tomar el primer ómnibus y marcharte para siempre.
Aunque tanto él como la pequeña Annie sabrán dón-
de encontrarte, y créeme, no te soltarán tan fácil-
mente.
-¿Annie es su aliada?
-No, probablemente lo odie. Pero necesita de él para
salir de la niebla.
-¿Qué es la niebla?
-Pero mira que eres tonto. ¿No te has dado cuenta, a
partir de lo que te he dicho, que la niebla es lo que
separa los vivos de los muertos?
-¿Debía haberme dado cuenta de semejante delirio?
-Bueno, déjalo ya. Aparte, tengo que irme. Si tardo
demasiado, mi padre sospechará, y todo resultará
mucho más difícil de lo que ya es.
96
Los fuegos de San Juan

-Se supone que esto debía ser una sesión de terapia...


–comentó como para sí Gaspar, con aire abatido.
-Ha sido una muy positiva para mí, en todo caso –le
respondió, agradecida. –Ahora todo depende de ti.
Te serán dichas muchas cosas, y tendrás que elegir
muy bien a quién dar crédito. De ello dependemos
todos.

La acompañó hasta la puerta. El bello trasero y la


melena rubia se habrían visto celestiales, en otras
circunstancias. Cuando Gaspar iba a abrir la puerta,
ella se lo impidió sujetándole la mano unos momen-
tos, los que utilizó para darle un dulce beso en los
labios.

XII

Mientras iba a prepararse otro café y a servirse otro


brandy, aún a pesar de las reservas que le producían
las advertencias concurrentes acerca de sustancias
extrañas, comprobó que Magdalena sí había dado
cuenta de su café y de su trago. No así con el pastel,
que había quedado cortado e intocado. Se alarmó al
advertir que ya estaba colectando pruebas respecto
de la existencia material o espiritual de sus visitas.
Todo aquello parecía una locura, a todas luces, pero
lo que más lo preocupaba era la susceptibilidad que
él mismo estaba demostrando ante las aberraciones
que le eran referidas. Bebió un poco de brandy, en-
97
Gabriel Cebrián

cendió un cigarrillo y esperó que el agua estuviera a


punto. Ya había caído la noche, y por primera vez en
mucho tiempo, sintió miedo. Hasta allí, si bien la pe-
queña Annie lo había desconcertado, e incluso asus-
tado un poco, siempre la había visto como a una pi-
lluela dotada de habilidades e inclinada a jugar bro-
mas pesadas. Ahora estaba seguro que iba a atemori-
zarse mortalmente al verla aparecer, aún cuando to-
dos sus resguardos racionales negaban de plano la
posibilidad que en realidad se tratara de lo que Mag-
dalena le había dicho.
Se sirvió el café y miró los cristales opacos de la
puerta del fondo. A poco la idea de volver a ver las
extrañas luminiscencias, o la propia niebla, lo con-
dujeron al lado frontal de la casa. Se sentó en el si-
llón verde, copa y cigarrillo en mano, y depositó la
taza humeante sobre la mesita. Mientras bebía, pen-
só en lo que le había dicho Magdalena, y en lo dul-
ces que había sentido aquellos labios al contacto con
los suyos. Aunque evaluaba, más allá de las expecta-
tivas amorosas, la posibilidad de que ese beso cons-
tituyera la tentación de Eva, un presente troyano o el
mismísimo beso de Judas. Había sido exquisito, pe-
ro bien podría tratarse de un dulce veneno.
¿Podía ser cierta su afirmación acerca de la condi-
ción ultraterrena de la pequeña Annie? En contra de
tan disparatada aseveración, abogaban todos los ar-
gumentos provenientes del sentido común y la sana
lógica, con toda la estructura natural y cósmica que
les eran propios. A su favor, tan solo los elementos
aparentemente fantásticos relativos a sus apariciones
98
Los fuegos de San Juan

y desapariciones, acrecentados en su efectismo por


la extraña niebla. Pero incluso ello cobraba sentido
si se tomaban en cuenta los ardides a los que parecía
apelar la niña, tanto más si contaba con la complici-
dad y el asesoramiento de quien decía ser su herma-
na gemela. Sí, Magdalena bien había podido instruir-
la en aquellas cuestiones conceptuales que, evidente-
mente, escaparían de otro modo a la media intelec-
tual de una niña de su edad. Y a ello podía agregarse
además la cuestión de algún eventual agente alucinó-
geno; sí, por cierto, ésta era la única hipótesis digna
de ser considerada seriamente.
Sumido en esas cavilaciones estaba cuando oyó unos
pasos que se acercaban y a continuación, tres golpes
leves en la puerta. Se incorporó, alarmado, aunque
sospechaba de quién se trataba, y preguntó:
-¿Quién es?
-Soy Sanjuán.
-Adelante, Doctor, pase –indicó mientras le abría la
puerta. El visitante cargaba un paquete en sus ma-
nos. De unos agujeros practicados descuidadamente
en el papel madera, salían unas tenues volutas de hu-
mo.
-Me permití traer algo caliente para la cena, ya que
supuse que un joven viviendo solo difícilmente vaya
a prepararse una comida suculenta, como lo exigen
las circunstancias climatológicas.
-Por favor, no se hubiera molestado. Aparte, le agra-
dezco sinceramente, pero no tengo mucho apetito.
-Vamos, déjese de embromar. Usted mismo ha caza-
do estas perdices que tan bien nos ha guisado Hay-
99
Gabriel Cebrián

dée. Fíjese el aroma... mmmh... Debe probarlas, al


menos. Usted sabe que se dice que el cazador, para
legitimar su acto de muerte, debe aprovechar míni-
mamente una parte de la pieza que le fue entregada.
-Siendo así... –accedió de mala gana, pensando que a
la eventual dosis de droga en el brandy iba a tener
que agregar la correspondiente al guisado de perdi-
ces. –Pasemos a la cocina.
-Oh, pero disculpe si vengo a incomodarlo, o a inte-
rrumpirlo en lo que fuere que estaba haciendo. No
quiero ser un pelmazo, vea. Si tiene que decirme
“déjese de embromar, váyase y déjeme solo”, no lo
dude, ¿eh? Yo sabré comprender.
-Nada de eso, hombre.
-No se haga compromisos, en serio.
-Usted no se haga problema. Igual, no estaba hacien-
do otra cosa que bebiendo el exquisito brandy que
tuvo a bien obsequiarme, y pensar. Es muy bueno
que no haya nada más que hacer por aquí.
-Puede volverse tedioso, sabe.
-No para mí. Y menos con la cantidad de elementos
interesantes y extraños que parecen haberse concen-
trado aquí, en este pueblo.
-¿Extraños?
-Mire, pase a la cocina que se va a enfriar el guisado,
si le parece bien.
-Sí, tiene usted razón.

Mientras Gaspar ponía rápidamente la mesa, el Doc-


tor desenvolvía la fuente y retomaba la línea de diá-
logo:
100
Los fuegos de San Juan

-En verdad, me gustaría saber qué incluyó cuando se


refirió recién a elementos extraños.
-Usted sabe, a ese síndrome que observó usted mis-
mo.
-Ah, claro, debí suponerlo. Hablando de ello, ¿cómo
encontró a Magdalena?

Gaspar acomodó unos cubiertos y unas copas, y fue


hasta la alacena a buscar una botella de vino, hacien-
do tiempo para evaluar qué sería prudente decir y
qué no, en orden a lo acordado con su paciente.
-¿Prefiere blanco o tinto?
-Y, yo soy bastante tradicional, ¿sabe? Me compla-
cería acompañar la carne de ave con un buen blanco.
-Vale –accedió Gaspar, tomando una botella de fino
chardonnay, por otra parte provista por el propio
Doctor. Cuando la limosna es grande... pensó. –Pero
sabe qué, no lo he enfriado como corresponde, así
que tendremos que agregarle hielo.
-Está bien, de todos modos, suelo agregarle hielo.
-Ah, sí, yo también. Pero me preguntaba acerca de
su hija, ¿verdad? Bueno, debe estar orgulloso de e-
lla. Es una joven extremadamente inteligente y sen-
sible.
-Sí, eso creo.
-Lo es, puede estar seguro. Bah, de hecho, debe es-
tarlo.
-Pero en cuanto a su ánimo, ¿cómo la encontró?
-Mire, supongo que lo que pueda yo decirle no resul-
tará nuevo para usted. Por otra parte, sería muy pre-
maturo.
101
Gabriel Cebrián

-Mire, con respecto a si puede resultar novedoso o


no para mí, le aclaro que no hablamos mucho. No es
por mí, claro. Es ella quien parece estar un poco re-
sentida conmigo por haberla traído a vivir aquí.
-Sí, algo de eso dejó traslucir. Eeeeh, me refiero a su
insatisfacción respecto del medio en el que vive, so-
lamente. No me comentó nada relativo al resenti-
miento que usted dice.
-Bueno, al menos eso es lo que yo siento, por ahí no
es tan así... oiga, pero qué buenas están estas
perdices... ¿no les faltaría un poco de calor?
-No, para mi están perfectas. Aunque si usted...
-No, no, lo decía por usted. Pero bueno, volviendo al
tema... ha dicho que Magdalena, aparte de inteligen-
te, es sensible.
-Sí, eso he dicho.
-Bueno, sería una flagrante omisión de mi parte el
no decirle que esa sensibilidad, a veces extrema, es
la que la lleva a elaborar algunas fantasías, usted
sabe...
-No, aún no lo he advertido. Ya le dije que sería muy
prematuro de mi parte aventurar un juicio, cuando lo
único que hemos hecho hasta ahora es hablar un po-
co para facilitar las cosas a futuro, nada más. Y dis-
culpe, pero me parece que si usted me da traslado de
cuestiones antes que ella, probablemente genere en
mí prejuicios que bien pueden conspirar contra la
debida objetividad que necesito mantener.
-Oh, discúlpeme usted. Sabe qué ocurre, que no ma-
nejo muy bien los códigos de su profesión. De nin-
guna manera pretendí...
102
Los fuegos de San Juan

-Lo sé, lo sé –interrumpió Gaspar, con ánimo de de-


mostrar que lo suyo no había sido descortesía ni re-
comendación, sino tan solo prudencia. Aunque en su
fuero íntimo ardía en deseos de saber si esas fanta-
sías a las que el Doctor se había referido guardaban
analogía con los desquicios a que había dado voz la
muchacha rato antes.

XIII

Luego la conversación versó acerca de temas de lo


más comunes, tanto que a Gaspar le costó mucho
mantenerla sin demostrar que su mente a veces se i-
ba de ella hacia las cuestiones que la habían turbado.
Si Sanjuán lo notó, no solamente no dijo una palabra
sino que lo disimuló perfectamente. Fue el joven
quien, ya sin poder soportar más una suerte de pre-
sión interna, se vio compelido a volver sobre aque-
llos asuntos que lo preocupaban, aunque se cuidó
muy bien de involucrar a Magdalena en su traída a
cuento.
-Estuve conversando con el Viejo Medina, ¿lo cono-
ce?
-Ah, sí, ése viejo anda siempre perdido de borracho.
No deja de ser un personaje, claro, es muy comuni-
cativo, y a veces hasta divertido. Lástima que el al-
cohol muchas veces lo lleva a hablar incoherencias.
-No sé, puede ser, usted lo debe conocer mucho más
que yo. Pero lo vi a eso del mediodía, y me invitó a
103
Gabriel Cebrián

compartir su almuerzo. No me pareció que estuviese


ebrio, la verdad.
-Sí, siempre convida a compartir sus mendrugos a
quienquiera que sea. ¿Y usted aceptó?
-Bueno, fue la primera persona, fuera de su círculo,
que se mostró amable conmigo. No me pareció bien
rehusar, así que me senté unos momentos y compartí
un trago de vino.
-Está bien, pero tenga en cuenta que la gente del
pueblo que lo haya visto, se mostrará más distante a-
ún con usted.
-¿Por qué dice eso?
-Porque Medina siempre habla de más, y si descon-
fían de usted, y lo ven hablando con él, no tendrán
dudas de que está haciendo averiguaciones porque
algo se trae. Yo sé muy bien que no es así, pero vio
como es la gente del pueblo...
-Entiendo, pero mire, no tengo muchas esperanzas
de revertir la opinión de esa gente alguna vez, y di-
gamos que, en todo caso, ya me estoy acostumbran-
do. Supongo que es un proceso muy parecido al que
debe haber ocurrido con usted –aventuró Gaspar, in-
tentando ir a un meollo que venía resultandole esqui-
vo.
-¿Por qué dice eso?
-Y, según lo que me dijo Medina, la gente de Caña-
da del Silencio no lo aprecia mucho que digamos a
usted, tampoco. Es más, me sugirió que tal vez su a-
nimosidad hacia mí estaría fundada en la vinculación
que hacen entre usted y mi persona.

104
Los fuegos de San Juan

-¿Eso le dijo? No vaya a creer todo lo que le diga.


Ya le dije, su juicio, quizá más fetichista y arcaico
que el del resto, está muy empañado por el alcohol.
-Sin embargo, se mostró muy objetivo y escéptico
respecto de las leyendas extrañas que refiere la gente
de por aquí. Y, hasta donde me parece, no mentía.
-Claro, ésa es su argucia. Hacerse el racional y soltar
las calumnias más infundadas como si fueran pro-
ducto de análisis objetivos.

La explosión de ánimo del Doctor, aunque conteni-


da, no escapó a la observación de Gaspar, quien su-
po en ese preciso instante que su interlocutor estaba
en conocimiento del tenor de las especies que acerca
de él divulgaba el Viejo Medina. Y en una gran me-
dida, esa circunstancia les confería, a su juicio, una
mayor verosimilitud. El Doctor, en tanto, proseguía
con su diatriba hacia el mendigo, diciendo ahora que
era un asesino, un hombre sin código moral alguno
que le permitiese hablar siquiera de los demás; Gas-
par lo interrumpió:
-Vea, Doctor, en ningún momento quise poner en te-
la de juicio cualquier cuestión que pudiera tener que
ver con la imagen que tengo de usted. Claro que está
de más que le diga ésto, y si lo hago es porque me
parece que está sobrevaluando las cosas que el Viejo
haya podido decir; o al menos, prejuzgando mi even-
tual interpretación de las mismas. Pues es claro que
no voy a colocar al mismo nivel una opinión y otra.
Yo simplemente le comenté lo que me había dicho

105
Gabriel Cebrián

Medina, mas en ningún momento me pasó por la


cabeza que pudiese ser cierto.
-En alguna medida, pues, y en honor a la verdad, es
relativamente cierto que parte de la gente de aquí no
me quiere, pero eso se debe a envidias o recelos pro-
pios de gente limitada, que difiere de nosotros en su
condición social y su educación, como seguramente
también en su don de gente.
-Por supuesto, eso suele ser normal, es parte de la
condición humana. Pero el hecho es que él -como
usted dice, de modo calumnioso-, atribuyó tales re-
celos a motivos muy diferentes.
-Sí, lo sé, ya me lo han dicho antes. Él sostiene que
todas las calamidades, reales o ficticias, llegaron a
este pueblo junto conmigo.
-Eso dice. Evidentemente, se trata de una lectura pri-
maria y supersticiosa. Como también puede decirse
de su aseveración acerca de que usted administra de
modo subrepticio sustancias psicoactivas, que son
las que producen las alucinaciones y enfermedades
mentales propias de la zona.
-Ah, bueno, parece que se está sofisticando en sus
difamaciones...
-Claro que él las llamó, lisa y llanamente, “guali-
chos” –Sanjuán rió quedamente. Luego observó:
-Debería hacerlo meter preso. Pero supongo que no
vale la pena. ¿Usted qué piensa?
-Seguro, Doctor. Es un pobre viejo, no creo que va-
ya a provocarle demasiados contratiempos con andar
por ahí diciendo incoherencias, como señaló usted al
principio.
106
Los fuegos de San Juan

-Sí, olvidémoslo, hablemos de otra cosa. Disculpe


que haya perdido la línea por un momento, pasa que
en un punto creí que usted...
-Oiga, sentí que debía decírselo, pero no por ello va
usted a creer que podría dar crédito a una cosa seme-
jante...
-Lo sé, pero el contexto, vio, y las cosas como vie-
nen dadas, tal vez pudieran llegar a incidir en su áni-
mo.
-Ni lo piense. Le reitero mi consideración y mi gra-
titud más plenas y sinceras.
-Por cierto que son mutuas. Brindemos por eso, de-
jemos de prestar atención a las habladurías y vayá-
monos habituando a la desconfianza pública –choca-
ron las copas. –Salvo tres o cuatro personas más o
menos instruídas o ecuánimes, que son capaces de
tolerar la diversidad, los demás se aferrarán a su des-
preciable condición y probablemente nos denuesten.
Allá ellos.
-Estoy de acuerdo con usted –accedió el joven, mas
lo hizo de la boca para afuera. Cada vez tenía más
reservas internas con respecto a aquel sujeto, y sin
embargo allí estaba, comiendo unas perdices que
bien podrían arrojarlo a situaciones de incontrolable
derrotero.

107
Gabriel Cebrián

XIV

Después de otra botella de vino, la ingesta casi obli-


gada del pastel que horas antes había dejado Magda-
lena, y un café, Gaspar rehusó la invitación de ir a
beber una copa al balneario ubicado a cuarenta y
cinco kilómetros del pueblo, argumentando cansan-
cio. Cuando quedó solo, durante un momento pensó
que quizá no hubiera sido mala idea seguir de copas
con Sanjuán, ante la eventual proximidad de agentes
metafísicos que pudieren llegar para atosigarlo. Ese
pensamiento lo condujo a seguir una línea de razo-
namiento que en cierto modo, lo tranquilizó: si hu-
biera puesto drogas en la comida, no iba a proponer-
le quedase con él; seguramente habría preferido de-
jarlo solo para que los efectos fueran más importan-
tes y menos comprobables externamente. Y, funda-
mentalmente, no habría comido del menú infectado.
A no ser que tuviera anticuerpos o un antídoto, por
cierto.
Ni bien se retiró la autoconvocada visita, se dirigió
al dormitorio, nada quería saber de ir a la cocina que
daba a los fondos, siquiera por un vaso de agua. Iba
a intentar dormirse lo antes posible, antes de una
nueva visita de la pequeña Annie, del viejo pirata o
quien diablos se le ocurriese llegar desde la niebla u
otras dimensiones. Sintió, en tales circunstancias, u-
na especie de vuelta a su niñez, cuando la oscuridad
de su habitación daba entrada a sinnúmero de fanta-
sías angustiantes.
108
Los fuegos de San Juan

Se desvistió y se metió debajo de las sábanas apresu-


radamente, compelido por el frío. Dejó el velador
encendido, y observó el cono invertido de luz en la
pared, cuyo vértice inferior semicircular lucía mucho
más marcado que el resto, que iba difuminándose
hacia la base, quebrando sus líneas en el techo y di-
bujando otro semicírculo mayor. Giró la cabeza ha-
cia delante, y arriba, la visión contrapicada del Cris-
to metálico le dio una perspectiva opuesta a las que
según recordaba, había pintado alguna vez Dalí.

La voz de la pequeña Annie lo despertó. Alarmada y


aproximándose, a través de esa tenue e imprecisa
frontera que separa el sueño de la vigilia en la cual
las impresiones sensoriales se deslizan de uno a otra,
sin respetar origen ni condiciones. Se incorporó so-
bresaltado, para angustiarse aún más al advertir que
sus ojos no le servían de mucho en medio de aquella
niebla que había ganado el espacio en la habitación.
Se desesperó y arrojó un par de manotazos al aire,
como si tratase de descubrir dónde estaba Annie o
cualquier otra persona o entidad que anduviera por
allí. Lo único que sus ojos podían discernir era la lu-
minosidad amarillenta que venía de la lámpara enci-
ma de su mesa de noche. El vapor le producía un es-
cozor muy fuerte en la nariz, como si se tratara de
lavandina concentrada, mas no tenía olor alguno.
-Annie, ¿estás ahí? –Preguntó con voz trémula, aun-
que su agitada conciencia no sabía muy bien si pre-
fería o no recibir respuesta. De todos modos, no la
hubo. No supo qué hacer, cuando de pronto tuvo la
109
Gabriel Cebrián

súbita certeza de que, en realidad, estaba soñando.


Creyó haber despertado, cuando en la práctica no lo
había hecho... y sin embargo... todas las certezas y
conciencia de vigilia estaban manifestándose en a-
quella experiencia; si era un sueño, era uno muy ra-
ro, realmente. Retiró las sábanas con su pierna iz-
quierda, giró y dejó caer los pies al borde de la ca-
ma. Los apoyó en el piso. La certidumbre de la ma-
terialidad de su cuerpo y de los demás objetos cons-
piraba contra la idea de la esencia onírica de cuanto
estaba ocurriendo, y su agitación hacía que el pulso
latiera en sus sienes. Tanto más cuando sintió un le-
ve roce en su brazo y, en la reacción muscular refle-
ja, golpeó la mesa de noche y arrojó al piso la lám-
para, la que con sordo estallido lo dejó finalmente en
medio de un vapor ahora absolutamente invisible, en
virtud de la oscuridad repentina.
-¿Quién anda ahí? –preguntó, ya presa del pánico.
No hubo respuesta. Repitió la pregunta, con tono
más conminatorio aún, y entonces fue que desde un
lugar cercano, cuya dirección le resultaba completa-
mente indeterminable, la voz de Annie le respondió,
casi en un susurro:
-Te aseguro que éste es el peor momento que podrías
haber elegido para reiterarte.
-¿Qué estás haciendo aquí?
-Estoy tratando de ayudarte, estúpido –dijo con auto-
ridad la niña, desde algún lugar de la bruma.
-¿Cómo lograste entrar acá? –Inquirió ansiosamente,
ya convencido de la realidad concreta de la situación

110
Los fuegos de San Juan

que estaba experimentando, a pesar de lo incon-


gruente que parecía ser todo.
-Déjate de estupideces, ya hablaste con Magdalena,
ya te he dicho yo misma varias cosas antes... deja de
comportarte como un niño llorón o ya nunca podrás
salir de aquí. Al menos a bordo de tu cuerpo.
-Esto no puede estar pasando. De un momento a otro
despertaré, y todo será normal.
-Si hubiera posibilidad de despertar, ya lo habrías
hecho. ¿O acaso crees que las palpitaciones y la pre-
sión arterial que registras ahora te permitirían seguir
durmiendo así como así, so torpe?
-Estoy drogado. Ése Sanjuán ha debido ponerle algo
a la comida. Por eso me están sucediendo estas cosas
–dijo, más que nada tratando de hallar un asidero pa-
ra su mente.
-Entonces has de tener mucho cuidado –dijo la voz
de Annie-, porque si como dices, él te ha drogado, su
medicina puede arrojarte a un lugar en el cual la
muerte es lo único que existe.
-¿Es que se han propuesto volverme loco, todos us-
tedes? –Un sollozo se inmiscuyó entre las palabras.
-Ya te dije. Es demasiado pronto para quiebres. De-
bes ser fuerte, es el único modo que tienes de con-
servar tu conciencia y tu voluntad. Mira, si no vas a
cagarte en los calzones, te daré la mano y te condu-
ciré a la calle. Allí verás que no solamente no estás
soñando, sino que esta niebla existe únicamente a-
quí.

111
Gabriel Cebrián

Aquellas aseveraciones tuvieron un efecto concreto


en el ánimo de Gaspar. Al tiempo que despertaron
algunos vetigios de machismo que habían quedado
sepultos debajo del fárrago de las situaciones desqui-
ciantes por las que había estado pasando, lo mismo
hicieron con la real curiosidad de saber qué demo-
nios era lo que estaba teniendo lugar; así que, un po-
co más aplomado debido a ello, accedió, y estiró su
mano izquierda hacia la negritud. Sintió la mano de
Annie en la suya, como la otra vez, y se dejó condu-
cir hasta la puerta de la habitación, y luego hasta la
de calle. Oyó el leve chirrido del pestillo corriéndo-
se, la pequeña debía estar accionando el picaporte.
Pero recordaba muy bien haber puesto llave ni bien
Sanjuán se había retirado, así que no debía abrirse.
Mas lo hizo, y entonces salió, conducido por la niña,
a quien vio nomás hubieron traspuesto el umbral. A-
pretó la pequeña mano, tratando de convencerse de
su materialidad.
-Oye, me estás haciendo daño. Deja de comportarte
como un tonto, ¿quieres? –dijo, mientras la agitaba
para soltarse.

De pie en el patio delantero, sintió el frío de la no-


che. Era una noche clara y estrellada. Miró el cielo.
La luna y las estrellas eran perfectamente visibles,
no había ni rastros de niebla. Conmocionado, pre-
guntó al propio Creador:
-Oh, Dios mío, ¿qué es lo que está pasándome?
No obtuvo respuesta, ni de Dios ni de Annie. Así que
se volvió hacia la pequeña, pero ya no estaba a-llí.
112
Los fuegos de San Juan

La buscó detrás de la palmera, a la vuelta de la pared


lateral de la casa, inútilmente. Advirtió la pre-
cariedad de su situación, en calzoncillos en la fría
noche, y observó en derredor tras un reflejo de pudor
social, ya que tal vez alguien podía estar viéndolo
comportarse de manera tan extravagante. No vio a
nadie, mas debía poner fin a esa situación ridícula y
entrar a la casa, aunque no le hiciera la menor gra-
cia. Fue entonces que advirtió que la puerta estaba
cerrada. Intentó abrirla, mas estaba con llave. ¿Có-
mo demonios había salido? Forcejeó en vano unos
momentos. Resolvió allí enfrentar lo que hubiera en
los fondos e intentar entrar por la puerta de atrás. Se
encaminó en tal sentido, y a medida que la edifica-
ción le permitía ver, chequeaba cada centímetro en
busca de cualquier anormalidad. No parecía haber
nada extraño, ni presencias ni luces. Solo que... al
llegar, encontró que la puerta estaba abierta de par
en par. Claro, a ésa no estaba tan seguro de haberle
puesto llave, no lo tenía tan presente. Tal vez alguien
hubiese entrado. Algunos miedos más concretos,
más de este mundo, se hicieron lugar en detrimento
de los otros, y de algún modo, eso le resultó relativa-
mente tranquilizador. Ingresó con sumo cuidado y
cerró la puerta con el mayor sigilo que fue capaz. No
la aseguró, dejando en todo caso la vía expedita para
una eventual huída precipitada. En la cocina, aún en
penumbras, no parecía haber nadie. Encendió no
obstante el pequeño foco de la alacena, y tampoco
había nada allí. Continuó el chequeo silencioso con
el corazón desbocado y el ritmo respiratorio acelera-
113
Gabriel Cebrián

dísimo. Nadie en el baño, ni en el escritorio, ni en el


living. Solo faltaba su cuarto, pero allí la oscuridad
era total. Tomó coraje y luego encendió la lámpara
de techo. Vio la cama revuelta, el velador en el piso
y los fragmentos de vidrio de la bombilla desperdi-
gados.

XV

Era muy temprano aún cuando Gaspar caminaba a o-


rillas del mar. Una brisa no tan suave y fría revolvía
sus cabellos, el día era claro. Solamente unas cuan-
tas gaviotas, particularmente ruidosas, constituían
los únicos seres vivos en toda la playa.
No había conseguido pegar un ojo luego de la devas-
tadora experiencia de unas horas antes.
Nada tenía claro acerca de lo que en realidad había
ocurrido. Lo único que parecía resultar evidente era
la presunción de que efectivamente el Doctor estaba
suministrándole alguna sustancia alucinógena. No
había otra manera congruente de explicar situaciones
tan anómalas e inéditas en su bagaje experiencial.
Tenía que dejar de ingerir cualquier alimento sólido
o bebida que viniera de su lado, pero ya había habla-
do de más y no sabía, en consecuencia, cómo hacer-
lo sin poner en evidencia sus sospechas y sus mie-
dos. Estaba en un atolladero, y cada vez cobraba más
entidad en su ánimo la intención de abandonarlo to-
do y volver a su casa. Era cuando evaluaba tal deci-
114
Los fuegos de San Juan

sión que la voz de Magdalena resonaba en sus oídos,


diciendole otra vez Tal vez lo mejor que podrías ha-
cer es tomar el primer ómnibus y marcharte para
siempre. Aunque tanto él como la pequeña Annie sa-
brán dónde encontrarte, y créeme, no te soltarán tan
fácilmente.

Siguió caminando y mirando el mar. La enorme ma-


sa de agua en movimiento fluctuante y sus hipnóti-
cas ondulaciones. Intentó aclarar su mente, y recordó
que su madre, cuando era niño y no podía conciliar
el sueño debido a oscuros temores casi indetermina-
dos, le aconsejaba pensar en el mar, teniendo en
cuenta estas virtudes relajantes. Mas enseguida acu-
dían a su mente pensamientos inquietantes, como la
posibilidad de avistar el bajel fantasma que parecía
haber traído una suerte de maldición a la zona, o fra-
ses tales como el demonio habla en círculos. Las ex-
pectativas de un buen trabajo, bien pago, e incluso
del hallazgo de un extraño síndrome que le permiti-
ría desarrollar una experimentación novedosa e in-
cluso una tesis original, habían devenido en algo que
bien parecía una lucha por la supervivencia, o al me-
nos por conservar la cordura.
Vio una persona, a lo lejos, sentada en la arena y mi-
rando el mar. Era solo un punto parduzco, que se fue
agrandando a medida que se acercaba. De algún mo-
do sintió que no estaba allí porque sí, sino que tenía
algo que comunicarle. No había razón objetiva que
sustentara tal intuición, pero estaba allí, dentro suyo,
sólida y evidente.
115
Gabriel Cebrián

A medida que se acercaba notó la completa inmovi-


lidad del sujeto, y pronto advirtió que se trataba de
un anciano, enfundado en una campera marrón claro
y con un pañuelo viejo y desteñido en la cabeza.
Cuando estaba a algunos metros, tosió, tanto como
para llamarle la atención, mas el viejo continuó in-
móvil. Entonces, ya a escasos dos metros, le habló:
-Buenos días –le dijo. El sujeto ni se inmutó. Pensó
que podía estar dormido, e incluso muerto, así que lo
rodeó y entonces se percató que no podía estar mi-
rando al mar. En todo caso, estaría oyéndolo. Sus o-
jos de un violáceo claro y brillante denunciaban una
completa ceguera. Inmediatamente asoció ese dato
con la niebla, el anciano en la playa condenado a u-
nas tinieblas que tal vez se vieran atravesadas por
difusas luminosidades hacia un sistema nervioso
probablemente también víctima de ingentes discapa-
cidades. Quizás fuera sordo, además. O estaba tan
chocho que ni siquiera era conciente de lo que ocu-
rría a su alrededor. En ese caso, ¿qué estaba ha-
ciendo allí, solo? ¿Alguien lo habría conducido y al
rato lo vendría a buscar? No había visto a nadie a la
redonda a muchísimos metros. Era en realidad, una
situación extraña, y las situaciones extrañas, paradó-
jicamente, se habían vuelto corrientes de un par de
días a esta parte. Tal vez fuera la hora, o el espacio
abierto, o la característica inofensiva que parecía co-
rresponder al individuo; la cosa es que, a pesar de la
impresión que podía causar su mirada vacía, Gaspar
no se alarmó en lo más mínimo. Se quedó viéndolo,

116
Los fuegos de San Juan

de espaldas al mar. Al cabo de unos momentos, el


anciano le dijo:
-Siéntate. –Gaspar obedeció, manteniendo su aplo-
mo aún a pesar de lo sorpresivo del comando. Otro
lapso de tiempo en silencio transcurrió, durante el
cual mantuvieron una suerte de circuito visual inter-
rupto. De pronto, y dejando en claro tácitamente que
los tiempos normales de diálogo no significaban na-
da para él, volvió a hablar.
-Varado en tierra extraña, y entre tinieblas -dijo.
-A veces las cosas no salen bien –observó Gaspar,
intentando relativizar las evidentes penurias del an-
ciano.
-No me refería a mí, sino a ti. Bueno, en realidad, lo
dicho por ambos vale para los dos.
-¿Cómo sabe usted eso? Quiero decir, ¿cómo es que
sabe acerca de mí? –Otro lapso de mutismo corrió a
cuenta del anciano, pero esta vez le pareció mucho
más largo, en orden a la alteración emocional que la
aseveración le había provocado. Finalmente, le res-
pondió:
-Annie me ha contado.
-¿Conoce a Annie? –Preguntó, e inmediatamente ca-
yó en la cuenta que se trataba de una pregunta estú-
pida.
-Mi pequeña Annie... –dijo el anciano, con tono que
denotaba una melancólica evocación. Luego, otra
vez el silencio. Habrían pasado unos diez minutos,
durante los cuales Gaspar no atinó a decir nada, en la
conciencia que cualquier cosa que el ciego tuviera
que comunicarle, lo haría independientemente que le
117
Gabriel Cebrián

preguntara o no. Estaba en lo cierto, ya que sin pre-


ámbulo alguno, comenzó a contar que su barco había
encallado allí mismo, mientras señalaba al frente con
una leve inclinación de cabeza.
-Sí, hace un par de años –aventuró el joven.
-No –lo contradijo. –Hace un par de siglos. –Gaspar
halló nuevamente que la actitud más prudente era la
de guardar silencio. La pausa que siguió, de algún
modo le dio a entender que el sujeto aquel, hombre o
fantasma, odiaba las acotaciones. De pronto retomó
la palabra, y prosiguió con su relato.
-Por aquellos días mi nave era una de las diez que
mayor cantidad de riquezas proporcionaban a la Co-
rona. Mis hombres eran sumamente hábiles en las
artes de la navegación y asimismo en las del comer-
cio. Todo funcionaba a las mil maravillas, pasába-
mos la mayor parte de nuestras vidas en el mar, co-
mo corresponde al marino cabal. Y en tierra, españo-
la o americana, nos dábamos a los placeres en forma
desorbitada y lujuriosa, cosa que del mismo modo se
condice con tal profesión. Hasta que un nefasto día
contraté a un hombre extraño, venido del norte, de
mirada fija y pocas palabras. Lo hice porque traía
muy buenas recomendaciones y al parecer, conocía
muy bien el oficio. Incluso puso a mi disposición
muchas artesanías exóticas que traía consigo, del le-
jano oriente, con la condición de conservar él unas
cuantas para comerciarlas aquí en América. No hallé
entonces objeción alguna, y me pareció bien aceptar
su ofrecimiento, toda vez que no encontraba reñido
con la moral tomarlas, por cuanto estaba dándole u-
118
Los fuegos de San Juan

na oportunidad laboral importante en épocas difíci-


les y al mismo tiempo le permitía hacer sus propios
negocios en mi barco, asunto bastante inusual en a-
quellos días. Era una buena oportunidad de hacer di-
nero extra, más allá de los porcentajes usuales que
embolsaba de la carne salada, cueros y demás mate-
rias primas que trasladábamos.
Para colmo de mi desgracia, mi pequeña Annie in-
sistió en acompañarme en aquél, el último viaje de
mi vida. Tanto lo hizo que finalmente accedí. Nos
hicimos a la mar, y ya al día siguiente noté que este
mal nacido hablaba demasiado con mi tripulación.
No era que no debiera hacerlo, el hombre de mar tie-
ne derecho a buscar camaradería entre sus pares; lo
que no me gustaba era la forma en la que lo hacía,
siempre con aire subrepticio y arrojando miradas de
soslayo en mi dirección. Inmediatamente supe que
algo se traía. Días después mi relación con la tripu-
lación era tensa, y eso que yo no había variado en lo
más mínimo mis modalidades, así que tenía que ser
a causa de él. A medida que ganaba popularidad, va-
ya a saber mediante que promesas falsas, argucias o
artes diabólicas, yo veía que el descontento e incluso
desprecio mal disimulado hacia mi persona crecía, y
comencé a prepararme para un motín. Llamé a mi
camarote al contramaestre, y le pedí explicaciones
respecto del comportamiento que la tripulación, de
modo tan repentino e injustificado, había adoptado
hacia mi persona, y respondió algo que no entendí
en modo alguno. Me dijo que estaban cansados de
que repitiera una y otra vez las mismas órdenes. Yo
119
Gabriel Cebrián

le pedí que se explicara, y me contestó que no iba a


repetir lo que ya me había dicho, y que dejara de ac-
tuar de tal manera y de inducirlo a él mismo a actuar
así, porque los dioses del mar probablemente nos
castigarían. Lo acusé de insubordinación, y hasta a-
menacé con encerrarlo. Él sonrió torvamente y me a-
seguró que si hacía tal cosa, los hombres lo libera-
rían y me encerrarían a mí. En ese mismo instante
maldije el momento en que accedí a traer conmigo a
Annie en ese nefasto viaje. De no haber sido así, hu-
biera enfrentado la situación con el máximo rigor
desde el mero comienzo. Pero con ella allí, preferí
no precipitar nada y ser prudente, para no ponerla en
riesgo. Claro que en estos casos la prudencia y la he-
sitación suelen jugar en contra, como de hecho suce-
dió. A partir de allí, la tripulación ignoraba abierta-
mente mis órdenes, se comportaba en forma errática
a veces, parecían como víctimas de un trance. A du-
ras penas manteníamos el rumbo, y resultaba eviden-
te que si ello era así, lo era debido a la autoridad cre-
ciente de aquél hombre extraño que se nos había uni-
do. Lo convoqué a él a mi camarote, y me respondió
que hablaría conmigo cuando él lo determinara, y no
a contrario. Ante tal afrenta, extraje mi acero, dis-
puesto a darle su merecido allí mismo, pero en rápi-
da reacción los demás hombres lo rodearon, dejando
ver a las claras que debía enfrentarme a todos ellos.
Si no hubiera estado allí mi pequeña, hubiera muerto
como el marino que fui. Mas como estaban las co-
sas, preferí otra vez mostrarme cauto, y arrojé mi sa-
ble al piso. Fui aprehendido, tratado como un bella-
120
Los fuegos de San Juan

co y encerrado en mi camarote con la pequeña An-


nie, que no paraba de llorar.
Esa misma noche fui amarrado y conducido a cu-
bierta para una parodia de juicio cuya resolución es-
taba decidida de antemano. Me fueron formulados
varios cargos, algunos relativamente aceptables –co-
mo por ejemplo el haber permitido a algunos de mis
tripulantes el comercio personal y a otros no-; otros
infundados –como malos tratos y abuso de autori-
dad- y otros más, definitivamente delirantes, dado
que aducían que había irritado a las deidades mari-
nas con mi tendencia a repetir una y otra vez órdenes
y frases absurdas. Traté de mantener mi dignidad en-
hiesta y no argumenté defensa alguna, a sabiendas
de la futilidad de cuanto pudiera decir, y de que en
todo caso, cualquier expresión de mi parte solamen-
te daría lugar a nuevas y capciosas acusaciones. Una
vez concluída la fraudulenta retahíla de calumnias,
el nuevo líder me instó a decir algo en mi defensa, y
en lugar de dirigirme a él, lo hice hacia mis hom-
bres, tratando de alertarlos de la maniobra artera de
la cual eran objeto. Les dije que de alguna forma, a-
quél individuo los había manipulado de modo tal
que habían perdido toda su autonomía, y que estaban
siendo inducidos a cometer un crimen del cual ha-
brían de arrepentirse. Los insté a recuperar su sensa-
tez y a volver a la situación normal de nuestra em-
presa. Esto los irritó. Me injuriaron, y me acusaron
de mantenerme en el sacrilegio de reiterar una y otra
vez palabras y situaciones. El contramaestre, inclu-
so, propuso arrojarme a los tiburones para así de-
121
Gabriel Cebrián

mostrar a los dioses que ellos no eran cómplices de


mis afrentas y así proseguir la travesía sin contra-
tiempos. Deliberaban tal moción cuando una tor-
menta repentina comenzó a azotar la zona. Cavilé
entonces que, si el tifón resultaba ser tan cruento co-
mo parecía, con toda seguridad nos iríamos a pique,
ya que aquella banda de enajenados controlada por
un demonio irracional, no tendría la menor oportuni-
dad de atravesarlo. Pensé en la pequeña Annie, en-
cerrada en el camarote, y forcejeé con mis amarras,
pero fue en vano. La cubierta era un pandemónium,
todos corrían y se entorpecían unos a otros en la de-
sesperación propia de las circunstancias y sin una
voz de mando clara que determine lo que convenía
hacer. Ante semejante cuadro, perdí por completo la
calma y comencé a pedir a gritos que me soltaran y a
dar voz a órdenes, tratando de imponer un método al
sinnúmero de esfuerzos, muchos de ellos inútiles y
otros contrapuestos, que aquellos hombres desqui-
ciados intentaban ejecutar. De frente a la catástrofe,
y ante la certidumbre del inminente naufragio, grité
una y otra vez las mismas consignas, que eran igno-
radas. Tan solo el maldito usurpador parecía haber-
me prestado atención en la emergencia, ya que se a-
cercó y me dijo “Cierra la boca de una vez, perro
bastardo, mira adónde nos ha arrojado tu maldita
manía de repetir como un imbécil.” Y acto seguido
me propinó un feroz latigazo en los ojos. Sentí como
que un fuego los atravesaba y después el líquido ca-
liente derramándose por mis mejillas.

122
Los fuegos de San Juan

XVI

El tono monocorde con el que el extraño anciano


ciego daba voz a la historia en la cual sugería que
había muerto dos siglos atrás; su inmovilidad abso-
luta a no ser por el ligero movimiento de los labios;
sus ojos vacíos, violáceos y brillantes; el sonido del
mar a sus espaldas y los graznidos ocasionales de las
gaviotas cortando la homogeneidad del susurro de
las olas; el peso de los acontecimientos extravagan-
tes por los que había pasado últimamente, todo aque-
llo confluía para dar al encuentro un tinte onírico en
el que Gaspar se dejaba inducir para aliviar el im-
pacto de la imposibilidad racional de lo que estaba
ocurriendo. Por un momento recordó la pregunta que
le había formulado la pequeña Annie: ¿Qué has a-
prendido en la Universidad? ¿Qué eres el paradig-
ma de la realidad y el juez absoluto de los juicios
verdaderos? y decidió que se dejaría ir nuevamente.
Luego de relatar la secuencia del latigazo que lo ha-
bía cegado para siempre, el viejo marino, o tal vez
podría decirse su fantasma, hizo otra pausa, la que
dio lugar a las especulaciones anteriormente referi-
das. Mas al cabo, prosiguió:
-Por lo que pude deducir, ya privado de la vista, la
tormenta no nos había hundido, pero había dejado la
nave en muy mal estado y nos había desviado bas-
tante al sur. Yo permanecía atado día y noche a la
mesana, y era víctima del escarnio y la humillación.
A pesar de las precarias condiciones de navegabili-
123
Gabriel Cebrián

dad, el ambiente a bordo era festivo, los hombres


participaban de una especie de fiesta permanente y
extraña, tocaban tambores y cantaban en un idioma
desconocido para mí. Fue entonces que comencé a
oír la voz de una mujer y creí que era el sufrimiento,
o la fiebre, que me producían alucinaciones. Tam-
bién oí la voz de una niña, casi exactamente igual a
la de mi pequeña, pero estaba seguro que no podía
ser ella, porque reía y jugueteaba con aquellos hom-
bres que me habían sometido y dañado en semejante
forma. ¿De dónde habían salido? Únicamente de o-
tro barco o balsa, pero yo no había oído nada pareci-
do a un trasbordo, o cosa por el estilo.
Al principio preguntaba una y otra vez, por piedad,
que me dijeran cómo estaba mi pequeña, pero solo
conseguía golpes y admoniciones respecto de lo que
consideraban mi peligrosa y sacrílega tendencia a re-
petir. Así que resolví callar y encomendar nuestras
almas al Altísimo.
Un par de días después, en los que sobreviví plagado
de sufrimiento y angustias, ya estábamos sobre las
costas americanas, navegando en dirección al norte,
en una ruta que yo jamás hubiese tomado. Por la
temperatura supe que el día se estaba yendo, y oí los
preparativos para una celebración especial, la Noche
de San Juan. Pero más que nada, era una celebración
en honor del maldito que me había sometido a tales
desventuras, a quien llamaban así, San Juan. Eviden-
temente se trataba de un desequilibrado mesiánico
que sólo Dios sabe por que artes o magnestismos
personales había llevado a hombres tan sensatos y
124
Los fuegos de San Juan

leales a comportarse como los peores bribones de un


día para otro.
Entonces mi corazón se detuvo cuando oí la voz de
Annie, que entre desgarradores llantos me pregunta-
ba qué era lo que me habían hecho. Sentí que la a-
marraban junto a mí, y traté de tranquilizarla, de de-
cirle que pronto saldríamos de aquel atolladero, pero
en el fondo ambos sabíamos que eran meras palabras
de consolación ante el inminente final. Oí a Annie
decir cosas que me hicieron dudar de su cordura,
aunque a esas alturas dudaba de su cordura, de la
mía y por supuesto, de la de todos quienes iban a
bordo. Una vez pasado lo peor de la crisis de llanto,
me dijo que había a bordo una mujer negra y una ni-
ña idéntica a ella. “¿Cuán idéntica?” Le pregunté.
“Si no estuviera aquí amarrada hablando contigo,
creería que soy yo misma”, me respondió. “La mujer
negra parece ocuparse de alimentar a los hombres, y
les indica los modos adecuados para honrar a ese
que llaman San Juan”.
Pasadas algunas horas, durante las cuales el ambien-
te orgiástico crecía ostensiblemente, comencé a oír
diálogos que hablaban de la oportunidad de ofrendar
un sacrificio, y supe de inmediato quién o quiénes
serían inmolados. Maldije mil veces el momento en
el que accedí a que Annie me acompañe. Oí a al bri-
bón decir que desde tiempos inmemoriales se cele-
braba a su Santo encendiendo hogueras, y que esa
noche no iba a hacer la excepción, y me pareció un
verdadero delirio hacer tal cosa a bordo. Quizás nos
inmolaran, pero lo más seguro en tal caso iba a ser
125
Gabriel Cebrián

que el fuego se propagara descontroladamente, y to-


dos acabáramos allí, en medio de esa sacrílega y o-
minosa celebración. Sentí ruidos de algo metálico y
pesado que era arrastrado por la borda, y poco des-
pués, el olor del humo. Esos locos estaban encen-
diendo una fogata a bordo, totalmente ebrios y fuera
de control. Entonces fue cuando la hiena que me ha-
bía arrebatado mi nave, mi gente y mis ojos inició un
demencial discurso: “Hermanos míos, son éstos los
Fuegos de San Juan, los mismos que durante mile-
nios se han encendido para borrar de la faz de la
tierra toda iniquidad y toda tropelía, para bien de
los justos que siguen su camino y nunca vuelven so-
bre sus pasos. Éstos son los fuegos en los cuales han
ardido todos los brujos y hechiceros enemigos de la
luz, antes de que se hicieran, mediante sus diabóli-
cas artes, del control de la sociedad del Viejo Mun-
do. El Viejo mundo, desde que las huestes del demo-
nio lo infectaron, solo se mueve en círculos y muer-
de su propia cola como la serpiente bíblica. Hablan
una y otra vez las mismas ignominiosas palabras,
someten a una repetición tal a las mentes que, enfer-
mizas de tal modo tratadas, se vuelven dóciles y o-
bedientes de un estado de cosas que las reduce a
condición de mero ganado. Las plagas del Apocalip-
sis hallarán abiertas las puertas a partir de tan sa-
crílega maniobra, no habrá ya más justos caminan-
tes que justifiquen la existencia. ¿Nosotros permiti-
remos que tal cosa ocurra? ¿Dejaremos que el mal
de la conciencia saturada de recodos hacia un único
camino sin salida termine con nuestras posibilida-
126
Los fuegos de San Juan

des de ir hacia adelante, hacia la tierra prometida?


No, hermanos míos, no hemos de permitirlo. Y nues-
tra tierra prometida es América, que ya ha comen-
zado a ser infestada por individuos nefastos como
éste que tenemos aquí, frente a nosotros; un vil emi-
sario del mal, que ha sometido a propios y ajenos a
la peor de las condenas, con el único y espurio pro-
pósito de llenar sus malhabidas arcas y las de los
degradados aristócratas de un mundo que se de-
rrumba por el propio peso de su desmesurada codi-
cia”.
Todos mis hombres, al parecer esclarecidos repenti-
namente acerca de una supuesta manipulación, no
advertían que entonces, y no antes, eran víctimas de
eso mismo respecto de lo que falsamente se les esta-
ba alertando. Y aclamaban y daban vítores ante cada
pausa que se producía en la demencial arenga. “Co-
menzaremos a limpiar la escoria, y qué mejor que
este decrépito representante de los más bajos intere-
ses de la vieja humanidad... arderá en la pira consa-
grada a nuestro Santo Patrono, en su día, frente a
las costas en donde muy pronto comenzaremos a
instaurar el Reino de los Eternos Caminantes del
Nuevo Orden, ése que jamás se verá entorpecido
por bizantinos y estériles trabalenguas circulares.”
A decir verdad, yo no podía discernir si el loco aquél
realmente creía en la sarta de insensateces a las que
daba voz, o simplemente se trataba de un ardid más,
elaborado para valerse de la ingenuidad de los mari-
nos con el fin de utilizarlos para sus fines persona-
les, cualesquiera que éstos fuesen.
127
Gabriel Cebrián

Sentí que alguien manipulaba mis amarras, y la pre-


sión en mis muñecas se aflojó. Oí llorar quedamente
a Annie, y no hallé qué decirle. Lo único que me
consolaba en tales desgracias era la esperanza que e-
lla no fuera inmolada también, ya que nada había di-
cho el bastardo ése al respecto. Fui levantado casi en
vilo, y todo alrededor hervía en griteríos e intentos
de flagelación hacia mi ya maltrecha humanidad,
que no sufría mayormente, por repetidas, tales cala-
midades. Sentí el calor del fuego en mi cara, el sacri-
ficio era inminente. El maldito entonces trataba de
imponer su voz a la vocinglera y agresiva turba, que,
ya absolutamente fuera de control, desconocía aún la
tremenda autoridad que el diabólico líder les había
impuesto. No sé si lo que pretendía era decir unas
cuantas insensateces más antes de arrojarme por fin
a la pira, o estaba tratando de alertar a los desboca-
dos y ebrios tripulantes acerca de lo que sucedió a
continuación: un tremendo golpe sacudió la nave, de
modo que perdí pie y caí junto con unos cuantos
hombres más, quizá todos, dada la violencia del im-
pacto y la inclinación posterior de la línea de flota-
ción. Rodamos hasta chocar contra la baranda de
proa, si no me equivoco, y permanecimos apilados
unos sobre otros. Un objeto candente quemó mi bra-
zo derecho, aquí, donde tengo esta marca, y así ad-
vertí que habíamos encallado y para peor con un in-
cendio en ciernes. Entre el pandemónium que se de-
sató a continuación pude oír el ruido de las chalupas
que se arrojaban al mar, las que seguramente no es-

128
Los fuegos de San Juan

tarían destinadas ni a mí ni a mi desgraciada Annie.


Luego, y hasta hoy, tan solo la niebla.

Sintió el frío y la humedad del agua en la espalda. Se


había dormido, mas no recordaba cuándo, ni imagi-
naba cómo había podido hacerlo en circunstancias
que, según creía recordar, se había hallado sentado
enfrente de un fantasmal ciego de ojos vacíos y bri-
llantes que le refería una historia que afirmaba, había
ocurrido hacía dos siglos. La tarde caía. Arriba, en
los médanos, pudo discenir la silueta del anciano
conducido de la mano por una niña rubia. Les gritó,
pero desaparecieron entre los tamariscos. Los buscó,
llamando a Annie un buen rato. Luego se encaminó
a la aldea costera, en busca de un ómnibus que lo
llevara de nuevo a la casa de calle Belgrano 217, en
Cañada del Silencio.

XVII

Se apeó del autobús y, obedeciendo a un impulso a-


nímico más que a cualquier tipo de razones de otro
orden, se dirigió resueltamente a la casa del Doctor.
Atravesó el jardín nocturno, llamó a la puerta y a po-
co Haydée abrió y le indicó pasar.
-No, espero aquí afuera –repuso Gaspar. –Haga el
favor de llamar al Doctor, si es que está disponible.
129
Gabriel Cebrián

-Aguarde un momento. Voy a ver.


Dio media vuelta y fue hacia el interior, meneando a
cada paso sus anchas caderas y arrastrando levemen-
te sus zapatillas de felpa. Poco después vino a su en-
cuentro Sanjuán, y repitió la indicación de Haydée
en el sentido que pase, circunstancia ésta que acica-
teó un poco el ánimo de Gaspar, dado que advirtió
en su fuero íntimo reflejos de una alarma descono-
cida por él hasta ese momento, y que se producía
justamente a partir de la iteración de la secuencia
verbal. Se sobrepuso a la incipiente sensación, y res-
pondió negativamente otra vez.
-Vea, pasaba por aquí. La intención era beber algo en
el bar de acá a la vuelta, y me dije que quizá us-ted
querría acompañarme.
-Oiga, será un placer para mí compartir tragos con
usted, pero he de decirle que aquí tengo mejores
maltas que las que hay en ese tugurio, créame.
-No me cabe duda de ello, pero mire –urdió un par
de excusas falsas, dado que no quería tomar comida
o bebida alguna de esa procedencia-, en primer lu-
gar, no me permitiría incomodarlo a estas horas, so-
lamente vine a ver si no estaba ocupado...
-No me haga reperirle una vez más que usted no me
incomoda –aclaró el Doctor, y Gaspar abrigó dudas
acerca de la intencionalidad de aquella referencia a
reincidencias orales.
-Y en segundo lugar –continuó, y estaba seguro de la
efectividad de aquel segundo punto al que iba a dar
voz casi en un susurro-, por ahí surgirían cuestiones
que sería bueno quedaran solamente entre nosotros
130
Los fuegos de San Juan

dos, usted sabe lo que le quiero decir... –Sanjuán mi-


ró repentinamente y de soslayo por sobre su hombro
al interior de la vivienda, y acordó:
-Claro, entiendo, sepa disculpar mi falta de sutileza.
Hagamos una cosa, vaya y espéreme allí, entonces.
En un minuto estoy con usted.
-Vale.

Volvió al bar en el hotel, y ya no le importó más que


en un nivel anecdótico la actitud curiosa de la concu-
rrencia. Su mente ardía en la necesidad de hallar ex-
plicaciones razonables a los sucesos que estaban o-
curriéndole en forma cotidiana desde que había
puesto pie en aquel maldito pueblo. Ya no le impor-
taba el dinero prometido, ni el trabajo, ni la eventual
tesis acerca del extraño síndrome que parecía que él
mismo iba a terminar por contraer, ni el flirteo con
Magdalena; lo único que ocupaba su voluntad era el
deseo de desentrañar lo que estaba aconteciendo, y
ello solamente para poder salir de allí lo más rápido
e indemne que fuera capaz. No esperó que el rubi-
cundo encargado lo atendiera, sino que le pidió no-
más a la pasada que le sirviera un whisky con hielo,
y ocupó la misma mesa frente a la vidriera. No tenía
ya ánimo ni paciencia para remilgos por parte de él
ni para actitudes desdeñosas por parte de los demás.
Tal vez fuera una reacción defensiva de su carácter,
desconocida aún para él y que parecía aflorar bajo
una presión inédita en su experiencia. Casi inmedia-
tamente estuvo servido, y consideró que ello debía
haber sido efecto de su nueva impronta tempera-
131
Gabriel Cebrián

mental, que con seguridad resultaba mucho más evi-


dente hacia el exterior de lo que había supuesto. Be-
bió sin preocuparse por la calidad del whisky, go-
zando simplemente de la certeza que se trataba de u-
na bebida sin adulterar con vaya a saber qué conta-
minantes. Encendió un cigarrillo e intentó precisar la
ruptura entre vigilia y sueño que había experimen-
tado rato antes en la playa, mas no pudo discernir en
qué instante había quedado dormido. Tampoco ati-
naba a explicarse cómo era que había permanecido
dormido ahí, a la intemperie, tanto tiempo; tanto,
que de no haber sido alcanzado por la marea, tal vez
habría estado tendido allí, aún. Pero ahí venía San-
juán. Gaspar no tenía un plan específico respecto de
lo que iba a decirle, ni tampoco precisiones claras a-
cerca de lo que en rigor necesitaba saber, mas el
contexto era tan extraño e imposible de ser sometido
a cualquier parámetro preestablecido, que todo hacía
suponer que lo mejor era actuar primero y después
evaluar, único método aplicable a las materias res-
pecto de las cuales no se sabía nada. Un peligrosí-
simo modo inductivo de ensayo y error en el cual es-
taban en juego sus condiciones futuras de existencia
o, a ultranza, ella misma.

El Doctor ingresó, deseó las buenas noches a los pa-


rroquianos–quienes le contestaron quedamente y co-
mo de mala gana- y fue a sentarse frente a él.
-¿Me parece a mí, o usted está preocupado por algo?
–Soltó, sin preámbulos.
-La verdad, Doctor, sí, estoy un poco preocupado.
132
Los fuegos de San Juan

-Si es por el dinero, mañana mismo...


-No, no es eso.
-No, pero sabe qué pasa, esta tarde nomás me estuve
dando cuenta de que no le había consultado nada
respecto de ese tema, usted por ahí necesitaba algo,
y yo, descuidadamente, pasé por alto...
-No, Doctor, agradezco su preocupación, pero como
le dije, se trata de otra cosa.
-Bueno, en ese caso, lo escucho.
-No sé muy bien cómo empezar...
-¿Y qué le parece si empieza por el principio? –a-
consejó, y rió de la obviedad. Gaspar no lo acompa-
ñó, como lo hubiese hecho en las anteriores oportu-
nidades en las que habían departido. El rubicundo
encargado se acercó a tomar el pedido. Sanjuán lo
saludó, llamándolo “Colorado”, y le indicó traer una
caña de durazno.
-Sabe, Gaspar, es lo único más o menos bien destila-
do que se puede beber aquí. Como médico, me sien-
to tentado a aconsejarle que deje a un lado ese bre-
baje corrosivo y adopte mi elección.
-Gracias, Doctor, lo consideraré.
-Está muy taciturno, ¿sabe?
-Lo sé.
-Bueno, hombre, comienza a preocuparme, a ver, dí-
game cuál es el problema, entonces.
-Esta mañana fui a la playa.
-Ahá. ¿Y?
-Me sucedió algo muy extraño.
-Cuénteme.

133
Gabriel Cebrián

-No había nadie por allí, hasta donde alcanzaba la


vista. De pronto, como salida de la nada, vi una per-
sona sentada frente al mar. Estaba lejos. Me acerqué,
y comprobé que se trataba de un hombre entrado en
años, ciego.
-Sí, dicen que ése es el padre de la pequeña Annie.
-Ah, ¿sí? Pues, según lo que me contó, eso podría
llegar a ser cierto. Lo que me sorprendió fue la his-
toria que me relató.
-Ya le dije que los padres no le iban en zaga a la ni-
ña en el asunto de inventar disloques para alarmar a
los desavisados que hablan con ellos, ¿recuerda?
-Lo recuerdo muy bien. El hecho es que me contó
que era el capitán de un barco de la Corona Española
que naufragó aquí hace cosa de doscientos años.

Las risotadas estruendosas e incontenibles que pro-


firió el Doctor ante los dichos del joven llamaron ab-
solutamente la atención de la concurrencia. Parecía
que iba a ahogarse de tanto reír. Cuando amainó, be-
bió un buen trago de la caña que momentos antes le
había sido traída. Pareció recuperar el aliento antes
de decir como para sí, meneando la cabeza:
-Sí, parece que se está superando.
-¿Cómo dice?
-Nada, que parece que el sujeto ése se está superan-
do a sí mismo, en la elaboración de patrañas. Proba-
blemente sea él mismo, complotado con su supuesta
hija, el que se disfraza de corsario y anda por ahí a-
sustando a la gente, en las noches de niebla. No me

134
Los fuegos de San Juan

diga que va a estar así de preocupado por semejante


dislate, ¿o sí?
-Bueno, no es solo eso... primero, me parece raro
que un sujeto viejo y ciego halle placer en burlarse
de un individuo que jamás en su vida ha visto antes,
y al que probablemente jamás vuelva a encontrar.
-Le recuerdo que no estamos hablando de personas
normales. Tal vez no se esté burlando, tal vez en su
delirio incluso crea que las cosas han sido así. Pero
que él llegue a creerlas, no las hace ciertas, ni mucho
menos. Oiga, espere, es absolutamente obvio lo que
le estoy diciendo, no irá acaso a creer...
-Disculpe –interrumpió Gaspar-, pero no me ha deja-
do terminar. Le dije que había otras cosas. Una de e-
llas (y quiero que tenga en cuenta mi formación pro-
fesional para avalar cuanto voy a decirle), es que a-
parte de sentir que el individuo no mentía, advertí en
su discurso que era imposible que refiriera determi-
nadas cosas del modo que lo hacía sin haber experi-
mentado la vivencia “real” de tales circunstancias.
Fíjese que no hablo de realidades respecto de su per-
cepción, lo que podría comportar el proceso alucina-
torio al que hace usted mención. Estoy hablando de
vivencias objetivamente reales, es decir, percepcio-
nes de algo que realmente ocurrió.
-¿Está tratando de convencerme que estuvo hablan-
do con un sujeto que naufragó aquí hace más de dos-
cientos años?
-Estoy tratando de decirle que el sujeto ése al pare-
cer pasó por una circunstancia como la que relata, no
se si hace dos, veinte u ochenta años. Seguramente,
135
Gabriel Cebrián

no serán doscientos. Y tal vez no haya sido aquí. Lo


que quiero que usted considere es que, según yo lo
veo, él pasó por las circunstancias que refiere.
-Bueno, visto así, parece más razonable, qué sé yo...
quien sabe, puede ser, sí.
-Y, dicho sea de paso, me habló de “su pequeña An-
nie”.
-Ah, claro. Pero mire, tendrá que explicarse mejor
para que yo deje de creer que se trata lisa y llana-
mente de una patraña como las que nos tienen acos-
tumbrados, sobre todo Annie. Y, dicho sea de paso,
también, permítame observar que no encuentro el
punto en lo que hace a esa especie de zozobra que
parece haberlo imbuído luego del encuentro.
-La cuestión es que el tiempo parece haber transcu-
rrido de otra manera, durante su relato.
-¿Cómo dice?
-Lo enfrenté por la mañana, bastante antes del me-
diodía. Luego que iniciara su relato (el que fue for-
mulado como si hubiese estado solo, sin tener en
cuenta en lo más mínimo tanto mi presencia como
mis acotaciones, escuetas y escasas, y solamente e-
fectuadas al principio, ante la sobreviniente eviden-
cia del caso omiso que hacía de mi persona), tuve un
lapso como de trance en el que prácticamente visua-
lizaba las desventuras de un motín que devino en
desgracia, a partir del vívido y sentido testimonio del
anciano. Luego me dormí, y cuando desperté, el sol
ya caía.
-Usted sabe, el tiempo transcurre de otra manera en
sueños.
136
Los fuegos de San Juan

-En realidad, estimo que ya era bastante tarde cuan-


do me dormí, y el relato no puede haber durado más
de un par de horas, como mucho.
-Dígame, Gaspar, ¿la noche anterior había usted dor-
mido bien? -Gaspar tuvo que conceder que no había
sido así.
-Pues bien, según veo yo las cosas, usted encontró al
viejo delirante, y un poco motivado por lo estrafala-
rio de las leyendas locales, prestó atención, en con-
diciones de fatiga mental, a una retahíla de dispara-
tes bien articulados y urdida desde hace vaya a saber
cuánto tiempo. Luego se quedó dormido, y las enso-
ñaciones y la sugestión hicieron el resto. Ya ve, nada
por qué preocuparse en semejante forma. Voy a pe-
dir otra cañita, ¿me acompaña?
-Le agradezco, pero voy a seguir con el mal whisky.
No quiero mezclar, ¿sabe? –Mintió, ya que en reali-
dad no aceptó la caña pensando que por ese medio
podría ingresar otra vez el agente distorsionante en
su sistema.

XVIII

-Sé que las cosas no fueron como usted dice –repuso


Gaspar, volviendo al tema no de muy buena manera.
–Yo estaba allí, y sé que atrás de ese viejo hay algo
muy, pero muy extraño.
-No dije nunca que fuera una persona normal.
-¿Lo ha tratado?
137
Gabriel Cebrián

-Muy por encima. No me gusta tratar con gente que


habla insensateces. Ése tal vez sea su oficio, pero yo
no tengo vocación para tales entuertos verbales. Al
primer dislate, me veo obligado a excusarme, argu-
mentando lisa y llanamente que no sé de qué se me
está hablando, y doy por terminado el asunto. Créa-
me que no tengo tiempo, talento ni paciencia para
interpretar símbolos, máxime si provienen de una
mente distorsionada.
-Se lo nota una persona muy estructurada lógica-
mente, sí.
-Debo parecerle absolutamente obtuso, ¿no es así?
-Yo no he dicho tal cosa. Ni siquiera lo he sugerido.
-Está bien, acepto su condescendencia.
-Oiga, me temo que nos estamos ofuscando en vano.
-¿Ofuscando? No, mi joven amigo, en lo más míni-
mo, al menos en lo que a hace a mi ánimo. Es usted
quien está reactivo, y según parece, se debe a lo que
cree fue una experiencia rara, que le aseguro no es
más que lo que ya le he dicho. No tome a mal nada
que yo le diga, usted me consultó y yo me vi obliga-
do a transmitirle, de la manera más honesta, lo que
sinceramente me parece.
-Sí, tiene razón; por favor, discúlpeme.
-No tiene por qué disculparse, créame que lo entien-
do perfectamente. No es fácil habituarse así nomás a
las condiciones de insanía mental que plagan la at-
mósfera de este pueblo. Yo mismo me he visto en un
brete difícil al llegar aquí y oír todas estas gárrulas
fantasías.
-¿Sí?
138
Los fuegos de San Juan

-¡Pues claro! Y más al advertir que a poco ingresé a


ellas en un rol protagónico, ya que la transferencia
natural de esta gente puso sobre mis hombros el ana-
tema, asignándome la responsabilidad de todas las
calamidades que su imaginación enfermiza creaba
solamente porque me encontraban distinto y por en-
de, sospechoso, al no llegar a abarcar muchos de mis
alcances mentales. Y conste que no me estoy jactan-
do, ni mucho menos. Estoy tratando que comprenda
que lo mismo, indefectiblemente, harán con usted.
Es más, lo están haciendo desde que llegó, con sus
aires citadinos que no sabe hasta qué punto son ca-
paces de husmear. Usted y yo somos Babilonia para
muchos de ellos, y deberíamos darnos por satisfe-
chos con sortear la hoguera.
-¿Cómo dice?
-Nada, estoy forzando la nota para ser más explícito,
por supuesto que no llegarán a tanto. Solamente se
mantendrán recelosos hasta que podamos ayudarles
y demostrarles que todo este tema no es más que una
perversión que están retroalimentando con sus obse-
sivas recurrencias. Es responsabilidad nuestra recu-
perarlos y volverlos a la normalidad; y, por supues-
to, lo peor que podríamos hacer es dejarnos embro-
llar en sus patrañas. Confío en que usted se despren-
derá de toda esa telaraña que parece estar envol-
viéndonos y me ayudará desde afuera a recuperar a
los afectados por esa leyenda que parece ir desqui-
ciando cada vez más a estos pobres palurdos. Ya in-
cluso mi hija, que casi ni los trata, está dándome

139
Gabriel Cebrián

problemas. Por favor, Gaspar, mantengase ecuáni-


me, cuento con usted.

El tono objetivo y la seguridad con la que Sanjuán


exponía su versión de los sucesos llamó a duda a
Gaspar, que durante unos momentos asumió como
verosímil la posibilidad de haber perdido la claridad
y caído en las innumerables trampas que la curiosa
patología parecía haber tendido en ese pueblo. El
sentido común estaba del lado del Doctor, y él sólo
podía oponerle razones que, en circunstancias nor-
males, habría considerado síntomas de un evidente
desequilibrio mental. Se sentía partido al medio, ya
que por un lado concedía a todas esas certezas tan
fundamentadas el grado de validez que merecían,
pero por otro, algo mucho más indefinido pero con
la contundencia del mandato que surge de la más
profunda interioridad, afloraba como recelo y des-
confianza viscerales hacia su interlocutor. No tenía
ya mucho que perder, y en una suerte de metáfora
apropiada al marco cultural de la leyenda, decidió
comenzar a quemar las naves.
-Hay otras cosas –volvió a anunciar, luego de la pau-
sa en el diálogo, y sin ampliar precisión alguna a-
cerca de las otras cosas que al parecer, había.
-Eso ya lo ha dicho. Y sabe qué creo, que por alguna
razón concreta usted tiene reservas en decirme algo
respecto de esas cosas que dice que hay.
-Tengo una razón concreta. Ya lo hablamos durante
la cena de anoche, en casa.
-Se trata de Magdalena, ¿verdad?
140
Los fuegos de San Juan

-Se trata de seguir mis principios y no comentar, co-


mo le decía anoche, cualquier cosa que me haya di-
cho en confianza, en situación de terapia, usted com-
prende.
-Sí, yo comprendo, pero sin embargo, el que está lle-
vando las cosas a la tremenda, es usted. Tenga en
cuenta ésto: una cosa es atender a una persona equis
en su consultorio, oír sus problemas, hallarle solu-
ciones o sugerirle modos de comportamiento, o lo
que sea que usted haga, y se termina el tratamiento y
adiós. Otra, al parecer muy distinta para mí, es aten-
der a una persona que parece padecer una fobia que
no es propia de ella sino de buena parte del núcleo
social en el que se mueve, y a la vez cargada de adi-
tamentos fantasiosos y de supercherías que generan
una atmósfera mental tan complicada que hasta llega
a involucrar al propio terapeuta. Aquí las cosas son
esencialmente distintas, y supongo que hay que ma-
nejarse con elasticidad para afrontar esas cuestiones
nuevas y de las cuales poco o nada se sabe. Con ello
quiero decirle que me parece un esfuerzo desmesu-
rado de su parte pretender luchar solo contra tantos
oponentes. Ellos no tienen reglas, y ésa es su fuerza.
Si usted se atiene a pie juntillas a las suyas, las que
probablemente se hayan delineado, como le dije, pa-
ra ser implementadas en otro tipo de combate, segu-
ramente fracasará. Le aclaro, aunque tal vez sea o-
cioso, que no estoy tratando de desmoralizarlo sino
de ofrecerle mi ayuda. Confíe en mí, nada le diré a
Magdalena.
-Me cuesta mucho, sabe.
141
Gabriel Cebrián

-Claro que lo sé. Pero es necesario. Por otra parte, e-


so habla muy bien de usted, Gaspar. Es un mucha-
cho cabal y un profesional muy serio. Pero le reitero,
debe confiar en mí. Aliviará así su carga y podrá en-
frentar su labor desde una posición menos precaria
que la que se encuentra ahora.
-Magdalena dice que Annie es su hermana gemela.
-Sí, la he oído decir tal cosa.
-Le remarqué la diferencia de edades, y dijo que An-
nie había muerto cuando ambas tenían once años.
-Pobre Magdalena. La soledad rutinaria de este pue-
blo parece haber resultado demasiado para ella. La
verdad es que me siento un poco culpable por eso.
-Son muy parecidas físicamente, usted lo ha obser-
vado, ¿verdad?
-Es que es precisamente ese parecido, y la caracterís-
tica magnética de la pilluela, lo que la ha llevado a
creerlo.
-Puede ser. Pero sigo pensando que es extraño que
todos esos supuestos, tan disparatados, se articulen
tan homogéneamente entre personas tan distintas y a
veces, lejanas entre sí.
-Puede ser extraño para usted, que recién llega y se
encuentra con todo el fenómeno de buenas a
primeras y la misma fuente le llega por distintas ver-
tientes. Tenga en cuenta que hace años que toda esta
patraña está siendo urdida, y que a partir de ella mu-
chas vidas sin norte hallaron un sentido. Eso, y usted
lo debe saber mejor que yo, genera un poder muy
fuerte, ¿o no?

142
Los fuegos de San Juan

-Puede ser. En todo caso, Doctor, le estoy muy agra-


decido por ayudarme a objetivar.
-Ha tenido un día difícil, e hizo muy bien en buscar-
me y luego confiar en mí. Vaya y descanse, ahora.
Mañana las cosas se verán mucho más claras, va a
ver.

XIX

Caminaron la cuadra y media hasta el chalet del


Doctor, donde se despidieron y Gaspar siguió calle
Belgrano abajo hasta su casa. Entró, encendió la luz
y todo parecía estar en orden. Fue hasta la cocina e
iba a servirse un brandy cuando recordó que podía
estar inficionado. Pero necesitaba un trago. Eran
cuatro cuadras y media hasta el bar que recién ha-
bían abandonado, así que, aún sin quitarse la campe-
ra, volvió a salir. Pasó por el chalet de Sanjuán y vio
que la luz del escritorio estaba encendida. Llegó al
bar, compró con sus últimos recursos monetarios u-
na botella del whisky barato y emprendió nuevamen-
te el regreso a la casa. Cuando pasaba por la acera de
la vivienda del Doctor, oyó gritos y se paró durante
unos momentos a escuchar. No entendía el tenor de
la acalorada discusión, pero le resultaba claro que e-
ra entre padre e hija. Había sido muy ingenuo de su
parte contar con la discreción de aquel hombre, de-
bía haber tomado en cuenta que los lazos sanguíneos
generan más complicidad que cualquier otro vínculo.
143
Gabriel Cebrián

En definitiva, le quedaba claro que ya no podría con-


tar a su vez con la confianza de Magdalena. Si era
cierto que estaba enferma, haría lo posible por ayu-
darla desde la posición que fuese. Si Magdalena, por
delirante que fuese, decía la verdad, entonces ya ha-
bía traicionado a quienes querían ayudarlo y estaba
cada vez más a merced de lo que fuera que su padre
estaba tramando.
-Buena la has hecho –dijo súbitamente Annie a sus
espaldas, sobresaltándolo como cada vez que se le
aparecía.
-Necesito hablar contigo.
-Eres una rata miserable y cobarde. No puedo enten-
der cómo Magdalena ha podido equivocarse tanto
contigo –le espetó, y salió corriendo por la calle
transversal. Gaspar se quedó viéndola hasta que dio
la vuelta a la esquina. La discusión en la casa conti-
nuaba. Él retomó el camino hacia la suya propia,
pensando que al menos esta vez, había visto a la
pequeña cuando se marchaba.

Volvió a entrar en la casa. Extrajo hielo del refrige-


rador y se sentó a la mesa de la cocina, de frente a la
puerta del fondo. Se sirvió, encendió un cigarrillo y
bebió despaciosamente. Tal vez fuera el whisky, tal
vez fuera el cansancio y la falta de sueño, tal vez su
ánimo se estuviera galvanizando a partir de la segui-
dilla de situaciones que lo comprometían; la cosa es
que no sentía la menor inquietud ante la eventuali-
dad de cualquier aparición que todo indicaba, podía
144
Los fuegos de San Juan

llegar a producirse. Resolvió allí, en esa circunstan-


cia dada, atender a los fenómenos sin involucrarse
tanto emocionalmente, tomarlos como venían y exa-
minarlos con una impronta si se quiere más científi-
ca, presentar su epidermis como un escudo ante todo
azar fantástico o escalofriante. Ésa era la vena apro-
piada ante tanto descalabro ambiental.
Vio unas luces, al parecer en la boca del aljibe, y
sintió, más que ver, que alguien se acercaba a la
puerta. Luego, unos leves golpes y la silueta de
Magdalena distorsionada por la textura irregular de
los vidrios. Se incorporó, giró la llave, y allí estaba
ella, a pesar del frío en la misma malla de dos piezas
y mojada, reiterando la imagen de la primera vez
que la había visto.
-¿Qué haces así? –le preguntó, sorprendido tanto por
la irrupción como por las características de la mis-
ma. –Pasa, ven, te alcanzaré unas toallas.
-No, está bien. Discúlpame que venga así, de este
modo, pero mi padre me había encerrado y no hallé
otra forma de salir.
-¿Cómo es eso?
-Si te dijera que estaba en la ducha y aparecí en tu
pozo, no lo creerías, ¿verdad?
-¡Claro que no!
-Bueno, pues entonces, déjalo. No se me ocurre otra
cosa que decirte y dejar en paz a tu conciencia.
-He logrado una cierta paz, verás. Precisamente esta-
ba concentrándome en eso.
-Ten cuidado, tal vez se trate solamente de esa calma
chicha que precede a las tempestades.
145
Gabriel Cebrián

-¿Tú crees eso?


-No importa lo que yo crea, sino lo que tú creas.
-¿No tienes frío? ¿Quieres un whisky, al menos?
-Deja eso ya. He venido por imperio de las circuns-
tancias, para que hablemos.
-Discutiste con tu padre.
-Sí, en mucho gracias a ti, so bocón...
-Espera, no le dije gran cosa.
-Le dijiste lo suficiente como para que advierta que
podemos estar elaborando algo a sus espaldas.
-¿Eso es lo que estamos haciendo?
-Deja de hacerte el tonto. Te diré algo, ya sabía
cuando hablé contigo que no ibas a mantener mucho
tiempo la bocota cerrada, así que de todos modos,
decidí correr el riesgo y precipitar las cosas.
-¿Decidiste precipitar qué cosas?
-Abandonar mi casa paterna, por ejemplo.
-¿Y dónde vas a quedarte?
-Aquí, por supuesto.
-¿Estás loca?
-Sí, lo estoy, pero me parece que no tanto como tú.
-Mira, en cierta forma, me encantaría que lo hagas,
pero...
-Pero nada. ¿O acaso vas a echarme a la calle?
-No. Será tu padre el que nos echará a los dos, en
todo caso.
-Él no tiene por qué enterarse.
-Lo hará. Se dice que por aquí todos saben todo.
-Eso déjamelo a mí. Entonces vi que emergía del
mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos.

146
Los fuegos de San Juan

-¿Qué cosa dices? –Preguntó Gaspar, y la sorpresa


casi lo aniquila cuando, de pronto, vio a la pequeña
Annie ocupando la silla que solo un segúndo antes
ocupaba Magdalena.
-Entonces vi que emergía del mar una Bestia con
siete cabezas y diez cuernos. –Repitió Annie.
-¿Qué diablos...?
-Precisamente de él, del Diablo, estaba hablando. Él
es tu deseo, las deliciosas formas de Magdalena, tu
codicia, tus desmesuradas aspiraciones académicas,
todas ésas tus bajezas mediante las cuales el demo-
nio ése de Sanjuán te tiene amarrado... te gustaría
que Magdalena se quede aquí contigo, ¿verdad? Te
gustaría recibir tu paga, y tal vez escribir alguna es-
túpida cuestión acerca de una rara enfermedad loca-
lizada en un ignoto pueblo de provincia, y ganar re-
nombre con ello... pero si no abres los ojos solo con-
seguirás hundirte hasta el cuello en una miseria tal
que te hará maldecir por toda una eternidad el mero
momento en el que decidiste venir. Hace unos ins-
tantes, tan solo, te prometías a ti mismo comportarte
como un severo y adusto comemierda científico, y a-
quí estás otra vez perdiendo los calzones y mirándo-
me como si fuese yo quien va a condenarte al infier-
no. Eres un pendejo estúpido y cobarde que anda de
un lado a otro buscando complicidades y que es in-
capaz de advertir adónde está el bien y adónde el
mal. El mal es tu sentido de realidad que jamás te
permitirá salir de la trampa, darás una y otra vez la
cabeza contra los mismos barrotes. Te babearás cada
vez que veas a Magdalena, irás feliz a cambiar el
147
Gabriel Cebrián

cheque con el que están comprándote el alma, escri-


birás insensateces (y eso si llegas alguna vez a ha-
cerlo) pensando en una celebridad que jamás podrás
gozar en vida. Tendremos, si es que llegas a conse-
guirlo, un compañero más, tal vez célebre, pero que
únicamente podrá ver el mundo a través de una espe-
sa niebla. Estás pringado. Entonces vi que emergía
del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos.
Al oír la frase reiterada, Gaspar tuvo la suficiente
presencia de ánimo como para observar tal situación,
a lo que la niña replicó:
-Ahora puedo hacer varias cosas que antes no podía.
He devuelto la reliquia a mi padre, tú sabes. La tomé
de aquí mismo, de la caja en la biblioteca. Y eso fue
porque tú mismo me dejaste entrar. De otro modo,
no habría podido hacerlo. Ya no necesito la niebla
para aparecerme. Ya puedo volver al cuerpo de
Magdalena. Ahora puedo entrar fácilmente en los
sueños de los vivos. Y también puedo repetir frases
sin temor a que el Dragón me dé alcance. Ahora eres
tú el que debe correr por su vida, si es que te queda
alguna.

Al oír aquellas palabras, Gaspar sufrió un espasmo


nervioso que lo hizo saltar. El vaso de whisky se hi-
zo añicos contra el piso. Notó entonces que se había
quedado dormido, y que todo aquello que había ocu-
rrido lo había hecho en el mundo de los sueños; lo
que no quería decir en modo alguno, según se le apa-
recía con absoluta claridad, que no hubiera sucedido.

148
Los fuegos de San Juan

XX

Entonces vi que emergía del mar una Bestia con sie-


te cabezas y diez cuernos. La frase le resultaba fami-
liar. ¿Adónde la había oído, o leído? Ahora, con la
mañana clara, los cantos de los gallos, de los pája-
ros, estaba tentado a volver sobre sus pasos mentales
y considerar el sueño de la noche anterior como una
elaboración fantástica más en el marco de lo que pa-
recía ser una vorágine de fantasías desbordadas. De-
bía estar en guardia. Debía preservar antes que nada
su salud mental, antes de preocuparse por la de los
demás. Sanjuán parecía razonable, las mujeres no.
Sanjuán parecía acercarlo al mundo conocido cuan-
do se extraviaba, las mujeres parecían conducirlo a
un callejón sin salida plagado de fantasmas y horro-
res. Pero no podía basarse en ninguna presunción fir-
me. Las cosas a veces no eran lo que parecían. Uno
u otras podían ser quienes representaban el real peli-
gro. Tal vez, todos ellos. Nada podía aseverarse a
ciencia cierta. Debía andar con el mayor tino y espe-
rar señales más claras que le permitieran dilucidar
tales cuestiones.
Tenía hambre, mas no contaba ya con dinero y se re-
sistía a tomar alimentos de la alacena en razón de su
persistente temor a que estuviesen adulterados. En-
tonces salió al fondo de la casa, pasó por el aljibe y
no pudo evitar echar un vistazo a su interior. Solo u-
nos tenues reflejos acuáticos, absolutamente norma-
les. Fue hasta el añoso árbol y colectó del suelo unas
149
Gabriel Cebrián

cuantas nueces de corteza ennegrecida, que procedió


a quitar y luego, apretando de a dos en la base de la
palma de sus manos, con los dedos entrelazados, las
rompió, separó las cáscaras de las partes aprovecha-
bles, y comió. No estaban nada mal, y eran muy ali-
menticias, según tenía entendido. Mas cayó en la
cuenta que no iba a poder evitar durante mucho
tiempo gambetear a las provisiones almacenadas;
debía despejar cuanto antes la incógnita en referen-
cia al tema de eventuales agentes impropios en ellas.

Había terminado su frugal desayuno cuando oyó gol-


pes a la puerta del frente. Fue a abrir y se encontró
con Sanjuán, que le deseaba los buenos días y le pre-
guntaba con aire comedido si lo había despertado.
-No, ya estoy levantado desde hace rato. Pase, por
favor.
-¿Ha tenido una buena noche?
-¿Por qué lo pregunta? –Inquirió a su vez, dándose
cuenta en el mismo acto que estaba demostrando su
aprensión.
-No, digo porque si yo hubiese tomado el whisky
que bebió usted anoche, no habría pegado un ojo de-
bido a la gastritis, créame.
-Ah, no, por suerte no me afectó gran cosa.
-Claro, usted es joven.
-Espere que le preparo un café. Siéntese, nomás.
-Prefiero tomarlo en la cocina, sobre la mesa, si no
le molesta.
-No, en absoluto, adelante, haga de cuenta que está
en su casa.
150
Los fuegos de San Juan

-Mire, Gaspar, he decidido evitarle trámites engorro-


sos y eventuales esperas forzadas en el banco, así
que si no se ofende, aquí tiene el dinero correspon-
diente a su primer mes de desempeño –dijo, y dejó
un abultado sobre encima de la mesa. A Gaspar le
pareció algo sospechoso, tal actitud ponía en tela de
juicio todo lo que el Doctor le había dicho acerca de
la procedencia de los fondos para su sueldo. Todo
parecía indicar que era él mismo y por propia cuenta
quien financiaba su estancia allí y su labor, la que
hasta ahora se había limitado a una cuasi sesión con
la propia hija de aquel individuo. No pudo evitar dar
voz a tal prurito:
-Mire, Doctor, hace apenas unos pocos días que es-
toy aquí, y prácticamente no he hecho otra cosa que
aceptar sus generosas invitaciones. De veras siento
que no corresponde. En todo caso aceptaría un ade-
lanto, ya que me he quedado sin dinero...
-Oiga, espere, en estos pocos días, como usted dice,
no solamente ha tenido a bien ocuparse de mi hija,
sino que también se ha imbuido de una serie de ca-
racterísticas insanas del lugar que han llegado inclu-
so a perturbar su ánimo, y no crea que no lo valoro
ni que pienso que eso no vale nada. El nuestro ha si-
do y es un acuerdo entre caballeros, ya ve que no se
ha firmado papel ni contrato alguno. Las cosas son
así, y eso sin duda nos comprometerá un poco más a
ambos. De este modo yo podré valerme de sus servi-
cios sin sentirme un aprovechado, y usted estará más
cómodo y tranquilo para desempeñar cabalmente su
tarea. Démonos esa tranquilidad ambos, querido a-
151
Gabriel Cebrián

migo, y las cosas se desarrollarán en otra vena, ya va


a ver. Oiga –observó al ver que Gaspar servía sola-
mente una taza de café, -¿acaso usted no va a acom-
pañarme?
-No... bueno...
-Ah, claro, el mal whisky, lo que yo le decía.
-No, no es eso.
-Entonces sírvase uno, así no me deja solo.
-Está bien, tiene razón, disculpe mi falta de cortesía.
-Ni lo diga... ¿en qué estábamos? Ah, no, el tema de
los emolumentos ya está finiquitado. Hablemos de
otra cosa, pues.
-Me gustaría hacerle una confesión –aventuró Gas-
par.
-¿A ver?
-Anoche volví al bar por más whisky, de ése que us-
ted dice.
-¡No me diga! ¿Acaso ya se le terminó el brandy?
-Pasó que no quería mezclar, usted sabe –explicó,
celebrando interiormente la velocidad mental que lo
llevó a elaborar la excusa sin hesitación.
-Claro, entiendo.
-Pero ése no es el punto. Cuando volvía, no pude e-
vitar oír una fuerte discusión que mantenía usted con
Magdalena.
-Oh.
-Por un momento no pude dejar de sentirme respon-
sable, sabe, en orden a que momentos antes yo había
sido en cierto modo infidente respecto de algunas
cosas que ella me había comunicado.

152
Los fuegos de San Juan

-Nada de eso. Lamento que haya sido testigo de una


escena desagradable, pero le aseguro que no tenía
nada que ver con usted ni mucho menos con algo
que me haya dicho. Es lo de siempre. Oyó que salía
con usted y me acusó.
-¿De qué lo acusó? ¿De salir conmigo?
-No, de pasarla bien, de hacer mi vida despreocupa-
damente sin importarme nada de ella, de su encierro,
de su falta de vida social, lo de siempre.
-Dígame, y sepa disculpar si me inmiscuyo en temas
personales, ¿no ha pensado en ir a vivir a otra parte,
a una ciudad más grande, por ejemplo?
-Lo he pensado, sí. Pero tengo toda mi estructura ar-
mada aquí, y me parece que en cierta forma, eso se-
ría como huir, más con todas estas cosas que se di-
cen acerca de mí. Ahora me gustaría hacerle, a mi
vez, una confesión a usted: por temperamento, y por
una cuestión si se quiere de pundonor, me niego de
plano a hacer una cosa como ésa.
-Lo entiendo. Y dígame, tratándose de una mujer ya
mayor de edad, ¿no ha pensado en enviar a su hija,
en todo caso, a vivir a un lugar en donde pueda ha-
llar mayores oportunidades en todo sentido?
-¡Claro que también lo he pensado! Pero tal como
usted mismo ya ha visto, Magdalena no está bien.
Por eso es que tengo cifradas todas mis esperanzas
en el tratamiento que le está efectuando. Créame que
en cuanto advierta que se encuentra en condiciones,
dispondré al momento que se instale en una ciudad
universitaria, adonde pueda iniciar una carrera y co-

153
Gabriel Cebrián

nocer jóvenes de su edad, sanos y enjundiosos, no


como los de por acá.
-Haré mi mejor esfuerzo, y usted lo sabe
-Claro que cuento con eso. Por eso, y volviendo al
tema del principio, me siento mucho más tranquilo
conmigo mismo al poder remunerar tales esfuerzos
como corresponde.
-Sabe que lo haría, de todos modos.
-Lo sé. Por eso mismo es que me felicito de estar ha-
ciendo lo correcto. Dígame, ¿podrá verla esta tarde,
nuevamente?
-Por supuesto; es más, iba a sugerirlo.
-¿A las cinco está bien?

XXI

Se miraron unos momentos. Luego, Gaspar se incor-


poró y fue a encender una hornalla para calentar el
café. Esta vez ella no había traído pastel, ni tampoco
lo había besado en los labios al momento de ingresar
en la casa, solo había mascullado un hola, seco y ca-
si inaudible, al que él había respondido con otro si-
milar, aunque propio de un cierto cargo en su con-
ciencia. Mientras disponía las tazas, decidió esperar
a que fuera ella quien rompiera el silencio. Las dejó
sobre la mesa, fue por la azucarera y una bandeja de
galletas e hizo otro tanto, controló que el café no hir-
viera y tomó asiento frente a ella. Siguieron mirán-
dose, hasta que la belleza de aquellos ojos claros y
verdosos como el agua del mar fueron demasiado
154
Los fuegos de San Juan

sugestivos para su sensibilidad estética, y rompió la


fijeza pretendiendo observar la cafetera.
-No eres capaz de sostener mi mirada –observó ella.
-No estoy para juegos de niños –replicó Gaspar,
mientras se incorporaba e iba por el ya humeante ca-
fé.
-Juegos de niños, eh. Sin embargo, me pareció que
mirabas a otra parte por el peso de los sentimientos
que podían generarse en ti a partir de mi mirada.
-Pues te equivocas.
-Tienes razón. Me equivoqué. Debí haber dicho sen-
saciones, y no sentimientos. De cualquier modo, son
unas las que llevan a los otros, ¿no es así, doctor? Y
eso precisamente es lo que creo que estabas tratando
de evitar. Deberás disculpar mi falta de precisión se-
mántica, pero apelaré a tu flexibilidad en ese senti-
do, en aras a una mejor comunicación con una torpe
pueblerina que no sabe dar voz muy bien a los voca-
blos más apropiados a cada caso.
-No necesitas ser irónica.
-Ya lo sé.
-Noto cierto resentimiento. ¿Es que acaso te ha mo-
lestado que haya salido anoche a tomar un par de co-
pas con tu padre?
-No vine aquí a perder mi tiempo hablando estupide-
ces. Sabes que me tiene sin cuidado, a no ser por...
-¿A no ser por qué?
-A no ser porque estás manejándote como un servil
esclavo de la persona que va a aniquilarte. A no ser
porque no escuchas a quienes te están alertando. A
no ser porque con tus conductas torpes e inconse-
155
Gabriel Cebrián

cuentes estás arruinando la posibilidad de que todos


quienes somos sus víctimas nos libremos de él. A no
ser porque cometes infidencia y traición con quienes
están tratando de librarte...
-Espera, espera, espera... ¿acaso no has sido tú quien
me trajo aquí?
-Ya me lo señalaste, en este mismo lugar, y ya te
respondí. La reiteración, de todos modos, en este ca-
so viene a cuento, porque a pesar de que seas un i-
diota mal agradecido voy a alertarte una vez más,
aunque mis advertencias vuelvan a caer en saco roto:
ahora eres tú, so tonto, quien debe cuidarse de las re-
peticiones como de la peste. La niebla ha dejado de
perseguir y aprisionar a Annie. Ahora está detrás de
ti. Continúa dejando tu rastro de babosadas repeti-
das, y pasarás la eternidad jugando al gallito ciego
con el viejo.
-¿Qué cosa dices?
-¿Quieres dejar de hacerte el tonto? Ya eres lo sufi-
ciente, no exageres. Deja de comportarte como si no
supieras de lo que te estoy hablando. Eres tan cansa-
dor, a veces...
-A veces pienso que lo mejor sería tomarte de los
pelos y llevarte adonde tu padre para que repitas ca-
da cosa que dices a sus espaldas.
-Tienes razón, tal vez sería lo mejor. Así verías las
cosas tal cual son de golpe, y me ahorrarías el traba-
jo de intentar evitar lo que va a pasar de todos mo-
dos. Tal vez sería lo mejor para mí, pero desde luego
que sería lo peor para ti. O no, pensándolo bien, tal
vez sea mejor un final abrupto que la agonía que te
156
Los fuegos de San Juan

espera si no dejas de hacerte el estúpido científico


racionalista.
-A tu padre, al menos, lo entiendo.
-En eso precisamente consiste su poder. Una vez leí
un libro de un monseñor nosecuántos que decía que
la mejor argucia del demonio es hacernos creer que
no existe.
-¿Acaso estás sugiriendo que tu padre es el demonio,
o al menos un sacerdote de él?
-Ya me formulaste una pregunta como ésa, deja de
hablar en círculos, estás poniéndote cada vez más a
su alcance.
-Es que tienes que entender que las cosas no son a-
sí... que hay muchas leyendas en este pueblo que
pueden llevarte a confusión, que estás viviendo una
existencia que no conviene a tu esencia, y que todo
ello combinado puede dar lugar a un cuadro de dis-
torsión que te hace ver las cosas de manera equivo-
cada... deberías al menos planteártelo como posibili-
dad, para que yo pueda hacer algo.
-¿Terminaste? Déjame decirte una cosa: tú mismo ya
has experimentado cosas reñidas con toda tu parafer-
nalia racionalista, y lo único que has hecho ha sido,
primero, orinarte en los calzones, y después, barrer
la mugre debajo de la alfombra e ir corriendo a con-
tarle a papito. Menudo aliado he intentado conse-
guir... sí, tal vez sea mejor que estés de su lado. Eres
un jodido cobarde y encima, desleal.

Mientras cavilaba si la reacción de la muchacha se


debía a argumentos genuinos, al menos para ella, o
157
Gabriel Cebrián

se trataba meramente de la etapa clásica de reacción


violenta contra el terapeuta (aunque le costara mu-
chísimo colocarse en ese rol, en esas circunstancias),
oyó un motor detenerse al frente de la casa, y poco
después tocaron a la puerta. Un hombre en ropa de
trabajo había descendido de una vieja camioneta
Ford F-100.
-¿Usted es el señor Gaspar Rincón?
-Sí, soy yo.
-Aquí traigo unos libros para usted.

Procedió con gran esfuerzo a bajar dos grandes cajas


repletas de libros, que Gaspar reconoció como los
suyos ni bien fueron depositadas en el living y pudo
echarles una ojeada.
-Oiga, -preguntó al hombre del flete mientras éste le
estiraba un formulario de recibo y una lapicera, -
¿quién ha indicado que trajeran ésto aquí?
-Mi padre, por supuesto –dijo Magdalena, a sus es-
paldas y sin esperar la respuesta del fletero.
-El Doctor Sanjuán –informó éste a su vez, mientras
miraba a la joven y un brillo de codicia sexual se re-
flejaba inconcientemente en sus ojos.
-¿Quién más podía haber sido? –Se jactó ella, y vol-
vió hacia la cocina.

-No cabe duda que todas sus acciones obedecen al


propósito de retenerte aquí, como verás –observó ni
bien Gaspar regresó tras ella.

158
Los fuegos de San Juan

-Ciertamente me sorprenden todas las deferencias


que tiene para conmigo, pero eso no lo hace un anti-
cristo.
-Claro que eso no, pues.
-Mira, vamos a hacer de cuenta que por un momento
doy crédito a tus afirmaciones; ¿qué se supone que
deberíamos hacer, según tú, en ese caso?
-Éso es muy difícil de establecer. Uno puede trazar
estrategias cuando enfrenta enemigos convenciona-
les, y éste, en particular, no lo es en modo alguno. –
El argumento sonó análogo al que la noche anterior
había dado su padre, al instarlo a que hable acerca de
lo que había dicho ella misma en la supuesta terapia.
-No puedo creer que consideres “enemigo” a tu pro-
pio padre.
-No sabes nada de nada, y lo peor es que no sabes
escuchar. Solamente oyes a quien habla como tú, y
esa es tu mayor debilidad en este contexto.
-Ya te lo he dicho...
-Si ya me lo has dicho, guárdate de repetirlo.
-Tú y esa Annie, niña, fantasma, espíritu, o lo que
sea, solo me inducen a pensamientos morbosos.
Siento que si les sigo el hilo terminaré igual de en-
fermo que ustedes –dijo, y al momento advirtió que
lo que estaba haciendo en modo alguno podía co-
rresponderse con la idea de lo que debe ser una tera-
pia, por más heterodoxa que fuere. Si bien la figura
de sesión había quedado ya un poco desvirtuada des-
de el propio comienzo, sintió que estaba desbordán-
dose por completo y excediéndose de una manera

159
Gabriel Cebrián

que, en todo caso, le impediría de plano cualquier re-


torno posible al plan original.
-Es preferible estar enfermo que muerto –señaló
Magdalena.
-Detesto esas consideraciones apocalípticas a las que
eres tan afecta.
-Y yo detesto que seas tan torpe como para no haber
reconocido la frase que reiteró Annie anoche, aquí
mismo.
-¿Qué cosa dices? ¿Cómo sabes que Annie estuvo a-
quí anoche?
-Entonces vi que emergía del mar una Bestia con
siete cabezas y diez cuernos –declamó, y Gaspar fue
víctima de dos desagradables sorpresas en forma si-
multánea: la primera, y obvia, era la referencia a una
frase que le resultaba conocida ya desde que le había
sido dicha en sueños la noche anterior; y la segunda,
más sutil pero no por eso menos devastadora, fue
que le pareció que la voz que la había pronunciado
en el aquí y el ahora de su vigilia más plena, era la
de Annie. Los bellos ojos de aguamarina brillaban de
malicia.
-Lo dicho –aseveró él cuando se hubo recompuesto
mínimamente. –Ustedes acabarán por volverme lo-
co.
-Lo dicho, lo dicho, lo dicho. Lo dicho, dicho está.
No me obligues a repetir a mí también, y es funda-
mental que entiendas que es por ti por quien digo lo
dicho, o que pretendo no hacerlo, mejor dicho –rió
con jocundidad tras su juego de palabras. -¿Qué opi-
naría Lacan, de esto que estoy diciéndote? –añadió,
160
Los fuegos de San Juan

y volvió a reír. Gaspar no hallaba nada gracioso en


esa situación. Había perdido por completo el control
de la misma, y eso era evidente para ambos. –Deja
de poner esa cara de pelele –añadió finalmente, co-
mo haciéndose eco de sus pensamientos, -te prometo
que voy a dejar de aprovecharme de tu linealidad.
-Yo te trato con respeto –aventuró él, intentando se-
ñalar que la actitud ligera que asumía podía ofender-
lo.
-¿Con respeto? Acabas de sugerir que si seguías o-
yéndome acabarías “enfermo” como yo.
-No pretendí faltarte el respeto con ello, y bien lo sa-
bes.
-Yo tampoco, más bien todo lo contrario. Yo sola-
mente estaba intentando ayudarte.
-No soy capaz de advertir cómo...
-Sencillamente, estaba intentando que asociaras con-
cientemente lo que tu inconciente ya sabe... y fíjate
que estoy utilizando terminología psicoanalítica... tú
mismo hiciste referencia al Apocalipsis.
-¿Yo?
-Sí, tú. Detesto esas consideraciones apocalípticas a
las que eres tan afecta, me dijiste.
-Ah, sí.
-La frase que Annie te dijo anoche, es del Apocalip-
sis.
-Claro, de ahí me sonaba.
-¿Y quién escribió el Apocalipsis, o al menos es lo
que se dice?
-San Juan.
-Exacto. San Juan, ¿te suena?
161
Gabriel Cebrián

-¿Acaso tu padre es uno de los Cuatro Jinetes? –In-


tentó ironizarla, pero su ánimo absolutamente con-
turbado hizo que el sarcasmo pareciera más bien un
lamento autocompasivo.
-Oh, no, por supuesto que su rol es mucho más mo-
desto. Simplemente, ha sido imbuido de algunas no-
ciones de lo más extrañas en las islas del Caribe, de
donde ha traído consigo a la bruja ésa de Haydée.
Han diseñado una extraña simbiosis, en la que no se
sabe muy bien si lo que predomina es una especie de
cristianismo que de tan fanático se roza con su con-
trario, o un sincretismo del vudú africano con ideas
mesiánicas de un nuevo orden que debe instaurarse a
partir de tierras americanas. Pero eso ya te lo dijo el
viejo ciego, ¿verdad? El Reino de los Eternos Cami-
nantes del Nuevo Orden.
-Veo que el fetichismo desarrollado aquí en Cañada
del Silencio resulta ser de lo más sofisticado.
-Ya lo creo, pero creo que estás equivocando la di-
rección de tus insidiosas sugerencias. Que los verda-
deros fetichistas te presenten su trampa metódica y
cuidadosamente de acuerdo a todas tus ideas precon-
cebidas, no los hace menos falaces. La verdad mis-
ma a veces adopta extrañas formas, y en muy pocas
ocasiones los torpes que solamente se ven a sí mis-
mos y a sus reflejos, pueden advertirlo. Estás en una
situación difícil, doctor. Por un lado, crees o necesi-
tas creer en la sensatez y la racionalidad de mi padre,
por cuanto te afianza en el mundo que has conocido
toda tu vida. Y por otra parte desconfías de Annie y
de mí, solo porque hacemos cosas que no alcanzas a
162
Los fuegos de San Juan

explicarte; y aunque te las expliquemos un millón de


veces, correrás a meterte debajo del paraguas protec-
tor de tu mecenas, sin advertir que de ese modo estás
huyendo hacia las fauces de la bestia que está engor-
dándote para luego devorarte.
-Todo este asunto está sacándome de quicio.
-Ya lo creo, y no es para menos. Celebro que al me-
nos eso te resulte claro. Ahora, quiero que me res-
pondas la propuesta que te formulé anoche.
-Anoche no estuve contigo –aseguró, tratando de po-
sicionarse irreductiblemente en una instancia cohe-
rente de continuidad espaciotemporal.
-Ah, ¿no? Entonces te lo pregunto ahora: ¿serías ca-
paz de desafiar al todopoderoso Doctor Sanjuán y
dejarme vivir acá contigo?
-Si es cierto que anoche estuviste conmigo, conoces
la respuesta. En todo caso, tú misma me has indica-
do que no debo reiterarme.
-Muy agudo, verdaderamente. Tan listo para algunas
cosas y tan torpe para otras...
-Oye, estoy algo cansado de que me trates como a un
tonto.
-Más que cansarte deberías demostrarme que no lo
eres.
-Yo no necesito demostrarte nada.
-Claro, guárdate tus demostraciones para el dueño
del circo. Él es el que te paga.
-No soy como tú crees.
-Lo lamentable del caso, es que tampoco eres como
tú crees.
-¿Por qué te comportas como si lo supieras todo?
163
Gabriel Cebrián

-Yo no hago eso, pero soy lo suficientemente hones-


ta como para decir las cosas tal y como las veo, so-
bre todo cuanto sé que son ciertas. Y no estoy segura
de que todos aquí podamos decir lo mismo, tú sabes.
-Sé que no confías en mí, y no puedo hacer nada al
respecto.
-No es mi culpa si no eres confiable, en todo caso. Y
voy a darte la razón en algunas de tus observaciones,
para que no te sientas con las manos tan vacías. Es
cierto que estoy enferma. Es cierto que detesto este
maldito pueblo, es cierto que eso me impide ser ob-
jetiva en algunos respectos, es cierto también que
muero por vivir cosas diferentes, y para ello cuento
contigo.
-No te entiendo muy bien.
-Sé que soy una mujer muy atractiva. Y sé también
que te gusto mucho, y que en gran medida estás aquí
porque desarrollaste fantasías que tenían que ver
conmigo. Ya que no vas a dejar que me quede aquí
contigo, tenemos poco tiempo antes de que tenga
que volver a mi celda –y diciendo ésto, se acercó a
él y lo besó apasionadamente. Si bien las circunstan-
cias psicofísicas de Gaspar no eran las mejores para
la actividad erótica, no tardó en perderse en la dul-
zura y la calidez, sin mencionar la belleza, de su pre-
tensa paciente. A poco ya estaban en su cama, des-
plegando una actividad erótica casi frenética. Acos-
tado sobre el cuerpo de ella, Gaspar sentía que, aún a
pesar de todas las excentricidades, había valido la
pena estar allí, en esa especie de obnubilación propia
del sexo combinado con la pasión idealizada y ro-
164
Los fuegos de San Juan

mántica. Ella correspondía como si tanto la excita-


ción como el sentimiento fueran análogos. Ambos
gemían y mascullaban palabras de amor, cuando él
advirtió, primero, que la mujer se estrechaba ostensi-
blemente, y luego, que su voz se afinaba... ¡hasta
convertirse en la de la pequeña Annie! Estiró los
brazos, elevando el torso, para comprobar con aver-
sión que no era Magdalena, sino la pequeña, que es-
taba recibiendo sus enjundiosas embestidas. El tre-
mendo impacto que el tabú paidofílico le produjo hi-
zo que se saliera de dentro de ella violentamente y a
la vez, atemperó la impresión que la flagrante impo-
sibilidad de lo que estaba sucediendo lo golpeara u-
na vez más en su atribulada psiquis.
-¿Qué diablos...?
-Oye, ¿cómo vas a salirte de ese modo? –Reclamó
casi airadamente Magdalena, transfigurada otra vez.
-¿Es que acaso no tienes la menor consideración pa-
ra con el otro?
-¿Qué estás haciéndome? ¡Vas a volverme loco!
-Eres terriblemente egoísta. Eres un energúmeno pa-
cato y desagradable. La pobre Annie murió sin cono-
cer los placeres de la carne. ¿Por qué decides unila-
teralmente que no puedo traerla a compartirlos con
nosotros?

165
Gabriel Cebrián

XXII

Caminaba al azar en las casi desiertas calles de la


pequeña ciudad balnearia en la que había conocido a
Magdalena y en cuya playa había mantenido el ex-
traño y tal vez onírico diálogo con el viejo ciego que
afirmaba haber muerto hacía alrededor de dos centu-
rias, cuando reconoció el bar en donde se había pro-
ducido el (que ahora se le aparecía como fatídico)
encuentro referido y que luego derivó en todas esas
vicisitudes escalofriantes. Entró por otra copa más,
ya que había estado trasegando el brandy provisto
por Sanjuán sin el menor prurito ni aprensión, luego
de la fallida relación sexual. Pese a que casi todas las
mesas estaban desocupadas, prefirió ocupar un tabu-
rete en la barra. Cuando el joven barman lo atendió,
preguntó, para seguir con la línea inicial, si tenía
brandy, o cognac.
-Sí, no hay mucho que digamos –respondió. –Sola-
mente tengo “Reserva San Juan”.
-No, está bien, gracias. –Miró las botellas en exhibi-
ción. -Sírveme un Grant’s, por favor.
-Enseguida.

Sirvió el whisky y se lo alcanzó junto con un balde-


cito de hielo y una jarrita de soda. Gaspar tomó un
par de cubitos con la pinza y los dejó caer en el es-
cocés con cuidado de no salpicar; enseguida vio des-
prenderse las filigranas del agua que se licuaba, an-
tes de confundirse con el whisky. Introdujo su dedo
166
Los fuegos de San Juan

medio en el vaso e hizo girar el hielo, antes de pro-


barlo y deleitarse. Encendió un cigarrillo y se estiró
hasta alcanzar un cenicero con propaganda de Mi-
ller’s. Echó un vistazo al joven barman solo para ad-
vertir que lo estaba observando, claro que de un mo-
do diferente al que lo hacían los parroquianos de Ca-
ñada. No mostraba esa curiosidad malsana, ni tam-
poco esa animosidad que percibía en ellos en cir-
cunstancias análogas. El joven no se inmutó ante la
mirada de Gaspar, solamente esbozó una leve sonri-
sa de camaradería y le preguntó:
-¿Estás de vacaciones?
-No. Conseguí trabajo acá en el pueblo.
-¿Acá en Montemar?
-No, acá cerca, en Cañada del Silencio.
-Ah, claro -dijo, y a Gaspar le pareció que una leve
sombra se dibujaba en la expresión del joven al oír
la precisión que acababa de darle.
-¿Cómo es tu nombre?
-Silvio, encantado –dijo, y le tendió la mano. Gaspar
la estrechó y se presentó a su vez. -Así que conse-
guiste trabajo en Cañada... ¿a qué te dedicas?
-Soy psicólogo.
-Ah, claro. Menudo trabajo...
-¿A qué te refieres?
-Digo que menudo trabajo tendrás allí, como psicó-
logo.
-Sigo sin comprenderte muy bien...
-Nada, que te va a ir bárbaro. En ese pueblo están to-
dos locos.

167
Gabriel Cebrián

-Oye, si no te molesta, me gustaría conocer todo


cuanto tengas por decirme en referencia a eso que a-
cabas de asegurar.
-No sé muy bien de qué se trata, yo también hace
poco que vivo aquí. Pero lo que sé es que la gente de
acá lo piensa dos veces antes de ir a Cañada. Inclu-
so, se guardan mucho de tratar a los de ese pueblo
que se llegan hasta aquí.
-¿Y qué es lo que se dice?
-Se dicen muchas cosas, algunas que realmente me
parecen delirantes. Pero lo que sí, hay un ambiente
enfermizo por allí. Yo mismo he ido un par de veces
y no me he sentido bien, ni cómodo, Parece como
que hay algo en la atmósfera... y eso sin contar con
la gente, tan parca y antipática... no sé, la verdad es
que no me sentí bien.
-Sí, es cierto que la gente no es muy abierta que di-
gamos para con los que llegan. Eso lo he podido
comprobar. Mas en serio que me gustaría saber qué
se dice.
-La gente vieja de Montemar, incluso algunos que
han venido mismo de Cañada, dicen que no fue así
siempre. Dicen que todo comenzó con la llegada de
ese tal Sanjuán, ¿lo conoces?
-Sí, lo conozco.
-¿Y? ¿Qué te ha parecido?
-Me ha parecido un hombre correcto, y muy atento,
además.
-Bueno, puede ser, yo no lo he conocido. Tal vez lo
haya visto, tal vez haya venido alguna vez a este bar.
Pero no me enterado que era él, en todo caso. La
168
Los fuegos de San Juan

cuestión es que la gente dice que la decadencia del


pueblo llegó de su mano.
-Ah. ¿sí?
-Eso es lo que dicen. Pero dicen tantas cosas... la que
sí de vez en cuando ha venido es su hija, y yo te digo
que un hombre capaz de haber dado vida a una mu-
jer como ésa no puede ser tan malo. O quizá sí, vaya
uno a saber.
-Sí, también la conozco.
-Entonces sabes de lo que te estoy hablando.
-Sí, claro que sí.
-Oye, ¿acaso...? Oh, discúlpame si me he metido en
asuntos que no hubiera debido...
-Pero no, Silvio, está todo bien. Simplemente acor-
daba contigo. Pero hablábamos de Sanjuán.
-Sí, pero qué he de decirte... poco y nada conozco de
él, solo que dicen que se ha apoderado del pueblo,
que de alguna manera ha conseguido manipular a la
gente en su provecho, tú sabes... es como que ha
conseguido establecer un feudo, a la manera que al-
gunos políticos de provincia han sabido hacerlo en
este país, solo que a menor escala y con característi-
cas tal vez más tenebrosas.
-Es acerca de esas características que me interesaría
que me hables.
-Bueno, tal vez no sea yo la persona indicada.
-No importa, entiende esto: la mayoría de los pacien-
tes que vinieron a verme –mintió- padecen de extra-
ñas fobias que al parecer, tienen que ver con esas ca-
rácterísticas que acabas de mencionar. Y mi insisten-
cia viene a cuento de ello, lo que sabrás disculpar.
169
Gabriel Cebrián

-No, nada que disculpar, lo que temo es no poder


serte del todo útil en ese sentido. Verás, no soy muy
afecto a los cuentos telúricos ni a las fantasías en ge-
neral, así que no he prestado mucha atención que di-
gamos a la cosa. Se dice que ese tal Doctor no es
médico en modo alguno, y que ayudado por una sir-
vienta negra ha drogado a buena parte de la gente y
le ha hecho creer que cualquier persona extraña o fo-
ránea representa un peligro para ellos. Eso es lo que
he oído, y algunos disparates más acerca de un nau-
fragio ocurrido hace ya mucho en estas costas y de
un marino que a veces se aparece en la niebla, pero
créeme, son todas elaboraciones enfermizas que qui-
zá haya sido el propio Sanjuán quien las echó a ro-
dar para dominar a esos palurdos por el terror.
-O sea, dices que ese naufragio tiene que ver con el
asunto en sí, ¿no es eso?
-Sí, pero no podría decirte en qué forma. Incluso hay
gentes que dicen que de vez en cuando, sobre todo
cuando está neblinoso, el barco se vuelve visible.
Vaya una contradicción, ¿no lo crees?
-Así parece ser, pues. Sí, tienes razón. La población
rural es dada a elaborar extraños folklores.
-Y no faltan turistas que de algún modo u otro toman
conocimiento de la historia, que de buenas a prime-
ras hablan de una niña que aparece y desaparece.
-¿Qué puedes decirme de ella?
-Nada, solo eso. Pero mira, allí viene el cura de Ca-
ñada. No sé si va a servirte de algo, o si únicamente
conseguirás un paciente más, y al que tal vez debas
prestar tus servicios gratuitamente.
170
Los fuegos de San Juan

-¿Por qué dices eso?


-Por que está loco, según yo creo. Aunque segura-
mente tú lo diagnosticarás con más fundamento. Ha-
bla solo, bebe sin parar y se va hablando con perso-
nas que solamente él ve. El dueño me ha indicado
que le tenga paciencia, que es una buena persona, y
yo no lo pongo en duda. Aparte paga cada copa que
toma, y la gente se ha habituado a él. Así que... de
todos modos, pienso que le encantará hablar con una
persona de este mundo. Por eso te digo, si quieres o-
ír acerca de todas las rarezas que parecen haber i-
maginado allí en Cañada, solo tienes que invitarle u-
nas copas y hacerte la panzada.
-Bueno, muchas gracias por el dato, lo intentaré. Án-
da, ponme otro Grant´s para el abordaje.

El sacerdote se había ubicado en una mesa apartada.


Se trataba de un individuo casi anciano, canoso y al-
go calvo, con el escaso cabello aceitado y peinado
firmemente sobre el cuero cabelludo, el que resulta-
ba visible en gran parte de la frente y la coronilla; li-
geramente obeso y rubicundo, con sus ojos claros
bien abiertos detrás de los cristales circulares de sus
gafas. Tal y como le había dicho Silvio, hablaba y
gesticulaba solo, o con un interlocutor que solamen-
te él era capaz de percibir. Era la imagen misma de
la patología mental. Iba a tener que echar mano de
toda la experiencia que había acopiado en sus prácti-
cas, tanto las realizadas como estudiante cuanto las
pocas que había tenido después de graduarse.

171
Gabriel Cebrián

Pensó varias maneras de establecer coloquio con a-


quel párroco fuera de quicio. Tal vez lo más indica-
do sería ir y sentarse frente a él, ocupando imprevis-
tamente el sitio del supuesto y fantasmático conter-
tulio y esperar que el propio sacerdote resuelva se-
gún su delirio el plano de intercambio. Si el plan es
azaroso, se dijo, más vale ingresar al asunto dispues-
to a la improvisación. Así lo hizo, y en mucho de a-
cuerdo a sus anticipaciones, el cura aquel le habló
como si hubiera estado allí desde que él mismo ha-
bía ocupado a la mesa. Pero lo inesperado fue el te-
nor de lo que le dijo, mirándolo fijamente a los ojos:

-Adán es africano.
-Así dicen –respondió Gaspar, más que nada para
testear si era registrado por el extraño y, en todo ca-
so, aceptado.
-Así dicen porque así es.
-Claro, claro, eso mismo es lo que quise decir.
-Le voy a pedir por favor que no me de la razón
como a un loco.
-Pues hombre, no es eso lo que estoy haciendo.
-Ah.

El padre Carlos miró el escaso contenido de su vaso


de vino blanco, y la situación fue aprovechada por
Gaspar, que hizo señas a Silvio para que trajera más.

-Oh, sí, amigo mío, el Jardín del Edén era el Conti-


nente Negro. De allí vinimos todos. Los buenos y los
malos. Los negros y los blancos. Los justos y los im-
172
Los fuegos de San Juan

píos. Los fríos, los calientes y los tibios. Babilonia,


New York y Cañada del Silencio.
-Y Montemar, y la Capital Federal –agregó Gaspar.
-Exacto. Pero ya no vamos a enumerar. ¿no?
-No, claro. Dejémoslo en que todos venimos de allí.
-Eso es obvio. Era lo que le decía. Por cierto, ¿me
parece a mí o usted me está sosteniendo la vela?
-Oiga, he venido a beber con usted porque me inte-
resa mucho lo que tiene para decir. Lo considero un
hombre muy sabio, así que ya no insista con eso,
¿quiere?
-Está bien. Siendo así... tendré paciencia con usted,
pero no me interrumpa ni me distraiga.
-Me parece justo.
-Adán salió de la niebla. Esa niebla de las colinas a-
fricanas en las que aún hoy viven nuestros ancestros,
los grandes simios antropomorfos. Y fue el Dragón
que lo extravió, el Dragón que volvió a nublar su jui-
cio y siempre ha seguido haciéndolo. La Bestia pri-
mero le dio una vista angélica, para después tomarla
como quien engorda al ganado y después lo devora.
Esa Bestia, amigo mío, ha venido del mar y ha reca-
lado por aquí nomás, en el pueblo que está a unos
pocos kilómetros. Esa Bestia cree que es San Juan
Evangelista, y tal vez lo sea, no sé, a estas alturas
puedo creer cualquier cosa de él.

Hizo una pausa y se llevó el vaso a la boca con pulso


temblequeante. Efectivamente, estaba fuera de toda
razón, el pobre.

173
Gabriel Cebrián

-A mí la Santa Virgencita me dijo cómo fue todo. Me


dijo cómo había imbuído de sus malas artes a los
primeros hombres, me dijo cómo los había intoxi-
cado con la ayuda de una bruja mitad ser humano y
mitad gorila, entre lujurias sofisticadas para esos po-
bres salvajes y pociones diabólicas que quién sabe
de dónde habría traído. Milenios y milenios tuvieron
que pasar para que la evolución hiciera que algunos
iluminados advirtieran la magnitud de lo que en ver-
dad era el pecado original, y comenzaran la primera
y única guerra santa. Lo que no advirtieron entonces
fue que, luego de ultimar a todos los que creyeron
estaban infectados, apresaron a los demás y los lle-
varon a patria y colonias, dispersando así a los peo-
res entre ellos, los que habían sido capaces de ocul-
tar su pefidia. Como hizo el pérfido pseudoevange-
lista, que forzó a creer al género humano que la Bes-
tia había sido dominada para siempre. Mire, sinó, ahí
están el Vudú, el Umbanda, el culto de los orichás,
endebles muestras del grado de malignidad que pue-
de alcanzar el culto a ella.

Más de una vez Gaspar había experimentado el im-


pulso de discutir aquellas aseveraciones tan deliran-
tes, que contenían, aparte de los evidentes rasgos de
demencia, contenidos racistas y dislates reñidos con
el más mínimo sentido común. Pero se llamó a silen-
cio, ya que temía perder el poco trigo que podría ex-
traer entre tanta paja. El viejo cura pareció darse
cuenta de su actitud interior:

174
Los fuegos de San Juan

-¿Quién es usted? –Le preguntó de pronto, como si


recién se hubiera percatado que Gaspar era un extra-
ño.
-Mi nombre es Gaspar Rincón, padre. Intenté hablar
con usted en su parroquia, los otros días, pero me di-
jeron que se hallaba indispuesto.
-Sí, las viejas ésas de mierda suponen que no estoy
en condiciones de hablar con nadie, ni de dar los sa-
cramentos cuando la feligresía más lo necesita... en
fin, el poder del Maligno es inmenso, ya ve. Y díga-
me, Gaspar Rincón, ¿qué se supone que quería usted
hablar conmigo?
-Esto mismo que estamos hablando –le respondió,
tomando razón que al momento de pedirle que se i-
dentifique, el sacerdote había cobrado una suerte de
sobriedad tan marcada como repentina. Había apren-
dido alguna vez que ése no era un fenómeno raro en
personas de edad muy avanzada o con el sistema
nervioso deteriorado. Trataría de aprovechar el lap-
so, en caso que así fuera.
-¿Y por qué le interesa?
-Bueno, soy psicólogo –dijo, por no haber elaborado
antes otro argumento y totalmente conciente, mien-
tras lo decía, que no era una buena jugada.
-¿Quién lo ha mandado? –Le preguntó entonces, re-
pentinamente en guardia y con el furor enrojeciendo
sus ojos claros.
-Nadie me ha mandado. Llegué a Cañada del Silen-
cio a desarrollar mi labor profesional y hallé cosas
muy raras, por eso me dije que podía ser buena idea
hablar con usted, eso es todo.
175
Gabriel Cebrián

-¿Y cómo fue que se le ocurrió venir a trabajar allí?


-Bueno -comenzó a responder, a sabiendas que a
continuación se produciría un quiebre en el diálogo
respecto de los términos en los que se había mante-
nido hasta entonces, -el Doctor Sanjuán me contrató.

Los ojos del viejo se mantuvieron fijos en los de él,


con una intensidad tal que fue capaz de sentir física-
mente el sondeo que estaba siendo efectuado sobre
su más profunda interioridad. Trató de sostenerla y
de parecer claro como el cristal.
-Bueno... mierda, pareces un buen muchacho. Es una
verdadera lástima, ¡carajo!
-¿Qué cosa dice?
-Has venido a mí porque estás asustado. –Recién en-
tonces, y apenas mermado el estupor que la cortante
expresión previa le había producido, Gaspar se per-
cató que el cura había comenzado a tutearlo.
-No, es que...
-No pierdas tu tiempo con estúpidas mentiras, estás
aterrorizado. Sí, puedo sentirlo. Y te digo, no es para
menos. Si el engendro te ha traído, puedes darte por
muerto, y éso, en el mejor de los casos.
-Ahora es usted el que está asustándome.
-Mira, joven, hay solamente dos posibilidades. La
primera, es que la Bestia te haya enviado para sacar-
me definitivamente del medio, y la considero poco
probable; por otra parte, ya no me importa gran cosa.
La segunda, por la que me inclino, es que aún no
sepas muy bien en la trampa que has caído, y andes
dando manotazos ciegos tratando de salirte de donde
176
Los fuegos de San Juan

nunca jamás deberías haber entrado. Se trata de eso,


¿verdad? –Ante la pasividad pesarosa del joven, pro-
siguió: -Sí, se trata de eso. Mira, me gustaría poder
ayudarte, créeme. Pero he fracasado ya varias veces.
Soy un pobre loco que a duras penas ha conseguido
mantener un techo, y ello solo porque a ese bastardo
le resulta más cómodo tener en la parroquia a al-
guien a quien ya nadie escucha y todos lo consideran
insano.
-Es todo tan extraño...
-Ya lo creo, y eso que, según me parece, aún no lo
has visto todo, ni mucho menos. Dime, muchacho,
¿acaso habitas la casa de Belgrano 217?
-Sí, ¿cómo lo sabe?
-Podría parafrasear un viejo filme y decirte que muy
bien se podría caracterizar tal vivienda como la ante-
sala del infierno. Allí ha alojado a todos sus supues-
tos amigos. Y si me permites un toque de humor ne-
gro, te diría que allí se alojan aún.
-No lo entiendo.
-Ya lo sé. Digo que hay varios de tus antecesores,
sino todos, enterrados al pie del nogal milenario.
-¿Qué cosa dice?
-¿Ya comiste las nueces malditas?
-Oh, todo esto es una locura.
-Eso es exactamente lo que a mí me parece, y por e-
llo dicen todos que estoy loco. En un principio, el
fruto del mal fue la manzana, la manzana es de Eva,
Annie o Magdalena. La nuez es de Adán, vaya una
alegoría, ¿no te parece?
-Oiga, estoy hablando en serio.
177
Gabriel Cebrián

-Siempre que no hables en círculos... ya has sido a-


lertado, ¿o no? Mira, no te enojes conmigo. Estoy
siendo paciente contigo solamente porque sé que, de
algún modo, vas a morir. Y digo de algún modo,
porque en otro cierto modo, ya jamás podrás morir.
-¿Qué se supone que es Sanjuán? ¿Un vampiro, a-
caso?
-No lo sé. Es un demonio, eso es seguro. Pero no
creo que te sirvan con él estacas en el corazón. Ni
balas de plata. El mal ya está en tu cuerpo, una parte
tuya ya no te responderá. Eso es lo que sé. Y dime,
¿por casualidad has abierto el cofre de la biblioteca?
-No. Ha sido Annie la que lo ha abierto y se ha lle-
vado lo que ahí había, si es que había algo.
-Bueno, parecen ir más rápido contigo. O eres dema-
siado incauto, pero no te culpo. El que no sabe, es
como el que no ve. Aparte, ya se acerca la Noche de
San Juan. Eso debe haberlos precipitado. Segura-
mente Magdalena también se ha movido muy veloz-
mente, ¿no es así?
-¿Qué tiene que ver la Noche de San Juan?
-Es una celebración que los cristianos han recogido,
como otras tantas, de antiguas liturgias paganas. Y la
Bestia enclavada aquí, la asume como Patrono per-
sonal, tú sabes...
-Sí, algo me ha dicho el viejo ciego ése que deam-
bula por la playa.
-¿Has estado con él?
-Sí, y he oído lo que tenía para contar.
-Que yo sepa, es el primer sacrificio que ese tal San-
juán realizó en América. Pero tanto él como Annie
178
Los fuegos de San Juan

han hallado sus talismanes, así que pueden proyectar


a sus fantasmas fuera de él.
-¿Fuera de quién?
-Fuera de quién... de Sanjuán, ¿de quién más?
-No lo entiendo.
-Mira, joven Gaspar, más vale que empieces a enten-
der para que sepas al menos, en el poco tiempo que
te queda, cuál será tu destino. La araña es real, y está
envolviéndote en su tela. Pronto te engullirá, y ni si-
quiera tendrás un talismán para proyectar a tu la-
mentoso fantasma fuera de la niebla, a veces, y ello
dependiendo únicamente de la voluntad de la Bestia
y sus designios.
-Discúlpeme, Padre, pero todo ésto me parece una
inmensa locura.
-Lo es, Gaspar, no tengas dudas.

XXIII

A continuación el sacerdote volvió a su discurso de-


lirante. En la profusión abigarrada de datos acerca de
antiguos folklores africanos, de forzadas herme-
néuticas del Apocalipsis, de los muertos vivos del
vudú haitiano y el culto a los gemelos que tal primi-
tiva religión rendía; en medio de toda esa profusión,
decíamos, Gaspar solo pudo extraer algunas grageas
conceptuales que podrían llegar a serle útiles, y ello
como referencia lábil y confusa para la intelección
179
Gabriel Cebrián

global del fenómeno al cual se enfrentaba, sin poder


determinar al momento cuán profundo era o podía
llegar a ser el grado de tal enfrentamiento. Centró
sus preguntas en el talismán, y creyó averiguar que
se trataba de antiguos escudos de oro, y que, habien-
do perdido el que estaba guardado en la caja de su
biblioteca, el único modo en el que podría hallarlos,
tal vez en cantidad, sería buceando hasta los restos
del naufragio ocurrido dos centurias atrás y cuyas vi-
cisitudes le habían sido narradas por el fantasma del
marino ciego en esas mismas playas.

-Puros delirios, ¿no es así? –le dijo Silvio nomás re-


cuperó el taburete de la barra y estiraba el vaso en
procura de otro whisky. Todavía conmocionado por
lo que le había sido dicho respecto de su futuro in-
minente e insoslayable, solo meneó la cabeza a mo-
do de una respuesta ambigua que bien podía tomarse
como una afirmación. Mientras le servían, Gaspar
dijo superficialmente pero desde las abisales profun-
didades de su destemplado ánimo que era cierto
pues, que iba a tener menuda tarea, con la banda de
locos que parecía haberse concentrado en ese pue-
blo. Silvio observó que en cierto modo no era malo
tener tanta labor asegurada en tiempos en los que el
desempleo alcanzaba índices alarmantes. Él acordó
y, ya con el vaso lleno otra vez, hizo girar el taburete
y observó al Padre Carlos discutiendo airadamente
con alguna presencia que solamente él podía ver, y
por un momento tuvo la certeza de que, aunque
invisible para el resto, alguien estaba allí frente al
180
Los fuegos de San Juan

sacerdote. En cierta manera, en cierto nivel no habi-


tual de su percepción del mundo, sentía esa presen-
cia, y la sentía de modo tal que era conciente que si
se esforzaba un poco sería capaz de verla él también.
Una parte suya le decía que estaba ingresando en los
territorios de locura donde ya habitaba el sacerdote,
y otra parte, nueva quizá pero de pronto igualmente
empírica lo instaba a ver, lo impulsaba a creer que la
única manera de salir de semejante atolladero era tal
vez volverse conciente a ultranza de todo cuanto pu-
diera servirle a tal propósito. Se sintió mareado, la
sensación de desdoblamiento era tan intensa que du-
rante unos instantes pudo ver dos escenas simultá-
neamente, en una de las cuales el cura permanecía
hablando y gesticulando ampulosamente a una silla
vacía, y en otra, difusa por una niebla que parecía
haber ingresado de la nada en el bar, o que quizá
siempre había estado allí, en la que las palabras y los
gestos eran dirigidos al viejo ciego con el cual creía
haber departido en la playa. De pronto ambos ancia-
nos cesaron su aparente disputa y se volvieron hacia
él, y tanto los ojos claros del Padre como los vacíos
y violáceos del marino se clavaron fijamente en su
persona. La cerrazón se hizo más intensa, y solo sa-
lió de ella cuando oyó el ruido que hacía la copa que
se había soltado de su mano para ir a estrellarse con-
tra el suelo.

Caminó las dos o tres cuadras que lo separaban de la


pequeña terminal de autobuses. Había entrado en u-
181
Gabriel Cebrián

na zona mental de indiferencia; tal vez fuera simple-


mente la fatiga causada por la presión a que había
estado sometido todos esos días, tal vez tan solo un
mecanismo de defensa de su atosigado sistema ner-
vioso. Una vez más se decía a sí mismo que lo mejor
sería esperar a ver en qué forma los acontecimientos
se iban desarrollando. Mas otra vez se dispararon sus
angustias al advertir en los focos de alumbrado pú-
blico que se estaba formando una incipiente niebla.
De nada servía el argumento propiciado por la senci-
lla inferencia que era algo normal y usual, en aquella
estación, en aquel microclima. Sus vísceras se agita-
ban en la certitud de que algo malsano la constituía y
a la vez era vehiculizado por ella.
Apenas tuvo tiempo para abordar el ómnibus que ya
estaba saliendo cuando él arribaba. Pagó su boleto
sin mediar palabra con el conductor, y se encaminó
hacia la parte trasera por el oscuro pasillo. Tomó ra-
zón de que solamente siete u ocho pasajeros eran de
la partida, y por la forma que algunos de ellos lo mi-
raron dedujo que eran, por supuesto, habitantes de
Cañada del Silencio. Razón por la cual se sentó, ha-
cia el fondo, lo más apartado que pudo de ellos. To-
davía iban por la avenida de acceso cuando se per-
cató que ni siquiera podía ver los pinos y eucaliptus
a la vera del camino debido a la niebla, ahora tan es-
pesa como inquietante. El conductor, sin embargo,
no parecía incómodo en absoluto con tan escasa visi-
bilidad, ya que mantenía una velocidad constante ex-
actamente igual a la que desarrollaban esos vehícu-
los en pleno día de sol o en noche clara. Esperaba
182
Los fuegos de San Juan

que supiera lo que estaba haciendo... de algún modo


paradójico, el temor de sufrir un accidente lo tran-
quilizó, dado que al menos por una vez su temor se
refería a circunstancias normales, a un accidente me-
cánico que respondería, eventualmente y en todo ca-
so, a causas ponderables y discernibles en ámbitos
naturales. Pero, sin embargo, el loco aquél continua-
ba acelerando cada vez más, y ya circulaba demasia-
do rápido aún para condiciones de visibilidad máxi-
ma. Se agitó, notó cómo su ritmo respiratorio se ha-
cía irregular, y en ese instante sus miedos se fusio-
naron en uno solo, ante la certeza de que lo normal
de aquellas circunstancias era mera apariencia. Iba a
incorporarse para increpar al imprudente chofer,
cuando recibió una señal inequívoca de que así era.
En los asientos fila de por medio delante de él se
volvió una persona, y el fulgor brillante y violáceo
de las vacías cuencas hizo que reconociera de inme-
diato al viejo marino ciego. Boquiabierto, y ya abso-
lutamente ajeno a la velocidad irracional a la que ve-
nían circulando, vio emerger en el asiento de al lado
al del viejo la cabeza de Annie, que lo miraba con
una sonrisa de diabólico placer. Al cabo se dio cuen-
ta que todos los demás pasajeros, incluido el conduc-
tor, se habían vuelto hacia él y lo escudriñaban con
sendas muecas maléficas. Las ruedas seguían giran-
do a toda velocidad, la niebla ingresaba dentro del
ómnibus, todos los locos aquellos continuaban vién-
dolo con expresión enfermiza... tuvo un momento de
terror primario, y luego sintió los saltos de la sus-

183
Gabriel Cebrián

pensión y un tremendo impacto que lo arrojó hacia


adelante con brutal e irresistible inercia.

Sintió un fuerte dolor en la cabeza. Estaba tendido


en el piso del ómnibus, y el agua fría movía sus ma-
nos que flotaban. Se incorporó vacilante, atontado
por el golpe y superado por las circunstancias, y en-
tonces advirtió que el vehículo se mecía, como si
flotara. El despiste había terminado en el agua, y tal
vez era ésa la única razón por la que aún estaba vivo.
El frío ascendente en sus pantorrillas pareció indicar
que el ómnibus se estaba hundiendo, por lo que se
desesperó tratando de hallar una salida, en medio de
una oscuridad tal que ni siquiera podía ver si la nie-
bla permanecía. A los manotazos halló la traba de u-
na ventanilla y comenzó a tirar, mas estaba rígida. El
agua ya le llegaba a la entrepierna, y supo que no te-
nía mucho tiempo. Se esforzó al máximo, tiró todo
el peso del cuerpo intentando destrabar la maldita
cerradura, pero todo fue en balde. El hundimiento
cobraba velocidad en forma ostensible, así que no
tuvo más alternativa que asestar al vidrio fuertes gol-
pes con el codo, hasta que estalló en pedazos. Sin
perder un instante, sacó sus brazos y cabeza, se asió
del techo y trepó. Se incorporó y mientras recupe-
raba el aliento, sintió una brusca racha de viento he-
lado que pareció llevarse consigo la niebla. De pron-
to la noche fue clara, y una luna inmensa hizo visible
todo el entorno. Mas lejos de tranquilizarlo, esto no
hizo más que arrojarlo a una nueva zozobra, tal vez
mayor aún que las que venía sufriendo: no estaba de
184
Los fuegos de San Juan

pie sobre el techo del ómnibus en el que viajaba mo-


mentos antes, ni hundiéndose en un bañado al borde
del camino. Se hallaba en la cubierta de un barco de
vela, mecido por las olas del mar. “Oh, mi Dios,
¿qué demonios está pasando?” dijo en voz alta y so-
llozante, mientras caía sobre sus rodillas.

XXIV

Estoy soñando, pensó, estoy soñando y pronto des-


pertaré en el autobús, donde debo haberme quedado
dormido. Se esforzó por despertar, y ello lo llevó a
enfrentarse con la evidencia que estaba allí, en me-
dio del mar, sobre ese fantasmal barco desierto, en
todos sus sentidos y en total conciencia.
Iba a aplicarse a resolver las dificultades inmediatas,
como por ejemplo qué hacer para volver a tierra fir-
me, cuando vio venir desde popa a la pequeña Annie
guiando al viejo marino que decía ser su padre, y
que se sostenía de su hombro con la mano izquierda;
ambos sonreían de igual manera que lo habían hecho
momentos antes asiento de por medio, en otra di-
mensión o dios sabe adónde.
-¿Qué es lo que están haciendo conmigo? –Los in-
crepó, nomás los hubo visto.
-Oye, tranquilízate un poco, ¿quieres? –le respondió
la niña, haciendo caso omiso del estado desesperante
que expresaba Gaspar. –Estamos tratando de ayudar-
te, ¿acaso no te das cuenta?
185
Gabriel Cebrián

-¿Ustedes? ¿Tratando de ayudarme? Por favor, dé-


jenme solo, no me ayuden más. No quiero verlos
nunca más, ¿me oyen? Ni a ustedes, ni a Sanjuán, ni
a su hija, ni a nadie de este maldito pueblo o de estas
malditas costas. Quiero volver a mi vida, a mi ciu-
dad, a mis cosas, ¿acaso no lo entienden?
-Es tarde para eso, ya –dijo el viejo. –Acabas de ha-
blar con el cura ése, y te ha dicho que estás atrapado.
Estás aquí, como nosotros, preso de esta niebla y de
esta existencia fantasmal de la que ya nunca podrás
librarte.
-Eso no es cierto. Sé que de un momento a otro
despertaré, cogeré mis cosas y partiré de nuevo a mi
casa, y todo esto que me ha pasado desde que llegué
aquí será solo un mal sueño, pueden creerlo.
-Ojalá pudieras, sinceramente me alegraría que pu-
dieras hacer tal cosa –afirmó el viejo.
-Pero no puedes hacer eso –acotó la niña. –Sabes
muy bien que ya no tienes otra salida que unirte a
nosotros.
-Eso es lo que tú crees.
-No, eso es lo que yo sé. Mira, no voy a estar aquí
perdiendo el tiempo que tengo fuera de la niebla en
pendejadas, o sea, ¿escucharás lo que tenemos para
decirte o emprenderás a nado la distancia que se te-
para de tu propia muerte? Digo, porque es todo
cuanto podrás hacer si te empecinas en hacerte el
tonto.
-Ustedes no existen.
-Si ése es el caso, probablemente tengas razón. Pero
si ése es el caso, tú tampoco existes. Tu entidad ya
186
Los fuegos de San Juan

pertenece al monstruo que nos ha devorado a noso-


tros mismos, ya hace mucho tiempo. Ahora, de ti de-
pende que conserves o no aunque más no sea este
fantasma que crees la totalidad de tu existencia.
-No sé de qué están hablando.
-Eso es evidente. Necesitas un escudo de oro como
el que había en el cofre de tu biblioteca y que dejaste
que te birlaran como el estúpido que eres.
-Dímelo tan luego tú, pequeña zorra, que fuiste
quien lo tomó.
-No fui yo. Sanjuán tiene llave de tu casa, ¿o no te
has dado cuenta?
-Tú misma me dijiste que lo habías tomado la noche
que te dejé entrar.
-¿Eso dije? Oh, bueno, parece que soy como las mu-
sas de Hesíodo, en tal caso. Pero es claro que pudo
haber sido parte de mí, actuando según la voluntad
de Sanjuán, del mismo modo que pronto te verás tú
obrando y haciendo cosas contrarias a tu voluntad y
en un todo de acuerdo a los designios de quien se es-
tá robando tu alma.
-Estoy cansado de ti. Nada de lo que haces o dices
tiene sentido.
-Claro, porque el hecho de que hayas subido a un au-
tobús y de pronto estés aquí, a la deriva en un barco
conversando con dos fantasmas, tiene mucho senti-
do, ¿verdad? Mira, lo aceptes o no, has cruzado una
línea. Una de la que ya jamás podrás volver atrás.
Has mezclado tu historia con la de una conciencia
que desde la noche de los tiempos está orquestando
una suerte de rebelión cósmica y con la cual, en
187
Gabriel Cebrián

comparación, no eres más que una miserable carica-


tura de lo que alguna vez fue un soplo efímero que
creyó ser. Ahora, no eres más que una de las mario-
netas con las cuales se divierte y va urdiendo, sin
prisa pero sin pausa, una trama de pequeños granos
de arena con los cuales está levantando la última y
definitiva Torre de Babel.
-Estoy harto de todos esos dislates que me están di-
ciendo una y otra vez.
-Comienzas a repetirte, y aún no tienes tu talismán.
Para colmo, te encuentras en pleno territorio enemi-
go.
-¿Cómo dices?
-Entonces vi que emergía del mar una Bestia con
siete cabezas y diez cuernos. Por cierto, no querrás
que aparezca ahora mismo...
-Quiero largarme de aquí. Eso, sencillamente, es to-
do lo que quiero, y lo haré nadando, si es necesario.
-Deberías bucear, en todo caso. Aquí debajo está
hundido el barco en el cual hallamos algo parecido a
la muerte, pero mucho peor, mi padre y yo. Y es el
único lugar en donde podrás hallar el talismán que te
permitirá conservar al menos una mínima parte de tu
conciencia para no integrarte en forma total al que
ya te ha esclavizado por toda la eternidad.

De pronto la imposibilidad de todo lo que estaba o-


curriendo, mas la patética angustia de sentirse en
medio de un círculo opresivo que se iba estrechando
hasta su fin, hicieron impacto en Gaspar, que se a-
rrojó sobre las presencias, fuera de sí, e intentó gol-
188
Los fuegos de San Juan

pearlas. Por supuesto, no pudo hacerlo, sus golpes


no hallaban materialidad alguna sobre la cual impac-
tar, y sin embargo, seguían estando allí. Entre risas,
padre e hija le sugirieron que se diera la cabeza con-
tra el palo mayor hasta derribarlo, si quería que sus
golpes tuviesen algún efecto.
-Guárdate tus energías para bucear –le aconsejó el
anciano. –No te resultará fácil bajar hasta allí y en-
contrar al menos un escudo que te sirva aunque sea
para venir aquí a reunirte con nosotros, o quizás para
advertir al próximo incauto que caiga en las garras
del miserable.
-Bajaré allí, si es lo que desean. Haré cualquier cosa
que pretendan con tal que me dejen irme de aquí. Me
ahogaré, si es necesario –dijo Gaspar, con una resig-
nación propia del que finalmente prefiere morir a
permanecer presa del sufrimiento.
-Nosotros estamos intentando abrirte las mínimas
ventanas que aún te quedan, no te confundas –aclaró
Annie. –Quien te ha aprisionado es el otro, el que ya
lo hizo con nosotros hace muchos años. Y en cuanto
a lo de ahogarte, es una posibilidad muy plausible, a-
sí que no bravuconees ni trates de impresionarnos
con arrebatos de ánimo. Hála pues, zambúllete y trae
contigo todos los escudos de oro que puedas. Es lo
único que puede ayudarte a estas alturas, y tal vez
puedas resultar útil a alguien más.

Se sentó sobre cubierta, presa de un sinnúmero de e-


mociones concurrentes y todas negativas. Llevó las
manos a su cara y dejó escapar un largo sollozo.
189
Gabriel Cebrián

Hasta hacía tan solo unos pocos días su única preo-


cupación había sido la de hallar un trabajo, y su ma-
yor desazón la injusticia de haberse esforzado estu-
diando y capacitándose, para luego no hallar la me-
nor inserción en el mercado laboral. Ahora, y a la luz
de las nefastas circunstancias que lo habían su-mido
en esa pesadilla de la cual no podía despertar, todo
aquello se le antojaba una nimiedad infundada. El
barco estaba allí, rascó las maderas de cubierta y una
astilla se clavó dolorosamente entre carne y uña de
su índice. El mar estaba allí, la luna estaba allí; tal
vez, o seguramente, el galeón español estaba allí de-
bajo. Se volvió. Annie y el ciego no estaban, quizá
se habían ido, quizás nunca habían estado, tal vez él
mismo era una mera ilusión, de nada podía dar fe, la
continuidad de su conciencia se había visto violenta-
da reiteradamente, tal vez había sido drogado con
substancias desconocidas para la gran mayoría, tal
vez, tal vez... sintió que estaba perdido, y eso le dio
repentinamente el coraje de los que ya nada tienen
que perder. Se incorporó, se quitó suéter y zapatos,
inspiró y exhaló varias veces en secuencias cortas,
llenó finalmente los pulmones en su máxima capaci-
dad y se arrojó de cabeza a las profundidades. El a-
gua estaba realmente fría, pudo sentirla con la totali-
dad de su epidermis. Fría y oscura. Debía estar loco,
fuera de quicio por completo, buscando escudos de
oro en los restos de un naufragio a oscuras en un mar
que tal vez ni siquiera existiese. Sin embargo, la pre-
sión aumentaba en su cabeza a medida que los bra-
ceos desesperados lo hacían descender. Tuvo la cer-
190
Los fuegos de San Juan

teza de que podía morir allí. Pensó en cómo haría


para volver a la cubierta del barco en caso de que
consiguiera emerger alguna vez, y supuso, o quiso
suponer, que tal vez Annie y el viejo marino, fantas-
mas o no, lo ayudarían. De repente una claridad ex-
traña por lo incongruente ganó el espacio subacuáti-
co y pudo ver el casco de un antiguo buque, cubierto
por algas y corales. Dejó escapar unas burbujas y na-
dó con fuerza hasta él. No parecía haber nada similar
a escudos de oro ni cosa por el estilo, todo era made-
ras degradadas, organismos vivos o calcificados pe-
gados a ella, y arena. Sin embargo, un leve cintilar
en esa arena atrajo su atención y lo llevó a tomar un
puñado. Dejó escurrir el polvo de roca y allí estaba
la moneda dorada. Sus pulmones estaban a punto de
estallar cuando emprendía la ascención, y fue enton-
ces cuando lo vió venir. De lejos, lucía como un pul-
po de tamaño portentoso, pero al acercarse un poco
vio con pavor que cada tentáculo estaba rematado
por una cabeza. No los contó, pero supo que eran
siete, y diez los cuernos estriados que comenzaban a
verse detrás. Se debatió en ingentes esfuerzos para
emerger más rápidamente, y fue presa del pánico
cuando sintió que unos filosos dientes lo apresaban
del pie izquierdo, sujetándolo, sin otro propósito que
el de sostenerlo allí abajo, para que la asfixia hiciese
el resto. Cerró los ojos, se encomendó a Dios, sintió
cómo las boqueadas hacían que sus vías respiratorias
se inundaran, las convulsiones violentas de su dia-
fragma, y su conciencia, apagándose lenta pero pia-
dosamente.
191
Gabriel Cebrián

XXV

Nunca sabrá Gaspar si fueron horas, años o décadas


que caminó en una oscura y húmeda foresta plagada
de serpientes, lagartos, anfibios y fantásticos drago-
nes que allí hacían gala de una realidad exasperante.
Lo cierto es que, intentando salir de allí y evitando
los ofidios más amenazadores, pisó el aguijón de un
escorpión rojizo y sintió una feroz punzada en su ta-
lón izquierdo. Abrió los ojos y se encontró acostado
en una habitación que no conocía. Se sorprendió de
estar aún con vida, tan real había sido la agonía que
había experimentado en las profundidades. El dolor
en el talón era real, allí lo había mordido la bestia, o
tal vez picado el escorpión. O tal vez se hubiera
herido en el accidente del autobús, y todo lo que cre-
yó experimentar después no había sido otra cosa que
una elaboración onírica en estado de inconciencia.
Esa posibilidad lo tranquilizó momentáneamente. In-
tentó incorporarse y se percató de que sus brazos
estaban amarrados a la cama. Y de que una aguja
con sonda estaba incrustada en el pliegue de su codo
derecho, asegurada con telas adhesivas. Siguió con
la vista la cánula transparente y pudo ver el saco
plástico de suero colgando del respectivo soporte.
Pero el cuarto no lucía como una habitación de clí-
nica, a no ser que se tratara de una muy exclusiva y
lujosa. Aparte no le parecía usual que los pacientes
fueran amarrados a la cama. Intentó tranquilizarse,
ya que advirtió que los latidos de su corazón se ha-
192
Los fuegos de San Juan

bían acelerado sensiblemente y no sabía si su estado


general le permitía tales excesos. Realizó un cheque-
o de sensaciones físicas y, aparte de la punzada en el
talón que lo había traído de nuevo a la conciencia
cotidiana, no notó ningún otro síntoma. Movió los
dedos de sus pies, también los de sus manos, giró la
cabeza a uno y otro lado. Todo parecía funcionar tal
y como lo había hecho hasta ahora. Entonces comen-
zó a efectuar otro relevamiento, esta vez, del entor-
no. Se encontraba en una habitación amplia, amue-
blada lujosamente con finas maderas de delicada or-
febrería. El cielorraso era alto y el yeso, de un blan-
co impecable, presentaba unas molduras de notable
artesanato. De su centro pendía una lámpara de plata
digna de una recepción de embajada, o de una estan-
cia por el estilo. No tardó en deducir que se encon-
traba en la casa del propio Sanjuán, y las palpitacio-
nes retornaron. Le pareció un vejamen excesivo el
hecho de haber sido atado como un vil delincuente,
por lo que forcejeó febrilmente con las amarras sin
más resultado que el de hacer recrudecer el dolor en
su pie. No creyó haber hecho ruido durante la fallida
maniobra, pero la cuestión que ni bien comprobó la
futilidad de sus esfuerzos y se relajó para que su ati-
zada dolencia menguara, oyó unos leves golpes a su
puerta.
-Adelante –indicó, y el tono expresó la hosquedad de
su ánimo. Se abrió la puerta, y tal lo esperado, ingre-
só Sanjuán.
-Hola, mi querido amigo. ¿Cómo ha despertado?

193
Gabriel Cebrián

-Mal, vea. Me irrita sobremanera comprobar que al


fin se quitó la máscara.
-¿Qué cosa dice?
-Que de alguna manera, al haberme amarrado de este
modo, ha blanqueado mi condición de prisionero,
¿no le parece?
-¡Oh, pero qué ocurrencia! –Observó, mientras se a-
presuraba a desatarlo. –Es usted quien me ha obliga-
do a tener que sostenerlo de este modo, ¿sabe? He
tenido pacientes inquietos y rebeldes, pero créame
que usted ha sido el peor.
-¿A qué se refiere?
-A que se arrancó el suero tres veces, forcejeó con-
migo, con Haydée y hasta con Magdalena en su ím-
petu por abandonar la cama.
-No lo recuerdo.
-Claro que no. Estaba fuera de sí, acusándonos e in-
crepándonos por toda una retahíla de cuestiones deli-
rantes referidas a demonios apocalípticos y qué sé
yo cuántas cosas más. Confié que era el estado post-
comatoso el que le provocaba esas reacciones aluci-
natorias, y por suerte acabo de comprobar que así e-
ra, nomás.
-¿Estado post-comatoso?
-Sí, pues. No alcanzo a comprender cómo está aún
con vida. Mire, no quiero alarmarlo, pero en realidad
no lo comprendo.
-¿Qué me ocurrió?
-Hubo un accidente.
-Sí, eso lo sé. Bah, eso es lo que creo.

194
Los fuegos de San Juan

-Sí, el ómnibus que venía de Montemar se salió de la


ruta por la niebla y luego de volcar cayó en medio de
un bañado profundo. Los paramédicos lo hallaron
con el talón apresado entre unos hierros retorcidos,
sumergido, como media hora después del accidente.
Por supuesto, no tenía funciones vitales. Lo dieron
por muerto, pero no obstante le realizaron las manio-
bras de reanimación, casi como por protocolo, cuan-
do ocurrió lo inesperado. Su corazón volvió a latir, y
entre toses y vómitos de agua, también volvió a res-
pirar. Y aquí está, sin daño neurológico alguno, por
lo que se ve. Y sin golpes ni rasguños, salvo los del
pie.
-¿Estuve media hora sumergido?
-Bueno, eso es lo que parece, aunque tal vez el nivel
del agua haya subido después, o sea: ésa es la única
manera en que se explicaría el hecho de que no haya
muerto ahogado allí.
-Ya veo... técnicamente, puede decirse que estuve
muerto, ¿no es así?
-Amigo, usted me hace preguntas que solo podría
contestar dios, o al menos un santo.
-Bueno, usted es Sanjuán, pues.
-Ahá, veo que su periplo por la Laguna Estigia lo ha
dotado de una personalidad menos dada a los forma-
lismos sociales.
-Eso téngalo por seguro.
-Muy bien, supongo que tal cambio redundará en be-
neficios para usted.
-No lo sé, realmente.

195
Gabriel Cebrián

-Ha pasado por una situación muy traumática, mi a-


migo. No se atosigue. Ahora solo debe descansar y
recuperarse. Por lo demás, la lesión en su pie no es
muy grave, pero supongo que deberán pasar un par
de semanas antes de que pueda volver a caminar
normalmente.
-Me duele un poco, sí. Ahora, si no lo toma a mal,
quiero formularle una pregunta.
-Hágalo.
-¿Por qué no estoy en un hospital, o una clínica? La
suya, por ejemplo.
-Hay al menos un par de razones para ello, fíjese. La
primera y principal, que me siento responsable por
usted. Yo lo contraté, lo traje aquí y de algún modo
soy responsable de este desgraciado accidente que
muy bien podría haberle costado la vida, cosa que
ciertamente estuvo muy cerca de suceder. Otra razón
es la que fui convocado inmediatamente a socorrer a
los heridos, y lamentablemente debo informarle que
dos personas no tuvieron su suerte y fallecieron en el
mismo. Allí, in situ, me enteré que usted estaba entre
los damnificados e inmediatamente me hice cargo de
su persona. Usted estaba en estado de inconciencia,
aunque en lo aparente no había razones para ello. Yo
tenía mis reservas en llevarlo a la clínica, dado que
se registran en ella muchos casos de infecciones cau-
sadas por los llamados virus hospitalarios, así que
simplemente lo mantuve allí el tiempo necesario pa-
ra efectuar los estudios tomográficos y análisis que
descartaron toda lesión importante, sobre todo en su
sistema neural. Una vez descartados estos supuestos,
196
Los fuegos de San Juan

no abrigué dudas acerca de que lo correcto y sobre


todo, lo más seguro, era traerlo aquí a que completa-
ra su restablecimiento. Lamento que se despertara
maniatado, pero eso fue estrictamente necesario para
evitar males mayores, que el furor que demostraba
hacían más que previsibles. Hablando de eso, cuan-
do se reponga un poco y esté más tranquilo y des-
cansado, me agradaría hablar acerca de este tema.
-¿De cuál tema?
-Del efecto que al parecer están causándole todas las
habladurías y supercherías que chismorrean en este
pueblo. No es que me preocupe mayormente, pero
he advertido que en un nivel inconciente parecen a-
fectarlo más de lo debido.

XXVI

Cuando volvió a quedar solo, Gaspar no pudo evitar


inmiscuirse en una nueva evaluación del estado caó-
tico en que su experiencia vital había caído. Por una
parte, las explicaciones que cada vez daba Sanjuán
en cierto modo tranquilizaban a su razón, aquietaban
los agitados remolinos espaciotemporales que, por o-
tra parte, se abrían en vórtices trastornadores ante
cada nueva ruptura de los cánones de realidad que
había conocido hasta entonces, y que se producían
una y otra vez, con fatal regularidad y contundencia.
Mas tal vez fuera debido a la fatiga, al aparente esta-
do comatoso que había atravesado, al recurrente e-
197
Gabriel Cebrián

jercicio intelectual de análisis y confrontación de da-


tos procedentes de sistemas distintos y aún encontra-
dos, o a lo que fuere, pronto desistió y aún a pesar de
los miedos de volver a la selva pletórica de veneno-
sas alimañas, o a las profundidades adonde parecía
habitar la Bestia, se quedó dormido. Pero en lugar de
las inquietantes pesadillas que pudo haber presenti-
do, se encontró sumido en un sueño diáfano y grati-
ficante. Era de nuevo un niño, y se hallaba cabalgan-
do en su juguete favorito, un palo con rueditas en el
extremo inferior y cuello y cabeza de corcel en el o-
tro, mas unas riendas de vívido color fucsia que sos-
tenía con la mano derecha mientras con la otra casti-
gaba rítmicamente las propias nalgas pretendiendo
eran las del bruto. Estaba en la vieja galería de su ca-
sa paterna, allá las sillas de hierro pintado de blanco
con floreados almohadones debajo de la parra, más
allá el jaulón de las bochincheras y nada melodiosas
cotorras. Tal vez el anacronismo hubiera pasado de-
sapercibido en otras circunstancias, diluido en esa
suerte de plurivalidez de tiempo y espacio propia del
mundo onírico, mas debido a la mélange existencial
que había estado padeciendo en los últimos días, se
encontraba especialmente alerta ante cualesquier e-
ventuales cambios de plano. Aprovechó la ocasión
para establecer comparaciones que pudieren echar
luz respecto de la entidad de sus anteriores experien-
cias, y a poco llegó a la conclusión que, dejando de
lado las cuestiones vinculadas a la diversidad obser-
vada en elementos anímicos o emocionales, en nada
difería aquella en la que estaba inmerso de las pasa-
198
Los fuegos de San Juan

das; es decir, difería la cualidad de sus estados inter-


nos, mas la percepción del entorno era prácticamente
la misma. De todas formas, algo le resultaba claro:
jamás, en el pasado, había experimentado los sueños
con semejante claridad, y con un grado de concien-
cia tal que bien podría analogarse a los de la vigilia
más alerta. Mas todas estas cavilaciones, impropias
de un infante abocado a sus juegos, lo llevaron a per-
der impulso en éstos y dejar de lado el corcel de fan-
tasía. Al mismo tiempo y en orden a lo antedicho, no
pudo evitar efectuar el paralelismo entre esos proce-
sos mentales propios de una mentalidad adulta en el
enclave perceptual de un niño, que había observado
en la pequeña Annie. Como si su pensamiento le hu-
biese de algún modo abierto la puerta, allí estaba la
niña, parada justo delante del paredón que daba a los
fondos. Lo miraba con aire divertido, mientras con
el índice describía círculos para ondular un mechón
de sus rubios cabellos. Desde un ángulo de observa-
ción más bajo –dada la altura que Gaspar alcanzaba
en el sueño- le pareció más bella aún, y ello tal vez
se debiera a la idealización propia de los niños res-
pecto de sus mayores. No le pareció amenazante en
modo alguno, esta vez estaba seguro de que era un
sueño, él mismo era un infante y eso en cierta forma
emparejaba las cosas.
-Veo veo –le dijo ella, al parecer iniciando un juego.
-¿Qué ves? –Continuó la secuencia, pretendiendo
mostrarle su aplomo pero sorprendiéndose en el acto
con el timbre agudo de su voz.

199
Gabriel Cebrián

-Veo a un viejo tonto regodeándose con la situación


de creer que es nuevamente un niño, creer que está
soñando y haciéndose el valiente cuando, según todo
lo que le está ocurriendo, debería estar aterrorizado.
-Ya no sigas con eso –dijo, y bajó la vista hacia las
desflecadas zapatillitas rojas que hacía muchos años
había olvidado. –Ya no me asustas. En realidad, pen-
sé que íbamos a jugar.
-Quise jugar contigo las otras tardes, y te saliste ni
bien comenzaba a divertirme.

El recuerdo del fallido encuentro sexual lastimó un


candor que sí parecía corresponderse con su episódi-
ca proyección parvularia. No experimentó el feroz
rechazo propio del tabú que había operado en situa-
ción, sino más bien la vergüenza primal del niño que
es enfrentado al abismo de la sexualidad, en instan-
cias en las cuales todo aquello resulta un insondable
y repelente misterio.
-Ya no sigas con eso –reiteró, y no fue más levantar
la vista y encontrarse con la mirada centelleante de
la niña que tácitamente le recordaba la peligrosidad
de pronunciar las mismas frases.
-Crees que porque has vuelto aquí vas a poder refu-
giarte debajo de las polleras de tu mami, ¿no es así?
Bueno, lamento desilusionarte. No solamente no la
hallarás ni aún registrando toda la casa, sino que de
un momento a otro volverás a la habitación en la que
Sanjuán está alimentando a través de una sonda a su
próximo cuadrúpedo para el sacrificio.

200
Los fuegos de San Juan

-No pienso oírte más –dijo Gaspar, y corrió a tomar


la pistola roja de lata que disparaba chispas por fric-
ción.
-No has podido elegir mejor metáfora –dijo la pe-
queña,- tus armas son juegos de niño para un enemi-
go completamente por encima de sus alcances.
-No quiero dañar a nadie. No soy un sádico como tú,
que goza asustando a las personas.
-Eres tan torpe que ni siquiera entiendes que única-
mente estoy tratando de ayudarte.
-Mira, Annie...
-¡¿Annie?! ¡Yo soy Magdalena, estúpido!
-Oh, deja ya de esas cosas...
-Y tú, ya no repitas las mismas estúpidas frases si no
quieres traer aquí a la bestia y ya no podré decirte lo
que necesitas saber. ¿Qué es lo que te parece extra-
ño? ¿Que me vea como hace unos cuantos años? ¿A-
caso tú no te ves ahora mismo como el proyecto del
imbécil que he conocido?
-Bueno, visto así... pero esto, de todas maneras, no
es más que un sueño.
-Qué bueno que eso te conforme. Al menos tendrás
la posibilidad de volver a algo como ésto, quizá, si
por milagro consigues tener la templanza necesaria
para conseguir tu pasaporte.
-¿Te refieres a los escudos de oro que están en los
restos del naufragio?
-No vamos a estar diciéndote una y otra vez las mis-
mas cosas; sabes, o deberías saber ya, lo peligroso
que puede resultar. Mira, no soporto más esa estúpi-
da condescendencia que muestras para contigo mis-
201
Gabriel Cebrián

mo desde el momento en que viniste a refugiarte en


tu configuración infantil. Mejor voy a verte en la
forma ajustada a los parámetros que tu mente consi-
dera reales. No es que me guste mucho más, pero
temo que si no hago eso, volverás a la equivocación
de considerar meros sueños sin sentido momentos
como éste.
-Estoy fragmentándome. Ya no sé cuál cosa es real y
cuál no.
-A pesar de lo que digan los científicos y filósofos
de todos los tiempos, en verdad y a todo evento,
nadie lo sabe. Bueno, aquí voy.

XXVII

Oyó que abrían la puerta y vio ingresar a Magdale-


na. Lo miraba con aire suspicaz, como evidenciando
la validez de la maniobra que acababa de anunciar
en lo que parecía haber sido un sueño, o al menos
una ensoñación dotada de una vividez tan extraordi-
naria como a la vez imposible de ser explicada en
ningunos otros términos.
-¿Cómo está mi niñito? –Le preguntó, fingiendo ter-
nura, pero con igual objetivo semiótico que el de su
mirada.
-Acá estoy, herido en el pie. Al menos, en el patio de
mi casa paterna podía correr –respondió, recogiendo
el guante simbólico que le estaba siendo arrojado.
202
Los fuegos de San Juan

-Ya no puedes correr, pobrecito –continuó en el mis-


mo tono, y él supo al instante que lo que parecía una
inocente frase contenía al menos una lectura más a-
barcativa e inquietante.
-Ya no puedo correr. Por ahora.
-Claro, claro. Por ahora -concedió ella, mientras se
sentaba en una silla junto al sostén del suero y baja-
ba la vista. En la semipenumbra Gaspar creyó perci-
bir que disimulaba una sonrisa.
-¿Qué te traes?
-¿Yo? ¿Por qué me preguntas eso?
-No me obligues a repetirme, tú sabes...
-Vine a ver si necesitabas algo. Eres nuestro hués-
ped, y solamente intento ser amable.
-Oh, te agradezco. Tu niñito no necesita nada.
-Habrás notado que he venido en buenos términos.
No necesitas ser irónico, pues.
-Estabas allí, ¿verdad?
-¿Adónde?
-En mi sueño.
-No, no estuve allí.
-Entonces, ¿podrías decirme si fue Annie?
-Oye, el accidente debe haberte aflojado algunas
tuercas. ¿Acaso me estás preguntando a mí lo que
soñaste tú?
-Allí estabas, en el patio de mi casa paterna. Lucías
como Annie, pero me dijiste que eras tú. Yo también
había vuelto a mi forma corporal de niño, y allí esta-
ba jugando cuando apareciste, tú, o Annie, o tal vez
sea que ambas son la misma.

203
Gabriel Cebrián

-Ah, pues a eso te refieres... claro que estaba allí, pe-


ro eso no fue un sueño. Te lo dije cuando te avisé
que iba a venir aquí a verte, y que para ello lo haría.
Creí que habías comprendido.
-No encuentro otra forma de explicarlo.
-Bueno, ésa no es ninguna novedad. Por eso es nece-
sario proceder contigo como lo estoy haciendo.
-Si no fue un sueño, ¿qué cosa fue?
-No lo sé. Solo sé que ocurre. Podría ser... que el
tiempo no es tan lineal como la gente por lo general
cree, y verdaderamente estuve en tu casa, en tu pa-
tio, viéndote desarrollar tus juegos infantiles, y sim-
plemente no lo recuerdas.
-¿Dices que estuviste entonces allí?
-Entonces, ahora, hace un rato, ¿quién sabe?
-No, pero mis procesos mentales y mis capacidades
eran las actuales. Eso lo hace básicamente diferente.
-Bueno, sabelotodo, entonces explícame tú que ra-
yos fue lo que ocurrió.
-Yo no podría, pero la cuestión aquí es que eres tú
quien lo provoca, así que deberías por lo menos de-
cirme cómo lo haces.
-¿Acaso sabes tú como haces para pensar? ¿Y para
crecer? ¿Y para soñar? ¿Qué clase de preguntas me
estás formulando?
-Ah, entonces convengamos que fue un sueño.
-Yo no he dicho eso. Pero está bien, si quieres consi-
derarlo un sueño, pues bien, hazlo. No será más que
otra conceptualización vacua referida a fenómenos
de cuya naturaleza última nada podremos saber aquí
y ahora. De todos modos lo que sí puedo decirte es
204
Los fuegos de San Juan

que en un sueño, y sobre todo en uno de ésos (en los


que como habrás notado las cosas aparecen como
absolutamente reales, tu conciencia plena y tienes el
conocimiento cabal de que estás en esas instancias),
los asuntos se convierten en algo más, algo donde tu
cuerpo y tus almas pueden morir.
-¿Mi cuerpo y mis almas? ¿De qué estás hablando?
-Mira, ya empiezas otra vez a hacerte el tonto. Bien
sé que has leído todo tipo de temas esotéricos y teo-
sofías que hablan de ello. Si lo que quieres es incar-
dinar lo que te digo en alguna tradición concreta,
pues bien, hazlo tú mismo y deja de hacerte el de-
sentendido.
-¿Y cómo sabes que he leído acerca de esos temas?
-Ah, para ello sí tengo una razón que serás capaz de
aceptar. Nada más fácil, espié algunos títulos el día
que vinieron a alcanzarte tus libros –respondió, y
nuevamente el brillo de picardía se hizo presente en
sus ojos.
-Magdalena, necesito que me digas qué es lo que
está ocurriendo.
-Ya te lo dije, y parece que no lo has tomado muy en
cuenta. Además, deberías ser conciente ya de que el
peligro al cual te enfrentas es real, has visto que casi
te mata. Si no estás muerto aún, no es porque sí, ¿sa-
bes? Que yo sepa, nadie ha estado sumergido duran-
te más de media hora y ha vivido para contarlo.
-Nadie puede asegurar eso.
-Pero eso fue lo que pasó. Y si no estás muerto, te
digo, es porque alguien muy poderoso tiene otros
planes para ti.
205
Gabriel Cebrián

-¿Te refieres a tu padre?


-Sabes a quién me refiero. Básicamente me refiero a
la bestia que te aferró del talón, y que viste con tus
propios ojos.
-Eso puede haber sido un sueño, también. Y no pue-
do explicarme cómo sabes éso, a no ser que seas tú
misma la bestia que mencionas.

Magdalena se incorporó, y Gaspar no pudo sino ad-


mirar los encantos de aquellas caderas enfundadas
en un ajustado jean. Antes de salir, le dijo con sar-
casmo:
-No, mi niñito. Yo soy la prostituta de Babilonia. Es
una lástima que seas tan prejuicioso y remilgado,
pues de otro modo, a estas alturas podrías haberlo
comprobado mejor.

206
Los fuegos de San Juan

SEGUNDA PARTE

El lenguaje define el universo en el cual la persona


se desenvuelve. Las estructuras verbales configuran
en férreos moldes el cosmos en el que la episódica
existencia individual discurre, y no son otra cosa
que la aplicación apriorística de sistemas articula-
dos según sintaxis preexistentes y poderosas a partir
de un igualmente previo consenso, tanto más deter-
minantes cuanto mayor es la cantidad de sujetos in-
volucrados en el acuerdo tácito que establece órde-
nes, secuencias y prioridades en dichos sistemas y
los elementos que los componen, -con más las volá-
tiles delimitaciones entre estos dos conceptos abs-
tractivos tan caros a toda pretensión metodológica-.
La salud mental, o mejor deberíamos llamarla en
es-te caso sencillamente cordura, es nada más ni
nada menos que el producto de un acuerdo, es decir
que únicamente quienes se ajustan a parámetros
conve-nidos previamente de manera tan taxativa
como ar-bitraria -y ello en función de pruritos
sociales más o menos espurios o altruístas según el
caso-, son con-siderados sanos y aptos para
interactuar libremente con sus semejantes dentro de
la red estructural que determina la pertinencia de
las acciones ejecutadas en tal ámbito. Ahora bien,
desde la óptica de quie-nes detentan el poder, toda
argumentación relativis-ta que haya sido opuesta a
207
Gabriel Cebrián

tales axiologías paradig-máticas ha sido


considerada, casi sin excepción, co-mo subversiva,
y por ende pasible del más oprobioso anatema
correspondiente a la cultura en la que se planteare.

Desde que había conocido doctrinas como ésta, a las


que pasaba revista mental luego que Magdalena se
hubo retirado, siempre había adherido a ellas desde
la propia red; y entonces cayó en la cuenta de que,
salvo la fascinación intelectual y el romanticismo
que lleva a considerar idealmente la ruptura de los
convencionalismos propia de los estados de enajena-
ción mental, nunca hasta ahora había considerado
seriamente la eventual validez de los universos gene-
rados a partir de una elaboración diferente de los có-
digos de enclave existencial. En esta instancia, se
encontraba forzado a considerar todas esas teorías
desde una nueva y perturbadora perspectiva, ya que
él mismo había sido testigo directo de situaciones
que en modo alguno podían ser explicadas desde cá-
nones ortodoxos de pensamiento o desde estructuras
lógicas puntales del racionalismo. Vanos habían re-
sultado hasta allí sus esfuerzos por ajustar tales ex-
periencias a una continuidad coherente con la idea
del mundo que lo había sustentado hasta entonces,
razón por la cual se encontraba navegando en las tor-
mentosas aguas de lo que cualquier observador para-
do sobre la tierra firme que por fuerza él había deja-
do, consideraría abstrusos delirios de una mente en-
ferma. Mas creía tener claro que no era el caso, que
algo más que meras aberraciones producto de pato-
208
Los fuegos de San Juan

logías de índole psicológica estaba teniendo lugar a-


llí, en ese pueblo, en las que de algún modo, diabóli-
co quizá, se había visto involucrado. Y contra ese ti-
po de rupturas del orden natural, sea éste establecido
o no por convencionalismos (de cualquier modo o-
perativos solamente dentro de su esfera), no podía o-
ponerse defensa alguna ateniéndose a los procedi-
mientos correspondientes a su excluyente fenomeno-
logía.

Unos leves golpes a la puerta lo interrumpieron en


tales especulaciones. El Doctor Sanjuán pidió permi-
so, ingresó en la habitación y se sentó en la silla en
la que rato antes había estado su hija.
-¿Cómo está? –Le preguntó.
-Bien, aquí estamos.
-¿Le duele el pie?
-No mucho, solo cuando intento moverlo.
-Bueno, parece que ésto ya no va a ser necesario –di-
jo, mientras despegaba cuidadosamente las telas ad-
hesivas y le quitaba el suero.
-Es un alivio.
-Debe tener apetito, seguramente.
-Un poco, sí. -Concedió Gaspar, dejando de lado ya
todo remilgo referido a sus anteriores pruritos res-
pecto de la probable ingesta de substancias extrañas.
-Ya he indicado a Haydée que prepare una cena ade-
cuada a su convalescencia. Pero antes de ello, me
gustaría, si está usted dispuesto, abordar ese tema
que le mencioné más temprano.

209
Gabriel Cebrián

-Sí, más que dispuesto, fíjese. Es precisamente moti-


vo de sumo interés para mí. Me encantaría dejar bien
claras algunas cuestiones, de una buena vez y para
siempre. He comenzado a pensar que mi salud men-
tal depende de ello, ¿sabe?
-Lo sé, y ésa es también mi preocupación. Antes que
nada, y para zanjar de plano el asunto, le comento
que no puedo dejar de advertir un cierto recelo que
ha desarrollado usted respecto de mi persona. Creo
saber a qué se debe, pero me gustaría que me dijera
lo que tenga que decirme a ese respecto previamente
a todo lo demás.
-Bueno, de todos modos, supongo que mucho tiene
que ver todo lo demás con ese recelo que cree usted
advertir. Mire, voy a serle absolutamente franco,
porque siento que ya no tengo nada que perder. Us-
ted sabe, muchas personas han venido diciéndome-
lo...
-¿Diciéndole qué cosa?
-Eso, que no tengo ya nada que perder. Y usted sabe,
si todo el tiempo están diciéndole que es un perro, lo
más probable es que acabe ladrando.
-¿Quién le ha dicho eso?
-Y, todos los que al parecer han contraído el síndro-
me de Cañada del Silencio, que por otra parte ya no
sé si considerarlo un conjunto de síntomas corres-
pondientes a una determinada y extraña etiología o
algo mucho más complejo y de alcances que hacen
más a espiritualismos que a cientificismos.
-Vea...

210
Los fuegos de San Juan

-Lo grave del caso es que ello pone en jaque el rol


que he venido a desempeñar aquí, es decir, siento
que he cobrado honorarios por una tarea que, ahora,
no sé si estoy capacitado para desarrollar, toda vez
que ni siquiera alcanzo a comprender la naturaleza
última de lo que está ocurriendo, dentro o fuera de la
psiquis de las personas involucradas. Así que estoy
evaluando seriamente la posibilidad de devolverle el
dinero que me ha adelantado y marcharme.
-De eso, ni hablar, mire.
-¿Perdón?
-Me refiero al dinero, solamente, por supuesto. En lo
demás, es usted un hombre libre. No me es grato en
modo alguno que tome esa decisión, pero no puedo
hacer otra cosa que respetarla.
-Hablando del dinero, y esas cuestiones... fíjese en
ésto: las habladurías, tanto aquí en Cañada del Silen-
cio, como en Montemar, lo sindican como una per-
sona inescrupulosa y manipuladora, ¿sabía?
-Lo sabía, y le recuerdo que ese tema ya lo hemos
hablado antes...
-¿Teme a que me reitere?
-No, yo no he desarrollado esa obsesión, a Dios gra-
cias. Y dígame, ¿usted ha dado crédito a esas que
bien califica de habladurías?
-Estoy muy confundido. Mire, no lo tome a mal, pe-
ro...
-Lo entiendo. Además de las dificultades de tratar
con situaciones tan fuera de lo común, acaba de su-
frir un serio accidente. Ya le dije, tal vez haya yo a-
presurado un poco este diálogo, y eso es debido a mi
211
Gabriel Cebrián

ansiedad por expurgarlo de esos síntomas que parece


haber comenzado a mostrar... y a la frustración que
me produce el hecho de haber perdido, en gran parte,
su confianza y su consideración.
-Pasa que... un magnífico sueldo para un trabajo mí-
nimo, con más el pago de la locación de la casa que
habito, sumado a todos estos comentarios, y a las ex-
periencias que he venido atravesando... me han dado
que pensar, y creo que cualquier persona, por ecuá-
nime que sea...
-Mire, no crea que no lo entiendo, me pongo en su
lugar y es por eso que sigo creyendo que es usted el
hombre que necesito. Cualquier otro en su lugar, an-
te las baterías que parecen estar descargando sobre
nosotros, ya habría salido disparado presa del páni-
co.
-No crea que no lo he pensado... –dijo Gaspar con
pesadumbre, y el Doctor Sanjuán soltó una ruidosa
carcajada. Esa explosión anímica espontánea tuvo
mayor predicación que todas las anteriores argumen-
taciones, ya que por un momento el joven sintió
nuevamente que tal vez el Doctor fuera uno de los
últimos bastiones de sensatez en aquellos extraños
parajes. Mas esa misma sensación le provocaba e-
mociones paradójicas, sentía miedo de dejar de te-
merle, le hacía aparecerse a sí mismo como la presa
que busca cobijo en las propias garras del predador.
-Vuelva a confiar en mí, Gaspar. Estoy seguro que
me ayudará, ayudando a mi gente. Principalmente a
la pobre Magdalena. Y del tema ése del dinero no
hable más, ¿quiere? Soy yo el que me siento en
212
Los fuegos de San Juan

deuda con usted, y me está pareciendo escasa la pa-


ga para tener que enfrentarse a una patología tan pe-
ligrosa como la que se ha dado aquí, tan peligrosa
que ya ha socavado los cimientos de una persona ca-
bal y formada como lo es usted. Y encima, ha sufri-
do un accidente terrible.
-Bueno, pero ésa no es responsabilidad suya.
-Tal vez no lo sea, pero no puedo evitar sentirlo de
ese modo. Hablando de cosas prácticas, ¿se ha dado
el suero antitetánico?
-Sí, el año pasado tuve que administrármelo al herir-
me con un espino jugando fútbol.
-Bueno, en ese caso, solo será necesario que tome
estos antibióticos cada ocho horas. Bueno, mi nariz
me dice que Haydée está terminando de preparar la
cena así que... –se incorporó y fue hasta el armario,
lo abrió, extrajo una silla de ruedas, la desplegó y a-
yudó al joven a incorporarse sobre el pie sano y ocu-
parla. Gaspar pudo ver un voluminoso pero prolijo
vendaje manchado de yodo en su extremidad herida.
Le dolió un poco en la maniobra. Calculó que pasa-
rían varios días antes que pudiera volver a pisar.

II

El Doctor lo condujo hasta el comedor y lo ubicó en


la cabecera de la mesa, que estaba ornada con un a-
rreglo floral en su centro. Magdalena ya estaba allí,
sentada a su izquierda. Lucía una sugestiva blusa
213
Gabriel Cebrián

rosa pálido, y un collar de piedras muy fino y al pa-


recer antiguo. Sonreía mientras lo veía llegar impul-
sado por su padre, y él creyó advertir un cierto sar-
casmo en su expresión. La saludó lo más casualmen-
te que pudo, y decidió allí mismo que no iba a tole-
rar más intrigas, ni pullas, ni lo que fuere de su par-
te, como ya había dejado de lado las protocolares
consideraciones para con su padre. Tal vez había es-
tado muerto realmente, tal vez ello había modificado
en gran forma sus modos de relacionarse con los de-
más, tal vez era solamente que estaba cansado de esa
cierta pasividad condescendiente que, mediante esa
elaboración propia de los procesos psicológicos que
opera de manera tan estratégica como inconciente,
su superyó había aprendido a estructurar.
-¿Cómo te sientes? –Le preguntó ella, con un interés
que asimismo halló fingido.
-Bastante bien.
-Ya lo creo que deberías –agregó con desenfado, -ya
que bien podrías estar ahora viendo crecer las plan-
tas desde abajo.
-Oye, no empieces a comportarte como una niña tra-
viesa, ¿quieres? –recomendó el Doctor.
-Déjela, ya la conozco –dijo Gaspar.
-Ah, ¿sí? ¿Y qué tan bien me conoces, a ver?
-Bastante más de lo que tu orgullo estaría dispuesto
a admitir –le respondió, y la frase fue celebrada con
risas por parte de Sanjuán, mientras ella le clavaba
una mirada sugerente, como indicándole que era ca-
paz de referir la circunstancia de su encuentro carnal
nomás para avergonzarlo frente a su padre.
214
Los fuegos de San Juan

-Sí, fue un espantoso accidente –volvió al tema la jo-


ven.
-Hablemos de otra cosa, por favor –sugirió algo mo-
lesto Sanjuán.
-Por mí, no hay problema, no me afecta en lo más
mínimo. Salí bastante bien de allí, así que me gusta-
ría saber detalles de él. Hoy temprano me dijo que
habían muerto dos personas, ¿no es así?
-Sí, lamentablemente –asintió el Doctor mostrando
pesadumbre.
-Tal vez te interesaría saber de quiénes se trata.
-¿Sí? –Inquirió Gaspar, que presumía vagamente la
respuesta, a tenor de la intriga implícita en el insi-
nuante comentario y, sobre todo, porque solamente
conocía o creía conocer a dos de los pasajeros que
viajaban en el vehículo siniestrado.
-Se trata de la pequeña Annie y un anciano que aún
no ha podido ser identificado, y que al parecer via-
jaba con ella –informó, como a su pesar, el Doctor. –
Pobrecilla niña, era traviesa pero estaba llena de vi-
da.
-¿Le parece? –preguntó Gaspar, totalmente dispues-
to a patear el tablero.
-¿Por qué pregunta eso?
-Porque su hija me dijo que era su hermana gemela,
que había muerto hace ya bastante tiempo atrás.

La aseveración cayó como una bomba. Magdalena


lo miraba con ojos desorbitados y casi boquiabierta.
Sanjuán echaba chispas por los ojos viéndolos a am-
bos, alternadamente. Gaspar tomó una hogaza de
215
Gabriel Cebrián

pan casero, cortó un pedazo con los dedos y lo co-


mió, tranquilamente. Si iban a jugar duro, él haría lo
propio. El Doctor, tras gran esfuerzo, se sobrepuso e
insinuó que tal vez eso habría sido dicho en situa-
ción de terapia, y no consideraba positivo el hecho
de traerlo a colación en ese contexto. Y agregó que
de todos modos, los tres sabían ya del temperamento
fantasioso de su hija.
-Fantasía, mis calzones –dijo destempladamente
Magdalena, mientras se incorporaba para retirarse. –
Tú, eres un lengualarga y un traidor. Y tú, deja de a-
cusarme de fantasiosa cuando el primero que niega
la realidad, eres tú mismo. Yo sé que te causa dolor,
pero no por eso voy a dejar que me acuses.
-Siéntate. No llevemos esto a la tremenda. Tenga-
mos una cena en paz, por favor. Por lo demás, no se
lleve una mala impresión, Gaspar. Me abochornaría,
si no lo considerase ya un miembro más de la fami-
lia.
-¿Uno vivo o uno muerto? –Preguntó con sorna Gas-
par, y esta vez fue Magdalena quien festejó con ri-
sas, mientras él se regodeaba con la novedosa sensa-
ción de provocar una situación semejante sin el me-
nor compromiso anímico.
-Está bien, cambiemos de tema –concedió la joven,
mientras volvía a tomar asiento. El Doctor, en tanto,
continuaba visiblemente molesto. –Supongo que se-
rá mejor abordarlos de a dos, ya que aquí mismo tres
parecen ser multitud, ¿no creen?
-No sé –dijo Gaspar. –Veo que estamos todos invo-
lucrados en el mismo asunto, y recién mismo el
216
Los fuegos de San Juan

Doctor me incluyó en la familia, así que bien podría-


mos plantearnos la posibilidad de efectuar una tera-
pia sistémica –esta vez padre e hija se sumaron al
festejo. Fue Sanjuán quien comentó:
-Bueno, tal parece que el coma le ha sentado bien.
Se lo ve distendido y ocurrente, ahora.
-Lamento, en tal caso, haber resultado tenso y abu-
rrido en las anteriores reuniones. Es solo que no ha-
bía tenido tiempo de morirme y regresar, usted sabe.
-Yo no quise decir eso –intentó excusarse, pero el
volumen de las carcajadas de Magdalena lo tapó.
-¡Por fin una cena divertida en esta casa! –Exclamó
ella, entusiasmada, y añadió: -Ya que no me dejaste
ir a vivir contigo, pídele permiso al jefe y quédate tú
aquí con nosotros.
-Él sabe que mi casa está a su disposición. Ya se lo
he dicho, por si no lo sabías.
-Y también sabe que mi cama está a su disposición.
Ya se lo he dicho, por si no lo sabías tú –le respon-
dió, desafiante. El Doctor entonces minimizó la
cuestión, haciendo un gesto de desdén flexionando
la muñeca hacia fuera. Gaspar terció, diciendo con
fingido tono campechano:
-Pasa, señorita, que usted va demasiado rápido con-
migo. Yo solo soy un inocente muchacho de ciudad.

Entró Haydée cargando la misma fuente de la ante-


rior ocasión, mas en ésta el blanco de sus dientes se
mostraba en el ostensible contraste de una sonrisa
inédita. Algo había cambiado allí, definitivamente.
Sirvió las porciones de un guisado que se veía muy
217
Gabriel Cebrián

bien, aunque al igual que en la vez anterior, los con-


tenidos cárneos eran difíciles de clasificar en una es-
pecie determinada. Luego de probar, debe haber rea-
lizado algún gesto demostrativo de tal incertidum-
bre, toda vez que el Doctor le comentó que era la
carne de un cerdo salvaje que había cazado unos días
atrás, y que le gustaría realizar otra excursión de ca-
za con él ni bien pudiera caminar sin dificultad otra
vez.
-Por otra parte –añadió,- puede comerla tranquilo.
He dado indicaciones a Haydée para que no agregue
ninguna substancia extraña.
-Ah, claro, una de ésas que atrae la niebla a través de
la cual uno se comunica con los muertos, dice.
-No, yo solamente me refería a especias exóticas.
-Oh, disculpe –se excusó falsamente.
-Está bien, mi hija y yo sabemos qué cosas se dicen
por ahí.
-Y también sabemos porqué se dicen –agregó enig-
máticamente Magdalena, provocando un gesto de
fastidio más en su padre.
-Lo sé, ya lo he hablado con tu padre.
-Parece que es palabra santa, la de mi padre, para ti.
-Yo no he dicho eso. Pero en tren de pareceres, en-
cuentro que se expresa en términos razonables, sí.
-Sí, ése es su fuerte. Y el tuyo.
-Pues claro, así es el modo en que la humanidad evo-
luciona –observó Sanjuán. -Si no fuera por ello, es-
taríamos peor que antes de la Edad Media.
-Tú sabes bastante de esa época, ¿verdad? –Preguntó
desafiante la joven.
218
Los fuegos de San Juan

-Claro, por supuesto –se adelantó a responderle Gas-


par, y agregó: -Me dijo el Padre Carlos que el Doc-
tor conoce vivencialmente la evolución del género
desde sus mismos ancestros primates.
-¡El Padre Carlos! –Exclamó Sanjuán. -¿Estuvo ha-
blando con él?
-Sí, en el bar de Montemar, un rato antes del acci-
dente.
-Es una gran persona. Lástima que todas las habla-
durías y su particular tendencia a ver el demonio en
todos lados lo llevaran a semejante desquicio...
-Bueno, él piensa, en su locura, que usted, si no es el
mismo demonio, es primo hermano suyo, o su sobri-
no, tal vez.
-Lo sé, ha hecho oídos a ese mensaje loco que han e-
chado a rodar, ya le he dicho por qué motivos.
-Todo es una locura, por aquí. –Señaló Magdalena, y
añadió: -Quién sabe. Tal vez seas, en el fondo de ti
mismo, un avatar de las dinastías infernales, y aún
no lo sabes.
-Ésos mismos son los modelos de pensamiento dis-
orsionado que dan origen a estas calamidades. En
tren de suposiciones, cualquiera de nosotros podría
ser algo así, pero el sentido común debe y tiene que
descartar esas falacias, al menos si se pretende dis-
cutir en términos serios. Es por eso que cuento con
Gaspar, porque se ha mantenido impermeable a toda
la sarta de patrañas que le han venido diciendo, ¿no
es así?
-Sí, parece ser que soy un tipo impermeable. Media
hora debajo del agua fangosa y aún aquí estoy, vea.
219
Gabriel Cebrián

Oigan, dejemos eso ya. Si Belcebú anda por aquí, ya


aparecerá solito. Si Haydée es una antiquísima bruja
que dio el legado del Vudú a la catinga centroameri-
cana, ya mostrará sus polvos y nos convertirá a to-
dos en zombies, o al menos a algunos de nosotros.
Yo les digo, me atendré al fenómeno. Y evaluaré de
acuerdo a las circunstancias que se vayan producien-
do. En balde me he roto la cabeza desde que llegué
aquí, queriendo imponer reglas metódicas a situacio-
nes caóticas, así es que procuraré realizar mi labor
según sus cánones normales cuando las situaciones
lo ameriten, pero no pretenderé manejarme dogmáti-
camente frente a problemáticas planteadas fuera de
toda lógica y raciocinio. Doctor Sanjuán, yo entien-
do y comparto su impronta de acotar los fenómenos
a contextos de normalidad, pero he de decirle lo que
me imagino que de todos modos ya sabe, y que la
negación de tal evidencia lo hará, mínimamente, pa-
sible de duda respecto de sus intenciones: he de de-
cirle, digo, que aquí, en este pueblo, suceden cosas
fuera de toda explicación racional. Y que por más
esfuerzos que nuestra objetividad haga por desechar-
las, no podríamos hacerlo sin caer en otra patología
mental, que es la de negar la validez de cualquier
cosa que se no ajuste a nuestros parámetros.
-¿Qué puedo yo decirle? Simplemente, estaré atento
a todos esos fenómenos que usted dice haber atesti-
guado, claro que reservando mi cuota de escepticis-
mo, la que afortunadamente me ha ayudado a mante-
ner la cordura en este contexto a través del paso de
los años.
220
Los fuegos de San Juan

-Has dicho una palabra clave, según yo entiendo las


cosas –le señaló su hija. –“Contexto”. Dicen que si
en un grupo de personas, están todas locas menos u-
na, probablemente el loco sea ése uno y no el resto.

Entonces se enredaron en una larga discusión sin


mayores fundamentos, durante la cual Gaspar no hi-
zo sino revisar su nueva actitud mental. Ya no sentía
miedo. Pero ardía en la hoguera de una curiosidad a-
brasadora que lo inclinaba a decidir, al margen de
cualquier cosa que pudiera ocurrirle, que se quedaría
allí hasta desentrañar qué demonios era lo que estaba
teniendo lugar en Cañada del Silencio.

III

Declinó la ayuda del Doctor, quien había insistido en


asistirlo en ocasión de volver a su aposento. En él
había un pequeño baño en suite, ubicado a la manera
de las habitaciones de hospitales, y no tuvo mayores
dificultades para valerse por sí mismo en los actos
de higiene necesarios y la vuelta a la cama. El dolor
en su pie había devenido en una fuerte comezón, por
lo que supuso que estaría cicatrizando ya. Tendido
otra vez sobre el lecho sobre el cual había tenido su
viaje a la infancia, se preguntaba qué aventuras oní-
ricas le depararía esa noche, cuando recordó que de-
bía tomar el antibiótico. No pudo dejar de observar
la inferencia que lo llevó de un pensamiento al otro,

221
Gabriel Cebrián

droga más, droga menos, y sonrió a cuenta de sus


mecanismos internos.

Apagó la luz. De cuando en cuando se oía el motor


de algún automóvil, o ladridos más o menos cerca-
nos. Solo un sonido irregular pero constante llegaba
a sus oídos; era el de una radio, probablemente pro-
viniente de la habitación de Magdalena. Reconoció
la cortina musical del noticiero de medianoche de u-
na popular emisora capitalina, y se percató que des-
de que había llegado allí, no había tenido la menor
noticia del mundo exterior. Era un detalle más que
parecía contribuir a la idea que el pueblo maldito lo
había tragado, y que tal vez lo haría más tarde en un
sentido menos metafórico aún. Pero halló que no era
momento para volver a sus recientemente abandona-
dos melindres. Simplemente se dormiría, y tal vez
podría otra vez aprovechar sus nuevas capacidades y
concientizar la información que en ese campo le era
dable cosechar, últimamente.

Lo que llamamos realidad es simplemente un con-


senso, que alcanzamos sometiendo los datos percep-
tuales a elaboraciones predeterminadas por una
me-todología de carácter inductivo y sujeta a las
esta-dísticas que este tipo de consideración impone.
Mas así como en determinado estadío del
pensamiento abstracto fueron elaboradas teorías
matemáticas que parecían agotarse en su mero
ejercicio teórico, y luego demostraron ser
operativas en distintos ór-denes de fenómenos
222
Los fuegos de San Juan

aceptados por el consenso pri-mario, es dable


plantear al menos como factible la posibilidad de
elaborar diferentes modos de aborda-je sistemático
de aquellas secciones de la realidad que
históricamente han sido consideradas caóticas,
dada su índole aparentemente fantasmática y sin el
menor valor ontológico. Salvo algunas culturas –en
algunos casos descalificadas liminarmente al colo-
carles del rótulo de “primitivas” en un sentido por
demás peyorativo, y en otros consideradas imbuídas
de un espiritualismo que imposibilitaría cualquier
a-cierto objetivo-, la única aproximación que parece
aceptar nuestro statu quo cultural al reino de los
sueños experimentado por el ser humano, o al me-
nos por una parte de él no menos real que cualquier
otra, es la ineficaz, falible y remanida interpretación
simbólica. De nada vale oponer a tan excluyente
cis-terna oficializada los esforzados trabajos y
sacrifi-cios personales efectuados sobre sí por un
monje ti-betano para acceder a un fehaciente
control de tales menesteres oníricos, ni tampoco el
tenaz ejercicio en la exploración psicodélica que a
través de las plan-tas visionarias ejecuta el chamán
amazónico con i-déntica finalidad. Es dable
sospechar, en este estado de cosas, que no es sino
debido al carácter esencial-mente mercantilista y
hegemónico de la cosmovisión reinante que se
despejan ciertas cuestiones y son condenadas a la
oscuridad, simple y sencillamente porque no solo no
representan avenidas hacia sus intereses de
dominación y de opulencia malhabida en desmedro
223
Gabriel Cebrián

de la mayor parte de la humanidad, si-no porque sí


pueden eventualmente constituirse en avenidas
hacia otro nivel de existencia más espiri-tualizado y
más justo; por ende, más objetivo.

El melodioso canto de un pájaro lo trajo de nuevo a


sus sentidos. Abrió los ojos, ya era de día, pero esta-
ba en una habitación distinta, con grandes ventanales
en todas direcciones y, por lo que se veía, casi a ori-
llas del mar. A su derecha, se veía la playa soleada, y
a su izquierda médanos y vegetación propia de la
zona. En ambas direcciones todo se veía desierto, a
no ser por las aves que volaban cerca de la orilla y
las que cantaban a su alrededor. ¿Cómo había llega-
do allí? Se incorporó y fue hasta la puerta. Tal ac-
ción le hizo tomar conciencia en un tris que debía
estar soñando, dado que su pie no estaba herido y
podía caminar normalmente. Sin embargo todo era
tan claro y natural... salió y observó que el sol se en-
contraba ya cerca del cenit, y cuando miró hacia el
mar, desde la altura del médano en el que estaba em-
plazada la vivienda, registró atónito unos centenares
de metros mar adentro una nave antigua, de casco de
madera, aparentemente encallada. Llevó su mano iz-
quierda a la barbilla, en gesto de perplejidad, y notó
que su barba había crecido mucho. Miró entonces su
pie izquierdo y notó un par de cicatrices grandes que
recorrían su talón. La tarde anterior había vuelto a la
infancia, esta vez parecía haberse ido al futuro, en u-
na playa de Montemar, donde era visible aún el cas-
224
Los fuegos de San Juan

co de un bajel hundido hacía ya mucho tiempo. O tal


vez lo habían narcotizado y había dormido durante
largo tiempo hasta despertar allí, tan vívida era la si-
uación que costaba analogarla a un sueño. Caminó a-
renas abajo, las sentía calientes en las plantas de los
pies. Luego, a medida que se acercaba a la orilla,
sintió primero la fresca humedad de la superficie al-
canzada por el flujo de la pasada marea nocturna y
luego el frío, más intenso por el contraste, de las pe-
queñas ondas de agua cristalina. Un par de gaviotas
pasaron graznando sobre su cabeza. El sol estaba
fuerte, así que tomó un poco de agua en el cuenco de
sus manos y se mojó el cabello. Todo era perfecta-
mente real, en cualesquiera fuesen los términos de e-
valúo que pretendiera implementar.
-Bueno bueno bueno... –dijo una voz a sus espaldas,
propinándole un fuerte sobresalto. Se volvió tan re-
pentinamente que sintió un fuerte tirón en los mús-
culos del cuello, y vio que quien le hablaba era el
viejo ciego. -Miren quién ha vuelto por aquí –conti-
nuaba diciendo.
-Me dijeron que usted había muerto –le señaló Gas-
par, algo repuesto de la sorpresa y decidido a recu-
perar las ínfulas que había mostrado la noche ante-
rior, o quizá esa misma noche, o una noche hacía u-
nas cuantas, vaya a saber, allí y entonces.
-Yo mismo se lo he dicho, la otra vez que nos vimos.
Bah, que usted me vio a mí, por supuesto –aclaró,
mientras su cuerpo se sacudía con leves reflejos de
risa.

225
Gabriel Cebrián

-Advierto que no ostenta la misma gravedad que en


nuestro anterior encuentro...
-No, claro que no. Verá, en realidad no sé muy bien
si se trata de nostalgia, de envidia, o de otra emoción
negativa por el estilo, pero el hecho es que solamen-
te experimento tal estado cuando me relaciono con
personas vivas.
-¿Acaso sugiere que yo ya no lo estoy?
-No lo sugiero, lo afirmo.
-Entonces... ¿ésto qué es? ¿Acaso el infierno, o tal
vez el purgatorio?
-Ninguno de ambos. En todo caso, yo lo llamaría “El
limbo de San Juan”.
-Ah, ¿sí? Pero en rigor de verdad, he de decirle que
me siento vivo, o, en todo caso, dormido, y proyec-
tando mi imagen corporal al mundo de los sueños. O
sea, usted no sería otra cosa que una configuración i-
lusoria de mi mente en estado de letargo.
-Yo no sería otra cosa que eso, ¿verdad? Bueno, no
lo había visto de ese modo. Tal vez sea cierto, pues.
-Claro, uno no puede andar muriendo todos los días,
¿no?
-¿Por qué dice eso?
-Porque según usted me contó, murió, luego de ha-
ber sido flagelado, en un naufragio, hace cosa de
doscientos años; si no me equivoco, en el naufragio
del barco aquél que puede divisarse por allá...
-Tal vez lo haya dicho así, tal vez lo haya hecho por-
que era la única manera entonces de que usted pu-
diera entenderlo. Lo cierto es que la muerte no es al-
go tan absoluto y definitivo, o a veces lo es. Hay una
226
Los fuegos de San Juan

frontera que suele ser más o menos difusa, hasta


donde yo sé. Y tanto más difusa se torna cuando uno
se topa con entidades como ése que se hace llamar
Sanjuán. Por eso le digo, me resulta molesto en un
sentido anímico relacionarme con personas vivas, en
el sentido que dan a esa palabra los individuos que
habitan el único lugar al que han sido arrojados y ja-
más cuestionan sino en teoría. Por eso le digo que
usted ya ha muerto, aunque en realidad no pueda ya
morir o pueda hacerlo mil veces más, en este limbo,
en esta niebla en la que el maldito nos tiene encerra-
dos para acrecentar su propio poder a costas del
nuestro. Ya no es usted un hombre. Quizá camine
por la tierra, coma, beba y hasta fornique, durante al-
gún tiempo más, pero hay algo que ya no le perte-
nece.
-Me gustaría saber a qué se refiere.
-A su persona. A su voluntad. A lo que hasta ahora,
mal o bien, conciente o inconciente, sabio o estúpi-
do, en sueño o en vigilia, lo hacía individuo. Algo
que bien podría llamarse, en cierto modo, alma.
-Ahá. Ahora pertenece a Sanjuán, ¿es eso?
-Ahora no hay diferencias. Usted es yo, es Annie, es
Magdalena; y todos juntos no somos más que un pe-
queño teatro de marionetas en el descomunal tablado
del desgraciado que nos está abigarrando en un solo
espectro y nos está obligando a representar el drama
a través del cual intenta volver del abismo y encum-
brarse en su Olimpo personal.
-Hay algo que no entiendo.

227
Gabriel Cebrián

-¿Algo? Lamento decirle, querido novato aquí en


nuestra alma colectiva, que aún hay demasiadas co-
sas que no entiende. Espero tener tiempo suficiente
para darle la mayor cantidad de precisiones. Mire,
uno no pierde, a pesar de todo, la ilusión de un día
romper el círculo y morir como corresponde.
-Si somos eso que usted dice, y Sanjuán nos ha atra-
pado en sus redes metafísicas, y es amo absoluto y
poseedor de un control total sobre nosotros, ¿cómo
es que tanto usted como las mujeres tienen tantas o-
portunidades para alertarme e intentar conspirar?
-Navegando en los mares del sur, he visto cómo las
orcas juegan con las crías de los lobos marinos una
vez que los han atrapado y arrojado a sus dominios,
antes de devorarlas.

IV

-A veces me divierto llamándolo –prosiguió el extra-


ño ciego,- a veces el limbo se me hace tan insopor-
table que hasta prefiero las torturas a las que ese sá-
dico es tan afecto que la medianía de mi deambular
por estas costas.
-¿Y cómo hace para convocarlo?
-Ya lo sabe. No tiene más que pronunciar palabras o
frases en forma reiterada. ¿Quiere probar?
-Adelante, dése el gusto, llámelo. De todos modos,
esto es un sueño. Aunque ante todo me gustaría sa-

228
Los fuegos de San Juan

ber por qué razón es él tan susceptible a las reitera-


ciones.
-Usted es el psicólogo.
-¿Y eso qué tiene que ver?
-Que debería tener en cuenta que muchas enferme-
dades obsesivas se manifiestan mediante la reitera-
ción de frases o palabras.
-La verdad, maneja términos muy actuales para ser
un marino de hace dos siglos.
-Es que ya le he dicho, yo soy usted, ahora, también.
-¿Y cómo yo no sé las cosas que usted sabe, enton-
ces?
-Usted recién llega, y aún no conoce los códigos. En
primer lugar, podría decirle que revise las nociones
de psicología evolutiva, o bien que no intente traspo-
ner los tipos lógicos del mundo cotidiano a este lim-
bo, o que tenga en cuenta que no es usted el único
que produce en sí mismo cambios intelectuales o a-
nímicos; pero es que no encuentro incongruente que
un viejo y ciego marino muerto hace tanto tiempo
pueda dar voz a tales pensamientos, ya que de todos
modos, para usted, ésto no es más que un sueño co-
mún y corriente. Su llegada ha enriquecido mi con-
ciencia, del mismo modo que la llegada de ambos y
de muchos otros fortaleció la del maldito.

A continuación, y sin esperar una nueva señal de a-


cuerdo de parte de Gaspar, inició el recitado de la ya
familiar cita bíblica, con aire de letanía:
-Entonces vi que emergía del mar una Bestia con
siete cabezas y diez cuernos. Entonces vi que emer-
229
Gabriel Cebrián

gía del mar una Bestia con siete cabezas y diez


cuer-nos. Entonces vi que emergía del mar una
Bestia con siete cabezas y diez cuernos...

A la cuarta vez que pronunció la frase una espesa ce-


rrazón comenzó a levantarse desde el mar, y fue tan
rotunda y veloz en su formación que a poco estaban
absolutamente rodeados e igualados en su condición
de no videntes. Al inhalarla, otra vez ardieron, pri-
mero su nariz y más luego sus pulmones. Su cuerpo
se puso tenso de modo tal, que le pareció inapro-
piado por completo asimilar la experiencia a un sue-
ño, o al menos, a uno corriente. Al mismo tiempo se
hacía patente la sensación de un miedo angustioso,
que estaba de regreso en él a pesar de todas las bra-
vatas que había manifestado subido a la arrogancia
de su nueva condición anímica. Entonces algo como
un rugido surgiente del abismo atronó en derredor, y
sintió como si un tifón lo levantara en vilo y lo arras-
trara en un vuelo loco y desmañado. La inercia y la
sensación de estar siendo sometido a una feroz fuer-
za centrífuga lo arrojaron a un indeterminable lapso
de inconciencia. Cuando volvió a sus sentidos (difí-
cil sería definir como despertar a tal recupero con-
textual), estaba otra vez atado a la cama, pero en la
habitación de la casa en la playa donde había inicia-
do esa secuencia, que en principio había considerado
un sueño. Su nariz se veía afectada aún, pero ello era
debido al fuerte olor del combustible que con un bi-
dón el Doctor Sanjuán vertía generosamente sobre
él, la cama, y en derredor del único ambiente que pa-
230
Los fuegos de San Juan

recía constituir la vivienda. Se desesperó, forcejean-


do intensa pero vanamente con las amarras. Al com-
probar lo infructuoso de sus esfuerzos, intentó la vía
del diálogo, procurando demostrar una entereza que
en realidad estaba lejos de poseer:
-Parece que ha decidido quitarse la máscara, por fin
–dijo, y tuvo la certeza de que ya había pronunciado
las mismas palabras en casi idéntica situación.
-¿A qué se refiere?
-A que finalmente se presenta en su rol verdadero, el
de un sádico manipulador afecto a propinar tormen-
tos y muerte a quienes depositan su confianza en us-
ted.
-Oh, pero no es eso lo que estoy haciendo –opuso,
mientras se detenía en su acto de verter el combus-
tible. –Ésto es parte de la terapia.
-Ah, por supuesto, ya entiendo. Va a esterilizarme
mediante una exposición directa al fuego.
-Bueno, puede decirse así, pero según yo creo podría
resultar mucho más apropiado decir que hay un
montón de basura espiritual que usted rápidamente
ha recogido desde que llegó a estas tierras, y que el
método más rápido y eficaz de expurgarla que co-
nozco, es éste. Tal vez le parezca un poco cruento,
pero no lo es tanto. La sensación de arder puede al
cabo resultar dulce, si no se concentra tanto en el
costado doloroso. Aparte, si hay algo que eleva en
esta esfera, es el fuego.

Y tras lo dicho, dejó el bidón sobre el piso y se enca-


minó hacia la puerta que daba a la playa. La abrió,
231
Gabriel Cebrián

extrajo un puro del bolsillo de su camisa, le arrancó


un extremo a puro diente y lo escupió, dramática-
mente, como si hubiese estado actuando una pelícu-
la. Del mismo bolsillo tomó una caja de fósforos y,
mientras encendía uno y pegaba fuego al cigarro, di-
jo, con la pronunciación propia de las dificultades
labiodentales que tal doble actividad produce:
-Verá que en unos breves minutos me estará pro-
fundamente agradecido por esto.
-Oh, sí, no tenga duda –respondió Gaspar, irónica-
mente, mas presa de la angustia, en momentos en los
que Sanjuán arrojaba el fósforo sobre el piso y una
llama azulada en su base y tornasolando a índigos,
rojos, naranjas y amarillos hacia arriba, se propagaba
lenta pero inexorablemente. Sintió el intenso calor
mucho antes que las llamas prendieran la cama, y e-
llo ocurrió cuando el bidón a medio vaciar estalló.
Se debatía en un tormento que había sido usual en
tiempos pretéritos, cuando los hombres pretendían
librarse de demonios encarnados arrojándolos a la
hoguera, sintiendo la incongruencia ética que análo-
gamente tienen que haber experimentado los justos
cuando padecían la iniquidad de sujetos viles y en-
cumbrados que, basados en falaces fundamentacio-
nes y en función de conveniencias sociopolíticas, los
condenaban. Muy pronto la agonía era brutal y lace-
rante, su cuerpo se convulsionaba por el sufrimiento,
un torbellino de luces que parecía producido por mi-
llares de agujas clavándose ferozmente en todo su
cuerpo se proyectaba ante él en curiosa sinestesia.
Mas al cabo, y como había predicho Sanjuán, el ar-
232
Los fuegos de San Juan

diente tormento fue dando paso a una sensación de


placer ambigua, de dura intensidad pero con un re-
gusto dulce, erótico, proviniente desde un foco más
lejano que el de las llamas pero ganando terreno y
provocándole una inversión balsámica y definitiva-
mente sensual de la agónica experiencia. Debido al
martirio padecido hacía instantes, se entregó gozosa-
mente a la marea placentera que lo iba imbuyendo;
pensó que tal vez estaba muriendo y que a medida
que los estímulos dolorosos perdían efectividad, se
iba produciendo aquel inesperado remanso entre ar-
dores hedonísticos. Y tanto más de orden lujurioso le
pareció cuando la sensación se concentró en su
miembro, erecto y tan ávido como lo estaba él mis-
mo a su consecuencia.
El huracán de fuego cesó, y se encontró de nuevo en
la habiltación del chalet de Sanjuán, donde creía ha-
berse quedado dormido. Estaba maniatado también,
y sobre él se agitaba Magdalena, haciendo intenso
uso del falo que la penetraba, subiendo y bajando
con ímpetu, voraz, salvajemente, y sin el menor pru-
rito respecto de los gritos de placer que el acto le ha-
cía soltar. No fue más que verla, ver ese maravilloso
cuerpo vibrando sobre él con frenesí, ver los cabe-
llos rubios sacudiéndose con los espasmos y embates
que le propinaba, ver el rictus de pasión sin freno en
aquellos rasgos finos y exquisitos, los delicados pe-
chos sacudiéndose en parecida rítmica, y sentir el
dulce ardor que en su pene producía la fricción en-
jundiosa de la que era objeto, y eyaculó profusa e
inevitablemente, al mismo tiempo que ella anuncia-
233
Gabriel Cebrián

ba con gemidos y estertores la sincronicidad de sus


orgasmos. Magdalena se dejó caer, agotada, sobre su
pecho, y con voz suave y sensual le pidió disculpas
por haberlo atado, y aclaró que lo había hecho por-
que temió que otra vez hubiera salido disparado en
lo mejor.
-Tu padre debe haberte oído –comentó él, agitado,
todavía conmocionado por el derrotero de su psiquis
a través de los viajes a esos raros reinos de concien-
cia, mas aún pendiente de las cuestiones sociales o al
menos de la intención de no generar inconvenientes
graves de esa índole.
-¿Y eso qué? Ya soy mayor de edad, no sé si sabías.
-Ah -dijo él, moviéndose por ciertas incomodidades
que ya se hacían sentir debido a la posición obliga-
da, -entonces puedo denunciarte por violación.
-Oh, sí, cierto que eres un cabrón cobarde y pacato,
al que es necesario atar si quieres sacarle el jugo –re-
plicó, entre risas cuyas sacudidas hacían epicentro
en el pene, algo fláccido ya, pero aún introducido en
su cavidad vaginal.
-Oye, suéltame, ¿quieres?
-¿Irás corriendo a acusarme con mi padre?
-No, no haré tal cosa. Solo que no me gusta estar a-
tado, y la tensión que me provocas me ha hecho re-
crudecer el dolor en el pie.
-Oh, pobrecito, deje que mami lo desate, a ver...

Halló un solaz muy grato en la contemplación del


hermoso cuerpo que sin proponérselo de modo algu-
no, había sido objeto de su apasionamiento momen-
234
Los fuegos de San Juan

tos antes, y embelesado como estaba, las experien-


cias que lo habían antecedido, oníricas o no, perdie-
ron por unos momentos el filo amenazador y proba-
blemente desequilibrante que habrían tenido de no
haber sido rematadas de esa manera tan intensa co-
mo inesperada.

Al día siguiente encontró que su pie ya casi no le do-


lía; no obstante, y al serle alcanzado el desayuno en
una bandeja prolijamente servida por Haydée, ingi-
rió el comprimido de antibiótico indicado.
Luego probó una de las tostadas untadas con mante-
ca y una especie de mermelada color pardo, descu-
briendo con desagrado que estaba elaborada en base
a nueces. Instantáneamente recordó lo que había di-
cho el Padre Carlos acerca de muertos enterrados al
pie del nogal, y pensó en ir hasta el baño a escupirla,
mas todos los movimientos que debía realizar al e-
fecto, como subir a la silla de ruedas, o ir saltando en
un pie, le parecieron excesivos, así que la tragó ayu-
dado por unos tragos de café con leche. Al fin y al
cabo, el abono era sustancia orgánica, y poca dife-
rencia hacía que fuera tejido animal, humano, ve-
getal, estiércol o lo que fuese. De cualquier modo, y
en orden a un rechazo atávico resistente a toda argu-
mentación, declinó el resto de las tostadas, acabó el
café y comenzó a vestirse. En eso entró el Doctor.
235
Gabriel Cebrián

-Buenos días, joven amigo. ¿Cómo ha pasado la no-


che?
-Y, un poco movidita, qué quiere que le diga...
-Ah, ¿sí? ¿Qué pasó? ¿Acaso lo molestó la herida?
-No, eso parece estar mucho mejor. Me refiero a que
últimamente estoy teniendo sueños muy extraños,
¿sabe?
-Usted dice, ¿después del accidente?
-No, desde antes de él. Eso es lo que llama mi aten-
ción, sucede desde que llegué a este pueblo. Incluso
antes de que cualquier agente físico o metafísico pu-
diera haber alterado mi psiquismo.
-Sin embargo, usted me contó que ya la primera no-
che se topó con la pequeña Annie...
-¿Y eso le parece razón suficiente para generar el ti-
po de ensoñaciones que le comento? No sé, es una
pregunta...
-Bueno, usted se mostró muy impresionado por ese
primer encuentro. Y vaya que lo entiendo; si mal no
recuerdo, ya en ese momento lo advertí de las extra-
ordinarias capacidades de esa pobre sabandija.
-Si, así fue. Tal vez tenga razón.
-Hombre, pero no crea que estoy minimizando las
cuestiones que tienen que ver con esos sueños. Vaya
si me preocupa. Lamentablemente, he de decirle que
he visto ya a demasiadas personas comenzar con ese
tipo de síntomas y luego perder la cabeza.
-No dramaticemos, no parece ser mi caso. Es sola-
mente que intento, con todo mi esfuerzo, averiguar
qué diablos es lo que está pasando acá. Oiga, creo
que esa silla de ruedas no solo no me sirve de mucho
236
Los fuegos de San Juan

sino que me deprime, un poco. No creo estar tan im-


posibilitado. ¿Por casualidad no tendría un par de
muletas?
-Sí, aguarde un momento. -Dejó la habitación y re-
gresó al cabo de unos instantes con lo requerido.
-Oh, así está mucho mejor –comentó Gaspar, ya de
pie y feliz de valerse, en forma limitada pero no obs-
tante eficaz, por sus propios medios. –Verá, le agra-
dezco infinitamente todo cuanto ha hecho por mí,
una vez más, pero la verdad es que me gustaría ir a
casa. Necesito tomar un baño, cambiarme de ropas...
-Como prefiera, mas tenga en cuenta que Haydée
podría ir a buscarla, y usted permanecer acá, a nues-
tro cuidado; sé que puede valerse bien por sí mismo,
mas no hace falta que esté esforzándose.
-No, le reitero mi gratitud, pero necesito volver a
mis rutinas, que últimamente no han sido muy ruti-
narias que digamos, en todo caso, pero qué va a ha-
cer...
-Ya que se lo ve tan bien, me agradaría hacerle una
propuesta. ¿Qué tal si vamos al campo a cazar, nue-
vamente?
-¿Cuándo?
-Ahora mismo, o después del almuerzo. Como lo
prefiera.
-Me siento bastante bien, sí, pero creo que no seré
muy efectivo en trance de caminar y disparar a un
tiempo, con muletas.
-Está bien, pero podemos cazar desde el auto. Sé de
unos lugares en donde las perdices e incluso liebres
anidan cerca de los alambrados a la vera de los ca-
237
Gabriel Cebrián

minos menos transitados. Podemos dispararles sin


descender del vehículo. En caso de cobrar alguna
presa, yo mismo me apearía y la recogería.
-Ah, ¿sí?
-Claro. Pero de todos modos, es una excusa para que
tengamos oportunidad de conversar a solas y más
distendidos, vio como ayuda este deporte a tales ac-
tividades.
-Bueno, está bien. ¿Vamos?
-Aguarde un segundo que alisto las armas y muni-
ciones. En diez minutos salimos.

El automóvil se sacudía debido a lo irregular de la


superficie del camino de tierra por el que circulaban.
Sanjuán había tenido la precaución de facilitarle un
almohadón sobre el cual descansar su pie herido, y
evitar asimismo los eventuales golpes que las sacu-
didas pudieren haberle provocado. Había que reco-
nocer que, si iba a quedarse con su alma, lo que es a
su cuerpo le prestaba serios cuidados en el entretan-
to.
Gaspar iba con la ventanilla baja, la escopeta sobre
sus piernas con el caño descansando sobre el borde y
apuntando hacia fuera, lista para ser disparada ni
bien apareciera una presa. Era el único arma, ya que
el Doctor parecía oficiar solamente de guía y chofer.
Sobre el asiento trasero descansaban las muletas y
una bolsa de vituallas.
-Las perdices son como muchas de las personas de
por acá. Vuelan bajo, muy bajo... –dijo de pronto
238
Los fuegos de San Juan

Sanjuán, a cuento de nada y con tono pensativo.


Gaspar encontró algo remanida la observación, toda
vez que conocía tal característica sin ser, ni mucho
menos, versado en temas campestres o de cacería, a-
sí que, para seguir con lugares comunes, repuso:
-Por ahí no es tan malo. Volar bajo, digo. Si no, fíje-
se lo que le pasó a Ícaro. Hay veces que la ambición
y la codicia llevan a excesos que suelen pagarse muy
caros.
-Puede ser, pero para mí volar alto no necesariamen-
te significa padecer de esas bajezas morales que us-
ted dice. Volar alto tal vez signifique no aceptar los
límites dados por una naturaleza timorata y confor-
mista, por un temperamento apocado y esquivo a
cualquier actitud de arrojo que pueda eventualmente
acercarnos a noblezas y gratificaciones de orden es-
piritual. Yo lo decía desde ese punto de vista. Las
perdices son animales bastante tontos, y por supues-
to, su única virtud es saber esconderse o camouflarse
para evitar a los predadores. Cosa muy distinta es un
águila, por cierto.
-Claro, pero la naturaleza ha distribuído así las ca-
racterísticas, en cada caso. Si todas las aves fuesen
predadoras, seguramente el equilibrio ecológico se
vería en serias dificultades.
-Tiene razón, pero probablemente ése mismo sea el
tópico que nos hace diferentes a la animalidad infra-
humana. Una perdiz no puede, en modo alguno, con-
vertirse en un águila. Pero un hombre rastrero y a-
prensivo, un hombre-perdiz, podríamos decirle, bien
puede cambiar y convertirse en un hombre-águila.
239
Gabriel Cebrián

-Está hablando como un médico brujo de los Pieles


Rojas, o algo así.
-¡Vaya ocurrencia! Está bien, tiene razón. Es muy
cierta su observación. Tanto como la que acababa de
decirle, según yo veo las cosas.
-En esa vena, me estoy imaginando que estas excur-
siones de caza tienen, al margen de esas oportuni-
dades de conversar a solas y más distendidos que
señalara hace un rato, otras funciones subrepticias...
-¿A qué se refiere?
-A que siento que esta actividad que me está ense-
ñando es, en cierta forma, un modo de ejercer el rol
de predador, y no puedo dejar de estabecer analogías
con esa especie de evolución que acaba de sugerir.
-Es un análisis muy interesante, y ciertamente es
probable que haya sido en orden a tales considera-
ciones que lo he hecho, ahora que lo dice. Pero le a-
seguro que, en todo caso, ha sido producto de meca-
nismos inconcientes de mi parte. Pero ya no quiero
expresar nuevamente mi admiración por su agudeza
y su sentido profesional, pues siento que voy a inco-
modarlo con tanta reiteración.
-A mí no va a incomodarme, lo que sí probable-
mente ocurrirá es que la bestia que surge del mar, o
de la niebla, aparecerá aquí quién sabe en qué forma
y nos someterá a sus designios.
-Espero que lo haya dicho en broma...
-Yo también lo espero.
-¿Quiere hablarme de las pesadillas que tuvo ano-
che?

240
Los fuegos de San Juan

-Supone que tienen que ver con lo que acabo de de-


cirle, ¿no es así?
-Y, yo no sabré mucho de psicología pero conozco
bastante bien la condición humana.
-Demasiado bien, según se dice.
-¿Según dice quién? No se ande con rodeos, dígame
directamente lo que está pensando, pues.
-Es precisamente lo que estoy haciendo. Me gustaría
tener más claras las cosas, para así poder referirme a
ellas sin este tono ambiguo que le hace pensar que
estoy insinuando más de lo que digo.
-De cualquier modo, usted ha dicho “según se dice”,
y se supone que al menos debe saber quién o quiénes
son los que lo dicen, ¿o no?
-Oh, no, claro que no. ¿Cómo podría estar seguro de
ello? No sé si son fantasmas, entidades independien-
tes que ingresan en mis sueños, productos de mis
fantasías inconcientes, alucinaciones, personas rea-
les, espíritus, ángeles o demonios, fíjese.
-¡Vaya confusión en la que está inmerso!
-Ni que lo diga.
-Cuando los cuadros se presentan tan complejos, la
explicación más sencilla suele ser la adecuada. Aun-
que estoy seguro que eso también se lo he dicho, ya
–observó, mientras detenía el auto. Gaspar se sintió
repentinamente incómodo, dado que pensó que lo
hacía para concentrarse en un diálogo que segura-
mente conllevaría recomendaciones relativas a su
falta de objetividad. Sin embargo, el Doctor le indi-
có:

241
Gabriel Cebrián

-Muévase despacio. Apunte a la base del poste ése


que tiene encima un nido de hornero.

Gaspar lo hizo, aunque era incapaz de ver nada más


que pastizales secos. Permaneció allí, con la mira fi-
ja en la dirección señalada, inquieto y temeroso de
dar la espalda durante tanto tiempo a aquel sujeto.
Cuando estaba a punto de volverse para decirle que
no veía nada allí, los pastos se movieron. Apareció
una liebre, que se incorporó sobre sus patas traseras
y lo miró con curiosidad. Era un tiro absolutamente
fácil, aún para un novato como él. El animal, por cu-
riosidad y falta de criterio para advertir el peligro, se
ponía al alcance de la muerte que en este caso, él
representaba. No quiso establecer nuevas analogías,
tanto la situación como su inevitable proceso de i-
dentificación con la presa estaban llevándolo al bor-
de de la desesperación. Una simple contracción de
los músculos de su mano derecha acabaría definiti-
vamente con esa vida. Oyó que Sanjuán lo conmina-|
ba: “¿Qué espera? ¡Se va a ir!”. Entonces disparó;
la liebre, al impacto del plomo hirviendo, dio de lo-
mo contra el poste, y aún en posición vertical agitó
brevemente las patas delanteras y cayó sobre su lado
izquierdo, fulminada.

Rato después retornaron al camino interbalneario, y


la rotación de los neumáticos sobre el asfalto hacía
mucho más placentera la travesía. A más de las mu-
letas y de la bolsa de vituallas, ahora, sobre el piso
delante del asiento trasero, una bolsa de plástico con
242
Los fuegos de San Juan

el cadáver de la liebre. Iban llegando a Montemar


cuando el Doctor tomó por una calle de acceso, y
luego de unas cuadras a través del pueblo, dobló por
la avenida costanera.
-¿Adónde vamos?
-Vamos a tomar el almuerzo, a mi casa de la playa
-le informó. Tras lo cual volvió a girar por una
calleja en dirección al mar, y aparcó frente a la
pequeña y vidriada vivienda en la que había cobrado
conciencia la noche anterior, donde había sido
sometido al tor-mento del fuego.

VI

Desde los albores del pensamiento abstracto,


y más aún a partir de la atribución de contenidos
simbólicos a los primitivos fonemas y a los modos
gestuales que los precedían y luego complementa-
ron1, los intentos de establecer contacto con los
mun-dos sutiles -especialmente las invocaciones y
los votos en función de gracias vinculadas a la caza,
a la fertilidad o a la salud-, hicieron reposar la cer-
teza de su efectividad en el modo reiterativo de sus
formulaciones. Ya en los rítmicos mensajes de los
tam-tams está presente una métrica repetitiva que

1
Toda vez que en las etapas previas sería imposible establecer una
diferencia esencial entre ambos sistemas de vehiculizar señales, dado
que estaban acotados a un plano físico concreto en términos de
espaciotemporalidad.
243
Gabriel Cebrián

ya nunca más será dejada de lado, ni aún en las le-


tanías o rituales más sofisticados. Esta caracterís-
tica nos induce a tentar dos líneas de análisis defini-
das pero concurrentes: la primera, más estructural,
hace a la idea que toda formulación producida en el
ámbito de la comunicación humana, no es más que
una combinación hipertrofiada de aquellos
rudimen-tos primarios y elementales que bien
podrían redu-cirse a la fase binaria original
(sonidos y gestos), surgida a partir de la irrupción
del pensamiento simbólico abstractivo; y que si bien
resulta apta pa-ra la intelección operativa del
cosmos generado en orden a la sintaxis impuesta de
este modo, indepen-diente de todas las semánticas
subsidiarias, lo hace a costa de un proceso de
exclusión cercenatoria que no necesariamente
debería ser asumido liminarmen-te como su
contracara ineludible. La segunda, remi-te a lo
dicho respecto de los intereses que motivaron los
primeros intentos de establecer conexión con los
ultramundos. Naturalmente estaban referidos a im-
perativos de los llamados instintos primarios: una
a-bundante caza era reclamada por el instinto de
nu-trición, la sanación por el de supervivencia y la
fer-tilidad, por el sexual o de conservación de la
espe-cie. Teniendo en cuenta que para nuestra
cultura es casi un axioma que los desequilibrios
psicológicos son efecto de la represión de tales
necesidades atá-vicas, ya sea de la imposibilidad
de procesarlas a-decuadamente, -en unos casos-, o
de los anclajes traumáticos en sus distintas etapas
244
Los fuegos de San Juan

de desarrollo -en otros-, es dable concentrar la


atención en esa apa-rente virtud de conjuro efectivo
dada por el carácter reiterativo de la invocación
ejecutada a fin de lo-grar su feliz satisfacción.
Análogamente, ésa parece ser la característica
constante que aparece en la ex-presión típica de las
neurosis paranoides, que indu-ce a quienes las
padecen -en mayor o menor medida según el grado
de patología-, a repetir movimientos, palabras o
frases de modo obsesivo. La mala noticia es que tal
alienación, generada en el seno de una estructura y
sin embargo obligada a confrontar con ella, sólo
puede responder según los únicos códigos que le
son asequibles, ingresando de este modo en una
resolución falsa y que por ello mismo no hace sino
agravar el cuadro, por cuanto arroja al sujeto a un
laberinto cuya única salida está obturada por el
propio andamiaje que la ha generado.

Observó que la casa era casi exactamente igual a la


que había vivenciado la noche anterior, subido o no
a su cuerpo físico. Mas esta vez pudo percatarse de
que al menos había una cocina y un baño, ambos pe-
queños, además de el estar que la componía mayor-
mente, en el que se encontraba la cama -en la que
probablemente alguna parte suya había sido incine-
rada antes de despertar con Magdalena subida a hor-
cajadas sobre él-, un sofá, una mesa y unas sillas.

245
Gabriel Cebrián

-Bueno, éste es el refugio en el cual me cobijo cuan-


do vengo a pescar. No es nada importante, pero es
cómodo.
-Ya lo conocía.
-Ah, ¿sí? Cuénteme, a ver...
-Anoche mismo estuve aquí.
-Ah, se refiere a los sueños ésos que me decía hoy.
¿Y cómo es eso? ¿Estuvo aquí, dice?
-Sí, ya lo creo que estuve aquí. Y usted también.
-Ahá. ¿Y qué sucedió, entonces?
-No mucho. Yo estaba atado a la cama ésta, como la
otra vez que desperté del coma.
-Veo que lo afectó mucho el hecho de haber recupe-
rado la conciencia después del accidente y encon-
trarse amarrado...
-No creo que haya sido eso, en verdad... pero bueno,
la cuestión es que usted rociaba todo con combusti-
ble, y luego pegaba fuego.
-¡Eso sí que es disparatado! ¿Dice que lo quemaba
vivo, a usted?
-Sí, eso digo. Y antes, mientras vertía el combustible
y encendía un puro, decía algunas cosas interesantes
acerca de lo que sentía la gente al morir incinerada,
que al cabo tuve oportunidad de comprobar.
-¿Cómo es eso?
-Si, tuve la vivencia total y en plena conciencia de
estar muriendo en las llamas, aquí mismo, en esta sa-
la.
-Oiga, eso es algo tétrico, pero en verdad remarca-
ble. Mas evidentemente no deja de ser un sueño, ¿no
lo cree?
246
Los fuegos de San Juan

-Le he dicho y repetido que los sueños que experi-


mento últimamente no son tan ordinarios como los
que solía tener antes. Y sabe qué, no me gusta repe-
tirme aquí, en esta sala a la cual me condujo usted
luego de ser invocado por el marino ciego en base a
una declamación reiterada de un versículo del Apo-
calipsis.
-Ah, mire usted qué sofisticación... pero yo no pen-
saba incinerarlo a usted, vea. A lo sumo tenía esos
planes para con los peces que vamos a atrapar una
vez hayamos dado cuenta de la vianda que nos ha
preparado Haydée. Me encanta la corvina a la parri-
lla, sobre todo cuando llega a ella casi viva... pero no
vaya a interpretar lo que acabo de decir en la vena
sádica con la cual parece estar considerándome ulti-
mamente, por favor.
-¿Y cón qué las pescaremos?
-Tengo un par de equipos por aquí, me resulta más
práctico que andar llevándolos y trayéndolos. Y car-
nadas varias en el refrigerador.
-Claro, por cierto. Veo que voy por el aprendizaje de
mi segunda disciplina.

Gaspar observaba curioso la pericia y prolijidad que


Sanjuán demostraba al colocar el cebo en los anzue-
los. Primero incrustaba camarones longitudinalmen-
te, de modo que la curva natural del crustáceo se co-
rrespondiera con la del metal. Luego agregaba un
pequeño filete de magrú y con un hilo de cobre suje-
to al ojo del anzuelo daba un par de vueltas al con-
247
Gabriel Cebrián

junto, a efectos de asegurarlo para que no se salga


ni se desparrame mucho al arrojar la línea. Su meti-
culosidad incluyó una actitud que al joven le pareció
excesiva, por no decir fantasiosa. Cada cebo termi-
nado era elevado a unos cuarenta centímetros por
encima y delante de sus ojos y examinado cuidado-
samente; y era el argumento con que intentaba fun-
damentar tal modo de observación específico lo que
parecía desmesurado:
-Hay que colocarse en el punto de vista del pez, mi-
rarlo con sus ojos –había dicho, para luego celebrar
la sabrosura del bocado con gestos y fonéticas de
placer. Hecho lo cual, arrojó los aparejos de su caña
con pericia y energía formidables, tensó un poco el
cordel dando unas vueltas a la manivela del reel, de-
jó la vara en el posacañas e hizo lo propio con otra
que luego entregó a Gaspar, que la sostuvo, sentado
en una silla plegable de lona, con el pie izquierdo
extendido y posado sobre una bolsa de plástico.
-Mantenga el sedal un poco tirante, le ayudará a sen-
tir mejor el pique, si es que se produce. Le he dado
el reel frontal, para que tenga menos dificultad al re-
coger.
-Oiga, es un hombre muy fuerte. Ha arrojado la plo-
mada a cien metros, quizá más.
-No es cuestión de fuerza, sino de técnica, puedo a-
segurarle.
-En todo caso, es admirable.
-Tenemos más oportunidades tirando lejos, sobre to-
do de cobrar piezas mayores. Cuando ese pie mejo-

248
Los fuegos de San Juan

re, le enseñaré a hacerlo. Verá entonces que es solo


cuestión de maña, y no de fuerza.
-Si sigue así, probablemente deje enganchada la lí-
nea en el viejo galeón encallado.
-¿Usted cree que hay un barco por allí?
-Eso es lo que todo el mundo dice. Y ayer, en el sue-
ño, lo vi. Y ya lo había visto antes, creo que cuando
estuve muerto.
-¿De qué habla?
-Nada, dejémoslo así, concentrémonos en la pesca.

Luego de cobrar cuatro corvinas rubias de bastante


buen porte, Sanjuán, en un gesto que ya había insi-
nuado en oportunidad de sus excursiones de caza,
comenzó a devolver al mar las piezas que consiguie-
ron a continuación, luego de extraerles cuidadosa-
mente el anzuelo valiéndose de una pequeña pinza
de prensas delgadas. Explicó que los peces no sufrí-
an casi daño alguno, y tampoco dolor, toda vez que
casi siempre se enganchaban en zonas carentes de
terminales nerviosas.
Estaban por regresar a la casa cuando Gaspar sintió
un tirón en su línea, tan fuerte que casi le arrancó la
caña de las manos. Volverla a una posición aproxi-
madamente vertical le costó un esfuerzo supremo.
Sanjuán le dijo que podía ser una raya, y le aconsejó
ir recogiendo el sedal mientras iba inclinando la ca-
ña hacia el mar, y luego volverla hacia arriba. Fue
necesario repetir la extenuante maniobra unas cuan-
tas veces, en cada una de las cuales solamente con-
seguía enrollar unas pocas vueltas del carrete. Quizá
249
Gabriel Cebrián

haya sido por una cuestión de orgullo -y segura-


mente para no demostrar debilidad frente al Doctor-,
que decidió no cejar ni delegarle la operación. Cuan-
do ya estaba a unos quince o veinte metros de la ori-
lla, el pez se dejó ver unos momentos, debatiéndose
y salpicando profusamente con sus coletazos. Era re-
almente grande. Sanjuán corrió aguas adentro, bi-
chero en mano, tomó el hilo de nylon y lo fue si-
guiendo; cuando estuvo a tiro, arrojó un primer gol-
pe de gancho que resultó fallido, mas no así el se-
gundo. El mar parecía hervir frente a él, el pez se-
guía debatiéndose con todas sus fuerzas. Mas el es-
fuerzo combinado del joven en el reel y del Doctor
tirando de línea y bichero, consiguieron finalmente
arrojarlo a la playa. Gaspar dejó la caña, cogió las
muletas y se dirigió a ver su pesca, orgulloso. La ac-
tividad, la fatiga posterior y el envanecimiento lo ha-
bían hecho olvidar, en ese trance, de todas las cir-
cunstancias ominosas por las que venía atravesando.
-No lo puedo creer –decía Sanjuán como para sí,
mientras a sus palabras y a la vista del porte del pes-
cado, Gaspar se ensoberbecía aún más. –En toda mi
vida había visto algo así.
-¿Qué es?
-¿Acaso no lo ve? ¡Es una corvina! ¡Y rubia, enci-
ma! ¡Debe pesar mínimo veinte kilos!
-Ah, sí, es parecida a las otras.
-Sí, pero una corvina rubia de cinco kilos, desde la
costa, es considerada una rareza, ¡fíjese lo que es
ésto!
-¿Será un récord?
250
Los fuegos de San Juan

-Más que un record, creo que ha pescado uno de e-


sos raros caprichos de la naturaleza que luego dan
lugar a leyendas de monstruos marinos, como el
Kraken, mire lo que le digo.
-O como el tiburón blanco de la película de Spiel-
berg.
-La cosa es que sería bueno fotografiarlo en vistas a
una publicación en “La voz de Cañada”, pero segu-
ramente eso sería utilizado en nuestra contra.
-Ya lo creo. Podrían tejer cualquier imaginería a par-
tir de ello. Aunque pensándolo bien, ¿no querrá de-
cir algo?
-Oh, no empiece con esas cosas. Disfrute del mo-
mento, es usted todo un novato y mire el regalo que
le ha hecho el mar. Seguro que se trata de una señal,
pero lo que es yo, me permito interpretarla de una
manera absolutamente diferente.

VII

El sol ya caía tras los médanos en el temprano cre-


púsculo invernal. Un viento leve pero constante del
sur producía térmicas bajo cero, no obstante lo cual
Sanjuán permanecía afuera, abocado a tareas tales
como cuerear la liebre y limpiar las corvinas. Desde
el interior, Gaspar admiraba la pericia de su anfitrión
en tales menesteres mientras sorbía lentamente una
copa de brandy, y por un momento le dio por pensar
251
Gabriel Cebrián

que tales habilidades requerían más de unos cuarenta


o cincuenta años de práctica, aunque no había más
razón para pensar aquello que la que podía surgir del
prejuicio. Pronto la liebre, despellejada y suspendida
de un cordel del que usualmente debían pender ropas
para secarse, mostró buena parte de su anatomía in-
terior, recordándole, en escala, la pintura de Rem-
brandt del buey desollado. De pronto sintió cierta in-
comodidad por hallarse allí, ocioso, ante el desplie-
gue de actividad del Doctor, así que apuró el trago,
se incorporó, tomó las muletas y se dirigió al fondo a
ofrecer colaboración. La gigantesca corvina descan-
saba sobre un plástico negro, sobre el piso de ce-
mento, intocada aún. El ojo vacío miraba al cenit
que se oscurecía rápidamente.
-Oiga, me siento un inútil. ¿Puedo ayudar en algo?
-Mire, amigo, la pieza que acaba de cobrar y luego
dígame si es tan inútil como dice.
-Yo solamente recogí la línea que usted arrojó, de o-
tro modo no hubiera cobrado nada más que algún
que otro pececito. Y eso, con suerte.
-La cosa es que no sé qué hacer con ella. Es dema-
siada carne para aprovechar, por una parte, y por o-
tra, no quisiera tocarla antes de dejarla registrada de
algún modo. Vea, le diré lo que haremos. Usted en-
cenderá el fuego mientras yo voy a buscar a Magda-
lena y Haydée. Y sobre todo, mi cámara fotográfica.
-¿Le parece?
-Por supuesto que me parece. Aparte, Magdalena no
me perdonaría si la dejo en casa sabiendo que esta-
mos aquí celebrando tan magnífico logro deportivo.
252
Los fuegos de San Juan

-¿Éso es lo que estamos haciendo?


-Oiga, no minimice lo que es una verdadera hazaña.
Es más, voy a tomar en cuenta lo que ha dicho antes
y me arrogaré los méritos que tan gentilmente me ha
cedido. Diremos que hemos sido ambos quienes he-
mos perpetrado la captura.
-Me parece justo, porque así es.
-Bueno, espero entonces que ésta sea la primera de
una larga serie de tareas felices a realizar entre am-
bos. Lo dejo entonces abocado a esa labor, si es que
tiene ganas y voluntad. En la parrilla tiene todo lo
necesario. En poco más de una hora estaremos de
vuelta por aquí.

Mientras apoyaba las muletas contra la pared lateral


de ladrillos refractarios y hurgaba debajo de la losa
sobre la cual se encendería el fuego, oyó el motor
del automóvil de Sanjuán que arrancaba. Tomó pa-
pel de diarios, hizo unos bollos y los apiló de un la-
do, agregó primero leñames que favorecerían la
combustión y luego gruesos trozos de quebracho.
Pegó fuego a la base de papel y a poco había conse-
guido una crepitante fogata. No pudo evitar el recor-
dar la intensa experiencia ígnea de la noche anterior,
mas enseguida quedó embelesado mirando las lla-
mas, vacío de pensamientos y sumido en esa suerte
de narcosis que tal contemplación produce, segura-
mente en orden a vestigios de primitivas adoraciones
idolátricas.

253
Gabriel Cebrián

-Se ve bien, ¿verdad? –Dijo la voz de Annie a sus


espaldas, y si bien no lo asustó, sí le produjo sorpre-
sa. Se volvió, con un aire como soberbio, a cuenta de
esa ausencia de alarma que por vez primera observa-
ba ante las abruptas manifestaciones de la niña es-
pectral.
-Oh, sí –respondió,- se ve muy bien, sobre todo que
ahora somos íntimos, el fuego y yo.
-Claro, claro, mi padre y yo vimos los fuegos de
Sanjuán devorándote anoche, desde la playa. Si mi
padre hubiera sabido que ibas a entregarte tan facil-
mente, no lo habría llamado, tú sabes. Ahora se sien-
te un poco culpable. He tratado de explicarle que no
es su responsabilidad que tú seas tan fácil de domi-
nar, pero él es así. Ha transferido la responsabilidad
que asumía sobre su vieja tripulación en ésta, no me-
nos azarosa, embarcada en un viaje sin regreso con
tu doctorcito haciendo el rol de Caronte extraviado.
-Mira que glosa tan fina...
-No repares en detalles tan nimios, hombre. A estas
alturas es como vanagloriarte a ti mismo, y he de de-
cirte de paso que, a estas alturas, tu principal enemi-
go es el orgullo.
-¿A qué te refieres?
-¿Acaso no lo ves? No hace más que adularte desde
el primer instante en que tomaron contacto, aún sin
ningún fundamento previo. Luego celebró tus su-
puestas habilidades en la caza, y ahora... ¡mira lo
que ha hecho salir del mar para que te envanezcas!
¡Y tú eres tan tonto que te crees Hemingway redivi-
vo!
254
Los fuegos de San Juan

-No pienso escucharte más. Puedes quedarte ahí, si


quieres, pero no me molestes con tu cháchara. Es
más, siempre te apareces de modo subrepticio cuan-
do estoy solo, tal vez no seas otra cosa que una e-
laboración fantasiosa de mi psique.
-Tus absurdas interpretaciones basadas en meras ta-
ras profesionales no van a servirte de mucho, aquí, y
bien que lo sabes.
-Cállate ya –la conminó con aspereza, mientras esti-
raba las palmas de las manos para exponerlas al ca-
lor del fuego crepitante. –Ya me resultas molesta, y
no iba a decírtelo, dado que quizá se trate de otra de
las que tan erróneamente consideras virtudes. Me
gustaría, en todo caso, que te quedaras por aquí hasta
que llegue la familia Sanjuán; eso, si es que puedes
hacerlo, claro.
-Por supuesto que puedo hacerlo. Si no lo he hecho
antes, es sencillamente porque estaba tratando de a-
lertarte, y de paso que nos ayudes a romper el círcu-
lo que nos oprime.
-Verás, en este juego de opresores y oprimidos, no sé
muy bien qué rol juega cada uno...
-Ya lo sé. Está bien, me quedaré por aquí, aunque no
vaya a comer esas sabrosas corvinas grilladas que
prepara el papi. Tienes suerte de aún poder hacerlo,
aprovéchala.
-Eso haré. Aparte, uno nunca sabe cuando la parca
va a posar su falange distal sobre su hombro, en todo
caso.
-Oh, ahora las finezas coloquiales corren por tu
cuenta, veo. Pero a ese respecto tengo algo que de-
255
Gabriel Cebrián

cirte. Morir está bien, y de hecho creo que es algo


trascendente y magnífico en términos evolutivos. Pe-
ro lo opuesto a ello, es esa especie de existencia in-
termedia en la que nos es negada toda posibilidad de
trasmutación, y nos obliga a movernos siempre en el
mismo círculo; pero, hablando de periclitar, mi pa-
dre ya te habló de eso.
-¿Ah, sí? ¿Cuándo?
-Cuando se refirió a nuestro encierro en el “limbo de
Sanjuán”.
-Vaya una ocurrencia. Verás, intenté pedirte que te
calles, pero veo que es imposible para ti dejar de
parlotear, así que... voy a hacerte una pregunta: ¿qué
piensas que dirá Sanjuán al verte aquí?
-¿Por qué preguntas eso?
-Pregunto porque Magdalena insinuó que te negaba
porque no podía enfrentarse al hecho de que habías
muerto.
-Ah, o sea que estás preocupado por los sentimientos
de tu doctorcito, ¿verdad? No vaya a ser cosa de he-
rirlo, tan justo a él, que es tan sensible... déjate de
pendejadas, pues. Bien sabes que Magdalena y yo
somos una.
-Estoy harto ya de esta especie de baile de máscaras
que pretende ser macabro. Ya no les temo. Dicen que
uno se acostumbra a todo, y estoy comenzando a
creer que es cierto.
-Eso es solamente porque ya empezaste a perder tu
individualidad, zopenco. Ya ni siquiera extrañas tu
existencia anterior, ésa que poseías antes de pasar a
ser otro súbdito del Reino de los Eternos Caminan-
256
Los fuegos de San Juan

tes del Nuevo Orden. Por tu Rey, no te preocupes.


No sufrirá al verme, porque no podrá hacerlo.
-Claro, desaparecerás y ya...
-No, no podrá hacerlo ni aunque me pare delante de
él, y no podrá oírme aunque le grite con todas mis
fuerzas. Soy solo una alucinación de tu mente afie-
brada, ¿no es eso lo que supones?

Gaspar se concentró en mover las brasas con un ati-


zador y agregar leña, tarea ésta que había descuidado
por enfrascarse en el diálogo con la ñiña, y sobre to-
do por dirigir su atención, entre tanto, por discernir
quién o qué era, finalmente, ella, que terminaba de
dar voz a su dilema interno y no expresado. Mientras
lo hacía, la oyó decir, a sus espaldas:
-Tal vez Magda me vea, y tal vez la negra intuya que
algo anda por ahí. Pero el Rey permanecerá tan aje-
no como Herodes al sufrimiento del pueblo de Ju-
dea. Eso ocurrirá, a no ser que seas tan estúpido de
ponerme en evidencia.
-Oh, pero eso es lo que haré, no tengas dudas.
-Hazlo, si quieres parecer aún más loco de lo que es-
tás. Y aténte a las consecuencias.
-¿Qué más podría pasarme? ¿Acaso no estoy, hoy
por hoy, peor que muerto, según dices?
-Menudo infeliz trajo Magdalena. A ella todavía la
condiciona el sexo; probablemente haya visto en ti
un buen espécimen para el jaleo carnal, y por ello
perdió de vista tus torpezas, que son legión.
-Hay algo contradictorio, en todo lo que dicen us-
tedes.
257
Gabriel Cebrián

-¿Algo? El universo es una contradicción absoluta.


La existencia misma es una flagrante contradicción.
¿Es que acaso no te has dado cuenta, aún? ¿Jamás te
dio por plantearte lo incongruente que es tu mera y
errónea corporeidad, asumida y fundamentada en
juicios basados en premisas que no se sostienen sino
en ese vacío en que pasamos lo que creemos nuestra
vida tratando de soslayar? Deberías pasar unos días
en el Himalaya, hablando con los monjes, y después
volver por aquí, para poder de algún modo tomar ra-
zón de tu pérdida. Toda tu solidez, aparte de lastrar-
te, te aferra a lo aparente, y todo lo que en cierta for-
ma te ha parecido albur metafísico, que es lo único
que tienes, está a punto de serte arrebatado para
siempre. Es decir, de alguna manera, lo mantendrás,
pero será para pelear la guerra de otro. La guerra del
Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden.
-Eres realmente verborrágica. Ni siquiera me dejaste
dar voz a las contradicciones que advierto, o al me-
nos a una de ellas, la que a todas luces me parece
más flagrante.
-Pero si ya sé cuál es...
-Claro, debí darme cuenta que tú todo lo sabes.
-Soy tu alucinación, ¿recuerdas? Estoy dentro de ti,
así que... –dijo con ironía, y añadió: -Vas a decirme
que, si Sanjuán nos controla tan férreamente como
digo, resultaría incongruente que no me viera al lle-
gar aquí.
-Pues, sí –concedió Gaspar, algo molesto por el apa-
rente sondeo psíquico del que era objeto en forma
continua.
258
Los fuegos de San Juan

-Tengo mi talismán –dijo, mientras revoleaba y vol-


vía a coger en el aire a intervalos breves y regulares
una pequeña moneda dorada.
VIII

Se sentó de espaldas a la niña, y mientras observaba


el fuego, ahora vigoroso y calórico, pensó que real-
mente quedaría como un orate si daba voz a lo que
creía estaba sucediendo. Aunque de algún modo, esa
especie de indolencia respecto de la consideración a-
jena que experimentaba a partir del supuesto acci-
dente, atenuaría cualquier resabio de preocupación
emergente en tal sentido. Uno se acostumbra a todo,
volvió a decirse a sí mismo. Estoy aquí sentado, al
calor del fuego en una fría noche invernal, en una
casa que conocí en sueños antes que en “la rea-
lidad”, dando la espalda a una niña que dicen y
dice que ha muerto hace tiempo atrás, a un
fantasma, es-píritu o algo así, sin el menor
resquemor o pruden-cia. No sé a ciencia cierta si he
sido drogado, mani-pulado, tal vez asesinado. No sé
si sueño o estoy despierto, no sé si mi mecenas es un
hombre o el mismísimo diablo, no sé si las personas
que se acer-can a mí están vivas, muertas, locas o
cuerdas, y he empezado a dudar lo mismo respecto
de mí mismo. La propia naturalidad con la que
empiezo a tomar todo esto debería alarmarme
sobremanera, y sin embargo héme aquí... La voz de
la niña lo sacó de su cavilación:

259
Gabriel Cebrián

-Qué lejos ha quedado tu vida anterior, Gaspar, qué


lejos... Ahora estás moviéndote y pensando en círcu-
los, y no es casual; eso se debe a que has ingresado
en el campo de influencia de un remolino, y verás
cómo los círculos que describes se harán cada vez
más estrechos, hasta tragarte.

Se oyó el motor del vehículo de Sanjuán que se dete-


nía, luego de una peinada al acelerador. Un poco a-
gitado interiormente por lo que parecía seguir, Gas-
par se permitió, sin siquiera corroborar visualmente
la permanencia de Annie por allí, decir:
-Bueno, supongo que ha llegado la hora de la ver-
dad.
-Oh, no, ni lo sueñes. En todo caso, podría decirse
que estamos ante una especie de ágape inaugural de
lo que seguramente va a ser una larga serie de sesio-
nes escatológicas, en cualquier sentido que quieras
darle a esta palabra.

Mientras se incorporaba vio venir a Magdalena, que


a viva voz celebraba la hazaña deportiva, ante la vis-
ta de la portentosa pieza. Detrás de ella, sonrientes,
el Doctor y Haydée. Gaspar echó un vistazo a la pe-
queña, que a su vez permanecía viéndolo, también
sonriente, pero con un brillo loco en la mirada, signi-
ficante a la vez del mensaje afónico que podría tra-
ducirse como has visto que era como yo te decía, só-
lo tú me ves. Y que a la vez pivoteaba con su con-
fusión respecto de la existencia extramental de la ni-
ña.
260
Los fuegos de San Juan

Sanjuán insistió para que posaran para la fotografía,


y se inició una discusión acerca de quién o quienes
debían posar con la portentosa corvina. Magdalena
aducía, con criterio fundado, que eran el propio Doc-
tor y el joven quienes debían hacerlo, en orden a los
obvios méritos adquiridos por su captura. Su padre,
a su vez, insistía en que debía ser Gaspar, dado que
él la había cobrado, y que su intervención en ello ha-
bía sido fortuita, y que debían acompañarlo las mu-
jeres, porque en toda ocasión el sexo bello enaltece
la imagen. A lo que Haydée se permitió acotar que si
era la belleza la condición para el retrato, ella estaba
de más, tras lo cual dio media vuelta sin oír argu-
mento alguno en contra y se dirigió a la casa, segura-
mente a ocuparse de los quehaceres relativos a la ce-
na. Finalmente la joven accedió, y fue a pararse al
lado del pescado. Gaspar se dispuso también, dejó
las muletas en el piso, tomó la pieza de la cola y la
levantó, debiendo efectuar un importante esfuerzo
para lograr ponerla en el ángulo que mejor favorece-
ría a la foto. No obstante observó los gestos de sar-
casmo que, desde un costado, le dirigía la pequeña
Annie, insinuando del mismo modo gestual su des-
precio ante lo que constituía, a su juicio, la peligrosa
pasividad con que se entregaba al manipuleo.
-Vanidad de vanidades... –dijo finalmente, mientras
Sanjuán hacía girar las lentes de su objetivo, en pos
del enfoque y la luz adecuados, y a continuación a-
ñadió: -¿Puedo entrar yo también en la estampita?
-Claro que puedes –le respondió Magdalena. –Eso
sí, no sé si vas a salir en la foto, de todos modos.
261
Gabriel Cebrián

Gaspar se sorprendió, y se puso a pensar que quizá


estuvieran todos confabulados, que la niña verdade-
ramente estaba allí, y el Doctor y Haydée fingían no
verla. Fue en ese momento que Sanjuán bajó la cá-
mara y dijo a su hija:
-¿A qué te refieres? Sabes bien que esta cámara no
tiene disparador diferido.
-Es una lástima –observó, e hizo un guiño a Gaspar,
mientras Annie se acercaba y se colocaba en primer
plano, delante de ella. En tanto el Doctor, volvía a
enfocarlos. Al cabo de unos segundos, el fogonazo
del flash.
-Listo. Se veían muy bien, los tres –dijo, y provocó
la reacción impensada de Gaspar:
-¿Los tres?
-Pues sí –respondió encogiéndose de hombros.
-Se refiere a nosotros dos y a la corvina, por supues-
to –se apuró a aclarar Magdalena, mientras Annie re-
ía estrepitosamente. Si estaban embaucándolo, enci-
ma él estaba contribuyendo a su jolgorio haciendo el
papel del tonto. Por un momento tuvo la intención
de poner en evidencia la situación, mas se contuvo;
primero, porque pesaba en su conciencia la adver-
tencia que le había formulado Annie rato antes, haz-
lo, si quieres parecer aún más loco de lo que estás.
Y aténte a las consecuencias. Y luego también, debi-
do a la intriga que le generaba la atipicidad de la ex-
periencia, inédita aún a pesar de las cotidianas extra-
vagancias que venían sucediéndole.

262
Los fuegos de San Juan

-¡Pero miren qué buen fogonero había sido el Licen-


ciado! –Exclamó Sanjuán, vuelto hacia la parrilla y
al parecer omiso respecto de la confusión manifesta-
da momentos antes por Gaspar.
-Ya no sabe por qué estupidez adularte, ¿lo notaste?
–Le dijo Annie. Magdalena reprimió visiblemente
las carcajadas.
-La liebre, la he puesto a orear, así que asaré las cor-
vinas.
-Se ve que al viejo le gusta echar al fuego un pesca-
do cada noche... –dijo Annie, y esta vez Magdalena
no pudo contener las risas. Su padre, sorprendido, le
preguntó que había de gracioso en lo que había di-
cho.
-Nada, nada –le respondió. –De golpe me acordé de
algo, simplemente.
-“El que solo se ríe...”
-Sí, “...de sus picardías se acuerda” –completó ella, y
miró de modo sugerente a Gaspar, gesto éste adverti-
do por su padre, quien preguntó:
-¿Me parece a mí, o se están generando ciertas com-
plicidades, entre ustedes dos?
-¿Es una pregunta, o una acusación? –Inquirió a su
vez Annie, y al joven le pareció una buena pregunta.
-¿Es una pregunta, o una acusación? –Dio voz en-
tonces al mensaje tal vez no audible en primera ins-
tancia.
-Oiga, no lo tome a mal, no estoy acusando a nadie
de nada. De alguna manera me place, y eso sencilla-
mente es lo que quise manifestar. Sin embargo, su
actitud reactiva echa cierta luz sobre el origen de
263
Gabriel Cebrián

ciertos murmullos y gemidos que oí anoche... –Mag-


dalena y Annie rieron al unísono. Gaspar no halló
qué decir, y se quedó mirando al sonriente anfitrión,
que continuó diciendo: -Los dos son mayores de e-
dad, saben perfectamente lo que hacen, así que no se
turbe ni vaya a leer reproches interlineados en cuan-
to le diga.
-Te quisiste hacer el cabrón, y fuiste arrojado al co-
rral de los borregos –le dijo Annie, y continuaron
riendo; Magdalena parecía aprovechar la inercia de
la situación risible anterior para encauzar la última y
no tener que inventar excusas. Todo el mundo pare-
cía estar muy divertido, y si bien Gaspar también, lo
estaba en un modo muy diferente en cuanto al plano
emocional. Los demás estaban distendidos, él sentía
que eran muy obvias sus actitudes de desconfianza,
como así las miradas furtivas que no cesaba de arro-
jar.

Vino Haydée y despositó sobre la mesa unos pliegos


de papel semitransparente, mantequilla y especias.
Comentó que desde adentro se podían oír las risas, y
que se notaba que era una buena juerga la que estaba
desarrollándose ahí fuera. En esa manifestación de
agrado, Gaspar creyó advertir una cierta intenciona-
lidad, incrementando de tal modo sus sospechas de
conspiración.
Mientras Annie examinaba con curiosidad el cadá-
ver de liebre desollado que pendía de la cuerda, gi-
rando en su derredor, y Magdalena instaba al joven a
dejar las muletas, tomar asiento y relajarse, Sanjuán
264
Los fuegos de San Juan

procedió a untar los papeles con la mantequilla, y


luego los roció con sal, orégano, limón, pimienta ca-
yena, ajo disecado y perejil. Envolvió con ellos, a-
pretadamente, los pescados limpios, y luego de des-
parramar con habilidad las brasas, los puso a asar.

-Ésto ya está –anunció. –Haydée ya se está encar-


gando de las guarniciones.

IX

Mientras el pescado alcanzaba su punto, entraron to-


dos (vivos, muertos y/o suspendidos en limbos inter-
medios de existencia) y tomaron asiento a la mesa
del cuasi único ambiente. Allí había un antipasto que
lucía formidable, vino blanco y bebidas gaseosas.
Haydée, esta vez, compartía la cena con ellos. Quizá
por una cuestión respectiva a la edad, o tal vez debi-
do a otros factores menos determinables, los jóvenes
comían con fruición, en tanto los mayores lo hacían
con parsimonia.
-Es una lástima que te pierdas esto –Dijo Magdalena
a Annie, quien a la sazón lucía visiblemente disgus-
tada.
-¿A quién te refieres? -Inquirió su padre, y sus pala-
bras se mezclaron con las de Annie, que simultánea-
mente daba voz a quejas acerca de lo que asumía co-
mo una observación cruel de parte de su supuesta
hermana gemela.
265
Gabriel Cebrián

-A nadie, solo pensaba en voz alta.

El Doctor entonces miró a Gaspar, y en esa mirada


éste leyó un llamado de atención acerca del síntoma
presuntamente alucinatorio que había manifestado su
hija, y entre bocados y tragos, se enfrascó en una lu-
cubración respecto de algo que últimamente rezuma-
ba una y otra vez de su mente y refluía para decantar
otra vez en ella, y que podría tal vez definirse como
una visión cibernética de los modos de comunica-
ción interpersonales, sus diversos sistemas signifi-
cantes tomados, según un punto de vista funcional,
en forma separada o gestáltica; y sus circuitos, regu-
lares o irregulares, fluidos o cerrados, cuya dinámica
acabada y final quizá nunca vaya a determinarse de-
bido a la escabrosa virtualidad numérica de combi-
naciones posibles...
-... ¿no es así, Gaspar? –Oyó que le preguntaba San-
juán, y cayó en la cuenta empíricamente que su abs-
tracción lo había conducido a uno de esos circuitos
truncos en los que había estado pensando, y cuya re-
ceptividad había operado tarde para la intelección
del mensaje que le había sido enviado.
-Perdón –se excusó,- no oí lo que decía, es que esta
factura de cerdo está tan exquisita... –no pudo evitar
allí recalar en la diferencia existente entre las densi-
dades correspondientes al objeto distractivo a que
había echado mano y a la sutileza conceptual que lo
había ensimismado, y la encontró grotesca.
-Decía que la vida aquí, en Cañada del Silencio, a
pesar de su medianía, no es tan mala.
266
Los fuegos de San Juan

-Claro, claro, todo tiene su encanto. Hasta vivir en


un relato de fantasmas con resonancias apocalípti-
cas.
-¡Ánda, Gaspar, introduce el tema! –Celebró Annie,
mientras el Doctor hacía un visaje de desagrado por
lo que suponía una nueva irrupción de temas som-
bríos en una situación dispuesta para otros fines, y
probablemente también por la falta de cortesía cada
vez más asidua por parte de su huésped-empleado,
cosa que a éste, por su parte, lo tenía cada vez más
sin cuidado.
-Dejemos eso, quiere, al menos por hoy –dijo al fin.
-Voy a dar vuelta las corvinas.

Cuando hubo salido, Annie le aconsejó que no lo


presionara demasiado, porque podía convertirse en
algo muy peligroso si se sentía acorralado.
-De todos modos -añadió,- tarde o temprano lo hará,
pero no creo oportuno que lo precipites.

Y luego de prestar atención a lo que la niña decía, al


igual que lo hacía Magdalena, al volverse notó que
Haydée permanecía rígida en observancia de la acti-
tud de ambos, detenidos sus sentidos en un punto del
espacio aparentemente vacío. Tras lo cual dijo que i-
ba a ver si el patrón necesitaba algo y salió a su vez.
-Ahí va corriendo a contarle –aseveró Magdalena.
-Oigan –aprovechó a decir Gaspar,- no puedo acep-
tar que ésto esté sucediendo. Están burlándose de
mí, ¿no es cierto?
-¿Te refieres a nosotras dos? –Preguntó Annie.
267
Gabriel Cebrián

-Me refiero a ustedes cuatro.


-Tal vez –sugirió Magdalena, dirigiéndose a la niña-
deberías haber preguntado: “¿te refieres a nosotras
una? –Y nuevamente soltaron la risa.
-Estoy empezando a cansarme de este jueguito.
-Ya lo has dicho, no te reiteres, que el lobo feroz es-
tá aquí mismito –advirtió Annie, mientras Sanjuán y
la morena regresaban. Dijo él:
-Escuchamos tus risas, Magda, y celebro tu estado
de ánímo. Se nota que el tratamiento de Gaspar está
funcionando bastante bien, por lo visto.
-En ese contexto, debiste decir “por lo oído”, o “por
lo escuchado”, en todo caso, ¿no es verdad, Gaspar?
-Oye, no me trates como un purista de la lengua, que
no lo soy. Ni tampoco un fedatario de la validez de
tus caprichos formales.
-Bueno, no hace falta llegar a Saussure para un mero
comentario de ocasión –observó Sanjuán, y agregó:
-Volvamos al planeta tierra, los pescados ya casi es-
tán. Hay más que suficiente para cinco.
-¿A qué se refiere? –Preguntó Gaspar, creyendo ad-
vertir un indicio que denunciaba la pertinencia de las
suposiciones que había manifestado hacía tan solo
unos momentos. – Somos cuatro, ¿o ha convocado a
alguien más?
-Oh, no, he dicho eso solamente por un cálculo pre-
vio, dando por descontado que va a sobrar, pero
quién sabe. Hay gente que come mucho, y otra que,
prácticamente, no come nada –la niña le sacó la len-
gua en un gesto burlesco ahora sí acorde a su apa-
rente cronología.-Pero saben qué, noto algo raro a-
268
Los fuegos de San Juan

quí, una especie de susceptibilidad que sinceramen-


te, encuentro fuera de lugar. No quiero ponerme
quisquilloso, a mi vez, así que dejemos eso y feste-
jemos como corresponde –Sirvió vino en todas las
copas, aún en la de Haydée, que hasta ese momento
había bebido solamente refresco, y propuso un brin-
dis:
-Brindo por esta reunión que me demuestra que no
he estado tan equivocado, y que podremos vivir en
paz y armonía aún aquí, en Cañada del Silencio.
-Estamos en Montemar –corrigió Annie.
-Y yo brindo –dijo Haydée a su vez, incorporándose
y levantando su copa, en un flagrante abandono del
bajo perfil que había observado hasta entonces- por
la alegría que ha llegado a esta familia de la mano
del joven caballero.
-Ahora resulta que la negra también te dora la píldo-
ra –acotó otra vez Annie, que parecía dedicarse a
glosar brevemente cada uno de los brindis ofrecidos.
Gaspar sonrió confiando en esa atención desdoblada
que le permitía manifestar reacciones provocadas
por un estímulo, endosándolas al propio tiempo a o-
tro diferente, dispuesto a seguir el juego aunque las
reglas aún permanecieran para él en el campo de la
incertidumbre. A su vez, se incorporó también y, so-
lemnemente, anunció:
-Y yo brindo por el Reino de los Eternos Caminan-
tes del Nuevo Orden y por el antiquísimo arte del
Vudú.

269
Gabriel Cebrián

-¡Órdago! –Gritó Annie, y Magdalena lo celebró con


fuertes carcajadas, atribuíbles eventualmente, aún
con escaso fundamento, al brindis de Gaspar.
-¿Nos explicaría a qué se refiere? –Requirió, entre
sorprendido y levemente disgustado el Doctor.
-En realidad, pretendía que ustedes me lo explicaran.
-Me resulta difícil ver qué podríamos explicar noso-
tros acerca de lo que parece ser una ocurrencia suya,
encima de tinte surrealista, según parece.
-Si es por eso, me parece que en estos andurriales
deberían levantar un busto de André Breton en cada
esquina, fíjese.
-Bueno, voy por las corvinas, ya deben estar a punto.
Si va a aclarar algo acerca del extraño brindis que
propuso, espéreme, eh. No quiero perdérmelo.
-Vaya tranquilo.
-Parece que te estás espabilando. Estás haciendo un
buen juego, por fin –le dijo Annie mientras Sanjuán
iba hacia el fondo.
-Le ha venido muy bien estar muerto un rato –señaló
Magdalena a su vez, y ante la evidencia de la forma
pronominal errónea que con seguridad sería adverti-
da por Haydée, Gaspar se vio compelido a relativi-
zarla, como siguiéndole la cuerda en un juguetón
trato formal:
-¿A usted le parece? -Y los tres rieron de la sutileza,
en tanto la morena fingía mal una sonrisa, y sus ojos
arrojaban chispas; tales expresiones parecían demos-
trar que, tal como le había anticipado la pequeña, sa-
bía que algo pasaba allí, pero le resultaba imposible
dilucidar a ciencia cierta qué o quién provocaba las
270
Los fuegos de San Juan

situaciones de incongruencia en los canales de co-


municación. Sanjuán volvía con una gran asadera y
sobre ella, los pescados envueltos en el papel man-
teca, ahora tostado. Un aroma exquisito se despren-
día de ellos, y a poco pudieron comprobar que el sa-
bor era aún mejor. Gaspar celebró las dotes culina-
rias del Doctor, lo que mereció un comentario iróni-
co de parte de Annie, referido a una supuesta retri-
bución de fatuas adulaciones.
-Ahora –dijo Sanjuán, mientras observaba el hu-
meante bocado que estaba esperando se enfriara para
engullir,- ¿va a decirnos o no a qué fue que se refirió
con ese brindis? ¿El Reino de qué cosa?
-El Reino de los Eternos Caminantes del Nuevo Or-
den. Pero verá, más que explicarle qué es eso, cosa
que desconozco en forma absoluta, le explicaré por
qué dije que les pediría a ustedes que me lo expli-
quen , a ver si nos entendemos. Me referí a cuestio-
nes que me fueron dichas por dos personas diferen-
tes respecto de ustedes dos –y miró alternativamente
al Doctor y a Haydée. –Un sujeto fantasmal, que di-
ce ser el padre de la pequeña Annie...
-¡Presente! –Gritó la niña y provocó una breve vaci-
lación en el discurso de Gaspar, que al cabo prosi-
guió:
-...y que aparentemente murió en un naufragio aquí
mismo, en estas mismas costas, hace como dos si-
glos, luego de ser flagelado por un tal autodenomi-
nado San Juan, y que de alguna manera, a más del
nombre, lo identifica con usted. Decía que el fulano

271
Gabriel Cebrián

ése, su sosia, quería instaurar en América el Reino


de los Eternos Caminantes del Nuevo Orden.
-Si hubiera sabido que se trataba de esas tonteras,
créame que no le habría pedido precisiones...
-Oiga, no quiero incomodarlo. Ahora parece ser us-
ted quien está reactivo. Tomémoslo folklórica y a-
menamente, ¿quiere? Fue una ocurrencia, y en todo
caso, las cosas mejor hablarlas aquí, en familia, co-
mo usted ha dicho alguna vez.
-Siendo así, está bien, supongo, pero...
-Si es por mí, no te preocupes –se anticipó Magda-
lena, y provocó un ruidoso festejo de parte de Annie,
quien evidentemente también había previsto las re-
servas a que iba a dar voz Sanjuán, -el tratamiento
de Gaspar obra milagros. Fíjate que estoy en un todo
de acuerdo en considerar desde ese punto de vista a-
necdótico tales cuestiones, que antes me obsesiona-
ban...
-Eso es muy bueno –señaló su padre, aunque un leve
visaje de contrariedad permanecía en su rostro.
-¿Y quién le ha dicho, pues, que soy una sacerdotisa
vudú? –Inquirió Haydée a Gaspar, como intentando
demostrar que ella también podía apelar a sutilezas.
-El Padre Carlos –le respondió, lo que hizo que el
Doctor vociferara:
-¡Bingo! ¡El Padre Carlos! Ya lo hemos hablado va-
rias veces... es una buena persona, pero...
-Sí, es una buena persona, –concedió Haydée, inte-
rrumpiéndolo, y continuó diciendo:- pero tiene la ta-
ra de muchos de los sacerdotes de su credo. Supongo
que tiene que ser debido a la abstinencia sexual que
272
Los fuegos de San Juan

estas gentes se ven empañadas en sus juicios. Cuan-


do no se vuelven homosexuales o pederastas, desa-
rrollan una misoginia irreversible, fomentada, dicho
sea de paso, en muchos pasajes de sus evangelios.
-¡Vaya una manera de expresarse para una sirvienta!
Es incluso más extraordinario que mi propio caso,
¿no lo crees? –Dijo irónicamente Annie a Gaspar.
Éste le hizo señas con la mano para que se calle, mas
permaneció mirando a la negra para minimizar algún
eventual indicio.
-Temen tanto a su sexualidad (que por reprimida los
abruma aún más), que ven en cualquier mujer a Je-
zebel, máxime si es negra. África es la cuna de la lu-
juria, del sexo salvaje, según creen ellos en su tabú.
Pero eso seguramente usted, con su ciencia, lo sabrá
mucho mejor que yo.
-Mire, no sé cuánto sabe cada uno de qué, todo eso
me resulta muy relativo aquí con ustedes, créanme,
pero ahora que menciona a Jezebel, y a África, he de
decirle que casi está parafraseando algunas de las
cosas que me dijo el Padre.
-Pues por supuesto –afirmó ella. –No es nada difícil
ponerse en una mentalidad tan típica y recortada. No
quiero encarnizarme con el pobre loco, pero es la li-
bido que se le ha ido a la cabeza y lo hace desvariar.
-La cosa, que él dice que de algún modo el Doctor a-
quí presente, y patrón de ambos, es a la vez patrono
del Reino que les mencioné, y que usted es una cria-
tura infernal que, confabulada con él desde la noche
de los tiempos viene envenenando a los hombres, y

273
Gabriel Cebrián

que juntos representan a la bestia del Apocalipsis, o


algo así al menos fue lo que me dio a entender.
-¡Nada menos! –Observó Sanjuán.
-Yo no podría haberlo dicho mejor –dijo casi simul-
táneamente Annie.
-Tal vez haya que hacer algo con ese hombre. No
puede estar difamándonos de este modo todo el
tiempo –continuó el Doctor.
-Nadie lo escucha –intercedió Gaspar, en un reflejo
de solidaridad para con el sacerdote, quien delirante
o no, había tratado de ayudarlo,- todo el mundo lo
considera loco.
-¿Acaso usted no? –Lo inquirió con animosidad.
-Mire, Doctor, me he encontrado con tantas cosas
nuevas y extrañas por aquí que me costaría mucho,
hoy por hoy, delimitar un parámetro seguro de ecua-
nimidad. Y ya se lo he dicho, ¿recuerda?
-Estás tocando a las puertas del infierno, hombre; si
ya lo has dicho, pues no lo repitas –aconsejó Annie.
-De todos modos -continuó,- quiero dejar en claro
que todo cuanto me dijo me pareció un dislate, si es
eso lo que me preguntaba.
-Menos mal.
-Pero Haydée, no me ha comentado finalmente si
sabe algo o no acerca del vudú.
-Soy negra. Todos nosotros, quien más, quien me-
nos, conocemos parte de las creencias básicas de
nuestra madre tierra. Conozco algo del culto a los O-
richás, algo de esto, algo del otro. Pero porque lo he
oído, sobre todo de niña. Pero de eso que usted dice,
sé solamente lo que sabe todo el mundo, de esas po-
274
Los fuegos de San Juan

ciones que hacen zombies, muertos vivos que obede-


cen a quien los ha embrujado. Lo mismo que cual-
quier persona que haya visto documentales o pelícu-
las macabras de baja estofa. ¿Me hace eso más o me-
nos sospechosa, a sus ojos?
-Oiga, no la estoy acusando. Simplemente le digo lo
que dijo el cura.
-Lamento desilusionarlo, en todo caso, por no ser el
demonio atemporal que vendrá a confrontar con su
dios blanco al fin de los tiempos.
-Está bien, Haydée –la reconvino Sanjuán.
-No, déjela que exprese sus sentimientos, y más
cuando tiene razón –la justificó Gaspar,- he sido yo,
que me he extralimitado con mis comentarios. Tal
vez no debí haber dicho nada de eso. Discúlpeme si
la he ofendido, Haydée, ¿quiere?
-No retrocedas tanto, so torpe –indicó Annie, en tan-
to la morena aceptaba las disculpas.
-Pensar que comenzamos esta reunión –observó el
Doctor con tono pesaroso- intentando festejar un es-
pecial logro deportivo, y finalmente terminamos en
algo así como una exégesis de los dichos de un cura
deschavetado...
-Hablando de ese tan especial logro deportivo –dijo
Haydée, en tanto se iba incorporando,- voy a trozar-
lo y a prepararlo para congelar. De otro modo los ga-
tos de la zona van a dar cuenta de él antes de un par-
padeo.

275
Gabriel Cebrián

Ni bien salió, Magdalena, que a la sazón había per-


manecido bastante más callada que de costumbre,
señaló:
-Para mí que el Padre Carlos tiene razón, al menos
respecto de ella. No sé si será vudú, o cuántos años,
siglos o milenios lleva ejerciendo sus malas artes,
pero que es bruja, no me cabe la menor duda.
-Me gustaría saber en qué te basas para decir seme-
jante cosa –le dijo, en tono conminativo, su padre.
-Vaya, tú lo sabes muy bien, no me hagas hablar de-
lante de Gaspar, no creo que te agrade.
-Ánda, Gaspar, vuelve a ratificarte como miembro
de la familia y exige que te den la información com-
pleta –sugirió Annie, y Gaspar le contestó automáti-
camente, ajeno a la dicotomía perceptual que se su-
ponía imperaba allí:
-Oh, ya cállate un poco, ¿quieres?

Sanjuán entonces pensó que se lo decía a la propia


Magdalena, y celebró lo que consideraba había cons-
tituído una “puesta en su lugar”; en ese instante en-
traba Haydée, fregándose las manos con el delantal y
a la vez sacando lustre a un pequeño objeto, según
parecía. Con tono enigmático preguntó, finalmente,
a quién correspondía el mérito final del notable atra-
pamiento, y luego de que Gaspar declinara su caba-
lleroso otorgamiento al Doctor (ante razones tales
como que era su caña, qué él la había traído hasta la
costa, que era su primer día de pesca y entonces la
señal era, evidentemente, para él, y etcétera), Hay-
dée continuó:
276
Los fuegos de San Juan

-Bueno, entonces ésto corresponde al joven Gaspar.


Estaba en algún lugar de las tripas de la gigantesca
corvina –y le tendió un escudo de oro. Gaspar lo to-
mó, y lo revoleó en idéntico gesto y mirada en refe-
rencia a como lo había hecho Annie rato antes res-
pecto de él. Ésta, a contrario de lo que tal vez podría
haberse supuesto, parecía fastidiada, y comentó:
-A poco crees que esa moneda estaba dentro de la
corvina... es otro de sus manejos, no vayas a creerles
nada.
-¿Me la permite un momento, Gaspar? –Solicitó
Sanjuán.
-Por supuesto.

El Doctor la examinó cuidadosamente, y un aire


concentrado y severo se apoderó de su semblante. Al
cabo de unos cuantos segundos, dijo, como dando
voz a profundas cavilaciones:
-Sí, puede ser que finalmente haya un barco hundido
allí debajo. Y puede ser también que ello venga a ex-
plicar varias cosas...

-Es la primera vez que veo a mi padre reconocer co-


mo posible algo como lo que reconoció esta noche –
comentó Magdalena ni bien quedaron solos, en una
maniobra impensada pero que fue recibida de muy
buen grado por Gaspar. El Doctor y Haydée habían
277
Gabriel Cebrián

retornado a la casa de Cañada, sin siquiera haberles


preguntado a los jóvenes si querían quedarse o vol-
ver con ellos; y Annie, muy a tono con su estilo, ha-
bía desaparecido, o acaso andaría por allí y no la ve-
ían, pero eso no contaba gran cosa, ya a estas alturas.
-¿A qué cosa te refieres?
-A eso que dijo, que quizá haya un barco ahí debajo,
a qué otra cosa...
-No sé, tal vez te estabas refiriendo a que nos ha
dejado aquí solos...
-Oh, no, éso no es nada nuevo. Es un viejo lujurioso
y lascivo, deberías oírlos a él y a su meretriz negra
por las noches... no, cualquier cosa que se nos ocurra
hacer sería para él, en caso que lo atestiguase, como
ver a una pareja de cuáqueros teniendo su sexo peca-
minoso y reprimido, al solo efecto de cumplir con el
mandato de perpetuar la existencia de hijos de dios y
lo más lejos posible de cualquier goce.
-Mira...
-Es tal como yo te lo digo, y punto. No vas a preten-
der conocerlo mejor que yo...
-No, claro que no. Solamente quería llamarte la aten-
ción acerca de estas rarezas que he experimentado
por primera vez en mi vida, y que ocurrieron durante
esta velada.
-Vas a referirte a la diversa conciencia que se obser-
vaba respecto de las presencias que participaron ¿es
eso?
-Sí, precisamente.
-¡Eres tan previsible! Antes que sigas con eso y me
obligues a recalar en temas tan baladíes, voy a co-
278
Los fuegos de San Juan

mentarte algo: aquí mismo, en este ámbito, estuvo


Annie; y tú y yo pudimos verla, Haydée la intuyó y
se lo dijo a mi padre. ¿Hasta ahí vamos bien?
-Puede ser, pero varias veces dudé; creí que me esta-
ban chanceando entre todos.
-Ya lo sé, y ya lo sabía cada vez que lo pensabas. Lo
que también sabía, y sé, es que aquí hubo, al menos,
tres presencias más. Tal vez Annie haya visto algu-
na, lo que es yo, no las vi, aunque sé que andan por
dondequiera que estén ellos. Y tú, no viste nada, cla-
ro. Estabas muy preocupado tratando de desentrañar
si te estábamos embromando. A veces te das una im-
portancia más que desmesurada, ombliguito de ma-
mi.
-Si estuvieron, tal vez estén aún por aquí, ¿no lo
crees?
-Dejé de pensar en cosas como ésa después de mi se-
gundo intento de suicidio, sabes.
-Oh.
-Pero sí, tal vez tengas razón, pero no hay modo de
saberlo, o por lo menos no conozco ninguno. Tal vez
el propio Sanjuán ande por aquí, tiene trucos incluso
mejores que ése.
-Oye, es todo tan raro...
-Sí, es todo tan raro para quien ha tenido absoluta-
mente definido el criterio de lo real y de pronto halla
que las cosas no son tan así como creía. Pero qué va
uno a hacer, sino volver a acomodar las fichas y es-
tar atento a las nuevas reglas. No suele dar mucho
resultado que digamos, pero no sé de otro método a-
plicable. Aunque mirando las cosas objetivamente,
279
Gabriel Cebrián

en este contexto, el desenfado cuasidelirante de An-


nie parece ser lo que mejor funciona, ¿no lo crees?
-Es todo tan raro... –repitió, y al tomar conciencia de
ello sintió un escalofrío.
-¿Vamos a la playa? -Propuso ella.
-¿Con este frío? Mejor quedémonos aquí.
-Si nos quedamos aquí, tendremos pocas cosa que
hacer, ¿no crees? –Insinuó con aires sensuales.
-Quién sabe. Tal vez las pocas terminen siendo mu-
chas...
-¡Brindo por eso! –Exclamó, levantando su copa de
vino. –Estás empezando a comportarte como un
hombre...
-No sabía que “comportarse como un hombre” con-
sistía en formular bravatas eróticas de difícil funda-
mentación a posteriori en la realidad.
-Vamos, hombre, haremos una fogata allí, frente al
mar. Será muy romántico. ¿O acaso crees que una no
necesita un grado de romanticismo, pese a todo, en
su vida?
-No voy a evaluar tus necesidades, Magdalena, pero
sé que a mi pie izquierdo y a mí nos placería mucho
más beber unos cuantos tragos, reclinados aquí den-
tro. Aparte tu sabes, temo a que de pronto algún ele-
mento caótico aparezca y lo que ha comenzado co-
mo una velada tal vez inusual, pero tranquila, y que
ahora prosigue como una dulce ensoñación de dos
amantes, termine en las profundidades del océano
entre bestias apocalípticas o en islas infernales pla-
gadas de alimañas venenosas... déjenme tranquilo u-
na noche, al menos una, ¿quieren?
280
Los fuegos de San Juan

-Oye, ¿te refieres a mí? ¿Me incluyes en ese “déjen-


me tranquilo”?
-¿Es que vamos a tener nuestra primera disputa con-
yugal?
-¡Qué más quisieras tú, torpe bocón! Mira, yo voy a
la playa, tú puedes quedarte aquí solito relamiéndote
las heridas. Mas déjame decirte algo: si lo haces de
puro miedo, nomás, como el cobarde que eres, no
estarás más a salvo aquí que afuera; yo diría que en
realidad, lo estarás mucho menos –tras lo cual salió
sin más, hacia la fría noche. Al quedar solo, Gaspar
sopesó las últimas palabras de la mujer, y halló que
tenían, realmente, mucho sentido. Eso lo agitó, y lo
puso ante la contradicción de que si corría detrás de
la mujer, ella sabría que sus palabras lo habían alte-
rado y que el temperamento sugestionable de él ha-
bía hecho el resto, así que aún a pesar de que había
decidido seguirla por más de un motivo, prefirió es-
perar un rato antes de unírsele, aún a sabiendas que
ella probablemente fuera conciente también de las
verdaderas razones existentes detrás de la dilación.
Hurgó en su bolsillo y extrajo el escudo de oro que
Haydée le había entregado rato antes. Era bastante
raro, en los bordes parecía haber algo escrito en esa
suerte de cincelado circular, pero no podía desci-
frarlo. Y en el medio, el dorso de un ave en grotesco
y poco agraciado bajorrelieve. Al margen de la basta
terminación, pensó, debía tratarse de un objeto de
gran valor pecuniario. Y al parecer también -además
de aquellos valores intrínsecos y/o agregados por in-
terpretaciones culturales-, poseía condiciones si se
281
Gabriel Cebrián

quiere mágicas, en tanto podía servir como una espe-


cie de talismán que permitía a su poseedor conservar
cierta porción de voluntad personal cuando el resto
de ella, de alguna manera, le era arrebatada por una
suerte de vampiro imperialista de conciencias que, a-
liado a una sacerdotisa diabólica, jugaba a encarnar
la bestia del abismo que vendría, según las escritu-
ras, a presentar batalla en el fin de los tiempos. Uf.
Semejante galimatías resultaba, aparte de grotesco e
insostenible, morboso y acaso un poco bastante estú-
pido. Sin embargo, allí estaban los montones de da-
tos de la experiencia directa que saltaban ante su me-
moria como lo habían hecho en su oportunidad ante
sus sentidos, para recordarle que su racionalismo a-
rrogante y proclive a la censura de elementos caóti-
cos y de dificultoso procesamiento, se veía en figuri-
llas cada vez que intentaba reducir al absurdo dichos
sucesos, y que atribuirlos a la estupidez y fatuidad
humana no era otra cosa que enmarcarse uno mismo,
precisamente, en esos términos.
Guardó la moneda en el bolsillo pequeño de su jean,
tomó las muletas, se incorporó y se dirigió hacia la
puerta. Tenía razón Annie, existiese o no fuera de su
mente: había llegado allí tentado por la codicia eco-
nómica y por las tentaciones sensuales. En cambio,
había hallado algo que no atinaba a definir y que ca-
si lo había arrojado a la locura. Y a la muerte, si era
cierto lo que le había sido dicho respecto del acci-
dente que lo había disminuído momentáneamente.
Las cartas parecían estar jugadas, aunque tenía la i-
dea que aún faltaba la apuesta mayor. Bueno, iría al
282
Los fuegos de San Juan

menos por las cuestiones que en un principio lo se-


dujeron. Lo demás, se lo propusiese o no, sabía que
de todos modos llegaría.

XI

La noche no era muy clara, pero no obstante no tuvo


dificultad alguna para hallar a Magdalena, quien, tal
como lo anunciara, había encendido una fogata. Sus
exquisitos rasgos, iluminados en colores cálidos
mientras arrojaba ramas secas al fuego, se dirigieron
hacia él:
-Vaya, tardaste un poco más de lo que supuse. Se
nota que te enredaste más de la cuenta en tus ab-
surdas lucubraciones –le espetó.
-How, mí venir en son de paz –dijo Gaspar, levan-
tando la palma de su mano derecha y pretendiendo
ser algo así como un apache.
-Está bien, resulta verdaderamente original, y haces
bien en no reiterarte, si no quieres que el misionero
blanco te arranque la cabellera –respondió ella, y rió
con deleite. Luego añadió: –Mira el entorno.
-¿Qué quieres que mire? No se ve prácticamente na-
da.
-Eso precisamente era lo que quería que notaras.
-¿Y qué hay con ello? ¿Se supone que debo asustar-
me?
-No, al menos no necesariamente. Quería que nota-
ras que cuanto más cerca estés del fuego, menos de-
283
Gabriel Cebrián

talle tendrás del entorno. Y me gustaría que lo inter-


pretes simbólicamente, desde luego.
-No, no pienso recaer en eso. Venía a hablarte de a-
mor, tú sabes...
-Groucho Marx una vez se preguntó: “¿Por qué lo
llaman amor cuando en realidad quieren decir se-
xo?”
-Ése bien puede ser tu caso, aún cuando hace solo
unos minutos me manifestaste ciertas necesidades
románticas, que en un rapto de caballerosidad me he
visto compelido a tratar de complacer.
-Evidentemente, nuestros tiempos parecen ser muy
diferentes. Ahora pretendes ser romántico, y si me
presto a tu juego nos pillarán aquí jugando a los tór-
tolos e iremos a parar al caldero.
-¿Quién va a pillarnos?
-Pues no sé. Cualquier presencia que ande por aquí
encontrará irresisitible este fuego, por eso te llamé la
atención cuando llegaste, acerca de la fogata y el en-
torno.
-¿Es que no podremos pasar una noche solos, tran-
quilos y felices?
-Legítimamente, yo podría preguntarte lo mismo.
-Probablemente, mas no he sido yo quien ha traído a
ti a los fantasmas, y eso no es cosa que podrías argu-
mentar también tú. Aparte, si la cosa era así, ¿para
qué demonios has tenido que venir a encender el
fuego? ¿No los estás llamando, de este modo?
-Bueno, te repetiría lo que te dije en la casa, que
quedarnos allí no era garantía de tranquilidad, pero
no voy a hacerlo porque si no sé muy bien quién
284
Los fuegos de San Juan

vendrá y... qué quieres que te diga, yo estoy acos-


tumbrada, pero tú en cualquier momento vas a sufrir
un síncope.
-Deja de tratarme como a un pusilánime. Repetiré
mis letanías tan solo para demostrarte que no temo a
nadie.
-Desde que has muerto que estás insoportablemente
arrogante. Ya déjate de bravucionadas, ¿quieres?
Nos conocemos bastante ya, y eso sin contar los va-
sos comunicantes que hemos generado.
-¿A qué te refieres?
-Ya te lo dijo el viejo ciego. Cálmate. Concéntrate.
La función está a punto de comenzar.
-¿A qué te refieres?
-Oh, eres tan soberanamente tonto...
-Sabes qué, tengo ganas de terminar con toda esta
puesta en escena y poseerte aquí mismo, al lado del
fuego.
-Puedes hacerlo, pero deberás venir tú encima mío.
Me agradará ver la expresión que pondrás cuando te
empalen –dijo, y rió casi descontroladamente ante la
cara de desconcierto de Gaspar.
-¿A qué te refieres? –Preguntó por tercera vez, y
pensó que de algún modo sus ojos habían sufrido un
súbito daño, dado que de pronto se vio sumido en la
más cerrada niebla. Únicamente los tonos ígneos di-
fusos ante él le proporcionaban la mínima perspec-
tiva del lugar en el que había estado.
-Estúpido, estúpido, estúpido –repetía ella, a sabien-
das que ya no había iteración alguna capaz de empe-
orar la situación.
285
Gabriel Cebrián

-¿Qué pasa?
-Ojalá lo supiera. Aquí puede pasar cualquier cosa, y
tú lo sabes, o deberías haberlo sabido, so imbécil.
¿Adónde estás?
-Aquí. No me he movido.

Sintió que unas manos lo tocaban, y supuso eran las


de ella. Las aferró, y sorprendiéndose por la presen-
cia de ánimo que mantenía aún en esas circunstan-
cias, le dijo quedamente:
-No tengo miedo a nada si estoy contigo.

Unas carcajadas demenciales respondieron a la ro-


mántica declaración, y se soltó con repulsión, solo
para sentir que muchas manos lo aferraban al mismo
tiempo. Se debatió tanto que en un momento cayó
sobre el fuego, provocando un desparramo de brasas
y un enjambre ascendente de chispas. Sintió la que-
mazón en un brazo, mas las manos no lo soltaban y
parecían querer sostenerlo en la hoguera. Alguien se
arrojó encima de él, lo abrazó, lo besó en la boca. E-
ra Magdalena, que le decía:
-No luches. Solo toma el escudo de oro y concéntra-
te en volver a la casa.

Así lo hizo. Con gran esfuerzo consiguió extraer la


moneda, la aferró con vigor en su puño derecho y
pensó, con toda la concentración que el ardor en el
brazo le permitía, qué bueno sería estar otra vez con
Magdalena en la casa. Como obedeciendo al manda-
to de su pensamiento, el aquelarre cesó, la niebla
286
Los fuegos de San Juan

también, y allí estaba, en la casa otra vez, sobre la


cama en la que se había incinerado la noche anterior,
con Magdalena sobre él nuevamente, besándolo con
pasión.
-¿Siempre será así, contigo? –Preguntó, anonadado
aún por la intensidad de la experiencia.
-Ojalá fuera siempre así. Pero eso depende de ti. Ya
te lo he dicho en tu casa de calle Belgrano, todos no-
sotros dependemos de ti. Lamento que olvides todo
con tanta facilidad. Y ahora, no vas a perderte la es-
cueta ganancia entre tanta pérdida; es hora que vuel-
vas a tus análisis mercantilistas y tengas al menos la
compensación sexual que crees merecer. Y no te a-
flijas por mí; como dice Annie, aún soy suceptible a
los goces carnales. De lo que se desprende que no
estoy haciéndote un favor, ni indemnizándote. Aun-
que creo que ya lo has notado, de todos modos.

XII

En el presente estado evolutivo del pensamiento hu-


mano, sobre todo a partir de Descartes, parece te-
nerse por cierto que el primer y consecuentemente
único juicio apodíctico, consiste en la existencia de
una conciencia, autorreflexiva primero, y luego pro-
yectiva en función de las propias necesidades y am-
biciones. Y éste resulta válido no solamente para el
individuo humano, sino para cada una de las
287
Gabriel Cebrián

células que lo componen; y es válido asimismo para


el más mínimo sistema organizado de funciones, por
ele-mental que sea, correspondiente a las partículas
que componen todo organismo viviente.
Gregory Bateson Jr. ya ha llamado la atención res-
pecto de la identidad que existe entre los procesos
de aprehensión gnoseológica que operan en la natu-
raleza y los presuntamente más sofisticados y com-
plejos correspondientes al animal humano, y se ha
encargado al mismo tiempo de desmitificar la erró-
nea suposición que confiere a estos últimos -en estos
términos comparativos- tales exuberantes caracte-
rísticas.2
Ahora bien, y adscriptos siempre a tal orientación
epistemológica, llegamos a la pregunta: ¿cómo se
produce, entonces, el hecho mediante el cual puede
deducirse cabalmente que una conciencia determi-
nada adquiere un nuevo dato del entorno, o dicho
de otro modo, cómo se obtiene un nuevo
conocimiento? Mediante la percepción de una
diferencia. El único proceso que agrega información
consiste en un cote-jo que permita observar un
cambio, pues de la ho-mogeneidad absoluta no
puede desprenderse nove-dad alguna. Y para
efectuar un cotejo tendiente a cualquier intento
cognitivo, es necesaria la repeti-ción de muchos
elementos en un conjunto determi-nado, para poder
así percibir la variación en alguno o algunos de
ellos. Y aún cuando la totalidad de los elementos
2
Véase al respecto su obra Mind and Nature. A necessary
unity.
288
Los fuegos de San Juan

percibidos pueda permanecer inalterable, la mera


reiteración de la gestalt se constituye en el dato
diferente sobre el cual el sujeto se halla en con-
diciones de obtener una nueva información, según
ha observado Néstor Dickinson:
“Si miro un diente de león, cierro los ojos e inme-
diatamente los abro y veo, ambas percepciones se-
rán tan idénticas que puedo dar cuenta de la según-
da como repetición de la primera. Pero también es
de suponer que mi cerebro ha aprendido una infor-
mación del medio ambiente y me informa de este
hecho: ‘Éste es el mismo diente de león que antes’.
Dicho de otra manera: la segunda vez he experi-
mentado una repetición, cosa que en la primera mi-
rada no ocurrió. Precisamente, si nuestros estados
de conciencia no son un fluir de ideas, no son una
secuencia de sucesos elementales, entonces no está
definido qué corresponde a qué.”3
En definitiva, y en concordancia con el espí-
ritu que imbuye a todo método inductivo, puede ase-
verarse que la lectura cósmica que permite al ser
humano ejercer el dominio del fenómeno extramen-
tal en mayor o menor medida -según capacidades
genéricas, culturales y personales-, se basa de modo
primario y excluyente en las novedades extraíbles
de la secuencia reiterativa de sus perceptos. Y en
aten-ción a ello, mediante métodos interpretativos
que podrían secuenciarse como a) innatos, b) a
priori y c) a posteriori del lenguaje fónico-gestual,
3
Néstor Dickinson, “Diente de león”, Ed. Stalker, 2001, pág 81
y ss..
289
Gabriel Cebrián

determi-namos los límites de lo perceptible, de lo


atestigua-ble; y definimos topográficamente la
superficie de lo “real”, condenando al resto del
fenómeno a una i-nexistencia arbitraria, toda vez
que al no participar del cotejo estadístico
primigenio que define la única sintaxis posible para
nuestra cosmovisión, queda in-merso en una niebla
conceptual a la que quizá sólo podría aludirse
según vocablos correspondientes a otras, y cuyo
significado hoy día nos resulta particu-larmente
oscuro, como lo es el del Tao, por ejemplo, o el del
Ka, o el del propio Logos, si es que logra-mos
despojarlo de todas las sucesivas pátinas se-
mánticas que tuvimos a bien propinarle desde nues-
tro deformante apego a clásicos parangones, a par-
tir de los cuales lo fuimos cubriendo a la manera de
árboles sobre pilares de piedra; lo que hace que,
aunque aún esté allí, permanezca en un interior tan
recóndito como ignoto, a causa de estos aferrados
amantes que tan sólo dejan ver del objeto de su
pasión lo que creen encontrar de cierto y seguro. A-
cordamos con Paul Watzlawick, en el más pleno
consenso que nuestro multívoco lenguaje nos permi-
te expresar, cuando manifiesta que lo que llamamos
“realidad” es solamente el resultado de la comuni-
cación, y que la manera más peligrosa de engañarse
a uno mismo consiste en creer que sólo existe una
realidad, cuando positivamente se dan, de hecho,
múltiples versiones de ella, que pueden resultar ab-
solutamente opuestas entre sí, todas resultado de la

290
Los fuegos de San Juan

comunicación, y no del reflejo de verdades eternas y


objetivas.4

Cerró el cuaderno, dejó los libros abiertos y despa-


rramados al azar de sus búsquedas, que parecían di-
rigirse por sí mismas, con la propia inercia de una
necesidad de expresión al parecer íncita en sus con-
naturales pulsiones extrusoras. Se incorporó, se me-
só los cabellos, respiró profundamente y se dirigió al
fondo. Allí estaban el aljibe, y más atrás, el viejo no-
gal. La mera percepción de ambos le había produci-
do gran inquietud, por no decir abiertamente miedo,
poco tiempo atrás. Pero después del espectral viaje
en el cual quizá hubo rozado los límites de la muer-
te, o incluso traspasado, todo había decantado de un
modo tal que una curiosa indiferencia predominaba
sobre cualquier otra emoción o estado anímico. In-
cluso sabía positivamente que en anteriores circuns-
tancias, a estas alturas ya habría perdido la cabeza
por Magdalena, y habría estado dispuesto a enfren-
tarse a una legión de demonios en su defensa, per-
diendo de vista absolutamente que ella misma podía
ser uno. Pero esa frialdad, solamente jaspeada por la
ya dicha curiosidad, lo atizaba a leer y a escribir, in-
tentando dar un marco conceptual a lo que días atrás
había encontrado inmarcesible en términos de pensa-
miento objetivo. En esa misma vena, mientras se co-
locaba bajo el débil sol invernal, se abocó a analizar
la situación en la que se hallaba ese día, 21 de junio,

4
Paul Watzlawick, ¿Es real la realidad? Ed. Herder, 1989.
291
Gabriel Cebrián

a dos jornadas vista de la Noche de San Juan, nada


menos. Estaba viviendo en un pueblo en el cual
prácticamente no había interactuado con nadie, y las
pocas excepciones, o lo habían segregado como a la
peste, o lo habían querido alertar respecto de las ma-
las artes, incluso diabólicas, de las personas que lo
habían convocado. Había cobrado un sueldo sucu-
lento por un desempeño casi nulo, es decir, por una
farsa de tratamiento psicológico efectuada a la hija
de su contratista, y que había derivado en una tórrida
relación de índole sexual, circunstancia que por otra
parte no parecía turbar en lo absoluto al padre, sino
más bien, por el contrario. Gozaba de todo tipo de a-
tenciones, era agasajado y lisonjeado en forma per-
manente, incluso más allá de lo que cualquier nor-
malidad aconsejaría, y omitiendo de plano todo sen-
tido de ubicuidad o de guardado de formas frente a
un eventual desconfío producto de tales excesivas
prodigalidades. Y en referencia a su interioridad, al-
gunas circunstancias habían cambiado dramática-
mente: testigo de visiones, alucinaciones o situacio-
nes no clasificables dentro de los parámetros de la e-
periencia considerada normal, su reacción inicial ha-
bía sido si se quiere la previsible, o sea, casi de páni-
co. Mas primero la reiteración de estos eventos, co-
mo más luego el referido accidente y el aparente cru-
ce de líneas que el mismo provocara, lo habían lle-
vado a enfrentarse a esos hechos inexplicables con
un temple diferente, más tonificado, y con una acti-
tud indagatoria menos obnubilada por la zozobra.

292
Los fuegos de San Juan

Podría cavar, por ejemplo, alrededor del nogal y ver


si era cierto que allí estaban enterradas antiguas víc-
timas de la dupla Sanjuán-Haydée. Tal vez hubiera
allí debajo unos cuantos huesos y su tesis podría
completarse con capítulos de psicología forense, aún
en disparatada conjunción de objetos de estudio, pe-
ro acaso el humor tuviese lugar en formulaciones a-
cadémicas de vanguardia. Así debería ser, en cual-
quier caso; las formalidades quizá solo sirvieran para
acotar probables fecundidades y variables atípicas
que seguramente conseguirían abordar más profusa
y efectivamente el fenómeno. Pero ésa era harina de
otro costal...
Se aproximó al árbol. No parecía haber nada extraño
en él, ni en la tierra alrededor de su base. Juntó unas
nueces, despegó las partes externas carnosas y rom-
pió un par. Lucían normales, incluso apetitosas. Tan-
to así que las probó, y una vez más las encontró co-
rrientes y sabrosas. Aún a pesar de la información,
fidedigna o no, que había recibido entre las ingestas,
no sintió aprensión alguna. Tal vez hubiera cadáve-
res allí debajo, pero la única conclusión que podía a-
sumir como extraíble en ese contexto, era que la ca-
rroña humana era, ciertamente, un buen abono para
las nueces. Recordó que a similares conjeturas había
arribado cuando Haydée sirvió el desayuno en casa
de Sanjuán.
La manzana es de Eva, la nuez es de Adán, le había
dicho aquella noche el sacerdote enajenado. ¿Qué
habría querido decir, fuera de lo que parecía una ca-
prichosa conjunción de locuciones comunes? ¿Ha-
293
Gabriel Cebrián

bría querido decir algo, o era el propio ritmo del de-


lirio el que lo llevaba a acuñarlas, sin otra motiva-
ción que una mecánica de automatismo psíquico li-
neal y tal vez oligofrénico? Las nueces sabían bien.
Recordó haber visto un documental en el que unos
chimpancés se valían de piedras para cascar la corte-
za de tales frutos, y que las crías, sin mayores resul-
tados, imitaban los movimientos de sus mayores. Un
ejemplo de comunicación de informaciones prácticas
basado absolutamente en la repetición. La reitera-
ción, fuente de lo que luego deviene en reflejos con-
dicionados, como el que experimentaba él en ese
instante, cuando levantaba súbitamente la cabeza y
dirigía su mirada hacia el frente de la casa, al oír que
alguien estaba llamando a su puerta. Era Sanjuán,
por supuesto, aunque esta vez lucía sombrío y pre-
ocupado, en total contraste con las oportunidades an-
teriores.
-Buen día, Doctor. Pase, por favor.
-¿Está ocupado?
-No, nada de eso. Estaba por desayunar, así que a-
compáñeme, por favor.
-Bueno, siendo así...
-¿Me parece a mí, o está preocupado por algo?
-No, preocupado, no. Simplemente lo que ocurrió el
otro día me ha dado mucho que pensar.
-¿A qué se refiere?
-A la moneda de oro que apareció en el vientre del
pescado, qué otra cosa.
-Bueno, pues, es extraño, sí, pero no tanto como para
obsesionarse, supongo –comentó con condescenden-
294
Los fuegos de San Juan

cia, advirtiendo en el acto la inversión de roles que


parecía estarse produciendo.
-No es obsesión, lo que pasa que como le dije, me ha
dado mucho que pensar, y como no soy dado a pen-
sar, valgan las redundancias, pues bien, decidí dar
rienda suelta a mi temple activo, y proceder en con-
secuencia.
-No hallo el punto.
-Porque aún no se lo he dicho. Mire, esta mañana te-
lefoneé al club náutico de Mar del Sur y renté una
pequeña embarcación. Si hay algo allí debajo de las
aguas, voy a hallarlo.
-Discúlpeme, pero me parece una locura.
-Puede ser. Pero son los pequeños vicios que des-
pués de toda una vida de trabajo puedo permitirme.
Tiene el sabor de la aventura, no me lo va a negar.
Aparte, si hay un cofre lleno de esas monedas, po-
dremos darnos a vicios más expensivos aún.
-Bueno, desde ese punto de vista... –concedió, y aho-
ra advirtió cómo el filo de la codicia se abría paso en
las débiles carnes de su moralidad. Y añadió: -es un
hombre de acción, de eso no cabe duda. Yo, sin em-
bargo, y a contrario, soy solamente un teórico.
-Quizá seamos opuestos complementarios.
-Oiga, eso suena más adecuado para una relación a-
fectiva de tipo pareja...
-Pues seguro que no me estoy insinuando en ese sen-
tido frente a usted, yo no tengo esas inclinaciones, y
por lo que he podido comprobar, usted tampoco –y
no se privó de dar a la observación aires insinuantes
obviamente dirigidos a su relación con Magdalena.
295
Gabriel Cebrián

-Claro, era solo una broma estúpida. Pasa que todas


estas cuestiones me parecen desmesuradas.
-Usted mismo arde en deseos de descubrir qué es lo
que está pasando en este pueblo, ¿recuerda?
-¿Y usted cree que ésa esa la forma?
-Puede ser.
-Mire, no sé qué decir... la verdad que me sorprende
sobremanera.
-Diga que me acompañará en la empresa, y ya.
-Espere un momento. ¿Contratará buzos, equipo, y
esa cosas?
-No, mi querido Gaspar, jamás haría algo así. No
quiero que nadie sepa la empresa en la que nos em-
barcaremos, literal y metafóricamente hablando.
-¿Y quién descenderá allí? ¿Y cómo, en todo caso,
llevaremos a la superficie cualquier cosa que sea que
podamos hallar?
-Son varias preguntas. Descender, descenderemos
nosotros. ¿Sabe nadar?
-Sí, pero...
-¿Sabe bucear?
-Lo he hecho, pero tengo poca experiencia. Aparte
intentaba decirle que cuando bajé allí fui atacado por
un monstruo que respondía a la descripción de la
bestia a que se hace referencia en el Apocalipsis.
-¿Qué cosa dice?
-Estoy diciendo que cuando bajé allí fui atacado por
un monstruo que respondía a la descripción de la
bestia a que se hace referencia en el Apocalipsis –La
reiteración de la frase, efectuada en un todo adrede,

296
Los fuegos de San Juan

pareció azuzar un fuego interior que brotó de la mi-


rada de Sanjuán.
-Ahora soy yo el que no tiene el punto.
-Claro, yo tampoco aún le he dado la información
necesaria para procesar lo que le estoy comunican-
do. La noche en la que supuestamente morí por un
rato en el fondo del bañado, experimenté un sueño,
una alucinación o una realidad alternativa, en la que
me arrojé de la cubierta del barco fantasma, a instan-
cias del viejo ciego y Annie, a bucear allí. Encontré
una moneda igual a la de la corvina, y cuando emer-
gía, fui atacado por una Bestia con siete cabezas y
diez cuernos. Con una de sus numerosas fauces me
aferró del talón y me mantuvo sumergido hasta que
perdí el conocimiento, con la certeza de estar mu-
riendo en mi totalidad corporal, allí debajo.
-¡Eso es increíble!
-Pero en algún nivel sucedió, según me parece.
-No me refiero a que esté mintiendo, sino a cómo
parecen encajar todas las piezas de este siniestro
rompecabezas.
-Yo se lo decía, y usted me instaba a no abandonar el
sentido común, ¿recuerda?
-Y lo sigo instando, solo que supongo que no debe-
mos orientar nuestros pensamientos de modo pendu-
lar. Ni todo es tan fantástico, ni tan fácil de soslayar
en base a racionalismos puristas. Por eso mismo,
vea, es que he decidido producir esta empresa. Para
terminar con todos estos dimes y diretes de una vez
y para siempre.

297
Gabriel Cebrián

-La idea, en sí, me parece fascinante. Pero ni sueñe


que voy a bajar ahí.
-Eso ya lo veremos. Estoy seguro que in situ me pe-
dirá por favor que le facilite el equipo de buceo.
-Tal vez tenga razón, no sé. Últimamente, sobre todo
después de mi experiencia subacuática, hago y digo
cosas en las cuales no me reconozco. Y ahora, tan
luego, usted comienza a variar sus pautas de inter-
pretación acerca de los sucesos que me perturbaron
tanto ni bien puse un pie aquí... parece como que es-
tuviéramos sufriendo un proceso de despersonaliza-
ción, vea –aventuró, tentando una línea de diálogo
que aún no había sido objeto de discusión con el
Doctor.
-No creo estar variando mucho mis pautas. Simple-
mente quiero, como le he dicho, despejar cualquier
suposición que pueda vincularme con antiguas mal-
diciones o lo que fuere.
-Entiendo. Pero hay algunos detalles que me parece
que debería tener en cuenta, además.
-¿Cómo cuáles, por ejemplo?
-Bueno, si el barco que presuntamente se encuentra
sumergido allí naufragó, como se dice, luego de en-
callar, se supone que es un riesgo que también noso-
tros correremos. Tal vez la topografía del suelo sub-
marino nos depare sorpresas desagradables.
-No, no lo creo. Primero, no es lo mismo un viejo
galeón o nave por el estilo, de un porte considerable
en orden a su función de transporte intercontinental,
y otra muy difererente el velero que acabo de contra-
tar, el que si bien no es tan pequeño que digamos, en
298
Los fuegos de San Juan

nada resulta comparable al otro. Y segundo, la tripu-


lación de este último estaba ebria y enajenada en el
momento del siniestro.
-¿Cómo lo sabe?
-No lo sé, eso es lo que se dice. Vivo aquí, sabe, y
también he oído muy buena parte de las habladurías
que circulan. No creerá que estuve a bordo, ¿o sí?
-Solamente preguntaba.
-Oiga, íbamos a desayunar, ¿no es así?
-Oh, sí, disculpe. Con todas estas novedades lo olvi-
dé –se excusó, mientras se incorporaba para colocar
la cafetera al fuego.

XIII

Mientras preparaba el café y algunas galletas, mer-


meladas, etc., Gaspar evaluaba la nueva y descon-
certante actitud de Sanjuán. Esa duda repentina, a-
compañada por la aparente resolución de buscar las
causas últimas del misterio de Cañada del Silencio,
de algún modo lo humanizaban, lo colocaban en un
plano de normalidad en el que a poco tiempo de co-
nocerlo, y a partir de la información sobre todo de
las gemelas, él lo había excluido. Estaba ensimisma-
do en tales consideraciones cuando oyó que le decía:
-Cómo ha cambiado todo desde que llegó usted...
-¿Sí? ¿Por qué lo dice? ¿Cómo era antes?
299
Gabriel Cebrián

-No, era básicamente igual, pero es como si usted,


con su temperamento investigativo, hubiera puesto
en crisis un montón de cosas.
-Créame que no era mi intención. Aparte, cómo ha-
bría podido prever yo una situación semejante.
-Tal vez si la hubiera previsto, no hubiese venido.
-Eso, téngalo por seguro.
-Hombre, me hace sentir mal oírlo decir eso.
-No lo tome así, es simplemente que... póngase en
mi lugar un momento, ¿quiere? Llegué a sentirme a-
terrado, no hace mucho.
-Sí, comprendo que no es fácil encontrarse con un
cuadro tan tétrico de buenas a primeras. Para colmo
con la pobrecita de Annie jugando sus bromas pesa-
das...
-Ve, ahí tiene... nunca pude conseguir siquiera una
mínima prueba de la existencia material de Annie.
-¿Es que acaso no la vio?
-Sí, muchas veces. Pero eso no prueba nada, al me-
nos desde la perspectiva que adquirí en este pueblo.
No olvide que también vi a su supuesto padre, el que
tal vez haya muerto hace casi dos centurias.
-Ve –señaló, mientras agregaba azúcar al café, -a eso
me refiero cuando digo que a veces pierde la ecuani-
midad. No son argumentos mínimamente serios que
considerar, ésos. Al menos desde mi humilde punto
de vista.
-Yo también lo hubiese considerado así antes, aún a
pesar que adhiero a corrientes de pensamiento que
sostienen que la realidad que experimentamos es
producto, ante todo, de los sistemas de interpretación
300
Los fuegos de San Juan

y de comunicación propios de cada cultura. Como le


decía hace un rato, soy un individuo tan dado a teo-
rizar que no fue sino hasta que llegué aquí que com-
prendí que tales estructuras lógicas iban más allá de
su valor formal y podían demostrarse patéticamente,
aún sin el menor esfuerzo de voluntad por parte del
sujeto, y más aún, a pesar de la más primaria deter-
minación en contrario. Aquí todo es muy dinámico,
y si no, fíjese: vine a desempeñarme, según mi for-
mación, como psicólogo; y no solamente no he he-
cho nada que tenga que ver con eso, sino que acabo
asumiendo el rol de buscador de tesoros hundidos.
-Es lo que se dice una situación bastante atípica, por
cierto –concedió el Doctor. –Pero sepa disculpar mi
falta de ejercicio en discusiones de alto nivel intelec-
tual, no comprendí muy bien la idea ésa de la reali-
dad producida por... ¿cómo dijo?
-Está bien, no quise más que graficarle mi apego a
las construcciones teóricas, el que muchas veces pa-
rece alejarme de la realidad.
-No, pero lo poco que alcancé a comprender me re-
sulta fascinante. Me gustaría, si tiene paciencia para
explicar a un alcornoque como yo, que me desasnara
un poco en ese tema.
-Supongo que podremos hallar el tiempo para que se
aburra con tales lucubraciones, en el mar. Aunque
muy poco puedo agregar a lo que ya le dije.
-Bueno, no creo que sea así. De todos modos, pienso
que será una experiencia fructífera para ambos, inde-
pendientemente de los resultados. Y ahora que refie-
re el cambio de roles ése que cree haber efectuado,
301
Gabriel Cebrián

me parece haber advertido que la mecánica de las se-


siones con mi hija ha variado significativamente,
también.
-¿Debo interpretar eso como un reproche?
-¡Pero no, hombre! ¿Acaso parece que estuviera re-
prochándole algo?
-Tal vez ; y si lo hiciera estaría plenamente en su de-
recho, según veo yo las cosas.
-¿Y por qué lo dice?
-Y, es bastante obvio, fíjese. He recibido una impor-
tante paga por un servicio que no he prestado, he si-
do objeto de todo tipo de atenciones y agasajos de su
parte... desde cierto punto de vista y a partir del cariz
que ha tomado mi relación con ella, podría entender-
se que he abusado de su confianza.
-Bien, déjeme detenerme en cada punto, a ver si nos
entendemos de una vez. En todo caso, estaría traicio-
nando mi confianza si tomara a mi hija livianamente,
sin tomar en cuenta ni por un momento sus senti-
mientos, sin que le importara en lo más mínimo he-
rirla en su sensibilidad. Pero sé que ése no es su
estilo.
-Eso precisamente iba a aclararle.
-Entonces, me adelanté. Por lo que respecta a sus
servicios, básicamente, y fuera de toda hipocresía,
sabe que lo contraté fundamentalmente para que a-
yude a Magdalena. Y eso es lo que, de un modo u o-
tro, ha estado haciendo. De hecho, nunca, desde ha-
ce muchos años, la he visto tan bien como ahora.
Como usted sabe, me importan muchísimo más los
resultados que los métodos, así que vuelvo sobre el
302
Los fuegos de San Juan

concepto que quizá, o mejor dicho, seguramente, soy


yo quien está en deuda con usted.
-Usted siempre arregla las cosas de modo que luzcan
a mi favor. Hay veces que no puedo hallar razones
que me digan que no hay gato encerrado detrás de e-
sa actitud. Mire, no quiero ofenderlo en modo algu-
no, pero apelo una vez más a su empatía; póngase en
mi lugar, y cotéjelo con ese dicho popular que reza:
“Cuando la limosna es grande...”
-“...hasta el santo desconfía.” –completó Sanjuán,
meneando la cabeza, y luego continuó: -Sabe, no sé
si tomarlo como un reconocimiento a una supuesta
generosidad excesiva, o como un agravio gratuito e
injusto.
-Por eso me anticipé a apelar a su capacidad de em-
patía. Recuerde que hemos acordado manifestarnos
entre nosotros con la más absoluta honestidad, y es
en función de ello que me permito expresarme de un
modo que podría tomarse como insultante, pero am-
bos sabemos que no hay nada más lejos de mi inten-
ción.
-Desde luego, y es por eso que no llevo las cosas a la
tremenda. Mire, Gaspar, me voy a ver obligado a re-
petirle las cosas que tantas veces le he dicho, y temo
que su temperamento lo lleve a considerarlas como
nuevas lisonjas que esconden tras su complacencia
malignas intenciones.
-Está bien, lo entiendo perfectamente. Y en función
de ello, voy a serle completamente franco respecto
de mis sentimientos hacia su hija. Antes que nada,
quiero decirle que ella es el principal motivo que me
303
Gabriel Cebrián

trajo aquí, incluyendo las posibilidades de desarrollo


profesional. Es una mujer hermosa, sensible e inteli-
gente, y quedé prendado de ella nomás la vi por pri-
mera vez. Jamás la tomaría en broma, únicamente un
estúpido podría hacer algo así. Después de tratarla, y
tomar conciencia de lo que podrían calificarse como
rarezas, o trastornos de personalidad, un poco me a-
lejé, en términos afectivos; pero usted sabe, no era
solamente ella, sino el entorno, que me pusieron en
una crisis si se quiere más estructural.
-Claro, claro.
-Y además el rol de terapeuta que intenté, me obliga-
ba a tratar de dejar a un lado mi emocionalidad, ya
que evitarla por completo me habría resultado impo-
sible.
-Bueno, saber eso me tranquiliza mucho. No es que
haya estado tan preocupado, pero oírlo de sus labios
me reconforta.
-Por otra parte, y sin el menor ánimo de buscar que
usted interceda en modo alguno, le diría que en todo
caso mis sentimientos, al menos para mí, son mucho
más claros que los de ella. Es una mujer con todas
las cualidades que le dije, pero asimismo tiene otras
también, y muy particulares.
-Lo sé, pero me temo que ellas sean producto de lo
que definimos como el Síndrome de Cañada del Si-
lencio, ¿recuerda?
-Sí, lo recuerdo.
-Y ése es otro de los motivos que me decidieron a
tomar el toro por las astas y dar un corte definitivo a
este asunto. Está en juego la salud mental y la felici-
304
Los fuegos de San Juan

dad de todos. Y podría también decir “mi buen nom-


bre y honor”, si hubiera conservado alguno de am-
bos –los dos rieron ante algo que podía parecer una
ocurrencia en el más puro estilo del humor amargo.
Gaspar no supo entonces si había conseguido la rei-
teradamente reclamada empatía de parte del Doctor;
lo que sí le parecía seguro era que la viceversa, aún
no habiendo sido solicitada expresamente, había sido
no obstante lograda en gran medida.

XIV

-Así que saldremos a la búsqueda del tesoro –dijo


Magdalena, una vez hubo entrado y saludado con un
apasionado beso a Gaspar, al atardecer de ese mismo
día.
-¿Eres de la partida?
-Por supuesto, estamos todos invitados. Estaremos
todos allí, no tengas duda.
-¿A quiénes te refieres cuando dices “todos”?
-Cuando digo todos, me refiero a todos. Conoces al
clan, no deberías preguntarme eso.
-O sea, tú, yo, tu padre y Haydée, ¿es eso?
-¿Crees que Annie se lo perdería? Está bien, proba-
blemente no la vean, pero seguramente va a andar
por allí, y lo sabes. Igual su padre.
-Es lo más parecido a un aquelarre que se me ocurre.
305
Gabriel Cebrián

-Ni que lo digas. Tal vez tengas mucha más razón de


lo que crees, incluso.
-Oye, ya te estás haciendo la loca. ¿Estás tratando de
asustarme, otra vez?
-Nunca traté de asustarte. De concientizarte, puede
ser. Pero eso ya lo hemos hablado. La verdad es que
no sé qué es lo que he visto en ti. Siempre me han
gustado las personas originales, impredecibles. Sin
embargo tú eres todo lo contrario, previsible hasta la
exasperación, y sin embargo... la cosa es que, para
bien o para mal, para ventura o desventura, la Noche
de San Juan nos hallará embarcados y tras la pista de
un naufragio por demás misterioso.
-¿Cómo han sido las Noches de San Juan, en años
anteriores?
-¿A qué te refieres? ¿A cómo han sido aquí, en Ca-
ñada del Silencio?
-Pues claro.
-Aburridas, qué otra cosa.
-Quiero decir, el comportamiento de tu padre duran-
te esas noches, ¿ha sido extraño?
-No recuerdo que mi padre se haya comportado nor-
malmente ni una sola vez desde que tengo uso de ra-
zón.
-Eso no es cierto. Yo mismo he sido testigo de lo
contrario.
-Tú no sabes nada. Tú solamente ves lo que quieres
ver. Es como tú mismo dices, es tu idea del mundo la
que acomoda la realidad a tu antojo.
-¿Y cómo es que sabes éso? –Inquirió sorprendido
Gaspar.
306
Los fuegos de San Juan

-Todos somos uno. Sé lo que tú sabes. Pero eso tam-


bién ya te fue dicho. Somos como los troncos del
ombú, numerosos, pero sujetos a una sola y amplia
raigambre.
-Evidentemente, aún no soy capaz de manejar esa
dialéctica. Pero dicho sea de paso, cuando empleaste
esa afortunada metáfora arboriforme, pareció desli-
zarse en ella cierto orgullo de membrecía que en na-
da se condice con la fobia a la esclavitud espiritual
eterna a la que dicen Sanjuán los condena.
-Puede ser que te haya parecido a ti, mas en todo ca-
so lo que sentí es una especie de resignación, al ver
cómo te entregas sin resistencia al destino final. Y en
todo caso me alegro, porque permanecerás a mi
lado, si bien no ya como persona. De todos modos
me he acostumbrado a ligarme afectivamente a los
espectros.
-También yo abrigo sentimientos profundos hacia ti,
por eso te digo que sería muy feliz si dejaras de lado
todas esas abstrusas fantasías y nos dedicáramos a a-
marnos dentro de un mínimo parámetro de normali-
dad.
-Eso no es posible.
-¿Acaso no puedes hacer eso por mí?
-Tal vez pudiera, pero lo que pareces no advertir es
que tú mismo jamás podrías hacerlo. Ya has cruzado
y rebasado absolutamente esos parámetros que dices,
y de eso, mi querido Gaspar, no se vuelve.
-¿Te refieres al accidente? ¿A que estuve muerto?
-No sé muy bien a qué me refiero, solo sé que es así,
y que quizás ya nunca puedas morir, y digo ésto sin
307
Gabriel Cebrián

saber siquiera lo que es la muerte. No me presiones.


Tómalo o déjalo, pero haz tus propias interpretacio-
nes. ¿Acaso mi padre no te paga para eso? –Le pre-
guntó, observándolo socarronamente por el rabillo
de sus hermosos ojos, y rió con deleite. Él no pudo
más que unírsele, y a continuación sentenció:
-Bueno, ya veremos quién tiene razón.
-Decir quién tiene razón es lo mismo que decir, por
oposición, quién está loco.
-Nunca lo había visto de ese modo. Me parece que
es forzar un poco la nota.
-Eres afecto a las interpretaciones laxas. Yo, no.
-Si continúas lexicalizando en esa vena, vas a termi-
nar de enamorarme.
-¡Pero qué roman más romantique es la que estamos
componiendo! ¡Parece mentira que en unas pocas
horas más vayamos a enfrentarnos cara a cara con el
horror más macabro que se pueda uno imaginar!
Eres un cabrón inconciente, pero me gustas.
-Y tú, una especie de Casandra al revés. Predices co-
sas que jamás ocurrirán, y sin embargo, tal vez sea
debido a tu gracia y a tu hermosura, que me veo im-
pulsado a creerte.
-Está bien la galantería, de veras que me reconforta.
Pero no obstante quiero decirte una cosa, y es que
encontrarás mis ojos fijos en ti cuando el destino se
cumpla: no estoy prediciendo nada. Todo ésto ya ha
ocurrido, está ocurriendo y ocurrirá. Eres el viejo
marino, su ejecutor y el vacío de sus ojos. Eres yo
misma y la pequeña Annie, eres tú y la negra Hay-
dée. Eres la Bestia del Apocalipsis, Adán y Eva. Eres
308
Los fuegos de San Juan

quien escribe y habla en círculos. Eres el dibujo en


bajorrelieve acuñado en el escudo de oro de tu
bolsillo. Eres el barco, el viento que hincha sus velas
y el océano; y por sobre todo, eres la niebla.

XV

Estamos en el punto de inflexión más crucial de la


evolución de una cultura que, a caballo de la sofis-
ticación de la cibernética aplicada a la tecnología
de las comunicaciones, ha logrado establecerse he-
gemónicamente a nivel planetario. Pero como bien
ha señalado el poeta Hölderlin, allí adonde nace el
peligro, allí mismo nace también lo que lo salva. Es
precisamente esa interacción instantánea entre las
múltiples regiones físicas y simbólicas del orbe la
que permite confrontar, directa y profundamente, las
diferencias entre ellas; y esta confrontación,
inevitablemente, provoca una crisis. Ello porque la
información, originada como se ha señalado ya en
la percepción de lo diverso, no puede dejar de ser
procesada en los niveles internos más o menos con-
cientes del sujeto. Y esto, inevitablemente, abre bre-
chas en el tejido estructural que configura las defi-
niciones sobre las cuales el universo establecido ha
sustentado su pertinencia e instalado la dictadura
de su propia y convencional gama de sucesos
posibles, sean éstos de orden físico, mental o
espiritual. Es bien sabido que las culturas que han
309
Gabriel Cebrián

permanecido aisladas jamás cuestionan su sistema


de creencias, de modo que cada individuo acepta a
pie juntillas cuanto le es transmitido y lo cree
positivamente5. A contrario, la apertura global y la
hipertrofia del te-jido comunicacional está
provocando un shock cu-yas consecuencias totales
podrían, en breve, alcan-zar características tales
que darían la razón a todas las predicciones
apocalípticas formuladas a través de los tiempos y
que parecen apuntar a los días que vendrán.
Estableciendo un paralelismo entre el or-ganismo
humano individual y una determinada cul-tura,
siguiendo la analogía que tan acertadamente
propuso Oswald Spengler, pero sujetándola a los e-
lementos de la función gnoseológica cuyo estudio es
objeto del presente, encontraremos que el resultado
natural y primario, en ambos casos, está dado por
una sensación de pérdida de estabilidad del conjun-
to ante la noción adquirida de lo novedoso y por en-
de, desconocido; y esta sensación se traduce
inevita-blemente, en miedo. De allí las guerras, que
de a-cuerdo a todas las características observables
y a las proyecciones de los sociólogos más serios,
por encima de pujas por dominación de riquezas y
re-cursos económicos disponibles –que son la expre-
5
Será objeto de un estudio posterior el análisis acerca de la va-
lidez objetiva -o de la condición de verdad- que puede ostentar
un pensamiento cuya convicción, absoluta e incuestionada,
configura un cosmos estático donde las fuerzas en equilibrio
cierran un círculo dentro del cual los fines de la existencia, se-
an éstos los que fuesen, se ejecutan plenamente.
310
Los fuegos de San Juan

sión del poder para la sintaxis dominante-, y de o-


tros supuestos basados en ideales de justicia abs-
tractos y generalmente falaces, obedecen a claros e
irreconciliables antagonismos culturales. En esta
dialéctica tal como aparece dada coyunturalmente,
la síntesis se producirá, con toda seguridad, pero la
amalgama resultante inevitablemente vendrá de la
mano de una conflagración sin precedentes, digna
de ser prevista por todos los videntes de civilizacio-
nes sujetas a otros modos perceptuales, en las cua-
les el imperio del espacio-tiempo parece no haber
estado tan sujeto a los cánones de rigidez propios de
nuestro modelo de pensamiento lógico-matemático,
subsidiario del pragmatismo de base socioeconómi-
ca establecido.

El Doctor Sanjuán desamarraba cabos y volvía a a-


tarlos de modo que el viento impulsara de manera
más conveniente el velero, mostrando en la operato-
ria una gran pericia. A veces Gaspar debía ayudarlo,
y sus manonos, torpes de por sí y agravada su tos-
quedad por el frío, sufrían enormemente el contacto
y la fricción con las ásperas cuerdas. Ello sin contar
la renquera que, aunque ya le permitía prescindir
casi totalmente de las muletas, aún dificultaba bas-
tante su movilidad. Luego que estuvo todo más o
menos en orden, se sentaron sobre cubierta. La ma-
ñana era fría pero clara, y bastante serena. Desde el
interior de la cabina les llegaba el olor del pan tos-
tándose, lo que indicaba que las mujeres estaban pre-
parando un nuevo desayuno, complementario del li-
311
Gabriel Cebrián

gero tentempié que habían tomado esa madrugada,


mucho antes que el sol apuntara, previo a la salida
en auto desde Cañada del Silencio hacia la ciudad
portuaria de Mar del Sur.
-Nos hemos hecho a la mar, ya –Dijo el Doctor, a la
sazón devenido en Capitán.
-Sí, espero no descomponerme con el vaivén de las
olas.
-La mejor manera de evitarlo es no pensar en ello.
-Sería bueno que eso funcionara en un espectro más
amplio.
-¿A qué se refiere?
-A que sería bueno que fuera posible evitar muchas
cosas, simplemente dejando de pensar en ellas.
-Bueno, según mi experiencia, así sucede con res-
pecto a muchísimas cosas. Y oiga, ¿no tiene eso que
ver con lo que decía el otro día acerca de que la rea-
lidad que experimentamos es generada por interpre-
taciones o moldes de pensamiento?
-Tal vez, ahora que lo dice...
-Según las corrientes de pensamiento New Age, el
pensamiento positivo atrae su contraparte en la reali-
dad, y viceversa.
-No soy muy afecto a ese tipo de pensamiento. Lo
encuentro liviano y sin basamento teórico fundado.
-En una gran medida, estoy de acuerdo con usted.
Sin embargo, he de señalarle que muchos de sus
principales postulados, como el que acabo de referir-
le, por ejemplo, se apoyan en viejas creencias acuña-
das en dichos que, para mí, son la quintaesencia de
la sabiduría a que puede aspirar la humanidad.
312
Los fuegos de San Juan

-¿Cómo es eso? Me gustaría que abundara al respec-


to.
-Yo creo que los dichos populares encierran una gran
sabiduría práctica, y que un compendio selecto y
exhaustivo de ellos probablemente constituiría el
máximo libro sapiencial.
-Es un buen punto. Jamás lo había considerado. Y
dígame, ¿por qué no lo intenta?
-Tal vez algún día lo haga. Menudo trabajo intelec-
tual para un hombre de acción, ¿no lo cree?
-Usted mismo ha dicho que tal refranero contiene un
importante caudal de sabiduría práctica, y eso, según
me parece, podría constituírse en una especie de bi-
blia para los hombres de su condición activa.
-Está acicateándome.
-¡Claro! Aparte, no sería el primer Sanjuán en escri-
bir textos de connotación bíblica –reiteró, en una e-
vidente maniobra tendiente a remarcar el paralelis-
mo sugerido entre él y el evangelista del Apocalip-
sis. El Doctor pareció recoger el guante:
-Tal vez el Evangelista sea parte de mis ancestros,
quién podría saberlo...
-Tal vez. Tal vez la Bestia que vislumbró ande dan-
do vueltas por acá, debajo de estas aguas.
-Ve, ya empieza a hacerse el loco.
-Usted me animó a ello, al comenzar a hacer referen-
cias acerca de la nueva era, y luego insinuando gene-
alogías extravagantes.
-Bueno, pero no va a decirme que un antepasado ju-
dío dado a visiones trascendentales no es mucho más

313
Gabriel Cebrián

probable y ajustado a parámetros de realidad, que la


propia existencia de los monstruos que alucinó...
-Sí, es cierto. Pero déjeme decirle que aún no he edi-
ficado un criterio de realidad para erigir en lugar del
que ha cedido desde sus cimientos ni bien he puesto
el pie por aquí, usted sabe...
-Quiero suponer que no será para tanto.
-Oh, sí que lo es. Mire, estoy tratando, como le dije
ayer mismo, de escribir algo similar a un ensayo,
que más que fundamentar tesis preexistentes en mi
cabeza, parece tender a construir una base sobre la
cual basar una visión del mundo que vuelva a sus-
tentarme, en reemplazo de la que he perdido.
-Suena algo dramático.
-No sé si es para tanto. Cuando todo esto termine, se
lo digo. Por el momento, estoy sumido en una bruma
conceptual absoluta. Hoy por hoy, sólo encuentro
certezas en los pensamientos que trabajosamente tra-
to de hilar en mi cuaderno. Es como si ajustar mi
pensamiento al discurso formal y técnico me hiciera
pisar territorio firme, en contraposición a todo lo que
últimamente he venido experimentando en mi vida
cotidiana.
-Si sigue hablando de esa manera, va a conseguir
que me sienta culpable.
-No es esa mi intención. Aparte, no veo por qué ten-
dría que sentirse así, a no ser que tenga algún motivo
que yo desconozco.
-Bueno, par de holgazanes –les dijo Magdalena, i-
rrumpiendo desde la puerta de la cabina. -¿Acaso

314
Los fuegos de San Juan

creen que van a arreglar el mundo, parloteando allí


sentados?
-En todo caso, estamos tratando de recomponerlo, al
menos en lo que a mí respecta –observó Gaspar, a-
rrojando un mensaje que probablemente hubiese re-
sultado críptico a otros interlocutores.
-Sea como sea, vengan a tomar el desayuno. Está
servido.

XVI

Los espacios cubiertos de la nave eran más amplios


de lo que parecían vistos desde fuera. Aparte del
estar sobre cuya mesa daban cuenta de tartas, postres
y café, había dos pequeños camarotes separados y un
habitáculo, que daba a proa, y que contaba con algu-
nos extraños aparatos que Gaspar no tenía la menor
idea de para qué podían servir, y un equipo de radio.
Luego sabría, por boca del Doctor, que uno de esos
equipos era un sonar, que le permitiría, eventual-
mente, determinar la presencia de algún objeto de
entidad en las profundidades, como podía ser por e-
jemplo un antiguo galeón hundido.
La tarde transcurrió apaciblemente; la pesca, esta
vez de cierta altura, fue fructífera y variada, aunque
sin sorpresas mayúsculas como la de la oportunidad
anterior. Las mujeres permanecían poco tiempo en
cubierta; solamente salían de a ratos, separadamente,
miraban el panorama y volvían a entrar; tal vez fuera
315
Gabriel Cebrián

el frío, o tal vez fuera debido a recomendaciones da-


das por Sanjuán en ausencia de Gaspar.
-El viento nos favorece. Ya ve que no he tenido casi
que maniobrar siquiera. Tal vez poco antes que caiga
el sol, estaremos en el sitio aproximado del presunto
naufragio –dijo el Doctor, mientras bebían una copa
de brandy y fumaban los finos cigarros.
-Ojalá tardásemos un poco en hallarlo. La vida de a
bordo no está tan mal...
-Bueno, celebro que se encuentre tan a gusto.
-Pero no abrigo muchas esperanzas.
-¿Por qué lo dice?
-Porque mañana es la Noche de San Juan, y creo que
entonces terminará todo, para bien o para mal.
-¿Es acaso tan supersticioso como para suponer algo
así?
-Doctor, no me subestime. Sabe muy bien que será
como le digo.
-En todo caso, no me sobreestime usted a mí, ya que
parece saber cosas que yo, sinceramente, desconoz-
co.
-¿Tan imprescindible es el ritual? ¿No puede salirse
de la pauta y sincerarse? Ya estoy embarcado, literal
y metafóricamente. Sea lo que sea que vaya a hacer
conmigo, podría ir adelantándome algo. Sabré com-
prender, a estas alturas.
-Usted me desconcierta, Gaspar, créame. Aquí estoy,
luego de toda una vida de negación, capitaneando u-
na expedición para descubrir los restos de un impro-
bable naufragio, llegando a suponer que su hallazgo
arrojará cierta luz a una leyenda local que me sindica
316
Los fuegos de San Juan

como responsable de ciertos flagelos, nada más que


para demostrarme, demostrarle a usted, al pueblo de
Cañada del Silencio, y sobre todo, a mi propia hija,
que soy inocente de no sé qué tropelía cometida hace
doscientos años y cuyas culpas impunes generan to-
do tipo de calamidades en el pueblo. Fíjese hasta que
punto ha conseguido desconcertarme.
-Con todo respeto, voy a disentir completamente con
eso. No creo haber sido yo quien lo ha desconcerta-
do, sino el cúmulo de circunstancias que en todo ca-
so lo he obligado a tener en cuenta, y que parecen
haber eclosionado en oportunidad de pescar esa gi-
gantesca corvina con un escudo de oro en su vientre.
-Puede ser que tenga razón, pero de no haber sido
por su intervención, seguramente seguiría en mis tre-
ce, negando de plano el delirio que quiero descartar
de una vez y para siempre.
-Entonces, en caso de no hallar nada, ¿eso querrá de-
cir que no está, o simplemente que no fuimos capa-
ces de hallarlo?
-Me da la impresión que está mezclando su metodo-
logía teóica en asuntos prácticos, y así sí, no hay na-
da que yo pueda contraponer. Solo mi voluntad y mi
convicción: si hay algo allí, lo voy a hallar. Y no voy
a inmiscuirme en cuestiones lógicas que no harán
más que ampliar el cuadro de abstracción que lleva a
la locura.
-Algo así me dijo el viejo que a su vez decía el tal
San Juan que lo dejó ciego, antes de ultimarlo. En el
discurso en el cual arengaba sobre la necesidad de

317
Gabriel Cebrián

instaurar en América el Reino de los Eternos Cami-


nantes del Nuevo Orden.
-Reitero, nada puedo oponer a tales lucubraciones.
Advierto que nuestras convicciones se han bifurcado
y se alejan cada vez más, así que solamente me resta
contar con los resultados que obtendré de esta em-
presa, y frente a los cuales primará el sentido común
y nos dejaremos de agitar fantasmas del pasado. Y
entiendo oportuna mi decisión en este sentido, por-
que como vienen dadas las cosas si no, poco faltaría
para que usted y yo, en breve, nos enemistáramos
para siempre.
-Muchas veces, Doctor, dicho con toda sinceridad y
respeto, me sentí amenazado por usted.
-Lo sé.
-Y muchas personas, incluso de su círculo más ínti-
mo, me han impuesto de que usted era no solamente
mi peor enemigo, sino el peor enemigo de todos.
-También lo sé, y es por eso que no me he ofendido
con usted por un cúmulo de cosas que me ha dicho.
Pero estamos hablando en círculos.
-Podríamos atraer así a la Bestia, ¿no es así?
-Oh, basta ya. No empañemos este agradable atarde-
cer. Bebamos, y fumemos en paz, hablemos de otra
cosa. Ya casi estamos llegando al sitio en el cual to-
das las preguntas hallarán respuesta.
-Pero si me permite, en caso de encontrar los restos
del naufragio, éso, ¿qué probaría?
-Bueno, si va a relativizarlo todo, no hay manera en
que podamos comprendernos de un modo más o me-
nos cabal.
318
Los fuegos de San Juan

-No estoy relativizando nada. Eso tal vez probaría


que sí se ha cometido un crimen, o una serie de crí-
menes. Y de tal suerte, daría más sustento aún a las
leyendas y a las visiones que casi todos hemos pade-
cido.
-Desde mi punto de vista, probaría que sí se ha pro-
ducido un naufragio aquí, y eventualmente también
los crímenes que usted dice. Lo que daría sustento
no ya a las visiones y alucinaciones que refiere, sino
al marco de fantasías que comenzó a tomar forma
entonces y devino en una maldición local a la que u-
nos cuantos desequilibrados exacerbaron hasta pro-
ducir la plaga psicológica para cuya erradicación lo
contraté.
-Suena razonable. Lo que no me cierra de su tesis
son todas las experiencias que tuve y que me niego a
considerar como meras alucinaciones, porque sé que
no lo fueron.
-Es que el mecanismo de la alucinación, y usted
debe saberlo mucho mejor que yo, consiste en eso,
creer a pie juntillas en la veracidad de lo que se está
percibiendo. Caso contrario, no sería precisamente
una alucinación, en todo caso.
-Menos mal que usted no es una persona dada a teo-
rizar, sin embargo.
-Usted me obliga, con sus sospechas hacia mi perso-
na. A veces pareciera que tengo que demostrarle que
no soy el mismísimo Lucifer.
-Convengamos que tiene mala prensa.
-Convenido.

319
Gabriel Cebrián

-Hay otra cosa que quiero decirle, y se refiere a la


pequeña Annie.
-Ya hemos hablado de sobra acerca de ella.
-¿Es cierto que le molesta en un sentido emocional,
dado que es su hija muerta?
-Ésa es una fabulación de Magdalena, ya se lo he di-
cho.
-Estoy seguro que ella vendrá.
-Ella ha muerto, lamentablemente.
-Eso ya lo sé.
-Murió en el accidente en el que usted también casi
lo hace.
-No, ella murió mucho tiempo antes. De eso estoy
seguro.
-Yo mismo vi su cuerpo destrozado.
-Si usted lo dice, no me queda más que aceptarlo.
Pero mi razón me dice otra cosa.
-Su razón se ha visto sacudida, y usted mismo lo ha
reconocido. Si su razón le dice que los fantasmas e-
xisten, pues bien, no me queda más que aceptarlo a
mí. Pero me da la sensación que los dos aceptamos
sin aceptar nada, ¿o me equivoco?
-Ni un ápice.
-Bueno, por allí se alcanzan a ver las luces de Mon-
temar –dijo, y se incorporó. Fue hasta la cabina y
volvió munido de unos prismáticos. –Sí, allá está mi
casa de la playa –corroboró, y fue a echar el ancla.

320
Los fuegos de San Juan

XVII

Gaspar se excusó con el Doctor, argumentando que


estaba cansado, y se retiró a la privacidad y a las es-
casas comodidades del camarote que, según indica-
ban los bolsos a medio desarmar, compartiría con
Magdalena. Ello, y los aromas que se desprendían de
la comida que estaba preparando la negra, le hicie-
ron figurarse que, como solía procederse en estos ca-
sos, sería agasajado con toda clase de placeres mate-
riales la noche previa a su ejecución. Vivía todo a-
quello como un sueño, como alguien a quien en cier-
to modo han despojado de su voluntad, ya que todo
hacía sospechar que era guiado a ser una especie de
sacrificio humano y sin embargo allí estaba, entrega-
do como un borrego en Jerusalén, caminando des-
cuidada y alegremente hacia la pira de las ofrendas.
Aunque confió íntimamente que aún un hombre teó-
rico podía convertirse también en su contracara, y tal
vez resultara finalmente que fuera él quien despena-
ra a sus compañeros de travesía y diera así origen a
una nueva leyenda macabra. O tal vez sería erigido
en héroe por la comunidad afectada por las malas ar-
tes del brujo, su hija demente y la hechicera vudú.
Nunca había que menospreciar la capacidad de reac-
ción de los aparentemente más débiles. Hurgó en su
bolso y extrajo cuaderno y birome. No tenía sus li-
bros allí, pero igual intentaría garrapatear algo. Mas
no hallaba sustancia para continuar sus análisis, a los
que ahora, en una nueva lectura, hallaba elementales
y en muchos casos, erróneos o al menos faltos de u-
321
Gabriel Cebrián

na fundamentación mínimamente adecuada. Enton-


ces no supo definir si la depresión fue sobreviniente
a dicha relectura, o si, por el contrario, la escasa sa-
tisfacción que le producían sus anteriores parrafadas
era motivada por el susodicho y preexistente estado
anímico. Se tranquilizó bastante al considerar más
probable la segunda suposición, bien sabía él que ta-
les humores hacían ver todo a través de su propia o-
pacidad. En eso cavilaba cuando golpearon a la
puerta.
-Adelante –indicó.
-Permiso, ¿se puede? –Preguntó Magdalena con un
comedimiento inédito.
-Claro. Es tu camarote, también, por lo que se ve.
-Hubieras dicho “nuestro camarote”, y me hubiera
sonado mejor, sabes.
-Disculpa, pero no estoy de humor para ese tipo de
detalles formales.
-Ah, ¿no?
-No, pues.
-¿Quieres que te deje solo?
-No, ánda, contéstame algunas preguntas, ¿quieres?
-Has pasado casi todo el día hablando con mi padre,
y ahora quieres que sea yo quien te dé respuestas,
¿es eso?
-Puede ser.
-Entonces déjame decirte algo. Si tienes curiosidad
acerca de cualquier cosa que te haya dicho, pregún-
tale a él. Yo he hablado un millar de veces contigo y
simplemente, me has tomado por loca, así que...
-Jamás te tomé por loca.
322
Los fuegos de San Juan

-Bueno, eso se dice muy fácilmente.


-Tienes razón, es cierto. Sinceramente, a estas altu-
ras, no sé en verdad quién está loco y quien no. An-
tes podía responder por mí, y ahora ni eso puedo ha-
cer.
-Pasa que antes estabas aún más loco que ahora, por
eso podías responder por ti –dijo, y soltó la risa.
-¿Van a sacrificarme?
-¿Qué cosa dices?
-¿Me atarán, me cegarán y luego me arrojarán al
fuego?
-¿A quiénes te refieres?
-A todos ustedes.
-No digas estupideces. Ni siquiera recuerdas lo que
ya te he dicho. Tal vez no puedas morir ya, aunque
lo pidas a gritos.
-Ya empiezas a hablar como demente. Después me
acusas de tratarte como tal.
-Vamos a volver siempre al mismo círculo, ¿verdad?
Ya entraste en el corral. Ahora solo te resta esperar.
Si soportaste hasta acá, ya sabes que falta poco. No
me preguntes más nada, de todos modos, y aunque
supiera o pudiese, con tus palabras, explicarte lo que
va a ocurrir contigo, jamás me lo creerías. Espera a
ver.
-Estoy comenzando a alarmarme de nuevo. Tengo
ganas de arrojarme al agua y ganar la costa nadando,
y cuando lo pienso, advierto que ya me he encontra-
do en esta misma situación.
-Oh, claro que sí. Y no imaginas cuántas veces.
-¿A qué te refieres?
323
Gabriel Cebrián

-Déjalo ya. Me obligarás a repetirte que si quieres


saber algo, debes hablar con mi padre. A estas altu-
ras es él solamente quien puede darte respuestas. A-
nnie, su padre, el Padre Carlos, yo, y quizá algunos
más nos hemos esforzado en hacerte entrar en razo-
nes, y no lo hiciste. Preferiste oír lo que decía tu pa-
trón. Ahora ya es tarde, y lo sabes.
-¿Qué es lo que sé? ¿El padre de Annie? ¿Acaso el
padre de Annie no era tu propio padre?
-Ves lo que te digo, estás cada vez más lejos de en-
tender algo –aseveró, mientras salía del camarote y
lo dejaba otra vez solo con su desazón. Abrió el cua-
derno nuevamente, y consiguió abstraerse lo sufi-
ciente como para comenzar a hilvanar en su cabeza
algunos conceptos relacionados con el desarrollo de
la escritura a partir de las necesidades administrati-
vas de las sociedades, generadas en oportunidad de
la conformación de sistemas políticos de característi-
cas imperialistas, las que así alcanzaron un nuevo ni-
vel simbólico que permitió una mayor posibilidad de
corroboración postrera, lo que hizo a la palabra más
fidedigna que el mero flatus vocis y a la vez ayudó a
conjurar todas las inconveniencias y omisiones debi-
das al flagelo de la limitada memoria humana. Pen-
saba que la noción del tiempo, que ya había sufrido
un vuelco importante a partir del desarrollo del habla
propiamente dicha, volvió a adquirir una nueva e i-
nédita significación con la aparición de la escritura;
no encontraba nada casual el hecho que, juntamente
con los rudimentos del lenguaje escrito hayan apare-
cido los primeros ejemplares de lo que constituyó
324
Los fuegos de San Juan

posteriormente una prolífera serie de momumentales


edificaciones funerarias.
Sumido en estas consideraciones e intentando diluci-
dar nexos conceptuales que le permitieran coserlas al
tejido ensayístico que había bosquejado con anterio-
ridad, volvió a sobresaltarse al oír detrás suyo la voz
de Annie:
-Déjate de majaderías intelectuales, no tienes ya
tiempo para eso –lo conminó.
-Ah, ¿no? ¿Y qué es lo que debería hacer, entonces?
-Preocuparte por las circunstancias en las que vas a
pasar la eternidad, por ejemplo.
-Hablas como una sacerdotisa hindú.
-Lo que haría a esta embarcación una especie de ba-
bel de religiones. Pero no, no tengas en cuenta lo
que te dije, porque si lo haces comenzarás con esa
sarta de insensateces acerca de las palabras y sus
significaciones a las que eres tan afecto.
-¿Y tú como...? –Iba a preguntar, mas enseguida
advirtió que, si bien no estaba seguro de conocer la
respuesta correcta, ella sí lo estaría. Supo que iba a
venirle con el argumento que cada uno de ellos, era
todos. La pequeña sonrió, como tantas otras veces lo
había hecho, demostrando así la capacidad de son-
dear su psiquis.
-No voy a hablar más contigo –anunció, a cuento de
esa violación de su subjetividad.
-Ya ves que ni falta hace –le respondió ella con de-
senfado.
-Ahora que lo pienso, van a oírme y pensarán que
estoy loco, aquí, hablando solo...
325
Gabriel Cebrián

-¡Pero si lo estás! ¿Acaso no soy yo un producto de


tu mente? ¿No es eso lo que tu pensamiento ajustado
a pautas objetivas te impone interpretar? Aparte,
frente al cariz que las cosas están tomando, preocu-
parte por semejante detalle no hace más que confir-
mar tu insanía total y definitiva. Tu ego es tan obtu-
so que te dolerá más que el propio pellejo, cuando
ambos te sean arrancados.
-Hagan el favor de traerme al Padre Carlos, para que
me de la extremaunción.
-Veo que conservas la suficiente presencia de ánimo
para dar voz a ironías absurdas. Ya no hay Dios que
pueda redimirte. Quizá nunca lo hubo. Quizá perte-
nezcas a la raza de Caín, y eso ha sido lo que te llevó
a este extremo.
-Me siento como debe haberse sentido Dantón en su
última noche.
-Claro, pero Dantón sí iba a morir.
-¿Acaso no acabas de decir que van a arrancarme el
ego y el pellejo?
-Eres tan lineal... –dijo, acusando cierto fastidio, y a-
ñadió: -pero me gustas. Yo también estoy contenta
de que vayas a pasar la eternidad con nosotros, ya
que no has sido capaz de salirte ni de sacarnos.
Además, tienes todo el tiempo por delante para qui-
tarte lo torpe.
-Nunca soñé que iba a ser inmortal.
-Ahora, y aún a riesgo de repetirme, volveré a hablar
como una sacerdotisa hindú, según has dicho, para
decirte que no se puede morir lo que ya está muerto.
-¿Quieres decir que soy una especie de zombie?
326
Los fuegos de San Juan

-Bueno, en un sentido popular, zombie puede inter-


pretarse como orate, y eso sí que lo eres –dijo, y vol-
vió a reír.

XVIII

Debió haberse quedado dormido, ya que fue el inten-


so aroma de la fritanga de mariscos lo que lo trajo
nuevamente a la conciencia. Se incorporó, y buscó a
Annie, que no estaba allí. Tal vez hubiera soñado esa
secuencia, mas no halló oportuno volver sobre esos
análisis que ninguna luz habían arrojado, pese a lo
exhaustivo y reiterado de sus ejercitaciones.
Se quitó la zapatilla de felpa y el doble par de me-
dias con los cuales protegía del frío su pie herido,
procedió a cambiar el vendaje, y comprobó en tanto
que la lesión evolucionaba muy favorablemente.
Luego salió, y vio a Haydée abocada a las tareas cu-
linarias. La saludó, y ella le dirigió una blanca sonri-
sa cuyos alcances semióticos le resultaron impreci-
sos y a la vez inquietantes, esto último quizás debido
a su estado anímico, otra vez considerado por él con-
dicionante primario de toda interpretación. Más allá,
en la cabina frontal, Sanjuán y su hija parecían ab-
sortos en la contemplación de los equipos tecnológi-
cos. Ambos se volvieron simultáneamente al oír el
saludo que había dirigido Gaspar a la cocinera, y le
indicaron, hablando asimismo al unísono, que se a-
cerque, con una excitación tal que al instante supo
327
Gabriel Cebrián

que habían hallado algo. Ambos giraron haciendo


pivot sobre el pie, derecho uno e izquierdo la otra, y
dieron un paso atrás con el restante para dar espacio
central a Gaspar, en tanto le señalaban una mancha
de luz verdosa en un monitor oscuro, asegurando
que allí debajo había algo de gran tamaño, que bien
podía ser el barco que estaban buscando. El joven no
se mostró sorprendido en lo más mínimo, y mucho
menos entusiasmado. Solamente comentó algo, y en
voz muy baja, acerca de la facilidad con la que ha-
bían encontrado lo que al parecer estaban tratando
de hallar.
-No era tan difícil. Todo el mundo conoce la presun-
ta localización del presunto naufragio. –Dijo el Doc-
tor, y agregó: -Y menos con estos equipos moder-
nos.
-Lo raro es que, habiendo resultado tan sencillo, na-
die lo haya descubierto, ya. Más, teniendo en cuenta
que no son aguas tan profundas que digamos.
-¿Está sugiriendo, de algún modo –preguntó, tan ai-
rado como nunca antes Gaspar lo había visto, -que
todo esto es una puesta en escena?
-Eso debería respondérmelo usted –ripostó, dispues-
to a no ceder en lo que se presentaba como una puja
de temperamentos en ciernes.
-Mire, joven, estoy cansado de argumentar en el aire.
Mañana mismo bajaré allí y traeré objetos reales so-
bre los cuales disputar cualquier cosa sobre la cual
desee ejercer sus terquedades.
-Probablemente me anime y baje allí con usted. Mi
pie se encuentra francamente mejor.
328
Los fuegos de San Juan

-Seguramente, y de cualquier manera, si tolera las a-


letas, va a manejarse mejor en el agua que en tierra
firme –agregó, sumándose a esa instancia de compo-
nenda que parecía haber deslizado Gaspar.
-Quiero decir algo, si me dejan los machos aquí pre-
sentes –anunció con sarcasmo Magdalena.
-Adelante –le indicó su padre.
-Quiero decir que lo más probable es que sigan dis-
cutiendo estupideces, como lo vienen haciendo coti-
dianamante. Mira, Gaspar, hay una razón para que
nadie haya descubierto hasta ahora la embarcación,
y no es ninguna que pueda darte mi padre.
-¿Vas a comenzar a fantasear tú también?
-No, voy a referir un hecho, que si bien es inusual,
es tal cual como lo digo: ése barco, a veces está, y a
veces, la mayor parte de ellas, no está.
-¿Hallamos un barco fantasma, entonces? –Preguntó
su padre, con evidente sorna.
-No sería nada raro, por aquí. –Observó Gaspar, y
continuó: -Desde que llegué que no hago más que
hablar con fantasmas o entes por el estilo.
-No es un barco fantasma. Es un vehículo de fuerzas
que responden a una modalidad del tiempo diferente
a la nuestra, simplemente.
-¡Simplemente! –Exclamó ofuscado Sanjuán. –Si
vamos a argumentar cualquier idea arrevesada y va-
mos a decir “simplemente”, entonces no sé qué cuer-
nos sería algo complejo. Discúlpenme, no voy a se-
guir siendo parte de discusiones delirantes. Mañana
veremos si encuentro unos cuantos escudos de oro

329
Gabriel Cebrián

contantes y sonantes que me permitan darme a toda


la lujuria de este mundo material.
-De todos modos, con mayor o menor producción, e-
so es lo que haces todo el tiempo –observó con iro-
nía su hija.
-La cena está lista –anunció Haydée, y los tres se a-
presuraron a apropincuarse a la mesa. Ningún aperi-
tivo mejor que el aire del mar.

Durante la cena, pese a lo que Gaspar había supuesto


que ocurriría, la pequeña Annie no apareció a los o-
jos de ninguno de ellos. Pese a lo taciturno que lucía
el Doctor, con seguridad a resultas del diálogo pre-
vio, el joven se atrevió a instar a Haydée que le co-
munique cuanto sabía de las prácticas del vudú, a lo
que ella volvió a reiterar su casi completo descono-
cimiento acerca de la especie.
-Parece haberse obsesionado un tanto con el tema de
los muertos vivos –señaló Sanjuán.
-Me ha dicho Annie hoy mismo que probablemente
me transforme pronto en uno de ellos, así que fíjese
si no tengo motivos...
-¿Annie?
-Estuvo hablándome en el camarote. ¿Acaso no nos
oyeron?
-Solo oímos sus ronquidos –se apresuró a contestar
Haydée, permitiéndose abandonar su bajo perfil de
mucama, a instancias quizá del protagonismo que el
cuestionario precedente legitimaba en su sentir. –Se-
guramente ha estado soñando.
-Yo sí oí que hablaba –señaló Magdalena.
330
Los fuegos de San Juan

-Bueno, la excitación que demuestra –intervino el


Doctor- vinculada a las fantasías que parece estar
alimentando, y que se refuerzan con las tuyas, bien
podrían hacer que hable dormido.
-Sí, es posible. –Concedió Gaspar, y añadió: -Todo
es posible a bordo de la Barca de Caronte.
-¿Debo tomar eso como algo personal? –Preguntó
Sanjuán, ofuscado otra vez.
-Oiga, tranquilícese. Estamos embarcados en una
misión pletórica de contenidos fantasmagóricos, pre-
ñada de leyendas macabras, y ni siquiera podemos
darle una pátina clásica, sin ánimo de ofender, con el
simple ánimo de ejercer la virtud irónica a través de
la metáfora...
-Bueno, si va a hablar poéticamente, expláyese a sus
anchas, entonces. Lo único que le pediría es que ten-
ga en claro los límites, he visto mucha gente perder
la cabeza definitivamente a partir de consideraciones
como las suyas, sean tomadas en función poética, ju-
glaresca, científica, esotérica o como quiera que se
le ocurra. Y en otros casos, si bien la enajenación no
llegó a estos límites, sí produjo en los sujetos distor-
siones mentales y de conducta en distintos grados –
completó, mirando en este caso a su hija, que hizo
un visaje de fastidio, y asumió personalmente el co-
mentario:
-Hay veces que pareces el paradigma de la salud
mental, y sin embargo quién diría... se nota que lle-
vas siglos desarrollando el personaje.
-Bueno, ya que parece que estamos dispuestos a en-
frascarnos en cuentos de terror, voy a irme a dormir.
331
Gabriel Cebrián

Mañana ni bien rompa el alba pondré manos a la o-


bra, estoy seguro de que será una jornada fructífera
pero agotadora, así que necesitaré estar bien descan-
sado. Lo mismo usted, Gaspar; si es que va a acom-
pañarme, le aconsejo que no gaste muchas energías
esta noche.
-Eso no puedo prometérselo –dijo, con el atrevi-
miento propio de quien previamente es objeto de si-
milar osadía, -todos los indicios que en este y otros
mundos he podido recoger, me indican que ésta pue-
de ser mi última noche en el mundo de los vivos, así
que daré rienda suelta a todas las actividades recrea-
tivas que pueda imaginar.
-Premoniciones de muerte, eh –dijo, mientras se in-
corporaba para retirarse a su camarote. -Ahora toda
esta situación parece estar deviniendo en una torpe y
pretensiosamente macabra versión de Moby Dick.

Luego de cenar, los jóvenes salieron a cubierta. La


noche era fría pero serena, los reflejos de una luna
casi llena rielaban fragmentados en la superficie mó-
vil que las tenues ondulaciones determinaban, si es
que ésto hacían, en una dinámica que podría consi-
derarse aleatoria si no fuese por las distintas razones
físicas que la ciencia se había esforzado por desen-
trañar. Al margen de estas lucubraciones explicati-
vas, y aún también de las circunstanciales asechan-
zas y maldiciones que todo indicaba caerían sobre e-
llos, los jóvenes amantes gozaban del momento ro-
mántico, que no obstante se les aparecía como la cal-
ma chicha que precede a las tempestades. Tomados
332
Los fuegos de San Juan

de la mano, y en el entendimiento que las palabras


en esa situación solamente habrían servido para abrir
brechas en una unión que entonces se les antojaba
tan necesaria como el propio aire frío que respira-
ban; así unidos, cada cual en sí mismo y en el otro,
absorbieron en su interioridad el momento y el en-
torno, haciendo de ese espacio y ese tiempo un pe-
queño tesoro, más sutil pero a la vez y paradójica-
mente más real que cualquier otro que pudiera haber
allí debajo, y que ningún monstruo infernal ya nunca
podría alcanzar. A un tiempo supieron que el ali-
mento perceptual que los unificaba había sido sufi-
ciente, se besaron tiernamente y fueron a su cama-
rote. Por supuesto, no tomaron en cuenta ni por un
momento la recomendación que Sanjuán les había
formulado antes de irse a dormir.

XIX

Todavía no se percibía mucha luz exterior cuando lo


despertaron los ruidos que indicaban que ya había
actividad a bordo. A poco el olor del pan tostado a-
nunció la inminencia del desayuno, al menos el del
Doctor, que con tanto entusiasmo se disponía a lle-
var a cabo su empresa. El día de San Juan comen-
zaba.
Miró a Magdalena, que dormía plácidamente, sin se-
ñal de preocupación alguna, su cuerpo etérico go-
zando seguramente de delicias oníricas propias de su
333
Gabriel Cebrián

contraparte física, deleitada con los ejercicios amato-


rios apasionados de la noche pasada. Luego se vistió
y salió a encontrarse con los otros dos pasajeros.
-Buen día –lo saludó el Doctor. –Espero que haya
pasado una buena noche.
-Buenos días para ambos, especialmente para usted
–le respondió.
-¿Por qué esa consideración especial?
-Pues hombre, hoy es el día de su santo.
-Ah, pero mi nombre no es Juan.
-Mayor razón aún, el apellido goza de mayor espe-
cificidad, y más el suyo, teniendo en cuenta que hace
referencia expresa a una alta calificación espiritual,
que se vincula directamente con los santos de marras
y con el Evangelista.
-Bueno, pues, visto así, qué otra alternativa tengo
que sentirme halagado y agradecer su deferencia...
-Ya ve que ninguna –observó, mientras tomaba a-
siento. Los albores de tonos rosáceos en el horizonte
anunciaban la inminencia de la aurora. Todo hacía
parecer que las condiciones climáticas serían por de-
más favorables para la tarea que les esperaba.
-Finalmente, ¿ha decidido si va a bajar conmigo o
no?
-Lo he decidido. Bajaré.
-Lo sabía.
-Y yo sabía que lo sabía.

Luego de terminado el desayuno, el Doctor se abocó


a efectuarle un vendaje sólido y lo más impermeable
que le fuera dado realizar. Al encontrarse en esa si-
334
Los fuegos de San Juan

tuación, con el hombre aquel hincado ante él, curán-


dole y vendándole la herida del pie, Gaspar no pudo
evitar la analogía que su mente elaboraba con aque-
llos pasajes de la vida del Maestro Jesucristo, en los
cuales sus pies eran lavados o curados, y se sintió i-
dentificado con el cordero del sacrificio una vez
más, Agnus Dei... (aunque pensándolo bien, en el fá-
rrago de síntomas que lo llevaban a cada rato a du-
dar de su propia cordura, tal vez la megalomanía
fuera a ser, si la agregaba, uno de los más significati-
vos, y por ende, peligrosos.)
Cuando se estaban enfundando en los trajes térmi-
cos, irrumpió Magdalena, con los ojos semicerrados
por la somnolencia y una sonrisa irónica ante el cua-
dro de lo que parecía ser un par de improvisados bu-
zos. Haciendo caso omiso de los saludos que le fue-
ron dirigidos, y dando voz a la actitud sarcástica que
trasuntaba, advirtió:
-Tengan cuidado con los tiburones. Nadan en círcu-
los antes de atacar.
-No se registran ataques de escualos en estas costas.
–Se apresuró a contraponer Sanjuán, tal vez temien-
do que el comentario llegara a intimidar a Gaspar,
quien advirtiendo la intencionalidad velada en la fra-
se de ella, pretendió exponerla diciendo:
-Los habitantes de las profundidades se mueven así,
¿acaso el demonio no habla en círculos?

El Doctor lo miró, desconcertado, en tanto Magdale-


na le dirigió una sonrisa e ingresó al sanitario.

335
Gabriel Cebrián

-Bueno, por suerte, según creo, todo esto está a pun-


to de concluir –dijo Sanjuán, meneando la cabeza
con expresión de cansancio moral.
-Eso es seguro; lo que me gustaría saber, es cómo.

Al cabo de unos cuantos minutos, todos los aprestos


estaban concluidos. Las aletas para los pies de Gas-
par eran asimétricas: la izquierda era un número ma-
yor, para permitir el ingreso del pie vendado; había
quedado firmemente sujeta y presionando sobre el
vendaje, de modo tal que ello a la vez favorecía a
protegerlo de la humedad. El estado de ansiedad del
joven, a punto de bajar al lugar adonde había sido a-
cometido por un monstruo de prosapia evangélica, y
adonde había experimentado una asfixia terminal y
una concreta sensación de muerte, hacía batir su co-
razón a un ritmo alocado y producía un cosquilleo en
el engañoso vacío de su estómago -ya que había to-
mado, como acabamos de ver, su desayuno-. Sen-
tados sobre la borda, y antes de colocarse máscara y
boquilla, el Doctor comenzó, tal vez extemporánea-
mente, a comunicarle algunas precisiones técnicas.
-Sabe que tiene que ir inflando la mascarilla para
compensar la diferencia de presiones a medida que
desciende, ¿no es cierto?
-Sí, lo sé. No soy un experto, le dije, pero algo de
experiencia tengo.
-Bueno, no quiero que sufra ningún contratiempo,
por eso prefiero parecer molesto y advertirle cosas
como ésa.

336
Los fuegos de San Juan

Le agradezco, pero descuide. Aparte no es tan pro-


fundo, aquí. Ya le dije que he bajado, y sin equipo.
-Y sin cuerpo, probablemente; según me ha dicho,
estaba soñando, o tal vez en coma. Pero no es mo-
mento para hablar de ello, ni tampoco hay tiempo
que perder.

Mientras Sanjuán argumentaba, Gaspar ajustó los


detalles y se zambulló, como dando así por sentada
su determinación de actuar cuando fuese pertinente,
e intelectualizar cuando la ocasión lo ameritara. Lue-
go del hervidero de burbujas propio de la inmersión
abrupta, quedó viendo el verde claro del Mar Argen-
tino como una pared sobre el acrílico transparente
frente a sus ojos. Un sonido sordo y grave le indicó
que su compañero de aventura había hecho lo pro-
pio.
Nadaron hacia abajo, y a poco Gaspar advirtió que la
profundidad era mayor de la que le había parecido
en ocasión de descender en su experiencia onírica, o
extracorporal, o lo que hubiere sido, lo que abonó la
teoría de la irrealidad de aquel evento. Claro que las
formulaciones analíticas que operaban en su psiquis
no eran como éstas, sino que eran unidades concep-
tuales directas que mejor podrían asimilarse a intui-
ciones que a palabrería explicativa, por supuesto.
Aunque al divisar primero la mancha oscura recor-
tada sobre el fondo, y luego, más cerca ya, el casco
del antiguo buque, cubierto por algas y corales, en
fotográfica reiteración respecto de aquella dudosa o-
portunidad, las mínimas e incipientes certidumbres
337
Gabriel Cebrián

recientemente alcanzadas, si es que alguna vez llega-


ron a serlo, volvieron a fojas cero.
Con poderosas brazadas y un firme pataleo, Sanjuán
se apresuró a llegar a los restos del naufragio, y Gas-
par lo siguió. Dieron una recorrida general por los
escasos restos que no se habían resumido por la ac-
ción corrosiva de las aguas saladas a través de un
tiempo que, aún sin ser expertos, les pareció a sim-
ple vista mucho mayor que lo que las habladurías se-
ñalaban. Así que luego del breve lapso que tomaron
para revisar el interior -que de eso ya tenía poco- de
la nave, sin efectuar ningún hallazgo significativo, se
dedicaron a escarbar a mano limpia las arenas sobre
y en torno a los restos del pretérito navío. La ausen-
cia de cualquier material de interés y de todo otro
que no fueran pequeños moluscos y corales, hizo pa-
recer que nada iban a comprobar, más allá de la exis-
tencia del naufragio y, con posterioridad a las prue-
bas que eventualmente se realizaran sobre las piezas
que pudieran llevar a la superficie, la antigüedad a-
proximada de la nave. Mas justo unos momentos
después que Sanjuán le había mostrado su reloj, en i-
nequívoca señal que el oxígeno de los tanques estaba
a punto de agotarse, su mano tocó algo sólido debajo
de la arena. Se apresuró a desenterrar el objeto, y
comprobó que era una botella; antigua, rústica en sus
formas que a su vez se veían distorsionadas por los
detritus adheridos, pero al parecer, intacta. La mos-
tró al Doctor, que hizo señales de entusiasmo exhi-
biendo su pulgar levantado, y emprendieron la as-
censión. Arriba, se recortaba la sombra de la quilla
338
Los fuegos de San Juan

del velero en contraste con la superficie de las aguas,


iluminada por el sol pleno de la mañana.

XX

El Doctor se quitó las aletas antes de subir por la es-


calerilla de cuerdas y madera que les permitía volver
a bordo. Gaspar no lo hizo, por miedo a que se des-
prendiera el vendaje, y a pesar de cierta dificultad
causada por el choque del caucho contra los lados de
la embarcación, no tardó en alcanzarle la botella y
ganar cubierta el también.
-¿Qué es eso? –Preguntó Magdalena, dando voz a u-
na curiosidad intensa, que compartía con Haydée,
quien si bien no la expresaba en palabras, sí la hacía
notoria a través de sus ojos bien abiertos y su boca
también, pero no tanto.
-No sé. –Respondió Sanjuán sin abandonar ni por un
momento el escrutinio, al que se habían sumado los
tres pares de ojos restantes. –Probablemente se trate
de ron, o brandy.
-Y digo yo –inquirió Magdalena, rompiendo de ma-
nera rotunda la solemnidad de aquel momento, -¿no
habría sido más práctico, más barato y menos peli-
groso, ir a la licorería, por una botella de ron, o de
brandy?

Gaspar y Haydée soltaron unas risitas leves, sin a-


bandonar la fijeza en el objeto. Su padre en tanto la
339
Gabriel Cebrián

miró con fingida desesperanza, y volviendo a la bo-


tella, señaló que el lacre o lo que fuere que había al-
rededor del corcho, debía ser muy efectivo, ya que
había permanecido intacto.
-No estarás pensando en beber lo que hay dentro,
¿verdad? –Preguntó, alarmada Magdalena.
-Únicamente un ignaro o un tontaina irrecuperable
se perderían una ocasión como ésta. Debe valer mi-
les de dólares, si uno quisiera venderla luego de de-
cir de dónde la ha tomado.
-Bueno, pero Gaspar ha sido quien la halló, y él de-
bería en todo caso disponer de ella –señaló Magda-
lena.
-Por mí está bien –dijo Gaspar, -él es el Capitán.
-Miren, jóvenes, voy a hacer algunas precisiones al
respecto: primero, y como dijo muy bien mi intrépi-
do amigo, soy no solo el Capitan, sino el productor
ejecutivo de esta empresa, y eso me confiere ciertos
derechos; segundo, créanme que podría matar por u-
na cosa así, y no quisiera que me empujaran a mos-
trarme como el asesino desquiciado que algunos di-
cen que soy, tan solo por que intentaron privarme de
un privilegio tal que ni siquiera en sueños me hubie-
se atrevido a aspirar; tercero, que sería la mayor
frustración de mi vida ver que alguien más lo ad-
quiere en una subasta y se lo lleva consigo, dejándo-
me en ascuas después de haberlo tenido en mis ma-
nos y haber desperdiciado luego la oportunidad.
-Razones más que valederas para mí, sobre todo la
segunda –dijo Gaspar, intencionadamente.

340
Los fuegos de San Juan

-Claro que fue una especie de broma, con la que in-


tenté a la vez dejar sentada mi determinación. Yo
también puedo emplear giros metafóricos, ¿no es a-
sí?
-Por supuesto, es solo que las suyas tienen resonan-
cias del más funesto Poe.
-Estilos son estilos. La guardaré hasta después del
almuerzo, ocasión en la cual haré gala de otra de mis
desagradables aristas, que no es otra que la discrimi-
nación sexual, y solamente lo convidaré a usted,
Gaspar, que bien lo merece, no tanto por haber baja-
do allí conmigo sino sobre todo, por haberla hallado.
-Tómala tú solo –lo conminó Magdalena. –En el me-
jor de los casos, estará llena de agua de mar. Y en el
peor, te intoxicarás, y no creo que lleguemos a tiem-
po a ningún hospital para salvarte.
-Déjate ya de majaderías –repuso, mientras llevaba a
buen recaudo la botella. Ni bien se alejó, e ignoran-
do por completo la presencia de Haydée, Gaspar le
preguntó:
-¿Es mi impresión, o de golpe ha adoptado un tono
español castizo, tanto en la inflexión como en el lé-
xico?
-¿Tú qué opinas? –Preguntó a su vez, dirigiéndose a
la negra, quien por toda respuesta se encogió de
hombros y siguió los pasos de su amo. –Ya ves, no
contesta.
-Y tú tampoco.
-Oh, sí. Yo te he dicho ya que nada me preguntes a
mí, menos con referencia a Sanjuán. Te he dicho que

341
Gabriel Cebrián

ante cualquier duda, te dirijas a él. Y no me hagas


repetirlo, bien sabes que la Bestia no está lejos.

Se quitó el resto del equipo, teniendo especial cuida-


do al hacerlo con la aleta de su pie izquierdo. El ven-
daje estaba seco e intacto. Con toda seguridad servi-
ría para la próxima inmersión.

XXI

El Doctor Sanjuán había permanecido encerrado en


su camarote hasta que Haydée fue a avisarle que el
almuerzo estaba servido. Para sorpresa de Gaspar,
sobre la mesa estaban dispuestos varios de los llama-
dos “chatos” de vinos varios, la mayoría ajerezados,
y unas tablas de quesos y fiambres rojos diversos, al
más puro estilo madrileño. Llamó la atención sobre
ello, de pronto todo parecía haber tomado un giro es-
pañolísimo.
-Hoy es la Noche de San Juan, usted mismo lo ha re-
cordado esta mañana –explicó, como si eso por sí
solo explicara algo.
-Sí, ¿y?
-Me pareció apropiado, dado mis ancestros y proba-
blemente los suyos, agasajarnos con una comida ti-
pica hoy, que estamos precisamente recuperando los
restos de un navío español. Cuesta creer que toda es-
ta concatenación de eventos responda a pura casuali-
dad, ¿verdad?
342
Los fuegos de San Juan

-Ya lo creo que sí –se apresuró a conceder Magda-


lena, ganándole de mano por una fracción de segun-
do a su amante.
-No creo que nada de todo ésto que está sucediendo
responda a casualidades –dijo él a continuación.
-¿Acaso suponen que una suerte de providencia divi-
na nos está guiando?
-¿Divina? –Preguntó sorprendido Gaspar. Yo me in-
clinaría por considerarla demoníaca.
-¿Y por qué dice eso?
-Usted porque no vio la bestia que yo vi en estas
mismas profundidades, porque no oyó al Padre Car-
los, porque no caminó conmigo por los territorios in-
festados de alimañas y dragones, porque no habló
con el viejo ciego que dice ser el padre de Annie y
que fue martirizado y asesinado a bordo de un barco
cuyos restos hoy mismo ambos hemos atestiguado...
-He hecho alguna de esas cosas que usted dice, pero
me temo que las he justipreciado mejor.
-Pronto lo veremos.
-“Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”
–citó Magdalena a Jesús de Judea, enigmáticamente.
-Parece que un gran número de componentes de es-
tas fantasías que nos han alcanzado de un tiempo a
esta parte, tienen anclaje bíblico. Con toda honesti-
dad, no puedo explicarme por qué dices eso ahora.
-¿Es que todo tiene que tener una explicación? Mira,
no sé por qué lo dije, pero estoy segura que ha sido
por algo. Ya veremos.
-Esta comida está excelente, y ni hablar de los vinos
–observó Gaspar, dando cuenta con entusiasmo de
343
Gabriel Cebrián

ambos ítems, cosa que motivó la advertencia de San-


juán, en el sentido que no abusara demasiado del al-
cohol, ya que esa tarde bajarían de nuevo.
-Hablando de eso, bien podríamos haber hecho otra
inmersión esta misma mañana, había tiempo de so-
bra para ello.
-No, no me pareció estratégico. Fíjese que tenemos
oxígeno para unas seis inmersiones, y preferiría ha-
cer dos por día. Si agotamos esa reserva y no hemos
culminado con lo que se supone debemos hacer, ten-
dremos que volver a Mar del Sur a reaprovisionar-
nos, tanto de oxígeno como de algunas otras vitua-
llas. Prefiero que estemos descansados, para optimi-
zar de ese modo cada oportunidad. Haremos una
buena digestión, una buena siesta y lo intentaremos
otra vez.
-Se lo ve muy seguro de que habrá un mañana.
-Siempre lo hubo, ¿por qué no hoy? ¿Va a salir con
la cuestión del Apocalipsis, ahora?
-Siempre hubo un mañana –terció Magdalena- hasta
que por fin no lo hubo, para casi todas las personas,
que un buen día murieron. Pero, por supuesto, ése no
es tu caso.
-Ni el de ninguno de los que estamos aquí, que yo
sepa.
-Sabes a lo que me refiero.
-No, pues.
-Bueno –intervino Gaspar, -yo estuve muerto y sin
embargo aquí estoy.
-A eso, precisamente, es a lo que me refiero.

344
Los fuegos de San Juan

-Me resulta muy difícil dialogar con ustedes dos.


Suerte que estamos llegando al final de este asunto,
según creo. Y antes que digan otra incoherencia, a-
claro que me estoy refiriendo a un final diferente al
que querrán suponer, me refiero simplemente al fin
de todas estas gilipolleces.
-¡Y olé! –Exclamó Gaspar, y fue muy festejado por
ambas mujeres. Sanjuán solamente se sonrió.

Ni bien terminaron el copioso almuerzo, Sanjuán fue


a por la antigua botella, en medio de las reiteradas
advertencias de su hija. Volvió sosteniendo en sus
manos lo que tanto su actitud como su expresión de-
notaban que consideraba un tesoro, y que nomás por
aquel presunto elixir habría sido capaz de emprender
semejante empresa. Tomó asiento, colocó la botella
sobre la mesa con aire reverencial, extrajo de su bol-
sillo una navaja estilo sevillano y procedió a quitar
prolijamente esa substancia semejante al lacre, que
quizás lo fuera. Al cabo de unos momentos, pidió a
Haydée que le alcanzara un tirabuzón, y con mayor
cuidado aún del que probablemente hubiera observa-
do un neurocirujano durante una delicada interven-
ción quirúrgica, intentó quitar el corcho, el que, de
acuerdo a lo previsible, se desgranó por completo y
parte de él fue a mezclarse con el contenido, lo que
dio una nueva ocasión a Magdalena para profetizar
todo tipo de calamidades para quienes tuvieran la o-
sadía de probar tal brebaje. Sin embargo, un aroma
fuerte, dulzón y agradable se hizo sentir con tal in-
mediatez e intensidad que pareció que el espíritu de
345
Gabriel Cebrián

la substancia, encerrado allí desde quién sabría cuán-


do, hubiera hallado por fin ocasión de explayarse a
sus anchas en los aires de la libertad.
-Os lo había dicho –sentenció Sanjuán. –Esto pro-
mete.
-Conozco ese aroma –dijo Haydée, con la sorpresa
dibujada en sus facciones. –Mi abuela solía prepa-
rarlo cuando yo era muy niña, y ustedes saben, las
impresiones a esa edad duran para siempre. Yo solía
andar prendida a sus faldas mientras lo preparaba. Es
licor de nuez.
-¡Otra coincidencia!
-Era su predilección –continuó. –Ella fue quien me
enseñó a preparar el pastel que suelo servirles.
-Bueno, creo que me veré obligado a compartirlo
contigo, también –comentó con falsa amargura el
Doctor.
-No sé si voy a atreverme.
-Piénsalo, y ten en cuenta que no me ofenderé si no
lo haces. ¿Y qué hay de ti, Magda?
-Ni lo sueñes. Yo me he preparado este delicioso
pastel de manzanas, y lo tomaré con un buen té de
Ceylán.
-La nuez es de Adán, la manzana es de Eva –Dijo
casi automáticamente Gaspar, con voz muy queda y
como desde su más profunda interioridad, tanto así
que casi no fue conciente de estar haciéndolo.
-¿Qué cosa dices? –Le preguntó ella.
-Nada, simplemente repetí una frase que me dijo esa
noche el Padre Carlos.

346
Los fuegos de San Juan

-Bueno, aquí vamos –anunció Sanjuán, mientras ser-


vía el licor pardusco en una delicada copa de cristal,
sentía el aroma y luego bebía un sorbo, deteniéndolo
un buen tiempo en su cavidad bucal y luego tragán-
dolo, en una aparatosa maniobra de catadura. No tar-
dó en producir, en voces y gestos, todo tipo de efu-
siones respecto de la nobleza de aquel licor, y se a-
presuró a servir otra copa para Gaspar. Éste lo probó
y halló que el sabor suave y aterciopelado de aquella
sustancia era magnífico, y además que el tiempo de
añejamiento involuntario que había atesorado le
confería una química tal que hacía que el alcohol se
hubiese sutilizado a niveles que, si bien atemperaban
toda rudeza que hubiere podido tener para con las
mucosas bucales, lo hacían más fácil de sublimar ha-
cia los tejidos nerviosos, lo que lo transformaba en
engañosa poción, toda vez que la tersura del sabor y
la facilidad de la ingesta eran directamente propor-
cionales a su característica psicoactiva poderosa.
-Es tan sutil y exquisito... –observó el Doctor, en
tanto paladeaba con ostensible deleite. –Estamos be-
biendo un licor fabricado hace aproximadamente dos
siglos, no me va a decir que es cosa de todos los
días.
-Sabe qué, desde que llegué a esta zona no han deja-
do de ocurrirme cosas que no son de todos los días,
así que del algún modo, las cosas de todos los días,
curiosa y paradójicamente, han empezado a ser las
cosas que no son de todos los días.
-Habla de modo que tengo que rumiar un buen rato
cada uno de sus juicios...
347
Gabriel Cebrián

-Espere a la tercera o cuarta dosis de ésto, y ya nin-


guno de ambos entenderá mucho.
-¿Le parece?
-Mire, una vez, en la zona rural de Chivilcoy, en el
viejo galpón de una estancia, hallé una botella de ca-
ña de durazno que, si bien no podía precisar su anti-
güedad, lucía bastante vieja. La destapé y ocurrió i-
gual que ahora, un fuerte aroma se esparció en el
ambiente. Cosa que pareció contradecirse con lo que
ocurrió ni bien lo probé, ya que casi no tenía gusto.
Pensé que el tiempo, adunado a un sellado imperfec-
to de la botella, habían hecho que las propiedades se
evaporaran, y estaba a punto de arrojarla de lado
cuando hallé que mis mucosas bucales estaban como
adormecidas, como si hubiera bebido un anestésico,
o algo así. Continué entonces bebiendo, y no había
tomado un cuarto de aquel insípido licor cuando ad-
vertí que estaba total y absolutamente ebrio.
-Mire usted...
-Por eso le digo, no se fíe mucho de la suavidad de
este licor de nueces, porque probablemente, si segui-
mos bebiendo, no podremos ejecutar otra inmersión
hasta mañana, por lo menos.
-¿Le parece?
-Estoy seguro.
Entonces el Doctor procedió a servir dos tantos más,
dio forma a otro corcho con su navaja, lo colocó cui-
dadosamente y se dirigió a su camarote a guardar el
tesoro embotellado.

348
Los fuegos de San Juan

XXII

Tal y como había adelantado Gaspar, los efectos del


licor de nueces no se habían hecho esperar, y si bien
no habían sido devastadores debido a la prudente in-
gesta que a instancias de su advertencia habían reali-
zado, fueron suficientes para obligarlos a una siesta
reparadora. Al cabo de la cual, volvieron a aprestar-
se y a poco se hallaban descendiendo nuevamente
hacia el extraño navío. No tardaría mucho en caer el
sol, los días invernales eran cortos y quizá una hora
o algo más después las sombras caerían, trayendo
consigo la Noche de San Juan.
Llegaron al lugar y la situación de la mañana pareció
repetirse, salvo que esta vez removieron mucha más
arena, esperando tener análoga suerte a la que les ha-
bía permitido descubrir la botella; pero no parecía
haber más botellas ni objeto de interés alguno. Gas-
par entonces notó que a medida que el tiempo trans-
curría sin hallazgos, la actividad de su compañero se
volvía más febril y ansiosa, llegando al punto que la
arena que levantaba en su frenético relevamiento en-
turbiaba el agua de modo que la visibilidad se hacía
cada vez más dificultosa. Algunos temores comenza-
ron a insinuarse en su ánimo; algunos inciertos y ca-
prichosos como suelen serlo los infantiles, le inclina-
ban a imaginar tiburones acercándose ocultos por la
arenisca. Otros, más plausibles, se referían a la posi-
bilidad que el Doctor, en su obsesiva búsqueda, olvi-
dara observar su cronómetro y advirtiera tardíamente
349
Gabriel Cebrián

el agotamiento de sus reservas de oxígeno. La activi-


dad del joven, por su parte, y a tenor de lo antedicho,
mermó consecuentemente, lo que, en lugar de cons-
pirar en contra de resultados, más bien operó de mo-
do contrario, ya que la pausa le permitió distinguir,
entre unos fragmentos de madera descompuesta en
uno de los laterales, algo así como una arista oscura
de un material diferente. Con un par de brazadas se
llegó hasta allí, y advirtió que se trataba de algo pa-
recido a una placa metálica. Era extraño, un objeto
de metal como aquél debía haberse degradado mu-
cho tiempo antes, pero allí estaba. Debió tirar con to-
das sus fuerzas para retirarlo de entre el maderamen,
el que pese a su deterioro parecía querer sujetarlo en
su interior. Cuando finalmente logró extraerlo, com-
probó que quizá el hecho de que hubiese permane-
cido incrustado entre aquellas maderas lo había pre-
servado absolutamente intacto. Al ponerlo frente a
su vista, se sintió aturdido. La placa de metal tenía
una leyenda, escrita en letras blancas, que rezaba:
“Entonces vi que emergía del mar una Bestia con
siete cabezas y diez cuernos.” Sorprendido, alelado,
se volvió hacia el Doctor, que seguía entregado a su
febril e infructuosa tarea, levantando torbellinos de
arena a su alrededor, que lo hacían verse como atra-
pado por una niebla oscura. Nadó hacia él, placa en
mano, cuando vio venir por detrás de su compañero
la repetición pavorosa de la visión que había tenido,
probablemente en ese mismo sitio en alguna otra di-
mensión, a la Bestia que parecía haberse anunciado a
sí misma con el hallazgo del cartel que ahora, y ante
350
Los fuegos de San Juan

el impacto de la visión monstruosa, había dejado ca-


er. Intentó gritar para alertarlo, pero solamente con-
siguió proferir unos ruidos burbujeantes, que pasa-
ron totalmente desapercibidos por el desavisado y a-
jetreadísimo Doctor. Durante una fracción de segun-
do consideró nadar hasta él para advertirlo, pero la
presencia patente de semejante aberración antinatu-
ral lo disuadió; ya lo había ultimado una vez, por lo
que no iba a darle otra chance, si de él dependía.
Emprendió la ascensión mientras miraba hacia aba-
jo. Sanjuán continuaba arremolinando arenas y detri-
tus, completamente ajeno a lo que se le estaba vi-
niendo encima. Si la Bestia lo atacaba, eso tal vez
querría decir que no era él el esbirro del demonio
que las mujeres aseveraban, y que tal vez ellas sí lo
fueran. A través de esas unidades de sentido relam-
pagueantes, y sin perder detalle del pavoroso acerca-
miento del monstruo a su desprevenida víctima, pen-
só que tal vez las mujeres, genéricamente tan aptas
para la pérfida maquinación de subrepticias estrate-
gias, habían urdido un plan macabro tan impecable
que había conseguido engañarlos a ambos de una
manera tan artera como efectiva, sugiriéndoles alian-
zas tan factibles como fictas. El curso de los aconte-
cimientos pareció abonar esas ideas, ya que, cuando
la cosa aquella casi estaba encima de Sanjuán, éste
la vio, y se volvió alarmado en busca de quien ya lo
había abandonado a su suerte. Miró hacia arriba en-
tonces, y aún a pesar de las máscaras, durante un
instante tuvieron la certeza que sus miradas se cruza-
ban, con todas las implicancias comunicacionales tá-
351
Gabriel Cebrián

citas que dicha interacción, en tales circunstancias,


podía permitirles. Inició a su vez la ascensión, pero
ya era demasiado tarde. Una de las múltiples fauces
del monstruo se estiró, lo apresó del pie izquierdo y
sin más flagelo -que si hubiese querido sí podría ha-
bérselo infligido con creces-, lo sostuvo allí debajo,
simplemente aguantando los ingentes esfuerzos en
los que la presa se debatía inútilmente, tratando de
liberarse. El torbellino de burbujas provocado por
los desesperados movimientos de la presa hacían
claro que la escasa reserva de oxígeno restante, muy
pronto se agotaría. Cuando Gaspar estaba a punto de
alcanzar la superficie, pudo ver que el Doctor ya no
se esforzaba, que había asumido su suerte en idénti-
co modo que él lo había hecho antes, lo que lo hizo a
la vez revivir en forma patente su propia experien-
cia, y durante unos momentos no supo si estaba ahí,
a punto de emerger, o allá abajo, con su extremidad
sujeta por la demoníaca mordida, muriendo lenta-
mente entre estertores de asfixia. Finalmente alcanzó
la superficie, se quitó la boquilla e infló los pulmo-
nes con el aire de la tarde, que ya estaba pronta a
culminar. Retiró la mascarilla hacia arriba, dejándola
sujeta sobre su frente, y miró el cielo rojo del po-
niente, tan ígneo como no recordaba haberlo visto
antes.

352
Los fuegos de San Juan

XXIII

Se quitó las aletas de los pies, esta vez sin el menor


cuidado y arrancando el vendaje que esa misma ma-
ñana el Doctor le había colocado. Iba comenzando a
izarse por la escalerilla cuando Magdalena y Haydée
se acercaron alarmadas, tanto y tan prematuramente
como para avivar aún más la hoguera de su descon-
fianza. Ni bien puso pie en cubierta, y ante el inte-
rrogatorio respecto de dónde estaba Sanjuán, que las
mostraba por primera vez unidas en consigna y pero-
cupación, respondió con tono dramático:
-Quédense observando la superficie en torno al vele-
ro, tal vez lleguen hasta aquí los borbotones de su
sangre.
-¿Acaso un tiburón...? -Insinuó angustiada la more-
na.
-No se hagan las estúpidas –Respondió cortante y a-
menazador, y luego añadió: Entonces vi que emergía
del mar una Bestia con siete cabezas y diez cuernos.
-¿Quieres dejarte de sandeces y decirnos qué fue lo
que pasó allí debajo?
-Soy yo el que exijo explicaciones, y de ambas –o-
puso, mientras se dirigía al interior de la nave a cam-
biar su atuendo. Lo siguieron, formulándole a un
tiempo las mismas preguntas, que a no ser por su ob-
viedad hubiesen resultado confusas en la simultanei-
dad de su verbalización. Él las ignoraba, tanto en su
falta de respuesta como en su actitud, ya que sin te-
ner en cuenta en lo más mínimo su presencia, se qui-
353
Gabriel Cebrián

tó el traje de neopreno y exhibió su desnudez com-


pleta, lo que si bien no era nuevo para la joven, sí lo
era para la negra, que no pareció tomar en cuenta se-
mejante detalle en medio de una crisis estructural
como la que al menos en lo aparente quería manifes-
tarse alcanzada. Se vistió, observó la herida del pie
ya casi totalmente curada y omitió el vendaje, se co-
locó un par de medias de lana y las zapatillas, tomó
su abrigo y volvió a salir a cubierta, con las vocife-
rantes mujeres tras de sí. A pesar de la cháchara, que
era ignorada de plano, Gaspar pensaba concentrado
en el curso que habían tomado los acontecimientos a
partir de la absoluta reiteración de lo que creyó, o a-
lucinó, le había ocurrido a él mismo y lo que al pare-
cer acababa de ocurrir, en su plena corporalidad ma-
terial, a su desgraciado patrón. De algún modo las
mujeres aquellas los habían conducido a ambos al a-
bismo. No podía ni quería plantearse otra posibili-
dad, como podía ser por ejemplo que el complot fue-
ra más abarcativo y sutil, y que el monstruo bíblico y
el humano estuvieran allí bajo esas aguas riéndose y
aguardando el desarrollo del siguiente acto, proba-
blemente a cargo de la bruja blanca y la hechicera
negra.
-Hablas cuando no debes y callas cuando es impres-
cindible que no lo hagas –oyó que lo increpaba Mag-
dalena, y la detuvo con un gesto fiero, para manifes-
tar a su vez:
-Cállate, perra; resulta que ahora te preocupas por la
persona que más odiabas en el mundo, la que te ha-
bía condenado por toda la eternidad a una prisión sin
354
Los fuegos de San Juan

barrotes peor aún que cualquier otra imaginable; a-


hora, tan luego, derramas lágrimas por quien decías
que era tu peor enemigo, del que yo debía libraros a
todos vosotros –aquí se sorprendió por el giro puris-
ta que había adoptado su locuela, mas no era mo-
mento para análisis de ese tipo, así que continuó: -
¿Adónde está ahora tu gemela, esa contraparte nece-
saria para que esta nefanda hechicera se valga de
vuestra conjunción para perpetrar sus excecrables
conjuros vudú?
-Has caído en su poder, ya no hay nada que alguien
pueda hacer por ti –dijo conturbada, y por toda res-
puesta, la joven. Haydée en tanto arrojaba torrentes
de lágrimas, en silencio.
-¿Caí en poder de quién? ¿De un pobre sujeto que
acaba de ahogarse? ¿O de dos o quizá tres mujeres
dementes que envenenan la sangre de sus víctimas
para luego sacrificarlas? ¿No eran acaso esta africa-
na, antillana o lo que sea, y el demonio blanco que
decía ser tu padre, quienes nos estaban atrapando y
condenando a una pseudoexistencia por los siglos de
los siglos? ¿Ahora las dos están desesperadas por sa-
ber lo que le ocurrió bajo las aguas?
-Sigues siendo el mismo imbécil –Dijo Magdalena,
ahora asumiendo directamente la confrontación, y a-
gregó: -Nadie saldrá vivo de este barco.
-Eso es lo que tú crees -le respondió Gaspar, y se
dispuso a llevar el ancla. La noche ya había caído y
una leve brisa les llegaba desde mar adentro.

355
Gabriel Cebrián

-¿Conoces acaso el arte de navegar a vela? –Le pre-


guntó Haydée, entrecortada la frase por los inconte-
nibles sollozos.
-Lo intentaré –dijo Gaspar. -El viento nos favorece,
solamente habrá que colocar el velamen para que
nos lleve hacia la costa.
-¿Hacia la costa? ¿Aquí? Eso es una locura. No ha-
remos ni doscientos metros antes de encallar.
-Bueno, me acercaré todo lo que pueda, me enfun-
daré en mi traje térmico y nadaré hasta la playa. Los
planes más simples suelen ser los más efectivos, ésa
es una máxima que en el ajetreo de estos últimos
tiempos parece que he estado a punto de olvidar.
-¿Y qué hay de nosotras? –Preguntó Magdalena.
-Hablen con su jefe Lucifer. Seguro que se las inge-
niará para echarles una mano.
-Eres un bastardo. Un cobarde y estúpido bastardo.
-Déjalo, a poco crees que la Bestia que él mismo
mencionó lo dejará llegar a la playa...

Gaspar se detuvo en la acción que estaba ejecutando,


miró a Haydée con aires de locura en su expresión y
le dijo:
-Veo que finalmente han decidido jugar con los nai-
pes dados vuelta.
-Estúpido estúpido estúpido estúpido –dijo Annie a
sus espaldas, y otra vez consiguió sobresaltarlo.
-Ah, aquí estás, pequeña zorra. Ya me parecía que
estabas demorando demasiado.
-Siempre estuve aquí, estúpido.

356
Los fuegos de San Juan

-Qué bien. Permanece un rato más, para ver a tus


hermanas blanca y negra hundirse en este maldito
velero como tal vez tú lo hiciste hace doscientos a-
ños.
-Eres tan estúpido que ni siquiera adviertes, hasta a-
hora, que tú también te hundiste aquí hace doscien-
tos años, y ciento cincuenta, y cien, y cincuenta, y
hace unos días nomás, solo que sin barco -cuando
dijo esto último, las tres prorrumpieron en unas car-
cajadas que tuvieron resonancias tan siniestras como
la propia frase, como el abrupto cambio producido
en el ánimo de Magdalena y Haydée.
-¿Qué cosa dices?
-Estúpido estúpido estúpido estúpido...
-Deja de decirme estúpido, pequeña basura.
-Estoy invocando a la niebla, estúpido –Dicho lo
cual, y como si se hubiera tratado de un conjuro,
Gaspar se encontró cegado por una cerrazón absolu-
ta y repentina.
-Veamos ahora qué tan macho eres –dijo la niña, y
las mujeres seguían festejando alborozadas sus di-
chos. Oyó entonces un lejano retumbar que se acer-
caba, y a poco unas luces flasheantes le indicaban
que una borrasca estaba a punto de alcanzarlos. La
Noche de Sanjuán amenazaba con repetir todas y ca-
da una de las características que habían dado lugar a
la leyenda. –Hora de jugar al gallito ciego, otra vez –
prosiguió Annie, y un violento chicotazo en los ojos
le hizo abandonar las ya escasas esperanzas que aún
lo asistían de salir alguna vez de aquella niebla. El
lacerante dolor lo arrojó de rodillas sobre la cubierta,
357
Gabriel Cebrián

y poca resistencia opuso cuando sintió que unas


cuerdas lo rodeaban y lo aseguraban a lo que supuso
sería el mástil de la embarcación. Una vez que estu-
vo firmemente sujeto, la pequeña, que parecía llevar
la voz cantante, anunció que el antiguo San Juan ya
tenía un nuevo y joven cuerpo del cual valerse, y que
el bisoño Gaspar Rincón había ingresado, por fin y
por completo, en el limbo que desde siempre le ha-
bía estado predestinado.
-Hay que decir que mucho trabajo no dio –Dijo
Magdalena.
-Tampoco desmerezcas el poder de persuasión de
mis pócimas –observó Haydée.
-Rápido –dijo una voz masculina, que Gaspar no ati-
nó a reconocer, -encendamos la hoguera, que la tor-
menta no tarda en alcanzarnos.

Y a continuación Gaspar adivinó, desde la niebla


que ahora no podía asegurar a ciencia cierta que es-
tuviera fuera de sus vacías órbitas oculares, que un
unmeroso grupo de personas se afanaba en la con-
signa. Desde muy cerca, y con voz apenas audible,
Annie le decía que no esperara una reiteración punti-
llosa de cuanto le había relatado su padre, o sea, a-
claró, lo que de algún modo se había relatado a sí
mismo días antes en la playa, porque ellos eran los
Eternos Caminantes del Nuevo Orden, ése que ja-
más se verá entorpecido por bizantinos y estériles
galimatías circulares.
La tormenta ya arreciaba y sacudía a la embarcación,
a estas alturas ocioso hubiese sido saber si se trataba
358
Los fuegos de San Juan

del viejo galeón o del moderno velero; la hoguera


había sido encendida, firmes y determinadas manos
habían aflojado sus ligaduras y estaban a punto de a-
rrojarlo, una vez más, al tormento del fuego, cuando
ocurrió lo previsible: el violento golpe de quilla con-
tra el fondo rocoso, el desparramo subsiguiente de
cuerpos y fuegos, y la niebla. Niebla de sentidos,
niebla de significados, niebla de conciencia, cada
vez más espesa, cada vez más límbica, cada vez más
parecida a la muerte; la que sin embargo, todo indi-
caba que no iba a llegar nunca.

XXIV

Marta Toledo, recién egresada de la Facultad de


Ciencias de la Comunicación Social, estaba tomando
una copa en un bar frente a la playa, casi a media-
noche. En eso vio venir desde la costa un hermoso
joven rubio, en ajustado short que resaltaba ostensi-
blemente sus atributos físicos, mojado como si re-
cién hubiese salido del mar, aunque la temperatura y
el viento no hacían muy apto que digamos el clima
para tal actividad. Caminaba al acaso cuando la vio.
Inesperadamente, se dirigió a ella y le pidió que le
invitara una copa. ¿Cuál es tu nombre?, le preguntó
ni bien indicó al mozo que alcance un trago más. Él
se presentó como Gaspar. Marta hizo un comentario
acerca de lo valiente que había que ser para entrar al
mar en esas condiciones, y él le respondió, enigmáti-
359
Gabriel Cebrián

camente: Oh, pero yo no he entrado al mar. He sali-


do de él. Le pareció gracioso, de modo que le pre-
guntó si acaso era Poseidón. Algo así, sí, puedes cre-
erlo, respondió, mientras tomaba la copa que le al-
canzaba el mozo. A continuación, se había mostrado
interesado por saber qué hacía Marta, y cuando se
enteró que era una Licenciada en Periodismo deso-
cupada, tomó una servilleta y pidió una lapicera al
mozo. Anotó un E-mail, que resultó ser el del Doctor
Hilario Sanjuán, y le sugirió que se comunicara allí
y planteara su situación. Intrigada, dio voz a algunos
interrogantes. Como gozando de los aires de miste-
rio que parecían ser atributo esencial de su persona-
lidad, Gaspar apuró la copa y comenzó a retirarse.
Marta, sintiendo que la beldad aquella se le escapa-
ba, preguntó finalmente si podían volver a verse. Él
le respondió que con toda seguridad lo harían, si era
que se comunicaba al correo electrónico que acababa
de darle. De más está decir que ésta, más que ningu-
na otra, fue la causa que la llevó finalmente a escri-
bir.

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