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Los fuegos de San Juan
Gabriel Cebrián
Los fuegos de
San Juan
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Los fuegos de San Juan
Apocalipsis, 9.6
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PRIMERA PARTE
I
-Ya lo sé.
-Está en la Avenida Belgrano al 200.
-Eso también lo sabía –aclaró secamente. –Solamen-
te he venido a buscar las llaves.
El hombre desagradable advirtió la animosidad que
se había generado en Gaspar, y preguntó, con tono
lejanamente contemporizador, si sabía adónde
quedaba dicho domicilio. Gaspar asintió, aunque no
era cierto. Solo quería munirse de las llaves y mar-
charse de esa oficina tan pequeña y oscura, habitada
por esa especie de subhumano arrogante. Éste se le-
vantó con cierta dificultad (circunstancia que bien
podría explicar, en todo caso, por qué no se había in-
corporado para saludarlo), fue hasta un pequeño ar-
mario ubicado detrás de su sillón; extrajo del bolsillo
superior de su pantalón las llaves que pendían de un
llavero de cadena, escogió una y abrió la portezuela.
Del lado interior de ésta pendían otros varios juegos,
colgando de diversos clavitos rotulados cada uno por
una etiqueta pegada sobre ellos. Dijo, como para sí:
“a ver... acá está”; tomó uno, cerró y trabó nueva-
mente el mueble, en forma meticulosa. Gaspar estu-
vo tentado de preguntarle si ocurrían muchos robos
en ese pueblo, dada la seguridad que observara eran
aplicadas al ingreso a la oficina y luego, también, al
armario. Pero no tuvo ganas de seguir intercambian-
do palabras con el ceniciento sujeto. Los pueblos son
más tranquilos en este sentido, según dicen. Así que
tal vez fuera simplemente la paranoia del vejete. To-
mó las llaves con cuidado de no hacer contacto con
la piel apergaminada de la mano que se las tendía,
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-Ahá.
Que yo recuerde, hace unos cuantos años la ocupó
un bancario, que trabajaba acá en la sucursal del
Provincia. El pobre no llegó a jubilarse y volverse a
su ciudad, murió acá.
-Ahá.
-Después vino un médico, o algo así. O sea, trabaja-
ba para el Doctor Sanjuán. Nunca supe a qué se de-
dicaba, o cuál era su especialidad. Ése duró poco, di-
cen que se ahogó en el mar.
-Bueno, con razón se acuerdan de la casa... parece
estar maldita...
-Oh, qué ocurrencia. Son cosas que pasan, vea. No
vaya a impresionarse por lo que le cuento...
-No, está bien, yo decía, nomás. Resulta que hom-
bres solos, como yo, ambos corriendo la misma
suerte... dicen que no hay dos sin tres.
-Bueno, déjese de embromar, joven... Gaspar, me di-
jo, ¿no? Mire las cosas que dice...
-Aparte, en la jerga quinielera, el 17 es la desgracia,
para colmo.
-Bueno, si sabía que era tan cabulero no le decía na-
da.
-No, está bien, Don Cholo, es broma.
-Ah. Me había parecido que se estaba julepiando.
-No, nada de eso. Dígame, necesito hablar con el
Doctor Sanjuán. ¿Usted podría decirme adónde pue-
do encontrarlo?
-Pues aquí enfrente. Ése es su chalet –le respondió,
señalando la importante vivienda de piedra desde cu-
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-¿Perdón?
-Digo que ya lo he tratado durante unos breves mi-
nutos; y si bien mi temperamento analítico me ha
llevado a evaluarlo de un modo similar al que los pa-
lurdos ésos lo hicieron anoche, claro que en otro ni-
vel y con otra altura, éste al parecer breve lapso de
tiempo que hemos compartido hasta ahora, digo, me
permite decirle desde ya que usted es un joven agu-
do mentalmente y un serio y responsable profesio-
nal, munido de todas las herramientas conceptuales
necesarias para un óptimo desarrollo de sus aptitu-
des.
-Bueno, espero que sea así, ya que, a pesar del breve
lapso que mencionara usted, parece estar más seguro
de ello que yo.
-Es usted humilde, Gaspar.
-No, trato de ser objetivo.
-Bueno, dejemos eso. ¿Qué le gustaría almorzar?
-Mire, Doctor Sanjuán, usted es muy amable, pero...
-Vamos, no toleraré una negativa.
-No, iba a decirle que estoy un poco preocupado por
saber las características y condiciones del desempe-
ño que espera usted de mí.
-Hay tiempo para eso. De todos modos, he de ade-
lantarle que no se trata de un desempeño covencio-
nal.
-Sí, algo ya me había anticipado por correo.
-Bueno, pero ahora no me ha contestado qué le gus-
taría tomar para el almuerzo.
-Lo que usted escoja está bien para mí.
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-Adán es africano.
-Así dicen –respondió Gaspar, más que nada para
testear si era registrado por el extraño y, en todo ca-
so, aceptado.
-Así dicen porque así es.
-Claro, claro, eso mismo es lo que quise decir.
-Le voy a pedir por favor que no me de la razón
como a un loco.
-Pues hombre, no es eso lo que estoy haciendo.
-Ah.
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Toda vez que en las etapas previas sería imposible establecer una
diferencia esencial entre ambos sistemas de vehiculizar señales, dado
que estaban acotados a un plano físico concreto en términos de
espaciotemporalidad.
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-¿Qué pasa?
-Ojalá lo supiera. Aquí puede pasar cualquier cosa, y
tú lo sabes, o deberías haberlo sabido, so imbécil.
¿Adónde estás?
-Aquí. No me he movido.
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Paul Watzlawick, ¿Es real la realidad? Ed. Herder, 1989.
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